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marzo 18, 2010
Construía, y cuanto más construía, más le divertía construir. El cálido sol se filtraba hasta él; las brisas del verano soplaban a su alrededor mientras trabajaba alegremente. Cuando se le acabó el material, hizo una pausa y descansó. Su edificio no era muy grande; era más un modelo para practicar algo definitivo. Una parte de su cerebro le decía esto, y otra parte estaba encantada por el orgullo y la excitación. Era al menos lo bastante grande como para entrar. Bajó reptando por el túnel de entrada, y se acurrucó en el interior, dichoso.
A través de una fisura del techo le cayeron unas motas de polvo. Rezumó fluido de unión y reforzó el lugar débil. En su edificio, el aire era limpio y frío, casi libre de polvo. Reptó sobre las paredes interiores una última vez, dejando sobre todas ellas una capa de fluido que se secó rápidamente. ¿Qué otra cosa se necesitaba? Comenzaba a sentirse amodorrado; en un momento estaría dormido.
Pensó en ello, y luego extendió parte de sí mismo hacia arriba, a través de la entrada aún abierta. Esa parte vigilaba y escuchaba atentamente, mientras el resto de él dormía sumido en un confortable sueño. Estaba en paz y contento, consciente que a una cierta distancia todo lo que se veía era un pequeño montículo de arcilla oscura. Nadie se fijaría en él; nadie se imaginaría lo que había debajo.
Y, si se fijaban, tenía métodos para ocuparse de ellos.
El campesino detuvo su viejo Ford con un espantoso chirrido de los frenos. Maldijo y echó hacia atrás algunos metros.
—Allí hay uno. Baje y échele una mirada. Ojo con los coches... Van muy de prisa por estos contornos.
Ernest Gretry abrió la portezuela de la cabina y bajó cautelosamente al cálido asfalto del mediodía. El aire olía a sol y a yerba seca. Los insectos zumbaban a su alrededor mientras avanzaba cautamente por la carretera, con las manos en los bolsillos de los pantalones y su delgado cuerpo inclinado hacia adelante. Se detuvo y miró hacia el suelo.
La cosa estaba bien aplastada. Las señales de las ruedas la atravesaban en cuatro partes, y sus órganos internos se habían roto y estallado. Era como un caracol, un tubo gomoso alargado con órganos sensoriales en un extremo y una confusa masa de extensiones protoplasmáticas en el otro.
Lo que más le impresionó fue el rostro. Durante un rato no pudo mirarlo directamente: tenía que contemplar la carretera, las colinas, los grandes cedros, cualquier otra cosa. Había algo en los pequeños ojos muertos, un brillo que estaba desapareciendo rápidamente. No eran los ojos sin lustre de un pez, estúpidos y vacuos. La vida que vio en ellos lo sobrecogió, y eso que sólo había podido dar una pequeña ojeada, pues el camión se acercó y acabó de aplastarlo.
—Reptan por aquí de vez en cuando —dijo en voz baja el granjero—. A veces llegan hasta el pueblo. El primero que vi iba por el centro de la calle Grant a unos cincuenta metros por hora. Van muy lentos. A algunos chiquillos les gusta corretear a su alrededor. Personalmente, yo los evito si los veo.
Gretry dio una patada sin motivo a la cosa. Se preguntó con aire vago cuántas más habría entre los matorrales y por las colinas. Podía ver granjas desde la carretera, brillantes cuadrados blancos al cálido sol de Tennessee. Caballos y vacas dormidas. Sucias gallinas escarbando el suelo. Un dormido y pacífico paisaje campestre, cociéndose al sol de finales de verano.
—¿Dónde está el laboratorio de radiación? —preguntó.
El campesino se lo indicó.
—Allí, al otro lado de esas colinas. ¿Desea recoger los restos? Tienen uno en la estación de la Standard Oil, en un gran recipiente. Muerto, claro está. Llenaron el recipiente con queroseno tratando de conservarlo. Aquél está en bastante buen estado comparado con esto. Joe Jackson le abrió la cabeza con un madero. Lo encontró reptando en sus tierras una noche.
