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marzo 27, 2010
CARTA 1
Lady Susan Vernon al señor Vernon
Langford, diciembre
Querido hermano:
Ya no puedo seguir privándome del placer de aprovechar la amable invitación que me hiciste al despedirnos la última vez de pasar algunas semanas contigo, en Churchill; por tanto, si a ti y a la señora Vernon no os resulta inoportuno recibirme en estos mo-mentos, espero que dentro de unos días puedas presentarme a esa hermana que, desde hace tanto tiempo, deseo conocer. Los buenos amigos que tengo aquí me suplican, con el mayor cariño, que prolongue mi estancia con ellos, pero su carácter hospitalario y festivo les hace llevar una vida social demasiado animada para la situación que atra-vieso y mi estado mental actual. Espero con impaciencia el momento en que seré ad-mitida en tu agradable retiro. Anhelo que tus queridos hijos me conozcan y me desvi-viré por despertarles gran interés en sus corazones. Necesitaré toda mi fortaleza de áni-mo, puesto que pronto me separaré de mi hija. La larga enfermedad de su querido padre me ha impedido prestarle la atención que el deber y el cariño dictaban, y tengo demasiadas razones para temer que la institutriz a la que encomendé su educación será incapaz de hacerlo. Así que he decidido enviarla a uno de los mejores colegios priva-dos de la ciudad. Tendré la oportunidad de acompañarla cuando vaya a tu casa. Estoy decidida, como ves, a no permitir que se me niegue la entrada en Churchill. Me dolería mucho enterarme de que no te es posible recibirme.
Recibe un cordial saludo de tu hermana,
S. Vernon
CARTA 2
Lady Susan a la señora Johnson
Langford
Mi querida Alicia, estabas muy equivocada al creer que no me iba a mover de aquí, en todo el invierno, y me duele mucho decírtelo. En pocas ocasiones he pasado tres meses tan agradables como éstos que acababan de pasar. Ahora, todo es conflictivo. Las mujeres de la familia se han unido en mi contra. Adivinaste lo que ocurriría cuando llegué a Langford. Manwaring es tan extrañamente encantador que no pude más que sentir aprensión. Recuerdo que, cuando me acercaba a la mansión, me dije: «¡Me gusta este hombre; ruego a Dios que eso no cause ningún mal!». Pero ya había resuelto ser discreta, recordar que sólo hacía cuatro meses que había enviudado y mantenerme en silencio lo más posible. Así lo he hecho, mi querida y pequeña criatura. No he aceptado las atenciones de nadie, excepto las de Manwaring. He evitado toda coque-tería y no he hecho caso a nadie de aquí, excepto a sir James Martin, al que he dispen-sado un poco de atención, para separarlo de la señora Manwaring. Sin embargo, si el mundo supiera cuáles han sido mis motivaciones, me alabarían por ello. Me han lla-mado madre desatenta y, no obstante, el impulso sagrado del cariño maternal y el bien de mi hija han sido lo que me ha servido de acicate; si mi hija no fuera la mayor pánfila de la Tierra, se me habría recompensado por mis esfuerzos como me merecía.
Sir James me hizo proposiciones para Frederica pero ésta, que ha nacido para amar-garme la vida, decidió oponerse con tanta vehemencia al emparejamiento que decidí que era mejor olvidar el plan por el momento. En más de una ocasión me he arrepen-tido de no haberme casado yo misma con él y, si fuera un poco menos débil, seguro que lo haría. Admito que soy más bien romántica en ese aspecto y que las riquezas por sí solas no me satisfacen. El resultado de todo esto es que sir James se ha marchado, María está enfurecida y la señora Manwaring se muestra insoportablemente celosa. Está tan celosa e indignada conmigo que, en un arrebato de furia, no me sorprendería que recurriera al señor Johnson, si pudiera acceder a él libremente. Tu marido, sin embargo, sigue siendo mi amigo, y la acción más gentil y bondadosa de su vida ha sido librarla para siempre del matrimonio. Mi único encargo es que mantengas su re-sentimiento. Ahora, estamos muy afligidos. Una casa nunca había visto tanta altera-ción: toda la familia está en pie de guerra y Manwaring apenas me habla. Ha llegado el momento de que me vaya. He decidido, por tanto, dejarles y pasaré, espero, un día agradable contigo, en la ciudad, esta misma semana. Si el señor Johnson sigue mos-trando tan poca simpatía por mí como siempre, deberás venir a verme a la calle Wig-more, número 10, aunque espero que éste no sea el caso, puesto que el señor Johnson, con todos sus defectos, es un hombre al que siempre se le puede aplicar esa gran pala-bra que es «respetable»; además, siendo conocida la confianza que tengo con su espo-sa, su desaire conmigo parecería raro. Pasaré por la ciudad de camino a ese insoporta-ble lugar, esa aldea campesina, puesto que finalmente voy a ir a Churchill. Perdóname, mi querida amiga, pero es mi último recurso. Si hubiera en Inglaterra otra casa abierta para mí, la preferiría. Aborrezco a Charles Vernon y temo a su mujer. En Churchill, sin embargo, permaneceré hasta que haya algo mejor en perspectiva. Mi jovencita me acompañará hasta la ciudad, donde la dejaré al cuidado de la señora Summers, en la calle Wigmore, hasta que entre en razón, al menos un poco. Allí podrá hacer buenos contactos, ya que todas las chicas provienen de las mejores familias. El precio es muy alto, mucho más de lo que puedo permitirme pagar.
Adiós, te escribiré en cuanto llegue a la ciudad.
Un abrazo,
S. Vernon
CARTA 3
La señora Vernon a lady De Courcy
Churchill
Querida madre:
Siento mucho tener que decirle que no podremos cumplir la promesa de pasar la Na-vidad con usted. Esa dicha nos ha sido privada por una circunstancia que, me temo, no nos servirá de compensación. Lady Susan, en una carta a su hermano, ha manifestado su intención de visitarnos casi de inmediato y, puesto que esa visita es seguramente por una cuestión de conveniencia, es imposible adivinar su duración. Yo no estaba preparada en absoluto para este hecho y tampoco puedo entender la conducta de lady Susan. Langford parecía el lugar adecuado para ella en todos los aspectos, tanto por el estilo de vida elegante y caro del lugar, como por su particular apego a la señora Manwaring, de modo que no esperaba ese honor tan pronto, aunque siempre había pensado, visto el afecto creciente que sentía por nosotros desde la muerte de su mari-do, que en algún momento nos veríamos obligados a recibirla. Creo que el señor Ver-non fue extraordinariamente amable con ella cuando estuvo en Staffordshire. La con-ducta de ella con él, independientemente de su carácter general, ha sido tan inexcusa-blemente artera y poco generosa, desde que empezó a considerarse nuestro matrimo-nio, que cualquier persona menos benévola e indulgente que él no lo habría pasado por alto; aunque lo correcto era prestarle ayuda económica, tratándose de la viuda de su hermano que pasaba por momentos de apuro, no puedo dejar de considerar perfec-tamente innecesario que él la invitara encarecidamente a visitarnos en Churchill. De todos modos, como siempre se muestra dispuesto a pensar bien de todo el mundo, sus muestras de dolor, sus manifestaciones de arrepentimiento y, en general, su actitud de prudencia fueron suficientes para ablandarle el corazón y confiar en su sinceridad. Sin embargo, yo sigo sin convencerme de todo ello y, como ha sido ella misma quien ha escrito, no conseguiré cambiar de opinión hasta que alcance a comprender el verdadero motivo de su visita. Por lo tanto, mi querida señora, ya puede adivinar con qué ánimo espero su llegada. Tendrá la oportunidad de ganarse mi consideración, con esos atractivos poderes que todo el mundo alaba en ella, aunque sin duda procuraré prote-germe de su influjo, si no vienen acompañados de algo más sustancial. Ha manifestado su más ferviente deseo de conocerme, mencionando con consideración a mis hijos, pero no soy tan impresionable como para creer que una mujer que se ha comportado con tanta despreocupación, por no decir crueldad, con su propia hija vaya a sentir apego por los míos. La señorita Vernon ingresará en una escuela de la ciudad antes de que su madre venga a nuestra casa, de lo cual me alegro, tanto por ella como por mí. Le será beneficioso separarse de su madre y, siendo una chica de dieciséis años que ha recibido una educación tan lamentable, no es una compañía muy deseable. Hace tiempo que Reginald quiere, lo sé bien, ver a la cautivadora lady Susan y esperamos que se una a nosotros muy pronto. Me alegra saber que mi padre sigue bien. Con cariño,
Cath. Vernon
CARTA 4
El señor De Courcy a la señora Vernon
Parklands
Querida hermana:
Os felicito, a ti y al señor Vernon, puesto que vais a recibir en vuestra familia a la seductora más consumada de Inglaterra. Siempre me han hablado de ella como de una distinguida conquistadora, pero últimamente he podido saber algunos detalles de su conducta en Langford que demuestran que no se limita a esa clase de seducción honesta que agrada a la mayoría de la gente, sino que aspira a la más suculenta gratifi-cación, que consiste en hacer desgraciada a toda una familia. Con su comportamiento respecto al señor Manwaring, sembró los celos y la desdicha en su mujer, y con sus atenciones para con un joven enamorado de la hermana del señor Manwaring, privó a una agradable joven de su amante. He sabido todo esto por un tal señor Smith, que ahora vive en esta zona (he cenado con él en Hurst y Wilford) y que acaba de llegar de Langford, donde pasó una quincena en la casa con lady Susan, y cuyos comentarios son por tanto muy cualificados.
¡Qué mujer debe de ser! Ya tengo ganas de conocerla y acepto sin dudarlo tu amable invitación. Así podré formarme una idea de ese hechizo tan poderoso que es capaz de atraer la atención, al mismo tiempo y en la misma casa, de dos hombres que no estaban en posición de ofrecerle sus afectos libremente. ¡Y todo eso sin el encanto de la juventud! Me alegra saber que la señorita Vernon no acompañará a su madre a Chur-chill, puesto que sus modales no parecen decir mucho en su favor y, según el relato del señor Smith, es igual de aburrida que de presumida. Cuando se unen el orgullo y la estupidez, no se puede contrarrestar con disimulo, y la señorita Vernon no merece otra cosa que el desprecio más inexorable. Sin embargo, por todo lo que he podido deducir, lady Susan posee una capacidad para mostrarse astutamente cautivadora que debe de ser interesante presenciar y detectar. Pronto estaré con vosotros.
Tu hermano que te quiere,
R. de Courcy
CARTA 5
Lady Susan a la señora Johnson
Churchill
Recibí tu carta, mi querida Alicia, justo antes de irme de la ciudad y me alegra saber con seguridad que el señor Johnson no sospechó nada de tu compromiso de la víspera. He llegado bien y no tengo queja alguna del recibimiento del señor Vernon, aunque confieso que no puedo afirmar lo mismo del comportamiento de su esposa. No hay duda de que posee una buena educación y parece una mujer con buenos modales, pero su actitud no consigue persuadirme de que esté muy predispuesta en mi favor. Quería que estuviera encantada conmigo con tan sólo verme (fui tan simpática como pude), pero todo fue en vano. No le gusto. Desde luego, si tomamos en consideración que efectivamente me tomé algunas molestias para evitar que mi cuñado se casara con ella, esta falta de cordialidad no es sorprendente. Aún así, demuestra ser un espíritu intolerante y vengativo, manteniendo el resentimiento por un plan que me ocupó hace seis años y que finalmente no tuvo éxito. A veces estoy casi dispuesta a arrepentirme de no haber permitido que Charles comprara el castillo de Vernon, cuando nos vimos obligados a venderlo, pero se dio una circunstancia difícil, especialmente al coincidir exactamente la venta con su matrimonio. Todo el mundo debería respetar la fragilidad de esos sentimientos que impedían que la dignidad de mi marido se viera rebajada por el hecho de que el hermano menor se quedara con las propiedades de la familia. Si se pudiera haber llegado a un acuerdo que nos hubiera evitado la obligación de tener que abandonar el castillo, si hubiéramos podido vivir con Charles sin que él se casara, habría obrado de un modo totalmente opuesto y no habría convencido a mi marido de vendérselo a otro. Sin embargo, Charles estaba entonces a punto de casarse con la señorita De Courcy y ese hecho me ha justificado. Aquí hay muchos niños y: ¿qué beneficio habría obtenido yo si él hubiera adquirido Vernon? Haberlo evitado puede haberle causado una impresión desfavorable a su mujer, pero cuando uno está predis-puesto, es fácil encontrar un motivo. En lo que respecta a cuestiones de dinero, él nunca ha visto un impedimento en lo sucedido para ayudarme. En verdad, tiene toda mi consideración. ¡Es tan fácil abusar de él!
La casa es buena, el mobiliario es de buen gusto y todo anuncia abundancia y distin-ción. Charles es muy rico, estoy segura. Cuando un hombre consigue que su nombre figure en una empresa bancada es que le llueve el dinero. Pero no saben qué hacer con él, reciben escasas visitas y nunca se acercan a la ciudad por cuestiones de negocios. Seré tan estúpida como me sea posible. Quiero decir, para ganarme el corazón de mi cuñada a través de los niños. Ya me sé sus nombres y voy a ganarme el afecto con la mayor sensibilidad de uno en particular, el joven Frederic, al que siento en mi regazo mientras suspiro por su querido tío.
¡Pobre Manwaring! No hace falta que te diga cuánto le echo de menos y cómo está constantemente en mi pensamiento. He encontrado una carta muy triste de él a mi llegada aquí, repleta de quejas sobre su mujer y su hermana, y llena de lamentos sobre la crueldad de su sino. He dicho que la carta era de su mujer a los Vernon y, cuando le escriba a él, deberé hacerlo usándote a ti para evitar ser descubierta.
Atentamente,
S.V.
CARTA 6
La señora Vernon al señor De Courcy
Churchill
Bueno, mi querido Reginald, ya he visto a esa peligrosa criatura y tengo que describír-tela, aunque espero que pronto puedas formarte una opinión por ti mismo. Es realmen-te muy hermosa. Por mucho que quieras cuestionar el atractivo de una dama que ya no es joven, debo afirmar que rara vez he visto a una mujer tan encantadora como lady Susan. Es delicadamente rubia, con unos bellos ojos grises y pestañas oscuras. Por su apariencia, se diría que no tiene más de veinticinco años, aunque de hecho debe de tener diez años más. Sin duda, yo no estaba demasiado predispuesta a admirarla, a pesar de haber oído constantemente que era una mujer bella, pero no puedo evitar sentir que posee una poco frecuente combinación de simetría, resplandor y elegancia. Se dirigió a mí con tanta amabilidad, franqueza e incluso cariño que, de no haber sa-bido lo poco que le gusto por haberme casado con el señor Vernon y porque no nos habíamos visto nunca, me habría parecido que era una amiga íntima. Se tiende a re-lacionar la seguridad de uno mismo con la coquetería y a pensar que unos modos inso-lentes responden a una mente insolente. Estaba preparada por lo menos para un cierto grado de confianza impropia, pero su actitud es absolutamente agradable y su voz y sus gestos irresistiblemente dulces. Siento mucho que así sea, puesto que, ¿qué otra cosa es, sino un engaño? Por desgracia, la conocemos demasiado bien. Es inteligente y agradable, posee todos los conocimientos del mundo que hacen fácil la conversación, habla muy bien, con un dominio gracioso del lenguaje que se utiliza demasiado a menudo, creo yo, para hacer que lo negro parezca blanco. Ya casi me ha persuadido de que siente verdadero afecto por su hija, aunque durante mucho tiempo he estado convencida de lo contrario. Habla de ella con tanta ternura y ansiedad, lamenta con tanta amargura lo negligente que ha sido su educación y lo presenta todo, sin embargo, como algo tan inevitable, que me tengo que obligar a recordar cómo pasaba una primavera tras otra en la ciudad, mientras su hija se quedaba en Staffordshire, bajo el cuidado de sus criados o de una institutriz inadecuada, para evitar creer todo lo que dice.
