Publicado en
marzo 13, 2010
LISTA DE PERSONAJES
Ruby LANDRY, hija de Gabrielle (fallecida) y un desconocido. Vive con su abuela en los bayous de Luisiana. Es conocida como una cajún (de ascendencia francesa, con connotaciones peyorativas).
Grandmére Catherine LANDRY, abuela de Ruby y madre de Gabrielle.
Traiteur (sanadora) cajún.
Grandpére Jack LANDRY, esposo de Grandmére Catherine.
Gabrielle LANDRY, madre de Ruby, ya fallecida.
Paul TATE, hijo de unos hacendados de la zona, está enamorado de Ruby, pese a la desaprobación de sus padres.
Pierre DUMAS, padre de Gisselle, hermano de Jean y marido de Daphne. Rico hombre de negocios asentado en Nueva Orleans.
Daphne DUMAS, esposa de Pierre, madre de Gisselle.
Gisselle DUMAS, hija de Daphne y Pierre, novia de Beau Andreas. Una adolescente mimada y malcriada.
Jean DUMAS, hermano de Pierre, herido en un accidente y ahora minusválido.
Beau ANDREAS, hijo de una buena familia de Nueva Orleans, novio de Gisselle.
Martin, amigo de Gisselle y Beau.
Claudine y Antoinette, amigas de Gisselle.
Nina, cocinera de los Dumas.
Edgar, mayordomo.
Wendy, chica del servicio.
Mama Dede, bruja que practica el vudú.
Annie Gray, conocida de Ruby.
Dominique LeGrand, galerista que representa a Ruby.
PRÓLOGO
Durante los primeros quince años de mi vida, mi nacimiento y las circunstancias que lo rodearon fueron para mí un misterio, un enigma tan grande como el número de estrellas que brillaban en el cielo nocturno de los pantanos o el lugar donde se escondían los plateados barbos los días en que Grandpére no podía pescar ni siquiera uno para garantizar su sustento. Tan sólo conocí a mi madre por las historias que me contaron Grandmére Catherine y Grandpére Jack, y por las escasas y desdibujadas fotografías en papel sepia que conservábamos en marcos de peltre. Casi desde que tengo memoria, recuerdo haberme sentido culpable siempre que estaba de pie delante de su tumba y leía la sencilla inscripción de la lápida, que rezaba: «Gabrielle Landry. Nació el 1 de mayo de 1927. Murió el 27 de octubre de 1947.» Porque la fecha en que yo nací era la misma que la de su muerte. Cuando se acercaba mi cumpleaños, cada día y cada noche alimentaba en lo más secreto de mi alma el dolor de la culpabilidad, a pesar de los esfuerzos que realizaba Grandmére para convertirlo en un día feliz. Sabía que mostrarse animosa le costaba tanto como a mí misma.
Sin embargo, más allá de la tristísima muerte de mi madre al alumbrarme, había otras oscuras cuestiones que no podía preguntar, incluso aunque supiera cómo abordarlas, porque me horrorizaba que al oírlas la expresión de mi abuela, normalmente cariñosa, adoptara aquel aire ceñudo y sombrío que yo tanto temía. Algunos días se sentaba en silencio en su mecedora y me observaba durante lo que se me antojaban horas. Fueran cuales fueran las respuestas, la verdad había destrozado a mis abuelos; había empujado a Grandpére a refugiarse en el pantano para vivir solo en una choza. Y desde aquel día, Grandmére Catherine no podía pensar en él sin que sus ojos rezumaran una intensa ira y el pesar abrasara su corazón.
El halo de lo desconocido flotaba en nuestra casa del pantano; pendía de las telarañas que las noches de luna transformaban la ciénaga en un mundo adornado de piedras preciosas; envolvía los cipreses como el musgo negruzco que colgaba de sus ramas. Lo oía fluir en los susurrantes y cálidos vientos del estío y en el agua que gorgoteaba contra el limo. Lo sentía incluso en la penetrante mirada del halcón de los pantanos, cuyos ojos de cerco dorado seguían cada uno de mis movimientos.
Rehuía las explicaciones tanto como ansiaba conocerlas. Unas palabras que tenían el peso y el poder suficientes para apartar a dos personas que deberían quererse y mimarse mutuamente sólo podían inspirarme miedo.
Solía sentarme junto a la ventana para contemplar la oscuridad del pantano en las tibias noches de primavera, refrescándome la cara con la brisa que soplaba sobre los pantanos procedentes del golfo de México; en esta postura, escuchaba la lechuza.
Pero, en lugar de su grito ultraterrenal, yo la oía clamar «¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?», y me abrazaba a mí misma para impedir que los temblores llegaran a mi corazón palpitante.
PRIMERA PARTE
1. LOS PODERES DE GRANDMÉRE
Un golpeteo sonoro y apremiante en la puerta de red metálica retumbó por todo el edificio y distrajo la atención de Grandmére Catherine y la mía de nuestro trabajo. Aquella noche estábamos arriba, en el grenier, entonces telar, tejiendo hebras de algodón para hacer mantas y venderlas en el puesto de carretera que teníamos frente a la casa los fines de semana, cuando acudían los turistas a visitar los pantanos. Contuve el aliento. Las llamadas se hicieron más intensas y más frenéticas.
-Baja a ver quién es, Ruby -me ordenó Grandmére con voz tajante-. Date prisa. Si es otra vez Grandpére Jack borracho de ese whisky de los pantanos, cierra la puerta lo más rápido que puedas -añadió, aunque quedó patente por cómo abrió sus oscuros ojos que sabía que no era él, sino alguien portador de noticias mucho más temibles y desagradables.
Se había levantado un fuerte viento bajo las gruesas capas de nubarrones que nos cercaban como una mortaja, ocultando el cuarto de luna y las estrellas en el cielo de abril de Luisiana. Aquel año, la primavera había sido un veranillo. Los días y las noches eran tan calurosos y húmedos, que por las mañanas encontraba moho en los zapatos. A mediodía, el sol hacía fulgurar las varas de oro y las moscas y los jejenes se agitaban enloquecidos en busca de una sombra fresca. En las noches claras podía vislumbrar dónde habían salido las arañas dama dorada típicas de la ciénaga y tejido sus gigantescas redes para su captura cotidiana de escarabajos y mosquitos. Habíamos extendido sobre nuestras ventanas una tela fina que impedía la entrada a los insectos, pero no a la brisa fresca que venía del golfo.
Corrí escalera abajo y por el estrecho pasillo que unía la parte trasera de la casa a la frontal. La visión de Theresa Rodríguez con la nariz aplastada en la red metálica me detuvo en seco, como si mis pies se hubieran vuelto de plomo. Estaba más blanca que un nenúfar, y tenía los ojos llenos de pánico y el cabello negro, de color café, muy alborotado.
-¿Dónde está tu abuela? -preguntó histéricamente.
Llamé a Grandmére y me acerqué a la puerta. Theresa era una muchacha bajita y robusta que me llevaba tres años. Con sus dieciocho primaveras, era la mayor de cinco hermanos. Sabíamos que su madre estaba a punto de dar a luz a un nuevo hijo.
-¿Qué ocurre, Theresa? -pregunté, tras reunirme con ella en la galería-. ¿Se trata de tu madre?
De repente rompió a llorar, con su voluminoso pecho hinchándose al ritmo de los sollozos y las manos cubriéndole la cara. Me giré hacia la casa en el momento en que Grandmére descendía los últimos peldaños, le echaba una mirada a Theresa y se santiguaba.
-Habla deprisa, niña -azuzó a la joven, yendo rauda hasta el umbral.
-Mi mamá... ha alumbrado... a un niño muerto -gimió Theresa.
-Mon Dieu -exclamó Grandmére Catherine, y se persignó nuevamente-. Lo presentía -murmuró, y me miró.
Recordé un instante mientras tejíamos en el que mi abuela había alzado los ojos de su labor para escuchar los ruidos de la noche. El grito de un mapache había vibrado en nuestros oídos como si fuera el llanto de un bebé.
-Mi padre me ha mandado a buscarla -masculló Theresa entre lágrimas.
Grandmére Catherine asintió y estrujó amablemente la mano de la joven.
-Iré ahora mismo.
-Gracias, señora Landry. Se lo agradezco -dijo Theresa y desapareció en la oscuridad, dejándome confundida y asustada en la galería.
Mi abuela ya había empezado a reunir sus enseres y llenar una cesta de fibra de roble. Entré en la casa sin pérdida de tiempo.
-¿Qué quiere el señor Rodríguez, Grandmére? ¿Cómo puedes ayudarles ahora?
Cuando la abuela era solicitada en plena noche, por lo general significaba que había alguien muy enfermo o afligido. Cualquiera que fuera la causa, mi estómago hormigueaba como si me hubiera tragado una docena de moscas y todas zumbaran en un torbellino interminable.
-Trae la lámpara de butano -ordenó ella en vez de responder.
Me apresuré a obedecer. A diferencia de la desquiciada Theresa Rodríguez, a quien el terror había iluminado el camino a través de la tiniebla, nosotras necesitaríamos la lámpara para ir desde la galería surcando la saturada hierba hasta la carretera de grava, negra como boca de lobo. Para Grandmére el encapotado cielo encerraba presagios ominosos, especialmente aquella noche. Tan pronto salimos, levantó la vista, meneó la cabeza y masculló:
-Esto no es buena señal.
Detrás de nosotras, el pantano pareció cobrar vida con sus agoreras palabras. Las ranas croaron, graznaron los pájaros nocturnos, y los caimanes se deslizaron por encima del frío fango.
A mis quince años ya le sacaba unos cinco centímetros a Grandmére Catherine, que con los mocasines apenas sobrepasaba un metro cincuenta y seis de estatura. Aunque de talla diminuta, era la mujer más fuerte que conocía porque, además de su sabiduría y su coraje, poseía las facultades de un traiteur, un curandero; era una curadora tanto física como espiritual, que no vacilaba en entablar batalla contra el mal por muy demoníaco o insidioso que fuera. Grandmére siempre tenía la solución, siempre escarbaba en su bolsa de rituales y métodos curalotodo hasta hallar el curso de acción idóneo. El suyo era un legado generacional, algo que le había sido transmitido oralmente, y aquello que no había heredado lo sabía mágicamente.
Grandmére era zurda, lo cual significaba para nosotros, los cajún, que podía tener dotes sobrenaturales. Pero yo creía más bien que sus poderes venían de aquellos oscuros ojos de ónice. Ante nada se arredraba. Según la leyenda, una noche en los pantanos se había enfrentado a la mismísima Parca y le había hecho bajar su letal mirada hasta que comprendió que aún no era la hora de medirse con ella.
Los habitantes de los pantanos acudían a verla para que les curara las verrugas o el reumatismo. Tenía remedios secretos contra los resfriados, la tos, y se decía que incluso conocía el medio de evitar el envejecimiento, aunque nunca lo usaba para no contravenir el orden natural de las cosas. La naturaleza era sagrada para Grandmére Catherine. Extraía todas sus medicinas de las plantas, las hierbas, los árboles y animales que vivían en la región de los pantanos.
-¿Por qué vamos a casa de los Rodríguez, Grandmére? ¿No es un poco tarde?
-Couchemal -me susurró.
Recitó una plegaria a media voz. Su manera de rezar me dio calambres en la espalda y, a pesar de la humedad, me causó un escalofrío. Apreté los dientes con todas mis fuerzas, confiando en que no rechinarían. Estaba decidida a ser tan valiente como Grandmére, y casi siempre lo conseguía.
-Supongo que ya tienes edad de que te lo explique -dijo la abuela, tan quedamente que hube de aguzar el oído-. Un couchemal es un espíritu maligno que queda suspendido en el aire cuando un bebé muere sin ser bautizado. Si no lo ahuyentamos, perseguirá a la familia y le traerá mala suerte -añadió-. Deberían haberme llamado en cuanto la señora Rodríguez se puso de parto. Y más aún en una noche como ésta -concluyó lúgubremente.
Delante de nosotras, el resplandor de la lámpara de butano hacía que las sombras danzaran y culebrearan al son de lo que Grandpére Jack denominaba «la canción del pantano», un cántico formado no sólo por los sonidos de origen animal, sino también por el peculiar silbido que, cuando se filtraba la brisa, surgía a veces de las ramas retorcidas y el colgante musgo apodado entre los cajún «barba española». Intenté caminar lo más cerca posible de Grandmére sin tropezar con ella, y hube de imprimir ritmo a mis pies para no rezagarme. La abuela estaba tan absorta en nuestro punto de destino, y en la asombrosa tarea que nos esperaba, que era capaz de orientarse en la más absoluta negrura.
En la cesta de fibra de roble, Grandmére llevaba media docena de tótems o imágenes de la Virgen María, así como un frasquito de agua bendita y un surtido de hierbas y plantas. Las oraciones y los sortilegios los guardaba en la cabeza.
-Grandmére -empecé a decir. Necesitaba oír el sonido de mi propia voz-. Qu’est-ce que...?
-En inglés -me corrigió-. Habla únicamente en inglés. -Grandmére siempre insistía en que utilizáramos esa lengua, sobre todo cuando salíamos de casa, a pesar de que la lengua cajún es francesa-. Algún día abandonarás estos pantanos -vaticinó- y vivirás en un mundo que quizá menosprecie nuestro idioma y nuestras costumbres.
-¿Por qué iba a dejar los pantanos? -pregunté-. ¿Y por qué convivir con personas que puedan mirarme con desdén?
-Así será -repuso ella con su habitual tono misterioso-. Es inevitable.
-Grandmére -comencé de nuevo-, ¿por qué asedia un espíritu a los Rodríguez? ¿Qué mal han hecho?
-Ninguno. El niño ha nacido muerto. El espíritu habitaba su cuerpo, pero no ha recibido el bautismo y ahora no tiene a dónde ir, así que vagará entre ellos para acarrearles la desgracia.
Miré hacia atrás. La noche caía como una plomiza cortina a nuestras espaldas, empujándonos a continuar. Cuando doblamos un recodo, me alegré al distinguir las ventanas iluminadas de los Bute, nuestros vecinos más próximos. Su visión me permitió fingir que todo era plenamente normal.
-¿Has hecho esto muchas veces, Grandmére?
Sabía que la presencia de la abuela era requerida en numerosos ritos, desde bendecir una casa nueva hasta infundir suerte a un pescador de camarones o de ostras. Las madres de las recién casadas que no podían tener hijos la llamaban para pedirle que las hiciera fértiles. Y con bastante frecuencia, quedaban embarazadas. Yo conocía tales prodigios; pero nunca había oído hablar de un couchemal.
-Desgraciadamente, más de las que quisiera -contestó Grandmére-. Igual que hicieron otros traiteurs antes que yo desde los días remotos en que vivíamos en nuestros antiguos dominios.
-¿Y siempre lograste ahuyentar al espíritu perverso?
-Siempre -respondió ella, con tanta rotundidad que de pronto me sentí segura.
Grandmére Catherine y yo vivíamos solas en una casita montada sobre palillos, con el tejado de estaño y una galería en el frente. Vivíamos en Houma, Luisiana, que estaba en el condado de Terrebonne. La gente decía que el condado se encontraba a sólo dos horas en coche de Nueva Orleans, pero yo no podía confirmar si era cierto puesto que nunca había viajado a aquella ciudad. De hecho, no había salido de los pantanos.
Grandpére había construido la vivienda con sus propias manos hacía más de treinta años, cuando se casó con Grandmére Catherine. Como la mayoría de los hogares cajún, la casa se alzaba sobre pilotes para impedir el acceso a los animales reptantes y ofrecernos una cierta protección de las inundaciones y la humedad. Sus paredes eran de madera de ciprés y la techumbre, como he dicho, de estaño ondulado. Siempre que llovía, las gotas tamborileaban sobre nosotros igual que timbales. Al forastero esporádico que iba a nuestra casa tal vez lo perturbaban, pero nosotros estábamos tan acostumbrados al repiqueteo como al grito estridente de los halcones.
-¿Adonde va el espíritu cuando lo ahuyentamos? -pregunté.
-De vuelta al limbo, donde ya no pueda perjudicar a las buenas gentes temerosas de Dios -me aclaró la abuela.
Los cajún, un pueblo descendiente de los acadienses francófonos que fueron desterrados de Canadá a mediados del siglo XVIII, creíamos en una forma de espiritualidad que conciliaba el catolicismo con la tradición precristiana. Asistíamos a la iglesia y rezábamos a figuras como san Medad, pero nos aferrábamos firmemente a nuestras supersticiones y creencias seculares. Algunas personas, por ejemplo Grandpére Jack, persistían más que otras. El abuelo participaba a menudo en actividades colectivas para conjurar la mala suerte y tenía una colección de talismanes, como dientes de caimán y orejas de ciervo disecadas, que lucía ceñidos al cuello o sujetos al cinto. Grandmére afirmaba que ningún morador de los pantanos los necesitaba más que él.
La carretera de grava se extendía y giraba en mil vueltas, pero, al paso que llevábamos, no tardó en dibujarse frente a nosotras la casa de ciprés de los Rodríguez, blanqueada con una pátina de color grisáceo. Oímos lamentos en el interior y atisbamos al señor Rodríguez en la galería, sosteniendo en sus brazos al hermano de cuatro años de Theresa. Estaba sentado en una mecedora de roble y contemplaba la noche como si ya hubiera visto al espíritu malvado. Me estremecí aún más, pero seguí avanzando tan deprisa como Grandmére Catherine. En el momento en que posó la vista en ella, la expresión de dolor y de miedo que exhibía aquel hombre se trocó en esperanza. Me reconfortó comprobar cuan respetada era Grandmére.
-Gracias por venir tan pronto, señora Landry. Gracias por venir -dijo, y se puso de pie rápidamente-. ¡Theresa! -gritó.
La joven salió de la casa para ocuparse de su hermanito. -Rodríguez le abrió la puerta a mi abuela y, tras bajar la luz de la lámpara, la seguí hasta el interior.
Grandmére Catherine ya había estado antes en la casa de los Rodríguez y fue directamente al dormitorio de la mujer. Yacía en el lecho, con los ojos cerrados, el rostro ceniciento y el moreno cabello esparcido sobre la almohada. Grandmére tomó su mano, y la señora Rodríguez levantó la vista débilmente. La abuela entonces fijó su mirada en ella y la escrutó unos largos segundos, como si buscara algún mensaje. La señora Rodríguez se esforzó por incorporarse.
-Descansa, Dolores -dijo Grandmére Catherine-. He venido para ayudarte.
-Sí -repuso la señora Rodríguez en un susurro. Agarró la muñeca de Grandmére y agregó-: Lo he sentido, Catherine. He sentido cómo empezaban y se interrumpían los latidos cardíacos, y después cómo se escabullía el couchemal. Lo he sentido...
-Sosiégate, Dolores. Haré todo lo que sea preciso -prometió Grandmére Catherine.
Dio unas palmaditas en las manos de la mujer y se giró hacia mí. Hizo un leve gesto con la cabeza, y ambas nos trasladamos a la galería, donde Theresa y los otros niños Rodríguez esperaban con los ojos desorbitados.
Grandmére metió la mano en la cesta de fibra de roble y sacó un frasco de agua bendita. Tras abrirlo con sumo cuidado, me miró.
-Coge la lámpara y guíame por la casa, Ruby -dijo-. Cada cisterna, cada olla que contenga líquido, debe ser bendecida. Asegúrate de no dejarte ninguna -recomendó.
Yo asentí, con las piernas temblando, e iniciamos juntas la expedición. Un búho ululó en la oscuridad, y cuando doblamos una de las esquinas exteriores oí culebrear una criatura sobre la hierba. El corazón me latía tan acelerado, que creí que iba a dejar caer la lámpara. ¿Haría algo el espíritu maligno para intentar detenernos? En respuesta a mi callada pregunta, algo frío y húmedo pasó junto a mí en la penumbra, rozando apenas mi mejilla izquierda. Se me escapó una ligera exclamación. Grandmére Catherine me tranquilizó.
-El espíritu se esconde en una cuba o marmita. Ha de ocultarse en el agua. No tengas miedo -me aleccionó, y luego se detuvo junto a una cisterna utilizada para recoger agua de lluvia que caía del tejado. Grandmére abrió su frasco, lo inclinó para verter sólo una gota o dos en el depósito y, entornando los ojos, musitó una plegaria. Hicimos otro tanto en cada barril y cada caldero hasta haber concluido la ronda de la casa y regresarnos a la fachada delantera, donde el señor Rodríguez, Theresa y otros dos niños aguardaban expectantes.
-Disculpe, señora Landry -dijo el padre-, pero Theresa acaba de comentarme que los chicos han dejado a la intemperie un viejo puchero para guisar el quingombó. Seguramente se habrá llenado con el aguacero que cayó hoy por la tarde.
-Muéstramelo -ordenó Grandmére a Theresa, quien asintió con la cabeza y la guió. Estaba tan nerviosa, que al principio no podía dar con él-. Tenemos que encontrarlo -advirtió la abuela.
Theresa se echó a llorar.
-Tómatelo con calma, Theresa -le dije, y apreté levemente su brazo para serenarla.
La joven respiró hondo e hizo un movimiento de cabeza. Luego se mordisqueó el labio inferior y se concentró al máximo hasta recordar el emplazamiento exacto del puchero y llevarnos donde estaba. Grandmére se arrodilló y derramó agua bendita, musitando todo el tiempo una oración.
Quizá fue mi exaltada imaginación, quizá no, pero me pareció ver una forma de color gris pálido, un contorno semejante al de un bebé, que volaba por los aires y se esfumaba. Ahogué un grito, temiendo que Theresa se espantara más todavía. Grandmére Catherine se puso de pie y volvimos a la casa para ofrecer nuestras últimas condolencias. Depositó un tótem de la Virgen María en la entrada de la vivienda y le dijo al señor Rodríguez que debía permanecer allí durante cuarenta días y cuarenta noches. Luego le dio otro y le dijo que lo pusiera al pie de la cama de él y su mujer y que lo conservara el mismo tiempo. Luego emprendimos el regreso a casa.
-¿Crees que lo has expulsado, Grandmére? -pregunté cuando nos hubimos alejado lo suficiente y ningún miembro de la familia Rodríguez podía oírnos.
-Sí _me contestó. Luego me miró y añadió-: ¡Ojalá tuviera la facultad de suprimir tan fácilmente el mal e anida en tu grandpére! Si pensara que podía surtir efecto, lo bañaría en agua bendita. Dios sabe lo bien que le sentaría un baño de todos modos.
Sonreí, pero las lágrimas no tardaron en aflorar. Hasta donde se remontan mis recuerdos, Grandpére Jack había vivido separado de nosotras, en una cabaña de cazador situada en medio de los pantanos. La mayor parte del tiempo, Grandmére Catherine sólo tenía críticas contra él y se negaba a mirarlo a la cara siempre que se presentaba en su antiguo hogar; no obstante, algunas veces su voz cobraba mayor dulzura, y sus ojos calidez, al expresar el deseo de que hiciera esto o aquello, que llevara una vida mejor y cambiara de hábitos. No le gustaba que yo recorriera los pantanos en la piragua de remo largo para ir a visitarlo.
-¡Dios nos libre si vuelcas esa frágil barquichuela y te caes al agua! Probablemente tu abuelo estará demasiado embotado por el whisky para oír tu llamada de socorro, y tendrías que vértelas con serpientes y caimanes, Ruby. Jack no merece los riesgos del viaje -despotricaba, pero nunca me prohibía hacerlo y, aunque fingía que ni le importaba ni quería saber de él, me di cuenta de que siempre acababa por escucharme cuando yo describía una de mis visitas a Grandpére.
¿Cuántas noches me había sentado en el alféizar de la ventana y, mientras oteaba la luna que asomaba entre dos nubes, había rezado y deseado que fuéramos una auténtica familia? Nunca conocí madre ni padre, sólo a Grandmére Catherine, que había desempeñado -y aún desempeñaba- aquella función. Grandmére solía decir que Grandpére no podía ni siquiera cuidar de sí mismo, mucho menos sustituir a un padre. Aun así, yo soñaba, si algún día se reconciliaban, si resolvíamos vivir los tres juntos en la casa de ciprés, seríamos una familia. Quizá entonces Grandpére Jack dejaría de beber y de jugar. Todos mis amigos del instituto tenían un ambiente familiar, unos hermanos, un padre y una madre con quienes reunirse al final de la jornada y a quienes querer.
Pero mi madre estaba enterrada en el cementerio a un kilómetro de distancia y mi padre... mi padre era un rostro en blanco, anónimo, un extraño que había pasado casualmente por los pantanos y había conocido a mi madre en un Fais dodo, una danza cajún. Según Grandmére Catherine, la pasión salvaje y despreocupada a la que se habían abandonado aquella noche culminó en mi nacimiento. Lo que más me dolía, aparte de la trágica muerte de mi madre, era la conciencia de que en algún» lugar del mundo vivía un hombre que nunca supo que había tenido una hija, que yo existía. Nunca cruzaríamos nuestras miradas, nunca cambiaríamos una palabra. Ni siquiera veríamos nuestras siluetas como dos barcas pesqueras que se cruzan en la noche.
Cuando era niña, me inventé un juego: el «juego de papá». Me estudiaba a mí misma en el espejo y trataba de imaginar mis rasgos faciales traspasados a un hombre. Luego me instalaba en mi mesa de dibujo y esbozaba su cara. Invocar el resto de su persona ya fue más difícil. Algunas veces me lo representaba muy alto, tanto como Grandpére Jack, y otras con sólo cinco centímetros más que yo. Siempre era un individuo de complexión atlética y musculosa. Había decidido tiempo atrás que tenía que haber sido muy apuesto y muy encantador para conquistar a mi madre tan rápidamente.
Algunos de mis dibujos se convirtieron en acuarelas. En una de ellas situé a mi padre imaginario en una sala de fais dodo, apoyado en la pared, sonriente tras haber reparado en mi madre por primera vez. Lo pinté seductor y peligroso, tal y como debió de mostrarse para atraer a aquella hermosa joven. En otra lo hice caminar por una carretera, aunque con la espalda vuelta y agitando la mano a modo de despedida. Siempre creí ver una promesa en su rostro, la promesa de un regreso.
En la mayoría de las pinturas había un hombre que, en mi fantasía infantil, encarnaba a mi padre. Viajaba en una barca de pesca, o bien remaba en una piragua por los canales y en las lagunas. Grandmére Catherine comprendía por qué aparecía aquella imagen en mis obras. Vi cuánto la entristecía, pero no podía evitarlo. Últimamente me había instado a dibujar animales y pájaros del pantano en lugar de personas.
Los fines de semana exhibíamos mis acuarelas junto a las mantas, sábanas y toallas, las cestas de fibra de roble y los sombreros de paja. Grandmére exponía también sus tarros de hierbas medicinales contra la jaqueca, el insomnio y la tos. Algunos días poníamos en frascos culebras acuáticas o enormes ranas toro conservadas en alcohol porque los turistas que circulaban por la zona eran muy aficionados a comprarlas. A muchos les encantaba probar nuestro estofado de quingombó y la jambalaya, un plato de arroz guisado con jamón, salchicha, pollo, camarones u ostras y sazonado con hierbas aromáticas. Grandmére los servía en pequeños cuencos, y ellos se acomodaban en las banquetas y las mesas del patio de entrada para degustar un genuino almuerzo cajún.
Consideradas todas las circunstancias, supongo que mi vida en los pantanos no era tan desgraciada como la de otros niños huérfanos de padre y madre. Grandmére Catherine y yo no poseíamos bienes terrenales, pero disponíamos de un hogar estable y salíamos adelante gracias al telar y al trabajo artesano. De vez en cuando, aunque debo admitir que no con mucha frecuencia, Grandpére se dejaba caer por casa y nos daba una parte del dinero que había obtenido cazando ratas almizcleras, que a la sazón era su principal medio de subsistencia.
Grandmére Catherine era demasiado orgullosa o estaba demasiado resentida con él para aceptarlo graciosamente. O lo recogía yo, o el abuelo lo dejaba en la mesa de la cocina.
-No espero que me dé las gracias -se quejaba conmigo-, pero al menos podría reconocer que he venido a entregarle unas malditas monedas. Me las he ganado con el sudor de mi frente -declaraba a voz en grito en los escalones de la galería.
Por lo general Grandmére no emitía respuesta, sino que seguía dentro, realizando sus tareas.
-Gracias, Grandpére -decía yo.
-¡Ahórrate tu agradecimiento! Lo que pido no son frases de gratitud, Ruby. Sólo quiero que alguien sepa que no estoy muerto y enterrado, que no me ha devorado un caimán. Quiero que cierta persona tenga al menos la decencia de mirarme -gruñía el abuelo, lo bastante fuerte como para que lo oyera su mujer.
A veces, si Grandpére decía algo que la enfurecía, ella aparecía en el umbral de la puerta.
-¿Decencia? -vociferaba desde detrás de la puerta de red metálica-. ¿Te has atrevido a pronunciar la palabra «decencia», Jack Landry?
-¡Sí! -Grandpére Jack blandía un brazo en su dirección y daba media vuelta para regresar al pantano.
-¡Espera, Grandpére! -exclamaba yo, y echaba a correr tras él.
-¿Para qué? No sabrás qué es la terquedad hasta que hayas visto a una mujer cajún cuando ha tomado una decisión. Nada se puede esperar -insistía el abuelo y reanudaba la marcha, chapoteando con sus botas altas de pescador en el esponjoso suelo y la hierba empapada. Habitualmente vestía una chaqueta roja que era una mezcla de chaleco común e impermeable de bombero, provista de unos grandes bolsillos que partían de los dos laterales y circundaban la espalda. Tenían aberturas de corte y los llamaban «bolsillos de rata», porque allí era donde ponía las ratas almizcleras.
Siempre que el abuelo se encolerizaba, su melena larga y totalmente cana se erizaba en torno de la cabeza como una hilera de llamas blancas. Era un hombre de tez cobriza. Se rumoreaba que los Landry tenían sangre india; pero poseía también unos ojos de color esmeralda que centelleaban con un pícaro embrujo cuando estaba sobrio y de buen humor. Alto, larguirucho y lo bastante fuerte como para luchar con un caimán, Grandpére era una especie de leyenda en los pantanos. Pocos hombres vivían del pantano como él.
Sin embargo, Grandmére Catherine les tenía inquina a los Landry y me arrancaba lágrimas de desaliento cuando maldecía la hora en que se había casado con Grandpére.
-Que esto te sirva de lección, Ruby -me dijo un día-. Debes aprender que el corazón engaña y confunde la mente. Él alberga sus propios deseos. Pero, antes de entregarte a un hombre, asegúrate bien de que sabes con certeza a dónde va a llevarte. Algunas veces, la mejor manera de prever el futuro es examinar el pasado -continuó aconsejándome-. Yo me equivoqué al desoír las historias que me habían contado sobre los Landry... tienen la sangre envenenada, han sido mala gente desde que los primeros Landry se establecieron aquí. Al poco tiempo se fijaron letreros en toda la región donde se leía: PROHIBIDA LA ENTRADA A LOS LANDRY. ¿ Qué te parece eso como prueba de su iniquidad, y de las consecuencias que acarrea escuchar a tu joven corazón en vez de la sabia voz de la experiencia?
-Pero tuvo que haber un tiempo en el que amaste a Grandpére. Algo bueno debías de haber visto en él -insistí.
-Sólo lo que mis ojos quisieron ver -replicó la abuela. Era tozuda en todo lo referente a su matrimonio, aunque por motivos que yo todavía no entendía. Aquel día debió de latir en mí una vena de rebeldía o de valor, porque traté de hurgar en el pasado.
-Grandmére, ¿por qué se marchó? ¿Fue sólo por sus borracheras? Yo creo que dejaría la bebida si viviera con nosotras.
Los ojos de Grandmére Catherine me traspasaron como dos dagas.
-No, no fue únicamente por eso. -Guardó unos instantes de silencio-. Aunque sería una causa más que justificada.
-¿Tal vez fue porque se gastaba todo el dinero en el juego?
-Jugar no es lo peor que ha hecho -me espetó ella, con una voz que me invitaba claramente a dejar el asunto. Pero, por algún extraño motivo, no pude.
-¿De qué se trata pues, Grandmére? ¿Qué terrible falta cometió?
Su cara se ensombreció y luego se suavizó un poco.
-Es algo entre él y yo -dijo-. No tienes por qué saberlo. Todavía eres muy joven para comprender todo lo que ocurrió, Ruby. Si el destino de Grandpére Jack hubiera sido vivir con nosotras... las cosas habrían sido distintas -afirmó, y me dejó tan desconcertada y tan frustrada como siempre.
Grandmére Catherine irradiaba sapiencia y poder. ¿Por qué no hacía algo para reunirnos de nuevo a los tres? ¿Por qué no perdonaba a Grandpére y empleaba sus dones para cambiarlo, de tal modo que la convivencia fuera viable? ¿Por qué no podíamos ser una verdadera familia?
Aunque se empeñara en decirme lo contrario a mí y a los demás, por mucho que renegara, bramara y se desgañitara, sabía que Grandpére Jack era un hombre solitario que vivía aislado en el pantano. Pocas personas lo visitaban, y su hogar era en realidad un pobre chamizo.
Se alzaba sobre toscos pilares a un par de metros del aguazal. Tenía una cisterna para recoger el agua de lluvia, y lámparas de butano como iluminación. También había una estufa de leña donde quemar restos de madera y troncos flotantes. Por la noche se sentaba en la galería e interpretaba baladas melancólicas con el acordeón, mientras bebía su whisky matarratas.
No era un hombre feliz, ni tampoco Grandmére Catherine. Estábamos volviendo de casa de los Rodríguez tras ahuyentar a un espíritu del mal y, en cambio, no podíamos ahuyentar a los espíritus negativos que fluctuaban en las sombras de nuestra propia casa. Vi mentalmente a Grandmére Catherine como un zapatero sin zapatos. Podía actuar en beneficio ajeno, pero era incapaz de obrar los mismos conjuros en el suyo.
¿Era ése el sino de un traiteur, el precio que tenía que pagar por su poder?
¿Estaba también yo predestinada a ayudar a otros pero no a mí misma?
Los pantanos eran un microcosmos preñado de misterios. Cada incursión que se hacía en ellos revelaba algo sorprendente, un secreto que nadie había descubierto hasta ese momento. No obstante, eran los secretos de nuestros corazones los que más ansiaba desentrañar.
Poco antes de llegar a nuestro hogar, Grandmére Catherine dijo:
-Hay alguien en casa. -Con una nota inequívoca de censura, añadió-: Es otra vez el chico de los Tate.
Paul estaba sentado en un escalón de la galería tocando su armónica, con la motocicleta arrimada al tocón de un ciprés. En el instante en que divisó la lámpara, dejó la música y se levantó para saludarnos.
Era el hijo de diecisiete años de Octavious Tate, uno de los hombres más ricos de Houma. Los Tate eran dueños de una planta conservera de marisco y residían en una gran mansión. Poseían un yate de recreo y coches caros. Paul tenía dos hermanas menores, Jeanne, que era compañera de mi clase, y Toby, dos años más pequeña. Paul y yo nos conocíamos de toda la vida, pero recientemente habíamos pasado más tiempo juntos. Sabía que sus padres no lo veían con buenos ojos. El padre había tenido más de una reyerta con Grandpére Jack, y detestaba a los Landry.
-¿Todo va bien, Ruby? -me preguntó Paul al aproximarnos.
Llevaba un polo de algodón azul claro, pantalones de color caqui y botas de piel con los cordones muy apretados. Aquella noche lo vi más alto, más corpulento, y también mayor que de costumbre.
-Grandmére y yo hemos ido a visitar a la familia Rodríguez. La madre ha dado a luz a un bebé muerto –le informé.
-¡Qué pena! -exclamó él en voz baja.
De todos los chicos del instituto que conocía, Paul me parecía el más sincero y el más maduro, aunque también era muy tímido. Desde luego estaba entre los más guapos, con sus ojos de un azul cerúleo y su cabello abundante, chatin, que era como los cajún denominaban el moreno entremezclado con rubio.
-Buenas noches, señora Landry -le dijo a Grandmére Catherine.
Ella le lanzó una vivaz mirada donde se adivinaba el mismo recelo con que acostumbraba observarlo desde la primera vez que me había acompañado al salir del instituto. Ahora que Paul nos frecuentaba más a menudo, lo escudriñaba con mucha atención, algo que yo encontraba violento. A él parecía divertirle, aunque también profesaba un cierto temor a la abuela. Casi todos los lugareños creían en sus dotes proféticas y místicas.
-Hola -respondió Grandmére con parsimonia-. Es probable que tengamos tormenta otra vez -predijo-. No deberías correr por ahí con ese trasto tan frágil.
-Sí, señora -murmuró Paul.
Grandmére Catherine desvió los ojos hacia mí.
-Tenemos que terminar lo que estábamos tejiendo -me recordó.
-Sí, Grandmére. Iré enseguida.
Miró de nuevo a Paul y entró en la casa.
-¿Está muy disgustada tu abuela por haber perdido el niño de los Rodríguez? -preguntó mi amigo.
-No la han llamado para ayudar en el parto -repuse, y le conté por qué la habían requerido y lo que habíamos hecho. Él escuchó con interés y luego meneó la cabeza.
-Mi padre no cree en todo eso. Dice que son la superstición y el folclore lo que impide el progreso de los cajún y hace pensar a la gente que somos unos ignorantes. Pero yo no estoy de acuerdo -agregó de inmediato.
-Grandmére Catherine está muy lejos de ser ignorante -dije sin disimular mi indignación-. La ignorancia es no tomar precauciones contra los espíritus diabólicos y la mala suerte.
Paul asintió.
-¿Viste... viste algo? -indagó.
-Lo sentí flotar junto a mi cara -dije, posando la mano en la mejilla-. Me tocó aquí. Y me pareció verlo partir.
Paul exhaló un pequeño silbido.
-Has sido muy valiente -afirmó.
-Sólo porque estaba con Grandmére Catherine -le confesé.
-Siento no haber venido más temprano para ir contigo... y para velar por ti. -Me sonrojé ante aquel deseo de protegerme.
-Estoy bien, pero es un alivio que haya concluido -admití, y Paul se echó a reír.
En la tenue iluminación de la galería sus facciones se me antojaron más dulces, sus ojos aún más cálidos. No habíamos pasado de cogernos la mano y besarnos media docena de veces, y sólo dos en los labios, pero el recuerdo de aquellos besos hizo palpitar mi corazón al mirarlo en ese momento, tan cerca. La brisa apartó suavemente algunos mechones de su pelo que le caían sobre la frente. Detrás de la casa las aguas del pantano lamían la orilla, y un ave nocturna batió las alas encima de nosotros, invisible en el negro cielo.
-Sufrí una decepción cuando vine y vi que no estabas -dijo Paul-. Me disponía a marcharme en el momento que he vislumbrado la luz de la lámpara.
-Me alegro de que me hayas esperado -contesté, y su sonrisa se ensanchó-. Pero no puedo invitarte a entrar porque Grandmére quiere que acabemos las mantas que pondremos a la venta mañana. Cree que este fin de semana estaremos muy atareadas, y casi nunca se equivoca. Siempre recuerda qué días fueron los más activos el año anterior. Nadie tiene mejor memoria que ella para esa clase de detalles.
-Mañana tengo que trabajar todo el día en la conservera, pero quizá pase a buscarte después de cenar y podamos bajar a la ciudad para tomar un vasito de granizado.
-Sería estupendo -dije.
Paul se acercó aún más y clavó la mirada en mí. Nos impregnamos el uno del otro antes de que reuniera el coraje necesario para decir lo que realmente había venido a pedirme.
-Lo que de verdad quiero es llevarte al fais dodo el próximo sábado -dijo deprisa.
Yo nunca había tenido una auténtica cita. El mero pensamiento me llenó de ilusión. La mayoría de las chicas de mi edad iban al fais dodo acompañadas de sus familias y bailaban con los muchachos que había en la fiesta, pero ser recogida y escoltada por Paul, estar con él toda la noche... me hacía girar la cabeza como en un carrusel.
-Tendré que pedirle permiso a Grandmére Catherine -respondí-. Pero me encanta el plan -añadí prestamente.
-Espléndido. Bien -dijo Paul, retrocediendo hacia donde tenía la motocicleta-, será mejor que me vaya antes de que empiece el chaparrón.
Al alejarse no apartó la vista de mí, y se enganchó el pie en una raíz. Cayó en el suelo firmemente sentado.
-¿Te has hecho daño? -grité, a la vez que corría a su lado.
Rió un poco azorado.
-No pasa nada, salvo que me he mojado el trasero -repuso, y soltó otra risotada.
Estiró el brazo para que lo ayudara a levantarse y, cuando lo hizo, quedamos los dos a una ínfima distancia. Despacio, milímetro a milímetro, nuestros labios se aproximaron hasta encontrarse. Fue un beso corto, pero más seguro y confiado por ambas partes que los que nos habíamos dado anteriormente. Yo me había puesto de puntillas a fin de alcanzar su boca, y mis senos rozaban su torso. Aquel contacto inesperado, sumado a la electricidad del beso, produjo en mi espina dorsal una oleada de excitación ardiente y muy grata.
-Ruby -murmuró él, pictórico de emoción-, eres la chica más bonita y más maravillosa de todos los pantanos.
-No, Paul, no lo soy. Hay muchas muchachas más guapas que yo, muchachas que llevan vestidos elegantes y joyas caras...
-No importa que luzcan los diamantes más grandes del mundo y los últimos modelitos de París; nada podría igualarlas a ti.
Sabía que Paul no habría tenido el valor de decirme todos aquellos requiebros si no hubiéramos estado rodeados de sombras y hubiera podido verlo con más claridad. Intuía que estaba sonrojado.
-¡Ruby! -me llamó mi abuela desde una ventana-. No quiero velar toda la noche para terminar el trabajo.
-¡Ya voy, Grandmére! Adiós, Paul, que duermas bien-dije.
Me empiné para besar fugazmente sus labios una vez más, giré en redondo y le dejé erguido en la oscuridad. A los pocos segundos oí cómo arrancaba el motor de su motocicleta, y entonces subí veloz al grenier para ayudar a Grandmére Catherine.
Durante largos segundos, la abuela guardó silencio. Trabajó con la mirada fija en el telar. Pero al fin movió los ojos hacia mí y frunció la boca como solía hacer cuando se sumergía en hondas meditaciones.
-Últimamente el chico Tate se prodiga mucho por esta casa, ¿no?
-Sí, Grandmére.
-¿Y qué opinan sus padres de vuestra amistad? -me preguntó, yendo directa al meollo del asunto como hacía siempre.
-No lo sé -dije con la cabeza baja.
-Eso no es verdad, Ruby.
-A Paul le gusto y es correspondido -me solivianté-. Lo que piensen sus padres carece de importancia.
-Él ha crecido mucho en un año; ya es un hombre. Y tú tampoco eres una niña, Ruby. Has entrado de lleno en la juventud. Veo cómo os miráis. Conozco muy bien esa expresión... y a dónde puede conducir.
-A nada malo. Paul es el mejor chico del instituto -dije. La abuela asintió con la cabeza, pero mantuvo sus negros ojos pendientes de mí-. Deja ya de hacerme sentir como una pervertida, Grandmére. No he hecho nada de lo que puedas avergonzarte.
-Todavía no -respondió-, pero eres una Landry hasta la médula, y la sangre siempre halla el modo de corromperse. Lo he visto en tu madre; no quiero que la historia se repita contigo.
Mi barbilla empezó a temblar.
-No digo todo esto para herirte, mi niña. Lo que pretendo es evitar que te dañen otros -aseveró Grandmére Catherine, y extendió su mano sobre la mía.
-¿Es que no puedo amar a un hombre de un modo puro y limpio? ¿O estoy maldita porque fluye por mis venas la sangre de Grandpére Jack? ¿Qué me dices de la tuya? ¿No me dará la prudencia que necesito para no meterme en complicaciones? -demandé. La abuela movió negativamente la cabeza y sonrió.
-Mucho me temo que a mí no me salvó de ellas. Me casé con tu abuelo y convivimos un tiempo -dijo, y suspiró-. Pero tal vez tengas razón. Puede que en algunos aspectos seas más fuerte y más inteligente de lo que creo. Desde luego eres mucho más avispada que yo cuando tenía tu edad, y posees mayores talentos. Por ejemplo, tus dibujos y pinturas...
-¡Oh, no, Grandmére! Yo no...
-Sí, lo eres, Ruby. Tienes grandes facultades. Un buen día alguien las descubrirá y te ofrecerá un montón de dinero -profetizó Grandmére-. Me horroriza que hagas algo que pueda robarte la oportunidad de salir de aquí, hija, de elevarte por encima del cielo de los pantanos.
-¿Tan terrible es?
-Para ti, sí.
-Pero ¿por qué?
-Lo es y ya está -dijo la abuela y reanudó su quehacer, dejándome nuevamente hundida en un mar de interrogantes.
-Paul me ha pedido que vaya con él al fais dodo que se celebrará el próximo sábado. Me apetece muchísimo ser su pareja, Grandmére -comenté.
-¿Le autorizarán sus padres a llevarte?
-Lo ignoro. Paul así lo cree, o no me lo habría propuesto. ¿Puedo invitarlo a cenar el domingo, Grandmére? ¿Me dejas?
-Nunca le he negado a alguien un sitio en mi mesa -dijo ella-, pero no hagas muchos planes para el baile. Conozco a la familia Tate y no quiero que sufras un desencanto.
-Eso no ocurrirá, Grandmére -contesté, tan excitada que casi botaba en la silla-. Entonces ¿Paul puede venir a cenar?
-Ya te he dicho que no lo echaré.
-¡Gracias, Grandmére! ¡Muchas gracias! -exclamé, y la rodeé con mis brazos.
-Si continuamos así tendremos que trabajar la noche entera, Ruby -refunfuñó la abuela, aunque no dejó de besar mi mejilla-. Mi pequeña Ruby, mi niña querida, te estás haciendo mujer a pasos tan agigantados que no me atrevo a pestañear por miedo a perdérmelo.
Volvimos a abrazarnos y emprendimos la tarea. Mis manos se movían con una nueva energía, mi corazón se había llenado de un nuevo júbilo, a pesar de las siniestras advertencias de Grandmére Catherine.
2. PROHIBIDA LA ENTRADA A LOS LANDRY
Una mezcolanza de ricos aromas surgió de la cocina y, al penetrar en mi habitación, abrió mis ojos de par en par e hizo que mi estómago se removiera con la expectación. Olí el denso café cajún filtrándose sobre el hornillo y el quingombó mixto de gambas y pollo que preparaba Grandmére Catherine en sus cazuelas negras de hierro fundido, para después venderlo en nuestro puesto de carretera. Me senté e inhalé aquellos efluvios deliciosos.
La luz del sol se abrió paso entre el follaje del ciprés y los sicómoros que circundaban la casa, atravesó la cortina de mi ventana y proyectó un fulgor brillante, acogedor, en la reducida alcoba, que tenía el espacio justo para albergar mi cama blanca pintada, un pequeño portalámparas cerca de la almohada y un enorme baúl donde guardaba mi ropa. Un coro de jilgueros atacó su sinfonía ritual, cantando, gorjeando, urgiéndome a levantarme, lavarme y vestirme antes de unirme a ellos en la celebración del nuevo día.
Por mucho que me esforzara, nunca lograba adelantar a Grandmére en el aseo y la preparación del desayuno. Rara vez tuve la ocasión de sorprenderla presentándole una cafetera recién hecha, pastelitos calientes y huevos. Ella se levantaba con los primeros rayos solares que arrinconaban el manto de la oscuridad, y se movía tan sigilosa y tan ágil que no oía sus pisadas en el corredor ni en la escalera, la cual crujía estruendosamente cuando descendía yo. Los fines de semana Grandmére madrugaba más todavía para organizar nuestro puesto de la carretera. Bajé lo más deprisa que pude.
-¿Por qué no me has despertado, Grandmére? -pregunté, ya en la cocina.
-Lo haría si te necesitara y tú no hubieras aparecido -me contestó, dándome la respuesta usual. Pero yo sabía que prefería sobrecargarse de trabajo antes que arrancarme de los brazos de Morfeo.
-Voy a doblar las mantas y así las tendremos a punto para sacarlas -dije.
-Primero, haz el favor de desayunar. Hay tiempo de sobra, sabes muy bien que los turistas no empezarán a desfilar por estos parajes hasta dentro de un rato. Los únicos que se levantan tan temprano son los pescadores, y a ellos no les interesa lo que podamos venderles. Vamos, siéntate -ordenó Grandmére Catherine.
Teníamos una mesa rústica, fabricada con los mismos tablones de ciprés que componían los muros de la casa, así como los asientos de respaldo rígido. La pieza de mobiliario de la que más orgullosa se sentía Grandmére era su armario de roble. Lo había construido su padre. Todas sus otras pertenencias eran corrientes y en nada se diferenciaban de las que tenían las familias cajún asentadas en los pantanos.
-El señor Rodríguez nos ha traído huevos frescos esta mañana -dijo Grandmére Catherine, y me señaló un cesto en la encimera junto a la ventana-. Ha sido muy gentil al acordarse de nosotras en una hora de tanta aflicción.
Nunca esperaba más que un simple gracias por los portentos que realizaba. No consideraba que sus dones fueran algo propio; ella pensaba que pertenecían a la comunidad cajún. Creía que había sido puesta sobre la tierra para socorrer a los más desdichados, y el goce de ayudar al prójimo era una recompensa suficiente.
La abuela me frió dos huevos como complemento de sus tortas.
-No olvides exhibir hoy tus pinturas más recientes. Me encanta la de la garza emergiendo del agua -dijo con una sonrisa.
-Si tanto te gusta, Grandmére, no debería venderla, sino regalártela.
-Tonterías, niña. Quiero que todo el mundo vea tus acuarelas, especialmente la gente de Nueva Orleans. -Me había dicho lo mismo un sinfín de veces, y con idéntica firmeza.
-¿Por qué es esa gente tan importante? -inquirí.
-En la ciudad hay galerías de arte por docenas, y algún pintor famoso podría ver tus obras y divulgar tu nombre de manera que todos los criollos de fortuna deseen tener un trabajo tuyo en sus casas -me explicó Grandmére.
Meneé la cabeza. No era propio de ella ansiar que la fama y la notoriedad entraran en nuestro humilde hogar de los pantanos. Poníamos en venta nuestros proyectos y objetos artesanales porque nos proporcionaban los ingresos imprescindibles para sobrevivir, pero yo sabía que la abuela no se sentía cómoda con todos aquellos extraños deambulando por sus dominios, aunque la mayoría de ellos adoraban su comida y apilaban los parabienes a sus pies. Había algo más, alguna razón oculta y enigmática para que Grandmére me empujara a mostrar mi pintura.
La acuarela de la garza tenía un significado especial también para mí. Un día, mientras paseaba a la hora del crepúsculo por la orilla de la laguna que había detrás de la casa, vi una garza nocturna, de pico robusto y puntiagudo, emprender el vuelo de un modo tan repentino e inopinado que daba la sensación de haber emergido del agua. Ascendió con sus majestuosas alas de tonos negros y rojizos y luego planeó por encima del ciprés. Percibí algo poético, bellísimo, en sus evoluciones y sentí la necesidad de capturarlo en el papel. Más tarde, cuando Grandmére Catherine examinó la obra terminada, se quedó muda unos instantes. Las lágrimas brillaron en sus ojos, y me confesó que mi madre había preferido la garza azul por encima de todas las otras aves del pantano.
-Motivo de más para que la conservemos -dije. Pero Grandmére discrepó.
-Motivo de más para que la hagamos viajar a Nueva Orleans.
Era como si, a través de mi arte, quisiera mandar un mensaje críptico a alguien de Nueva Orleans.
Tras devorar el desayuno, empecé a montar las mantas y demás mercancías que intentaríamos vender aquel día mientras Grandmére Catherine acababa de cocer el roux. Ésta era una de las primeras cosas que aprendía a hacer una muchacha cajún. El roux consistía simplemente en una base de harina tostada con mantequilla, aceite o grasa animal y rehogada hasta adquirir una dorada tonalidad de nuez, sin dejarla calentarse demasiado y se pusiera negra. Una vez preparada, se agregaba a la masa marisco, pollo, a veces pato, ganso o pintada, o quizá también caza mayor, salchicha y ostras para completar el quingombó. Durante la Cuaresma, Grandmére guisaba un quingombó vegetal que constaba de -roux mezclado sólo con verduras en sustitución de la carne.
Mi abuela había tenido razón al decir que aquél sería un día movido. Los clientes empezaron a afluir mucho más pronto de lo normal. Algunos de los visitantes eran amistades suyas o miembros de la comunidad cajún que se habían enterado de lo del couchemal y querían oír la historia de boca de Grandmére. Los amigos más antiguos se sentaron en corro y evocaron relatos similares que les habían referido sus padres y abuelos.
Poco antes del mediodía, nos sorprendió ver pasar una limusina de color gris perla, muy larga y extravagante. De repente, el vehículo se detuvo y dio marcha atrás muy deprisa hasta frenar de nuevo delante de nuestro puesto. Se abrió la portezuela trasera y salió un hombre alto, espigado, de tez cetrina y cabello canoso, coreado desde el interior del coche por un cloqueo femenino.
-Cállate ya -dijo el hombre, y me lanzó una sonrisa.
Una atractiva rubia con los ojos muy maquillados, colorete en los pómulos y un exceso de carmín, asomó la cabeza por la puerta abierta. Pendía de su cuello un largo collar de perlas. Llevaba una flamante blusa de seda rosa. Los primeros botones estaban desabrochados, así que no pude por menos que fijarme en sus pechos semidesnudos.
-No te entretengas, Dominique. Esta noche deseo cenar en el Arnaud -apremió con aire petulante.
-Descansa. Hay tiempo de sobra -dijo él sin mirarla siquiera. Estaba concentrado en mis pinturas-. ¿Quién ha hecho estas acuarelas? -preguntó.
-Yo, señor -contesté.
El desconocido vestía lujosamente, con una camisa blanca como la nieve de finísimo algodón y un traje muy bien cortado, de un acertado color gris marengo.
-¿Enserio?
Asentí con la cabeza, y el hombre se acercó para estudiar el dibujo de la garza. Lo sostuvo con los brazos estirados e hizo un gesto aprobatorio.
-Tienes instinto -dijo-. Es un poco primitivo, pero excelente. ¿Dónde te han enseñado a pintar?
-Sólo un poco en el instituto y lo que he aprendido en algunas revistas de arte -expliqué.
-Extraordinario.
-¡Dominique!
-¿Es que no puedes aguantarte el pis? -El llamado Dominique volvió a sonreírme como diciendo «No le hagas caso», y observó otras dos pinturas. Tenía cinco en exposición-. ¿Cuánto pides por tus trabajos? -preguntó.
Miré a Grandmére Catherine, que estaba junto a la señora Thibodeau, con la conversación suspendida en presencia de la limusina. Grandmére tenía una singular expresión en los ojos. Nos espiaba como si quisiera taladrar a aquel personaje apuesto y opulento, buscando un indicio de que era algo más que un mero turista divirtiéndose con una muestra de color local.
-Pido cinco dólares la pieza -dije.
-¡Cinco dólares! -Rió-. En primer lugar, no deberías tasarlas todas por igual -me aleccionó-. Es evidente que la de la garza te ha dado mucho más trabajo y posee mayor calidad. Supera al menos diez veces a las otras acuarelas -declaró con rotundidad, dirigiéndose a Grandmére Catherine y la señora Thibodeau como si fueran sus alumnas. Se centró de nuevo en mí-. Fíjate en el detalle, en lo bien que has plasmado el agua y el movimiento de las alas. -Encogió los ojos y arrugó los labios al aquilatar las pinturas, con una ligera inclinación de cabeza-. Te daré cincuenta dólares como anticipo por las cinco -anunció al fin.
-¿Cincuenta? Pero si...
-¿Qué quiere decir como anticipo? -preguntó Grandmére Catherine, adelantándose hacia nosotros.
-Perdón -dijo el caballero-, no me he presentado debidamente. Soy Dominique LeGrand. Tengo una galería de arte en el Barrio Francés de Nueva Orleans, llamada sucintamente Dominique. Tome -añadió, tras meter la mano en un bolsillo de los pantalones y sacar una tarjeta comercial. Grandmére la cogió y la sujetó entre sus minúsculos dedos para darle un vistazo.
-¿Por qué nos ofrece un anticipo?
-Creo que puedo obtener mucho más por estas pinturas. Normalmente exhibo los cuadros en mi galería sin pagar ni un céntimo a sus autores, pero quiero demostrarles de alguna manera que valoro la obra de esta jovencita. ¿Es su nieta? -preguntó Dominique.
-Sí -dijo Grandmére Catherine-. Su nombre es Ruby Landry. ¿Se ocupará de darlo a conocer junto con sus pinturas? -preguntó, para mi sorpresa.
-Por supuesto -respondió Dominique LeGrand sin perder la sonrisa-. Veo que ha puesto sus iniciales en una esquina -dijo, y se dirigió hacia mí-. En lo sucesivo firmarás con tu nombre completo. Estoy convencido de que tienes un gran futuro por delante, mademoiselle Ruby.
Extrajo de su bolsillo un fajo de billetes y separó cincuenta dólares, que era más dinero del que habíamos conseguido hasta la fecha vendiendo todos mis otros dibujos. Miré a Grandmére Catherine, ella me indicó su conformidad y recogí la suma.
-¡Dominique! -bramó otra vez su acompañante.
-Ya voy, ya voy -repuso él-. Philip -llamó al chófer, quien acudió muy diligente y depositó las pinturas en el portaequipajes de la limusina-. Con cuidado -le advirtió. Acto seguido anotó nuestra dirección-. Tendrán noticias mías -dijo, y subió al coche.
Grandmére Catherine y yo, de pie muy juntas, vimos cómo se alejaba el largo coche hasta que desapareció tras una curva.
-¡Cincuenta dólares, Grandmére! -exclamé, empuñando el dinero en alto.
La señora Thibodeau había quedado muy impresionada, pero mi abuela parecía estar más meditabunda que feliz. Incluso creí vislumbrar en ella un asomo de tristeza.
-Ya ha empezado -dijo con una voz que era apenas un murmullo, absorta la mirada en la dirección que había tomado la limusina.
-¿El qué, Grandmére?
-El futuro. Tu futuro, Ruby. Estos dólares no son más que el comienzo. Procura no mencionar una sola palabra si el borrachín de tu abuelo se descuelga por aquí -me sermoneó.
Grandmére Catherine volvió con la señora Thibodeau para continuar su discusión sobre los couchemals y otros espíritus perniciosos que acechan a las gentes desprevenidas.
Yo no podía reprimir la euforia. Estuve terriblemente impaciente el resto del día, ansiosa por que transcurriera rápido hasta la hora en que había quedado con Paul. No podía esperar para contárselo, y reí para mis adentros al pensar que aquella noche me ofrecería a pagar el granizado en lugar de dejarme invitar. Sin embargo, sabía que él no consentiría. Tenía demasiado orgullo. Lo único que impidió que me estallaran los nervios fue el ajetreo que tuvimos. Liquidamos todas las mantas, sábanas y toallas, y Grandmére vendió media docena de tarros medicinales. Incluso nos compraron una rana embotellada. Se consumió el quingombó. Es más, Grandmére hubo de ir a la cocina antes de tiempo y hacer más para nuestra cena. Finalmente, el sol se puso detrás de los árboles y la abuela dio por terminada nuestra jornada en la carretera. Estaba muy satisfecha y canturreaba mientras preparaba su guiso.
-Quiero que te quedes tú mi dinero, Grandmére –le dije.
-Hoy hemos hecho un buen negocio. No necesito lo que has ganado por tus pinturas, Ruby. -Grandmére me miró con suspicacia-. Pero es mejor que me lo des. Sé que algún día te apiadarás de ese vagabundo del pantano y le regalarás una parte, si no todo. Lo esconderé en mi arca. Allí estará a salvo, él no se atreverá a buscarlo.
El arca de roble de Grandmére Catherine era el objeto más sagrado de la casa. No hacía falta tenerlo bajo llave ni candado. Grandpére jamás osaría poner las manos en él, por muy ebrio que estuviera. Ni siquiera yo me habría aventurado a levantar la tapa y curiosear entre los artículos que contenía, pues se trataba de sus reliquias más preciadas y personales, incluidas cosas que habían pertenecido a mi madre cuando era niña. Grandmére me había prometido que un día lo heredaría todo.
Después de cenar y lavar los cacharros, la abuela se arrellanó en la mecedora de la galería, y yo me senté en la escalera, cerca de ella. No teníamos tanto calor ni bochorno como la noche anterior, porque soplaba un viento vigorizante. En el cielo sólo había cuatro nubes dispersas, de modo que el pantano estaba bien iluminado por la luz blanquecina de la luna. Su reflejo daba a las ramas de los árboles acuáticos la apariencia de osamentas y hacía refulgir como el cristal las aguas remansadas. En una noche así, los sonidos viajaban por encima de los pantanos veloz y fácilmente. Oíamos las alegres baladas que brotaban del acordeón del señor Bute y las risas de su mujer y sus hijos, reunidos todos en la galería. En algún punto distante de la izquierda, en la ciudad de Houma, sonó el claxon de un coche, y a nuestra espalda las ranas croaban en el pantano. No le había dicho a Grandmére Catherine que Paul vendría a buscarme, pero ella lo presintió.
-Esta noche parece que estés sentada sobre alfileres, Ruby. ¿Esperas a alguien?
Antes de que pudiera responder, oímos el ronroneo aún lejano de la motocicleta.
-No es necesario que me lo digas -declaró Grandmére.
Unos momentos más tarde, vimos el débil faro de la moto, y Paul aparcó en nuestro patio frontal.
-Buenas noches, señora Landry -dijo, caminando hacia nosotras-. ¿Qué tal, Ruby?
-Hola -repuso Grandmére Catherine en actitud circunspecta.
-Parece ser que el calor y la humedad nos dan un pequeño respiro -comentó Paul, y ella asintió-. ¿Has tenido un buen día? -me preguntó.
-¡Fabuloso! He vendido mis cinco acuarelas -dije entusiasmada.
-¿Todas? ¡Vaya notición! -exclamó él-. Tendremos que celebrarlo tomando dos helados cremosos en vez de simples granizados. ¿No le molesta que me lleve a Ruby a la ciudad, señora Landry? -consultó a Grandmére Catherine. Vi que su petición la había trastornado. Enarcó las cejas y se reclinó en su mecedora. Su vacilación incitó a Paul a añadir-: No volveremos tarde.
-No quiero que mi nieta monte en ese aparato tan frágil -dijo Grandmére, señalando la motocicleta. Paul soltó una risotada.
-Con una noche como ésta, yo prefiero pasear. ¿Y tú, Ruby?
-Yo también. ¿Estás conforme, Grandmére?
-Supongo que sí. Pero sólo puedes ir hasta el pueblo. Regresa directamente y no hables con extraños -me previno la abuela.
-Bien, Grandmére.
-No se preocupe, no permitiré que le ocurra algo malo -aseveró Paul.
Aunque su seguridad no disminuyó la angustia de Grandmére, echamos a andar hacia el centro, con el camino muy iluminado por la luz lunar. Paul no me cogió la mano hasta que estuvimos fuera de su vista.
-Tu Grandmére sufre mucho por ti -dijo.
-Ha conocido muchas desdichas y tiempos difíciles, pero hoy hemos tenido un buen día en el puesto.
-Y has vendido todas tus acuarelas. Es fenomenal.
-No ha sido tanto venderlas como saber que se expondrán en una galería de Nueva Orleans -respondí, y le conté todo lo sucedido y lo que había dicho Dominique LeGrand.
Paul guardó silencio durante un largo momento. Luego me miró con una cara extrañamente triste.
-Algún día serás una pintora famosa y te marcharás de los pantanos. Vivirás en una casa señorial de Nueva Orleans, estoy seguro -pronosticó-, y olvidarás a tus amigos cajún.
-Paul, ¿cómo puedes decir algo tan espantoso? Me gustaría ser una pintora célebre, desde luego; pero nunca volveré la espalda a mi pueblo... y jamás podré olvidarte. Jamás -insistí.
-¿Lo sientes de verdad, Ruby?
Me sacudí la melena por detrás de los hombros y posé la mano sobre el corazón. Entornando los párpados, proclamé:
-Lo juro por san Medad. Además -proseguí, al tiempo que abría los ojos-, probablemente serás tú quien abandone los pantanos para estudiar en una universidad elitista y conocer a chicas millonarias.
-¡Oh, no! -protestó él-. No quiero conocer a otra chica. Tú eres la única que me importa.
-Eso lo dices ahora, Paul Marcus Tate, pero el tiempo siempre se las ingenia para alterar los sentimientos. Piensa en mis abuelos. Una vez se amaron profundamente.
-Su caso es distinto. Mi padre afirma que nadie podía vivir con tu abuelo.
-Pues Grandmére lo hizo -repliqué-. Pero las cosas cambiaron, y pasó lo imprevisible.
-Yo no caeré en los mismos errores -se jactó Paul. Hizo una pausa y se arrimó para volver a coger mi mano-. ¿Le has pedido a tu abuela lo del fais dodo?
-Sí -dije-. ¿Por qué no vienes a cenar mañana? Sé que le gustaría tener la oportunidad de conocerte mejor. ¿Podrás?
Él calló durante un momento.
-Tus padres no te darán permiso -me anticipé.
-Allí estaré -dijo-. Mis padres tendrán que hacerse a la idea de nuestra relación -agregó, y me sonrió.
Nuestras miradas permanecieron fijas en el otro, hasta que Paul se encorvó sobre mí y me besó bajo el claro de luna. El estrépito y la visión de un automóvil nos separó y nos impulsó a caminar más aprisa, hacia la tienda de helados del centro de la población.
Aquella noche la calle estaba más concurrida que de costumbre. Muchos pescadores locales habían llevado a sus familias para gozar de la fiesta en el Cajún Queen, un restaurante que anunciaba un banquete ilimitado de cangrejos de río y patatas con jarras de cerveza de barril. Reinaba una atmósfera verdaderamente festiva; el trío Cajún Swamp tocaba el acordeón, el violín y la marimba en una esquina próxima al restaurante. Los buhoneros vagaban a sus anchas, y la gente se sentaba en bancos de troncos de ciprés para contemplar el desfile de los transeúntes. Algunos comían buñuelos y bebían tazones de café, y no faltaba quien se deleitaba con el sea bob, unas gambas marinas desecadas que a veces llamaban cacahuetes cajún.
Entramos en la confitería, granja y heladería, y nos sentamos en la barra. Cuando Paul le dijo al propietario, el señor Clemens, qué festejábamos, nos sirvió doble ración de nata batida y guindas. Yo no recordaba haber comido un helado más sabroso que aquél. Lo pasamos tan bien, que ni siquiera oímos la conmoción del exterior, pero otros clientes del establecimiento corrieron hasta la puerta a ver qué ocurría y nosotros los seguimos.
Me dio un vuelco el corazón al comprobar qué era: habían expulsado a Grandpére Jack del Cajún Queen. Aunque un empleado lo había sacado a empellones hasta la puerta, él se quedó en la escalera amenazando con el puño y chillando contra la injusticia.
-Intentaré persuadirlo de que vuelva a casa y se serene un poco -musité, y eché a correr hacia él.
Paul me acompañó. El cerco de curiosos había empezado a disolverse, poco interesados en un borrachín que farfullaba frases ininteligibles en la entrada de un local público. Tiré de la manga de su chaqueta.
-Escúchame, Grandpére.
-¿Cómo? ¿Quién...?
Se giró en redondo, con un riachuelo de whisky manando de sus comisuras y descendiendo por la superficie granulosa de su barbilla sin rasurar. Sus piernas se bambolearon mientras trataba de enfocarme. Los mechones de su pelo tieso y apelmazado se disparaban en todas direcciones; tenía la ropa manchada de fango y restos de comida. Aturdido, entrecerró más los ojos. -¿Gabrielle? -preguntó.
-No, Grandpére, soy Ruby. Ruby. Ven conmigo, Grandpére. Tienes que irte a casa. Vámonos -le dije. No era la primera vez que lo encontraba en un estupor etílico y lo instaba a que se fuera a casa. Y tampoco era la primera vez que él me miraba con los ojos nublados y me llamaba por el nombre de mi madre.
-¿Qué diablos... ? -Su mirada fue de mi rostro al de Paul, para volver a detenerse en mí-. ¿Ruby?
-Sí, Grandpére. Tienes que volver a casa y dormir.
-¿Dormir, dices? Sí. -Me contestó, y giró de nuevo la cabeza hacia el Cajún Queen-. Son unos miserables... Aceptan tu dinero y cuando expresas tu opinión sobre algo... La vida ya no es como antes por aquí, de eso no hay duda, ninguna maldita duda.
-Venga, Grandpére. -Di un tirón de su mano y bajó los peldaños, aunque sufrió un traspié y estuvo a punto de caer de bruces. Paul lo agarró por el brazo libre.
-Mi barca está en el muelle -balbuceó Grandpére Jack. Se ladeó y soltó bruscamente mi mano para enseñarle otra vez el puño a la fachada vacía del restaurante-. No sabéis nada. Ninguno de vosotros recuerda el pantano tal y como era antes de que llegaran esos jodidos magnates del petróleo, ¿me oís?
-Ya se han enterado, Grandpére. Es hora de regresar a casa.
-¿A casa? No puedo ir allí -se resistió el abuelo-. Ella no me dejará entrar.
Desvié la vista hacia Paul, que estaba muy apenado por mí.
-Vámonos, Grandpére -le insté nuevamente, y lo condujimos al muelle a trompicones.
-No podrá gobernar la barca él solo -declaró Paul-. Más vale que lo lleve y que tú vuelvas con tu abuela, Ruby.
-Ni pensarlo. Os acompañaré. Conozco el atajo entre los canales mejor que tú, Paul -dije.
Metimos a Grandpére en su barca y lo sentamos. Él se desplomó inmediatamente sobre el banco. Paul lo ayudó a acomodarse, arrancó el motor y desatracamos, con algunas personas aún fisgando en el muelle y meneando la cabeza. Pensé que Grandmére Catherine no tardaría en ser informada, y se limitaría a asentir y decir que no le sorprendía.
Unos minutos después de haber dejado el muelle, Grandpére Jack roncaba. Intenté mejorar su postura poniéndole un saco enrollado debajo de la nuca. Él gimió y masculló alguna incoherencia, antes de dormirse y empezar a roncar de nuevo. Fui a sentarme con Paul.
-Lo lamento.
-¿Por qué?
-Estoy segura de que tus padres lo sabrán todo mañana mismo, y montarán en cólera.
-No tiene importancia -me aseguró él, pero me acordé de cómo se habían oscurecido los ojos de Grandmére Catherine al preguntarme qué pensaban los Tate de que saliera conmigo.
Seguramente utilizarían el incidente para convencer a su hijo de que los Landry no le convenían. ¿Y si empezaban a pegar carteles de PROHIBIDA LA ENTRADA A LOS LANDRY, como el que me había descrito Grandmére de una época pasada? Quizá sólo fuera de los pantanos podría hallar a alguien que me amara y quisiera hacerme su mujer. Tal vez la abuela se refería a eso.
La luna nos alumbró la senda por los canales, pero cuando nos adentramos en el pantano los lúgubres velos del musgo negro y el frondoso entretejido de los cipreses obstruyeron la diáfana claridad, entorpeciendo la navegación. Tuvimos que aminorar para esquivar los tocones salientes. Siempre que un haz se abría una brecha hasta nosotros, hacía destellar los lomos de los caimanes. Uno de ellos dio un coletazo y roció la barca como si quisiera decirnos que no éramos bienvenidos en aquel lugar. Más adelante, distinguimos los ojos de un ciervo del pantano bañados por la luna. Vimos cómo la silueta de su cuerpo giraba sobre sí misma para desaparecer en las sombras.
Por fin, avistamos la choza de Grandpére. La galería estaba atestada de redes para la pesca de ostras, montículos de musgo que había apilado con la intención de venderlos a los fabricantes de muebles, quienes lo usaban como relleno, y también estaba la mecedora con el acordeón posado encima, botellas vacías de cerveza y una botella de whisky al lado de la silla, junto a un inmundo cuenco de quingombó. Del tejadillo de la galería colgaban algunas trampas de ratas almizcleras, y en la barandilla se alineaban las pieles curtidas. Vimos amarrada a un pequeño embarcadero la piragua de remo largo que el abuelo empleaba para recoger el musgo. Paul dirigió hábilmente la maniobra de atraque y apagó el motor de la barca. Luego comenzamos la laboriosa tarea de sacar a Grandpére Jack. No ofreció la menor ayuda y casi provocó que nos zambulléramos los tres en el pantano.
Paul me asombró con su fuerza. Virtualmente transportó a Grandpére a hombros hasta la galería y el interior de la choza. Tan pronto encendí la lámpara de butano, me arrepentí de haberlo hecho. Había prendas de ropa tiradas por todos los rincones, y numerosas botellas de whisky barato a medio consumir. El catre no estaba hecho, y la manta caía sobre el suelo con las sábanas y parte del colchón. La mesa estaba cubierta de montones de platos sucios, escudillas y vasos mugrientos, además de cubiertos con comida incrustada. A juzgar por la expresión de su cara, a Paul le abrumaba aquella porquería y el caos general.
-Estaría más cómodo durmiendo en el pantano -murmuró.
Arreglé el catre para que pudiera depositar a Grandpére. Luego empezamos a desabrocharle los cordones de las botas.
-Puedo hacerlo yo solo -dijo Paul.
Lo dejé y fui hasta la mesa para despejarla y poner los vasos, platos y cuencos en el fregadero, que encontré lleno de más platos y más cuencos. Mientras los fregaba, Paul recorrió la cabaña y desechó las botellas vacías.
-Cada día está peor -me lamenté, y me enjugué las lágrimas. Él acarició mi brazo con cariño.
-Voy a buscar agua fresca a la cisterna -dijo.
Durante su ausencia, Grandpére empezó a gimotear. Me sequé las manos y acudí a su lado. Tenía los ojos aún cerrados, pero hablaba entre dientes.
-No es justo echarme la culpa... no, no lo es. Ella estaba enamorada, ¿no? ¿Qué más da entonces? Dímelo, vamos -musitó.
-¿Quién se enamoró, Grandpére? -pregunté.
-Vamos, dime qué diferencia hay. Obtuviste algo a cambio del dinero, ¿verdad? ¿Eh? ¡Venga ya!
-¿Quién estaba enamorada, Grandpére? ¿Qué dinero es ése?
Él emitió un quejido y se dio la vuelta.
-¿Qué pasa? -preguntó Paul, que acababa de volver con el agua.
-Habla en sueños, pero no tiene sentido -dije.
-Eso es fácil de creer.
-Sospecho que tiene algo que ver con la perpetua enemistad que se profesan él y Grandmére Catherine.
-No me parece que sea un gran misterio, Ruby. Da una ojeada a tu alrededor; mira en qué se ha convertido. ¿Cómo podría ella admitir en su casa a un hombre así? -dijo Paul.
-No, Paul, tiene que haber algo más. ¡Ojalá me lo explicara! -repuse, y me arrodillé junto al catre-. Grandpére -dije, zarandeándolo.
-Malditas compañías petroleras -renegó él-. Dragaron los pantanos y mataron la hierba más fértil... exterminaron las ratas almizcleras... las dejaron sin su alimento.
-Grandpére, ¿quién estaba enamorada? ¿Qué dinero? -pregunté. Él exhaló un gemido y comenzó a roncar.
-Es inútil hablar con él en el estado en que se encuentra, Ruby -dijo Paul.
Yo negué con la cabeza.
-Sólo estando así podría sonsacarle la verdad, Paul. -Me incorporé, sin dejar de mirar a Grandpére-. Ni él ni Grandmére Catherine tocarán el tema en otro momento.
Paul se acercó a mí.
-He puesto un poco de orden ahí fuera, pero se necesitan varios días para reorganizar este lugar -comentó.
-Lo sé. Deberíamos volver ya. Amarraremos su barca cerca de mi casa. Mañana sacará la piragua y remará hasta que la encuentre.
-Cuando despierte tendrá en la cabeza un enorme tambor de hojalata -respondió Paul-. Eso es lo único que va a encontrar.
Salimos de la choza y subimos a la barca. Ninguno habló mucho en el camino de regreso. Me senté al lado de Paul. Él me rodeó con el brazo, y recosté la cabeza en su hombro. Las lechuzas ululaban, las serpientes y los caimanes reptaban por el barro y el agua, las ranas croaban, pero mi mente estaba obsesionada con las palabras inconexas de Grandpére y no oí ni vi más hasta que sentí los labios de Paul en mi frente. Había parado el motor y derivábamos hacia la orilla.
-Ruby -susurró-, es tan agradable tenerte en mis brazos... Me gustaría poder abrazarte a todas horas, o al menos estar contigo siempre que lo deseara.
-Nada te lo impide, Paul -contesté a media voz.
Alcé la cara hacia él para que pudiera posar sus labios en los míos. Nuestro beso fue suave, pero largo. Notamos cómo la barca chocaba con la ribera y se varaba, pero ninguno hizo ademán de levantarse. Paul estrechó más aún sus brazos en torno de mi talle y bajó el cuerpo a mi altura, paseando su boca sobre mis pómulos y acariciando mis ojos cerrados.
-Cada noche me acuesto con el sabor de tus besos en los labios -dijo.
-También yo, Paul.
Su brazo izquierdo hizo una leve presión en mi pecho. Me estremecí y esperé, toda yo sobre ascuas. Él retiró despacio su brazo, abarcó dulcemente mi pecho con la mano y su dedo se deslizó por encima de mi pezón, palpitante y erecto bajo la delgada blusa de algodón y el sujetador, para desabrochar los botones superiores. Quería que me tocara; incluso lo anhelaba, pero en el momento en que lo hizo mi eléctrica exaltación fue reemplazada por una corriente de gélido miedo, al comprender cuan intensamente deseaba que continuara, que fuera más lejos y me besara en sitios más íntimos que sólo yo había visto y palpado. A pesar de su delicadeza y sus sinceras declaraciones de amor, mi memoria no podía eludir los ojos negros, acusadores, de Grandmére Catherine.
-Aguarda, Paul -dije, no sin reticencia-. Vamos demasiado deprisa.
-Lo siento -se disculpó él, reportándose de inmediato-. No era ésa mi intención. Sólo...
-No te apures. Si no te freno ahora, no sería capaz de hacerlo en varios minutos y no sé hasta dónde podríamos llegar -le expliqué.
Paul asintió con la cabeza y se puso de pie. Me ayudó a levantarme y recompuse mi falda y mi blusa, abrochando los dos botones de arriba. Luego me ofreció la mano para salir de la barca y la haló un poco hacia tierra, de tal manera que no fuera arrastrada cuando la marea del golfo subiera el nivel de las aguas de los pantanos. Me agarré de su brazo y caminamos lentamente hacia la casa. Grandmére Catherine estaba dentro. La oímos trajinar en la cocina, preparando la masa de las tortitas y los bollos que llevaría a la iglesia a la mañana siguiente.
-Siento mucho que nuestra celebración haya terminado de este modo -dije, y me pregunté cuántas veces más habría de pedir disculpas en nombre de Grandpére Jack.
-No me habría perdido ni un solo segundo -repuso Paul-. Me basta con estar juntos, Ruby.
-¿Irá tu familia al oficio de mañana? -Él asintió-. ¿Todavía quieres venir a cenar?
-Naturalmente.
Le sonreí, y le di un último beso antes de subir los escalones de la galería. Paul esperó hasta verme entrar, puso en marcha su motocicleta y se marchó. En el instante en que Grandmére Catherine se volvió a saludarme, supe que estaba enterada del episodio de Grandpére. A alguna de sus caritativas amigas le había faltado tiempo para irle con el cuento.
-¿Por qué no has dejado que interviniera la policía y lo metiera en la cárcel? Es lo único que merece por haber dado un espectáculo delante de las personas decentes, y más hoy que la ciudad estaba llena de niños -dijo, sacudiendo la cabeza-. ¿Qué habéis hecho con él tú y tu amigo Paul?
-Lo hemos llevado a su choza, Grandmére. Si vieras cómo la tiene...
-No necesito verla. Sé muy bien que parece una pocilga -respondió, y volvió a sus dulces.
-Me llamó Gabrielle en cuanto me puso los ojos encima-dije.
-No me sorprende. Lo más probable es que haya olvidado incluso su propio nombre.
-En la choza estuvo muy locuaz.
-¿Ah, sí? -Grandmére hizo un alto para mirarme.
-Dijo vaguedades sobre una persona enamorada y cierto dinero. ¿Qué significa todo eso, Grandmére?
Ella se centró de nuevo en su trabajo. No me gustaba cómo rehuía culpablemente la mirada cuando yo intentaba atraparla. Presentía en el fondo del corazón que me ocultaba algo.
-No sabría por dónde empezar a desenredar la maraña de palabras que produce una mente alcoholizada. Sería más sencillo deshacer una telaraña sin romper los hilos.
-¿Quién era la persona enamorada, Grandmére? ¿Se refería a mi madre?
Ella se quedó muda.
-¿Se jugó el dinero de ella, o el tuyo? -me emperré.
-Deja de buscarle sentido a una estupidez, Ruby. Es tarde. Deberías acostarte. Mañana iremos a misa temprano, y tengo que decirte que no me hace la menor gracia que Paul y tú transportarais a ese bribón por el pantano. No es un sitio adecuado para ti. Resulta bonito visto desde lejos, pero también es la guarida del demonio, y está repleto de peligros que ni siquiera puedes imaginar. Paul me ha decepcionado llevándote allí.
-¡No hables así, Grandmére! Él no quería que lo acompañara. Ha dicho que podía apañarse solo, pero yo he insistido en ir.
-Aun así, no debería haberlo permitido -dijo, y volvió hacia mí sus sombríos ojos-. No es bueno que pases tanto tiempo con un chico como él. Eres demasiado joven.
-He cumplido quince años, Grandmére. Hay muchachas cajún de mi misma edad que ya están casadas, y algunas tienen hijos.
-Pero tú no vas a correr esa suerte. Quiero que tengas una vida mejor, que seas mejor -dijo ella con enfado.
-Sí, Grandmére. Perdóname. No pretendíamos...
-Olvídalo -dijo-. Ahora ya está hecho. No estropeemos un día tan especial discutiendo sobre Grandpére. Vete a dormir, Ruby -ordenó-. Al salir de la iglesia me ayudarás a cocinar la cena del domingo. ¿Tenemos o no un invitado? -preguntó, con los ojos llenos de escepticismo.
-Sí, Grandmére. Ha prometido venir.
Cuando la dejé, mi cabeza giraba en un torbellino. El día había sido un cúmulo de acontecimientos buenos y malos. Quizá Grandmére Catherine tenía razón; quizá era mejor no bucear en honduras tenebrosas. Al fin sólo corrompen las aguas claras, empañan todas las cosas hermosas y naturales. Más valía recrearse en los momentos felices.
Así lo hice. Pensé en mis acuarelas expuestas al público en una galería de Nueva Orleans, recordé el contacto de los labios de Paul, cómo había llenado mi cuerpo de música, y soñé con un futuro perfecto en el que pintaría en el estudio privado de nuestra mansión de los pantanos. Era innegable que lo bueno siempre terminaba por imponerse al drama, o de lo contrario todos viviríamos igual que Grandpére Jack, perdidos en un pantano de nuestra propia creación e intentando no sólo olvidar el pasado, sino también de olvidar el futuro.
3. DESEABA QUE FUÉRAMOS UNA FAMILIA
La mañana del domingo, Grandmére y yo nos pusimos nuestros vestidos de fiesta. Me cepillé el pelo, lo sujeté con una cinta granate y partimos las dos hacia la iglesia, Grandmére llevando un obsequio al padre Rush, una caja de su repostería casera. Era una mañana espléndida, con unas aterciopeladas nubes blancas navegando perezosamente por el cielo casi turquesa. Respiré hondo e inhalé el aire cálido, sazonado por el salitre del golfo de México. Era la clase de tiempo que me hacía sentir viva, radiante, alerta a toda la belleza de los pantanos.
En el momento en que descendimos los escalones de la galería, reparé en el penacho escarlata de un cardenal que volaba hacia su nido alto y seguro. Mientras andábamos por la carretera vi los botones de oro florecidos junto a las acequias y el color lechoso que ostentaban las florecillas pequeñas y exquisitas del dauco.
Ni siquiera me repelió la visión de la comida almacenada de un alcaudón. Desde principios de la primavera, y durante el verano y las primeras semanas de otoño, los machos ponían a secar las presas recién muertas, lagartos y culebrillas, en las espinas de un espino. Grandpére Jack me había contado que esta especie comía la carne curada solamente en los meses invernales.
-Los alcaudones son las únicas aves de los pantanos que no tienen pareja visible -dijo-. No hay hembras fastidiándoles hasta el hastío. Son listos -añadió, antes de escupir una bola de tabaco y engullir un gran trago de whisky.
Me pregunté como tantas otras veces por qué se había vuelto tan amargo. Sin embargo, no recapacité mucho rato, ya que la iglesia se perfiló delante de nosotras, con su torre de tejamanil elevando una cruz sobre las cabezas de la congregación. Cada piedra, cada ladrillo, cada viga del vetusto edificio había sido acarreado y primorosamente colocado por los feligreses cajún que habitaron los pantanos un siglo y medio atrás. La idea me vinculaba a la historia, a mi legado.
Pero tan pronto doblamos el recodo y enfilamos el último tramo del camino, Grandmére Catherine se puso rígida y envaró la espalda. Un grupo de personas de la clase acomodada habían formado un círculo y cuchicheaban delante de la puerta. La conversación se interrumpió y todos nos espiaron en cuanto nos vieron, con una patente expresión de crítica pintada en sus rostros. Aquella actitud impulsó a Grandmére a estirar más aún la cabeza como un estandarte de su dignidad.
-Supongo que estarán cotilleando sobre el ridículo que hizo Grandpére anoche -susurró-, pero no dejaré que la conducta insensata de ese hombre mancille mi reputación.
La mirada que devolvió a los chismosos no dejó dudas al respecto. Todos parecieron alegrarse de romper el círculo y pasar al interior, puesto que era ya hora de entrar en el templo para asistir al oficio. Vi a los padres de Paul, Octavious y Gladys Tate, en un extremo del grupo. Gladys Tate miró fugazmente en dirección a nosotros y posó en mí sus ojos de frío mármol. Paul, que charlaba con unos compañeros del instituto, me vio y sonrió, pero su madre lo obligó a unirse a ella, su padre y sus hermanas al entrar en la iglesia.
Los Tate, al igual que otras familias cajún eminentes, se sentaban en los primeros bancos, de manera que no tuve oportunidad de hablar con Paul antes de que empezara la misa. Al concluir, cuando todos los fieles presentaron sus respetos al padre Rush, Grandmére le entregó la caja de dulces y él le dio las gracias y sonrió tímidamente.
-Tengo entendido que ha estado en acción otra vez, señora Landry -dijo aquel cura alto y flaco, con una sutil nota de censura subrayando su voz-. Ahuyentando espíritus en la noche.
-Es parte de mis obligaciones -respondió Grandmére categóricamente, con la boca tensa y los ojos fijos en los del sacerdote.
-Siempre que la superstición no suplante a la fe y la plegaria -advirtió él. Sus labios esbozaron una sonrisa al agregar-: Pero nunca rechazo una ayuda en la batalla contra Satanás si me la brinda una criatura de corazón puro.
-Me satisface saberlo, padre -dijo Grandmére Catherine, y el reverendo Rush rió.
Su atención pasó enseguida a los Tate y otros creyentes adinerados que hacían sustanciales aportaciones al mantenimiento de la iglesia. Mientras departían, Paul se aproximó a Grandmére y a mí. Lo encontré guapísimo y muy formal con su traje azul marino y el pelo repeinado hacia atrás. Incluso la abuela pareció impresionarse.
-¿A qué hora es la cena, señora Landry? -preguntó.
Grandmére Catherine ojeó de soslayo a los padres de Paul antes de contestar.
-A las seis -dijo, y se fue a charlar con sus amigas. Paul esperó que estuviera donde no pudiera oírnos.
-Esta mañana todo el mundo hablaba de tu abuelo -me murmuró.
-Grandmére y yo lo hemos intuido al llegar. ¿Saben tus padres que me ayudaste a llevarlo a su casa?
La seriedad de su cara me dio la respuesta.
-Lamento haberte causado problemas.
-No es grave -dijo él-. Se lo he explicado todo. Me sonrió cordialmente. Era el eterno optimista irresponsable, nunca abatido, dubitativo o taciturno como solía estar yo.
-Paul -lo llamó su madre.
Con el rostro congelado en una mueca de desaprobación, su boca se asemejaba a un tajo torcido de puñal, y sus ojos eran oblicuos y felinos. Se erguía muy tiesa, como si temiera sufrir un súbito espasmo antes de emprender la marcha.
-Ya voy -dijo Paul.
La señora Tate se puso de puntillas para susurrar algo en el oído de su marido, y él se giró hacia mí.
Paul había heredado el porte de su padre, un hombre espigado y de aspecto distinguido que siempre iba elegantemente vestido y compuesto. Su boca y la mandíbula denotaban fuerza, mientras que la nariz era recta, ni demasiado larga ni demasiado fina.
-Nos vamos ahora mismo -recalcó la madre.
-Tengo que marcharme. Hoy vendrán a comer unos parientes. Nos veremos luego -se despidió Paul, y corrió a reunirse con su familia.
Fui al encuentro de Grandmére Catherine en el instante en que invitaba a la señora Livaudis y la señora Thibodeau a tomar café y tarta de moras en casa. Como sabía por experiencia lo despacio que caminaba, me adelanté, con la promesa de que empezaría a hacer el café. Pero cuando llegué al patio de entrada vi a mi abuelo en el embarcadero, atando la piragua a la popa de la lancha.
-Buenos días, Grandpére -le dije. Él levantó pesadamente la cabeza al oír mi voz.
Tenía los ojos semicerrados, los párpados plomizos. Llevaba el pelo revuelto, con unas greñas en la espalda que se erizaban sin orden ni concierto sobre el cuello del jersey. Deduje que el tambor del que había hablado Paul estaba atronando en su cabeza. Se le veía adusto y fatigado. No se había cambiado la ropa con la que había dormido, y todo él exhalaba el olor rancio del whisky de la noche anterior. Grandmére Catherine siempre decía que lo mejor que podía pasarle era caerse en el pantano. «Al menos así se bañará.»
-¿Fuiste tú quien me devolvió ayer a mi choza? -preguntó.
-Sí, Grandpére. Paul y yo.
-¿Qué Paul?
-Paul Tate, Grandpére.
-¡Caramba, es hijo de un hombre muy rico! Esa gente de la conservera no es mejor que los buscadores de petróleo; dragan el pantano para que puedan surcarlo sus inmensos barcos. Nada bueno sacarás frecuentando a los de su calaña. Sólo pueden querer una cosa de las muchachas como tú.
-Paul es una persona honesta -dije con tono cortante. Él gruñó y continuó con su nudo.
-Vienes de la iglesia, ¿no? -preguntó sin mirarme.
-Sí.
El abuelo cesó en su faena y escudriñó la carretera.
-Me figuro que Grandmére debe de estar de palique con las otras comadres. Para eso van a la iglesia -proclamó-, para fomentar el chismorreo.
-El oficio de hoy ha sido precioso, Grandpére. ¿Por qué nunca vas?
-Ésta es mi iglesia -declaró él, y señaló con sus largos dedos el pantano-. No ha nacido aún el cura que pueda vigilarme a mis espaldas y vomitar sobre mí maldiciones y condenas -dijo, y montó en la barca.
-¿Te apetece una taza de café caliente, Grandpére? Voy a prepararlo ahora mismo. Grandmére trae a sus amigas para que prueben la tarta de moras y...
-¡Diablos, no! Ni muerto me dejaría pillar por esas verduleras. -Grandpére me repasó de arriba abajo y se dulcificó-. Te sienta muy bien el vestido que llevas -dijo-. Eres tan linda como tu madre.
-Gracias.
-Me imagino que ayer adecentaste mi choza. -Asentí con la cabeza-. Bueno, gracias.
Asió la cuerda con la que arrancaba el motor fuera de borda.
-Grandpére -musité, acercándome-. Anoche, después de que te acostáramos, hablaste de alguien que se había enamorado y de un dinero.
Él enmudeció y me miró fijamente, con unos ojos que de repente adquirieron la textura del granito.
-¿Qué más dije?
-Nada. Pero ¿qué significaban tus palabras? ¿Qué amores eran ésos?
Grandpére Jack se encogió de hombros.
-Posiblemente evoqué alguna de las historias que me contaba mi padre sobre sus antepasados. Nuestra familia desciende de los tahúres que viajaban en los vapores fluviales del Misisipi -afirmó con cierta jactancia-. Por las manos de los Landry circularon grandes sumas de dinero -dijo, mostrándome sus palmas enfangadas-, y muchos de ellos se erigieron en figuras románticas del río. Incontables mujeres cayeron rendidas a sus pies. No cabrían en fila india de aquí a Nueva Orleans.
-¿Es ése el motivo de que te gastes todo el dinero en el juego? Grandmére dice que los Landry lo lleváis en la sangre.
-Y no se equivoca. Por desgracia, yo no soy tan bueno como algunos de mis parientes. -Grandpére se inclinó hacia mí sonriente, con los huecos de su dentadura anchos y negros allí donde él mismo se había arrancado las piezas cuando los dolores se hicieron insoportables-. Gib Landry, mi tatarabuelo, fue un jugador infalible. ¿Sabes por qué? -preguntó, y yo negué con la cabeza-. Porque tenía las cartas marcadas y nunca perdía. Las llamaban «herramientas ventajosas» y, desde luego, ventaja sí que le daban. -Soltó una carcajada.
-¿Qué fue de él?
-Murió de un disparo a bordo del Delta Queen. Cuando se vive del riesgo y la aventura, siempre se apuesta la piel -sentenció el abuelo, y tiró de la cuerda. El motor hizo un débil estornudo-. Algún día que tenga tiempo te contaré algo más sobre tus antepasados. A pesar de lo que ella diga -añadió, señalando la casa-, te conviene conocer sus andanzas. -Volvió a tirar la cuerda, y esta vez el motor arrancó y empezó a rugir-. Ahora tengo que marcharme. Las ostras me esperan.
-Me encantaría que pudieras cenar en casa esta noche y conocer a Paul -declaré. Lo que en realidad quería decir era que deseaba que fuéramos una familia.
-¿Conocer a Paul, dices? ¿Grandmére ha invitado a ese muchacho? -preguntó con incredulidad.
-Lo he hecho yo. Ella sólo ha dado su autorización.
Grandpére Jack me observó largamente.
-No tengo tiempo para la vida social -dijo al fin-. He de ganarme el sustento.
Grandmére Catherine y sus amigas aparecieron en la carretera detrás de nosotros. Vi que los ojos de Grandpére Jack volaban un instante hacia ella, pero enseguida se sentó en la barca.
-¡Grandpére! -grité, pero él aceleró el motor y maniobró la barca para alejarse lo más deprisa posible y poner rumbo a uno de los lagos salinos, poco profundos, que se intercalaban con los pantanos. No volvió la vista atrás. Al cabo de unos momentos, el pantano se lo tragó y tan sólo se oía el ruido del motor que avanzaba
por los canales.
-¿Qué quería? -preguntó Grandmére Catherine.
-Recuperar la barca.
Clavó los ojos en su estela como si esperara que regresara. Su mirada era furibunda y tenía los párpados encogidos en meras rendijas, tal vez conminando al pantano que se lo tragara para siempre. Poco después se apagaron los ecos del motor, y Grandmére Catherine se enderezó y sonrió a sus dos amigas. Retomaron prontamente el hilo de su conversación y entraron juntas en la casa, pero yo me entretuve unos minutos y cavilé, perpleja, cómo aquellas dos personas habían podido amarse alguna vez lo bastante para contraer matrimonio y tener una hija. ¿Cómo podía el amor, o lo que uno tomaba por tal, hacerte tan ciego a las flaquezas de tu pareja? Al cabo de un rato se marcharon las amigas de Grandmére, y la ayudé a preparar la cena. Me habría gustado indagar más sobre Grandpére Jack, pero mis preguntas la ponían siempre de un humor de perros. Con la visita de Paul en perspectiva, no quise arriesgarme.
-Esta noche no haremos nada especial para cenar, Ruby -me dijo-. Espero que no le dieras esa impresión al joven Tate.
-¡Oh, no, Grandmére! Además, Paul no es esa clase de chico. Ni siquiera se le nota que pertenece a una familia rica. Es muy diferente de su madre y sus hermanas. En el instituto todos las tachan de engreídas, pero Paul no es así.
-Quizá, pero nadie lleva un estilo de vida como el de los Tate sin acostumbrarse a ciertas exigencias. Es la naturaleza humana. Cuantas más esperanzas concibas respecto de él, Ruby, más dura será la caída del desengaño -me advirtió la abuela.
-Eso no me asusta -repliqué, con tanta seguridad que se detuvo a escudriñarme.
-No habrás hecho alguna tontería, ¿verdad, Ruby?
-Claro que no, Grandmére.
-Nunca olvides lo que le sucedió a tu madre –me previno.
Durante un rato temí que Grandmére Catherine mantuviera la casa sumida en aquella aureola de malestar durante toda la velada, pero, a pesar de haber reivindicado que no haría nada especial, pocas cosas la complacían más que guisar en honor de alguien que sabía que iba a apreciarlo. Se puso manos a la obra para confeccionar uno de sus mejores platos cajún: la jambalaya. Mientras yo la ayudaba con los preliminares, hizo también un flan.
-¿Mi madre era tan buena cocinera como tú, Grandmére?-pregunté.
-¡Ya lo creo! -me contestó, sonriendo al revivirlo-. Nadie interpretaba las recetas más rápido y mejor que ella. Hacía el quingombó a los nueve años, y para cuando cumplió los doce no había quien vaciara la nevera y preparara una jambalaya más rica.
»Cuando Grandpére Jack era todavía un ser humano -prosiguió-, se llevaba de paseo a Gabrielle y le enseñaba toda la materia comestible que había en los pantanos. Ella fue una discípula aventajada, y ya sabes lo que dicen de los cajún, que nos comemos todo lo que no nos engulle antes a nosotros.
Grandmére rió y canturreó una de sus tonadas favoritas. Los domingos teníamos la costumbre de hacer limpieza general, pero aquel domingo en particular me apliqué con mayor energía y celo, fregando los cristales de las ventanas hasta que no quedó ni una mota de suciedad, frotando los suelos para sacarles brillo, puliendo metales y quitando el polvo a todo adorno que había a la vista.
-Parece que vaya a venir el mismísimo rey de Francia -bromeó la abuela-. Te lo advierto, Ruby, no intentes aparentar con ese chico más de lo que eres.
-Claro que no, Grandmére.
Sin embargo, en lo más recóndito y secreto de mi corazón abrigaba la esperanza de que Paul quedara impresionado y presumiera de nosotras con sus padres, hasta el punto de que ellos desecharan toda oposición que pudieran tener ante un futuro noviazgo.
A media tarde, nuestro pequeño hogar resplandecía de limpio y estaba invadido de aromas deliciosos. A medida que las agujas del reloj se acercaban a las seis, aumentaba mi excitación. Confiaba en que Paul se adelantaría, así que pasé la última hora sentada fuera y pendiente en todo momento de la carretera. Tenía la mesa puesta y lucía mi mejor vestido. Me lo había hecho Grandmére Catherine. Era blanco, adornado con un ancho remate de encaje y un pectoral de puntilla. Las mangas, acampanadas y también de encaje, caían hasta los codos. Ceñía mi talle un fajín de color azul.
-Tal y como se han desarrollado tus pechos, fue un acierto ensancharte el corpiño -dijo al verme Grandmére Catherine-. Date la vuelta -añadió, y me alisó la parte trasera de la falda-. Debo admitir que te estás convirtiendo en una auténtica belleza, Ruby. Eres aún más bonita que tu madre a tu edad.
-Espero parecerme a ti cuando tenga la tuya, Grandmére -respondí. Ella meneó la cabeza y me dedicó una sonrisa.
-No seas zalamera. Soy tan fea que daría un susto de muerte incluso a un halcón -afirmó, y se echó a reír, pero por primera vez logré que me hablara de sus antiguos novios y los fais dodo a los que había asistido en su adolescencia.
Cuando dieron las seis, alcé la vista con expectación, convencida de que unos momentos más tarde oiría la ruidosa motocicleta de Paul. Pero no fue así, y la carretera continuó vacía y silenciosa. Al cabo de un rato, Grandmére salió a la puerta y oteó el panorama. Me miró tristemente y regresó a la cocina para dar los últimos toques. Mi corazón empezó a dispararse. La brisa degeneró en viento; todos los árboles agitaron sus ramas. ¿Dónde estaba Paul? A las siete me sentía muy angustiada, y cuando la abuela volvió a asomarse a la galería su cara reflejaba una suerte de aceptación fatalista.
-No es propio de él retrasarse tanto -dije-. Espero que no haya tenido algún percance.
Grandmére no contestó. No era necesario, sus ojos hablaban por ella.
-Más vale que entres y nos sentemos a la mesa. El guiso ya está hecho y quiero disfrutarlo de todos modos.
-Vendrá, Grandmére. Estoy segurísima. Debe de haberle surgido algún imprevisto -me obstiné-. Déjame esperar un poco más -supliqué. Ella se retiró, pero a las siete y cuarto salió de nuevo.
-Es absurdo aguardar más tiempo -declaró.
Desolada, sin una pizca de apetito, me puse de pie y entré en la casa. Grandmére Catherine no despegó los labios. Sirvió la jambalaya y se sentó.
-Me ha quedado como nunca -afirmó. Se encorvó hacia mí y agregó-: Aunque no soy yo quien debería decirlo.
-Está muy buena, Grandmére. Es sólo que me preocupa Paul.
-Pues preocúpate por él con el estómago lleno.
Me obligué a comer y, a pesar de mi desencanto, incluso saboreé el extraordinario flan de Grandmére Catherine. La ayudé a recoger la cocina y salí una vez más a la galería, donde me senté, contemplé el horizonte y me pregunté qué había podido ocurrir para truncar una velada que prometía ser maravillosa. Casi una hora después, oí un fragor mecánico y vi acercarse a Paul a toda velocidad. Frenó, dejó tirada la motocicleta y echó a correr hacia la casa.
-¿Qué te ha pasado? -pregunté, poniéndome en pie.
-Lo siento mucho, Ruby. Mis padres me han prohibido venir. Mi padre me ha mandado a mi habitación cuando me he negado a cenar con ellos. Pero he decidido huir por la ventana y presentarme aquí de todas maneras. Tengo que disculparme ante tu abuela.
Deprimida, me dejé caer en un escalón de la galería.
-¿Por qué no te permiten verme? -pregunté-. ¿Es por el escándalo que armó mi abuelo anoche en la ciudad?
-Por ésa y otras razones. Pero pueden bramar todo lo que quieran -dijo él, y subió unos peldaños para sentarse a mi lado-. Son un par de estúpidos esnobs.
-Grandmére predijo que ocurriría algo semejante.
-No consentiré que me aparten de ti, Ruby. No tienen derecho. Son...
-Son tus padres, Paul. Debes obedecer lo que ellos te manden. Vuelve a tu casa -dije secamente.
Sentía el corazón como si se hubiera transformado en un grumo de barro del pantano. El cruel destino había extendido un manto de lóbrega melancolía sobre los pantanos y, como decía con frecuencia Grandmére Catherine, el destino era un verdugo letal, inclemente, sin respeto por quien era querido y necesitado.
Paul negó con la cabeza. Su edad pareció diluirse y de pronto se tornó vulnerable, indefenso como un niño de seis o siete años, más desorientado que yo.
-No pienso renunciar a ti, Ruby -insistió-. Pueden quitarme todo lo que me han dado y seguiré sin escucharles.
-Sólo lograrás que me odien más, Paul -le dije.
-Me da lo mismo. Lo único que importa es que tú y yo nos queremos. Por favor, Ruby -me rogó, estrujando mi mano-. Dime que tengo razón.
-Me gustaría, Paul. -Bajé la vista-. Pero tengo miedo.
-No tengas miedo -replicó él, y encaró mi rostro al suyo-. No dejaré que te hagan daño.
Lo miré fijo, con los ojos pensativos, muy abiertos. ¿Cómo explicárselo? No sufría por mí misma, estaba inquieta por él porque, si eran ciertas las sentencias de Grandmére Catherine, rebelarse contra el destino únicamente podía entrañar desastres para las personas a quienes amabas. Era un empeño tan fútil como querer retener el flujo de la marea.
-¿Y bien? -me azuzó Paul-. ¿Estás de acuerdo?
-¡Oh, Paul!
-En ese caso, asunto resuelto. Voy a excusarme con tu abuela.
Lo esperé en la escalera. Volvió pasados unos minutos.
-Por lo que veo, me he perdido un festín real. ¡Me saca de mis casillas! -exclamó, y miró la carretera con una furia muy similar a la que podía acopiar Grandpére Jack. A mí me contrariaba que repudiara así a sus padres. Al menos él tenía padres, un hogar, una familia. En mi opinión, debería aferrarse a su suerte y no arriesgarla por alguien como yo-. Mis padres no razonan -dijo con firmeza.
-Sólo intentan hacer lo que es mejor para ti, Paul -le rebatí.
-Tú eres lo mejor, Ruby. Tendrán que comprenderlo. -Sus ojos azules centelleaban con una nueva determinación-. Bueno, es hora de que vuelva -dijo-. Una vez más, lamento haber estropeado nuestra cena.
-Ya está olvidada, Paul.
Me puse de pie e intercambiamos una larga mirada. ¿Qué temían los Tate que pasara si Paul se encariñaba conmigo? ¿Realmente creían que mi sangre Landry lo pervertiría? ¿O era sólo que querían que se relacionara con muchachas de las familias ricas?
Paul estrechó mi mano entre las suyas.
-Te juro que no volveré a permitirles que hagan algo para herirte.
-Por favor, Paul, no te pelees con tus padres -le imploré.
-No soy yo quien provoca las discusiones, sino ellos -dijo-. Buenas noches.
Me dio un rápido beso en los labios. Luego fue hasta su motocicleta y se zambulló en la negrura. Yo observé cómo desaparecía. Cuando di media vuelta, Grandmére Catherine estaba plantada en el umbral de la puerta.
-Es un chico cabal -admitió-, pero no puedes arrebatar un cajún a sus padres. Harías pedazos su corazón. No vuelques los cinco sentidos en esta amistad, Ruby. Algunos sueños están condenados al fracaso -me adoctrinó, se volvió y entró en la casa.
Permanecí unos minutos en la galería, con las lágrimas corriendo por mi cara. Por primera vez entendí por qué a Grandpére Jack le gustaba vivir en el pantano lejos de la gente.
A pesar de los sucesos del domingo, aún abrigaba grandes esperanzas para el fais dodo del sábado. Pero siempre que sacaba a relucir el tema, Grandmére respondía escuetamente «Ya veremos». El viernes por la noche la acucié más.
-Paul ha de saber si puede pasar a recogerme, Grandmére. No es justo tenerlo en suspenso como el anzuelo en el sedal -dije. Grandpére Jack habría usado el mismo símil, pero estaba tan frustrada y tan ansiosa que corrí ese riesgo.
-No quiero que sufras un nuevo desengaño, Ruby -explicó la abuela-. Sus padres no se lo permitirán, y se pondrían furiosos si él les plantara cara y te llevara igualmente. También se enfadarían conmigo.
-¿Por qué, Grandmére? ¿Qué podrían reprocharte?
-Lo harían y basta -me dijo-. Por otra parte, no serían los únicos. Te acompañaré yo misma -dijo asintiendo con la cabeza-. La señora Bourdeaux asistirá, así que me sentaré con ella y veremos divertirse a los jóvenes. Además, hace mucho tiempo que no escucho buena música cajún.
-¡Oh, Grandmére! -protesté-. Las muchachas de mi edad van a bailar con chicos; algunas hace ya meses que salen en pareja. Eres injusta conmigo. Tengo quince años, no soy una niña.
-No he dicho tal cosa, Ruby, pero...
-¡Pero me estás tratando como si lo fuera! -grité.
Subí corriendo a mi alcoba y me arrojé sobre la cama. Quizá me perjudicaba vivir con una abuela que era una curandera espiritual, que veía entes maléficos y peligrosos en cada sombra, que salmodiaba, encendía velas y depositaba tótems en el umbral de sus vecinos. Quizá los Tate pensaban que éramos una familia de locos y por eso querían alejar a Paul de mí.
¿Por qué tuvo mi madre que morir tan joven? ¿Por qué me abandonó mi padre? Mis únicos familiares eran un abuelo que vivía como un animal en medio del pantano, y una abuela que me consideraba aún una niña pequeña. De repente, la rabia se sumó al pesar. Allí estaba, con quince años cumplidos, y mientras otras chicas menos atractivas que yo gozaban de la compañía de sus pretendientes yo debía ir al fais dodo pegada a las faldas de Grandmére. Nunca había deseado tanto escaparme como en aquellos momentos.
Oí los pasos de Grandmére en la escalera, más cansinos de lo usual. Dio unos leves golpecitos en mi puerta y asomó la cabeza. No me giré.
-Ruby -empezó a decir-. Tan sólo trato de protegerte.
-¡Pues no lo hagas! -contesté-. Sé cuidar de mí misma, no soy una niña -repetí.
-No hay que ser una niña para necesitar protección -repuso con voz cansada-. Hay hombres adultos y granados que llaman a sus madres cuando están en apuros.
-Yo no tengo madre -le espeté, y me arrepentí tan pronto como las palabras dejaron mis labios.
Los ojos de Grandmére se apagaron, y sus hombros colgaron laxos. Súbitamente la vi muy anciana. Se llevó la mano al corazón y aspiró una bocanada de aire.
-Lo sé, pequeña. Por eso me esfuerzo tanto en hacer lo que más te beneficia. Sé también que no puedo reemplazar a una madre, pero sí ejercer algunas de sus funciones. No es suficiente, y nunca lo será...
-No he querido decir que tú no me bastes, Grandmére. Te ruego que me perdones, pero me hace mucha ilusión ir al baile con Paul. Deseo ser tratada como una mujer y no como una criatura. ¿No te pasaba lo mismo a mis años? -pregunté.
Ella me estudió atentamente, antes de lanzar un suspiro.
-De acuerdo -dijo-. Si el chico Tate puede llevarte, puedes ir con él, pero tienes que prometerme que después de la fiesta vendrás derecho a casa.
-Así lo haré, Grandmére. Gracias.
-Cuando eres joven -empezó- no quieres enfrentarte a lo que es inevitable. La juventud te da fuerzas para desafiar cualquier obstáculo, pero esa rebeldía no siempre conduce al éxito, Ruby. En la mayoría de los casos, más bien degenera en derrota. En el momento en que te enfrentes cara a cara con el destino, no arremetas frontalmente contra él. Es lo que persigue; se alimenta de las almas testarudas y alocadas, y tiene un apetito insaciable.