Gretry subió tembloroso al camión. Su estómago le dio un sobresalto, y tuvo que inspirar profundamente.
—No me imaginé que hubiera tantos. Cuando me enviaron desde Washington, me dijeron que sólo habían sido vistos unos pocos.
—Hay bastantes —el granjero puso en marcha el camión y, cuidadosamente, rodeó los restos que había en el pavimento—. Estamos tratando de acostumbrarnos a ellos, pero no podemos. No son nada agradables. Mucha gente se está marchando de aquí. Uno puede notarlo en el aire, es como una sensación pesada. Tenemos este problema, y debemos enfrentarnos con él —aumentó la velocidad, con sus encallecidas manos apretadas sobre el volante—. Parece que cada vez nacen más de ellos, y casi ningún niño normal.
De vuelta en el pueblo, Gretry llamó a Freeman desde la cabina telefónica del desvencijado vestíbulo del hotel.
—Tenemos que hacer algo. Están por todas partes. Voy a ir a las tres para tratar de ver una de sus colonias. El tipo que tiene los taxis sabe dónde están. Dice que deben haber once o doce de ellos juntos.
—¿Qué opinan las gentes de por ahí?
—¿Qué infiernos quieres que digan? Piensan que es el Fin del Mundo. Quizá tengan razón.
—Deberíamos haberlos hecho irse antes. Deberíamos haber limpiado toda el área en muchos kilómetros alrededor. Así no hubiéramos tenido este problema —Freeman hizo una pausa—. ¿Qué es lo que sugieres?
—Esa isla que ocupamos para las pruebas atómicas.
—Es una isla muy grande. Había toda una población de nativos que tuvimos que trasladar y reafincar en otros lugares —Freeman se atragantó—. Buen Dios. ¿Hay tantos de ellos?
—Estos buenos ciudadanos exageran, claro. Pero tengo la impresión que al menos hay un centenar.
Freeman permaneció en silencio durante largo rato.
—No me lo imaginaba —dijo finalmente—. Por supuesto, tendré que seguir los trámites de siempre. Íbamos a hacer más pruebas en esa isla, pero comprendo tu punto de vista.
—Me gustaría que lo hicieses —dijo Gretry—. Este es un mal negocio. No podemos dejar que ocurran cosas como ésta. La gente no lo puede soportar. Tendrían que venir aquí y dar una ojeada. Es algo que uno no va a poder olvidar.
—Haré... lo que pueda. Hablaré con Gordon. Telefonéame mañana.
Gretry colgó y salió del sucio y descuidado vestíbulo hasta la ardiente acera. Tiendas de tres al cuarto y coches estacionados. Algunos viejos acurrucados en los escalones sobre chirriantes sillas de mimbre. Encendió un cigarrillo y examinó tembloroso su reloj. Eran ya casi las tres. Fue lentamente hacia la parada de taxis.
El pueblo estaba muerto. Nada se movía. Sólo se veían los inmóviles viejos sobre sus sillas y los coches forasteros pasando a toda velocidad por la carretera. El polvo y el silencio lo cubrían todo. La edad, como una grisácea tela de araña, cubría todas las casas y tiendas. No había risas. No había sonidos de ningún tipo.
No había niños jugando.
Un sucio taxi azul se le acercó silenciosamente.
—De acuerdo, caballero —dijo el conductor, un hombre de unos treinta años con cara de rata, que Llevaba un palillo entre sus irregulares dientes. Abrió de una patada la deformada puerta—. Allá vamos.
—¿Está muy lejos? —preguntó Gretry mientras subía
—Justo fuera del pueblo —el coche aceleró y corrió ruidosamente, saltando y tambaleándose—. ¿Es usted del FBI?
—No.
—Creí que lo era por su traje y su sombrero —el conductor lo contempló curioso—. ¿Cómo se enteró de lo de los reptadores?
—Me lo dijeron en el laboratorio de radiación.
—Ajá, es por esas cosas que manejan allí —el conductor giró saliendo de la carretera hacia un camino de tierra—. Es allí arriba, en la granja de Higgins. Esas malditas cosas eligieron el fondo de las tierras de la vieja Higgins para construir sus casas.