Si sus modales ejercen tanta influencia en mi corazón resentido, podrás hacerte una idea de que operan, aún de modo más poderoso, en el talante generoso del señor Ver-non. Me gustaría estar tan segura como él de que fue realmente elección suya abando-nar Langford y venir a Churchill. Si no hubiera permanecido allí tres meses, antes de descubrir que el estilo de vida de sus amigos no se adecuaba a su situación y estado de ánimo, habría creído que esa preocupación por la pérdida de un marido como el señor Vernon, con el cual ella se comportaba de modo más bien poco excepcional, le hacía desear una temporada de reclusión. Pero no puedo olvidar lo prolongado de su estan-cia con los Manwaring y, cuando reflexiono sobre el tipo de vida que llevaba con ellos, tan diferente del que ahora debe aceptar, sólo puedo suponer que la voluntad de afirmar su reputación, siguiendo, aunque tarde, el camino del decoro, fue lo que pro-vocó que se alejara de una familia con la que, de hecho, debía de sentirse especial-mente feliz. La historia de tu amigo, el señor Smith, no puede ser del todo correcta, ya que mantiene correspondencia con regularidad con la señora Manwaring. Sin duda, debe de ser exagerada. Es casi imposible que haya podido embaucar de tal manera a dos hombres al mismo tiempo.
Cordialmente,
Cath. Vernon
CARTA 7
Lady Susan a la señora Johnson
Churchill
Querida Alicia:
Eres muy buena por ocuparte de Frederica y te agradezco esta muestra de tu amistad, pero aunque no dudo del calor de esa amistad, no quiero exigirte un sacrificio tan pe-sado. Es una chica estúpida y nada habla en su favor. No voy a permitir bajo ningún concepto que malgastes un sólo momento de tu precioso tiempo mandándola a buscar a la calle Edward, puesto que cada visita le resta horas a su educación, algo que quiero que sea realmente su mayor ocupación mientras permanezca con la señorita Summers. Quiero que toque y cante con un mínimo de gusto y consiga una buena dosis de con-fianza en sí misma, ya que ha heredado mis dedos y una voz tolerable. A mí me con-sintieron tanto durante mi infancia que nunca se me obligó a aplicarme en nada y, en consecuencia, me faltan ahora las facultades que son hoy en día necesarias para com-pletar una mujer hermosa. No es que sea una defensora de la actual tendencia de ad-quirir un conocimiento perfecto de todas las lenguas, artes y ciencias. Es perder el tiempo. Dominar el francés, el italiano, el alemán, la música, el canto, el dibujo, etcé-tera, harán que una mujer consiga algunos aplausos, pero no le permitirán añadir un amante más a la lista. Distinción y modales, después de todo, son lo más importante. No pretendo, por tanto, que los conocimientos de Frederica sean más que superficiales y me enorgullezco de que no permanecerá tanto tiempo en la escuela como para no aprender absolutamente nada. Espero verla casada con sir James dentro de un año. Ya sabes en qué baso mi esperanza, sin duda bien fundada; además, la escuela debe de ser algo humillante para una chica de la edad de Frederica. Y, por cierto, será mejor que no la invites más por esta misma razón: deseo que su situación sea tan desagradable como sea posible. Cuento con sir James en cualquier momento y podría hacerle renovar su petición con unas breves líneas. Mientras tanto, te importuno para que evites que adquiera algún otro compromiso cuando venga a la ciudad. Invítale a tu casa de vez en cuando y háblale de Frederica para que no la olvide.
En líneas generales, elogio extremadamente mi propia conducta en este asunto y la considero una combinación agraciada de circunspección y ternura. Algunas madres habrían insistido a su hija para que aceptara una oferta tan buena a la primera propues-ta, pero yo no me habría sentido satisfecha de mí misma forzando a Frederica a acce-der a un matrimonio que su corazón rechazaba. En lugar de adoptar una actitud tan severa, simplemente me propongo hacer que ella misma lo desee, creándole toda suerte de incomodidades, hasta que ella le acepte. Pero dejemos a esa niña pesada.
Te preguntarás, seguramente, cómo me las arreglo para pasar el tiempo aquí. Durante la primera semana, me he aburrido de un modo insufrible. Ahora, sin embargo, las cosas mejoran. El grupo ha aumentado con la presencia del hermano de la señora Vernon, un apuesto joven que promete cierta diversión. Hay algo en él que me interesa, una especie de picardía y familiaridad que le enseñaré a corregir. Es animado y parece inteligente y, cuando le haya inspirado un respeto mayor que el que los oficios de su hermana le han inculcado, será agradable coquetear con él. Someter a un espíritu insolente y hacer que una persona predispuesta a detestarte reconozca tu superioridad proporcionan un placer exquisito. Ya le he desconcertado con mi tranquilidad re-servada y me dedicaré a rebajar el orgullo de estos pretenciosos De Courcy aún más, a convencer a la señora Vernon de que la cautela de su hermana era infundada y a per-suadir a Reginald de que me ha calumniado de modo escandaloso. Este proyecto ser-virá para divertirme y para evitar el dolor terrible por estar lejos de ti y de todos los que amo. Me despido. Atentamente,
S. Vernon
CARTA 8
La señora Vernon a lady De Courcy
Churchill
Querida madre:
No debe esperar que Reginald regrese durante algún tiempo. Me ha solicitado que le comunique que el buen clima actual le ha inducido a aceptar la invitación del señor Vernon para prolongar su estancia en Sussex y, así, poder ir a cazar juntos. Enviará a buscar sus caballos inmediatamente y es imposible decir cuándo le volverá a ver en Kent. No intentaré disimular mis sentimientos sobre este cambio con usted, mi querida señora, aunque creo que será mejor que no los comente con mi padre, cuya excesiva ansiedad por Reginald le haría alarmarse, corriendo el riesgo de ver afectada gra-vemente su salud y su ánimo. Lady Susan se las ha ingeniado, en el espacio de una quincena, para conseguir gustar a mi hermano. Francamente, estoy segura de que la prolongación de su estancia aquí, más allá del momento originalmente fijado para su regreso, se debe en gran medida a una cierta fascinación por ella, tanto como por el deseo de ir de caza con el señor Vernon. Naturalmente, ello hace que la prolongación de la visita de mi hermano no me proporcione el placer que en otras circunstancias me proporcionaría. Me irritan las artimañas de esta mujer sin escrúpulos. ¿Qué prueba más palpable de sus peligrosas habilidades se puede ofrecer que este cambio en la opinión del juicio de Reginald, quien, cuando entró en esta casa, era decididamente contrario a ella? En su última carta, él mismo me dio detalles de su comportamiento en Langford, tal como se los había contado un caballero que la conocía perfectamente y, de ser ciertos, sólo pueden provocar reprobación. El mismo Reginald estaba dispuesto a darle crédito. Tenía la opinión sobre ella de que era la peor mujer de Inglaterra y, cuando llegó, era evidente que la juzgaba como una persona poco digna de consideración o respeto. Él opinaba que parecía encantada con las atenciones de cualquier hombre que se decidiera a cortejarla.
Ella ha calculado su comportamiento, lo confieso, para eliminar esa idea y no he de-tectado la menor falta de decoro en ello. Nada de vanidad, ni ostentación, ni ligereza y es, sin lugar a dudas, tan atractiva que no me extrañaría que él estuviera encantado con ella, si no hubiera sabido nada sobre ella antes de conocerse personalmente. Sin embargo, contra toda razón, contra toda convicción, mostrarse tan complacido con ella, como estoy segura de que él lo está, me asombra muchísimo. Al principio, la admiración era muy fuerte, pero no rebasaba lo natural y no me pareció insólito que le impresionaran su distinción y sus modales pero, últimamente, cuando la menciona, lo hace en términos extraordinarios de alabanza. Ayer llegó a decir que no le sorprendería cualquier efecto en el corazón de un hombre causado por su encanto y sus cualidades y, cuando yo le repliqué lamentando la maldad de su actitud, él respondió que los errores que haya podido cometer había que imputarlos a haber recibido una educación insuficiente y a su matrimonio precoz; y que, en realidad, se trataba de una mujer ex-traordinaria.
Esta tendencia a excusar su conducta o a olvidarla, por el influjo de la admiración, me irrita enormemente y, si no supiera que Reginald se encuentra como en casa cuando está en Churchill como para necesitar una invitación para que prolongue su estancia, lamentaría que el señor Vernon se lo haya propuesto.
Las intenciones de lady Susan son sin duda las de la coquetería más absoluta y las del deseo de obtener una admiración universal. No puedo imaginar, por el momento, que planee algo más serio, aunque me mortifica ver cómo ha embaucado a un joven sensato como Reginald.
Atentamente,
Cath. Vernon
CARTA 9
La señora Johnson a lady Susan
Calle Edward
Queridísima amiga:
Me alegro por la llegada del señor De Courcy y te aconsejo encarecidamente que te cases con él. Sabemos que las propiedades de su padre son considerables y creo que su herencia ya está fijada. Sir Reginald tiene la salud débil y no es probable que te resulte un obstáculo durante mucho tiempo. Me han hablado muy bien de él y, aunque nadie te merece, mi queridísima Susan, el señor De Courcy puede valer la pena. Manwaring se enfurecerá, naturalmente, pero podrás apaciguarle con facilidad. Además, ni el honor más escrupuloso requeriría que esperaras su emancipación. He visto a sir James. Vino a la ciudad unos días, la semana pasada, y nos visitó varias veces en la calle Edward. Le hablé de ti y de tu hija y está tan lejos de haberte olvidado que estoy segura de que se casaría con cualquiera de las dos con placer. Alenté sus esperanzas diciéndole que Frederica cederá y le hablé de cómo ella progresaba. Le reprendí por cortejar a María Manwaring. Él protestó diciendo que había sido tan sólo en tono de broma y los dos nos reímos a carcajadas por la desilusión de la chica. En resumidas cuentas, nos entendimos en todo. Sigue tan tonto como siempre.
De todo corazón,
Alicia
CARTA 10
Lady Susan a la señora Johnson
Churchill
Te agradezco, querida amiga, tu consejo con respecto al señor De Courcy, el cual sé que nació del convencimiento sincero de su provecho, aunque no tengo la intención de seguirlo. No puedo tomar una decisión en terrenos tan serios como el del matrimonio. En la actualidad, no estoy necesitada de dinero y, seguramente, hasta la muerte de su padre, obtendría poco beneficio de la unión. Es cierto que mi vanidad me hace creer que le tengo a mi alcance. He conseguido que sea sensible a mi poder y ahora puedo disfrutar del placer de triunfar sobre una mente predispuesta a no gustarle y llena de prejuicios contra mis acciones pasadas. Su hermana, igualmente, se ha convencido, o eso espero, de lo fútiles que son los comentarios poco generosos sobre una persona para predisponerla contra otra cuando se pueden contrarrestar con la influencia inme-diata del intelecto y los modales. Veo claramente que se siente incómoda, porque la opinión que su hermano tiene de mí está progresando para bien y deduzco que no es-catimará esfuerzos para contrarrestarme. Pero en cuanto consiga hacerla dudar de la justicia de su opinión respecto a mí, creo que podré desafiarla con éxito. Ha sido un placer ver sus avances hacia una mayor intimidad, especialmente observar sus reac-ciones alteradas cuando yo me mostraba reservada adoptando una dignidad muy cal-mada ante sus intentos de acercarse con una familiaridad directa. Mi conducta ha sido, desde el principio, igualmente comedida y nunca me había comportado de modo me-nos coqueto en toda mi vida, aunque tal vez nunca mi deseo de dominación había sido tampoco tan rotundo. A él le he sometido por completo con la sensibilidad y la con-versación seria y he conseguido, me aventuro a decir, que esté medio enamorado de mí, sin el menor atisbo de lo que comúnmente se llama coqueteo. La certidumbre por parte de la señora Vernon en cuanto a que cree merecer alguna clase de venganza, la que esté en mi mano infligirle por sus maniobras perversas, bastará para que pueda percibir que actúo con un comportamiento de lo más bondadoso y honesto. Sin em-bargo, dejemos que piense y actúe como quiera. Nunca he visto que el consejo de una hermana impidiera a un joven enamorarse, si así lo decidiera él. Ahora estamos pro-gresando hacia una especie de confianza y pronto nos sentiremos unidos en una amis-tad platónica. Por mi parte, puedes estar segura de que la cosa no irá a más, porque si yo no estuviera ya unida a otra persona, impediría de todos modos que mis afectos los recibiera un hombre que se hubiera atrevido a pensar tan mal de mí en su momento.
Reginald es un joven de muy buena planta y se merece los elogios que has oído de él. Con todo, es inferior a nuestro amigo de Langford. Es menos refinado, menos insi-nuante que Manwaring y, en comparación, muestra menos eficacia para decir esas cosas tan encantadoras que la ponen a una de buen humor consigo misma y con el mundo. Es bastante agradable, sin embargo, y me proporciona la diversión suficiente para pasar las horas de modo placentero; de otro modo, me dedicaría a vencer la resis-tencia de mi cuñada y a escuchar la insípida conversación de su marido.
Tus informaciones sobre sir James son de lo más satisfactorias y voy a dejar entrever mis intenciones a la señorita Frederica muy pronto.
De todo corazón,
S. Vernon
CARTA 11
La señora Vernon a lady De Courcy
Me hace sentir muy a disgusto, mi querida madre, ver cómo la influencia de lady Su-san sobre Reginald crece tan rápidamente. Ahora mantienen una amistad muy particu-lar, entablan largas conversaciones con frecuencia y ella se las ha ingeniado para, usando la coquetería más astuta, someter su juicio a sus propósitos. Es imposible con-templar la intimidad que ha surgido entre ellos con tanta celeridad sin alarmarse, aun-que me resisto a suponer que las intenciones de lady Susan lleguen hasta el matrimo-nio. Si pudieras hacer que Reginald regresara a casa con cualquier pretexto verosímil. No está en absoluto dispuesto a dejarnos y le he hecho tantas insinuaciones sobre el precario estado de salud de mi padre como la decencia me permite hacerlo estando en mi propia casa. El poder de ella sobre él debe de ser ahora ilimitado, puesto que ha conseguido eliminar por completo la opinión anterior que él tenía y lo ha persuadido no sólo para que la olvide, sino para que la justifique. Las informaciones del señor Smith con relación a la conducta de lady Susan en Langford, en las cuales acusaba de haber enamorado al señor Manwaring y a un joven comprometido con la señorita Manwaring, y que Reginald creía firmemente cuando llegó a Churchill, son ahora, está convencido, tan sólo una invención escandalosa. Así me lo ha dicho, con una franqueza que delataba sentirse arrepentido por haber creído lo contrario con anterio-ridad.
¡Cómo me arrepiento de que haya venido a esta casa! Siempre esperé su llegada con incomodidad, pero lejos estaba de sentir esta ansiedad por Reginald. Esperaba una desagradable compañía para mi persona, pero no podía imaginar que mi hermano corría el peligro de ser hechizado por una mujer cuyos principios conocía tan bien y cuyo carácter despreciaba tan profundamente. Si consigues que se aleje de aquí, será para bien.
Atentamente,
Cath. Vernon
CARTA 12
Sir Reginald de Courcy a su hijo
Parklands
Sé que, en general, los jóvenes no admiten que se indague en sus asuntos del corazón, ni tan sólo por parte de sus familiares más cercanos, pero, espero, querido Reginald, que demuestres estar por encima de aquellas personas que ni para evitar la ansiedad de un padre creen necesario abandonar el privilegio de negarle la confianza y hacer caso de su consejo. Debes tener en cuenta que, como hijo único y representante de una antigua familia, tu conducta en la vida afecta a tus familiares. En el muy importante asunto del matrimonio es especialmente donde más se arriesga: tu felicidad, la de tus padres y el crédito de tu apellido. Ya supongo que no adquirirías un compromiso de tal naturaleza sin comunicárselo a tu madre y a mí mismo o, por lo menos, sin estar convencido de que aprobaríamos tu elección, pero no puedo ahuyentar el temor de que te veas arrastrado al matrimonio por una dama que últimamente ha intimado contigo, cosa que toda tu familia, la más y la menos cercana, rechazaría con toda vehemencia.
La edad de lady Susan es una objeción material en sí misma, pero la ligereza de su carácter es un elemento mucho más grave que convierte la diferencia de doce años, en comparación, en una nimiedad. Si no estuvieras cegado por la fascinación, sería ridí-culo por mi parte repetirte los ejemplos de su comportamiento inadecuado, conocidos por todo el mundo. La negligencia con que trató a su marido, el animar a otros hom-bres, su extravagancia y conducta disipada han sido tan patentes que nadie los pudo ignorar en su momento ni se pueden olvidar ahora. En nuestra familia, siempre se ha visto representada con los trazos suavizados por la benevolencia del señor Charles Vernon. Con todo y, a pesar de sus generosos esfuerzos para excusarla, sabemos que, movida por su egoísmo, hizo todo lo posible para evitar que se casara con Catherine.
