Publicado en
marzo 27, 2010
"Jack London murió a los cuarenta años y agotó hasta las heces la vida del cuerpo y la del espíritu. Ninguna lo satisfizo del todo y buscó en la muerte el tétrico esplendor de la nada."
Jorge Luis Borges
Wade Atsheler ha muerto... ha muerto por mano propia. Decir que esto era inesperado para el reducido grupo de sus amigos, no sería la verdad; sin embargo, ni una vez siquiera, nosotros, sus íntimos, llegamos a concebir esa idea.
Antes de la perpetración del hecho, su posibilidad estaba muy lejos de nuestros pensamientos; pero cuando supimos su muerte, nos pareció que la entendíamos y que hacía tiempo la esperábamos. Esto, por análisis retrospectivo, era explicable por su gran inquietud. Escribo "gran inquietud" deliberadamente.
Joven, buen mozo, con la posición asegurada por ser la mano derecha de Eben Hale, el magnate de los tranvías, no podía quejarse de los favores de la suerte. Sin embargo, habíamos observado que su lisa frente iba cavándose en arrugas más y más hondas, como por una devoradora y creciente angustia. Habíamos visto en poco tiempo que su espeso cabello negro raleaba y se plateaba como la yerba bajo el sol de la sequía. ¿Quién de nosotros olvidaría las melancolías en que solía caer, en medio de las fiestas que, hacia el final de su vida, buscaba con más y más avidez? En tales momentos, cuando la diversión se expandía hasta desbordar, súbitamente, sin causa aparente, sus ojos perdían el brillo y se hundían, su frente y sus manos contraídas y su cara tornadiza, con espasmos de pena mental, denotaban una lucha a muerte con algún peligro desconocido.
Nunca habló del motivo de su obsesión, ni fuimos tan indiscretos para interrogarlo. Aunque lo hubiéramos sabido, nuestra fuerza y ayuda no hubieran servido de nada. Cuando murió Eben Hale, de quien era secretario confidencial -más aún, casi hijo adoptivo y socio-, dejo del todo nuestra compañía, y no, ahora lo sé, por serle desagradable, sino porque su preocupación se hizo tal que ya no pudo responder a nuestra alegría ni encontrar ningún alivio en ella. No podíamos entender entonces la razón de todo esto; cuando se abrió el testamento de Eben Hale, el mundo supo que Wade Atsheler era el único heredero de los muchos millones de su jefe, y que se estipulaba expresamente que esta enorme herencia se le entregara sin distingos, tropiezos ni incomodidades.
Ni una acción de la compañía, ni un penique al contado, fueron legados a los parientes del muerto. Y en cuanto a su familia más cercana, una asombrosa cláusula establecía expresamente que Wade Atsheler entregaría a la esposa e hijos de Hale cualquier cantidad de dinero que a su juicio le pareciera conveniente, en el momento en que quisiera. Si se hubieran producido escándalos en la familia de Hale, o sus hijos fueran díscolos o irrespetuosos, habría habido alguna excusa para esa inusitada acción póstuma; pero la felicidad doméstica del difunto había sido proverbial, y era difícil encontrar progenie más sana, más pura y más sólida que sus hijos e hijas, mientras que a su esposa quienes mejor la conocían la apodaban "Madre de los Gracos", con cariño y admiración. Inútil es decirlo, este inexplicable testamento fue el tema general por nueve días, y hubo una gran sorpresa cuando no se produjo demanda alguna.
Ayer apenas, Eben Hale entró en reposo eterno en su mausoleo. Ahora, Wade Atsheler ha muerto. La noticia apareció en los diarios de esta mañana. Acabo de recibir una carta suya, echada al correo, evidentemente, sólo una hora antes del suicidio. Esta carta que tengo a la vista es una narración, de su puño y letra, en la que intercala numerosos recortes de diarios y copias de cartas. La correspondencia original me dice, está en manos de la policía. También me suplica divulgar la incontenible serie de tragedias con las que estuvo inocentemente relacionado, para advertir a la sociedad contra el diabólico peligro que amenaza su existencia.
Incluyo aquí el texto por entero:
Fue en agosto, 1899, después de regresar del veraneo, que recibimos la primera carta. No comprendimos entonces; no habíamos acostumbrado nuestra mente a tan tremendas posibilidades. El señor Hale abrió la carta, la leyó y la echó sobre mi escritorio, con una carcajada.