-No acabo de entenderte -dije.
-Ya lo verás -anunció Grandmére Catherine con aquel tono suyo grave y profético. Irguió la espalda y volvió a suspirar-. Tendré que plancharte el vestido -comentó.
Me enjugué los lagrimones de los pómulos y sonreí.
-Te lo agradezco, Grandmére, pero puedes dejármelo a mí.
-No hace falta. Prefiero mantenerme activa. -Dicho esto, se marchó, más cabizbaja que de costumbre.
El día del sábado estuvo presidido por un severo dilema con mi pelo. ¿Debía peinarlo hacia atrás y atármelo con una cinta, o hacerme un moño alto al estilo francés? Al fin le pedí a Grandmére Catherine que me ayudara a recogérmelo.
-Tienes una cara muy linda -me dijo-. Deberías llevarla siempre despejada. Vas a tener muchos admiradores guapos -agregó, creo que más para animarse a sí misma que para halagarme-. Pero recuerda que no has de entregar tu corazón a tontas y a locas. -Tomó mi mano entre las suyas y posó en mí sus ojos, unos ojos que adiviné compungidos y exhaustos-. ¿Prometido?
-Sí, Grandmére-asentí-. Grandmére, ¿te encuentras mal? Has estado alicaída todo el día.
-Es ese viejo dolor en la espalda y la taquicardia. Nada fuera de lo corriente.
-Me sabe muy mal que tengas que trabajar tanto. Grandpére Jack debería contribuir más en vez de beberse el dinero que gana o perderlo en el juego.
-Si no es capaz de ayudarse a sí mismo, ¿qué va a hacer por nosotras? Además, nada quiero de él. Su dinero está contaminado -afirmó la abuela duramente.
-¿Por qué iba a estarlo más que el de los otros cazadores de los pantanos, Grandmére?
-El de él sí-insistió-. Pero no hablemos más. Si algo desboca mi corazón como los redobles en un desfile militar es este asunto.
Reprimí mis preguntas, reacia a enfermarla y cansarla más todavía. Me limité a limpiar mis zapatos y ponerme el vestido. Aquella noche, como el tiempo estaba borrascoso, con lluvias intermitentes e intensos vientos, Paul conduciría uno de los coches de la familia. Me dijo que su padre había dado el visto bueno, pero yo tenía el presentimiento de que no se lo había contado todo. Aun así, me asustaba demasiado indagar y quedarme sin baile. Cuando oí un frenazo en el patio, fui rauda a la puerta. Grandmére Catherine me siguió y se detuvo detrás de mí.
-Está aquí -grité.
-Dile de mi parte que conduzca despacio y que te traiga a casa en cuanto termine el baile.
Paul hizo una carrera hasta la galería. Había empezado a llover otra vez, así que abrió el paraguas para cobijarme.
-Caramba, Ruby, estás preciosa -dijo, y vio que Grandmére Catherine daba un paso adelante detrás de mí-. Buenas noches, señora Landry.
-Tráela a casa temprano -ordenó la abuela.
-Sí, señora.
-Y conduce con mucho cuidado.
-Lo haré.
-Ya está bien, Grandmére -gemí. Ella se mordió el labio para imponerse silencio, y la besé en la mejilla.
-Que os divirtáis -murmuró.
Me deslicé bajo el paraguas de Paul y subimos al coche a toda prisa. Cuando volví la mirada atrás, Grandmére Catherine estaba aún de pie en el umbral de la puerta mirándonos partir. La encontré más menuda y más arrugada que nunca. Era como si mi crecimiento hubiera acelerado su decrepitud. A pesar de mi entusiasmo, de un éxtasis que hacía que el tormentoso cielo se me antojara cuajado de estrellas, una nubécula de tristeza tocó mi trepidante corazón y tuve un escalofrío. Pero en el instante en que Paul enfiló la carretera, acallé mis aprensiones y sólo vi frente a mí felicidad y diversión.
El salón del fais dodo estaba en el otro extremo de la ciudad. Todo el mobiliario, excepto algunos bancos para la gente mayor, habían sido desalojados de la amplia estancia. En otra sala adjunta, más pequeña, había marmitas de quingombó colocadas en grandes mesas. No teníamos un escenario propiamente dicho, pero se había montado una plataforma donde alojar a los músicos, que tocaban el acordeón, el violín, el triángulo y la guitarra. También había un cantante.
Afluyó gente de todas partes de los pantanos, y muchos matrimonios llevaron también a sus hijos. A los más pequeños los pusieron a dormir en una habitación contigua. De hecho, en la jerga infantil cajún «fais dodo» significaba «vete a dormir», y en aquel caso concreto presuponía que había que meter en la cama a las criaturas para que los adultos pudieran bailar. Algunos hombres participaban en un juego de naipes llamado bourré, mientras sus esposas y los niños mayores danzaban lo que llamábamos el «doble paso».
En el instante en que Paul y yo entramos en el local, oí murmullos y especulaciones en boca de los asistentes: ¿qué hacía Paul Tate con una de las muchachas más pobres de los pantanos? Paul no parecía ser tan consciente como yo de aquellos rumores y miraditas o, si lo era, prescindió por completo. En cuanto llegamos fuimos a la pista de baile.
Vi a algunas amigas mías espiándonos verdes de envidia, ya que a todas ellas les habría gustado que Paul Tate las invitara al fais dodo.
Bailamos una canción tras otra, aplaudiendo rabiosamente al final de cada una. El tiempo pasó tan deprisa que no nos dimos cuenta de que llevábamos casi una hora en la pista hasta que sentimos hambre y sed. Sin parar de reír, exultantes como si en la sala sólo estuviéramos nosotros dos, fuimos a buscar un refrigerio. Ninguno reparó en el grupo de chicos que nos había seguido, capitaneado Por Turner Browne, uno de los fanfarrones del instituto. Era un muchacho de diecisiete años corpulento y cuellicorto, con una abundante mata de pelo moreno y los rasgos muy marcados. Se decía que los orígenes de su familia se remontaban a los que guiaban con pértigas las balsas que habían navegado por el Misisipi décadas antes que los vapores. Los balseros formaban un gremio rudo, violento, y se afirmaba que los Browne habían heredado esa brutalidad. Turner hacía honor a la reputación de su familia, metiéndose en toda trifulca que hubiera en el instituto.
-Oye, Tate -dijo, una vez nos hubimos servido los cuencos de quingombó y sentado a una mesa apartada-. ¿Sabe ya tu madre que te codeas con barriobajeras? Todos los amigos de Turner rieron. Paul se puso rojo. Despacio, se puso de pie.
-Más te vale retirar esas palabras, Turner, y pedir disculpas.
Turner Browne rió.
-¿Qué piensas hacer, Tate, chivarte a tu papá?
Los amigos de Turner rieron otra vez. Yo tiré a Paul de la manga. Estaba congestionado, tan iracundo que casi echaba humo.
-No le hagas caso -dije-. Es demasiado idiota para que te tomes esa molestia.
-Cierra el pico -me mandó Turner-. Yo al menos sé quién es mi padre.
Al oír aquello, Paul se abalanzó sobre su fornido adversario y lo derribó al suelo. Instantáneamente, los amigos de Turner emitieron un aullido y formaron un círculo alrededor de los dos chicos, obstruyendo el paso a cualquier persona que intentara detener la pelea. Turner logró invertir las posiciones y atenazar a Paul sentándose sobre su estómago. Le dio un puñetazo en el pómulo derecho. La piel se hinchó casi al momento. Paul pudo rechazar el siguiente golpe, en el preciso instante en que varios adultos deshacían el corro y le quitaban de encima a su rival. Cuando se puso de pie, le sangraba el labio inferior.
-¿Qué ocurre aquí? -preguntó el señor Lafourche. Era el encargado de la sala.
-Me ha atacado -acusó Turner, con el dedo apuntando hacia Paul.
-Eso no es cierto -dije yo-. El...
-Bien, ya basta -interrumpió el señor Lafourche-. No me interesa saber quién ha sido el causante. No toleraré altercados en mi salón, así que marchaos de aquí. Vamos, Browne. Saca de aquí a tu camarilla antes de que os haga encarcelar a todos.
Sonriendo, Turner Browne se giró y condujo a su tropa de gamberros hacia la salida. Yo humedecí una servilleta y limpié con mucho cuidado el labio de Paul.
-Lo siento -me dijo-. He perdido el control.
-No deberías. Es más grande que tú.
-Me importa un rábano su tamaño. Ese tipo no te insultará en mi presencia -replicó Paul valientemente.
Con el pómulo amoratado e hinchado, me inspiró deseos de llorar. Hasta entonces todo había ido de maravilla; ¡lo habíamos pasado tan bien! ¿Por qué tenía que haber siempre un Turner Browne que lo echara a perder?
-Vámonos -propuse.
-Podemos quedarnos y bailar un rato más.
-No. Hay que tratar esas magulladuras. Grandmére Catherine tiene remedios que las curarán en un santiamén.
-Se llevará un disgusto, y se indignará conmigo porque me he enzarzado en una disputa delante de ti -gimió Paul-. ¡Maldito sea Turner Browne!
-Te equivocas. Estará orgullosa de ti, de la manera en que saliste en mi defensa -dije.
-¿Tú crees?
-Sí -repuse, aunque no estaba muy segura de cómo reaccionaría Grandmére-. De todos modos, si puede darte algo para rebajar un poco la hinchazón, tus padres no se enojarán tanto.
Él asintió con la cabeza, luego rió.
-Estoy horrible, ¿verdad?
-Mejor que si hubieras luchado contra un cocodrilo, supongo.
Los dos soltamos una risotada y abandonamos la sala. Turner Browne y su banda ya se habían ido, imaginé que a atracarse de cerveza y alardear entre ellos, de manera que no hubo más conflictos. La lluvia había arreciado cuando iniciamos el regreso. Paul aparcó lo más cerca que pudo de la casa, y corrimos juntos bajo el paraguas. En el momento en que entramos, Grandmére Catherine apartó la vista de su labor y nos examinó.
-Ha sido ese gallito de Turner Browne, Grandmére. Ha...
La abuela levantó la mano, dejó su asiento y se dirigió a la encimera de la cocina, donde había dispuesto algunas de sus cataplasmas como si hubiera previsto nuestra dramática llegada. Fue sobrecogedor. Incluso Paul se quedó sin habla.
-Siéntate -le dijo Grandmére, señalándole una silla-. En cuanto termine el tratamiento me lo explicaréis todo.
Paul me miró, con los ojos muy abiertos, y se dirigió hacia la silla para que Grandmére Catherine pudiera hacer sus milagros.
4. APRENDIENDO A MENTIR
-Veamos -le dijo Grandmére a Paul-, ahora aguanta este fomento bien apretado contra la mejilla y aplícate el otro sobre el labio.
Le entregó dos gasas calientes que había untado con uno de sus bálsamos secretos. Cuando Paul las cogió, vi que tenía los nudillos de la mano derecha tumefactos y llenos de arañazos.
-Mírale también la mano, Grandmére -solicité.
-No es nada -aseveró Paul-. Habrá sido al rodar por el suelo...
-¿Has rodado por el suelo en el fais dodo? -le interrumpió Grandmére. Él asintió con la cabeza y luego empezó a hablar.
-Estábamos tomando quingombó y...
-Sujeta esto con fuerza.
Con la gasa oprimiendo su boca, Paul apenas podía hablar, así que decidí tomar yo la palabra.
-Ha sido Turner Browne. Nos ha lanzado un insulto detrás de otro para pavonearse con sus amigos.
-¿Qué clase de insultos? -preguntó Grandmére.
-Ya sabes, Grandmére. Los que suele decir un grosero como él.
La abuela me escudriñó un segundo y luego miró a Paul. No era fácil ocultarle algo a Grandmére Catherine. Desde que recuerdo, sabía ver directamente en el corazón y en el alma.
-¿Hizo algún comentario ofensivo sobre tu madre? -me preguntó. Yo bajé los ojos, lo cual equivalía a contestar que sí. Grandmére respiró hondo, con la mano posada en el corazón y asintió con la cabeza-. Nunca lo olvidarán. Se agarran a las miserias del prójimo como el musgo a la madera húmeda. -Volvió a asentir con la cabeza y se separó fatigosamente de nosotros, con la mano todavía sobre el corazón.
Observé a Paul. Su mirada afligida me dijo cuánto lamentaba haber perdido el control. Quiso quitarse la cataplasma del labio para poder expresarlo, pero yo me apresuré a poner mi mano sobre la suya. Me sonrió con los ojos, ya que su boca tenía que estar en línea recta.
-Sostenla donde te ha mandado Grandmére -le reñí. Ella volvió a estudiarnos. Mantuve la mano encima de la de Paul y reí-. Ha sido un valiente, Grandmére. Ya sabes lo grandullón que es Turner Browne, pero Paul no se acobarda ante nadie.
-Esa impresión me da -respondió ella-. Grandpére Jack no era muy distinto, ni tampoco lo es ahora. Ojalá me dieran un centavo por cada vez que tuve que prepararle un ungüento para aliviar las heridas recibidas en una de sus riñas. En una ocasión volvió a casa con el ojo totalmente cerrado, y en otra le arrancaron de un mordisco un pedazo de oreja. Cabría suponer que a partir de aquel día contaría hasta cien antes de liarse en nuevos conflictos, pero no cambió. Cuando repartieron el sentido común, Grandpére fue el último de la fila -concluyó la abuela.
La lluvia que había aporreado el tejado de estaño amainó hasta que sólo oímos un ligero golpeteo, Y e’ viento había disminuido considerablemente. Grandmére abrió los gruesos postigos de madera para dejar que la brisa volviera a fluir por la casa. Hizo una profunda aspiración.
-Me encanta cómo huelen los pantanos después de una buena tormenta. Todo es más fresco, más limpio. Lástima que no haga el mismo efecto en las personas -dijo, y exhaló un profundo suspiro.
Sus ojos seguían estando oscuros, turbados. Nunca su voz me había sonado tan triste y cansada. Un entumecimiento paralizador se adueñó de mí, y durante unos segundos sólo pude escuchar, inmóvil, los latidos de mi corazón. La abuela tuvo un repentino temblor y cruzó los brazos sobre el pecho.
-¿Estás bien, Grandmére?
-¿Cómo? Sí, perfectamente -me contestó, y se dirigió hacia Paul-. Déjame echar un vistazo.
Él retiró las gasas, y Grandmére reconoció su cara. La hinchazón había bajado, pero la mejilla estaba cárdena y el labio inferior negruzco allí donde el puñetazo de Turner Browne había agrietado la piel. Grandmére Catherine terminó su examen, fue hasta la nevera y picó un bloque compacto de hielo para envolverlo en un paño.
-Toma -dijo-, ponte esto en la mejilla y cuando no resistas más el frío aplícatelo a la boca. Ve alternándolo de sitio hasta que se derrita el hielo, ¿entendido?
-Sí, señora -dijo Paul-. Muchas gracias. Siento de veras que haya ocurrido todo esto. Debería haber desoído las impertinencias de Turner Browne.
Grandmére Catherine le traspasó unos instantes con la mirada, y luego relajó su postura.
-Algunas veces no puede uno desentenderse; a veces el mal persevera -declaró-. Pero eso no significa que quiera verte metido en otras pendencias -le advirtió. Él asintió sumisamente con la cabeza.
-Pierda cuidado -prometió.
-Hura -dijo ella-. Ojalá me dieran otro reluciente centavo por cada vez que mi marido me hizo la misma promesa.
-Yo cumpliré la mía -dijo Paul dignamente.
A Grandmére le divirtió la respuesta, y por fin se permitió una sonrisa.
-Ya lo veremos -respondió.
-Es hora de irme -anunció Paul, poniéndose de pie-. Gracias de nuevo, señora Landry.
La abuela hizo una inclinación de cabeza.
-Te acompaño hasta el coche, Paul -dije.
Cuando salimos a la galería vimos que casi había dejado de llover. El cielo estaba aún muy encapotado, pero el resplandor de la bombilla desnuda que iluminaba la galería proyectaba un pálido haz de luz blanca sobre el coche de Paul. Con la compresa de hielo aplastada sobre el pómulo, me cogió de la mano y paseamos por el sendero delante de la casa.
-Me siento fatal por haber arruinado la noche -susurró.
-No la has arruinado tú, sino Turner Browne. Además, antes habíamos bailado como dos peonzas.
-Ha sido genial, ¿no?
-Verás -le dije-, ésta ha sido mi primera cita verdadera.
-¿En serio? Yo creía que había una legión de pretendientes llamando a tu puerta, y que no te dignarías a darme ni siquiera la hora -confesó Paul-. Tuve que armarme de valor, mucho más que el que he necesitado para atacar a Turner, antes de abordarte aquella tarde en el instituto y preguntarte si podía llevar tus libros y acompañarte a casa.
-Lo sé. Noté cómo te temblaban los labios, y lo encontré adorable.
-¿Ah, sí? Entonces seguiré siendo el hombre más tímido que hayas conocido.
-A condición de que esa timidez no te impida besarme de vez en cuando -repuse. Él sonrió, pero hizo una mueca de dolor al estirar el labio-. Pobrecito Paul –dije, y me incliné para darle un beso muy suave en su maltrecha boca. Todavía tenía los ojos cerrados al apartarme. Los abrió de par en par.
-Éste es mi mejor bálsamo, mejor aún que las fórmulas mágicas de tu abuela. Tendré que venir todos los días para completar el tratamiento.
-Te costará un precio -le avisé.
-¿Cuánto?
-Tu cariño inquebrantable.
-Eso ya lo tienes, Ruby -musitó él con los ojos clavados en mí-. Y siempre será igual.
Se aproximó a mí y, despreciando las punzadas del labio, me besó amorosamente.
-Es curioso -dijo, a la vez que abría la puerta del coche-, pero aunque me hayan hecho una cara nueva, ésta ha sido una de las noches más hermosas de mi vida.
-Buenas noches, Paul. No te olvides de usar el hielo tal y como te ha enseñado Grandmére -le aconsejé.
-Conforme. Dale otra vez las gracias de mi parte. Nos veremos mañana -me prometió.
Puso en marcha el motor. Lo miré dar marcha atrás unos metros, y después se despidió con la mano y se internó en la noche. Le estuve mirando hasta que las pequeñas luces rojas traseras del coche fueron tragadas por las sombras. Me giré al fin, arropándome en mis propios brazos, y descubrí a Grandmére Catherine de pie en el borde de la galería mirándome. Me pregunté cuánto rato debía de llevar allí. ¿Por qué esperaba en aquella actitud?
-¿Sucede algo, Grandmére? -le pregunté al acercarme.
Su cara era lastimosa. Estaba pálida, demacrada, como si acabara de ver uno de los espíritus que la requerían para ahuyentar. Su mirada destilaba desolación.
Inundó mi pecho una pesadez funesta, abrumándolo con un dolor anticipado.
-Ven conmigo -dijo-. Tengo que contarte una historia, algo que deberías haber sabido hace tiempo.
Sentí las piernas rígidas como troncos de árbol al subir la escalera y entrar en la casa. El corazón, que había palpitado de dicha tras el último beso de Paul, latió entonces más fuerte, más adentro, resonando en los recovecos de mi alma. No recordaba haber visto jamás tanta nostalgia y tanta congoja en el rostro de Grandmére Catherine. ¿Qué tremendo peso cargaba? ¿Qué horrenda revelación iba a hacerme?
Se sentó y pasó largo tiempo ensimismada, como si se hubiera olvidado de mí. Aguardé, con las manos en el regazo y el corazón en vilo.
-Tu madre tenía una faceta indómita -empezó a hablar finalmente-. Quizá era su herencia Landry, quizá el modo en que se educó, cerca siempre de la vida salvaje. A diferencia de otras niñas de su edad, no sentía miedo por los habitantes del pantano. Igual recogía una cría de serpiente que un ramillete de margaritas.
»En su primera infancia, el abuelo la llevaba consigo a todos los lugares que fuera de los pantanos. Pescaba con él, lo ayudaba en la caza, y gobernaba la piragua desde que fue lo bastante alta para poder manejar la pértiga y hundirla en el fango. Yo pensaba que de mayor sería una especie de marimacho. Sin embargo -añadió, centrando la vista en mí-, el tiempo se encargó de desmentirlo. Tal vez habríamos vivido mejor si hubiera sido menos femenina.
»Creció rápidamente, floreció como una rosa de femineidad antes de hora, y sus ojos morenos, su melena larga, sedosa, exuberante y pelirroja como la tuya, hechizaba por igual a adolescentes y a hombres maduros. Yo creo que incluso fascinaba a las bestias y las aves del pantano. Cuántas veces -dijo, y sonrió al evocarlo- he visto a un halcón espiándola, siguiéndola con sus ojos de cerco amarillento cuando paseaba junto a la orilla del canal.
«Inocente y bella, tu madre ansiaba tocarlo todo, ver, experimentar. Lamentablemente, también era vulnerable a las personas más granadas y astutas, quienes la tentaron a beber en la copa del placer prohibido.
»Cuando cumplió los dieciséis años era muy popular, y todos los chicos de los pantanos la invitaban a salir. Cada uno mendigaba una brizna de atención. La vi menospreciar y atormentar a algunos que penaban febrilmente por una sonrisa, por una cara amable, que se morían porque les dijera una frase esperanzadora siempre que venían a cortejarla.
»Tenía pretendientes que realizaban sus tareas e incluso hacían cola para ayudar a Grandpére Jack, quien, debo decirlo, fue lo bastante deshonesto como para aprovecharse de aquellos pobres infortunados. Sabía que querían granjearse el favor de Gabrielle siendo sus esclavos y los obligaba a trabajar con él más que con sus propios padres. Era una acción claramente criminal por su parte, pero, aunque lo intenté, no se dejó disuadir.
»Sea como fuere, una noche, siete meses después de cumplir los diecisiete, Gabrielle me abordó en esta misma habitación. Estaba sentada en el canapé que ahora ocupas tú. Cuando la miré, no tuve necesidad de oír lo que iba a decirme. Para mí era transparente como el cristal de una ventana. Me dio un vuelco el corazón; contuve el aliento.
»-Mamá -anunció con la voz quebrada-, creo que estoy embarazada.
»Cerré los ojos y me derrumbé en mi asiento. Había ocurrido lo inevitable, lo que yo tanto había temido y presentido se había hecho realidad.
»Como bien sabes, somos católicos; no acudimos a la choza de una carnicera para abortar a nuestros futuros hijos. Pregunté a Gabrielle quién era el padre, y ella sacudió la cabeza y se fue corriendo. Más tarde, cuando Grandpére Jack volvió a casa y se enteró de la noticia, se puso fuera de sí. Le dio una paliza de muerte antes de que yo pudiera aplacarlo, pero logró sacarle quién era el padre. -Grandmére calló y levantó la mirada hacia mí.
¿Eran truenos lo que oía, o la sangre que se agolpaba en mis venas y rugía en mis tímpanos?
-¿Quién era, Grandmére? -pregunté casi sin voz y con la garganta obstruida.
-La había seducido Octavious Tate -repuso ella, y una vez más tuve la sensación de que un trueno había sacudido la casa, sacudido los cimientos mismos de nuestro mundo y resquebrajado las frágiles paredes de mi corazón y de mi alma. No podía hablar, no podía formular la pregunta siguiente; pero Grandmére había decidido que debía saber toda la verdad.
»Grandpére Jack fue a verlo sin dilación. Octavious llevaba casado menos de un año, y su padre aún vivía. En aquella época Grandpére ya era un jugador empedernido. No dejaba pasar una partida de bourré, a pesar de que la mayoría de las veces era el gran derrotado. En una ocasión perdió las botas y tuvo que volver a casa descalzo. En otra, apostó una muela de oro y hubo de permitir que un compañero se la arrancara con unas pinzas. Tan viciado estaba, y está, por el dichoso juego.
»De un modo u otro, Jack consiguió que los Tate le pagaran por silenciar el asunto; y otra condición del trato era que Octavious se quedara con el niño y lo educara como su hijo legítimo. Qué le contó a su nueva mujer y a qué acuerdo llegaron entre ellos es algo que nunca supimos, no era de nuestra incumbencia.
«Mantuve oculto el embarazo de tu madre fajándole el vientre en el séptimo mes, cuando empezó a notarse. Era verano y no tenía que ir al instituto. Procuramos que saliera de casa lo menos posible. Las tres últimas semanas, estuvo siempre encerrada y dijimos a todos los vecinos que había ido a Iberia para visitar a sus primos. »Tras el nacimiento del bebé, un niño muy sano, se lo entregamos a Octavious Tate. Grandpére Jack cobró su dinero y lo dilapidó en menos de una semana, pero el secreto quedó a salvo.
»Y así ha seguido hasta el día de hoy -prosiguió Grandmére Catherine, bajando la cabeza-. Esperaba no tener que decírtelo. Ya sabes lo que hizo tu madre más tarde. No quería que pensaras demasiado mal de ella ni de ti misma.
»Pero no conté con que Paul y tú pudierais llegar a ser más que amigos. Cuando hace un rato os he visto besaros junto al coche -concluyó-, he comprendido que debía explicarte todo esto.
-Entonces, ¿Paul y yo somos hermanastros? -pregunté balbuceante. Ella asintió con la cabeza-. Pero él no puede conocer la verdad, ¿no?
-Como te he dicho antes, ignoramos qué resoluciones tomaron los Tate.
Enterré la cara entre las manos. Las lágrimas que abrasaban mis párpados parecían verterse también hacia adentro, socavando mi estómago y, paradójicamente, dejándolo duro y glacial. Tirité y empecé a balancearme.
-¡Dios mío, qué horror! -me lamenté una y otra vez.
-¿Entiendes bien por qué tenía que decírtelo, mi querida Ruby? -preguntó Grandmére. Sentí cuánto la trastornaba hacerme aquella revelación, cuánto sufría al verme tan dolida. Hice un rápido asentimiento con la cabeza-. Debes impedir que vuestras relaciones progresen, pero no te corresponde a ti comunicarle lo que te acabo de explicar. Eso es algo que depende exclusivamente de su padre.
-Lo destrozará -dije con un movimiento de cabeza-. Le partirá el corazón, de igual modo que ha roto el mío.
-Pues no se lo cuentes, Ruby -me instó Grandmére Catherine-. Limítate a cortar vuestro idilio.
-¿Cómo voy a hacerlo, Grandmére? Nos gustamos tanto, Paul es tan dulce, tan galante...
-Dale a entender que no es así como le quieres, Ruby. Deja que se vaya y pronto encontrará otra pareja. Es un chico muy apuesto. Además, si no lo haces, sus padres lo atosigarán cada día más, especialmente Octavious, y lo único que conseguirás será desunir a los Tate.
-Su padre es un monstruo, un auténtico monstruo. ¿Cómo pudo comportarse así en su primer año de matrimonio? -pregunté, dejando por un momento que la cólera se impusiera a la pena.
-No seré yo quien lo disculpe. Era ya un hombre adulto y Gabrielle tan sólo una muchachita sugestionable, aunque tan bonita que no es de extrañar que los cautivara a todos. El diablo, ese espíritu malévolo que habita siempre en las sombras, rondó día tras día a Octavious Tate, hasta que encontró una entrada en su corazón y lo empujó a seducir a tu madre.
-Paul lo odiará, aborrecerá a su propio padre si lo averigua -dije con vehemencia.
-¿Es eso lo que deseas, Ruby? ¿Quieres ser tú quien siembre la hostilidad en su ánimo y lo induzca a despreciar a su padre? -me preguntó gentilmente-. ¿Y qué sentirá Luego Paul por la mujer que él cree su madre? ¿Qué harás con esa relación?
-¡Oh, Grandmére! -suspiré, y me levanté del sofá para lanzarme a sus pies. Me abracé a sus piernas y sepulté la cara en su regazo. Ella me acarició el cabello con ternura.
-Vamos, mi niña, cálmate. Superarás este trance. Todavía eres muy joven, tienes todo el futuro por delante. Estoy segura de que te convertirás en una gran pintora y vivirás como una emperatriz. -Puso la mano debajo de mi barbilla y me levantó la cabeza para mirarme a los ojos-. ¿Comprendes ahora por qué mi mayor sueño es que salgas de los pantanos?
-Sí -contesté con el rostro bañado en lágrimas-. Pero nunca pienso abandonarte, Grandmére.
-Algún día tendrás que dejarme, Ruby. Es ley de vida. Y cuando llegue ese día, no vaciles. Haz lo que tengas que hacer. Prométeme que así será. Prométemelo -me urgió. La vi tan ansiosa, que tuve que claudicar.
-Descuida, lo haré.
-Bien-dijo Grandmére-. Espléndido.
Se apoyó en el respaldo de su asiento, tan agotada como si hubiera envejecido un año por cada minuto transcurrido. Froté mis ojos llorosos y me puse de pie.
-¿Te apetece beber algo, Grandmére? ¿Quizá un vaso de limonada?
-Sólo agua fresca -me respondió con una sonrisa. Me dio una palmadita en la mano-. Lo siento mucho, tesoro mío -añadió.
Tragué saliva y me incliné para besarla en la mejilla.
-No es culpa tuya, Grandmére. Nada tienes que reprocharte.
Volvió a sonreírme con dulzura. Fui a buscarle el vaso de agua y la observé bebérselo. Parecía que le doliera hacerlo, pero lo apuró hasta el final y se levantó.
-De repente estoy desfallecida -dijo-. Necesito acostarme.
-Sí, Grandmére. Yo no tardaré en seguirte.
Cuando dejó la estancia, fui hasta la puerta y contemplé el lugar donde Paul y yo nos habíamos despedido.
Entonces no lo sabíamos, pero aquélla había sido la última vez que nos besábamos, la última que sentíamos el corazón del otro palpitar y exaltarse con el mutuo contacto. Cerré la puerta y me encaminé hacia la escalera, tan alicaída como si acabara de morir alguien a quien conociera y quisiera fervientemente. Y así era en un sentido muy real, puesto que el Paul Tate a quien conocía y amaba se había desvanecido, y la Ruby Landry a quien él había besado con tanto fuego tampoco existía ya. El pecado que dio la vida a Paul había elevado su odiosa cabeza para arrebatarme su amor. Me aterraban los días venideros.
Aquella noche me revolví, salté y me desperté muchas veces en pleno sueño. Notaba el estómago más tirante que un puño cerrado. Deseé que el día anterior hubiera sido sólo una pesadilla, pero no pude conjurar los ojos negros y tristes de Grandmére Catherine. La imagen de su rostro se perfilaba bajo mis párpados, respaldando su relato, recordando y confirmando que todo lo dicho había sucedido y todo lo que había descubierto era la pura realidad.
No creo que Grandmére durmiera mucho mejor que yo, pese a lo exhausta que estaba cuando se fue a la cama. Por primera vez en muchos años, a la mañana siguiente se levantó y se vistió sólo unos minutos antes que yo. La oí andar cansinamente cerca de mi alcoba, y al abrir la puerta vi que iba en dirección de la cocina. Bajé enseguida para ayudarla a preparar el desayuno. Aunque el temporal de la víspera había pasado, todavía surcaban el cielo de Luisiana unos estratos de nubes finas, grises, que creaban un ambiente tan melancólico como me sentía por dentro. Hasta los pájaros parecían haberse contagiado, apenas trinaban y se llamaban entre ellos. Se diría que los pantanos se condolían por Paul y por mí.
-Se supone que una traiteur debería ser capaz de aliviar su propia artritis -gruñó Grandmére-. Me duelen todas las articulaciones, y mis recetas médicas no hacen el menor efecto.
Grandmére no era una mujer dada a exteriorizar sus propios males. La había visto caminar kilómetros bajo la lluvia para ayudar al prójimo sin emitir una sola sílaba de protesta. Fuera cual fuese la enfermedad o el revés que padeciera, siempre recalcaba que había otros mucho más desventurados.
-No se tira la patata, porque aparezcan en la senda colinas y valles -me decía, una máxima cajún cuyo significado era que no debía uno rendirse-. Soportas el embate, cargas con el exceso de equipaje y sigues adelante.
Yo sabía que ella siempre había intentado predicarme con el ejemplo, de manera que intuía cuánto debía de estar sufriendo para protestar en mi presencia aquella mañana.
-¿Por qué no nos tomamos un día de descanso en el puesto de carretera, Grandmére? -sugerí-. Tenemos el dinero de mis acuarelas y...
-No -fue su respuesta-. Prefiero mantenerme activa, y además hay que estar al pie del cañón mientras queden turistas en los pantanos. Ya sabes que luego pasamos semanas e incluso meses sin que alguien se acerque a comprar nuestros productos, y en esos períodos se hace muy penoso reunir cuatro cuartos para poder sobrevivir.
No lo dije, porque era consciente de que ella se habría sulfurado, pero ¿por qué Grandpére Jack no se ocupaba un poco más de nosotras? ¿Por qué consentíamos en que se recreara en aquella desidia de pordiosero? Era un hombre cajún, y como tal debía asumir la responsabilidad de su familia, aunque Grandmére no se mostrara satisfecha con él. Tomé la decisión de visitarlo aquel mismo día en su choza para decirle lo que pensaba.
En cuanto terminamos de desayunar, empecé a montar el puesto como de costumbre mientras Grandmére preparaba el quingombó. Le vi la cara desencajada al cocinar y después, cuando sacó las cosas, así que corrí a buscarle una silla lo más deprisa que pude. Pese a lo que me había dicho, ansié que lloviera para que el mal tiempo nos obligara a recluirnos en casa y la abuela pudiera descansar. Pero no llovió y, tal como ella había vaticinado, no nos faltó clientela.
Hacia las once se presentó Paul en su motocicleta. Grandmére y yo intercambiamos una rápida mirada, pero no me hizo otra recomendación.
-Buenos días, señora Landry -saludó Paul-. Tengo la mejilla prácticamente curada y el labio ya no me molesta -le dijo. Las contusiones habían disminuido visiblemente. Sólo subsistía una zona rosada en el pómulo-. Gracias por su ayuda.
-De nada -contestó Grandmére-, pero no olvides tu promesa.
-Por supuesto que no. -Paul se echó a reír y me miró-. Hola.
-Hola -dije en tono esquivo, y desdoblé una de las mantas para que quedara más llamativa en el estante-. ¿Cómo es que no estás en la conservera? -pregunté.
Paul se arrimó a mí para que Grandmére no lo oyera.
-Anoche me las tuve con mi padre. Ya no trabajo en su fábrica y no puedo usar su coche hasta nueva orden, que quizá nunca llegue, a menos...
-A menos que dejes de salir conmigo -terminé por él, y le hice frente. La expresión de sus ojos me corroboró que tenía razón.
-No me importa lo que diga -declaró con convicción-. Y tampoco necesito su coche. Compré la motocicleta con mi dinero, así que nadie va a requisármela. Lo único que me interesa es poder plantarme aquí en dos minutos para verte. Lo demás que se vaya al infierno.
-No hables así, Paul. No dejaré que destruyas a tus padres y a ti mismo. Ahora puede que no, pero dentro de unas semanas, meses o quizá años te arrepentirás de haber reñido con ellos -dije muy terminante. Incluso yo percibía la nueva frialdad en mi voz. Deploraba que fuera así, pero tenía que hacerlo. Tenía que hallar la manera de poner fin a un sueño imposible.
-¿Cómo dices? -Paul sonrió con asombro-. Ya sabes que sólo anhelo estar a tu lado, Ruby. Tendrán que adaptarse si no quieren perderme para siempre. Ellos son los culpables de este distanciamiento. Son egoístas, engreídos y...
-No lo son, Paul -le rebatí. Su rostro se contrajo por la confusión-. Es muy natural que deseen lo mejor para ti.
-Ya hemos discutido esa cuestión, Ruby. Te dije el otro día que tú eres lo mejor para mí -insistió.
Rehuí su mirada. No podía enfrentarme a él cuando le diera la réplica. En aquel momento no teníamos clientes, así que me alejé del puesto y Paul siguió mis pasos, tan pegado y tan mudo como si fuera mi sombra.
Me detuve en uno de los largos bancos de ciprés y me senté mirando al pantano.
-¿Qué es lo que te pasa? -me preguntó Paul intrigado.
-He reflexionado -dije-. No estoy muy segura de que tú seas lo mejor para mí.
-¿Cómo?
Lejos, en el pantano, posada en la rama de un alto sicómoro, una lechuza sabia nos espiaba como si pudiera escucharnos y comprender nuestras palabras. Estaba tan quieta que parecía un animal disecado.
-Ayer, después de que te fueras, hice un análisis de » situación. Sé que en los pantanos hay muchas chicas de mi edad o algo mayores que ya están casadas. Incluso las hay más jóvenes; pero yo no me conformo con encontrar un marido y vivir aquí felizmente por siempre jamás. Tengo otras aspiraciones, quiero llegar más lejos. Quiero ser pintora.
-Me parece muy bien. Yo nunca me interpondría. : Al contrario, te apoyaría en...
-Una pintora, una auténtica artista, tiene que vivir un montón de experiencias. Tiene que viajar, que conocer a gentes diversas, que ampliar sus perspectivas -dije, girándome hacia él. Le vi apocado, empequeñecido por mis argumentos.
-¿Qué intentas decirme? -inquirió.
-Que no deberíamos tomarnos lo nuestro tan en serio -repuse.
-Pero yo creía que... -Paul meneó la cabeza-. Todo esto ocurre porque anoche me porté como un idiota, ¿verdad? Tu abuela se ha disgustado conmigo.
-En absoluto. Sencillamente, lo de ayer me hizo pensar.
-Ha sido culpa mía -se empeñó Paul.
-Aquí no hay culpable. O al menos no eres tú -añadí, recordando las confidencias de Grandmére-. Así es la vida.
-¿Qué quieres que haga?
-Pues... lo mismo que voy a hacer yo. Relaciónate con más gente.
-O sea, que hay otro -dedujo él-. Es increíble. ¿Cómo pudiste ser tan cariñosa conmigo ayer, y los días y noches anteriores, si te gusta otro chico?
-No hay otro chico -murmuré.
-Lo hay -insistió Paul.
Clavé mis ojos en él. La rabia había sucedido prontamente al pesar. La tibieza de sus ojos se había evaporado, y la furia ocupó su lugar. Levantó los hombros y su cara se enrojeció más que la mejilla magullada. Los labios palidecieron en las comisuras. Se diría que iba a vomitar fuego, como los dragones. Me horrorizaba lo que le estaba haciendo. Habría querido que me tragara la tierra.
-Mi padre me advirtió que era un imbécil al entregar mi corazón y mi confianza a alguien como tú, a...
-A una Landry -apunté con desazón.
-Exacto, a una Landry. Me dijo que las manzanas podridas nunca caen lejos del árbol.
Bajé la cabeza. Pensé en mi madre dejándose utilizar por el padre de Paul para satisfacer su lujuria, y en cómo Grandpére Jack se había preocupado más de sacar dinero que de los sentimientos de su hija.
-Tenía razón.
-No te creo -replicó Paul.
Cuando volví a mirarlo vi las lágrimas que anegaban sus ojos, lágrimas de dolor y de ira que envenenarían su mente contra mí. Deseé con todas mis fuerzas arrojarme a sus brazos y poner término a aquel suplicio, pero la realidad me coartaba y amordazaba.
-Tú no quieres ser pintora; quieres ser puta.
-¡Paul!
-Sí, una puta. Adelante, acuéstate con tantos hombres como gustes. No pienso inmutarme. Tengo que estar loco para haber malgastado así mi tiempo con una Landry -concluyó.
Se marchó como un vendaval, levantando en su huida la hierba con las botas. Yo hundí el mentón en el pecho, y mi cuerpo se desplomó en el banco de troncos. Donde había estado mi corazón, sólo había una cavidad hueca. Ni siquiera podía llorar. Era como si todo lo que había en mí, todas las partes de mi organismo, súbitamente se hubieran anquilosado, congelado, vuelto más frías que una roca. El motor de la motocicleta de Paul trepidó dentro de mis venas. La vieja lechuza desplegó sus alas y pateó nerviosamente la rama, pero no echó a volar. Permaneció en su atalaya, vigilándome en ese momento con ojos acusadores.
Una vez Paul hubo dejado la casa, me puse de pie. Me flaqueaban las piernas, pero pude regresar al trabajo en el momento justo en que llegaba una remesa de turistas. Era un grupo de personas jóvenes, ruidosas, llenas de alegría y diversión. A los hombres les chiflaron los lagartos y las culebras conservadas en alcohol, y compraron cuatro frascos. Las mujeres se decantaron por las toallas y los pañuelos artesanales de Grandmére. Después de adquirir cuanto querían y de cargar el coche, uno de ellos se acercó cámara en mano.
-¿Les molesta que les saque unas fotografías? -preguntó-. Les daré un dólar a cada una.
-No tiene que pagar para fotografiarnos –respondió Grandmére.
-¡Oh, sí que tiene que pagar! -dije. Grandmére Catherine enarcó las cejas con perplejidad.
-De acuerdo -se avino el hombre, y rebuscó en su bolsillo hasta extraer los dos dólares. Los recogí sin pérdida de tiempo-. Sonría, por favor -me pidió. Me esforcé en complacerlo, y apretó el disparador-. Gracias -dijo, y subió al coche.
-¿Por qué le has aceptado los dos dólares, Ruby? Nunca habíamos cobrado a los turistas por una simple instantánea -afirmó la abuela.
-Porque el mundo es un pozo de cuitas y sinsabores, Grandmére, y desde hoy pienso hacer todo lo que pueda para que nos vaya un poco mejor.
Ella fijó en mí unos ojos meditabundos.
-Quiero que madures, pero no que lo hagas con el corazón endurecido -dijo.
-Un corazón débil está más expuesto a que lo conmuevan y lo desgarren, Grandmére. No acabaré como mi madre. ¡Jamás! -vociferé aunque, a pesar de mi postura inexpugnable, noté que mi nueva coraza empezaba a tambalearse.
-¿Qué le has dicho a Paul Tate? -me preguntó Grandmére-. ¿Qué le has contado para que saliera despavorido?
-Tal y como me mandaste, no le he revelado la verdad, pero he roto con él -balbuceé entre lágrimas-. Ahora me odia.
-Lo siento de veras, Ruby.
-¡Me odia! -repetí. Giré sobre mis talones y eché a correr.
-¡Ruby, vuelve!
No obedecí. Me alejé en una carrera desenfrenada por las tierras del pantano, dejando que las zarzas se enredaran en mi ropa y rasgaran la tela, mis piernas y mis brazos. Era insensible al dolor; desoí el ahogo del pecho y no hice caso de los charcos y los fangales en los que caía constantemente. Pero, al cabo de un rato, la tensión muscular en las piernas y los pinchazos que sentía en el costado me obligaron a aminorar la marcha, y hube de caminar más despacio por el largo tramo de tierra pantanosa que corría paralelo al canal. Me pesaban los hombros con mis incontenibles sollozos. Anduve sin rumbo, bordeando las cupulillas de hierba seca que albergaban a las ratas almizcleras y a las nutrias, evitando las pequeñas calas donde nadaban las culebras verdes. Fatigada y asfixiada en un mar de emociones, por fin me paré a respirar, con las manos en las caderas y el pecho agitado como si tuviera un fuelle.
Unos momentos más tarde mis ojos se detuvieron en una agrupación de pequeños sicómoros. Al principio, debido a su color y tamaño, no lo distinguí; pero gradualmente cobró forma en mi campo visual, casi como una aparición. Era un ciervo, y me observaba con curiosidad. Tenía los ojos grandes, bonitos, pero lánguidos, y estaba tan inmóvil que parecía una estatua.
De repente oí una fuerte detonación, el disparo de un rifle de gran calibre surgido de entre las vecinas aguas, y el ciervo dobló las rodillas. Vaciló unos segundos en un esfuerzo desesperado por mantenerse de pie, Pero en su cuello se formó un rojizo círculo de sangre que fue creciendo a medida que manaba. El animal Sucumbió casi al instante, y oí unos gritos de júbilo. Una piragua asomó tras la pared de musgo donde se había agazapado, ocupada por dos desconocidos en la proa y Grandpére Jack remando detrás. Se había contratado con unos turistas y los llevaba de caza. Mientras la barquichuela atravesaba la laguna hacia la pieza muerta, uno de los cazadores entregó al otro una botella de whisky y bebieron para celebrar su éxito. Grandpére ojeó la botella y cesó en su quehacer hasta que le dieron un trago.
Retrocedí sigilosa, andando sobre mis propias huellas. Pensé que, en efecto, el pantano era un lugar fantástico, poblado por magníficas e interesantes especies animales, con una vegetación fascinadora, unas veces misterioso y tranquilo y otras escenario de una sublime sinfonía de la naturaleza en la que sus ranas croaban, sus pájaros gorjeaban y sus caimanes golpeaban el agua con sus colas. Pero también podía ser frío, inhóspito, un paraje de muerte y de peligros con sus serpientes y arañas venenosas, las arenas movedizas y un fango succionador que se adhería a la piel y atraía al viajero» desprevenido hacia su lóbrega hondura. Era un mundo en el que imperaba la ley de la fuerza, y al que los hombres acudían para ejercitar su poder sobre lo natural.
Me dije que, aquel día, el pantano era como cualquier otro rincón del mundo, y que detestaba habitar en él.
A la hora en que regresé, el chaparrón había empezado y Grandmére Catherine estaba poniendo a cubierto nuestros objetos de artesanía. La ayudé a recoger lo que quedaba. La lluvia arreciaba cada vez más, así que tuvimos que apresurarnos al máximo y no nos quedó tiempo para hablar hasta que lo hubimos guardado todo en sitio seguro. Acto seguido, Grandmére fue a buscar unas toallas con las que nos secamos el cabello y la_ cara. La lluvia repiqueteaba en el tejado y el viento azotaba los pantanos. Hicimos la ronda de la casa a fin de ajustar los postigos.
-¡Es un auténtico huracán! -exclamó Grandmére.
Oíamos ulular sus ráfagas en las grietas de los muros, y vimos cómo la escoba de la galería y todo cuanto era ligero y no estaba sujeto era zarandeado, barrido y transportado por el aire sobre la hierba o la calzada. El mundo exterior se ennegreció. Retumbó el trueno y los relámpagos hendieron el cielo. Las cisternas se desbordaron al colmarlas los ríos de lluvia que se precipitaban desde el tejado. Las gotas eran tan gruesas y compactas, que rebotaban contra los escalones o en las piedras del camino. Hubo instantes en los que pareció que el tejado de estaño fuera a venirse abajo. Se diría que habíamos caído dentro de un tambor. Por fin la tempestad remitió, y tan súbitamente como había culminado en un diluvio se redujo a una fina llovizna. El cielo se aclaró y, minutos más tarde, un rayo de sol se filtró entre las fisuras de la masa nubosa y proyectó una cálida luminosidad sobre nuestra casa. Grandmére Catherine lanzó un gran suspiro de alivio.
-Nunca me acostumbraré a estos chaparrones repentinos -dijo-. Cuando era niña pequeña me escondía debajo de la cama.
Yo sonreí y repuse:
-No puedo imaginarte como una niña, Grandmére.
-Pues lo fui, querida mía. No nací vieja, con los huesos crujiendo cada vez que doy un paso. -Apretó la mano contra la curva de la espalda y se enderezó-. Voy a hacerme una taza de té. Necesito sentir algo caliente en el estómago. ¿Te apetece?
-Sí, Grandmére -contesté. Me senté a la mesa de la cocina mientras ella ponía el agua en el fuego-. Grandpére Jack vuelve a hacer de guía para cazadores. Acabo de verlo en el pantano con un par de hombres. Han matado a un ciervo.
-Era uno de los mejores -declaró Grandmére-. Los criollos ricos siempre estaban detrás de él cuando venían a cazar, y ninguno se marchaba con las manos vacías.
-Era un ejemplar precioso, Grandmére. -Ella asintió con la cabeza.
-Y lo peor es que no les interesa la carne; lo único que quieren es ganar su trofeo.
Grandmére Catherine enmudeció y me estudió unos instantes.
-¿Qué le has dicho a Paul? -preguntó finalmente.
-Que no debemos estar sólo el uno con el otro, que salgamos con otras personas. He argumentado que, como pintora en ciernes, quería conocer a gente distinta. Pero no me ha creído. No soy una buena embustera, Grandmére -me lamenté.
-Eso no es un defecto.
-Sí que lo es -repliqué-. Vivimos en un mundo construido sobre mentiras, mentiras y engaños. Los triunfadores y los fuertes son quienes mejor mienten.
Grandmére Catherine asintió tristemente con la cabeza.
-Ahora lo crees así, mi pequeña Ruby, pero no te refugies en el flaco consuelo de odiar a todo bicho viviente. Las personas que tú llamas triunfadoras y fuertes quizá aparenten serlo, pero no viven felices, porque hay una parte sórdida en sus corazones que no pueden desterrar y que les corroe el alma. En el fondo están aterrorizadas; saben que jamás podrán librarse de esa sordidez.
-Tú has visto mucha maldad y mucho sufrimiento, Grandmére -dije-. ¿Cómo puedes tener aún esperanzas?
Ella suspiró y esbozó una sonrisa.
-Porque es justamente al abandonar la esperanza cuando toda esa negatividad se adueña de ti, y entonces ¿qué queda? Nunca pierdas la fe, Ruby. Lucha para que no te domine el desánimo -me aconsejó-. Sé cuan dolida te sientes ahora y lo mal que lo pasa el pobre Paul, pero, igual que la súbita tormenta de hace un rato, el pesar terminará y el sol volverá a brillar para ambos.
»Siempre soñé -continuó, tomando asiento a mi lado y acariciándome el pelo- que tú tendrías un casamiento mágico, el mismo que se describe en la leyenda cajún de las arañas. ¿Recuerdas? Un francés rico importó a estos animales para los esponsales de su hija y los soltó por robles y pinos, donde tejieron un palio con sus telas. El hombre esparció sobre ellas polvo de oro y de plata, e iniciaron el cortejo nupcial a la luz de las velas. La noche rutilaba a su alrededor, prometiéndoles una vida de amor y prosperidad.
»Algún día te casarás con un hombre guapo que también a ti te parecerá un príncipe, y celebrarás tu boda entre las estrellas -prometió Grandmére.
Me dio un beso, y le eché las manos al cuello para ocultar la cabeza en su mullido hombro. Lloré a lágrima viva, mientras ella me mimaba e intentaba reconfortarme.
-Desahógate, cariño mío -dijo-. Como las lluvias de verano se transforman en días de sol, tu llanto se hará alegría.
-¡Oh, Grandmére! No sé si podré conseguirlo -gemí.
-Claro que podrás -me respondió. Alzó mi barbilla y escudriñó mis ojos con los suyos, aquellos globos oscuros e hipnotizadores que habían visto espíritus maléficos e imágenes del futuro-. Podrás y lo harás -predijo.
La tetera silbó. Grandmére enjugó mis lágrimas, volvió a besarme y fue a servir el té.
Aquella noche, en mi habitación, me senté junto a la ventana, admiré el despejado cielo y me pregunté si se cumplirían los augurios de Grandmére Catherine; me pregunté si tendría una boda en las estrellas. El esplendor de oro y plata danzaba bajo mis párpados cuando recliné la cabeza en la almohada, pero un momento antes de dormirme vi una vez más la cara herida de Paul, y vi también cómo el ciervo abatido del pantano abría la boca para exhalar un alarido inaudible al caer al suelo.
5. LA NIÑA MISTERIOSA
Las semanas previas al verano y al fin del curso escolar tardaron siglos en transcurrir. Temía cada día de clase, porque sabía que en un momento u otro vería a Paul, o él a mí. Durante los días que siguieron a nuestra terrible conversación continuó mirándome furibundamente siempre que coincidíamos. Sus ojos azules, transparentes y plácidos, que tantas veces me habían contemplado con amor eran graníticos, llenos de desdén y de despecho. La segunda mañana que nos cruzamos en el pasillo intenté hablar con él.
-Paul -le dije-, me gustaría hablar contigo para...
Siguió su camino como si no me hubiera visto ni oído. Yo sólo quería que supiera que no salía con otro chico. Me sentía fatal, y pasé el resto del día con el corazón como un bloque de plomo.
El tiempo no curaba mis heridas y, cuanto más se prolongaban aquellos silencios, más gélido y más arisco encontré a Paul. Me habría gustado correr hasta él y espetarle la verdad a quemarropa para que comprendiera por qué le había dicho todas aquellas cosas en mi casa, pero cada vez que resolvía hacerlo revivía en mi memoria las solemnes palabras de Grandmére Catherine:
«¿Quieres ser tú quien siembre la hostilidad en su ánimo y lo induzca a despreciar a su padre?» La abuela tenía razón. A la larga todavía me odiaría más. Tuve pues los labios sellados y la verdad sepultada en un océano de lágrimas secretas.
Hubo momentos en los que me solivianté interiormente contra Grandmére o contra Grandpére Jack por no haberse sincerado conmigo y envolver la historia de mi familia en un misterio impenetrable, un misterio que a mi edad ya no tenía razón de ser. En ese momento yo los imitaba al ocultarle la verdad a Paul, pero nada podía hacer al respecto. Y lo peor de todo era que debía cruzarme de brazos y ver cómo se enamoraba de otra. Siempre supe que Suzzette Daisy, una compañera de clase, tenía locura por Paul. No tardó mucho en acosarlo, pero, irónicamente, cuando él empezó a dejarse querer y pasar más tiempo a su lado, me sentí aliviada. Pensé que así encauzaría más sus energías a hacerle la corte que renegar contra mí. Desde un rincón discreto observé cómo se sentaban juntos a la hora de comer, y pronto anduvieron con las manos enlazadas por los pasillos del instituto. Naturalmente, una parte de mí estaba celosa, se rebelaba ante la injusticia que aquello suponía, y lloré más de una vez al verlos reír y cuchichear. Luego me enteré de que Paul le había regalado el anillo distintivo del curso, que ella lucía muy ufana colgado de una cadena de oro, y pasé una noche entera empapando la almohada con mis saladas lágrimas.
La mayoría de las chicas que me habían envidiado por el afecto que Paul sentía por mí, se regodeaban. Marianne Bruster incluso se encaró conmigo en el vestuario femenino una tarde de junio.
-Confío en que ahora que te ha deshancado Suzzette Daisy ya no te las darás de importante -atacó.
Las otras compañeras rieron y esperaron mi respuesta.
-Nunca me he considerado importante, Marianne -dije-. Pero gracias por creerlo tú.
Durante unos segundos se quedó muda. Abrió y cerró la boca sin emitir sonido alguno. Pero, cuando pasaba junto a ella, de pronto se volvió hacia mí. Con el ímpetu el pelo le tapó la cara, así que lo echó atrás y luego hizo un movimiento circular para desplegarlo en abanico, a la vez que me dedicaba una mueca sarcástica.
-Es típico de ti -dijo con los brazos en jarras y una oscilación de cabeza-. Te encanta hacerte la listilla. No sé a qué vienen esos aires de superioridad -continuó, fortaleciendo su rabia y su frustración-. No eres mejor que el resto de nosotras.
-No pretendo serlo, Marianne.
-En todo caso, eres peor. Eres una hija bastarda, ¡para que te enteres! -me acusó. Las otras la respaldaron. Envalentonada, Marianne me agarró por el brazo y siguió zahiriéndome-. Por fin Paul Tate ha demostrado tener sentido común. A él le corresponde una chica como Suzzette, no una cajún de baja estofa y menos aún una Landry.
Me liberé de un brusco tirón y traté de secarme las lágrimas mientras huía del vestuario. Era verdad: todo el mundo opinaba que Paul y Suzzette pertenecían a la misma clase y formaban la pareja perfecta. Ella era una linda muchacha de largos cabellos castaño claro y augustas facciones, pero, mucho más relevante aún, su padre era un magnate del petróleo. Estaba segura de que la familia de Paul no cabía en sí de gozo con su nueva elección. Ya no tendrían problemas para prestarle el coche para que pudiera acompañar a su novia al baile.
Sin embargo, a pesar de su aparente felicidad con Suzzette, no dejé de detectar en los ojos de Paul una mirada anhelante cuando nos tropezábamos casualmente, sobre todo en la iglesia. Iniciar una segunda relación amorosa y el paso paulatino del tiempo habían producido su efecto apaciguador. Incluso le vi predispuesto a hablarme; pero cada vez que avanzaba en esa dirección había algo que se lo impedía y le hacía dar media vuelta.
Al fin, afortunadamente, terminó el curso y con él mi contacto diario con Paul. Fuera del instituto vivíamos en dos mundos diferentes. No tenía por qué cruzarse en mi camino. Desde luego lo veía en misa todos los domingos, pero, al ir en compañía de sus padres y sus hermanas, ponía un empeño especial en no mirar hacia mí. Ocasionalmente oía un ronroneo similar al de su motocicleta y salía corriendo a la puerta, muy emocionada y con la esperanza de que le vería enfilar la senda de casa que tanto había frecuentado en el pasado. Pero el ruido procedía o bien de otro motorista, o bien de algún viejo coche que pasaba.
Aquéllos fueron mis días tenebrosos, días en los que estaba tan hundida y tan laxa que cada mañana era una odisea levantarme de la cama. Y aún los hacía más arduos la intensidad con que el calor y el bochorno asolaron los pantanos en particular. Las temperaturas rozaban los 39 grados, con unas cotas de humedad de casi un ciento por ciento. Reinaba en los pantanos el silencio, la calma chicha, sin una mínima brizna de viento que ascendiera desde el golfo para darnos algún alivio.
La canícula se ensañó de manera especial con Grandmére Catherine. Más que cualquier otro año, la oprimía la abrumadora densidad de la atmósfera. Odiaba que tuviera que recorrer largas distancias a pie para tratar una mordedura de araña o una fuerte jaqueca. Por lo regular volvía exhausta, deshidratada, con el vestido mojado, el cabello apelmazado en la frente y las mejillas de color remolacha; pero sus excursiones y trabajos se traducían en unos pequeños ingresos u obsequios en especies, y con el negocio turístico en práctica bancarrota durante los meses de estío, no quedaban muchas alternativas.
Grandpére Jack no nos sirvió de ayuda. Cortó incluso sus aportaciones esporádicas. Alguien me comentó que estaba cazando caimanes con unos hombres de Nueva Orleans que proyectaban vender las pieles para fabricar bolsos, carteras y lo que quiera que los habitantes de la ciudad hicieran con las criaturas del pantano. Apenas lo vi, pero casi siempre que le ponía los ojos encima flotaba a la deriva de su canoa o en la barca a motor bebiendo sidra, whisky y otros licores de confección casera, muy satisfecho por haber convertido el dinero ganado a costa de los caimanes en una botella o una jarra.
Una tarde, Grandmére Catherine volvió de una misión curativa más cansada que nunca. Apenas podía hablar. Tuve que correr para ayudarla a subir la escalera. Prácticamente se derrumbó en la cama.
-Grandmére, te tiemblan las piernas -constaté al quitarle los mocasines. Tenía los pies llagados e hinchados, en particular los tobillos.
-Me pondré buena -me dijo-. Me pondré buena. Sólo quiero que me traigas un paño frío para la frente, Ruby, cariño.
Me apresuré a hacerlo.
-Ahora me quedaré un rato tendida hasta que baje el ritmo cardíaco -me anunció con una sonrisa forzada.
-Grandmére, no puedes seguir haciendo esas caminatas. El calor es asfixiante y tú eres ya demasiado mayor.
Negó con la cabeza.
-Debo continuar mi tarea. Para eso el Señor me ha puesto aquí.
Aguardé a que se durmiera, la dejé sola y fui en la piragua a la choza de Grandpére Jack. Toda la tristeza y la añoranza que había sufrido el último mes y medio se convirtieron en ira y furia dirigidas contra Grandpére. Sabía lo dura que era para nosotras la estación estival. Decidí que, en vez de beberse el dinero que le sobraba cada semana, debía pensar en su familia y dejarse ver más a menudo. También decidí no discutir mi punto de vista con Grandmére Catherine, porque no querría darme la razón y me prohibiría que le pidiera un centavo. El pantano era diferente en verano. Además de la proliferación de los caimanes que habían hibernado con las reservas almacenadas en la cola, había centenares de serpientes, ejércitos de ofidios ensortijados entre sí o deslizándose por el agua como hilos verdes y pardos. Naturalmente, medraban las nubes de mosquitos y otros parásitos, los coros de gordas ranas toro, con sus ojos saltones y cuellos espasmódicos, croando a todas horas, y las familias de escurridizas nutrias y ratas almizcleras que trajinaban en un perenne frenesí, deteniéndose tan sólo para vigilarme con recelo. Los animales renovaban continuamente el aspecto de los pantanos; sus habitáculos creaban protuberancias que antes no existían, sus redes unían plantas y ramas arbóreas. Infundían vida al paisaje, como si el pantano mismo fuera una enorme bestia que se formaba y reformaba en cada cambio de estación.
Sabía que a Grandmére Catherine le habría inquietado mucho que me adentrara sola en el pantano a aquella hora tan tardía, además de exasperarse porque iba a ver a Grandpére Jack. Pero mi cólera había alcanzado su punto culminante y me había impulsado a salir de casa, vadear el pantano y remar en la piragua a más velocidad que nunca. Al poco rato, doblé un meandro y vi enfrente mismo la choza de Grandpére. No obstante, al aproximarme aminoré la marcha, porque la barabúnda que surgía de ella era aterradora.
Oí estruendo de sartenes, muebles que chirriaban, las voces y reniegos de Grandpére. Una silla salió volando por la puerta y chocó contra la superficie del pantano antes de sumergirse. La siguió una cazuela, y luego otra. Detuve la piragua y esperé. Pasados unos instantes, Grandpére apareció en la galería. Estaba en cueros vivos, con el cabello al viento, y blandía un látigo. Incluso a aquella distancia advertí que tenía los ojos inyectados en sangre. Cubría su cuerpo una costra de mugre y barro, y tanto en sus piernas como en el principio de las nalgas había arañazos delgados y largos.
Hizo restallar el látigo a algo delante de él en el aire, dio un grito y lo hizo restallar de nuevo. Comprendí de inmediato que luchaba contra una criatura imaginaria y me di cuenta de que sufría un delírium trémens. Grandmére Catherine me los había descrito, pero yo nunca los había visto. Me dijo que el alcohol saturaba tanto su cerebro que generaba alucinaciones y le producía pesadillas incluso de día. En más de una ocasión había tenido estos ataques en el hogar conyugal y destruido objetos de valor.
«Yo me marchaba a todo correr y esperaba que se agotara y lo venciera el sueño -me había dicho ella-. De otro modo podría haberme lastimado sin querer.»
Recordando sus palabras, retrocedí con la piragua hasta una playita cercana para que Grandpére Jack no me viera espiando. Hacía restallar el látigo una y otra vez, y chillaba tan fuerte que se le hinchaban las venas del cuello. Luego el látigo se enganchó en una trampa de ratas almizcleras y quedó totalmente enredado, sin posibilidad de soltarlo. Él lo interpretó como que el monstruo le había quitado su arma. La idea le puso aún más histérico y empezó a aullar y a convulsionarse, moviendo los brazos con tanto desconcierto que desde donde yo estaba parecía un cruce de hombre y araña. Al fin, el agotamiento que había comentado Grandmére hizo presa en él y se desplomó en el suelo de la galería.
Esperé aún un largo rato. Todo estaba y siguió en silencio. Convencida ya de que estaba inconsciente, remé hasta la galería, me asomé por el borde y lo vi retorcido y dormido, ajeno a los mosquitos que celebraban un festín con su piel desnuda.
Amarré la piragua y subí la escalera. El abuelo estaba medio muerto, se apreciaba en su pecho cuánto le costaba respirar. Yo no podía levantarlo y llevarlo a la cama, así que fui al interior y cogí una manta para arroparlo.
Hice una inhalación honda, temblorosa, y le azucé con el codo, pero sus párpados ni siquiera se movieron. Estaba roncando. Toda esperanza de diálogo que pudiera abrigar se disolvió ante su visión y el hedor que soltaba su cuerpo. Apestaba como si se hubiera bañado con su whisky barato.
-Nunca más recurriré a tu ayuda, Grandpére -dije desairada-. Eres una calamidad. -Su estado de estupor me dio alas para desfogar mi indignación sin trabas-. ¿Qué clase de hombre eres? ¿Cómo puedes dejarnos batallar y deslomarnos de este modo para vivir como personas decentes? Sabes lo cansada que está Grandmére Catherine. ¿Es que no tienes ni siquiera un poco de autoestima? Aborrezco mi sangre Landry. ¡La repudio aquí y ahora! -bramé, e hinqué los puños en las caderas.
Mi voz se dispersó en mil ecos por el pantano. Una garza espantada alzó el vuelo a tres o cuatro metros de la choza, un caimán sacó la cabeza del agua y miró hacia mí.
-Quédate aquí, quédate en el pantano y atibórrate de ese whisky matarratas que bebes hasta reventar. No me importa -concluí. Dos lagrimones fluyeron por mis mejillas, lágrimas calientes de ira e impotencia. El corazón me latía enloquecido.
Contuve la respiración y observé a Grandpére. Gimió, pero no abrió los ojos. Asqueada, volví a la piragua y emprendí el regreso, sintiéndome más abatida y derrotada que nunca.
Con el comercio turístico casi inexistente y el curso terminado, tuve más tiempo para mi arte. Grandmére Catherine fue la primera en percibir el cambio radical que se había obrado en mis pinturas. Fruto de mi talante nostálgico, tendía a utilizar colores más oscuros y a plasmar el mundo del pantano ya fuera en el crepúsculo o de noche, con la enfermiza luz blanca de la media luna o la luna llena penetrando entre unos torturados sicómoros y ramas de cipreses. Los animales tenían ojos luminosos, amenazadores, y las serpientes enroscaban sus cuerpos a punto de acometer y matar a cualquier intruso. El agua era negruzca, y el tupido musgo que colgaba sobre ella parecía una red puesta adrede para apresar al viajero incauto. Incluso las telarañas que yo siempre hacía fulgurar como gemas se asemejaban más a su función original de trampas. El pantano era un sitio fantasmagórico, tétrico y deprimente y, si incluía en el cuadro a mi padre, las sombras enmascaraban su rostro.
-No creo que esta pintura le guste mucho al público, Ruby -me dijo un día Grandmére, de pie detrás de mí para verme materializar otra pesadilla-. No es la clase de estampa que pueda estimularles, que querrían colocar en el estudio o la sala de estar de sus hogares de Nueva Orleans.
-Pero es lo que yo siento, mi visión actual de las cosas, Grandmére -repuse-. No lo puedo remediar.
Ella meneó afligida la cabeza y suspiró, antes de retirarse a la mecedora de roble. Cada vez pasaba más tiempo sentada y dormitando. Ni siquiera los días nublados, cuando el tiempo refrescaba, salía a dar sus placenteros paseos junto a los canales. Ya no le apetecía ir a buscar flores silvestres, ni visitaba tanto a sus amigas como antes. Declinaba las invitaciones a comer. Ponía excusas, argüía que tenía que hacer esto o lo otro, pero normalmente acababa durmiéndose en una butaca o en el sofá.
Cuando creía que yo no la miraba, más de una vez la sorprendí respirando con ahogo y agarrándose el pecho. Cualquier esfuerzo, lavar la ropa, fregar suelos, abrillantar los muebles o incluso cocinar, la dejaba exhausta. Tenía que hacer frecuentes descansos para recuperar fatigosamente el aliento.
Pero cuando le preguntaba, siempre tenía una excusa. Estaba destemplada porque la noche antes se había quedado levantada hasta muy tarde, o le molestaba el lumbago, o bien se había puesto de pie demasiado rápido, todo antes de admitir la verdad: que estaba enferma desde hacía tiempo.
Por fin, el tercer domingo del mes de agosto me desperté, me acicalé y fui a la planta baja asombrada porque le había tomado la delantera, especialmente un día de misa. Cuando bajó al cabo de unos minutos estaba pálida y envejecida, tanto como Rip van Winkle, el célebre personaje de Washington Irving, tras su prolongado sueño. Se contraía un poco al andar y llevaba la mano en el costado.
-No sé qué me ha ocurrido -dijo-. Hacía años que no se me pegaban así las sábanas.
-Quizá no puedes curarte tú misma, Grandmére. Y si las hierbas y pócimas no te hacen efecto, deberías consultar a un médico de la ciudad -sugerí.
-¡Tonterías! Lo que pasa es que aún no he encontrado la fórmula adecuada, pero estoy en el buen camino. Dentro de un par de días habré vuelto a la normalidad -aseveró.
No obstante, transcurrieron los dos días y no mejoró ni un ápice. Un momento charlaba conmigo y al siguiente se amodorraba en la mecedora con la boca abierta y el pecho hinchándose a destiempo, como si respirar fuera una cruel batalla.
Sólo dos acontecimientos reavivaron la antigua energía que acostumbraba exhibir. El primero fue cuando Grandpére Jack fue a casa para pedirnos dinero descaradamente. Una noche, estábamos las dos sentadas en la galería, después de la cena, disfrutando el escaso aire fresco que el crepúsculo extendía sobre los pantanos. Grandmére empezó a cabecear con el mentón inclinado hacia el pecho, pero en el instante en que oyó las pisadas de Grandpére lo enderezó abruptamente. Entrecerró los ojos en dos rendijas de sospecha.
-¿Para qué has venido? -le preguntó.
Ojeó la oscuridad de la que él había emergido como un aparecido espectral de los pantanos: el largo pelo echado hacia atrás, la cara cetrina semioculta bajo una barba cana y sucia, más poblada de lo habitual, y la ropa tan engrasada e inmunda que se diría que se había restregado en el lodo con ella puesta. Las botas estaban recubiertas de fango, hasta el punto de que se había apelotonado en torno de los pies y los tobillos.
-No te acerques más -le mandó Grandmére-. Acabamos de cenar y la fetidez nos revolvería el estómago.
-¡Qué mujer! -dijo él, pero se detuvo a unos doce metros de la galería. Se quitó el sombrero y lo sostuvo en la mano. Del ala colgaban numerosos anzuelos de pesca-. Me trae una misión caritativa.
-¿Caritativa para quién? -preguntó Grandmére.
-Para mí -contestó Grandpére. .
Aquella salida casi provocó una risotada de Grandmére Catherine. Se meció un poco y movió la cabeza.
-¿Quieres pedirme perdón? -inquirió.
-Quiero pedir un préstamo.
-¿Cómo? -dejó de mecerse, anonadada.
-El motor de mi barca está hecho un cascajo y Charlie McDermott se niega a fiarme para que le compre otro usado. Sin un motor no podré ganar dinero guiando a los cazadores, pescando ostras o haciendo mis apaños -explicó Grandpére-. Sé que tienes algunos ahorros, y te juro...
-¿Qué valor tienen tus juramentos, Jack Landry? Eres un hombre maldito, un condenado cuya alma tiene reserva de primera clase en el infierno -le dijo Grandmére Catherine con más pasión y más vigor del que le había visto manifestar en varios meses. Durante unos segundos, Grandpére no respondió.
-En cuanto gane algo, podré devolverte la deuda y pagarte algo más muy poco después -dijo. Grandmére dio un resoplido.
-Si te entregara nuestro último montoncito de dólares, te irías de cabeza a la bodega para abalanzarte sobre una botella de alcohol y emborracharte hasta el desvarío -afirmó-. Además, no tenemos dinero. Ya sabes que durante el verano corren malos tiempos para nosotras, aunque nunca has demostrado demasiado interés -añadió.
-Hago lo que puedo -protestó Grandpére.
-Será en tu beneficio y el de tu abominable sed -arremetió ella.
Pasé mi mirada de Grandmére a Grandpére. Él parecía estar sinceramente desesperado y contrito. Grandmére Catherine sabía que tenía guardado el dinero de mis acuarelas. Pensé que podía prestárselo si se hallaba en una situación tan crítica, pero no quería inmiscuirme.
-Tú dejarías morir a un hombre en el pantano, lo dejarías morir de hambre y que se convirtiera en comida para los buitres -lloriqueó el abuelo.
Grandmére se puso de pie lentamente, irguiendo su metro y medio de estatura como si fueran dos, alta la cabeza, los hombros rectos, y acto seguido estiró el brazo izquierdo para señalar a su marido con el dedo índice. Vi que los ojos de él se desorbitaban por el pasmo y el miedo, al tiempo que daba un paso atrás.
-Tú ya estás muerto, Jack Landry -sentenció la abuela con la autoridad de un obispo-, ya eres comida para los buitres. Vuelve a tu cementerio y déjanos vivir -ordenó.
-¡Vaya una cristiana! -exclamó Grandpére, pero siguió retrocediendo-. ¡Qué exhibición de piedad! No eres mejor que yo, Catherine. No, no eres mejor.
Dio media vuelta para fundirse en la tiniebla de la que había salido tan deprisa como había aparecido. Grandmére lo siguió con la mirada aun después de que se fuera, y se sentó de nuevo.
-Podríamos haberle dejado el dinero de mis pinturas, Grandmére -dije. Ella negó perentoriamente con la cabeza.
-No tiene derecho a tocarlo. Algún día lo necesitarás, Ruby-, y además -proclamó con aspereza- lo único que haría es lo que he dicho, convertirlo en whisky barato.
»Qué desfachatez tiene ese hombre al presentarse aquí y pedirnos dinero prestado -continuó, más para sus adentros que para mí-. ¡Pero qué desfachatez!
Vi cómo se iba sosegando hasta que volvió a aletargarse en la mecedora, y pensé en lo lamentable que era que dos personas que una vez se habían besado y abrazado, que se habían querido y habían deseado vivir juntas fueran entonces como unos gatos callejeros, siseando y arañándose en la noche.
La confrontación con Grandpére Jack consumió a Grandmére. Estaba tan exhausta que tuve que ayudarla a acostarse. Me quedé un rato a su lado para verla descansar, con las mejillas aún encendidas y el sudor brillando en su frente. El vaivén de su pecho era tan exagerado, que creí que el corazón no resistiría la opresión y acabaría por estallar.
Aquella noche me dormí muy nerviosa, temerosa de que al despertar descubriría que Grandmére Catherine nunca más lo haría. Pero, por suerte, el sueño la tonificó y lo que me espabiló por la mañana fueron precisamente sus pisadas camino de la cocina, lista para preparar el desayuno e iniciar otro día de trabajo en el telar.
Pese a la ausencia de clientes, durante el verano seguíamos tejiendo y laborando siempre que podíamos a fin de acumular existencias y sacarlas a la venta en cuanto la temporada turística recobrara su auge. Grandmére hacía trueques con los cultivadores de algodón y los granjeros que cosechaban las hojas de palmito utilizadas en sombreros y abanicos. Intercambiaban quingombó por fibra de roble para las cestas. Y si de repente parecía que nos habíamos quedado sin provisiones y nada teníamos que ofrecer a cambio de la materia prima, Grandmére escarbaba en su arcón sagrado y hallaba algo valioso que le habían dado años antes como pago de una curación, o bien que había reservado expresamente para tal circunstancia.
En una de estas épocas difíciles ocurrió la segunda cosa que inoculó nuevos bríos a su andar y sus palabras. El cartero me entregó un moderno sobre azul celeste dirigido a mí con motivos calados en las esquinas. Venía de Nueva Orleans y en el remite ponía tan sólo Dominique.
-¡Grandmére, he recibido una carta de la galería de Nueva Orleans! -grité mientras corría hacia la mesa. Ella asintió sin atreverse a respirar, con los ojos chispeantes de emoción.
-Venga, ábrelo -me dijo, acomodándose en una silla. Me senté a la mesa de la cocina, despegué la parte encolada y extraje un talón bancario de doscientos cincuenta dólares. Lo acompañaba una nota.
Felicidades por la venta de uno de tus cuadros. Mantengo el interés por los restantes y me pondré en contacto contigo en un futuro próximo para ver qué más has hecho desde mi visita.
Afectuosamente,
DOMINIQUE.
Grandmére Catherine y yo nos miramos durante un momento, luego su cara se iluminó con la sonrisa más ancha y más exuberante que le había visto en los últimos tiempos. Cerró los ojos y recitó una oración de gracias. Yo volví a estudiar el cheque incrédulamente.
-Grandmére, ¿puede ser verdad? ¡Doscientos cincuenta dólares por una acuarela!
-Tenía que pasar. Te lo anuncié, ¿recuerdas? -repuso ella-. Me gustaría saber quién es el comprador. ¿No lo menciona?
Releí la nota y negué con la cabeza.
-No importa -dijo-. Ahora la verá mucha gente y otros criollos de fortuna acudirán a Dominique para informarse sobre ti y él les dirá quién eres, les dirá que la artista se llama Ruby Landry.
-Ahora escúchame bien, Grandmére -declaré con tono contundente-. Gastaremos este dinero en vivir en vez de enterrarlo en el fondo de tu baúl para un hipotético futuro.
-Quizá una parte -aceptó ella-, pero debemos apartar la mayor parte para ti. Llegará un día en el que necesitarás vestidos bonitos, zapatos y otras cosas, y también una buena suma para viajar -dijo con convicción.
-¿Adonde voy a ir? -le pregunté.
-Fuera de aquí. Lejos de los pantanos -susurró Grandmére-. Pero de momento, celebrémoslo. Haremos un quingombó de gambas y un postre especial. ¡Ya sé! -exclamó-. Comeremos tarta del rey. -Era una de mis favoritas: una rosca de masa y levadura adornada con confites multicolores-. Invitaré a cenar a la señora Thibodeau y la señora Livaudis para poder presumir de nieta hasta que se pongan verdes de envidia. Aunque, bien pensado, primero iremos al banco y cobraremos el talón.
La excitación y la felicidad de Grandmére me llenaron de un gozo que no había sentido en meses. Deseé tener a una persona íntima con quien compartirlo y me acordé de Paul. En todo el verano sólo lo había visto una vez aparte de los domingos en la iglesia, y fue un día que bajé al centro para comprar víveres. Cuando salí del colmado lo vi desde lejos en el coche de su padre, esperándolo a la puerta del banco. Él miró en dirección a mí y me pareció que sonreía, pero en aquel momento regresó el señor Tate y volvió raudo la vista al frente. Decepcionada, lo miré mientras se alejaba, sin girarse una sola vez. Grandmére y yo fuimos a la ciudad para hacer efectivo el cheque. En el camino nos detuvimos en casa de los Thibodeau y los Livaudis, donde hicimos las pertinentes invitaciones a nuestra cena de celebración. Después la Grandmére se lanzó a guisar y amasar la harina con una ilusión casi olvidada. Yo le hice un rato de pinche y puse la mesa. Para impresionar a sus viejas amigas, Grandmére había decidido depositar en el centro los flamantes billetes de a veinte, bien sujetos con una banda elástica. Cuando se fijaron en ellos y se enteraron de su procedencia, se quedaron asombradas. Algunos habitantes de los pantanos cobraban menos por un mes entero de trabajo.
-A mí no me sorprende -dijo Grandmére Catherine-. Siempre he sabido que mi nieta se convertiría en una pintora famosa.
-Vamos, Grandmére -mascullé, sonrojándome por el halago-, disto mucho de ser famosa.
-Ahora sí, pero lo serás algún día. Espera y verás -predijo la abuela.
Servimos el quingombó, y las tres mujeres se enzarzaron en una disputa sobre variantes y recetas. En la región había tantas modalidades de quingombó como gente cajún. Fue divertido escuchar cómo Grandmére y sus amigas discutían sobre la mejor combinación de ingredientes o la clave del roux más exquisito. Y su acalorada charla aún se animó más cuando Grandmére decidió sacar su vino casero, algo que reservaba exclusivamente para las grandes ocasiones. Un solo vaso se me subió a la cabeza. Sentí que la cara me ardía, pero Grandmére y sus comadres repitieron una y otra vez como si fuera agua.
La buena comida, el vino y las risas me recordaron aquellos tiempos más felices en los que Grandmére y yo asistíamos a las fiestas y asambleas de la comunidad. Una de mis tradiciones predilectas era la de dotar a la novia. Cada mujer aportaba un pollo para iniciar el gallinero de la recién casada, y siempre había comida en abundancia, además de música y baile. En su calidad de curandera, Grandmére Catherine era habitualmente una invitada de honor.
Tras servir la tarta y unas tazas de café cajún, rico y espeso, le propuse a Grandmére que llevara a las señoras a la galería. Yo recogería y lavaría los platos.
-No podemos dejarle todo el trabajo a la homenajeada de la noche -dijo la señora Thibodeau, pero insistí. Al hacer limpieza, vi que el fajo de billetes aún estaba sobre la mesa. Salí para preguntarle a Grandmére dónde creía que debía ponerlo.
-Ve arriba y mételo en mi arcón, querida Ruby -me mandó.
Me quedé atónita. Grandmére Catherine nunca me había dejado acercarme a su arcón ni husmear en él. Excepcionalmente, cuando ella lo abría, miraba por encima de su hombro y admiraba las primorosas servilletas y pañuelos de lencería, las copas de plata o las sartas de perlas. Recordaba haberme muerto de ganas de inspeccionar todas aquellas reliquias, pero Grandmére siempre trató el arcón como un pequeño santuario. Ni siquiera osaba tocarlo sin su permiso.
Me escabullí de la reunión para esconder mi nueva fortuna. Pero, al abrir el arcón, lo hallé casi vacío. Habían desaparecido las bellas prendas de hilo y todas las copas, excepto una. Grandmére había canjeado y empeñado muchos más objetos de los que yo imaginaba. Me partía el corazón ver cómo se había diezmado su tesoro. Sabía que cada artículo tenía un valor personal, al margen ya del económico. Me arrodillé y examiné lo que quedaba: un único collar de perlas, una pulsera, varios chales bordados y unas pilas de documentos y fotografías sujetas con bandas elásticas. Entre los papeles destacaban mis certificados de vacunación, así como el diploma de estudios primarios de Grandmére Catherine y algunas antiguas cartas con la tinta tan borrada, que apenas eran legibles.
Revisé las fotografías. La abuela todavía guardaba una imagen de Grandpére Jack en su juventud. ¡Qué guapo había sido a los veinte años! Alto, moreno, ancho de hombros y fino de talle. Su sonrisa cautivadora y deslumbrante inundaba toda la foto, y tenía una pose enhiesta y desafiante. Era fácil comprender por qué Grandmére se había enamorado de un hombre así. Encontré también estampas en papel sepia de su padre y de su madre, viejas y un poco desvaídas, pero lo bastante bien conservadas como para poder ver que la madre de Grandmére Catherine, mi bisabuela, fue una preciosa mujer de sonrisa dulce, afable, con las facciones delicadas. Su padre parecía augusto, fuerte, huraño y algo distante.
Ordené de nuevo los paquetes de documentos y fotografías familiares, pero antes de depositar el dinero en el arcón vislumbré el reborde de otra foto que sobresalía entre las páginas de una vieja Biblia de Grandmére encuadernada en piel. Despacio, cogí el libro, abriendo con sumo cuidado la cuarteada sobrecubierta y pasando suavemente las hojas resecas, que empezaban a quebrarse en las esquinas. Observé la fotografía.
Era la imagen de un hombre muy apuesto posando delante de una suntuosa mansión. Llevaba de la mano a una niña pequeña que se parecía mucho a mí a aquella edad. Estudié la foto con mayor atención. De hecho, la niña era tan idéntica a mí misma que tuve la impresión de estar viendo mi retrato. Perpleja por la extraordinaria semejanza, fui a mi habitación en busca de una fotografía mía de la infancia. Luego las puse una junto a otra para cotejarlas.
Llegué a la conclusión de que se trataba de mí. Era yo. Pero ¿quién era aquel hombre, y dónde y cuándo se había hecho esa foto? Pensé que tenía ya la edad suficiente para acordarme toda la vida de una casa semejante. Calculé que debía de rondar los seis o siete años. Miré el reverso, y vi que habían garabateado un mensaje en la parte inferior.
Querida Gabrielle:
He pensado que te gustaría verla en su séptimo cumpleaños. Tiene el pelo igual que el tuyo, y ha colmado todos mis sueños.
Cariñosamente,
PIERRE.
¿Pierre? ¿Quién era Pierre? Si había enviado la fotografía a mi madre, ¿no podía ser mi padre? ¿Había estado con él en algún sitio? Pero ¿por qué le daba noticias mías a Gabrielle? Ella había muerto. ¿Cabía la posibilidad de que mi padre no lo supiera? No, resultaba absurdo, porque ¿cómo iba a pasar conmigo aunque fuera poco tiempo sin enterarse del fallecimiento de Gabrielle? ¿Y cómo podía yo haberlo conocido para luego olvidarlo tan completamente?
El misterio zumbó en mi mente como un enjambre de abejas, provocando un hormigueo por todo mi ser. Me invadió un extraño sentimiento de premonición y de ansiedad. Estudié de nuevo a la niña, y de nuevo comparé nuestras caras. El parecido era innegable. Yo había tratado a ese hombre.
Hice una larga inhalación para serenarme y evitar que cuando volviera a enfrentarme con Grandmére y sus invitadas notaran que algo me había perturbado, había revuelto mi corazón y mi alma. Sabía cuan difícil era, si no imposible, ocultarle algo a Grandmére Catherine, pero por suerte estaba tan inmersa en la discusión sobre el ravigote de cangrejo que no advirtió mi desasosiego.
Finalmente, sus amigas se sintieron cansadas y decidieron que era hora de marcharse. Me felicitaron una vez más, besándome y abrazándome bajo la satisfecha mirada de Grandmére. Las despedimos desde la galería y entramos en la casa.
-Hacía años que no lo pasaba tan bien -dijo Grandmére con un suspiro-. ¡Y fíjate qué limpio lo has dejado todo! Mi adorada Ruby -añadió, girándose hacia mí-, estoy muy orgullosa de ti y...
Frunció el entrecejo. Estaba sofocada por el vino y la exaltada cháchara, pero sus poderes espirituales no dormían. Intuyó que me ocurría algo y avanzó hacia mí.
-¿De qué se trata, Ruby? -me interpeló-. ¿Por qué estás tan alterada?
-Grandmére -empecé-, me has mandado arriba para que dejara el dinero en tu arcón.
-En efecto -contestó, y punteó su aserto con una exclamación. Retrocedió unos pasos, puesta una mano en el pecho-. ¿Has estado hurgando en mis cosas?
-No pretendía fisgonear, Grandmére, pero me han interesado mucho las viejas fotografías de Grandpére Jack y de tus padres. De pronto ha llamado mi atención un papel suelto que había en tu Biblia de piel y he encontrado esto -dije, a la vez que le enseñaba la foto enigmática. Ella bajó los ojos como si hubiera visto una estampa de muerte y catástrofe. Me la quitó de la mano y se sentó cabizbaja, con una gran lasitud.
-¿Quién es ese hombre, Grandmére? Porque la niña debo de ser yo, ¿verdad? -pregunté.
Ella levantó la cabeza. La tristeza desbordaba sus ojos cuando me contradijo.
-No, Ruby. Es otra persona.
-¡Pero si es exacta a mí! Mira -la apremié, encarando mi propio retrato de los siete años con la fotografía de Pierre y la niña.
Grandmére asintió.
-Sí, tenéis la misma cara -admitió tras observar las dos imágenes unos instantes-. Pero no eres tú.
-¿Quién es pues, Grandmére? ¿Y el hombre que está con ella?
Grandmére Catherine titubeó. Intenté esperar tranquilamente, pero las mariposas que revoloteaban en mis entrañas fueron hasta el corazón y lo avivaron con sus alas. Contuve la respiración en el momento en que comenzó a hablar.
-He sido una inconsciente al enviarte sola a mi arcón -dijo-, pero quizá ha sido un ardid de la Providencia para hacerme saber que ya es la hora.
-¿La hora de qué, Grandmére?
-De que lo sepas todo -dijo, y reclinó el cuerpo en el respaldo como si acabaran de apalearla, con aquel cansancio ya familiar reflejado de nuevo en su semblante-. De que sepas por qué expulsé a Grandpére de casa para condenarlo a vivir en el pantano como la bestia que es. -Cerró los ojos y musitó algo entre dientes. Mi paciencia se agotó.
-Si la niña de la foto no soy yo, ¿quién es? -demandé.
Grandmére fijó su mirada en mí; el tono sonrosado de sus mejillas había sido sustituido por una palidez más blanca que las gachas de avena.
-Es tu hermana.
-¡Mi hermana!
Ella afirmó con la cabeza. Cerró los párpados y los tuvo así tanto rato, que creí que no continuaría.
” -Y el hombre que la coge de la mano... -añadió Por fin. No necesitaba decirlo. Las palabras ya se habían escrito en mi mente. -... es tu padre.
6. UN LUGAR EN EL CORAZÓN
-Si has sabido siempre quién es mi padre, Grandmére, ¿por qué no me lo has dicho antes? ¿Dónde vive? ¿Cómo es que tengo una hermana? ¿Por qué había que guardarlo tan en secreto, y por qué causó el destierro del abuelo al pantano? -Disparé mis preguntas igual que proyectiles, en batería, con voz impaciente.
Grandmére Catherine entornó los ojos. Sabía que era su manera de acopiar fuerzas. Era como si pudiera zambullirse en un segundo yo y absorber la energía que hacía de ella la principal curandera del pueblo cajún en la parroquia de Terrebonne.
Mi corazón latía violentamente, con unos golpes pesados y tenaces que casi me mareaban. El mundo que nos rodeaba había enmudecido de repente. Parecía que cada búho, cada insecto, incluso la brisa se hubieran quedado en suspenso y a la expectativa. Al cabo de unos instantes Grandmére abrió sus ojos negros, unos ojos ensombrecidos y tristes, y los clavó en mí con firmeza mientras inclinaba la cabeza. Creí oír un pequeño gemido antes de que comenzara a hablar.
-He temido este día mucho tiempo -dijo-. Lo he temido porque una vez conozcas todos los hechos sabrás hasta qué extremo ha caído tu Grandpére en las profundidades de la iniquidad y del infierno. Lo he temido porque vas a descubrir que la corta vida de tu madre fue mucho más trágica de lo que puedas haber concebido, y también porque cuando termine mi relato comprobarás que te he ocultado circunstancias fundamentales de tu origen, tu familia y tu historia.
»Por favor, Ruby, no te resientas conmigo -me rogó-. He intentado ser más que tu Grandmére. He procurado hacer lo más beneficioso para ti.
»Pero al mismo tiempo -prosiguió, mirando fugazmente las manos cruzadas en su regazo- debo confesar que también he sido un poco egoísta, porque he querido retenerte a mi lado, perpetuar con tu presencia a la desdichada hija que perdí. -Sus ojos volvieron a posarse en los míos-. Si he pecado Dios me perdonará, pues mis intenciones no eran malas y siempre me he desvivido por ti, aunque admito que podrías haber llevado una vida mucho más regalada y confortable si te hubiera entregado el día en que naciste.
Grandmére Catherine se arrellanó en la silla y volvió a suspirar, como si hubieran empezado a levantar el peso que le aplastaba los hombros y el corazón.
-Grandmére, ignoro lo que has podido hacer o lo que vas a contarme, pero siempre te he querido y siempre te querré -le aseguré.
Ella sonrió con dulzura, y volvió a ponerse seria y meditabunda.
-La verdad es, Ruby, que no podría haber salido adelante, que nunca hubiera tenido el temple ni la fuerza espiritual para vivir si no hubieras estado conmigo todos estos años. Has sido mi salvación y mi esperanza, y todavía lo eres. Sin embargo, ahora que se acerca a pasos agigantados el fin de mi estancia entre los vivos, debes abandonar los pantanos para vivir en el mundo al que perteneces.
-¿A qué mundo pertenezco, Grandmére?
-Nueva Orleans.
, -¿Lo dices por la pintura? -inquirí, y asentí con la cabeza anticipándome a la respuesta. ¡Lo había repetido tantas veces!
-No me refiero sólo a tu talento -respondió. A continuación se compuso un poco e inició su relato-. Después de tener su desliz con el padre de Paul Tate, Gabrielle se volvió retraída y solitaria. Pese a mis encarecidas súplicas se negó a regresar al instituto, así que nunca veía a nadie salvo, a veces, a las personas que venían por aquí. Se convirtió en una criatura salvaje, una parte intrínseca de los pantanos, una reclusa que vivía en la naturaleza y amaba únicamente las cosas de la naturaleza.
»Y la naturaleza la acogió con los brazos abiertos. Las hermosas aves que Gabrielle tanto quería eran sus aliadas. Muchos días me asomaba a la ventana y veía cómo los halcones del pantano la custodiaban, volaban de árbol en árbol para seguirla junto a los canales.
«Siempre volvía con flores prendidas en el pelo cuando salía a dar algún paseo, que solían durar tardes enteras. Pasaba horas sentada a la orilla del agua, deslumbrada por su flujo y reflujo, extasiada con el canto de los pájaros. Casi empezaba a pensar que las ranas que se reunían a su alrededor le hablaban.
»Nadie la importunaba. Incluso los caimanes mantenían una distancia respetuosa, emergiendo a la superficie sólo lo suficiente para poder observarla mientras paseaba por la orilla del pantano. Era como si el pantano y toda su vida animal vieran en ella a uno de ellos.
»A menudo subía a nuestra piragua y remaba por los canales con más destreza aún que Grandpére Jack. Indudablemente conocía mejor el agua, nunca se desorientaba en sus laberintos. Se internaba en lo más intrincado del pantano, iba a lugares que rara vez visitaban los seres humanos. Si hubiera querido, habría podido emular a su padre como guía.
»A medida que pasaba el tiempo, el atractivo de Gabrielle crecía. Parecía haberse impregnado de la belleza natural que la envolvía. Su rostro floreció, con una tez tan tersa como un pétalo de rosa y unos ojos brillantes como el sol del mediodía al iluminar las varas de oro. Su andar era más elástico que el de nuestros ciervos, los cuales acudían a su llamada sin el menor temor. Yo misma la vi acariciar sus cabezas.
Grandmére sonrió cálida, intensamente al evocar sus vívidos recuerdos, recuerdos de los que yo ansiaba participar.
-Nada había más dulce a mis oídos que el eco de sus risas, ninguna joya relumbraba más que el destello de su amable sonrisa.
»Cuando yo era una niña, mucho más joven que tú ahora, mi Grandmére me explicaba cuentos sobre las legendarias hadas del pantano, unas ninfas que vivían en el interior de los pantanos y que sólo se mostraban ante los puros de corazón. ¡Cuánto deseaba que se me apareciera una! Nunca llegué a verlas, pero creo que estaba cerca siempre que contemplaba a mi propia hija, a mi Gabrielle -dijo, y se secó una lágrima furtiva que caía por su pómulo.
Se tomó un respiro. Pero enseguida volvió a acomodarse en la silla y reanudó la historia.
-Un par de años después del amorío de Gabrielle y el señor Tate, otro joven, un criollo guapísimo, vino con su padre desde Nueva Orleans para cazar patos en el pantano. En la ciudad les dieron puntual noticia sobre Grandpére, que era, aunque me pese alabar a ese demonio -refunfuñó-, el mejor guía de los pantanos.
»El joven, llamado Pierre Dumas, se enamoró de tu madre en el momento en que la vio salir del pantano con una cría de jilguero en el hombro. Ella llevaba el pelo largo, hasta media espalda, y al cabo de los años se le había oscurecido para adquirir unas ricas tonalidades rojizas. Tenía mis ojos negros, la tez cetrina de Grandpére y unos dientes más blancos que el teclado de un acordeón sin estrenar. Muchos chicos que transitaban casualmente por la zona se encandilaban al verla, pero Gabrielle había aprendido a recelar de los hombres. Siempre que alguno se detenía a entablar conversación, ella se limitaba a amagar una ambigua sonrisa y desaparecer tan deprisa que probablemente el muchacho creía que era un duende del pantano, una de las hadas de mi Grandmére -dijo sonriendo.
»Por alguna razón, no huyó de Pierre Dumas. Desde luego tenía buena planta y era imponente con su atuendo de gran señor, aunque más tarde Gabrielle me diría que lo que le gustó de él fue que había hallado en su rostro afabilidad y ternura, que a su lado no se sintió amenazada. Yo nunca había visto un flechazo tan instantáneo como el del joven Dumas. Si hubiera podido despojarse de su elegante traje y afincarse en el pantano para vivir con Gabrielle allí y entonces, lo habría hecho.
»Pero lo cierto era que él estaba casado desde hacía algo más de dos años. La familia Dumas es una de las más antiguas y ricas de Nueva Orleans -me aclaró Grandmére-. Esas familias preservan su estirpe con mucho celo. Los matrimonios se meditan y se conciertan de tal manera que no decaiga el rango social y quede protegida su sangre azul. La joven mujer de Pierre también pertenecía a una familia criolla muy respetada, antigua y pudiente.
»No obstante, con gran consternación de Charles Dumas, el padre de Pierre, su nuera no había concebido en todo aquel tiempo. La perspectiva de no tener descendencia era inaceptable para alguien como él, y también para Pierre. Pero eran buenos católicos y el divorcio no era una alternativa. Tampoco cabía la solución de adoptar un niño, porque Charles Dumas exigía que corriera sangre suya por las venas de todos sus nietos.
»Fin de semana tras fin de semana, Pierre Dumas y su padre, y con frecuencia Pierre solo, viajaban a Houma para ir de caza. Pierre pronto empezó a pasar más tiempo en compañía de Gabrielle que de Grandpére Jack. Naturalmente, yo estaba muy preocupada. Aunque Pierre no hubiera tenido ya una esposa, su padre nunca habría recibido en el seno de su familia a una primitiva muchacha cajún sin herencia ni alcurnia. Avisé a Gabrielle, pero ella me miró y sonrió como si le hubiera propuesto detener el viento.
»”Pierre nunca haría nada que pudiera perjudicarme”», insistió una y otra vez. Al poco tiempo, el joven Dumas ni siquiera fingía venir con el propósito de contratar los servicios de Grandpére Jack. Gabrielle y él preparaban un almuerzo campestre y se alejaban en la piragua hacia lo más recóndito del pantano, a lugares que sólo Gabrielle conocía.
Grandmére hizo una nueva pausa y estuvo unos minutos con la mirada absorta en sus manos. Cuando volvió a alzarla, sus ojos denotaban un tremendo dolor. -Esta vez, Gabrielle no me comunicó que estaba embarazada. No era preciso. Lo leí en su cara, y no tardé en verlo en el abdomen. Cuando le pedí explicaciones, me dijo con su mejor sonrisa que deseaba tener el hijo de Pierre, que lo educaría en los pantanos para que los amara tanto como ella. Me hizo prometerle que, pasara lo que pasase, me ocuparía de que su hijo viviera aquí y aprendiera a querer su mundo. Dios me perdone, al final cedí y le di mi palabra, aunque me partía el alma verla encinta y saber cuánto sufriría su reputación entre nuestra gente.
«Intentamos encubrir la realidad divulgando la fábula del desconocido en el fais dodo. Algunas personas la aceptaron, pero a la mayoría le dio exactamente igual.
Era sólo otro motivo para mirar a los Landry por encima del hombro. Incluso mis mejores amigas me sonreían al verme, y luego cuchicheaban a mis espaldas. Muchas familias a las que había ayudado con mis curas se sumaron a las murmuraciones.
Grandmére respiró hondo antes de continuar, como si el aire fuera a proporcionarle la fortaleza que necesitaba.
-Sin mi conocimiento, tu abuelo y el padre de Pierre se habían citado para parlamentar. Grandpére Jack tenía ya experiencia en vender a los hijos ilegítimos de Gabrielle. Su fiebre por el juego no se había reducido en absoluto; todavía perdía cada moneda suelta que le sobraba, y también las que no. Estaba endeudado en todas partes.
»La propuesta surgió durante el último mes y medio de embarazo de Gabrielle. Charles Dumas ofreció quince mil dólares por el hijo de Pierre. Desde luego, Grandpére cerró el trato. En Nueva Orleans se urdían ya maquinaciones para que el bebé pareciera ser realmente de la esposa legal. Grandpére Jack informó a tu madre y le dio un disgusto de muerte. Yo me enfadé mucho, pero lo peor estaba aún por llegar.
Grandmére se mordió el labio inferior. Tenía los ojos vidriosos por las lágrimas reprimidas, lágrimas que sin duda le quemaban bajo los párpados, pero deseaba desesperadamente relatar el resto de la historia antes de abandonarse al llanto. Me levanté y fui a buscarle un vaso de agua.
-Gracias, bonita mía -dijo. Bebió unos sorbos y añadió-: Estoy bien.
Volví a sentarme, con los ojos, los oídos y hasta el alma pendientes de sus palabras.
-La pobre Gabrielle empezó a languidecer. Se sentía traicionada, aunque no por Grandpére Jack. Siempre había aceptado sus defectos del mismo modo que aceptaba las facetas más feas y crueles de la naturaleza. Para Gabrielle las flaquezas de Grandpére Jack formaban parte de la vida, de un orden preestablecido.
«Pero la voluntad de Pierre de cumplir aquel pacto, de acatar los deseos de su padre, fue diferente. La pareja se había hecho promesas secretas sobre su futuro hijo. Pierre mandaría dinero para costear sus cuidados. Lo visitaría con asiduidad. Incluso dijo que el niño o la niña debía crecer en los pantanos, donde pudiera integrarse plenamente con Gabrielle y su entorno, un entorno que él afirmaba querer más que el suyo puesto que en él había conocido a la mujer de sus sueños.
»Tu madre se descorazonó tanto cuando Grandpére Jack le confirmó los detalles del plan y el consenso de todas las partes, que no opuso resistencia. A partir de aquel día pasó largas horas cobijada en la sombra de los cipreses y sicómoros, escudriñando el pantano como si su amado mundo hubiera conspirado también para traicionarla. Había creído en su magia, idolatrado su belleza, y siempre imaginó que Pierre se había dejado subyugar tanto como ella. Entonces supo que existían otras verdades más poderosas, más atroces y descarnadas, y la peor era que la lealtad de Pierre a su propio medio y a su familia había preponderado sobre todas las promesas que le había hecho.
»Comía fatal, por mucho que yo la regañara y la engatusara. Elaboré tónicos medicinales que compensaran sus carencias y le proporcionaran el alimento que necesitaba su organismo, pero o bien no los bebió o la depresión neutralizó el valor que tenían. En vez de robustecerse para el ya próximo alumbramiento, se fue debilitando. Se formaron círculos negros en torno de sus ojos. Apenas tenía energías, se volvió apática y dormía la mayor parte del día.
»Vi cómo se le había dilatado el vientre, desde luego, y sabía por qué, pero no le dije una palabra ni a Grandpére ni a la misma Gabrielle. Temía que en el instante en que tu abuelo lo supiera, le faltaría tiempo para sellar otro trato.
-¿Por qué? -inquirí-. ¿Qué tenía que saber?
-Que Gabrielle iba a alumbrar gemelos... Mejor dicho, gemelas.
Por un segundo, mi acelerado corazón se detuvo. Surcaron mi mente las implicaciones de lo que acababa de oír. __
-¿Gemelas? ¿Es que tengo una hermana? -Aquella posibilidad no se me había ocurrido, ni siquiera al constatar cuánto me parecía a la niña de la fotografía misteriosa.
-Sí. Ella fue la primera en nacer y la que entregué a Grandpére Jack. Nunca olvidaré aquella noche -declaró Grandmére-. Tu abuelo había informado a la familia Dumas de que Gabrielle estaba de parto. Ellos vinieron en su limusina y esperaron al amparo de la oscuridad. Trajeron a una enfermera, pero no consentí que entrara en mi casa. Vi arder el caro cigarro del caballero a través de la ventanilla del coche y adiviné su impaciencia.
»Tan pronto como nació tu hermana, la lavé bien y se la di a Grandpére, quien creyó a pies juntillas que estaba colaborando. Salió apresuradamente con la niña y cobró su corrompido dinero. Cuando volvió a la casa ya te había limpiado, abrigado y depositado en los endebles brazos de tu madre.
»En cuanto te echó la vista encima, Grandpére Jack se puso como un energúmeno. ¿Por qué no le había dicho que venían dos en vez de una? ¿No me daba cuenta de que había tirado por la borda otros quince mil dólares?
»Decidió que aún no era demasiado tarde e intentó arrancarte literalmente de brazos de Gabrielle y correr tras la limusina. Yo le golpeé en medio de la frente con una sartén que había dejado a mano para tal fin. Cayó inconsciente. Cuando reaccionó, había empaquetado sus cosas en dos sacos. Lo expulsé de casa, amenazando con pregonar a voz en grito lo que había hecho si no nos dejaba en paz. Tiré sus bártulos a la galería, y él los recogió, se marchó y fue a instalarse en su choza de cazador. Allí ha vivido desde entonces -terminó Grandmére-. ¡En buena hora me libré de él!
-¿Qué fue de mi madre? -pregunté con voz muy queda, tanto que ni siquiera yo estaba segura de haber hablado.
A Grandmére se le escaparon por fin las lágrimas. Se deslizaron en cascada por sus mejillas, zigzagueando hasta el mentón.
-En su estado de debilidad, el doble parto fue más de lo que pudo resistir; pero antes de cerrar los ojos por última vez te miró y esbozó una sonrisa. Le prometí sin vacilar todo lo que me pidió. Te criaría en los pantanos conmigo. Crecerías en el mismo ambiente que ella. Conocerías nuestro universo y nuestras vidas, y un día, cuando fuera el momento oportuno, te revelaría los hechos que ahora te he explicado.
»Las últimas palabras de Gabrielle fueron: ”Gracias, ma mere, ma belle mere.”
Grandmére bajó la cabeza y sus hombros se convulsionaron. Me erguí rápidamente, me abracé a ella y lloré por una madre que nunca había visto, nunca había tocado, a la que nunca había oído pronunciar mi nombre. ¿Qué me había dejado? ¿Un retazo de la cinta que había llevado en su melena pelirroja, algunas prendas de vestir, unas fotografías borrosas? No conocer el sonido de su voz, o el contacto de su pecho al estrecharme y acunarme, no esconder la cara en su cabello y sentir sus labios en mis mejillas infantiles, no oír la risa inocente y cristalina que tantas veces me había descrito Grandmére, no soñar jamás, igual que las otras muchachas del instituto, que de mayor sería tan guapa como mi madre: ésa era la agonía que me había legado.
¿Cómo podía querer ni siquiera al hombre que era mi verdadero padre, pero que había traicionado la confianza y el amor de mi madre, dejándola tan abatida que lo único que pudo hacer fue apagarse lentamente?
Grandmére Catherine se secó el llanto, rehizo su compostura y me sonrió.
-¿Podrás perdonarme que no te haya revelado el secreto hasta ahora, Ruby? -preguntó.
-Sí, Grandmére. Sé que lo hiciste por cariño a mí, para protegerme. ¿Supo mi padre lo que le había ocurrido a Gabrielle? ¿Está al corriente de que existo?
-No -contestó la abuela-. Ésa es una de las razones por las que te alenté a pintar y quería que tu obra se exhibiera en las galerías de Nueva Orleans. Tengo la íntima esperanza de que, el día menos pensado, Pierre Dumas oirá hablar de Ruby Landry y sentirá curiosidad.
»Me ha dolido mucho y ha atormentado mi conciencia que no conocieras a tu padre y a tu hermana. Ahora, el corazón me dicta que debes colmar esa laguna y que no tardarás en hacerlo. Si me sucede algo, Ruby, tienes que prometerme, tienes que jurar ahora mismo, que irás a ver a Pierre Dumas y le dirás quién eres.
-Nada va a sucederte, Grandmére -negué.
-Prométemelo a pesar de todo. No quiero que te quedes aquí y vivas con ese... con ese rufián. Promételo, Ruby -me exigió.
-Lo prometo, Grandmére. Y ahora, basta de conversación. Estás agotada y necesitas dormir. Mañana te sentirás como nueva -dije.
Ella sonrió y me acarició el pelo.
-Mi linda Ruby, mi pequeña Gabrielle. Has satisfecho todas las aspiraciones de tu madre -declaró. Le di un beso y la ayudé a levantarse.
Nunca Grandmére me había parecido tan anciana al subir a su habitación. La seguí para asegurarme de que nada le sucediera y la metí en la cama. Luego, como había hecho ella por mí incontables veces, la tapé con la manta hasta la barbilla y me arrodillé para desearle las buenas noches.
-Ruby -dijo la abuela, agarrando mi mano en el momento en que iba a retirarme-. A pesar de lo que hizo, algo bueno debe de tener Pierre o tu madre no lo habría querido tanto. Busca sólo sus virtudes. Abre un lugar en tu corazón para apreciar esa parte positiva, y el día de mañana encontrarás paz y alegría -vaticinó.
-De acuerdo, Grandmére -respondí, aunque no imaginaba que pudiera sentir otra cosa que odio por aquel individuo.
Apagué la luz y la dejé a oscuras, vagando con los fantasmas del pasado.
Salí a la galería y me senté en la mecedora para observar la noche y digerir lo que me había contado Grandmére Catherine. Tenía una hermana gemela. En aquellos momentos vivía en una mansión de Nueva Orleans, y quizá contemplaba las mismas estrellas. Sólo que ella ignoraba mi existencia. ¿Qué diría cuando se enterara? ¿Estaría tan feliz y tan excitada ante la idea de conocerme como yo estaba por conocerla a ella? Se había educado como una señorita en el ámbito de los criollos ricos de Nueva Orleans. Me pregunté, no sin resquemor, qué diferencias podía marcar este hecho.
¿Y mi padre? Tal y como siempre pensé, nada sabía de mí. ¿De qué modo reaccionaría? ¿Me miraría con desdén y se negaría a reconocerme? ¿Sentiría vergüenza? ¿Cómo podía yo presentarme en su casa sin más, obedeciendo las instrucciones de Grandmére? Mi sola presencia complicaría tanto su vida, que no habría arreglo posible. Y, sin embargo, estaba intrigada. ¿Qué aspecto tenía realmente, qué clase de persona era el hombre que le había robado el corazón a mi preciosa madre? La figura anónima y enigmática de mis pinturas cobraba vida por fin.
Con un profundo suspiro, agucé la vista en la penumbra hacia la zona de los pantanos que iluminaban los haces de una luna blanquecina. Siempre había sido sensible al misterio latente que presidía mi vida en los pantanos; siempre había oído suspiros en las sombras. Era verdaderamente como si los animales terrestres, las aves y en especial los halcones del pantano quisieran darme a entender quién era yo en realidad. Los puntos oscuros de mi pasado, las penurias de nuestra vida, las tensiones y torbellinos que azotaban a Grandmére Catherine y a Grandpére Jack me habían obligado a madurar más de lo que sería deseable a los quince años.
Algunas veces deseaba vehementemente ser como cualquier otra de las adolescentes que conocía, dada a la risa tonta por cualquier nimiedad, y no vivir siempre sobrecargada con las mil responsabilidades y cuitas que me hacían sentir mucho mayor que mis años. Pero eso mismo era aplicable a mi desafortunada madre. Su vida había transcurrido en un vuelo. Un día era una niña ingenua que exploraba, descubría y proliferaba en lo que ella debió de creer una eterna primavera, y de repente se cernieron los grises nubarrones y se eclipsó su entusiasmo, murió la risa en un rincón del pantano y empezó a envejecer y a marchitarse igual que una hoja caída en el otoño prematuro de su corta vida. ¡Qué injusticia! Pensé que si existían el cielo y el infierno, estaban aquí, en la tierra. No teníamos que morir para entrar en uno o en otro.