Mi edad y mi estado de salud cada vez más precario me hacen desear, mi querido Re-ginald, verte establecido. La fortuna de tu mujer me es indiferente debido al buen es-tado de la mía, pero su familia y sus virtudes deben de ser excepcionales por igual. Cuando a tu elección no se le pueda hacer ninguna objeción en esos dos ámbitos, te prometo mi consentimiento inmediato y entusiasta, pero es mi deber oponerme a una relación que sólo la astucia puede haber hecho posible y que, finalmente, sólo engen-draría desgracia.
Es probable que su comportamiento se deba tan sólo a la vanidad o al deseo de ganar-se la admiración de un joven al que ella debe de creer especialmente predispuesto contra ella, pero es más probable que sus pretensiones sean mayores. Es pobre y, por naturaleza, buscará una alianza que le pueda ser ventajosa. Conoces tus derechos y ya no está en mi mano evitar que heredes las propiedades de la familia. Infligirte pe-nalidades durante lo que me reste de vida sería una venganza a la que difícilmente me rebajaría en cualquier circunstancia. Te comunico honestamente mis sentimientos e intenciones. No quiero apelar a tus temores, sino a tu juicio y afecto. Destruiría toda la serenidad de mi vida saber que te has casado con lady Susan Vernon; sería la muerte del franco orgullo que hasta ahora he sentido por mi hijo; me avergonzaría verle, saber de él y pensar en él.
Tal vez no haga ningún bien esta carta, quitando el de apaciguar mi mente, pero he creído mi deber comunicarte que tu interés por lady Susan no es un secreto para tus amigos y para prevenirte respecto a ella. Me gustaría oír tus razones para contradecir la inteligencia del señor Smith. Hace un mes no dudabas de ella.
Si puedes asegurarme que no albergas ningún plan más allá de disfrutar de la conver-sación de una mujer inteligente, durante un breve período, v de rendir admiración tan sólo a su belleza y a sus cualidades, sin cerrar los ojos por ello a sus defectos, me de-volverás la felicidad, pero si no puedes hacer esto, explícame, por lo menos, qué ha ocasionado una alteración tan grande en tu opinión de ella.
Cordialmente,
Reginald de Courcy
CARTA 13
Lady De Courcy a la señora Vernon
Parklands
Querida Catherine:
Desdichadamente, me encontraba postrada en la cama cuando llegó tu última carta. Debido a un resfriado que me afectó la vista, no pude leerla yo misma. Tampoco pude, por tanto, rechazar el ofrecimiento de tu padre para que me la leyera. Así fue como supo, para disgusto mío, de todos tus temores con relación a mi hermano. Tenía la intención de escribir a Reginald yo misma, en cuanto mis ojos me lo permitieran, ad-virtiéndole del peligro de una relación íntima con una mujer tan astuta como lady Su-san, para un joven de su edad y sus expectativas. Quería, además, recordarle que es-tamos bastante solos en este momento y que le necesitamos para alegrarnos el ánimo durante las largas tardes de invierno. Si eso hubiera servido para algo, nunca lo sa-bremos ahora, pero me tiene muy disgustada que sir Reginald no sepa nada de un asunto que ya temíamos iba a causarle gran desazón. Comprendió todos tus temores en cuanto hubo leído tu carta y estoy segura de que no se lo ha sacado de la cabeza desde entonces. Escribió inmediatamente a Reginald una carta larga sobre el tema, solicitando una explicación sobre qué era lo que le había dicho lady Susan para con-tradecir las escandalosas informaciones anteriores. Su respuesta ha llegado esta maña-na y te la envío adjunta porque creo que te interesará verla. Me gustaría que fuera más satisfactoria, pero parece haber sido escrita con tanta decisión para tener en buena opinión a lady Susan que sus afirmaciones en lo tocante al matrimonio y todo eso no me tranquilizan el corazón. Hago todo lo que puedo, sin embargo, para apaciguar a tu padre y sin duda está más sosegado desde que Reginald escribió esta carta. ¡Qué fasti-dioso resulta, mi querida Catherine, que esta invitada inoportuna no sólo nos impida vernos en Navidad, sino que además sea causa de disgusto y conflicto! Dale un beso a los niños de mi parte. Tu madre que te quiere,
C. de Courcy
CARTA 14
El señor De Courcy a sir Reginald
Churchill
Querido señor:
En este momento, acabo de recibir su carta que me ha llenado de asombro como nunca antes me había ocurrido. Supongo que es gracias a la representación que mi hermana ha hecho de mí que he quedado tan desfavorecido a sus ojos y le he causado tanta alarma. No entiendo por qué ha decidido preocuparse y preocupar a su familia, sospe-chando un hecho que nadie excepto ella misma, estoy seguro de ello, ha concebido como posible. Imputar esa intención a lady Susan sería arrebatarle esa excelente suti-leza que sus enemigos más acérrimos nunca han negado en ella. Igualmente, muy bajas deberían quedar mis pretensiones de tener sentido común si se sospecha que albergo propósitos matrimoniales en mi comportamiento para con ella. La diferencia de edad es una objeción insuperable y le ruego, mi apreciado señor, que se tranquilice y no alimente más sospechas que alterarán tanto su propia paz, como la relación entre nosotros.
No puede ser otra mi intención, al permanecer con lady Susan, que la de disfrutar du-rante un breve período (tal como lo ha expresado usted mismo) de la conversación de una mujer con grandes cualidades mentales. Si la señora Vernon admitiera un poco del afecto que les he dispensado a ella y a su marido durante mi estancia, sería más justa con todos nosotros. Pero mi hermana está desgraciadamente predispuesta en contra de lady Susan sin remedio. Por el afecto que le une a su marido, que en sí mismo honra a ambos, no puede perdonar los esfuerzos que lady Susan hizo para evitar su matrimonio. Se atribuyeron a su egoísmo pero en este caso, como en muchos otros, el mundo ha difamado a esa dama, suponiendo que los motivos de su conducta eran dudosos.
Lady Susan había oído algo materialmente tan inconveniente sobre mi hermana que se persuadió de que la felicidad del señor Vernon, al cual siempre se ha sentido muy unida, quedaría destrozada por el matrimonio. Y esta circunstancia, que explica el verdadero motivo del comportamiento de lady Susan e invalida toda la culpabilidad que se le ha atribuido, debe servir para convencernos del poco crédito que hay que dar a las informaciones sobre otras personas en general, puesto que ningún comporta-miento, por muy recto que sea, puede escapar a la calumnia. Si mi hermana, en la se-guridad de su retiro, con tan pocas oportunidades de ser tentada por el mal, no pudo evitar la censura, no debemos condenar apresuradamente a aquellas personas que, viviendo en el mundo y rodeadas de tentaciones, son acusadas de errores que se sabe que podrían llegar a cometer.
Me culpo con severidad a mí mismo de haber creído tan fácilmente las historias difa-matorias inventadas por Charles Smith contra lady Susan, puesto que ahora sé cómo la han calumniado. En cuanto a los celos de la señora Manwaring, son algo absoluta-mente inventado por él y su relato de cómo ella se acercó al pretendiente de la señorita Manwaring tenía aún menos fundamento. Esa jovencita había inducido a sir James Martin a prestarle un poco de atención y, siendo un hombre acaudalado, era fácil en-tender que los planes de ella incluían el matrimonio. Bien sabido es que la señorita Manwaring anda abiertamente a la caza de un marido y nadie puede, por tanto, com-padecerla por no poder aprovechar una oportunidad para hacer desgraciado a un hom-bre de mérito, debido al superior atractivo de otra mujer. Lady Susan no pretendía ni de lejos esa conquista y, al saber cuánto afectaba a la señorita Manwaring la indife-rencia de su enamorado, decidió, a pesar de los ruegos del señor y la señora Manwa-ring, dejar la familia. No tengo motivos para creer que ella recibiera proposiciones en firme por parte de sir James, pero el hecho de que partiera de inmediato de Langford, al descubrir la relación de él con la señorita Manwaring, hace que cualquier mente honesta tenga que absolverla de cualquier acusación. Estoy seguro de que creerá que todo esto es cierto y que, a partir de ahora, sabrá hacer justicia con las cualidades de una mujer seriamente perjudicada en su reputación.
Sé que lady Susan, al acudir a Churchill, actuaba impulsada sólo por las intenciones más honorables y francas. Su prudencia y discreción son admirables, su consideración por el señor Vernon llega a igualar incluso la que él mismo merece, y su deseo de conseguir una opinión favorable de mi hermana debería de ser correspondido mejor de lo que se ha hecho. Como madre, no se le puede hacer ninguna objeción. El afecto sólido por su hija queda demostrado por el hecho de haberla confiado a las manos de quien atenderá su educación adecuadamente. Sin embargo, al no poseer la ciega y débil parcialidad de la mayoría de madres, se la acusa de falta de instinto maternal. Cualquier persona sensata, sin embargo, sabría cómo apreciar y alabar su cariño bien dirigido y estaría de acuerdo conmigo en que Frederica Vernon debería esforzarse más de lo que hasta ahora se ha esforzado en merecer la sensible atención de su madre.
He escrito, pues, querido señor, lo que verdaderamente siento por lady Susan. Con esta carta, sabrá lo mucho que tengo en alta consideración sus facultades y aprecio sus cualidades, pero si no queda usted convencido con mi solemne y franca afirmación de que sus temores son infundados, será ello motivo de gran mortificación y desasosiego para mí.
Cordialmente,
R. de Courcy
CARTA 15
La señora Vernon a lady De Courcy
Churchill
Querida madre:
Le devuelvo la carta de Reginald alegrándome de todo corazón de que mi padre se haya sosegado con ella. Dígaselo y transmítale asimismo mis felicitaciones. Pero, entre nosotras, he de admitir que sólo ha servido para convencerme a mí de que mi hermano no tiene por el momento intención alguna de casarse con lady Susan, no que no corra el peligro de tenerla dentro de tres meses. Ofrece una versión muy verosímil de su comportamiento en Langford. Ojalá fuera cierto, pero la inteligencia detrás de esto tiene que ser la de ella. Estoy menos dispuesta a creérmela que a lamentar el grado de intimidad entre ellos, que implica el hecho de que comentaran un tema como éste.
Siento haber provocado su disgusto, pero no se puede esperar nada mejor, mientras él esté dispuesto a justificar a lady Susan con tanta vehemencia. Es muy severo conmigo, ciertamente, pero espero no haberme apresurado en juzgarla a ella. ¡Pobre mujer! Aunque tengo sobradas razones para despreciarla, no puedo evitar compadecerme de ella, puesto que está realmente afligida y con justificado motivo. Ha recibido esta ma-ñana una carta de la dama a la que había confiado su hija y solicita que acuda a buscar a la señorita Vernon inmediatamente, puesto que ha sido sorprendida intentando esca-parse. Por qué o a dónde intentaba ir, no está claro, pero ya que la decisión tomada por lady Susan parecía la adecuada, la situación es ahora muy triste y, naturalmente, la ha afligido muchísimo.
Frederica debe de tener ya dieciséis años y debería ser más responsable pero, por lo que ha insinuado su madre, me temo que es una chica perversa. Sin embargo, ha sido una persona desatendida y su madre debería recordar ese extremo.
El señor Vernon partió hacia la ciudad en cuanto decidió qué era lo mejor. Intentará, si es posible, convencer a la señorita Summers para que deje que Frederica siga con ella. Si no lo consigue, la traerá de momento a Churchill, hasta que se encuentre otro lugar para ella. Mientras tanto, lady Susan se consuela paseando por el jardín con Reginald, aprovechándose de los tiernos sentimientos de él, imagino, para superar este momento desdichado. Ha hablado mucho de todo esto conmigo. Se expresa muy bien y temo ser poco generosa si digo que demasiado bien, para lamentarlo tan profundamente. Pero no he de buscar defectos. Puede llegar a ser la mujer de Reginald. ¡Que el cielo no lo quiera! Pero, ¿por qué iba yo a ser más perspicaz que cualquier otro? El señor Vernon afirma que nunca había visto un desconsuelo más profundo que el suyo cuando ha leído la carta. ¿Acaso su juicio es inferior al mío?
No se mostraba muy deseosa de que se permitiera a Frederica acudir a Churchill. Me parece sensato, ya que parece una especie de recompensa por su comportamiento, cuando lo que merece es algo muy distinto. Sin embargo, era imposible llevarla a ningún otro lugar y tampoco permanecerá mucho tiempo aquí.
«Será absolutamente necesario —me ha dicho— como comprenderás, mi querida hermana, tratar a mi hija con cierta severidad mientras esté aquí. Una necesidad dolo-rosa, pero me esforzaré por acatarla. Me temo que he sido indulgente demasiado a menudo, pero el temperamento de mi pobre Frederica nunca ha sabido aceptar bien la contrariedad. Tienes que apoyarme y animarme, debes recordarme la necesidad de reprobación, si me ves demasiado indulgente.»
Todo esto parece muy razonable. ¡Reginald está tan enfadado con esa pobre tontita! No dio mucho en favor de lady Susan que él se muestre tan irritado con su hija. La imagen que se ha hecho de ella sólo puede provenir de las descripciones de su madre.
Bueno, sea cual sea su destino, tenemos el consuelo de saber que hemos hecho todo lo posible por salvarle. Tendremos que confiar el desenlace a una instancia más alta.
Atentamente,
Cath. Vernon
CARTA 16
Lady Susan a la señora Johnson
Churchill
Nunca en mi vida, mi querida Alicia, me había alterado tanto como esta mañana, cuando he recibido una carta de la señorita Summers. Esa espantosa hija mía ha inten-tado escaparse. No tenía ni idea de que fuera tan malvada. Parecía poseer la apatía de los Vernon, pero al recibir la carta en que le exponía mis intenciones con respecto a sir James, intentó fugarse. Si no es por eso, no sé a qué motivo atribuirlo. Pretendía, supongo, llegar a casa de los Clarke en Staffordshire, puesto que no cuenta con otros conocidos. Pero la castigaré, se casará con él. He enviado a Charles a la ciudad para que intente solucionar las cosas si puede, porque no la quiero aquí bajo ningún con-cepto. Si la señorita Summers no la acepta, tendrás que encontrarme otra escuela, a menos que consigamos casarla de inmediato. La señorita S. me ha escrito diciendo que no consiguió que la jovencita le dijera la causa de una conducta tan anómala, lo cual me confirma la explicación que yo he dado.
Frederica es demasiado tímida, creo yo, y me terne demasiado para contar mentiras, pero si la dulzura de su tío le sacara algo, no me da miedo. Estoy segura de poder con-tar una historia tan buena como la suya. Si de algo estoy orgullosa es de mi elocuencia. La consideración y el aprecio se obtienen sin duda del dominio del lenguaje, del mismo modo que la admiración depende de la belleza. Y aquí tengo muchas oportuni-dades de entrenar mis dotes, puesto que la mayor parte del tiempo lo paso conversan-do. Reginald nunca se siente cómodo, a menos que estemos solos y, cuando el tiempo es tolerable, paseamos juntos por el jardín durante horas. En general, me gusta mucho. Es inteligente y tiene muchas cosas que contar, pero a veces es impertinente y pro-blemático. Demuestra un tacto ridículo debido, probablemente, a lo que haya oído en mi descrédito y nunca se da por satisfecho hasta que está convencido de haber aclara-do el principio y el fin de todas las cosas.
Esto demuestra una cierta clase de amor, pero confieso que no es la que prefiero. Pre-fiero infinitamente el espíritu tierno y liberal de Manwaring, el cual, impresionado y convencido profundamente de mis méritos, se satisface pensando que todo lo que yo hago debe de estar bien. No puedo dejar de considerar con un cierto desprecio las es-peculaciones, inquisitivas y dubitativas, de ese corazón que parece debatir constante-mente la sensatez de sus sentimientos. Manwaring es, naturalmente y sin comparación, superior a Reginald. Superior en todo, excepto en la posibilidad de estar conmigo. ¡Pobre hombre! Los celos le han alterado, cosa que no lamento, pues no conozco mejor forma de fomentar el amor. Me ha estado importunando para que le permita acercarse a la región y alojarse en algún lugar de incógnito, pero yo le he prohibido que haga nada de este estilo. No tienen justificación esas mujeres que olvidan qué se espera de ellas y no tienen en cuenta lo que el resto del mundo pueda pensar.