Cuando la hube recorrido, también reí, diciendo: "Es una broma lúgubre, señor Hale, y de pésimo gusto". He aquí, querido John, un duplicado exacto de esa carta.
Oficina de los Sicarios de Midas,
17 de agosto, 1899
Señor Eben Hale, plutócrata.
Muy Señor nuestro:
Queremos obtener al contado, en la forma que usted decida, veinte millones de dólares. Le requerimos que nos pague esta suma, a nosotros o a nuestros agentes; usted notará que no especificamos tiempo, pues no deseamos apresurarlo en este detalle. Hasta puede pagarnos, si le es más fácil, en diez, quince o veinte cuotas; pero no aceptamos cuotas inferiores a un millón. Créanos, querido señor Hale, cuando decimos que emprendemos esta acción desprovistos de toda animosidad. Somos miembros del proletariado intelectual, cuyo número en creciente aumento marca con letras rojas los últimos días del siglo XIX; hemos decidido entrar en este negocio después de un completo estudio de la economía social. Nuestro plan no nos permite lanzarnos a vastas y lucrativas operaciones sin disponer de capital inicial. Hasta ahora hemos tenido bastante éxito y esperamos que nuestras gestiones con usted resulten gratas y satisfactorias.
Le rogamos que nos siga con atención mientras le explicamos nuestros puntos de vista. En la base del presente sistema social se halla el derecho de propiedad. Este derecho del individuo a detentar propiedad se funda única y enteramente, en última instancia, en la fuerza. Los caballeros de Guillermo el Conquistador dividieron y se repartieron Inglaterra con la espada desnuda. Esto e verdad para todas las potencias feudales.
Con la invención del vapor y la revolución industrial vino al mundo la clase capitalista, en el sentido moderno de la palabra. Estos capitalistas o capitanes de la industria virtualmente despojaron a los descendientes de la capitanes de la guerra.
La mente, y no el músculo, prima hoy en la lucha por la vida: pero esta situación también está basada en la fuerza. El cambio ha sido cualitativo. Los magnates feudales saqueaban el mundo a sangre y fuego: los magnates financieros explotan al mundo, aplicando las fuerzas económicas. La mente y no el músculo es lo que perdura, y los intelectual y comercialmente poderosos son los más aptos para sobrevivir.
Nosotros los Sicarios de Midas, no nos resignamos a ser esclavos a sueldo. Los grandes trust y combinaciones de negocios (entro los que sobresale el que usted dirige) nos impiden levantarnos al lugar que nuestra inteligencia reclama.
¿Por qué? Porque no tenemos capital. Pertenecemos al bajo pueblo, pero con esta diferencia: nuestras mentes están entre las mejores, y no nos traban escrúpulos éticos o sociales. Como esclavos a sueldo, trabajando de sol a sol, con vida sobria y avara no podríamos ahorrar en sesenta años - ni en veinte veces sesenta años- una suma de dinero capaz de competir con las grandes masas de capital existentes ahora. Sin embargo, entramos en la lucha. Arrojamos el guante al capital del mundo. Si éste acepta el desafío o no, igual tendrá que luchar.
Señor Hale, nuestros intereses nos dictan exigir de usted veinte millones de dólares. Ya que nosotros somos considerados y le otorgamos un plazo razonable para que lleve a cabo su parte de la transacción, le rogamos que no se demore demasiado.
Cuando usted se haya conformado con nuestras condiciones, inserte un anuncio conveniente en el Morning Blazer. Entonces le comunicaremos nuestro plan para transferir el capital.
Es mejor que usted lo haga antes del 1º de octubre. Si no es así, para demostrarle que hablamos en serio, mataremos a un hombre en esa fecha, en la calle Treinta y Nueve Este. Se tratará de un obrero, a quien ni usted ni nosotros conocemos. Usted representa una fuerza en la sociedad moderna y nosotros otra -una nueva fuerza-. Sin odio entramos en el combate. Usted es la muela superior en el molino, nosotros la inferior. La vida de ese hombre será molida por las dos, pero podrá salvarse si usted acepta nuestras condiciones a tiempo.
