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marzo 11, 2010
Bill Wheeler estaba, el día de autos, asomado a la ventana de su piso de soltero, situado en la quinta planta del edificio que se alzaba en la esquina de la Calle 83 y Central Park, cuando la astronave de Algún Lugar aterrizó.
Descendió suavemente, como si flotase, surgida del cielo, y por último se detuvo en Central Park, sobre la extensión cubierta de césped que hay entre el monumento a Simón Bolívar y el paseo, apenas a un centenar de metros de la ventana de Bill Wheeler.
Bill dejó de acariciar con la mano la suave pelambrera de la gata siamesa tendida sobre el alféizar y preguntó, extrañado:
- ¿Qué es eso, Bonita?
Pero la gata siamesa no respondió. Sin embargo, dejó de ronronear cuando Bill dejó de acariciarla. Debió de notar algo diferente en Bill... posiblemente a causa de la súbita rigidez que adquirieron sus dedos o tal vez porque los gatos son muy sensibles y advierten los cambios de humor de sus dueños. De todos modos se puso panza arriba y lanzó un quejumbroso maullido. Pero esta vez Bill no le hizo caso. Se hallaba demasiado absorto contemplando el increíble objeto que se había posado en el parque, al otro lado de la calle.
Tenía forma ahusada, de poco más de dos metros de largo por unos sesenta centímetros de diámetro en su parte más gruesa. En cuanto a sus dimensiones, podía haberse tomado por un gran dirigible de juguete, pero ni por un momento se le ocurrió a Bill pensar que pudiese ser un juguete o un modelo a escala reducida... ni cuando lo vio por primera vez cuando se encontraba aún a quince metros de altura, frente a su ventana.
Había algo en aquel objeto que, incluso para el observador más indiferente, producía una impresión de algo que no era de este mundo. Costaba definir qué era. De todos modos, terrestre o extraterrestre no tenía medios visibles de apoyo. No tenía alas, ni hélices, ni toberas de eyección ni nada parecido... a pesar de que estaba construido de metal y era más pesado que el aire, evidentemente.
A pesar de ello, descendió flotando como una pluma a unos treinta centímetros sobre la hierba. Se detuvo allí y de pronto, por uno de sus extremos (ambos eran tan parecidos que no se podía saber cuál era la parte delantera y cuál la posterior) brotó un chorro de fuego cegador. El chorro fue acompañado de un silbido y la gata, sobre la cual estaba posada todavía la mano de Bill Wheeler, dio la vuelta y se incorporó en un movimiento suave y felino. Inmediatamente se puso a mirar por la ventana. Entonces lanzó un bufido suave, y los pelos de su lomo y de su cogote se enderezaron, como los de su cola, que en aquellos momentos tenía más de cinco centímetros de grueso.
Bill no la tocó; quien conozca a los gatos sabrá que cuando están así es peligroso tocarlos. Pero le dijo:
- Tranquilízate, Bonita. No pasa nada. No es más que una astronave que viene de Marte para conquistar la Tierra. No es un ratón.
Hasta cierto punto, tenía razón en la primera parte de la frase. Pero hasta cierto punto también, se equivocaba en la segunda. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos.
Después de aquel único chorro que soltó su tubo de escape o lo que fuese, la astronave terminó de descender los últimos treinta centímetros y se quedó tendida sobre la hierba, sin moverse. De uno de sus extremos brotaba ahora un abanico de tierra ennegrecida que se extendía en un radio de unos nueve metros.
Entonces nada sucedió... es decir, sí; vino gente corriendo desde varias direcciones; también acudieron corriendo unos guardias, tres para ser exactos, e impidieron que los curiosos se aproximasen demasiado al extraño objeto. Demasiado, según la idea de la distancia que tenían los guardias, era menos de tres metros. Lo cual era una estupidez, se dijo Bill Wheeler. Si aquel artefacto hiciese explosión, probablemente mataría a todos los que vivían en varias manzanas a la redonda.