S. Vernon
CARTA 17
La señora Vernon a lady De Courcy
Churchill
Querida madre:
El señor Vernon regresó el jueves por la noche, trayendo consigo a su sobrina. Lady Susan había recibido una carta de él en el correo del día, en la que le informaba que la señorita Summers se había negado categóricamente a permitir que la señorita Vernon continuara en su academia. Estábamos, por lo tanto, preparados para su llegada y aguardamos con impaciencia durante toda la tarde. Llegaron a la hora del té y nunca había visto a una criatura tan atemorizada como Frederica cuando entró en el salón.
Lady Susan, que había estado derramando lágrimas y mostrándose muy alterada por la idea de tener que recibirla, la saludó con un control de sí misma excepcional y sin dejarse traicionar por el más mínimo gesto de ternura. Casi no le dirigió la palabra y, cuando Frederica rompió a llorar una vez nos sentamos, la sacó del salón y no volvió hasta el cabo de un buen rato. Cuando lo hizo, vino con los ojos enrojecidos y estaba tan desasosegada como antes. No volvimos a ver a su hija.
El pobre Reginald estaba muy preocupado al ver a su amiga tan alterada y la contem-plaba con una solicitud tan tierna que yo, que pude sorprenderla a ella observando el rostro de él con alborozo, estuve a punto de perder la paciencia. Esta representación patética duró toda la tarde y esa demostración tan descarada y artera me convenció de que en realidad no sentía nada.
Yo estoy más irritada con ella desde que he visto a su hija. A la pobre chica se la ve tan infeliz que me duele en el alma. Lady Susan es sin duda demasiado severa, puesto que Frederica no parece poseer un temperamento que haga necesario la severidad. Parece extraordinariamente tímida, abatida y compungida.
Es muy guapa, aunque no tanto como su madre, y no se parece a ella. Es de tez deli-cada sin llegar a ser pálida, aunque tampoco muestra tanto vigor como lady Susan. Tiene el semblante de los Vernon, el rostro ovalado y los ojos moderadamente negros, con una peculiar dulzura en su mirada cuando habla con su tío o conmigo. La tratamos amablemente y eso nos ha granjeado su gratitud. Su madre ha insinuado que es de temperamento intratable, pero nunca he visto un rostro menos indicativo de actitud malévola que el suyo y, por lo que llevo visto de la relación entre ellas, la implacable severidad de lady Susan y el abatimiento callado de Frederica, me inclino a pensar que la madre no alberga amor verdadero por su hija y nunca ha sido justa con ella, ni la ha tratado con cariño.
Aún no he tenido ocasión de entablar una conversación con mi sobrina. Es tímida y creo que se esfuerzan para evitar que pase mucho rato conmigo. No ha trascendido nada satisfactorio que explique el motivo de su escapada. Su bondadoso tío, puedes estar segura, tuvo miedo de alterarla si le preguntaba demasiadas cosas durante el via-je. Me hubiera gustado poder ir yo a buscarla en lugar de él. Creo que habría descu-bierto la verdad durante ese viaje de cincuenta kilómetros.
El pequeño pianoforte ha sido trasladado, a petición de lady Susan, al salón de su habitación y Frederica pasa gran parte del día con él. Ensayando, dicen, pero apenas he podido percibir ningún sonido cuando paso cerca de la estancia. Lo que hace allí, no lo sé. Hay muchos libros en el salón, pero una niña que ha crecido salvaje durante los primeros quince años de su vida, ¿cómo va a poder o querer leer? ¡Pobre criatura! La vista desde su ventana no es muy instructiva, ya que ese dormitorio da al prado, con el jardín de arbustos en un lateral, donde ella puede contemplar a su madre pase-ando durante horas junto a Reginald, ambos enzarzados en serias conversaciones. Una chica de la edad de Frederica tiene que ser muy infantil para que esas cosas no la afec-ten. ¿No es imperdonable dar un ejemplo así a su hija? Reginald sigue creyendo que lady Susan es la mejor de las madres y ¡sigue condenando a Frederica como una niña inútil! Está convencido de que su intento de huida no tiene ninguna causa justificable y que no hubo nada que lo provocara. Naturalmente, no puedo asegurar que lo hubo, pero, aunque la señorita Summers afirma que la señorita Vernon no demostró obstina-ción ni maldad durante su estancia en la calle Wigmore hasta que se descubrió su plan, no puedo dar crédito tan fácilmente a lo que lady Susan le ha hecho creer a él y quiere hacerme creer a mí: que fue simplemente la impaciencia ante la disciplina y el deseo de escapar de la tutela de sus profesores lo que originó el plan de su fuga. ¡Oh, Reginald!, ¡cómo ha esclavizado tu juicio! Ni tan sólo admite que sea hermosa; cuando hablo de su belleza, contesta sólo que: ¡no hay brillo alguno en sus ojos!
A veces está convencido de que la capacidad de razonamiento de la chica es deficien-te y, en ocasiones, es su temperamento el que tiene la culpa. En resumidas cuentas, cuando una persona quiere mentir constantemente, le es imposible ser consistente. Lady Susan necesita para justificarse ella misma que la culpa sea de Frederica y, segu-ramente, ha creído conveniente acusarla de maldad algunas veces y, en otras, lamentar su falta de juicio. Reginald sólo repite lo que ella dice.
Atentamente,
Cath. Vernon
CARTA 18
De la misma a la misma
Churchill
Querida señora:
Me alegra saber que mi descripción de Frederica Vernon le ha interesado, puesto que, ciertamente, creo que ella merece su consideración y, en cuanto le haya comunicado una noción que recientemente se me ha hecho evidente, estoy segura de que sus ama-bles opiniones en su favor se verán acentuadas. No puedo evitar pensar que ha empe-zado a tomarle cariño a mi hermano. ¡Tan a menudo veo sus ojos fijados en su rostro con una notable expresión de admiración meditabunda! Él es, sin duda, muy apuesto y aún hay más, hay una franqueza en sus modales que debe de resultar muy atractiva y estoy segura de que ella lo percibe. Pensativa y meditabunda en general, ella siempre tiene su semblante alegre; esboza una sonrisa cuando Reginald dice alguna cosa diver-tida y, si el tema es tan serio que él no para de hablar, mucho me equivoco o ni una sola sílaba de las que él pronuncia se le escapan.
Es mi intención que él se percate de todo esto, porque ya conocemos la fuerza de la gratitud en un corazón como el suyo. Si pudiera el afecto libre de artería de Frederica separarle de su madre, podríamos bendecir el día que vino a Churchill. Creo, mi que-rida señora, que no la reprobaría como hija. Es, ciertamente, extremadamente joven, ha tenido una educación descuidada y un espantoso ejemplo de ligereza en su madre, pero, con todo, creo estar en condiciones de decir que su predisposición es excelente y sus cualidades naturales muy buenas.
Aunque le faltan condiciones, no es en absoluto tan ignorante como cabría esperar. Aprecia los libros y pasa la mayor parte del tiempo leyendo. Su madre le concede más libertad ahora que antes y yo estoy con ella siempre que puedo, habiéndome esforzado por vencer su timidez. Somos muy buenas amigas y, aunque nunca habla delante de su madre, sí lo hace lo suficiente, cuando está a solas conmigo, como para que no me quepa duda de que si lady Susan la tratara adecuadamente, ganaría enormemente en cualidades. No puede haber un corazón más tierno ni cariñoso, ni modales más agra-decidos, cuando se comporta libre de restricciones. Sus primitos la quieren mucho.
Cordialmente,
Cath. Vernon
CARTA 19
Lady Susan a la señora Johnson
Churchill
Sé que estarás ansiosa por saber más cosas de Frederica y tal vez me hayas juzgado negligente por no haberte escrito antes. Llegó con su tío hace ya quince días y, natu-ralmente, le pregunté en seguida por la razón de su comportamiento y, de inmediato, me di cuenta de que había acertado por completo al atribuirlo a mi carta. Lo que en ella anunciaba hizo que se asustara de tal modo que, para llevarme la contraria de ma-nera infantil, a la vez que movida por la insensatez y sin considerar que aunque huyera de la calle Wigmore no tenía manera de escapar a mi autoridad, decidió abandonar esa casa y dirigirse directamente a la casa de sus amigos, los Clarke. Llegó a alejarse dos calles cuando, afortunadamente, se dieron cuenta de su marcha y la alcanzaron.
Así fue la primera gran hazaña de la señorita Frederica Susanna Vernon. Si tenemos en cuenta que la ha realizado a la tierna edad de dieciséis años, podemos albergar los pronósticos más halagadores para su futuro renombre. Con todo, me han irritado mu-cho las invocaciones al decoro que han permitido a la señorita Summers rechazar a la niña. Me parece que ha tenido una gran sutileza, considerando las conexiones de la familia de mi hija, que no puedo suponer otra cosa que lo que teme es que nunca con-seguirá su dinero. Sea como fuere, Frederica ha vuelto a mis manos y, no teniendo nada que hacer, se dedica a seguir con sus planes románticos que ya empezó en Lang-ford. ¡De hecho, se está enamorando de Reginald de Courcy! Desobedecer a su ma-dre, rechazando una oferta a la que no se le pueden hacer objeciones, no le basta; quiere entregar sus afectos sin tener la aprobación de su madre. Nunca he visto a una chica de su edad facilitar tanto a los hombres que la tomen como un pasatiempo. Sus sentimientos son tolerablemente intensos y actúa con una falta de astucia encantadora para demostrarlos, así que sólo se puede esperar que cualquier hombre que se cruce con ella la ridiculice y desprecie.
La falta de astucia nunca conseguirá nada en asuntos amorosos y esa chica es una in-genua de nacimiento. Esa falta de astucia le viene por naturaleza o por amaneramiento. Aún no estoy segura de que Reginald se haya dado cuenta de qué está tramando ni tampoco importa mucho. Él, por el momento, se muestra indiferente. Si él llegara a percibir sus emociones, sólo la menospreciaría. Los Vernon admiran su belleza, pero eso no ha causado ningún efecto en él. Goza por completo de los favores de su tía porque, naturalmente, se parece muy poco a mí. Es la compañera perfecta para la se-ñora Vernon, a la que le encanta ser la mejor y la más juiciosa e ingeniosa durante una conversación. Frederica nunca la eclipsará. Cuando llegó, me esforcé para que no pu-diera estar mucho tiempo con su tía, pero ahora me he relajado, puesto que creo que puedo confiar en que ella respete las reglas que he fijado para su relación.
No creas, sin embargo, que tanta indulgencia me ha hecho abandonar ni por un mo-mento mis planes en relación con su matrimonio. No; en lo tocante a este punto, no voy a alterar mis intenciones aunque aún no he decidido la manera en que lo llevaré a término. No sería una buena idea ocuparse del asunto aquí, expuesta a las prudentes opiniones del señor y la señora Vernon, pero tampoco puedo permitirme ir a la ciudad. La señorita Frederica tendrá, pues, que esperar un poco.
Cordialmente,
S. Vernon
CARTA 20
La señora Vernon a lady De Courcy
Churchill
Mi querida madre, tenemos un invitado inesperado. Llegó ayer. Oí que un carruaje se detenía en la puerta mientras estaba con mis hijos que cenaban. Al suponer que me necesitarían, dejé a los niños y, en mitad de la escalera, encontré a Frederica, pálida como la luna, que subía corriendo. Pasó precipitadamente a mi lado en dirección a su habitación. La seguí al instante y le pregunté qué ocurría. «¡Oh! —exclamó—, ha ve-nido, sir James ha venido! ¿Qué voy a hacer?» Esta respuesta no era explicación algu-na y le rogué que me aclarara a qué se refería. En ese instante, nos interrumpió alguien que llamaba a la puerta. Era Reginald, que venía de parte de lady Susan a buscar a Frederica. «¡Es el señor De Courcy! —exclamó ella, ruborizándose ostensiblemente—. Mamá me pide que baje y tengo que hacerlo»
Bajamos los tres y vi que mi hermano escrutaba el rostro aterrorizado de Frederica con sorpresa. Encontramos a lady Susan en el salón para desayunar, junto a un joven de aspecto refinado, que me fue presentado con el nombre de sir James Martin. La misma persona, como recordará, que ella había hecho todo lo posible por distanciar de la señorita Manwaring. Al parecer, su conquista no tenía como objetivo la misma lady Susan o, en todo caso, la ha transferido ahora a su hija. Sir James está desesperada-mente enamorado de Frederica y, además, le anima completamente a ello su madre. A la pobre chica, sin embargo, estoy segura de que él le disgusta mucho. Aunque su persona y trato son muy adecuados, nos parece, tanto al señor Vernon como a mí, un joven muy débil.
Frederica estaba tan retraída y confundida cuando entró en la estancia, que me apené por ella. Lady Susan dispensaba muchas atenciones a su visitante, aunque creo que pude percibir que no se sentía especialmente feliz de verle. Sir James hablaba mucho y me presentó muchas disculpas sensatas por haberse tomado la libertad de venir a Churchill (se reía con demasiada frecuencia mientras ofrecía más excusas de lo que el tema requería). Repitió muchas veces lo mismo y le dijo a lady Susan, tres veces, que había visto a la señora Johnson unos días atrás. De vez en cuando, se dirigía a Frede-rica, aunque normalmente hablaba con su madre. La pobre chica permaneció sentada sin mover los labios, con la mirada baja, mientras los colores de su rostro iban cam-biando a cada instante. Reginald, mientras tanto, observaba todo lo que ocurría en perfecto silencio.
Finalmente, lady Susan, creo que cansada de la situación, propuso salir a pasear y dejamos a los dos caballeros para ir a ponernos algo de abrigo.
Cuando subíamos, lady Susan me solicitó permiso para acompañarme a mis aposentos, puesto que estaba ansiosa por hablar conmigo en privado. Fuimos juntas y, cuando cerré la puerta, dijo: «Nunca había tenido una sorpresa en la vida como con la llegada de sir James. Lo inesperado de su visita requiere que me disculpe ante ti, mi querida hermana, aunque para mí, como madre, supone un gran halago. Está tan enamorado de mi hija que no ha podido resistir por más tiempo el venir a verla. Sir James es un joven de buen trato y con un carácter excelente. Un poco demasiado atolondrado, tal vez, pero dentro de un par de años lo habrá rectificado. Por todo lo demás, es una pareja perfectamente adecuada para Frederica y siempre he aceptado su afecto con el mayor de los placeres. Estoy segura de que tanto tú como mi hermano daréis a la alianza vuestra aprobación sincera. No había mencionado la posibilidad de que este hecho se llevara a cabo hasta ahora, porque creía que, mientras Frederica estuviera en la escuela, sería mejor que no se supiera. Sin embargo, ahora que estoy convencida de que Frederica es ya demasiado mayor para ser sometida al confinamiento de una escuela, he empezado a considerar la unión con sir James como algo no muy lejano. Había pensado en informaros a ti y al señor Vernon de todo el asunto dentro de unos días. Estoy segura, mi querida hermana, que me disculparás por haber guardado silencio al respecto durante tanto tiempo y estarás de acuerdo conmigo que la situación, mientras el desenlace siga de momento en suspenso, requiere discreción. Cuando dentro de unos años, disfrutes de la felicidad de entregar a tu encantadora Catherine a un hombre igual de excepcional, por familia y por carácter, sabrás lo feliz que me siento yo ahora. Aunque, ¡Dios sea loado!, no tendrás tantos motivos como yo tengo por alegrarte de que algo así ocurra. Catherine será una mujer muy dotada, no como mi Frederica, que depende de un enlace afortunado para gozar de una vida confortable».
Concluyó pidiéndome que la felicitara. Lo hice, aunque creo que con un deje de in-comodidad. De hecho, la revelación tan repentina de un asunto tan importante me dejó sin ánimo para hablar con franqueza. Me dio las gracias, sin embargo, con grandes muestras de afecto, por preocuparme por el bienestar de ella misma y de su hija y, entonces, dijo: «No sirvo para mostrar mi afecto, querida hermana, y nunca he tenido el talento necesario para demostrar sentimientos ajenos a mi corazón. Por lo tanto, confío en que me creerás cuando te diga que, a pesar de los halagos que había oído en tu favor antes de conocerte, no esperaba llegar a quererte tanto como te quiero ahora; debo añadir que tu amistad me resulta especialmente gratificante, porque tengo moti-vos para creer que hubo intentos para predisponerte en mi contra. Me gustaría que ellos, quienes quiera que sean y con los cuáles estoy en deuda por unas intenciones tan generosas, pudieran ver la relación presente que nos une y comprobaran el afecto verdadero que sentimos la una por la otra. Pero no te entretengo más. Que Dios te ben-diga por tu bondad para conmigo y mi hija, y que no te abandone la felicidad que gozas».