Hubo una vez un rey maldito por el oro: su nombre está en nuestro sello oficial. Algún día, para protegernos de competidores, lo haremos registrar.
Quedamos Ss. Ss. Ss.
Los Sicarios de Midas.
Tu te preguntarás, querido John, por qué no reímos de una comunicación tan descabellada. No podíamos dejar de admitir que la idea estaba bien concebida, pero era demasiado grotesca para que la tomáramos en serio. El señor Hale dijo que conservaría como curiosidad literaria la carta, y la metió en una casilla de su archivo. Pronto olvidamos su existencia. Y puntualmente, el 1º de octubre, el correo matutino nos trajo lo siguiente:
Oficina de los Sicarios de Midas,
1º; de octubre, 1899
Señor Eben Hale, plutócrata.
Muy señor nuestro:
Su víctima encontró su fatalidad. Hace una hora, en Treinta y Nueve Este, un obrero fue apuñalado en el corazón. Cuando usted lea esto su cuerpo yacerá en la Morgue. Vaya y contemple la obra de sus manos. El 14 de octubre, en prueba de nuestra seriedad en este asunto, y en caso de que usted no ceda, mataremos a un policía en (o cerca de) la esquina de Polk y Avenida Clermont.
Muy cordialmente
Los Sicarios de Midas
Otra vez, el señor Hale rió. Su mente estaba muy ocupada con el trato en perspectiva, con un sindicato de Chicago, sobre la venta de todos sus tranvías en aquella ciudad, así que siguió dictando a la taquígrafa, sin volver a pensar en la carta. Peor de algún modo, no sé por qué, una honda depresión me atacó. ¿Si no fuera broma? Involuntariamente busqué un diario. Allí había, como convenía a una oscura persona de las clases pobres, una mezquina docena de líneas, junto al aviso de un boticario, en un rincón:
Poco después de las cinco, esta mañana, en la calle Treinta y Nueve Este, un obrero llamado Pete Lascalle, yendo a su trabajo, recibió una puñalada en el corazón, de un agresor desconocido, que huyó. La policía no ha descubierto ningún motivo para el asesinato.
¡Imposible!, fue la respuesta del señor hale, cuando leí la noticia; pero el incidente pesó evidentemente en él, pues más tarde, el mismo día, con muchos epítetos contra su propia tontería, me pidió que comunicara el asunto a la policía. Tuve el placer de que se riera de mí el comisario, aunque me prometió que la vecindad de aquella esquina sería vigilada especialmente la noche antedicha. Así quedó la cosa, hasta que pasaron las dos semanas, cuando la siguiente nota nos llegó por correo:
Oficina de los Sicarios de Midas,
15 de octubre, 1899
Señor Eben Hale, plutócrata.
Nuy señor nuestro:
Su segunda víctima cayó a su hora, según se planeó. No tenemos prisa, pero para aumentar la presión, desde ahora mataremos semanalmente. Para protegernos de las interferencias policiales, ahora le informaremos de las ejecuciones poco antes o simultáneamente al hecho.
Esperando que ésta lo encuentre a usted en buena salud, somos Ss. Ss. Ss.
Los Sicarios de Midas
Esta vez fue el señor Hale el que tomó el diario, y después de breve busca, me leyó esta noticia:
Un cobarde crimen
Joseph Donahue, destinado a una guardia especial en la Sección Once, fue muerto a media noche, de un certero tiro en la cabeza. La tragedia ocurrió en la esquina de Polk y Avenida Clermont, a plena luz. En verdad que nuestra sociedad es poco estable cuando los guardianes de su paz pueden ser asesinados tan abierta y alevosamente. La policía no consiguió hasta ahora el menor indicio de una pista.
Apenas acababa de leer, cuando llegó la policía - el mismo comisario con dos de sus hombres en visible alarma y socialmente perturbados -. Aunque los hechos eran tan pocos y tan sencillos hablamos mucho, repitiéndolos una y otra vez. El comisario aseguró que pronto se arreglaría todo y que los criminales serían aplastados.
Mientras tanto juzgó conveniente poner una guardia para nuestra protección personal, y una patrulla para la vigilancia continua de la casa y jardines. Una semana después, a la una de la tarde, recibimos este telegrama:
Oficina de los Sicarios de Midas,
21 de octubre, 1899
Señor Eben Hale, plutócrata.