Exhausta, con la mente ofuscada por las últimas revelaciones, me levanté de la mecedora y fui a acostarme, no sin antes apagar todas las luces de la casa, dejando tras de mí una estela de negrura y devolviendo el mundo a los demonios que tan voraz y tan productivamente se cebaban con nuestros vulnerables corazones.
Pensé en la pobre Grandmére, y recé una oración en su nombre. Había soportado muchos reveses y muchas tragedias y aun así, en lugar de agriarse o de volverse cínica, se preocupaba por los demás y particularmente por mí. Nunca me había dormido queriéndola más, ni había creído que pudiera llorar en el lecho por mi difunta madre, una madre a la que jamás había conocido, más que por mí misma. Pero así fue.
A la mañana siguiente, Grandmére se levantó con dificultad y bajó a la cocina como buenamente pudo. Oí sus pasos cansinos, trabajosos, y decidí hacer todo cuanto pudiera para alegrarle la vida y ayudarla a recobrar su vitalidad de otros tiempos. Cuando me reuní con ella en el desayuno, no mencioné nuestras disquisiciones de la víspera ni le hice preguntas sobre el pasado. Opté por charlar sobre el trabajo y el nuevo cuadro que proyectaba realizar.
-Voy a pintarte a ti, Grandmére -anuncié.
-¿A mí? ¡Oh, no, cariño! No soy lo que se dice una cara ideal. Estoy vieja, arrugada...
-Eres perfecta, Grandmére, y muy importante. Quiero que poses en la mecedora de la galería. Intentaré incluir como fondo una parte de la casa, pero tú serás el tema central. A fin de cuentas, ¿cuántos retratos se han hecho de una curandera espiritual cajún? Estoy segura de que si me sale bien la gente de Nueva Orleans lo pagará a precio de oro -añadí para engolosinarla.
-No tengo carácter para pasarme el día sentada posando para un cuadro -insistió, pero yo sabía que claudicaría. Le daría la oportunidad de descansar sin que la conciencia le remordiera tanto por no trabajar en su telar o bordar manteles y servilletas.
Inicié el retrato aquella misma tarde.
-¿Tendré que vestir la misma ropa cada día hasta que termines el cuadro, Ruby? -me preguntó Grandmére.
-No. En cuanto haya tomado unos apuntes, no necesitaré ver el atuendo constantemente. La imagen habrá quedado grabada aquí-dije, y me señalé la sien.
Trabajé en la obra con el máximo ahínco y rapidez, concentrándome en plasmarla lo más fielmente que supe. Cada día que trabajé, Grandmére se quedaba dormida a media sesión. Advertí en ella una rara placidez, e intenté recrear en el lienzo ese ambiente singular. Una mañana decidí que tenía que haber un jilguero en la barandilla de la galería y, de pronto, se me ocurrió la idea de poner una cara enmarcada en la ventana y mirando el panorama. No se lo dije a Grandmére, pero el rostro que dibujé y luego pinté era el de mi madre. Utilicé las viejas fotografías como modelo.
Grandmére no pidió ver el cuadro mientras lo hacía. Por las noches lo guardaba en mi cuarto cubierto con un paño, pues quería que se llevara una sorpresa cuando le enseñara la obra terminada. Al fin lo estuvo, y esa misma noche se lo comuniqué después de cenar.
-Seguramente me habrás sacado mucho mejor de lo que estoy -insistió, y aguardó expectante que trasladara el retrato a la sala y lo descubriera ante ella.
Le mostré mi trabajo. Durante un momento, no dijo palabra, ni cambió la expresión de su cara. Creí que no le había gustado. Al fin se volvió y me miró como si hubiera visto un fantasma.
-Los has heredado -dijo en un murmullo.
-¿A qué te refieres, Grandmére? -pregunté.
-A los poderes, la espiritualidad. No los tienes de la misma manera que me los transmitieron a mí, sino en otro tipo de manifestación: la capacidad artística. Cuando pintas ves mucho más de lo que captaría cualquier Persona normal. Ves el interior.
””A menudo he sentido el espíritu de Gabrielle en esta casa -continuó, y miró a su alrededor-. ¿Cuántas veces me habré detenido en el patio y vuelto la mirada atrás para distinguirla asomada a la ventana, sonriéndome u observando con nostalgia el pantano, un pájaro, un corzo? Y has de saber, Ruby, que se me aparecía así mismo -dijo, fija su atención en el cuadro-. Tú también la viste mientras la pintabas. Estaba dentro de ti. Estaba en tus ojos. Dios sea loado.
Grandmére abrió los brazos para que me acercara a ella de modo que pudiera abrazarme y besarme.
-Es una pintura bellísima, cariño. No la vendas -dijo.
-No lo haré, Grandmére.
La abuela inhaló una intensa bocanada de aire y suprimió las diminutas lágrimas que habían aflorado a sus ojos. Luego fue a la sala de estar para determinar dónde debíamos colgar el cuadro.
El verano llegó a su fin en el calendario, pero no en los pantanos. Nuestras temperaturas y la humedad perduraron, con unas cotas tan altas como a mediados de julio. El agobiante calor parecía ondularse a través del aire en una ola tras otra que nos dejaba aplatanados, alargando los días más de la cuenta y haciendo cualquier tarea más ardua de cumplir.
Durante todo el otoño y principios de invierno, Grandmére Catherine desarrolló sus funciones habituales en la comunidad, administrando sus curas de hierbas y sus poderes espirituales esencialmente entre los viejos. Esta clientela la consideraba más solidaria con sus artritis y achaques, sus dolores de vientre y de espalda, sus migrañas y su fatiga que cualquier médico. Grandmére les comprendía porque ella padecía las mismas dolencias.
Un día de comienzos de febrero, con un cielo algo brumoso donde las nubes eran como jirones de humo que se esparcían caprichosamente hasta los confines del horizonte, enfiló nuestro sendero un camión de reparto, traqueteando sin control y haciendo sonar el claxon. Era la hora de comer, y Grandmére y yo estábamos en la cocina.
-Alguien tiene problemas -afirmó la abuela, y acudió a la puerta con la mayor celeridad que pudo.
Era Raúl Balzac, un pescador de camarones que vivía a unos quince kilómetros de los pantanos. Grandmére le profesaba un gran afecto a su mujer, Bernadine, y había tratado a su madre de lumbago innumerables veces antes de que falleciera el año anterior.
-Mi hijo de cinco años se ha puesto malo, señora Landry -gritó Raúl desde el camión-. Algo terrible lo está consumiendo.
-¿No será una picadura de insecto? -inquirió Grandmére.
-No hemos encontrado señales que lo demuestren -repuso el hombre.
-Estaré contigo en un santiamén, Raúl -dijo ella, y entró en casa para recoger la cesta de medicinas y los componentes de su magia.
-¿Quieres que te acompañe, Grandmére? -me ofrecí al verla salir.
-No, querida. Quédate a hacer la cena. Prepara una de tus sabrosas jambalayas -me indicó, y echó a correr hacia el camión.
Raúl la ayudó a subir, arrancó sin pérdida de tiempo y se alejó por el sendero dando tantos bandazos como al llegar. No podía reprocharle que estuviera ansioso y asustado y, una vez más, me sentí orgullosa de Grandmére Catherine porque había recurrido a ella antes que a nadie, porque era la única persona en quien los Balzac confiaban.
Más tarde, seguí las órdenes de Grandmére y me ocupé de la cena mientras escuchaba en la radio las últimas canciones cajún. En el parte meteorológico anunciaron una gran tempestad, con todo su arsenal de truenos y relámpagos. La energía estática del aparato me ratificó que las predicciones eran correctas e inminentes, y a media tarde el cielo se había teñido de esos colores purpúreos, ominosos, que solían preceder a las tormentas. Me preocupaba Grandmére Catherine, y después de atrancar todas las ventanas me aposté en la entrada de la casa alerta al camión de Raúl. Pero la lluvia llegó antes que él.
Cayó granizo, y después una tromba de agua que parecía empeñada en perforar las planchas de estaño del tejado. La lluvia descargó sobre los pantanos en oleadas movidas por un viento que flagelaba sicómoros y cipreses, doblándolos, torciéndolos, cortando de cuajo sus hojas y sus ramas. Los truenos distantes, amortiguados, pronto se convirtieron en auténticos cañonazos que bombardeaban la casa por los cuatro costados y encendían el cielo con su indisociable fuego. Los halcones chillaban, y toda criatura viva se afanaba en buscar una guarida donde colarse para permanecer seca y a salvo. La barandilla de la galería crujía, y la casa entera bailaba y zozobraba bajo el azote del huracán. No recordaba un temporal más fiero ni que me hubiera espantado tanto. Finalmente empezó a remitir, y las gruesas gotas se hicieron más finas. Disminuyó la velocidad del viento, que fue perdiendo virulencia hasta quedar en una fuerte brisa. La noche cayó poco después, así que no pude calibrar los daños en el pantano, pero la lluvia resultante se prolongó horas y horas.
Supuse que Raúl había esperado que pasara el aguacero antes de traer a casa a Grandmére Catherine, pero discurrió el tiempo, y la tormenta se disipó hasta sólo ser una suave llovizna, sin que el camión volviera. Aumentó mi nerviosismo y lamenté no tener teléfono como casi todos los habitantes de los pantanos, aunque deduje que habrían cortado las líneas como solían hacer después de una borrasca semejante, y que igualmente habría sido inútil.
La cena estaba más que cocida. Hervía en la olla a fuego lento para conservar el calor. Yo, con la inquietud, no tenía mucho apetito, pero al fin me comí un plato de jambalaya y limpié la cocina. Grandmére seguía sin regresar. Pasé la hora y media siguiente esperando en la galería, escrutando la oscuridad por si vislumbraba los faros del camión de Raúl. De vez en cuando circulaba algún vehículo por las inmediaciones, pero siempre pasaban de largo.
Doce horas después de que Raúl viniera a buscar a Grandmére Catherine, su camión torció en el camino de casa. Lo vi claramente, y también a Jean, su hijo mayor, pero no distinguí a Grandmére. Descendí a toda prisa la escalera de la galería en el instante en que frenaron.
-¿Dónde está mi abuela? -pregunté al señor Balzac sin darle opción de saludar.
-En la cabina de carga -dijo él-, descansando.
-¿Cómo?
Circundé deprisa el camión y vi a Grandmére Catherine tendida en el viejo colchón, arropada con una manta. El colchón estaba dispuesto sobre una ancha tabla de madera contrachapada, y lo utilizaban como cama de campaña para los hijos de Raúl cuando hacía algún viaje largo en compañía de su familia.
-¡Grandmére! -exclamé-. ¿Qué le ha pasado? -inquirí de Raúl, que ya se había apeado.
-Se desmayó por agotamiento hace unas horas. Nosotros queríamos que se quedara a dormir en casa, Pero ella insistió en que la trajéramos y no nos ha parecido bien contradecirla. Le ha curado la fiebre a mi chico. Se repondrá -dijo Raúl con una sonrisa.
-Me alegro de veras, señor Balzac, pero ahora debo atender a Grandmére Catherine...
-Te ayudaremos a entrarla en la casa y acostarla -propuso él, y le hizo un gesto a Jean.
Entre los dos bajaron la compuerta posterior y sacaron el colchón, con la plancha y Grandmére del camión. Ella rebulló y abrió los ojos.
-Grandmére -le dije, aferrando su mano-, ¿qué tienes?
-Estoy cansada, muy cansada -masculló con un hilo de voz-. Pero me pondré bien -añadió, aunque sus párpados se cerraron de un modo tan hermético que me alarmé.
-Deprisa -urgí a los hombres, y me adelanté para abrirles la puerta. La llevaron hasta su habitación y la pasaron gentilmente del colchón a la cama.
-¿Podemos hacer algo más, Ruby? -preguntó Raúl.
-No, muchas gracias. Yo la cuidaré.
-Las gracias hay que dárselas a ella por sus desvelos -contestó Raúl-. Mañana mi mujer os enviará un pequeño obsequio, y luego nos acercaremos para ver cómo sigue.
Asentí con la cabeza, y se marcharon. Descalcé a Grandmére y la ayudé a quitarse el vestido. Estaba como drogada, apenas abría los ojos y era incapaz de mover sus extremidades. Ni siquiera se dio cuenta de que la había metido en la cama.
Me instalé en una silla y no la dejé en toda la noche, vigilando su sueño. Gimió y se quejó varias veces, pero no despertó hasta la mañana, cuando noté que me palpaba la pierna. Me había quedado dormida en mi incómodo asiento.
-¡Grandmére! -dije con sobresalto-. ¿Cómo te encuentras?
-Muy bien, Ruby. Sólo un poco débil y fatigada. ¿Cómo volví a casa ayer? No lo recuerdo.
-El señor Balzac y su hijo Jean te trajeron en el camión y te subieron hasta aquí.
-¿Y me has estado velando toda la noche?
-Claro que sí -respondí.
-Pobrecita niña. -Grandmére se esforzó en sonreír-. Me perdí la jambalaya. ¿Te salió buena?
-Sí, aunque estaba tan preocupada por ti que apenas la probé. ¿Qué te ocurrió, Grandmére?
-Supongo que fue la tensión del trabajo. Al desgraciado niño le había mordido una serpiente mocasín, pero en la planta del pie, en un sitio que me costó mucho detectar -explicó la abuela-. Debió de pisarla cuando andaba descalzo por la hierba pantanosa.
-Nunca habías vuelto tan exhausta de una de tus misiones curativas.
-Pronto estaré mejor, Ruby. Por favor, tráeme un vaso de agua fría.
Así lo hice. La bebió despacio y cerró de nuevo los ojos.
-Descansaré un rato más y después me levantaré -dijo-. Tú ve a desayunar. Haz tu vida, no sufras por mí.
A regañadientes, la obedecí. Cuando volví para echarle un vistazo, dormía como si la hubieran drogado.
Se despertó antes del almuerzo, pero tenía la tez cérea, los labios azulados. Estaba demasiado endeble para incorporarse ella sola. Tuve que ayudarla, e incluso me pidió que la vistiera.
-Quiero sentarme en la galería -anunció.
-Antes te prepararé algo de comer.
-No. Sólo deseo que me dé un poco el aire.
Se apoyó totalmente en mí para alzarse y caminar. Nunca había estado tan angustiada por Grandmére. Cuando la dejé en la mecedora parecía que se había desmayado otra vez, pero un momento después abrió los ojos y me dedicó un amago de sonrisa.
-Me tomaría una taza de agua tibia con miel, cariño.
Se la serví de inmediato, y bebió sorbo a sorbo mientras se balanceaba.
-Me temo que estoy más cansada de lo que creía -susurró, y luego giró la cabeza y me miró con unos ojos tan extraviados, que un temblor de pánico sacudió mi pecho-. Ruby, no quiero que te asustes, pero ahora has de hacerme un favor. Así me sentiré menos... menos inquieta por mí misma -dijo, tomando mi mano entre las suyas. Tenía las palmas frías y húmedas.
-¿De qué se trata, Grandmére?
Noté un escozor en los párpados; tenía las lágrimas agolpadas detrás de los ojos, prestas a afluir. El nudo de mi garganta parecía que iba a cerrarse para siempre, y se me encogió tanto el corazón que apenas latía. La sangre se heló en mis venas. Mis piernas eran dos barras de plomo.
-Quiero que vayas a la iglesia y avises al padre Rush -dijo.
-¿El padre Rush? -Me quedé lívida-. Pero ¿por qué, Grandmére?
-Sólo por si acaso, tesoro. Necesito poner mi alma en paz. Sé fuerte -me exhortó.
Asentí, y me tragué aquellas lágrimas incipientes. Pensé que no debía llorar en su presencia, así que la besé fugazmente e hice ademán de marcharme. En el instante en que daba media vuelta, Grandmére agarró de nuevo mi mano y me retuvo muy cerca de ella.
-Ruby, no olvides las promesas que me hiciste. Si ocurre lo peor, abandonarás este lugar. Recuérdalo.
-No va a pasarte nada, Grandmére.
-Lo sé, mi niña, pero hay que estar prevenidos. Vamos, prométemelo otra vez.
-Te lo prometo, Grandmére.
-¿Irás en busca de tu padre?
-Sí.
-Bien -dijo ella, entornando los ojos-. Ya estoy tranquila.
La miré unos momentos, bajé con atropello los escalones de la galería y me fui a la ciudad. En el camino di rienda suelta a las lágrimas. Lloré tanto, que empezó a dolerme el pecho. Llegué a la iglesia muy pronto. Con las prisas, ni siquiera me acordaba de haber hecho el trayecto.
Salió a abrir el ama de llaves. Se llamaba Addie Cochran, y llevaba tanto tiempo al servicio del padre Rush que era imposible imaginar una época en la que no estuviera con él.
-Grandmére Catherine necesita al padre Rush -le solté con una nota de terror en la voz.
-¿Qué sucede?
-Está... está muy...
-¡Dios mío! El padre ha ido a la barbería. Iré a advertirle y lo enviaré directamente a tu casa.
-Gracias -dije.
Hice todo el camino de vuelta sin cesar de correr, con el pecho a punto de explotar y las punzadas en el costado y aguijoneándome sin piedad. Cuando llegué, Grandmére continuaba en la galería, sentada en su mecedora. No percibí que no se mecía hasta que estuve al pie de la escalera. La vi muy quieta, con los ojos entrecerrados, y en sus finos labios cenicientos se dibujaba una tenue sonrisa. Aquella mueca feliz, tan peculiar, me dio miedo.
-Grandmére -musité trémulamente-. ¿Cómo te encuentras?
Ella no respondió, ni siquiera se volvió hacia mí. Toqué su rostro y comprobé que estaba frío. Entonces me arrodillé en el suelo de la galería, junto al cuerpo inerte, y me abracé a sus piernas. Seguía aferrada a Grandmére Catherine y deshecha en llanto cuando llegó el padre Rush.
7. LA VERDAD RESPLANDECE
A juzgar por la prontitud y extensión con que fue Conocida, cualquiera diría que la noticia de la muerte de Grandmére se propagó a través del viento que soplaba en los pantanos; pero la pérdida de un curandero físico y espiritual, especialmente si tenía la reputación de Grandmére Catherine, era un suceso único y muy importante para la comunidad cajún. A primera hora de la tarde empezaron a llegar algunas amigas de la abuela y los vecinos más cercanos. Un par de horas después había docenas de coches y furgonetas aparcados frente a la casa, así como un alud de personas que había acudido a presentar sus respetos, las mujeres portando quingombó y jambalaya en enormes marmitas de hierro fundido, [además de platos, fuentes de pasteles y buñuelos. La señora Thibodeau y la señora Livaudis dirigieron el velatorio, y el padre Rush efectuó los preparativos del sepelio.
Unas capas sucesivas de nubes grises y alargadas se [arremolinaron desde el sudoeste, dejando un sol neblinoso y huidizo. El aire cargado, las sombras mortecinas [y la callada vida del pantano se ajustaban bien a un día [tan triste como aquél. Los pájaros apenas aleteaban por los contornos; los halcones y las garzas se erguían curiosos, pero con una inmovilidad de estatuas, mientras vigilaban la aglomeración que había comenzado y que se prolongó durante toda la tarde.
Nadie había visto a Grandpére Jack últimamente, así que Thaddeus Bute embarcó en su piragua y fue a la choza para darle la luctuosa noticia. Regresó sin él y cuchicheó algo a los asistentes que les incitó a mover la cabeza y lanzarme miradas compasivas. Grandpére se personó por fin a la hora de la cena, tan andrajoso como siempre, con el aspecto de quien se ha revolcado en el fango. Vestía lo que en su tiempo debieron de ser sus mejores pantalones y camisa, pero había varios sietes en las rodilleras, y la camisa estaba tan tiesa que daba la impresión de que la había golpeado contra una roca hasta ablandarla lo suficiente para poder embutir los brazos en las mangas y abotonarla... allí donde había botones, claro. Tenía las botas cubiertas de mugre y briznas de hierba del pantano.
No se había entretenido en cepillarse el greñudo pelo blanco o atusarse la barba, pese a saber que la casa estaría abarrotada de gente. De la nariz y las orejas le salían unos tupidos mechones oscuros. Sus hirsutas cejas se curvaban hacia arriba sobre la tez curtida y apergaminada, cuyas arrugas más hondas parecían tener pegada una costra de suciedad desde hacía meses. Los efluvios acres de whisky rancio, tierra del pantano, pescado y tabaco precedieron ampliamente su llegada. Sonreí en mi fuero interno al pensar cómo le habría abucheado Grandmére Catherine para que guardara las distancias.
Pero Grandmére ya nunca más volvería a abuchearle. Yacía en la sala de estar, con una expresión serena y apacible como nunca le había visto. Me senté a la derecha del ataúd, juntas las manos en el regazo, aún aturdida por la realidad de lo que estaba pasando, aún incrédula, esperando que fuera una horrible pesadilla y que no tardaría en terminar.
Las charlas susurradas que se habían entablado anteriormente se interrumpieron de un modo abrupto cuando apareció Grandpére Jack. Tan pronto cruzó el umbral, las personas que se habían agrupado en las puertas se disgregaron y retrocedieron como si les aterrara que pudiera tocarlas con sus manos sucias. Ninguno de los hombres le tendió la suya, ni a Grandpére le interesaban los apretones de manos. Las mujeres arrugaron la nariz al recibir sus vaharadas. Su mirada derivó de cara en cara, hasta que entró en la sala de estar y quedó paralizado un segundo al ver a Grandmére Catherine expuesta en su féretro.
Me miró con ojos incisivos y luego los fijó en el padre Rush. Por un breve instante, fue como si Grandpére Jack no se fiara de lo que le decía su propia vista o lo que hacía en casa toda aquella multitud. Parecía tener unas palabras en la punta de la lengua y que en cualquier momento preguntaría: «¿De verdad está muerta, o se trata de una argucia para echarme del pantano y desembarazarse de mí?» Con ese brillo escéptico en las pupilas, se aproximó al ataúd de Grandmére despacio, sombrero en mano. Cuando estaba a unos centímetros se detuvo y la estudió muy quieto, a la espera. Al ver que ella no se incorporaba y empezaba a chillarle, se relajó y se dirigió a mí.
-¿Cómo estás, Ruby? -preguntó.
-Bien, Grandpére -le contesté.
Tenía los ojos irritados pero secos, pues había agotado toda mi reserva de lágrimas. Él asintió con la cabeza y acto seguido se volvió y clavó unos ojos furibundos en algunas mujeres que lo observaban con los rostros cubiertos por un visible velo de repulsión.
-¿Qué estáis mirando? ¿Es que un hombre no puede llorar a su esposa muerta sin que un hatajo de viejas chismosas lo espíen a cada paso y murmuren a sus espaldas? Salid de aquí y dejadme un poco de intimidad –les gritó.
Atónitas y ofendidas, las amigas de Grandmére Catherine giraron sobre sus talones y, agitando las cabezas, huyeron como una bandada de gallinas cluecas para replegarse en la galería. Sólo quedaron en la sala, conmigo, Grandpére Jack, la señora Thibodeau, la señora Livaudis y el padre Rush.
-¿Cómo ha ocurrido? -preguntó Grandpére con sus ojos verdes encendidos todavía de rabia.
-Le falló el corazón -dijo el sacerdote, ojeando cálidamente a Grandmére-. Invirtió toda su energía en ayudar al prójimo, en confortar y sanar a los enfermos y los desamparados. Y al fin hubo de pagar el precio, que Dios la bendiga.
-Le dije cientos de veces que dejara de pasearse de un lado a otro de los pantanos para atender las necesidades de todo el mundo excepto las nuestras, pero rehusó escucharme. Fue una testaruda hasta el día de su muerte -declaró Grandpére-. Como la inmensa mayoría de las mujeres cajún -añadió, puesta la mirada en las señoras. Ellas cuadraron los hombros y estiraron el cuello igual que dos pavos reales.
-Se equivoca -replicó el padre Rush con una sonrisa angelical-, nada ni nadie puede impedir que un espíritu tan generoso como el de la señora Landry haga todo cuanto pueda para socorrer al necesitado. La caridad y la compasión fueron sus compañeros inseparables.
Grandpére Jack emitió un gruñido.
-Yo le advertí que la caridad empieza por uno mismo, pero nunca me hizo el menor caso. En fin, siento que se haya ido. No sé quién va a arrojar ahora sobre mí el fuego y la condenación eterna. No sé quién va a sermonearme y castigarme por mis pequeñas fechorías -dijo, meneando la cabeza.
-Sólo espero que siempre haya alguien cerca para darle su merecido, Jack Landry -saltó la señora Thibodeau, acusándolo con los labios muy fruncidos.
-¿Qué?
Grandpére la miró fijamente unos segundos, pero la señora Thibodeau había frecuentado demasiado a Grandmére Catherine para ignorar cómo bajarle los humos. El se frotó la boca con el dorso de la mano, desvió la vista y volvió a gruñir.
-Sí, supongo que es lógico -admitió. De repente, los aromas de la cocina acapararon su interés-. Parece ser que las damas han traído algunos guisos.
-Hay un surtido en la cocina, quingombó en la olla y una cafetera caliente en el fuego -informó la señora Livaudis con evidente reparo.
-Te serviré la cena, Grandpére -dije, y me puse de pie. Tenía que hacer algo, moverme, mantenerme ocupada.
-Te lo agradezco mucho, jovencita. Es mi única meta, ¿sabe? -le comentó al sacerdote. Yo giré la cabeza bruscamente y traspasé a Grandpére con la mirada. Durante un momento danzó en sus ojos aquella típica chispa de picardía, y luego sonrió y los apartó, sin ver o sin intuir lo que yo sabía, o quizá quitándole importancia-. No me queda otra familia más que ella -continuó-. Debo velar por Ruby.
-¿Y cómo piensa hacerlo? -preguntó la señora Livaudis-. A duras penas puede cuidar de usted mismo, Jack Landry.
-Yo sé lo que hago y lo que no hago. Los hombres cambian, ¿no es cierto? Cuando ocurre algo tan trágico como esto, uno siempre puede rectificar. ¿Qué opina usted, padre? ¿Tengo o no tengo razón?
-Si se arrepiente de corazón, por supuesto que puede -contestó el cura. Cerró los ojos y unió las manos como si fuera a ofrecer una plegaria a tal efecto.
-¿Lo oís? Y son palabras de un sacerdote, no cotilleo barato -dijo Grandpére, blandiendo un dedo largo, deforme y sucio entre él y la señora Livaudis-. Ahora tengo responsabilidades: una casa que proteger, una nieta a quien sacar adelante, y cuando yo digo que voy a hacer algo no soy de los que se arredran.
-Eso será si se acuerda de haberlo dicho -le atajó la señora Thibodeau. No estaba dispuesta a darle cuartel. .
Grandpére sonrió con altanería.
-Me acordaré. Sí, me acordaré -repitió.
Echó otra ojeada a Grandmére Catherine, de nuevo como si quisiera cerciorarse de que no se pondría a despotricar contra él, y me siguió hasta la cocina para cenar. Arrellanó su cuerpo flaco y larguirucho en una silla y tiró el sombrero al suelo. Después dio un repaso a la estancia, mientras yo removía el quingombó y le llenaba una escudilla.
-Hace tanto tiempo que no vivo en esta casa, que ahora me resulta extraña -afirmó-. ¡Y la construí con mis propias manos!
Le serví una taza de café y observé con los brazos cruzados cómo atacaba el guiso, empalmando los bocados y tragándolos casi sin masticar, mientras el arroz y el roux se derramaban por su barbilla.
-¿Cuándo fue la última vez que comiste, Grandpére? -le pregunté.
Él hizo una pausa para pensarlo.
-No lo sé. Hace un par de días tomé unos camarones. ¿O eran ostras? -Se encogió de hombros y continuó engullendo el quingombó-. Pero a partir de ahora todo será distinto -dijo con la boca llena-. Voy a lavarme de arriba abajo, mudarme a mi único hogar y dejar que mi nieta se ocupe de mí como es justo y honesto... Y yo haré lo mismo por ella -se comprometió.
-Aún no puedo creer que Grandmére haya muerto -dije con la voz entrecortada por el llanto. Él devoró otra porción de comida.
-Yo tampoco. Habría jurado por todos los diablos que me moriría antes que ella. Estaba seguro de que esa mujer nos enterraría a todos: ¡tenía tanto coraje! Era como una vieja raíz de árbol, se aferraba fuertemente a las cosas en las que creía. No habría podido alejarla un milímetro de su camino ni con una manada de elefantes.
-Ella tampoco te alejó del tuyo, Grandpére -repliqué con tono cortante.
-No soy más que un estúpido cazador cajún -se justificó el abuelo-, tan lerdo que ni siquiera distingo el bien del mal, pero me las ingenio para sobrevivir. Sin embargo, Ruby, sentía de veras lo que he dicho ahí dentro. Tengo que enmendar mi conducta y proporcionarte una vida mejor. Juro que lo haré -dijo, alzando la palma de la mano, que estaba embadurnada de porquería y con las yemas de los dedos amarillentas por el tabaco. Su expresión solemne se disolvió en una sonrisa-. ¿Podrías darme otro cuenco de ese potaje? Hacía siglos que no comía algo tan exquisito. No hay punto de comparación con mis comistrajos del pantano -añadió, y rió. Un leve silbido surgió de entre los huecos de la dentadura mientras sus hombros se sacudían.
Le serví otra ración, y luego me disculpé y volví a sentarme junto al féretro. No me gustaba pasar tanto rato separada de Grandmére Catherine. Después del anochecer llegaron algunos compinches de correrías de Grandpére, supuestamente para ofrecernos consuelo y amistad, pero pronto habían desaparecido detrás de la casa para beber whisky y fumar los cigarrillos de tabaco negro que ellos mismos liaban.
El padre Rush, la señora Thibodeau y la señora Livaudis se quedaron el tiempo que pudieron, y prometieron volver a primera hora de la mañana.
-Intenta dormir un poco, querida niña -me aconsejó la señora Thibodeau-. Necesitarás todas tus fuerzas para los días difíciles que te esperan.
-Tu Grandmére estaría orgullosa de ti, Ruby -aseveró la señora Livaudis, estrujando mi mano con afecto-. Cuídate mucho.
La señora Thibodeau levantó los ojos y los volvió hacia la parte trasera del edificio, donde el jolgorio aumentaba por minutos.
-Si nos necesitas, llámanos -me dijo.
-Siempre serás bienvenida en mi casa -añadió la señora Livaudis, y se marcharon las dos juntas.
Las amigas de Grandmére Catherine y algunas vecinas lo habían limpiado y ordenado todo antes de irse. No me quedaba más que dar las buenas noches a Grandmére y meterme en la cama. Oí reír y alborotar a Grandpére Jack y los otros cazadores hasta altas horas de la noche. En cierto sentido, agradecía aquel bullicio. Pasé largas horas desvelada, preguntándome si no tendría que haber hecho algo más por Grandmére Catherine, pero llegué a la conclusión de que si ella no había podido salvarse a sí misma, ¿qué podría haber hecho yo?
Finalmente, los párpados me pesaron tanto que tuve que dejar que se cerraran. Alguien rió en la oscuridad. Oí una exclamación que me pareció de Grandpére, y se hizo el silencio; el sueño, como una de las medicinas milagrosas de Grandmére Catherine, me procuró unas horas de alivio y mitigó el dolor que me minaba el corazón. Cuando desperté al amanecer, me sentí tan aligerada por aquel descanso reparador que durante unos instantes incluso creí que lo sucedido había sido una cruel pesadilla. Esperaba oír al cabo de un momento las pisadas de Grandmére Catherine yendo a la cocina para hacer el desayuno.
Pero nada oí, salvo los trinos suaves y melodiosos de los pájaros. Paulatinamente, la realidad de los hechos volvió a imponerse y me pregunté dónde habría dormido Grandpére Jack cuando por fin terminó la juerga con sus amigos. Tras verificar que no estaba en el dormitorio de Grandmére, pensé que quizá había regresado a la choza del pantano; pero al bajar lo encontré despatarrado en la galería, con una pierna colgando por encima de la barandilla, la cabeza encima de su chaqueta enrollada y una botella de whisky barato sujeta aún en la mano derecha.
-Grandpére -dije, zarandeándolo-. Vamos, despierta.
-¿EH? -El abuelo parpadeó y cerró otra vez los ojos. Le sacudí más fuerte.
-Grandpére, tienes que levantarte. La gente empezará a llegar de un momento a otro. ¡Grandpére!
-¿Cómo? ¿Dónde estoy? -preguntó él. Mantuvo los ojos abiertos el tiempo suficiente para enfocarme, y después gimoteó y dobló el cuerpo en posición sedente-. ¿Qué diantre... ? -Dio una mirada a su alrededor, vio en mi rostro una expresión de desencanto y meneó la cabeza-. Debí de desvanecerme por el disgusto -improvisó-. No es insólito, Ruby. Crees que has logrado sobreponerte, pero la pena penetra en el ánimo y se adueña de ti. Eso es lo que me ha pasado -dijo de un modo enfático, intentando convencerse a sí mismo tanto como a mí-. No pude superar la tragedia. Lo lamento -se excusó, y se frotó las mejillas-. Voy a asearme un poco con el agua de la cisterna y entraré a desayunar.
-Muy bien, Grandpére -repuse-. ¿Has traído alguna otra ropa?
-¿Ropa? No.
Recordé que arriba, en la habitación de Grandmére, había una caja de cartón con prendas viejas.
-Aquí tienes algunas cosas que quizá todavía te sirvan -dije-. Iré a buscarlas.
-Eres un cielo, cariño mío. Un auténtico cielo. Ya puedo imaginar lo bien que vamos a arreglárnoslas. Tú te encargarás de las tareas domésticas, mientras yo pongo trampas, cazo y guío por el pantano a la gente rica de la ciudad. Ganaré más dinero del que hemos tenido nunca. Repararé todo lo que se rompa. Dejaré esta casa tan nueva y reluciente como el día en que la construí. En menos que canta un gallo, cambiaré...
-Entretanto, Grandpére, más vale que vayas a lavarte como tú mismo decías. -El tufo que se desprendía de su ropa y su cabello se había triplicado, o peor aún-. Se acerca la hora de las visitas.
-De acuerdo, voy enseguida. -Se levantó y miró con asombro la botella de whisky que había en el suelo de la galería-. No sé de dónde ha salido esto. Debió de colocármela Teddy Turner o cualquier otro para gastarme una absurda broma.
-Yo la tiraré -dije, recogiéndola al instante.
-Gracias, bonita. -Grandpére estiró el dedo índice en el aire y meditó unos segundos hasta que hizo memoria-. Lavarse, eso es lo primero.
Bajó a trompicones los peldaños de la galería y rodeó la fachada lateral de la casa. Yo fui al dormitorio de Grandmére y encontré la caja. Había un par de pantalones y varias camisas, así como algunos calcetines ocultos bajo una manta. Lo saqué todo, planché los pantalones y una camisa, y los extendí encima de la cama.
-Creo que voy hacer lo que habría deseado Catherine con la ropa que llevo puesta -dijo Grandpére al regresar de su aseo-. La quemaré.
Se echó a reír. Le pedí que subiera a probarse las prendas que le había preparado. Cuando volvió a la planta baja, yo tenía el desayuno listo y las señoras Livaudis y Thibodeau estaban ya en casa para ayudarme a preparar la comida comunitaria. Ninguna de las dos le prestó atención, aunque con la cara y la ropa limpias parecía realmente un hombre nuevo.
-Tendría que recortarme la barba y el cabello, Ruby -me sugirió-. ¿Crees que podrías hacerlo si me siento ahí fuera en un barril volcado?
-Sí, Grandpére -contesté-. Saldremos en cuanto termines de desayunar.
-Eres muy amable. Tú y yo nos vamos a entender muy bien -dijo, más para que lo oyeran las señoras Thibodeau y Livaudis que yo-. Será estupendo. Siempre que la gente nos deje en paz, claro -añadió con malicia.
Tan pronto vació el plato, afilé las tijeras de coser y corté como mejor pude su pelo largo, desaliñado. Lo tenía muy apelmazado y repleto de liendres, así que le di un baño con un líquido especial de Grandmére para matar piojos, pulgas y otros pequeños insectos. Mientras trabajaba, él aguantó obedientemente sentado en el barril de agua de lluvia, con los ojos cerrados y una sonrisa de gratitud en los labios. Repasé también la barba y los pelos que sobresalían de las orejas y la nariz. Por último retoqué las cejas. Cuando hube concluido retrocedí unos pasos para ver el resultado, y quedé sorprendida y a la vez satisfecha de mi obra. Ya era posible mirarlo y comprender por qué Grandmére Catherine o cualquier otra mujer podía haberse sentido atraída por Grandpére en sus años mozos. Sus ojos todavía conservaban un fulgor juvenil, risueño, y la pronunciada mandíbula otorgaba a su cara el corte clásico de la belleza masculina. Estudió su reflejo en un pedazo roto de cristal.
-¡Caramba, qué diferencia! Fíjate bien. ¿Quién es ése del espejo? Apuesto a que no sabías que tu Grandpére era un galán de cine. ¡Mil gracias, Ruby! -exclamó, batiendo las palmas-. Ya que estoy tan guapo y tan correcto, tendré que volver a la casa para presidir el duelo -decidió, y fue a sentarse en una de las mecedoras de la galería y a interpretar el papel del marido desconsolado, aunque era del dominio público que Grandmére y él no habían vivido juntos durante muchos años.
__ A pesar de todo, yo empezaba a pensar que aún podría ayudarlo a cambiar. Algunas veces, un acontecimiento dramático como aquél obligaba a las personas a reflexionar sobre su vida. Casi oía decir a Grandmére Catherine: «Más fácil sería convertir un sapo en un apuesto príncipe.» Pero quizá lo que necesitaba Grandpére Jack era solamente otra oportunidad. Mientras retiraba el montón de pelos que se había acumulado en torno del barril, cavilé que a fin de cuentas, me gustara o no, era la única familia cajún que me quedaba.
Tuvimos la misma afluencia de gente, si no más, que el día anterior. Un río ininterrumpido de nativos cajún acudió desde decenas de kilómetros para rendir el último homenaje a Grandmére Catherine, cuya reputación se había extendido por el condado de Terrebonne y la zona circundante mucho más de lo que yo había imaginado. Un gran número de personas llegaba con magníficos relatos que contar sobre Grandmére, historias de su sabiduría terrenal, su toque portentoso, sus remedios mágicos y su fe rotunda y siempre viva.
-Cuando tu abuela entraba en una habitación de gente asustada y nerviosa, mi pequeña Ruby -me explicó la señora Allard de Lafayette-, gente que sufría por un ser querido, era como si encendieran una luz en las tinieblas. Vamos a extrañarla terriblemente.
Las mujeres que había a su alrededor lo confirmaron y reiteraron sus condolencias. Di las gracias a todas por sus bellas palabras, y al fin me levanté para ir a beber y comer algo. No se me había ocurrido pensar que sentarme inactiva junto al féretro y recibir pésames pudiera ser tan agotador, pero la constante carga emocional hizo más mella en mí de lo previsible.
Grandpére Jack, pese a no estar bebido, mantenía una charla vociferante en la galería. De vez en cuando se descolgaba con un grito, o blasfemaba y se desgañitaba al tocarse uno de sus temas candentes: el petróleo.
-Esas malditas torres de perforación que asoman sus cabezas sobre los pantanos, modificando el paisaje que hemos admirado durante más de un siglo, ¿qué objeto tienen? Únicamente enriquecer a algún criollo gordinflón de Nueva Orleans. Yo digo que les prendamos fuego. Digo...
Salí por la puerta de atrás y la cerré a mi espalda. Era muy bonito que todas aquellas personas hubieran venido a expresarnos su respeto y su apoyo, pero tantas emociones empezaban a abrumarme. Cada vez que alguien apretaba mi mano o besaba mi mejilla, excitaba mis ganas de llorar y se me comprimía la garganta hasta dolerme más que unas anginas inflamadas. Aún sentía tirantes los músculos del cuerpo por el tremendo impacto del fallecimiento de Grandmére. Di un corto paseo hacia el canal, y de súbito la cabeza empezó a darme vueltas.
Susurré un gemido y me llevé la mano a la frente. Pero antes de que me derrumbara, unos brazos poderosos me atraparon y me sostuvieron recta y firme.
-Cálmate -me dijo una voz familiar. Me recosté un momento en el hombro amigo, hasta que abrí los ojos y los clavé en Paul Tate-. Es mejor que te sientes aquí mismo, junto a esa roca -propuso. Él y yo habíamos pasado muchos ratos en aquel mismo lugar, lanzando guijarros al agua para contar las ondas.
-Gracias -mascullé, dejándome llevar. Paul se sentó a mi lado y se puso en la boca una brizna de hierba del pantano.
-Perdona que no viniera ayer, pero pensé que estarías demasiado agobiada. Aunque hoy también hay movimiento -comentó con una sonrisa-. Tu abuela era una mujer muy famosa y querida en los pantanos.
-Sí, es verdad. Hasta ahora no me había percatado de cuánto -dije.
-Así suele suceder. No nos damos cuenta de lo importante que es una persona hasta que la perdemos -respondió Paul. Sus cálidos ojos me telegrafiaron el sentido implícito de aquellas palabras.
-¡Ay, Paul, se ha ido! Grandmére Catherine me ha dejado para siempre -me lamenté, refugiándome en sus brazos para desahogar el llanto. Él me acarició el pelo, y había lágrimas en sus ojos cuando lo miré, como si mi pesar fuera también el suyo.
-¡Ojalá hubiera estado aquí en el instante en que ocurrió! -exclamó-. Ojalá hubiera estado a tu lado.
Tuve que tragar saliva dos veces antes de recuperar el habla.
-Yo nunca quise apartarte de mí, Paul. Fue horroroso decirte todo aquello.
-Entonces, ¿por qué lo hiciste? -inquirió con un quiebro de voz.
Sus ojos rebosaban amargura. Intuí lo que nuestra ruptura había significado para él y vi las lágrimas que había vertido. No era justo. «¿Por qué tenemos que expiar nosotros los pecados de nuestros padres?», pensé.
-¿Por qué, Ruby, por qué? -insistió Paul como si implorara la respuesta.
Comprendí su confusión. Mis frases, unas frases pronunciadas muy cerca de aquel paraje, habían sido tan bruscas y tan inesperadas que sin duda le habían hecho cuestionarse su propia cordura. La cólera fue su única arma para afrontar la sorpresa, lo irracional de la situación.
Giré la cabeza a un lado y me mordí el labio. Mi lengua ansiaba soltar amarras y exonerarme de toda culpa.
-No creas que no te amaba, Paul -empecé a decir con mucha pausa. Volví la cara hacia él. Los recuerdos de nuestros efímeros besos y promesas acudieron como polillas sentenciadas a la llama abrasadora de mi desesperación-. O que no sigo queriéndote ahora.
-¿Qué pudo haber sido? ¿Qué pudo ser? -preguntó él.
Mi corazón, destrozado por la pena y enfermo de tristeza, empezó a palpitar como una bomba de petróleo, machacona, pesadamente, tan despacio como los nefastos tambores de una procesión fúnebre. Me planteé un dilema: ¿qué era prioritario, que floreciera la verdad entre Paul y yo, entre dos personas que se querían con un amor excepcional y se debían mutua sinceridad, o bien preservar una mentira para evitar que Paul conociera las faltas de su padre y se salvaguardara así el bienestar de su familia?
_:Qué te pasó? -volvió a azuzarme.
-Déjame pensar, Paul -contesté, rehuyendo su mirada.
Aguardó impaciente a mi lado. Estaba segura de que su corazón latía tan desacompasado como el mío. Yo deseaba contárselo todo, pero ¿y si Grandmére Catherine había tenido razón? ¿Y si, a largo plazo, Paul me odiaba todavía más por ser la emisaria de tan devastadora noticia?
«Oh, Grandmére -pensé-, ¿no hay un momento en el que la verdad debe ser revelada, en el que hay que denunciar embustes y patrañas? Sé que cuando somos niños se nos permite vivir en un universo de fantasía fabricado a nuestra medida. Quizá sea incluso imprescindible, porque si a esa edad nos explicaran algunas de las realidades más abyectas de la vida seríamos destruidos sin tener la oportunidad de forjar las corazas que necesitamos para escudarnos de las flechas de la privación, la melancolía y la desgracia y, desafortunadamente, de las flechas portadoras de la verdad última y funesta: los abuelos, los padres y las madres mueren, y nosotros también. Pero tenemos que entender que el mundo no está sólo poblado de alegres sones de cascabeles, maravillas de la naturaleza, dulces aromas, música celestial e infinitas promesas. Lo habitan asimismo tempestades, sucesos dolorosos y promesas que nunca se cumplen.»
Era indudable que Paul y yo habíamos crecido lo bastante. Era indudable que podíamos enfrentarnos a la verdad, puesto que debíamos someternos al engaño y vivir con él.
-Sucedió algo hace muchos años -empecé-, que me forzó a decirte aquellas palabras tan desafortunadas.
-¿Aquí?
-En los pantanos, en nuestro pequeño círculo cajún -puntualicé-. Se silenció cuidadosamente porque podría haber causado grave perjuicio a muchas personas, pero algunas veces, por no decir siempre, cuando la verdad se entierra de ese modo acaba por hallar el medio de resurgir, de salir de nuevo a la luz del sol.
»Tú y yo -proseguí, leyendo el pasmo en sus ojos-, somos esas verdades que un día se sepultaron y hoy estamos en la superficie.
-No te comprendo, Ruby. ¿De qué verdades me hablas?
-Cuando se tapó inicialmente el asunto nadie podía sospechar que entre nosotros nacería un amor romántico -dije.
-Sigo sin comprender. ¿Quién iba a especular sobre nosotros en un pasado lejano? Además, ¿qué importaba? -preguntó Paul con el entrecejo fruncido.
Me resultaba muy difícil lanzarme y decírselo sencillamente. Tenía la sensación de que si lo descubría por sí mismo, si las palabras se formaban en su mente y las emitía él en vez de ser yo quien las formulara, el daño sería menor.
-El día que perdí a mi madre tú también perdiste a la tuya -le ayudé.
Cada sílaba era como una brasa diminuta y caliente que cayera de mis labios. En el momento en que las pronunciaba, sucedía a aquel ardor un escalofrío tan gélido que parecía que alguien había derramado agua helada por mi espalda. Los ojos de Paul recorrieron todas mis facciones en busca de un detalle esclarecedor.
-O sea, que murió mi propia madre.
Cejó en su escrutinio y adoptó una mirada absorta mientras su pensamiento iba del punto A al punto B. De pronto, la cara se le puso como la grana y volvió a mirarme, con unos ojos más vinculantes, más desencajados.
-¿Intentas decirme que tú y yo...? ¿Que estamos emparentados, que somos hermanos? -preguntó, con la boca comprimida. Yo asentí con la cabeza.
-Grandmére Catherine se decidió a contármelo al ver lo que había entre nosotros -respondí. Paul meneó la cabeza, todavía escéptico-. Para ella fue un trance muy duro. Ahora que lo pienso, fue poco después cuando la decrepitud se infiltró en su andar, su voz y su corazón. Las heridas que se reavivan escuecen más que las nuevas.
-Tiene que ser un error, una fábula popular cajún, algún estúpido rumor que se fraguó en una sala llena de correveidiles -dijo Paul con una sonrisa.
-Grandmére Catherine nunca propagó chismes, nunca atizó la llama de rumores y habladurías. Los dos sabemos cuánto los aborrecía; era una mujer que despreciaba todo lo fraudulento, y más de una vez obligó a la gente a encararse con la verdad. Lo hizo incluso conmigo, aun a sabiendas de que me partiría el corazón; pero era su deber, algo que no podía evitar aunque también ella sufriera las consecuencias.
»No podía soportar por más tiempo tu rencor, que me odies y pienses que he querido hacerte daño, Paul. Me siento morir cada vez que me miras furiosamente en el instituto. Me duermo todas las noches llorando por ti. Desde luego, no podemos amarnos, pero no consentiré que seamos enemigos.
-Nunca te he considerado una enemiga. Sólo...
-Sólo me detestabas. Vamos, Paul, dímelo. Ahora que he sufrido todo el proceso ya no me afecta oírlo -le aseguré, y sonreí entre sollozos.
-Ruby -dijo muy circunspecto-, no puedo creer lo que me has contado; no puedo asimilar que mi padre... que tu madre...
-Eres ya lo bastante mayor como para saber la verdad, Paul. Tal vez soy egoísta al explicártela. Grandmére Catherine me advirtió que no lo hiciera, que a la larga te volverías contra mí por haber provocado la desunión en tu familia, pero no puedo tolerar las mentiras que se interponen entre nosotros y menos aún ahora, añadidas a la pérdida de Grandmére y a la penosa aceptación de mi soledad.
Paul me miró unos instantes, se levantó y se acercó al borde del agua. Yo lo observé allí plantado, dando pequeños puntapiés a las piedras de la orilla, cavilando, digiriendo, reconciliándose con lo que acababa de decirle. Sabía que el tumulto que había en su corazón era el mismo que había sentido yo en su momento, y que en su mente bullía idéntico caos. Al fin meneó la cabeza vigorosamente y se volvió hacia mí.
-Tengo una colección de fotografías, imágenes de mi madre embarazada, instantáneas mías a los pocos minutos de nacer...
-Pura farsa -le corté-. Las falsificaron para salvar las apariencias y esconder un acto pecaminoso.
-No puede ser. ¿No ves que todo esto es una majadería, un grotesco malentendido? -proclamó con los puños apretados-. Y nosotros hemos pagado el pato. Estoy seguro de que te equivocas, Ruby. -Asintió varias veces como para convencerse a sí mismo-. Sí, estoy seguro -dijo, regresando junto a mí.
-Grandmére Catherine jamás me habría mentido.
-No con mala fe, pero quizá pensó que contándote esta historia impediría que te liaras conmigo, lo cual era muy conveniente, porque de lo contrario mi familia habría montado un gran escándalo y los dos habríamos salido mal librados. Eso tiene que ser -afirmó, muy ufano de su teoría-. Te lo demostraré. Todavía no sé cómo, pero lo haré, y entonces... entonces volveremos a estar juntos como habíamos soñado.
-¡Paul, cuánto me gustaría que tuvieras razón! -exclamé.
-La tengo -dijo él sin vacilar-. Ya lo verás. Aún han de darme más palizas por tu causa en el fais dodo -añadió, riéndose. Yo sonreí, pero bajé la vista.
-¿Y Suzzette? -pregunté.
-No estoy enamorado de ella. Nunca me interesó. Sólo necesitaba tener a alguien para...
-¿Para darme celos? -pregunté, alzando impulsivamente la cabeza.
-Sí -confesó.
-No puedo reprochártelo, pero desde luego has estado muy convincente.
-Es que... soy un experto.
Los dos reímos. Luego me puse seria otra vez y busqué su mano. Me ayudó a erguirme y quedamos a unos milímetros, casi rozándonos.
-No quiero que sufras más, Paul. No te hagas muchas ilusiones de que podrás refutar las afirmaciones de Grandmére. Prométeme que cuando averigües la verdad...
-Averiguaré la mentira -persistió.
-Prométeme -continué- que si se confirma que lo que me contó Grandmére es cierto, lo aceptarás como he hecho yo y querrás igual a cualquier otra chica.
-No puedo. Nunca podré amar a otra tanto como a ti. Me pides un imposible -dijo Paul.
Me abrazó, y durante un momento posé la cabeza en su hombro. Así, tan juntos, sentí sus rítmicos latidos cardíacos debajo de la camisa. Noté también el contacto de sus labios en mi cabello, cerré los ojos y soñé que estábamos muy lejos, que vivíamos en un mundo donde no había falsedades ni intrigas, donde siempre era primavera y el sol te tocaba el corazón tanto como la piel y te hacía por siempre joven.
El chillido estridente de un halcón me despejó de golpe. Lo vi capturar a un pajarito, un ejemplar joven que quizá acababa de aprender a volar, y remontarse en el aire con su presa, indiferente por haber dejado a una madre destrozada.
-A veces abomino este lugar -declaré-. Es como si no perteneciera a los pantanos.
Paul me miró sorprendido.
-Por supuesto, perteneces a este lugar -dijo.
Tenía en la punta de la lengua el resto del relato, la parte correspondiente a mi hermana gemela y mi verdadero padre, que residía en algún fastuoso caserón de Nueva Orleans, pero sellé mis labios. Ya eran suficientes revelaciones para un solo día.
-Tengo que volver y atender a la gente -anuncié, y eché a andar hacia la casa.
-Te haré compañía todo el tiempo que pueda -ofreció Paul-. Mis padres te envían comida. Se la he entregado antes a la señora Livaudis. Me han encargado también que te dé recuerdos. Habrían venido ellos mismos, pero... -Se interrumpió a media explicación y sonrió forzadamente-. No inventaré excusas en su nombre. A mi padre no le gusta tu grandpére.
Quise decirle por qué: estuve tentada de seguir hablando y transmitirle todos los detalles que me había contado Grandmére Catherine, pero decidí que ya era suficiente. Prefería que Paul fuera desgranando la verdad por su cuenta hasta donde se viera capaz de afrontarla. La verdad era una luz brillante y, como tal, no siempre uno podía mirarla de frente.
Asentí con la cabeza. Él corrió hasta mí, me cogió del brazo y volvimos al velatorio, donde se sentó conmigo a la cabecera del féretro sin haber comprendido plenamente, y sin creer todavía, que aquél era su puesto. Después de todo, era su abuela materna quien había muerto.
8. ES DIFÍCIL CAMBIAR
El sepelio de Grandmére Catherine fue uno de los más multitudinarios que jamás se oficiaron en el condado de Terrebonne, ya que prácticamente todos los que habían desfilado por el velatorio y algunas personas más asistieron al responso tanto en la iglesia como en el cementerio. Grandpére Jack observó una conducta intachable y vistió la mejor ropa que había podido encontrar. Con el pelo cepillado, la barba atusada y las botas limpias y lustrosas, incluso parecía un miembro responsable de la comunidad. Me dijo que no había estado en una iglesia desde el funeral de su madre, pero se sentó conmigo, cantó los himnos y recitó las oraciones. También en el cementerio permaneció a mi lado sin moverse. Era obvio que, mientras no fluyera el whisky por sus venas, era un hombre formal y respetable.
Los padres de Paul estuvieron en el oficio, pero no en el cementerio. Paul fue solo hasta la tumba abierta y se situó a mi otro lado. No me dio la mano, pero hizo notoria su presencia con un contacto o una palabra.
El padre Rush dirigió las plegarias y entonó su postrera bendición. Acto seguido, bajaron el féretro. Cuando creía que el dolor ya había tocado fondo en lo más íntimo de mi alma, cuando pensaba que mi corazón no podía sangrar más, sentí que la aflicción ahondaba en todas mis fibras y las desgarraba. De alguna manera, aunque sabía que estaba muerta, con el cuerpo rígido, congelado el rostro en un sereno reposo, no había tomado conciencia de cuan definitiva era su partida; pero en ese momento, al ver su ataúd descendiendo hacia la tierra, me abandonaron las fuerzas. No podía aceptar que nunca más me saludaría por la mañana o me daría consejos antes de acostarnos. No aceptaba que ya no trabajaríamos codo con codo; que Grandmére no cantaría mientras cocinaba, ni bajaría presurosa los escalones de la galería para ir a una de sus misiones curativas. Me sentí flaquear. Mis piernas se derritieron como si fueran de mantequilla. Ni Paul ni Grandpére lograron evitar que mi cuerpo se estrellara contra el suelo y mis ojos se cerraran a la realidad.
Desperté en el asiento delantero del coche que nos había llevado al cementerio. Alguien había ido a un manantial cercano y mojado un pañuelo en el agua. Entonces, aquel líquido frío y tonificante me ayudó a recobrar el conocimiento. Vi a la señora Livaudis volcada sobre mí, alisando mi pelo, y a Paul de pie detrás con cara de preocupación.
-¿Qué ha ocurrido? -pregunté a la buena señora.
-Que te has desmayado, cariño, y te hemos traído aquí. ¿Cómo te encuentras?
-Creo que bien -dije-. ¿Dónde está Grandpére Jack? -inquirí. Intenté incorporarme, pero me mareé y tuve que reclinarme de nuevo en el asiento.
-Se ha marchado con su pandilla de siempre -repuso la señora Livaudis, haciendo una mueca desdeñosa-. Tú descansa tranquila, pequeña. Te acompañaremos a tu casa. Procura relajarte -me recomendó.
-No me despegaré de ti -dijo Paul a través de la ventanilla.
Traté de sonreír y entorné los ojos. Cuando llegamos a casa, me sentí con ánimos de caminar hasta la galería. Había docenas de personas dispuestas a echarme una mano. La señora Thibodeau ordenó que me subieran a mi habitación. Me ayudaron a descalzarme y me tumbé en la cama, sintiéndome en ese momento más avergonzada que exhausta.
-Estoy bien -insistí-. Lo peor ya ha pasado. Debería ir a la sala...
-Quédate un rato estirada, querida -dijo la señora Livaudis-. Voy a prepararte un refresco.
-Pero tengo que levantarme. Esa gente...
-No te apures, todo está en orden. Reposa un poco más -me mandó la señora Thibodeau, y tuve que obedecer.
La señora Livaudis volvió con un vaso de limonada fría. Me sentí muy restablecida después de beberla, y así se lo dije.
-Si no ha de fatigarte mucho, el chico Tate quiere verte. Está al pie de la escalera, mordiéndose los puños y yendo de un lado a otro como un padre primerizo -bromeó la señora Livaudis.
-Sí, por favor, déjenle subir -dije, y Paul fue autorizado a visitarme en la alcoba.
-¿Qué tal estás? -preguntó enseguida.
-Estupendamente. Lamento haberos causado tantas molestias -me disculpé-. Yo quería que todo discurriera bien y sin contratiempos.
-Y así ha sido. Ha sido el entierro más impresionante que he visto. Nadie recuerda un gentío semejante al de hoy, y tú has estado muy a la altura. Todo el mundo lo sabe.
-¿Y Grandpére Jack? ¿Dónde ha ido con tantas prisas?
-No lo sé, pero ha llegado hace un rato. Está abajo, en la galería, haciendo de anfitrión.
-¿Ha bebido?
-Un poquito -mintió Paul.
-Paul Tate, para engañarme a mí tendrás que practicar mucho más -le reñí-. Eres tan transparente como el cristal.
Él se echó a reír.
-Es difícil que se propase. Tiene demasiada gente alrededor -me aseguró, pero apenas había pronunciado la última palabra cuando oímos un altercado en la planta baja.
-¡No me digáis lo que puedo o no puedo hacer en mi propio hogar! -rugió Grandpére Jack-. Quizá en vuestras casas les bajéis los pantalones a vuestros maridos, pero yo los tengo muy bien puestos. Ahora moved el trasero y largaos de aquí. ¡Fuera!
A esto siguió un coro de interjecciones y más griterío.
-Ayúdame, Paul. Tengo que ver qué está haciendo -dije.
Salí de la cama, me calcé los zapatos y me dirigí a la cocina, donde encontré a Grandpére tambaleante, con una jarra de whisky en la mano y abroncando a un grupo de personas apiñadas junto a la puerta.
-¿Por qué me miráis tan boquiabiertos? ¿Es que nunca habéis visto a un hombre de luto? ¿Nunca habéis visto a un marido que acaba de enterrar a su mujer? Dejad de husmear en mis asuntos y ocupaos de los vuestros -bramó. Dio otro trago, se balanceó y secó su boca en el dorso de la mano. Tenía los ojos enrojecidos-. ¡Marchaos ya! -volvió a decir al comprobar que nadie se movía.
-¡Grandpére! -le grité.
Fijó en mí aquellos ojos sanguinolentos. Luego arrojó la jarra contra el fregadero, desparramando recipiente y contenido por toda la cocina. Las mujeres dieron un alarido histérico, y Grandpére se enfureció. Fue terrible su arranque de ira; espantaba verlo dar golpes y empujones con una energía demasiado grande para limitarla a un espacio tan reducido.
Paul me abrazó y me empujó escalera arriba.
-Espera que se serene -dijo.
Oímos un nuevo bramido de Grandpére y cómo los visitantes huían despavoridos, las mujeres que habían traído a sus familias cogiendo a los niños en brazos y metiéndose en sus coches y camiones para batirse en retirada.
Grandpére despotricó y deliró un rato más. Paul se sentó en la cama junto a mí y estrechó mi mano. Escuchamos muy atentos hasta que hubo cesado el alboroto.
-Ya se ha apaciguado -dije-. Tendré que bajar y limpiar el desaguisado.
-Te ayudaré.
Grandpére estaba repantigado en una mecedora, inconsciente y roncando. Fregué la cocina y recogí los fragmentos de la jarra, mientras Paul pasaba un paño por la mesa y enderezaba los muebles.
-Vuelve a casa, Paul -le insté en cuanto terminamos-. Tus padres se preguntarán por qué tardas tanto.
-No me gusta dejarte sola con ese... ese borracho. Deberían meterlo entre rejas y tirar la llave después de lo que ha hecho hoy. No es justo que haya muerto Grandmére Catherine y él siga vivo. Y tú corres peligro.
-Estaré bien. Ya sabes cómo reacciona después de sus pataletas. Dormirá la mona, y dentro de unas horas se despertará hambriento y arrepentido.
Paul sonrió, meneó la cabeza y me hizo una tímida caricia en la mejilla. Sus ojos destilaban dulzura y calidez.
-Mi Ruby, siempre optimista.
-No lo creas, Paul -contesté tristemente-. Ya no lo soy tanto.
-Pasaré por aquí mañana -dijo-. Quiero ver cómo va todo.
-De acuerdo.
-Ruby...
-Es mejor que te vayas, Paul -lo interrumpí-. Por hoy ya he cubierto el cupo de las tensiones.
-Como prefieras. -Me dio un beso fugaz en la mejilla antes de levantarse-. Pienso hablar con mi padre -prometió-. Le sacaré toda la verdad.
Intenté sonreír, pero las lágrimas y los sinsabores me habían dejado la cara tan seca y quebradiza como la porcelana. Me daba miedo romperme en pedazos delante de él.
-No me rendiré -subrayó ya en la salida. Y desapareció.
Suspiré profundamente, organicé las sobras de comida y subí a mi habitación para volver a estirarme. Nunca me había sentido tan cansada. Dormí casi de un tirón el resto del día. Si entró alguien en casa, no me enteré. Pero al caer la tarde oí un estrépito de cazuelas y de muebles que eran arrastrados de un sitio a otro. Me senté, desorientada por un momento. Cuando al fin me centré, salté precipitadamente de la cama y bajé la escalera para encontrar a Grandpére a cuatro patas, forcejeando con unas tablas del suelo. Todas las puertas de armarios y alacenas estaban abiertas de par en par, y los cacharros de cocina yacían fuera de sus lugares, esparcidos sin orden ni concierto.
-Grandpére, ¿qué haces? -inquirí. Él se giró y me miró con unos ojos que nunca antes le había visto, ojos de acusación y furia.
-Sé que lo escondió por aquí -dijo-. En su habitación no hay rastro de él, pero en alguna parte tuvo que meterlo. ¿Dónde está, Ruby? Lo necesito -gimió.
-¿Qué necesitas, Grandpére?
-Su escondite, su dinero. Siempre tenía unos ahorros para las épocas de vacas flacas. Pues bien, yo estoy en esa época. Es preciso que repare el motor de mi barca y compre un equipo nuevo. -El abuelo se sentó en cuclillas-. Debo trabajar más si quiero que nos salgan las cuentas, Ruby. ¿Dónde demonios están?
-No hay tales ahorros, Grandpére. Nosotras también atravesábamos una mala racha. Una vez fui a tu choza para ver si podías ayudarnos, pero estabas postrado en la galería -le expliqué.
Él negó con la cabeza. Tenía los ojos desorbitados.
-Quizá no te lo dijo. Ella era así, reservada incluso con los suyos. Hay un dinero secreto en algún rincón de esta casa -declaró, oteando su entorno-. Puede que me cueste un poco, pero lo encontraré. Y si no está aquí es porque lo enterró en las inmediaciones. ¿La habías visto u oído cavar por el patio?
-No hay escondite, Grandpére -insistí-. Pierdes el tiempo.
Tuve la tentación de hablarle de mis ingresos artísticos, pero sentí como si Grandmére Catherine estuviera aún presente, a mi lado, prohibiéndome hacer el menor comentario. Por si acaso Grandpére decidía inspeccionar el arcón a la caza de objetos valiosos, tomé nota mental de traspasar el dinero al colchón de mi cama.
-¿Tienes hambre? -le pregunté.
-No -dijo escuetamente-. Voy a salir para seguir buscando antes de que oscurezca.
Cuando se fue, arreglé un poco el desorden y calenté mi propia cena. La ingerí de un modo mecánico, sin saborearla. Si comía era tan sólo para reponer fuerzas. Después volví a subir. Llegaron hasta mí las frenéticas paladas de Grandpére en el patio trasero, las paladas y los reniegos. Le oí revolver en la despensa de ahumados que había anexa a la casa, e incluso dio algunos portazos en el retrete. Por fin se cansó de la búsqueda y entró de nuevo en la cocina. Por el ruido deduje que se había preparado algo para comer y beber. Tan grande era su frustración, que gimoteaba como un ternero que hubiera perdido a su madre. Al poco rato hablaba con los espíritus.
-¿Dónde pusiste el dinero, Catherine? Lo necesitaré para poder mantener a nuestra nieta. ¿Dónde está?
Finalmente, Grandpére enmudeció. Salí al pasillo de puntillas y al asomarme por la barandilla le vi encorvado sobre la mesa de la cocina, con la cabeza apoyada en los brazos. Regresé a mi habitación y, sentada junto a la ventana, divisé la luna semioculta tras las nubes y pensé que aquélla era la misma luna que surcaba el cielo de Nueva Orleans. Intenté imaginar mi futuro. ¿Sería rica y famosa, viviría algún día en una bella mansión tal y como me había pronosticado Grandmére Catherine?
Quizá no era más que un sueño. Sólo otra telaraña que refulgía bajo los haces lunares, un espejismo, una ilusión de joyas engarzadas en la noche, una trampa tendida con unas promesas tan vacuas y tan etéreas como su mismo entretejido.
No ha habido otro período de mi vida que transcurriera con tanta lentitud como los días posteriores al sepelio y funeral de Grandmére Catherine. Cada vez que consultaba el vetusto y deslucido reloj, enmarcado en su caja de madera de cerezo, que tenía colocado en la repisa de la ventana del telar y veía que en lugar de una hora sólo habían pasado diez minutos, me sorprendía y me desanimaba. Intenté llenar cada momento, mantener ocupadas las manos y la mente para no pensar, no recordar, no afligirme, pero por mucho trabajo que hiciera y por arduo que fuera mi empeño en concentrarme, siempre había tiempo para el recuerdo.
Un episodio que asediaba mi memoria con la persistencia de una mosca era aquella promesa que le había hecho a Grandmére si ocurría lo irremediable. Ella la sacó a relucir el mismo día de su muerte y me conminó a reiterar mis votos. Le había dado mi palabra de que no me quedaría en los pantanos, que no viviría con Grandpére Jack. La abuela quería que me trasladara a Nueva Orleans y buscara a mi padre y a mi hermana, pero la idea de abandonar los pantanos y montar en un autobús para ir a una ciudad que se perfilaba más lejana y más extraña que un planeta de otra galaxia me resultaba espeluznante. Estaba persuadida de que me sentiría desplazada, tan claramente intrusa como un langostino en un quingombó de pato. Todos los habitantes de Nueva Orleans me mirarían de soslayo y se dirían: «Ahí va una ignorante muchacha cajún que viaja sola.» Se mofarían y burlarían de mí.
Yo nunca había ido muy lejos, especialmente en solitario, pero lo que más me asustaba no era el viaje, ni siquiera las dimensiones de la ciudad y mi desconocimiento de la vida urbana. No, lo más aterrador era imaginar la reacción de mi padre al presentarme ante él. ¿Cómo me recibiría? ¿Qué haría yo si me cerraba la puerta en la cara? Después de haber abandonado a Grandpére Jack, y tras ser rechazada por mi padre, ¿adonde iría?
Había leído lo suficiente sobre las miserias de la vida ciudadana para conocer los horrores de los suburbios y los espantosos destinos que sufrían las chicas como yo. ¿Me convertiría en una de aquellas mujeres de las que me habían hablado, mujeres a quienes llevaban a los burdeles para procurar placeres sexuales a los hombres? ¿Qué otra clase de empleo podía encontrar? ¿Quién contrataría a una joven cajún con una cultura limitada y unas toscas habilidades artesanales? Me visualizaba a mí misma durmiendo en una cloaca, rodeada por otras personas marginadas y oprimidas.
No, era más fácil postergar la promesa, encerrarme arriba en el grenier la mayor parte del día y trabajar con hilos y toallas como si Grandmére Catherine estuviera aún viva, abajo, efectuando sus tareas culinarias antes de subir a reunirse conmigo. Era más fácil fingir que debía terminar lo que ella había empezado mientras se ausentaba en una de sus misiones, más fácil aparentar que nada había cambiado.
Evidentemente, una parte de mi jornada consistía en atender a Grandpére Jack, guisar sus comidas y limpiar lo que él ensuciaba, lo cual era una labor interminable. Por las mañanas le hacía el desayuno antes de que saliera a pescar o recoger musgo en la ciénaga. Todavía estaba obsesionado por encontrar los ahorros de Grandmére e invertía cada minuto libre en cavar y buscar por toda la casa. Cuanto más tiempo pasaba sin localizar el tesoro, mayor era su convicción de que yo le ocultaba lo que sabía.
-Catherine no era de las que se van a la tumba sin haberle dicho a alguien dónde guardaba el dinero -declaró una noche poco después de sentarse a cenar. Sus ojos verdes se ensombrecieron al enfocarme con desconfianza-. No lo habrás desenterrado para volverlo a esconder en un sitio donde ya he mirado, ¿verdad, Ruby? No me extrañaría que Catherine te hubiera dado esas instrucciones antes de morir.
-No, Grandpére, te lo he repetido mil veces. No hay dinero. Teníamos que gastar todo lo que ganábamos. En las últimas semanas dependíamos, además del escaso turismo, de lo que le daban como traiteur, y ya sabes cuánto le incomodaba aceptar retribuciones por ayudar al prójimo. -La franqueza que debían de irradiar mis ojos convenció al abuelo de que no mentía, al menos de momento.
-Ésa es la cuestión -dijo, rumiándolo-. Si la gente le hacía obsequios materiales, estoy seguro de que también le daba efectivo. Me pregunto si no dejaría alguna cantidad bajo la custodia de sus amigas fisgonas, sobre todo , de la señora Thibodeau. Cualquier noche de éstas le haré una visita-anunció.
_Yo no lo haría, Grandpére -le advertí.
-¿Por qué? El dinero no le pertenece, es mío... es decir, nuestro.
_La señora Thibodeau llamaría a la policía y te haría encarcelar si te atrevieras a poner un pie en la galería de su casa -afirmé-. Ya me ha prevenido.
Una vez más, los penetrantes ojos de Grandpére me fulminaron antes de reanudar su cena.
-Vosotras las mujeres siempre os confabuláis en nuestra contra -farfulló-. El hombre se rompe la crisma para que no falte el plato en la mesa, para mantener la casa a flote. Pero las mujeres dan todo eso por sentado. Particularmente las mujeres cajún -añadió-. Piensan que nos lo regalan. Pues no es así, jovencita, y deberíais tratarnos con mayor respeto, más todavía en nuestra propia casa. Como me entere de que se me ha ocultado ese dinero...
Era inútil razonar con él. Ahora veía por qué Grandmére no había hecho el menor intento de cambiar su manera de pensar, aunque yo esperaba que, antes o después, renunciaría a su búsqueda insensata de aquel escondite inexistente y centraría sus afanes en reformarse tal y como me había prometido, en trabajar con ahínco y proporcionarnos a ambos una vida más estable. Algunos días, en efecto, volvía del pantano cargado con una buena pesca o un par de patos para el quingombó. Pero otros se pasaba casi todo el tiempo remando de una laguna maloliente a otra, refunfuñando sus quejas favoritas y bebiendo hasta el estupor en la piragua tras haber canjeado su captura por una botella de ginebra o de ron. Aquellas noches regresaba malhumorado y con las manos vacías, y yo tenía que apañarme con lo que había en la nevera e improvisar una insípida jambalaya cajún.
Grandpére hizo algunas pequeñas reparaciones en la casa, pero no cumplió sus promesas de trabajar. No tapó el tejado allí donde había goteras, no sustituyó las planchas rotas del suelo y, a pesar de mis poco sutiles sugerencias, tampoco mejoró sus hábitos higiénicos. Podía transcurrir una semana entera sin que tocara su cuerpo el agua ni el jabón, e incluso cuando lo hacían era un lavado rápido, casi insignificante. Poco después volvía a tener liendres en el pelo, la barba enmarañada y la inmundicia incrustada en las uñas. Yo me veía obligada a desviar la mirada siempre que comíamos, o perdía el apetito. Era todo un esfuerzo combatir la diversidad de olores fétidos y rancios que destilaban sus ropas. Cómo una persona podía abandonarse hasta aquellos extremos y no sentir vergüenza, ni siquiera notarlo, era algo que escapaba a mi entendimiento. Suponía que era una secuela más del alcoholismo.
Cada vez que contemplaba el retrato que le había hecho a Grandmére Catherine pensaba en volver a pintar, pero en cuanto montaba el caballete me quedaba alelada delante del lienzo vacío, sin que acudiera a mi mente una sola idea creativa. Hice algunos bocetos, tracé contornos, incluso intenté dibujar un sencillo tronco de ciprés recubierto de barba española; fue como si mi talento artístico hubiera muerto con Grandmére. Sabía que ella se habría exasperado sólo de oírlo, mas lo cierto era que los pantanos, sus pájaros, la flora, los altos árboles y todos sus demás atributos me hacían pensar en la abuela, y eso me impedía pintar. La añoraba demasiado.
Paul pasaba por casa casi todos los días, unas veces para sentarse sin más a charlar en la galería, otras para verme trabajar en el telar. A menudo me ayudaba en mis tareas, singularmente en aquellas que Grandpére Jack debería haber completado antes de ir a explorar los pantanos.
-¿Qué hace el chico Tate merodeando por aquí a todas horas? -me preguntó Grandpére una tarde en la que llegó cuando Paul se marchaba.
-Es un buen amigo mío y viene para colaborar en lo que puede, Grandpére -contesté.
No tuve agallas para decirle que conocía la verdad desnuda y los indignos manejos en los que había incurrido después de que mi madre se quedara embarazada de Paul. Sabía cómo estallaría su temperamento, cómo aquellas revelaciones le impulsarían a amorrarse a la botella hasta que empezara a desvariar y vociferar igual que un demente.
-Esos Tate se creen muy superiores sólo porque han amasado una pila de billetes -gruñó Grandpére-. Guárdate muy bien de la gente como ellos. Ándate con tiento -me previno. Yo no le hice caso y me fui a preparar la cena.
Cada día, antes de irse, Paul me prometía que aquella noche sin falta hablaría con su padre sobre el pasado, pero cuando volvía yo veía inmediatamente que aún no había reunido el valor necesario. Al fin, un sábado me dijo que su padre y él habían planeado salir de pesca al día siguiente, después de misa.
-Iremos los dos solos. De un modo u otro sacaré el tema -me aseguró.
Aquella mañana quise que Grandpére me acompañase a la iglesia, pero dormía como un tronco y no logré despertarlo. Cuanto más lo sacudía, más fuerte roncaba él. Aunque era la primera vez que asistía a un oficio sin Grandmére Catherine, y temía desmoronarme, decidí intentarlo. Al llegar, todas las amigas de Grandmére me saludaron efusivamente. Como cabía esperar, me atosigaron con preguntas sobre los problemas que me acarreaba vivir bajo el mismo techo que Grandpére. Pinté un cuadro algo mejor de lo que era, pero la señora Livaudis apretó los labios y meneó la cabeza.
-Nadie debería vivir con semejante carga, y menos aún una cría tan joven como Ruby -clamó.
-Siéntate con nosotras, cariño -me invitó la señora Thibodeau.
Me quedé en su banco y cantamos los himnos a coro.
Paul y su familia llegaron tarde, así que no pudimos hablar, y al terminar la misa los dos hombres se marcharon con premura para internar su barca en los pantanos. No dejé de pensar en él en todo el día, preguntándome cada minuto que pasaba si por fin habría interrogado a su padre. Esperaba verlo después de cenar, pero no apareció. Sentada en la mecedora de la galería, me balanceé y aguardé. Grandpére estaba dentro escuchando música cajún en la radio, y de vez en cuando taconeaba, al tiempo que se llevaba a la boca la jarra de alcohol. Cualquier caminante casual habría creído que teníamos en casa un concurso de azadas o un baile de bastones.
Se hizo tarde; Grandpére Jack se sumió en su embrutecimiento habitual, y a mí me venció el cansancio. El cielo, sin luna, estaba de un negro compacto que todavía intensificaba más el titilar de las estrellas. Intenté evitar que se me cerraran los ojos, pero los párpados parecían tener voluntad propia. Incluso dormité unos instantes, hasta que me sobresaltó el ulular de una lechuza blanca. Al fin me rendí y fui a acostarme.
Acababa de reclinar la cabeza en la almohada y de cerrar de nuevo los ojos, cuando oí que se abría la puerta de entrada, volvía a cerrarse y alguien subía con sigilo la escalera. Mi corazón se disparó. ¿Quién deambulaba por la casa? Con Grandpére Jack traspuesto, cualquiera podía entrar y hacer lo que le viniera en gana. Me incorporé en el lecho y esperé sin casi respirar.
Primero se dibujó en las paredes una silueta alargada, luego la figura fantasmal se recortó en la puerta de mi habitación. -¿Paul?
-Siento haberte despertado, Ruby. Hoy no pensaba venir, pero no podía conciliar el sueño -me explicó-. He llamado, aunque seguramente no me has oído, y cuando he abierto la puerta he visto a tu abuelo tumbado en el sofá de la sala, con la boca abierta y exhalando unos ronquidos tan sonoros que hacían vibrar los muros.
Me ladeé para encender la lámpara. Un breve examen al rostro de Paul me confirmó que sabía la verdad.
-¿Qué ha pasado? Te he esperado hasta caer dormida -le dije y me senté más recta, cubriendo mi liviano camisón con la manta. Él se adentró en la habitación y se detuvo cabizbajo al pie del lecho-. ¿Habéis discutido el asunto?
Paul asintió y luego levantó la cabeza.
-Al volver de la excursión he entrado corriendo en casa, he ido a mi dormitorio y he echado la llave. Ni siquiera he bajado a cenar; pero no podía continuar allí tendido. Me habría gustado poner la almohada sobre mi cara y apretar hasta quedarme sin respiración. Lo he intentado dos veces.
-¡Oh, Paul! ¿Qué has averiguado? -inquirí.
Él se sentó en la cama y me miró un momento en silencio. Cuando empezó a hablar tenía los hombros caídos.
-Mi padre no quería hablar de ello; mis preguntas lo llenaron de asombro y durante largo rato se quedó inmóvil, mudo, mirando el agua con aire ausente. Yo insistí en que debía saber la verdad, que era capital para mí, más importante que cualquier cosa en el mundo. Finalmente se giró hacia mí y dijo que me lo contaría algún otro día, que no creía que fuera aún el momento apropiado.
»Le planté cara y reiteré mi necesidad de conocer los hechos. Al principio se enfadó mucho porque estaba al corriente. Pensaba que Grandpére Jack se había ido de la lengua. Insultó a tu abuelo... En fin, tendré que adaptarme, aunque me dé ganas de vomitar... a nuestro abuelo -dijo, pronunciando la palabra «nuestro» con una mueca como si hubiera tragado aceite de ricino-. Adujo que Grandpére ya le había chantajeado en otra ocasión y maquinaba el medio de sacarle más dinero. Entonces le dije que te lo explicó Grandmére Catherine y la razón por la que lo hizo, y ha admitido que obró ecuánimemente.
-Me alegro de que te ratificara la verdad; Ahora... -Excepto -añadió sin dejarme terminar, con la mirada sombría y suspicaz- que la versión que me dio mi padre de la historia es muy diferente de la de Grandmére.
-¿En qué aspectos?
-Según él, fue tu madre quien lo sedujo y no a la inversa. Dice que era una joven muy alocada, que ya había tenido otras aventuras y que, por lo tanto, mal podía aprovecharse de ella. Sostiene que lo asediaba, que lo seguía a todas partes, que le lanzaba sonrisas dulces y coqueteaba con cualquier pretexto, y que un día, cuando estaba pescando en los pantanos, tu madre se le acercó a bordo de una piragua. Tras detener la embarcación, se desnudó de arriba abajo, se zambulló en el agua y se encaramó a su barca. Fue cuando ocurrió todo, cuando me concibieron -concluyó Paul ácidamente.
Vi que mi silencio le trastornaba, pero no pude evitarlo. Me había quedado sin habla. Una parte de mí deseaba reír, desmentir y ridiculizar tamaña fábula. Una hija de Grandmére Catherine no podía haber sido tan desvergonzada; sin embargo, otro rincón de mi ser, aquel que había imaginado fantasías similares con Paul, me alertó de que podía ser verdad.
-Yo no le creo, por supuesto -se apresuró a decirme-. Pienso que sucedió tal y como te lo relató Grandmére. Mi padre vino por estos contornos y sedujo a tu madre. De lo contrario, ¿por qué se sometió tan fácilmente cuando Grandpére Jack se enfrentó con él y le pagó el chantaje sin rechistar?
Di un largo suspiro.
-¿Le has dicho eso a tu padre? -pregunté.
-No. No quería provocar una trifulca.
-Quizá nunca lleguemos a saber la verdad completa-dije.
-¿Y qué más da? -replicó Paul con acritud-. El resultado es el mismo. Mi padre se quejó repetidamente porque Grandpére Jack lo acorraló, lo extorsionó, y tuvo que pagarle miles de dólares para mantener su desliz en secreto. Dice que Grandpére es la más rastrera de las criaturas, que su sitio está entre las repulsivas sanguijuelas del pantano. Me ha comentado que si mi madre se apiadó de él fue sobre todo por su causa, y que luego se avino a aparentar un embarazo de tal modo que la comunidad aceptara mi nacimiento como el de un Tate legítimo. Me ha obligado a prometerle que no le diría una palabra. Afirma que si supiera que yo he descubierto que no es mi verdadera madre, se llevaría un disgusto mayúsculo.
-Estoy segura de que así sería -dije-. En eso no se equivoca, Paul. ¿Para qué herirla más después de lo que ha debido de sufrir?
-¿Y qué será de mí? -gritó él-. ¿Qué será... de nosotros?
-Somos jóvenes -repuse, evocando las sabias palabras de Grandmére Catherine.
-Eso no aliviará el dolor que sentimos.
-No, es cierto, pero no hay más remedio que seguir viviendo, buscar a otras personas a quienes amar con tanto fervor como nos queremos ahora nosotros.
-No puedo, no lo haré -se negó en postura desafiante.
~¿Qué otra solución tenemos?
. Paul fijó su mirada en mí, con un rostro que desbordaba rebeldía, ira y también pesar.
”Actuar como si nada hubiera pasado -dijo, estirando la mano para aferrar la mía.
No pude acallar el cosquilleo que se había iniciado en mi corazón y, tras inyectarse en la sangre, volaba por mi estómago, mis piernas y aceleraba la respiración. De repente, todo cuanto se relacionaba con él, con nosotros, estaba vedado. El mero hecho de sentarse en mi cama, estrechar mi mano y mirarme con anhelo era tabú y, como casi todo lo prohibido, acarreaba un elevado grado de emoción. Significaba tentar al destino, ponerlo a prueba, atormentar el alma con suplicios exquisitos.
-No podemos hacerlo, Paul -me opuse en una voz que era apenas un susurro.
-¿Por qué no? -contestó-. Anulemos esa mitad de nosotros mismos y volquémonos en la otra. No será la primera vez que ocurre algo parecido, especialmente en los pantanos. -Desplazó la mano hacia mi muñeca, con unos dedos aterciopelados que se deslizaban sobre mi piel, y se alzó para sentarse más cerca. Yo negué levemente con la cabeza.
-Ahora estás afligido y rabioso, hablas sin pensar -le dije. Mi corazón latía a un ritmo tal que creí que iba a asfixiarme.
-¡Sí que pienso! Además, ¿quién sabe nuestro secreto? Únicamente tu abuelo Jack, y nadie daría crédito a lo que pudiera contar, o bien mis padres, que no quieren que se sepa la verdad. ¿Te das cuenta? No importa.
-Lo sabemos nosotros, y sí que importa.
-Sólo si lo permitimos -se obstinó Paul.
Se inclinó hacia adelante para besarme en la frente. Ahora que ambos conocíamos la verdad de su origen, sentí sus labios tan ardientes como un hierro de marcar. Retrocedí abruptamente e hice un gesto negativo, tratando no sólo de rechazar sus requerimientos, sino de suprimir la excitación que tomaba ya cuerpo en todas mis vísceras.
Se resbaló la manta y el escote de mi camisón cayó tanto, que dejó al descubierto casi todo el pecho. Los ojos de Paul iban y venían, repasando detenidamente mi cuello, los hombros y el rostro.
-Tan pronto consigamos borrar el ingrato pasado y hacer el amor, después nos resultará cada vez más sencillo, Ruby -dijo-. ¿No lo entiendes? ¿Por qué vamos a renegar de la otra parte de nuestro ser, la mejor que tenemos ? No hemos sido educados como hermanos, nunca nos hemos considerado parientes.
»Si pudieras cerrar los ojos y olvidar, si dejaras que tus labios rozaran los míos... -suplicó, acortando distancias.
Yo rehusé, entorné los párpados y me alejé todo lo que pude, pero la boca de Paul se estampó en la mía. Intenté impedirlo, escurrirme bajo sus brazos, pero él persistió, cada vez más apremiante, buscando la piel desnuda de mis senos, tanteando hasta que las yemas de los dedos tocaron los pezones.
-¡No, Paul! -exclamé-. Te ruego que no lo hagas, o los dos nos arrepentiremos -dije, pero empecé a sucumbir a aquella sensación hormigueante que se había transformado en una marea de deseo. Después de tantos reveses y fatigas, toda yo penaba por su cálido contacto, aunque estuviera prohibido.
-Eso no ocurrirá -me respondió.
Sus labios recorrieron mi frente y descendieron por mi cara, mientras introducía la mano completamente bajo el camisón y ceñía uno de mis pechos. Lo levantó para besar el pezón y me sentí débil. No podía abrir los ojos. No podía hablar. Continué cediendo bajo su cuerpo y él se enardeció, insistente, impetuoso, invencible en su determinación de doblegar no sólo mi frágil resistencia, sino toda la moral y las leyes de la Iglesia y de los nombres que, además de vetar nuestros juegos eróticos, Dios desechaba con repugnancia.
-Ruby, te quiero -susurró en mi oído, haciendo girar mi cabeza y explotar mi corazón.
-¿Qué demonios está pasando aquí? -oímos decir de pronto. Paul dio un rebrinco y yo ahogué una exclamación. Grandpére Jack se erguía en medio del pasillo, con el cabello erizado en todas direcciones, los ojos desenfocados y congestionados, el cuerpo bamboleante como si un huracán azotara la casa.
-Nada -repuso Paul y se alzó de la cama, componiendo como pudo su atuendo.
-¿A eso le llamas tú nada? -Grandpére ajustó la vista y atravesó el umbral de la estancia. Todavía estaba ebrio, pero reconoció a mi acompañante-. ¿Quién diantre...? Eres el chico Tate, ¿no es verdad? El que siempre ronda por la casa.
Él me miró brevemente y luego asintió con la cabeza.
-No es extraño que nos aceches en plena noche y te cueles como un ladrón en la alcoba de mi nieta. Los Tate lo lleváis en la sangre -acusó Grandpére.
-Eso es mentira -le espetó Paul.
-¡Ja! -dijo el abuelo, y peinó las pegajosas greñas con sus dedos-. A estas horas intempestivas nada tienes que hacer en el dormitorio de Ruby. Te recomiendo, chico, que encojas el rabo y te largues de aquí.
-Hazle caso, Paul -intervine yo-. Es mejor que te vayas.
Él volvió a mirarme. Tenía los ojos bañados en lágrimas.
-Por favor -le musité.
Se mordió el labio y salió como una flecha, con tanto ímpetu que casi derribó a Grandpére Jack. Bajó de estampida la escalera y dio un sonoro portazo.
-Veamos -continuó Grandpére, dirigiéndose a mí-. Al parecer, eres mucho más mujer de lo que yo creía. Habrá que buscarte un marido adecuado.
-No necesito que alguien me busque un marido, Grandpére, y además aún no estoy preparada para el matrimonio. Paul no hacía nada malo. Sólo estábamos charlando...
-¿Charlando? -El abuelo rió con ese cloqueo silencioso que le hacía sacudir los hombros-. En el pantano esa clase de charla engendra renacuajos -añadió-. No, Ruby, ya has crecido; lo que pasa es que no me había fijado bien -dijo, a la vez que ojeaba mi cuerpo semidesnudo. Yo me tapé el pecho de modo instintivo-. No te preocupes -terminó, haciéndome un guiño, y a continuación se giró con paso oscilante y fue a la habitación de Grandmére, donde dormía siempre que era capaz de subir la escalera por su propio pie.
Me quedé sentada, con unas palpitaciones tan descontroladas que creí que el pecho se me iba a rasgar en dos. Pensé en el pobre Paul. Estaba hecho un lío, muy confundido; la cólera lo empujaba en una dirección, sus sentimientos por mí lo arrastraban hacia otra. La imprevista aparición de Grandpére Jack y sus acusaciones no le fueron de gran ayuda, pero, en mi opinión, quizá nos salvaron de hacer algo que más tarde habríamos lamentado. Apagué la luz y volví a acostarme. Tuve que confesarme a mí misma que por un instante, cuando Paul se empeñó tanto, una parte de mí quiso abandonarse y hacer lo que él proponía: rebelarme y atrapar lo que el destino nos había acotado. Pero ¿cómo se entierra en el corazón un secreto de esa naturaleza, cómo evitar que infectase y al fin destruyera la pureza del amor que nos profesábamos? No podía ser; era un contrasentido. «Hay que cortarlo», recapacité. Al menos en ese momento sabía que debía rehuir a toda costa cualquier intimidad con Paul. No tenía fuerza de voluntad para resistirme a la pasión de ambos.
Al cerrar los ojos y tratar de dormir comprendí que aquél era otro motivo, quizá más importante que cualquier otro, para reunir cuanto antes la fortaleza y el coraje de marcharme.
Quizá de ahí venía la insistencia de Grandmére Catherine; quizá había sabido lo que ocurriría entre Paul y yo a pesar del nuevo parentesco que habíamos descubierto. Me sumí en mis sueños con las palabras de Grandmére resonando en mi cabeza y las promesas que le había hecho en los labios. [
9. LECCIONES DIFÍCILES
El lunes por la mañana no vi a Paul en el instituto, lo que me sorprendió. Cuando le pregunté a su hermana Jeanne, me dijo que no se encontraba bien, pero pareció violentarse porque le había consultado, sobre todo en presencia de sus amigos, y no me dio más explicaciones.
Al regresar a casa después de clase, decidí dar un paseo junto al canal antes de preparar la cena. Enfilé el camino que cruzaba nuestro patio, y que era un vergel de hibiscos en flor y de hortensias azules y rosas. La primavera se había adelantado aquel año, de tal suerte que su colorido, los dulces perfumes y una perceptible aureola de vida y de renacer envolvía todo mi entorno. Era como si la naturaleza quisiera reconfortarme.
Pero mis pensamientos caóticos y a menudo encontrados eran como avispas revoloteando dentro de un tarro. Oía muchas voces diferentes que me indicaban todo un abanico de posibilidades. «Huye, Ruby -me urgía una de ellas-. Aléjate cuanto puedas de los pantanos, de Paul y de Grandpére Jack.»
«Desecha tus miedos, sublévate -me decía otra voz-. Es indudable que amas a Paul. Por lo tanto, obedece a tus sentimientos y olvida lo que sabes. Haz lo que él quiere: vive como si fuera falso.»
«Recuerda tus promesas, Ruby -me instaba también Grandmére Catherine-. Ruby, lo prometiste...»
La tibia brisa del golfo encrespaba mechones de mi pelo y los hacía danzar sobre mi frente. Esa misma brisa oreaba el musgo en los troncos muertos de los cipreses de la ciénaga, dándoles la apariencia de animales verdosos y deformes que se estiraban y se balanceaban para atraer mi atención. En un largo banco de arena divisé a una mocasín enrollada en una rama medio sumergida, absorbiendo el sol, con su cabeza triangular del color de un penique de cobre descolorido. Dos patos y una garza se alzaron de las aguas y volaron muy bajo por encima de los juncos. De pronto oí el rumor distante de una lancha motora, que navegaba por los pantanos y se fue acercando hasta que asomó por detrás de un recodo. Era Paul. En el momento en que me vio, me saludó con la mano, aumentó la velocidad y puso rumbo a la orilla, mientras su ondulante estela se extendía por los lirios acuáticos y las aneas, lamiendo las raíces arbóreas que bordeaban el pantano.
-Ve hasta ese esquisto -me dijo, y me señaló una roca pizarrosa. Hice lo que me pedía, y él arrimó la embarcación cuanto pudo antes de apagar el motor y dejarla derivar hacia mí.
-¿Qué has hecho hoy? ¿Por qué no has ido a la escuela? -Le pregunté. Era evidente que no estaba enfermo.
-He estado muy atareado meditando y planeando el futuro. Sube a mi lancha. Quiero enseñarte una cosa -dijo.
-No puedo, Paul. Debo preparar la cena de Grandpére Jack -contesté, dando un paso atrás.
-Hay tiempo de sobra, y los dos sabemos que o bien se retrasará, o cuando se presente estará demasiado borracho para comer -argumentó él-. Ven conmigo, por favor -me imploró.
-Paul, no quiero que se repita lo de anoche -dije.
-No pasará, Ruby; no voy a acercarme a ti. Sólo quiero mostrarte algo. Después te traeré a casa -prometió, y levantó la mano en actitud solemne-. Lo juro.
-¿No me tocarás y volveremos enseguida?
-Eso he dicho -se ratificó, y me tendió la mano para ayudarme a saltar desde el esquisto al interior de la lancha-. Siéntate en la parte de atrás -me ordenó, y arrancó otra vez el motor. Viró bruscamente en redondo y aceleró con la seguridad de un veterano pescador cajún. Aun así, solté un grito. Los pescadores expertos también topaban con los caimanes o encallaban en los bajíos. Paul rió y aminoró un poco la velocidad.
-¿Se puede saber adonde me llevas, Paul Tate? -Él maniobró la lancha motora entre las sombras que proyectaba un colgante entramado de sauces, y se internó en los recovecos del pantano antes de dirigirse al sudoeste, hacia la planta conservera de su padre. Vislumbré en la distancia los cúmulos borrascosos que avanzaban sobre el golfo de México-. No querría que me pillara una tormenta -protesté.
-¡Caramba, mira que eres pelma! -dijo Paul con una sonrisa. Atravesó un angosto pasillo y fue en línea recta hacia un campo, reduciendo la velocidad a medida que nos aproximábamos. Finalmente, paró el motor y derivamos hasta la orilla.
-¿Dónde estamos? -indagué.
-En mis tierras -proclamó-. Y no me refiero a las propiedades paternas, sino a las mías particulares.
-¿Tus tierras?
-Así es -puntualizó muy orgulloso, apoyado en un lado de la embarcación-. Todo lo que abarcan tus ojos, exactamente veinticuatro hectáreas de terreno, me pertenecen. Es mi herencia -añadió con un ampuloso ademán.
-No lo sabía -dije, dando un vistazo a lo que me pareció una de las tierras más fértiles de los pantanos.
-Me la dejó mi abuelo Tate. Ahora está en fideicomiso, y me será traspasada en cuanto cumpla los dieciocho años. Pero eso no es lo mejor -apuntó, exultante.
-¿Qué quieres decir? -pregunté-. Deja ya de sonreír como el gato de Cheshire y cuéntame de qué se trata, Paul Tate.
-Más que hablar, prefiero enseñártelo -respondió él, y sacó el remo para impeler la lancha suavemente por entre las altas hierbas del pantano hacia una zona umbría y apartada. Tras hacer una somera inspección, vi un burbujeo en el agua.
-¿Qué es eso?
-Burbujas de gas -dijo Paul en voz baja-. ¿Sabes lo que significa?
Negué con la cabeza.
-Significa que hay petróleo ahí abajo. ¡En mi tierra! Voy a ser inmensamente rico, Ruby.
-¡Es fantástico, Paul!
-No si no te tengo a ti para compartirlo -dijo-. Te he traído porque quería que vieras mis sueños con tus propios ojos. Construiré una gran casa en mis terrenos. Será una hacienda magnífica... tu hacienda, Ruby.
-Paul, ¿cómo puedes ni siquiera pensar en una cosa así? Basta ya -le dije-. Deja de atormentarte a ti mismo y a mí.
-¿Es que no entiendes nada, Ruby? El petróleo es la respuesta. El dinero y el poder todo lo logran. Compraré el beneplácito y el silencio de Grandpére Jack. Seremos la pareja más respetada y más próspera de los pantanos, y nuestra familia...
-No podremos tener hijos, Paul.
-Pues adoptaremos uno, quizá incluso en secreto, puedes hacer como mi madre, aparentar que es tuyo.
-Pero Paul, entonces basaremos nuestra vida en las mismas mentiras que ellos, en los mismos engaños, y nos perseguirán hasta la eternidad -protesté, negando con la cabeza.
-No será así si nosotros no queremos, si cultivamos nuestro mutuo amor y nuestra convivencia como siempre hemos planeado -insistió.
Aparté los ojos de él y los posé en una rana que se zambullía desde un tronco flotante. Produjo un pequeño círculo de ondas que se diluyó enseguida. En un rincón de la laguna, vi a unos peces brema que se alimentaban de insectos entre los juncos y las hojas de los lirios. Empezó a levantarse el viento, y la omnipresente barba española se meció junto con las ramas retorcidas de los cipreses. Una bandada de gansos cruzó el paraje y desapareció por encima de las copas de los árboles como si hubiera volado hasta las nubes.
-Este lugar es precioso, Paul. Me encantaría que algún día se convirtiera en nuestro hogar, pero no puede ser, y me parece una crueldad que me traigas hasta aquí y me hagas concebir sueños imposibles -dije, riñéndole amablemente.
-Pero Ruby...
-¿No se te ha ocurrido pensar que yo deseo tanto como tú que pudieran realizarse? -Lo miré frente a frente. En mis ojos centelleaban lágrimas de rabia y frustración-. Los mismos sentimientos que te están destrozando a ti me corroen a mí, pero fantasear de ese modo sólo prolongará la agonía.
-Yo no fantaseo; tengo un plan -dijo Paul con decisión-. He reflexionado mucho en las últimas horas. A partir de los dieciocho...
Meneé la cabeza.
-Llévame a casa, por favor -le dije. Él me escudriñó unos segundos.
-¿Lo pensarás al menos? Dime que lo harás.
-Lo haré -repuse, porque vi que era la llave que nos abriría la puerta para salir de aquel lugar de pesares.
-Estupendo.
Paul accionó el motor de la lancha y me condujo hasta el embarcadero que había cerca de casa.
-Nos veremos mañana en el instituto -dijo, tras ayudarme a bajar a tierra-. Hablaremos de esto todos los días, lo analizaremos juntos con claridad, ¿conforme?
-Sí, Paul -contesté, confiando en que cualquier mañana al despertar comprendería que su proyecto era una falacia irrealizable.
-¡Ruby! -exclamó cuando me encaminaba ya a la casa. Di media vuelta-. No puedo evitar quererte tanto. No me odies por eso.
Mordisqueé mi labio inferior e incliné la cabeza. Tenía el corazón ahogado en las lágrimas que había vertido por dentro. Despedí a Paul y aguardé hasta que la lancha motora se hubo perdido en los laberintos de los pantanos. Luego suspiré y entré en la vivienda.
Me saludó la risa escandalosa de Grandpére, que fue sucedida inmediatamente por las carcajadas de un extraño. Fui recelosa a la cocina, donde descubrí a Grandpére Jack sentado a la mesa. Él y un hombre a quien reconocí como Buster Trahaw, hijo del pujante propietario de una plantación de azúcar, estaban encorvados sobre un enorme cuenco de cangrejos de río. En la mesa había al menos media docena de botellas de cerveza vacías que habían sacado de una caja depositada en el suelo, a sus pies.
Buster Trahaw era un hombre de treinta y tantos años, alto y rollizo, con un cinturón de grasa en el estómago y los costados que daba la impresión de que llevaba un flotador debajo de la camisa. Todos los rasgos de su fea cara estaban desfigurados por el abotargamiento. Tenía la nariz aplastada, con anchas ventanas, las mejillas prominentes, la barbilla redonda y una boca blanda de labios amoratados y carnosos. La frente sobresalía por encima de sus ojillos negros, cavernosos, y los lóbulos de la oreja se despegaban tanto del contorno craneal que, visto desde detrás, parecía un murciélago gigantesco. En ese momento, su opaco pelo moreno estaba apelotonado por el sudor, y tenía algunos mechones pegados a las sienes.
Tan pronto como entré en la cocina, su sonrisa se ensanchó, exhibiendo una ristra de dientes descomunales. Había pedacitos de cangrejo en los intersticios, y la lengua rosada y gruesa estaba cubierta también de comida. Trahaw se llevó el cuello de una botella a los labios y bebió con tanta fuerza que las mejillas se contrajeron y volvieron a expandirse como los fuelles de un acordeón. Grandpére Jack se giró en su asiento cuando advirtió la sonrisa de Buster.
-¿Dónde estabas, muchacha? -demandó.
-He ido a dar un paseo.
-Buster y yo te esperábamos -dijo el abuelo-. He invitado a Buster a cenar con nosotros -anunció. Yo asentí y fui a la nevera-. ¿Es que no vas a decirle hola?
-Hola -musité, y volví a mi trabajo-. ¿Has traído pescado, pato o algo para el quingombó, Grandpére? -pregunté sin mirarlo y saqué algunas verduras.
-Tienes un montón de camarones en el fregadero a punto de pelar -me respondió-. Es una cocinera fenomenal, Buster. Nadie en esta región puede igualar su quingombó, su jambalaya y su estofado -alardeó.
-No me digas -contestó Trahaw.
-No tardarás en comprobarlo. Sí, señor, ahora mismo lo verás. Y fíjate en lo impoluta que tiene la casa, pese a vivir con un puerco como yo -añadió Grandpére.
Me volví y lo miré con resquemor, encogidos los ojos en dos oscuras rendijas. Era ostensible que no sólo presumía de su nieta; hablaba como el vendedor que hace el pregón de su producto. Mi mirada de sospecha no le afectó en absoluto.
-Buster ya había reparado en ti, Ruby -dijo-. Me ha comentado que te ha visto muchas veces caminando por la carretera, atendiendo el puesto o en el centro de la ciudad. ¿No es cierto, Buster?
-Sí, Jack. Y siempre me gustó lo que vi -respondió el otro-. Vas siempre muy guapa y muy lucida, Ruby -me piropeó.
-Gracias -balbuceé, y me giré con el corazón en un puño.
-Le decía a Buster que mi nieta se está acercando a esa edad en la que una joven debe pensar en sentar cabeza y tener una casa propia, su cocina y unos niños que cuidar -continuó Grandpére Jack. Yo empecé a pelar las gambas-. La mayoría de las mujeres de los pantanos no progresan demasiado con el cambio, pero nuestro amigo Buster, aquí presente, dirige una de las mejores plantaciones del estado.
-Es una de las más grandes y productivas -corroboró Buster.
-Todavía voy al instituto, Grandpére -le recordé. Permanecí de espaldas a los hombres porque no quería que detectaran el miedo en mi semblante, ni los lagrimones que comenzaban a escapar de mis ojos y correr por mis mejillas.
-A tus años, el instituto ya no es importante. Has hecho muchos más cursos que yo -afirmó el abuelo-. Y apuesto a que más que tú, ¿eh, Buster?
-No lo dudes -dijo Trahaw con una sonrisa.
-Lo único que nos interesaba aprender a ti y a mí era a llevar la contabilidad de nuestros ingresos, ¿verdad, muchacho?
Los dos rieron.
-El padre de Buster está enfermo; tiene los días contados, y Buster heredará todas sus propiedades.
-Eso es muy cierto, Jack. Y me lo he ganado a pulso -declaró Trahaw.
-¿Lo has oído, Ruby? -preguntó Grandpére Jack. Yo no abrí la boca-. Niña, estoy hablando contigo.
-Lo he oído, Grandpére -repliqué. Me enjugué el llanto con el dorso de la mano y me encaré con él-. Pero ya te he dicho que no estoy preparada para casarme y que aún no he terminado mis estudios. Además, quiero dedicarme a la pintura.
-Demonios, pues hazlo. Buster te comprará todos los pinceles y material que necesites para cien años. ¿A que sí, Buster?
-Para doscientos -recalcó el otro entre risas.
-¿Lo ves?
-Grandpére, no me hagas esto -supliqué-. Me estás haciendo sentir incómoda.
-Eres demasiado mayor para decir tantas bobadas, Ruby. Yo no puedo quedarme todo el día en casa vigilándote, y Grandmére ha muerto; ya es hora de que crezcas.
-Yo la encuentro muy crecidita... y muy atractiva -dijo Trahaw, y se pasó la viscosa lengua por un lado de la boca para rescatar un trozo de cangrejo que allí se le había quedado adherido.
-¿Lo oyes, Ruby? -me azuzó el abuelo.
-No quiero oírlo. Y no quiero hablar más del asunto. De momento no voy a casarme -grité, y retrocedí unos pasos del fregadero-, y menos aún con Buster.
Salí de la cocina deprisa y empecé a subir la escalera.
-¡Ruby! -gritó Grandpére Jack.
Al detenerme en el rellano para recobrar el aliento, oí las quejas de Trahaw.
-Aquí terminan tus arreglos fáciles, Jack. Me has hecho venir a tu casa, me has obligado a comprar una caja de cervezas, y Ruby no es la dócil damita que me habías prometido.
-Lo será -le aseguró Grandpére Jack-. Ya lo verás.
-Quizá. Tienes suerte de que me gusten las chicas de carácter. Es como domar una yegua salvaje -dijo Buster, y el abuelo se echó a reír-. ¿Sabes lo que vamos a hacer? -propuso-. Sumaré otros quinientos a lo que pensaba pagarte si me permites catar la mercancía.
-¿Qué quieres decir? -preguntó Grandpére.
-Supongo que no tendré que deletrearlo, ¿eh, Jack? Sólo te haces el inocente para que suba el precio. De acuerdo, admito que es una muchachita muy especial. Mañana te daré mil por pasar una noche a solas con ella, y el resto el día de la boda. A fin de cuentas, todas las mujeres deberían perder la virginidad antes del matrimonio; no veo por qué no iba a iniciar yo a mi propia esposa.
-¡Mil dólares!
-En efecto. ¿Qué me dices?
Contuve la respiración. «Mándalo derecho al infierno, Grandpére», le animé mentalmente.
-Trato hecho -fue la respuesta del abuelo. Vi que se daban un apretón de manos y abrían otra botella de cerveza.
Fui rauda a mi alcoba y cerré la puerta. «Si alguna vez he necesitado pruebas de que las historias que circulan sobre Grandpére Jack son verídicas, acaban de dármelas», pensé. Por mucho que se emborrachara, por altas que fueran las deudas acumuladas en el juego, debería haber albergado algún sentimiento hacia una persona de su propia sangre. Estaba viendo en primera fila a la bestia mezquina e infame en que se había convertido Grandpére a los ojos de Grandmére Catherine. ¿Por qué no tenía la valentía de cumplir instantáneamente mi promesa? ¿Por qué me obstinaba siempre en buscar lo mejor del prójimo, aunque no hubiera el menor indicio de bondad? «Siempre aprendo mis lecciones del modo más doloroso», concluí.
Al cabo de una hora larga, oí las pisadas de Grandpére en la escalera. No llamó a mi puerta; la abrió violentamente y se plantó en medio del cuarto, mirándome con fiereza. Tan sulfurado estaba que se diría que iba a salir humo por sus orejas.
-Buster se ha ido -dijo-. Tu comportamiento le ha quitado el apetito.
-¡Bien!
-No puedes actuar así, Ruby -me regañó con el índice extendido-. Tu abuela te estropeó, inculcándote toda clase de sueños sobre tu arte y diciéndote que serías una elegante señorita de la ciudad, cuando no eres más que una simple muchacha cajún, admito que más guapa de lo normal, pero una cajún al fin y al cabo, que debería dar gracias al cielo porque un hombre tan rico como Buster Trahaw se ha interesado en ella.
»Y en vez de agradecerlo, ¿qué haces? Me dejas como un payaso ante él -agregó.
-Es que eres un loco, Grandpére -me solivianté. Su cara se tiñó de púrpura. Me senté muy tiesa en la cama, resuelta a no callar-. Pero, peor aún, eres un egoísta que venderías a un ser de tu misma carne para seguir jugando y hartándote de whisky.
-Discúlpate ahora mismo por esas palabras, Ruby. ¿Me oyes?
-Ni lo sueñes, Grandpére. Eres tú quien tiene mucho que hacerse perdonar. Tú chantajeaste al señor Tate y traficaste con su hijo Paul.
-¿Qué? ¿Quién te ha contado esa historia?
-Tú organizaste la venta de mi hermana a unos criollos de Nueva Orleans. Le partiste el corazón a mi madre, y también a Grandmére Catherine -acusé.
Grandpére tuvo un instante de vacilación.
-Eso es mentira. Todo es una sarta de embustes. Hice lo que era menester para salvaguardar nuestro nombre, y de paso saqué un pequeño extra para ayudarnos -protestó-. Catherine te predispuso en mi contra explicándote no sé qué cosas y...
-¿Como el de que pretendes venderme a Buster Trahaw y has hecho un pacto con él para que venga mañana por la noche? -dije, llorando-. Tú, mi abuelo, alguien que debería protegerme y velar por mí. No eres más que... que el inmundo animal del pantano que tanto detestaba Grandmére.
De pronto, pareció como si lo hincharan. Sus hombros se elevaron hasta alcanzar su máxima altura, la cara colorada se inflamó tanto que casi se volvió del color de mi pelo, y sus ojos, rezumantes de ira, parecían lanzar chispas.
-Veo que esas chismosas te han llenado de presunción y te han vuelto contra mí. Pues bien, hago lo que más te conviene al convencer a un hacendado tan rico y próspero como Buster de que eres la pareja idónea. Si además obtengo unas ganancias, deberías alegrarte por mí.
-Pues ni me alegro ni aceptaré a Buster Trahaw -grité.
-¡Y tanto que sí! -dijo Grandpére-. Es más, a la larga me lo agradecerás -vaticinó. Dio la vuelta, abandonó la habitación y bajó la escalera con grandes zancadas.