¿Qué se puede decir de una mujer así, querida madre? ¡Tan seria y tan solemne al hablar! Con todo, no puedo dejar de sospechar que nada de cierto hay en lo que dijo.
En cuanto a Reginald, creo que no sabe cómo reaccionar ante esta situación. Cuando llegó sir James, se quedó perplejo y lleno de asombro. El arrojo del joven y la confu-sión de Frederica le dejaron absorto. Pese a que lady Susan le ha soltado un discursito en privado que parece haber surtido su efecto, sigue mostrándose dolido, estoy con-vencida, de que ella haya permitido las atenciones de un hombre así hacia su hija.
Sir James se invitó a sí mismo con gran elegancia a permanecer aquí unos días. Dijo que esperaba que no pensáramos que era inadecuado y que era consciente de su im-pertinencia, pero se tomó las libertades de un familiar y concluyó expresando su deseo, con una carcajada intercalada, de que pronto podría llegar a serlo. Incluso lady Susan parecía un poco desconcertada, por ser tan directo. En el fondo, estoy convencida, preferiría que se fuera.
Pero algo habrá que hacer por esta pobre chica, si sus sentimientos son los que tanto su tío como yo pensamos que son. No podemos permitir que se la sacrifique por intereses o por ambición. No debemos dejar que sufra por temor a ello. Una chica cuyo corazón sabe apreciar a Reginald de Courcy merece un destino mejor que el de ser la esposa de sir James Martin. En cuanto pueda estar a solas con ella, descubriré la verdad aunque parece querer evitarme. Espero que esto no sea causado por nada negativo y que no descubra ahora que la he juzgado con demasiada benevolencia. Su comportamiento con sir Jame demuestra, sin duda, una gran sensatez mostrando su incomodidad, pero no consigo ver en ello otra cosa que no sea una forma de alentar al pretendiente.
Reciba un saludo, mi querida señora.
Atentamente,
Cath. Vernon
CARTA 21
Señorita Vernon al señor De Courcy
Señor:
Espero que me disculpe esta libertad que me tomo. Me veo obligada a ello por el ma-yor de los desasosiegos. Si no fuera así, me avergonzaría por importunarle de esta manera. Soy muy desgraciada a causa del señor sir James Martin y no encuentro otra manera para remediarlo que escribiéndole a usted, ya que me han prohibido hablar con mi tío y mi tía del asunto. Me temo que recurrir a usted será seguramente un error, como si sólo atendiera a la letra y no al espíritu de las órdenes de mamá. Pero si usted no se pone de mi lado y la convence de que cambie de actitud, no me sentiré aliviada, ya que no soporto a ese hombre. Ningún ser humano aparte de usted tiene oportunidad alguna de influir en ella. Si tuviera la infinita bondad de defenderme ante ella y de persuadirle de que obligue a sir James a irse, le estaré más agradecida de lo que me es posible expresar. Desde un principio, ha sido una persona que me desagrada, no se trata de algo repentino, se lo aseguro. Siempre le he considerado tonto, impertinente y nada agradable, y ahora aún ha ido a peor. No sé cómo pedirle disculpas por esta carta. Sé que es tomarse una libertad muy grande y sé lo terriblemente furiosa que se pondría mamá al saberlo, pero debo correr ese riesgo.
Su humilde servidora,
F. S. V.
CARTA 22
Lady Susan a la señora Johnson
Churchill
¡Esto es intolerable! Mi querida amiga, nunca antes me había sentido tan furiosa y tengo que desahogarme escribiéndote a ti, que sé que comprenderás mis sentimientos. ¿Quién se presentó el martes? ¡Sir James Martin! Imagínate mi asombro e irritación. Bien sabes que no deseaba verle en Churchill. ¡Qué lástima que no hubieras podido conocer sus intenciones de antemano! No satisfecho con venir, se invitó a sí mismo a quedarse unos días. ¡Le habría envenenado! Reconduje, sin embargo, la situación co-mo mejor pude y le conté mi historia con gran éxito a la señora Vernon quien, fuera cual fuera su auténtico sentir, no se opuso a mis opiniones. Obligué, asimismo, a Fre-derica a que se comportara cortésmente con sir James y le di a entender que estaba absolutamente decidida a su matrimonio con él. Ella murmuró algo sobre su desgracia, pero eso fue todo. Últimamente, he creído que esa unión era la mejor decisión, especialmente al contemplar cómo el afecto por Reginald avanzaba rápidamente y al no estar completamente segura de que ese afecto no termine siendo correspondido. A mis ojos, un apego fundado en la compasión me hace menospreciar a ambos, pero no tengo la seguridad de que no vaya a producirse este desenlace. Es cierto que Reginald no se ha distanciado de mí ni un ápice, pero últimamente ha mencionado a Frederica con espontaneidad y sin que fuera necesario. En una ocasión, dijo incluso algo hala-gando su persona.
Él fue quién mostró más asombro al aparecer mi visitante y, al principio, observaba a sir James con atención. Ello me complacía, aunque también intervenían los celos, pero, desafortunadamente, me ha sido imposible atormentarle ya que sir James, aunque muy caballeroso conmigo, muy pronto dio a entender a todo el mundo que su corazón estaba dedicado a mi hija.
No tuve grandes dificultades en convencer a De Courcy, cuando estuvimos a solas, de que estaba perfectamente justificado mi deseo de casarles. El asunto parecía quedar zanjado cómodamente. Ninguno de ellos pudo evitar darse cuenta de que sir James no es ningún Salomón, pero prohibí expresamente a Frederica que se quejara a Charles Vernon o a su mujer. Así, ellos no podrían intentar inmiscuirse. Mi impertinente hija, sin embargo, no deseaba otra cosa, según creo, que encontrar la oportunidad de acudir a ellos.
Todo transcurría con calma y, a pesar de que yo contaba las horas hasta la partida de sir James, mi mente estaba completamente satisfecha con el estado de las cosas. Imagínate, pues, lo que sentí cuando todos mis planes se alteraron. Y, además, por la persona que menos razón me había dado para recelar. Reginald ha venido esta mañana a mis aposentos con un semblante excepcionalmente solemne y, después de algunos prolegómenos, me ha informado con mucha verborrea que deseaba discutir conmigo sobre lo inadecuado y cruel que sería el permitir que sir James Martin obtuviera a mi hija en contra de la opinión de ella. Me he quedado muda de asombro. Cuando he visto que no podía tomarme a broma sus comentarios, le he exigido con serenidad una explicación y le he rogado que me dijera los motivos de esa actitud y el nombre de la persona que le había encomendado que me amonestara. Entonces, me ha dicho, aña-diendo a sus palabras unos cuantos cumplidos insolentes y muestras de ternura fuera de lugar que yo he escuchado con perfecta indiferencia, que mi hija le había informado de algunos hechos que la implicaban a ella misma, a sir James y a mí, que le habían intranquilizado muchísimo.
En resumen, he descubierto que ella le había escrito una carta, solicitándole que inter-viniera y que, al recibirla, él había ido a hablar con ella sobre la cuestión, para enterarse de los particulares y para confirmar sus verdaderos deseos.
No me cabe la menor duda de que la chica aprovechó la oportunidad para tratar de enamorarle. Estoy convencida de ello por la manera en que él hablaba de ella. ¡Mucho bien le hará un amor así a él! Despreciaré siempre al hombre que puede contentarse con una pasión que nunca estuvo en su ánimo inspirar, ni solicitar. Los detestaré a ambos para siempre. No puede ser que sienta verdadero apego por mí; si así fuera, no habría escuchado a mi hija. Y ella, ¡entregarse a la protección de un joven con el que apenas había intercambiado un par de frases! Igualmente humillada me siento por su insolencia y su credulidad. ¿Cómo se ha atrevido a pensar lo que le dijo a Reginald en mi contra? ¿No debería haber mostrado confianza en que yo debía de tener motivos inconfesables para todo lo que he hecho? ¿Donde está su fe en mi buen juicio y bon-dad hacia ella. ¿Dónde la desconfianza que el auténtico amor habría opuesto a una persona que me difamaba más aún tratándose, no de una persona, sino de una niña descreída, sin talento ni educación, y a quien yo le había enseñado a despreciar?
Mantuve la calma, pero aun la paciencia más extrema acaba por ceder y espero haber sido lo bastante punzante. Se esforzó, se esforzó con vehemencia, para apaciguar mi resentimiento, pero es inepta la mujer que, habiendo sido insultada por una acusación, se deja influir por los halagos. Finalmente, se fue, tan alterado como yo, habiendo mostrado, sin embargo, su irritación de modo más patente que yo. Yo me mostraba serena, pero él dio rienda suelta a la indignación más agresiva. Eso me hace pensar que se apaciguará aún más rápidamente y, tal vez, desaparezca para siempre, mientras mi indignación la encontrará fresca e implacable.
Se ha encerrado ahora en sus aposentos. «¡Qué amargos deben de ser sus pensamien-tos!», podría pensarse, pero los sentimientos de algunas personas son incomprensibles. Aún no me he tranquilizado lo suficiente como para ver a Frederica. Ella no ha de olvidar con facilidad lo que hoy ha ocurrido. Se ha de dar cuenta de que ha expuesto su tierna historia de amor en vano y que se ha expuesto para siempre al desprecio del mundo entero y al rencor más estricto de su ofendida madre.
Atentamente,
S. Vernon
CARTA 23
La señora Vernon a lady De Courcy
Churchill
¡Permítame felicitarle, mi queridísima madre! El asunto que nos había creado tanta ansiedad se está aproximando a un desenlace feliz. Las perspectivas son de lo más deliciosas y, ya que todo ha dado un giro de lo más favorable, lamento ahora haberle transferido mis temores, ya que tal vez el placer de saber que el peligro ha pasado es un precio demasiado elevado para compensar los sufrimientos que ha soportado.
Estoy tan excitada que casi no puedo sostener la pluma. He resuelto, sin embargo, enviarle unas líneas por medio de James, para que tenga una explicación de lo que sin duda le asombrará: Reginald regresará a Parklands.
Hace media hora, estaba sentada en el salón donde solemos desayunar con sir James, cuando mi hermano me ha llamado para que saliera un instante. En seguida me he dado cuenta de que ocurría algo. Su rostro estaba alterado y hablaba con mucha ansie-dad. Ya conoce su vehemencia cuando algo le interesa.
«Catherine —me ha dicho—, regreso hoy casa. Siento dejarte, pero debo irme. Hace ya mucho que no veo a mi padre y a mi madre. Voy a enviar a James de inmediato con mis caballos. Si tienes alguna carta que enviar, él puede llevarla. Yo no llegaré a casa hasta el miércoles o el jueves, ya que primero pasaré por Londres, donde tengo asuntos que atender. Pero antes de irme —ha añadido, bajando la voz, aunque aún con mucha energía—, debo advertirte sobre una cosa: no dejes que ese Martin haga infeliz a Frederica Vernon. Él quiere casarse con ella y su madre promueve la unión, pero ella no soporta esa idea. Ten la seguridad de que hablo con la certeza de que es correcto todo lo que digo. Sé que Frederica es desgraciada por el hecho de que sir James siga aquí. Es una chica buena y merece un destino mejor. Haz que se marche de inmediato. Él es sólo un bobo, pero lo que pueda tramar su madre, ¡sólo el cielo lo sabe! Adiós —ha agregado, dándome la mano seriamente—, no sé cuando me volverás a ver, pero recuerda lo que te he dicho de Frederica. Tiene que ocuparte de este asunto, para que se haga justicia con ella. Es una chica sincera y tiene un mente superior a lo que le habíamos atribuido.»
Entonces se ha marchado corriendo escaleras arriba. No he intentado detenerle, porque sabía lo que debía de sentir. La naturaleza de lo que yo he sentido mientras le escuchaba no hace falta que la describa. He permanecido inmóvil en ese lugar durante un par de minutos, presa del asombro, un asombro de lo más agradable, naturalmente. He necesitado reflexionar un poco para poder sentirme feliz y tranquila.
Al cabo de diez minutos de haber vuelto al salón, ha entrado lady Susan. Había dedu-cido, obviamente, que ella y Reginald habían discutido y he escrutado con una curio-sidad ansiosa su rostro para obtener una confirmación de mis sospechas. La maestra del engaño, sin embargo, parecía perfectamente despreocupada y, después de hablar de temas intrascendentes durante un rato, me ha dicho: «Me he enterado por Wilson de que vamos a perder al señor De Courcy. ¿Es cierto que deja Churchill esta maña-na?». Le he contestado que efectivamente era cierto. «No nos dijo nada de eso anoche —ha contestado, riendo—, ni siquiera esta mañana durante el desayuno. Tal vez ni él mismo lo sabía. A menudo, los jóvenes son impetuosos en sus decisiones e igual de abruptos para tomarlas que inconstantes para llevarlas a cabo hasta el final. No me sorprendería que volviera a cambiar de parecer y no se marchara». Entonces, ella ha salido del salón. Confío, mi querida madre, en que no haya motivos para temer más cambios en sus planes actuales. Las cosas han ido demasiado lejos. Deben de haber discutido. Sin duda, sobre Frederica. Su calma me asombra. Qué placer supone el po-der volver a verle como es y poder considerarle aún merecedor de su autoestima; es aún capaz de proporcionar felicidad.
Cuando vuelva a escribirla, espero poder decirle que sir James ya se ha marchado, que lady Susan ha desaparecido y que Frederica está tranquila. Tenemos mucho que hacer, pero se hará. Estoy impaciente por saber cómo se ha producido este cambio asombro-so. Termino como empecé, con mi más cordial felicitación.
Atentamente,
Cath. Vernon
CARTA 24
De la misma a la misma
Churchill
¡Mi querida madre, poco podía imaginar, cuando mandé mi última carta, que la deli-ciosa exaltación de ánimo que me embargaba entonces se volvería tristeza con tanta celeridad! Nunca lamentaré lo suficiente haberle escrito en ese instante. Pero, ¿quién podía predecir lo que ha ocurrido? Querida madre, todo lo que me llenaba de esperan-za hace dos horas se ha esfumado. La discusión que había enfrentado a lady Susan y a Reginald no ha servido para nada y se han reconciliado. Estamos como antes. Tan sólo hemos ganado en una cosa: sir James Martin ya no está aquí. ¿Qué debemos esperar ahora? Naturalmente, estoy muy decepcionada. ¡Reginald estaba a punto de partir, su caballo estaba preparado y sólo faltaba que lo acercaran a la puerta! ¿Quién no se habría podido sentir a salvo?
Estuve esperando el momento de su partida durante media hora. Cuando le envié a usted la carta, fui a ver al señor Vernon y me senté con él para discutir y comentar todo este asunto. Luego, me decidí a buscar a Frederica, a la que no había visto desde el desayuno. La encontré en las escaleras, vi que estaba llorando y mantuvimos el siguiente diálogo:
—Querida tía mía —dijo—, se va, el señor De Courcy se marcha y todo es por culpa mía. Usted estará muy enfadada, pero yo no sabía que iba a terminar así.
—Amor mío —repliqué—, no es necesario que te disculpes conmigo. Me sentiré en deuda con cualquier persona que sea la causa de que mi hermano se vaya a casa, por-que sé —añadí, con precaución— que mi padre anhela mucho verle. Pero, ¿qué es lo que tú has hecho para ser el motivo de todo esto?
Se ruborizó y respondió:
—Era tan infeliz por el asunto de sir James, que no pude evitarlo. He hecho algo malo, lo sé, pero no sabe el desasosiego en que vivía. Mi madre me había prohibido que hablara con usted o con mi tío de ello y...
—... y de ahí que te hayas dirigido a mi hermano, para conseguir su intervención —interrumpí yo, para ahorrarle las explicaciones.
—No, pero le he escrito. Sí, lo he hecho. Esta mañana me he levantado antes del ama-necer, cuando aún faltaban unas dos horas y, cuando he terminado la carta, he pensado que nunca tendría el coraje de entregársela. Después de desayunar, sin embargo, cuando me dirigía a mi habitación, me he cruzado con él y entonces, como si supiera que todo dependía de ese momento, me he obligado a dársela. No me he atrevido a mirarle y he salido corriendo al instante. Estaba tan asustada que apenas podía respirar. Querida tía, no sabe el desasosiego en que vivía.