Muy señor nuestro:
Sinceramente lamentamos que usted nos haya interpretado tan mal. Ha encontrado conveniente rodearse de guardias armados, como si fuéramos criminales comunes, capaces de asaltarlo y arrancarle por la fuerza sus veinte millones.
Créanos: esto dista muchísimo de nuestra intención. Usted comprenderá, después de reflexionar un poco, que su vida nos es preciosa. No tema. Por nada en el mundo le haremos daño. Es nuestra política protegerlo de todo peligro y cuidar de usted con toda ternura. Su muerte no significa nada para nosotros. Si así no fuera, tenga la seguridad de que no vacilaríamos en destruirlo. Píenselo bien, señor Hale. Cuando haya abonado nuestro precio tendrá que reducir los gastos. Desde ahora despida a sus guardias. Dentro de diez minutos del momento en que reciba esto, una joven enfermera habrá sido estrangulada en el Parque Brentwood. El cuerpo se encontrará entre los arbustos, al borde de la senda que va hacia la izquierda del kiosco de música.
Cordialmente
Los Sicarios de Midas.
Enseguida el señor Hale avisó por teléfono al comisario. Quince minutos después, éste nos comunicó que el cadáver, todavía caliente, había sido hallado en el lugar indicado. Esa noche los diarios abundaban en chillones títulos sobre Jack el Estrangulador, denunciaban lo brutal del hecho y se quejaban de la laxitud policial. Nos volvimos a encerrar con el comisario, que nos rogó mantener el asunto en secreto. El éxito, dijo, dependía del silencio.
Como tú sabes, John, el señor Hale era hombre de hierro. Rehusaba rendirse. Pero, oh John, esa fuerza ciega en la oscuridad era terrible. No podíamos luchar, ni hacer planes, ni nada, sólo contener las manos y esperar. semana tras semana, cierta como la salida del sol, venía la notificación y la muerte de alguna persona, hombre o mujer, inocente de todo mal, pero tan muerta por nosotros como si la matáramos con nuestras propias manos. Una palabra del señor Hale, y la matanza habría cesado. Pero él endureció su corazón y esperó; sus arrugas se ahondaron, los ojos y la boca se afirmaron en severidad, y la cara envejeció. No hay ni que hablar de mi sufrimiento en ese tremendo periodo. Encontrarás aquí las cartas y los telegramas de los Sicarios de Midas y los artículos de los diarios.
También encontraras las cartas advirtiendo al señor Hale de ciertas maquinaciones de enemigos comerciales y manipulaciones secretas con acciones. Los Sicarios de Midas parecían tener acceso a la intimidad de los negocios y de la finanza. Nos comunicaban informaciones que ni siquiera nuestros agentes conseguían.
Una nota de ellos, en el momento crítico de un trato, ahorró al señor Hale cinco millones. En otra ocasión nos mandaron un telegrama que impidió que un anarquista exaltado quitara la vida a mi jefe. Capturamos al hombre en cuanto llegó y lo entregamos a la policía, que le encontró encima un poderoso y nuevo explosivo como para hundir un barco de guerra.
Persistimos. El señor Hale estaba resuelto a todo. Desembolsaba a razón de cien mil dólares semanales en servicio secreto. La ayuda de Pinkerton, de Holmes y de un sinnúmero de agencias particulares fue requerida; miles de hombres figuraban en nuestras listas de pago. Nuestros pesquisas pululaban por doquier, en todos los disfraces, investigando todas las clases sociales. Seguían millares de claves y pistas; centenares de sospechosos eran detenidos, y miles de otros sospechosos eran vigilados; nada tangible salió a la luz. Para sus comunicaciones, los Sicarios de Midas cambiaban continuamente de método de envío.
Cada mensajero que nos mandaban era arrestado de inmediato. Pero siempre éstos demostraban ser inocentes, mientras que sus descripciones de las personas que los enviaban nunca coincidían. El 31 de diciembre nos notificaron:
Oficina de los Sicarios de Midas,
31 de diciembre, 1899
Señor Eben Hale, plutócrata.