Pero no hizo explosión. Siguió tendido allí, y no pasó nada. Nada, excepto aquel chorro de fuego que asustó a Bill y a la gata. En cuanto al minino, parecía haber perdido todo interés por el asunto y volvió a tenderse sobre el alféizar. Ya no tenía el pelo erizado.
Bill se puso a acariciar de nuevo su suave piel de color canela, con expresión ausente. Luego dijo:
- Hoy es un día memorable, Bonita. Esa cosa de ahí fuera es interplanetaria, o yo soy el sobrino de una araña. Voy a bajar a echarle un vistazo.
Tomó el ascensor para bajar. Llegó hasta la puerta de entrada de la casa, trató de abrirla pero no pudo. Lo único que podía ver a través del vidrio eran las espaldas de la gente, apretada contra la puerta. Poniéndose de puntillas y estirando el cuello, consiguió distinguir un mar de cabezas que se extendía desde la casa hasta allí.
Volvió al ascensor. El ascensorista le dijo:
- Parece que pasa algo ahí fuera. ¿Es un desfile, u otra cosa?
- Es otra cosa - repuso Bill -. Acaba de aterrizar una astronave en Central Park. Probablemente procede de Marte.
- Un cuerno - dijo el ascensorista -. ¿Y qué hace?
- Nada.
El ascensorista sonrió.
- Es usted un guasón, Mr. Wheeler. ¿Cómo está su gatita?
- Muy bien - respondió Bill -. ¿Y la suya?
- Cada vez peor. Anoche me tiró un libro a la cabeza cuando volví a casa con unas copitas de más, y me estuvo sermoneando toda la noche porque gasté tres pavos y medio. Su gata es mejor.
- Así parece - dijo Bill.
Cuando consiguió volver a la ventana, abajo se había reunido ya una verdadera multitud. Central Park West estaba abarrotado de gente a partir de media manzana por cada lado y en el fondo del parque se distinguía también una muralla humana. La única zona despejada era un círculo en torno a la astronave, que a la sazón tenía ya unos seis metros de radio, y en el que se hallaba un buen número de guardias que mantenían el espacio despejado.
Bill Wheeler levantó suavemente a la gata siamesa para depositarla en un lado del alféizar, y luego fue a sentarse, mientras decía:
- Tenemos asiento de palco, Bonita. He cometido una estupidez al querer salir a la calle.
Abajo, las fuerzas de orden público luchaban para contener a la multitud. Pero venían varios camiones con más guardias. Se abrieron paso hasta el interior del círculo y luego empujaron para ampliarlo. Por lo visto, alguna autoridad había decidido que cuanto más amplio fuese el círculo, menos personas resultarían muertas. En el interior del círculo se veían ya algunos uniformes de caqui.
- Militares - dijo Bill a la gata -. De alta graduación. Desde aquí no veo bien los galones, pero hay uno que por lo menos lleva tres estrellas, se conoce por su manera de caminar.
Por último consiguieron hacer retroceder a la gente hasta la acera. A la sazón ya había muchos militares en el interior del círculo. Y media docena de hombres, algunos uniformados y otros no, empezaron a manipular cuidadosamente la nave. Primero la fotografiaron, luego la midieron y después un hombre que llevaba una gran maleta llena de herramientas empezó a rascar cuidadosamente el metal y a realizar pruebas.
- Un metalúrgico, Bonita - explicó Bill Wheeler a la gata siamesa, la cual no hacía el menor caso de lo que estaba sucediendo -. Y te apuesto cinco kilos de hígado contra un maullido a que descubrirá que se trata de una aleación desconocida y que tiene en ella algún metal que él no puede identificar.
»¿Por qué no miras afuera, Bonita, en vez de estar tendida ahí como una poltrona? Te digo que hoy es un día memorable, Bonita. Puede ser el principió del fin... o de algo nuevo. Querría que se diesen prisa en abrirla.
Varios camiones del ejército penetraron en el círculo. Por el aire volaban media docena de grandes aviones, que hacían un estrépito espantoso. Bill los miró con desconcierto.