Un rato más tarde lo oí encender la radio, y después un fragor de cristales rotos, probablemente las botellas de cerveza. Grandpére era presa de uno de sus delirios. Decidí esperar en mi habitación hasta que se durmiera. Entonces me marcharía.
Empecé a llenar una pequeña bolsa con mis pertenencias, siendo lo más selectiva posible porque sabía que debía viajar ligera de equipaje. Tenía el dinero de mis acuarelas escondido debajo del colchón, pero preferí no recogerlo hasta el momento mismo de partir. Por supuesto, me llevaría las fotografías de mi madre y la única imagen que había de mi padre y mi hermana gemela. Mientras deliberaba qué más necesitaría, los desvaríos de Grandpére ganaron intensidad. Se hizo añicos algún otro objeto y una silla chocó contra el suelo. Al poco rato, oí un chirrido metálico y sus pasos plomizos e inseguros en la escalera.
Me agazapé en la cama con el corazón desbocado. La puerta volvió a abrirse y Grandpére irrumpió en la habitación. Me observó unos instantes, amortiguadas las iracundas llamas de sus pupilas por la cerveza y el whisky que había consumido. Dio una ojeada general y vio la bolsa en un rincón.
-Así que quieres marcharte, ¿no? -me preguntó muy sonriente. Yo negué con la cabeza-. ¿Creías de veras que podías hacerlo, que podías largarte y dejarme como un idiota?
-Grandpére, serénate -empecé a decir, pero él se adelantó con asombrosa agilidad y me agarró por el tobillo izquierdo. Impasible a mis gritos, ciñó a su alrededor una cadena de bicicleta, y luego la pasó bajo la pata de la cama. Lo oí accionar un candado antes de levantarse.
-Perfecto -dijo-. Esto te ayudará a recuperar la cordura.
-¡Grandpére, desátame!
-Algún día me darás las gracias -masculló-. Me las darás. -Se giró de espaldas, cruzó la puerta haciendo eses y me dejó allí aterrorizada, llorando histéricamente.
-¡ Grandpére! -chillé.
Me dolía la garganta por el esfuerzo y las lágrimas. Cuando callé para escuchar, me pareció que Grandpére Jack había tropezado y caído por la escalera. Lo oí maldecir, y después resonaron más golpetazos y roturas de muebles. Pasado un tiempo, cesaron los ruidos.
Anonadada por lo que había hecho, sólo acerté a estirarme y llorar hasta que noté el pecho como si estuviera repleto de piedras. Grandpére era peor que una bestia del pantano; era un monstruo, porque ningún animal se habría ensañado así con las criaturas de su misma especie. Y había mucho que reprochar a la ingente cantidad de alcohol que bebía.
Me dormí de agotamiento y de miedo, aceptando gustosa aquel sopor como una escapatoria pasajera de un horror que jamás había imaginado.
Cuando desperté, tenía la sensación de haber dormido durante horas; pero ni siquiera habían transcurrido dos. No me quedaba la opción de pensar que lo ocurrido había sido tan sólo un mal sueño, porque en el momento en que moví la pierna oí rechinar la cadena. Me incorporé e intenté liberar el tobillo, pero cuanto más tiraba más dolorosamente se me hincaba el metal en la piel. Gemí y sepulté la cabeza en las manos. Si Grandpére me dejaba encadenada todo el día, si seguía cautiva cuando regresara Buster Trahaw, estaría indefensa ante él.
Un escalofrío glacial y eléctrico estremeció todo mi ser. No recordaba haber sentido tanto pánico. Agucé el oído. La casa estaba silenciosa. Ni siquiera la brisa hacía crujir las paredes. Era como si el tiempo se hubiera detenido, como si me hubiera quedado atrapada en el núcleo de una violenta tempestad que fuera a descargar sobre mi cabeza. Inhalé aire y traté de calmarme lo suficiente para pensar con lucidez. Acto seguido estudié la cadena y seguí su recorrido hasta la pata de la cama.
Me inundó una oleada de alivio al advertir que Grandpére Jack, en su estado de ebriedad, se había limitado a enrollar y asegurar la cadena en torno de la pata, olvidando que podía levantar la cama y deslizar la cadena por debajo. Me contorsioné para sacar la otra pierna fuera de la cama, y a continuación fui bajando el cuerpo torpe, penosamente, hasta formar la palanca que necesitaba. Tuve que hacer uso de toda la fuerza que poseía, pero la cama se elevó y empujé la cadena de tal modo que fuera cayendo y se soltara de la pata. Por último le di unas cuantas vueltas y conseguí desenredarla del tobillo, que estaba irritado y tumefacto. Con cuidado, lo más sigilosamente que pude, deposité la cadena en el suelo. Cogí la bolsa que contenía la ropa y mis bienes más preciados, guardé en el fondo el dinero -tras haberlo extraído del colchón- y fui hacia la puerta del dormitorio. Abrí una rendija y apliqué el oído.
Reinaba una total tranquilidad. La lámpara de butano que había en la sala parpadeaba tenuemente, proyectando un fulgor mortecino y haciendo bailar las distorsionadas siluetas en los muros y la escalera. ¿Dormía Grandpére en la habitación de Grandmére Catherine? Preferí no comprobarlo, sino que me escabullí de la habitación y bajé de puntillas los primeros peldaños. No obstante, a pesar de tantas precauciones, no pude evitar que crujieran las tablas de madera. Se diría que la casa quería delatarme. Hice un alto, escuché, y al ver que no había peligro continué el descenso. Cuando llegué al pie de la escalera paré de nuevo para reconocer el terreno. Descubrí a Grandpére Jack tendido en el suelo, al lado mismo de la puerta principal. Roncaba ruidosamente.
No quise arriesgarme a sortear su cuerpo y salir por delante, así que me dirigí a la parte trasera, aunque me detuve a medio camino de la cocina. Tenía que hacer algo antes de irme, tenía que dar una última mirada al cuadro que había pintado de Grandmére Catherine y que habíamos colgado en una pared de la sala de estar. Retrocedí en silencio y me situé frente al retrato. El claro de luna que se derramaba a través de la ventana lo iluminaba plenamente, y por un momento tuve la impresión de que Grandmére me sonreía, que sus ojos brillaban de felicidad porque había sido fiel a mi promesa.
-Adiós, Grandmére -susurré-. Un día volveré a los pantanos y pondré este cuadro en el sitio de honor de mi nueva casa.
¡Cómo deseaba poder besarla y abrazarla una vez más! Cerré los ojos e intenté recordar nuestra última caricia, pero Grandpére Jack emitió un gruñido y cambió de postura en el suelo. No moví un solo músculo. Abrió los ojos y los cerró de nuevo. Si me vio, debió de creer que estaba soñando, porque no se despertó. Sin perder un segundo, rauda pero cautelosa, volví sobre mis pasos y atravesé la cocina y la puerta de atrás. Ya en el exterior, rodeé la esquina de la casa en dirección de la fachada principal.
Antes de adentrarme en la carretera, hice una pausa y miré hacia atrás. Tenía en la garganta un sabor agridulce. A pesar de todo lo que había sucedido y lo que aún sucedería, me entristecía abandonar aquella humilde casita que había sido testigo de mis primeros balbuceos. Entre sus paredes lisas, destartaladas, Grandmére Catherine y yo habíamos cocinado muchos platos, habíamos cantado y nos habíamos reído juntas. En la galería, balanceándose en su mecedora, la abuela me había relatado un sinfín de historias sobre su propia juventud. Y arriba, en mi propia habitación, me había cuidado en las enfermedades de la infancia y me había explicado cuentos maravillosos que me ayudaban a entornar los ojos y dormir pacíficamente, sintiéndome segura y a resguardo en el ovillo de promesas que tejía con su voz envolvente y sus ojos tiernos, afectivos. Sentada junto a la ventana de mi habitación en las tórridas noches del verano había forjado mil fantasías en torno a mi futuro, había visto acudir a mi príncipe y contemplado mi boda de ensueño, con música y polvo de oro.
En suma, lo que abandonaba era algo más que una casucha al borde del pantano. Era mi pasado entero, mis años de formación y desarrollo, sentimientos de júbilo y sentimientos de tristeza, melancolías y éxtasis, risas y sollozos. Era tan difícil, a pesar de todos los pesares, huir de mis raíces y dejar que la oscura noche cerrara a mis espaldas una puerta de negrura.
¿Y el mundo mismo del pantano? ¿Podría distanciarme de las flores y los pájaros, de los peces e incluso los caimanes que me espiaban con interés? A la luz de la luna, en la rama de un sicómoro, había posado un halcón cuyo contorno se siluetaba amenazador y altivo contra el fondo plateado. Desplegó las alas y las dejó en suspenso como si quisiera decirme adiós en nombre de toda la fauna del lugar, aves, mamíferos, reptiles y peces. En cuanto plegó de nuevo sus alas me volví y me alejé rápidamente, con su esbelto perfil aún grabado en la superficie de mi visión.
Camino de Houma pasé junto a las casas de muchas personas que conocía, personas que quizá nunca volvería a ver. Estuve a punto de entrar a despedirme de la señora Thibodeau. Tanto ella como la señora Livaudis habían sido unas espléndidas amigas de Grandmére y mías; pero sabía que intentaría disuadirme de mi plan y engatusarme para que me quedara a vivir con cualquiera de las dos. Me prometí en mi fuero interno que muy pronto, una vez me estableciera en la ciudad, les escribiría a las dos.
Había muy pocos establecimientos abiertos cuando llegué al centro. Fui derecho a la estación de autobuses y compré un billete de ida a Nueva Orleans. Tenía casi una hora de espera y pasé la mayor parte en un banco retirado, temiendo que alguien me reconociera y, o bien tratara de detenerme, o bien alertara a Grandpére antes de irme. Pensé dos veces en llamar a Paul, pero me daba miedo hablar con él. Si le contaba la canallada de Grandpére era capaz de perder los estribos y hacer algo irreparable. Resolví escribirle una carta de despedida. Compré un sobre y franqueo en la estación, y arranqué una hoja de mi cuaderno de notas.
Querido Paul:
Sería demasiado largo explicarte por qué me voy de Houma sin previo aviso. Creo, sin embargo, que la razón principal es que sé cuánto me haría sufrir mirarte a los ojos y luego marcharme. Ya es bastante doloroso escribir esta nota. Déjame decirte solamente que en el pasado ocurrieron más cosas de las que te revelé en su día, unos acontecimientos que ahora me apartan de Houma para ir en busca de mi auténtico padre y de una vida distinta. Nada hay que pueda apetecerme más que pasar a tu lado el resto de mi existencia. Es una broma cruel de la naturaleza que nos permitiera enamorarnos de este modo y ahora nos sorprenda con la amarga verdad. Pero soy consciente de que, si no me fuera de la ciudad, tú no renunciarías a lo nuestro y acabarías por causar un grave daño a los dos.
Recuérdame tal y como era antes de que averiguáramos los tristes hechos, y yo haré lo mismo. Quizá tengas razón; quizá nunca amaremos a otra persona tanto como nosotros nos queremos, pero debemos intentarlo. Pensaré en ti a menudo, y te imaginaré en tu hacienda magnífica.
Con mi amor eterno,
RUBY.
Eché la carta al buzón que había enfrente de la central de autobuses, reprimí como pude las lágrimas y me senté a esperar. Finalmente, llegó mi autobús. Procedía de St. Martinville y había recogido pasajeros en las paradas de New Iberia, Franklin y Morgan City antes de llegar a Houma, de modo que iba prácticamente lleno cuando subí y le di el billete al conductor. Fui hacia la parte trasera y vi un asiento vacío a la derecha, al lado de una bella mujer de tez color caramelo con el cabello azabache y los ojos turquesa. Me sonrió a modo de saludo, mostrándome una dentadura de un blanco impecable. Llevaba una vistosa falda de campesina rosa y azul, un corpiño rosa a juego y sandalias negras, y en los brazos tenía puestas pulseras en forma de aros de estilos diversos. Tocaba su cabeza un pañuelo blanco, un tignon con siete nudos cuyas puntas salían todas en vertical.
-Hola -me dijo-. ¿Vas también a la tumba húmeda?
-¿La tumba húmeda? -pregunté sentándome a su lado.
-Me refería a Nueva Orleans, monada. Mi madre la apodaba así porque no hay sitio donde enterrar a la gente. El agua lo invade todo.
-¿En serio?
-¡Ya lo creo! Todos los muertos yacen en panteones, criptas y nichos construidos sobre el nivel del suelo. ¿No lo sabías? -preguntó la mujer sin perder su sonrisa-. No hay duda: ésta es la primera vez que vas a Nueva Orleans.
-Sí, es verdad.
-Pues has escogido la mejor época para visitarla -afirmó. Reparé en cómo resplandecían sus ojos, en lo ilusionada que estaba.
-¿Por qué?
-Porque es carnaval, encanto.
-¡Oh, no! -exclamé, y cavilé que era el momento más inoportuno, no el mejor. Había leído y oído hablar sobre las celebraciones del Mardi Gras en Nueva Orleans. Debería haber adivinado que por eso iba tan peripuesta mi vecina. Toda la ciudad estaría de fiesta. No era la ocasión ideal para llamar a la puerta de un padre desconocido.
-Pequeña, te comportas como si acabaras de emerger del pantano.
Respiré hondo y asentí. La mujer se echó a reír.
-Me llamo Annie Gray -se presentó, y me tendió una mano delgada y de piel suave.
Se la estreché. Lucía unos bonitos anillos en todos los dedos, pero uno de ellos, el del meñique, parecía estar hecho de hueso y representaba una calavera en miniatura.
-Yo soy Ruby Landry.
-Encantada de conocerte, Ruby. ¿Tienes parientes en Nueva Orleans?
-Sí -contesté-. Pero nunca los he visto...
-¡Caramba, qué extraordinario!
El conductor cerró la puerta del autobús y salimos de la estación. El corazón me dio un vuelco cuando transitamos junto a comercios y edificios que había frecuentado toda mi vida. Pasamos delante de la iglesia y después del instituto, avanzando siempre por la carretera que yo había caminado casi cada día de mi vida. Al fin nos paramos en un cruce y el autobús torció en dirección de Nueva Orleans. Había visto la señal indicadora incontables veces, y otras tantas había ansiado seguirla. En ese momento lo estaba haciendo. En cuestión de segundos enfilábamos la autopista a gran velocidad, y Houma empezó a difuminarse en lontananza. No pude sustraerme a volver la vista una última vez.
-No mires atrás -me dijo Annie Gray en tono imperioso.
-¿Cómo? ¿Por qué no?
-Porque trae mala suerte -respondió.
Me giré en el acto y miré hacia adelante.
-¿Qué has dicho?
-Que trae mala suerte. Rápido, persígnate tres veces -me prescribió. Comprendí que hablaba en serio, así que obedecí.
-Sólo me faltaría eso -declaré.
Mi comentario hizo sonreír a Annie. Se agachó y levantó un bolso de tela que llevaba a sus pies. Rebuscó en el interior, hasta que sacó un objeto y me lo puso en la mano. Yo lo miré con extrañeza.
-¿Qué es? -pregunté.
-Un fragmento de la cerviz de un gato negro. Es gris-gris -dijo. Viendo que seguía desconcertada, añadió-: Su hechizo mágico hará que la fortuna te sea propicia. Me lo regaló mi grandmére. Forma parte del vudú -me cuchicheó en voz muy baja.
-¡Ah! No quisiera privarte de tu talismán de la suerte -respondí, devolviéndoselo. Ella lo rechazó.
-Quedaría maldito si te lo aceptara, y aún sería peor para ti por habérmelo dado -explicó-. Además, querida, tengo otros muchos amuletos. No te preocupes. Venga, no lo dudes más -me animó, obligándome a cerrar los dedos alrededor del hueso de gato-. Mantenlo oculto, pero llévalo siempre contigo.
-Gracias -dije, y me lo guardé en la bolsa.
-Apuesto a que esos familiares tuyos estarán muy contentos de verte.
-No lo creas.
Annie ladeó la cabeza y me miró con perplejidad.
-¿No? ¿No saben que vas a visitarlos?
La miré unos momentos y volví a mirar hacia adelante, con el cuerpo rígido en el asiento.
-No. Ni siquiera saben que existo.
El autobús continuó su marcha, con los faros reptantes en la noche, transportándome hacia lo que el futuro me deparara, un futuro tan oscuro, tan misterioso y perturbador como aquella autopista sin iluminar.
SEGUNDA PARTE
10. UN AMIGO INESPERADO
Annie Gray estaba tan excitada por viajar a Nueva Orleans el día de Mardi Gras, que habló incesantemente durante el resto del trayecto. Yo estaba muy nerviosa, sentada con las rodillas juntas y retorciendo las manos en el regazo, pero agradecí la conversación. Mientras escuchaba sus descripciones de otros festejos de carnaval a los que había asistido, no me quedó tiempo para compadecerme de mí misma y angustiarme por lo que iba a ocurrir en el momento en que me apeara del autobús. Temporalmente al menos, pude desechar los turbulentos pensamientos que se amontonaban en los recovecos más lóbregos de mi mente.
Annie era oriunda de New Iberia, pero había estado media docena de veces en Nueva Orleans para visitar a su tía, quien según me dijo era una cantante de cabaret en un famoso club nocturno del Barrio Francés. Me comentó que se quedaría a vivir con ella.
-Yo también seré cantante -presumió-. Mi tía me concertará la primera audición en un club de Bourbon Street. Has oído hablar del Barrio Francés, ¿verdad, monada?
-Sé que es la parte más antigua de la ciudad, que la música no para de sonar y que la gente está de fiesta todo el tiempo -contesté.
-En efecto, y alberga los mejores restaurantes del mundo, unas tiendas fabulosas y montones de anticuarios y galerías de arte.
-¿Galerías de arte?
-Así es.
-¿Conoces una que se llama Dominique?
Ella se encogió de hombros.
-No sabría distinguir una de otra. ¿Por qué?
-Tienen expuestas cinco obras mías -dije con orgullo.
-¿De veras? ¡Esto sí que es genial! Viajo en compañía de una artista -afirmó Annie, impresionada-. ¿Y dices que nunca has estado en Nueva Orleans?
Negué con la cabeza.
-¡Vaya! -gritó, y estrujó mi mano-. Verás cómo lo pasas de miedo. Tienes que darme tus señas, así cuando me contraten te enviaré una invitación para que vayas a verme actuar.
-Todavía no sé dónde viviré -tuve que confesar.
Mi respuesta moderó su aluvión de optimismo. Se apoyó en el respaldo de su asiento y me escrutó con una peculiar sonrisa.
-No lo comprendo. Creía que ibas a visitar a unos parientes.
-Y así es, pero... pero ignoro su dirección.
Mis ojos se encontraron un mero instante con los de Annie antes de eludirla para mirar casi ciegamente el paisaje campestre, que consistía en una borrosa sucesión de siluetas negras y una esporádica ventana iluminada en alguna casa solitaria.
-Te recuerdo, encanto, que Nueva Orleans es un poco más grande que el centro de Houma -dijo Annie Gray con una sonrisa socarrona-. ¿Tienes al menos su número de teléfono?
Me volví de nuevo hacia ella y respondí que no. Noté unos pequeños pinchazos en las yemas de los dedos, dormidos quizá porque los apretaba demasiado.
La sonrisa de mi vecina se apagó, y estrechó suspicazmente sus ojos turquesa al estudiar mi exiguo equipaje y de nuevo a mí. Hizo un asentimiento y se inclinó hacia adelante, convencida de saberlo todo.
-Te has escapado de casa, ¿no es cierto? -me interrogó.
Me mordí el labio, pero los ojos me traicionaron. Asentí con la cabeza.
-¿Por qué? -preguntó-. A mí puedes contármelo, cariño. Annie Gray guarda mejor un secreto que la caja fuerte de un banco.
Contuve las lágrimas y vencí el nudo de mi garganta para hablarle de Grandmére Catherine, su muerte, la mudanza instantánea de Grandpére Jack y sus maquinaciones de boda con Buster. Ella escuchó en silencio, solidaria, hasta que hube terminado. Entonces su mirada se encendió.
-¡Qué monstruosidad! -exclamó-. Ese hombre es Papa Le Bas -farfulló.
-¿Quién?
-El diablo en persona. ¿ Llevas encima algo que le pertenezca?
-No -repuse-. ¿Por qué?
-Para ponerlo en su sitio -dijo Annie tajantemente-. Le sumiría en un hechizo por sus insidias. Mi bisabuela fue traída a este país como esclava, pero era una mama, una reina del vudú, y me transmitió algunas de sus artes -susurró con los ojos muy abiertos y su cara tocando la mía-. Ya, ye, ye lo konin ton, gris-gris -canturreó. Mi corazón empezó a alterarse.
-¿Qué significa?
-Es una oración vudú. Si tuviera un mechón de pelo de tu Grandpére o un retal de su ropa, aunque fuera un calcetín viejo, nunca más volvería a molestarte -me aseguró con un firme balanceo de cabeza.
-Ahora ya da igual. Estoy fuera de su alcance -dije, con una voz que no era más que un murmullo.
Annie me examinó unos momentos. El blanco de sus ojos refulgía más que antes, como si hubiera dos diminutas hogueras detrás de cada globo. Por fin volvió a asentir, me dio unas palmadas tranquilizadoras en la mano y se arrellanó en su sitio.
-Todo irá bien. No pierdas el hueso de gato negro que te he dado -me advirtió.
-Gracias -dije, y exhalé una bocanada de aire.
El autobús rebotaba y traqueteaba sobre el asfalto. Un poco más adelante, la autopista se llenó de luz al acercarnos a zonas más transitadas y pobladas camino a la ciudad, que en ese momento se insinuaba a mis ojos como un sueño.
-Lo primero que has de hacer en cuanto lleguemos -me aconsejó Annie- es ir a una cabina telefónica y buscar a tus parientes en la guía. Además de su número, tiene que constar la dirección. ¿Cómo se apellidan?
-Dumas.
-¡Vaya! Querida niña, en el listín debe de haber cien Dumas como muy pocos. ¿Conoces algún nombre de pila?
-Pierre Dumas.
-Encontrarás una docena, quizá más -calculó ella con desaliento-. ¿Tiene una inicial intermedia?
-No lo sé -contesté.
Annie recapacitó unos instantes.
-¿Qué más sabes de tus parientes, bonita?
-Sólo que viven en una casa grande, en una mansión -dije. Su mirada volvió a animarse.
-Entonces deben de estar en el barrio residencial, en el Carden District. ¿Tienes idea de cómo se ganan la vida?
Meneé la cabeza. Sus ojos se tornaron recelosos, a la vez que enarcaba una ceja con curiosidad.
-¿Quién es Pierre Dumas? ¿Tu tío, tu primo?
-Mi padre -dije. Annie abrió la boca y puso unos ojos como platos.
-¿Tu padre? ¿Y nunca te ha visto?
Contesté con un sucinto gesto. No deseaba tener que revivir toda la historia y, afortunadamente, mi acompañante no me sondeó más. Se limitó a santiguarse y mascullar unas frases ininteligibles, antes de tomar una decisión.
-Consultaremos juntas la guía telefónica. Mi grandmére me dijo que tengo percepción de mama, que veo a través de las tinieblas hasta hallar la luz. Voy a ayudarte -dijo, acariciando mi mano-. Ahora bien, existe un requisito para que surta efecto.
-¿De qué se trata? -pregunté.
-Tienes que darme una prenda, un objeto valioso que me abra las puertas -respondió Annie-. No vayas a creer que es para mí -se apresuró a añadir-. Es un obsequio a los santos, un modo de agradecerles su intervención en el éxito del gris-gris. Pienso donarlo a la iglesia. ¿Qué puedes ofrecerme?
-No tengo nada de valor -declaré.
-¿Llevas dinero encima?
-Una pequeña cantidad que cobré por la venta de mis pinturas.
-¡Bien! En la cabina me darás un billete de diez dólares para infundirme el poder. Tienes mucha suerte de haber topado conmigo, monada. De otro modo, pasarías la noche y el día vagando sin rumbo por la ciudad. Seguramente estaba escrito. Debo de ser tu gris-gris bondadoso.
Annie se rió de sus propias palabras, y me describió una vez más lo fantástica que iba a ser su nueva vida en Nueva Orleans tan pronto como su tía le facilitara la oportunidad de cantar.
Cuando vislumbré los primeros contornos de la urbe me alegré de haber conocido a Annie Gray. Había tantos edificios, tantas luces, que me sentí como si hubiera caído en un cielo plagado de estrellas. El tráfico, los transeúntes, el laberinto de calles, era todo imponente y sobrecogedor. Dondequiera que mirara desde la ventanilla del autobús veía grupos de juerguistas desfilando por las aceras, todos ellos vestidos con aparatosos disfraces, exhibiendo máscaras o llamativos sombreros con plumas y portando unas multicolores sombrillas de papel. Algunos, incluidas las mujeres, en vez de usar antifaz se habían maquillado la cara como payasos. La gente tocaba trompetas y trombones, flautas y timbales. El conductor del autobús tuvo que reducir la marcha y ceder el paso a la multitud en casi todas las esquinas antes de parar finalmente en la estación. Tan pronto como frenó el vehículo, nos rodeó una cuadrilla de músicos y espontáneos que quería saludar a los recién llegados. A unos les dieron caretas, a otros les encasquetaron en la cabeza unas enjoyadas coronas de plástico y a unos cuantos les endilgaron sombrillas. Al parecer, si no celebrabas el Mardi Gras no eras bienvenido en Nueva Orleans.
-Vamos, no te entretengas -me urgió Annie en el pasillo del autobús.
En cuanto puse un pie en el suelo, alguien aferró mi mano izquierda, me colocó una sombrilla de papel en la derecha y me empujó hacia aquella amalgama tan pintoresca, de manera que hube de unirme a su marcha alrededor del autobús. Annie soltó una carcajada, echó los brazos al aire y empezó a bailar y contonearse detrás de mí. El corro continuó girando mientras el conductor descargaba los equipajes. Cuando Annie vio el suyo, me sacó de la fila y me hizo seguirla a las dependencias de la estación. La gente danzaba por todas partes, y allí donde posaba la vista había orquestinas interpretando jazz de Dixieland.
-¡Mira, una cabina telefónica! -dijo mi compañera con el índice extendido, y fuimos las dos a la carrera. Annie abrió la voluminosa guía-. Nunca se me había ocurrido pensar cuántos habitantes tenía Nueva Orleans-. Dumas, Dumas -repitió, pasando el dedo sobre las páginas-. Bien, aquí está la lista. Rápido -ordenó, vuelta hacia mí-. Dobla el billete de diez dólares en tantos pliegues como puedas.
Hice lo que me pedía. Ella abrió el monedero y entornó los párpados.
-Ponlo aquí-dijo.
Obedecí al punto. Annie abrió los ojos poco a poco y centró su atención en la guía. Parecía estar inmersa en un trance. La oí barbotar en una jerga desconocida, y luego posó el fino índice de su mano derecha sobre la página y empezó a bajarlo con gran lentitud. De repente, lo detuvo. Todo su cuerpo se estremeció, pestañeó y volvió a alzar los párpados.
-¡Es él! -anunció. Se inclinó hacia donde señalaba para corroborarlo-. Vive en el Carden District, tiene una casa lujosa, es rico. -Arrancó una esquina de la hoja y escribió la dirección. La mansión estaba en St. Charles Avenue.
-¿Estás segura? -inquirí.
-¿No has visto cómo mi dedo se paraba en ese lugar? Pues lo ha hecho por su propia voluntad, sin que yo se lo ordenara -repuso Annie con la mirada ida. Hube de aceptarlo.
-Gracias.
-De nada, bonita. -Recogió su maleta y añadió-: Tengo que irme ya. Ahora todo te saldrá a pedir de boca; te lo dice Annie Gray. Te mandaré aviso cuando me contraten en algún local -prometió, y empezó a alejarse-. Annie no te olvidará. No olvides tú a Annie.
Se giró una única vez con la mano en alto, lo que hizo tintinear sus vistosas pulseras. Me dedicó una ancha sonrisa de despedida y por fin se marchó bailando alegremente, sumándose a un grupito parrandero que en aquel momento cruzaba la puerta de la estación para seguir su ronda.
Miré las señas que tenía anotadas en aquel minúsculo pedacito de papel. ¿Poseía Annie facultades adivinatorias o se trataba de un error, una dirección que me dejaría más perdida aún de lo que ya estaba? Revisé de nuevo la guía abierta, pensando que debía apuntar también los datos de otros Pierre Dumas, y quedé estupefacta al descubrir que no había nadie más con ese nombre. No pude por menos que preguntarme qué clase de magia se requería para localizarlo.
Me reí en mi fuero interno al comprender que había pagado por la compañía y el entretenimiento. Pero ¿cómo saber hasta dónde era cierto o falso lo que Annie Gray me había contado? Mal podía ser escéptica sobre misterios sobrenaturales alguien cuya abuela había ejercido de traiteur.
Despacio, fui hacia la salida. Durante un minuto me quedé inmóvil, con la mirada extraviada en la gran ciudad. Luego ojeé mi entorno inmediato y tuve un titubeo, un acceso de ansiedad. Una parte de mí me incitaba a subir de nuevo al autobús. Quizá me defendería mejor viviendo en Houma con la señora Thibodeau o la señora Livaudis. Pero el bullicio y los acordes musicales de otra charanga que salía de un autobús distinto interrumpió mis pensamientos. Cuando pasaron junto a mí, uno de sus miembros, un hombre muy espigado que llevaba una careta de lobo en blanco y negro, se detuvo a mi lado.
-¿Estás sola? -preguntó.
-Sí. Acabo de llegar.
Se avivó una chispa en sus ojos azul claro, la única parte de su rostro que no ocultaba la máscara. Era alto y de hombros fornidos. Tenía el cabello castaño oscuro, y una voz joven que me hizo deducir que no tenía más de veinticinco años.
-Yo también. Pero una noche como ésta no se puede pasar en soledad -dictaminó-. Por cierto, aunque eres muy guapa estamos en carnaval. ¿No tienes un antifaz a juego con la sombrilla?
-No -respondí-. Me la han dado al apearme del autobús. No he venido para el Mardi Gras...
-Y tanto que sí -me cortó él-. Toma -dijo, tras revolver en su bolsa y extraer una segunda máscara de color negro ribeteada con diamantes de plástico-. Póntelo y acompáñanos.
-Gracias, pero tengo que buscar esta dirección -repliqué. El hombre leyó mi triángulo de papel.
-Yo sé dónde es. No pasaremos lejos de allí. Ven conmigo, muchacha. Nada pierdes por divertirte un poco en el camino -añadió-. Vamos, ponte la máscara. Hoy todo el mundo tiene que llevarla -insistió, clavando en mí su aguda mirada. Capté una sonrisa en el círculo de sus ojos y me ajusté la máscara-. Ahora estás más integrada -dijo.
-¿De verdad conoces estas señas? -le pregunté.
-¡Por supuesto que sí! Vámonos -me instó, tirando de mi mano.
Medité que, después de todo, tal vez la magia vudú de Annie Gray era legítima. Había encontrado a un desconocido que podía llevarme directamente a la puerta de mi padre. Me agarré de su mano y aceleramos el paso en pos de su grupo. Había música por doquier y vendedores ambulantes de comida, disfraces y máscaras para todos los gustos. La ciudad entera se había transformado en un inmenso fais dodo. No había una sola cara triste o, si la había, se camuflaba bajo una máscara. Por encima de nuestras cabezas, los ciudadanos nos lanzaban lluvias de confeti desde los adornados balcones con balaustradas de hierro. A la vuelta de cada chaflán tropezabas con auténticas legiones carnavalescas. Algunos de los disfraces que lucían las mujeres eran escasos y muy reveladores. Disfruté visualmente de todo, danzando y embriagándome de aquel festín de vida: la gente besaba a quienquiera que tuviera cerca, personas que eran evidentemente extrañas se abrazaban y aferraban unas a otras, los malabaristas jugaban con pelotas de colores, varas de fuego y hasta cuchillos.
A medida que nos internábamos en la urbe, creció la aglomeración. Mi recién hallado guía me hizo dar vueltas y más vueltas, riéndose a todo pulmón. Compró una especie de ponche para beber y un enorme bocadillo de pobre para compartir. Estaba relleno de ostras, camarones, rodajas de tomate, tiritas de lechuga y salsa picante. Lo encontré delicioso. A pesar de mi nerviosismo y mis aprensiones ante la perspectiva de conocer a mi familia, lo estaba pasando en grande.
-Gracias por la invitación. Me llamo Ruby. -Tuve que gritar las palabras, pese a que íbamos muy juntos; tan fuerte sonaban las risas, la música y el vocerío a nuestro alrededor. Mi acompañante acercó los labios a mi oído.
-Nada de nombres -me dijo en un susurro estridente-, esta noche todos somos anónimos. -Remató la advertencia con un beso en el cuello. El contacto de sus labios húmedos me causó un momento de estupor. Le oí cloquear bajo la careta, y di un paso atrás.
-Te agradezco la bebida y el bocadillo, pero tengo que buscar esta dirección -persistí. Él asintió y engulló de un trago el resto del ponche.
-¿No quieres que veamos el desfile? -me preguntó.
-No puedo. Debo encontrar sin falta esa casa -recalqué.
-De acuerdo. Éste es el camino.
Antes de que pudiera hacer la menor objeción, volvió a cogerme de la mano y me apartó de las procesiones festivas. Recorrimos velozmente una calle tras otra, y al fin me dijo que era preferible tomar un atajo.
-Cortaremos por este callejón y nos ahorraremos al menos veinte minutos. Aquí hay mucho tumulto.
El callejón en cuestión era largo y oscuro. Se apilaban en el empedrado cubos de basura y muebles desechados, y percibí una penetrante fetidez de inmundicia y de orina. No me moví.
-Vamos -me azuzó mi cicerone y dio un tirón de mi brazo, ajeno a mi reticencia. Aguanté la respiración, confiando en que pasaríamos deprisa. Pero, en medio del pasaje, se detuvo y se volvió hacia mí.
-¿Qué ocurre? -le pregunté, con un espasmo tan glacial en el estómago como si me hubiese tragado un cubito de hielo.
-Quizá no deberíamos correr tanto. Nos estamos perdiendo lo mejor de la noche. ¿No te gustaría gozar un rato? -Mientras hablaba, se arrimó a mí y me puso la mano en el hombro. Di un salto atrás.
-Tengo que ir a ver a mis parientes y hacerles saber que he llegado bien -pretexté, sintiéndome como una imbécil por haber dejado que me arrastrara hasta un sórdido callejón un extraño que no me había mostrado su cara, ni siquiera me había dicho su nombre. ¿Cómo había podido ser tan imprudente y tan confiada?
-Estoy seguro de que no te esperan tan pronto el día de Mardi Gras. Ésta es una noche mágica -dijo-, todo es diferente. Y tú eres una chica preciosa.
Se quitó al fin la careta de lobo, pero no pude verle bien en la oscuridad. Antes de que pudiera darme a la fuga, me abrazó y me atrajo hacia él.
-Por favor -dije, forcejeando-. Tengo que irme. No quiero hacerlo.
-¡Claro que quieres! Es carnaval. Déjate llevar, abandónate.
Estampó sus labios en los míos, sujetándome con tanta fuerza que no pude rechazarlo. Noté cómo sus manos descendían por mi espalda y me arremangaban la falda. Me revolví y luché, pero sus largos brazos tenían los míos atenazados contra los costados. Intenté chillar, y él ahogó mis voces aplicando de nuevo su boca. Cuando sentí que estiraba la lengua y la estregaba contra la mía, me quedé sin resuello. Sus manos habían encontrado mis braguitas. Empezó a bajarlas y a manosearme. Por un instante creí que iba a desmayarme. ¿Cómo podía mantener tanto rato las bocas pegadas? Al fin, levantó la cabeza y me dejó respirar. Luego me dio la vuelta y me empujó hacia un colchón viejo, raído, que habían tirado en los adoquines del callejón.
-¡Basta! -grité, pateando y debatiéndome para soltarme-. ¡Déjame en paz!
-Hoy es fiesta -se empeñó él, y rió nuevamente con aquel cloqueo seco. Pero esta vez, cuando acercó su rostro a mí, logré escurrir una de las manos que me aprisionaba con el brazo y le arañé en las mejillas y la nariz. Él emitió un alarido y me apartó brutalmente.
-¡Mala puta! -me insultó, limpiándose la cara.
Me refugié en la oscuridad al ver que alzaba la cabeza y soltaba otra risotada malsana. ¿Había huido de Buster Trahaw para meterme en un aprieto aún más acuciante? ¿Dónde estaba en ese momento la protección sobrenatural de Annie Gray?, me pregunté en el momento en que aquel desconocido echaba a andar hacia mí como una silueta demoníaca, peligrosa, un personaje que había escapado de mis peores pesadillas para invadir mi realidad.
Por fortuna, cuando se disponía a capturarme una panda de juerguistas entró en el callejón, y sus canciones retumbaron en las paredes. Mi atacante los vio acercarse, volvió a enmascarar su rostro y echó a correr en dirección contraria, desapareciendo en las sombras como si hubiera regresado al universo de los sueños maléficos.
No perdí un segundo. Recuperé mi bolsa y fui hacia los danzantes que, en medio de un gran barullo, intentaron retenerme para que me uniera a ellos.
-¡No! -vociferé, y me liberé para abrirme paso entre sus filas y poder salir del callejón.
Una vez en la calle principal, corrí desesperadamente para alejarme cuanto antes de aquel pasaje, pisando el firme con tanta vehemencia que me dolían las plantas de los pies. Al rato, ya sin resuello, sintiendo un peso en los hombros y punzadas en el costado, hice una pausa. Me llevé una gran alegría al ver a un policía en la esquina.
-Por favor -dije, acercándome a él-. Me he perdido. Acabo de llegar y no encuentro esta calle.
-¡Menuda noche para extraviarse en Nueva Orleans! -bromeó el agente con una inclinación de cabeza. Consultó mi pedazo de papel-. Ese sitio está en el Carden District. Puedes tomar el tranvía. Ven, sígueme -dijo, y me enseñó la parada.
Le di las gracias y aguardé. Poco después, llegó el tranvía. Le mostré la dirección al conductor y prometió indicarme dónde debía bajar. Tomé asiento, me sequé la cara sudorosa con el pañuelo y cerré los ojos, esperando que mi corazón se normalizara antes de plantarme en el umbral de mi padre. De lo contrario, mi desquiciamiento por lo que había sucedido y la confrontación física con él harían, simplemente, que me cayera redonda a sus pies.
Cuando el tranvía enfiló el barrio conocido como Carden District de Nueva Orleans, circulamos bajo un largo palio de frondosos robles y pasamos frente a jardines rebosantes de camelias y magnolias. A ambos lados se erguían elegantes edificios con altas tapias que cercaban enormes plátanos y aparecían tapizadas por una hiedra de tonos bermejos. En las intersecciones de todas las aceras había incrustadas unas antiguas losetas de cerámica donde figuraban los nombres de las calles. Las raíces de los robles habían agrietado los adoquines en diversos puntos, pero a mis ojos aquello aún hacía el ambiente más exótico y singular. En las calles reinaba la calma, sin pandillas desmandadas ni algazara evidente.
-¡St. Charles Avenue! -voceó el conductor del tranvía.
Una convulsión eléctrica sacudió mi cuerpo, anquilosando las piernas, y por una fracción de segundo no pude incorporarme. Estaba ya casi en mi destino, cara a cara con mi padre verdadero. Mi corazón se disparó. Al fin, me cogí al asidero y me di impulso para erguirme. Las puertas laterales se abrieron con tanta brusquedad que di un respingo. A fuerza de voluntad, logré adelantar un pie, y luego otro, hasta descender a la calle. Las portezuelas se cerraron de nuevo y el tranvía siguió su camino, dejándome en la acera más desamparada y perdida que nunca, apretada contra el costado mi frágil bolsa de tela.
Oí los ecos del Mardi Gras, que el aire propagaba a los lugares más recoletos de la ciudad. Un automóvil pasó a toda velocidad, con los pasajeros sacando las cabezas por las ventanillas, tocando cornetas de papel y arrojándome serpentinas. Me saludaron y me llamaron, pero continuaron su marcha mientras yo los miraba transfigurada, tan firmemente arraigada en el suelo como un roble centenario. Aunque hacía una noche templada y despejada, allí en la ciudad, circundada de farolas, me costaba mucho ver las estrellas que tanto consuelo me habían aportado en los pantanos. Suspiré hondo, y acometí finalmente St. Charles Avenue hacia el número que constaba en mi recorte, un recorte que en ese momento estrujaba en mi mano igual que si fuera un rosario.
La avenida era un remanso de paz en comparación con la bulla popular y la excitación descontrolada que había presenciado en las calles céntricas. Me sentí flotar en un encantamiento. Fue como haber entrado en un sueño, como si hubiera traspasado una puerta intangible entre la realidad y la ilusión y estuviera en mi propio país de Oz. Nada parecía real: ni las esbeltas palmeras, ni las bonitas farolas, ni las aceras y las calles empedradas ni, especialmente, las colosales casas que más se asemejaban a palacetes, a moradas de príncipes y de reyes. Aquellas mansiones, algunas de las cuales estaban tapiadas, se erguían en medio de vastos terrenos. Los jardines eran de un gusto exquisito, salpicados de tupidas masas de un follaje fresco y verdeante, rosaledas y todas las flores que cabe imaginar.
Paseé despacio, admirando la opulencia y asombrándome de que en cada una de aquellas monumentales viviendas de bellísimo entorno pudiera vivir una sola familia. Ignoraba que existiera gente tan pudiente. Tanto me cautivó, tanto me hipnotizó aquel espectáculo de belleza y poderío, que casi pasé de largo del número escrito en mi papel. Cuando me detuve y miré la residencia Dumas, sólo atiné a abrir la boca totalmente idiotizada. Su complejo de edificios, jardines y cuadras ocupaba toda la manzana. Lo delimitaba una verja con motivos inspirados en las mazorcas de maíz.
Aquél era el hogar de mi padre, pero la mansión de color marfileño que se elevaba frente a mí más parecía haber sido construida para albergar a un dios griego. Consistía en un edificio de dos plantas provisto de altas columnas, cuyos capiteles tenían forma de campanas invertidas adornadas, al estilo corintio, con hojas de acanto. Había dos galerías, una enorme delante de la entrada principal y otra encima de la anterior. Cada una tenía una baranda de hierro forjado decorada con motivos distintos, la de la entrada con flores y la de encima con frutos.
Di una vuelta por el exterior del recinto, un circuito completo a la casa y su parque. Vi la piscina, la pista de tenis, y quedé aún más subyugada. Lo envolvía todo una aureola mágica. Había penetrado en un mundo onírico de eterna primavera. Dos ardillas grises hicieron un alto en su expedición en busca de comida y me examinaron, más curiosas que espantadas. El aire olía a bambú verde y a gardenias. Hasta donde abarcaba la vista se observaban azaleas floridas, rosas amarillas y rojas, hibiscos. Los emparrados y balconajes estaban cubiertos de jazmines trompeta, y unos racimos de glicinas de un hermoso color púrpura. Las petunias proliferaban en los maceteros de madera de secoya que había en alféizares y balaustradas.
En ese mismo momento la casa estaba iluminada, con luz en todas las ventanas. Terminé mi ronda y me paré de nuevo frente a la entrada principal; pero mientras la contemplaba embelesada, absorbiendo su elegancia y grandiosidad, empecé a preguntarme en qué habría estado pensando para viajar tan lejos y llegar a aquel lugar. Sin duda las personas que habitaban en semejante mansión eran tan diferentes de mí, que igualmente podría haber aterrizado en un país extranjero donde se hablara una lengua extraña. Se me vino el mundo abajo. Los pinchazos de dolor que tenía en las sienes se volvieron dagas. ¿Qué hacía allí yo, un ser anodino, una huérfana cajún que se había engañado a sí misma con la idea de que había un arco iris esperándome al final de mi tormenta de penalidades? Comprendí que debía buscar el camino hasta la estación de autobuses y regresar a Houma.
Descorazonada, con la cabeza baja, me giré en redondo y empecé a alejarme cuando de pronto, surgido aparentemente de la nada, un coche descapotable de línea deportiva, de un rojo de camión de bomberos, frenó en seco delante mismo de mí. El conductor saltó por encima de la portezuela. Era un joven alto con una mata de pelo rubio dorado, que caía alborotado sobre su tersa frente. A pesar de sus mechas pajizas, tenía una tez oscura que incrementaba más todavía el destello de sus ojos cerúleos bajo el fulgor de la farola. Ataviado con esmoquin, delgado de torso y cuadrado de hombros, se me apareció como un príncipe: gallardo, refinado, musculoso, los rasgos de su atractivo rostro se dirían esculpidos a partir de una semblanza real.
Tenía la boca muy bien contorneada y una nariz griega, perfectamente recta, que armonizaban con aquellos deslumbrantes ojos azules. El óvalo facial se recortaba en ángulos marcados, lo cual favorecía la impresión inicial de que su rostro se había moldeado como un duplicado de la cara de un príncipe heredero o, tal vez, un ídolo del cine. Quedé un momento petrificada, incapaz de moverme bajo el imán de su sonrisa amable y seductora, que enseguida degeneró en una risita.
-¿Dónde crees que vas? -me preguntó-. ¿Y qué clase de disfraz llevas? Veo que quieres jugar a la chica pobre -dijo, dando una vuelta a mi alrededor como si juzgara a la participante de un concurso de moda.
-¿Perdón?
Mi pregunta casi provocó un ataque de histeria. El joven tuvo que apretarse el costado y se reclinó en la capota de su flamante coche.
-¡Eres formidable! -exclamó-. Me gusta mucho. ¿Perdón? -me imitó.
-Yo no lo encuentro divertido -protesté irritada, pero también estas palabras le provocaron risa.
-Nunca me habría imaginado que escogerías un atuendo como éste -dijo, estirando su airosa mano hacia mí con la palma en alto-. ¿Y de dónde has sacado la bolsa, de un ropavejero? ¿Qué hay dentro, más andrajos?
Estreché la bolsa contra el estómago y me puse muy enhiesta.
-No son andrajos -repliqué. Él volvió a reírse. Por lo visto nada podía decir ni hacer, ni siquiera mirarlo, sin causarle aquella absurda hilaridad-. ¿Qué te hace tanta gracia? Resulta ser que éstas son mis únicas pertenencias -subrayé. El joven meneó la cabeza y conservó su amplia sonrisa.
-Desde luego, Gisselle, estás insuperable. Juro -declaró, alzando solemnemente la mano- que es la mejor ocurrencia que has tenido en tu vida, y encima con esa pose de dignidad ofendida... Seguro que ganarás el primer premio. Todas tus amigas se morirán de envidia. Es colosal. Y has conseguido sorprenderme. ¡Me encanta!
-Para empezar, no me llamo Gisselle -aclaré.
-¡Oh, vaya! -repuso, conteniendo una mueca jocosa como el que sigue la corriente a un loco-. ¿Y qué nombre has elegido?
-Ruby.
-¿Ruby? Suena bien -afirmó el joven con aire pensativo-. Rubí, una joya que describe tu cabello. A fin de cuentas, tu pelo ha sido siempre tu posesión más preciada... es decir, aparte los rubíes auténticos, los brillantes, esmeraldas y perlas. O tu colección de vestidos y zapatos -completó el inventario-. Y bien -agregó, envarando la espalda y adoptando una cara seria-, ¿debo presentarte a todo el mundo como mademoiselle Ruby?
-No me importa lo que hagas -dije-. No tengo la menor intención de ser presentada en sociedad -concluí, y empecé a caminar.
-¿Cómo? -preguntó él. Me disponía a cruzar la calle cuando salió presto en mi persecución y apresó mi hombro derecho-. Pero ¿qué haces? ¿Dónde diablos vas? -inquirió, con la faz algo demudada por la confusión.
-A mi casa.
-Muy interesante. ¿Y dónde queda eso?
-Para tu información, pienso volver a Houma-dije-. Y ahora, si eres tan gentil de soltarme, seg...
-¿Houma? ¿Qué dices? -Me miró durante un momento y luego, en vez de dejarme libre, afianzó mi otro brazo por el codo y me hizo girar en redondo para situarme en el centro mismo del cono luminoso que generaba la farola. Me escudriñó unos segundos, su mirada afable se volvió preocupada e intensa al recorrer mi rostro_. Estás... estás cambiada -balbuceó-. Y no por efecto de la cosmética. No lo entiendo, Gisselle.
-Ya te he dicho que no soy esa persona llamada Gisselle- Mi nombre es Ruby, y procedo de Houma.
Él continuó perplejo, pero con mis codos sujetos. Luego movió la cabeza y volvió a sonreír.
-No seas así, Gisselle. Siento haberme retrasado, pero estás llevando la broma demasiado lejos. Ya he admitido que tu disfraz y tu actuación son sensacionales. ¿Qué más quieres?
-Te agradecería que me quitaras las manos de encima -dije.
El chico obedeció y dio un paso atrás, con el desconcierto convertido en progresivo enfado.
-¿Qué pasa aquí? -demandó. Yo exhalé un suspiro y desvié la mirada hacia la mansión-. Si no eres Gisselle, ¿qué hacías delante de la casa? ¿Por qué estás en esta calle?
-Iba a llamar a la puerta y presentarme a Pierre Dumas, pero he cambiado de opinión -le expliqué.
-¿Presentarte a...? -Lleno de dudas, el joven avanzó nuevamente hacia mí-. Déjame ver tu mano izquierda -pidió en tono urgente, y él mismo la aferró. La abrí para que pudiera estudiarla. Cuando volvió a encararse conmigo tenía el susto reflejado en el rostro-. Tú nunca te quitas ese anillo -dijo, más para él mismo que para mí-. Y la piel de tus dedos no es tan áspera -prosiguió, inspeccionándolos una vez más. Me soltó enseguida, de manera tan instantánea como si mi mano fuera un hierro candente-. ¿Quién eres tú?
-¿Otra vez? Me llamo Ruby.
-Pero eres idéntica... Eres la imagen viviente de Gisselle.
-¡Vaya! Conque ése es su nombre -susurré, hablando conmigo misma-. Gisselle.
-¿Quién eres? -volvió a preguntar el muchacho, observándome como si fuera un fantasma-. ¿Qué relación tienes con la familia Dumas? ¿Eres una prima cercana o algo así? Exijo una respuesta o avisaré a la policía -me increpó.
-Soy hermana de Gisselle -confesé en un hilo de voz.
-Gisselle no tiene hermana -me contestó con rotundidad. Pero pronto rectificó, claramente impresionado por la semejanza-. Al menos, que yo sepa.
-Estoy casi segura de que Gisselle tampoco conoce mi existencia -dije.
-¿En serio? Pero...
-Es una historia demasiado complicada para contártela ahora y, además, no veo por qué habría de darte explicaciones.
-Pero si eres hermana de Gisselle, ¿por qué te ibas? ¿Por qué ese empeño en volver a...? ¿Has dicho a Houma?
-Supuse que sería capaz de venir e identificarme, pero ahora me doy cuenta de que no.
-O sea, que los Dumas aún no saben que has llegado -dedujo el joven desconocido. Yo negué con la cabeza-. En tal caso, no puedes marcharte sin decirles que estás en Nueva Orleans. Ven conmigo -me alentó, buscando mi mano-. Yo te presentaré.
Rehusé y retrocedí unos metros, más aterrorizada que nunca.
-Ánimo, mujer -me dijo-. Me llamo Beau Andreas y soy amigo íntimo de la casa. De hecho, Gisselle es mi novia, pero mis padres conocen a los Dumas desde tiempo inmemorial. Me consideran casi un miembro de la familia. Por eso me he quedado de piedra con tu aparición. Venga, vamos allá -insistió, y tiró levemente de mí.
-Lo he pensado mejor -seguí resistiéndome-. No ha sido tan buena idea como creí al principio.
-¿A qué te refieres?
-No debería sorprenderlos así.
-¿Insinúas que los señores Dumas ni siquiera esperan tu visita? -inquirió Beau con creciente pasmo. Ante mi negación, proclamó-: Esto sí que es raro. Gisselle no sabe que tiene una hermana gemela, y los Dumas ignoran que estás aquí. ¿Por qué has hecho un trayecto tan largo si a última hora te echas atrás y pretendes volver a tu ciudad de origen? -cuestionó, poniendo los brazos en jarras.
-Es que...
-Te has acobardado, ¿verdad? -adivinó él mismo-. Tienes miedo de ellos. No hay motivo. Pierre Dumas es un hombre excelente, y Daphne... también es buena persona. En cuanto a Gisselle -dijo, sonriente-, es como es. Si he de serte franco, estoy impaciente por ver la expresión de su cara cuando os encontréis frente a frente.
-Yo no contesté, y me di la vuelta.
-Entraré en la casa ahora mismo y les diré que has estado en la puerta e intentas huir -me amenazó-. Querrán perseguirte, y será todo mucho más embarazoso.
-No lo harás.
-Ten la seguridad de que sí -respondió muy risueño-. Más te vale actuar como es debido.
Me ofreció de nuevo su mano. Di otro repaso a la mansión, y lo miré una vez más. Sus ojos irradiaban cordialidad, aunque también eran pícaros. Remisa, con el corazón latiendo a un ritmo tan desenfrenado que temí que me faltara el aire y cayera desvanecida antes de llegar a la puerta, acepté aquella mano y me dejé guiar, a través de la cancela y la avenida de grava, hasta el magno pórtico. La escalinata era de baldosas.
-¿Cómo has venido? -me preguntó Beau mientras la subíamos.
-En autobús.
Accionó el llamador, consistente en una bola y un martillo, y oímos difundirse el eco por lo que, en función de las vibraciones acústicas, debía de ser un enorme vestíbulo. Unos momentos más tarde, se abrió la puerta y apareció ante nosotros un hombre mulato con uniforme de mayordomo. No era bajo, pero tampoco de gran estatura. Tenía la cara redonda, unos profundos ojos negros y la nariz un poco respingona. Su cabello moreno oscuro era muy crespo y estaba salpicado de mechones canosos. En las mejillas y la frente tenía unos lunares de color pardusco, y sus labios eran ligeramente anaranjados.
-Buenas noches, monsieur Andreas -dijo, antes de reparar en mí. En el instante en que me puso los ojos encima se quedó boquiabierto-. Pero mademoiselle Gisselle, si acabo de verla en... -Giró la cabeza hacia atrás. Beau Andreas rió.
-No es mademoiselle Gisselle, Edgar. Quiero presentarle a Ruby. Ruby, éste es Edgar Parrar, el mayordomo de los Dumas. ¿Están en casa los señores? -preguntó al criado.
-No, señor, han ido a una fiesta. Han salido hace una media hora -informó Edgar, aún con la vista fija en mí.
-En tal caso, habrá que esperar su regreso. Mientras tanto podría conversar con Gisselle -sugirió Beau, y me introdujo en la noble casa.
El suelo del vestíbulo era de mármol rosa y el techo, que se alzaba al menos a cuatro metros sobre mi cabeza, tenía unas pinturas de ninfas, ángeles, palomas y un cielo azul realizadas al fresco. Había cuadros y esculturas dondequiera que mirara, excepto en la pared de la derecha, que estaba cubierta por un inmenso tapiz representando un majestuoso palacio y jardines de estilo francés.
-¿Dónde está mademoiselle Gisselle, Edgar? -preguntó Beau.
-Todavía no ha bajado -contestó el mayordomo.
-Sabía que tardaría siglos en arreglarse. Cuando se trata de recoger a Gisselle, siempre llega uno demasiado pronto -me dijo el joven Andreas-. Sobre todo si hay que ir al baile de Mardi Gras. Para Gisselle, ser puntual equivale a presentarse en los sitios con una hora de retraso. Es de buen tono -me explicó-. ¿Tienes hambre, o quizá sed?
-No, me he comido medio bocadillo de pobre hace un rato -dije, y arrugué la frente al recordar lo que había estado a punto de sucederme.
-¿No te ha gustado?
-No, no es eso. Un tipo, un extraño en el que tuve la debilidad de confiar, me atacó en un callejón viniendo hacia aquí.
-¿Cómo? -se horrorizó Beau-. ¿Te ha lastimado ese canalla?
-No. He escapado antes de que ocurriera lo peor, pero he pasado mucho miedo.
-Me lo figuro -dijo-. Los callejones oscuros de Nueva Orleans pueden ser muy peligrosos en Mardi Gras. No deberías haberte aventurado tú sola. ¿Dónde está Nina? -le preguntó a Edgar.
-Terminando de ordenar la cocina.
-Bien. Sígueme -me ordenó Beau-. Te acompañaré hasta allí y Nina te dará por lo menos algún refresco. Edgar, ¿tendrá la amabilidad de anunciar a mademoiselle Gisselle que he venido con una invitada sorpresa y que estamos en la cocina?
-Muy bien, monsieur -respondió Edgar, y se encaminó a una magnífica escalera elíptica con los peldaños mullidamente alfombrados y una esplendorosa balaustrada de caoba.
-Por aquí -me dijo Beau.
Dejamos el zaguán y me condujo por un salón tras otro, todos ellos apabullantes y repletos de antigüedades, obras de arte y un carísimo mobiliario francés. Aquello parecía más un museo que un hogar.
La cocina era tan espaciosa como había imaginado con interminables encimeras, grandes mesas, recios fregaderos y paredes enteras de armarios. Todo resplandecía. Estaba tan inmaculado, que incluso los utensilios viejos parecían recién estrenados. Una mujer negra y regordeta, con un vestido marrón de algodón y un delantal blanco de cuerpo entero, envolvía sobras de comida en papel celofán. Nos daba la espalda. Llevaba su pelo de ébano recogido en un tirante moño sobre la nuca, pero además se había atado un pañuelo blanco. Canturreaba al trabajar. Beau Andreas dio unos golpecitos en la jamba de la puerta, y ella se volvió de manera abrupta.
-No quería asustarla, Nina -se disculpó mi acompañante.
-Aún no ha llegado el día en el que pueda asustar a Nina Jackson, señor Andreas.
Tenía los ojillos negros y muy juntos, separados apenas por el tabique nasal. Su pequeña boca casi se perdía entre las mejillas rechonchas y el mentón redondeado, pero su piel era de una tersura excepcional, lustrosa bajo las lámparas de la cocina. Realzaban sus lóbulos unos pendientes de marfil en forma de conchas marinas.
-Pero, mademoiselle, ¿se ha vuelto a cambiar? -preguntó.
Beau se echó a reír.
-No es Gisselle -dijo.
Nina ladeó la cabeza con incredulidad.
-No me tome el pelo, monsieur. Se necesita algo más que un disfraz para engañar a Nina Jackson.
-Hablo en serio, Nina. No es Gisselle -insistió Beau-. Se llama Ruby. Obsérvela mejor -invitó a la cocinera-. Si alguien puede apreciar la diferencia, ésa es usted. Prácticamente crió a Gisselle.
Ella esbozó una sonrisa burlona, se secó las manos en el delantal y cruzó la cocina para acercarse. Advertí que llevaba alrededor del cuello una bolsita colgada de un cordón negro de zapato. Durante unos momentos analizó mi cara. Sus ojos oscuros se encogieron, penetraron en los míos como rayos, y de súbito parecieron desorbitarse. Dio un paso atrás y blandió la bolsita entre el pulgar y el índice derecho para interponerla entre nosotras. .
-¿Quién es usted, muchacha? -inquirió.
-Mi nombre es Ruby -respondí al instante, y consulté con la mirada a Beau, que continuaba sonriendo pícaramente.
-Nina intenta ahuyentar los malos espíritus con el poder vudú que contiene su saquito, ¿no es así, Nina?
La cocinera nos miró de hito en hito, y al fin dejó caer la bolsa sobre su pecho.
-Aquí dentro hay hierba de cinco hojas -afirmó-. Puede conjurar cualquier daño causado por cinco dedos, ¿me oye bien?
Yo asentí.
-¿Quién es? -le preguntó a Beau.
-La hermana secreta de Gisselle. Obviamente, son gemelas -repuso él. Nina me escudriñó de nuevo.
-¿Cómo lo sabe, monsieur? -preguntó, dando otro paso atrás-. Mi grandmére me habló una vez de un zombi al que habían caracterizado como cierta mujer. La gente clavaba alfileres en el zombi y la pobre infeliz sufrió una espantosa agonía hasta morir en su cama.
Beau se desternilló de risa.
-No soy una zombi ni un ser diabólico -protesté. Aún recelosa, Nina siguió estudiándome.
-Me atrevo a decir que si le clava una aguja, será ella quien grite y no Gisselle -intervino el chico Andreas. Abandonó su tono de sorna y se puso serio-. Ha viajado desde Houma, Nina, y cuando buscaba esta casa ha tenido una mala experiencia. Un sujeto ha intentado abusar de ella en un callejón.
La cocinera hizo un asentimiento como si ya lo supiera.
-Está muy asustada y trastornada -señaló Beau.
-Siéntese, muchacha -ofreció Nina, y me indicó una silla que había junto a la mesa-. Le daré algo para entonar el estómago. ¿Tiene apetito?
Negué con la cabeza.
-¿Sabía que Gisselle tenía una hermana? -preguntó Beau a la mujer mientras me preparaba una medicina. Ella tardó un poco en responder.
-Yo nunca sé lo que no es de mi incumbencia -dijo.
Mi nuevo amigo enarcó las cejas. Vi cómo Nina vertía en un vaso de leche lo que me pareció una cucharada sopera de extracto de melaza, un huevo crudo y unos polvos misteriosos. Lo mezcló vigorosamente y me lo acercó.
-Bébaselo de golpe, sin tragar aire -me prescribió. Yo miré el brebaje con aprensión.
-Nina suele curar con sus pócimas a todos los habitantes de la casa -dijo Beau Andreas-. No tengas reparo.
-Mi abuela también poseía esa facultad. Era traiteur.
-¿Su grandmére era traiteur} -repitió Nina. Yo asentí con la cabeza-. Entonces era santa -dijo, impresionada-. Los traiteurs del pueblo cajún pueden extinguir el ardor de una quemadura y contener una hemorragia con una simple presión de la mano -le explicó a Beau.
-Así que nuestra amiga ya no es una zombi, ¿verdad? -preguntó él con cara divertida. Nina reflexionó.
-Quizá no -admitió, aunque continuó vigilándome con resquemor-. Beba -me mandó, e hice lo que quería pese a que el tónico sabía a diablos. Burbujeó un momento en mi estómago y poco después noté sus efectos calmantes.
-Gracias -dije.
Beau y yo nos volvimos simultáneamente hacia la puerta cuando oímos ruido de pasos en el corredor. Al cabo de unos segundos entró en escena Gisselle Dumas, fundada en un despampanante vestido de raso rojo que dejaba sus hombros al descubierto y con una melena pelirroja resplandeciente, cepillada mil veces. Era casi tan larga como la mía. Lucía unos extremados pendientes de diamantes y gargantilla a juego, montada en oro.
-Beau -empezó a decir-, ¿por qué llegas tarde? ¿Qué es eso de que traes una invitada?
Giró el cuerpo para darme un repaso, hincando los puños en las caderas antes de mirar en dirección a mí. Aunque sabía a qué atenerme, la realidad de ver mi cara en otra persona me dejó paralizada. Gisselle Dumas amagó una exclamación y se llevó la mano a la garganta.
Dieciséis años y unos meses después del día en que nacimos, volvíamos a encontrarnos.
11. IGUAL QUE CENICIENTA
-¿Quién es esta joven? -preguntó Gisselle, con unos ojos que, casi sin transición, pasaron de ser dos globos dilatados por la estupefacción a estrechas rendijas de sospecha.
-Cualquiera vería que es tu hermana gemela -contestó Beau-. Se llama Ruby.
Gisselle hizo una mueca de disgusto y meneó la cabeza.
-¿Qué clase de broma pesada pretendes gastarme, Beau Andreas? -preguntó. Se acercó a mí y nos miramos fijamente.
Deduje que ella hacía lo mismo que yo, buscar las diferencias; pero era difícil captarlas a primera vista. Eramos idénticas. Nuestro pelo tenía los mismos matices, nuestros ojos eran verdes esmeralda, la curva de las cejas era exactamente igual. Ninguna de las dos exhibía pequeñas cicatrices, hoyuelos o imperfecciones que permitieran distinguirnos fácilmente. La forma de sus pómulos, la barbilla, la boca, eran una réplica perfecta de la mía. Además, no sólo coincidían todos nuestros rasgos raciales, sino incluso la estatura. Y nuestros cuerpos habían florecido y madurado como si nos hubieran fundido en el mismo molde.
Pero en un segundo examen, un examen más detallado, un inspector perspicaz habría detectado discrepancias tanto en la expresión como en la actitud. Gisselle adoptaba un aire más distante, más altanero. No había en ella un resquicio de timidez. Pensé que había heredado el férreo temple de Grandmére Catherine. Su mirada era implacable, y tenía un modo peculiar de hundir desdeñosamente la comisura del labio derecho.
-¿Quién eres? -me increpó con voz desabrida.
-Mi nombre es Ruby Landry, pero debería ser Ruby Dumas -dije.
Todavía escéptica, esperando aún desmentir la confusión que sus retinas enviaban al cerebro, Gisselle recurrió a Nina Jackson, quien se santiguó instintivamente.
-Voy a encender una vela negra -dijo, y se alejó, recitando entre dientes una oración vudú. Gisselle estampó un pie en el suelo.
-¡Beau! -bramó. Él rió y encogió los hombros, con los brazos alzados en el aire.
-Juro que no la había visto hasta hoy. Al aparcar el coche la he encontrado junto a la verja. Es natural de... ¿de dónde me has dicho?
-De Houma -le reiteré-. Está en los pantanos.
-Es una joven cajún.
-Eso ya lo veo, Beau. Pero no entiendo -se quejó mi hermana, sacudiendo la cabeza y con lágrimas de frustración agolpadas en los ojos.
-Estoy seguro de que existe una explicación lógica -afirmó el joven Andreas-. Deberíamos ir a buscar a tus padres.
Gisselle seguía pendiente de mí.
-¿Cómo puedo tener una hermana gemela? -preguntó. Yo habría querido contárselo todo, pero creí más oportuno que lo hiciera nuestro padre-. ¿Adonde vas, Beau? -chilló, al ver que su novio se dirigía a la puerta.
-A buscar a tus padres, como acabo de decir.
-Pero... -Gisselle nos miró titubeante-. Pero ¿no íbamos al baile?
-¿Al baile? ¿A quién se le ocurre marcharse a una fiesta en estas circunstancias? -dijo Beau, ladeando la cabeza hacia mí.
-Pero me he comprado el vestido expresamente, me han hecho una máscara estupenda y... -Giselle cruzó los brazos y me lanzó una mirada fulminante-. ¿Cómo puede pasarme una cosa así? -exclamó. El llanto había formado sendos torrentes en sus mejillas. Apretó sus pequeñas manos en puños de rabia y se golpeó los muslos con ellos-. ¡Y tenía que ser esta noche!
-Lo siento -susurré compungida-, cuando emprendí el viaje a Nueva Orleans no pensé que era Mardi Gras, pero...
-La pobre no lo pensó -se mofó de mí-. ¡Oh, Beau!
-Serénate, Gisselle -dijo el joven, volviendo atrás para abrazarla. Ella refugió la cara en su hombro. Mientras acariciaba su melena, Beau me ojeó de soslayo, aún sonriente-. Tómatelo con calma -la consoló.
-No puedo -se sublevó la otra y, deshaciéndose del abrazo, pateó de nuevo el suelo. Clavó en mí unos ojos que rezumaban odio-. Es todo una coincidencia, una estúpida casualidad que alguien ha descubierto. La han enviado aquí para sacarnos dinero fraudulentamente. ¿Tengo o no tengo razón? -me provocó.
-No.
-Un parecido como el vuestro no puede ser casual, Gisselle -le rebatió Beau-. No hay más que veros para darse cuenta.
-No somos tan exactas. Ella tiene la nariz más larga, los labios más finos... y sus orejas sobresalen más que las mías.
Beau rió y meneó la cabeza.
-Te ha mandado alguien para extorsionarnos, ¿no es verdad? Vamos, contesta -me acució Gisselle, plantada otra vez con los brazos en jarras y las piernas separadas.
-He venido por mi propia iniciativa. Se lo prometí a Grandmére Catherine.
-¿Quién es Grandmére Catherine? -inquirió mi hermana, con la cara retorcida como si acabara de beber leche agria-. ¿Una mujerzuela de los bajos fondos?
-No, una habitante de Houma -repliqué.
-Y traiteur para más señas -añadió Beau. Noté que estaba disfrutando con el malestar de Gisselle. Le gustaba fastidiarla.
-Todo esto es ridículo. No voy a perderme el Gran Baile de Mardi Gras porque una... una niñita cajún que se parece lejanamente a mí se haya colado en esta casa y reivindique ser mi hermana gemela.
-¿Lejanamente? -saltó Beau-. Cuando la vi ahí fuera la confundí contigo.
-¿Cómo has podido creer que... que... -dijo Gisselle, gesticulando hacia mí- que esa persona era yo? Fíjate en su atuendo. ¡Mira sus zapatos!
-Lo he tomado por un disfraz -explicó él. No me entusiasmó que se refirieran a mi ropa como un traje de carnaval.
-Beau, ¿de verdad piensas que me pondría unas prendas tan horrendas, aunque fuera para disfrazarme?
-¿Qué tiene de malo mi indumentaria? -pregunté. Yo también empezaba a indignarme.
-Parece de confección casera -respondió Gisselle, después de dignarse repasar mi conjunto una vez más.
-Lo es. Me la hizo Grandmére Catherine, tanto la falda como la blusa.
-¿Lo ves? -dijo mi hermana, dirigiéndose a Beau. Él asintió y advirtió lo sulfurada que estaba.
-Será mejor que vaya a buscar a tus padres.
-Beau Andreas, si sales de esta casa sin llevarme al baile de carnaval...
-Te prometo que iremos en cuanto se aclare todo este embrollo -repuso Beau.
-Nunca se aclarará. Es una broma de pésimo gusto, ¡horrible! ¿Por qué no te esfumas ahora mismo? -me espetó Gisselle.
-¿Cómo puedes expulsarla de tu lado? -la regañó su novio.
-¡Eres un monstruo, Beau Andreas! Lo que me has hecho es imperdonable. -Sin más, mi hermana empezó a correr hacia la escalera.
-¡Gisselle, vuelve!
-Estoy consternada -mascullé-. Ya te he dicho que no debía venir. No era mi propósito estropearos la velada.
Él me miró un instante y movió la cabeza apesadumbrado.
-¿Por qué me echa las culpas a mí? Vamos -me dijo-, pasa a la sala de estar e instálate cómodamente. Sé dónde están Pierre y Daphne. No tardaré más que unos minutos en recogerles para que vengan a verte. Y no te apures por Gisselle -me aconsejó, retrocediendo en dirección a la puerta-. Lo único que has de hacer es esperar a los Dumas.
Dio media vuelta y se fue, dejándome sola. Nunca me había sentido tan extraña. Mientras me dirigía a la sala, me pregunté si algún día podría considerarla mi casa.
Me daba miedo tocar cualquier cosa, incluso me resistía a pisar la gran alfombra persa de forma ovalada, sin duda muy costosa, que se extendía desde la puerta de entrada hasta la mitad de la estancia, más allá de dos regios canapés. Los ventanales tenían cortinajes de terciopelo granate con cordones dorados, y habían empapelado las paredes con unos delicados diseños florales cuyas tonalidades hacían juego con el blando almohadillado de las sillas de alto respaldo y los sofás. Dos jarrones de cristal adornaban la maciza mesa central de caoba. Las lámparas de las mesillas auxiliares parecían ser muy antiguas y valiosas. Había cuadros en todo el perímetro de la estancia, en particular paisajes de tema agrícola y escenas del Barrio Francés. Encima de la chimenea de mármol destacaba el retrato de un distinguido caballero ya entrado en años, con el cabello y la poblada barba salpicados de canas. Tuve la impresión de que sus ojos morenos, incisivos, me seguían y me traspasaban. Me agaché muy cohibida en la punta del sofá de la derecha y me senté rígidamente, agarrando mi bolsa de viaje y observando con fascinación todos los objetos de la sala, las esculturas, las figuritas de la vitrina y otras pinturas en las que antes no había reparado. Temía mirar otra vez el retrato de la chimenea. Aquel hombre parecía acusarme de algo.
Un reloj de madera de nogal, con la esfera de cifras romanas y tan secular como el tiempo mismo, mecía su péndulo en un rincón. Por lo demás, reinaba el silencio en toda la casa. De vez en cuando oía encima de mí unos retumbos amortiguados, y deduje que era Gisselle andando por su dormitorio como un león enjaulado.
Mi corazón, que había atronado y galopado desde que consentí que Beau Andreas me introdujera en la mansión, se aquietó. Respiré profundamente y cerré los ojos. ¿Había cometido una imprudencia al venir? ¿Iba a destruir la vida de otras personas? ¿Por qué estaba tan convencida Grandmére Catherine de que era lo correcto? Si mi hermana, evidentemente, no soportaba mi mera presencia, ¿no reaccionaría mi padre de un modo similar? Mi corazón basculaba al borde de un precipicio, dispuesto a tirarse y morir si él entraba en la casa y me echaba sin contemplaciones.
Poco después, oí correr a Edgar Parrar por el pasillo camino de la puerta. Luego resonaron varias voces y un torbellino de pasos.
-Está en la sala de estar, Pierre -dijo Beau Andreas, y un momento más tarde mis ojos contemplaron el verdadero rostro de mi padre.
¿Cuántas veces me había sentado frente al espejo y lo había reconstruido trasponiendo mis propias facciones a una faz en blanco invocada por mi imaginación? Visto al natural tenía los mismos ojos verdes, cálidos, y compartíamos una misma estructura de nariz y de barbilla. Su cara era más enjuta y más firme que la mía, y la frente se curvaba suavemente bajo la densa mata de cabello castaño que llevaba peinada hacia atrás en los lados, con un pequeño copete delante.
Era alto, al menos un metro ochenta y cinco, y tenía el torso delgado pero de constitución atlética, con unos hombros que se redondeaban estéticamente en las articulaciones de los brazos y que le otorgaban el físico de un jugador de tenis, fácilmente apreciable bajo su disfraz de Mardi Gras: una ceñida malla plateada con la correspondiente coraza, a imagen y semejanza de las armaduras que vestían los caballeros medievales. Llevaba el yelmo bajo el brazo. Me miró detenidamente, y su expresión fue de la perplejidad sin paliativos a una sonrisa de feliz incertidumbre.
Antes de que dijéramos una sola palabra, Daphne Dumas se plantó a su lado. Llevaba una bonita túnica azul claro con las mangas largas, ajustadas, cuya falda terminaba en una elegante cola y una cenefa bordada en oro. El traje era entallado hasta la cadera y luego se ensanchaba. Iba abotonado de arriba abajo en la parte delantera. Lo cubría una amplia capa, sin cuello y abrochada mediante un broche de diamantes en el lado derecho. Parecía una princesa de cuento de hadas.
Medía casi un metro ochenta de estatura y su postura era tan erguida como la de una modelo de alta costura- Con su belleza, su figura cimbreña y curvilínea, bien Podría haberlo sido. Su cabello de un rubio rojizo caía lacio sobre los hombros, sin una greña desobediente. Tenía los ojos grandes, de un azul acuoso, y una boca que yo no habría dibujado con más perfección. Fue ella quien habló primero, tras darme una buena ojeada.
-¿Se trata de un juego, Beau, de una especie de farsa que Giselle y tú habéis ideado para el Mardi Gras?
-No, Daphne -dijo el joven Andreas.
-No es un juego -ratificó mi padre, adentrándose en la habitación sin apartar los ojos de mí un solo instante-. Esta muchacha no es Gisselle. Hola -me saludó.
-Hola. -Continuamos examinándonos, ambos incapaces de desviar la mirada, tan ávidos él como yo de devorarnos visualmente.
-¿Y la has encontrado enfrente de casa? -preguntó Daphne a Beau.
-Sí -repuso él-. Se disponía a dar marcha atrás porque a última hora no había tenido valor para llamar a la puerta y presentarse -explicó. Finalmente posé los ojos en Daphne, y vi una contracción en su rostro que insinuaba bien a las claras que habría preferido que me fuera.
-Me alegro de que aparecieras a tiempo, Beau -dijo Pierre-. Has hecho lo que debías. Gracias.
Beau Andreas estaba exultante. Obviamente, valoraba mucho el aprecio y la aprobación de mi padre.
-¿Vienes de Houma? -inquirió este último. Yo asentí, y Daphne Dumas emitió una exclamación sorda y se llevó las manos al pecho. El matrimonio intercambió una mirada, hasta que Daphne señaló a Beau con la cabeza.
-¿Por qué no vas a atender a Gisselle, Beau? -pidió Pierre con voz autoritaria.
Mi padre se acercó a mí y se sentó en el sofá de enfrente. Daphne cerró con delicadeza las dos inmensas puertas y se giró expectante.
-¿Dices que tu apellido es Landry? -empezó Pierre Dumas. Yo lo confirmé.
-Mon Dieu! -exclamó Daphne. Tragó saliva, y tuvo que apoyar las manos en el respaldo de una silla tapizada en terciopelo para estabilizarse.
-Cuidado -dijo su marido, corriendo a auxiliarla. La abrazó y la ayudó a tomar asiento en aquella misma silla. Ella se acomodó. Tenía los ojos cerrados-. ¿Estás mejor? -Al ver que Daphne asentía con la cabeza, volvió a concentrarse en mí.
-¿Tu abuelo se llama Jack?
-Sí-
-¿Es cazador y guía en el pantano?
Asentí con la cabeza.
-¿Cómo pueden habernos hecho esto, Pierre? -se lamentó Daphne-. Es una atrocidad. ¡Y tantos años!
-Lo sé, lo sé -dijo mi padre con cierta impaciencia-. Ahora déjame llegar al meollo de este asunto, Daphne. -Se encaró de nuevo conmigo. Su mirada era aún conciliadora, pero le noté también inquieto-. Ruby... Te llamas así, ¿verdad? -Yo asentí con la cabeza-. Por favor, cuéntanos todo lo que sabes y por qué has aparecido en este momento.
-Grandmére Catherine me habló de mi madre, de cómo quedó embarazada y Grandpére Jack acordó la... -iba a decir «venta», pero lo encontré muy brutal- la adopción de mi hermana. A Grandmére no le gustó aquella solución. Poco después ella y Grandpére Jack dejaron de vivir juntos.
Mi padre volvió los ojos hacia Daphne, que pestañeó un par de veces. Luego fijó nuevamente la vista en mí.
-Prosigue -me dijo.
-Grandmére Catherine guardó en secreto que mi madre esperaba gemelas, incluso a Grandpére Jack. Decidió que yo me quedaría a vivir con ellas en los pantanos, pero... -A pesar de que nunca había conocido a mi madre, de que no la había visto ni había escuchado su voz, la mera mención de su muerte me llenó los ojos de lágrimas y sofocó mis palabras.
-¿Cómo propones que solventemos esta... esta situación, Pierre? ¿Cómo justificaremos su presencia ante nuestras amistades, ante la sociedad? -preguntó. Yo estaba todavía de pie, reacia a dar un paso, pero también a sentarme. Mientras mi padre reflexionaba, aferré con tanto afán la bolsa de mis posesiones que los nudillos se tornaron blancos.
-Nina no estaba aún en casa cuando supuestamente alumbraste a Gisselle -comenzó a argumentar Pierre Dumas.
-¿Y bien?
-Teníamos a una mulata que se llamaba Tituba, ¿te acuerdas?
-Sí. Y me acuerdo también de cuánto la detestaba. Era una mujer desaliñada y perezosa, y me asustaba con sus tontas supersticiones. Echaba pizcas de sal en todas partes, quemaba en un barril retales de ropa con excrementos de pollo. Al menos Nina practica sus ritos en la intimidad.
-En vista de todo lo cual, reemplazamos a Tituba poco después del nacimiento de nuestra hija... o eso fue lo que alegamos en público, ¿recuerdas?
-¿Adonde quieres ir a parar, Pierre? ¿Qué relación tiene esta historia con nuestro ligero problema? -preguntó Daphne cáusticamente.
-No pudimos contar la verdad porque estábamos trabajando con detectives privados -dijo mi padre.
-¿Cómo? ¿Qué verdad?
-Que intentábamos recuperar al bebé perdido, a la hermana gemela que fue robada de la cuna el día mismo de su nacimiento. Ya conoces la opinión generalizada de que muchos niños desaparecidos se utilizan en los sacrificios vudú. Algunas reinas han sido acusadas ante la justicia de raptar e incluso asesinar a menores -prosiguió Pierre.
-Yo albergo sospechas al respecto desde hace años -admitió su esposa.
-Justamente. Lo cierto es que nadie ha podido probar jamás un delito de esta índole, pero siempre subsistía el peligro de provocar una histeria colectiva e impulsar a las milicias del orden a salir a la calle y apalear a alguna inocente. Por lo tanto -dijo mi padre-, mantuvimos en privado tanto nuestra tragedia como la búsqueda. Y así ha sido hasta hoy -añadió, juntando las manos y sonriéndome.
-¿La secuestraron hace más de dieciséis años y ha vuelto ahora? -recapituló Daphne-. ¿Eso es lo que vamos a contar a la gente, a nuestros amigos?
Él asintió con la cabeza.
-Como el hijo pródigo de la Biblia, sólo que aquí es la hija, cuya falsa abuela tuvo remordimientos de conciencia en el lecho de muerte y le reveló la verdad. ¡Oh, milagro, Ruby ha hallado el camino de regreso al hogar!
-Pero Pierre...
-Serás la comidilla de la ciudad, Daphne. Todo el mundo querrá enterarse de la historia. No darás abasto para atender a tantas invitaciones -afirmó mi padre.
Daphne le estudió unos segundos, y luego me miró.
-¿No es asombroso? -dijo Pierre-. Son idénticas.
-Pero ella es muy... muy primitiva -se quejó su mujer.
-Lo que, al principio, despertará más aún la curiosidad. Pero puedes recogerla bajo tu ala como hiciste con Gisselle para enseñarle modales, los refinamientos sociales y, en suma, para modelarla igual que Pigmalión a Galatea. Todos admirarán tu obra.
-No sé -repuso Daphne, pero con mucha menos resistencia que antes. Me observó críticamente-: Quizá arreglada con ropa decente...
-¡Ya llevo ropa decente! -me sublevé. Estaba harta de que todos se metieran con mi atuendo-. Me la confeccionó Grandmére Catherine, y en los pantanos todo lo que ella hacía era ensalzado y codiciado.
-No lo dudo -replicó Daphne Dumas en una actitud seca, fría-. Pero aquí no estamos en los pantanos, querida. Estamos en Nueva Orleans. Has venido porque querías vivir aquí, junto a tu padre -dijo, y miró a Pierre antes de abordarme otra vez a mí-. ¿Es o no es verdad?
Yo también miré a mi padre.
-Sí -contesté-. Siempre creí en los deseos y las profecías de Grandmére.
-En ese caso, tienes que adaptarte. -Daphne se sumió un momento en sus cábalas-. Será todo un desafío -declaró al fin-. Pero reconozco que puede resultar interesante.
-¡Por supuesto que sí! -la animó Pierre.
-¿Crees que podré hacerla progresar hasta el extremo de que la gente la confunda con su hermana? -preguntó Daphne a su esposo. No acabó de gustarme su tono. Parecía que yo fuera un aborigen incivilizado, una fiera a la que hubiera que domar.
-Estoy seguro de que sí, amor mío. Piensa en el partido que has sacado de Gisselle, y ambos sabemos que tiene una vena bravía, ¿no es cierto? -dijo Pierre sonriente.
-Sí. He conseguido embridar y amansar esa parte de su carácter, la parte cajún -repuso Daphne con desdén.
-No soy una salvaje, madame -protesté, escupiéndole casi las palabras-. Grandmére me dio unas enseñanzas muy provechosas, y asistíamos regularmente a la iglesia.
-No me refería a lo que se enseña de manera expresa -replicó ella-. Es algo que no podéis evitar, una herencia genética -insistió-. Pero la sangre azul de Pierre y mi consejo han bastado para sojuzgar ese lado oscuro de Gisselle. Si colaboras, si de verdad quieres integrarte en esta familia, tal vez lograría hacer lo mismo contigo.
«Aunque pesan sobre ella muchos años de educación mediocre, Pierre -le dijo a su marido-. No lo olvides.
-Claro que no, Daphne. Nadie espera que realices milagros de la noche a la mañana. Como decías tú misma hace un instante, es un desafío. -Mi padre sonrió-. No te lo pediría si no te creyera capaz de salir victoriosa, cariño.
Ya apaciguada, Daphne se acomodó en la silla. Cuando recapacitaba, fruncía los labios y sus ojos centelleaban. A pesar de lo antipática que había sido, no pude por menos que admirar su belleza y sus maneras aristocráticas. ¿Tan terrible resultaría ser y actuar como aquella mujer, convertirme a mi vez en una princesa encantada?, me pregunté. Una parte de mí difícil de acallar me gritaba: «Coopera, por favor, inténtalo», mientras la mitad que se había sentido insultada por sus comentarios se reconcomía en algún rincón de mi cerebro.
-De todos modos, Beau ya sabe que existe -apuntó Daphne.
-Exacto -dijo mi padre-. Naturalmente, podría rogarle que nos guardara el secreto, y estoy seguro de que antes se dejaría matar en un duelo que divulgarlo, pero a veces las cosas también trascienden de un modo accidental, y entonces, ¿qué haríamos? Quizá se descubriría todo lo que hemos ocultado hasta ahora.
Daphne se mostró de acuerdo.
-¿Qué le dirás a Gisselle? -le preguntó. Ahora su voz sonaba afligida-. Conocerá la verdad sobre mí, que no soy su legítima madre. -Se enjugó los ojos llorosos con un pañuelo de seda azul.
-Sí que lo eres. Nunca tuvo noticia de que hubiera otra persona, y has sido una madre intachable para ella. Le contaremos la versión que acabo de exponerte. Pasada la conmoción inicial aceptará a su hermana gemela, e incluso es de esperar que te ayude en tu labor de acoplamiento. Nada cambiará excepto que nuestra vida será doblemente dichosa -proclamó Pierre, dedicándome una nueva sonrisa.
Cavilé si no habría heredado de él mi ciego optimismo. ¿Era también un soñador?
-Es decir -rectificó al cabo de un segundo-, si Ruby accede a seguir nuestro plan. No me satisface pedirte que mientas -añadió-, pero en este caso se trata de una mentira piadosa, un engaño bienintencionado que ahorrará sufrimientos a todos -concluyó, con la mirada vuelta hacia su esposa.
Medité un momento. Tendría que fingir, al menos con Gisselle, que Grandmére Catherine había formado parte de una trama delictiva. Aquello me repelía, pero por otra parte sabía que Grandmére me habría instigado a hacer todo lo posible para quedarme en la casa, lejos del alcance de Grandpére Jack.
-Sí -decidí-. Estoy conforme.
Daphne emitió un largo suspiro, aunque enseguida se recompuso.
-Ordenaré a Nina que prepare una de las habitaciones de invitados -anunció.
-¡No, te lo ruego! Quiero que ocupe el dormitorio contiguo al de Gisselle. Que sean hermanas desde el comienzo -dijo Pierre con ilusión. Daphne estuvo de acuerdo.
-Le diré que lo arregle ahora mismo. Esta noche puede ponerse un camisón de Gisselle. Afortunadamente -agregó, sonriéndome con amabilidad por primera vez-, tu hermana y tú debéis de usar la misma talla. -Me miró los pies-. Y calculo que calzáis también el mismo número.
-No obstante, mucho me temo que mañana tendrás que salir de compras, amor mío. Ya sabes lo posesiva que es Gisselle con sus vestidos -advirtió mi padre.
-Así tiene que ser. Una mujer debe enorgullecerse de su guardarropa y no ser como esas estudiantes de tres al cuarto que se intercambian hasta las prendas interiores con la compañera de habitación. -Daphne se alzó grácilmente de la silla de alto respaldo y, sin dejar de espiarme, movió la cabeza-. ¡Vaya una noche de Mardi Gras! -Se volvió hacia su marido-. ¿Estás absolutamente convencido? ¿Es esto lo que quieres hacer?
-Sí, querida. Es decir, siempre que cuente con tu plena colaboración y asesoramiento -respondió mi padre, y se incorporó para besarla en la mejilla-. Supongo que a partir de hoy tendré que recompensarte por partida doble -añadió. Ella lo miró a los ojos y le hizo una sonrisita breve, tensa.
-El timbre de la caja registradora lleva sonando cinco minutos sin interrupción -dijo, y Pierre rió. Luego la besó levemente en los labios. Por su modo de mirarla, comprendí cuan importante era su bienestar para él. Daphne parecía regodearse a la lumbre de su devoción. Al cabo de un instante, se volvió para marcharse. Pero hizo una pausa en la puerta.
-¿Hablarás tú con Gisselle?
-Dentro de unos minutos.
-Yo voy a acostarme. Este asunto ha sido un duro golpe, y ahora mismo ha absorbido todas mis energías. Debo reponerme para enfrentarme mañana a nuestra hija.
-Lo entiendo -dijo mi padre.
-Me cuidaré de la habitación -declaró Daphne, y nos dejó solos.
-Siéntate, por favor -me pidió mi padre. Ocupé el asiento de antes, y él hizo lo propio-. ¿Quieres beber o comer algo?
-No, gracias -dije-. Nina me ha preparado un tónico al llegar.
-¿Una de sus pociones mágicas? -me preguntó con expresión divertida.
-Sí. Y me ha hecho efecto.
-Siempre funcionan. No mentía cuando he dicho que respeto mucho todo lo que es espiritual y misterioso. Tienes que hablarme más de Grandmére Catherine.
-Será un placer.
Pierre inhaló una intensa bocanada y expulsó el aire despacio, cabizbajo.
-Me ha dolido mucho lo de Gabrielle. Era una joven bellísima. Nunca he topado con otra mujer que se le pudiera comparar. Era inocente y libre, un espíritu puro de verdad.
-Grandmére afirmaba que era un hada del pantano -dije, sonriendo.
-Sí, podría haberlo sido -convino conmigo. De pronto, su semblante se ensombreció-. Me figuro lo perturbador y desconcertante que ha de resultarte todo lo ocurrido. Con el tiempo, tú y yo llegaremos a conocernos mejor e intentaré explicártelo. Nunca podré justificarlo, ni convenir en buenos los desgraciados sucesos que vivimos. No podré alterar los hechos del pasado o enmendar errores ya cometidos, pero al menos confío en que te haré comprender por qué se produjeron. Tienes derecho a saberlo.
-¿Gisselle no está al corriente de nada? -inquirí.
-De nada en absoluto. Debía pensar en Daphne; ya la había herido bastante con mi conducta. Tenía que protegerla, y no había medio de hacerlo sin crear la falacia de que Gisselle era su hija.
»Un embuste, un equívoco, normalmente genera la necesidad de otro, y antes de darte cuenta has tejido a tu alrededor una urdimbre de falsedad. Como ves, aún vivo dentro de esa red, aún intento proteger a Daphne.
»A decir verdad, fui y soy afortunado por tenerla a mi lado. Además de ser una mujer preciosa, posee una enorme capacidad afectiva. Quería mucho a mi padre, y yo creo que aceptó esta situación tanto por cariño a él como por amor a mí. Ha cargado con una seria responsabilidad.
Pierre Dumas inclinó la cabeza para acunarla en sus propias manos.
-¿No influyó también que ella era estéril? -pregunté. Mi padre alzó la vista rápidamente.
-Sí, es cierto -dijo-. Veo que sabes bastante más de lo que suponía. Eres muy madura para tu edad, probablemente más que Gisselle.
»Sea como fuere -prosiguió-, a través de toda esta odisea Daphne ha mantenido su dignidad y equilibrio, por eso estoy convencido de que tiene mucho que enseñarte y, con el tiempo, espero que la querrás como a una madre.
»Claro que, pensándolo bien -añadió-, antes tengo que conseguir que me quieras a mí. Cualquier hombre sano puede engendrar un hijo con una mujer; pero no todos están capacitados para ser padres.
Cuando pronunció esta última frase afloraron lágrimas a sus ojos. Mientras peroraba, yo sentí que cada molécula de su ser luchaba para proyectarse hacia mí y obligarme a entender incluso lo que él mismo encontraba inexplicable.
Me mordí la lengua para no hacerle preguntas. Era difícil respirar, me asfixiaba en aquel vértigo de acontecimientos.
-¿Qué llevas en la bolsa? -indagó.
-Sólo cuatro trapos y algunas fotografías.
-¿Fotografías? -Mi padre arqueó las cejas en señal de interés.
-Sí. -Abrí la bolsa y saqué una foto de mi madre. Él la cogió con suavidad y pasó un largo rato contemplándola.
-Parece una diosa mitológica. Mi recuerdo de aquellos días es como el que se tiene de un sueño, imágenes y palabras que flotan en mi mente, sobre la superficie de unas burbujas de jabón que estallarán si me esfuerzo demasiado en evocar los detalles reales.
»Gisselle y tú guardáis un gran parecido con ella. ]No merezco la buena fortuna de teneros junto a mí para recordarme a Gabrielle, pero doy gracias al destino por haberte traído a mi puerta -dijo.
-Agradéceselo a Grandmére Catherine -le respondí-. Ella es la causa de que esté aquí. -Él asintió con la cabeza.
-Pasaré contigo el mayor tiempo posible. Te mostraré Nueva Orleans y te contaré todo lo que quieras de nuestra familia.
-¿A qué te dedicas? -inquirí, consciente de que ni siquiera eso sabía. Mi manera de preguntarlo, de mirar con ojos de pasmo el mobiliario principesco de aquella mansión, le provocó la risa.
-En la actualidad me gano la vida con inversiones inmobiliarias. Poseemos varios edificios de apartamentos y de oficinas, y participamos en una serie de proyectos en desarrollo. Tengo un despacho en el centro de la ciudad.
«Formamos una familia muy antigua y prestigiosa en la región, cuyo linaje se remonta a los orígenes de la Mississippi Trading Company, una empresa colonial francesa. Mi padre encargó una genealogía que algún día te enseñaré, y demostró que la estirpe llega aún más atrás, pues incluye a una de las cien filies a la cassette, o «chicas del cofre».
-¿Quiénes eran? -pregunté.
-Unas mujeres francesas que fueron escrupulosamente seleccionadas entre las familias de la alta burguesía para enviarlas a América y casarlas con los colonos galos afincados en este país. Al partir les entregaron tan sólo un pequeño cofre con diversas prendas de vestir; sus pertenencias no eran mucho mayores que lo que tienes tú en tu bolsa de viaje -comentó.
»Sin embargo -continuó-, la historia familiar de los Dumas no sólo se compone de hazañas insignes y honorables. Tengo antepasados que regentaron elegantes garitos de juego e incluso se enriquecieron con los burdeles de Storyville. En la familia de Daphne hay antecedentes similares, pero no la hallarás tan predispuesta a admitirlo -dijo.
Acto seguido se frotó las manos y se puso de pie.
-Bueno, tendremos tiempo de sobra para charlar de todo un poco. Te lo prometo. Pero ahora me imagino que estás muy cansada. Te sentará bien relajarte, tomar un buen baño y meterte en la cama. Por la mañana iniciarás una etapa distinta en tu vida; espero que sea maravillosa. ¿Puedo darte un beso de bienvenida al hogar y a tu nueva familia? -me rogó.
-Sí -contesté, y cerré los ojos cuando aplicó los labios a mi pómulo.
El primer beso de mi padre... ¿Cuántas veces había soñado con él, lo había visto acercarse a mi cama y encorvarse para desearme las buenas noches? ¿Cuántas veces el hombre enigmático de mis pinturas escapó del lienzo, apoyó sus labios en mis mejillas, acarició mi cabello y conjuró todos los fantasmas que acechan en las sombras del corazón... ? El padre que nunca había conocido.
Abrí los ojos, los levanté hacia los suyos y vi las lágrimas. Su mirada destilaba dolor y añoranza; se diría que había envejecido años al observarme con tanta pesadumbre.
-Me alegro de haberte encontrado -dije. En un instante, la aflicción que había empañado sus bonitos ojos desapareció y su cara se iluminó.
-Debes de ser una criatura muy especial. No soy digno de tanta suerte.
Mi padre me tomó de la mano y me llevó fuera del salón, describiéndome las otras estancias, los cuadros y demás obras de arte mientras caminábamos hacia la escalera elíptica.
En el momento en que alcanzábamos el rellano superior, se abrió una puerta a nuestra derecha y Gisselle salió al pasillo escoltada de cerca por Beau Andreas.
-¿Qué vas a hacer con ella? -preguntó.
-Sosiégate, Gisselle -dijo nuestro padre-. Ahora mismo te lo cuento.
-¿Piensas instalarla en la habitación junto a la mía? -preguntó mi hermana con una de sus muecas.
-Sí.
-¡Eso es horrible, abominable! -berreó Gisselle. Volvió a entrar en su habitación y dio un sonoro portazo.
Beau, que se había quedado fuera, estaba aturullado.
-Será mejor que me marche -dijo.
-Sí -le confirmó mi padre.
No había dado dos pasos cuando Gisselle abrió nuevamente la puerta.
-¡Beau Andreas! ¿Cómo te atreves a irte de esta casa sin mí? -gritó.
-Pero... -fue a replicar él, mirando a mi padre-. Tu familia y tú tenéis asuntos que discutir.
-Pueden esperar hasta mañana. Hoy es carnaval -declaró Gisselle con tono terminante, y buscó el beneplácito paterno-. Llevo un año preparándome para asistir a ese baile. Todas mis amigas estarán allí -gimoteó.
-¿Das tu permiso, Pierre? -pidió Beau. Mi padre cedió.
-Está bien, mañana será otro día -dijo.
Gisselle echó hacia atrás los mechones de cabello que se habían despeinado durante la rabieta y abandonó al fin su habitación, fulminándome con la mirada al pasar por mi lado en dirección de Beau. El joven Andreas estaba aún violento, pero le ofreció su brazo y descendieron juntos la escalera, Gisselle pisando tan fuerte que hizo resonar cada peldaño.
-Está muy ilusionada con el dichoso baile -me explicó mi padre. Me di por satisfecha, pero él sintió la necesidad de seguir justificando aquel proceder-. Nada solucionaríamos si la retuviera ahora en casa. Se sentiría menos proclive a escuchar y comprender. Además, Daphne es la única que sabe dominarla cuando se pone así.
»Pero estoy seguro -dijo, echando a andar de nuevo hacia mi dormitorio- de que no tardará mucho en rebosar de júbilo y excitación por tener una hermana. ¡Hace tanto tiempo que es hija única! Quizá la hemos mimado un poco. Ahora -agregó- me ha caído del cielo otra damisela a quien mimar.
En cuanto puse el pie en mi habitación, pensé que el mimo había empezado. La presidía una cama de tamaño extragrande con dosel de madera de pino y colgaduras de seda fina, en color nácar, rematadas por un festón de flecos. Las almohadas eran fenomenales y mullidas al tacto; la colcha, las fundas y el embozo de cretona lucían unas flores satinadas en mil tonalidades. El papel de la pared remedaba el estampado floral de la lencería. Encima de la cabecera había un retrato de una guapa muchacha alimentando a un papagayo en un jardín. Un lindo perrito de pelaje blanco y negro tiraba del dobladillo de su falda larga. A ambos lados del lecho estaban las mesillas de noche, cada una con su lámpara de pantalla acampanada. Pero, además de la cómoda y el armario debidamente conjuntados, la sala contenía un tocador con un espejo grandioso encajado en su marco de marfil, que adornaban grupos de rosas rojas y amarillas pintadas a mano. Y en el rincón más cercano había colgada una antigua jaula de estilo francés.
-¿Tendré un cuarto de baño para mí sola? -pregunté, tras asomar la nariz por la puerta de la derecha. La lujosa estancia tenía una gran bañera, pila y aguamanil, todos ellos con apliques de metal. Incluso en la bañera y el lavabo había pintados pájaros y flores artesanales.
-Por supuesto que sí. Gemela o no gemela, Gisselle no es persona con quien pueda compartirse el baño -dijo mi padre sonriente-. Esta segunda puerta -me informó, indicando hacia mi izquierda- comunica las dos habitaciones. Espero que pronto llegará el día en el que paséis de una a otra con toda naturalidad.
-También yo -dije. Fui hasta los ventanales y atisbé los terrenos de la finca. Comprobé que la habitación daba a la piscina y la pista de tenis. A través de una ventana abierta olí a bambú fresco, gardenias y camelias en flor.
-¿Te gusta? -preguntó mi padre.
-¿Gustarme? Me entusiasma. Es la habitación más fabulosa que he visto nunca -repuse. Él rió de mi efusión.
-Será refrescante ver que alguien valora de nuevo todo lo que nos rodea. Tenemos tendencia a dar las cosas por sentadas.
-Yo jamás incurriré en ese error -prometí.
-No lo digas tan deprisa. Espera que Gisselle te lave el cerebro. Bien, veo que te han dejado un camisón y que hay un par de pantuflas al lado de la cama. -Mi padre abrió un armario empotrado. En un colgador había una bata de seda rosa-. Aquí tienes también tu bata. En el cuarto de baño encontrarás todo lo necesario, cepillo de dientes, jabones y demás, pero si precisas algo más no dejes de pedirlo. Quiero que trates esta casa como tu hogar desde el principio.
-Gracias.
-Ahora ponte cómoda y que tengas dulces sueños. Si te levantas antes que los demás, lo cual es más que probable en la mañana siguiente al Mardi Gras, baja a la cocina y Nina te hará el desayuno.
Asentí con la cabeza y él se despidió, salió y cerró suavemente la puerta.
Durante un rato me quedé inmóvil, mirando mi entorno como embobada. ¿Estaba realmente allí, transportada por el tiempo y la distancia a un nuevo mundo, a un universo donde tendría un padre de verdad, una madre y, cuando ella lo aceptara, una hermana de carne y hueso?
Entré en el cuarto de baño y descubrí los jabones aromatizados con esencia de gardenias y los frasquitos que contenían los polvos para el baño de espuma. Me obsequié con un baño caliente y me deleité con la caricia sensual de las olorosas burbujas. Después me puse el camisón perfumado de Gisselle y me deslicé bajo la colcha y la etérea sábana.
Me sentía como Cenicienta.
Pero, también como Cenicienta, no pude contener una cierta desazón; me espantaba el tictac del reloj que agitaba indiferentemente sus manecillas para al fin unirlas a las doce, la hora de las brujas.
¿Reventaría entonces mi propia burbuja de felicidad y el carruaje se transformaría en calabaza? ¿O continuaría el inexorable avance de las agujas, consolidando con cada minuto que pasara mi anhelo de vivir una existencia mágica?
«¡Ay, Grandmére! -pensé, mientras mis pesados párpados empezaban a cerrarse-. Ya estoy aquí. Espero que ahora descanses tranquila.»
12. UNA BIENVENIDA DE ALCURNIA
Me despertaron los contrastados cantos del grajo y el sinsonte y, en los primeros momentos, no supe dónde estaba. Mi viaje a Nueva Orleans y todo lo que después había sucedido me parecía un sueño. Debía de haber llovido bastante durante la noche porque, aunque el sol brillaba esplendoroso a través de mis ventanas, la brisa aún olía a humedad y hojas mojadas, además de transportar los sugerentes aromas de la miríada de flores y árboles que circundaban la casona.
Me senté en la cama con ceremonia, impregnándome de la belleza del dormitorio a la luz del día. Lo encontré más hermoso aún. Pese a que los muebles, los accesorios y demás objetos, incluido un joyero que había sobre el tocador, eran piezas de anticuario, también daban la impresión de ser muy nuevos. Era casi como si aquella habitación hubiera sido arreglada recientemente, como si hubieran limpiado y pulido cada superficie en espera de mi llegada. O tal vez me quedé dormida años atrás, cuando acababan de decorarla, y al despertar no había advertido que también el tiempo se había detenido.
Me levanté y fui hasta los ventanales. El cielo era un edredón de nubes color vainilla con retazos azul pálido. En los jardines había varios empleados trabajando vigorosamente en podar setos, desmalezar macizos de flores y segar céspedes. En la cancha de tenis una persona barría las hojas de mirto y las muchas ramas diminutas que había arrancado el viento durante la tormenta, mientras otro hombre sacaba de la piscina las hojas de roble y plátano.
Decidí que era un día inmejorable para empezar una nueva vida. Con el corazón lleno de alegría, fui al cuarto de baño, me cepillé el pelo y me vestí con una falda gris y una blusa que llevaba en mi bolsa. Dispuse mis preciadas posesiones en el cajón de la mesilla de noche y, por último, me calcé los mocasines y dejé la habitación para bajar a desayunar.
En la casa todo era silencio. Las puertas de las otras estancias estaban herméticamente cerradas; pero cuando llegué al rellano superior oí que la puerta de acceso al edificio se abría y cerraba con estruendo, y un segundo después vi cómo Gisselle entraba a la carga, indiferente al ruido que estaba haciendo y a quién podía despertar.
Se desprendió de la capa y un original tocado de plumas, lo tiró todo sobre la mesa del vestíbulo y se dirigió a la escalera. Observé cómo subía el primer tramo con la cabeza baja. Al levantarla y ver que yo la miraba desde lo alto, paró en seco.
-¿Vuelves ahora del baile de Mardi Gras? -le pregunté anonadada.
-¡Caramba, me había olvidado de ti! -dijo, y acompañó sus palabras con una risita lela. Su leve bamboleo me indujo a creer que había bebido-. Eso significa que lo he pasado muy bien -añadió en tono agresivo-. Y Beau fue lo bastante gentil como para no mencionarme tu chocante aparición en toda la noche. -Su expresión se tornó agria, crispada, al meditar mi pregunta-. Pues claro que vuelvo ahora. El Mardi Gras dura hasta el amanecer. Son las normas. No creas que me has pillado en falta y puedes delatarme ante mis padres, porque ya lo saben -me avisó.
-No tengo la menor intención de sembrar cizaña. Sólo estaba... sorprendida. Nunca he hecho algo parecido.
-¿Nunca has ido a un baile para divertirte, o es que no se celebran fiestas en los pantanos? -preguntó con desdén.
-Sí que las hay, sólo que allí las llaman fais dodo. Pero no pasamos toda la noche fuera.
-¿Fais dodo? El nombre recuerda a tiempos pasados, a aquellas danzas de salón que se bailaban al compás de un acordeón y una marimba. -Gisselle sonrió con afectación y reanudó el ascenso.
-Eran unas fiestas estupendas, con un montón de manjares deliciosos. ¿Ha sido bonito tu baile? -pregunté.
-¿Bonito? -Mi hermana se detuvo en el último escalón y volvió a reírse-. «Bonito» es el término que se utilizaría para calificar una reunión escolar o una merienda en el jardín, pero esto es mucho más: es espectacular. Ha asistido todo nuestro círculo -añadió, subiendo hasta mi altura-. Y todos se nos han comido a Beau y a mí con los ojos verdes de envidia. Estamos considerados la pareja de criollos más atractiva del momento, para que te enteres. No sé cuántas de mis amigas me han suplicado que les dejara bailar con Beau, y también se morían de ganas de averiguar de dónde había sacado el vestido, pero yo no he soltado prenda.
-Es un vestido magnífico -admití.
-No esperes que te lo preste ahora que has irrumpido en nuestras vidas -me cortó ella, poniendo los cinco sentidos-. Todavía no he comprendido cómo viniste aquí ni quién eres -dijo con voz de hielo.
-Tu... nuestro padre te lo explicará-contesté. Gisselle me clavó otra de sus miradas altaneras y se apartó el pelo de la cara.
-Dudo de que nadie pueda explicarlo, pero ahora mismo tampoco lo escucharía. Estoy rendida. Necesito dormir, y desde luego no me siento de humor para oír la historia de tu vida. -Empezó a alejarse, pero se giró para repasarme de pies a cabeza-. ¿De dónde has sacado esas ropas? ¿Es que todo lo que tienes es hecho a mano? -preguntó.
-No -dije-. De todos modos, sólo he traído lo imprescindible.
-¡Gracias a Dios! -exclamó-. Voy a dormir un rato. Beau vendrá esta tarde a tomar el té. Nos encanta pasar revista a la noche anterior, despellejar a todo bicho viviente. Si sigues aquí podrás sentarte muy calladita, oír y aprender.
-Claro que seguiré aquí -repuse-. Desde ahora, ésta también es mi casa.
-No, por favor, tengo una tremenda jaqueca -dijo Gisselle, oprimiendo sus sienes con el índice y el pulgar. Erguida frente a mí, estiró el brazo con la palma abierta-. No hables más. Las jóvenes tenemos que rehacer nuestras fuerzas. Según Beau, somos femeninas, exquisitas, como flores que necesitan el beso de la llovizna y el tibio contacto del sol. -Dejó de reírse de sus propias palabras y me miró despectivamente-. ¿No te pintas los labios antes de reunirte con la gente?
-No. Ni siquiera tengo carmín -respondí.
-Y Beau cree que somos gemelas...
Incapaz de aguantarme, me revolví.
-¡Lo somos!
-Quizá en tus sueños -contraatacó mi hermana, y se metió en su habitación. Cuando hubo entrado y cerrado la puerta, descendí la escalera y me paré a admirar su capa y el tocado. ¿Por qué los había dejado allí? ¿Quién los guardaría en su lugar correspondiente?
Como si hubiera oído mis pensamientos, una doncella uniformada salió de la sala de estar y avanzó por el pasillo para ordenar la ropa de Gisselle. Era una joven de color con unos grandes ojos marrones. No aparentaba tener muchos más años que yo.
-Buenos días -la saludé.
-Buenos días. ¿Es usted la chica nueva que se parece a Gisselle?
-Sí. Me llamo Ruby.
-Yo soy Wendy Williams -me dijo. Recogió las prendas tiradas, pendiente siempre de mí, y desapareció.
Enfilé el corredor de la cocina, pero al pasar junto al comedor divisé a mi padre sentado a la mesa. Estaba tomando un café y leyendo la sección de economía y negocios de la prensa matinal. En el momento en que me vio, levantó la vista y me sonrió.
-Buenos días. Ven a sentarte conmigo -me dijo.
Era un comedor muy grande, casi tanto como una sala de reuniones cajún. Encima de la larga mesa y en sentido paralelo había suspendido un espantamoscas, un ventilador manual de notoria anchura que antiguamente se desplegaba a la hora de cenar y era accionado por un criado para mover la brisa y hacer lo que su nombre indicaba: ahuyentar las moscas. Me figuré que lo tenían como mero elemento decorativo. Yo los había visto en las casas opulentas cajún donde utilizaban ya la ventilación eléctrica.
-Siéntate aquí -dijo mi padre, y dio unos golpecitos en la silla de su izquierda-. Desde hoy, éste será tu sitio. Gisselle ocupa el lado derecho y Daphne la otra cabecera.
-¡Queda tan lejos! -comenté, ojeando la interminable mesa de rica madera de cerezo, tan bien encerada que mi cara se reflejaba nítidamente. Él soltó una carcajada.