—Frederica —dije—, deberías de haberme contado a mí todas tus penas. Habrías en-contrado en mí a una amiga dispuesta siempre a ayudarte. ¿Crees que tu tío y yo no habríamos abrazado tu causa con tanta convicción como mi hermano?
—Por supuesto que sí, no dudo de su bondad —repuso, ruborizándose de nuevo—, pero yo creía que el señor De Courcy tenía poder para cualquier cosa con mi madre. Me equivocaba. Han tenido una discusión espantosa sobre ello y él se va. Mamá nunca me perdonará y sufriré más que antes.
—No, no sufrirás —contesté—. En un caso como éste, la prohibición de tu madre no debería haberte impedido hablar conmigo del asunto. No tiene ningún derecho a hacerte desgraciada y no lo hará. Que hayas recurrido a Reginald, sin embargo, será provechoso y bueno para todos. Las cosas están bien como están. Puedes contar que no volverás a sentirte desdichada.
En ese momento, mi asombro fue enorme, al ver a Reginald salir de los aposentos de lady Susan. Mi corazón receló al instante. Su confusión al verme era evidente. Frede-rica desapareció de inmediato.
—¿Te marchas ya? —pregunté—. Encontrarás al señor Vernon en su salón.
—No, Catherine —contestó—, no me voy. ¿Tienes un momento para hablar conmigo?
—Me he dado cuenta —dijo, una vez en mi habitación—, que he actuado con mi in-sensato ímpetu habitual. He interpretado mal a lady Susan por completo y he estado a punto de irme de esta casa con una impresión falsa de su conducta. Ha habido un gran error. Me temo que todos hemos cometido un error. Frederica no conoce a su madre. Lady Susan no quiere otra cosa que el bien de su hija, pero Frederica no quiere ser su amiga. Lady Susan, por lo tanto, no siempre sabe qué es lo que puede hacer feliz a su hija. Además, yo no tenía ningún derecho a inmiscuirme. La señorita Vernon se equi-vocó al acudir a mí. En resumidas cuentas, Catherine, todo ha ido por mal camino, pero felizmente todo se ha aclarado. Creo que lady Susan quiere hablar contigo de ello, si te parece bien.
—Sin duda —contesté, suspirando profundamente al escuchar una historia tan patéti-ca. Me abstuve de hacer comentarios, puesto que las palabras habrían sido en vano.
Reginald se alegró de poder retirarse y fui a ver a lady Susan, curiosa, naturalmente, por escuchar su versión de los hechos.
—¿No te había dicho —preguntó, esbozando una sonrisa— que tu hermano no nos dejaría después de todo?
—En efecto, sí —repuse yo, con gravedad—, pero quise creer que no sería así.
—Yo no habría aventurado una opinión tal —replicó—, si no me hubiera dado cuenta, en ese momento, de que su decisión de partir estaba seguramente motivada por una conversación que habíamos mantenido esta mañana y que había terminado poco satis-factoriamente, y todo por causa de no haber comprendido uno el sentido de las pala-bras del otro. Me he dado cuenta de eso en ese instante e, inmediatamente, he decidi-do que una discusión anecdótica, de la que seguramente yo soy tan culpable como él, no debía privarte a ti de tu hermano. Si te acuerdas, he salido del salón acto seguido. No quería perder el tiempo y tenía que aclarar esos malentendidos hasta donde me fuera posible. La cuestión era ésta: Frederica se había negado violentamente a casarse con sir James...
—¿Y te sorprendes por ello? —pregunté, con cierta vehemencia—. Frederica ha de-mostrado tener un cierto juicio y sir James carece de él.
—Estoy lejos de lamentarlo, mi querida hermana —replicó ella—. Al contrario, me alegra una muestra tan favorable de la sensatez de mi hija. Sir James es sin duda infe-rior (sus modales de criatura hacen que aún parezca peor), pero si Frederica tuviera la perspicacia y las dotes que me hubiera gustado que mi hija tuviera, o si hubiera sabido que posee tantas como en efecto tiene, no habría anhelado tanto ese matrimonio.
—Resulta raro que seas la única que ignora la sensatez de tu hija.
—Frederica no se hace nunca justicia a sí misma. Su personalidad es tímida e infantil. Además, me tiene miedo. Apenas me quiere. Cuando su pobre padre vivía, fue una chica malcriada. La severidad que, desde entonces, me he visto obligada a aplicarle ha enajenado su afecto. No tiene tampoco esa brillantez intelectual, ese talento y esa fuerza mental que la hará progresar.
—¡Di mejor que ha tenido una educación desafortunada!
—El cielo sabe, querida hermana, lo consciente que soy de eso, pero preferiría olvidar unas circunstancias que mancillarían el recuerdo de alguien cuyo nombre es sagrado para mí.
En este punto, fingió hacerme creer que lloraba. Había agotado mi paciencia.
—¿Pero qué es lo que ibas a decirme, sobre el desacuerdo con mi hermano? —pre-gunté.
—Se originó por una acción de mi hija que igualmente demuestra su falta de juicio y el desdichado temor por mí que he mencionado. Escribió al señor De Courcy.
—Ya sé que lo ha hecho. Le habías prohibido que hablara con el señor Vernon o conmigo sobre la causa de su desasosiego. ¿Qué podía hacer, sino recurrir a mi her-mano?
—¡Santo cielo! —exclamó—. ¡Qué opinión debes tener de mí! ¿De verdad supones que yo conocía su desdicha? ¿Que era mi objetivo hacer que mi propia hija fuera des-graciada y que yo le había prohibido hablar contigo sobre tal particular por miedo a que perturbaras un plan diabólico? ¿Me crees desposeída de todo sentimiento natural de bondad? ¿Soy yo capaz de condenarla a ella a la infelicidad eterna, cuando conse-guir su bienestar es mi primer deber terrenal? La idea es espantosa.
—¿Cuál era, entonces, tu intención, cuando le insististe para que guardara silencio?
—¿De qué iba a servir, querida hermana, recurrir a ti, estuviera como estuviera ese asunto? ¿Por qué debía dejar que te sometiera a ruegos que yo misma rechazaba aten-der? Ni por tu bien, ni por el suyo, ni por el mío, podía una cosa así ser deseable. Cuando adopté mi decisión, no podía permitir la interferencia, por muy amistosa que fuera, de otra persona. Me equivoqué, es cierto, pero creía que obraba correctamente.
—Pero, ¿en qué consiste ese error, al que tan frecuentemente aludes? ¿De dónde sur-gió un malentendido tan asombroso, en relación a los sentimientos de tu hija? ¿Sabías que sir James no le complacía?
—Sabía que él no era el hombre que ella habría elegido, pero me convencí de que sus objeciones hacia él no provenían de la percepción de sus defectos. No debes cuestio-narme, sin embargo, mi querida hermana, demasiado minuciosamente respecto a ese particular —agregó, cogiéndome la mano afectuosamente—. Admito, con franqueza, que tengo algo que esconder. ¡Frederica me hace muy infeliz! Que recurriera al señor De Courcy me ha afectado mucho.
—¿Qué pretendes dar a entender con este misterio? —pregunté—. Si crees que tu hija siente un afecto especial por Reginald, el hecho de que se opusiera a sir James mere-cería ser tan atendido como si la causa de su oposición fuera la conciencia de su inep-titud. Y, ¿por qué iba a producirse una discusión entre tú y mi hermano, por una inter-ferencia que, tú ya deberías saber, no está en su naturaleza rechazar, cuando se le soli-cita de ese modo?
—Su carácter es vehemente, ya lo sabes, y vino a mí para hacerme reproches, lleno de compasión por esta niña mal acostumbrada. ¡Esta heroína en apuros! Se produjo un malentendido entre nosotros: creía que yo tenía más culpa de la que en verdad me corresponde y yo consideré su interferencia menos excusable de lo que la considero ahora. Le aprecio verdaderamente y me mortificó muchísimo comprobar cómo había malversado ese aprecio. Nos acaloramos ambos y, naturalmente, los dos somos culpa-bles. Su decisión de abandonar Churchill se corresponde con su carácter habitual. Cuando supe sus intenciones, sin embargo, al mismo tiempo que empezaba a pensar que habíamos cometido un error parejo, me decidí a pedirle una explicación, antes de que fuera demasiado tarde. Por cualquier miembro de tu familia, sentiré siempre un buen grado de afecto y admito que me habría dolido mucho que mi relación con el señor De Courcy hubiera terminado de modo tan triste. Sólo quiero añadir que, ya que me he convencido de que Frederica tiene motivos razonables para rechazar a sir James, le informaré a él, al instante, de que debe abandonar toda esperanza de unirse a ella. Me riño a mí misma por haberle causado desdicha, aunque inocentemente, por ese particular. La recompensaré con todo lo que esté en mi mano hacer. Si ella valora su felicidad igual que yo, si juzga con ecuanimidad y se comporta como debe, puede estar tranquila. Discúlpame, querida hermana, por abusar de tu tiempo de esta manera, pero me lo debía a mi persona y, después de esta explicación, espero que no haya pe-ligro de perder parte de tu estima.
Podría haberle contestado: «¡No mucha, naturalmente!», pero me marché en silencio. Fue la mayor dosis de paciencia que pude emplear. No habría podido contenerme, si hubiera empezado a hablar. Sus garantías, su engaño... Pero no voy a recrearme en ello. Ya te habrás hecho una idea suficiente y a mí se me encoge el corazón.
En cuanto pude recuperar un mínimo de compostura, volví al salón. El carruaje de sir James estaba en la puerta y él, alegre como de costumbre, se despidió en seguida. ¡Con qué facilidad alienta o se desprende de los amantes!
A pesar de todo, a Frederica aún se la ve desdichada. Sigue temiendo, tal vez, la ira de su madre y, quizá, también teme que mi hermano se vaya, celosa como está, de que se quede. He visto con qué atención ella le observa a él y a lady Susan. Pobre chica, no albergo ninguna esperanza para ella ahora mismo. No tiene ninguna oportunidad de que sus afectos se vean correspondidos. Mi hermano la ve de un modo muy distinto ahora y le hace cierta justicia, pero su reconciliación con la madre impide cualquier esperanza de cariño.
Prepárese, mi querida señora, para lo peor. Las probabilidades de que acaben casán-dose han aumentado sin duda. El le pertenece a ella con más seguridad que antes. Cuando ese infeliz suceso tenga lugar, Frederica deberá pertenecemos a nosotros por completo.
Me alegra que mi última carta haya precedido a ésta con tan poco espacio de tiempo, ya que cada momento que pueda ahorrarse de sentir una dicha que tan sólo lleva a la decepción, cuenta.
Atentamente,
Cath. Vernon
CARTA 25
Lady Susan a la señora Johnson
Churchill
Recurro a ti, mi querida Alicia, para que me felicites. Otra vez soy yo misma: ¡feliz y victoriosa! Cuando el otro día te escribí, estaba verdaderamente irritada y con justifi-cado motivo. No sé si ahora debería sentirme tranquila, puesto que me ha costado más esfuerzo restaurar la paz de lo que hubiera deseado. ¡Vaya espíritu, que se cree de una integridad superior y que es especialmente insolente! No le perdonaré fácilmente, te lo aseguro. ¡Casi se marcha de Churchill! Acababa de terminar mi última carta, cuando Wilson me comunicó su marcha. Decidí, por tanto, que tenía que hacer algo, ya que no quería dejar mi reputación en manos de un hombre tan violento y resentido. La habría puesto en peligro si le hubiera permitido partir con una impresión tan desfavorable de mí. En esta situación, era necesario ser condescendiente.
Envié a Wilson para que le dijera que deseaba hablar con él antes de su partida. Vino a mí de inmediato. El enojo que había mostrado en cada rasgo de su cara la última vez que nos vimos, había desaparecido en parte. Parecía asombrado de que yo le hubiera mandado llamar y casi deseaba, a la vez que temía, ser apaciguado por lo que yo pu-diera decirle.
Si mi semblante expresaba mis intenciones, era entonces compuesto y digno, con un matiz meditabundo que debía de convencerle de que no estaba satisfecha. «Te pido perdón por la libertad que me he tomado al hacerte venir —dije—, pero como acabo de saber que pretendes dejar esta casa hoy mismo, siento que es mi deber rogarte que no acortes tu visita aquí por mi causa. Soy perfectamente consciente de que después de lo ocurrido entre nosotros sería difícil para ambos permanecer por más tiempo en esta casa. Un cambio tan grande y tan notable en la intimidad de una amistad haría que cualquier trato futuro fuera un castigo riguroso. Tu decisión de dejar Churchill es adecuada a nuestra situación y a esos sentimientos tan vivos que sé que posees. Sin embargo, al mismo tiempo, yo sufriría el sacrificio que para ti debe de ser el abandonar a unos familiares a los que estás tan allegado y que te son tan queridos. Mi estancia aquí no puede proporcionar al señor y a la señora Vernon el placer que tu compañía ofrece. Mi visita se ha prolongado probablemente demasiado. Mi partida, por lo tanto, que sea como sea tiene que darse pronto, puede acelerarse convenientemente. Te ruego que no me conviertas en el instrumento de separación de una familia tan afectuosamente unida. Dónde yo vaya poca importancia tiene para nadie. Incluso para mí misma. Pero tú eres importante para tu familia.» Así terminé y espero que te sen-tirás orgullosa de mi discursito. El efecto en Reginald justifica en parte mi vanidad, porque no sólo fue favorable, sino que además fue instantáneo. ¡Oh, qué placer obtuve al observar las variaciones de su semblante mientras yo hablaba; ver la lucha entre la ternura y los restos de disgusto! Hay algo que proporciona un gran regocijo al influir en los sentimientos con tanta facilidad. No es que envidie esa posesión, ni querría por nada del mundo ser yo así, pero son tan útiles cuando se desea intervenir en las pasio-nes de otra persona. Y, con todo, este Reginald, al que unas pocas palabras mías han ablandado, sometido por completo y convertido en alguien más razonable, apegado y más devoto de mí que nunca, se habría marchado con la primera explosión de enojo de su corazón orgulloso, sin dignarse a pedir una explicación.
Por muy humilde que se muestre ahora, no puedo perdonarle ese momento de orgullo y dudo si no debería castigarle: rechazándole, una vez reconciliados, o casándome con él, para fastidiarlo por siempre. Pero estas medidas son demasiado serias para adoptar-las sin reflexionar. Mi mente fluctúa ahora entre varios planes. Tengo muchas cosas que atender: tengo que castigar a Frederica, y muy severamente, por acudir a Regi-nald. Tengo que castigarle a él, por recibirla con tan buena predisposición y por el resto de su comportamiento. Tengo que atormentar a mi cuñada, por el insolente triunfo que su mirada y sus maneras exhiben desde que se expulsó a sir James. Al reconciliar a Reginald conmigo, no pude salvar a ese desdichado joven. Y tengo que hacer votos de humildad. Para llevar a cabo todo esto, tengo varios planes. También tengo la in-tención de venir pronto a la ciudad. Sean cuales sean mis decisiones, seguramente pondré ese proyecto en marcha. Londres será siempre el mejor campo de actuación, emprenda el camino que emprenda. Sea como fuere, allí me veré recompensada con tu compañía y un poco de distracción después de diez semanas de penitencia en Chur-chill.
Creo que tengo en mi mano decidir el compromiso entre mi hija y sir James, después de haberlo deseado durante tanto tiempo. Déjame saber lo que opinas de este extremo. Flexibilidad mental v una predisposición fácilmente ineludible por los demás son atri-butos que tú sabes que no estoy ansiosa por poseer. Frederica no puede reclamar mi indulgencia a expensas de los deseos de su madre. ¡Y su amor absurdo por Reginald! No hay duda de que es mi deber desalentar ese absurdo romanticismo. Considerándo-lo todo, pues, parece oportuno que la lleve a la ciudad y la case inmediatamente con sir James.
Cuando mis deseos sean contrarios por este motivo, me servirá estar en buena relación con Reginald, cosa que, por el momento, de hecho, no es así. Aunque está en mi po-der, he cedido en el punto que originó nuestra disputa y es difícil saber a quién corres-ponde la victoria.
Mándame tu opinión sobre todos estos asuntos, querida Alicia, y hazme saber si pue-des encontrar un alojamiento adecuado no lejos de ti.