Muy señor nuestro:
Siguiendo nuestra política -nos halaga que usted ya esté versado en ella- nos permitimos comunicarle que daremos un pasaporte, desde este Valle de Lágrimas, al comisario Bying, con quien, a causa de nuestras atenciones, usted llegó a relaciones tan estrechas. Acostumbra a estar en su oficina a esta hora. Mientras usted lee esta carta, respira él su último aliento.
Cordialmente
Los Sicarios de Midas
Corrí al teléfono. Grande fue mi alivio cuando oí la simpática voz del comisario. Pero, mientras hablaba aún, su voz en el receptor terminó con un estertor, y oí, apenas, la caída de su cuerpo. Luego una voz extraña me dio los saludos de los Sicarios de Midas, y cortó.
Pedí con la oficina pública, para que socorrieran al comisario. Pocos minutos después supe que lo habían encontrado bañado en su propia sangre, y muriendo. No había testigos; no se encontraron huellas del asesino.
En consecuencia, el señor Hale aumentó de inmediato su servicio secreto hasta que un cuarto de millón fluía de sus arcas por semana. Estaba resuelto a ganar. Las recompensas ofrecidas llegaban a sumar más de diez millones de dólares. Tienes aquí una idea clara de sus recursos y de como los usaba sin tasa. Decía que luchaba por un principio.
Hay que admitir que sus actos probaban la nobleza de sus motivos. Las policías de todas las grandes ciudades cooperaban, y aun el gobierno de los Estados Unidos entró en liza, y el asunto se convirtió en una de las principales cuestiones de Estado. Algunos fondos nacionales se dedicaron a descubrir a los Sicarios de Midas y todo agente del gobierno estuvo atento. Pero fue en vano. Los Sicarios de Midas golpeaban sin errar en su obra inevitable. Sin embargo, aunque el señor Hale luchaba hasta la muerte, no podía lavar sus manos de la sangre que las teñía. Aunque no era, técnicamente, un asesino, aunque ningún jurado de sus iguales pudiera acusarlo, no era por eso menos causante de la muerte de cada individuo. Como dije antes, una palabra suya habría detenido la matanza. Pero rehusaba decir esa palabra. Insistía en que la sociedad estaba amenazada, que él no era tan cobarde para desertar de su puesto, y que era justo que unos cuantos fueran mártires de la prosperidad de los demás. Pero la sangre caía sobre su cabeza, y él se hundía cada vez más en el abatimiento y la pena. Yo también estaba abrumado con la culpa de ser cómplice. Niños eran asesinados sin piedad, y mujeres y ancianos; y no sólo eran locales estos crímenes, sino que se distribuían en todo el país. A mitad de febrero, una noche, mientras estábamos en la biblioteca, golpearon a la puerta con violencia. Respondí yo, encontrando sobre la alfombra del comedor esta misiva:
Oficina de los Sicarios de Midas,
15 de febrero, 1900
Señor Eben Hale, plutócrata.
Muy señor nuestro:
¿No llora su alma por la roja cosecha que recoge? Quizás hemos sido demasiado abstractos en el manejo de nuestro negocio. Seamos ahora concretos. Miss Adelaine Laidlaw es una joven de talento, tan bondadosa, entendemos, como bella. Es la hija de su viejo amigo, el juez Laidlaw, y sabemos que usted la llevo en brazos cuando niña. Es la amiga más íntima de su hija y ahora está visitándola.
Cuando usted lea esto, la visita habrá terminado.
Muy cordialmente,
Los Sicarios de Midas.
Al instante comprendimos lo que esto significaba. Corrimos por la gran casa, sin hallar a la muchacha. La puerta de su departamento estaba cerrada con llave, pero la hundimos a empujones desesperados, y allí, vestida para la Opera, asfixiada con almohadones, todavía tibia y flexible, yacía casi viva. Deja que pase sobre ese horror. Seguramente recordaras los relatos de los diarios.
Tarde, aquella misma noche, Eben Hale me citó, y ante Dios me juramentó solemnemente a quedarme con él y a no transigir, aunque la familia entera fuese destruida.
A la mañana siguiente me sorprendió su alegría. Yo había previsto que la tragedia última le produciría un profundo shock; pero ignoraba aún hasta que punto lo había afectado. Al otro día lo encontramos muerto en su cama, con una pacífica sonrisa en su rostro devastado por la congoja. Murió asfixiado. Con la connivencia de las autoridades se comunicó al mundo que se trataba de un ataque al corazón. Creíamos juicioso ocultar la verdad.