-Sí, pero Daphne lo quiere así. O quizá debería decir que es la distribución correcta. Veamos, ¿cómo has dormido? -me preguntó después de que tomara asiento.
-Maravillosamente. Es la cama más confortable que he usado nunca. Tenía la impresión de navegar sobre una nube.
Mi padre sonrió.
-Gisselle quiere que le ponga un colchón nuevo. Asegura que el suyo es demasiado duro, pero si le compro uno más blando se hundirá hasta el suelo -añadió, y los dos reímos. Me pregunté si la habría oído llegar y si de veras sabía que acababa de regresar del baile-. ¿Tienes apetito?
-Sí -repuse. Tenía un ronroneo en el estómago. Mi padre tocó una campanilla y apareció Edgar, procedente de la cocina.
-Ya conoces a Edgar, ¿verdad?
-Nos presentaron anoche. Buenos días, Edgar -dije.
Él hizo una tenue inclinación de cabeza.
-Buenos días, mademoiselle.
-Edgar, dígale a Nina que prepare unas tortitas especiales de arándanos para mademoiselle Ruby. Te apetecen, ¿verdad?
-Sí, gracias -respondí. Mi padre asintió con la cabeza hacia Edgar.
-Muy bien, señor -dijo él, y me sonrió. -¿Quieres zumo de naranja? Están recién exprimidas -me ofreció mi padre, asiendo la jarra.
-Sí, muy amable.
-No creo que Daphne deba preocuparse por tus modales. Grandmére Catherine fue una buena maestra -recalcó. Al escuchar el nombre de Grandmére, no pude por menos que apartar los ojos-. Supongo que la echas mucho de menos.
-Así es.
-Nadie puede sustituir a un ser querido, pero confío en que sabré llenar un poco el vacío que tienes ahora en el corazón -dijo-. Bien -prosiguió, apoyándose en el respaldo-, hoy Daphne amanecerá pasadas las dos. Y ambos sabemos que Gisselle dormirá casi todo el día. por otra parte, Daphne me ha dicho que te llevará de compras a media tarde. Eso nos deja libres la mañana entera y la hora del almuerzo. ¿Qué te parece si hacemos una pequeña visita turística a la ciudad?
-Sería magnífico, gracias -contesté.
Después de desayunar subimos a un Rolls Royce y abordamos la ancha avenida de grava. Nunca había viajado en un automóvil tan ostentoso; contemplé con cara de estúpida los acabados de madera y pasé la palma de la mano por la suave tapicería de piel.
-¿Sabes conducir? -preguntó mi padre.
-¡Oh, no! Ni siquiera he ido en coche muy a menudo. En los pantanos solemos desplazarnos a pie o en piragua.
-Sí, ahora me acuerdo -dijo, obsequiándome una de sus sonrisas luminosas-. Gisselle tampoco sabe. No quiere tomarse la molestia de aprender. Lo cierto es que prefiere sentarse en el asiento y que la paseen los demás. Pero si tú deseas intentarlo, seré muy gustoso tu profesor.
-Sí que me gustaría.
Atravesamos el Carden District entre majestuosas villas ajardinadas tan bonitas como la nuestra, algunas de ellas con verjas embellecidas por hileras de adelfas. La nubosidad había disminuido, de tal suerte que se cernían pocas sombras sobre las calles y la gloriosa vegetación. Las aceras y los patios embaldosados estaban relucientes. Aquí y allí se observaban desagües repletos de camelias blancas y rosas que había arrastrado la lluvia de la noche anterior.
-Algunas de las casas que ves fueron edificadas antes de 1840 -me ilustró mi padre, y sacó el brazo para señalarme una vivienda a nuestra derecha-. Ahí murió en el año 1899 Jefferson Davis, presidente de la Confederación. Hay mucha historia encerrada en todos estos muros -dijo con orgullo.
Doblamos una esquina y frenamos para ceder el paso al tranvía verde aceituna que traqueteaba entre las palmeras de una explanada. Luego seguimos la misma calle St. Charles hacia el corazón de la ciudad.
-Me alegro de haber tenido esta ocasión de pasar un rato a solas contigo -dijo mi padre-. Además de enseñarte Nueva Orleans, me da la oportunidad de conocerte y a ti de conocerme. Debiste de necesitar grandes dosis de coraje para llamar a mi puerta -comentó.
La expresión de mi rostro verificó su sospecha. Acto seguido, se aclaró la garganta y continuó.
-Me resultará difícil mencionar a tu madre en presencia de otras personas, sobre todo de Daphne. Creo que entiendes mis motivos.
Asentí con la cabeza.
-Aunque intuyo que todavía es más difícil para ti comprender cómo ocurrieron los hechos. Algunas veces -añadió-, cuando pienso en ello, tengo la sensación de que lo soñé todo.
En efecto, se diría que hablaba en una ensoñación. Tenía la mirada absorta, lejana, y una voz homogénea, fluida y muy relajada.
-Tengo que hablarte de Jean, mi hermano menor. Siempre fue distinto de mí, mucho más extraviado y vigoroso, un donjuán apuesto donde los haya -dijo mi padre con una risa insinuante-. Frente a los miembros del bello sexo yo siempre fui más bien tímido.
»Mi hermano era un personaje atlético, estrella de los estadios y experto marino. Podía hacer que nuestro velero cortase las aguas de lago Pontchartrain aunque no soplara la brisa suficiente para mecer el ramaje de los sauces llorones.
»Huelga decir que Jean era el predilecto de mi padre, y que mi madre siempre lo vio como su niño del alma, pero no tenía celos de él -puntualizó enseguida-. Yo siento una mayor vocación por los negocios, estoy más a gusto en una oficina devorando cifras, hablando por teléfono y sellando pactos que en un campo de juego o en una embarcación de lujo, rodeado de hermosas mujeres.
»Jean poseía un encanto irresistible. No tenía que hacer esfuerzo alguno para ganar amigos o entablar relaciones sociales. Hombres y mujeres por igual deseaban tratarlo, arrimarse a su sombra, recibir el privilegio de sus palabras y su sonrisa.
»En aquella época, la casa estaba siempre atestada de juventud. Nunca sabías quién aparecería en la sala de estar, o comiendo en nuestra mesa u holgazaneando junto a la piscina.
-¿Cuántos años os llevabais? -pregunté.
-Cuatro. Cuando me licencié en la universidad, mi hermano estaba en el primer curso y ya era la figura del equipo universitario de atletismo, había sido presidente de su clase y gozaba de una gran popularidad en el club estudiantil. No era de extrañar que nuestro padre le idolatrara tanto y concibiera sueños de grandeza para su futuro.
Mientras hablaba, mi padre hizo una serie de giros que nos fueron internando en los barrios más céntricos de Nueva Orleans. Pero yo no estaba tan interesada en el tráfico, las multitudes y las innumerables tiendas como en su relato. Paramos frente a un semáforo.
-Entonces todavía no estaba casado. Daphne y yo apenas empezábamos a salir. En el fondo de su mente, mi padre ya había proyectado el matrimonio de Jean con la hija de uno de sus socios profesionales. Tenía que ser una boda celestial. Ella era una linda damisela, y su padre un hombre muy rico. La ceremonia nupcial y el banquete rivalizarían con los de la realeza.
-¿Qué opinaba Jean al respecto? -inquirí.
-¿Jean? Él veneraba a nuestro padre y habría hecho todo lo que él mandara. Lo consideraba algo inevitable. Tú habrías simpatizado mucho con mi hermano. Creo que habrías acabado por adorarle. Nunca se dejaba abatir; era de los que veían el arco iris al final de la tormenta, por grave que fuera el problema o la complicación.
-¿Qué le sucedió? -me atreví a preguntar, aunque temía la respuesta.
-Sufrió un accidente de navegación en el lago Pontchartrain. Yo nunca salía en la barca con él, pero aquel día me dejé engatusar y lo acompañé. Jean tenía la manía de querer inculcarme sus aficiones. Siempre me perseguía para que disfrutara más de la vida. Según su criterio yo era demasiado serio, demasiado responsable. Por lo general no hacía mucho caso a sus protestas, pero esa vez me argumentó que dos buenos hermanos deberían estar más unidos. Me rendí. Ambos bebimos más de la cuenta. Se desató una tempestad. Yo abogué por volver a puerto de inmediato, pero Jean decidió que sería más emocionante hacerle frente, y la barca volcó. En principio, a él nada tendría que haberle pasado. Era mejor nadador que yo; pero el mástil lo golpeó en la sien.
-¡Oh, no! -me lamenté.
-Estuvo mucho tiempo en coma. Mi padre no reparó en medios, contrató a los mejores médicos, pero ninguno de ellos pudo curarlo. Era como un vegetal.
-Tuvo que ser terrible.
-Yo pensaba que mi familia nunca lo superaría, en particular mi padre. No obstante, fue mi madre quien más se deprimió. Su salud decayó antes que la de él. Menos de un año después del trágico accidente sufrió un primer ataque cardíaco. Sobrevivió, pero quedó inválida.
Continuamos transitando, ya por el núcleo de la zona comercial. Mi padre giró una vez, luego otra, y aminoró la marcha para detener el coche en una plaza de aparcamiento, aunque no apagó el motor. Con la vista al frente, siguió rememorando.
-Un día, mi padre fue a verme a mi despacho y cerró la puerta. Había envejecido enormemente desde el percance de mi hermano y la enfermedad de mamá. Otrora un hombre orgulloso, fuerte, en ese momento caminaba con los hombros caídos, la cabeza baja y la espalda encorvada. Estaba siempre demacrado, sus ojos vacuos, su entusiasmo por el negocio en total declive.
»”Pierre -me dijo-, no creo que tu madre dure mucho en este mundo y, francamente, siento que mis propios días están contados. Lo que más nos gustaría a ambos es verte casado y fundando una nueva familia.”
»Daphne y yo planeábamos casarnos de todos modos, pero después de aquella conversación adelanté la boda. Quería tener hijos inmediatamente. Ella se hizo cargo. Sin embargo, fueron transcurriendo los meses sin que hubiera indicios de embarazo, y empezamos a preocuparnos.
»Envié a mi esposa a varios especialistas, y la conclusión unánime fue que no podía ser madre. Sencillamente, su organismo no producía la cantidad necesaria de una determinada hormona. He olvidado el diagnóstico exacto.
»La noticia destrozó a mi padre, que parecía vivir solamente para poder abrazar a su nieto. Al poco tiempo murió mi madre.
-¡Qué lástima! -dije.
Él asintió y paró por fin el motor del Rolls.
-Mi padre cayó en una honda depresión. Apenas iba a trabajar, pasaba las horas muertas mirando ensimismado el vacío, cada día se abandonaba más . Daphne lo cuidó como humanamente pudo, pero de alguna manera se culpaba a sí misma de lo sucedido. Sé que fue así, aunque aún hoy lo negaría en voz alta.
»Finalmente, logré embarcar a mi padre en una expedición de caza. Viajamos hasta los pantanos para cazar patos y gansos, y contratamos los servicios de tu grandpére Jack. Así fue como conocí a Gabrielle.
-Lo sé -contesté.
-Tienes que comprender lo triste y monótona que me parecía la vida en aquel período. El halagüeño porvenir de mi guapo y seductor hermano se había malogrado violentamente, mi madre había muerto, mi mujer era estéril y mi padre se consumía día a día.
»De repente... Nunca olvidaré aquel instante. De repente me giré mientras descargaba el coche en el muelle, y vi a Gabrielle paseando por el margen del canal. La brisa le levantaba el cabello y lo hacía volar a su alrededor, en unas hebras tan rojizas como las tuyas. Tenía una sonrisa angelical. Mi corazón dio un rebrinco, y la sangre empezó a latir tan cerca de la superficie que noté un intenso rubor en mis mejillas.
»Un jilguero se posó en su hombro, y cuando ella extendió el brazo fue saltando hasta su mano antes de emprender el vuelo. Casi puedo oír su risa argentina, aquella risa cautivadora e infantil que el viento llevó hasta mí.
»-¿Quién es esa joven? -le pregunté a tu abuelo.
»-Sólo es mi hija -me dijo él.
»”¿Sólo su hija?”, pensé. ¿Aquella diosa que parecía emerger de las aguas de los pantanos era ”sólo su hija”?
»Ya lo ves, no pude contenerme. Nunca me habían embrujado así. Aproveché cada ocasión que tuve de estar con ella, de sentirla cerca, de hablarle. Y muy pronto Gabrielle empezó a hacer lo mismo, a anhelar mi compañía.
»No pude disimular mis sentimientos ante mi padre, pero él no se interpuso en mi camino. Al contrario, estoy seguro de que incluso se aficionó más a las excursiones por el pantano a causa de nuestra creciente relación. En aquel tiempo no intuí por qué la fomentaba. Debía haberlo sospechado cuando no hizo el menor aspaviento el día en que le anuncié que ella esperaba un hijo mío.
-Cerró un trato a tus espaldas con Grandpére Jack -dije.
-Sí. Yo no quería que ocurriera una cosa así. Ya había hecho planes para ocuparme de Gabrielle y del niño, y ella estaba conforme, pero a mi padre la idea de la sucesión lo obsesionaba, lo enloquecía. Incluso tuvo el atrevimiento de revelárselo todo a Daphne.
-¿Qué hiciste tú?
-No quise desmentirlo. Le confesé la verdad -repuso Pierre con un suspiro.
-¿Se llevó un gran disgusto?
-Se disgustó mucho, desde luego, pero Daphne es una mujer de carácter, lo que llaman una «dama con clase». Me dijo que quería educar a mi hijo como si fuera propio, acatar la voluntad de mi padre. Verás, es que él le había hecho algunas promesas. Pero todavía había que dilucidarlo con Gabrielle, había que tener en cuenta sus sentimientos y sus deseos. Expliqué a Daphne lo que Gabrielle quería y le advertí que, a pesar del pacto que habían sellado mi padre y tu abuelo, se opondría rotundamente.
-Grandmére Catherine me contó cuánto se había apenado mamá, pero nunca he conseguido entender por qué le permitió a Grandpére salirse con la suya, por qué entregó a Gisselle.
-No fue Grandpére Jack quien la hizo claudicar -declaró mi padre-. Fue Daphne. -Hizo una pausa para mirarme-. Por la expresión de tu cara, veo que lo ignorabas.
-Así es -admití.
-Quizá tu abuela Catherine tampoco lo sabía. Pero ya basta de historias. Además, conoces el resto -dijo como si quisiera abreviar-. ¿Te gustaría recorrer a pie el Barrio Francés? Delante mismo de nosotros está Bourbon Street -me propuso.
-Sí.
Salimos del coche y estrechó mi mano para ir paseando hasta el chaflán. En cuanto lo doblamos oímos los compases musicales que surgían de los diversos clubes, bares y restaurantes que había abiertos ya tan temprano.
-El Barrio Francés es el verdadero corazón de la ciudad -me explicó mi padre-. Nunca cesa de latir. Y no es realmente francés, sino más bien hispano. Hubo dos incendios desastrosos, uno en 1788 y el otro en 1794, que destruyeron casi todas las estructuras originales -añadió. Percibí cuánto gozaba hablando de Nueva Orleans y me pregunté si algún día llegaría a amar aquella ciudad tanto como él.
Seguimos caminando junto a columnatas de airosas volutas, cancelas de hierro y patios. Oímos bullicio por encima de nuestras cabezas, y al levantar los ojos vimos a grupos de hombres y mujeres que, asomados a las barandillas repujadas de los balcones de sus casas, se llamaban entre sí o a la gente de la calle. En el arco de un portal, un negro rasgaba la guitarra. Parecía tocar para sí mismo, sin reparar en los transeúntes que se detenían a escucharlo.
-Éste es un barrio cargado de historia -dijo mi padre-. Jean Lafitte, el famoso pirata, y su hermano Pierre montaron aquí un centro de distribución de su contrabando. Muchos aventureros bravucones discutieron en los patios los entresijos de complicadas campañas.
Intenté asimilarlo todo: los restaurantes, los cafés, las tiendas de recuerdos y las de antigüedades. Anduvimos hasta alcanzar la plaza Jackson y la catedral de Saint Louis.
-Aquí era donde los primeros habitantes de Nueva Orleans recibían a los héroes y organizaban las asambleas y celebraciones públicas -me informó Pierre. Hicimos un alto para ver la estatua ecuestre de Andrew Jackson antes de entrar en la catedral. En el templo, encendí una vela para Grandmére Catherine y recé una plegaria. Luego dimos una vuelta por la plaza, en el perímetro exterior donde los pintores vendían sus últimos trabajos.
-Hagamos un descanso para tomar café au lait con buñuelos -ofreció mi padre. A mí me encantaban los buñuelos, o beignets, que estaban agujereados como las rosquillas y espolvoreados de azúcar.
Mientras comíamos y bebíamos, observamos a unos dibujantes que esbozaban retratos de los turistas.
-¿Conoces una galería de arte llamada Dominique? -indagué.
-¿Dominique? Sí. No queda lejos de aquí, a una o dos manzanas a la derecha. ¿Por qué me lo preguntas?
-Porque hay expuestas unas acuarelas mías -respondí.
-¿Cómo? -Mi padre, atónito, echó la espalda hacia atrás-. ¿Tienes acuarelas en Dominique?
-Sí. Incluso he vendido una. Así conseguí el dinero para el viaje.
-No puedo creerlo -dijo-. ¿Eres una artista y no has dicho una palabra?
Le hablé de mi pintura y de cómo Dominique se había parado un día para ver mi trabajo en el puesto de carretera que teníamos con Grandmére Catherine.
-Tenemos que ir ahora mismo -dijo-. Jamás había visto tanta modestia. Gisselle tiene mucho que aprender de ti.
Incluso yo me sentí abrumada cuando llegamos a la galería. Mi acuarela de la garza emergiendo de las aguas estaba exhibida prominentemente en el escaparate. Dominique había salido. La joven que le sustituía, una mujer con estilo, se tomó mucho interés al enterarse de quién era yo.
-¿Cuánto vale la pintura del escaparate? -preguntó mi padre.
-Quinientos cincuenta dólares, monsieur.
«¡Quinientos cincuenta dólares!», me repetí interiormente. ¿Tanto se cotizaba algo que había hecho yo? Sin dudarlo, Pierre buscó su cartera en el bolsillo y sacó el dinero.
-Es una acuarela genial -afirmó, mirándola en perspectiva-. Pero tendrás que cambiar la firma por Ruby Dumas. Quiero que mi familia se beneficie de tu talento -agregó con una sonrisa. Medité si no habría presentido de algún modo que aquella imagen representaba, por lo que me había dicho Grandmére Catherine, el pájaro favorito de mi madre.
En cuanto nos la envolvieron, mi padre me urgió a salir presa de una gran agitación.
-¡Espera que la vea Daphne! Tienes que continuar perfeccionando tu arte; compraré el material que necesites y te acondicionaremos una habitación como estudio. Te conseguiré el mejor profesor de Nueva Orleans para que te dé clases particulares.
Apabullada, me limité a seguir sus pasos con el corazón desbordante. Al fin pusimos la acuarela en el coche.
-Quiero enseñarte algunos museos, pasar frente a un par de nuestros célebres cementerios, y después te llevaré a almorzar a mi restaurante predilecto en los muelles. A fin de cuentas -dijo jovialmente-, éste es el tour de lujo.
Fue un paseo fantástico. Reímos con ganas y el restaurante que había elegido era maravilloso. Tenía un pabellón acristalado, así que desde la mesa pudimos contemplar los vapores y las barcazas que arribaban o remontaban el Misisipi.
Mientras comíamos, mi padre me preguntó por mi vida en los pantanos. Le conté que Grandmére y yo solíamos hacer productos de artesanía para venderlos a los turistas. Me hizo preguntas acerca de mis estudios, y quiso saber si había tenido algún novio. Yo empecé a referirle mis relaciones con Paul y me interrumpí, no sólo porque me entristecía hablar de él, sino porque me avergonzaba sacar a la luz otra cosa terrible que le había sucedido a mi madre y otra cosa terrible que había hecho Grandpére Jack en consecuencia. Mi padre captó mis reparos.
-Estoy seguro de que tendrás otros muchos pretendientes -dijo-, tan pronto como Gisselle te presente a sus Compañeros del instituto.
-¿El instituto? -Había olvidado momentáneamente esa cuestión.
-Por supuesto. Esta misma semana te matricularemos.
Tuve un pensamiento aterrador. ¿Serían todas las chicas de la clase como Gisselle? ¿Qué exigirían de mí?
-Bueno, bueno -me animó mi padre, y me dio unas palmaditas en la mano-. No te pongas nerviosa por eso. Estoy seguro de que todo irá bien. Veamos -dijo, consultando su reloj-, a estas horas las damas ya se deben de haber levantado. Habrá que volver a casa. Lo cierto es que todavía le debo una explicación a Gisselle.
Puesto en sus labios parecía sencillo, pero, como habría dicho Grandmére Catherine, «es más difícil tejer una simple tela de falsedades que todo un guardarropa de verdad».
Daphne estaba sentada en una terraza del jardín, en una silla de hierro con un cojín y frente a una mesa con parasol donde le habían servido su desayuno tardío. Aunque llevaba aún una bata de seda azul celeste y pantuflas, se había maquillado y peinado pulcramente. A la sombra parecía de color miel. Su imagen podría haber salido publicada en la cubierta del ejemplar del Vogue que estaba leyendo. Cerró la revista y se giró cuando nos acercamos a saludarla. Mi padre la besó en la mejilla.
-¿Debo decir «buenos días» o «buenas tardes»?
-Para vosotros dos es decididamente la tarde -repuso Daphne, con la mirada fija en mí-. ¿Lo has pasado bien?
-Estupendamente -declaré.
-Me alegro. Veo que has comprado un nuevo cuadro, Pierre.
-Y no un cuadro cualquiera, querida. Es un Ruby Dumas auténtico -replicó él, dedicándome una ancha sonrisa de complicidad. Daphne enarcó las cejas.
-¿Perdón?
Mi padre desenvolvió el paquete y alzó la acuarela frente a ella.
-¿Verdad que es bonita?
-Sí -contestó su esposa en un tono evasivo-. Pero sigo sin comprender.
-Vas a quedarte de piedra, Daphne -empezó a decir mi padre. Tomó asiento a su lado y le contó toda mi historia. Mientras la narraba, ella nos miró de hito en hito.
-Esto es extraordinario -dijo cuando hubo concluido.
-Y habrás advertido, por la obra misma y por cómo la han recibido en la galería, que tiene un notable talento artístico, un talento que debemos desarrollar.
-Sí-convino Daphne, aún con reservas.
A Pierre no le desanimó su reacción tan mesurada. Debía de estar acostumbrado. Le resumió en cuatro palabras todo lo que habíamos hecho juntos. Ella bebió café de una taza de porcelana hermosamente pintada a mano y escuchó, si bien sus ojos azules se oscurecieron al notar las alteraciones que la excitación imprimía en la voz de su marido.
-Desde luego, Pierre -dijo-, hacía años que no te apasionabas así por algo.
-Tengo motivos de peso -respondió mi padre.
-Me sabe mal ser yo quien ponga la nota discordante, pero te recuerdo que aún no has hablado con Gisselle para aclararle la presencia de Ruby.
La efusión de mi padre se deshinchó a ojos vistas y asintió con la cabeza.
-Como siempre, tienes razón, amor mío. Es hora de despertar a la princesa y mantener una charla con ella -dijo. Se irguió y recogió mi pintura-. ¿Dónde podríamos colocarla? ¿En el salón?
-Creo que quedará mejor en tu despacho, Pierre -apuntó Daphne. Me dio la impresión de que quería colgarla donde se viera lo menos posible.
-Sí, es una buena idea. Así podré mirarla más a menudo -accedió mi padre-. En fin, vamos allá. Deseadme suerte -dijo, sonriéndome, y se metió en la casa para conferenciar con Gisselle. Daphne y yo nos espiamos mutuamente. Al cabo de un momento ella depositó en la mesa su taza de café.
-Al parecer, con tu padre has hecho una entrada triunfal -comentó.
-Es muy simpático -contesté. Daphne me estudió con atención antes de hablar.
-Hacía tiempo que no le veía tan eufórico. Sin embargo, debo decirte, puesto que te has convertido tan de improviso en un miembro de la familia, que Pierre, tu padre, sufre períodos de melancolía. ¿Sabes a qué me refiero? -Yo negué con la cabeza-. De vez en cuando se sume en profundas depresiones. Ocurre sin previo aviso -añadió.
-¿Depresiones?
-Sí. Puede pasar encerrado horas enteras, días incluso, sin querer ver a nadie ni hablar con nadie. A lo mejor le estás hablando, y de repente su mirada se extravía y te deja plantada en plena frase. Más tarde no se acuerda de haberlo hecho.
Me quedé horrorizada. Me parecía increíble que aquel hombre tan optimista con quien acababa de pasar unas horas felices pudiera responder a la descripción que ella me daba.
-Algunas veces se aísla en su despacho y pone una horrible música fúnebre. He pedido a varios médicos que le prescriban medicación, pero a él no le gusta tomarla.
»Su madre ya era así -prosiguió-. La historia de la familia Dumas está empañada por muchos eventos desdichados.
-Lo sé. Antes me ha hablado de su hermano menor -dije. Daphne levantó la vista bruscamente.
-¿Ya te lo ha contado? Ése es el problema -afirmó, meneando la cabeza-. Tiene un placer morboso en abordar esos temas tan desagradables y deprimir a todo el mundo.
-A mí no me ha deprimido, aunque debió de ser una triste experiencia -repuse. Ella comprimió los labios y encogió los párpados. No le gustaba que la contradijeran.
-Supongo que te lo habrá descrito como un accidente de barco.
-Sí. ¿Acaso no lo fue?
-Ahora no quiero entrar en detalles. A mí sí que me deprime -dijo Daphne, con los ojos muy abiertos-. En cualquier caso, siempre he intentado y continúo intentando hacer todo cuanto está en mi mano para que Pierre sea feliz. Lo primero que debes recordar si piensas vivir aquí es que no se puede romper la armonía familiar. Las disputas mezquinas, las pequeñas intrigas y rencillas, los celos y la traición no tienen cabida en la Casa de los Dumas.
»Pierre se ha entusiasmado tanto con tu existencia y tu llegada, que está ciego a los conflictos que tendremos que afrontar -recalcó. Cuando hablaba lo hacía en un tono tan firme, tan superior, que no me quedó más remedio que escucharla sin separar la vista de ella-. No comprende la inmensidad del trabajo que nos espera. Sé que vienes de un mundo muy diferente y el tipo de cosas que solías hacer y conocer.
-¿Qué cosas, madame? -pregunté, curiosa por ver qué decía.
-Pues cosas -insistió Daphne con una mirada hiriente-, No es una conversación propia de señoras.
-Yo no haría ni muerta eso que insinúa -protesté.
-Ni siquiera eres consciente de tus actos, de la clase de vida que has llevado hasta hoy. Los cajún tienen sus propios conceptos morales, un código de conducta distinto del nuestro.
-Eso no es cierto, madame -repliqué pero ella siguió hablando como si no me hubiera oído.
-No te darás cuenta hasta que te hayamos... hasta que te hayamos educado, formado y cultivado -declaró.
»Ya que tu aparición es tan importante para Pierre, naturalmente haré lo que pueda para enseñarte y guiarte; pero necesitaré tu plena colaboración y obediencia. Si tienes algún problema, y estoy persuadida de que al principio los tendrás, te ruego que me los expongas a mí. No molestes a Pierre.
»Lo último que quiero en el mundo -añadió, más para sí misma que para mí-, es darle nuevas causas de aflicción. Podría terminar igual que su hermano.
-No lo entiendo -dije.
-Por ahora carece de importancia -se apresuró a cortarme. Acto seguido cuadró los hombros y se levantó.
-Voy a vestirme para que salgamos de compras. Procura estar localizable dentro de veinte minutos.
-Bien, madame.
-Espero -agregó Daphne, parada a mi lado para despejar de mi frente unos mechones caídos-, que con el tiempo te sentirás más cómoda llamándome mamá.
-Yo también lo espero -dije.
No pretendía que sonara tan seco, casi como una amenaza. Ella se puso tiesa y entrecerró los ojos antes de dirigirme una sonrisa breve, forzada, e ir a cambiarse para llevarme de compras.
Mientras esperaba a Daphne hice una nueva ronda por la casa, deteniéndome a dar un vistazo en lo que reconocí como el despacho de mi padre. Había apoyado mi acuarela contra la pata del escritorio antes de ir a reunirse con Gisselle. Detrás de su silla de trabajo tenía colgado un retrato de su padre, mi abuelo, supuse. En aquel cuadro parecía menos severo que en el de la sala, aunque iba vestido de etiqueta y exhibía una mirada pensativa, sin un asomo de sonrisa en sus labios ni en sus ojos.
Mi padre tenía un escritorio de madera de nogal, armarios de estilo francés y sillas con respaldo calado. Había anaqueles de libros en las paredes laterales del despacho, cuyo suelo era de parquet pulimentado con una alfombra ovalada, tejida en lana muy prieta, debajo del escritorio y su butaca. En el rincón de la izquierda se veía un globo terráqueo. Todos los objetos del escritorio y de la habitación estaban minuciosamente ordenados y, aparentemente, sin una mota de polvo. Era como si los habitantes de la casa anduvieran todos de puntillas y con las manos enguantadas. El mobiliario, los suelos y las paredes impolutos, los apliques, los estantes, las antigüedades y las estatuillas me hacían sentir como un toro en una tienda de porcelana. Me daba miedo caminar deprisa, girarme abruptamente, y en particular temía tocar alguna cosa, pero aun así me colé en el interior para examinar las fotografías del escritorio.
Encuadrados en marcos de plata de ley, mi padre conservaba los retratos de Daphne y de Gisselle. Había también una foto de una pareja, presuntamente sus padres. Mi abuela, la señora Dumas, parecía haber sido una mujer menuda, hermosa, de rasgos diminutos, pero una tristeza inconmensurable le nublaba la boca y los ojos. Me pregunté dónde estaría la imagen de Jean, el hermano menor de mi padre.
Salí de la sala y descubrí un estudio independiente, una biblioteca con sofás de piel carmesí y sillas de alto respaldo, mesas recubiertas de pan de oro y lámparas de metal. La vitrina de este gabinete reunía una colección de valiosas copas de cristal soplado rojo, verde y púrpura, y las paredes, como las de todas las otras estancias, estaban adornadas con pinturas al óleo. Entré y hojeé algunos libros de las estanterías.
-¡Ah, estabas aquí! -oí decir a mi padre, y al volverme lo vi de pie en la puerta junto a Gisselle. Mi hermana llevaba una bata de seda rosa y unas sutiles pantuflas a juego. Se había cepillado el pelo deprisa y corriendo, y se le notaba. Pálida y embotada por el sueño, se alzaba con los brazos cruzados en el pecho-. Te buscábamos.
-Estaba explorando. Espero que no haya inconveniente -dije.
-¡Por supuesto que no! Es tu casa. Puedes ir a donde gustes. En fin, Gisselle comprende todo lo ocurrido y desea saludarte como si os vierais por primera vez -proclamó mi padre, y sonrió. Yo miré a mi gemela, que suspiró y dio un paso al frente.
-Lamento mi conducta contigo -empezó a decir-. Desconocía los hechos. Nadie me había contado la historia hasta hoy -agregó, desviando la vista hacia nuestro padre, que tenía una actitud contrita-. Sea como fuere, esto lo cambia todo. Ahora sé que eres realmente mi hermana y que has sufrido una amarga prueba.
-Me alegro -contesté-. Y no tienes por qué disculparte. Entiendo muy bien que te trastornara verme aparecer en tu casa tan repentinamente.
Ella quedó satisfecha, lanzó una mirada furtiva a mi padre y reanudó su discurso.
-Quiero darte la bienvenida a nuestra familia. Confío en que muy pronto nos conozcamos mejor. -Sus palabras tenían el retintín de la lección aprendida, pero aun así me gustó oírlas-. Y no te apures por el instituto. Papá me ha dicho que estabas inquieta, pero no hay motivo. Nadie va a ofender a mi hermana -declaró.
-Gisselle es la cabecilla de su clase -dijo Pierre, de nuevo risueño.
-No lo soy, pero no permitiré que nos incordie una pandilla de niñas melindrosas. Si quieres, dentro de un rato ven a mi habitación y charlaremos. Es fundamental que empecemos a conocernos.
-Me encantará.
-Quizá te apetecería acompañar a Daphne y Ruby a renovar el vestuario de tu hermana -sugirió nuestro padre.
-No puedo. Espero a Beau. -Gisselle me sonrió fugazmente-. Ya sé que no tengo más que llamarlo y anular la cita, pero al pobre le hace mucha ilusión verme, y además, para cuando esté a punto, mamá y tú casi habréis terminado. Ve a la piscina en cuanto vuelvas -me dijo.
-Así lo haré.
-No dejes que mamá te vista con esas horrendas faldas que llegan hasta el tobillo. Hoy en día todas las chicas las llevan cortas -me aconsejó, pero no me imaginé a mí misma diciéndole a Daphne lo que debía o no comprar. Agradecería lo que fuera.
Gisselle percibió mi vacilación y añadió:
-No te preocupes. Si no tienes alguna prenda moderna, te prestaré algo para el primer día de instituto.
-Es un bonito gesto -afirmó nuestro padre-. Gracias por ser tan comprensiva, cariño.
-De nada, papá -dijo mi hermana, y lo besó en la mejilla. A él se le animó el semblante.
-¡Vaya gemelas tengo! -exclamó, frotándose las manos-. Son ya unas mujeres, y las dos guapísimas. ¿Qué más se puede pedir?
Esperaba en mi fuero interno que no se equivocara. Gisselle se excusó y subió a arreglarse, mientras yo iba con mi padre a la parte delantera para aguardar a Daphne.
-Estoy seguro de que Gisselle y tú os entenderéis maravillosamente -me comentó-, pero es casi obligado que en una relación haya altibajos y escollos, en especial cuando se trata de una fraternidad tan imprevista. Si tienes algún problema serio, ven a verme. No importunes a Daphne -dijo-. Ha sido una madre excelente para Gisselle, a pesar de las insólitas circunstancias, y no me cabe la menor duda de que también se desvivirá por ti; pero creo que debo asumir más responsabilidades. Supongo que me comprendes. Pareces ser una muchacha muy madura, bastante más que Gisselle.
Me hallaba en una extraña disyuntiva. Daphne quería que recurriera a ella, mi padre que recurriera a él, y ambos parecían tener buenas razones. Esperaba con toda el alma no plantearles problemas.
Oí los pasos de Daphne en la escalera elíptica y levanté los ojos. Llevaba una holgada falda de color negro, una blusa de terciopelo blanco, zapatos negros de tacón bajo y, en el escote, un collar de perlas auténticas. Sus ojos azules chispeaban, y al ensancharse su sonrisa lució una dentadura uniforme y blanquísima. Era la viva estampa de la elegancia.
-Nada me gusta más que ir de compras -aseveró. Ya al pie de la escalera, besó a su esposo.
-Y a mí que veros contentas a ti y a Gisselle, Daphne -repuso él-. Ahora podré añadir un tercer nombre, ¿verdad, Ruby?
-Vete a trabajar, cielo. Tienes que ganar mucho dinero. Yo le enseñaré a tu nueva hija cómo gastarlo.
-No encontrará mejor maestra en esa materia -bromeó mi padre.
Nos abrió gentilmente la puerta, y nos marchamos. Yo todavía pensaba que aquello era demasiado bonito para ser cierto, que en cualquier momento me despertaría en mi estrecha habitación de los pantanos. Me pellizqué en el brazo y tuve un gran alivio al notar el pinchacito que me garantizaba que todo era real.
13. NO PUEDO SER TÚ
Me sentí como atrapada en un torbellino por las vueltas que mi nueva madrastra me hizo dar en nuestra tarde de compras. Tan pronto acabábamos en una boutique, me arrastraba hasta la calle para asaltar la siguiente o bien unos grandes almacenes. Siempre que decidía que una prenda me favorecía o era apropiada para mí, mandaba que la envolvieran de inmediato, a veces quedándose dos, tres y hasta cuatro blusas, faldas e incluso zapatos del mismo modelo, pero en distintos colores. El portaequipajes y el asiento trasero del coche no tardaron en llenarse. Cada nueva adquisición me dejaba sin habla, mientras que ella ni siquiera reparaba en los precios.
Dondequiera que fuéramos, las dependientas parecían conocer a Daphne y respetarla. Nos trataban como a princesas reales; algunas encargadas incluso abandonaban la tarea que tenían entre manos cuando entrábamos en su comercio. La mayoría de ellas creyeron que yo era Gisselle, y Daphne no se molestó en desmentirlo.
-Da igual lo que estas personas sepan o no -me dijo después de que una vendedora me llamara Gisselle-. Si te confunden con tu hermana, no las saques de su error. La gente que importa será informada debidamente.
Aunque Daphne no tenía mucha consideración con las dependientas, observé cuan discretas eran ellas siempre que le hacían una sugerencia, y cómo les preocupaba que pudiera disentir. En cuanto la señora Dumas se decantaba por un tono o un estilo, todas asentían y convenían en el acto, elogiando a coro la elección que había hecho.
Desde luego, ella estaba muy al día. Conocía las últimas tendencias de la moda, los nombres de los diseñadores y los vestidos o accesorios que acababan de aparecer en las revistas del sector, de tal manera que sabía pormenores que todavía ignoraban las vendedoras y las dueñas mismas de las tiendas. Ser chic y actual constituía obviamente una gran prioridad para mi madrastra, que se exasperaba si la dependienta de turno le proponía combinaciones de colores que no conjugaran perfectamente o si una manga o un dobladillo estaba mal cortado. En los intervalos entre las tiendas y los trayectos en coche, me aleccionó sobre el estilo de vestir, la importancia de la imagen y la necesidad de procurar que todo lo que llevara quedara bien ajustado y coordinado.
-Cada vez que sales de casa para mostrarte en sociedad haces una declaración de ti misma -me avisó-, y esa declaración revierte en tu familia.
»Sé que cuando vivías en los pantanos vestías prendas sencillas y prácticas. La femineidad era secundaria. Algunas mujeres cajún a las que he visto trabajar mano a mano con sus hombres apenas se distinguían de ellos. De no ser por el busto...
-No es así, Daphne -repliqué-. Las mujeres de los pantanos se engalanan mucho para asistir a los bailes y las fiestas. Tal vez no posean joyas caras, pero les encanta la ropa bonita. Y aunque no tengan tiendas sofisticadas, no les hacen falta -dije, enarbolando mi orgullo cajún como una bandera-. Grandmére Catherine me confeccionó unos vestidos espléndidos y...
-Tienes que deponer esa actitud, Ruby, especialmente delante de Gisselle -me atajó ella. Agitó mi pecho un destello de pánico.
-¿Qué actitud?
-No debes hablar de tu abuela Catherine como si fuera una persona excepcional.
-¡Pero si lo era!
-No según la versión que hemos contado a Gisselle y que difundiremos entre nuestras amistades. Todos creerán que Catherine, la anciana del pantano, sabía que habías sido raptada y vendida a su familia. Se compadecerán de ella porque sintió remordimientos en su lecho de muerte y te reveló la verdad para que pudieras regresar con tus verdaderos padres, pero no hagas alarde de lo mucho que la querías -clamó mi madrastra.
-¿Que oculte mi cariño por Grandmére? Pero...
-Sólo conseguirás ponernos en entredicho, sobre todo a tu padre -dijo y sonrió-. Si no puedes criticarla, limítate a no hablar de ella.
Me hundí en el asiento. Era un precio muy elevado el que me hacían pagar, aunque sabía que Grandmére Catherine me habría instado a acatarlo. Tuve que morderme el labio inferior para no manifestar más protestas.
-Mentir no es un pecado mortal, Ruby -continuó Daphne-. Todo el mundo cuenta mentirijillas de vez en cuando. Seguro que tú también lo habrás hecho.
¿Mentirijillas? ¿Así era como ella definía aquella patraña y las otras muchas que sin duda suscitaría en el futuro? «¡Vaya con las mentirijillas», pensé.
-Todos tenemos nuestras quimeras, nuestras fantasías -afirmó mi madrastra, y me dirigió una mirada aviesa-. De hecho, es lo que los hombres esperan de nosotras.
Me pregunté a qué tipo de hombres podía referirse. ¿De veras querían todos que sus mujeres fantasearan? ¿Tan diferentes eran los hombres del ámbito urbano de los habitantes de los pantanos?
-Por eso les gusta tanto que nos acicalemos y nos maquillemos... Lo que me recuerda que no tenemos nada para tu tocador -dijo Daphne, y resolvió llevarme directamente a su perfumería y comprarme toda la cosmética que juzgara propia de una adolescente.
Cuando le dije que nunca había usado maquillaje, ni siquiera lápiz de labios, le pidió a la dependienta que nos hiciera una demostración, confesando por fin a alguien que yo no era Gisselle. Mi madrastra sintetizó la historia, la narró como si no fuera una cosa extraordinaria, pero el relato corrió por la tienda entera y todas las empleadas revolotearon a nuestro alrededor. Me sentaron delante de un espejo y me enseñaron a ponerme el carmín, probaron los tonos que mejor casaban con mi tez y me mostraron cómo debía depilarme las cejas.
-Gisselle se hace una fina raya en los ojos, pero no creo que sea necesario -dijo Daphne.
Luego pasamos al apartado de los perfumes, y entonces me dejó a mí las decisiones. Escogí uno que me recordaba el olor de los campos de los pantanos tras una lluvia de verano, aunque preferí ocultarle el motivo. Ella dio su visto bueno. Me compró polvos de talco, burbujas de baño y champú aromático además de cepillos, peines, horquillas de pelo, cintas, esmalte de uñas y limas. A continuación eligió una preciosa caja de piel roja para que guardara mis artículos de tocador.
Terminado el capítulo del aseo, les tocó el turno a las chaquetas de primavera y de verano, una gabardina y varios sombreros. Tuve que hacer una docena de pases en dos establecimientos distintos antes de que Daphne decidiera cuáles me caían mejor. Cavilé si sometía a Gisselle al mismo calvario siempre que la llevaba de compras. Ella leyó en mis ojos aquella pregunta tácita al ver mi mueca de hastío después de que rechazara seis abrigos seguidos.
-Busco prendas que sean semejantes, pero lo bastante personales como para resaltar las diferencias entre tu gemela y tú. Desde luego, sería divertido que tuvierais algún conjunto a juego, pero no creo que Gisselle se mostrara de acuerdo.
Así pues, concluí que mi hermana tenía voz y voto en lo referente a su guardarropa. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que me concedieran a mí ese privilegio?
Nunca se me había ocurrido pensar que ir de compras, singularmente en una expedición como aquélla, en la que yo era la beneficiaria exclusiva, pudiera ser tan agotador; pero tras abandonar los últimos almacenes en los que Daphne me había abastecido de incontables prendas interiores, braguitas y sostenes, me alegré al oírle decir que por el momento habíamos terminado.
-Yo misma te llevaré otras cosillas cuando salga a comprar para mí -prometió.
Miré la montaña de paquetes que se había apilado en la parte trasera del vehículo. Era tan alta y compacta que obstruía la visibilidad por el espejo retrovisor. No supe calcular el coste global, pero estaba segura de que la cantidad habría dejado lívida a Grandmére Catherine. Daphne me sorprendió meneando la cabeza.
-Espero que estés contenta con todo esto -dijo.
-¡Ya lo creo! -contesté-. Me siento como una princesa.
Mi madrastra enarcó las cejas y me miró con una risita tirante.
-Eres la princesa de tu padre, Ruby. Tendrás que acostumbrarte a que te mimen. Muchos hombres, particularmente los criollos adinerados, encuentran más fácil y más conveniente comprar el amor de las mujeres que les rodean, y esas mujeres, sobre todo las que son como yo, les simplifican la labor -susurró con presunción.
-Pero si se paga por él ya no es amor -protesté.
-Por supuesto que lo es -me respondió-. ¿ Qué crees tú que es el amor, repicar de campanas, música en el viento, un hombre apuesto y galante que te eleva hasta las nubes con promesas poéticas que jamás podrá cumplir? Yo pensaba que los cajún erais gente pragmática -dijo con aquella misma risita postiza.
Noté que mi cara se sonrojaba de ira y azoramiento a la vez. Siempre que mi madrastra tenía que destacar algún defecto mío, era una cajún, pero si debía propugnar una virtud era una criolla de sangre azul y me presentaba a los cajún como unos patanes, especialmente a las mujeres.
-Hasta ahora, apuesto a que sólo has tenido novios pobres. El regalo más generoso que podían hacerte era una libra de camarones. Pero los chicos que frecuentarás de ahora en adelante conducirán grandes coches, vestirán ropa de élite, y de vez en cuando te harán obsequios que sacarán de sus órbitas tus ojos cajún -dijo Daphne, y rió-. ¡Fíjate en las sortijas de mi mano! -exclamó, al tiempo que levantaba del volante la mano derecha.
En cada dedo había un anillo. Parecía una representación completa de las principales piedras preciosas: diamantes, esmeraldas, rubíes y zafiros, todas ellas engarzadas en oro y en platino. Aquella mano era como los soportes de exposición que ponen en los escaparates de las joyerías.
-La cantidad de dinero que llevo sólo aquí podría sustentar y alimentar durante un año a diez familias cajún de los pantanos.
-Es probable -admití. Habría querido añadir que era injusto, pero me abstuve.
-Tu padre quiere comprarte también pulseras y anillos bonitos, y ha observado que no tienes reloj. Con joyas de calidad, ropa de fantasía y un poco de maquillaje, al menos aparentarás que has sido una Dumas toda tu vida. La próxima etapa será iniciarte en las reglas básicas de la etiqueta, enseñarte la manera correcta de comer y de hablar.
-¿Qué hay de malo en como lo hago ahora? -me rebelé en voz alta. Mi padre no había dado signos de repulsión en el desayuno ni en el almuerzo.
-Nada si tuvieras que pasar el resto de tu vida en los pantanos, pero ahora estás en Nueva Orleans y formas parte de la alta sociedad -dijo mi madrastra-. Asistirás a cenas y fiestas de gala. Quieres convertirte en una señorita refinada, educada y atractiva, ¿no?
Era incontestable que deseaba parecerme a Daphne. Tenía un porte tan distinguido, una confianza tan inquebrantable en sí misma... Sin embargo, cada vez que accedía a actuar como ella decía o hacer lo que me indicaba me sentía culpable de menospreciar al pueblo cajún, de tratarlos como si fueran menos importantes y mucho peores que nosotras.
Decidí que me esforzaría en amoldarme a aquel mundo y hacer feliz a mi padre, pero, si podía evitarlo, nunca albergaría sentimientos de superioridad. Lo que más me asustaba era volverme igual que Gisselle en vez de que, como ansiaba Pierre, fuera ella quien me imitara.
-¿Quieres de verdad ser una Dumas? -me acosó Daphne.
-Sí -repuse, aunque con escasa convicción. Mi titubeo le dio pie para escrutarme nuevamente, sus transparentes ojos azules enturbiados por la sospecha.
-Espero que harás todo cuanto puedas para responder a la llamada de tu sangre criolla, tu auténtica herencia, y que pronto desecharás y olvidarás el universo cajún en el que absurdamente tuviste que crecer. Piensa sólo -dijo con un tono más ligero-, que fue un mero capricho del azar que a Gisselle le fuera concedida una vida mejor. Si hubieras salido tú antes del útero materno, tu hermana habría sido la humilde muchacha cajún.
Aquella idea le hizo mucha gracia.
-Tengo que decirle que podrían haberla secuestrado a ella y obligado a vivir en los pantanos -declaró-. Sólo para ver la expresión de su cara.
Aquel pensamiento la hizo sonreír. ¿Cómo iba a decirle que a pesar de las penurias que habíamos soportado con Grandmére Catherine, y de las mezquindades de Grandpére, mi mundo cajún poseía también sus encantos?
Por lo visto, todo lo que no podía comprarse en una tienda carecía de importancia para Daphne; y, aunque se empeñara en demostrarme lo contrario, el amor no se comercializaba en los grandes almacenes. Yo sabía en mi corazón que aquélla era la única verdad y constituía una de las creencias cajún que ella nunca podría cambiar, estuvieran o no en juego el oropel y la vida regalada.
Cuando detuvo el coche frente a la casa, Daphne llamó a Edgar para que llevara todos los paquetes a mi habitación. Quise ayudarlo, pero en cuanto lo insinué recibí un rapapolvo.
-¿Ayudarlo? -me dijo mi madrastra como si le hubiera propuesto incendiar la casa-. No eres tú quien le ayuda a él, sino a la inversa. Para eso están los criados, querida niña. Me ocuparé de que Wendy cuelgue en el armario lo que sea menester y disponga todo lo demás en la cómoda y el tocador. Tú ve a buscar a tu hermana y haz lo que corresponde a las chicas de tu edad en los días de asueto.
Recapacité que delegar en la servidumbre mis obligaciones más elementales sería una de las cosas a las que más me costaría habituarme. ¡Me convertiría en una holgazana! Pero, en aquel ambiente, la ociosidad a nadie preocupaba. Era lo que se esperaba de ti, casi una exigencia.
Recordé que Gisselle me había dicho que la encontraría en la piscina, de tertulia con Beau Andreas. Allí estaban, repantigados en unas tumbonas de armazón metálico y blandos cojines beige, bebiendo limonada en unos vasos altos de refresco. Beau se incorporó en su asiento en cuanto me echó la vista encima y me ofreció una cordial sonrisa. Llevaba una cazadora de toalla azul blanca y shorts, mientras que Gisselle lucía un traje de baño de dos piezas azul marino, con unas gafas de sol tan grandes como para parecer un antifaz.
-Hola -me saludó Beau. Mi hermana alzó la mirada, se bajó las gafas y me espió por encima de la montura como si fueran gafas de leer.
-¿Ha dejado mi madre algo para las otras clientas? -preguntó.
-Cuatro saldos -dije-. Nunca había estado en tantas tiendas a la vez y visto tanta variedad de ropa y de zapatos. -Beau rió ante mi entusiasmo.
-Estoy segura de que te ha llevado a Diana, Rudolph Vite y el Moulin Rouge, ¿me equivoco? -enumeró Gisselle.
-Para serte sincera, hemos entrado y salido de tantos sitios, y con tantas prisas, que no recuerdo los nombres de la mitad de ellos -respondí, aún mareada.
Beau Andreas rió de nuevo y alisó su tumbona. Después encogió las piernas, abrazándoselas en torno de las rodillas.
-Ven a sentarte y relájate -me sugirió.
-Gracias. -Tomé asiento a su lado y olí el dulce aroma de la loción bronceadora de coco con la que Gisselle y él se habían untado la cara.
-Gisselle me ha contado tu historia -dijo-. Es fabulosa. ¿Cómo era tu familia cajún? ¿Te explotaron como una especie de esclava?
-¡Oh, no! -salté, pero refrené enseguida mi fervor-. Aunque tenía asignadas mis tareas diarias, por supuesto.
-Tareas... -gimió Gisselle.
-Me enseñaron a tejer y ayudaba a hacer los artículos de artesanía que vendíamos en la carretera, además de echar una mano en la cocina y la limpieza.
-¿Sabes cocinar? -inquirió mi hermana, estudiándome otra vez por detrás de sus gafas.
-Gisselle no podría hervir un cazo de agua sin quemarla -la provocó Beau.
-¿Y qué más da? No tengo que hacer la comida de nadie, ni ahora ni nunca -replicó ella. Se quitó las gafas y miró a su novio escupiendo fuego por los ojos. Beau se quedó impertérrito.
-Tengo entendido que también eres artista -me dijo-. Al parecer, incluso exhiben tus pinturas en una galería del Barrio Francés.
-Yo fui la primera sorprendida de que el propietario quisiera ponerlas a la venta -le aseguré. La sonrisa del joven Andreas se hizo más cálida, el azul grisáceo de sus iris se dulcificó.
-Hasta ahora mi padre ha sido el único que ha comprado una, ¿no? -preguntó mi gemela con una nota de sarcasmo.
-No. Ya habían adquirido otra anteriormente. De ahí saqué el dinero para pagarme el viaje a la ciudad -le aclaré. Mi respuesta pareció contrariar a Gisselle, tanto que cuando Beau la miró se caló las gafas de sol y se estiró de nuevo en la tumbona.
-¿Dónde está el cuadro que compró tu padre? -indagó Beau-. Me gustaría mucho verlo.
-En su despacho.
-Lo tiene todavía en el suelo -interfirió mi hermana-. Y probablemente allí seguirá unos cuantos meses.
-Aun así, tengo ganas de verlo -insistió él.
-Pues ya sabes el camino -dijo Gisselle-. No es más que un dibujo de un pájaro.
-Una garza -la corregí-. Y tiene el pantano como fondo.
-Yo he ido muchas veces a los pantanos a pescar. Tienen rincones de una gran belleza -dijo Beau.
-Me repugnan los pantanos -gimoteó Gisselle.
-Es un lugar magnífico, sobre todo en primavera y en otoño.
-Con caimanes, serpientes y mosquitos, por no mencionar el barro que todo lo cubre y todo lo embadurna. ¡Qué bonito! -se burló mi hermana.
-No le hagas caso -dijo Beau-. Ni siquiera he logrado que salgamos a navegar juntos por el lago Pontchartrain, porque las rociadas de agua mojan su impecable cabellera. Y tampoco va a la playa porque no tolera que se le meta arena en el bañador y el pelo.
-¿Y qué? ¿Por qué tengo que sufrir tantas molestias cuando puedo nadar aquí, en una piscina de aguas limpias y filtradas? -reivindicó mi hermana.
-¿No te interesa simplemente experimentar, conocer otros lugares? -pregunté.
-No, salvo que para ir a verlos pueda atarse el tocador a la espalda -contestó Beau por ella. Gisselle se sentó tan deprisa como si la moviera un resorte interior.
-Sí, claro, Beau Andreas, de repente te has transformado en un insigne naturalista, pescador, marino y caminante. Detestas las excursiones casi tanto como yo, pero tienes que montar el numerito en honor de mi hermana -atacó. La cara de Beau se tiñó de grana.
-Soy muy aficionado a la pesca y la navegación -se defendió.
-¿Cuándo practicas, dos veces al año como máximo?
-Depende.
-¿De qué, de tu calendario social o de la cita con tu peluquera? -acusó Gisselle sin clemencia.
Durante toda la confrontación, mi mirada voló de uno a otro. En los ojos de mi hermana bullía tanta fiereza que costaba creer que quisiera a su novio.
-¿Sabías que al señorito le corta el pelo una mujer, y en su propia casa? -continuó. El tinte purpúreo de los pómulos de Beau se traspasó también a la garganta-. Es la estilista de su madre, y además le hace la manicura cada quince días.
-A mi madre le gusta cómo la peina a ella -se justificó el pobre chico-. Yo...
-Tienes un cabello muy bonito -le dije-. Para mí no es insólito que una mujer le cuide el pelo a un varón. Aunque de un modo esporádico, yo solía recortárselo a mi grandpére... es decir, a la persona a quien llamaba así.
-¿También tienes conocimientos de peluquería? -inquirió Beau, lleno de perplejidad.
-Quizá incluso pesques y caces -apuntó Gisselle, sin disimular su cinismo.
-He pescado, sí, y he ayudado a recoger ostras, pero nunca he salido de caza. No resisto ver un pájaro o un ciervo herido. Incluso odio que maten a los caimanes.
-¿Has recogido ostras? -repitió Gisselle, meneando la cabeza-. Conozcan a mi hermana, a la reina pescadora.
-¿Cuándo te enteraste de lo que te habían hecho siendo un bebé? -me preguntó Beau.
-Poco antes de que muriera Grandmére Catherine.
-La mujer a quien tomaste erróneamente por tu abuela -me señaló mi hermana.
-Sí. Pero me resulta difícil enfocarlo así después de tantos años -expliqué, dirigiéndome más bien a Beau, quien me hizo un gesto de comprensión.
-¿Tenías padre y madre?
-Me contaron que mi madre había muerto al nacer yo y que mi padre se había fugado.
-O sea, que te criaste con los abuelos.
-Sólo con mi abuela. Mi abuelo es cazador y vive en el pantano, separado de nosotras.
-Y cuando se sintió morir, ella te contó la verdad -dijo Gisselle. Me observó, a la espera de una reacción.
-Sí.
-Menos mal que a última hora decidió sincerarse contigo, o nunca habrías conocido a tu legítima familia. Tuvo un rasgo de nobleza -afirmó Beau. Sus palabras sulfuraron a Gisselle.
-Esa gente con la que estuvo es peor que las bestias, capaz de robar a una hija ajena y hacerla pasar por suya. Claudine Montaigne me ha hablado de familias cajún que viven hacinadas en una sola habitación y duermen todos revueltos. Para ellos el incesto es tan natural como hurtar una manzana.
-Eso es una calumnia -me sublevé.
-Claudine nunca miente -se cuadró Gisselle.
-En los pantanos hay personas depravadas igual que puede haberlas aquí -dije-. Quizá tu amiga tenga noticia de alguna de ellas, pero eso no la autoriza a tasarlas a todas por el mismo patrón. A mí jamás me ocurrió algo semejante.
-Tuviste suerte -porfió mi hermana.
-No, lo cierto...
-Compraron a un bebé raptado, ¿verdad? ¿Acaso no es abominable? -me interrumpió.
Miré a Beau. Tenía los ojos clavados tenazmente en mí, al acecho de mi contestación. ¿Qué podía decir? Debía postergar mis pensamientos. La verdad estaba prohibida. Había que alimentar el engaño.
-Sí -murmuré, y bajé la vista hacia mis dedos entrelazados. Gisselle se recostó en su asiento con aire triunfante. Hubo un momento de silencio antes de que su novio hablara de nuevo.
-Sabrás ya que el lunes próximo seréis el foco de atención en el instituto -anunció.
-Sí, lo sé. Y no te negaré que me pone muy nerviosa -confesé.
-No sufras. Pasaré a buscaros por la mañana y os escoltaré toda la jornada -prometió-. Serás la atracción general durante unos días, y luego las aguas volverán a su cauce.
-Lo dudo -replicó Gisselle-, y más aún cuando corra la voz de que todos estos años ha vivido como una cajún, ha cocinado, ha pescado y ha hecho objetos de artesanía para venderlos.
-No escuches a tu hermana.
-Se mofarán de ella siempre que yo no esté presente para protegerla -insistió Gisselle.
-Yo tomaré el relevo -declaró Beau.
-No quiero ser una carga -dije.
-No lo serás -me aseguró Beau-. ¿Verdad que no, Gisselle? -preguntó. Ella se mostró remisa a contestar-. ¿Verdad?
-¡Verdad, verdad, verdad! -vociferó Gisselle-. ¿No podríamos hablar de otro tema?
-Ahora tengo que irme -dijo Beau-. Se hace tarde. ¿Sigue en pie lo de esta noche? -consultó a su novia. Ella calló-. ¿Gisselle?
-¿Vas a traer a Martin? -lo abordó mi hermana incisivamente. Él dio una ojeada rápida en dirección a mí y la miró de nuevo.
-¿Estás segura de que hacemos bien? Creo...
-Estoy segura. ¿Te apetecería conocer a un buen amigo de Beau, Ruby? Quiero decir que si has pescado, has buscado ostras y perseguido caimanes, también habrás tenido algún novio, ¿no?
Escudriñé a Beau. Su rostro denotaba confusión e inquietud.
-Sí-dije.
-Ya ves que no hay problema, Beau. Le encantará salir con Martin -resolvió Gisselle.
-¿Quién es Martin?
-El más guapo de los amigos de Beau. Tiene mucho éxito con las chicas, y tú no serás una excepción -pronosticó Gisselle-. ¿No estás de acuerdo, Beau? Él se encogió de hombros y se puso de pie. -Te gustará -se empeñó Gisselle-. Nos encontraremos aquí a las nueve y media -le dijo a su pareja-. No te retrases.
-A sus órdenes, jefa. ¿Hay gente tan mandona en los pantanos? -me preguntó Beau. Yo miré a Gisselle, quien sonrió relamidamente.
-Sólo un caimán -respondí, y él soltó una carcajada.
-¡No tiene gracia! -rugió mi hermana.
-Hasta luego, caimán -la pinchó Beau, y me guiñó un ojo antes de marcharse.
-Lo lamento -me excusé con Gisselle-. No era mi intención burlarme de ti. -Ella frunció los labios un instante, y al fin amagó una sonrisa.
-No debes darle alas -me recomendó-. Puede ser un latoso insoportable.
-Yo le encuentro muy simpático.
-No es más que un niño rico malcriado -dijo-. Pero vamos tirando... por ahora.
-¿Qué significa el «por ahora»?
-¿A ti qué te parece? No me digas que te prometías en matrimonio con todos los novios que tuviste en el pantano. -La expresión de Gisselle se volvió recelosa-. Por cierto, ¿cuántos fueron?
-No muchos.
-Sí, pero ¿cuántos? -demandó-. Si hemos de ser buenas hermanas, tendremos que confiarnos los detalles íntimos de nuestras vidas. Aunque quizá tú no quieras ese acercamiento.
-Sí que lo quiero.
-Entonces, ¿cuántos novios has tenido?
-Solamente uno -confesé.
-¿Uno? -Gisselle tardó unos segundos en reaccionar-. Debió de ser un idilio muy apasionado y serio. ¿Me equivoco?
-Estábamos los dos muy enamorados -admití.
-¿Como cuánto?
-Supongo que tanto como cabe esperar.
-¿Lo hicisteis? ¿Llegasteis hasta el final?
-No te entiendo.
-Ya sabes... Que si tuvisteis relaciones sexuales.
-¡Oh, no! -exclamé-. Nunca fuimos tan lejos.
Gisselle ladeó la cabeza en actitud escéptica.
-Yo creía que todas las muchachas cajún perdían la virginidad antes de los trece años -dijo.
-¿Cómo? ¿Quién te ha contado esas sandeces? -contraataqué. Se echó hacia atrás como si la hubiera abofeteado físicamente.
-No es una sandez. Se lo he oído decir a diversas personas.
-Pues son un hatajo de embusteros -repuse con vehemencia-. Reconozco que muchas parejas se casan jóvenes. Las mujeres no tienen que labrarse un porvenir ni van a la universidad tan a menudo como aquí, pero...
-O sea, que es verdad. No sé por qué te obstinas en defenderles. Al fin y al cabo te compraron cuando tenías uno o dos días de vida, ¿no? -me espetó Gisselle.
Escondí la cara para que no viera las lágrimas que surcaban mis ojos. ¡Qué paradoja! Era ella quien había sido comprada, y por una familia criolla, no cajún. Pero mis labios estaban sellados. Tan sólo podía tragarme la verdad y tenerla a buen recaudo, aunque amenazaba continuamente con explotar y salir a borbotones de mi boca en el magma de un volcán de palabras.
-De cualquier modo -prosiguió mi hermana en un tono más calmado-, los chicos urbanos esperarán una mayor sofisticación de la que aparentemente tienes.
La miré con desconfianza.
-¿De qué me hablas?
-¿Qué hacías con tu fiel amiguito? Al menos os besaríais y achucharíais un poco, ¿no? -Yo asentí con la cabeza-. ¿Te desnudaste, al menos parcialmente? -Negué con la cabeza, y Gisselle puso una mueca de fastidio-. ¿Os disteis algún beso a la francesa? Ya me entiendes -añadió-, juntando las lenguas. -No recordaba si aquello había sucedido. Mi balbuceo bastó para convencerla de que no-. ¿Dejaste que te chupara?
-No.
-¡Bravo! Yo también lo odio. Te mordisquean a su antojo, y luego eres tú la que luces esas feas marcas en el cuello y los pechos.
-¿En los pechos?
-No te preocupes -declaró mi hermana, levantándose_. Yo te enseñaré lo que has de hacer. De momento, si Martin o cualquier otro se pone muy apremiante le dirás que te ha venido el período. Nada los desalienta más eficazmente.
»Vamos -me instó-, quiero ver la ropa que te ha comprado mamá. Te ayudaré a escoger el conjunto idóneo para esta noche.
La seguí hacia la casa, a través de las terrazas del jardín, con el paso inseguro y el corazón latiendo en un zumbido apocado. Gisselle y yo éramos tan iguales que podíamos contemplarnos frente a frente y creer que nos mirábamos en el espejo, pero interiormente éramos más distintas que un pájaro y un gato. Me pregunté qué denominador común hallaríamos, si es que existía alguno, susceptible de aproximarnos y convertirnos en las hermanas gemelas que estábamos condenadas a ser.
A Gisselle le sorprendieron algunas de las adquisiciones de Daphne. Al fin, después de reflexionarlo, su sorpresa dio paso a la envidia y la rabia.
-A mí nunca me compra faldas tan cortas a menos que le organice un escándalo, y censura los colores demasiado vivos. Adoro esta blusa. No es justo -se lamentó-. Yo también quiero un guardarropa nuevo.
-Daphne me dijo que debía adoptar un estilo de vestir diferente del tuyo. Creía que te molestaría que tuviéramos la misma ropa además de nuestras caras idénticas -expliqué.
Sin dejar de refunfuñar, Gisselle se probó una de mis blusas encima del bañador y se contempló en el espejo. Luego la arrojó sobre la cama y abrió los cajones de la cómoda para repasar mis braguitas.
-Un día que me compré un juego exacto, Daphne decidió que eran demasiado provocativas -dijo, blandiendo las pequeñas piezas de seda.
-Yo nunca he usado algo similar -confesé.
-Para la cita de hoy vas a prestarme estas bragas, esa falda y la blusa -me informó firmemente.
-A mí no me importa -dije-, pero...
-Pero ¿qué? Las hermanas lo comparten todo, ¿no es así?
Me entraron deseos de recordarle todas las impertinencias que me había soltado en la escalera aquella misma mañana al volver del baile, como, por ejemplo, que nunca me dejaría lucir su espectacular vestido rojo, pero pensé que entonces mi padre todavía no le había hablado de mí. No podía negarse que sus revelaciones habían obrado un cambio en su actitud. De pronto, recordé un comentario que había hecho mi madrastra.
-Daphne desaprueba que las chicas intercambien su ropa, aunque sean hermanas. Me lo ha dicho textualmente -le dije.
-De mamá me encargo yo. Se pasa la vida lanzándote sentencias, y después ella va y hace todo lo contrario -replicó Gisselle, mientras daba un repaso a las blusas por si había alguna otra que quisiera requisarme.
Así pues, en nuestra primera cena juntas como familia Gisselle y yo nos pusimos una vestimenta afín. A mi hermana le pareció divertido que las dos nos cepilláramos bien el pelo y lo recogiéramos en sendos moños altos. Nos vestimos en mi habitación y nos peinamos en mi tocador.
-Toma -dijo Gisselle, y me entregó el anillo que ceñía su dedo meñique-. Póntelo esta noche. Yo no llevaré joyas, puesto que tú no tienes.
-¿Por qué? -pregunté. No me había pasado inadvertido el brillo pícaro de sus ojos.
-Me figuro que papá querrá que te sientes a su izquierda y yo, como de costumbre, a su derecha.
~¿Y?
-Ocuparé tu sitio, y tú el mío. Apuesto a que no lo nota.
-Yo creo que sí. Desde el primer momento en que me vio comprendió que no eras tú -la previne.
Mi hermana no sabía si tomarse bien o mal este comentario. Vi la confusión en sus ojos, y luego la decisión.
-Ya lo veremos -proclamó-. Antes le he dicho a Beau que había algunas diferencias que sólo yo puedo apreciar. ¡Ya sé lo que vamos a hacer! -exclamó, saltando en su silla-. Esta noche le gastaremos una broma. Nos suplantaremos.
-¡No podría hacer algo así! -me resistí, con el corazón disparado ante la sola idea de ser la novia de Beau, aunque fuera durante unos minutos.
-¡Por supuesto que puedes! La primera vez que os visteis te confundió conmigo, ¿no es verdad?
-Aquello fue distinto. Ni siquiera sabía que yo existía -argumenté.
-Te indicaré exactamente qué decir y cómo actuar -continuó, desoyendo mis objeciones-. Vamos a pasarlo bien para variar. Por fin tendremos una auténtica diversión, y comenzará a la hora de cenar -decidió.
Sin embargo, tal y como yo había vaticinado, nuestro padre supo inmediatamente que habíamos cambiado nuestros asientos. Daphne, que arqueó las cejas al vernos a las dos vestidas con mis nuevas ropas, se quedó muy confundida. Pero mi padre echó la cabeza atrás y se desternilló de risa.
-¿Qué es lo que encuentras tan gracioso, Pierre? -preguntó Daphne. Había bajado a cenar ataviada formalmente con un vestido negro, acompañado de un aderezo completo de brillantes: pendientes en forma de lágrimas, collar y brazalete. El traje tenía un pronunciado escote en punta que dejaba intuir el nacimiento de los senos. Estaba deslumbrante, elegantísima.
-Tus hijas se han vestido igual y han conspirado para ponerme a prueba en su primera comida juntas -dijo mi padre-. Ésta es Ruby con la sortija de Gisselle, y Gisselle se ha instalado en el sitio de Ruby.
Daphne desplazó la mirada de mi cara a la de Gisselle, para volver a fijarla en mí.
-¡Qué ridiculez! -dijo-. ¿De veras pensabais que no nos daríamos cuenta? Ocupad vuestros asientos, por favor.
Gisselle rió, y yo me incorporé. Pierre tenía chiribitas en los ojos, pero su rostro se volvió serio, su expresión grave, cuando espió a su mujer en el otro extremo de la mesa y vio que ella no estaba tan risueña.
-Espero que ésta sea vuestra primera y última treta -declaró Daphne. Se dirigía principalmente a Gisselle-. Estoy intentando enseñar a tu hermana a comportarse con propiedad en la mesa y en compañía de otras personas. No será fácil. Sólo me falta que tú le des mal ejemplo, Gisselle.
-Lo siento -dijo ella, y bajó la cabeza. Pero enseguida la alzó desafiante-. ¿Cómo es que le has comprado esas faldas tan cortas y a mí me armaste la tremolina cuando te las pedí el mes pasado?
-Era lo único que le gustaba -arguyó mi madrastra.
La miré. ¿Que me gustaba? Ni siquiera me había dado la oportunidad de opinar. ¿Por qué mentía?
-Pues yo también quiero actualizar mi vestuario -gimoteó Gisselle.
-Tendrás algunas prendas nuevas, pero no hay razón para tirar todo tu guardarropa.
Mi hermana se apoyó en el respaldo y me miró satisfecha.
Comenzó el ritual gastronómico. Cenábamos en una vajilla de porcelana china con diseño floral, que Daphne fechó en el siglo XIX. Me lo pintó todo, incluidos los servilleteros, tan caro y tan preciado, que me temblaron los dedos cuando levanté el tenedor. Titubeé al ver que había dos. Daphne me explicó en qué orden se usaba la cubertería de plata, y también cómo debía sujetarla y hasta sentarme.
Ignoraba si el menú mismo se había escogido especialmente para la ocasión que representaba nuestra primera cena familiar, pero me impresionó mucho.
Como entrante tomamos un ravigote de cangrejo servido en conchas de marisco. Sucedieron a este plato unas pintadas híbridas a la parrilla con escalonias asadas y guisantes criollos, bañado todo en una crema de ajo confitado. De postre nos sirvieron helado de vainilla cubierto de salsa caliente de whisky de maíz.
Advertí que Edgar se situaba detrás de Daphne después de servir cada plato, esperando que lo degustara y diera su aprobación. No podía imaginarme que alguien pudiera quedar descontento con los manjares de aquella mesa. Mi padre me pidió que le enumerara algunas comidas típicas de los pantanos y le describí el quingombó y la jambalaya, los pasteles y las galletas caseras.
-No te mataban de hambre -comentó Gisselle. Me había entusiasmado sin querer al evocar los guisos de Grandmére Catherine.
-El quingombó no es más que un estofado -dijo Daphne-. Los cajún tienen una alimentación simple y repetitiva. No requiere imaginación. Tú misma has podido comprobar la diferencia, ¿no es así, Ruby? -me preguntó con voz contundente. Yo miré de reojo a mi padre, que aguardaba mi respuesta.
-Nina Jackson es una cocinera estupenda. Nunca había probado tantas exquisiteces -admití.
Aquello pareció complacer a Daphne, y quedó salvada otra pequeña crisis. Era muy doloroso para mí tener que desvirtuar y criticar mi vida con Grandmére, pero entendía que era el tributo que debía pagar para gozar de mi nueva existencia.
La conversación en la mesa derivó de mi descripción de los platos de los pantanos a las preguntas que Daphne guardaba para Gisselle sobre el baile de Mardi Gras. Mi hermana hizo una detallada crónica de los disfraces, la música y las personas conocidas. Su opinión respecto de determinadas parejas y sus hijos e hijas coincidía básicamente con la de Daphne. Harto de cotilleo, mi padre empezó a hablar de mi arte.
-He hecho algunas gestiones para buscar un profesor. Madame Henreid, de Gallier House, me ha recomendado a un posible candidato, un profesional de Tulane que acepta alumnos ocasionalmente. He hablado con él y ha accedido a conocer a Ruby y examinar su obra -dijo.
-¿Por qué no he recibido yo lecciones de canto? -reclamó Gisselle.
-Porque nunca pusiste el menor interés, Gisselle. Cada vez que te animaba a ir a clase tenías alguna excusa para saltártela.
-Tendrías que haber traído la maestra a casa -insistió Gisselle.
-Ella habría venido con mucho gusto -repuso mi padre, y miró a Daphne en busca de apoyo.
-Por supuesto que habría venido. ¿Quieres que papá vuelva a llamarla? -ofreció.
-No -contestó Gisselle-. Es demasiado tarde.
-¿Por qué? -preguntó él.
-Porque sí -dijo mi hermana haciendo pucheros.
Al concluir la cena, mi padre decidió mostrarme la habitación que había destinado para mi estudio. Le hizo un guiño a Daphne y vislumbré en sus labios una sonrisa velada. A regañadientes, Gisselle se sumó a la expedición. Pierre nos condujo a la parte trasera de la casa y, cuando abrió la puerta, se desplegó ante mis ojos: era un estudio de arte completo, plenamente equipado con caballetes, botes de pintura, pinceles, tierras, todo cuanto podía necesitar y nunca había aspirado a tener. Me quedé muda unos instantes.
-Lo he mandado arreglar mientras estabas de compras con Daphne -me explicó mi padre-. ¿Te gusta?
-¿Gustarme? ¡Estoy fascinada! -Di una vuelta por la sala, inspeccionándolo todo. Había incluso una colección de libros de arte que trataban desde los rudimentos hasta las técnicas más elaboradas y complejas-. Es... ¡es un sueño!
-He pensado que con un talento como el tuyo no había tiempo que perder. ¿Qué dices tú, Gisselle?
Me giré, y vi a mi hermana erguida en el umbral con una risa despectiva.
-La historia del arte es una de las asignaturas que más detesto en el instituto -respondió. Luego me clavó una mirada de complicidad y añadió-: Voy a mi habitación. Sube en cuanto puedas. Tenemos que prepararlo todo para más tarde.
-¿Más tarde? -preguntó mi padre.
-Son charlas de chicas, papá -eludió Gisselle, y se marchó. Él se encogió de hombros y fue a reunirse conmigo frente a las repletas estanterías.
-Le he pedido a Émile, el empleado de la tienda de pinturas, que me incluyera todo lo que podemos precisar para tener un estudio bien provisto -me dijo-. ¿Crees que bastará?
-¡Basta y sobra! Hay aquí objetos, materiales y herramientas que nunca había visto, y mucho menos utilizado.
-Por eso necesitas un profesor cuanto antes. Tan pronto vea el estudio se sentirá más motivado a admitirte como discípula. Aunque, naturalmente, tus obras son un incentivo más que suficiente. -Pierre me dirigió una sonrisa beatífica.
-Gracias... papá -dije. La sonrisa se agrandó.
-Me gusta esa palabra -proclamó-. Espero que te hayas sentido bien acogida.
-¡Sí! Estoy como flotando.
-¿Y feliz?
-Muy feliz -dije. Me puse de puntillas y le estampé un beso en la mejilla. Su semblante se iluminó más todavía.
-Bien, bien -dijo. Tenía los ojos acuosos-. Será mejor que vaya a ver qué está tramando Daphne. Disfruta de tu estudio y pinta cuadros portentosos -me deseó, y se retiró.
Me quedé muy quieta, sobrecogida, durante unos momentos. Desde la habitación se dominaba una bonita vista del jardín y los tortuosos robles. Estaba orientada hacia el oeste, de modo que podría plasmar el sol en el último tramo de su periplo. En los pantanos, el crepúsculo siempre había sido mi hora mágica. Tenía grandes esperanzas de que allí revestiría igual magnificencia, porque sabía que todo aquello que anidaba en mi corazón y en mi alma iría conmigo dondequiera que fuera, dondequiera que viviera, y fuera cual fuese la panorámica que viera por la ventana. Mis cuadros estaban dentro de mí, a la espera de materializarse.
Transcurrido lo que me pareció un corto lapso, dejé el estudio y fui a toda prisa al dormitorio de Gisselle. Llamé a la puerta.
-Ya era hora -se quejó mi hermana. Dio un tirón de mi brazo y cerró la puerta-. No tenemos mucho tiempo para hacer planes. Los chicos estarán aquí dentro de veinte minutos.
-No creo que pueda secundarte, Gisselle -mascullé.
-Sí que podrás -se emperró ella-. Cuando lleguen estaremos las dos sentadas junto a la mesa de la piscina. Tendremos botellas de Coca-Cola y vasos con hielo para todos. En cuanto se acerquen, me presentarás a Martin. Di simplemente: «Quiero que conozcas a mi hermana Ruby.» Luego sacarás esto de debajo de la mesa y verterás unos chorritos en la Coca-Cola -me aleccionó, y extrajo una botella de ron de una cesta de mimbre-. Procura echar un buen latigazo en cada vaso -dijo, elevando la mano y separando el pulgar y el índice al menos cuatro centímetros-. Tan pronto como Beau te vea bautizar el refresco, quedará convencido de que eres yo -terminó con una mueca irónica.
-¿Y después?
-Después pasará lo que tenga que pasar. ¿Qué te sucede? -me azuzó, muy tiesa-. ¿No quieres fingir ante ellos?
-No es que no quiera -dije.
-¿Qué problema hay?
-No creo que pueda ser tú.
-¿Por qué no? -preguntó Gisselle, con la mirada torva y los párpados entornados en rendijas de cólera.
-Aún no te conozco bien -repliqué. Mi explicación la satisfizo, y vi que relajaba los hombros.
-Habla lo mínimo. Bebe, y si Beau te dice algo asiente y sonríe. Yo sé que puedo ser tú -afirmó y, con una voz que supuestamente imitaba la mía, dijo-: No puedo creer que esté aquí. La comida es deliciosa, la casa muy señorial, y duermo en una cama de verdad, sin mosquitos ni barro.
Gisselle rió. Yo me quedé callada. ¿Realmente era así ante sus ojos?
-No seas tan seria -me regañó cuando no me reí de su parodia. Metió la botella de ron en la cesta-. Vamos ”dijo, cogiendo la cesta y estrechando mi mano-. Tomemos el pelo a unos engreídos chicos criollos hasta que imploren nuestro perdón. ,
Arrastrada como la cometa que pende del hilo, seguí a mi hermana al rellano y por la escalera, con el corazón palpitante y un tornado en la cabeza. Nunca había tenido un día tan cargado de emociones. Ni siquiera podía imaginar lo que me deparaba la noche.
14. ALGUIEN LLORA
-Sentémonos aquí -dispuso Gisselle, y señaló unas tumbonas en el extremo de la piscina, cerca del cobertizo.
Aquel rincón se hallaba lo bastante apartado de la iluminación del jardín como para ampararnos en una tenue penumbra. Hacía una noche templada, tanto como las que podíamos tener en los pantanos, aunque sin la brisa fresca del golfo que recorría los canales. El cielo estaba cubierto; se respiraban aromas de lluvia.
Gisselle colocó sobre la mesa la cesta con la botella de ron, y yo deposité el cubilete del hielo, la Coca-Cola y los vasos. Para infundirnos valor y que la jugarreta saliera bien, Gisselle decidió alegrar un poco nuestras bebidas antes de que llegaran los chicos. Ella misma midió las raciones, y me pareció que ponía más ron que Coca-Cola. Intenté prevenirla de sus efectos perniciosos. A fin de cuentas, los conocía por una penosa experiencia.
-El hombre a quien llamaba Grandpére es un borracho -le dije-. El alcohol ha envenenado su cerebro.
Le relaté aquella ocasión en que había atravesado el Pantano en la piragua para ir a verlo y que había presenciado su ataque de locura en medio de la galería. Le describí algunos de sus delirios y arrebatos en casa, cómo lo había destrozado todo, arrancado los tablones del suelo y terminado durmiendo la mona entre mugre e inmundicia sin siquiera notarlas.
-Dudo mucho de que nosotras acabemos así -dijo Gisselle-. Además, no creas que ésta es la primera vez que robo un licor del mueble bar. Todos mis amigos lo hacen, y ninguno está tan chiflado como ese viejo que mencionabas -insistió.
Al ver que me resistía a aceptar el cubalibre, puso los brazos en jarras y frunció el ceño.
-No me digas que estás chapada a la antigua y que no quieres divertirte un rato después de que he invitado a esos chicos pensando en ti, para buscarte una pareja.
-No he dicho que no fuera a participar. Es sólo que...
-Bebe y tranquilízate -insistió-. Toma -dijo, y me alargó la bebida.
Con reticencia, me llevé el vaso a los labios y di un sorbo, mientras ella ingería largos tragos del suyo. No pude por menos que arrugar la nariz. A mí aquel brebaje me sabía tan mal como las hierbas medicinales de Grandmére Catherine.
Gisselle me traspasó con una de sus miradas duras, afiladas como cuchillos, y meneó la cabeza.
-Me temo que los pantanos no eran sitio muy ameno. Todo trabajo y nada de gozo convierte a Jack en un chico tedioso -dijo entre risas.
-¿Quién es Jack?
-Nadie, se trata de una máxima popular. De hecho -clamó, elevando teatralmente la mano-, eres como una criatura de otro planeta. Intuyo que tendré que hacer lo mismo que mi madre: enseñarte a hablar y a caminar.
Dio unos sorbos más a su combinado. ¡Ni siquiera Grandpére Jack bebía a aquella velocidad! Me pregunté si Gisselle era una muchacha tan selecta como quería aparentar.
-¡Ya estamos aquí! -oímos gritar a Beau, y al volvernos divisamos dos siluetas que rodeaban la fachada de la casa. Mi corazón empezó a desbocarse con la expectación.
-Acuérdate de decir lo que te he indicado y de seguir mis instrucciones -me sermoneó Gisselle.
-No funcionará.
-Más te vale que sí -me amenazó.
Los dos muchachos llegaron al borde de la piscina y fueron hacia nosotras. Martin era un joven bien parecido, un par de centímetros más alto que Beau y con el pelo negro azabache. Tenía también las piernas más largas, el cuerpo más elástico, y se contoneaba al caminar. Ambos llevaban pantalones vaqueros y camisas blancas con los cuellos desabrochados. Cuando entraron en el círculo de luz que proyectaba un foco cercano, vi que Martin exhibía un ostentoso reloj de oro en la muñeca izquierda y una pulsera de identificación en la derecha. Bajo sus ojos negros lucía una peculiar sonrisa que le remitía la comisura hacia el pómulo y le confería un aire malicioso.
Gisselle me dio un codazo disimulado, y carraspeó para urgirme a atacar.
-Hola -saludé. Mi voz hizo un pequeño quiebro, pero sentí en la nuca el aliento caliente, etílico de Gisselle y mantuve la compostura-. Martin, quiero presentarte a mi hermana Ruby -recité.
No entendía que alguien pudiera creer que yo era Gisselle, pero Martin nos observó largamente a ambas con la estupefacción escrita en la cara y ningún asomo de escepticismo.
-¡Caramba, chicas! Sois idénticas. No hay manera de distinguir a una de otra.
Gisselle adoptó una risita imbécil.
-Muchas gracias, Martin -dijo con una absurda voz nasal- Es un cumplido encantador.
Miré a Beau y vi que apretaba la boca en una mueca socarrona. Sin duda se había dado cuenta de nuestro juego y, sin embargo, nada hacía para cortarlo.
-Beau me ha contado tu historia -le dijo Martin a Gisselle, sin sospechar el fraude-. He visitado los pantanos, y también la ciudad de Houma. Quizá nos hayamos visto allí.
-¡Ojalá! -contestó mi hermana, y la sonrisa de él se intensificó-. En los pantanos no abundan los chicos guapos.
Ahora Martin estaba radiante.
-¡Esto es colosal! -exclamó, y nos ojeó de nuevo a ambas-. Siempre pensé que Beau era muy afortunado por tener una novia como Gisselle, y ahora resulta que hay una segunda versión.
-Yo no soy tan atractiva como mi hermana -contestó Gisselle, poniendo ojos lánguidos y retorciendo un hombro.
La ira, avivada por el ron que me calentaba la sangre, incrementó mi ritmo cardíaco. Me corroía una terrible furia por tener que quedarme de brazos cruzados y ver cómo me ridiculizaba. Incapaz de refrenarme, me sublevé.
-Pues claro que eres tan atractiva como yo, Ruby. Quizá incluso más -le repliqué.
Beau rió. Lo fulminé con la mirada y él frunció el ceño en un gesto de confusión. Después se relajó, posando los ojos en los vasos que sujetábamos.
-Veo que las chicas han celebrado ya su pequeña fiesta antes de nuestra llegada -dijo, vuelto hacia Martin para señalarle la cesta de paja, el hielo y la Coca-Cola.
-¡Ah, esto! -repuso Gisselle con el vaso en alto-. Pues no es nada comparado con lo que hacemos en los pantanos.
-¿Ah, no? -preguntó Martin muy intrigado-. ¿Y qué hacéis allí?
-No quisiera decir algo que pueda pervertir a los chicos de la ciudad -se insinuó ella. Martin sonrió a Beau, cuyos ojos danzaban de hilaridad.
-Nada me gustaría más que ser pervertido por la hermana gemela de Gisselle -dijo Martin. Gisselle soltó una carcajada y estiró el brazo para que bebiera de su vaso. Él se sentó raudo y bebió. Yo me giré hacia Beau. Nuestras miradas se encontraron, pero no trató de impedir que continuara la charada.
-Voy a servirme un cubalibre. No te importa, ¿verdad, Gisselle? -me preguntó.
Gisselle me taladró con la mirada para que no revelara mi auténtica identidad.
-Claro que no, Beau -dije, y me recliné en la tumbona. ¿Cuánto tiempo pensaba Gisselle mantener el equívoco?
-¿Crees que tus padres enviarán a la policía a los pantanos para detener a esa gente? -inquirió Martin, dirigiéndose a mí.
-No -contesté-. Están todos muertos y enterrados.
-Pero antes de morir, me torturaron -intercaló Gisselle. Martin volvió nuevamente la cabeza hacia ella.
-¿Qué te hicieron? -preguntó.
-Maldades que no podría describir, y menos aún a un chico.
-¡Eso no es verdad! -salté. Mi hermana abrió unos ojos como platos y echó por ellos rayos y centellas.
-Oye, Gisselle -dijo con su voz más arrogante y despreciativa-, no supondrás que te he explicado todo lo que ocurrió. No quiero provocarte pesadillas.
-¡Caray! -exclamó Martin. Miró a Beau, que todavía tenía en los labios una sonrisa sagaz y contenida.
-Tal vez no deberías escarbar en la vida anterior de tu hermana -sugirió Beau, sentándose a mis pies en la tumbona-. La obligas a revivir malos recuerdos.
-Tienes toda la razón -dijo Gisselle-. Además, hoy no es día para lamentaciones -añadió, y acarició el brazo izquierdo de Martin-. ¿Has salido alguna vez con Una chica cajún? -le preguntó con coquetería.
-No, pero me han hablado de ellas.
Ella se inclinó hasta que sus labios rozaron la oreja del muchacho.
-Todo es rigurosamente cierto -musitó, y lanzó la cabeza atrás con una carcajada. Martin también rió, bebió un buen trago del combinado de Gisselle y vació el vaso-. ¿Gisselle, podrías hacernos otro cubalibre? -me pidió ella con un tono tan melifluo que me revolvió el estómago. Tuve que hacer acopio de todo mi autocontrol para reprimir el impulso de arrojarle mi bebida a la cara y refugiarme en la casa. Pero me repetí mentalmente que aquello no podía durar, y que Gisselle quedaría satisfecha por haber podido montar su pequeña broma, aunque fuera a mi costa. Me levanté y empecé a mezclar los componentes en la proporción que me había marcado. Beau no me quitaba la vista de encima. Vi que Gisselle también era consciente de que me vigilaba.
-Adoro ese anillo que le regalaste a mi hermana, Beau -le dijo-. Espero que un día de éstos algún joven se prendará de mí y me obsequiará una sortija similar. Haría lo que fuera para conseguirla -apuntó.
La botella se resbaló de mi mano y cayó sobre la mesa, aunque no se rompió. Beau se alzó de un brinco.
-Deja que te ayude -ofreció, agarrando con gran habilidad el cuello antes de que se derramara más ron.
-Gisselle, no deberías desperdiciar así un ron de tan buena marca -comentó Gisselle, y se rió. Todavía me temblaba la mano. Beau me la estrujó cariñosamente y me miró a los ojos.
-¿Te encuentras bien? -inquirió. Yo asentí-. Terminaré de preparar el cubalibre -dijo, y cuando hubo concluido se lo pasó a Gisselle.
-Gracias, Beau -dijo Gisselle.
Él le sonrió con afectación, pero no despegó los labios-
-Siento mucho no poder hablarte de mi pasado, Martin -declaró Gisselle, concentrada de nuevo en su pareja-, pero me encantaría saber algo más de ti.
-Será un placer -dijo él. ?
-Vamos a dar un paseo -propuso mi hermana, y se irguió-
Martin miró a Beau, que se había quedado inmóvil, inexpresivo. ¿Esperaba a ver hasta dónde llegaría Gisselle? Ciertamente, ni por un momento había creído que fuera yo. Pero entonces ¿por qué no zanjaba ya la cuestión?
Mi hermana se colgó del brazo de Martin y se arrimó a él, riendo todo el tiempo. Le suministró cubalibre como quien da un biberón a un bebé. El chico tragó y tragó, proyectada la nuez con el esfuerzo hasta que ella arrancó el vaso de sus labios y bebió también.
-¡Qué brazos tan fuertes, Martin! -le dijo-. Yo creía que sólo los muchachos cajún tenían brazos así. -Me espió burlonamente-. Y las muchachas -añadió con una risotada. Tiró de su pareja y se internaron juntos en las sombras, Gisselle con unas voces cada vez más sonoras y estúpidas.
-Vaya -dijo Beau, sentándose de nuevo en mi tumbona-. Tu hermana se ha adaptado muy deprisa.
-Beau... -fui a protestar, pero él tapó mi boca con los dedos.
-No digas nada. Sé cuánto te hace sufrir todo este asunto, Gisselle -murmuró, y se encorvó hacia mí.
-Pero...
Antes de que le diera el alto, aplicó sus labios a los míos, al principio con suavidad y luego más perentoriamente al ceñir mi talle y atraerme hacia el hueco que se formaba entre su hombro y su pecho. Aplastó la palma de su otra mano contra mi nalga, levantándome un poco del asiento. Su beso y su abrazo me dejaron sin respiración. Cuando nuestras bocas se separaron, estaba jadeante. Beau me besó en la punta de la nariz, pegó su mejilla a la mía y me habló en un cuchicheo.
-Tenías razón -dijo-. No esperemos más. No puedo aguantar las manos quietas, no pienso más que en tocarte y hacerte el amor. -Deslizó su palma derecha por mi cadera y el costado hasta alcanzar el pecho. Después estregó su cuerpo contra el mío, recostándome en la tumbona.
-Beau, espera...
Sus labios cubrieron otra vez los míos, sólo que esa vez practicó el beso a la francesa que me había descrito Gisselle. El contacto de nuestras lenguas produjo en mi columna vertebral un chispazo de excitación y temor al mismo tiempo. Forcejeé, escurriéndome como pude hasta que al fin logré retirar la cabeza y liberar mi boca de la suya.
-Basta -me impuse-. No soy Gisselle, sino Ruby. Todo ha sido una farsa.
-¿Cómo?
Vi por la expresión de sus ojos y su risita boba que lo sabía tan bien como yo. Oprimí su pecho con ambas manos para apartarlo. Él se sentó correctamente, fingiendo todavía disgusto y estupor. -¿Eres Ruby?
-Déjalo ya, Beau. Lo has descubierto desde el principio, estoy segurísima. No soy la clase de chica que Gisselle quiere representar; no deberías haber hecho eso -le reconvine. Picado, Beau se puso colorado y pasó al contraataque.
-Tú bien que te has prestado a la comedia.
-Lo sé, e hice mal al dejarme engatusar, pero no pensé que se excedería tanto.
Beau movió la cabeza, ya más sosegado.
-Así es mi Gisselle, siempre maquinando jugarretas ofensivas. Debería hacerme el tonto un poco más -dijo-. Así le daría una buena lección.
-¿Qué quieres decir?
Desvié la vista hacia la izquierda y vislumbré a Gisselle y Martin en el cenador. Beau siguió mi mirada, y les vimos besarse. Él encogió y tensó los músculos faciales.
-Algunas veces va demasiado lejos -afirmó con voz furibunda-. Acompáñame -me apremió, irguiéndose y agarrando mi mano.
-¿Adonde?
-Al cobertizo. Esa niñata va a saber lo que es bueno.
-Pero...
-No te preocupes, no pienso tocarte. Pero dejemos que Gisselle crea lo contrario. Se lo ha merecido -dijo Beau, y me arrastró tras él.
Abrió la puerta del cobertizo, me metió en la pequeña dependencia y cerró ruidosamente para asegurarse de que Gisselle y Martin nos oían. Había un camastro adosado a la pared del fondo, pero no nos apartamos de la puerta. Sin una triste luz, nos quedamos medio ciegos cuando se cerró la puerta.
-Esto la afectará mucho -auguró Beau-. Ya hemos estado aquí antes, y ella sabe para qué.
-Nos estamos pasando de la raya, Beau. Mi hermana me odiará.
-Hasta ahora tampoco ha sido el colmo de la amabilidad -me replicó.
Hablar en la oscuridad era a la vez extraño y fácil; fácil porque al no verlo, al no sentir sus ojos en los míos, podía abandonarme y decir lo que quisiera. Deduje que a él le ocurría lo mismo.
-Lamento haberme enfadado antes contigo -le dije-. Tú no tienes la culpa. Soy yo quien se ha dejado llevar indebidamente.
-Estabas en desventaja. Gisselle tiene un placer sádico en aprovecharse del prójimo siempre que puede. Nada de ella me sorprende ya. No obstante, de ahora en adelante debes ser tú misma -me aconsejó-. Hace sólo unas horas que nos conocemos, Ruby, pero creo que eres una chica excelente que ha vivido situaciones nefastas y a pesar de todo ha sabido conservar su buen carácter. No permitas que Gisselle te lo estropee.
Un momento después, noté su mano en mi mejilla. Fue una caricia tímida, pero tan inesperada que me sobresalté.
-Además, besas mejor que ella -me susurró. Mi corazón empezó a acelerarse, Beau posó la mano en mi hombro, y de pronto recibí su aliento en la cara y sentí que sus labios se acercaban hasta encontrarse con los míos. Esa vez no opuse resistencia, y cuando su lengua penetró en mi boca dejé que mi propia lengua tanteara su punta. Él exhaló un gemido, y entonces alguien aporreó la puerta y nos separamos de inmediato.
-Beau Andreas, sal de ahí ahora mismo, ¿me oyes bien? -gritó Gisselle.
Beau se echó a reír.
-¿Quién es? -preguntó desde el interior.
-¡Lo sabes perfectamente! -vociferó Gisselle-. Haz el favor de venir.
Beau abrió la puerta, y Gisselle retrocedió. A su lado estaba Martin con cara de atontado. Ella tenía los brazos cruzados y se bamboleaba ligeramente.
-¿Qué estabais haciendo? -demandó.
-Ruby -empezó a decir Beau-, tu hermana y yo...
-No te hagas el despistado conmigo, Beau Andreas. Sabes que ni yo soy Ruby ni ella Gisselle.
-¿Cómo? -exclamó él, simulando sorpresa e incredulidad. Me estudió y dio un paso atrás-. ¡Nunca lo habría adivinado! ¡Es asombroso!
-Déjate de monsergas, Beau. Sólo queríamos gastaros una broma inocente -cortó Gisselle-. Y tú -me acusó a mí con los ojos congestionados- has hecho muy bien tu papel para tener tanto miedo de que no resultara.
-¿Qué significa esto? -reaccionó al fin Martin-. ¿Quién es quién?
Los tres nos volvimos hacia él. Beau y Gisselle prorrumpieron en carcajadas, y un segundo más tarde, desinhibida por el ron y los besos de Beau, yo también me uní a la juerga.
Gisselle le explicó la travesura a Martin y la velada comenzó de nuevo, esta vez con Martin sentado a mi lado. Mi hermana no cesaba de echar ron a las CocaColas, que luego consumía tan aprisa como las alcoholizaba. Yo bebí sólo un poco más, pero la cabeza me daba vueltas de todos modos. Al cabo de un rato, Gisselle se llevó a Beau al cobertizo, y me miró muy ufana antes de encerrarse con él.
Apoyé la cabeza en la tumbona, incapaz de descartar de mi mente el cálido tacto de Beau y el ardor de sus besos. ¿Era por efecto del ron que me inundaba aquella tibieza?
Repentinamente, Martin se abalanzó sobre mí. Me besó, me abrazó e intentó pasar a mayores, pero lo rechacé con firmeza.
-Oye -se quejó, con los ojos entornados-, ¿qué te pasa? Vamos a divertirnos.
-A pesar de lo que puedas haber oído y creído sobre las muchachas de los pantanos, Martin, yo no soy así. Lo siento -dije.
El alcohol había hecho eficientemente su labor, y el chico farfulló una disculpa antes de derrumbarse en la tumbona. Unos instantes más tarde, dormía la borrachera. Me quedé sentada junto a él, pero la espera no duró mucho. A los pocos minutos apareció la pareja del cobertizo. Gisselle lloraba porque le dolía el estómago y tenía unos vómitos tan fuertes, que creí que expulsaría el almuerzo además de la cena. Martin se despertó y nos quedamos los dos en la retaguardia, observando. Gisselle se dio cuenta de qué le ocurría y sollozó de vergüenza.
-Yo la cuidaré -le propuse a Beau-. Será mejor que os marchéis.
-Gracias -dijo él-. No es la primera vez que le pasa -añadió, y nos dio las buenas noches, no sin antes musitar en mi oído-: Tu beso será mi único recuerdo de esta noche.
Me quedé un momento sin habla, viéndolos partir hasta que oí lloriquear a Gisselle.
-¡Me estoy muriendo!
-No te morirás, pero quizá acabes por desearlo si algún día sufres los ataques de Grandpére-le dije. Ella volvió a gemir y vomitó bilis.
-He manchado la blusa nueva -se lamentó-. ¡Me encuentro fatal! Me estalla la cabeza.
-Deberías ir a acostarte, Gisselle.
-¿Cómo? No puedo dar un paso.
-Te ayudaré a subir a tu habitación. Vamos. -La aupé de la silla y empezamos a andar.
-No dejes que mamá nos pille -dijo mi hermana-. Entra también la botella de ron.
Yo detestaba tener que hacerlo todo a hurtadillas, pero no había alternativa. Con la botella y la cesta en una mano, la sostuve con la otra y la guié hasta la casa, donde nos colamos muy sigilosas.
Dentro reinaba el silencio. Subimos la escalera, Gisselle compadeciéndose de su suerte. Tras alcanzar el rellano y camino ya de su habitación, me pareció oír un ruido. Eran como unos sollozos.
-¿Qué ha sido eso? -pregunté en voz baja.
-¿De qué hablas?
-Alguien está llorando.
-Olvídalo y llévame a mi habitación. Rápido -me urgió Gisselle.
Llegamos a su habitación y la ayudé a entrar.
-¿Por qué no te desnudas y te das una ducha? -le sugerí, pero ella se desplomó en la cama y no quiso moverse.
-Déjame en paz -gimoteó-. Quiero estar sola. ¡ Ah! Esconde la botella en tu armario -fueron sus últimas palabras.
Retrocedí un paso para darle un vistazo. En ese momento Gisselle era un peso muerto. Nada podía hacer por ella. Tampoco yo me sentía muy bien, y me reñí a mí misma por haber consentido que me indujera a beber tanto.
La dejé tumbada boca abajo, totalmente vestida, calzada incluso, y me encaminé a mi habitación. Sin embargo, oí llantos una vez más. Llena de curiosidad, crucé el pasillo y agucé el oído. Procedían de la habitación del extremo derecho. Avancé con cautela hasta la puerta y apoyé la cabeza contra ella. Decididamente, había alguien dentro. Por el tono tenía que ser un hombre.
El eco de unas pisadas en la escalera me incitó a replegarme en mi habitación. Entré prestamente y oculté la cesta del ron en el armario empotrado. Luego volví a la puerta y la entreabrí unos milímetros, lo justo para espiar. Daphne, enfundada en una vaporosa bata de seda azul, pasó hacia el dormitorio principal con un andar tan delicado que parecía volar por el corredor. No obstante, antes de llegar se detuvo como si ella también hubiera oído el llanto. Vi que meneaba la cabeza y se recogía en su aposento. Cuando hubo cerrado la puerta, cerré la mía.
Pensé en salir otra vez y comprobar quién era el misterioso ocupante de aquella habitación. ¿No sería mi padre? Alerta a esa posibilidad, abandoné mi habitación y fui hasta la puerta. Agucé el oído, pero nada oí. Aun así golpeé con los nudillos y aguardé.
-¿Hay alguien aquí? -susurré por un pequeño resquicio.
No hubo respuesta. Volví a llamar. Nada. Me disponía a rendirme cuando de pronto noté una mano en mi hombro, y me giré muy alarmada... para topar de bruces con mi padre.
-¿Sucede algo, Ruby? -me preguntó.
-He creído oír unos sollozos en esta habitación y he venido a inspeccionar -dije. Él negó con la cabeza.
-Es todo producto de tu imaginación, cariño. Hace años que está vacía. ¿Dónde está Gisselle?
-Acaba de acostarse -respondí algo azorada-. Pero estoy casi segura de que había alguien -insistí. Mi padre volvió a negar con la cabeza.
-No. No es posible. ¿Gisselle se ha metido en la cama tan temprano? -preguntó con una sonrisa-. Quizá ya has empezado a contagiarle tus buenos hábitos. Bien, yo también me voy a dormir; mañana tendré un día muy ajetreado. Por cierto -añadió-, tu profesor de arte pasará sobre las dos. Estaré aquí para recibirlo.
-De acuerdo.
-Que descanses, pequeña -dijo, y me besó en la frente.
Se dirigió a la habitación de matrimonio. Yo me quedé mirando la puerta enigmática. ¿Podía haberlo imaginado? ¿Había sido tan sólo una ilusión provocada por mis excesos con el ron?
-¿Papá? -lo llamé antes de regresar a mi propia habitación. El se volvió sobre sus pasos.
-Dime.
-¿Quién ocupaba esta habitación?
La contempló unos momentos. Luego dirigió sus ojos oscuros, brillantes, hacia mí y comprendí por qué fulguraban: estaban llenos de lágrimas.
-Mi hermano -dijo-. Era el cuarto de Jean.
Exhaló un suspiro, giró la espalda y se alejó. Un escalofrío tan sutil como las patas de una araña recorrió mi columna y me hizo estremecer. Fatigada y ebria de emociones, volví a mi habitación y me preparé para acostarme. En mi mente se amalgamaban muchos pensamientos distintos, en el corazón latían sentimientos encontrados. Estaba tan aturdida y tan cansada, que solamente deseaba hundir la cabeza en la mullida almohada. Cuando cerré los ojos, un popurrí de las imágenes del día desfiló bajo mis párpados, baqueteándome con la intensidad de una montaña rusa. Visualicé los hitos de Nueva Orleans que me había mostrado mi padre, el sinnúmero de tiendas de moda que habíamos arrasado con Daphne, mi precioso estudio de arte, el rostro de Gisselle al planear su necia diablura y, una vez más, sentí el beso electrizante que me había dado Beau en el cobertizo.
Aquel beso me había asustado porque no pude sofocar mi anhelo de devolverlo. El inopinado contacto de sus labios, la lengua forzándome a abrir la boca, me sacudieron con un espasmo de pasión que diluyó todas mis defensas. ¿Significaba eso que era una depravada, que fluía por mis venas más sangre Landry de la que cabía desear?
¿O acaso Beau había tocado en mí una fibra tierna y solitaria? Quizá su voz susurrante me había confortado en la oscuridad, sus afirmaciones habían restituido la calma a mi alma hechizada y confusa. ¿Habría operado los mismos efectos el beso de cualquier otro joven, o únicamente el de Beau?
Intenté evocar los besos de Paul, pero el descubrimiento de nuestra verdadera relación empañaba y ocluía todos los demás recuerdos. Me era imposible pensar en él y no sentirme culpable, aunque ninguno de los dos lo fuera.
¡Qué día tan largo, complicado y abrumador había tenido! Aunque también había sido maravilloso. ¿Sería así mi vida a partir de entonces?
Tantos dilemas me agotaron. Ansiaba dormir. Al envolverme el primer sopor y serenarse mi ánimo, oí el sonido amortiguado de unos sollozos. Provenían de los recovecos oscuros de mi mente y, antes de entregarme al sueño, me pregunté si se trataba de mi propio llanto o el de alguien a quien aún no había conocido.
Me sorprendió lo tarde que era cuando me desperté a la mañana siguiente. Una vez me hube despabilado, quedé convencida de que todo el mundo estaba en movimiento y habían desayunado sin mí. Avergonzada, salté de la cama, me lavé y me vestí deprisa y me anudé un pañuelo alrededor del pelo en lugar de perder tiempo cepillándolo como es debido. Pero, tras bajar de dos en dos la escalera y asomarme a la mesa del comedor, la encontré vacía. Vi que Edgar ordenaba unos platos y unas tazas.
-¿Ya han terminado de desayunar? -pregunté.
-¿Terminado? Nada de eso, mademoiselle. Monsieur Dumas es el único que ha tomado su café y se ha ido a trabajar, pero usted es la primera de las damas -me informó el mayordomo-. ¿Qué le apetece esta mañana? ¿Quiere probar los huevos con sémola de Nina?
-Sí, gracias -contesté.
Él sonrió amablemente y dijo que me serviría también zumo de naranja natural y una cafetera recién hecha. Me senté y aguardé, esperando oír en cualquier momento las pisadas de Daphne o de Gisselle en el pasillo, pero cuando Edgar volvió con mi desayuno aún continuaba sola. El hombre supervisaba la mesa cada pocos minutos por si quería algo más.
Tan pronto acabé, se acercó inmediatamente para retirar mi cubierto. Me pregunté cuánto tiempo tardaría en acostumbrarme a que me sirvieran y atendieran de aquel modo. Todavía tenía arraigado el instinto de recoger mis platos sucios y llevarlos a la cocina. Edgar me sonrió.
-¿Qué le ha parecido Nueva Orleans, mademoiselle? -me preguntó.
-Me ha entusiasmado -dije-. ¿Ha vivido aquí siempre, Edgar?
-Sí, mademoiselle. Mi familia ha estado al servicio de los Dumas desde tiempos tan remotos como la guerra de Secesión. Claro que entonces éramos esclavos -me aclaró y se fue a la cocina.
Me levanté y lo seguí para felicitar a Nina por su plato. Ella me miró con ojos de asombro, pero se sintió halagada. Me comunicó muy complacida su conclusión definitiva de que yo no era un espíritu.
-De otro modo, iría al cementerio a medianoche y sacrificaría un gato negro -me dijo.
-Dios santo, ¿por qué?
-Porque hay que hacerlo sin demora siempre que vaga suelto un espectro. Hay que matar el gato, destriparlo, y asarlo en manteca con sal y huevos. Hay que comerlo tibio -recetó Nina. A mí se me revolvió el estómago.
-¡Qué asco! -exclamé.
-La noche del viernes siguiente hay que volver al cementerio y llamar al gato. -A la cocinera se le desencajaron los ojos como si fuera una visionaria-. Cuando contesta, se invocan los nombres de las personas muertas que uno conoce y le dice al gato que cree en Satanás. Si uno ha visto un espíritu una vez, ya no dejará de aparecerse, así que más vale familiarizarse con él cuanto antes.
«Naturalmente -apostilló-, la época idónea es el mes de octubre.
Su plática sobre los seres de ultratumba me recordó los llantos que estaba segura de haber oído la noche anterior.
-Nina, ¿alguna vez ha oído llorar en el piso de arriba, en la antigua habitación de mi tío Jean?
Sus ojos, tan abiertos ya que creía que habían llegado al límite, todavía se desorbitaron más, preñados de terror.
-¿Y usted? -indagó. Asentí con la cabeza, y ella se santiguó. Luego alargó la mano y aferró mi muñeca-. Venga con Nina -me ordenó.
-¿Cómo?
Me dejé llevar por toda la cocina hacia las dependencias de la servidumbre.
-¿Adonde vamos, Nina?
La cocinera aligeró la marcha por el pasillo interior de la casa.
-Ésta es mi habitación -anunció, y abrió la puerta. Yo vacilé ante la visión que se ofrecía a mis ojos.
En las paredes de la sencilla estancia se amontonaban los símbolos del vudú: muñecos, huesos, mechones de lo que parecía pelambre de gato negro, bucles de cabello anudados con tiras de cuero, raíces retorcidas y pieles de ofidios. Los anaqueles estaban atiborrados de frasquitos de polvos multicolores, grupos de velas amarillas, azules, verdes y marrones, tarros de cabezas de serpiente, y en su centro había una fotografía de una mujer sentada en una especie de trono, rodeada de velas blancas.
-Ésta es Mane Laveau -me ilustró Nina-. Una reina del vudú.
La cocinera no tenía otro mobiliario que una cama individual, una mesilla de noche, una rinconera de mimbre y una única silla.
-Siéntese -me dijo, señalándome la silla.
Lo hice muy despacio. Ella se aproximó a la estantería, encontró lo que buscaba y se giró hacia mí. Puso en mis manos una pequeña vasija de cerámica y me pidió que la sujetara. Olí su contenido.
-Es azufre -me dijo al verme respingar. A continuación encendió una vela blanca y recitó una plegaria. Fijó los ojos en mí y declaró-: Es indudable que la han sumido en un encantamiento. Tenemos que ahuyentar a los malos espíritus.
Acercó la vela a la vasija e inclinó el pabilo hacia el interior para que quemara el azufre. Una fina voluta de humo se elevó por el aire. El olor era fétido, pero Nina se sintió aliviada porque aun así no había soltado el recipiente.