—¿Casas?
—Tienen una especie de ciudad bajo el suelo. Ya lo verá..., al menos, verá las entradas. Trabajan juntos, edificando y haciendo cosas —hizo girar el taxi, saliendo del camino de tierras entre dos grandes cedros, llevándolo sobre un camino irregular, y deteniéndolo finalmente al borde de una cañada rocosa—. Allí está.
Era la primera vez que Gretry había visto a uno con vida.
Salió del taxi torpemente, notando las piernas dormidas y entumecidas. Las cosas se movían lentamente ente los árboles y los túneles de entrada situados en el centro del claro. Traían material de edificación: arcilla y hierbas. Impregnaban esas cosas con una especie de fluido que rezumaban, y las modelaban en burdas formas que llevaban cuidadosamente bajo tierra.
Los reptadores medían de setenta a noventa centímetros de largo. Algunos eran más viejos que los otros, más oscuros y pesados. Todos ellos se movían con agónica lentitud, en un silencioso movimiento deslizante sobre el suelo cocido por el sol. Eran blandos, no tenían caparazón, y parecían inofensivos.
De nuevo se sintió hipnóticamente fascinado por sus rostros. Por la asombrosa parodia de rostros humanos. Eran facciones de bebé arrugadas, con pequeños ojos, unas bocas que eran una rendija, orejas aplastadas y algunos mechones de cabello húmedo. Lo que debieran haber sido brazos eran pseudópodos alargados que se extendían y encogían como si estuvieran hechos de un material elástico. Los reptadores parecían increíblemente flexibles. Se extendían, y luego recogían instantáneamente sus cuerpos hacia atrás, si sus palpos notaban alguna obstrucción. No prestaban atención a los dos hombres; ni siquiera parecían darse cuenta de su existencia.
—¿Son peligrosos? —preguntó finalmente Gretry.
—Bueno, tienen una especie de aguijón. Sé que aguijonearon a un perro, y la cosa fue definitiva. Se hinchó, y la lengua se le puso negra. Murió —luego, el conductor añadió medio como excusándose—: Estaba curioseando. Se metió en su edificio. Siempre están trabajando. Muy atareados.
—¿Están aquí la mayoría de ellos?
—Supongo que sí. Más o menos se reúnen aquí. Los he visto arrastrándose hacia este lugar —el conductor hizo un gesto—. Mire, nacen en lugares diferentes. Uno o dos en cada granja, cerca del laboratorio de radiación.
—¿Cuál es el camino a la granja de la señora Higgins? —preguntó Gretry.
—Está allí arriba. ¿No la ve entre esos árboles? ¿Quiere que...?
—Vuelvo ahora mismo —dijo Gretry, y se puso en marcha repentinamente—. Espere aquí.
La vieja estaba regando los geranios rojo oscuro que crecían alrededor de su porche delantero, cuando Gretry se acercó. Alzó rápidamente la vista, con una expresión astuta y suspicaz en su viejo y arrugado rostro, y con la regadora aferrada como si fuera un instrumento de defensa.
—Buenas tardes —dijo Gretry. Se tocó el ala del sombrero y le mostró sus credenciales—. Estoy investigando sobre los... reptadores. Esos que están al borde de su terreno.
—¿Por qué? —su voz era vacía, gélida, seca. Como su rostro y cuerpo arrugados.
—Estamos tratando de hallar una solución —Gretry se mostraba incierto e incómodo—. Se nos ha sugerido que los transportemos lejos de aquí, a una isla situada en el golfo de México. No deberían estar aquí. A la gente no le gusta. No es bueno —terminó tímidamente.
—No, no es bueno.
—Y hemos empezado a alejar a todo el mundo del laboratorio de radiaciones. Supongo que debiéramos haber hecho esto hace mucho.
Los ojos de la vieja centellearon.
—¡Ustedes y sus máquinas...! ¡Mire lo que han hecho! —le clavó excitada un huesudo dedo—. Ahora tendrán que arreglarlo. Tienen que hacer algo.