- Aseguraría que son bombarderos. No sé qué se proponen, como no sea bombardear el parque con gente y todo, en el caso de que de ese puro salgan hombrecillos verdes con pistolas de rayos y se pongan a disparar a diestro y siniestro. Entonces los bombarderos se encargarían de liquidar a los supervivientes.
Pero del cilindro no salían hombrecillos verdes. Al parecer, los técnicos que trabajaban en él no conseguían encontrar una abertura que les permitiese examinar su interior. Le dieron la vuelta, pero su parte inferior era como la superior. En realidad, nada distinguía a la una de la otra.
Y entonces Bill Wheeler no pudo contener un juramento. Los soldados descargaban los camiones militares, y de ellos sacaban las diversas secciones de una gran tienda de campaña. Entre tanto, otros hombres vestidos de caqui clavaban estacas en el suelo y desenrollaban la lona.
- Ya me esperaba que hiciesen algo así, Bonita - se quejó Bill con amargura -. Sería una lástima que se lo llevasen, pero dejarlo aquí para seguir trabajando en él sin que nosotros lo veamos...
Los soldados levantaron la tienda. Bill Wheeler observó su parte superior, pero ésta no se movía. Fuera lo que fuese lo que ocurría en su interior, él no podía verlo. Los camiones iban y venían, los militares de alta graduación y los técnicos de paisano iban y venían también.
Al poco tiempo sonó el teléfono. Bill acarició por última vez a la gata y fue a responder a la llamada.
- ¿Bill Wheeler? - oyó una voz que decía -. El general Kelly al habla. Me han proporcionado su nombre como el de un eminente biólogo e investigador. ¿Me equivoco?
- Sí - contestó Bill - en efecto, me dedico a la investigación biológica. En cuanto a eso de eminente, sería una falta de modestia por mi parte reconocer que lo soy. ¿Qué desea usted?
- Una astronave acaba de aterrizar en Central Park.
- ¿De veras, mi general?
- Le llamo desde el campo de operaciones; hemos instalado teléfonos de campaña y llamamos a todos los especialistas. Le agradecería que usted y otros biólogos examinasen algo que hemos encontrado dentro de... la astronave. Grimm, de Harvard, se halla en la ciudad y pronto estará aquí. Winslow, de la Universidad de Nueva York, ya ha llegado. El lugar se encuentra frente a la calle 83. ¿Cuánto tardará usted en llegar aquí?
- Cosa de diez segundos si tuviese un paracaídas. Les he estado observando a ustedes desde la ventana de mi casa.
Le facilitó sus señas y el número de su apartamento.
- Si puede disponer de un par de muchachos fuertotes cubiertos con uniformes imponentes para hacerme atravesar la multitud, llegaré antes que si intento hacerlo por mis propios medios. ¿Le parece bien, mi general?
- Perfectamente. Se los envío volando. No les haga esperar.
- Descuide - dijo Bill -. ¿Qué encontraron dentro del cilindro?
El general tuvo una momentánea vacilación. Luego dijo:
- Espere a verlo usted mismo.
- Lo digo por mis instrumentos. Quiero saber qué tengo que llevar. ¿Equipo de disección? ¿Productos químicos? ¿Reactivos? ¿Es un hombrecillo verde?
- No - dijo la voz del general. Tras una nueva y brevísima vacilación, añadió -: Parece ser un ratón. Un ratón muerto.
- Gracias - dijo Bill. Colgó el teléfono y volvió junto a la ventana. Se puso a mirar a la gata siamesa con expresión acusadora.
- Oye, Bonita - dijo - alguien me está fastidiando, o...
Frunció el ceño con desconcierto, mientras observaba lo que ocurría al otro lado de la calle. Dos policías militares salieron a toda prisa de la tienda para lanzarse en derechura hacia la entrada de su casa, abriéndose paso entre la muchedumbre a codazos. - Abrásame con un soplete, Bonita - dijo Bill -. Es McCoy.