-Cierre los ojos y encórvese un poco para que el humo toque su cara -me prescribió. Obedecí. Pasados unos instantes me dijo-: Ya es suficiente. -Me quitó la vasija y extinguió la llama-. Está a salvo. Me alegro de que haya hecho todo lo que le mandaba sin reírse de mí. Pero ahora que me acuerdo, el otro día me comentó que su abuela era traiteur, ¿no es así?
-Sí.
-Eso la protegerá, aunque no debe olvidar –sentenció-, que los espíritus malignos siempre intentan poseer primero a las almas benditas. La victoria sería mayor. -Asentí con la cabeza.
-¿Alguien más ha oído sollozos en el piso de arriba, Nina?-pregunté. .
-Ése es un tema tabú. Si mienta al diablo cruzara su puerta sonriendo y fumando un largo cigarro negro. Pero debemos volver. Madame bajará a desayunar dentro de un minuto.
La seguí de nuevo al pasillo y, efectivamente, cuando entré en el comedor encontré a Daphne vestida y sentada a la mesa.
-¿Ya has desayunado?
-Sí.
-¿Dónde está Gisselle?
-Supongo que en su habitación -respondí. Daphne arrugó la frente.
-Es indignante. ¿Por qué no se ha levantado y ha empezado a circular como el resto de la familia? -bramó, pese a que ella misma acababa de aparecer-. Por favor, ve a decirle que quiero verla en este comedor dentro de cinco minutos.
-Sí, madame.
Subí los escalones de dos en dos, llamé discretamente a la puerta de Gisselle y al abrirla la hallé acostada de lado, todavía dormida y con la misma ropa que había llevado la noche anterior.
-Gisselle, Daphne quiere que te despiertes y bajes enseguida -dije, pero no se movió-. Vamos, Gisselle.
Sacudí un poco su hombro. Ella rebulló, cambió de postura y cerró de nuevo los ojos.
-¿Gisselle?
-¡Márchate! -gritó.
-Daphne me ha dicho...
-Déjame tranquila. Me encuentro muy mal. La migraña me está matando y tengo el estómago estragado.
-Ya te lo advertí. Bebiste demasiado y demasiado deprisa.
-Felicitaciones -me contestó, con los párpados aún pegados.
-¿Qué voy a contar a Daphne? -Mi hermana no respondió-. Gisselle, ayúdame.
-¿Y yo qué sé? Dile que me he muerto -gruñó, y se puso la almohada encima de la cabeza. La estudié unos momentos y comprendí que no colaboraría.
A Daphne no le gustó mi informe.
-¿Cómo que no piensa levantarse? -Dejó la taza de café sobre el platillo con tanta violencia que temí que se rompiera en mil pedazos-. ¿Qué hicisteis anoche? -Me interrogó, rezumantes sus ojos de sospecha.
-Estuvimos... Estuvimos charlando con Beau y su amigo Martin -dije-. Nos reunimos en la piscina.
-¿Sólo hablasteis?
-Sí, madame.
-Llámame mamá o Daphne si lo prefieres, pero no madame. Me echas diez años encima -me espetó.
-Perdón, mamá.
Me escudriñó airadamente y por fin se enderezó y abandonó el comedor, dejándome sola y angustiada. Pensé que no había mentido en el más amplio sentido de la palabra. Solamente había callado una parte de la verdad, porque si la hubiera dicho toda habría metido a Gisselle en un buen apuro. Aun así, me sentía en falta.
Las evasivas y los líos no iban con mi temperamento. Daphne estaba tan alterada, que al subir al primer piso sus pasos retumbaron por el edificio.
Me planteé qué podía hacer y decidí ir a la biblioteca, elegir un libro y pasar la mañana leyendo hasta que llegara mi profesor de pintura. Había empezado a hojear las páginas de un volumen cuando oí rugir a Daphne desde el rellano:
-¡Ruby!
Devolví el libro a su sitio y corrí hasta el vestíbulo.
-¡Ruby!
-¿Sí?
-Sube ahora mismo -ordenó.
«¡Oh, no! -pensé-. Ha descubierto que Gisselle tiene resaca y quiere conocer toda la historia.» ¿Qué hacer? ¿Cómo podía encubrir a Gisselle sin mentir? Al llegar al piso superior, di una ojeada al pasillo y vi que la puerta de mi habitación estaba abierta de par en par y que era allí, no en la de mi hermana, donde me esperaba Daphne. Me aproximé lentamente.
-Entra -me ordenó.
Crucé el umbral. Mi madrastra estaba plantada con los brazos severamente cruzados en el pecho, la espalda envarada y los hombros muy rectos. Tanta era la tirantez de la piel de su barbilla, que daba la impresión de que iba a agrietarse.
-Ya sé por qué Gisselle no puede levantarse -dijo-. Así que ayer os limitasteis a hablar, ¿no?
No contesté.
-Veamos -prosiguió Daphne, tras extender el brazo en dirección de mi armario-. ¿Qué hay en el suelo del armario? ¿Qué es eso? -me chilló cuando no contesté tan prestamente como esperaba.
-Una botella de ron.
-Una botella de ron -repitió con retintín-, que cogiste de nuestro mueble bar.
Levanté al punto la cabeza e hice ademán de hablar.
-No te molestes en negarlo. Gisselle me lo ha confesado todo. Me ha dicho que la animaste a sacar el ron al jardín y le enseñaste a mezclarlo con CocaCola.
Yo la escuché boquiabierta.
-¿Qué más ocurrió? ¿Qué hiciste con Martin Fowler? -inquirió mi madrastra.
-Nada -dije. Ella contrajo los ojos y asintió varias veces, como si resonara dentro de su mente una retahíla de sentencias que confirmaban sus más oscuros resquemores.
-Ayer mismo le dije a Pierre que tenías una escala de valores distinta, que te habías criado en un mundo tan opuesto al nuestro que integrarte sería difícil, si no imposible, y que antes influirías tú en Gisselle y la corromperías que cambiarte ella a ti. No discutas conmigo -me atajó al verme separar los labios-. Yo también he sido joven. Conozco bien las tentaciones y lo fácil que es dejarse embaucar para hacer cosas prohibidas.
Movió la cabeza con reproche.
-¡Pensar lo bien que nos hemos portado contigo! Te acogimos en nuestro hogar con los brazos abiertos, te he dedicado lo mejor de mi tiempo para ponerte a tono... ¿Por qué algunas personas no tenéis sentido de la decencia ni de la responsabilidad? ¿Es un estigma que lleváis en la sangre?
-Eso no es cierto. Todo es una burda patraña -me defendí.
-Ya basta -dijo Daphne, cerrando y abriendo los ojos-. Eres lista. Te han educado para la astucia, igual que a los gitanos. Ahora coloca de nuevo esta botella en el mueble bar.
-Ni siquiera sé dónde está -repuse.
-No voy a perder más tiempo con esta discusión; ya has conseguido perturbar mi desayuno y buena parte del día. Obedece mis órdenes y no vuelvas a hacerlo. Puedes estar segura de que tu padre se enterará de todo -añadió, y salió muy rígida del cuarto.
Las lágrimas que me abrasaban detrás de los párpados manaron libremente y bajaron en zigzag por los pómulos y la barbilla. Saqué la cesta del armario. Luego fui hasta la puerta contigua y entré hecha un basilisco en la habitación de Gisselle. Se estaba duchando, y cantaba. Irrumpí en el cuarto de baño y empecé a chillarle a través de la mampara de vidrio.
-¿Cómo? -dijo ella, simulando no oírme-. ¿Qué?
-¿Cómo has podido mentir y echarme la culpa?
-Espera un segundo -gritó mi hermana, y se aclaró el pelo antes de cerrar el grifo-. Pásame la toalla, por favor -me pidió. Puse la cesta en el mármol y le alcancé la toalla-. Ahora cuéntame qué ocurre.
-Le has dicho a Daphne que yo hurté la botella de ron. ¿Cómo has podido?
-No he tenido más remedio, Ruby. Te ruego que no me guardes rencor. Hace un mes recibí una dura reprimenda por llegar a casa de madrugada y oliendo a whisky. Aquella noche casi me mata. Hoy lo habría hecho.
-Sí, pero para salvarte me has inculpado a mí. ¡Ahora Daphne piensa cosas horribles de mí!
-Acabas de llegar, y papá está encandilado contigo. Puedes permitirte un pequeño descrédito -se explicó Gisselle-. Perdóname -dijo, frotándose el pelo con la toalla-. No se me ocurrió otra salida, y resultó. Me la he quitado de encima.
Suspiré.
-Somos hermanas -agregó con una sonrisa-. Tenemos que ayudarnos mutuamente.
-Pero no así, Gisselle. No con mentiras -protesté.
-¿Cómo si no? Además, sólo ha sido una mentirijilla intrascendente -me contestó.
Levanté la cabeza con brusquedad. Así mismo se había expresado Daphne la tarde anterior: mentirijillas.
¿Eran ésos los cimientos sobre los que los Dumas construían su felicidad y su bienestar?
-No sufras -dijo mi hermana-. Yo ablandaré a papá si se enfurece mucho contigo. Lo haré aparecer como si yo te hubiera alentado a que me instigaras, y le crearé un caos tal que no nos castigará. No es la primera vez que utilizo esa artimaña -confesó con una risita zalamera y perversa.
«Tranquilízate -añadió, tras enrollarse la toalla alrededor del cuerpo-. Cuando termines la clase de arte, nos encontraremos con Beau y con Martin e iremos al Barrio Francés. La diversión está garantizada.
-¿Qué voy a hacer con esto? -pregunté. Me refería claro, al ron-. No sé dónde guardáis los licores.
-En el estudio. Ya te mostraré el sitio -prometió Gisselle-. Ven, ayúdame a escoger lo que voy a ponerme. Meneé la cabeza y suspiré.
-¡Vaya mañanita la mía! Cuando le he contado a Nina lo de los llantos de ayer me ha metido a empujones en su habitación para invocar un conjuro con azufre. ¡Y ahora esto!
-¿Llantos? -preguntó mi gemela.
-Sí -dije mientras la seguía a su armario-. Procedían, creo, de la habitación que en otros tiempos perteneció a tío Jean.
-¡Ah! -exclamó ella como si no fuera importante. -¿Tú también los has oído?
-Desde luego que sí. ¿Qué te parece esta falda? -me consultó, descolgando la prenda de su percha y sosteniéndola contra su cuerpo-. Es más larga que las tuyas, pero me gusta cómo ciñe las caderas. Y a Beau también -musitó con una sonrisa licenciosa.
-Es bonita. ¿Qué significa eso de que has oído los llantos? ¿Por qué desde luego?
-Porque es una costumbre muy frecuente en papá.
-¿Cómo? ¿A qué te refieres?
-Se encierra en la habitación de tío Jean y llora por él. Lleva haciéndolo desde que tengo memoria. No ha podido aceptar el accidente ni sus secuelas.
-Pero él dijo que habían sido figuraciones mías.
_No quiere que lo sepamos. En casa todos fingimos ignorarlo _explicó Gisselle. Bajé tristemente la cabeza.
-Fue trágico -afirmé-. Él mismo me lo contó. Jean debió de ser un hombre muy vital, y al morir tan joven, con todo un futuro por delante...
-¿Morir? Pero ¿de qué hablas? ¿Te contó papá que el tío había muerto?
-Sí. • • Bueno, en realidad dijo que le había golpeado el mástil del velero... -Cavilé un momento, recordando los detalles-. Sí, exacto, y que quedó como un vegetal. Pero yo deduje que había fallecido.
-Nada de eso -negó mi hermana-. Tío Jean no murió.
-¿En serio? ¿Y qué fue de él?
-Continúa siendo un vegetal, aunque muy bien parecido. Deambula sin propósito, con la mente en blanco, y nos mira a todos como si nunca nos hubiera visto o no nos reconociera.
-¿Dónde está?
-En una institución mental de las afueras de la ciudad. Sólo le vemos una vez al año, el día de su cumpleaños. Ésa es toda mi relación con él. Pero quizá papá vaya a visitarlo más a menudo. Mamá jamás lo acompaña -concluyó Gisselle-. ¿Qué opinas de esta blusa?
La desdobló frente a mí, pero yo estaba en otra órbita. Mientras se la probaba no dejé de barruntar.
-¿Por qué no hay ninguna fotografía de Jean en la casa? -pregunté.
-¿Es que no puedes hablar de otro tema? Papá no lo soporta ni siquiera cuando está normal. Me sorprende que te dijera algo de lo sucedido. No hay fotos porque harían sufrir a nuestro padre -resumió-. Por última vez, ¿te gusta la blusa o no? -Se giró para contemplarse en el espejo.
-Es muy bonita.
-Detesto esa palabra -rezongó Gisselle- ¿Es sexyt
La examiné seriamente.
-Has olvidado ponerte el sujetador -dije. Ella sonrió.
-No lo he olvidado. Las chicas modernas prescinden de él con según qué prendas.
-¿De veras?
-Pues claro. Caramba, Ruby, tienes mucho que aprender. ¡Ha sido una suerte que salieras de los pantanos!
En aquel preciso instante, yo no estaba tan segura.
15. UNA EXCURSIÓN A STORYVILLE
Me senté con Gisselle en la terraza y almorcé frugalmente mientras ella picoteaba su desayuno, quejándose de lo revuelto que tenía el estómago después de la vomitona de la noche anterior. Maldijo a todo el mundo salvo a sí misma.
-Beau debería haberme impedido que bebiera tanto. Estaba muy ocupada procurando que los demás lo pasarais bien y perdí la cuenta -proclamó.
-Yo te advertí antes de empezar -le recordé. Gisselle sonrió forzadamente.
-Nunca me había sentado tan mal -dijo, con una mueca agónica.
Tenía que llevar sus anchas y gruesas gafas de sol porque la más ínfima insinuación de luz enviaba ondas de dolor por toda su frente. Se había embadurnado las mejillas con toneladas de colorete y se había pintado los labios de carmín para compensar la palidez y la languidez de su cara.
Los grises nubarrones que habían oscurecido la mañana se fueron dispersando en su viaje por el horizonte, y apareció un aterciopelado manto azul para acompañar los rayos solares que se derramaban sobre nosotras y realzaban los capullos de magnolias y camelias. Los grajos saltaban de rama en rama con renovado espíritu y energía, los trinos de todos los pájaros eran melodiosos.
En un marco tan bello y tan acogedor era difícil sentir desdicha o desazón, pero no pude eludir el lúgubre presentimiento que se había infiltrado en mis pensamientos. Avanzaba lento pero inexorable, como la sombra de una nube. Daphne estaba decepcionada de mí. Mi padre no tardaría en estarlo también, y Gisselle consideraba muy natural mentirles. Me entraron ganas de correr en busca de Nina y pedirle que me proporcionara una solución mágica, unos polvos o un hueso encantado que borrara los últimos malos entendidos.
-No pongas esa cara tan larga -me ordenó Gisselle-. Te preocupas demasiado.
-Daphne está furiosa conmigo gracias a ti -repliqué-. Y ahora habrá predispuesto a papá en mi contra.
-¿Por qué te empeñas en decir siempre Daphne? ¿Es que no quieres llamarla mamá? -preguntó mi gemela. Aparté la mirada y me encogí de hombros.
-¡Claro que sí! Pero se me hace cuesta arriba. Todavía veo a nuestros padres como dos extraños. Yo no he vivido aquí siempre -repuse, y la miré. Gisselle rumió mi respuesta como el cruasán untado de mermelada que estaba comiendo.
-Sin embargo, a papá sí que le das ese trato -dijo-. ¿Por qué habría de serte más fácil con él?
-No lo sé -contesté nerviosamente, y oculté los ojos para que no viera mi insinceridad. Me desesperaba vivir en aquella trama de engaños. Algún día, de un modo u otro, traería la desgracia a nuestras vidas. Tenía la total certeza.
Gisselle bebió unos sorbos de su café y me escudriñó mientras masticaba su pasta perezosamente.
-¿Qué pasa? -inquirí, adelantándome a una pregunta o una sospecha.
-¿Qué hiciste con Beau en el cobertizo antes de que yo volviera y llamara a la puerta? -preguntó. Me ruboricé sin poder evitarlo. Su voz había sido muy acusadora.
-Nada. Fue todo una estratagema de Beau para vengarse de ti. Charlamos y esperamos.
-¿Estando a solas y en la oscuridad Beau Andreas no hizo más que hablar? -preguntó con una cínica sonrisa.
-Así es.
-Mi querida hermana, no sabes mentir. Tendré que instruirte.
-No es algo en lo que desee sobresalir -dije.
-No tendrás más remedio, sobre todo si piensas vivir en esta casa -me respondió con desenfado.
Antes de que pudiera responderle, Edgar atravesó la puertaventana y se acercó a nosotras.
-¿Qué sucede, Edgar? -preguntó Gisselle malhumorada. Debido a su resaca, aquella mañana le molestaba cualquier ruido, la menor interrupción.
-Ha llegado monsieur Dumas. Madame Dumas y él desean verlas a las dos en el estudio -anunció el mayordomo.
-Diles que iremos dentro de un instante, en cuanto termine mi cruasán -contestó mi hermana, y le volvió la espalda.
Edgar me lanzó una mirada, con unos ojos que reflejaban su enojo por el tono de voz de Gisselle. Yo le sonreí y se suavizó su expresión.
-Entendido, mademoiselle -dijo.
-¡Qué mayordomo tan estirado! Campa por sus respetos como si fuera el dueño de los objetos y de las personas -protestó mi gemela-. Si pongo un jarrón encima de Una mesa, él lo devuelve a su lugar anterior. En una ocasión cambié todos los cuadros de la sala de estar sólo para fastidiarlo. Al día siguiente, estaba cada uno en su sitio de origen. Ha memorizado incluso la ubicación del más anodino cenicero de cristal. Si no me crees, intenta mover algo.
-Estoy segura de que Edgar tiene un orgullo profesional en la conservación de todo esto -dije. Gisselle meneó la cabeza y se tragó el último bocado del cruasán.
-Vamos a liquidar nuestro asunto -declaró.
Al aproximarnos al estudio, oímos la voz de Daphne presentando quejas a su esposo.
-Si un día te pido que vengas a almorzar o que nos encontremos en un restaurante, siempre tienes una excusa. Siempre tienes demasiado trabajo para hacer un paréntesis en tus sagrados negocios. Y ahora, de repente, puedes malgastar tu tiempo en buscarle un profesor de arte a tu hija cajún -le reprochó.
Gisselle me sonrió y me agarró por el brazo para inmovilizarme y retrasar nuestra entrada.
-¡Qué bien! Me encanta que tengan disputas -me susurró muy excitada. A mí no sólo me incomodaba hacer de espía, sino que temí que pudieran decir algo que destapara toda la verdad.
-Siempre me he esforzado en estar disponible para ti, Daphne. Si alguna vez no puedo atenderte es porque ha surgido un imprevisto. Y en cuanto a lo de haber venido hoy, creí que, dadas las circunstancias, debía hacer algo especial por Ruby -se justificó mi padre.
-Ya que hablamos de circunstancias, ¿qué me dices de las mías? ¿Por qué no haces también algo por mí? Antes era tu mujercita del alma -afirmó Daphne.
-Lo sigues siendo.
-Por lo que parece, no tan del alma como tu princesa cajún. ¿Qué piensas ahora que te he explicado lo que ocurrió anoche?
-Me ha dolido, por supuesto -dijo él-. Estoy muy sorprendido. -Me partió el corazón oírle aquella voz tan llena de desencanto, mientras que Gisselle no cabía en sí de gozo.
-Yo, no -subrayó Daphne-. Conste que te avisé.
-Gisselle -murmuré-, tengo que decirles...
-Vamos -me cortó mi hermana, y me empujó a entrar en el estudio.
Daphne y nuestro padre se volvieron prontamente hacia nosotras. Poco faltó para que rompiera a llorar al ver el semblante triste y desilusionado de él. Emitió un profundo suspiro.
-Sentaos -dijo, y nos indicó un sofá de piel.
Gisselle obedeció muy diligente y yo la seguí, pero me instalé separada de ella, prácticamente en la otra punta. Nuestro padre nos ojeó unos momentos con las manos detrás de la espalda y luego miró a Daphne, que irguió la cabeza y, en una postura muy suya, cruzó los brazos en el pecho. Mi padre se dirigió a mí.
-Daphne me ha contado lo que ocurrió anoche y lo que ha encontrado en tu habitación. No me importa que toméis un vaso de vino en las comidas, pero robar licores fuertes y beberlos con chicos...
Espié de soslayo a Gisselle, que tenía la mirada baja, fija en las manos que había posado en su regazo.
-No es así como se comporta una joven de carácter, Gisselle -dijo mi padre, girándose hacia ella-. No deberías haberlo permitido.
Mi hermana se quitó las gafas ahumadas y empezó a sollozar, vertiendo auténticas lágrimas a voluntad como si tuviera un depósito almacenado debajo de los párpados, a punto para volcarse sin aviso previo.
-Yo no quería hacerlo, y menos aún en nuestra casa, pero Ruby insistió e intenté seguir vuestros consejos: ayudarla a sentirse aceptada y querida lo antes posible. Y sólo he sacado problemas -gimió.
Atónita por lo que acababa de oír, traté de apresar su mirada y retenerla, pero ella rehusó mirarme, temiendo que si lo hacía ya no podría escapar.
Daphne arqueó las cejas y le hizo una seña a mi padre, quien aclaró presto las cosas.
-No he dicho que hubiera problemas, sino que estoy disgustado con vosotras. Eso es todo. Ruby -me arengó a mí-, sé que las bebidas alcohólicas abundaban en tu antiguo hogar.
Empecé a menear la cabeza.
-Aquí tenemos otros conceptos sobre esa cuestión. Existe un momento y un lugar para beber, y las muchachas de vuestra edad jamás deben hacerlo por su cuenta y riesgo. Uno de vuestros amigos se emborracha, subís todos a su coche y... no me atrevo a pensar lo que podría pasaros.
-Ni a qué se dejan arrastrar las adolescentes honestas tras consumir alcohol -añadió Daphne-. No descuides esa faceta -le recordó a su marido. Él asintió sumisamente con la cabeza.
-Vuestra madre tiene razón, chicas. Podría seros muy nocivo. Ahora quiero perdonar a todo el mundo y olvidar este desagradable incidente, siempre y cuando me deis las dos vuestra promesa solemne de que nunca más volverá a ocurrir algo semejante.
-Lo prometo -dijo enseguida Gisselle-. Yo no quería hacerlo. Esta mañana tenía una migraña espantosa. Hay personas que están acostumbradas a beber alcohol y otras que no -insinuó, dirigiéndome una mirada delatora.
-Eso es muy cierto -convino Daphne, conchabada en mi contra. Desvié la cara para que ninguna de ellas viera mi exasperación. El fuego que me inflamaba el pecho era tan abrasador que podría haber horadado un boquete en la carne.
-¿Ruby? -me interpeló mi padre. Tragué saliva para que las lágrimas no me anegaran y me esforcé en vocalizar las palabras.
-Lo prometo -dije.
-Perfecto. Y ahora... -empezó, pero antes de que pudiera proseguir oímos el timbre de la puerta principal. Mi padre consultó su reloj-. Espero que sea el profesor de arte.
-Después de todos estos acontecimientos -sugirió Daphne-, ¿no crees que deberíamos aplazar las clases?
-¿Aplazarlas? En fin, Daphne... -Mi padre me miró y yo bajé rápidamente los ojos-. No podemos hacerle un desaire a ese hombre. Nos ha dedicado su tiempo, ha viajado hasta aquí...
-No deberías haber actuado de un modo tan impulsivo -dijo mi madrastra-. La próxima vez, antes de tomar una resolución que ataña a las chicas haz el favor de discutirla conmigo. A fin de cuentas, soy su madre -afirmó en tono terminante.
Mi padre comprimió la boca como para ahogar la contestación que tenía a flor de labios.
-Desde luego. No volverá a ocurrir -le aseguró.
-Disculpe, monsieur -dijo Edgar desde el umbral-, pero ha llegado un tal profesor Ashbury. Aquí tiene su tarjeta -agregó, y se la entregó a mi padre.
-Hágalo pasar, Edgar.
-Muy bien, monsieur.
-No creo que me necesites para esto -se excusó Daphne-, y tengo que hacer varias llamadas. Como bien pronosticaste, todos nuestros amigos sin excepción quieren conocer la historia de la desaparición y el hallazgo de Ruby. Narrar los mismos hechos una y otra vez me resulta extenuante. Deberíamos haber impreso y distribuido la noticia -declaró, antes de girar sobre sus talones y salir del estudio.
-Voy a tomarme una aspirina doble -anunció Gisselle, incorporándose-. Ya me hablarás después de tu profesor, Ruby -dijo, y me sonrió. Yo no le devolví la sonrisa. En cuanto abandonó el estudio, Edgar hizo pasar al profesor Ashbury, así que no tuve tiempo de exponerle a mi padre mi versión sobre los sucesos de la víspera.
-¿Cómo está, profesor Ashbury? -dijo mi padre, y le tendió la mano.
Con el aspecto de un cincuentón, Herbert Ashbury presentaba una estatura aproximada de un metro setenta y ocho centímetros y vestía una chaqueta informal de color gris, camisa azul claro, corbata azul marino y unos vaqueros oscuros. Tenía la cara angulosa, las facciones muy delimitadas, la nariz aguileña y bastante larga, la boca fina y tersa como la de una mujer.
-Encantado de conocerlo, monsieur Dumas -saludó con una voz que yo califiqué de musical. Estiró unos dedos alargados, flexibles, que envolvieron la mano de mi padre cuando la estrecharon. En el dedo meñique lucía un anillo de plata bellamente labrado con una turquesa engastada.
-Lo mismo digo, y gracias por haber venido y accedido a evaluar el trabajo de mi hija. Permítame que le presente a mi pequeña Ruby -dijo papá, orgullosamente, volviéndose hacia mí.
A causa de sus mejillas descarnadas y del brusco ángulo que formaba la frente en la línea de nacimiento del pelo, los ojos del profesor Ashbury parecían más grandes de lo que eran. Sus iris pardos con motas grises capturaban lo que quiera que miraran y quedaban tan prendidos, que todo él se diría hipnotizado. En ese momento se fijaron en mi cara, y su intensidad me intimidó.
-Hola -musité.
Peinó con sus afilados dedos las mechas rebeldes caídas sobre la frente, de su ralo cabello castaño salpicado de canas, y me ofreció una sonrisa. Sus ojos destellaron un instante y recuperaron la seriedad de antes.
-¿Dónde ha recibido formación artística hasta ahora, mademoiselle? -preguntó.
-Sólo cuatro nociones en el instituto público -contesté.
-¿En el instituto público? -repitió él, y torció las comisuras como si en vez de instituto hubiera dicho reformatorio. Miró a mi padre solicitando una aclaración.
-Por eso he pensado que de ahora en adelante le haría mucho bien tener el asesoramiento privado de un maestro prestigioso y unánimemente respetado -dijo.
-No lo comprendo, monsieur. Me dijeron que las obras de su hija habían sido expuestas en una de nuestras galerías de arte. Yo presumí que...
-Y es verdad -repuso mi padre sonriente-. Le enseñaré una de ellas. Por el momento, es la única que tengo en mi poder.
-¿La única? -El profesor Ashbury no salía de su asombro.
-Ésa es otra historia, profesor. Procedamos por orden. Sígame, se lo ruego.
Guió al profesor hasta su despacho, donde mi acuarela de la garza permanecía aún en el suelo, apoyada en la pata de su escritorio. Herbert Ashbury la miró unos segundos y dio unos pasos hacia ella.
-¿Puedo? -preguntó.
-¡No faltaría más!
El profesor alzó la pintura y la sostuvo un instante con los brazos estirados. Asintió y, despacio, volvió a dejarla donde estaba.
-Me gusta -dijo, dirigiéndose a mí-. Ha sabido captar la idea del movimiento. La imagen tiene realismo y, sin embargo, la rodea un halo de misterio. Ha hecho un uso inteligente de las sombras. La atmósfera también está muy bien reflejada. ¿Ha pasado algún tiempo en los pantanos?
-He vivido allí desde que nací -respondí.
Los ojos del profesor Ashbury brillaron con interés. Sacudió la cabeza y se volvió hacia mi padre.
-Disculpe, monsieur -dijo-. No quisiera parecer demasiado inquisitivo, pero si no he oído mal me ha presentado a Ruby como su hija.
-Es mi hija -corroboró papá-. Pero no ha vivido conmigo hasta ahora.
-Entiendo -repuso el otro, ojeándome una vez más. No se mostró ni escandalizado ni sorprendido por la información, aunque creyó necesario continuar justificando su intromisión en nuestras vidas personales-. Me gusta conocer bien a mis alumnos, especialmente a los particulares. El arte, el sentimiento artístico, proviene del interior -dijo, con la palma de su mano derecha sobre el corazón-. Yo puedo adiestrarla en la mecánica, pero lo que ella plasme en el lienzo no hay maestro capaz de crearlo ni de enseñarlo. Es el artista quien aporta su esencia, su experiencia y su visión -explicó-. ¿Me comprende, monsieur?
-Eh... Sí, claro -contestó papá-. Indague cuanto le plazca. La cuestión es si, al igual que ya han demostrado pensar otros, usted cree que mi hija tiene talento.
-Incuestionablemente -afirmó el profesor Ashbury. Estudió de nuevo mi acuarela y me miró-. Podría llegar a ser la mejor discípula que he tenido.
Abrí la boca de par en par, y la cara de mi padre se llenó de orgullo. Sonrió ampliamente y asintió con la cabeza.
-Lo suponía, aunque no soy experto en arte.
-No es preciso serlo para ver el potencial que encierra esta pintura -dijo el profesor Ashbury, calibrando nuevamente mi garza.
-En tal caso, déjeme mostrarle el estudio -propuso papá, y encabezó la marcha por el pasillo. El maestro quedó muy impresionado, imaginé que con razón.
-Está mejor provisto que el que tengo en la universidad -susurró, como si no quisiera que lo oyera la junta rectora.
-Cuando creo en algo o en alguien, profesor Ashbury, me comprometo plenamente -declaró mi padre.
-Me he dado cuenta. Bien, monsieur -dijo el profesor con cierta pomposidad-, acepto a su hija como estudiante. A condición, por supuesto -añadió, desplazando la vista hacia mí-, de que ella esté dispuesta a someterse a mi tutela enteramente y sin reservas.
-De eso no me cabe duda. ¿Ruby?
-¿Cómo? ¡Ah, sí! Gracias -balbuceé. Todavía estaba asimilando los cumplidos del profesor Ashbury.
-Repasaremos los fundamentos desde el principio -me anunció-. Le enseñaré disciplina, y sólo cuando la juzgue preparada daré vía libre a su capacidad imaginativa. Muchas personas nacen con talento, pero pocas tienen el tesón que se necesita para desarrollarlo.
-Ella, sí -le aseguró mi padre.
-Así lo espero, monsieur.
-Acompáñeme a mi despacho, profesor, para estipular sus honorarios -dijo mi padre. Con los ojos aún clavados en mí, el profesor Ashbury asintió-. ¿Cuándo podrá darle la primera clase?
-El lunes próximo, monsieur. Aunque su hija tiene uno de los mejores estudios de la ciudad -apuntó mi maestro-, es probable que la haga ir al mío de vez en cuando.
-No hay problema.
-Tres bien -dijo el profesor Ashbury. Me hizo una inclinación de cabeza y se alejó junto a mi padre.
Mi corazón palpitaba de emoción. Grandmére Catherine siempre había confiado ciegamente en mi talento. No había recibido una educación formal y entendía poco de arte, pero estaba convencida hasta la médula de que yo triunfaría. Me lo había asegurado innumerables veces; y entonces un profesor, un profesor universitario, había inspeccionado mi trabajo y me había definido como posiblemente su mejor candidata.
Temblando aún de alegría, corrí al piso de arriba para contárselo a Gisselle. Estaba tan pictórica que en mi alma no cabía el resentimiento. Le solté a bocajarro todo lo que había dicho el profesor. Mi hermana, que se estaba probando diferentes sombreros en el tocador, me escuchó sin hablar y al terminar volvió la cabeza hacia mí con una evidente expresión de perplejidad.
-¿De verdad quieres aguantar horas y horas de clase después de pasarte el día entero en el instituto? -me preguntó.
-Desde luego. Éstas serán distintas. Representan todo lo que siempre he soñado -repuse.
Ella se encogió de hombros.
-Yo sería incapaz. Por eso no insistí en que me pusieran una maestra de canto. ¡Nos queda tan poco tiempo para divertirnos! Siempre se están inventando obligaciones: los profesores nos acribillan a deberes, nos hacen estudiar para los exámenes, y encima hemos de ajustar nuestras vidas a los esquemas de nuestros padres.
»En cuanto conozcas a los chicos del instituto y hagas nuevas amistades, no te apetecerá tanto desperdiciar tus ratos libres con lecciones de arte -me vaticinó.
-Para mí no es un desperdicio.
-Dejémoslo -suplicó Gisselle-. Toma -me dijo, arrojándome un gorrito azul oscuro-, pruébatelo. Hoy iremos de juerga al Barrio Francés. No querrás pasearte por allí como una niña recién nacida.
Oímos sonar tres veces un claxon que emitía un curioso mugido.
-Son Beau y Martin. Vámonos -dijo Gisselle.
Se levantó con gran premura, aferró mi mano y me llevó al exterior, sin dar muestras de arrepentimiento por cómo me había difamado ante Daphne y nuestro padre hacía sólo unos minutos. En aquella casa los embustes flotaban más ligeros que globos.
-Hoy no volveréis a engañarnos con suplantaciones, ¿verdad? -preguntó Martin, sonriendo, al abrirnos la puerta del coche deportivo de Beau.
-Ahora que me ves a plena luz del día -replicó Gisselle- ya habrás notado que soy Gisselle. -Martin nos miró atentamente a ambas y asintió.
-Desde luego que sí -dijo, pero lo hizo en un tono ambiguo para dejar en el aire a quién quería alabar, si a ella o a mí.
Beau se echó a reír. Molesta, Gisselle declaró que nos sentaríamos las dos detrás.
Nos apretujamos en el estrecho asiento trasero del coche, y nos sujetamos los sombreros cuando Beau arrancó a toda velocidad. Mientras aceleraba calle abajo, nosotras chillamos, si bien la voz de Gisselle fue más estridente y denotó más placer y entusiasmo que la mía, moderada por un corazón ansioso cada vez que tomábamos una curva y chirriaban los neumáticos. Supuse que éramos todo un espectáculo: un par de gemelas idénticas con el pelo de color rubí danzando y volando al viento como llamas. Los transeúntes se detenían para vernos pasar a aquel ritmo frenético. Los jóvenes nos lanzaban silbidos y piropos.
-¿No te gusta que los hombres te admiren? -me gritó Gisselle al oído. Con el rugido del motor y el silbido del viento, teníamos que forzar la voz incluso estando tan juntas.
No supe qué contestar. Recordé que algunas veces en los pantanos, cuando bajaba a la ciudad, los conductores de los camiones y coches que circulaban por la carretera me habían silbado y llamado de un modo similar. Cuando era más joven lo encontraba divertido, pero me asusté mucho en una ocasión en que un tipo con una destartalada camioneta de transporte de color marrón no sólo me piropeó, sino que aminoró la marcha y me siguió un buen trecho, instándome a subir a la camioneta. Él dijo que sólo quería llevarme al centro, pero me miraba con una lascivia que me puso los pelos de punta. Terminé dando la vuelta y echando a correr hacia casa, y él siguió su camino. No le conté mi aventura a Grandmére Catherine porque estaba segura de que me prohibiría hacer aquel trayecto sola.
Por otra parte, sabía también que había muchachas de mi edad e incluso mayores que podían exhibirse por las calles día tras día sin que las miraran. Era halagador e inquietante al mismo tiempo, aunque mi hermana gemela parecía extraer exclusivamente satisfacción de su éxito y estaba asombrada de que yo no reaccionara igual.
Nuestra gira por el Barrio Francés fue muy diferente de la que había hecho con mi padre, porque en compañía de Beau, Martin y Gisselle vi cosas que no había visto, pese a que recorrimos las mismas calles. Debido quizá a lo avanzado de la tarde, las mujeres que rondaban en ese momento junto a los antros de jazz o los bares iban ligeramente vestidas, a veces casi en ropa interior. Llevaban el rostro muy maquillado, y algunas tenían tanto colorete, carmín y rímel que parecían payasos.
Beau y Martin iban papando moscas, congeladas sus caras en sonrisas libidinosas. De vez en cuando, uno de ellos se ladeaba y murmuraba algo al amigo que provocaba las risotadas histéricas de ambos. Gisselle no cesaba de dar codazos a uno u otro para luego reírse también.
Los patios se me antojaron más lóbregos, las sombras más densas, la música más fuerte que en mi otra visita. Unos hombres -y en algunos sitios mujeres- hacían el pregón en las entradas de los clubes y restaurantes escasamente iluminados, invitando a los peatones a pasar al interior y disfrutar del mejor jazz, el mejor baile y la mejor comida de Nueva Orleans. Nos detuvimos en un puestecillo para comprar bocadillos de pobre y Beau nos consiguió cuatro botellas de cerveza, pese a que ninguno era mayor de edad. Nos sentamos a una mesa que había en la acera y comimos y bebimos; cuando dos policías de servicio se aproximaron desde el otro lado de la calle, me dio un vuelco el corazón pensando que nos arrestarían. Pero o no se fijaron en las cervezas o prefirieron pasarlas por alto.
Después nos dedicamos a fisgonear en las tiendas, distrayéndonos con los recuerdos, los juguetes y las novedades. Gisselle nos condujo a un pequeño comercio que anunciaba los artículos sexuales más chocantes que jamás había visto en exposición. Había que tener dieciocho años o más para entrar, pero el vendedor no nos echó. Los chicos se entretuvieron en la sección de revistas y libros, riendo y cloqueando entre ellos. Gisselle llamó mi atención sobre una réplica del órgano sexual masculino fabricada en caucho. Cuando le preguntó al dependiente si podía verla mejor, huí de la tienda.
Los demás salieron unos minutos más tarde, burlándose de mí.
-Me temo que papá no incluyó este lugar en vuestro recorrido por el Barrio Francés -bromeó Gisselle.
-Es asqueroso -dije-. ¿Para qué compra la gente esas porquerías?
Mi pregunta hizo que arreciaran las carcajadas de Gisselle y Martin, pero Beau se limitó a sonreír.
En la esquina siguiente, Martin nos rogó que lo esperáramos mientras abordaba a un sujeto que llevaba un chaleco negro de cuero sin camisa debajo. Tenía tatuajes en los brazos y los hombros. El individuo escuchó a nuestro amigo, y después los dos se internaron en un callejón.
-¿Qué hace Martin? -inquirí.
-Compra algo para más tarde -contestó Gisselle y miró a Beau, que esbozó una sonrisa.
-¿De qué se trata?
-Ya lo verás -dijo ella. Martin regresó con cara de triunfo.
-¿Dónde queréis ir ahora? -preguntó.
-Mostrémosle Storyville -decidió Gisselle.
-¿Por qué no vamos simplemente a las tiendas y galerías elegantes del paseo marítimo? -sugirió Beau.
-No le hará daño conocer esa otra zona. Además, si va a vivir en Nueva Orleans debe completar su aprendizaje -insistió Gisselle.
-¿Qué es Storyville? -pregunté. Basándome en el nombre, «ciudad de historias», me imaginé que sería un centro de compraventa de libros y objetos relacionados con relatos célebres-. ¿Qué venden allí?
Mi pregunta provocó en los tres un nuevo ataque de histeria.
-No sé por qué tenéis que reíros de todo lo que digo y pregunto -dije muy enojada-. Si alguno de vosotros fuera a los pantanos y se adentrara allí conmigo, también formularía un sinfín de preguntas idiotas. Y puedo aseguraros que pasaría bastante más miedo que yo -añadí. Aquello eliminó al instante su socarronería.
-Tiene razón -admitió Beau.
-¿Y qué? Ahora estás en la ciudad, no en el pantano -dijo Gisselle-. Y en lo que a mí respecta, no tengo la más remota intención de pisar nunca los pantanos.
»Vamos -continuó, agarrando rudamente mi brazo-, te llevaremos a unas manzanas de aquí y nos dirás qué crees tú que se vende.
Su desafío devolvió la sonrisa al rostro de Martin, pero Beau estaba preocupado. Incapaz de acallar mi propia curiosidad, me dejé arrastrar por Gisselle hasta que nos plantamos en una esquina y miramos al otro lado de la calle, a lo que me pareció una hilera de casas lujosas.
-¿Dónde están las tiendas? -pregunté.
-Tú observa -me dijo Gisselle.
Me señaló un imponente edificio de cuatro plantas con balcones en la fachada lateral y una cúpula en el tejado. Estaba pintado de un blanco mortecino. Una ostentosa limusina frenó junto a la acera y el chófer se apeó con toda celeridad para abrirle la puerta a un hombre ya mayor, de aspecto venerable. El pasajero ascendió muy enhiesto la corta escalinata de acceso al edificio y llamó al timbre. Al cabo de un momento, la gran puerta se abrió.
Estábamos lo bastante cerca como para oír la música que surgió del interior y ver a la mujer que salió a recibir al caballero. Era muy esbelta, de tez cetrina, llevaba un vestido de brocado rojo y ceñían su cuello y su muñeca lo que tenían que ser brillantes de imitación. Tenían que ser falsos, eran demasiado grandes; pero lo más singular era el tocado de altas plumas que adornaba su cabeza.
Al aguzar la vista divisé un amplio salón de recepciones con arañas de cristal, espejos de marco dorado y canapés de terciopelo. Un pianista negro deslizaba sus manos sobre el teclado y botaba en el taburete. Antes de que se cerrara la puerta, atisbé a una muchacha en bragas y sostén que llevaba una bandeja llena de copas de un líquido espumoso, probablemente champán.
-¿Qué sitio es éste? -pregunté casi sin aliento.
-Se llama Lulu White -contestó Beau.
-No lo comprendo. ¿Celebran una fiesta?
-Sólo para quienes pagan -me dijo Gisselle-. Es un burdel. Un prostíbulo -me aclaró al ver que no reaccionaba.
Miré anonadada la gran puerta. Un minuto después volvió a abrirse, y esa vez apareció un señor escoltando a una mujer joven cuyo vestido, de un vistoso tono verde, tenía un escote que bajaba verticalmente hasta el ombligo. La cara de la chica quedaba oculta tras un abanico de plumas blancas, pero cuando lo apartó distinguí bien sus rasgos y abrí la boca sin poder remediarlo. Acompañó al hombre hasta el automóvil que lo aguardaba y le dio un beso de despedida antes de que montara en la parte trasera. Una vez hubo arrancado el coche levantó la mirada y nos vio.
Era Annie Gray, la mulata con la que había viajado en el autobús a Nueva Orleans y que había utilizado la magia vudú para ayudarme a localizar a mi padre. Ella también me reconoció instantáneamente.
-¡Ruby! -me llamó, agitando la mano.
-Pero... -titubeó Martin.
-¿Te conoce? -preguntó Beau.
Gisselle, estupefacta, se limitó a dar un paso atrás.
-¡Caray, amiga mía! -exclamó Annie-. Veo que has aprendido muy pronto a moverte por la ciudad. -Yo asentí con la cabeza, tenía un nudo en la garganta-. Mi tía trabaja aquí. Le estoy echando una mano, pero dentro de poco tendré un empleo de verdad. ¿Has encontrado bien a tu padre? -Volví a asentir-. ¡Hola, chicos! -saludó a los otros.
-Hola -dijo Martin. Beau solamente inclinó la cabeza.
-Ahora tengo que entrar -dijo Annie-. Pero ya verás como dentro de cuatro días estoy cantando en un sitio famoso -añadió, y subió a toda prisa los escalones. Se giró en el portal, me dijo adiós con la mano y desapareció en el burdel.
-No lo puedo creer. ¿De qué la conoces? -me interrogó Gisselle.
-Coincidimos en el autobús... -empecé a explicarle.
-Conoces a una fulana auténtica -me cortó-, y hace un momento decías no saber qué era esto.
-Y no lo sabía -protesté.
-La señorita santurrona conoce a una prostituta -prosiguió Gisselle, dirigiéndose a los chicos. Ellos me miraron como si me vieran por primera vez.
-En realidad no la conozco -insistí, pero Gisselle sólo sonrió-. No la conozco.
-Vámonos -dijo.
Volvimos al coche a paso ligero. Nadie habló durante un buen rato. Esporádicamente, Martin me miraba, sonreía y meneaba la cabeza.
-¿Dónde podemos hacerlo? -preguntó Beau cuando nos hubimos instalado en el coche.
-En mi casa -decidió Gisselle-. Seguro que mi madre ha salido a merendar, y papá estará en su trabajo.
-¿Hacer qué? -inquirí.
-Espera y lo verás -dijo ella-. De todos modos, lo más probable es que ya la hayan iniciado -les comentó a los chicos-. ¡Se relaciona con prostitutas!
-Ya te he dicho que apenas la conozco. Sólo fuimos compañeras de viaje -insistí.
-Ella sabía que buscabas a tu padre. Da la sensación de que erais realmente íntimas -me pinchó Gisselle-. No habréis trabajado juntas en algún local, ¿verdad? -preguntó. Martin se volvió hacia nosotras, con un semblante entre jocoso e intrigado.
-Ya es suficiente, Gisselle -le advertí.
Beau quitó el freno de mano y se lanzó calle arriba, dejando su risa suspendida en el aire.
Edgar nos recibió a los cuatro en la puerta.
-¿Está mi madre en casa? -preguntó Gisselle.
-No, mademoiselle -repuso el mayordomo. Mi hermana intercambió una mirada de confabulación con Martin y Beau, y todos la seguimos hasta su habitación.
-¿Qué habéis planeado? -pregunté al ver que Gisselle tiraba el sombrero en un rincón y abría los ventanales en toda su magnitud. Beau se tumbó en la cama y Martin, sentado en la silla del tocador, me sonrió estúpidamente.
-Cierra la puerta -me ordenó ella.
La cerré muy lentamente. Acto seguido, a una señal de Gisselle, Martin rebuscó en su bolsillo y extrajo unos cigarrillos muy parecidos a los que solía liarse Grandpére Jack.
-¿Cigarrillos? -dije, un poco sorprendida y también aliviada.
En los pantanos había conocido a niños que habían empezado a fumar a los diez u once años. A algunos padres no les importaba, pero a la mayoría de la gente sí. Nunca me había agradado el aroma del tabaco ni el regusto que dejaba en la boca, como si fuera un cenicero usado. Tampoco me gustaba la peste a humo que impregnaba la ropa de mis compañeros de instituto.
-No son cigarrillos, sino porros -proclamó Gisselle.
-¿Cómo?
A Martin se le ensanchó la sonrisa. Beau se incorporó en el lecho, con las cejas enarcadas y una patente curiosidad.
-¿No has oído hablar de la yerba, de la marihuana? -indagó Gisselle.
Mis labios formaron una pequeña O. Aunque nunca la había visto tan de cerca, conocía su existencia. En los pantanos había unos tugurios de mala muerte donde se rumoreaba que circulaba la droga, si bien Grandmére Catherine me había advertido muy severamente de que no pusiera los pies allí. Y los chicos del instituto hablaban también de ella; algunos incluso se decían fumadores. Pero ninguno de mis amigos pertenecía a ese grupo.
-Pues claro que sí -respondí.
-Pero nunca la has probado -afirmó Gisselle más que preguntarlo.
Negué con la cabeza.
-¿Vamos a creerle esta vez, Beau? -dijo Gisselle. Él se encogió de hombros.
-Es la verdad -insistí.
-O sea, que ésta será la primera vez -concluyó Gisselle-. Adelante, Martin.
Él se levantó y ofreció un cigarrillo a cada uno de nosotros. Yo vacilé antes de aceptar el mío.
-Vamos, mujer, que no muerde -me dijo-. Te encantará.
-Si quieres salir con nosotros y con el resto de mis amigos no puedes ser una remilgada -declaró Gisselle. Busqué a Beau con la mirada.
-Debes probarlo al menos una vez -me aconsejó.
Con renuencia, cogí el porro. Martin nos dio lumbre a todos, di una rápida calada y expulsé el humo en cuanto tocó mi lengua.
-No, así no -me riñó Gisselle-. No debes fumarlo como un cigarrillo. ¿Eres tonta o lo aparentas?
-Ni una cosa ni otra -me indigné. Miré a Beau, que había vuelto a estirarse en la cama e inhalaba el porro de marihuana con visible experiencia.
-No está mal -anunció.
-Absorbe el humo y retenlo un rato en la boca -me aleccionó mi hermana-. Venga, hazlo -me mandó, erguida frente a mí y vigilándome con ojos pétreos. Remisa, obedecí.
-Muy bien -dijo Martin. Estaba acuclillado en el suelo y daba largas caladas a su propio cigarrillo.
Gisselle puso música en el tocadiscos. Todas las miradas estaban pendientes de mí, así que continué dando caladas, inhalando, aguantando el humo y exhalándolo. Ignoraba lo que tenía que pasar, pero al poco rato sentí un ligero mareo. Era como si pudiera cerrar los ojos y flotar hasta el techo. Debí de adoptar una expresión cómica, porque mis tres compañeros se echaron a reír, sólo que esa vez, sin siquiera saber por qué, yo también participé. Mi risa desató sus carcajadas, que a su vez estimularon las mías. Tanto me reí que me dolía el estómago, aunque, a pesar de las punzadas, no podía parar de reírme. Siempre que hacía una pausa, miraba a uno u otro y comenzaba de nuevo.
De repente, mi risa degeneró en llanto. No sabía por qué: pasó y ya está. Noté las lágrimas y un cambio súbito en mi semblante. Antes de que me diera cuenta estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, berreando como un bebé.
-Esto no me gusta -se alarmó Beau. Se alzó ágilmente y me quitó el cigarrillo de marihuana de la mano. A continuación arrojó el mío y lo que quedaba del suyo al inodoro de Gisselle.
-¡Oye, que es un material de primera! -se quejó Martin-. Y caro por añadidura.
-Deberías ayudarla, Gisselle -dijo Beau cuando vio que mis lloros no sólo no cesaban, sino que habían empeorado. Mis hombros se convulsionaban y tenía una opresión en el pecho, pero no podía refrenarme-. Esta yerba es demasiado fuerte para ella.
-¿Qué quieres que haga? -gritó mi hermana.
-Calmarla un poco.
-Cálmala tú -dijo Gisselle, y se tumbó despatarrada en el suelo. Martin soltó una risita boba y fue a repantigarse con ella.
-Estupendo -gruñó Beau. Se acercó a mí y estrujó mi brazo-. Vamos, Ruby. Es mejor que te acuestes en tu habitación. Acompáñame -me urgió.
Aún entre sollozos, dejé que me aupara y me guiara hasta el pasillo.
-¿Es ésa tu habitación? -me preguntó, apuntando con la barbilla hacia la puerta adyacente. Asentí, la abrió y entramos.
Beau me llevó a la cama y me tendí boca arriba, con los ojos ocultos tras las manos. Gradualmente, mis crisis de llanto se espaciaron y fueron remitiendo, hasta transformarse en un mero lloriqueo. De repente me atacó un hipo invencible. Beau fue al lavabo en busca de un vaso de agua.
-Bebe a pequeños sorbos -me dijo, sentándose a mi lado y ayudándome a levantar la cabeza. Aplicó el vaso a mis labios y bebí un poco.
-Gracias -mascullé, y empecé a reír nuevamente.
-¡Oh, no! -se lamentó él-. Venga, Ruby, tienes que controlarte. Haz un esfuerzo.
Intenté contener el aliento, pero el aire explotaba en mi boca y me empujaba a abrirla. Cualquier nimiedad propiciaba la risa una y otra vez. Al final, exhausta como nunca lo había estado, bebí más agua, cerré los ojos y respiré hondo.
.-Lo siento -gemí-. Lo siento mucho.
-No te preocupes. He oído hablar de reacciones de este tipo, aunque nunca había presenciado una. ¿Te encuentras mejor?
-Estoy bien, sólo algo cansada -respondí, y me derrumbé sobre la almohada.
-Eres todo un enigma, Ruby -dijo Beau-. Pareces conocer la vida mucho mejor que Gisselle, y al mismo tiempo eres más inexperta.
-Yo no miento -dije.
-¿Cómo?
-No miento. Coincidimos en el autobús.
-¡Ah, era eso!
Beau se quedó un rato conmigo. Noté cómo su mano acariciaba mi pelo y presentí que se encorvaba hacia mí para besarme dulcemente en los labios. No abrí los ojos durante aquel beso ni después, y más tarde, cuando quise recapitular, no supe si había ocurrido de verdad o había sido otra ilusión producida por la marihuana.
De lo que sí estaba segura era de que le había oído erguirse, pero caí dormida antes de que alcanzara la puerta y no me desperté hasta que alguien me zarandeó tan enérgicamente, que toda la cama tembló. Abrí los ojos y topé con Gisselle.
-Mamá me ha enviado a buscarte -refunfuñó.
-¿Cómo?
-Que te estamos esperando para cenar, estúpida.
Me senté muy despacio y me froté los ojos somnolientos para mirar el reloj de mesa.
-Debo de haberme desmayado -dije, horrorizada por la hora.
-Sí, en efecto, pero no se te ocurra contarles por qué ni lo que hemos hecho esta tarde, ¿de acuerdo?
-Todavía no estoy tan loca.
-Bien. -Gisselle me estudió unos momentos y distendió los labios en una sonrisa taimada.
-Creo que Beau se ha encaprichado de ti –insinuó-. Le ha afectado mucho lo sucedido.
Yo también la miré, en un total mutismo. Era como esperar que me arrojara el segundo zapato, y al fin lo hizo. Se encogió de hombros y dijo:
-De todas maneras empezaba a cansarme de él... Quizá te lo pase. Ya me devolverás el favor más adelante -añadió-. Date prisa y baja enseguida.
La vi salir del dormitorio. Mientras me desperezaba, cavilé por qué ningún chico iba a enamorarse de alguien que trataba su afecto tan frívolamente como para renunciar por puro capricho y poner los ojos en otro. ¿Quizá Gisselle fingía despreciar algo que ya había perdido? Y, lo que era más importante, ¿era algo que yo quería?
16. LA ADAPTACIÓN AL INSTITUTO
Pasados unos días, terminaron las vacaciones de carnaval y se reanudaron las clases. Pese al apoyo general que recibí, incluida la promesa solemne de Beau de estar a mi lado siempre que pudiera, o también el talismán de la buena suerte que me regaló Nina, la idea de ingresar en un nuevo instituto, en especial un instituto urbano, me atemorizaba y me desquiciaba los nervios.
Beau pasó a recoger a Gisselle como era habitual, pero, en aquella mi primera mañana de instituto en Nueva Orleans, Daphne y mi padre querían acompañarme personalmente para matricularme.
Dejé elegir a Gisselle la falda y la blusa que debía ponerme y, una vez más, decidió estrenar otro de mis conjuntos en espera de que Daphne le comprara una o dos docenas.
-No podré guardarte sitio cerca de mí en ninguna clase -me comunicó antes de bajar corriendo a encontrarse con Beau-. Estoy rodeada de chicos, y cualquiera de ellos se dejaría matar antes que moverse. Pero no te apures. A la hora del almuerzo te reservaremos un asiento cercano al nuestro en la cafetería -dijo atropelladamente. Tenía prisa porque Beau había tocado dos veces el claxon y, gracias a su desidia, según me confesó ella misma, habían llegado tarde tres días en un mes y un solo retraso más les acarrearía como castigo una semana completa de recuperación.
-Conforme -le contesté mientras se iba.
Estaba tan nerviosa que tenía entumecidas hasta las puntas de los dedos. Me miré una última vez en el espejo y bajé para esperar a mi familia. Fue entonces cuando Nina me entregó el gris-gris, una sección de tibia de un gato negro. Naturalmente, habían sacrificado al animal a la medianoche en punto. Le di las gracias y metí el hueso en el monedero, junto con el pedazo de cerviz que me ofreciera Annie Gray. «Con tanta suerte a mi favor nada puede salir mal», pensé.
Unos minutos más tarde, Daphne y mi padre aparecieron en la escalera. Ella estaba muy elegante con el cabello peinado hacia atrás y trenzado. Adornaban sus orejas unas argollas de oro, y como atuendo había escogido un vestido de algodón de tonos marfil que se entallaba debajo de los senos, con manga larga de puño escarolado y cuello de cisne. Sus zapatos de tacón de aguja y el pequeño parasol del mismo color del traje que ostentaba en la mano le daban más la apariencia de una dama ataviada para una fiesta vespertina al aire libre que de una madre que fuera a inscribir a su hija en un instituto.
Mi padre se deshizo en sonrisas, pero a Daphne le preocupaba mucho que empezara mi enseñanza en Nueva Orleans con la actitud correcta.
-A estas alturas todo el mundo ha oído hablar de ti -me sermoneó después de subir al coche y enfilar la avenida del jardín-. Has sido tema central de conversación en las partidas de bridge, los tés de señoras y las cenas de sociedad tanto en el Carden District como fuera de él. Así pues, no te extrañe que los hijos de esas personas ardan en deseos de conocerte.
»Lo primero que debes recordar es que llevas el apellido Dumas. Pase lo que pase, sea cual fuere la acogida que te den, éste será tu pensamiento prioritario. Todo lo que hagas o digas tendrá una repercusión directa en nuestra familia. ¿Lo has comprendido, Ruby?
-Sí, mada... mamá -dije. Daphne ya había arrugado la frente, pero mi inmediata rectificación la satisfizo.
-Todo saldrá a pedir de boca -intervino mi padre-. Congeniarás con tus compañeros, y harás amigos tan deprisa que incluso sentirás vértigo. Estoy seguro.
-Hablando de amigos, procura escogerlos con tino, Ruby -me avisó Daphne-. En los últimos años se han establecido en el barrio gentes de extracción diversa, algunas de ellas sin los modales ni el abolengo que poseen los criollos de la clase alta.
Un pánico irracional estremeció mi pecho. ¿Cómo iba a distinguir a un criollo de buena casta de un joven corriente? Mi madrastra intuyó mi angustia.
-Si abrigas alguna duda, pide consejo a Gisselle -dijo.
Mi hermana estudiaba, y a partir de ese momento yo también, en el instituto Beauregard, que debía su nombre a un general confederado a quien pocos alumnos conocían ni tenían interés en conocer. Su estatua erecta con la espada desenvainada y enarbolada había sido víctima de una horda de vándalos años atrás y estaba terriblemente manchada, agrietada y desportillada en algunas partes. Se elevaba en el centro de la plazoleta que daba paso a la entrada principal.
Llegamos en el instante que acababa de sonar el primer timbre anunciando el inicio del día. Hallé aquel edificio de ladrillo rojo inmenso y austero, con sus tres ominosas plantas proyectando una sombra oscura y ahusada sobre setos, flores, sicómoros, robles y magnolios. Aparcamos, entramos en el edificio y buscamos el despacho del director. Había un despacho adjunto para la secretaria, una dama entrada en años. Parecía desbordada por las montañas de papeles, las incesantes llamadas de teléfono y las demandas de los estudiantes que desfilaban frente al mostrador con problemas de toda índole. Llevaba los dedos pintados de azul tras sacar múltiples copias de mensajes y notificaciones en un viejo mimeógrafo. Incluso tenía una franja entintada en el lado derecho del mentón. Deduje que al llegar debía de estar pulcra e impecable, pero en ese momento las greñas de su cabello canoso se ensortijaban como las cuerdas rotas de una guitarra y sus gafas bailaban en precario equilibrio sobre el caballete de la nariz.
Cuando entramos levantó la vista, identificó a Daphne, dejó plantados a los estudiantes y empezó a arreglarse febrilmente el cabello hasta que vio las manchas de sus dedos. Entonces se sentó y escondió las manos bajo la mesa.
-Buenos días, madame Dumas -dijo-. Monsieur -saludó a mi padre, quien respondió cortésmente. Por último me dirigió una sonrisa a mí-. Esta debe de ser nuestra nueva alumna.
-Sí -confirmó Daphne-. Estamos citados a las ocho en punto con el doctor Storm -añadió, ojeando el reloj de la pared, que acababa de dar las ocho.
-Por supuesto, madame. Voy a informarle de su llegada.
La secretaria golpeó con los nudillos la puerta del fondo y la abrió sólo lo necesario para deslizarse en el despacho del director. Una vez dentro, la cerró silenciosamente.
Los alumnos que había en la sala se retiraron, mirándome con tanta intensidad que sentí como si tuviera una verruga en la punta de la nariz. Cuando se fueron, eché un vistazo a los estantes de folletos minuciosamente clasificados, los carteles anunciadores de los espectáculos deportivos y teatrales más inminentes, las listas de reglas prácticas para un caso de incendio o bombardeo aéreo, las normas vigentes de conducta dentro y fuera de las aulas. Advertí que fumar estaba expresamente prohibido y que el vandalismo, pese al estado de la estatua de Beauregard, era un delito que podía penalizarse con la expulsión.
La secretaria reapareció y aguantó la puerta abierta, diciendo:
-El doctor Storm los recibirá ahora mismo.
Nos habían dispuesto tres sillas delante de su escritorio. Yo tenía la sensación de haberme tragado una docena de mariposas vivas, y envidié el aplomo y la seguridad de Daphne, que iba en cabeza. El director se puso de pie con actitud deferente.
El doctor Lawrence P. Storm, según rezaba su placa, era un hombre bajito y rechoncho de cara redonda, con unos carrillos que se descolgaban más de un centímetro sobre el maxilar. Tenía los labios gruesos y elásticos y unos ojos negros, saltones y monótonos, que me recordaron los de los peces. Más tarde, Daphne, que al parecer conocía la vida y milagros de todos los notables de la comunidad, me contaría que padecía una enfermedad tiroidea pero que era el director de instituto más erudito de Nueva Orleans, con un doctorado en filosofía pedagógica.
El doctor Storm llevaba su pelo rubio pajizo aplastado, con la raya en medio. Extendió su mano regordeta y mi padre la estrechó enseguida.
-Monsieur y madame Dumas -dijo el director, haciendo una inclinación de cabeza a mi madrastra-, los encuentro muy bien.
-Gracias, doctor Storm -contestó mi padre. Pero Daphne, que no había disimulado cuan engorrosa le resultaba aquella obligación, fue derecho al meollo.
-Hemos venido para apuntar a nuestra hija. Sin duda estará al corriente de los detalles.
Las hirsutas cejas del director se entrelazaron como dos orugas.
-Sí, madame. Hagan el favor de tomar asiento -nos invitó, y todos nos sentamos. Empezó de inmediato a remover papeles-. He mandado preparar todos los impresos con antelación. Tengo entendido que te llamas Ruby -dijo, posando la mirada en mí por primera vez.
-Sí, monsieur.
-Doctor Storm -me corrigió Daphne.
-Doctor Storm -repetí. Él me ofreció una sonrisa tensa.
-Pues bien, Ruby -continuó-, sé bienvenida a nuestro instituto. Espero que tu estancia entre nosotros sea una experiencia gratificante y productiva. Te he asignado una plaza en todas las clases de tu hermana para que te ayude a ponerte al día. Intentaremos que nos transfieran su expediente académico del instituto anterior, monsieur -le dijo a mi padre-, aunque agradeceré cualquier información que pueda facilitarme con vistas a agilizar los trámites.
-Por supuesto -dijo mi padre.
-¿Has asistido a clase este curso, Ruby? -preguntó el doctor Storm.
-Sí, señor director. Siempre he asistido a clase -puntualicé.
-Excelente -me contestó. Juntó las sebosas manos sobre el escritorio y se inclinó hacia adelante, con la postura forzada bajo la americana de su traje para inflar los hombros-. Pero creo que hallarás esta nueva etapa educativa algo distinta, querida. El instituto Beauregard está considerado uno de los más competentes y avanzados de la ciudad. Tenemos los profesores mejor cualificados, y nuestros resultados son siempre óptimos.
El director sonrió a mi padre y a Daphne, y prosiguió con su discurso.
-Huelga decir que te encuentras ante una situación excepcional. Es obvio que tu notoriedad, los acontecimientos de tu pasado, te han precedido. Serás objeto de mucha curiosidad, murmuraciones y cotilleos. Resumiendo, serás el foco de atención durante un tiempo, lo que, desgraciadamente, hará tu adaptación aún más difícil.
»Pero no imposible -se apresuró a añadir cuando vio el terror escrito en mi cara-. Estaré siempre disponible para aconsejarte y auxiliarte por todos los medios a mi alcance. Si me necesitas, no tienes más que venir a este despacho y concertar una entrevista conmigo.
Sus labios elásticos se estiraron hasta quedar tan delgados como lápices, y hasta que las comisuras hendieron las rollizas mejillas.
-Aquí tienes tus horarios -dijo, entregándome una hoja de papel-. He pedido a una de nuestras alumnas más aventajadas, con quien compartirás todas tus clases, que sea tu guía el primer día.
Se giró hacia Daphne y mi padre para explicar:
-Es una de las responsabilidades de nuestros estudiantes distinguidos. Pensé en pedírselo a Gisselle, pero he decidido que si fueran juntas todavía acapararían más la atención. Espero que estén de acuerdo.
-Desde luego, doctor Storm.
-Habrá de disculparnos si no tenemos la documentación que se precisa normalmente para abrir una matrícula -dijo Daphne-. ¡Ha sido todo tan imprevisto!
-Ciertamente -repuso el director-. No se preocupe. Anotaré toda la información que me puedan proporcionar e investigaré como Sherlock Holmes hasta obtener lo que necesitamos.
El doctor Storm volvió a posar su mirada en mí y se arrellanó en su butaca.
-Dado que desconoces nuestro reglamento, y que, imagino, encontrarás nuestro sistema de actuación distinto de los de otros centros, he ordenado redactar este folleto para ti -anunció, y agitó un pliego de hojas grapadas-. En él se describe todo: pautas de vestuario, códigos de comportamiento, métodos de puntuación y, en suma, lo que se aprueba y se censura en el alumnado. Estoy seguro -continuó, de nuevo sonriente-, de que con tu entorno y tu familia no hallarás la menor dificultad en amoldarte. Sin embargo -agregó, más firme-, hemos puesto el pabellón muy alto y pretendemos mantenerlo. ¿Comprendes?
-Sí, señor.
-Doctor Storm -me enmendó, esta vez él mismo.
-Doctor Storm.
El director recobró su ancha sonrisa.
-Bien, no hay motivo para retrasar más tu incorporación. -Se levantó y fue hasta la puerta-. Por favor, señorita Eltz -dijo-, mande llamar a Caroline Higgins. -Luego regresó al escritorio y habló con los adultos-. Mientras su hija está en clase, podríamos revisar los datos que poseen sobre ella y los tomaré como punto de partida. Tengan la seguridad -ahora sus ojos se encogieron-, de que todo lo que me cuenten será estrictamente confidencial.
-Me temo -contestó Daphne con voz glacial-, que no vamos a decirle nada que no sepa ya.
La altivez de Daphne y su tono aristocrático fueron como un cubo de agua echado a un fuego incipiente. El doctor Storm pareció achicarse en su butaca. Su sonrisa se debilitó, y se hizo palpable su retroceso de administrador insigne a burócrata de la enseñanza. Tartamudeó, revolvió formularios y documentos, y puso cara de alivio cuando la secretaria llamó a la puerta para anunciar la presencia de Caroline Higgins.
-Espléndido -dijo, alzándose una vez más-. Ven conmigo, Ruby. Es hora de empezar. -Me escoltó hasta el despacho adjunto, agradecido por la interrupción y por aquella huida temporal del escrutinio exigente de mi madrastra.
-Ésta es Ruby Dumas, Caroline -declaró, y me presentó a una muchacha flacucha, morena, de tez pálida y rostro más bien feo, con unas gafas gruesas como prismáticos que agrandaban sus ojos de un modo grotesco.
Su fina boca se doblaba hacia abajo en las comisuras, lo que le daba una expresión eternamente alicaída. Ensayó una sonrisa vaga, tímida, y me ofreció su huesuda mano.
Nuestro apretón fue corto.
-Caroline ya sabe lo que tiene que hacer -me informó el doctor Storm-. ¿Cuál es la primera clase de hoy, Caroline? -le preguntó para ponerla a prueba.
-Lengua y literatura, doctor Storm.
-Exacto. Bien, muchachas, podéis marcharos. Y recuerda, Ruby, que la puerta de mi despacho siempre estará abierta para ti.
-Gracias, doctor Storm -dije, y seguí a Caroline por el pasillo. En cuanto hubimos avanzado media docena de pasos, ella se detuvo y dio media vuelta, ahora con la sonrisa franca y un aspecto más alegre.
-Hola. Tendré que decirte el apodo que me han puesto para evitarte confusiones. Aquí soy Mookie -me reveló.
-¿Mookie? ¿Y por qué?
Mi acompañante se encogió de hombros.
-A alguien se le ocurrió un buen día, y el nombrecito se me ha pegado como las tiras matamoscas. Si no respondo cuando un compañero me llama así, quienquiera que sea, no me da una segunda oportunidad -me explicó en tono de resignación-. En fin, me ilusiona mucho ser tu guía. Todo el mundo habla de Gisselle y de ti, de lo que os sucedió siendo recién nacidas. El señor Stegman intenta abrir un debate sobre Edgar Allan Poe, pero nadie le hace caso. La clase en pleno está pendiente de la puerta; cuando me han dado orden de venir a buscarte, los cuchicheos han subido tanto de volumen que ha tenido que darles un grito para imponer silencio.
Después de aquel preámbulo, entrar en el aula me producía verdadero pavor. Pero tenía que hacerlo. Con el corazón tan desmandado que sentía retumbar sus latidos en la columna vertebral, seguí a Mookie, escuchando apenas sus explicaciones sobre la distribución del instituto: en qué pasillo estábamos, el emplazamiento de la cafetería, el gimnasio y la enfermería o cómo llegar a los campos de deporte. Hicimos una pausa frente al aula de lengua.
-¿Lista? -me preguntó.
-No, pero no tengo otro recurso -dije. Ella rió y abrió la puerta.
Fue como si un vendaval hubiera azotado la sala y girado las cabezas de todos los presentes. Incluso el profesor, un hombre alto con el cabello negro azabache y unos ojos oscuros, perspicaces, se inmovilizó un momento, dejando su dedo índice estirado en el aire. Escudriñé aquel mar de caras curiosas y divisé a Gisselle en el rincón de la derecha, con una risita de complacencia. Tal y como me había dicho, estaba rodeada de chicos, pero ni Beau ni Martin pertenecían a nuestro curso.
-Buenos días -me saludó el señor Stegman tras recuperar prontamente la compostura-. Ni que decir tiene que te esperábamos. Ocuparás ese asiento -ordenó, señalándome el tercer pupitre de la fila más próxima a la puerta. Me sorprendió que hubiera una plaza vacante tan cerca del encerado, pero descubrí que iba a sentarme detrás mismo de Mookie y supuse que lo habían preparado adrede.
-Gracias -dije, y fui a tomar posiciones cargada con los cuadernos, bolígrafos y lápices que me había suministrado Daphne.
-Puedes llamarme señor Stegman -dijo el profesor-. Tu nombre ya lo conocemos, ¿verdad, clase? -Hubo un simulacro de risa, con las miradas convergiendo aún en mí. El señor Stegman bajó la mano hacia su mesa y separó dos libros de texto-. Son para ti. Ya he copiado los números de registro. Éste es el libro de gramática -especificó, y lo elevó para que lo viera bien-. Quizá también os sirva de recordatorio a muchos de vosotros. ¿Os dice algo la palabra gramática? -Las risas fueron más abiertas y relajadas-. Y este otro es el libro de literatura. Habíamos empezado a estudiar a Edgar Allan Poe y su relato Los crímenes de la calle Morgue, novela que, por si os falla la memoria, os encargué que leyerais durante las vacaciones -añadió con la vista puesta en los alumnos. Algunos hicieron un claro gesto de culpabilidad. El profesor volvió a dirigirse a mí. -De momento sólo tendrás que escuchar, pero querría que lo leyeras esta noche.
-Ya he leído ese relato, señor -respondí.
-¿Cómo? -sonrió-. ¿Hablas en serio? -Asentí con la cabeza-. Y el nombre del protagonista es...
-Dupin, el detective creado por Poe.
-¿Sabes también quién es el asesino?
-Sí, señor -dije con una sonrisa.
-¿Y por qué es significativo este relato?
-Porque constituye uno de los primeros relatos policíacos de la literatura estadounidense -contesté.
-Vaya, vaya. Parece ser que nuestros vecinos de los pantanos no están atrasados como algunos preveíamos -dijo el señor Stegman, fulminando a la clase con los ojos-. De hecho, hay aquí personas que responden mucho más a esa descripción -recalcó. Tuve la impresión de que miraba a Gisselle-. Te he colocado en el extremo opuesto a tu hermana porque creía que no sabría diferenciaros, pero veo que me equivocaba -concluyó. Esta vez, las risotadas fueron estruendosas.
No me atreví a mirar a Gisselle. Opté por bajar la vista, presa aún de un gran desasosiego, mientras él continuaba analizando el relato de Poe. De vez en cuando ladeaba el rostro hacia mí para confirmar o reforzar lo que acababa de decir, y por fin nos asignó tarea. Me volví lentamente y observé a Gisselle. Su expresión era lastimosa, una mezcla de sorpresa y desengaño.
-Te has apuntado un buen tanto con Stegman -me dijo Mookie cuando sonó la campana-. Y me alegro de que también te guste leer. Aquí todos se burlan de mí porque soy aficionada a la lectura.
-No lo entiendo.
-Son así -repuso Mookie.
Gisselle nos atrapó en el corredor, circundada por su cohorte de amigas y admiradores.
-No vale la pena que te presente a todos ahora -dijo-. Seguro que olvidas sus nombres. Lo haré durante el almuerzo. -Dos chicas gimotearon, y algunos de los muchachos quedaron visiblemente decepcionados-. Bueno, de acuerdo. Te presento a Billy, Edward, Charles y James. -Tan rápida fue la enumeración, que no llegué a saber a quién correspondía cada nombre-. Y éstas son Claudine y Antoinette, mis mejores amigas -terminó, refiriéndose a una espigada morenita y a una rubia de nuestra estatura.
-¡Es increíble cómo os parecéis! -exclamó Claudine.
-Es que son gemelas -dijo Antoinette.
-Ya lo sé, pero también lo son las Gibson y, sin embargo, Mary es muy diferente de Grace.
-Eso es porque son gemelas bivitelinas, no idénticas -explicó Mookie con cierta petulancia-. Nacieron al mismo tiempo, pero se formaron en óvulos independientes.
-Por favor, señorita sabelotodo, danos un respiro -se mofó Claudine.
-Sólo intentaba instruiros -replicó Mookie.
-La próxima vez que necesitemos una enciclopedia andante te lo haremos saber -cortó Antoinette-. ¿No tienes alguna cosa que consultar en la biblioteca, mona?
-El doctor Storm me ha designado para mostrarle el instituto a Ruby.
-Nosotras te relevamos de esa misión. Esfúmate, Mookie -dijo Gisselle-. Yo puedo acompañar a mi hermana si me da la gana.
-Pero...
-No quiero que tenga problemas por mi culpa, Gisselle -intercedí-. Iré con ella. -Mookie me lanzó una mirada de gratitud.
-Como prefieras, pero no se te ocurra llevarla a nuestra mesa en la cafetería. Le corta el apetito a cualquiera -declaró mi hermana, y las otras se rieron.
Beau, que venía con Martin de otra parte del edificio, se reunió con nosotras en cuanto nos vio.
-¿Cómo va todo? -preguntó.
-Muy bien -contestó mi hermana-. No te apures, está en manos de Mookie. Vamos -dijo, colgándose de su brazo sin darle opción a hablar, y se lo llevó.
-Pero... ¡Nos veremos en la comida, Ruby! -me gritó él.
-Habrá que ponerse en marcha o llegaremos tarde a la clase de sociales -proclamó Mookie.
-Y sería imperdonable perderse algo tan apasionante -cantaron a coro los chicos y chicas que había a nuestro alrededor. Ella se sonrojó hasta la raíz del pelo.
-Enséñame el camino -medié yo, y nos alejamos juntas.
Mientras caminábamos por el corredor, causé una tremenda expectación. Algunos estudiantes me dijeron un rápido «hola», otros me sonrieron, pero la mayoría de ellos me examinaron de arriba abajo y secretearon con la persona que tenían al lado. Incluso los profesores se asomaron a las puertas de sus aulas para espiarme.
«¿Cuándo -me pregunté- dejaré de ser el centro de sus miradas y podré sentirme una más?»
En las sucesivas clases -ciencias sociales, ciencias naturales y matemáticas- comprobé que mi nivel no era tan bajo como todos me habían vaticinado. Una de las principales razones era que había leído mucho por mi cuenta. Grandmére Catherine siempre había resaltado la importancia de cultivarse, sobre todo mediante la lectura, y me alentaba a llevar a casa los libros de la biblioteca local. En vez de sentirme intimidada por mis profesores del instituto Beauregard, los encontré muy amables y ansiosos de ayudarme. Al igual que al señor Stegman, les impresionaron mis conocimientos y mi capacidad. También se entusiasmaron por tener una discípula que se tomaba en serio sus lecciones.
A medida que transcurría la mañana y mis profesores verificaban lo que sabía y con cuánta aplicación realizaba los trabajos en clase, Gisselle fue sometida a las inevitables comparaciones y regañada por no esmerarse tanto como yo. Subyacía a aquellas críticas la idea de que su homóloga cajún no estaba por debajo ni en inferioridad, sino más bien avanzada.
Yo no quería que eso pasara. Era consciente de cómo trastornaba a mi hermana; pero no podía evitarlo. Cuando nos encontramos en la cafetería para almorzar estaba frustrada y de mal talante, en una actitud mezquina y desdeñosa con todo y con todos.
-Nos veremos después de comer -dijo Mookie, echando una mirada a Gisselle y quitándose de en medio.
Beau apareció detrás de mí y me hizo cosquillas en los costados antes de que pudiera oponerme a la marcha de Mookie. Di un respingo y me volví bruscamente.
-Déjame, Beau. Aquí estoy más desplazada que un cangrejo en un quingombó de pollo. -Él se rió, y me sumergió en la envolvente mirada de sus bonitos ojos azules.
-Me han contado que están todos locos contigo, en especial los profesores -dijo-. No podía ser de otra manera. Vamos a buscar la comida.
Me escoltó en la cola del autoservicio y luego llevamos nuestras bandejas a la mesa que ocupaban Gisselle y sus amigos. La cortejaban como a una reina.
-Les estaba explicando a estos chicos que te hacían limpiar pescado y coser pañuelitos para venderlos en la carretera -quiso zaherirme. Hubo risitas soterradas.
-¿También les has contado que es pintora y que han expuesto sus obras en una galería de arte? -contraatacó Beau. A Gisselle se le heló la sonrisa-. Está en el Barrio Francés -añadió, mirando a Claudine y Antoinette.
-¿De verdad? -preguntó Claudine.
-Sí. Y va a darle clase un profesor universitario porque ha visto en ella un gran talento.
-Beau, basta ya -supliqué.
-Descarta de una vez la modestia -me dijo-. ¿Eres o no eres la hermana de Gisselle? Pues actúa en consecuencia. -Todos se rieron excepto la propia Gisselle, que estaba fuera de sí.
Las preguntas se encadenaron: cuándo había empezado a pintar, cómo era la vida en los pantanos, si había aprendido mucho en el instituto, si veía caimanes con frecuencia.
Con cada una de ellas, y con cada respuesta, aumentaba la furia de Gisselle. Trató de ridiculizar mi existencia anterior, pero nadie rió sus gracias porque estaban más interesados en escuchar mis historias. Al poco rato se levantó echando humo y anunció que iba a salir a fumar un cigarrillo.
-¿Quién se apunta? -preguntó.
-No hay tiempo -repuso Beau-. Y además, estos días Storm se dedica a patrullar personalmente el terreno.
-Antes nada te asustaba, Beau Andreas -dijo Gisselle, y me lanzó una mirada furiosa.
-Es que me vuelvo prudente con la edad -bromeó él, y todos rieron.
Gisselle giró sobre sus talones y se alejó unos metros, antes de volverse para ver quién la seguía. Nadie se había movido.
-Como gustes -le dijo a Beau, y se acercó a dos chicos que estaban charlando en otra mesa. Ambos alzaron las cabezas a un tiempo cuando les sonrió. Acto seguido, como el anzuelo que arroja el pescador desde la barca, les sacó de su rincón y la siguieron al exterior.
Al concluir la jornada, Beau insistió en llevarme a casa. Esperamos a Gisselle junto a su coche, pero pasados unos minutos Beau decidió que nos fuéramos sin ella.
-Me hace esperar por despecho -declaró.
-Debe de estar muy enfadada, Beau.
-Se lo ha ganado a pulso. No te preocupes -dijo, y me insistió en que subiera al coche.
Miré atrás en el momento de arrancar y me pareció ver a mi hermana en la puerta de salida. Avisé a Beau, pero él soltó una carcajada.
-Le diré que te he vuelto a confundir con ella -contestó, y pisó a fondo el acelerador. Con el viento revoloteándome el pelo, el tibio sol infundiendo vida y fulgor a cada hoja y cada pétalo, no pude por menos que sentirme feliz. Pensé que el hueso de Nina Jackson había cumplido su labor. Mi primer día de instituto había sido un rotundo éxito.
También lo fueron los días y las semanas siguientes. Pronto me di cuenta de que, lejos de ser Gisselle quien me ayudaba a actualizarme, yo la ayudaba a ella, aunque la veterana fuera ella y conociera mucho mejor el instituto y las clases. Por supuesto, no era eso lo que daba a entender a sus amigos. Según los embustes que solía contar en el comedor, pasaba horas y horas poniéndome al corriente en todas las asignaturas. Un día rió maliciosamente y dijo:
-A fuerza de repasar con Ruby, estoy empezando a enterarme yo
La verdad era que terminé haciendo los deberes de ambas, y como consecuencia subieron las notas de sus trabajos. Los profesores se admiraban en voz alta y me miraban con chispas de sagacidad en los ojos. Gisselle incluso mejoró sus calificaciones en los exámenes gracias a que estudiábamos juntas.
Entre una cosa y otra, mi adaptación al instituto Beauregard fue mucho más fácil de lo que en un principio había imaginado. Trabé amistad con un buen número de estudiantes, especialmente de chicos, y conservé mi relación con Mookie a pesar de cómo la trataban Gisselle y su camarilla. Era una muchacha enormemente sensible e inteligente, y bastante más sincera que algunas amigas de Gisselle, si no todas.
Disfruté asimismo de mis clases de arte con el profesor Ashbury, quien, tras sólo dos sesiones, me dijo que tenía instinto, «esa percepción que te permite discernir lo que es plásticamente importante».
Una vez se extendió la voz de que tenía dotes artísticas, aún monopolicé más la atención. El señor Stegman, que era también asesor del periódico del instituto, me animó a convertirme en directora de arte y me invitó a dibujar viñetas para ilustrar los editoriales. Mookie era jefa de redacción, así que pasábamos mucho tiempo trabajando en equipo. El señor Divito me pidió que me apuntara en la coral, y al cabo de una semana accedí a presentarme a una audición para la función teatral de fin de curso. Aquella tarde apareció Beau, y grande fue mi asombro y mi júbilo secreto al saber que nos habían seleccionado a ambos como pareja romántica. El instituto entero era un clamor. Sólo Gisselle parecía enojada, y más aún cuando en la siguiente comida Beau le sugirió, en broma, que se aprendiera el papel y fuera mi suplente.
-Así, si ocurriera algo, nadie notaría el cambio -añadió, pero antes de que los otros pudieran reírse mi hermana estalló.
-No me sorprende que digas eso, Beau Andreas -replicó con la cabeza muy tiesa-. Nunca has sabido ver la diferencia entre la simulación y lo que es real.
Todos rieron a mandíbula batiente. Beau se ruborizó y yo habría querido fundirme bajo la mesa.
-La verdad es -rugió Gisselle, hundiendo el pulgar entre los pechos- que Ruby ha sido mi suplente desde que dejó de vagabundear por los pantanos. -Su círculo de amigas asintió con pedantería. Satisfecha del resultado, mi hermana prosiguió-. He tenido que enseñarle a bañarse, a cepillarse los dientes y a limpiarse el barro de las orejas.
-Eso es falso -salté, con las lágrimas agolpadas tras los párpados.
-A mí no me vengas con reproches. ¡Házselos a él! -exclamó Gisselle-. Te estás aprovechando de mi hermana, Beau, no me lo niegues -acusó, con un tono más fraternal. Pero de pronto enderezó la espalda y añadió despectivamente-: Abusas de ella sólo porque al llegar aquí consideraba muy natural dejarse meter mano por un chico debajo de la ropa.
Las exclamaciones que hubo en la mesa pusieron en alerta a toda la cafetería.
-¡Gisselle, ésa es una mentira flagrante! -bramé.
Me incorporé, recogí mis libros y salí corriendo de la cafetería, con las mejillas surcadas de lágrimas. Durante el resto del día mantuve la vista baja y apenas pronuncié una palabra en clase. Cada vez que alzaba la cabeza, pensaba que los chicos me miraban con lujuria y que las chicas murmuraban por lo que había dicho Gisselle. Anhelaba impaciente que acabara el día. Sabía que Beau me esperaría en el coche, pero me daba muchísimo apuro que nos vieran juntos, así que me escabullí por una puerta lateral y rodeé la manzana.
Conocía el camino lo bastante bien para no perderme, pero el itinerario que seguí alargó la ruta más de lo que había supuesto y me entraron deseos de fugarme, incluso de regresar a los pantanos. Paseé por las preciosas calles de la zona residencial y me detuve al ver a dos niñas de seis o siete años a lo sumo, jugando alegremente en el columpio de su jardín. Las encontré adorables. Estaba segura de que eran hermanas, había tantas similitudes entre ellas. Qué hermoso era crecer con una hermana, quererse y compenetrarse, ser receptiva a los sentimientos de la otra, consolarse en los momentos de aflicción y darse mutua confianza cuando los miedos de la infancia invadían tu universo...
No pude por menos de preguntarme cómo nos habríamos llevado Gisselle y yo si nos hubieran permitido criarnos juntas. En lo más recóndito de mi corazón, estaba convencida de que ella habría sido una persona mejor si hubiera vivido con Grandmére Catherine y conmigo. Aquello me encolerizó. Fue muy injusto separarnos. Aunque ignorara mi existencia, el abuelo Dumas no tenía derecho a decidir el futuro de Gisselle tan arrogantemente. No tenía derecho a jugar con las vidas ajenas como si no fueran más que cartas en una partida de bourré o damas en un tablero. No pude imaginarme lo que Daphne le habría dicho a mi madre para que le entregara a Gisselle, pero a estas alturas sabía sin la menor duda que fue un embuste aberrante.
En lo referente a mi padre, me compadecí de él por la tragedia que había sufrido tío Jean, y comprendía por qué con sólo ver a Gabrielle se había enamorado locamente de ella, pero debería haber pensado más en las consecuencias y no permitir que mi hermana le fuera arrebatada a nuestra madre.
Más deprimida e infeliz de lo que cabía concebir, llegué por fin a la verja de la mansión. Durante unos largos minutos, contemplé el regio edificio y elucubré si toda aquella riqueza y las ventajas que me aportaría eran realmente mejores que una vida sencilla en los pantanos. «¿Qué había visto Grandmére Catherine en mi porvenir? ¿O quizá sólo quería alejarme de Grandpére Jack? ¿No había un medio para quedarme en Houma sin vivir bajo sus sucias garras?»
Cariacontecida, subí la escalinata y entré en la escalera. Había un silencio total, ya que papá no había vuelto de su despacho, y Daphne debía de estar en el estudio o bien en sus aposentos. Subí la escalera y fui a mi habitación, y cerré bien la puerta. Me lancé sobre la cama, sepultando el rostro en la almohada. Unos momentos más tarde oí que descorrían un pestillo, y al levantar los ojos vi abierta por primera vez la puerta que comunicaba mi cuarto con el de Gisselle. Había permanecido cerrada por su lado; yo nunca eché el cerrojo.
-¿Qué quieres? -pregunté con tono iracundo.
-Perdóname -musitó ella con cara arrepentida. Me pilló tan desprevenida, que me quedé muda unos segundos. Me senté en la cama-. He perdido los estribos. No era mi intención ensañarme así contigo, pero te mentí cuando dije que Beau ya no me importaba y podías salir con él. Todos los chicos y algunas de mis amigas me han estado tomando el pelo.
-Yo nada he hecho para que se decantara por mí -afirmé.
-Lo sé. No es culpa tuya, y he sido una cretina al insultarte de aquella manera. Ya me he excusado con Beau por las barbaridades que he dicho. Te esperaba a la salida de clase.
-Lo supongo.
-¿Dónde te habías metido? -inquirió.
-He dado un rodeo por detrás.
Ella asintió con la cabeza.
-Te pido perdón -repitió-. Me ocuparé de desmentir esos infundios.
Aún sorprendida, pero reconfortada por su cambio de actitud, le sonreí.
-Gracias.
-Mañana por la noche Claudine da una fiesta de chicas en su casa. Seremos sólo las íntimas, y nos quedaremos a dormir. Me gustaría que vinieras -dijo Gisselle.
-Cuenta conmigo.
-Fantástico. ¿Quieres estudiar para ese maldito examen de matemáticas que tenemos mañana?
-Sí, claro.
Me pregunté si era posible. ¿Podíamos aún convertirnos en las hermanas bien avenidas que deberíamos haber sido siempre? Esperaba que sí; lo anhelaba con todo mi corazón.
Aquella noche, después de cenar, dimos un repaso a las matemáticas. Luego escuchamos unos discos y Gisselle me contó algunos chismes de los compañeros que integraban nuestro mal llamado grupo. Fue divertido cotillear sobre el prójimo y hablar de música. Mi hermana prometió ayudarme a memorizar mi papel en la obra del instituto, y acto seguido dijo la frase más cordial que le había oído desde que llegué.
-Ahora que he abierto la puerta que une nuestras habitaciones, quiero dejarla siempre así. ¿Qué opinas tú?
-Estoy de acuerdo.
-Ni siquiera tendremos que llamar para pasar de una a otra... salvo cuando una de nosotras reciba a un visitante especial -agregó con una sonrisa.
Al día siguiente a ambas nos fue bien en el examen. Cuando los otros estudiantes nos vieron caminar y charlar juntas, dejaron de espiarme con sonrisas circunspectas. Beau parecía estar también muy contento, y después de las clases realizamos un espléndido ensayo. Aquella noche quería llevarme al cine, pero le dije que me había comprometido con Gisselle para asistir a la fiesta de Claudine.
-¿Una fiesta? -preguntó, escéptico-. Es la primera noticia. Por lo general, los chicos nos enteramos de estas reuniones secretas.
Yo me encogí de hombros.
-Quizá ha sido una idea improvisada. Podrías pasar a buscarme mañana por la tarde -sugerí. Él continuaba intrigado, pero aceptó.
Ignoraba que Gisselle no había obtenido la autorización familiar para ir a casa de Claudine hasta que expuso el tema en medio de la cena. Daphne protestó por la precipitación.
-Es que lo hemos decidido hoy mismo -mintió Gisselle, mirándome furtivamente para que no la contradijera. Posé la vista en el plato-. Y aunque lo hubiéramos sabido antes, tampoco os lo habríamos podido decir -lloriqueó-. Estos últimos días hemos ido de cráneo.
-Yo no lo veo tan terrible, Daphne -intercedió mi padre-. Merecen una recompensa. A fin de cuentas, las dos han traído unas notas fabulosas -señaló, y me guiñó un ojo-. Estoy maravillado de tus progresos, Gisselle -le dijo.
-Admito que los Montaigne son una familia muy respetable. Me alegro de que hayas hecho amistad con la clase de gente apropiada -me dijo Daphne, y dio su consentimiento.
Tan pronto terminamos de cenar, subimos a hacer nuestras bolsas. Papá nos acompañó en coche a casa de Claudine, que distaba tres manzanas de la nuestra y era casi igual de grande. Sus padres habían ido a solventar ciertos asuntos fuera de la ciudad y volverían tarde. Y como los criados se habían recluido en sus habitaciones, teníamos el mando absoluto.
Había otras dos chicas además de Claudine, Gisselle, Antoinette y yo: Theresa du Pratz y Deborah Tallant. Primero comimos palomitas y escuchamos discos en la enorme sala de estar. Después Claudine propuso que mezcláramos vodka y zumo de arándano, y pensé: «¡Oh, no, ya empezamos otra vez!» Pero todas querían probarlo. ¿Qué era una fiesta nocturna si no se hacía algo prohibido?
-No te preocupes -me susurró Gisselle-. Yo misma prepararé los combinados y no les pondré mucho vodka. -La vigilé y vi que cumplía lo prometido. Incluso me guiñó un ojo mientras vertía el alcohol.
-¿Ibas a fiestas de chicas en los pantanos? -me preguntó Deborah.
-No. Allí la única diversión social eran las veladas del fais dodo -contesté, y se las describí. Todas escucharon mis comentarios sobre la comida, el baile y las otras actividades.
-¿Qué es el bourré’í -inquirió Theresa.
-Un juego de naipes que está a medio camino entre el póquer y el bridge. Cuando pierdes una mano engordas el bote -dije, sonriente. Algunas de ellas sonrieron también.
-Geográficamente no estamos lejos, pero es como si viviéramos en otro país -comentó Deborah.
-No creas que somos tan diferentes -dije-. Todos los seres humanos buscamos lo mismo, el amor y la felicidad.
Se hizo un silencio sepulcral.
-Nos estamos poniendo demasiado serias -declaró Gisselle, y miró a Claudine y Antoinette, que asintieron con la cabeza.
-Vamos al desván. Sacaremos la ropa de mi abuela Montaigne y nos disfrazaremos al estilo de los años veinte.
Obviamente, no era la primera vez que lo hacían.
-Y pondremos también música de entonces -agregó la anfitriona.
Antoinette y Gisselle intercambiaron una mirada de complicidad, y empezamos a subir la escalera. En la puerta del desván, Claudine hizo una selección de las prendas, asignando a cada una lo que debía lucir. A mí me dio un anticuado traje de baño.
-Ninguna verá el aspecto que tienen las otras hasta que volvamos a reunirnos abajo -ordenó. Era como si existiera un ritual preceptivo para aquel tipo de pasatiempo-. Ruby, puedes cambiarte en mi habitación. -Abrió la puerta de su muy bonita habitación y me indicó que entrara. Luego asignó otros cuartos a Gisselle y Antoinette y dijo a las dos chicas nuevas que bajaran a la planta inferior y buscaran un sitio. Ella utilizaría la habitación de sus padres-. Nos encontraremos dentro de diez minutos en el salón.
Cerré la puerta y me adentré en la habitación. El trasnochado bañador me pareció muy ñoño cuando lo extendí sobre mi cuerpo y me miré en el espejo del tocador. Casi nada dejaba al descubierto. Me figuré que en aquellos tiempos no estaba de moda broncearse.
Pensando en cuánto nos divertiríamos desfilando todas con trajes de época, me puse enseguida manos a la obra. Me desabroché la cinturilla de la falda, me la quité por los pies, y me deshice de la camisa tras desabotonarla con gran rapidez. Intentaba ajustarme el bañador cuando llamaron a la puerta.
-¿Quién es?
Claudine asomó la cabeza.
-¿Cómo va todo?
-Muy bien. Pero me queda bastante ancho.
-Mi abuela era una mujer oronda. Oye, no puedes llevar ropa interior debajo de ese atuendo. Nuestras antepasadas no iban así-dijo Claudine-. Date prisa. Desnúdate del todo, ponte el disfraz y ven a la sala.
-Pero...
Cerró de nuevo la puerta. Observé mi imagen en el espejo, y me quité el sujetador sin darle mayor importancia. Luego empecé a bajarme las braguitas. Cuando las tenía a la altura de las rodillas, oí unas risas sofocadas. Un espasmo de pánico me disparó el corazón. Me giré en redondo; la puerta corredera del armario que había a mi espalda se abrió de pronto y del interior emergieron tres chicos, Billy, Edward y Charles, riendo histéricamente. Solté un alarido y rescaté mi ropa como pude, en el instante en que accionaban un flash. Cuando huía corriendo destelló otro flash.
Gisselle, Antoinette y Claudine salieron de la habitación de los padres, y Deborah y Theresa subieron la escalera, todas ellas con una amplia sonrisa.
-¿Qué ha ocurrido? -preguntó Claudine, fingiendo ignorancia.
-¿Cómo podéis hacerme esto? -rugí.
Los chicos me habían seguido hasta la puerta del cuarto de Claudine, los tres muertos de risa. Querían sacarme una foto más. Llena de pánico, di un vistazo a mi alrededor buscando un escondrijo, embestí la puerta entreabierta de otra habitación y una vez dentro la cerré violentamente para aislarme de ellos y de sus burlas. Me vestí tan aprisa como pude. Por mis mejillas y el mentón fluyeron lágrimas de rabia y de vergüenza.
Aún temblorosa, pero espoleada por una ira infinita, inhalé aire y volví al pasillo. No encontré a nadie. Tomé aliento de nuevo y bajé. De la sala de estar surgían voces y risas. Me detuve en la entrada y eché una ojeada: los chicos estaban tirados por el suelo, bebiendo vodka con zumo de arándano, y ellas sentadas en los sofás y las sillas de alrededor. Fijé en Gisselle unos ojos rebosantes de odio.
! -¿Cómo has podido permitir que me hicieran esta canallada? -demandé.
-No seas aguafiestas -dijo mi hermana-. Ha sido una broma inocente.
-¿De verdad? -grité-. Entonces quiero que te pongas de pie ahora mismo y te desnudes delante de todos mientras te fotografían. Vamos, hazlo -la desafié. Los chicos la miraron expectantes.
-No soy tan imbécil -replicó Gisselle, y los otros rieron.
-En eso tienes razón -admití-. Tú no confías en nadie. Gracias por la lección, querida hermana -le espeté Me volví dignamente y eché a andar hacia el vestíbulo
-¿Adonde vas? No puedes marcharte a casa -protestó Gisselle, saliendo detrás de mí. Me paré junto a la puerta.
-Después de lo que ha pasado, no pienso quedarme aquí ni un minuto más -dije.
-Deja ya de hacer chiquilladas. Estoy segura de que en los pantanos dejabas que los chicos te vieran desnuda.
-Te equivocas. En los pantanos teníamos unos principios morales mucho más elevados que vosotros -le escupí en la cara. Su sonrisa se borró como por ensalmo.
-¿Vas a chivarte?-me preguntó.
-No. ¿De qué serviría? -repliqué, y me fui.
Me precipité como una demente por las calles y los paseos empedrados, cruzando casi corriendo las lagunas de luz amarilla que proyectaban las farolas callejeras. No vi a ningún transeúnte; ni siquiera reparé en los coches que pasaban. Sólo ansiaba llegar a casa y refugiarme en mi habitación.
Lo primero que haría al llegar sería atrancar la puerta interior entre la habitación de Gisselle y la mía.
17. UNA CENA FORMAL
Edgar acudió a abrir, y la preocupación tiñó su semblante cuando vio el mío. Procuré enjugar las lágrimas delatoras, pero a diferencia de mi hermana gemela, que tenía piel de caimán, mi cara era transparente. Cualquier máscara de engaño con la que quisiera cubrirme podía traspasarse como el cristal.
-¿Está todo en orden, mademoiselle? -preguntó angustiado el mayordomo.
-Sí, Edgar. -Entré en la casa-. ¿Está visible mi padre?
-No, mademoiselle -dijo. En su voz había una nota emotiva y triste que me impulsó a mirarlo a los ojos. Brillaba en ellos una oscura desesperanza.
-¿Sucede algo, Edgar? -inquirí.
-Monsieur Dumas se ha retirado a descansar -repuso el mayordomo, como si eso lo explicara todo.
-¿Y... mi madre?
-Ella también se ha ido a dormir, mademoiselle. ¿Puedo servirla en algo?
-No, muchas gracias -dije.
Edgar hizo una inclinación de cabeza y desapareció. Invadía la casa una quietud fantasmal. En la mayor parte de las estancias no había luz. Las arañas de caireles que colgaban del techo del vestíbulo estaban opacas, sin vida, lo que confería a las figuras de los retratos al óleo una apariencia tétrica y sobrenatural. Creció en mi pecho una clase singular de miedo, el de la vacuidad. Me sentí patéticamente sola. Recorrió mi espalda un escalofrío que me empujó hacia la escalera y hacia la promesa de una cama confortable. No obstante, al alcanzar el rellano volví a oírlos. Eran los mismos sollozos de aquella otra noche.
«Pobre papá», pensé. Muy hondas tenían que ser su pena y su congoja para inducirle a visitar tan a menudo la habitación de su hermano y hacerle llorar como un niño después de tantos años. Embargada por un sentimiento de compasión, me acerqué a la puerta y la golpeé suavemente con la mano. Quería hablar con él, no sólo para darle consuelo, sino también para recibir el suyo
-¿Papá?
Como la vez anterior, el llanto cesó, pero nadie contestó. Volví a llamar.
-Soy Ruby, papá. He abandonado la fiesta de Claudine. Necesito hablar contigo. Abre, por favor. -Escuché con el oído pegado a la puerta-. ¿Papá?
Al no obtener respuesta, tanteé el pomo y noté que cedía. Despacio, abrí la puerta y estudié la estancia, una habitación alargada y penumbrosa con las cortinas echadas, pero con las llamas de doce candelas oscilando y dibujando sombras distorsionadas en la cama, los otros muebles y las paredes. Ejecutaban una danza espectral, igual que los espíritus que Grandmére Catherine podía conjurar mediante ritos y oraciones. Vacilé, toda yo sobre ascuas.
-¿Papá, estás aquí?
Me pareció oír unos crujidos a la derecha y me interné más en la alcoba. No vi a nadie, pero me sentí atraída hacia las velas porque estaban insertas en palmatorias y circundaban docenas de fotografías enmarcadas en plata y oro. Todas las imágenes pertenecían a un apuesto joven que, por lo que deduje, sólo podía ser mi tío Jean. Abarcaban desde la niñez hasta la edad adulta. Mi padre figuraba a su lado en algunas de ellas, pero en su mayoría eran retratos de medio cuerpo, casi siempre en color.
«¡Qué hombre tan guapo! -me dije-. Su cabello tiene la misma gradación entre rubio y moreno que el de Paul.» En todas las instantáneas a color se apreciaban sus seductores ojos verdiazules, la nariz recta, ni larga ni corta, así como una boca carnosa y bellamente cincelada que destilaba una resplandeciente sonrisa de dientes blancos como la leche. En las pocas tomas de cuerpo entero vi que tenía una figura elástica, viril y airosa como la de un torero, con cintura de avispa y anchos hombros. Mi padre no había exagerado al describírmelo. Tío Jean representaba el sueño dorado de cualquier jovencita.
Di un vistazo a la habitación, y aun en la penumbra advertí que nada había sido cambiado ni alterado desde el accidente sucedido hacía ya tantos años.
La cama estaba hecha y esperando que alguien durmiera en ella. Parecía empolvada e intacta; y todo cuanto había dejado en las cómodas y mesitas de noche, en el escritorio y el armario, seguía allí. Incluso había un par de pantuflas al lado del lecho, dispuestas para recibir unos pies descalzos por la mañana.
-¿Papá? -susurré hacia los recovecos más oscuros del aposento-. ¿Estás aquí?
-¿Se puede saber qué haces? -oí demandar a Daphne, y al volverme la vi muy tiesa en el marco de la puerta, con las manos en las caderas-. ¿Por qué has entrado en esta habitación?
-Creía que mi padre estaba aquí -dije.
-Sal ahora mismo -me ordenó mi madrastra, y retrocedió para dejarme pasar. En cuanto puse un pie en el pasillo, estiró la mano y agarró el pomo para cerrar de nuevo-. ¿Por qué estás en casa? ¿No habías ido a dormir a casa de una amiga de Gisselle?
Me miró con ceño, y luego giró la cabeza hacia la puerta de la habitación de mi hermana. Tenía un perfil soberbio, clásico, con un corte facial perfecto cuando rebosaba cólera. Desde luego, yo debía de ser una artista innata. En medio de aquel aprieto, en lo único que podía pensar era en cuánto me agradaría pintar aquel rostro griego.
-¿Ella también ha vuelto? -me preguntó.
-No -respondí. Daphne se puso otra vez de frente.
-Entonces, ¿qué haces en casa? -bramó.
-No me sentía bien y decidí regresar -pretexté. Ella me taladró con la mirada, haciéndome sentir que escarbaba no ya en mis ojos, sino quizá hasta el alma. Me sentí forzada a apartar la mirada.
-¿Estás segura de que eso es verdad? ¿No habrás dejado a tus amigas porque tenías otro plan, quizá con algún chico? -inquirió en tono suspicaz. Asaltada por una náusea auténtica, encontré un hilo de voz para replicar.
-¡Oh, no! He venido derecho a casa. Lo único que quiero es acostarme -dije.
Daphne insistió en su escrutinio, prendiéndome y atenazándome con la mirada como el coleccionista prende sus mariposas en una tablilla. Cruzó los brazos sobre el pecho. Vestía su bata de seda y pantuflas y se había dejado el pelo suelto, pero llevaba la cara maquillada, frescos aún el carmín y el colorete. Me mordí levemente el labio inferior. El pánico me había apresado en sus potentes zarpas. Supuse que en aquel momento tenía verdadero aspecto de enferma.
-¿Qué te duele? -preguntó mi madrastra.
-El estómago -contesté. Ella hizo una risita afectada, pero menos incrédula.
-No estarán bebiendo alcohol en esa fiestecita, ¿verdad? -me interrogó. Yo negué con la cabeza-. Pero claro, tú tampoco me lo dirías.
-Yo...
-No es preciso que respondas. Sé muy bien lo que pasa cuando se reúne un grupo de adolescentes. Lo que me sorprende es que permitas que un simple dolor de estómago te estropee la diversión.
-No quería fastidiar a las otras -mentí. Ella echó la cabeza atrás y asintió tenuemente.
-De acuerdo, puedes irte a la cama. Si te encontraras peor...
-No es nada serio -me apresuré a decir.
-Muy bien. -Daphne hizo ademán de irse.
-¿Por qué están encendidas todas esas velas? -me arriesgué a preguntar. Despacio, mi madrastra se volvió hacia mí.
-Si he de serte franca -declaró, mudando repentinamente su tono de voz por otro más moderado y cordial-, me alegro de que lo hayas visto, Ruby. Ahora te harás una idea de lo que tengo que soportar algunas veces. Tu padre ha convertido esta habitación en un santuario. Lo hecho, hecho está -dijo pragmáticamente-. Poner cirios, mascullar disculpas y plegarias no cambiará la realidad. Pero no se puede razonar con él. Es un asunto muy embarazoso, así que procura no comentarlo y, en particular, nunca lo menciones delante del servicio. No quiero que Nina inunde la casa de cánticos y polvillos vudúes.
-¿Está papá ahí dentro?
Daphne miró la puerta.
-Sí-dijo.
-Tengo que hablar con él.
-No está en su momento más comunicativo. A decir verdad, ni siquiera es él mismo. No creo que debas verlo en ese estado. Después se deprimiría, más aún de lo que te trastornaría a ti. Ve a acostarte. Ya hablaréis mañana -decidió mi madrastra, y encogió los párpados al cruzar por su mente sagaz un nuevo pensamiento-. Además, ¿a qué viene esa urgencia? ¿Qué tienes que contarle que no pueda saber yo? ¿Quizá has cometido alguna falta grave?
-¡No! -exclamé rotundamente.
-En tal caso, ¿qué querías decirle?
-Sólo deseaba... reconfortarlo.
-Para eso tiene a los sacerdotes y a los médicos -repuso Daphne. Me extrañó que no se incluyera también ella-. Además, si el estómago te duele tanto que te ha obligado a volver a casa antes de hora, ¿cómo te apetece sentarte a charlar? -argumentó con la habilidad de un fiscal general.
-Me encuentro un poco mejor -dije. Ella adoptó de nuevo una expresión escéptica-. Pero tienes razón. Será mejor que me acueste -añadí. Daphne asintió con la cabeza, y me dirigí a mi habitación. Se quedó en el corredor, vigilándome, hasta verme entrar.
Me habría gustado explicarle la verdad. Habría querido describirle no sólo el suceso de aquella noche, sino la realidad del episodio del ron y todas las infamias que Gisselle había dicho y hecho en el instituto, pero pensé que, una vez trazara una línea de batalla tan clara y contundente entre nosotros, mi hermana y yo nunca tendríamos la unión fraternal que cabía desear. Me odiaría demasiado. A pesar de todo lo que había ocurrido entre ambas, yo aún me aferraba a la esperanza de que lograríamos tender un puente sobre el abismo que habían abierto tantos años de separación y nuestro distinto estilo de vida. Aunque sabía que en ese momento yo lo anhelaba más que Gisselle, todavía creía que ella llegaría a compartir mis sentimientos un día u otro. En un mundo deshumanizado y hostil, tener un hermano, alguien que te quisiera y te respaldara, no era algo que pudiera desecharse de buenas a primeras. Confiaba sinceramente en que algún día Gisselle acabaría por comprenderlo.
Me metí en la cama y me quedé allí muy quieta, atenta a las pisadas de mi padre. Las oí un rato después de la medianoche: un andar plomizo, despacioso, al otro lado de mi puerta. Hizo una pausa, y luego reanudó la marcha hacia su habitación, agotado sin duda tras todo el pesar que había expresado en aquella estancia convertida en un monumento a la memoria de su hermano. ¿Por qué era su duelo tan largo y tan hondo? ¿Se culpaba a sí mismo del accidente?
Mis preguntas quedaron suspendidas en la oscuridad, esperando una oportunidad de acometer las respuestas, igual que acecharía pacientemente a su presa el viejo halcón de los pantanos.
Cerré los ojos y me lancé de cabeza a la oscuridad que había dentro de mí, una oscuridad que me prometía descanso.
A la mañana siguiente fue mi padre quien me despertó, llamando a la puerta de mi habitación y asomando la cabeza con un semblante tan lleno de optimismo, que cavilé si no habría soñado los acontecimientos de la noche anterior. ¿Cómo podía pasar de una absoluta angustia mental a aquel humor exultante?
-Buenos días -me dijo cuando me senté en la cama y me sacudí el amodorramiento de los ojos.
-Hola.
-Daphne me ha dicho que anoche volviste a casa porque no te encontrabas bien. ¿Cómo estás ahora?
-Mucho mejor -respondí.
-Espléndido. Le pediré a Nina que te prepare algo ligero y fácil de digerir para el desayuno. ¿Por qué no te das un respiro? Has tenido un bautismo de fuego con el profesor de arte, el instituto y todo lo demás. Te mereces un día libre, un día entero de no hacer nada salvo contemplarte a ti misma. Toma ejemplo de Gisselle -agregó con una risotada.
-Papá... -empecé a decir. Quería contárselo todo, confiar en él y propiciar una clase de relación en la que mi padre tampoco temiera abrirse conmigo.
-¿Sí, Ruby? -preguntó, y se adentró unos pasos en la alcoba.