Un abrazo cordial,
S. Vernon
CARTA 26
La señora Johnson a lady Susan
Calle Edward
Me siento halagada por tus atenciones y éste es mi consejo: ven a la ciudad sin perder más tiempo, pero deja a Frederica allí. No cabe duda de que es prioritario conseguir tu estabilidad casándote con el señor De Courcy que irritarle a él y al resto de su familia haciendo que tu hija se case con sir James. Deberías pensar más en ti y menos en tu hija. No tiene el talante para que puedas sentirte orgullosa de ella ante el mundo. Y Churchill, con los Vernon, parece el lugar más adecuado para ella. Pero tú si estás hecha para la sociedad y es una pena tenerte exiliada. Deja que Frederica se castigue a sí misma por los apuros que te ha hecho pasar, permitiéndole esa ternura romántica que no le traerá si no desgracias y ven tú a la ciudad tan pronto como puedas.
Tengo otra razón para solicitarte que lo hagas: Manwaring ha llegado a la ciudad esta semana y se las ha ingeniado, a pesar del señor Johnson, para conseguir verme. Se siente absolutamente desgraciado por tu causa y celoso hasta tal punto por los De Courcy que sería muy poco recomendable que ellos se encontraran ahora. Y, sin em-bargo, si no consientes en verle aquí, no puedo asegurarte que no cometa la impru-dencia que llevaría al mismo resultado y que sería la de acudir a Churchill, por ejem-plo. ¡Sería espantoso! Además, si sigues mi consejo y te decides a casarte con De Courcy, te resultará indispensable librarte de Manwaring. Sólo tú tienes influencia suficiente para mandarle de nuevo junto a su mujer. Aún tengo otro motivo para que vengas: el señor Johnson se va de Londres el próximo martes. Va a hacer una cura de salud a Bath, donde, si las aguas se muestran favorables con su organismo y mis dese-os, la gota lo retendrá varias semanas. Durante su ausencia, podremos decidir qué compañía queremos y divertirnos de verdad. Te invitaría a la calle Edward, pero en cierta ocasión, él me arrancó la promesa de no invitarte nunca a mi casa. Sólo por haberme visto necesitada de dinero, acepté concederle ese deseo. Sin embargo, puedo conseguirte un bonito estudio en la calle Seymour y podemos estar siempre juntas allí o aquí. Considero que mi promesa al señor Johnson sólo comprende (cuanto menos en su ausencia) que no duermas en la casa.
El pobre Manwaring me cuenta historias de los celos de su mujer. ¡Qué mujer tan ingenua: esperar constancia de un hombre tan encantador! Pero siempre ha sido una ingenua y lo demostró con creces al casarse con él. ¡Ella, la heredera de una gran for-tuna, y él, sin un penique! Un título, cierto, además de baronía, sí que consiguió. Su desatino al formalizar la unión fue tal que, aunque avalado por el señor Johnson, con el que en general no comparto sus sentimientos, nunca la podré perdonar.
Atentamente,
alicia
CARTA 27
La señora Vernon a lady De Courcy
Churchill
Esta carta, querida madre, te la entregará Reginald. Su larga visita está a punto de concluir por fin, pero me temo que la separación tiene lugar demasiado tarde para hacernos ya ningún bien. Ella se va a Londres a visitar a su amiga, la señora Johnson. Al principio, era su intención que Frederica la acompañara para ser confiada a nuevos profesores, pero conseguimos que desistiera de esa decisión. Frederica estaba desolada con la idea de partir y yo no podía soportar dejarla a merced de su madre. Ni todos los profesores de Londres podrían compensar la alteración de su serenidad. Habría sufrido por su salud y por todo, excepto por sus principios. En eso, no creo que la pueda lastimar su madre o todos los amigos de su madre. Sin embargo, con esos amigos (una mala colección, sin duda), se habría visto obligada a relacionarse o bien habría sido relegada a la soledad más total y no sé decir qué hubiera sido peor para ella. Si estuviera con su madre, además, estaría, ¡ay de mí!, seguramente con Reginald y eso sería lo más perverso de todo.
Aquí recobraremos la calma con el tiempo. Nuestras ocupaciones habituales, nuestros libros y conversaciones, junto con el ejercicio, los niños y todos los placeres domésti-cos que estén en mi mano procurarle, harán, confío, que supere progresivamente este enamoramiento juvenil. No me cabría la menor duda de ello, si no fuera porque la ofensa la ha causado su propia madre.
Cuánto tiempo estará lady Susan en la ciudad o si volverá a Churchill es algo que ig-noro. No debería ofrecerle una invitación cordial, pero si decide venir, no será la falta de cordialidad por mi parte la que le impida hacerlo.
No pude evitar preguntarle a Reginald si tenía la intención de estar en la ciudad duran-te este invierno, en cuanto supe que los pasos de lady Susan se encaminaban en esa dirección. Aunque respondió con determinación, había algo en su mirada y en su voz que contradecía sus palabras. Me dejo de lamentos. Considero el acto inevitablemente decidido y me resigno a él con desesperación. Si acude pronto a Londres, entonces es que todo es ya inevitable.
Cordialmente.
Cath. Vernon
CARTA 28
La señora Johnson a lady Susan
Calle Edward
Queridísima amiga:
Escribo con el mayor de los desasosiegos. El suceso más desafortunado ha ocurrido. El señor Johnson ha encontrado la manera más efectiva de perjudicarnos. Ha sabido, supongo, por una u otra instancia, que pronto ibas a estar en Londres e, in-mediatamente, se las ha arreglado para sufrir un ataque de gota que le obliga a pospo-ner su viaje a Bath, si no a anularlo por completo. Estoy convencida de que puede invocar o evitar los ataques de gota a voluntad. Lo mismo ocurrió cuando quise ir con los Hamilton a los lagos y, hace tres años, cuando a mí me apetecía ir a Bath; nada consiguió que tuviera un sólo síntoma de gota.
He recibido tu carta y te he reservado alojamiento. Me alegra saber que la mía hizo tanto efecto en ti y que De Courcy está sin duda a tu alcance. Ponte en contacto con-migo en cuanto llegues y dime, especialmente, qué deseas hacer con Manwaring. Es imposible saber cuándo podré verte. Mi confinamiento será extremo. Es un truco tan abominable ponerse enfermo aquí en lugar de en Bath que apenas si logro contenerme. En Bath, sus ancianas tías le habrían mimado, pero aquí me toca a mí hacerlo y él soporta el dolor con tanta paciencia que no tengo ni la más mínima excusa para perder los estribos.
Cordialmente,
Alicia
CARTA 29
Lady Susan Vernon a la señora Johnson
Calle Seymour
Querida Alicia:
No hacía falta este último ataque de gota para que yo detestara al señor Johnson, pero ahora el alcance de mi aversión es incalculable. ¡Tenerte recluida como una enfermera en su casa! Mi querida Alicia, ¡qué error cometiste cuando te casaste con un hombre de su edad! Demasiado viejo para ser agradable y demasiado joven para morir.
Llegué ayer hacia las cinco y, apenas había terminado de comer, cuando Manwaring hizo su aparición. No te ocultaré el placer que me proporcionó el verle, ni como me afectó el contraste entre su persona y sus modales con los de Reginald, para infinita desventaja del segundo. Durante un par de horas, vacilé incluso sobre mi decisión de casarme con él y, aunque era una idea demasiado absurda como para que permaneciera durante mucho tiempo en mente, no me siento muy dispuesta a concretar mi matri-monio, ni anhelo con demasiada impaciencia el momento en que Reginald, según acordamos, llegará a la ciudad. Seguramente, pospondré su venida con uno u otro pretexto. No debe venir hasta que no se haya marchado Manwaring.
Sigo teniendo dudas a veces en lo que concierne al matrimonio. Si su anciano padre muriera, no lo dudaría, pero estar pendiente de los caprichos de sir Reginald, no se ajusta a la libertad de mi espíritu. Si decido esperar ese suceso, será excusa suficiente, por el momento, el hecho de que apenas hace diez meses que he enviudado.
No le he dado a Manwaring ningún indicio de mis intenciones, ni he permitido que considerara mi relación con Reginald nada más que un simple coqueteo y con eso se ha conformado. Me despido hasta que nos veamos. Estoy encantada con mi alojamiento.
Cordialmente,
S. Vernon
CARTA 30
Lady Susan al señor De Courcy
Calle Seymour
He recibido tu carta y, aunque no intentaré disimular que me complace en extremo tu impaciencia para encontrarte conmigo, siento la necesidad de posponer esa cita. No me juzgues cruel por ejercer un poder así, ni me acuses de inestabilidad sin primero escuchar mis razones. En el curso de mi viaje desde Churchill, tuve tiempo para re-flexionar sobre el estado actual de nuestras relaciones y, cada vez que lo he meditado, me he convencido de que requieren un tacto y una precaución en la conducta que has-ta ahora hemos desdeñado. Nos hemos visto apresurados por nuestros sentimientos hasta un grado de precipitación que muy mal se aviene con las opiniones de nuestros amigos y las del resto del mundo. No hemos tomado cautela alguna al concretar este compromiso apremiado, pero no debemos culminar nuestra imprudencia ratificándolo cuando hay muchas razones para temer que la unión recibirá la oposición de los amigos de los que dependes.
No podemos culpar a tu padre de sus expectativas para que consigas un matrimonio ventajoso. Siendo las posesiones de tu familia tan extensas, el deseo de incrementarlas, si no es estrictamente razonable, es habitual. Y es normal que nuestra situación le provoque cierta sorpresa y rencor. Tiene el derecho de exigir a una mujer con fortuna por nuera y, a veces, me riño a mí misma por hacerte sufrir con una unión tan impru-dente. Sin embargo, la voz de la razón es a menudo escuchada demasiado tarde por aquellos que sienten lo que yo.
Sólo hace ahora unos meses que enviudé y, por poco que me deba a la memoria de mi marido y a la felicidad que me proporcionó durante nuestro matrimonio, no puedo olvidarme de lo poco correcto que resultaría un segundo matrimonio tan pronto: me granjearía la censura del mundo y causaría, lo que aún sería más insoportable, un gran disgusto al señor Vernon. Con el tiempo, tal vez me sienta más fuerte para enfrentarme a la injusticia de las críticas en general, pero, no estoy, como bien sabes, preparada para resistir la pérdida de su estima. Y si a esto añadimos la conciencia de haber herido a tu familia, ¿cómo voy a sobrellevarlo? Con sentimientos tan delicados como los míos, la certeza de haber separado a un hijo de sus padres, me convertiría, incluso estando contigo, en el ser más desgraciado.
Por tanto, es aconsejable posponer nuestra unión, posponerla hasta que el momento sea más prometedor, hasta que la situación cobre un giro más favorable. Para colaborar a ello, creo que la ausencia será necesaria. No debemos vernos. Cruel como pueda parecer esta frase, la necesidad de pronunciarla, que sólo es atribuible a mi causa, te resultará evidente cuando hayas reflexionado sobre nuestra situación, en el contexto en que yo me he visto imperiosamente obligada a formularla. Puedes y debes estar seguro de que nada, sino la más estricta convicción del deber, me podría inducir a herir mis propios sentimientos solicitándote una separación prolongada. De insensibilidad hacia los tuyos, no debes tampoco acusarme. Una vez más, digo pues que no debe-ríamos, que no debemos, vernos. Manteniéndonos separados unos meses, apaci-guaremos los temores fraternales de la señora Vernon, quien, acostumbrada ella misma a disfrutar de las riquezas, considera que son imprescindibles para todo el mundo. Su sensibilidad no es de naturaleza tal que pueda comprender la nuestra.
Escribe pronto, muy pronto. Dime que accedes a mis razones y no me reproches haberlas formulado. No soporto los reproches. Mi ánimo no es tan alto como para admitir reprimendas. Me esforzaré por distraerme en la ciudad. Por fortuna, muchos de mis amigos se encuentran en Londres, entre ellos los Manwaring. Ya sabes cuan cordialmente aprecio ese matrimonio.
Con mi afecto constante,
S. vernon
CARTA 31
Lady Susan a la señora Johnson
Calle Seymour
Querida amiga:
Reginald, esa criatura de mis tormentos, está aquí. Mi carta, que pretendía mantenerle más tiempo en el campo, ha hecho que se apresurara a venir a la ciudad. Por mucho que deseara que estuviera lejos, no puedo evitar sentir un gran placer por una demos-tración de afecto así. Se ha entregado a mí, en cuerpo y alma. Te entregará esta nota él mismo y debe servir de presentación, ya que desea conocerte. Permite que pase la tarde contigo, para que no haya peligro de que vuelva conmigo. Le he dicho que no me encuentro del todo bien y que quiero estar sola. Si vuelve a visitarme, podría dar lugar a confusiones. No se puede confiar en los criados. Haz que permanezca, te lo ruego, en la calle Edward. Verás que no es una compañía pesada y te permito que coquetees con él cuanto quieras. Al mismo tiempo, no olvides cuál es mi interés real. Di todo lo que puedas para convencerle de que me hará muy desgraciada si se queda aquí. Ya conoces mis argumentos: no es lo adecuado, etcétera. Trataría de convencerlo yo misma, pero estoy impaciente por librarme de él, puesto que Manwaring llegará dentro de media hora. Me despido.
S.V.
CARTA 32
La señora Johnson a lady Susan
Calle Edward
Querida criatura:
Estoy desesperada y no sé qué hacer, ni que puedes hacer tú. El señor De Courcy llegó justo cuando no debía. La señora Manwaring acababa de entrar en ese instante en la casa y se abrió paso hasta el señor Johnson, aunque no supe nada de ello hasta más tarde, puesto que yo estaba fuera cuando ella y Reginald vinieron. En caso contrario, le habría despachado a él. Ella estaba encerrada con el señor Johnson, mientras él me esperaba en el estudio. Ella llegó ayer, después de su marido, aunque eso tal vez ya lo sepas por él. Llegó a esta casa para rogarle a mi marido que interviniera y, antes de que yo tuviera noticia alguna, todo lo que pudieras haber deseado que no supiera, lo supo y desgraciadamente ella había conseguido sonsacarle al criado de Manwaring que te había visitado cada día desde que tú llegaste a la ciudad y que ella misma le había visto delante de tu puerta. ¿Qué podía hacer? ¡Los hechos son una cosa tan espantosa! A estas alturas, el señor De Courcy se ha enterado de todo y está a solas con el señor Johnson. No me acuses a mí; era imposible evitarlo. El señor Johnson sospechaba, desde hacía algún tiempo, que De Courcy tenía la intención de casarse contigo y ha querido hablar con él en privado en cuanto ha sabido que se encontraba en la casa.
Esa detestable señora Manwaring, que para tu consuelo debes saber que está más flaca y más fea que nunca, sigue aquí y se han encerrado los tres juntos. ¿Qué se puede hacer? En cualquier caso, él atormentará a su esposa más que antes. Con ansiedad, me despido.
Cordialmente,
alicia
CARTA 33
Lady Susan a la señora Johnson
Calle Seymour
Este éclaircissement es de lo más fastidioso. ¡Qué mala suerte que no estuvieras en casa! Creía que estarías, siendo las siete de la tarde. No desfallezco, sin embargo. No te atormentes por mí. Cuenta con ello, puedo hacer que mi historia sea verosímil para Reginald. Manwaring acaba de irse. Me ha contado la llegada de su mujer. ¡Qué mujer más tonta! ¿Qué espera sacar de estas maniobras? Aún así, ojalá se hubiera quedado tranquilamente en Langford.
Reginald se mostrará un poco irascible al principio, pero mañana, a la hora de cenar, todo se habrá arreglado.
Me despido.
S.V.
CARTA 34
El señor De Courcy a lady Susan
Hotel
Sólo escribo para despedirme. El encanto se ha roto. Ahora, la veo como es. Desde que nos despedimos ayer, una autoridad incuestionable me ha relatado una historia sobre usted que me ha convencido definitiva y dolorosamente de que he sido objeto de abuso por su parte y de la absoluta necesidad de una separación inmediata y eterna. No creo que le quepa duda sobre a qué me refiero. Langford. Langford, esa palabra es suficiente. He recibido esas informaciones en casa del señor Johnson, de boca de la misma Manwaring.
Sabe lo mucho que la he amado y puede juzgar mis sentimientos presentes, pero no soy tan débil como para caer en la indulgencia de describírselos a una mujer que se vanagloriará de haber provocado mis angustias sin haber permitido que ganaran su afecto.