Fue a un armarito y tomó un maletín. Dirigiéndose luego a su laboratorio, empezó a meter instrumentos y frascos en el maletín. Cuando llamaron a la puerta ya estaba preparado.
- Tú defiende entre tanto la plaza, Bonita - dijo a la gata -. Tengo que ver a un hombre para hablar de un ratón.
Se unió a los dos policías que esperaban frente a la puerta, y éstos le escoltaron a través de la muchedumbre y, después de atravesar el círculo de los elegidos, penetró en la tienda.
Había un grupo muy numeroso reunido en torno al cilindro. Bill atisbó por encima de los hombros de los presentes y vio que el cilindro estaba limpiamente partido en dos mitades. Su interior era hueco y estaba almohadillado con algo que parecía cuero suave, pero más blando. Un hombre, arrodillado junto a un extremo, estaba dirigiendo la palabra a los reunidos:
-...ni trazas de motor ni de cualquier clase de mecanismo. Ni un solo alambre, ni un gramo ni una gota de carburante. Sólo un cilindro hueco, con el interior acolchado. Señores, es imposible que este chisme haya viajado por sus propios medios por el espacio. Pero la verdad es que ha llegado hasta aquí, y desde fuera de la Tierra. Gravesend afirma que la materia de que está compuesto es extraterrestre sin lugar a dudas. Señores, no sé qué decirles.
Se elevó otra voz:
- Tengo una idea, comandante.
La voz pertenecía al sujeto sobre cuyo hombro Bill Wheeler estaba atisbando... y apoyándose. Bill reconoció la voz y su dueño con sobresalto. Era el Presidente de los Estados Unidos en persona. Inmediatamente, Bill dejó de apoyarse en él.
- Yo no soy un hombre de ciencia - dijo el primer magistrado de la nación -. Y lo que voy a decir no es más que una simple hipótesis. ¿Recuerdan ustedes el chorro de fuego que lanzó por aquel único orificio de escape? Eso pudiera haber significado la destrucción, la desaparición del mecanismo o el combustible de este aparato. Quienquiera que fuese que le envió aquí, tal vez no quería que averiguásemos cuál era su medio de propulsión. Fue construido de tal modo que, al aterrizar, el mecanismo se destruyese sin remedio. Coronel Roberts, usted que ha examinado la zona chamuscada. ¿Ha encontrado en ella algo en apoyo de esta teoría?
- Desde luego, señor - dijo otra voz -. Trazas de metal, sílice y carbono, como si todo ello hubiese sido vaporizado por un calor espantoso, para condensarse luego y extenderse de manera uniforme. No se puede encontrar el menor resto de metal, pero los instrumentos indican su presencia. Otra cosa...
Alguien se apoyaba en el hombro de Bill.
- ¿No me diga que es usted, Wheeler?
Bill dio media vuelta.
- ¡Profesor Winslow! - exclamó -. Le conozco de fotografía, profesor, y he leído sus artículos en el Diario. Me siento orgulloso de poder saludarle y de...
- Déjese de cumplidos - le atajó el profesor Winslow - y eche una mirada a esto.
Tomó a Bill Wheeler por el brazo y le condujo junto a una mesita situada en un ángulo de la tienda.
- A primera vista, parece un ratón muerto - dijo - pero no lo es. ¡Qué va a serlo! Todavía no lo he disecado; les esperaba a usted y a Grimm. Pero he realizado pruebas de temperatura, he examinado algunos pelos al microscopio y he estudiado la musculatura. Es... bien, véalo usted mismo.
Bill Wheeler obedeció. A primera vista, desde luego, parecía un ratón, un ratoncito diminuto, hasta que se le examinaba más atentamente. Entonces se distinguían ciertas diferencias... pero había que ser un biólogo para verlo.