-Desde aquel primer día no hemos vuelto a hablar sobre tío Jean. Me encantaría que fuéramos juntos a verlo -afirmé. Lo que realmente intentaba transmitirle era mi deseo de compartir con él la carga de sus penas y sufrimientos. Mi padre esbozó una sonrisa contraída.
-Eso es muy gentil por tu parte, Ruby. Podría hacerle un gran bien. Por supuesto -dijo, ampliando aquella sonrisa-, te confundirá con Gisselle. Habrá que darle interminables explicaciones para que intuya siquiera que tiene dos sobrinas en lugar de una.
-Pero ¿posee capacidad de comprensión? -inquirí.
-Creo, espero que sí -contestó mi padre, ya sin sonreír-. Los médicos no están tan convencidos de sus progresos como yo, pero ellos no le conocen como yo.
-Te ayudaré, papá -dije con entusiasmo-. Si quieres, le leeré, le contaré historias y pasaré horas haciéndole compañía -ofrecí.
-Es una proposición muy generosa. La próxima vez que vaya, te llevaré conmigo.
-¿Prometido?
-Naturalmente que sí-repuso papá-. Ahora bajaré a la cocina y daré instrucciones para tu desayuno. ¡Por cierto! -dijo, girándose en la puerta-. Gisselle ha telefoneado para avisarnos de que pasará todo el día con las chicas. Se ha interesado por ti. Le he dicho que las llamarás un poco más tarde y que, si estás recuperada, yo mismo te acompañaré a casa de Claudine.
-Preferiría hacer lo que me has aconsejado, papá, y relajarme aquí.
-Como gustes -respondió-, ¿Estarás lista en unos quince minutos?
-Sí. Enseguida me levanto -dije. Él sonrió y se fue. Quizá lo que me había brindado a hacer sería la solución. Quizá era el mejor medio de curar a papá de la melancolía que Daphne había descrito y yo había presenciado la noche anterior. Para ella, constituía sencillamente un engorro. No tenía la menor tolerancia; y a Gisselle no podía importarle menos. Tal vez ésa era una de las razones por las que Grandmére Catherine había presentido que debía vivir en Nueva Orleans. Si podía contribuir a disipar la aplastante tristeza de mi padre, le daría al fin lo que me correspondía como hija.
Exaltada por estas reflexiones, me levanté y me vestí en un santiamén para ir al comedor. Como comenzaba a ser más la regla que la excepción, papá y yo desayunamos solos mientras Daphne continuaba en la cama. Le pregunté a mi padre por qué casi nunca se unía a nosotros.
-A Daphne le gusta despabilarse poco a poco. Ve unos minutos la televisión, lee, y luego realiza su minucioso ceremonial matutino, preparándose para afrontar cada nuevo día como si fuera a hacer su presentación en sociedad -me contestó muy sonriente-. Es el precio que he de pagar por tener una mujer tan hermosa e intachable.
Y entonces hizo algo insólito: ensimismado, con ojos soñadores, habló de mi madre.
-Gabrielle, mi Gabrielle, era distinta. Amanecía como una flor que abriera sus pétalos a la luz de la mañana. El centelleo de sus ojos y la afluencia de la tibia sangre a sus mejillas eran el único cosmético que necesitaba para enfrentarse a un día en los pantanos. Verla despertar era como ver salir el sol.
Suspiró, se dio cuenta de lo que estaba diciendo y en qué tono, y se parapetó detrás del periódico.
Yo hubiera querido que me explicara mucho más. Hubiera querido formular un millón de preguntas sobre la madre que nunca había conocido. Hubiera querido que me definiera su voz, su risa, incluso su llanto. Pues en ese momento sólo podía saber de ella por medio de papá. Pero cada referencia que hacía a Gabrielle, cada pensamiento que le inspiraba, iba seguido de la culpabilidad y el miedo. El recuerdo de mi madre estaba confinado, junto con tantas otras remembranzas prohibidas, en los calabozos del pasado de los Dumas.
Después del desayuno, hice lo que mi padre había sugerido: me ovillé en un banco de la glorieta y leí Un libro. Lejos, en el golfo, atisbé unas nubes de tormenta pero avanzaban en otra dirección. En el jardín sólo llovían los rayos del sol, sin más interrupciones que una nubécula ocasional mecida por la brisa marina. Dos sinsontes me juzgaron una curiosidad digna de estudio y se posaron en la balaustrada del cenador, acercándose con cautela, emprendiendo un corto vuelo y volviendo de nuevo atrás. Mis cariñosos saludos les hicieron ladear las cabezas y aletear, aunque sin perder la sensación de seguridad, mientras una ardilla gris se detenía en los escalones para olfatear el espacio que nos separaba.
En algún que otro momento, cerraba los ojos, me tumbaba e imaginaba que navegaba en mi piragua por los canales, salpicada por el dulce vaivén del agua. Pensé que, si existiera una sola manera de conjugar lo mejor de aquel mundo con mi ámbito actual, mi vida sería maravillosa. Quizá fue lo que soñó mi padre cuando se unió sentimentalmente a Gabrielle.
-Así que estabas aquí -oí que gritaba una voz, y al abrir los ojos vi a Beau caminando hacia mí-. Edgar me ha dicho que te había visto por aquí.
-Hola, Beau. Había olvidado que yo misma te sugerí que vinieras -repuse, y enderecé la espalda. Él se detuvo en la escalera del cenador.
-Acabo de pasar por casa de Claudine -anunció. Leí en su cara que sabía más de lo que yo había previsto.
-¿Te has enterado de la jugada que me hicieron?
-Sí. Billy me lo ha contado todo. Las chicas todavía dormían, pero he tenido unas palabras con Gisselle.
-Supongo que estarán muy satisfechos de su hazaña -declaré. LOS Ojos de Beau respondieron antes que sus labios. Rezumaban compasión por mí.
-Una manada de tiburones, eso es lo que son -rugió, sus iris azules adquirieron la frialdad del acero-. Les Corroe la envidia; envidia de cómo la gente se ha encariñado contigo en el instituto, envidia de tus aptitudes -dijo, aproximándose a mí. Yo aparté la mirada, al borde de las lágrimas.
-Estoy tan avergonzada que no sé cómo voy a presentarme en el instituto.
-Irás con la cabeza muy alta, y harás caso omiso de su escarnio y de sus risas -me arengó él.
-Ojalá pudiera decirte que me veo capaz de hacerlo, Beau, pero...
-No hay pero que valga. Te recogeré por la mañana y entraremos juntos. Sin embargo, antes...
-Antes, ¿qué?
-He venido hasta aquí para invitarte a cenar -proclamó Beau con cortés solemnidad, levantando los hombros para ennoblecer su porte de joven caballero criollo.
-¿A cenar?
-Sí. Será una cena formal -puntualizó. Estuve en un tris de decirle que, formal o informal, nunca había salido a cenar con un muchacho, pero guardé silencio-. Me he tomado la libertad de hacer una reserva en el Arnaud -añadió con cierto orgullo. Presumí por cómo hablaba que sería una velada muy importante.
-Tengo que pedir permiso a mis padres -dije.
-Por supuesto. -Beau consultó su reloj-. Ahora he de hacer algunos encargos, pero te llamaré sobre las doce para confirmar la hora.
-De acuerdo -contesté muy sofocada. Una cena, una cita oficial con Beau... Al día siguiente todo el mundo lo sabría. No sólo pretendía echarme una mano con los compañeros en el instituto o llevarme a casa en su coche. Tenía que haber algo más.
-Bien, hasta luego -dijo con una sonrisa, y empezó a alejarse.
-Beau.
-Dime.
-No habrás tenido este gesto sólo para hacerme sentir mejor después de lo que me hicieron anoche, ¿verdad? -le pregunté.
-¿Cómo? -Beau se echó a reír, antes de ponerse serio otra vez-. Ruby, yo sólo deseo estar contigo. Te habría pedido que saliéramos aunque no te hubieran hecho esa maldita gamberrada. Deja ya de infravalorarte -dijo. Dio media vuelta y se marchó, dejándome en un torbellino de emociones contradictorias que iban del éxtasis al terror de ponerme aún más en evidencia, de ratificar, sencillamente, lo que los otros habían iniciado para demostrar que no pertenecía a aquel entorno.
-¿Qué dices? -preguntó mi madrastra, alzando vivamente los ojos de su taza de café-. ¿Que Beau te ha invitado a cenar?
-Sí. Llamará a la hora de comer para concretar la hora -expliqué. Daphne miró a mi padre, que se había sentado con ella en la terraza para tomar otro café. Papá se encogió de hombros.
-¿Qué tiene de sorprendente?
-Pues que hasta ayer mismo Beau salía con Gisselle -replicó mi madrastra.
-Sí, querida, pero no están comprometidos. No son más que unos críos. Además -dijo mi padre, dedicándome una sonrisa-, tú misma deseabas que llegara el día en que la gente aceptara a Ruby como una más de nosotros. Al parecer, tu manera de vestirla, el consejo y las lecciones que le has dado sobre cómo conducirse y relacionarse, junto con tu ejemplo inestimable, han tenido unos resultados espectaculares. Deberías sentirte feliz, no asombrada -concluyó.
Daphne entrecerró los ojos mientras recapacitaba.
-¿Adonde va a llevarte? -inquirió.
-A un sitio llamado Arnaud -repuse.
-¿Al Arnaud? -Daphne dejó la taza con brusquedad-. No es un restaurante cualquiera. Tienes que llevar el atuendo apropiado. Muchos amigos nuestros frecuentan ese local, e incluso nos tratamos con los dueños.
-O sea -dijo mi padre-, que le indicarás detalladamente cómo vestirse.
Ella se secó los labios con la servilleta y reflexionó.
-Haré algo más. Es hora de que vayas a la peluquería y te arregles el pelo y las uñas -resolvió.
-¿Qué le pasa a mi pelo?
-Tienes que recortarte el flequillo, y quiero verlo en condiciones. Pediré hora para esta tarde. Siempre me hacen un hueco casi sin previo aviso -dijo con aires de suficiencia.
-Eso está bien -comentó mi padre.
-Veo que ya te has repuesto totalmente de tu trastorno estomacal -apuntó Daphne con ironía.
-Sí.
-Tienes un aspecto excelente -dijo mi padre-. No sabes lo orgulloso que estoy de cómo te has adaptado, Ruby.
Daphne le lanzó una mirada recriminatoria.
-Hace meses que tú y yo no pisamos el Arnaud, Pierre.
-De acuerdo, cariño, toma nota y prometo llevarte muy pronto. Pero supongo que no querrás ir la misma noche que Ruby. Nuestra presencia la violentaría -respondió mi padre. Ella siguió mirándole fieramente.
-Me alegro de que te preocupe tanto su bienestar. ¿No es hora de que empieces a pensar también en el mío? -dijo, y papá se sonrojó.
-Daphne...
-Sube a tu habitación, Ruby -mandó Daphne-. Iré enseguida a elegir tu vestido.
-Gracias.
Espié de soslayo a mi padre, que parecía un niño a quien acabaran de dar una regañina, y me ausenté de inmediato tal y como me habían ordenado. Me pregunté por qué cada cosa agradable que me ocurría acarreaba algún sinsabor.
Al poco rato, Daphne irrumpió en mi habitación con paso marcial.
-Tienes hora a las dos en el salón de belleza -me informó. Fue hasta mi armario, abrió las puertas correderas y retrocedió en actitud pensativa-. Fue un acierto comprarte esto -dijo, descolgando un traje de su percha-. Se volvió y me observó-. Necesitarás unos pendientes. Te prestaré unos míos y también un collar, para que te sientas mejor vestida.
-Te lo agradezco -contesté.
-Cuídamelos muy bien -me advirtió. Puso la ropa a un lado y volvió a clavar en mí una mirada de sospecha-. ¿Por qué te lleva Beau a cenar?
-No lo sé. Sólo me ha dicho que le apetecía mucho. No se lo he pedido yo, si es lo que intentas insinuar -repliqué.
-No es eso lo que quiero decir. Gisselle y él tonteaban desde hacía tiempo. Entras tú en escena, y de repente va y la deja. ¿Qué ha pasado entre vosotros dos?
-¿Cómo? No entiendo a qué te refieres, mamá.
-Los muchachos jóvenes, sobre todo a la edad de Beau, viven obsesionados por el sexo -explicó mi madrastra-. Sus hormonas están en plena efervescencia, así que buscan chicas liberales, que sean complacientes con ellos.
_Yo no pertenezco a ese grupo -le espeté.
-Sea verdad o no, las jóvenes cajún tienen mala reputación.
-Es un craso error. Si he de decirte la verdad -me sublevé-, las pretendidas señoritas criollas de la clase bien son más promiscuas que las de los pantanos.
-Eso es absurdo, y te prohíbo que vuelvas a hacer un comentario semejante -se cuadró firmemente Daphne. Yo bajé la cabeza-. Te aviso -continuó-, que si te atreves a hacer algo que me ponga en entredicho, que desacredite a los Dumas...
Crucé los propios brazos sobre el pecho y me giré para que mi madrastra no viera las lágrimas que me nublaban los ojos.
-Tienes que estar lista a la una y media en punto -dijo por fin, y me dejó temblando de desazón y de rabia.
¿Es que siempre iba a ser igual? Cada vez que conseguía algo o que me sonreía la suerte, ella dictaminaba que era por un motivo indecoroso.
Hasta que Beau telefoneó sobre las doce no me sentí mejor respecto de mí misma y la promesa de la noche. Me repitió cuánto le ilusionaba nuestra cita, y se puso muy contento al saber que mis padres daban su visto bueno.
-Pasaré a recogerte a las siete -dijo-. ¿De qué color es tu vestido?
-Rojo, como el que llevaba Gisselle en el baile de Mardi Gras.
-Bien. Nos veremos a las siete.
No adiviné por qué le interesaba tanto el color de mi vestido hasta que, a las siete, entró por la puerta con un ramillete de rosas blancas de pitiminí para lucir sobre la ropa. Con el esmoquin estaba radiante, elegantísimo. Daphne se empeñó en aparecer cuando Edgar me anunció que Beau había llegado.
-Buenas noches, Daphne -saludó él.
-Hola, Beau. Estás muy guapo.
-Gracias. -Beau se giró hacia mí y me ofreció las flores-. Estás preciosa -me piropeó. Vi cuan nervioso le ponía la mirada escrutadora de Daphne. Tenía un leve temblor en los dedos al abrir la caja y sacar el ramillete-. Será preferible que se lo ajustes tú, Daphne. No querría pincharla.
-Con Gisselle nunca tuviste ese problema -recalcó mi madrastra, pero se acercó y me sujetó el ramillete de rosas.
-Muchas gracias -dije.
Ella asintió.
-Dale recuerdos al maitre de nuestra parte -le encargó a Beau.
-Así lo haré.
Me agarré alegremente del brazo de mi acompañante y dejé que me guiara por la escalinata y hasta su coche.
-Esta noche te encuentro arrebatadora -me dijo una vez dentro.
-Tú tampoco estás mal.
-Gracias -respondió Beau, y partimos.
-Gisselle todavía no ha vuelto de casa de Claudine -comenté.
-Están celebrando una fiesta.
-¡Ah! ¿Te han llamado para invitarte?
-Sí. Pero les he dicho que tenía algo mejor que hacer.
Reí, notando finalmente que la densa nube de ansiedad había empezado a disolverse. Era muy grato abandonarse un poco y pasarlo bien para variar.
No pude por menos que azorarme cuando llegamos al restaurante. Estaba repleto de hombres y mujeres de aspecto distinguido, todos los cuales levantaron la vista del plato y desatendieron su conversación para mirarnos en el momento en que entramos y nos acompañaron a nuestra mesa. Pasé revista mental a la letanía de indicaciones que me había dado Daphne camino de la peluquería: mantener la espalda recta, manejar los cubiertos con corrección, saber qué tenedor debe usarse cada vez, extender la servilleta en mi falda, comer despacio y sin abrir la boca, dejar que Beau pidiera la cena de ambos...
«Y si se te cayera algo, por ejemplo un cuchillo o una cuchara, no lo recojas. Para eso están los camareros y los ayudantes -me había dicho, y siguió sumando nuevos preceptos-. No sorbas la sopa ruidosamente como hacen en los pantanos con el quingombó.»
Me había intimidado tanto, que estaba segura de que acabaría por hacer algún desaguisado y pondría en ridículo a Beau y a mí misma. Temblé mientras caminaba por el restaurante, temblé después de sentarme, y temblé cuando llegó la hora de escoger los cubiertos y empezar a cenar.
Beau hizo cuanto pudo para que me sintiera relajada. No cesó de halagarme, e inventó chistes sobre estudiantes que ambos conocíamos. Siempre que servían un nuevo plato, me explicaba qué era y cómo lo habían cocinado.
-La única razón de que sepa todo esto -me dijo-, es que ahora mi madre se divierte aprendiendo a ser chef. Vuelve loca a toda la familia.
Yo sonreía y comía, recordando la última advertencia de Daphne: «No te lo termines todo ni rebañes el plato. Es más femenino sentirse saciada antes de tiempo, y no parecer un labriego embadurnado de salsa.»
Aunque la cena fue fastuosa y la sirvieron con gran exquisitez, yo estaba demasiado nerviosa para disfrutarla, e incluso me sentí aliviada cuando presentaron la cuenta y nos levantamos para marcharnos. En mi opinión, había superado todas las fases de aquella elegante velada sin haber hecho una sola cosa que Daphne pudiera criticar. Pasara lo que pasase, mi conducta sería un éxito ante sus ojos, y por alguna razón peculiar, pese a que a menudo era antipática conmigo, su admiración y su beneplácito continuaban siendo importantes. Era como si quisiera ganarme el respeto de la realeza.
-Aún es temprano -dijo Beau al salir del restaurante-. ¿Te apetece que demos un paseo?
-De acuerdo.
No tenía ni idea de dónde íbamos, pero en un abrir y cerrar de ojos dejamos atrás los barrios más concurridos de la ciudad. Beau me habló de lugares en los que había estado y otros que tenía muchas ganas de ver. Cuando le pregunté por sus proyectos de futuro, me dijo que se estaba planteando seriamente estudiar medicina.
-Eso sería fenomenal, Beau.
-Por supuesto -añadió, sonriendo-, claro que por ahora son sólo castillos en el aire. Tan pronto descubra todo lo que implica, lo más probable es que me eche atrás. Es lo que suelo hacer.
-No hables así de ti mismo, Beau. Si te propones de verdad hacer algo, lo conseguirás.
-Puesto en tu boca suena muy simple, Ruby. Tienes la facultad de hacer que las cuestiones más difíciles y preocupantes parezcan una bagatela. Fíjate si no en cómo has memorizado tu papel en la obra de teatro y cómo ayudas a otros alumnos, entre los que me incluyo, a adquirir confianza en sí mismos. -Beau meneó la cabeza-. Gisselle siempre lo descalifica todo, siempre menosprecia mis gustos. Algunas veces puede ser... terriblemente negativa.
-Quizá no es tan feliz como quiere aparentar -especulé en voz alta.
-Sí, puede que sea así. Pero a ti te sobran razones para ser desdichada y, sin embargo, no comunicas tu infelicidad a los demás.
-Eso se lo debo a Grandmére Catherine -dije con una sonrisa-. Ella me enseñó a no desesperar, a creer en el mañana.
Beau hizo una mueca de desconcierto.
-Hablas de ella con veneración y, en cambio, era miembro de la familia cajún que te compró después del secuestro, ¿ no ? -preguntó.
-Sí, pero... pero no se enteró hasta varios años después -dije, improvisando como pude-. Para entonces era demasiado tarde.
-Entiendo.
-¿Adonde vamos? -inquirí, al mirar por la ventanilla y ver que circulábamos por una autovía rodeada de pantanos.
-A un bello rincón que me gusta visitar de vez en cuando. Tiene unas vistas fabulosas -dijo Beau, y viró por una carretera secundaria que nos llevó hasta un campo abierto desde donde se dominaba Nueva Orleans iluminada-. ¿Verdad que es bonito?
-Magnífico, sí. -Me pregunté si llegaría a acostumbrarme a tantos rascacielos y a aquel mar de luces. Todavía me sentía como una extraña.
Él apagó el motor, pero dejó encendida la radio, que en ese momento emitía una canción dulce y romántica. Aunque el cielo estaba muy nublado, asomaban algunas estrellas por las fisuras de la esponjosa capa, titilando con un brillo especial. Beau se ladeó hacia mí y apretó mi mano.
-¿Qué clase de salidas hacías en los pantanos? -indagó.
-Desde luego, nunca tuve lo que tú llamas una cita. Sólo bajaba a la ciudad para tomar helados. Una vez asistí a un fais dodo con un chico. Es un baile -aclaré.
-Sí, ya lo sé.
Apenas vislumbraba su cara en la oscuridad, y me acordé del capítulo del cobertizo. Al igual que entonces, mi corazón empezó a tamborilear sin motivo aparente. Vi que su cabeza se inclinaba sobre mí hasta que sus labios encontraron los míos. Fue un beso corto, pero él lo remató con un profundo gemido, mientras sus manos aferraban mis hombros y los estrujaban con fuerza.
-Ruby -susurró-, te asemejas mucho a Gisselle, pero eres tanto más tierna, tanto más adorable, que me resulta muy fácil notar la diferencia incluso a simple vista.
Volvió a besarme en la boca, y luego me dio un beso fugaz en la punta de la nariz. Yo tenía los ojos cerrados, y sentí cómo sus labios de terciopelo se deslizaban por mis mejillas. Besó mis párpados, la frente, y me atrajo hacia él para sellar nuestras bocas en un beso largo, absorbente, que activó tentáculos invisibles en mis pechos y el bajo vientre, provocando un cosquilleo hasta en los mismos dedos de los pies.
-¡Oh, Ruby, Ruby! -musitó.
Tenía los labios en mi cuello, y antes de que me diera cuenta los desplazó a los senos, moviéndolos diestramente hacia el valle que los separaba. Toda resistencia natural que anidara en mí se ablandó de pronto. Gemí y me hundí en el asiento mientras él recorría mi cuerpo, mientras sus manos deambulaban por mi busto y, con dedos expertos, descorría la cremallera lateral del vestido hasta que se aflojó lo bastante para poder bajarlo.
-Beau, yo...
-Eres tan deliciosa, tanto más atractiva que Gisselle... Tu piel es como la seda al lado de su papel de lija.
Tanteó el cierre de mi sujetador y lo desabrochó antes casi de que pudiera reaccionar. Aplicó instantáneamente la boca a mi pecho, apartando el sostén para desnudarlo más y más hasta que encontró el pezón, erecto, firme, esperándole a pesar de la voz interior que intentaba prevenirme contra mi excesiva entrega. Verdaderamente, mi personalidad se desdoblaba en dos: la Ruby sensata, comedida, lógica, y la Ruby emocional y salvaje que buscaba con avidez amor y afecto.
-Tengo una manta en el maletero -murmuró Beau-. Podríamos extenderla, tumbarnos bajo las estrellas y...
«¿Y qué? -pensé al fin-. ¿Palparnos y besuquearnos por todas partes hasta que no haya vuelta atrás?» Súbitamente, el rostro enfurecido de Daphne refulgió ante mí, y resonaron en mis tímpanos sus palabras de aquella mañana: «Buscan chicas liberales, que sean complacientes con ellos... Las jóvenes cajún tienen mala reputación.»
-No, Beau. Creo que vamos demasiado deprisa. No puede ser -rehusé.
-Sólo nos estiraremos para estar más cómodos -propuso él, pegados los labios a mi oído.
. -No te conformarías con eso y lo sabemos muy bien, Beau Andreas.
-Vamos, Ruby. ¿Acaso no lo has hecho ya otras veces? -dijo, con una acritud que me traspasó el alma.
-Nunca en la vida, y menos aún como tú piensas -repliqué indignada. Mi tono le hizo lamentar su invectiva, pero no le disuadí fácilmente.
-En ese caso, déjame ser el primero. Deseo ser yo quien te inicie. Por favor, Ruby -me suplicó.
-Beau...
Continuó paseando los labios sobre mis senos, a la vez que me urgía y me incitaba con los dedos, el tacto, la lengua y su aliento abrasador; pero yo afiancé mi voluntad, una voluntad alimentada por las acusaciones y las expectativas de Daphne. Nunca encajaría en el prototipo de muchacha cajún en el que intentaban encasillarme. No les daría esa satisfacción.
-¿Qué sucede, Ruby? ¿Tal vez no te gusto? -protestó Beau cuando me enderecé y me cubrí el pecho con el vestido.
-No es eso. Me gustas mucho, pero ahora mismo no quiero seguir adelante. No quiero hacer lo que todos están esperando... incluso tú.
Él se sentó abruptamente, con su frustración convenida en despecho.
-Me diste a entender que yo te interesaba -dijo.
-Y es verdad, pero ¿por qué no podemos parar cuando yo te lo pido? ¿Por qué no...?
-¿Por qué no nos atormentamos uno a otro? -terminó él cáusticamente-. ¿Era así como tratabas a tus novios de los pantanos?
-No tenía novios, no como tú piensas -le espeté muy ofendida.
Beau estuvo callado unos segundos. Por fin, respiró hondo y dijo:
-Perdóname. No pretendía insinuar que salieras con docenas de chicos.
Posé la mano en su hombro.
-¿No crees que deberíamos conocernos un poco mejor, Beau?
-Sí, por supuesto. Es lo que yo también deseo. Y no existe un modo más infalible que hacer el amor -sugirió, volviendo al ataque. Su voz era muy persuasiva. Una parte de mí luchaba por dejarse convencer, pero la puse a buen recaudo, encerrada bajo llave-. No me irás a decir que lo único que quieres es que seamos amigos, ¿verdad? -agregó con visible sarcasmo al ver que continuaba resistiéndome.
-No, Beau. Me atraes como hombre. Sería una embustera si afirmara lo contrario -confesé.
-¿Entonces?
-No nos precipitemos ahora y no tendré que arrepentirme más tarde -sentencié. Aquellas palabras parecieron frenar sus ímpetus. Se quedó inmóvil unos segundos en el espacio que nos separaba, e incorporó la espalda en su asiento. Empecé a abrocharme el sujetador.
De repente, Beau se echó a reír.
-¿Qué pasa? -pregunté.
-La primera vez que traje aquí a Gisselle se abalanzó sobre mí y no al revés -me dijo, poniendo el motor en marcha-. Lo cierto es que tu hermana y tú no podríais ser más diferentes.
-Eso me temo -respondí.
-Como diría mi abuelo, vive la différence -proclamó Beau y volvió a reírse, aunque no supe discernir qué comportamiento prefería, si el mío o el de Gisselle.
-Bueno, Ruby -dijo al poco rato, una vez abandonamos la región pantanosa-, seguiré tus consejos y creeré lo que me has vaticinado.
-¿De qué me hablas?
-Antes me has asegurado que si pongo auténtico interés en hacer algo, lo lograré... a la larga.
En el reflejo de los faros de los coches que transitaban por el carril opuesto, vi que sonreía. ¡Era tan guapo! Me gustaba a rabiar, lo deseaba; pero me alegré de no haber cedido y de ser fiel a mí misma, no a la imagen que se había formado el prójimo.
Cuando llegamos a casa, me acompañó hasta la puerta y me volvió de cara a él para darme un beso de buenas noches.
-Si quieres, vendré mañana por la tarde y ensayaremos juntos algunas escenas -dijo.
-Es una buena idea. Lo he pasado estupendamente, Beau. Gracias.
Él soltó una risotada.
-¿Por qué te ríes cada vez que abro la boca? -demandé.
-No puedo evitar compararte con Gisselle. Tu hermana esperaría que el agradecido fuera yo por haberme permitido gastar una pequeña fortuna en invitarla a cenar. No me burlo de ti -clamó-. Es sólo que me sorprende todo lo que haces y dices.
-¿Y eso te gusta, Beau? -Mis ojos se cruzaron con los suyos y noté el fuego que se elevaba en mis entrañas, anhelando la respuesta adecuada.
-Creo que sí. Definitivamente, me encanta –contestó, como si él mismo acabara de cerciorarse, y me besó una vez más antes de irse.
Lo contemplé unos momentos, con el corazón desbordante, y llamé al timbre. Edgar me abrió tan presto que tuve la sensación de que se había apostado al otro lado de la puerta, a la espera de mi regreso.
-Buenas noches, mademoiselle -dijo.
-Buenas noches, Edgar -canturreé yo, y fui hacia la escalera.
-Mademoiselle.
Me di la vuelta, sonriendo aún con los últimos recuerdos de Beau.
-¿Perdón?
-Sus padres y mademoiselle Gisselle la están esperando.
-¿Ha regresado ya mi hermana?
Asombrada, pero con un mal presagio, me dirigí al estudio. Gisselle estaba sentada en uno de los sofás de piel y Daphne en una butaca. Mi padre miraba a través del ventanal, de espaldas a mí. Se giró al oír decir a su esposa:
-Entra y toma asiento.
Gisselle me miró llena de odio. ¿Pensaba quizá que la había delatado? ¿Habían averiguado mi padre y Daphne lo sucedido en la fiesta nocturna?
-¿Te has divertido? -preguntó Daphne-. ¿Te has portado como es debido en el restaurante y has hecho todo lo que te dije?
-Sí.
Mi’ padre pareció tranquilizarse un poco, pero su actitud era aún distante, atribulada. Mi mirada fue de él a Gisselle, que procuró esquivarla, y de nuevo a Daphne, la cual había juntado las manos en el regazo.
-Por lo visto, después de tu llegada no nos lo has contado todo sobre tu sórdido pasado -dijo. Volví a mirar a mi gemela. Se había arrellanado en el sofá, con los brazos cruzados y una cara muy ufana.
-No lo comprendo. ¿Qué he podido omitir?
Daphne sonrió afectadamente.
-Nunca nos hablaste de cierta mujer de Storyville -declaró, y mi corazón sufrió un paro momentáneo antes de latir de nuevo, propulsado por una combinación de temor, ira y la frustración más absoluta. Me revolví contra Gisselle.
-¿Qué embuste has dicho ahora? -le increpé. Ella se encogió de hombros.
-Sólo les he explicado que nos llevaste a Storyville para encontrarte con tu amiga -repuso, lanzando a papá una mirada de puro candor.
-¿Que yo os llevé? Pero... -farfullé.
-¿Cómo conociste a esa... a esa prostituta? -inquirió Daphne.
-¡Pero si no la conozco! -grité-. Ella lo ha tergiversado todo.
-Sabe tu nombre, ¿no es verdad? ¿No es verdad, Ruby?
-Sí.
-Y sabe también que viniste aquí para buscarnos a Pierre y a mí -prosiguió el interrogatorio.
-Es cierto, pero...
-¿Cómo se inició vuestra relación? -demandó mi madrastra con voz imperiosa. Un arrebato de ira me incendió las mejillas.
-Viajaba en el mismo autobús que me trajo a Nueva Orleans, y yo ni siquiera sabía que era una prostituta-reivindiqué-. Tan sólo me dijo que se llamaba Annie Gray. Cuando llegamos a la ciudad, me ayudó a localizar esta casa.
-Conoce nuestra dirección -dijo Daphne, haciendo una señal a mi padre. Él cerró los ojos y se mordió el labio inferior.
-También me contó que su ambición era ser cantante-añadí-. Está buscando trabajo. Su tía le prometió...
-¿Intentas hacernos creer que la tomaste por una mera artista de cabaret?
-¡Es la verdad! -Apelé a mi padre-. Juro que lo es.
-Está bien -dijo él-. Cabe en lo posible.
-¿Y qué más da? -subrayó Daphne-. A estas alturas, la familia Andreas y los Montaigne ya saben que tu... que nuestra hija tiene tratos con esa persona.
-Se lo explicaremos -insistió papá.
-Se lo explicarás tú -corrigió ella. Luego reanudó su ronda de preguntas-. ¿Te dijo que se pondría en contacto contigo y te daría unas señas para que fueras a verla?
Volví a escrutar a Gisselle. No había olvidado un solo detalle. Ella sonrió ladinamente.
-Sí, pero...
-No volverás a saludar a esa mujer aunque coincidas con ella en algún sitio, ni mucho menos aceptarás sus cartas o llamadas telefónicas, ¿entendido?
-Sí, madame. -Oculté el rostro, con unas lágrimas tan gélidas que me daban escalofríos en su curso por las mejillas.
-Deberías habernos advertido de este asunto para que estuviéramos preparados si salía a la luz. ¿Guardas algún otro secreto denigrante?
Negué rápidamente con la cabeza.
-Muy bien. -Daphne miró a Gisselle-. Podéis iros a la cama -ordenó.
Me levanté despacio y, sin esperar a Gisselle, me encaminé hacia la escalera del vestíbulo. Subí cansinamente los peldaños, con la cabeza gacha, sintiendo el corazón tan pesado dentro del pecho que era como si acarreara un lingote de plomo.
Gisselle me adelantó con paso saltarín, animada la faz por una sonrisa de autocomplacencia.
-Espero que Beau y tú lo hayáis pasado muy bien -dijo con alevosía al pasar por mi lado.
Me pregunté qué posible parte de mi madre y qué genes ignotos de mi padre se habían mezclado para crear una criatura tan odiosa y ruin.
18. LA MALDICIÓN
Al día siguiente, Gisselle y yo apenas nos dirigimos la palabra. Terminé de desayunar antes de que ella bajara, y a los pocos minutos se marchó con Martin y dos chicas de su camarilla. Papá salió temprano, diciendo que tenía trabajo atrasado en el despacho, y vi a Daphne sólo un momento porque se había citado con unas amigas para ir de compras y almorzar. Pasé el resto de la mañana en mi estudio, pintando. Todavía no me había habituado a vivir en un caserón tan grande. Pese a las bellas antigüedades y obras de arte, el selecto mobiliario francés y las delicadas alfombras y tapices que lo engalanaban, para mí aquel edificio era tan vacuo y tan frío como un museo. Mientras caminaba por los largos pasillos para ir a comer sola, pensé que no era difícil sentirse aislada en semejante entorno.
Tuve pues una alegría cuando se presentó Beau a primera hora de la tarde y fuimos a mi estudio de arte para ensayar la función escolar. Antes de empezar, dio una ojeada a los bocetos y pinturas que había realizado bajo la tutela del profesor Ashbury.
-¿Qué opinas? -dije al ver que iba de un lienzo a otro sin hacer el menor comentario.
-¿Por qué no me pintas a mí, Ruby? -sugirió, alzando la vista de una acuarela que representaba un cuenco de frutas.
-¿A ti? -La idea me sobresaltó. En el seductor semblante de Beau apareció una sonrisa misteriosa.
-Sí. Confío en que seré mucho más interesante que una naturaleza muerta. -Su sonrisa se evaporó rápidamente. De pronto, los risueños zafiros de sus ojos me miraron como nadie antes lo había hecho. Los oscurecía un deseo sin límites-. Si quieres, puedo posar desnudo.
Noté que mis mejillas se enrojecían.
-¡Desnudo! ¡Qué cosas dices, Beau!
-Es sólo en beneficio del arte -me argumentó-. Todo pintor tiene que practicar con el cuerpo humano ¿no? Incluso yo lo sé -dijo-. Estoy seguro de que tu profesor no tardará en llevarte a su estudio para que dibujes desnudos. Tengo entendido que algunos estudiantes universitarios hacen de modelo por unos cuantos dólares. ¿O quizá ya has pintado a alguien en cueros? -preguntó con una mueca aviesa.
-Naturalmente que no. Todavía no estoy preparada para esa clase de ejercicio -contesté. Él dio unos pasos hacia mí.
-¿Crees que no tengo un buen físico? ¿Piensas que los chicos de la universidad estarán mejor formados que yo?
-No, en absoluto. No se trata de eso. Es sólo que...
-¿Sí?
-Pasaría tanta vergüenza que no podría trazar una línea. Y ahora, basta. Hemos venido aquí para memorizar una obra de teatro -dije, y abrí el guión.
Beau continuó observándome con aquella expresión anhelante en el rostro, ensombrecidos sus cerúleos ojos. Tuve que fijar los míos en las páginas para que no advirtiera la excitación que agitaba todo mi ser. Mi corazón se disparó cuando visualicé su imagen desnuda recostada en el canapé. No pude reprimir un estremecimiento. esperaba que él no notara cómo manoseaba las hojas del guión.
-¿Estás segura? -me preguntó-. Uno nunca sabe de lo que es capaz hasta que lo intenta. -Suspiré, dejé el guión a un lado y lo miré incisivamente.
-Estoy segura, Beau. Además, sólo me falta que Daphne me adjudique otra mala acción. Gracias a Gisselle casi ha convencido a mi padre de que soy un malvado demonio cajún.
-¿Qué quieres decir? -preguntó él, sentándose a mi lado. Sin pararme a respirar, le relaté cómo había sido interrogada sobre Annie Gray.
-¿Gisselle les fue con ese cuento? -dijo Beau, y meneó la cabeza-. Creo que está celosa. Y le sobra razón -añadió, con los ojos cada vez más encendidos-. Me he prendado demasiado de ti para volver atrás. Tendrá que hacerse a la idea y comportarse.
Nuestras miradas se encontraron unos instantes. Fuera, la inestabilidad de la mañana se había condensado en nubes de tormenta y se desató un fuerte aguacero, con unos goterones que golpeteaban los cristales de las ventanas y se derramaban como lágrimas en las mejillas de alguien.
De un modo paulatino, Beau se arrimó a mí. No le eludí, y me besó dulcemente en los labios. Sentí que mi frágil muro de resistencia empezaba a desmoronarse.
Para mi sorpresa, tanto como para la suya, le devolví el beso en el momento en que se apartaba. Ninguno lo dijo, pero ambos sabíamos que la sesión teatral estaba destinada al fracaso. Ni él ni yo pudimos concentrarnos. Tan pronto como alzaba la vista de una frase y la clavaba en Beau, mi mente vacilaba y se encallaba.
Finalmente, me quitó el guión de la mano y lo depositó en el suelo junto al suyo.
-Píntame, Ruby -susurró en una voz tan tentadora como la que debió de utilizar la serpiente en el paraíso-. Estudia mi cuerpo. Cerremos la puerta y hagamos! -me desafió.
-Beau, no puedo... Es imposible.
-¿Por qué? Bien que dibujas a los animales sin ropa ¿no? -bromeó-. Y todas tus frutas están desnudas.
-No insistas, por favor.
-Pero si no pasa nada -dijo, de nuevo en serio-. Será nuestro secreto -me prometió-. ¿Por qué no empezamos ya? No hay nadie en casa que pueda molestarnos -concluyó, y se desabrochó los botones de la camisa.
-Beau...
Con los ojos fijos en mí, se despojó de aquella prenda y se irguió para atacar el pantalón.
-Echa el pestillo -me dijo, señalándome la puerta.
-Beau, no sigas.
-Si no cierras y viene alguien...
-¡Beau Andreas!
Se quitó los pantalones, los dobló cuidadosamente y los dejó en el respaldo del canapé. Se plantó ante mí en ropa interior, con los brazos en jarras, a la expectativa.
-¿Cómo tengo que posar? ¿Sentado? ¿Con las rodillas levantadas? ¿Tendido boca abajo?
-Beau, ya te he dicho que no puedo...
-La puerta -me dijo, con mayor énfasis.
Para azuzarme, introdujo los pulgares en la tira elástica de los calzoncillos y empezó a bajarlos por las caderas. Salté de la silla y ajusté el pestillo. En el momento en que oí el chasquido metálico, supe que había dejado que la situación se me escapara de las manos. ¿Era sólo que me faltaba carácter, o permitía voluntariamente que ocurriera aquello, lo deseaba tanto como Beau? Me giré y le vi de pie con los calzoncillos en la mano, sosteniéndolos delante de él.
-¿Cómo quieres que pose? -repitió.
-Vístete sin perder un instante, Beau Andreas –ordené.
-El mal ya está hecho. Es tarde para retroceder. Vamos, empieza.
Se sentó en el canapé con los calzoncillos tapando aún sus partes íntimas. Luego subió desenvueltamente los pies y se repantigó de cara a mí. En un rápido ademán» retiró los calzoncillos y los colgó del respaldo del diván. Yo estaba boquiabierta.
-¿Qué te parece si me apoyo así? Es una buena postura, ¿no crees?
Negué con la cabeza, le di la espalda y me senté con premura en la silla más cercana, porque mi palpitante corazón había convertido mis piernas en membrillo.
-Venga, Ruby, dibújame -me instó Beau-. Esto no es más que una prueba para saber si vas a ser una verdadera artista, si puedes mirar a una persona y no ver más que un objeto de estudio, del mismo modo que un cirujano debe distanciarse de sus pacientes o nunca cumpliría su misión.
-Olvídalo, Beau, te lo ruego. No soy cirujano ni tú mi paciente -respondí sin volver la mirada.
-Será nuestro pequeño secreto, Ruby. Un secreto entre tú y yo -me engatusó-. Vamos, levanta los ojos. Mírame -me ordenó.
Despacio, hipnotizada por sus palabras, giré la cabeza y lo examiné, vi su pecho musculoso y flexible, cómo se enlazaban las líneas de su cuerpo. ¿Podría hacer lo que me pedía? ¿Podría mirarlo y abstraerme de quién era para verlo únicamente como un modelo?
La artista que había en mí quería, reclamaba saberlo. Me puse de pie, fui hasta el caballete y pasé la página para trabajar sobre una hoja en blanco. Me armé con mi lápiz especial y lo analicé, digeriendo su anatomía en largos tragos visuales que luego transformaba en el papel. Mis dedos, al principio temblorosos, se fortalecieron y afirmaron a medida que la figura cobraba forma. La cara fue en lo que más me entretuve, pues deseaba plasmarla tal y como la veía en mi mente además de reflejar su aspecto externo. Conferí a sus ojos una mirada intensa, decidida. Satisfecha del resultado, me apliqué al cuerpo y no tardé en bosquejar el contorno de los hombros, los costados, las caderas y las piernas. Me centré especialmente en el torso y el cuello, captando la potente estructura muscular y las líneas sinuosas.
Durante toda la sesión, Beau me miró con una fijeza tal que se diría que era un maniquí. Deduje que se estaba poniendo a prueba a sí mismo además de a mí.
-Es un trabajo agotador -admitió al fin.
-¿Quieres descansar?
-No. Puedo aguantar un rato más. Resistiré mientras tú resistas -declaró.
Mis dedos comenzaron a temblar de nuevo cuando descendieron sobre el dibujo para perfilar la parte inferior del abdomen. Con cada nuevo apunte de mi lápiz tenía la sensación de que mis sensibles yemas toqueteaban realmente su cuerpo, avanzando muy poco a poco hasta alcanzar el miembro viril. Él debió de intuir que había llegado a ese punto, porque sus labios se estiraron en una sonrisa procaz.
-Si necesitas acercarte, no tengas miedo -dijo en un susurro audible.
Bajé otra vez los ojos hacia el caballete y trabajé frenéticamente, delineando las formas tan aprisa que sin duda parecía una demente. No tuve que volver a mirarlo. La imagen de su cuerpo perduraba en mis ojos. Sabía que estaba sofocada; el corazón trabajaba a un ritmo tal que era un milagro que pudiera continuar, pero lo hice. Y cuando por fin me aparté del papel, vi que había sacado una semblanza muy detallada.
-¿Te ha quedado bien? -inquirió Beau.
-Eso creo -dije, perpleja por lo bien que realmente estaba. No recordaba haber hecho un solo trazo. Era como si hubiera estado poseída.
Inesperadamente, Beau se irguió y se situó junto a mí para contemplar mi boceto.
-Es estupendo -declaró.
-Ya puedes ponerte la ropa, Beau -dije, sin desviar la mirada del caballete.
-No estés nerviosa -murmuró él, posando la mano en mi hombro.
-Beau...
-Ya has visto todo lo que tengo que enseñarte. La timidez está de más -me regañó.
Cuando me rodeó con su brazo, intenté huir; apremié a mis pies a llevarme lejos, pero la orden murió a medio camino y me quedé con él, tan maleable como la arcilla, permitiéndole que me diera la vuelta para tenerme de frente y poder besarme. Sentí su desnudez contra mi ser, el endurecimiento de su virilidad.
-Beau, te lo suplico...
Me hizo callar, estrujó cariñosamente mi cara con las palmas abiertas y me dio un tierno beso en los labios. Luego me alzó en volandas y me llevó hasta el canapé. Al acostarme, se arrodilló y encorvó la espalda para volver a besarme. Sus dedos se movieron ágiles entre mi ropa, desabotonando la blusa y corriendo la cremallera de la falda. Desabrochó el sujetador y se deshizo de él. Un repentino temblor sacudió mis pechos desnudos, pero no me resistí. Mantuve los ojos cerrados y no hice más que gemir mientras me besaba en el cuello, los hombros, y me mordisqueaba con mucha sutileza alrededor de los senos. Levantó un poco mis caderas y, tras deslizar la falda por debajo, sepultó la cara en mi vientre. Sus besos eran como lenguas de fuego. Allí donde me tocaban sus labios aumentaba mi temperatura.
-¡Qué maravilla, Ruby! Eres tan guapa como Gisselle por fuera, y mucho más hermosa y acogedora por dentro -dijo-. No puedo evitar quererte. No pienso en nadie más. Estoy loco por ti -juró.
Me llené de asombro. ¿De verdad me amaba con tanta pasión? En un momento de exquisito silencio, oí el repiqueteo de la lluvia y una ardiente sacudida atravesó todo mi cuerpo. Sus dedos siguieron explorándome, despertando cada fibra. Agarré su cabeza entre las manos en un intento de detenerle, pero lo único que supe hacer fue besarle la frente, el cabello. Le apretujé fuertemente contra mi pecho.
-Tu corazón va a explotar, y el mío también -dijo Beau.
Me miró a los ojos. Entorné los míos y acto seguido, como en una ensoñación, sentí correr sus sedosos labios por mi mejilla, por el pelo, con más suavidad sobre los párpados, hasta que al fin se estamparon de nuevo en mi boca. Esa vez, al besarme, coló la mano bajo la cinturilla de mis bragas y me las quitó. Fui a protestar, pero él me acalló con un nuevo beso.
-Será algo inolvidable, Ruby -musitó-. Te lo prometo. Además, tienes que saber lo que se siente. Una artista debe conocerlo todo.
-Estoy asustada, Beau. Por favor, no...
-No te preocupes -me calmó con una sonrisa. Estaba desnuda bajo su piel, que se frotaba contra la mía. Noté cómo vibraba. Aquel pulsar me dejaba sin respiración, me impedía hablar, razonar-. Deseo ser el primero. Tengo que serlo -dijo-, porque te amo.
-¿De verdad me quieres, Beau?
-Sí.
Sus labios volvieron a fundirse con los míos, al mismo tiempo que se infiltraba entre mis piernas. Traté de resistirme apretando los muslos, pero, a la vez que ahondaba, él continuó besándome, susurrándome y pellizcándome en lugares que jamás había mostrado a un muchacho ni a un hombre. Aquello era como contener un diluvio. Me inundó una oleada tras otra de excitación, hasta que me ahogué en el atronador desbordamiento de mis furores. Perdí el último amago de resistencia, y mis piernas y mi espalda se relajaron cuando se dispuso a penetrarme. Grité. Mi cabeza empezó a dar vueltas, y un placentero vértigo me lanzó a mil revoluciones hacia los ecos de mis propias voces. Mis estallidos interiores me sorprendieron, me espantaron, y por fin me causaron placer. Al poco rato, el climax de Beau llegó torrencial, caliente y fiero. Sentí sus espasmos eléctricos y luego nos sumergimos en una plácida quietud, con sus labios oprimiendo aún mi mejilla y su respiración fatigosa, jadeante.
-¡Oh, Ruby! -gimió-. Eres muy bonita, un auténtico ángel.
La comprensión de lo que había pasado, de lo que había consentido, me arrasó como un tornado. Zarandeé a Beau por los hombros.
-Deja que me incorpore, por favor -bramé. Se echó hacia atrás, y yo recogí mi ropa y me la puse de forma atropellada.
-¿Estás enfadada conmigo? -me preguntó.
-Estoy enfadada conmigo misma -repuse.
-¿Por qué? ¿No ha sido fantástico también para ti?
Enterré la cara en las manos y rompí a llorar. No pude retenerme. Beau intentó tranquilizarme, darme consuelo.
-Ruby, mujer, no llores así. No hay motivo para desesperarse.
-Sí que lo hay, Beau. Creía que yo sería diferente.
-¿Diferente de quién? ¿De Gisselle?
-No, de... -No podía decirlo. No podía contarle que me horrorizaba ser una Landry porque él ignoraba quién era mi verdadera madre, pero a eso me refería. La sangre que fluía por mis venas era tan calenturienta como la que había dado vida a Gabrielle y la empujó a meterse en amoríos primero con el padre de Paul, y más tarde con el mío.
-No lo comprendo -dijo Beau-. Se levantó y empezó a vestirse.
-No importa -contesté, recobrando el control-. ]No te culpo de lo ocurrido, Beau. No me has obligado a hacer nada que yo no deseara también de un modo u otro
-Te quiero con toda el alma, Ruby -se declaró-. Jamás me había enamorado así de ninguna chica.
-¿Sientes en serio lo que dices, Beau? ¿No es hablar por hablar?
-¡Claro que no! Te ase...
Oímos pasos en el corredor, cerca del estudio. Di unos retoques apresurados a mi ropa y Beau se remetió la camisa debajo del pantalón, en el momento en que alguien tanteaba el pomo. El aporreo no se hizo esperar. Era Daphne.
-¡Abran esta puerta inmediatamente! -rugió.
Descorrí rauda el pestillo. Mi madrastra se paró en la entrada para escudriñarnos, para repasarme con una mirada tan reprobatoria que no pude por menos que respingar.
-¿Qué estabais haciendo? -demandó-. ¿Por qué os habéis encerrado?
-Estudiábamos juntos la obra de teatro y no queríamos que nos molestaran -aduje. Sentí el corazón desbocado. Estaba segura de que tenía el cabello enmarañado y se veía a la legua que me había vestido con arrebato. Daphne paseó su mirada sobre mí como si fuera una esclava puesta a pública subasta en el Sur de la preguerra, y luego bruscamente, miró a Beau. Su débil sonrisa avivó aún más las sospechas de mi madrastra.
-¿Dónde están los guiones? -inquirió ceñudamente.
-Aquí -respondió Beau, y los recogió del suelo para alcanzárselos.
-No sé qué pensar -dijo ella, y me sondeó con sus pétreos ojos-. Estoy impaciente por ver el fruto de tanta dedicación. -Adquirió una postura aún más enhiesta, más firme-. Esta noche tenemos invitados a cenar, ponte ropa formal -me mandó con un tono frío y taxativo-. Y arréglate el pelo. ¿Dónde está tu hermana?
-Lo ignoro -dije-. Ha salido temprano y todavía no ha vuelto.
-Por si acaso no puedo localizarla antes de la cena, infórmala de mis instrucciones -me encargó. Ojeó de nuevo a Beau, con el entrecejo aún más fruncido que antes, y luego me enfocó a mí y me disparó una advertencia como si las palabras fueran balas-. No tolero las puertas cerradas en mi casa. Cuando la gente echa cerrojos, normalmente tiene cosas que ocultar o está haciendo algo que no quiere que se sepa -me soltó. Giró en redondo y se marchó. Fue como si un viento polar hubiera asolado la habitación. Exhalé aire, y Beau también.
-Más vale que te marches, Beau -le indiqué. El asintió.
-Mañana vendré a buscarte para ir al instituto -dijo-. Ruby...
-Confío en que antes hayas sido sincero, Beau. Espero que sientas algo por mí.
-Te juro que sí -replicó, y me besó-. Nos veremos mañana. Adiós. -Estaba deseando escapar. Las miradas de Daphne eran como dardos que habían hendido la fachada de su inocencia.
Después de que se fuera, me senté unos minutos. Los acontecimientos de la última hora me parecían un sueño. Hasta que me levanté y observé el dibujo que le había hecho no constaté toda su realidad. Cubrí el retrato y salí presurosa, sintiéndome tan ingrávida que, una brisa pasajera podría haberme transportado a través de una ventana abierta.
Gisselle no regresó a casa a tiempo para la cena. Telefoneó y dijo que tomaría un bocado con sus amigos. Daphne se llevó un berrinche, pero disimuló su descontento cuando llegaron nuestros invitados, monsieur Hamilton Davies y su esposa Beatrice. El señor Davies, un hombre que rondaba los sesenta, era el propietario de una compañía de barcos de vapor que realizaba cruceros turísticos por el río Misisipi. Daphne me había comentado que era uno de los principales magnates de Nueva Orleans, y que mi padre pretendía asociarse con él en determinadas inversiones. También me dio a entender en términos inequívocos cuan importante era que esmerara mi conducta y que les causara una buena impresión.
-No hables hasta que te pregunten, y si alguien se dirige a ti contesta pronta y concisamente. No dudes de que vigilarán todos tus movimientos, así que procura recordar lo que te he enseñado sobre la etiqueta en la mesa -me sermoneó.
-Si temes que pueda avergonzaros, quizá debería cenar aparte -le sugerí.
-¡Qué tontería! -dijo ella con frialdad-. Los Davies vienen hoy aquí para conocerte. Son los primeros amigos de nuestro círculo a los que he invitado. Saben que es un honor -añadió en su tono más altivo y petulante.
«¿Acaso soy una especie de trofeo, una rareza que estás utilizando para enaltecer tu gloria ante los ojos de tus amigos?», pensé, pero no me atreví a decírselo. En cambio, me vestí como me había ordenado y ocupé mi sitio en la mesa, concentrándome en la postura y los modales.
Los Davies eran simpáticos, pero su interés en mi historia me hizo sentir violenta. Madame Davies en particular formuló infinitas preguntas sobre mi vida en los pantanos con «esos horribles cajún» y tuve que improvisar las respuestas sobre la marcha, mirando de reojo a Daphne después de cada una para ver si había sido acertada.
-La tolerancia de Ruby por esa gente de la ciénaga es comprensible -les dijo a los Davies cuando no fui lo bastante sañuda-. Creció con el convencimiento de que era una de ellos y formaba parte de su familia.
-¡Qué dramático! -exclamó madame Davies-. Sin embargo, fíjate en lo mona que es ahora. Estás haciendo con ella una labor extraordinaria, Daphne.
-Gracias -respondió la interesada con una risita triunfal.
-Deberíamos publicar su relato en la prensa, Pierre -propuso Hamilton Davies.
-Así sólo conseguiríamos darle notoriedad, Hamilton querido -intervino Daphne-. La verdad es que únicamente hemos compartido estos detalles con nuestros amigos más íntimos -añadió. Su manera insinuante de pestañear, de sonreírle y de mover los hombros hizo las delicias del potentado-. Y a todos les hemos pedido discreción. Sería un desatino complicarle la vida a la pobre niña más de lo que ya la ha tenido.
-Desde luego -dijo Hamilton, y me dedicó una sonrisa-. Por nada del mundo desearía perjudicarla. Como de costumbre, Daphne, eres mucho más perspicaz y clarividente que los hombres criollos.
Las pestañas de Daphne aletearon coquetamente. Viéndola en acción, quedé persuadida de que me hallaba ante una experta en el flirteo y la manipulación del sexo opuesto. Mi padre, entretanto, se había acomodado en la silla con una sonrisa de admiración y una mirada idólatra en sus ojos. Me sentí liberada cuando concluyó la cena y se excusó mi presencia.
Unas horas más tarde, oí que Gisselle volvía a casa e iba a su habitación. Esperé a ver si llamaba por la puerta interior o tanteaba el pomo, pero fue derecho al teléfono. Aunque no distinguí sus palabras, la oí cotorrear hasta muy entrada la noche. Al parecer tenía una legión de amigos a quienes llamar. Naturalmente, sentía curiosidad por saber cuál era el chisme, pero no quise darle la satisfacción de ir tras ella. Estaba todavía muy dolida por lo que me había hecho.
A la mañana siguiente Gisselle estaba luminosa y burbujeante, derrochando simpatía en la mesa del desayuno. Fui cordial con ella delante de papá, pero había decidido que a menos que me pidiera perdón no volvería a darle mi afecto. Para pasmo de Beau y mío, pasó a recogerla Martin. En el instante en que bajaba los escalones del porche en dirección de su coche, se giró hacia mí y me ofreció un símil de disculpa.
-No me eches la culpa de lo ocurrido. Alguien se fue de la lengua sobre nuestra excursión a Storyville y tuve que contarle a mamá lo de tu amiga -dijo-. Nos veremos en el instituto, querida hermana -agregó con una jovial sonrisa.
Antes de que pudiera contestar, se habían marchado. Al cabo de un momento subí al coche de Beau y seguimos sus pasos. Todavía estaba preocupado por Daphne.
-¿Te dijo o te preguntó algo más después de que me fuera? -indagó.
-No. Su única preocupación era agasajar a los convidados.
-¡Menos mal! -dijo con visible alivio-. Mis padres están invitados a cenar en tu casa el próximo fin de semana. Dejemos que se calmen un poco los ánimos -sugirió.
Pero no era calma lo que me deparaba el destino. Tan pronto entramos en el instituto, percibí un ambiente distinto a mi alrededor. Beau dijo que eran imaginaciones mías; sin embargo, me pareció que la mayoría de los estudiantes me miraban de soslayo y se reían. Algunos ocultaron sus muecas con la mano mientras rumoreaban, pero en conjunto ni siquiera trataron de ser discretos. Hasta que acabó la clase de lengua y literatura no averigüé el motivo. Al abandonar el aula, uno de mis compañeros se me echó encima y su hombro chocó contra el mío.
-Lo siento -dijo.
-No importa. -Quise alejarme, pero él aferró mi brazo para hacerme un aparte.
-Dime, ¿crees que has salido favorecida? -preguntó, a la vez que extendía el puño para revelar una imagen mía, desnuda, que tenía guardada en su palma. Era una de las fotografías que me habían sacado en casa de Claudine. Aparecía de medio lado y con cara de consternación, pero exhibía todo mi cuerpo.
Soltó una risotada y echó a correr hacia un grupo de alumnos que se habían reunido a esperarle en una esquina del pasillo. El corrillo de chicos y chicas se volcó sobre él para ojear la fotografía. Se adueñó de mí un entumecimiento paralizador. Sentí como si hubieran claveteado mis piernas al suelo. De repente, Gisselle se sumó a la panda.
-Debes dejar bien sentado que es mi hermana y no yo -bromeó, y todos se carcajearon. Ella me sonrió y continuó su camino, cogida del brazo de Martin.
Las lágrimas enturbiaban mi visión. Todos los objetos estaban borrosos o desenfocados. Incluso la figura de Beau, que se acercaba con cara de circunstancias, se me antojó distante y distorsionada. Noté que algo se resquebrajaba dentro de mí y, de pronto, salió de mi boca un rugido estridente. Las personas que había en el corredor, incluidos algunos profesores, hicieron un alto para mirarme.
-¡Ruby! -gritó Beau.
Negué con la cabeza, rechazando la realidad de lo que estaba ocurriendo. Algunos estudiantes se reían; otros tenían sonrisas malévolas. Muy pocos estaban tristes o disgustados.
-¡Malas bestias! -les insulté-. ¡Sois un hatajo de animales ruines y crueles!
Di media vuelta, tiré los libros por los aires y arremetí contra la salida más cercana.
-¡Ruby, espera! -me llamó de nuevo Beau, pero atravesé la puerta y bajé corriendo la escalera.
Aunque él intentó darme alcance, corrí con más ímpetu y más celeridad que nunca. Casi me atropelló un coche cuando crucé alocadamente la calle. El conductor pisó a fondo el freno y los neumáticos chirriaron al parar, pero yo no aflojé el ritmo. Recorrí una calle y otra en una carrera ciega, sin saber a dónde iba. Volé sobre mis pies hasta que sentí una docena de agujas en el costado, y entonces, con los pulmones a punto de reventar, aminoré y me desplomé contra un roble recio y vetusto de un jardín desconocido. Lloré tanto que se secó el pozo de mis lágrimas, y el pecho empezó a dolerme por las convulsiones del llanto y la respiración fatigosa.
Cerré los ojos e intenté imaginarme en otro lugar. Me vi de nuevo en los pantanos, paseando en la piragua por los canales en un día de primavera claro y templado.
La masa de nubes se esfumó. La gris atmósfera de Nueva Orleans fue reemplazada, en mi memoria, por un sol refulgente. Al arrimar la piragua a la orilla, oí cantar a Grandmére Catherine detrás de la casa. Había hecho la colada y estaba tendiendo algunas prendas.
-Grandmére -la llamé.
Ella se ladeó y me vio. Su sonrisa era vivaz, esplendorosa. ¡Qué joven y qué guapa estaba!
-Grandmére -mascullé con los párpados apretados-. Quiero irme a casa. Quiero regresar a los pantanos, vivir contigo. No me importa lo pobres que éramos o lo difícil que eran las cosas para nosotras. Allí era más feliz. Grandmére, por favor, arréglalo todo. No estés muerta. Oficia uno de tus rituales y destierra el tiempo. Haz que lo sucedido sea una simple pesadilla. Deja que abra los ojos y me encuentre a tu lado en el telar, trabajando. Contaré hasta tres y así será. Uno, dos...
-¡Oye! -me gritó una voz masculina. Abrí los ojos-. ¿Qué haces aquí? -En la puerta de la casa donde me había derrumbado había un anciano con el cabello ralo y totalmente nevado. Empuñaba un bastón de color negro-. ¿ Qué es lo que quieres ?
-Estaba descansando, señor -dije.
-Esto no es un parque, ¿sabes? -refunfuñó el hombre. Me miró con más detenimiento-. ¿No deberías estar en clase? -demandó.
-Sí, señor -contesté-. Perdone -añadí, me levanté y me marché a paso ligero.
Cuando llegué a la esquina intenté orientarme y enfilé la primera calle. Recordando lo cerca que estaba, me dirigí a casa. Papá y Daphne ya habían salido.
-¿Mademoiselle Ruby? -dijo Edgar con tono inquisitivo, tras abrir la puerta y estudiarme de arriba abajo. Esa vez no pude esconderle mi rostro desfigurado por el llanto ni fingir que todo iba bien. El mayordomo contrajo la cara en una expresión de ansiedad y de rabia-. Venga conmigo -me mandó. Le seguí por el pasillo hasta la cocina-. ¡Nina! -clamó en cuanto entramos. La cocinera se volvió y nos miró de hito en hito. Hizo un asentimiento.
-Conmigo se repondrá -declaró, y Edgar se marchó con gesto satisfecho. Nina se acercó a mí.
-¿Qué ha pasado? -inquirió.
-¡Ay, Nina! -me lamenté-. No importa lo que yo haga, ella encuentra la manera de humillarme.
-Esto se ha terminado -dijo la cocinera-. Ahora va a venir con Nina. Hay que actuar de inmediato. Espéreme aquí -me ordenó, y me dejó sola en la cocina. La oí avanzar por el corredor hacia la escalera. Transcurridos un par de minutos, regresó y tomó mi mano. Pensé que iba a meterme de nuevo en su alcoba para efectuar un rito vudú. Pero me sorprendió. Se quitó el delantal y me condujo hasta la puerta trasera.
-¿Adonde vamos, Nina? -pregunté mientras me arrastraba por el patio hacia la calle.
-Vamos a ver a Mama Dede -contestó-. Necesita un gris-gris muy poderoso. Sólo Mama Dede puede hacerlo. Pero existe una condición, niña -dijo, plantándose en la esquina y aproximando su cara a la mía con sus negros ojos muy grandes por la emoción-. No le cuente a monsieur ni a madame Dumas a dónde la voy a llevar, ¿de acuerdo? Será nuestro secreto.
-¿Quién es...?
-Mama Dede es la reina actual del vudú en Nueva Orleans.
-¿Y cómo me va a ayudar?
-Hará que su hermana deje de lastimarla. Expulsará a Papa La Bas de su corazón y logrará que sea buena. ¿No es eso lo que quiere?
-En efecto, Nina, es lo que quiero -confirmé.
-Entonces, diga que guardará el secreto. Júremelo.
-Se lo juro, Nina.
-Así está bien. Vamos -me apremió, y echamos a andar de nuevo por la avenida. Había acumulado la furia suficiente para ir a cualquier sitio y hacer todo lo que ella quisiera.
Tomamos el tranvía y luego enlazamos con un autobús que nos dejó en un barrio suburbano de la ciudad en el que nunca había estado, ni tampoco había visto. Las viviendas eran poco más que chabolas. Algunos niños negros, en su mayor parte demasiado pequeños para ir al colegio, jugaban en patios mugrientos y desolados. En las callejas había aparcados coches desvencijados y otros que parecían a punto de partirse en dos. Las aceras estaban sucias, las alcantarillas taponadas por montones de latas, botellas y papeles. En rincones aislados, un solitario sicómoro o magnolio se esforzaba en batallar contra el maltratado entorno. Aquél era el lugar donde hasta el sol detestaba brillar. Por espléndido que fuera el día, allí todo se veía deslucido, mohoso, Desvaído.
Nina apretó el paso hasta llegar a una casucha que no era ni mejor ni peor que las otras. Las ventanas tenían echadas sus persianas de color oscuro y el bordillo, los escalones e incluso la puerta estaban picados y agrietados. En el dintel había colgada una ristra de huesos y plumas.
-¿Aquí es donde vive la reina?-pregunté atónita. Yo esperaba encontrarme con una mansión.
-Aquí es, sí -dijo Nina.
Recorrimos el angosto sendero que daba acceso a la vivienda y Nina hizo girar la llavecita del timbre. Al cabo de un momento una mujer negra viejísima, desdentada, con una calvicie tan avanzada que se apreciaba el contorno y el color del cuero cabelludo, abrió la puerta y se asomó al exterior. Vestía un sayón que a mí me pareció un saco de patatas. Jorobada, con los hombros doblados patéticamente hacia adentro, levantó sus ojos fatigados para observarnos a Nina y a mí. Me pareció que no medía más de un metro cuarenta de estatura. Calzaban sus pies unos zapatos de deporte masculinos, manchados, sin cordones ni calcetines.
-Tengo que ver a Mama Dede -dijo Nina.
La anciana asintió con la cabeza y dio un paso atrás para que pudiéramos entrar en la pequeña casa. Las paredes eran un mapa de grietas y desconchados. Se notaba que en un tiempo habían cubierto el pavimento con moqueta, pero que la habían arrancado en fecha más o menos reciente. Todavía se veían jirones dispersos, pegados o clavados en las planchas de madera. Flotaban en el aire los aromas de algo muy dulce procedente de la parte trasera. La anciana nos señaló una habitación de la izquierda, y Nina aferró mi mano para entrar.
Media docena de anchos velones componían toda la iluminación. La estancia era como un almacén. Estaba abarrotada de encantamientos, partes de esqueleto, muñecas, manojos de plumas, mechones de pelo y pieles de serpiente. Los estantes con frasquitos de polvos mágicos llenaban una pared entera. Y, en el suelo, adosados al muro del fondo, había cartones de velas de distintos colores.
En medio de todo aquel enjambre destacaban un pequeño sofá y dos poltronas muy descoyuntadas, con los muelles salidos en uno de los asientos. Entre ellos había una caja de madera. Habían incrustado piezas de oro y plata en todo su perímetro.
-Sentaos -dijo secamente la vieja. Nina me indicó la poltrona de la izquierda y fui a ocuparla. Ella se instaló en la otra.
-Nina... -empecé a protestar.
-Silencio -me susurró, y cerró los ojos-. Espere y verá.
Unos segundos más tarde, oí que tocaban un tambor en un lugar indefinido de la casa. El compás era suave y rítmico. Sin quererlo, me sentí nerviosa y atemorizada. ¿Por qué me había dejado llevar?
Súbitamente retiraron la manta que había suspendida en la entrada, frente a nosotras, y apareció una mujer mucho más joven que la otra, también de raza negra. Tenía el brillante pelo azabache recogido en gruesas trenzas alrededor de la cabeza, sobre las cuales se asentaba una pañoleta roja con siete nudos cuyas puntas se proyectaban verticalmente. Era alta, y vestía una túnica negra y vaporosa que le caía hasta los pies descalzos. Hallé su cara atractiva, enjuta, de altos pómulos y una boca muy bien torneada, pero cuando se encaró conmigo me dio un escalofrío. Sus ojos eran tan grises como el granito. Era ciega.
-Mama Dede, vengo en busca de gran ayuda -declaró Nina. La otra mujer asintió, se adentró en la estancia con tanta soltura como si pudiera verla y se sentó en el sofá de un modo ágil, elegante. Apoyó las manos en la falda y esperó, vueltos hacia mí sus ojos aparentemente muertos. No me moví; apenas podía respirar.
-Háblame de ello, hermana -dijo.
-La chica que me acompaña tiene una hermana gemela, envidiosa y desnaturalizada, que le hace jugarretas y le causa mucho dolor y aflicción.
-Dame la mano -me dijo Mama Dede, tendiéndome la suya. Yo miré a Nina, que me animó a obedecer. Puse mi palma sobre la de Mama Dede. Ella cerró los dedos enérgicamente en torno de los míos. Su tacto era caliente.
-Hablemos de tu hermana -me dijo-. La conoces hace poco tiempo, lo mismo que ella a ti.
-En efecto -respondí con asombro.
-¿Vuestra madre no puede ayudaros?
-No.
-Murió y viajó al otro lado -concluyó ella misma, antes de dejar mi mano y volverse hacia Nina.
-Papa La Bas devora el corazón de su hermana -explicó esta última-. La ha convertido en una niña abominable y horrorosa. Tenemos que proteger a esta pequeña, Mama. Es creyente. Su grandmére era traiteur en los pantanos.
Mama Dede hizo una leve inclinación de cabeza y volvió a estirar la palma, esa vez de manera muy ostensible. Nina rebuscó en su bolsillo, extrajo un dólar de plata y lo depositó sobre la mano de Mama Dede, que la cerró y se giró hacia la entrada, donde estaba la anciana en actitud vigilante. Ella se acercó, agarró la moneda y la dejó caer en un bolsillo de su sayo.
-Quema dos velas amarillas -prescribió Mama Dede.
La vieja fue hasta los cartones, desprendió las dos velas, las insertó en unas palmatorias y por último encendió los pabilos. Cavilé qué podía significar todo aquello, pero, de pronto, Mama Dede alargó la mano y la posó en la tapa de la adornada caja. La levantó delicadamente y la colocó en el sofá, a su lado. Nina estaba embelesada. Aguardé mientras Mama Dede se concentraba, y a continuación hundió las manos en la caja. Cuando volvió a alzarlas casi me desmayé.
Sujetaba una cría de serpiente pitón. El animal parecía dormir, completamente inmóvil, con los ojos como dos delgadas rendijas. Tragué saliva para sofocar un grito al ver que Mama Dede se lo acercaba a la cara. La pitón proyectó su lengua bífida y le lamió la mejilla. Tan pronto lo hubo hecho, ella devolvió el ofidio a la caja y la tapó de nuevo.
-Mama Dede recibe de la serpiente el poder y la visión -me instruyó Nina-. Cuenta la leyenda que el primer hombre y la primera mujer entraron ciegos en el mundo y fue este animal quien les otorgó la vista.
-¿Cómo se llama tu hermana, niña? -preguntó Mama Dede. Se me trabó la lengua. Me daba miedo decírselo, miedo que pudiera ocurrir algo funesto.
-Tiene que ser usted quien pronuncie el nombre -me aclaró Nina-. Dígaselo a Mama Dede.
-Gisselle. Pero...
-¡Eh! ¡Eh bomba hen hen! -empezó Mama Dede. Mientras salmodiaba, flexionaba y retorcía el cuerpo bajo la túnica, culebreando a los sones del tambor y al ritmo de su propia voz-. Canga, bafie te. Danga moune de te. ¡Canga do ki li Gisselle! -terminó con un chillido.
Mi corazón latía de un modo tan agobiante, que tuve que oprimirme el pecho con la mano. Mama Dede se inclinó una vez más hacia Nina. Ella se metió la mano en el bolsillo y extrajo lo que reconocí como una de las cintas del pelo de mi hermana. Por eso se había ausentado unos minutos de la cocina antes de salir de casa. Traté de interponerme y quitársela para impedir que se la entregara a Mama Dede, pero fui lenta de reflejos. La reina del vudú la estrujó con fuerza.
-¡Esperen! -grité, pero Mama Dede abrió la caja y arrojó la cinta dentro. Luego volvió a contorsionarse e inició un nuevo cántico-. L’appe vini, le Grand Zombi. L’appe vini, pou fe gris-gris.
-Aquí viene -tradujo Nina-. Viene el Gran Zombi para hacer gris-gris.
Mama Dede hizo una abrupta pausa y exhaló un alarido desgarrador que me paró el corazón. Era como si se me hubiera subido a la garganta. No podía tragar; apenas podía respirar. La reina se inmovilizó y cayó inerte sobre el sofá, con la cabeza colgando y los ojos cerrados. Durante unos segundos nadie se movió, nadie habló. Al fin Nina me dio unas palmadas en la rodilla e hizo un gesto inconfundible hacia la salida. La anciana encabezó la marcha para abrirnos la puerta principal.
-Grandmére, te ruego que des las gracias a Mama Dede -dijo Nina. La anciana asintió con la cabeza, y nos fuimos.
Mis latidos cardíacos no se normalizaron hasta que estuvimos de nuevo en casa. Nina tenía total confianza en que todo se solucionaría. Yo no sabía a qué atenerme. Pero cuando Gisselle regresó de la escuela, no había cambiado un ápice. Incluso me abucheó por haberme fugado y me culpó de todo lo sucedido como consecuencia.
-Por causa de tu escapada, Beau ha tenido una pelea con Billy y han acabado los dos en el despacho del director -dijo, deteniéndose en la puerta de mi dormitorio-. Los padres de Beau deberán ir al instituto o no volverán a admitirlo.
»Todos creen que has perdido un tornillo. Al fin y al cabo, no era más que una broma. Pero yo también he sido citada por el director y, gracias a ti, está decidido a llamar a nuestros padres. Las dos tendremos problemas.
Le hice frente despacio, con el ánimo tan iracundo que no creía que fuera capaz de hablar sin ponerme a dar voces. Pero me sorprendí a mí misma, y la asusté a ella exhibiendo un perfecto autocontrol.
-Lamento que Beau se haya metido en trifulcas y en apuros, sólo trataba de protegerme. Pero si te castigan a ti, no lo sentiré en absoluto.
»Es verdad que vivía en un mundo que muchos de vosotros consideráis subdesarrollado en comparación con éste, Gisselle. También es verdad que la gente es más primitiva y que ocurren cosas que los habitantes de la ciudad encontráis absurdas, toscas e incluso inmorales. Pero las crueldades que has cometido conmigo y has consentido que me hicieran otros convierten mis peores experiencias en los pantanos en un juego de niños.
»Creí que podríamos ser hermanas, unas auténticas hermanas que se cuidan y se quieren mutuamente, pero tú sólo vives pendiente de zaherirme por cualquier medio y en toda ocasión -dije. Las lágrimas empapaban mi cara, pese a que me había propuesto no llorar.
-Sí claro -replicó ella con voz quejicosa-. Ahora me presentas a mí como la mala de la película. Pero eres tú quien irrumpió en nuestro hogar y descalabró todo nuestro mundo. Eres tú quien ha embaucado a mis amigos para gustarles más que lo que les gusto yo. Y encima me has robado a Beau.
-No te lo he robado. Me dijiste que ya no te interesaba -le recordé.
-Y así es, pero no me gusta que venga otra a arrebatármelo. -Gisselle calló unos momentos. Echaba chispas por los ojos-. No se te ocurra buscarme más líos cuando llame el director -me advirtió, y fue muy tiesa a su cuarto.
Efectivamente, el doctor Storm llamó. Después de interrumpir la bronca entre Beau y Billy, un profesor había requisado la fotografía y se la había llevado al director. Él le describió la foto a Daphne, quien nos convocó a Gisselle y a mí en el estudio antes de cenar. Tan grandes eran su crispación y su desconcierto, que tenía la cara deformada: los ojos dilatados y furibundos, la boca tirante en una fea mueca y las ventanas de la nariz ensanchadas.
-¿Cuál de vosotras permitió que le tomaran esa fotografía? -Gisselle bajó enseguida la cabeza.
-Ninguna de las dos, mamá -dije-. Unos chicos se colaron en casa de Claudine sin que lo supiéramos, y mientras me cambiaba de ropa para jugar a los disfraces me sacaron la instantánea.
-Estoy segura de que a estas alturas somos el hazmerreír de la comunidad del instituto -proclamó mi madrastra-. Y los Andreas tienen que ir a ver al director. Acabo de hablar por teléfono con Edith Andreas. Está fuera de sí. Es la primera vez que Beau recibe una amonestación tan severa. Y todo por tu culpa -me acusó.
-Pero...
-¿Hacíais esa clase de porquerías en el pantano?
-Por supuesto que no -repliqué ásperamente.
-No sé cómo te las arreglas para involucrarte en un escándalo tras otro, pero al parecer tienes ese vicio. Hasta nueva orden, no saldrás; ni fiestas, ni citas, ni cenas caras, nada. ¿Lo has comprendido?
Reprimí las lágrimas. Toda defensa sería vana. Lo único que Daphne veía era su propio desprestigio.
-Sí, mamá.
-Tu padre aún nada sabe de este asunto. Se lo explicaré tranquilamente cuando regrese. Sube a tu habitación y no bajes hasta que sea la hora de la cena.
Dejé la sala y subí la escalera sintiéndome extrañamente torpe. Era como si ya nada me importara. Podían hacerme todo el daño que quisieran. Me daba igual.
Gisselle se detuvo junto a mi puerta camino de su habitación. Me lanzó una sonrisa jactanciosa, pero no le dije una palabra. Aquella noche tuvimos la cena más callada que recordaba desde mi llegada. Mi padre estaba apabullado por el desencanto y, supuse, por la cólera de Daphne. Evité sus ojos y me alegré cuando Gisselle y yo pudimos retirarnos. Mi hermana no tardó ni un minuto en descolgar el teléfono y pregonar las últimas noticias a los cuatro vientos.
Yo me quedé dormida pensando en Mama Dede, la serpiente y la cinta. ¡Cómo deseaba que todo aquello fuera verdad! Tan ilimitada era mi ansia de venganza.
Dos días más tarde, me arrepentiría.
19. EL DESTINO NO PERDONA
A la mañana siguiente era una sombra de mí misma. Con un corazón que parecía latir en el vacío, con unas piernas que se deslizaban por sí solas por pasillos y escaleras, bajé a desayunar. Martin pasó a buscar a Gisselle, pero ella no me ofreció ir con ellos aunque no me apetecía su compañía. A Beau tenían que llevarlo sus padres, así que fui al instituto sola, andando como si estuviera en un trance, con la cabeza rígida y unos ojos que no se movían ni a derecha ni a izquierda.
Cuando llegué, me sentí como una paria. Incluso Mookie temía confraternizar conmigo y no me esperó, como era habitual en ella, junto a las taquillas antes de entrar en el aula para charlar sobre las tareas o los programas de la televisión. Yo era la víctima en aquella historia, la única a la que habían difamado vilmente, pero nadie se compadecía de mí. Era como si hubiera contraído una enfermedad infecciosa, letal y, en vez de atenderme, la gente prefiriera preocuparse sólo por sí misma.
Adelantada ya la mañana, me tropecé con Beau en el pasillo cuando se dirigía a su clase. Sus padres y él se habían entrevistado con el doctor Storm.
-Estoy en período de prueba -dijo muy ceñudo-. Si hago cualquier tontería, si infringe la norma más nimia del instituto, me suspenderán y seré expulsado del equipo de béisbol.
-Lo siento de veras, Beau. Yo no quería que te metieras en complicaciones por ayudarme.
-No importa. Me sacó de quicio la guarrada que te hicieron -repuso, y a continuación bajó la cabeza y supe qué iba a decirme-. He tenido que prometer a mis padres que no nos veríamos durante una temporada. Pero es una promesa que no pienso cumplir -añadió, con el desafío y la ira centelleando en sus bonitos ojos azules.
-¡Ni hablar! Harás lo que te han mandado. Si no sólo lograrías agravar tu situación y que me echen a mí la culpa. Dejemos pasar un tiempo, Beau.
-Es injusto -se quejó.
-El concepto de la justicia parece importar muy poco, especialmente cuando está en juego la reputación de una acomodada familia criolla -respondí con amargura. El asintió. Sonó el timbre que anunciaba la siguiente clase.
-Más vale que sea puntual -dijo.
-Y yo también. -Empecé a caminar.
-¡Te llamaré! -gritó Beau, pero no me volví. No quería que viera los lagrimones que empañaban mis ojos.
Enjugué el llanto, inhalé una bocanada de aire y fui al aula asignada. En todas las clases permanecí sentada en silencio, tomé apuntes y contesté a las preguntas sólo cuando me nombraban específicamente. Siempre que terminaba la hora y el profesor despachaba a sus alumnos, yo abandonaba el aula sola, entreteniéndome adrede hasta que todos los alumnos habían salido.
Lo peor fue el almuerzo. Nadie movió un dedo por sentarse conmigo, y cuando ocupé un sitio vacante en una mesa los estudiantes que había en ella se cambiaron a otra. Beau estaba con los compañeros del equipo de béisbol y Gisselle con la pandilla acostumbrada. Sabía que era el centro de atención, pero no respondí ni a miraditas ni a escrutinios.
Mookie tuvo al fin arrestos para hablar conmigo, pero mejor hubiera sido que no lo hiciera, porque sólo me comunicó malas noticias.
-Todo el mundo cree que hiciste striptease deliberadamente. ¿Es verdad que tienes una buena amistad con una prostituta? -me preguntó. Sentí hervir la sangre en mi rostro.
-En primer lugar, no hice striptease, y no, no tengo una buena amistad con una prostituta. El grupo de chicos y chicas que me hizo esa broma infame está propagando infundios para encubrir su propia culpabilidad, Mookie. Esperaba que al menos tú serías capaz de comprenderlo -le reproché.
-¡Pero si yo te creo! -dijo-. El problema es que todos hablan de ti, y cuando intenté convencer a mi madre de que no eres tan mala como afirma la gente, se puso hecha una fiera y me prohibió que te dirigiera la palabra. Lo lamento -terminó. Aquel discurso endureció mi actitud.
-Yo también -repuse con sequedad, y engullí el resto de la comida para poder irme cuanto antes.
Al concluir la jornada, fui a ver al señor Saxon, el profesor de arte dramático, y le presenté mi renuncia a participar en la función teatral. Se hizo evidente por la expresión de su cara que estaba enterado del episodio de la fotografía.
-No es necesario que lo hagas, Ruby -dijo, pero pareció sentirse aliviado porque le había expuesto la idea. Obviamente, ya se había planteado que mi presencia daría una molesta preponderancia al reparto en menoscabo de la representación. La gente, siempre curiosa, acudiría sólo para ver a la depravada muchacha cajún-. Aunque si has tomado la decisión en firme, te agradezco que me lo comuniques ahora que aún puedo sustituirte -agregó.
Sin decir palabra, dejé el guión sobre su escritorio y me fui a casa.
Aquella noche, papá no bajó a cenar. Cuando entré en el comedor encontré a Gisselle y Daphne solas. Mirándome con ojos recriminatorios, Daphne nos comentó que padecía uno de sus ataques de melancolía.
-La combinación de unas operaciones financieras fallidas con los desastrosos acontecimientos de estos días le ha sumido en una honda depresión -puntualizó.
Ojeé a Gisselle, que continuó comiendo como si hubiera oído la misma historia un centenar de veces.
-¿No deberíamos avisar a un médico para que le recete algún remedio? -pregunté.
-No hay mejor remedio que llenar su vida de noticias alegres -replicó mordazmente mi madrastra. Gisselle irguió la cabeza.
-Ayer saqué un nueve en el examen de historia -se vanaglorió.
-Eso está muy bien, cariño -repuso Daphne-. Yo misma se lo haré saber.
Me habría gustado decir que yo había tenido un nueve y medio en la misma prueba, pero estaba segura de que Gisselle, e incluso la misma Daphne, lo habrían interpretado como un intento de eclipsar los méritos de mi hermana, así que opté por callar.
Un rato más tarde, Gisselle entró en mi habitación. Por lo que pude apreciar, a pesar de lo mucho que todo lo ocurrido había desquiciado a nuestro pobre padre, ella no abrigaba el menor remordimiento o desasosiego. ¡Tuve el impulso de darle cuatro gritos y desmantelar su aplomo! Quería desgajar sus sonrisas como si fueran la corteza de un árbol, pero guardé silencio por miedo a provocar aún más desgracias.
-Deborah Tallant da una fiesta este fin de semana -me anunció-. Yo iré de pareja con Martin, pero Beau también nos acompañará -dijo. Realmente, tenía un placer sádico en echar sal a mis heridas-. Sé que ahora se arrepiente de haberme dejado a las primeras de cambio, pero no pienso ponérselo fácil. Le haré dar más vueltas que un tiovivo. Ya me entiendes -agregó con una sonrisa meliflua, pérfida-. Besaré apasionadamente a Martin delante de su nariz, bailaremos tan amartelados que parecerá que nos hayan enganchado... y otras cosas por el estilo.
-¿Cómo puedes ser tan insensible? -le pregunté.
-No lo soy; Beau lo tiene merecido. Por cierto, ya sabes que me encantaría llevarte, pero Deborah me ha hecho prometerle expresamente que no asistirás. A sus padres no les gustaría.
-No iría aunque me invitara -respondí. Una sonrisa cínica retorció los labios de Gisselle.
-¡Claro que irías! -dijo con una carcajada-. Si lo sabré yo...
Me dejó hecha un basilisco. Pasé unos minutos despotricando en mi fuero interno, hasta que poco a poco mi paroxismo menguó hasta ser una serena indiferencia. Me tendí en la cama y rememoré lo que mayor solaz podía darme, mi antigua vida en los pantanos con Grandmére Catherinne. Recordé la imagen de Paul, y de repente me sentí fatal por haberlo dejado sin decirle adiós, aunque en aquel momento me había parecido lo más aconsejable.
Me senté impulsivamente en la cama y arranqué una hoja de mi cuaderno de notas. Luego fui a la mesa escritorio y empecé a escribirle una carta. Mientras la redactaba, las lágrimas inundaron mis ojos y el corazón se comprimió en el pecho como un prieto puño de plomo.
Querido Paul:
Ha transcurrido ya algún tiempo desde que dejé los pantanos, pero no has estado ausente de mis pensamientos. En primer lugar, quiero disculparme por haberme marchado sin despedirme. La razón de que obrara así es sencilla: habría sido demasiado penoso para mí y, según creo, muy duro también para ti. Estoy segura de que te sentías tan confuso y tan turbado como yo por los hechos acontecidos en nuestro pasado y, probablemente, tan lleno de indignación. Pero no podemos cambiar el destino. Más fácil sería retener la pleamar.
Aun así, me figuro que habrás pasado más de un rato preguntándote por qué lié los bártulos y me fui de los pantanos. El motivo inmediato fue que Grandpére Jack había concertado mi matrimonio con Buster Trahaw, y como puedes suponer antes prefiero estar muerta que casada con él. Pero existían motivos más graves, de mayor peso, el más importante de los cuales era que había averiguado la identidad de mi padre y decidí hacer lo que me había rogado Grandmére Catherine en su lecho de muerte: ir en su busca y emprender una nueva vida.
Así ha sido. Ahora vivo en Nueva Orleans, en un entorno completamente distinto. Somos ricos; residimos en una gran casa con criadas, cocineras y mayordomos. Mi padre es encantador y se preocupa mucho por mí. Lo primero que hizo cuando descubrió mi talento artístico fue montarme un estudio y contratar a un profesor universitario para que me diera clases particulares. Sin embargo, aún te reservo una sorpresa mayor: ¡tengo una hermana gemela!
Me agradaría poder decirte que todo va fenomenal, que ser rica y tener tantas ventajas ha hecho mi vida más feliz. Pero te mentiría.
Tampoco la vida de mi padre ha sido una bicoca. Las tragedias sufridas por su hermano menor y algunas otras circunstancias de su juventud lo han convertido en un hombre muy desequilibrado y melancólico. Tenía la esperanza de que yo constituiría un cambio halagüeño y le proporcionaría la suficiente felicidad para curar su tristeza y depresión, pero de momento he fracasado, y dudo mucho de que alguna vez lo consiga.
De hecho, en este mismo instante desearía poder volver a los pantanos, volver al tiempo en el que tú y yo aún no conocíamos la horrible verdad de nuestro origen, volver a la época anterior a la muerte de Grandmére. Pero no es posible. Para bien o para mal, como te decía, éste es mi destino y tengo que aprender a convivir con él.
Por ahora, lo único que quiero es pedirte perdón una vez más por mi marcha imprevista, y rogarte que cuando tengas la oportunidad, un minuto de recogimiento, ya sea dentro o fuera de la iglesia, digas una oración por mí.
Te echo de menos. Dios te bendiga.
Con todo mi cariño,
RUBY.
Metí el papel en un sobre y escribí las señas. A la mañana siguiente, eché la carta en un buzón camino del instituto. El día no fue muy diferente del anterior, pero me di cuenta de que, al pasar el tiempo, la expectación y el revuelo que despertaban en los estudiantes mi persona y los últimos sucesos se irían apagando. Nada hay tan muerto como las noticias viejas. No esperaba que quienes me habían brindado su amistad y su interés volvieran a dármelos incondicionalmente. Desde luego que no. Eso requería tiempo y un gran esfuerzo por mi parte. De momento, me trataban como si fuera invisible.
Vi a Beau unas cuantas veces y, cada vez que eso ocurría, me miraba con una expresión de vergüenza y compunción. Sentía más lástima por él que por mí, e intenté rehuirle siempre que pude para evitarle sufrimientos. Sabía que había chicas e incluso algunos chicos a quienes les faltaría tiempo para contárselo a sus padres si Beau volvía desafiantemente a mi lado. En cuestión de horas, los teléfonos de su casa sonarían enloquecidos y su familia tomaría represalias.
Aquella tarde, a la vuelta del instituto, me sorprendí cuando Gisselle y Martin se arrimaron al bordillo y me llamaron. Me detuve y fui hasta el coche de Martin.
-¿Qué pasa?
-Si quieres, puedes venir con nosotros -me dijo Gisselle como quien ofrece una limosna-. Martin ha comprado yerba de calidad y vamos a probarla en su casa. Estaremos solos. -Olí el inequívoco aroma de la marihuana y supe que ya había comenzado lo que ellos llamaban pasarlo bien.
-No, gracias -repuse.
-No te invitaré a salir conmigo si te obstinas en decir que no -me amenazó Gisselle-. Nunca entrarás de nuevo en la onda ni volverás a tener amigos.
-Estoy cansada, y además quiero empezar a preparar el examen final -pretexté.
-¡Qué latazo! -se quejó Gisselle.
Martin dio una calada a su porro y me sonrió.
-¿No tienes ganas de reír y llorar a la vez? -preguntó. Su ocurrencia causó la hilaridad de ambos, y me aparté de la ventanilla antes de que pisara el acelerador, saliera como una bala e hiciera chirriar los neumáticos al doblar en la primera esquina.
Continué andando hasta casa y subí directamente a mi habitación para hacer lo que había dicho, iniciar mis tareas. Pero al cabo de una hora escasa, oí un griterío en la planta baja. Intrigada, salí de la habitación y fui hasta el descansillo de la escalera. En el portal había dos policías de tráfico, ambos con la gorra quitada. Unos segundos más tarde, apareció Daphne a toda carrera seguida de Wendy Williams, que le llevaba el abrigo apresuradamente.
-¿Qué sucede? -pregunté.
Daphne hizo un alto junto a los guardias.
-Es tu hermana -dijo con voz chillona-. Martin y ella han tenido un accidente de coche. Tu padre se reunirá conmigo en el hospital.
-Voy contigo -decidí, y bajé los escalones de tres en tres-. ¿Qué ha pasado? -pregunté mientras subía al coche.
-La policía dice que Martin estaba fumando esa inmundicia... esa asquerosa droga. Se ha incrustado en la parte trasera de un autobús.
-¡Oh, no! -El corazón me dio un vuelco. Sólo había visto un accidente automovilístico en toda mi vida. El conductor de un camión de reparto se había emborrachado y se despeñó por un barranco. Cuando vi los destrozos, su cuerpo ensangrentado todavía sobresalía por la astillada ventanilla delantera con la cabeza colgando.
-¿Qué os pasa a los jóvenes de hoy? -bramó Daphne-. Tenéis todo lo que se puede desear y aún os empeñáis en hacer estupideces. ¿Por qué? -dijo histéricamente-. ¿Por qué?
Habría querido responderle que, justamente, el problema era que algunos tenían demasiado, pero guardé mi opinión para mí, sabiendo que se la tomaría como una crítica a su papel de madre.
-¿Te ha explicado la policía si ha sido muy grave? -inquirí.
-Es grave -contestó-. Gravísimo.
Papá nos esperaba ya en la sala de urgencias del hospital. Estaba horriblemente desencajado, roto y avejentado por el golpe.
-¿Qué sabes? -le preguntó Daphne con apremio. Él negó con la cabeza.
-Todavía está inconsciente. Parece ser que se ha estrellado contra el parabrisas. Hay fracturas múltiples. La tienen en rayos X.
-¡Dios mío! -exclamó mi madrastra-. ¡Sólo nos faltaba eso!
-¿Y Martin? -pregunté. Papá elevó hacia mí sus ojos sombríos, tristes, e hizo un movimiento de cabeza-. ¿No habrá... muerto?
Mi padre asintió con la cabeza. Se me aguó la sangre y noté cómo descendía hasta los pies, dejando un dolor hueco y sordo en mi estómago.
-Hace sólo unos minutos -le dijo papá a Daphne. Ella palideció y se aferró a su brazo.
-¡Qué catástrofe, Pierre!
Retrocedí hasta una silla que había junto a la pared y me derrumbé en ella. Aturdida, sólo atiné a mirar como una idiota a la gente que corría de un lado para otro. Esperé y observé mientras papá y Daphne hablaban con los médicos.
Cuando tenía unos nueve años, en los pantanos había un niño de cuatro, Dylan Portier, que cayó de una piragua y se ahogó. Recuerdo que los padres habían recurrido a Grandmére Catherine para que intentara salvarlo y que yo fui con ella. En el momento en que vio aquel cuerpecito yerto en la orilla del canal, la abuela supo que era demasiado tarde y se persignó.
A aquella edad, yo creía que la muerte sólo les sobrevenía a los ancianos. Los jóvenes éramos invulnerables, nos protegían los años de vida que nos habían prometido al nacer. Llevábamos la juventud como un escudo. Podíamos tener trastornos y enfermedades; podíamos sufrir accidentes, algunos muy graves, o también podían mordernos criaturas venenosas, pero de algún modo siempre había un ángel de la guarda que nos salvaba.
La visión de aquel niño inerte, ceniciento, con el cabello adherido a las sienes, los dedos agarrotados en diminutos puños, los ojos herméticamente cerrados y los labios amoratados fue una imagen que me obsesionó durante años.
En lo único que podía pensar en ese momento era en la sonrisa pícara de Martin cuando se alejó de la acera. Me pregunté qué habría pasado si hubiera subido al coche con ellos. ¿Estaría en aquella misma sala de urgencias, o me habría impuesto a Martin y le habría obligado a aminorar y conducir con más cordura?
El destino, como le había dicho a Paul en mi carta, no podía combatirse ni negarse.
Daphne fue la primera en volver de la consulta, con un rostro que denotaba su agonía y agotamiento emocional.
-¿Cómo está? -pregunté con el alma en vilo.
-Ha recuperado el conocimiento, pero sufre una lesión en la espina dorsal -dijo en un tono mortecino, inocuo. Estaba aún más pálida que antes y tenía la mano abierta sobre el corazón.
-¿Y eso qué significa? -indagué, quebrada la voz.
-Que no puede mover las piernas -replicó mi madrastra con una grotesca mueca-. Vamos a tener una inválida en la familia: silla de ruedas, enfermeras... Siento náuseas -añadió de pronto-. Necesito un lavabo. Atiende a tu padre -me ordenó, estirando el índice.
Miré hacia donde me había indicado y lo vi en el otro extremo del pasillo, hablando con un médico. Se diría que lo había arrollado un tren. Estaba apoyado en la pared, muy cabizbajo. El médico le dio unas palmadas en el hombro y desapareció, pero papá no se movió. Me levanté y eché a andar hacia él. Al acercarme alzó la cabeza, con los ojos en un mar de lágrimas y los labios temblorosos.
-Mi pequeña -dijo-, mi princesa... Seguramente será una tullida de por vida.
-¡Ay, papá! -exclamé. Ahora, el aluvión de mis propias lágrimas rivalizaba con el suyo. Me lancé a su cuello, lo abracé, y él sepultó la cara en mi pelo y siguió llorando.
-Ha sido culpa mía -balbuceó-. Me castigan por mis muchas faltas.
-No, papá. No es culpa tuya.
-Sí que lo es -insistió mi padre-. Nunca seré perdonado, nunca. Y padecerán las consecuencias las personas que más quiero.
Fundidos los dos en aquel abrazo, no pude por menos que pensar que, decididamente, él no era culpable de aquella desgracia. Era yo. «Tengo que decirle a Nina que me lleve otra vez a casa de Mama Dede. Hay que deshacer el hechizo.»
Daphne y yo fuimos las primeras en regresar a casa. Al parecer, media ciudad se había enterado ya del accidente. Los teléfonos sonaban sin cesar. Daphne fue derecho a sus aposentos, tras decirle a Edgar que tomara nota de quiénes llamaban y les explicara que todavía no estaba en condiciones de hablar con nadie. Papá llegó en un estado aún más deplorable y, tan pronto cruzó el umbral, se recluyó en la habitación de tío Jean. Yo tenía un mensaje de Beau, y le devolví la llamada antes de ir a ver a Nina.
-No puedo creerlo -me dijo, intentando contener el llanto-. No puedo aceptar que Martin haya muerto.
Le conté lo que había pasado un rato antes, cómo me habían abordado al salir del instituto.
-Él sabía muy bien que no se puede conducir y beber alcohol o fumar yerba a la vez.
-No es lo mismo saberlo que escuchar la voz de la prudencia y obedecerla -le recalqué.
-En tu casa debéis de estar todos deshechos, ¿no?
-Sí, Beau.
-Estoy seguro de que dentro de un rato mis padres irán a visitar a Daphne y Pierre. Si me dan permiso, podría acompañarlos -dijo.
-Quizá no esté.
-¿Adonde vas a ir en una noche como ésta? -preguntó, perplejo por mi respuesta.
-Tengo que ver a una persona.
-¡Ah!
-No es otro chico, Beau -dije rauda al captar el desengaño que había en su voz.
-De todas maneras, es poco probable que me dejen ir -comentó-. Yo también estoy hecho polvo. Si no hubiera tenido entrenamiento de béisbol, tal vez habría estado en ese coche.
-El destino no te ha señalado con su dedo largo y siniestro.
Concluida nuestra conversación, fui al encuentro de Nina. Edgar, Wendy y ella estaban consolándose en la cocina. En el momento en que levantó los ojos y los posó en los míos, la cocinera comprendió por qué la buscaba.
-Usted no tiene la culpa, niña -me dijo-. Quien acoge al diablo en su corazón invita él mismo al mal gris-gris.
Quiero ver a Mama Dede, Nina. Y ha de ser ahora -agregué. Ella miró a los otros dos criados.
-Le dirá lo mismo que yo -afirmó.
-Quiero verla, Nina -repetí-. Lléveme con ella -ordené. La cocinera suspiró y tuvo que claudicar.
-Si madame o monsieur necesitan algo, yo se lo llevaré -prometió Wendy.
Nina se levantó y fue a recoger su billetero. Nos escabullimos velozmente y montamos en el primer tranvía. Cuando llegamos a casa de Mama Dede, su madre parecía saber el porqué. Nina y ella intercambiaron una mirada de complicidad. Una vez más, aguardamos en la sala de estar la entrada de la reina del vudú. Yo no podía desviar los ojos de la caja que contenía la serpiente y la cinta de Gisselle.
Mama Dede entró en la habitación con un redoble de tambores. Como en la sesión anterior, fue hasta el sofá y giró sus ojos grises hacia mí.
-¿Qué te trae de nuevo a mí, niña? -preguntó.
-Yo no quería que ocurriera algo tan terrible -grité-. Martin está muerto y Gisselle ha quedado lisiada.
-Lo que tú quieras que ocurra o deje de ocurrir no influirá en el rumbo del viento. Una vez has dado rienda suelta a tu ira, ya no puedes volver a encadenarla.
-Cometí un terrible error -gemí-. Nunca debí venir aquí. No debí pedirle que actuara.
-Viniste porque estabas predestinada. El Zombi te condujo hasta mí para que hiciera lo que era menester. Tú no tiraste la primera piedra, niña. Papa La Bas encontró una puerta abierta en el corazón de tu hermana y se acurrucó cómodamente en su interior. Ella, y no tú, dejó que el diablo lanzara proyectiles con su nombre escrito al fuego.
-¿No podemos hacer algo para ayudarla? -supliqué.
-Cuando tu hermana haya desterrado totalmente a Papa La Bas de su corazón, vuelve y la Mama consultará al Gran Zombi. Mientras tanto, sería inútil -dijo Mama Dede en un tono concluyente.
-Me siento muy mal -contesté, bajando la cabeza-. Por favor, busque un modo de ayudarnos.
-Dame la mano, niña -dijo Mama Dede. Yo levanté la mirada y le di mi mano. La sostuvo firmemente, con unos dedos que se calentaban cada vez más.
-Todo estaba previsto, pequeña -dijo-. Fuiste atraída aquí por el viento que envió el Gran Zombi. ¿Quieres ayudar a tu hermana, convertirla en una persona mejor, ahuyentar la maldad de su alma?
-Sí -respondí.
-No temas -prosiguió, y atrajo lentamente mi mano hacia la caja de madera. Miré angustiada a Nina, quien se limitó a cerrar los ojos y balancearse en su asiento, entonando un canto entre dientes-. No tengas miedo -insistió Mama Dede, y abrió la tapa-. Introduce la mano y extrae la cinta de tu hermana. Rescátala y nada sucederá que no haya pasado ya.
Vacilé. ¿Osaría escarbar en una caja donde había una serpiente? Sabía que las pitones no son venenosas, pero aun así...
Mama Dede me soltó y se arrellanó en el sofá, a la espera. Pensé en papá, en la desolación de sus ojos y el peso de sus hombros, y despacio, con los ojos entornados, bajé la mano hacia el fondo. Mis dedos rozaron la piel fría y escamosa de la serpiente dormida. Empezó a reptar, pero yo continué moviendo la mano nerviosamente hasta que palpé la cinta. La agarré muy deprisa y la saqué.
-Dios sea loado -dijo Nina.
-Esa cinta -declaró la reina- ha estado en el otro mundo y ha regresado. Guárdala como un objeto sagrado, como si fueran las cuentas de un rosario, y quizá algún día logres reformar a tu hermana. -Se irguió y se volvió hacia Nina-. Ve a encender una vela en la tumba de Marie Laveau.
-Así se hará, Mama -repuso, asintiendo con la cabeza.
-Niña -me dijo entonces Mama Dede-, el bien y el mal también son hermanos. A veces se enroscan uno alrededor del otro como dos tiras de cuerda y cierran nudos en nuestros corazones. Desenreda antes los que tienes en tu interior; luego ayuda a tu hermana a deshacer los suyos.
Dio media vuelta y desapareció tras la cortina. Los tambores ganaron intensidad.
-Vámonos a casa -murmuró Nina-. Tenemos mucho que hacer.
Cuando volvimos, la situación apenas había cambiado, salvo en que Edgar había añadido otra docena de nombres a la lista de llamadas. Daphne seguía descansando en sus habitaciones y papá estaba encerrado en la de tío Jean. Pero de pronto, un poco más tarde, Daphne apareció renovada y elegante, dispuesta para saludar a los buenos amigos que vendrían a confortarles a ella y a papá. Incluso logró convencer a su marido de que bajara a tomar un tentempié. Me senté muy callada y escuché el severo sermón que le hacía sobre la necesidad de autocontrolarse.
-No es momento de que te vengas abajo, Pierre. Pesan sobre nosotros unas tremendas obligaciones y no tengo intención de cargarlas todas sobre mis hombros, como he debido asumir tantas otras -dijo. Él asintió obediente, de nuevo como un niño-. Procura dominarte -ordenó-. Dentro de un rato recibiremos a las visitas, y no quiero acrecentar más aún los inconvenientes que ya hemos de soportar.
-¿No deberíamos preocuparnos más por el estado de Gisselle que por el engorro que pueda causarnos? -me solivianté, incapaz de acallar mi cólera. Detestaba el modo en que aquella mujer avasallaba a mi padre, ya débil y derrotado.
-¿Cómo te atreves a hablarme con ese tono? -saltó mi madrastra, envarando la espalda en su asiento.
-No pretendía ser insolente, pero...
-Te aconsejo, jovencita, que en las próximas semanas camines muy recta, sin decantarte ni un milímetro de la línea trazada. Gisselle no ha sido la misma desde que llegaste, y estoy convencida de que las infracciones que has hecho y la has arrastrado a hacer a ella tienen alguna relación con lo que ha ocurrido ahora.
-¡Eso no es verdad! ¡Ninguna de tus insinuaciones lo es! -grité. Miré a mi padre en busca de apoyo.
-No discutamos entre nosotros -razonó él. Fijó en mí unos ojos congestionados tras largas horas de llanto-. Ahora no, Ruby, te lo ruego. Escucha a tu madre -dijo, y ojeó a Daphne-. En los momentos de crisis, es el pilar más fuerte de la familia. Siempre lo ha sido -terminó con una voz cansada, vencida.
Daphne se hinchó de orgullo y de satisfacción. Durante el resto de nuestro frugal ágape, todos comimos en silencio. Aquella noche se presentaron los Andreas, aunque sin Beau. Les siguieron otros amigos. Yo me retiré a mi habitación y le pedí a Dios que me perdonara por mi espíritu vengativo. Luego me acosté, pero durante horas interminables vagué como una alucinada por la frontera del sueño, sin llegar a encontrar el apacible olvido que tan desesperadamente ansiaba.
Al día siguiente me pasó algo extraño en el instituto. El dramatismo y el impacto del malhadado accidente habían puesto al cuerpo estudiantil en un duelo colectivo. Todo el mundo estaba conmocionado. Las muchachas que habían conocido a Martin no dejaban de llorar y de animarse mutuamente en los pasillos y lavabos. El doctor Storm utilizó el sistema de megafonía para ofrecer oraciones y condolencias. Los profesores nos dieron trabajos auxiliares, incapaces ellos mismos de cumplir con la rutina y sensibles al hecho de que los alumnos tampoco podían concentrarse.
Pero lo extraño fue que me convertí en una persona digna de consuelo, no de indiferencia y desdén. Los estudiantes se me acercaron uno tras otro para charlar conmigo o bien para expresarme su deseo de que Gisselle se restableciera dentro de sus limitaciones. Incluso sus mejores amigas, en especial Claudine y Antoinette, buscaron mi compañía y se mostraron arrepentidas de las gamberradas que me habían hecho y las calumnias que habían difundido sobre mí.
Más que nadie, Beau estuvo a mi lado. Fue una perpetua fuente de aliento. Como amigo íntimo de Martin, era a él a quien acudían los otros chicos para transmitirle su dolor. En la comida, casi todos nuestros compañeros se apiñaron a nuestro alrededor y hablaron con voz queda, apagada.
Después de clase, Beau y yo pasamos por el hospital y encontramos a mi padre tomando un café en el vestíbulo. Acababa de celebrar una nueva consulta con los especialistas.
-La columna está muy dañada. Sus lesiones la han dejado paralítica de la cintura para abajo. Todas las otras heridas cicatrizarán bien -nos informó.
-¿Existen posibilidades de que vuelva a andar? -preguntó Beau con prevención. Papá negó con la cabeza.
-Son prácticamente nulas. Necesitaría una ardua terapia, y grandes dosis de amor y de atenciones -dijo-. Voy a contratar a una enfermera permanente para los primeros meses en casa.
-¿Cuándo podremos verla? -pregunté.
-Está en vigilancia intensiva. Sólo puede visitarla su familia inmediata -contestó papá, mirando a Beau. Él se hizo cargo.
Me encaminé a la unidad de vigilancia intensiva.
-Ruby -me llamó mi padre, y me giré-. No sabe lo de Martin -me avisó-. Cree que sólo está malherido. No he querido decírselo todavía. Ya ha recibido suficientes disgustos.
-De acuerdo, papá -dije, y entré en la sala.
Una enfermera me guió hasta la cama de Gisselle. Al verla allí postrada, con toda la cara contusionada y los tubos intravenosos en el brazo, mi corazón dio un brinco. Absorbí las lágrimas y me aproximé al lecho. Mi hermana abrió los ojos y me miró.
-¿Cómo estás, Gisselle? -le pregunté en voz baja.
-¿Qué aspecto tengo? -dijo ella con una sonrisa sarcástica, y giró la cabeza. Pero enseguida se volvió de nuevo-. Supongo que te alegras de no haber subido al coche con nosotros. Ahora te gustaría decir aquello de «ya te lo advertí», ¿no?
-No -repliqué-. Siento demasiado lo que os pasó. Estoy muy afectada por todo este asunto.
-¿Por qué? Ahora ya nadie dudará de quién es cada una. Yo soy la que no puede caminar. Es fácil de decir -declaró Gisselle-. Yo soy la que no puede caminar -dijo, con un temblor en la barbilla.
-Oh, Gisselle, volverás a caminar. Te ayudaré por todos los medios a mi alcance -prometí.
-¿Y qué puedes hacer, mascullar una plegaria cajún para que se curen mis piernas? Los médicos han estado aquí antes; me han dicho la horrible verdad.
-No pierdas la esperanza. Es lo último que debes hacer. Eso al menos fue lo que... -Iba a decir «lo que me enseñó Grandmére Catherine», pero titubeé.
-¡Qué fácil es hablar! Tú has entrado en este hospital por tu propio pie, y así mismo saldrás -se lamentó mi hermana. Hizo una profunda inhalación, y después suspiró-. ¿Has visto ya a Martin? ¿Cómo está?
-No, aún no lo he visto. He venido derecho aquí -repuse, y me mordí el labio.
-Recuerdo haberle pedido que no corriera tanto -dijo-, pero él lo encontraba divertido. Igual que tú el otro día, de repente todo le pareció graciosísimo. Apuesto a que ahora ya no ríe. Ve a verlo -me dijo-. Y cuéntale lo que me ha ocurrido con todo detalle. ¿Irás?
Asentí con la cabeza.
-Estupendo. Espero que le duela todo; espero... ¿Y qué más da lo que yo pueda decir? -Gisselle clavó los ojos en mí-. Estás contenta de que haya tenido este percance, ¿verdad?
-No. Yo no quería tanto. Sólo...
-¿Qué significa que no querías «tanto»? -me interrumpió. Estudió mi rostro unos instantes-. ¿Acaso me deseabas algún mal? Habla.