—Nos los llevaremos a una isla tan pronto como sea posible. Pero hay un problema. Tenemos que estar seguros acerca de sus padres. Tienen completa custodia de sus hijos. No podemos simplemente... —se interrumpió, sintiendo la futilidad de lo que decía—. ¿Qué opina de los padres? ¿Dejarán que recojamos a sus... hijos, y nos los llevemos?
La señora Higgins se dio la vuelta y entró en la casa. Sin saber qué hacer, Gretry la siguió a través de las oscuras y polvorientas habitaciones. Salas húmedas repletas de lámparas de aceite y cuadros descoloridos, viejos sofás y mesas. La siguió a través de una gran cocina con inmensos potes de hierro colado y sartenes, bajando por unas escaleras de madera hasta una puerta pintada de blanco, a la que llamó secamente.
Se oyeron movimientos y pasos al otro lado. El sonido de gente susurrando y moviendo cosas apresuradamente.
—Abran la puerta —ordenó la señora Higgins. Tras una pausa agónica, la puerta se abrió lentamente. La señora Higgins acabó de abrirla totalmente de un empujón, e hizo un signo a Gretry para que la siguiera.
En la habitación se hallaban un hombre y una mujer joven. Se echaron atrás cuando Gretry entró. La mujer llevaba entre sus brazos una larga caja de cartón que el hombre acababa de entregarle.
—¿Quién es usted? —preguntó el hombre. Al pronto volvió a tomar la caja; las pequeñas manos de su esposa temblaban bajo el peso de la misma.
Gretry estaba viendo a los padres de uno de ellos. La joven, de cabellos castaños, no tendría más de diecinueve años. Pequeña y delgada, vestida con un traje verde barato, era una muchacha de amplios senos y asustados ojos oscuros. El hombre era mayor y más fuerte, un apuesto joven de cabello negro con enormes brazos y unas manos que aferraban firmemente la caja de cartón.
Gretry no podía dejar de mirar la caja. En la tapa habían sido perforados unos agujeros; se movía suavemente en los brazos del hombre, y hubo un débil estremecimiento que la hizo subir y bajar.
—Este hombre —dijo la señora Higgins al marido—, ha venido a llevárselos.
La pareja aceptó la información en silencio. El marido no hizo más movimiento que para asir mejor la caja.
—Se los va a llevar a una isla —dijo la señora Higgins—. Todo está dispuesto. Nadie les hará daño. Estarán a salvo, y podrán hacer lo que quieran. Edificar, y arrastrarse, sin que nadie los vea.
La joven asintió con aire ausente.
—Déselo —ordenó impaciente la señora Higgins—. Denle la caja, y acabemos con esto de una vez por todas.
Al cabo de un instante, el marido llevó la caja hasta una mesa, depositándola encima.
—¿Sabe algo acerca de ellos? —preguntó—. ¿Sabe lo que comen?
—Nosotros... —comenzó a decir Gretry, desconcertado.
—Comen hojas. Nada más que hojas y hierba. Hemos estado dándole las hojas más pequeñas que podíamos encontrar.
—Sólo tiene un mes —dijo la joven con voz ronca—. Y ya quiere irse con los otros, pero lo mantenemos aquí. No queremos que vaya aún allí. Aún no. Quizá más tarde, pensamos. No sabíamos qué hacer. No estábamos seguros —sus enormes ojos oscuros brillaron brevemente en una muda súplica, y luego se apagaron de nuevo—. Es una decisión difícil de tomar.
El marido desató la gruesa cuerda y levantó la tapa de la caja.
—Ya está. Puede verlo.
Era el más pequeño que Gretry hubiera visto, pálido y blando, de menos de un palmo de largo. Había reptado hasta una esquina de la caja, y estaba acurrucado en una masa de hojas mordisqueadas y una especie de cera. Una cobertura translúcida lo rodeaba burdamente, y estaba dormido. No les prestó atención; no le interesaban. Gretry notó que un extraño horror inerme crecía en su interior. Se apartó, y el joven volvió a colocar la tapa.
—Sabíamos lo que era —dijo con voz ronca—. En cuanto nació. Habíamos visto ya uno antes. Uno de los primeros. Bob Douglas nos hizo ir a verlo. Era suyo y de Julie. Eso fue antes que comenzasen a bajar y juntarse en la quebrada.