Grimm llegó entonces y entre los tres, con el mayor cuidado, casi con reverencia, disecaron el pequeño ser. Las diferencias dejaron de ser insignificantes para convertirse en grandes diferencias. En primer lugar, los huesos no parecían estar hechos de sustancia ósea, y eran de un amarillo brillante en lugar de ser blancos. El sistema digestivo no era muy anormal, y poseía un sistema circulatorio en cuyo interior se observó la presencia de un fluido blanco y lechoso, pero no se encontró corazón. En cambio, se constató la presencia de unos nódulos a intervalos regulares en los vasos de mayor diámetro.
- Estaciones intermedias - observó Grimm -. No hay una bomba central. Pudiéramos decir que son una serie de pequeños corazones en lugar de un solo corazón grande. Muy práctico. Un ser construido como éste no puede sufrir dolencias cardíacas. Un momento, voy a poner un poco de este fluido en un portaobjetos.
Alguien se apoyaba sobre el hombro de Bill, causándole gran incomodidad. Se volvió para decir a quien se apoyaba que se fuese al infierno, y vio que era el Presidente de los Estados Unidos.
- ¿Es de fuera de este mundo? - preguntó el presidente con voz tranquila.
- Absolutamente - contestó Bill. Un segundo después añadió -: Señor...
El presidente sonrió. Luego hizo una segunda pregunta:
- ¿Creen ustedes que llevaba mucho tiempo muerto, o murió en el momento de la llegada?
Esta vez, Winslow se encargó de responder:
- Es una simple conjetura, señor presidente, porque desconocemos la composición química de este ser y su temperatura normal. Pero la temperatura rectal de hace veinte minutos, tomada así que llegué, era de treinta y cinco grados centígrados y hace un minuto era de poco más de treinta y dos. Ello indica que no podía llevar mucho tiempo muerto.
- ¿Creen ustedes que este ser estaba dotado de inteligencia?
- No me atrevería a asegurarlo, señor. Es demasiado distinto a nosotros. Pero creo que... no. No debía de tener más inteligencia que un ratón terrestre. El tamaño de su cerebro y sus circunvoluciones son muy similares.
- ¿Por lo tanto, no cree usted que hubiese construido esa nave?
- Apostaría un millón contra uno a que no, señor.
La astronave había aterrizado a media tarde; era casi media noche cuando Bill Wheeler regresó a su casa. No venía del otro lado de la calle, sino del laboratorio de la Universidad de Nueva York, donde había continuado la disección y el examen microscópico.
Regresó a su casa a pie, hecho un mar de confusiones, pero se acordó consternado de que no había dado de comer a la gata, y casi echó a correr para cubrir la última manzana de casas.
La gata le dirigió una mirada de reproche y dijo: «Miau; miau, miau, miau» tan deprisa, que él no pudo decir una palabra hasta que Bonita empezó a comer un sabroso hígado que guardaba para ella en la nevera.
- Perdóname, Bonita - le dijo entonces -. También siento no haberte podido traer aquel ratón, pero no me lo hubieran permitido aunque se lo hubiese pedido, y no lo hice porque probablemente te hubiera causado una indigestión.
Se hallaba tan excitado, que aquella noche no pudo conciliar el sueño. Cuando se levantó, bastante temprano, salió corriendo en busca de las diarios de la mañana, para ver si habían hecho nuevos descubrimientos o si había ocurrido algo inesperado.
No había ocurrido nada. El estaba mejor informado que los periódicos. Pero se trataba de un notición al que la prensa sacaba todo el jugo posible.
Pasó más de tres días en el laboratorio de la Universidad de Nueva York, interviniendo en las nuevas pruebas que se realizaron hasta que los sabios ya no supieron qué hacer más. Entonces el gobierno se apoderó de lo que quedaba y Bill Wheeler dio por terminada su intervención.
Durante tres días más se quedó en casa, escuchando todos los noticiarios radiofónicos y de la televisión y suscribiéndose a todos los periódicos de lengua inglesa que se publicaban en Nueva York. Pero la emoción popular fue decayendo gradualmente, al no ocurrir nada nuevo ni realizarse nuevos experimentos. Si algo sucedía, se desarrollaba entre bastidores.