-Sí -respondí-. Lo admito. Fuiste tan mezquina conmigo, me metiste en tantos embrollos y me rebajaste de tal modo, que fui a ver a una reina del vudú.
-¿Cómo?
-De todas maneras, ella me aseguró que no era yo la culpable -puntualicé-. La auténtica causante fuiste tú porque albergabas odio en tu corazón.
-Me importa un rábano lo que piense esa mujer. Le contaré a papá lo que hiciste y te aborrecerá de una vez por todas. Quizá ahora te mande de vuelta a los pantanos.
-¿Es eso lo que deseas, Gisselle?
Ella reflexionó un momento y por fin sonrió, pero era una sonrisa tan falsa, tan vil, que me produjo escalofríos en toda la espalda.
-No. Lo que quiero es que me compenses. Desde ahora y hasta que yo lo mande, me resarcirás por lo que he perdido.
-¿Y qué tendré que hacer?
-Todo lo que te pida -repuso mi hermana-. Más te vale.
-Ya te he dicho que voy a ayudarte, Gisselle. Y lo haré porque es mi deseo, no porque tú me amenaces -subrayé.
-Haces que vuelva a tener migraña -gimió.
-Lo lamento. Enseguida me marcho.
-No hasta que yo te lo ordene -dijo. Aguardé, mirándola sin pestañear-. Bien, puedes irte. Pero ve junto a Martin, explícale lo que te he dicho y regresa antes de la noche para repetirme sus comentarios. Venga, en marcha -mandó, e hizo una mueca de dolor. Me giré y empecé a alejarme-. ¡Ruby! -me llamó.
-¿Qué quieres, Gisselle?
-¿Sabes cuál es el único modo de que seamos gemelas otra vez? Yo te lo diré. Quédate inválida -me espetó, y cerró los ojos.
Hundí la cabeza y salí de la unidad. Las prescripciones de Mama Dede serían mucho más difíciles de aplicar de lo que había intuido. ¿Desenredar la hermandad del amor y la inquina en el alma de Gisselle? Pensando que era como impedir la caída de la noche, fui a reunirme con mi padre y con Beau, que esperaban en el vestíbulo.
Dos días más tarde, Gisselle se enteró del fallecimiento de Martin. La noticia la dejó sin habla. Era como si creyera que todo lo que le había ocurrido, las heridas, la parálisis, no fuera más que un sueño con un inminente final. Los médicos le darían unas píldoras y la enviarían a casa para reemprender su vida cotidiana allí donde la había dejado. Pero cuando le comunicaron que Martin había muerto y que precisamente aquel día se celebraría el funeral, se demudó, toda ella blanca y consumida, y contrajo la boca. No lloró delante de Daphne ni de papá y, al marcharse ellos y quedarnos las dos solas, tampoco vertió una lágrima en mi presencia. Pero en el momento en que me retiraba para ir al entierro, la oí sollozar. Regresé presta a su lado.
-Gisselle -dije, acariciando su cabello. Ella cambió de postura para mirarme, pero no con gratitud porque había vuelto a darle ánimos, sino con unos ojos airados y rencorosos.
-A Martin también le gustabas más tú. ¡Maldita sea! -gimoteó-. Siempre que salíamos juntos hablaba de ti. Fue él quien quiso que te unieras a nosotros la otra tarde. Y ahora ha muerto -añadió, como si yo hubiera sido su ejecutora.
-Lo siento, Gisselle. Ojalá pudiera hacer algo para remediarlo -dije.
-Vete a ver a tu reina del vudú -me soltó, y me dio la espalda.
Me quedé unos momentos sin reacción, y luego eché a correr para alcanzar a papá y a Daphne.
El funeral de Martin fue multitudinario. Asistieron muchos estudiantes. Beau y el equipo de béisbol fueron los portadores del féretro. Me sentí mareada y descompuesta durante toda la ceremonia, y respiré cuando mi padre estrechó mi mano y nos llevó al exterior.
Llovió todo aquel día y los posteriores. Creí que la lobreguez nunca abandonaría nuestros corazones ni nuestras vidas, pero una mañana me despertó un rayo de sol y, cuando llegué al instituto, vi que la nube de la aflicción se había dispersado. Cada pájaro había vuelto a su nido. Claudine ocupó la posición de liderazgo en la que había exultado Gisselle, pero no me importó, pues pasaba poco tiempo con las amigas de mi hermana. Mi único interés era estudiar y estar con Beau siempre que podía.
Finalmente, Gisselle pudo ser trasladada del hospital a casa. Había iniciado ya una terapia, pero, por lo que dijo Daphne, no cooperaba en absoluto. Mi padre contrató una enfermera privada, la señora Warren, que había trabajado en clínicas de veteranos de guerra y se había especializado en los pacientes aquejados de algún tipo de parálisis. Tenía unos cincuenta años y era alta, con el cabello moreno muy corto y unas facciones duras, casi varoniles. Supe que poseía una gran fuerza en los antebrazos al ver cómo se abultaban sus venas la primera vez que aupó a Gisselle para acomodarla. Llegó muy imbuida de los modales militares, dando órdenes desabridas a la servidumbre y arengando a Gisselle como si fuera una recluta y no una inválida. Yo estaba presente cuando mi hermana protestó, pero la señora Warren se mostró inflexible.
-El tiempo de compadecerte a ti misma ha pasado -declaró-. Es la hora de trabajar con ahínco para que seas lo más autosuficiente posible. No toleraré que te conviertas en un fardo en esa silla de ruedas, así que quítate la idea de la cabeza. Cuando termine contigo, habrás aprendido a hacerlo casi todo por ti misma, y lo pondrás en práctica. ¿Has comprendido?
Gisselle la miró anonadada unos instantes y se giró hacia mí.
_-Ruby, acércame el espejo -dijo-. Quiero peinarme un poco. Estoy segura de que los chicos vendrán a verme en tropel en cuanto sepan que he vuelto a casa.
-Cógelo tú misma -le cortó la enfermera-. Empuja tu silla y ve a buscarlo.
-Ruby me lo traerá -se sublevó Gisselle-. ¿Verdad que sí, Ruby? -Fijó en mí unos ojos acerados.
Fui hacia el tocador.
-Así no la estás ayudando -me dijo la señora Warren.
-Lo sé -respondí. Pero de todas maneras le llevé el espejo a Gisselle.
-Acabará por esclavizaros a todos. Te lo advierto.
-A Ruby no le molesta ser mi esclava. Al fin y al cabo somos hermanas, ¿verdad, Ruby? -replicó Gisselle-. Díselo -me ordenó.
-No me molesta -repetí.
-Pues a mí, sí. Sal de aquí mientras dirijo la terapia -me mandó la señora Warren.
-Yo le diré a Ruby cuándo tiene que irse -gritó Gisselle-. Ruby, quédate.
-Pero Gisselle, si la señora Warren cree que es conveniente que me marche, es mejor hacerle caso.
Mi hermana cruzó los brazos y me miró con ojos amenazadores.
-No te muevas de donde estás -ordenó.
-Vamos a ver... -empezó a decir la enfermera.
-Está bien -cedió mi hermana, sonriendo-. Puedes retirarte, Ruby. Haz el favor de llamar a Beau y decirle que le espero dentro de una hora.
-Que sean dos -corrigió la señora Warren.
Asentí y me fui. Por una vez, coincidía plenamente con Daphne: la vida iba a ser mucho más complicada y desagradable con Gisselle inválida. El accidente, sus terribles secuelas y el período de postración no habían cambiado su personalidad. Al igual que antes, pensaba que todo había que dárselo hecho, en esos momentos más aún. Medité que nunca debería haberme sincerado con mi hermana. Le había servido en bandeja de plata la oportunidad de sojuzgarme.
Si había concebido la ilusoria idea de que el estado de Gisselle menguaría su seguridad en sí misma en el capítulo de los chicos, esa idea se desvaneció de mi mente al ver cómo reaccionaba cuando Beau y algunos compañeros de béisbol fueron a visitarla. Cual una emperatriz demasiado divina para que sus pies tocaran la tierra, se empeñó en que Beau la paseara en brazos de una habitación a otra, por toda la casa, en lugar de empujar la silla de ruedas. Agrupó a todos los muchachos a su alrededor y le pidió a Todd Lamben que le hiciera masaje en los pies mientras hablaba, principalmente para quejarse de la señora Warren y de la espantosa experiencia a la que estábamos sometiéndola.
-Juro -dijo- que si no venís un rato cada día me volveré loca de remate. ¿Lo haréis? ¿Queréis prometerlo? -preguntó con ojos lánguidos. Por supuesto, ellos accedieron. Mientras duró la visita, mi hermana no paró de darme órdenes, exigiendo vasos de agua o almohadas para la espalda y dándome gritos como si realmente fuera su esclava.
Más tarde, cuando Beau la hubo llevado a su habitación y los chicos desfilaron ante ella para darle un beso de despedida, nos quedamos por fin unos minutos a solas.
-Me doy cuenta del infierno que vas a vivir de ahora en adelante -dijo Beau.
-No me importa.
-Tu hermana no te merece -me susurró, y se inclinó para besarme. En aquel preciso instante, resonó en el pasillo el taconeo de Daphne. Salió marcialmente de las sombras, pero en sus feroces ojos perduraban aún resquicios de penumbra. Se detuvo a unos metros de nosotros, con los brazos cruzados en el pecho, y nos lanzó una mirada fulminante.
-Quiero hablar contigo ahora mismo, Ruby -dijo-. Beau, es mejor que te vayas.
-¿Que me vaya?
-Ahora mismo -contestó ella, con una voz tan lacerante como si fuera un látigo.
-¿Ocurre algo? -inquirió Beau en tono respetuoso.
-Prefiero debatirlo con tus padres -dijo Daphne. Él me miró y fue presuroso al vestíbulo, donde le aguardaban sus camaradas.
-¿Qué es lo que pasa? -pregunté a mi madrastra.
-Ven conmigo -me ordenó.
Giró en redondo y volvió a adentrarse en el pasillo. Seguí sus pasos remisa, acuciada por un mal presentimiento. Daphne se detuvo en la puerta de mi estudio y se encaró conmigo.
-Si Beau no hubiera abandonado a Gisselle por ti, nunca habría viajado en aquel coche con Martin -declaró-. No entendía por qué había dejado tan inesperadamente a una sofisticada señorita criolla para salir con una rudimentaria cajún. Anoche supe la respuesta -dijo-. Como una inspiración del cielo. Y, desde luego, mis íntimas sospechas resultaron ser ciertas. -Abrió de par en par la puerta del estudio-. Pasa.
-¿Por qué? -pregunté, pero hice lo que me ordenaba.
Daphne me observó un momento con ojos coléricos y, entrando detrás de mí, fue derecho hasta el caballete.
Abrió el cuaderno y descartó los dibujos en los que había trabajado últimamente hasta llegar al desnudo de Beau. Reprimí una exclamación.
-Esta figura es demasiado perfecta para que la hayas sacado de tu imaginación pecaminosa -aseveró-. ¿Me equivoco? Y no me mientas -añadió.
Tomé aliento antes de contestar.
-Nunca te he mentido, Daphne -dije-, ni lo haré ahora.
-¿Posó para ti?
-Sí-confesé, y ella asintió con la cabeza-. Pero...
-Quítate de mi vista y no te atrevas a poner los pies en el estudio. Si de mí depende, la puerta quedará cerrada para siempre. ¡Vete! -rugió con el brazo en alto y el dedo extendido.
Di media vuelta y me alejé corriendo. Me pregunté quién estaba más desvalida en aquella casa, si Gisselle o yo.
20. PRISIONERA EN UNA JAULA DE ORO
Desde el desgraciado accidente, mi padre deambulaba de un lado a otro como si hubiera perdido las ganas de vivir. Tenía los hombros caídos, la cara espectral, los ojos opacos. Apenas comía, cada día estaba más demacrado, apenas cuidaba su apariencia. Y pasaba las horas muertas en la habitación de tío Jean.
El tono de Daphne era siempre crítico, avinagrado. En vez de ofrecerle compasión y solidaridad, se quejaba a todas horas de sus propios problemas y le reprochaba que le dificultara aún más las cosas. Jamás se detuvo a analizar cuánto sufría.
Así pues, no me pilló de sorpresa que le contara a boca de jarro lo que había encontrado en mi estudio de arte y sus implicaciones. Me dolió más por papá que por mí; sabía cuan devastador sería para él como colofón de lo que ya había pasado. Fustigado por lo que consideraba un justo castigo divino a sus pecados de juventud, escuchó las revelaciones de Daphne cual un condenado a muerte a quien le dicen que ha sido denegada su última petición de clemencia. No opuso la menor resistencia a su decisión de clausurar mi estudio y suspender las clases de arte, ni emitió una palabra de protesta cuando me sentenció a un auténtico arresto domiciliario.
Naturalmente, no podía ver a Beau ni hablar con él. Incluso se me prohibió el uso del teléfono. Todos los días debía ir directamente del instituto a casa y, o bien ayudar a la señora Warren en el manejo de Gisselle, o bien hacer mis tareas. Resuelta a reforzar su implacable supremacía sobre papá y sobre mí, Daphne me llamó al estudio y me interrogó en su presencia, sólo para demostrarle más allá de toda duda que era tan mala como ella había pronosticado.
-Te has comportado como una pequeña ramera -me acusó-, utilizando tu talento artístico para la promiscuidad sexual. ¡Y en mi propia casa!
»Pero lo más embarazoso de todo es que has corrompido al hijo de una de las familias criollas más respetadas de Nueva Orleans. Están embargados por el pesar.
«¿Tienes algo que alegar en tu defensa? -preguntó como lo haría un juez del tribunal supremo.
Levanté la vista y observé a papá, que estaba sentado con las manos en el regazo y los ojos vidriosos. En aquellas condiciones, hablar sería superfluo. No lo creía capaz de escuchar ni de entender una sola palabra, y supuse que Daphne desestimaría e invalidaría cualquier excusa o justificación que pudiera presentar. Negué con la cabeza y bajé la vista.
-En ese caso, sube a tu habitación y haz exactamente lo que te he indicado -dijo mi madrastra, y me fui sin más.
Beau también fue castigado. Sus padres le requisaron el coche y restringieron sus actividades sociales durante un mes. Cuando lo vi en el instituto, estaba decaído y contrito. Sus amigos sabían que tenía líos familiares, pero ignoraban los pormenores.
-Tienes que perdonarme -dijo-. Toda la culpa es mía. Te he metido a ti y a mí mismo en un buen berenjenal.
-Nada hice que no deseara, Beau. Además, tú y yo nos queremos, ¿no?
-Sí -me confirmó-. Pero estoy atado de pies y manos. Nada podré hacer hasta que las aguas vuelvan a su cauce, si es que vuelven. Nunca había visto a mi padre tan exasperado. Daphne ha sabido calarle hondo. Te ha achacado a ti casi toda la responsabilidad... injustamente -añadió enseguida-. Pero ahora él cree que eres una especie de vampiresa. Te ha llamado femmefatale, aunque no sé lo que significa. -Miró nervioso a nuestro alrededor-. Si se entera ni siquiera de que me he acercado a ti...
-Lo sé -respondí tristemente, y le describí mis muchas prohibiciones. Él se disculpó de nuevo y se marchó a la carrera.
Gisselle estaba extática. Cuando la vi después de que Daphne le refiriera la historia, literalmente desbordaba júbilo. Incluso la señora Warren comentó que había encontrado a la paciente más exuberante y vigorosa que nunca; había ejecutado el ritual terapéutico sin rechistar.
-Le he suplicado a mamá que me dejara ver el dibujo -dijo mi hermana-, pero al parecer ya lo ha destruido. Siéntate conmigo y explícamelo con todo detalle. ¿Cómo le convenciste de que se quitara la ropa? ¿En qué postura posó? ¿Le dibujaste de cuerpo entero?
-No me apetece hablar de ese tema, Gisselle -contesté.
-Pues tendrá que apetecerte -me atajó-. Me paso el día encerrada, realizando ejercicios estúpidos con esa enfermera gruñona o estudiando las lecciones que me pone el preceptor, mientras tú gozas de la vida a pleno pulmón. Quiero saberlo todo. ¿Cuándo ocurrió? ¿Ha sido recientemente? ¿Después de la sesión, qué hicisteis? ¿Te desnudaste tú también? ¡Respóndeme! -vociferó.
¡Cuánto habría deseado poder hablarle sin reservas!
Lo habría dado todo por tener una hermana en la que confiar, una hermana que me diera consejos desinteresados y que fuera comprensiva y cariñosa. Pero Gisselle sólo quería que excitara su morbo y recrearse en mi angustia y mi dolor.
-Ahora no puede ser -insistí, y me dirigí hacia la puerta.
-Te conviene hacerlo -gritó ella a mi espalda-. Si no, les contaré lo de la reina del vudú. ¡Vuelve aquí inmediatamente, Ruby!
Sabía que Gisselle cumpliría su amenaza, lo que, sumado a todo lo demás, hundiría al pobre papá en una depresión de la que nunca volvería a emerger. Atrapada, encadenada a la honesta confesión que le hiciera a mi hermana, retrocedí y dejé que me sonsacara toda la información.
-Lo sabía -dijo muy ufana-. Sabía que algún día te seduciría.
-No me sedujo -le rebatí-. Beau me ama, y es correspondido. -Gisselle rió.
-Beau Andreas sólo se ama a sí mismo. Eres una ingenua, una niñita cajún cándida y boba -me atacó. Luego sonrió de nuevo-. Tráeme el orinal. Tengo que hacer pis.
-Ve tú a buscarlo -repliqué, y me levanté de un brinco.
-¡Ruby!
No me detuve. En una exhalación, salí de su habitación y fui a la mía para arrojarme sobre la cama y hundir el rostro en la almohada. Me pregunté si Grandpére y Buster me habrían hecho sufrir más que mi nueva familia.
Unas horas después, me sorprendió oír unos golpecitos en mi puerta. Me incorporé, suprimí todo rastro de lágrimas y dije «Adelante». Esperaba que fuera mi padre, pero era Daphne. Se irguió en el umbral con los brazos cruzados a su manera habitual, pero no parecía enfadada.
-He estado pensando -dijo con voz pausada-. Mis criterios sobre ti y lo que has hecho no han cambiado, ni es mi intención suavizarte el castigo, pero he decidido darte una oportunidad de expiar tus malas acciones, y especialmente de recuperar el favor de tu padre. ¿Te interesa?
„ -Sí -dije, y me quedé unos momentos en suspenso-. ¿Qué tengo que hacer?
-Este sábado es el cumpleaños de tu tío Jean. Normalmente, Pierre iría a visitarlo, pero en su actual estado de ánimo no es recomendable que haga visitas, y menos aún a su hermano menor mentalmente trastocado -declaró-. Como de costumbre, las tareas difíciles recaen sobre mí. Debo ir sola, y se me ha ocurrido que tal vez tendrías la gentileza de acompañarme en representación de tu padre.
»Como es lógico, Jean no comprenderá quién eres, pero...
-¡Cuenta conmigo! -la interrumpí, incapaz de contener mi euforia-. Siempre he querido ir de todos modos.
-¿En serio? -Daphne me apresó en una de sus miradas escrutadoras, y luego retorció los labios-. Entonces, estamos de acuerdo. Saldremos el sábado a primera hora de la mañana. Ponte algo apropiado. Confío en que a estas alturas ya habrás entendido lo que quiero decir.
-Sí, mamá. Gracias.
-Ah, una cosa más -dijo antes de volverse-. No menciones esto a Pierre. Sólo lo haría sentirse peor. Se lo diremos al regresar.
-Sí-dije.
-Espero estar haciendo lo correcto -concluyó, y desapareció.
¿Hacer lo correcto? No podría haber obrado mejor. Finalmente me dejaban hacer una contribución significativa a la felicidad de mi padre. Tan pronto regresara del sanatorio, lo buscaría allí donde estuviera y le describiría de principio a fin cada segundo pasado junto a Jean. Fui al armario para escoger un vestido que Daphne encontrara apropiado.
Cuando le conté el episodio a Gisselle, se quedó de piedra.
-¿El cumpleaños de tío Jean? Sólo mamá puede acordarse de una fecha como ésa.
-Ha sido todo un gesto invitarme a ir con ella -dije.
-Me alegro de que no me lo pidiera a mí. Odio ese lugar. ¡Es tan deprimente! No ves más que perturbados, entre ellos jóvenes de nuestra misma edad.
Nada de lo que dijera mi hermana podría disminuir mi excitación. Cuando llegó por fin la mañana del sábado, estaba vestida horas antes de la estipulada y puse especial empeño en mi peinado, volviendo ante el espejo media docena de veces para asegurarme de que no se había desviado ni una sola greña. Sabía lo intransigente que era a veces Daphne.
Me llevé una desilusión al descubrir que mi padre no había bajado a desayunar. Aunque tenía instrucciones de no decirle a dónde íbamos, me habría gustado que viera lo guapa que estaba.
-¿Y papá? -le pregunté a Daphne.
-Sabe qué día es hoy -me aclaró ella después de repasarme de pies a cabeza-. Eso ha precipitado uno de sus peores ataques melancólicos de los últimos tiempos. Dentro de un rato Wendy le subirá una bandeja a su habitación.
Desayunamos, y un poco más tarde salimos hacia el centro. Daphne estuvo callada la mayor parte del trayecto, salvo cuando yo le preguntaba algo.
-¿Qué edad tiene actualmente tío Jean?
-Treinta y seis años -respondió.
-¿Lo conociste de joven?
-Desde luego que sí -dijo Daphne. Me pareció detectar en sus labios una sutil sonrisa-. No creo que hubiera una sola muchacha casadera en Nueva Orleans que no hubiera reparado en él.
-¿Cuánto tiempo hace que está internado en ese centro?
-Más de quince años.
-¿Y cómo está? Es decir, ¿en qué estadio se encuentra su enfermedad? -persistí. Tuve la impresión de que Daphne no quería contestar.
-Dentro de poco lo verás por ti misma -dijo al fin-. Y por favor, reserva tus preguntas para los médicos y las enfermeras -añadió, una salida que no dejó de extrañarme.
El centro estaba a unos treinta kilómetros de la ciudad. Se hallaba alejado de la autopista, al final de un camino de tierra largo y tortuoso, pero lo rodeaban unos terrenos magníficos, con abundantes sauces llorones, rocallas y fuentes, así como estrechas veredas que tenían a cada tramo unos pintorescos bancos de madera. Al acercarnos, vi a varios ancianos escoltados por personal sanitario. Tras aparcar el coche en un espacio libre y apagar el motor, Daphne me hizo unas recomendaciones.
-Cuando entremos, no quiero que hables con nadie ni que preguntes a desconocidos. Esto es una institución mental, no el instituto. Pégate a mí, espera, y haz todo lo que te indiquen. ¿Está claro? -preguntó.
-Sí-dije.
Había algo en su tono de voz y en su mirada que me aceleró el pulso. El edificio de cuatro plantas, estucado en gris, se elevaba ominosamente y proyectaba una sombra alargada y oscura sobre nosotras y el coche. Al aproximarnos a la entrada central advertí que había barrotes en las ventanas y que muchas tenían echadas las persianas.
Desde la carretera e incluso en la avenida de acceso, el centro parecía muy atractivo y acogedor, pero en ese momento, visto de cerca, proclamaba su verdadera finalidad y recordaba al visitante que las personas que hospedaba estaban allí porque no podían desenvolverse con normalidad en el mundo exterior. Los barrotes sugerían que algunos podían ser incluso peligrosos para la comunidad. Tragué saliva y crucé la entrada detrás de Daphne. Caminaba con la cabeza alta como era habitual, en una postura de principesca rigidez. Sus tacones repiqueteaban en el pulido suelo de mármol, lanzando ecos por el inmaculado zaguán. En la recepción, una cabina de cristal situada enfrente de nosotras, una mujer enfundada en un uniforme blanco escribía en unos gráficos. Levantó la mirada cuando nos acercamos.
-Soy Daphne Dumas -se anunció mi madrastra con aires de autoridad-. He venido para ver al doctor Cheryl.
-Le informaré de que ha llegado, madame Dumas -contestó la recepcionista, y descolgó al instante el auricular de su teléfono-. Tomen asiento si lo desean -ofreció, mostrándonos unos bancos con cojines. Daphne se volvió y me indicó que me sentara. Obedecí prontamente y aguardé con las manos en el regazo, estudiando el entorno. Las paredes eran lisas, sin un cuadro, un reloj ni adorno alguno.
-El doctor Cheryl le recibirá ahora, madame -dijo la recepcionista.
-Ruby -me llamó Daphne, y fuimos las tres hasta una puerta enrejada que se accionaba electrónicamente. La mujer tocó el botón, y pasamos a un corredor.
-Por aquí-señaló, y nos condujo por el pasillo hasta una sección de despachos. En el primero de la derecha había una placa que rezaba DOCTOR EDWARD CHERYL, JEFE DE ADMINISTRACIÓN. La recepcionista abrió la puerta y entramos en el despacho.
Era una sala muy espaciosa, cuyas ventanas no ostentaban barrotes de protección. Las persianas estaban a media altura. A la derecha había un inmenso sofá de piel marrón claro, y al otro lado un canapé a juego. En las paredes se alineaban largas hileras de anaqueles de libros, a los que se intercalaba alguna que otra pintura impresionista, en su mayoría escenas rurales. Atrajo mi interés una que representaba un campo en los pantanos. , Detrás de su escritorio, el doctor Cheryl había colgado sus diplomas y certificados. Ataviado con una bata de laboratorio, se incorporó cortésmente para saludar a Daphne. Era un hombre de entre cincuenta y cincuenta y cinco años, con una tupida mata de cabello castaño oscuro, ojos pequeños de color avellana, la nariz breve y la boca muy fina. Su mentón era tan redondo, que se diría que habían olvidado moldearlo. De una estatura algo inferior al metro ochenta, tenía una complexión delgada y los brazos muy largos. Su sonrisa era tensa y titubeante como la de un niño inseguro. Aunque era ilógico sólo pensarlo, me pareció que se ponía nervioso en presencia de Daphne.
-Buenos días, madame Dumas -dijo, tendiéndole la mano. Cuando estiró el brazo, la manga de su bata se arremangó hasta media distancia del codo. Daphne apretó sus dedos levemente, como si detestara su contacto o temiera que pudiera contaminarla. Hizo una inclinación de cabeza y se sentó en la butaca de forma anatómica que había frente al escritorio. Yo me quedé de pie a su lado.
La atención del doctor derivó de inmediato hacia mí. La intensidad de su escrutinio me intimidó. Finalmente, tras un paréntesis que se me hizo eterno, me ofreció también una sonrisa, aunque igualmente incierta.
-¿Así que ésta es la joven? -preguntó, rodeando el escritorio.
-Sí. Se llama Ruby -dijo Daphne, e hizo una mueca burlona como si mi nombre fuera lo más ridículo que había oído en toda su vida. Él asintió con la cabeza, pero continuó atento a mí. Obediente a las órdenes de Daphne, no abrí la boca hasta que me habló de manera expresa.
-¿Y cómo nos encontramos hoy, señorita Ruby? -preguntó.
-Muy bien.
El doctor movió la cabeza y miró a Daphne.
-¿Físicamente goza de buena salud? -inquirió. «¡Qué pregunta tan insólita!», pensé, arrugando el entrecejo con curiosidad.
-Fíjese en ella. ¿Diría que tiene alguna deficiencia física? -replicó mi madrastra. Era tan intemperante con el doctor como podía serlo con cualquiera de los criados, pero a él no parecía ofenderlo. Volvió a escudriñarme.
-No, claro. Bien, para empezar, déjame que te enseñe nuestro centro -propuso. Dio un paso en dirección a mí y de espaldas a Daphne. Yo la consulté con los ojos, pero ella mantuvo la mirada al frente-. Quiero que te sientas a gusto entre nosotros, lo más cómoda posible.
Su sonrisa se ensanchó, pero había en ella una nota falsa.
-Gracias -respondí. No sabía qué decir. Era consciente de que mi padre y Daphne habían hecho cuantiosas donaciones al centro además de pagar la estancia de tío Jean, pero aun así me aturullaba que me tratara como a una persona muy importante.
-Creo que tienes dieciséis años.
-Sí, monsieur.
-Por favor, llámame doctor Cheryl. Quiero que seamos buenos amigos. Siempre que tú estés de acuerdo, por supuesto -añadió.
-Lo estoy, doctor Cheryl. -Él asintió con la cabeza y se dispuso a salir.
-¿Madame? -dijo, vuelto hacia Daphne.
-Prefiero esperar aquí -repuso ella sin mirarnos. ¿Por qué se comportaba de un modo tan raro?
-Muy bien, madame. Vamos, mademoiselle. -El doctor me indicó una puerta lateral. No pude ocultar mi confusión.
-¿Adonde vamos?
-Como te decía, si no tienes ninguna objeción me gustaría mostrarte nuestra clínica.
-Conforme -contesté, y me encogí de hombros.
Fui hasta la puerta y él la abrió y me guió por un segundo pasillo que moría en un corto tramo de escaleras. «Este lugar es un laberinto», cavilé tras doblar en una intersección y enfilar otro corredor que iba en sentido distinto. Continuamos andando hasta llegar a un amplio ventanal y asomarnos a un recinto que era claramente una sala de recreo. Pacientes de todas las edades, desde adolescentes a ancianos decrépitos, jugaban a las cartas, al dominó y demás juegos de salón. Algunos veían la televisión, y unos cuantos realizaban trabajos manuales como cuerdas trenzadas, costura o labores de punto. Otros leían revistas. Un muchacho con el cabello rojizo como un boniato, que aparentaba tener diecisiete o dieciocho años, los contemplaba ensimismado y sin moverse. Media docena de enfermeros rondaban por la estancia supervisando las actividades y deteniéndose de vez en cuando a hablar brevemente con los enfermos.
-Como ves, ésta es la zona de recreo. Los pacientes que están en condiciones pueden venir aquí durante su tiempo libre y hacer lo que más les plazca. Pueden incluso, como el joven Lyle Black, sentarse y no mover un dedo.
-¿Viene mi tío aquí? -pregunté.
-Por lo general, sí, pero hoy se ha quedado en su cuarto para esperar a madame Dumas. Tiene una habitación preciosa -afirmó el doctor Cheryl-. Por aquí -me indicó.
Nos plantamos frente a otra puerta. Era la biblioteca.
-Tenemos más de dos mil volúmenes y un sinfín de revistas -explicó el doctor.
-Está muy bien -dije.
Proseguimos la marcha hasta lo que tenía todo el aspecto de ser un pequeño gimnasio.
-Nunca descuidamos el bienestar físico de nuestros pacientes. Ésta es la sala de ejercicios. Cada mañana hacemos una tabla completa. Algunos internos incluso nadan en la piscina, que se halla ubicada en la parte trasera del edificio. Allí-anunció, avanzando unos metros y mostrándome el extremo derecho del pasillo-, está el consultorio clínico. Tenemos un dentista con horario regular, así como varios doctores de medicina general que acuden previa llamada. Y también hay un salón de belleza -dijo muy sonriente-. Ahora iremos por ese otro lado -declaró, apuntando el índice hacia el corredor opuesto.
Empecé a especular sobre Daphne. Me sorprendía que se hubiera quedado en el despacho y que tuviera tanta paciencia. En más de una ocasión me había expresado con diáfana claridad cuánto detestaba aquellas visitas. Sabía que su mayor deseo era despachar el asunto e irse cuanto antes. Inquieta además de confusa, seguí al doctor Cheryl. No quería parecer grosera ni desagradecida, pero estaba ansiosa por ver a mi tío.
Doblamos una esquina y salimos a lo que debía de ser una sección administrativa totalmente nueva. Había una enfermera sentada tras un mostrador. Dos enfermeros, unos tipos fortachones que rozaban los treinta años, charlaban tranquilamente con ella. Volvieron las cabezas al acercarnos.
-Buenos días, señora McDonald -dijo el doctor Cheryl. La enfermera del mostrador levantó la vista. Tenía una expresión más afable que la señora Warren, aunque era de una edad similar, con el cabello canoso cortado recto sobre la nuca.
-Buenos días, doctor.
-Hola, chicos -saludó a los dos enfermeros-. ¿Va todo bien esta mañana? -Ellos asintieron con la cabeza, los ojos fijos en mí-. Como ya sabe, señora McDonald, madame Dumas nos ha traído a su hija. Le presento a Ruby -dijo, girándose hacia mí.
Lo miré, confusa. «¿Nos ha traído a su hija?» ¿Qué quería decir? ¿Por qué no terminaba la frase y decía que estaba allí para visitar a mi tío Jean?
-Ruby, la señora McDonald es la encargada de esta planta y atiende las necesidades del personal y los pacientes. Es la mejor jefa de enfermeros de un departamento de psiquiatría en todo el país. Estamos orgullosos de tenerla en nuestra plantilla.
-No lo comprendo -dije-. ¿Dónde está mi tío?
-Él ocupa una planta diferente -me aclaró el doctor Cheryl, y me dedicó otra de sus sonrisas tirantes, superpuestas-. Ésta la tenemos destinada a los enfermos eventuales. No creo que tengas que pasar mucho tiempo ingresada.
-¿Cómo? -pregunté, dando un paso atrás-. ¿Ingresada yo? ¿Qué significa esto?
La señora McDonald y el doctor se miraron fugazmente.
-Suponía que tu madre te lo habría explicado antes de venir -dijo él.
-¿Explicarme qué?
-Que vamos a evaluarte, a tenerte en observación. ¿No diste tu conformidad?
-¿Pero es que están todos locos? -grité. Los auxiliares sonrieron al oírme, pero el doctor Cheryl se puso en tensión.
-¡Oh, Dios! -exclamó-. Y yo que pensaba que sería uno de nuestros casos más fáciles...
-Quiero volver con mi madre -me cuadré. Di un vistazo al pasillo, tan desconcertada y hecha trizas que ya no sabía qué camino tomar.
-Relájate, por favor -dijo Cheryl en tono conciliador.
-No puedo. ¿Intentan internarme como paciente y usted quiere que me relaje?
-No eres una paciente en el estricto sentido de la palabra -respondió él cerrando y abriendo los ojos-. Tenemos que hacerte unas pruebas.
-¿Con qué objeto?
-¿Por qué no te instalas en tu habitación y luego tenemos una pequeña charla? Si no hay algo irregular, te enviaré de vuelta a casa -dijo el doctor con su pequeña sonrisita.
-Estoy perfectamente sana -insistí, sin dejar de retroceder-. Quiero ir con mi madre, y tiene que ser ahora. He venido aquí a visitar a mi tío. Eso es todo.
El doctor Cheryl le hizo una seña a la señora McDonald, que se incorporó de su silla.
-Si te obstinas en no cooperar, Ruby, sólo lograrás perjudicarte -dijo, y salió de detrás del mostrador. Los dos enfermeros hicieron ademán de seguirla. Yo continué retrocediendo y negando con la cabeza.
-Esto es un error. Déjenme en paz.
-Cálmate -insistió el doctor.
-No quiero.
El enfermero de mi derecha me rebasó ágilmente para cortarme la retirada. No me tocó, pero se mantuvo detrás de mí, amilanándome con su presencia. Rompí a llorar.
-Por favor -imploré-, llévenme con mi madre. Ha habido una equivocación. Déjenme salir.
-En su momento te prometo que lo haré -aseveró el doctor Cheryl-. ¿Puedo enseñarte ya tu habitación? En cuanto veas lo confortable que es...
-No. No me interesan sus habitaciones.
Me volví como el rayo e intenté esquivar al enfermero, pero él me agarró por el brazo y lo atenazó tan fuerte en la muñeca que me produjo un fuerte dolor. Emití un chillido, y la señora McDonald entró también en acción.
-Arnold -llamó al segundo enfermero. Él se adelantó para inmovilizar mi otro brazo.
-No la lastiméis -ordenó Cheryl-. Tratadla con deferencia. Ruby, deja que te muestre tu habitación. Ven, querida.
Forcejeé en vano unos instantes, y empecé a sollozar mientras me conducían hacia otra puerta. La señora McDonald pulsó el timbre automático y se abrió con un zumbido. Mis piernas rehusaban moverse, pero me llevaban prácticamente a rastras. El doctor Cheryl cerraba la comitiva. Me condujeron por el pasillo de las habitaciones y se detuvieron ante una puerta abierta.
-Mira -dijo el doctor, entrando primero-. Ésta es una de nuestras mejores habitaciones. Las ventanas dan al oeste, de manera que tendrás sol toda la tarde y en cambio por las mañanas no te despertará la luz demasiado temprano. Y observa bien qué cama tan bonita -añadió. Se refería al armazón de madera de imitación.-. Hay una cómoda, armario y baño privado. Y el baño está equipado con una ducha. Además dispones de un pupitre y una silla. Te hemos incluido artículos de escritorio por si te apetece enviar alguna carta -concluyó, sonriente.
Estudié los suelos y las paredes desnudas. ¿Cómo podía alguien ensalzar aquel cuartucho? Más que a un dormitorio, se asemejaba a una celda carcelaria bien camuflada. Las ventanas tenían barrotes, ¿no?
-No pueden hacerme esto -dije, cobijada en mis propios brazos-. Sáquenme ahora mismo o juro que los denunciaré a la policía en la primera ocasión que tenga.
-Tu madre nos ha encargado que te examinemos -contestó el doctor Cheryl con voz terminante-. Todo padre tiene plena potestad sobre sus hijos siempre que sean legalmente menores de edad. Ahora bien, si colaboras con nosotros tu estancia aquí será corta, grata y sin incidentes; pero si persistes en rebelarte contra todo lo que decimos o te pedimos que hagas será un auténtico suplicio, particularmente para ti -me amenazó-. Siéntate -ordenó, señalando una silla.
Me quedé inmóvil. El doctor se puso muy tieso, como si le hubiera escupido en la cara.
-Nos han puesto en antecedentes sobre ti, y sabemos qué clase de faltas has cometido y lo indisciplinada que eres, jovencita, pero te aseguro que aquí no toleramos esas actitudes. O te avienes a razones y haces lo que yo te diga, o te trasladaré a la planta de arriba, donde los pacientes pasan largos períodos aprisionados en camisas de fuerza.
Con el corazón abatido, fui dócilmente hasta la silla y tomé asiento.
-Eso está mejor -dijo-. Ahora debo comprobar cómo le ha ido la visita a tu madre, y después mandaré a buscarte para tener nuestra primera entrevista. Entretanto quiero que leas este folleto -agregó, y extrajo de un cajón de la cómoda un cuadernito amarillo cosido con grapas-. Explica todo lo que hay que saber de nuestra institución, las reglas fundamentales y los objetivos que perseguimos. Sólo se lo damos a los pacientes que son capaces de discernir, los que de algún modo se han confinado ellos mismos. Incluso hay un espacio en el dorso donde puedes anotar tus sugerencias. Mira -concluyó, abriendo el folleto por detrás-. También a ellos les tenemos en cuenta. Algunos antiguos pacientes nos han dado excelentes ideas.
-No quiero hacer sugerencias. Lo único que quiero es irme a casa.
-Entonces ayúdame, y no tardarás en hacerlo -replicó el doctor Cheryl. Se giró para marcharse.
-¿Por qué me han recluido aquí? Por favor, doctor, conteste sólo a esta pregunta antes de dejarme -supliqué. Él miró a los dos enfermeros para que se retiraran, y acto seguido cerró la puerta y se volvió hacia mí.
-Tienes un historial de promiscuidad, ¿no es así, querida?
-¿Cómo? ¿De qué me habla?
-En psicología lo denominamos ninfomanía. ¿Conocías ese término?
Ahogué el bramido que afloraba ya a mis labios.
-¿Qué está diciendo de mí? -pregunté.
-No puedes controlar tus instintos en tus relaciones con el otro sexo.
-Eso no es verdad, doctor Cheryl.
-Admitir tus propios problemas es el primer paso para resolverlos, cariño. Después todo va cuesta abajo. Ya lo verás.
-Pero no puedo admitir lo que no es cierto.
Él me miró fijo durante un momento.
-Bien, pronto lo sabremos -afirmó-. Para eso estás aquí, para evaluar tu mente. Si no hay algo anormal, te devolveré a casa tal y como te he dicho. ¿Te parece justo?
-No. Todo esto es una cruel injusticia. Me retienen prisionera.
-Todos somos prisioneros de nuestros fantasmas, querida Ruby, especialmente de las enfermedades mentales. El primer propósito de esta clínica y el mío en particular es liberarte de la aberración mental que te encadena a una conducta indeseable y ha provocado que te odies incluso a ti misma. -Sonrió-. Tenemos un elevado índice de curaciones. Date la oportunidad de aumentarlo -concluyó.
-Doctor, tiene que escucharme. Todo esto es una argucia de mi madre. ¡Daphne miente! -grité.
El doctor Cheryl salió y cerró la puerta. Sabía de antemano que iba a fracasar, pero aun así tanteé el pomo y constaté que me habían encerrado. Frustrada y rendida, en un estado de pura conmoción, me senté a esperar. Estaba segura de que mi padre ignoraba aquella maniobra, y me pregunté qué embustes maquinaría Daphne para justificar mi desaparición. Probablemente le contaría que no había podido resistir su disciplina y había decidido fugarme. Y él lo creería, pobre papá.
Pensé que Nina Jackson no debería haber robado la cinta de Gisselle para echarla a la caja de la serpiente; tendría que haber llevado una de Daphne.
Finalmente, tras lo que se me antojaron siglos de espera, oí descorrer el cerrojo y apareció la señora McDonald.
-El doctor Cheryl te recibirá ahora -dijo-. Si me sigues de buena voluntad, podemos ir hasta allí sin incidentes.
Me levanté muy diligente, barruntando que al primer descuido saldría como una flecha. Pero ellos también lo habían previsto, y uno de los enfermeros aguardaba fuera para acompañarnos.
-Me tienen aquí secuestrada -gemí-. Y eso es un delito.
-Vamos, Ruby, no te permitas caer en la paranoia. Unas personas que se preocupan por ti, que te quieren, desean estudiar lo que puede hacerse para mejorar tu carácter. Y no le des más vueltas -me aconsejó la enfermera, con una voz tan dulce que era como si estuviera caminando con una abuelita bondadosa-. Nadie te causará el menor daño.
-Ya he sufrido un daño irreparable -repuse, pero mis palabras la incitaron a la risa.
-Desde luego, los jóvenes de hoy sois mucho más melodramáticos que los de mi generación -comentó. Insertó una llave en una puerta del pasillo y la hizo girar-. Es por aquí.
Me llevó hasta la sección que el doctor Cheryl había definido como el consultorio. Atisbé otro corredor y me planteé la fuga, pero recordé que las rejas tenían cierres de seguridad, y estaba convencida de que no había ventanas sin barrotes. Además, el enfermero iba pegado a mis talones. Al fin, topamos con otra puerta y la señora McDonald la abrió para conducirme a una sala que solamente contenía un sofá, dos sillas, una mesa y una suerte de proyector colocado sobre otra mesita de menor tamaño. Había una pantalla enfrente mismo. Aunque la habitación carecía de ventanas, reparé en una segunda puerta y en el espejo que ocupaba toda la pared de la derecha.
-Siéntate -me invitó la enfermera. Me acomodé en una de las sillas. Ella fue hasta la puerta interior y llamó suavemente con los nudillos. Luego abrió un resquicio y metió la cabeza para musitar-: Ya está aquí, doctor.
-Muy bien -oí que respondían. La señora McDonald se volvió hacia mí y sonrió.
-No lo olvides -dijo-: cuanto más cooperes, más rápido irá el proceso. -Le hizo un gesto al enfermero, y ambos se dirigieron a la puerta-. Jack estará fuera por si lo necesitas -apostilló en una amenaza velada. Ojeé al individuo en cuestión, que me devolvió la mirada con una expresión siniestra, férrea. Tanto me amedrentó, que permanecí muy quieta incluso después de que se fueran. Al poco rato entró el doctor Cheryl.
-Hola -me saludó, exhibiendo una ancha sonrisa-, ¿cómo te sientes? ¿Estás ya más tranquila?
-No. ¿Dónde se ha metido Daphne?
-Tu madre ha ido a visitar a tu tío -repuso el doctor. Fue hasta el proyector y apoyó una carpeta en un lado.
-No es mi madre -declaré con voz contundente. Si en algún momento había tenido deseos de renegar de ella, nunca habían sido tan intensos como en ese momento.
-Comprendo tus sentimientos.
-Lo dudo. Daphne no es más que mi madrastra. Mi verdadera madre murió.
-Sin embargo -apuntó él-, intenta portarse contigo como si lo fuera, ¿no te parece?
-No. Se porta como lo que es... una bruja -le espeté.
-Es natural que sientas rabia y agresividad -afirmó el doctor Cheryl-. Sólo quiero que la valores en su justa medida. Te revuelves así porque te crees amenazada. Siempre que intentamos que un paciente admita sus errores o reconozca sus debilidades y anomalías, lo más frecuente es que lo tome a mal, por lo menos al principio. Aunque resulte increíble, muchos de nuestros internos viven en armonía con sus trastornos mentales y de comportamiento porque han formado parte de ellos durante largo tiempo.
-Yo no pertenezco a este lugar. No tengo trastorno alguno -insistí.
-Quizá no. Déjame hacerte una prueba para conocer tu visión del mundo que nos rodea, ¿de acuerdo? Hoy no trabajaremos más, así tendrás tiempo de aclimatarte mejor a tu nuevo entorno. No hay prisa.
-Sí que la hay. Tengo que regresar a casa.
-Conforme, empecemos. Voy a proyectar una serie de formas en la pantalla que tienes delante. Quiero que me digas lo primero que te venga a la mente en el instante en que las veas. No reflexiones, actúa por reflejo y con la mayor rapidez posible. Es fácil, ¿no?
-Todo esto es innecesario -me lamenté.
-Hazlo sólo para seguirme la corriente -propuso el doctor, y apagó las luces de la habitación. Activó el aparato y enfocó la primera forma en la pantalla-. Vamos -me dijo-. Cuanto antes acabemos antes podrás descansar.
Reticente, respondí.
-Parece la cabeza de una angula.
-¿Una angula? Bien. ¿Y esto, qué es?
-Una manguera.
-Adelante.
-Una rama torcida de sicómoro... Una masa de musgo... Una cola de caimán... Un pez muerto.
-¿Por qué muerto? .
-Porque no se mueve -dije.
Él se echó a reír.
-Por supuesto. ¿Y esto?
-Una madre con su hijo.
-¿Qué hace el niño?
-Está mamando.
-Sí.
Cheryl pasó media docena más de imágenes y encendió la luz.
-Listo -anunció, sentándose frente a mí con una libreta de notas-. Ahora diré una palabra y tú volverás a reaccionar espontáneamente, sin pensar. Debes contestar lo primero que se te ocurra, ¿comprendido? -Bajé la mirada-. ¿Comprendido, Ruby? -Asentí con la cabeza.
-¿No podríamos hablar con Daphne y terminar de una vez?
-A su debido tiempo -replicó el doctor Cheryl-. Labios.
-¿Cómo?
-¿Con qué asociarías la palabra «labios»?
-Con un beso.
-Manos.
-Trabajo.
El doctor me recitó unos cuantos vocablos, anotó mis sucesivas respuestas, y luego se apoyó en el respaldo de la butaca y agitó la cabeza afirmativamente.
-¿Puedo irme ya a casa? -pregunté.
Él sonrió y se irguió.
-Nos faltan todavía algunas pruebas psicotécnicas, y tenemos que charlar. Pero te doy mi promesa formal de que no se alargará mucho. Ahora, como premio a tu buena conducta, te permito que vayas a la zona de recreo antes de comer. Busca algo que leer, algo que te distraiga, y volveremos a vernos muy pronto, ¿de acuerdo?
-No, en absoluto -dije-. Quiero telefonear a mi padre. Al menos eso me dejarán hacerlo, ¿no?
-Los pacientes no están autorizados a usar el teléfono.
-¿Por qué no lo llama usted? Hable con él y verá cómo no desea tenerme aquí.
-Lo siento, Ruby, pero ha dado su consentimiento -repuso el doctor Cheryl, y sacó un formulario de la carpeta-. Mira, ésta es su firma -dijo, y estudié el recuadro que me indicaba. Había escrito el nombre y la rúbrica de Pierre Dumas.
-Estoy segura de que la ha falsificado Daphne -denuncié-. Después le contará que me he escapado de casa. Por favor, doctor, llame a mi padre. ¿Lo hará?
Él se puso de pie sin responderme.
-Aún tienes tiempo antes del almuerzo. Familiarízate con las instalaciones y trata de relajarte. Nos ayudará en la próxima sesión -dijo, y abrió la puerta. El enfermero montaba guardia al otro lado-. Llévala a la sala de recreo, Jack -le ordenó. El enfermero asintió con la cabeza y me miró. Despacio, me levanté.
-Cuando mi padre se entere de lo que ha hecho Daphne y de que usted la ha secundado, se enfrentarán a un serio aprieto -amenacé. El doctor Cheryl no contestó, y no me quedó otra alternativa que seguir al enfermero hasta el pasillo que desembocaba en la zona de recreo.
-Hola, soy la señora Ideen -me dijo la enfermera, esta vez una mujer de cuarenta años escasos, que me saludó en la puerta-. Sé bienvenida. Mi función es ayudarte en todo lo que precises. Si hay algo concreto que te guste hacer, quizá manualidades...
-No -dije con tono cortante.
-¿Por qué no das una vuelta? Inspeccionándolo todo, y cuando algo excite tu imaginación te echaré una mano -me ofreció.
Sabiendo que era absurdo protestar constantemente, asentí con la cabeza y entré en la sala. La recorrí observando a los pacientes, algunos de los cuales me miraron intrigados, otros como con furia, y otros que parecía que no me veían. El muchacho pelirrojo que horas antes estaba sentado e inactivo permanecía en idéntica postura. Sin embargo, noté que me seguía con los ojos. Me aproximé a un ventanal cercano y admiré el paisaje, penando por mi libertad.
-¿Tanto te horroriza este sitio? -oí que me decían, y me volví. Me pareció que era él quien había hablado, pero estaba totalmente rígido, con la mirada ida.
-¿Me has preguntado algo? -indagué. El chico no movió ni una pestaña. Me encogí de hombros, volví a mi ventana, y de nuevo me dijeron:
-¿Odias estar aquí? -Y giré deprisa.
-¿Perdón?
Inmóvil, sin inmutarse, el desconocido habló.
-Me he dado cuenta de que no te gusta este lugar.
-Así es. Me han raptado y me han internado sin que yo lo supiera -expliqué. Aquello animó su fisonomía hasta el punto de enarcar las cejas. Se ladeó hacia mí poco a poco, desplazando sólo la cabeza, y me examinó con unos ojos que hallé tan gélidos e indiferentes como los de un maniquí.
-¿Qué opinan tus padres? -inquirió.
-Mi padre ignora las confabulaciones de mi madrastra. Él no ha participado en esto -dije.
-¿Qué cargos se te imputan?
-¿Cómo dices?
-¿Cuál es la supuesta razón por la que te han enjaulado? Ya sabes, qué mal padeces.
-Prefiero no decirlo. Es demasiado embarazoso y demasiado inverosímil.
-¿Paranoia, esquizofrenia? ¿Manía depresiva? ¿Me voy acercando?
-No. ¿Por qué estás tú aquí?
-Inmovilidad -declaró el chico-. Soy incapaz de tomar decisiones o de asumir responsabilidades. Cuando he de afrontar algún problema, me invade una extraña inmovilidad. Ni siquiera puedo decidir lo que quiero hacer aquí dentro -añadió con displicencia-. Así que me siento en una silla y espero que termine el recreo.
-¿Por qué eres de ese modo? -pregunté-. Tengo la impresión de que sabes lo que te sucede.
-Es simple inseguridad -me respondió-. Mi madre, al igual que tu madrastra, no me quería. En el octavo mes de embarazo intentó abortar, con el resultado de que nací prematuro. Desde entonces mi vida ha sido una pendiente continuada: paranoia, autismo, dificultades de aprendizaje... -recitó fríamente.
-A mí me parece que tienes una inteligencia muy despierta -apunté.
-No puedo progresar en un ambiente escolar común. No contesto a las preguntas. Jamás levanto la mano, y cuando me dan una papeleta de examen la miro y la dejo en blanco. Pero leo -dijo el muchacho-. Es lo único que hago. Con los libros me siento a salvo. -Posó los ojos en mí-. Y bien, ¿por qué te han encerrado? No temas decírmelo. Es obvio que no lo contaré. Aunque no te reprocho que no quieras confiar en mí -agregó para no coaccionarme.
Yo suspiré y cedí.
-Me acusan de ser demasiado liberal en mis actividades sexuales.
-Ninfomanía. ¡Genial! No teníamos ningún caso.
No pude por menos que reírme.
-Pues seguís sin tenerlo -repuse-. Es mentira.
-Mejor aún. Esta bendita casa florece gracias a ellas. Los pacientes se mienten entre ellos, a sí mismos y a los médicos, y los médicos nos engañan al clamar que pueden ayudarnos, porque no es verdad. La única opción que tienen es darnos una vida muelle -declaró el joven con amargura. Una vez más, alzó hacia mí sus ojos cobrizos-. Dime tu nombre auténtico, o falséalo si quieres.
-Soy Ruby, Ruby Dumas. Sé que tú te llamas Lyle, pero he olvidado el apellido.
-Black. «Negro» como el fondo de un pozo vacío. ¿Dumas? -repitió el chico-. En el centro hay alguien con ese nombre.
-Es mi tío -le aclaré-. Jean Dumas. Hipotéticamente me han traído aquí para visitarlo.
-¡Ah! ¿Eres sobrina de Jean?
-Sí, pero nunca lo he visto.
-Yo le tengo mucho afecto -dijo Lyle.
-¿Habláis a menudo? ¿Qué aspecto tiene? ¿Cómo está? -le bombardeé.
-Tu tío no habla con nadie, aunque eso no significa que no pueda. Yo sé que sí. Lo que pasa es que es un hombre muy callado, tan inocente como un niño pequeño y no menos asustado. Algunas veces rompe a llorar sin motivo aparente, pero yo intuyo que algo debe de rondar por su cabeza, para que solloce de ese modo. Esporádicamente le he pillado riendo en solitario. Nunca se ha abierto con nadie, y menos todavía con los médicos y las enfermeras.
-¡Ojalá pudiera verlo! Así sacaría algo positivo de este encierro -comenté.
-Puedes. Estoy seguro de que hoy comerá en la cafetería.
-Nunca lo he visto -dije-. ¿Me mostrarás quién es?
-No será difícil -repuso Lyle-. Es el tipo mejor vestido y más atractivo de este lugar. Ruby... Guapa -me piropeó, y contrajo la cara como si me hubiera dicho algo terrible.
-Gracias. -Hice una pausa y miré a mi alrededor-. No sé cómo voy a arreglármelas. Tengo que salir de aquí, pero este edificio es peor que una cárcel: puertas electrónicas, ventanas enrejadas, guardianes por todas partes...
-Si de verdad lo deseas, yo podría sacarte -dijo mi nuevo amigo en un tono casual.
-¿En serio? ¿Cómo?
-Hay una habitación cuyas ventanas no tienen barrotes. Es la lavandería.
-¡Caramba! ¿Y cómo puedo acceder a ella?
-Te lo enseñaré más tarde. Después del almuerzo nos dejan salir a tomar el aire, y desde el patio hay una entrada directa a esas dependencias.
Mi corazón se llenó de esperanza.
-¿Cómo lo sabes?
-Me conozco al dedillo este lugar -contestó Lyle.
-Ya lo veo. ¿Cuánto tiempo llevas ingresado? -le pregunté.
-Desde que tenía siete años -dijo-. Hace ya diez.
-¡Diez años! ¿Nunca has querido escaparte?
Lyle Black miró hacia adelante. Una lágrima brotó del ojo derecho y se deslizó por su mejilla.
-No -replicó. Se giró hacia mí con una tristeza infinita-. Éste es mi hogar. Ya te he dicho -prosiguió-, que no tengo capacidad de decisión. También te he dicho que te ayudaría, pero luego, cuando llegue el momento, no sé si podré. -Miraba fijo hacia adelante-. No sé si podré.
Mi ánimo exaltado volvió a ensombrecerse al comprender que quizá el joven Lyle estaba haciendo lo que había dicho que todos hacían allí: mentir.
Sonó un timbre, y la señora Whidden anunció que era la hora del almuerzo. Recobré mi buen humor. Al fin podría ver a tío Jean. A menos, claro, que fuera otra mentira más.
21. NUEVAS TRAICIONES
No era una mentira, ni tuve necesidad de que alguien me identificara a tío Jean. No había cambiado mucho del joven que había visto en las fotografías, y era, tal y como Lyle me lo había descrito, el paciente más elegante de la cafetería. Se había puesto para comer una chaqueta informal azul claro de lino, pantalones anchos del mismo color, camisa blanca, una corbata a tono con el traje, y unos impolutos zapatos de empeine blanco. Llevaba el cabello castaño dorado primorosamente atusado y alisado hacia atrás en ambos lados. Vi que conservaba su figura atlética. Parecía un ejecutivo de vacaciones que se hubiera detenido allí para visitar a un pariente enfermo. Comía mecánicamente y ojeaba la cafetería con escaso o nulo interés.
-Allí está -dijo Lyle, apuntando la barbilla en su dirección.
-Sí, lo sé. -Mi corazón empezó a latir a ritmo vivo dentro del pecho.
-Como habrás notado, al margen de su enfermedad, sea cual fuere -comentó Lyle cáusticamente-, le preocupa mucho su aspecto. Y deberías ver lo pulcra y ordenada que tiene su habitación. Al principio creí que la limpieza era su fetiche particular. Si tocas algún objeto de su habitación, enseguida va a supervisar que no lo hayas ensuciado ni lo hayas movido de su sitio una fracción de milímetro.
»Yo soy uno de los pocos que tienen acceso a su habitación -añadió muy orgulloso-. No charlamos como compañeros. No habla con nadie, pero al menos a mí me tolera. Si cualquier otro se sentara a su mesa, armaría follón.
-¿Qué haría? -pregunté.
-Empezaría a aporrear el plato con la cuchara, o bien exhalaría ese aullido suyo horripilante y bestial hasta que viniera un enfermero y lo retirara a él o al intruso.
-Entonces, quizá sea perjudicial que me acerque -sugerí atemorizada.
-Tal vez sí, tal vez no. Eso habrás de resolverlo tú; pero, si quieres, al menos puedo decirle quién eres.
-Es posible que me reconozca -dije.
-Creía que nunca te había visto.
-Pero conoce a mi hermana gemela, y lo más probable es que me confunda con ella.
-¿De verdad tienes una hermana gemela? ¡Qué interesante! -exclamó Lyle.
-¡Eh, vosotros! Si queréis comer debéis poneros en la cola -nos avisó un enfermero.
-No sé si quiero comer -masculló Lyle.
-Oye, Lyle -dijo el otro-, sabes muy bien que no tienes todo el día para decidirte.
-Tengo hambre -afirmé yo para estimularlo. Fui hasta el montón de bandejas y cogí una. Luego me situé en la fila y empecé a avanzar, lanzando miradas atrás y viendo que Lyle aún vacilaba. Al fin mi iniciativa surtió efecto y fue a reunirse conmigo.
-Por favor, pide dos raciones de lo que tú escojas -me dijo.
-¿Y si no te gusta?
-Ya no sé lo que me gusta y lo que no. Todo me sabe igual -dijo.
Elegí el estofado, y para postre me serví dos porciones de gelatina. Con la comida en la mano, tuvimos que decidir dónde nos sentaríamos y yo espié a tío Jean, preguntándome si sería prudente acercarme a él.
-Pasa delante -dijo Lyle-. Nos sentaremos donde tú quieras.
Con la vista clavada en él, fui derecho hacia mi tío. Él continuó comiendo como un autómata y moviendo los ojos de un lado a otro, en una sincronización casi perfecta con cada bocado que engullía. No dio muestras de haberme visto hasta que me tuvo encima. Entonces dejó de escudriñar la sala y se quedó en suspenso, sosteniendo el tenedor a medio camino entre el plato y su boca. Con prevención, estudió mi rostro. No sonrió, pero era evidente que me había tomado por Gisselle.
-Hola, tío Jean -lo saludé, con todo el cuerpo temblando-. ¿Me dejas sentarme contigo?
No respondió.
-Dile quién eres -me aleccionó Lyle.
-Mi nombre es Ruby. No soy Gisselle, sino su hermana gemela, y aún no nos conocíamos.
Los ojos de tío Jean parpadearon varias veces seguidas, y por fin se llevó la comida a los labios.
-Está interesado, o cuando menos divertido -me susurró mi joven acompañante.
-¿Cómo lo sabes?
-Si no fuera así, ya estaría berreando o dando golpes con el tenedor -me explicó.
Sintiéndome como una ciega en la negra boca del lobo, recorrí el último tramo hasta la mesa y posé delicadamente la bandeja. Esperé unos instantes, pero tío Jean prosiguió comiendo sin apartar de mí sus ojos verdiazules. Entonces me senté.
-Hola, Jean -dijo Lyle-. Los nativos están un poco intranquilos hoy, ¿no encuentras? -bromeó, sentándose a mi lado. Tío Jean le miró, pero no respondió. Fijó de nuevo su atención en mí.
-Soy realmente la hermana de Gisselle, tío. Mis padres le han contado a todo el mundo que me robaron al nacer y recientemente he conseguido regresar al hogar.
-¿Y es cierto? -preguntó Lyle, atónito.
-No, pero es la versión oficial que ha divulgado mi familia -contesté. Mi amigo empezó a comer.
-¿Por qué?
-Para tapar la verdad -dije, y me dirigí a tío Jean, que estaba pestañeando de nuevo-. Mi padre, tu hermano, conoció a mi madre en los pantanos. Se enamoraron, y ella quedó embarazada. Poco después la engatusaron para que renunciara al bebé, sólo que fuimos dos en vez de uno. El día en que nacimos Gisselle y yo, mi Grandmére me escondió mientras el abuelo llevaba a la primogénita, Gisselle, a la limusina donde aguardaba tu familia.
-Un relato conmovedor -afirmó Lyle con una risita irónica.
-Es una historia real -le corté, y me volví nuevamente hacia mi tío-. Daphne, la esposa de papá, está resentida conmigo. Me ha tratado con mucha crueldad desde que llegué. Me dijo que hoy vendríamos juntas a visitarte, pero antes había concertado secretamente con el doctor Cheryl y su personal que me quedaría interna para observarme y evaluarme. Esa mujer haría cualquier cosa por desembarazarse de mí. Es...
Tío Jean emitió un chillido. Callé, con el corazón trepidante. ¿Empezaría a desgañitarse y a golpear su plato?
-Habla más despacio -me recomendó Lyle-. Le estás atosigando.
-Discúlpame, tío Jean -dije-. Tenía muchas ganas de verte y explicarte cuánto sufre papá por tu reclusión. Está tan destrozado que a menudo llora durante horas enteras en tu antiguo dormitorio, y últimamente ha tenido un bajón muy fuerte. Por eso no ha podido venir a visitarte el día de tu cumpleaños.
-¿De qué hablas? -me interrumpió el joven Lyle-. No es su cumpleaños. Aquí siempre se festejan estos días señalados. Para el suyo falta todavía un mes.
-No me sorprende. Daphne debió de mentir para asegurarse la jugada. La habría acompañado de todas maneras, tío Jean -dije, pendiente de él en todo momento-. Estaba deseando conocerte.
Él me miró con la boca abierta y los ojos desorbitados.
-Come algo -me urgió Lyle-. Tenemos que fingir normalidad.
Hice lo que me mandaba, y tío Jean pareció serenarse. Levantó el tenedor, pero continuó atento a mí en vez de fijarse en su plato. Le sonreí.
-Viví toda mi infancia con Grandmére Catherine -le relaté-. Mi madre murió unas horas después de que yo naciera. No supe quién era mi auténtico padre hasta hace muy poco tiempo, y le prometí a Grandmére que iría en su busca cuando ella muriera.
»No puedes imaginarte la sorpresa que di a toda la familia.
Comenzó a sonreír.
-Esto es fabuloso -murmuró Lyle-. Le has caído bien.
-¿Ah, sí?
-Sé distinguirlo. Continúa hablando -me ordenó en un susurro.
-Intenté adaptarme, aprender a conducirme como una refinada señorita criolla, pero fui víctima de los celos de Gisselle. Creía que le había robado a su novio y no cesaba de conspirar contra mí.
-¿Lo hiciste? -preguntó Lyle.
-¿El qué?
-Quitarle el novio.
-¡No! Al menos no fue de un modo premeditado -maticé.
-Pero él te prefirió a ti -adivinó mi amigo pelirrojo.
-Fue por culpa de Gisselle. No sé cómo puede gustarle a alguien. Es una mentirosa; disfruta haciendo sufrir a los demás y engaña a todo el mundo, incluida ella misma.
-Por lo que veo, es tu hermana quien debería estar en tratamiento.
Me giré una vez más hacia tío Jean.
-La mayor felicidad de Gisselle era meterme en apuros -continué.
Tío Jean hizo una leve mueca.
-Daphne se ponía siempre de su parte, y papá... Papá está abrumado por sus problemas.
La mueca se agrandó. De repente, tío Jean empezó a enfurecerse. Frunció el labio superior e hizo rechinar los dientes.
-¡Ay, ay! -dijo Lyle-. Es mejor que lo dejes. Se está desquiciando por momentos.
-No. Quiero que lo sepa todo -repliqué, y proseguí-. Fui a ver a una reina del vudú y le pedí que me ayudara. Ella hizo un conjuro y, al cabo de unos días, Gisselle y uno de sus admiradores sufrieron un terrible accidente de coche, tío Jean. El chico murió y mi hermana ha quedado inválida para siempre. Yo estoy desesperada, y papá... Papá es una sombra errante.
La cólera de tío Jean pareció mitigarse.
-¿No podrías decirme algo, tío Jean? Me gustaría tanto que me dieras un mensaje para transmitírselo a papá cuando me marche de aquí...
Esperé, pero él me miró como embobado.
-No te disgustes. Ya te lo había dicho, no habla con nadie.
-Sí, lo sé, pero quería que mi padre tuviera constancia de que he visto a su hermano -insistí-. Quería que...
-Bo-bota...
-¿Qué intenta decir?
-Lo ignoro -contestó Lyle.
-Bota-botavara.
-¿Botavara? ¿Qué significa?
Mi amigo reflexionó un momento.
-¡Ya lo tengo! -exclamó, y se le iluminaron los ojos-. Es un término de navegación. ¿Verdad, Jean?
-Botavara -dijo mi tío a modo de confirmación. Todo su cuerpo se convulsionó como si le hubiera asaltado un dolor inesperado. Se apoyó en el respaldo de la silla, se apretujó las sienes con ambas manos y chilló a voz en grito-: ¡Botavara!
-¡Oh, no!
-¿Qué tienes, Jean? -preguntó el enfermero más próximo a nosotros, corriendo hasta la mesa.
-¡Botavara! ¡Botavara!
Acudió otro enfermero, y luego un tercero. Entre todos ayudaron a tío Jean a incorporarse. A nuestro alrededor, los otros pacientes se alborotaron. Unos gritaban, otros reían, y una chica joven, cinco o seis años mayor que yo, se echó a llorar.
Tío Jean luchó unos minutos contra los enfermeros, y me miró. Por las comisuras de sus labios caía un riachuelo de saliva, y sacudió la cabeza con el esfuerzo de repetir:
-¡Botavara!
Al fin se lo llevaron. En la sala aparecieron varias enfermeras, seguidas de una tropa de enfermeros, para restablecer el orden.
-Me sabe muy mal -dije-. Debería haberme callado cuando tú me has avisado.
-No te apures -me confortó Lyle-, estas situaciones son bastante frecuentes.
Continuó comiendo su estofado, pero yo había perdido el apetito. Por dentro me sentía mareada, vacía, derrotada. Tenía que salir de aquel manicomio; era imprescindible que me fuera.
-¿Qué pasará ahora? -le pregunté-. ¿Qué le harán?
-Tan sólo le llevarán a su habitación. Habitualmente se calma por sí solo.
-¿Y qué planes inmediatos tienen para nosotros?
-Después del almuerzo nos sacan siempre de paseo. Pero el jardín está vallado, así que no creas que podrás largarte por las buenas.
-¿Me enseñarás tú por dónde huir? ¿Me harás ese favor, Lyle? ¿Lo harás? -le rogué.
-No lo sé... Sí -respondió. Pero un segundo más tarde volvió a decir-: No lo sé. No me agobies tanto, Ruby.
-Está bien, no lo haré -le aseguré. Vi que se sosegaba y atacaba el postre.
Tal y como me había anunciado Lyle, cuando terminó la hora del almuerzo los enfermeros condujeron a los pacientes al exterior. Mientras caminaba con Lyle me salió al paso la señora McDonald, jefa de enfermeros de mi planta.
-El doctor Cheryl ha programado una nueva evaluación para esta tarde -me dijo-. Iré a buscarte cuando sea la hora. ¿Cómo va todo? ¿Has hecho ya algún amigo? -preguntó, espiando a Lyle, que se había rezagado uno o dos metros. No respondí-. Hola, Lyle. ¿Has comido bien?
-No lo sé -repuso él.
La señora McDonald me sonrió y fue a hablar con otros pacientes.
El lugar donde nos llevaron no era muy distinto de los jardines que había frente a la fachada de la institución. Igual que allí, había avenidas y bancos, fuentes, parterres floridos y bosquecillos de magnolios y robles que proporcionaban al paseante rincones de sombra.
Incluso tenían un estanque con peces y ranas. Todo estaba magníficamente cuidado. Las rocallas, las flores y los inmaculados bancos reverberaban bajo el tibio sol de la tarde.
-Es un bello lugar -admití reticentemente ante Lyle.
-Tienen que conservarlo bonito. Aquí todos los pacientes proceden de familias ricas. La directiva debe velar para que el dinero siga afluyendo a la institución. Deberías ver este sitio cuando se organiza una gran fiesta, con asistencia de los familiares. Lo dejan despampanante, sin un matojo, ni una mota de polvo, ni un rostro donde no haya una sonrisa -dijo con retintín.
-Eres muy crítico con ellos, Lyle y, sin embargo, te empeñas en quedarte. ¿Por qué no te planteas la posibilidad de vivir en el mundo real? Eres mucho más inteligente que la mayoría de los chicos que conozco -afirmé. Él palideció y desvió la mirada.
-Todavía no estoy preparado -respondió-. Pero en las pocas horas que hemos pasado juntos me he dado cuenta de que, definitivamente, éste no es tu lugar.
-Dentro de un rato tendré una nueva sesión con el doctor Cheryl. De un modo u otro, hallará el medio de retenerme. Lo presiento -gemí-. Daphne le da demasiado dinero a este lugar como para contravenir sus deseos. -Crucé las manos sobre el pecho y bajé la vista sin dejar de andar. Delante, detrás y en torno de nosotros, los enfermeros vigilaban.
-Pide permiso para ir al baño -dijo súbitamente Lyle-. Está al lado mismo de la entrada posterior. Nadie te molestará. A la izquierda de los lavabos hay una corta escalera que baja al sótano. La segunda puerta de la derecha es la lavandería. Ya habrán terminado el trabajo del día. Lavan siempre por la mañana, de manera que no habrá ni un alma.
-¿Estás seguro?
-Ya te he dicho que llevo diez años aquí. Sé qué relojes atrasan y cuáles adelantan, qué goznes chirrían y dónde están las ventanas sin barrotes -dijo.
-Gracias, Lyle.
Él se encogió de hombros.
-Todavía no he hecho nada -recalcó, como si quisiera convencerse a sí mismo más que a mí de que no había tomado una decisión.
-Me has dado esperanzas, Lyle. Eso es muchísimo. -Le sonreí. Él me escrutó brevemente, hasta que sus ojos rojizos pestañearon y hubo de apartar la mirada.
-Venga -me apremió-. Acuérdate bien de lo que has de hacer.
Me acerqué a una enfermera y le expliqué que necesitaba ir al lavabo.
-Te mostraré dónde es -ofreció ella cuando paramos junto a la puerta.
-No es preciso, gracias -repuse en tono evasivo. La mujer hizo un gesto de indiferencia y se alejó.
Seguí escrupulosamente las instrucciones de Lyle y descendí a hurtadillas el tramo de escalera. La sala de lavandería era una habitación con el suelo y las paredes de cemento en la que se alternaban lavadoras, secadoras y cestos para la ropa. Hacia el fondo se perfilaban las ventanas que Lyle había descrito, pero estaban muy altas.
-Rápido -le oí decir. Había burlado la vigilancia para reunirse conmigo-. Sólo tienes que aflojar el pasador de en medio y empujar la ventana hacia la izquierda -me susurró, ya en la parte de atrás-. No está atrancada.
-¿Cómo lo sabes, Lyle? -pregunté con un presentimiento. Él agachó la cabeza, pero enseguida alzó los ojos hacia mí.
-He estado aquí varias veces. Incluso llegué a sacar la pierna, pero... pero aún no me siento maduro -concluyó.
-Espero que lo estés muy pronto.
-Intentaré auparte. Venga, hay que apresurarse o nos echarán de menos -dijo mi amigo, y unió las manos para que apoyara el pie.
-Me gustaría que pudieras acompañarme, Lyle -dije, a la vez que me erguía en posición. Me levantó en el aire y yo me agarré al saliente para darme impulso. Como él me había vaticinado, el pestillo cedió fácilmente y deslicé la ventana a la izquierda. Miré un instante hacia abajo.
-No te entretengas -me instó.
-Gracias, Lyle. Imagino cuánto te habrá costado dar este paso.
-No -confesó-. Deseaba ayudarte. Vamos, sigue.
Empecé a pasar por la ventana, aguzando la vista para comprobar que no había moros en la costa. Al final del campo herbáceo había una arboleda, y más allá la autopista. Una vez libre, volví atrás e introduje la cabeza para despedirme de mi amigo Lyle.
-¿Sabes a dónde tienes que ir? -preguntó.
-No, pero ahora lo importante es escapar.
-Ve hacia el sur -me dijo-. Encontrarás una parada de autobuses y podrás regresar por ese medio a Nueva Orleans. Toma -añadió, tras rebuscar en el bolsillo del pantalón y sacar un puñado de monedas-. Aquí no necesito dinero.
Sin más, me entregó todo lo que tenía.
-Gracias, Lyle.
-Ten mucho cuidado. No actúes de manera sospechosa. Sonríe a la gente, haz como si hubieras salido de excursión -me murmuró, dándome las recomendaciones que sin duda se había recitado a sí mismo un centenar de veces.
-Algún día volveré para visitarte, te lo prometo. A menos que te hayas ido antes de que tenga ocasión. Si es así, llámame.
-No he usado un teléfono desde que tenía seis años -admitió Lyle. Al verle tan solo en aquella lavandería, me compadecí de él. Me pareció pequeño y solo, atrapado en su propia inseguridad-. Pero si me marcho te lo haré saber -dijo con una sonrisa.
-Bien.
-Sigue tu camino, deprisa -me dijo-. Y recuerda que la naturalidad es esencial.
Dio media vuelta y se esfumó. Me levanté, aspiré hondo y comencé a distanciarme del edificio. Cuando estaba a no más de diez metros, miré hacia atrás y vi una figura que se recortaba en una ventana del tercer piso. Una nube cubrió el sol, y la penumbra subsiguiente me permitió reconocer al misterioso personaje a través del cristal. Era tío Jean.
Me miró y, despacio, levantó la mano. Incluso creí vislumbrar una sonrisa en sus labios. Le devolví el saludo, y a continuación eché a correr a toda velocidad hacia los árboles, sin mirar atrás hasta que hube llegado. En el edificio y los terrenos circundantes reinaba la calma. No se oían voces, nadie se había lanzado en mi persecución. Me había escabullido impunemente gracias a Lyle. Localicé la ventana de la habitación de tío Jean, pero ya no pude verlo. Me volví y recorrí el bosque en dirección a la autopista.
Fui hacia el sur, como Lyle me había aconsejado, y encontré la parada del autobús, que estaba en una pequeña estación de servicio con surtidores de gasolina y puestos de caramelos, pasteles, garrapiñadas caseras y botellines de gaseosa. Por fortuna, sólo tendría que esperar veinte minutos el autobús regular de Nueva Orleans. Compré el billete a la mujer que los despachaba tras un mostrador y esperé dentro de la tienda, hojeando revistas y por fin compré una para esconderme tras ella en el caso de que en la institución hubieran dado la alarma y hubieran enviado a alguien en mi busca.
Respiré aliviada al ver que el autobús era puntual. Subí en el acto, pero, siguiendo el consejo de mi amigo Lyle, fingí toda la tranquilidad e inocencia del mundo. Fui hasta mi asiento y me senté cómodamente con mi revista. Unos momentos después, reanudamos viaje hacia la ciudad. Pasamos enfrente mismo de la entrada principal de la institución. Cuando quedó atrás, di un profundo suspiro. Tan emocionada estaba por mi libertad, que no pude reprimir el llanto. Temerosa de que alguien se diera cuenta, enjugué mis lágrimas, cerré los ojos y, de repente, visualicé a tío Jean balbuceando: «Bota-botavara.»
El ritmo de los neumáticos sobre el asfalto parecía marcar el mismo compás: «Bota-vara, bota-vara.»
Me pregunté qué había querido decirme.
Cuando atisbamos el perfil urbano de Nueva Orleans, recapacité seriamente sobre la alternativa de volver a los pantanos y no a mi hogar actual. No me atraía demasiado el recibimiento que me depararía Daphne; pero sin saber cómo el orgullo cajún de Grandmére Catherine se adueñó de todas mis vísceras y enderecé la espalda firme, resuelta. Al fin y al cabo, mi padre me quería. Era una Dumas y también le pertenecía a él. Daphne no tenía derecho a maltratarme como lo había hecho.
Cuando tomé el autobús municipal, hice transbordo a un tranvía y llegué a casa, estaba segura de que el doctor Cheryl habría telefoneado a Daphne para informarle de mi desaparición. Mis suposiciones se ratificaron en el momento en que Edgar me abrió la puerta y pude verle la cara.
-Madame Dumas la espera -dijo, e hizo una mueca para darme a entender que algo iba mal-. La encontrará en el salón.
-¿Y mi padre, Edgar? -pregunté.
Él negó con la cabeza, y luego contestó a media voz:
-El señor está arriba, mademoiselle.
-Comunique a madame Dumas que he subido a verlo a él primero -ordené. Edgar abrió unos ojos como platos, sorprendido por mi insubordinación.
-¡Eso ni soñarlo! -rugió Daphne desde la puerta del salón en cuanto crucé el umbral-. Antes entrarás aquí sin decir ni pío. -Se plantó erecta, con el brazo extendido y apuntando hacia el salón. Su voz era fría e imperiosa. Edgar, consciente de que estorbaba, se retiró por la puerta que había de conducirle a través del comedor hasta la cocina, donde supuse que daría el parte a Nina.
Avancé unos pasos hacia Daphne. Ella mantuvo el brazo estirado, con el índice señalando el salón.
-¿Cómo te atreves a darme órdenes después de lo que me has hecho? -ataqué, caminando digna, con la cabeza enhiesta.
-He hecho lo que he juzgado necesario para proteger a esta familia -me respondió muy fría, aunque bajó un poco el brazo.
-A mí no puedes engañarme. Lo que tú querías era librarte de mí, apartarme de mi padre -la acusé, y repliqué a su fiera mirada con otra aún más feroz. Mi madrastra flaqueó ante mi hostilidad, parpadeando varias veces-. Tienes envidia de lo mucho que me quiere. Has sentido celos de mí desde que llegué, y me odias porque mi presencia te recuerda que en un tiempo estuvo enamorado de otra mujer.
-¡Qué ridiculez! Ésa es otra estúpida idea cajún...
-¡Basta! -la atajé-. No hables en ese tono del pueblo cajún. Tú sabes bien lo que sucedió; sabes que no fui raptada y vendida a una familia de los pantanos. Y abandona tus aires de superioridad. Conozco a muy pocos cajún que se hubieran rebajado a tenderme la trampa engañosa y rastrera que has intentado ponerme tú.
-¿Cómo osas alzarme la voz? -dijo Daphne en un esfuerzo por recuperar su habitual jerarquía, pero advertí un temblor en sus labios, y todo su cuerpo se estremeció-. ¿Quién te has creído que eres?
-¿Cómo has osado tú encerrarme en esa institución? -repliqué-. Mi padre va a saberlo ahora mismo. Le expondré toda la verdad y...
Ella sonrió.
-¡Pequeña idiota! Sube rauda a buscarle. Ve y contempla a tu salvador, tu padre, que se refugia en ese santuario de su hermano para gemir y lloriquear. Por si te interesa, he pensado en internarlo también a él. No puedo continuar así.
Caminó hacia mí con renovada confianza.
-¿Quién crees que ha sacado esta casa adelante? Mira bien tu entorno y dime, según tú, quién lo ha hecho posible. ¿Tu débil padre? ¡Ja! ¿Qué imaginas que pasa cuando se sume en uno de sus ataques melancólicos? A lo mejor piensas que Dumas Enterprises suspende sus actividades y espera pacientemente que la supere.
»¡No, niña, no! -vociferó, hincando el pulgar en su pecho con tanta vehemencia que di un respingo-. Siempre he sido yo quien ha salvado el bache. He dirigido el negocio durante años. A decir verdad, Pierre ni siquiera sabe cuánto dinero tenemos ni cómo está invertido.
-No te creo -repuse, pero con menos convicción que antes. Daphne se echó a reír.
-Cree lo que quieras. Vamos -me hostigó, retrocediendo unos pasos-. Corre a los brazos de tu padre y cuéntale mi horrible iniquidad. -De pronto se adelantó de nuevo hacia mí. Bajó abruptamente la voz y entrecerró los ojos en rendijas demoníacas-. Yo le explicaré a él y a quien quiera o deba saberlo que has sido tan nociva desde que te entrometiste en nuestras vidas, que has desatado una crisis familiar de fatales consecuencias. Obligaré al chico Andreas a confesar vuestros escarceos sexuales en el estudio, y Gisselle atestiguará tu relación con una prostituta de Storyville. -Su mirada se endureció aún más, como si quisiera calcinarme-. Haré creer a mis amistades que en los pantanos eras una putita adolescente. De hecho, no tengo noticia de lo contrario.
-¡Eso es falso, una sucia y repugnante mentira! -chillé, pero mi madrastra no se arredró. Su rostro, ese rostro con la tez de alabastro y hermosos ojos, al observarme, se convirtió en el gélido semblante de una estatua.
-¿De veras? -Esbozó una nueva sonrisa, tan tensa que redujo sus labios a dos delgadas líneas-. Tengo ya un informe preliminar del doctor Cheryl. Afirma que estás obsesionada con el sexo, y así lo certificará si se lo pido. Y encima te has fugado de la institución, poniéndonos a todos en evidencia.
Hice un ademán de repulsa, pero no podía sustraerme a su malsana determinación de aplastar mi rebeldía.
-Voy a ver a papá -dije casi en un murmullo-. Necesito contárselo todo.
-Ve -Daphne se abalanzó sobre mí y zarandeó mi cuerpo para girarlo hacia la escalera-. Vamos, necia niñita cajún. Ve con tu papá. -Me empujó con ambas manos. Yo le clavé una mirada furibunda y subí como un huracán, dejando manar las lágrimas.
Cuando llegué al piso de arriba, la puerta de la habitación de tío Jean estaba herméticamente cerrada, pero era imprescindible que mi padre me viera; tenía que conseguir que me dejara entrar. Me acerqué despacio, llamé con los nudillos y, aplicando la cara a la hoja, empecé a sollozar.
-Papá, por lo que más quieras, abre y déjame entrar. Por favor, tengo que hablar contigo y explicarte lo que me ha hecho Daphne. He visto a tío Jean, papá. He estado con él. Ábreme, papá -supliqué.
Continué llorando débilmente. Por fin, cuando la puerta no cedió, me derrumbé en el suelo y me ovillé sobre mí misma, con los hombros agitados por un llanto más hondo. Después de todo lo que había vivido y el esfuerzo que me había supuesto volver, yo seguía marginada y Daphne victoriosa. Hice una larga inhalación y apoyé la cabeza contra la puerta. Fui cayendo y cayendo, hasta que la hoja retrocedió y elevé la mirada hacia mi padre.
Tenía los ojos sanguinolentos, el cabello desgreñado. Llevaba la camisa por fuera del pantalón y el nudo de la corbata aflojado. Se diría que había dormido vestido. No se había afeitado.
Me puse de pie en un santiamén y procuré secarme las lágrimas.
-Papá, tenemos que hablar -dije. Él me miró con una expresión de insuperable abatimiento. Hundió los hombros y dio un paso atrás para franquearme la entrada.
Las velas que ardían en torno de las fotografías de tío Jean casi se habían consumido, de manera que la iluminación era muy tenue. Papá fue hasta una butaca cercana a las fotografías y se sentó. La paulatina oscuridad desvirtuaba y ocultaba sus rasgos.
-¿Qué ocurre, Ruby? -preguntó con una voz rota como si hubiera precisado toda su energía para pronunciar aquellas tres palabras. Fui junto a él y, estrechando sus manos entre las mías, me puse de rodillas.
-Papá, esta mañana me ha llevado a la institución presuntamente para felicitar a tío Jean por su cumpleaños, pero una vez allí me ha hecho encerrar. Quería que me retuvieran a toda costa. Ha sido espantoso, pero un chico encantador me ayudó a escapar.
Él levantó la vista y me escudriñó con un destello de sorpresa en sus ojos tristes. Sacudió la cabeza en un gesto de perplejidad, vivas aún las lágrimas bajo los párpados.
-¿De quién me hablas?
-De Daphne -respondí-. De tu mujer.
-¿Daphne?
-Pero he podido ver a tío Jean, papá. Me he sentado con él y me he dado a conocer.
-¿En serio? -preguntó mi padre con creciente interés-. ¿Cómo está?
-Tiene muy buen aspecto -dije, secándome un lagrimón rezagado con el dorso de la mano-. Pero le asusta la gente y no habla con nadie.
Mi padre asintió y bajó de nuevo la mirada.
-Sin embargo, he logrado arrancarle una palabra.
-¿De verdad? -preguntó, renacida su fluctuante atención.
-Sí. Le he rogado que me diera un mensaje para ti, y él ha dicho «botavara». ¿Qué significa, papá?
-¿«Botavara»? ¿Eso ha dicho?
Asentí con la cabeza. Luego tuve que narrarle el resto.
-Se ha llevado las manos a la cabeza y ha empezado a chillar. Han tenido que llevárselo a su cuarto.
-Pobre Jean -se lamentó mi padre-. ¡Ay, mi infortunado hermano! ¿Qué te he hecho? -dijo con un tono pesaroso, perentorio. Una de las velas se apagó y las sombras oscurecieron sus ojos más todavía.
-No te comprendo, papá. ¿Por qué «botavara»? ¿Es un término marinero, como me dijo ese joven?
-En efecto -contestó.
Se arrellanó en la silla, con la mirada ausente. Parecía que estuviera viajando en el pasado. De repente, habló como si se hubiera transfigurado.
-Hacía un día precioso cuando zarpamos. Al principio no me apetecía ir. Jean no paraba de provocarme, se mofaba de mí porque era poco deportista. «Estás más blanco que un cajero de banca -me dijo-. No es extraño que Daphne prefiera mi compañía. Venga, sal a respirar aire fresco. Ejercita esos músculos.»
«Finalmente, claudiqué y le acompañé hasta el lago. El cielo había empezado a cambiar. Había nubes de tormenta en toda la franja del horizonte. Le advertí, pero él rió y me dijo que sólo buscaba un pretexto para echarme atrás. Salimos a navegar. Yo no era un ignorante en la materia, y me fastidiaba que mi hermano menor me dijera lo que tenía que hacer como si fuera el esclavo de una galera.
»Aquel día me pareció singularmente arrogante. ¡Cuánto odiaba su autosuficiencia! ¿Por qué no albergaba dudas sobre sí mismo como me ocurría a mí? ¿Por qué se sentía tan seguro en presencia de las mujeres, en particular de Daphne?
»La nubosidad aumentó, expandiéndose, proliferando, encapotando el cielo, y los vientos se intensificaron. Nuestra embarcación oscilaba más y más a medida que las aguas se embravecían. Cada vez que instaba a Jean a volver a puerto, él se mofaba de mí porque no tenía espíritu aventurero.
»”En estas situaciones es donde demostramos nuestra hombría -declaró-. Miramos a la naturaleza de frente y no pestañeamos.”
»Apelé a su sensatez, y él continuó ridiculizándome porque yo tenía demasiada. ”A las mujeres no les gusta que los hombres sean razonables, prudentes y lógicos en todo momento, Pierre -dijo-. Quieren un poco de riesgo y zozobra. Si deseas conquistar a Daphne tráela aquí en un día tormentoso y hazla gritar, deja que el agua azote su cara y que la nave salte y cabecee.”
»Pero la tempestad arreció más de lo que incluso él esperaba. Me indigné porque nos había puesto a ambos en un peligro innecesario. Estaba resentido y celoso y, durante nuestra lucha contra los elementos, mientras Jean batallaba con el aparejo... -Mi padre suspiró y cerró los ojos antes de concluir-. Mientras mi hermano ataba unos cabos, yo di un empujón a la botavara, que es el palo horizontal de la vela, y lo golpeó en el cráneo. No fue un accidente -me reveló, y escondió el rostro entre las manos.
-¡Oh, papá! -Extendí la mano para hacerle una caricia y aplacar su llanto-. Estoy segura de que no querías dejarlo tan malherido. Sé que te arrepentiste en el mismo momento de hacerlo.
-Sí -confirmó, alzando la cara-, así fue. Pero eso nada arregla. Mira dónde está ahora y en qué se ha convertido. Mira cómo era entonces -dijo, y aferró una de sus fotografías enmarcadas en plata-. Mi guapísimo hermano... Las lágrimas del recuerdo velaron sus ojos al estudiarlo. Luego suspiró, tan hondamente que temí que le fallara el corazón, y hundió la barbilla en el pecho.
-Sigue siendo igual de guapo, papá. Y creo que podría hacer los progresos suficientes para dejar ese lugar. Te lo digo en serio. Cuando he hablado con él, he tenido la sensación de que entendía todas mis explicaciones.
-¿Sí? -Con un nuevo brillo en los ojos, mi padre irguió la cabeza-. ¡Ojalá fuera cierto! Daría cuanto poseo, todas mis riquezas, porque fuera verdad.
-Lo es, papá. Tienes que ocuparte más de él. Quizá convendría cambiarle el tratamiento, buscar otro médico y otro lugar -le sugerí-. En éste no hacen más que alojarlo cómodamente y sacarte el dinero a espuertas -dije con acritud.
-Sí, tal vez. -Mi padre calló, examinó, y una sonrisa alegró su semblante-. Eres una jovencita cautivadora, Ruby. Si creyera en la redención, pensaría que tú me has sido enviada como una señal. No te merezco.
-Casi me han enclaustrado a mí también, papá -insistí, volviendo a mi tema original.
-Sí -respondió-. Cuéntame bien toda la historia. Le describí cómo Daphne me había embaucado para que la acompañara a la institución y todo lo que sucedió después. Él me escuchó detenidamente, más consternado a cada minuto.
-Tienes que sobreponerte, papá -le dije-. Daphne acaba de comentarme que quizá te interne también a ti. No consientas que se salga con la suya, ni que nos siga perjudicando a mí e incluso a Gisselle.
-Tienes razón -contestó él-. Me he recreado demasiado tiempo en la autocompasión y he soltado las riendas de mi familia.
-Hay que terminar con todas las mentiras, papá. Tenemos que desecharlas como el lastre de un globo o una canoa. Tantas mentiras nos están hundiendo.
Él asintió con la cabeza, y me puse de pie.
-Gisselle debe saber la verdad, conocer el origen de nuestra existencia. Y a Daphne tampoco le vendría mal aceptarla de una vez por todas. Que sea nuestra madre por sus acciones y no por culpa de una montaña de mentiras.
Papá emitió un largo suspiro.
-De acuerdo. -Se incorporó, se peinó el cabello hacia atrás y alisó su corbata, estrechando el nudo. Luego se metió pulcramente los faldones de la camisa dentro del pantalón-. Voy abajo a hablar con Daphne. Te prometo, Ruby, que jamás volverá a cometer una ignominia semejante.
-Yo iré a ver a Gisselle y la pondré al corriente de todo, pero sé que no me creerá, papá. Tendrás que subir y respaldarme -le pedí.
-Así lo haré -dijo. Me besó y me estrechó en un abrazo-. Gabrielle estaría orgullosa de ti, hija.
Volvió a enderezarse, cuadró los hombros y se marchó. Yo estuve unos segundos ojeando las fotografías de tío Jean, y fui a decirle a mi hermana quién era su auténtica madre.
-¿Dónde te habías metido? -preguntó Gisselle-. Hace ya horas que mamá ha vuelto a casa. Le he preguntado mil veces por ti y me ha dicho que no estabas. Luego ha venido a contarme que te habías fugado. Pero ya sabía que no tardarías en regresar -añadió muy convencida-. ¿Adonde podías ir, de regreso a los pantanos para vivir con esa gentuza?
Al ver que no contestaba en el acto, se evaporó su sonrisa presumida.
-¿Qué haces aquí plantada? ¿Dónde diablos has estado? -me regañó-. Te necesitaba. No aguanto más a esa enfermera.
-Mamá te ha mentido, Gisselle -dije sin alterarme.
-¿Cómo?
Me dirigí a la cama y me senté frente a ella, que estaba en la silla de ruedas.
-No me he fugado -dije-. Recordarás que teníamos que ir a la institución a ver a tío Jean. Pues bien, Daphne...
-¿Y bien? -me azuzó Gisselle al verme vacilar.
-Daphne tenía otros planes. Me llevó allí para ingresarme como paciente. Me han engañado y encerrado pretextando que sufría una enajenación mental.
-¡Qué horror! -exclamó con las cejas arqueadas.
-Un chico muy simpático me ha ayudado a huir. Ya se lo he explicado a papá.
Gisselle meneó la cabeza.
-No puedo creer que te hiciera algo así.
-Yo sí -respondí drásticamente-. Ni siquiera es nuestra madre.
-¿Qué dices? -Gisselle empezó a sonreír, pero la corté y capté su plena atención cuando alargué el brazo y estrujé su mano con la mía.
-Tú y yo nacimos en los pantanos, Gisselle. Hace años, papá solía ir a cazar por aquellos contornos con nuestro abuelo Dumas. Allí se enamoró de nuestra madre, Gabrielle Landry, y la dejó encinta. El abuelo Dumas quería tener un nieto por encima de todo, y Daphne era estéril, así que entabló negociaciones con nuestro otro abuelo, Grandpére Jack, para comprar a la criatura. Pero fuimos gemelas. Grandmére Catherine me retuvo en secreto mientras Grandpére te entregaba a la familia Dumas.
Mi hermana estuvo muda unos momentos, y se desasió de mí.
-Estás chiflada -dijo-, si piensas que voy a creerme esa historia.
-Es la verdad -repuse serenamente-. La patraña del secuestro se inventó después de que yo apareciera para que Daphne pudiera seguir pasando por nuestra madre legítima.
Mi hermana movió la silla lejos de mí, negando con la cabeza.
-Yo no soy una cajún -declaró.
-Da igual que seas una cajún o criolla, rica o pobre, Gisselle. Lo importante es la verdad. Ya va siendo hora de enfrentarse a ella -dije con voz tajante. Estaba muy cansada, notaba sólidamente asentada en mis hombros la carga agobiante de uno de los días más emotivos y difíciles de mi vida-. No conocí a nuestra madre porque murió poco después del parto, pero por lo que me dijo de ella Grandmére Catherine, y también por los relatos de papá, sé que le habríamos querido con toda el alma. Era una mujer de gran belleza.
Gisselle continuaba renuente, pero mi reposada revelación había comenzado a dejar huella, y percibí un ligero espasmo en sus labios. Sus ojos se empañaron.
-Espera -dije, y abrí la puerta que unía nuestros dormitorios. Revolví en la mesilla de noche, encontré la fotografía de mi madre y se la llevé-. Se llamaba Gabrielle -le informé al mostrársela. Ella la miró de soslayo y apartó la cara.
-No quiero ver a una cajún sólo porque tú afirmes que es nuestra madre.
-Lo es. Y aún hay más: mamá concibió otro hijo antes que a nosotras. Tenemos un hermanastro, Gisselle. Su nombre es Paul.
-Te has vuelto loca. ¡Loca de atar! Tu sitio está en esa institución. Quiero que venga papá. ¡Papá, ven! ¡Papá! -chilló mi hermana.
La señora Warren acudió corriendo desde su habitación.
-¿Se puede saber qué pasa? -preguntó.
-Tengo que ver a mi padre. Vaya a buscarlo.
-No soy tu criada. Mi función...
-¡Vaya a buscarlo! -bramó Gisselle. Su faz se puso roja como un tomate por el esfuerzo de gritar. La señora Warren me consultó con los ojos.
-Yo iré -ofrecí, y dejé a la enfermera tranquilizando a mi hermana.
Papá y Daphne discutían en el salón. Ella estaba sentada en el sofá, en una actitud asombrosamente sumisa. De pie delante de ella, con las manos en las caderas, mi padre parecía mucho más fuerte. Pasé mi mirada de él a Daphne, que rehuyó mi mirada culposamente.
-Le he contado toda la verdad a Gisselle -anuncié.
-¿Estás satisfecho? -disparó mi madrastra-. Te he avisado de que acabaría por rasgar la fina tela que mantiene unida a esta familia.
-Tenía mi autorización -atajó mi padre.
-¡No puede ser!
-Ha llegado el momento de que afrontemos la realidad por ardua que sea, Daphne. Ruby tiene razón. No podemos seguir viviendo en un mundo de mentiras. Lo que le has hecho es detestable. Pero lo mío es mucho peor. Nunca debería haberla forzado a mentir.
-Para ti es fácil hablar así, Pierre -replicó Daphne, con los labios temblando y una mirada desgarradora-. En nuestra sociedad, tu indiscreción pronto será perdonada. Incluso se espera de ti que hayas tenido algún idilio, pero ¿y yo, qué voy a hacer? ¿Cómo voy a presentarme ante la gente? -gimió. Estaba llorando.
Nunca imaginé que vería brotar lágrimas de aquellos ojos glaciales, pétreos; sin embargo, se compadecía tanto de sí misma que no pudo refrenarlas. En cierto sentido, a pesar de lo mal que se había portado conmigo, yo también me apiadé de ella. Su universo, un universo construido sobre la sofisticación y el engaño, apuntalado en bloques y más bloques de falsedad, se desplomaba ante sus ojos y nada podía hacer para impedirlo.
-Todos tenemos muchos errores que rectificar, Daphne. Yo especialmente debo acopiar grandes dosis de valor para reparar el daño que he causado a las personas que más quiero.
-Desde luego que sí-balbuceó ella. Mi padre asintió.
-Pero tú también. No eres totalmente inocente en este asunto -dijo. Alzó los hombros y agregó-: Más vale que vaya a atender a Gisselle. Y después, quiero ver a mi hermano. Estaré con él todo el tiempo que sea necesario hasta que me dé su perdón e inicie su auténtica recuperación.
Daphne desvió la mirada. Papá me sonrió, y se dirigió a la planta superior para corroborar y confesar la verdad ante mi hermana.
Durante un lapso interminable, me quedé en medio del salón contemplando a mi madrastra. Al fin, ella se volvió hacia mí lentamente, con unos ojos que ya no estaban nublados por el llanto y los labios bien prietos.
-No me has destruido -dijo con firmeza-. No lo sueñes ni por un instante.
-Tampoco lo pretendo, Daphne. Sólo quiero impedir que me destruyas tú. No puedo decir que te perdone la ruindad que has tratado de hacerme, pero estoy dispuesta a comenzar de nuevo y esforzarme por congeniar contigo... Si no por otra razón, para que mi padre sea feliz.
»Quizá algún día -proseguí, aunque en aquel momento me parecía una quimera-, pueda llamarte «madre» y lo sienta sinceramente.
Ella se giró hacia mí con los ojos fruncidos, la faz tirante.
-Has cautivado a propios y extraños desde que entraste en esta casa. ¿Intentarás hechizarme también a mí, incluso después de lo que ha pasado?
-Eso depende de ti, ¿no crees... mamá? -dije y me marché para dejarla reflexionar sobre el futuro de los Dumas.
EPÍLOGO
La verdad, al igual que unos cimientos en los pantanos, hay que plantarla a mucha profundidad para que arraigue, particularmente en un mundo donde las mentiras llueven a torrentes y cuando menos se espera pueden derribar las quebradizas paredes de la ilusión. Grandmére Catherine solía decir que los árboles más fuertes son aquellos cuyas raíces ahondan más en la tierra.
«La naturaleza tiene sus propios métodos para averiguar cuáles no han calado lo bastante hondo, y son arrastrados por inundaciones y tornados. Pero eso no es del todo negativo, porque nos deja un mundo en el que podemos sentirnos más seguros, un mundo en el que confiar. Hunde tus raíces hasta el fondo, Ruby.»
Para bien o para mal, había echado mis raíces en el jardín de los Dumas, y la muchachita cajún tímida e insegura que tanto había titubeado al pisar su umbral se había transformado en una mujer que empezaba a comprender quién era realmente.
En los días que siguieron, Gisselle sufrió un debilitamiento general y creció su dependencia de mí. Con frecuencia la encontraba sollozando y tenía que consolarla. Al principio se resistía a conocer nuestra ascendencia cajún, pero luego, poco a poco, empezó a hacerme preguntas aisladas que me indujeron a describirle lugares y personas. Por supuesto, no podía reconciliarse con la verdad y me obligó a jurarle docenas de veces y de cien maneras distintas que no lo contaría hasta que estuviera preparada. Se lo juré.
Una tarde, cuando estaba en la habitación de Gisselle refiriéndole no sé qué incidente sobre los exámenes finales del instituto, apareció Edgar.
-Disculpe, señorita Ruby -dijo tras llamar en la jamba de la puerta para hacerse notar-, pero alguien quiere verla. Es un joven caballero.
-¿Un joven? -se inmiscuyó Gisselle sin dejarme responder-. ¿Cómo se llama, Edgar?
-Dice que su nombre es Paul. Paul Tate.
La sangre dejó de regar mi rostro momentáneamente, y volvió a afluir tan a borbollones que casi tuve un vahído.
-¿Paul?
-¿Quién es? -preguntó Gisselle.
-Nuestro hermanastro -contesté. Ella abrió mucho los ojos.
-Tráemelo aquí -ordenó.
Bajé a toda prisa y lo vi esperando en el vestíbulo. Lo encontré más formado, al menos diez centímetros más alto, y mucho más guapo de lo que recordaba.
-Hola, Ruby -me saludó con una sonrisa cordial, , radiante.
-¿Cómo me has localizado? -dije. No había puesto remite en la carta que le había escrito porque no quería que diera conmigo.
-No ha sido difícil. Después de recibir tus noticias y saber al menos que estabas en Nueva Orleans, una noche fui a visitar a Grandpére Jack con una botella de whisky.
-Eres un sinvergüenza -le reñí-. No deberías haberte aprovechado de un beodo.
-Habría emborrachado al mismísimo demonio con tal de volver a verte, Ruby. -Nuestras miradas se cruzaron y se entrelazaron-. ¿Puedo darte un beso de amigo? -me pidió.
-Claro que sí.
Paul me besó en la mejilla y retrocedió para dar un vistazo.
-No exagerabas en tu nota: eres rica. ¿Han mejorado las cosas desde que me escribiste?
-Sí -repuse. Pareció decepcionado.
-Esperaba que me dijeras que no y poder convencerte de que regresaras conmigo a los pantanos, pero no te reprocho que quieras conservar tu nuevo tren de vida.
-También tengo una familia, Paul.
-Entiendo. Y bien, ¿dónde está tu hermana gemela? -preguntó. Le expliqué en dos palabras el accidente de automóvil-. ¡Cuánto lo siento! -exclamó-. ¿Sigue aún en el hospital?
-No. Está arriba y se muere de ganas de conocerte. Le he hablado mucho de ti -dije.
-¿Sí?
-Vamos. Debe de estar subiéndose por las paredes con nuestra tardanza.
Lo conduje al primer piso. En el trayecto, Paul me comentó que Grandpére Jack era el mismo de siempre.
-No reconocerías la casa. La ha convertido en una pocilga similar a la que tenía en los pantanos. Y el terreno adyacente está surcado de agujeros. Todavía busca el dinero enterrado.
«Durante un tiempo después de tu marcha, las autoridades pensaron que te había hecho algo malo. Se armó un escándalo, pero al no hallar pista alguna que pudiera verificar sus temores, la policía dejó de asediarlo. Naturalmente, algunos aún sospechan de él.
-Eso es terrible. Tengo que escribir a las amigas de Grandmére para comunicarles mi paradero y que todo va a pedir de boca.
Paul asintió con la cabeza, y lo introduje en la habitación de Gisselle.
Nada podía devolver el color a los pómulos de mi hermana y el fulgor a sus ojos como la visión de un joven apuesto. Llevábamos apenas cinco minutos charlando y ella ya flirteaba, pestañeaba, contoneaba los hombros y sonreía con aires seductores. Paul estaba divertido, aunque algo azorado ante aquel despliegue de femineidad.
Cuando la visita tocaba a su fin, Gisselle me sorprendió sugiriéndome que fuéramos a los pantanos en un futuro próximo.
-¿Lo haréis? -se entusiasmó Paul-. Seré vuestro guía, os enseñaré parajes que os cortarán la respiración. Ahora, además de la lancha, tengo caballos y...
-No sé si podré montar -dijo Gisselle.
-¡Claro que sí! -la animó él-. Y si no puedes, irás a mi grupa.
A ella le encantó la idea.
-Ahora que ya sabes dónde estamos, Paul, no te hagas rogar y ven a vernos a menudo -le indicó-. Tenemos que conocernos muy, muy bien.
-Lo haré. Gracias por proponérmelo.
-¿Cenarás con nosotros?
-No puedo. Me ha traído a la ciudad otra persona y estamos citados dentro de unos minutos -dijo Paul. Intuí que era un simple subterfugio, pero no lo delaté. Aunque desencantada por el desaire, Gisselle se puso muy contenta cuando Paul se inclinó para darle un beso de despedida.
-Vuelve pronto, ¿me oyes? -le gritó después de que saliéramos.
-Podrías haberte quedado a cenar, Paul -dije mientras bajábamos-. Estoy segura de que a mi padre le gustaría conocerte. Daphne, mi madrastra, es una esnob, pero no mal educada.
-Tengo que regresar. Mis padres no saben que he venido -me confesó.
-¡Vaya!
-Pero ahora que te he encontrado y que me has presentado a mi otra hermanastra, pienso frecuentar esta casa. Es decir, si no te molesta.
-¡Por supuesto que no! Cualquier día de éstos llevaré a Gisselle a los pantanos.
-Sería estupendo. -Paul bajó la vista, pero enseguida volvió a mirarme-. No he salido con nadie desde que me dejaste -susurró.
-Eso no está bien.
-Es superior a mí, Ruby.
-Por favor, tienes que intentarlo -le imploré.
Él asintió con la cabeza. Se inclinó y me dio un beso fugaz en la frente. Un momento después, como si fuera un etéreo recuerdo de antaño que hubiera atravesado mis pensamientos, se había ido.
En vez de volver junto a Gisselle, salí al jardín. La tarde era soberbia, con un cielo cerúleo, comparable con el lienzo de un pintor, salpicado por pinceladas de esponjosas nubéculas blancas. Cerré los ojos, y habría podido quedarme dormida de no oír la voz de papá.
-Sabía que te encontraría aquí -declaró-. He visto ese cielo tan azul y me he dicho a mí mismo: «Ruby debe de estar fuera, gozando del atardecer.»
-Hace un tiempo espléndido, papá. ¿Cómo te ha ido el día?
-Muy bien. Ruby -dijo, sentándose frente a mí con expresión grave-, he tomado una determinación. Quiero que el año próximo Gisselle y tú asistáis a un instituto privado. Tu hermana necesita una atención especial y, francamente, no puede prescindir de ti. Aunque ella jamás lo admitiría.
-¿Un instituto privado? -Lo pensé unos segundos, pensé que tendría que dejar a los pocos amigos que había hecho y, muy concretamente, que habría de renunciar a Beau. La relación entre nosotros era delicada por la interferencia de Daphne con sus padres, pero aún hallábamos el modo de vernos de vez en cuando.
-Será mejor para todos que asistáis a un centro exclusivo, un internado -dijo mi padre, y quedó claro a qué se refería-. Os echaré mucho de menos, pero haré escapadas siempre que pueda -prometió-. No estará lejos de Nueva Orleans. ¿Querrás ir?
-¿A un instituto lleno de criollas ricachonas y esnobs?-pregunté.
-Probablemente. Pero no creo que te asusten mucho a estas alturas. Las cambiarás tú a ellas antes que a la inversa -predijo papá-. Será la clase de sitio donde siempre hay grandes bailes y festejos, viajes de estudios, los mejores profesores y medios docentes y, sobre todo, donde podrás reanudar las lecciones de arte. En cuanto a Gisselle, tendrá los cuidados que su caso requiere.
-De acuerdo, papá -dije-. Si tú crees que es lo más conveniente...
-Así es. Sabía que podría contar contigo -proclamó él-. ¿Qué hace tu hermana? ¿Cómo es que te ha concedido un rato de asueto? -bromeó.
-Debe de estar cepillándose el cabello y cotilleando por teléfono sobre nuestro visitante masculino.
-¿Un visitante?
Nunca le había hablado de Paul, y cuando empecé a hacerlo me dejó atónita diciéndome que conocía su existencia.
-Gabrielle jamás me habría ocultado algo así-dijo-. Lamento no haber podido saludarle.
-Ya habrá oportunidad más adelante. Además, le hemos prometido que le devolveremos la visita.
-Será un placer acompañaros. No he estado en los pantanos desde... desde entonces.
Mi padre se levantó.
-Tengo que ir a ver a mi otra princesa -anunció-. ¿Vienes conmigo?
-Si no te importa, prefiero quedarme aquí un rato más.
-Como gustes -respondió. Me dio un cariñoso beso y entró en la casa para subir a la habitación de mi hermana.
Me repantigué en mi asiento y paseé la mirada por el jardín, pero lo que vi no fueron los primorosos parterres de flores y los podados setos, sino los pantanos. Vi a Paul y a mí misma, los dos jóvenes e ingenuos, a bordo de una piragua, él remando, yo recostada, con la brisa del golfo acariciando mi piel y meciendo mechones de mi pelo. Vi un recodo, y al virar se siluetó sobre una rama un halcón de los pantanos, alerta a nuestra presencia. Batió las alas como si quisiera saludarnos, como si nos diera la bienvenida al mundo secreto que subyace a nuestros sueños más preciados y se interna en la molicie de nuestros corazones.
El halcón emprendió el vuelo y, al elevarse por encima de los árboles hacia el cielo azul, nos dejó solos, derivando hacia el porvenir.
FIN