R. de Courcy
CARTA 35
Lady Susan al señor De Courcy
Calle Seymour
No intentaré describir el asombro que me ha causado la nota que acabo de recibir de ti. Estoy perpleja y me esfuerzo para llegar a una conjetura racional de qué te puede haber contado la señora Manwaring para causar un cambio tan radical en tus sentimientos. ¿No te he explicado todo lo que podría atribuirse a un comportamiento dudoso por mi parte y que la predisposición malvada del mundo ha interpretado en mi contra? ¿Qué puedes haber oído ahora para cuestionar el aprecio que sientes por mí? ¿Alguna vez te he ocultado algo? Reginald, me alteras más de lo que las palabras pueden expresar. No puedo creer que la vieja historia de los celos de la señora Manwaring pueda haber reaparecido, ni tan sólo escuchada otra vez. Ven a verme inmediatamente y te explicaré lo que ahora te parece absolutamente incomprensible. Créeme, la palabra Langford por sí sola no encierra un contenido tan inteligente como para hacer inútil una explicación. Si vamos a separarnos, sería como mínimo educado por tu parte que te despidieras personalmente. No está mi corazón para bromas. Lo digo muy en serio. Perder tu estima, aunque sólo sea durante una hora, es una humillación a la que no sé cómo enfrentarme. Voy a contar los minutos que tardes en venir.
S.V.
CARTA 36
El señor De Courcy a lady Susan
Hotel
¿Por qué me escribe? ¿Por qué me pide detalles? Pero ya que así lo quiere, me veo en la obligación de afirmar que los relatos sobre su comportamiento maligno, mientras vivía su marido y después de su muerte, que habían llegado hasta mí, y que yo creí por completo antes de conocerla, ¡pero que usted, ejerciendo sus habilidades perversas, había conseguido que yo desacreditara!, han sido demostrados como ciertos de ma-nera incontestable. Más aún, me aseguran que una relación, que yo ni siquiera había imaginado, existe desde hace algún tiempo y aún no ha cesado, entre usted y el hombre a cuya familia ha robado la paz a cambio de la hospitalidad que se le ofreció. Que ha mantenido correspondencia con él, desde que se fue de Langford (no con su mujer, sino con él) y que ahora le visita cada día. ¿Puede, se atreve a negarlo? ¡Y todo esto, mientras yo era el pretendiente alentado y aceptado! ¡De qué me he escapado! No puedo más que sentirme agradecido. Nada más lejos de mi intención que todo sean quejas y suspiros de lamento. Mi arrojo me ha puesto en peligro y mi salvación se la debo a la amabilidad e integridad de otros. La desgraciada señora Manwaring, cuyas agonías mientras relataba estos sucesos parecían amenazar su juicio... ¿Cómo se la puede consolara ella?
Después de manifestaciones como ésta, no creo que pueda fingir más estupor por los motivos de mi despedida. He recobrado el juicio y me dice que debo aborrecer las artimañas a que me han sometido, tanto como despreciarme a mí mismo, por la debi-lidad en que ellas basaron su poder.
R. de Courcy
CARTA 37
Lady Susan al señor De Courcy Calle Seymour
Me doy por satisfecha y no te molestaré más, después de haber enviado estas líneas. El compromiso que deseabas hace una quincena ya no es compatible con tus opiniones y me alegra ver que el prudente consejo de tus padres no ha sido en vano. No dudo que este acto de obediencia filial te devolverá rápidamente la paz y trato de animarme con la esperanza de sobrevivir a mi parte de desilusión.
S.V.
CARTA 38
La señora Johnson a lady Susan Vernon
Calle Edward
Me entristece, aunque no puedo decir que me sorprenda, tu ruptura con el señor De Courcy. Él mismo acaba de informar de la misma al señor Johnson por carta. Se va de Londres, dice, hoy mismo. Ten por seguro que comparto tus sentimientos y no te en-fades si te digo que tenemos que interrumpir el contacto, incluso por carta. Me hace sentir desgraciada, pero el señor Johnson jura que, si insisto en mantenerlo, se irá a vi-vir al campo el resto de su vida y ya sabes que es imposible aceptar tal extremo, mien-tras haya otras alternativas.
Habrás sabido, naturalmente, que los Manwaring están a punto de irse y me temo que la señora M. volverá a vernos. Pero aún está tan apegada a su marido y sufre tanto por él que tal vez no viva mucho tiempo.
La señorita Manwaring está a punto de llegar a la ciudad para estar con su tía y dicen que ha afirmado que no se irá de Londres sin haber conseguido a sir James Martin. Yo, en tu lugar, me lo quedaría para mí. Casi me olvidaba de darte mi opinión sobre el señor De Courcy. Estoy encantada con él. Es tan apuesto, creo, como Manwaring, y con un talante tan abierto y alegre que no se puede evitar quererle a primera vista. El señor Johnson y él son los amigos más unidos del mundo. Adiós, mi querida Susan. Me hubiera gustado que las cosas no se torcieran tanto. ¡Esa desafortunada visita a Langford! Pero me atrevo a decir que todo lo que hiciste fue para bien y que no se puede desafiar al destino.
Con sincero afecto,
Alicia
CARTA 39
Lady Susan a la señora Johnson
Calle Seymour
Querida Alicia:
Cedo a la necesidad de separarnos. Vistas las circunstancias, no puedes actuar de otra manera. Nuestra amistad no puede ser destruida por ello y, en otra época más feliz, cuando tu situación sea tan independiente como la mía, nos volverá a unir con la misma confianza de siempre. Esperaré ese momento con impaciencia. Mientras tanto, puedo asegurarte que nunca me he sentido más tranquila ni más satisfecha conmigo misma y con todo lo que a mí me atañe que en el momento actual. Aborrezco a tu marido, a Reginald le desprecio, y estoy segura de no volver a ver a ninguno jamás. ¿No tengo razones para estar satisfecha? Manwaring está más entregado a mí que nunca y, si estuviéramos libres, dudo que yo consiguiera resistirme al matrimonio que él me propusiera. Este hecho, si su mujer vive contigo, puede estar en tus manos el acelerarlo. La violencia de sus sentimientos, que deben de agotarla, bien puede man-tenerla viva. Confío en nuestra amistad. Estoy contenta de no haber conseguido ca-sarme con Reginald e, igualmente, estoy decidida a que Frederica nunca lo haga. Ma-ñana iré a buscarla a Churchill y ¡que María Manwaring se eche a temblar! Frederica será la mujer de sir James antes de que se vaya de mi casa. Ella podrá llorar y los Vernon pueden rebelarse, pero poco importará. Estoy cansada de someter mis deseos a los caprichos de los demás, de no seguir los dictámenes de mi propio juicio en defe-rencia a los que nada debo y que no me infunden respeto. He cedido demasiado y me he dejado convencer con excesiva facilidad, pero Frederica comprobará ahora que eso ha cambiado.
Adiós, mi queridísima amiga. ¡Esperemos que el próximo ataque de gota nos sea más favorable! Y piensa siempre que seré tu amiga.
S. Vernon
CARTA 40
Lady De Courcy a la señora Vernon
Parklands
Querida Catherine:
Tengo excelentes noticias para ti y si no te hubiera enviado mi carta esta mañana, te habría ahorrado el disgusto de saber que Reginald se ha ido a la ciudad, puesto que ha regresado. Reginald ha regresado y no para pedirnos el consentimiento para casarse con lady Susan, sino para decirnos que: ¡se han despedido para siempre! Sólo hace una hora que ha llegado y aún desconozco los detalles, ya que está tan abatido que no he tenido corazón para interrogarle, pero espero saberlo todo pronto. Es el momento más gozoso que nos ha dado nunca desde que nació. Sólo nos falta tenerte a ti aquí y deseamos y te rogamos que vengas tan pronto como puedas. Hace semanas que nos debes la visita. Espero que no le resulte inconveniente al señor Vernon v, por favor, trae a mis nietos y, desde luego, incluye a tu querida sobrina. Ardo en deseos de verla. Ha sido un invierno triste y duro sin Reginald y sin ver a nadie de Churchill. Nunca había pensado que fuera una estación tan desolada, pero esta reunión feliz nos devol-verá la juventud. Pienso mucho en Frederica y cuando Reginald haya recobrado su buen ánimo de siempre (como confío que pronto ocurrirá), trataremos de robarle el co-razón otra vez. Tengo grandes esperanzas de que veremos sus manos unidas a no mucho tardar. Con afecto de tu madre,
C. de Courcy
CARTA 41
La señora Vernon a lady De Courcy
Churchill
Querida señora:
¡Su carta me ha sorprendido mucho! ¿Puede ser cierto que se haya separado para siempre? Mi alegría se desbordaría si me atreviera a creerlo, pero, después de todo lo que he presenciado, ¿cómo se puede estar segura? ¡Y Reginald, está de verdad con ustedes! Mi sorpresa es mayor, porque el miércoles, el mismo día de su llegada a Par-klands, nos visitó del modo más inesperado e inoportuno lady Susan, toda feliz y con buen humor. Parecía más bien que iba a casarse con él de regreso a Londres que no que fueran a separarse para siempre. Se quedó casi dos horas. Fue tan cordial y amable como siempre y no mostró ni una sola palabra, ni siquiera un indicio de desacuerdo o frialdad hacia él. Le pregunté si había visto a mi hermano desde su llegada a la ciudad. No es que lo dudara, como puede suponer; lo hice simplemente para ver su reacción. Respondió en seguida, sin apuro alguno, que él había sido muy amable al visitarla el lunes, pero que creía que ya había regresado a su casa, cosa que no creí ni por asomo.
Aceptamos su amable invitación con placer y el próximo jueves vendremos todos. ¡Roguemos a Dios que Reginald no se encuentre de nuevo en la ciudad por entonces!
Me gustaría haber podido traer a Frederica también, pero lamento decir que el propó-sito de su madre al venir aquí fue para llevársela y, aunque la pobre chica se sintió muy desgraciada, fue imposible impedírselo. Yo estaba decidida a no dejarla marchar y también su tío. Insistimos todo lo que pudimos, pero lady Susan afirmó que, puesto que iba a establecerse en la ciudad durante varios meses, no se encontraría a gusto si su hija no estuviera con ella y que había que buscar profesores para ella, etcétera. Sus modales fueron, naturalmente, exquisitos y adecuados, y el señor Vernon cree que tratará a Frederica con afecto. ¡Ojalá, yo pudiera creer lo mismo!
El corazón de la pobre chica casi se rompió cuando se despedía de nosotros. Le rogué que nos escribiera a menudo y que recordara que, si alguna vez se encontraba en apu-ros, seríamos siempre sus amigos. Me ocupé de poder estar a solas con ella, para po-derle decir todo esto y espero que eso la reconfortase un poco. Sin embargo, no me sentiré tranquila hasta que pueda ir a la ciudad y comprobar su situación por mí misma.
Me gustaría que las probabilidades para la unión que menciona al final de su carta fueran más halagüeñas de lo que son ahora. En este momento, no parece muy posible. Atentamente,
Cath. Vernon
EPÍLOGO
Este intercambio epistolar no pudo continuar, en detrimento de los ingresos de la ofi-cina postal, porque algunos de los protagonistas se reunieron y otros se separaron. Escasa ayuda al estado habrá prestado la correspondencia entre la señora Vernon y su sobrina, ya que la primera pronto percibió, a causa del estilo de las cartas de Frederica, que las escribía bajo la supervisión de su madre, así que pospuso todas sus preguntas hasta que pudo acudir personalmente a la ciudad, escribiendo con poco detalle y muy ocasionalmente.
Supo lo suficiente por su extrovertido hermano de lo que había ocurrido entre él y lady Susan, como para rebajar la opinión que ella le merecía a los niveles más bajos y, proporcionalmente, mostrarse más ansiosa de librar a Frederica de una madre así y tomarla bajo su custodia. Aunque con poca confianza en el éxito, se decidió a no dejar de intentar todo lo que pudiera dar una oportunidad de obtener el consentimiento de su cuñada para ello. Su ansiedad por este tema la hizo acudir con prontitud a Londres. El señor Vernon, que como ya se puede haber deducido, vivía sólo para hacer lo que se le solicitara, encontró pronto unos asuntos que era necesario tratar allí. Entregada por completo a este tema, la señora Vernon visitó a lady Susan al llegar a la ciudad, y fue recibida con una cordialidad tan espontánea y jovial que casi sale huyendo horro-rizada. Ninguna reminiscencia de Reginald, ninguna conciencia de culpa y ni una sola mirada de apuro. Se encontraba de un humor excelente y parecía ansiosa por prodigar toda clase de atenciones a su hermano y a su hermana, para demostrar su amabilidad y el placer de su compañía.
Frederica no se mostró más alterada que lady Susan. Los mismos modales contenidos y la misma mirada tímida de siempre en presencia de su madre confirmaron a su tía que su situación era infeliz y le corroboraron su plan de cambiarla. Lady Susan, sin embargo, no mostró su inhumanidad. Los planes con respecto a sir James parecían haber concluido. Su nombre fue meramente mencionado para comentar que no estaba en Londres. Naturalmente, en palabras de lady Susan, ella sólo demostraba sus desve-los por el bienestar y los progresos de su hija, admitiendo, en términos de gran regoci-jo, que Frederica se acercaba cada día más a lo que una madre puede desear de una hija.
La señora Vernon, sorprendida e incrédula, no supo qué pensar y, sin cambiar de opi-nión, sólo temió que tendría que vencer dificultades mayores para llevar a cabo su propósito. El primer indicio de mejora sustancial fue cuando lady Susan le preguntó si creía que Frederica tenía tan buen aspecto como en Churchill, ya que, a veces, dudaba que Londres fuera un lugar adecuado para ella.
La señora Vernon, alentando esa duda, propuso directamente a su sobrina que volviera con ellos al campo. Lady Susan no supo expresar su gratitud, aunque no imaginaba, por varios motivos, cómo separarse de su hija y, puesto que sus planes aún no estaban del todo determinados, confiaba en poder llevar al campo a Frederica personalmente en un plazo breve. Concluyó declinando, por tanto, aprovechar un ofrecimiento tan excepcional. La señora Vernon, sin embargo, insistió en la propuesta y, aunque lady Susan siguió resistiéndose, su resistencia parecía ser menos vehemente con el trans-curso de los días.
Una afortunada epidemia de gripe consiguió que se tomara una decisión que de otro modo hubiera tardado mucho más. Los temores maternales de lady Susan hicieron entonces que no pudiera pensar en otra cosa que en alejar a Frederica del riesgo de infección. Por encima de todas las enfermedades del mundo, ¡la que más temía era la gripe por la constitución de su hija! Frederica volvió a Churchill con sus tíos y, tres semanas más tarde, lady Susan anunció su boda con sir James Martin.
La señora Vernon tuvo la certeza, entonces, de lo que antes sólo había sido una sospe-cha: que se podría haber ahorrado todos los esfuerzos para conseguir que Frederica se separara de ella, puesto que lady Susan lo tenía previsto, sin duda, de antemano. La visita de Frederica era, en principio, para seis semanas, pero su madre, aunque la invitó a volver en un par de cartas cariñosas, se mostró dispuesta a consentir que prolongara su estancia para honrar a sus anfitriones. Al cabo de dos meses, dejó de escribir sobre su ausencia y, después de dos más, dejó de escribir por completo.
Frederica, por lo tanto, pasó a formar parte de la familia de sus tíos hasta el momento en que Reginald de Courcy pudiera ser convencido, agasajado y sutilmente lisonjeado, para que sintiera afecto por ella. Contando que tenía que olvidar el apego que sentía por su madre, abjurar de todo compromiso futuro y detestar al sexo opuesto, se podía calcular que tardaría un año. Tres meses serían suficientes en general, pero los senti-mientos de Reginald eran tan perdurables como intensos.
Si lady Susan fue o no feliz en su segunda elección, no sé cómo se podría comprobar porque, ¿quién se fiaría de sus afirmaciones en cualquiera de los dos sentidos? El mundo tendrá que juzgar según lo que crea probable. No tenía nada en contra, aparte de su marido y su conciencia.
Parecía como si sir James se hubiera quedado con una carga más pesada que la que su mero arrojo merecía. Le concedo, por lo tanto, toda la compasión que se le quiera dar. Por lo que a mí respecta, confieso que yo sólo puedo sentir compasión por la señorita Manwaring, quien, acudiendo a la ciudad y gastando mucho dinero en vestuario para conquistarle por fin —hecho que la hizo pasar estrecheces durante dos años—, vio frustradas sus expectativas por una mujer diez años mayor que ella.
FIN