—Dígale lo que sucedió —intervino la señora Higgins.
—Douglas le hundió la cabeza con una roca. Luego lo roció de gasolina y le prendió fuego. La semana pasada, él y Julie hicieron el equipaje y se marcharon.
—¿Han sido destruidos muchos de ellos? —logró preguntar Gretry.
—Unos cuantos. Muchas personas, cuando ven algo como esto, enloquecen. Uno no puede culparlos por eso —los ojos oscuros del hombre giraron desamparados—. Creo que yo casi hice lo mismo.
—Quizá debieras haberlo hecho —murmuró su esposa—. Tal vez debiera haberte dejado.
Gretry tomó la caja de cartón y se dirigió hacia la puerta.
—Acabaremos con esto tan pronto como podamos. Los camiones ya están en camino. Todo estará solucionado en un día.
—Dios sea loado por eso —exclamó la señora Higgins, con una voz aguda y sin emoción. Mantuvo la puerta abierta, y Gretry se llevó la caja a través de la oscura y húmeda casa, hasta los inestables escalones de la parte delantera, saliendo al cegador sol de media tarde.
La señora Higgins se detuvo junto a los geranios rojos y recogió su regadera.
—Cuando se los lleven, llévenselos a todos. No dejen ninguno. ¿Comprende?
—Sí —murmuró Gretry.
—Dejen algunos de sus hombres y camiones aquí. Vigilen. No dejen que quede ninguno que tengamos que seguir viendo.
—Cuando hayamos trasladado a la gente cercana al laboratorio de radiación, no tendrá que haber más...
Se interrumpió. La señora Higgins le había dado la espalda, y estaba regando los geranios. A su alrededor zumbaban las abejas. Las flores se agitaban lentamente con la cálida brisa. La vieja dobló la esquina de la casa, siguiendo con su regar. Al cabo de unos instantes hubo desaparecido, y Gretry se quedó solo con su caja.
Azarado y avergonzado, caminó lentamente con la caja colina abajo, y atravesó el campo hasta la quebrada. El conductor del taxi estaba junto a su coche, fumando un cigarrillo y esperándolo pacientemente. La colonia de reptadores estaba trabajando sin descanso en su ciudad. Había calles y pasadizos. En algunos de los montículos de entrada divisó intrincadas incisiones que podrían haber sido palabras. Algunos de los reptadores estaban agrupados, realizando tareas complicadas que no podía comprender.
—Vamos —le dijo cansinamente al conductor.
El taxista sonrió, y abrió la puerta de atrás.
—Dejé el taxímetro funcionando —dijo, con su rostro iluminado por la astucia—. Todos ustedes tienen una cuenta de gastos..., así que no le importará.
Construía, y cuanto más construía, más disfrutaba haciéndolo. Por aquel entonces la ciudad ya tenía ciento veinticinco kilómetros de profundidad y ocho de diámetro. La isla entera había sido convertida en una única y enorme ciudad, que cada día se ramificaba y entrelazaba más. Eventualmente, alcanzaría el continente situado más allá del océano. Entonces, su trabajo podría comenzar en serio.
A su derecha, un millar de compañeros que se movían metódicamente trabajaban en silencio en los soportes estructurales que debían reforzar la cámara principal de reproducción. Tan pronto como estuviera dispuesta, todos se sentirían mejor; las madres estaban comenzando ya a tener sus hijos.
Eso era lo que le preocupaba. Algo que restaba un poco de la alegría de edificar. Había visto a uno de los primeros nacidos..., antes que fuera ocultado rápidamente y se impusiera silencio sobre el asunto. Una breve ojeada a una cabeza bulbosa, un cuerpo achatado, con extensiones increíblemente rígidas. Aulló y gimió, y su rostro se le puso rojo. Gorgoteó y se movió inquieto, y pataleó con sus piernas.
Horrorizado, alguien al fin había aplastado la cabeza del atavismo con una roca. Esperaba que no hubiera ninguno más.
FIN
Título Original: The Crawlers © 1954.