Apenas dejé esa cámara de muerte, cuando - pero demasiado tarde - recibí la carta siguiente:
Oficina de los Sicarios de Midas,
17 de febrero, 1900
Señor Eben Hale, plutócrata.
Muy señor nuestro:
Usted perdonará nuestra intrusión, tan poco después del triste evento de anteayer; pero lo que deseamos decirle puede ser de grandísima importancia para usted. Se nos ocurre que usted quisiera intentar escapársenos. No hay sino un camino, en apariencia, como usted sin duda lo habrá descubierto. Pero queremos informarle que aun ese único camino le está cerrado. Usted puede morir, pero reconociendo su fracaso. Tome nota de esto: Somos parte y porción de sus posesiones. Con sus millones pasamos a sus herederos y cesionarios para siempre.
Somos lo inevitable. Somos la culminación de la injusticia industrial y social. Nos volvemos contra la sociedad que nos creó. Somos los fracasos triunfantes, los azotes de una civilización degradada. Somos las criaturas de una perversa selección social; combatimos la fuerza con la fuerza. Sólo los fuertes perdurarán. Creemos en la supervivencia de los más aptos. Habéis hundido en la miseria a vuestros esclavos a sueldo y habéis sobrevivido. Los capitanes de la guerra, a vuestras órdenes, fusilaron como a perros a vuestros obreros en tantas huelgas sangrientas. Por tales medios habéis durado. No nos quejamos del resultado, porque reconocemos y tenemos nuestro el ser en la misma ley natural. Ahora surge una cuestión: Bajo el presente medio social ¿quién de nosotros sobrevivirá? Creemos ser los más aptos. Vosotros creéis ser los más aptos. Dejamos la eventualidad al tiempo y a Dios.
Cordialmente,
Los Sicarios de Midas.
John, ¿te sorprendes ahora de que yo haya huido de placeres y amigos? Pero, ¿para qué explicar? Este relato aclarará todo. Hace tres semanas murió Adelaide Laidlaw. Desde entonces aguarde con esperanza y miedo. Ayer se abrió el testamento y se hizo público.
Hoy fui notificado que una mujer de clase media sería muerta en el Parque Puerta de Oro, en el lejano San Francisco. Los diarios de esta noche dan los detalles del crimen, que corresponden a los que yo conocía.
Es inútil. No puedo luchar contra lo inevitable. He sido leal al señor Hale y trabajé duro. por qué mi lealtad se premia así, no entiendo. Sin embargo, no puedo faltar a la confianza puesta en m, ni a la palabra dada. Ahora legué los muchos millones que recibí a sus poseedores legítimos. Que los robustos hijos de Eben Hale obren su propia salvación. Antes de que leas esto, habré muerto. Los Sicarios de Midas son todopoderosos. La policía es impotente. Supe por ella que otros millonarios han sido multados y perseguidos del mismo modo. ¿Cuántos?, no se sabe, pues si uno cede a los Sicarios de Midas, su boca queda sellada. Los que no cedieron aún, están recogiendo su cosecha escarlata. El torvo juego sigue hasta el fin. También entiendo que organizaciones similares hayan hecho aparición en Europa.
La sociedad está sacudida hasta sus cimientos. En vez de las masas contra las clases, es una clase contra las clases. Nosotros, los guardianes del progreso humano, somos elegidos y golpeados. La ley y el orden han fracasado. Las autoridades me suplicaron que guardara este secreto. Lo hice, pero ya no puedo callarlo. Se ha transformado en cuestión de importancia pública, llena de tremendos peligros y consecuencias, y mi deber es informar al mundo, antes de abandonarlo.
Tú, John, por mi último pedido, publica esto. No temas. El destino de la humanidad está en tu mano ahora. Que la prensa tire millones de ejemplares, que la electricidad lo difunda por el mundo, que donde los hombres se encuentren y hablen, hablen de ello temblando de terror. Y entonces, cuando estén bien despiertos, que la sociedad se alce con toda su potencia y arroje de sí esta abominación.
Tuyo, en largo adiós,
Wade Atsheler.