Al sexto día una noticia aún más importante cayó como un mazazo sobre el país: el asesinato del Presidente de los Estados Unidos. Todo el mundo se olvidó de la astronave.
Dos días después, el primer ministro de la Gran Bretaña fue asesinado por un español y al día siguiente un empleadillo del Politburó moscovita enloqueció de repente y pegó un tiro a un importantísimo funcionario soviético, que murió en el acto.
Al día siguiente se rompieron centenares de vidrios de las ventanas neoyorquinas cuando buena parte de un condado de Pensylvania saltó por los aires para descender luego lentamente, convertido en polvo. En varios centenares de kilómetros a la redonda todo el mundo supo y comprendió que habían sido lanzadas allí varias bombas atómicas. Afortunadamente, cayeron en una región muy despoblada y sólo murieron algunos miles de personas... no muchas.
Fue también durante aquella misma tarde cuando el presidente de la Bolsa se abrió las venas del cuello y comenzó la bancarrota. Nadie prestó mucha atención a los tumultos que se produjeron en Lake Success al día siguiente porque coincidieron con el ataque de una flota submarina no identificada que hundió prácticamente a todos los barcos surtos en el puerto de Nueva Orleáns.
Al atardecer de aquel mismo día, Bill Wheeler medía a grandes pasos la estancia delantera de su piso. De vez en cuando se detenía ante la ventana para hacer una caricia a la gata siamesa y para mirar a Central Park, que brillaba bajo los reflectores, acordonado por centinelas con la bayoneta calada, mientras unos operarios vertían hormigón en el encofrado, en lo que serían los emplazamientos de la artillería antiaérea.
Bill tenía un semblante macilento. Volviéndose hacia la gata, dijo:
- Bonita, nosotros lo vimos empezar, desde esta misma ventana. Tal vez estoy loco, pero sigo pensando que esa dichosa astronave tiene la culpa de todo. Dios sabe por qué. Tal vez hubiera debido darte aquel ratón, para que te lo comieses. Las cosas no podían haber empeorado con tanta rapidez, sin una influencia determinada de alguien o de algo.
Meneó lentamente la cabeza.
- Permíteme esta conjetura, Bonita. Vamos a suponer que en esa nave venía algo más que un ratón muerto. ¿Qué podía haber sido? ¿Qué pudo haber hecho?... ¿Qué puede estar haciendo aún?
»Vamos a suponer que el ratón era un animal de laboratorio, una especie de conejillo de Indias. Lo enviaron en la nave y consiguió sobrevivir al viaje, para morir cuando llegó aquí. ¿Por qué? Se me ocurre una idea descabellada, Bonita.
Se dejó caer en una butaca y se repantigó en ella, para quedarse con la vista fija en el techo. Dijo:
- Supongamos que las inteligencias superiores... de dondequiera que fuesen... que construyeron esa nave, vinieron en ella. Supongamos que no eran el ratón... llamémoslo ratón. Por lo tanto, puesto que el ratón era el único ser físico que se encontró en la astronave, el otro ser, el invasor, no era físico. Era un ente que podía vivir separado del cuerpo que poseyese en el lugar de donde provenía. Pero vamos a suponer que podía vivir en cualquier cuerpo y que dejó el suyo en un lugar seguro, para venir aquí ocupando uno que luego abandonó, cuando ya no le servía. Eso explicaría la presencia del ratón y el hecho de que muriese en el momento en que la nave aterrizó.
»Entonces dicho ser, en aquel preciso instante, saltó al interior de otro cuerpo... probablemente ocupó el cuerpo de alguna de las primeras personas que corrieron hacia la nave cuando ésta aterrizó. Debe de vivir en el cuerpo de alguien... en un hotel de Broadway, en una pensión de Bowery o en cualquier otro sitio... fingiendo ser un hombre. ¿No te parece sensato, Bonita?
Se levantó y volvió a pasear de nuevo.