Jack London Nació en 1786 en San Francisco de California. Su verdadero nombre era John Griffith; ese apellido galés basta para refutar la conjetura de su estirpe judía, propuesta por H.L. Menchen, según la cual todos los apellidos que corresponden a nombres de ciudades son de origen hebreo. Se ha dicho que fue hijo ilegítimo de un astrólogo ambulante, rasgo profético de su destino de vagabundo. Su escuela fue el bajo de San Francisco, apodado "la costa de Berbería" y que ganó una merecida fama por su malevaje violento. Después sería buscador de oro en Alaska como Stevenson lo había sido en California. De muchacho fue soldado y luego pescador de perlas, hecho que volvería a su memoria cuando urdió las vicisitudes de "La casa de Mapuhi". Atravesó el Pacífico en una nave que lo llevó al Japón donde fue cazador de focas, esa cacería era ilícita; cierta balada de Rudyard Kipling nos revela que los cazadores más audaces, rivales de los ingleses y de los rusos, eran los norteamericanos. A su vuelta cursó un semestre en la universidad de su ciudad natal, ahí se convirtió al socialismo, cuyo sentido era entonces la fraternidad de todos los hombres y la abolición de los bienes personales; fue enviado como corresponsal a la guerra ruso-japonesa. Vestido de pordiosero conoció la miseria y la dureza de los barrios más sórdidos de Londres. De esa voluntaria aventura saldría el libro The People of the Pit. Sus libros, de muy diversa índole, fueron traducidos a todas las lenguas, le depararon una gran fortuna que compensó los días menesterosos de la niñez. Armo el barco The Snark, una espléndida embarcación que le costó en mil novecientos, treinta mil dólares.
Entre sus muchas obras no podemos olvidar Before Adam, la novela de un hombre que recupera en sueños fragmentarios las perdidas vicisitudes de una de sus vidas prehistóricas. De carácter autobiográfico y, sin duda, magnificado son Martin Eden y Burning DayLight cuyo escenario es Alaska. El protagonista de su más famosa ficción The Call of the Wild es un perro, Buck, que en los páramos árticos vuelve a ser lobo.
En Jack London se encontraron y hermanaron dos ideologías adversas: la doctrina darwiniana de la supervivencia del más apto en la lucha por la vida y el infinito amor de la humanidad.
Sobre la múltiple labor de Jack London, como la análoga de Hemingway, que en cierto modo la prosigue y la exalta, se proyectan dos altas sombras: la de Kipling y la Nietzche. Conviene no olvidar, sin embargo, una diferencia fundamental. Kipling vio en la guerra un deber, pero no cantó nunca la victoria y los rigores bélicos; Nietzche, que había sido testigo en el palacio de Versalles de la proclamación del Imperio de Alemania, dejo escrito que todos los imperios no son más que una tontería y que Bismarck había agregado una cifra a esa estúpida serie. Kipling y Nietzche, hombres sedentarios, anhelaron la acción y los peligros que su destino les negó; London y Hemingway; hombres de aventura, se aficionaron a ella. Imperdonablemente llegaron al gratuito culto de la violencia y aun de la brutalidad. Desde ese culto fueron acusados en su tiempo Kipling y Nietzche, recordemos las diatribas de Belloc y el hecho de que Bernard Shaw tuvo que defender a Nietzche de la acusación "de haber compuesto un evangelio para matones". Ambos -London y Hemingway- se arrepintieron de su infatuación por la mera violencia; no es casual que los dos, hartos de fama, de peligro y de oro, buscaron amparo en el suicidio.
La eficacia de London fue la de un diestro periodista que domina el oficio; la de Hemingway la de un hombre de letras que profesa determinadas teorías y las ha discutido largamente, pero ambos se asemejan aunque no conocemos la opinión del autor de El Viejo y el Mar pudo haber pronunciado sobre el autor de Sea-Wolf en los cenáculos de Francia. Es verosímil suponer que los vaivenes de la censura marquen ahora la diferencia entre los dos y oscurezcan su afinidad.
Jack London murió a los cuarenta años y agotó hasta las heces la vida del cuerpo y la del espíritu. Ninguna lo satisfizo del todo y buscó en la muerte el tétrico esplendor de la nada.
FIN