- Y como posee la habilidad de dominar otras mentes, se dispone a convertir al mundo, a nuestra Tierra, en un lugar apto para ser colonizado por los marcianos, los venusianos o lo que sean. Tras algunos días de estudio y observación, comprueba que el mundo está a punto de destruirse a sí mismo y que para ello sólo hace falta un empujoncito. Y entonces le da ese empujoncito.
»Puede haberse introducido en la cabeza de un desquiciado para hacerle asesinar a nuestro Presidente, para que luego le prendan. Puede hacer que un ruso mate al Número Uno y que un español dispare contra el Primer Ministro inglés. Puede producir un sangriento motín en la sede de la ONU y hacer que un militar, que está allí de guardia, haga estallar un depósito de bombas atómicas. Puede... demonios, Bonita, puede empujar a este mundo a la guerra definitiva antes de una semana. Prácticamente, ya lo ha hecho. Se acercó a la ventana y acarició la sedosa piel de la gata siamesa, mientras contemplaba con ceño fruncido la construcción de los emplazamientos artilleros, que se destacaban bajo los potentes focos.
- Y él ha hecho todo esto y, si lo que presumo es cierto, yo no podré impedirlo porque no podré descubrirle. Además, nadie me creerá. Preparará al mundo para los marcianos. Cuando la guerra haya terminado, una flota de navecillas como aquella - o tal vez naves grandes - aterrizarán en nuestro planeta y serán los amos en menos tiempo que se tarda en contarlo... cosa que no les sucedería ahora.
Encendió un cigarrillo con manos ligeramente temblorosas. Prosiguió:
- Cuanto más pienso en ello, más...
Se dejó caer de nuevo en la poltrona.
- Bonita - dijo - tengo que intentarlo. Por descabellada que sea esta idea, tengo que comunicarla a las autoridades, tanto si éstas la creen como si no la creen. Aquel comandante que conocí parecía una persona inteligente. Lo mismo puede decirse del general Kelly. Yo...
Se levantó para dirigirse hacia el teléfono, pero volvió a sentarse.
- Sí, les llamaré a los dos, pero antes estudiemos más el asunto, a ver si puedo darles algunas indicaciones sobre el modo de descubrir al... al ser...
Lanzó un gruñido.
- Bonita, es imposible. Ni siquiera tiene porque ser una persona. Podría ser un animal, cualquiera. Podrías ser tú. Probablemente, se ha introducido en la mente más próxima que encontró. Si hubiese tenido algo de felino, aunque sólo fuese remotamente, se hubiera metido en ti.
Levantándose, miró fijamente a la gata.
- Me estoy volviendo loco, Bonita. Ahora recuerdo como saltaste y te retorciste después que la astronave hizo volar su mecanismo y cayó al suelo. Y escucha, Bonita... desde entonces has dormido el doble de lo acostumbrado. ¿No será que tu espíritu estaba ausente...?
»Oye, por eso ayer no pude despertarte fácilmente para darte de comer. Bonita, los gatos siempre se despiertan con facilidad. Basta con tocarlos un poco.
Con expresión confundida, Bill Wheeler se levantó de la butaca, diciéndole:
- Gatita, estoy loco pero...
La gata siamesa le dirigió una lánguida mirada a través de sus sedosas pestañas. Sus ojos tenían una expresión soñolienta. Con voz muy clara y distinta, dijo:
- Olvídalo.
Bill Wheeler, que estaba medio incorporado, pareció más confuso aún durante un segundo. Volvió la cabeza como si quisiese apartar algo, y dijo:
- ¿De qué hablaba, Bonita? Me parece que me empieza a perjudicar la falta de sueño.
Se dirigió a la ventana y miró al exterior con expresión sombría, acariciando el lomo de la gata hasta que ésta empezó a ronronear.
- ¿Tienes hambre, Bonita? - dijo -. ¿Quieres un poco de hígado?
La gata saltó del alféizar y se frotó afectuosamente contra su pierna.
Y dijo:
- ¡Miau!
FIN