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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
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  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


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    LA RESPUESTA ES NO (William Wilkie Collins)

    Publicado en marzo 27, 2010
    Título original: I say no

    LIBRO PRIMERO
    EN LA ESCUELA

    CAPÍTULO 1
    UN FESTÍN DE CONTRABANDO

    Afuera del dormitorio la noche era oscura y silenciosa.
    En el jardín, la llovizna era tan fina que no se la oía; en el aire estancado por la calma no se movía ni una hoja; el perro guardián dormía; los gatos habían buscado refugio en la casa; bajo el cielo lóbrego, ningún sonido, fuera próximo o distante, rompía el silencio.
    En el dormitorio la noche era oscura y silenciosa.
    La señora Ladd conocía demasiado bien sus deberes de directora de escuela como para permitir luces encendidas durante las noches; y se suponía que las jóvenes de la señora Ladd estaban profundamente dormidas, de acuerdo con los reglamentos de la institución. Sólo a ratos se interrumpía levemente el silencio, cuando el suave roce de unas sábanas delataba que una de las chicas se había dado vuelta, intranquila, en su cama. En los largos períodos de quietud no se oía ni la suave respiración de las jóvenes dormidas.
    El primer sonido revelador de vida y movimiento acusó el compás mecánico del reloj. Desde las regiones inferiores de la casa, la voz del Padre Tiempo anunció la hora que precedía a la medianoche.
    Cerca de la puerta de la habitación, una voz suave se alzó desfallecida. Contó las campanadas del reloj y le recordó la hora a una de las chicas.
    -¡Emily!, las once.
    No hubo respuesta. Al cabo de un momento, la voz fatigada volvió a intentarlo, esta vez un poco más alto.
    -¡Emily!
    Una joven, cuya cama se encontraba en el extremo más alejado de la habitación, suspiró en el pesado bochorno de la noche y dijo en tono perentorio:
    -¿Es Cecilia la que habla?
    -Sí.
    -¿Qué quieres?
    -Tengo hambre, Emily. ¿La chica nueva duerme?
    La chica nueva respondió rápida y resentida:
    -No, no duerme.
    Con un objetivo preciso en mente, las cinco vírgenes prudentes del primer curso de la señorita Ladd habían esperado una hora, en insomne anticipación, a que la desconocida se durmiera, ¡y todo para esto! Un coro de risas resonó en la habitación. La protesta de la chica nueva, mortificada y ofendida, fue categórica.
    -¡Es vergonzosa la manera en que me tratáis! Todas desconfiáis de mí porque no me conocéis.
    -Di mejor que no te entendemos y estarás más cerca de la verdad –contestó Emily en nombre de sus compañeras.
    -¿Cómo podríais entenderme si he llegado apenas hoy? Ya os dije que me llamo Francine de Sor. Si queréis saber más, tengo diecinueve años y vengo del Caribe.
    Emily siguió tomando la iniciativa.
    -¿A qué has venido? -preguntó-. ¿Quién ha oído hablar de una joven que ingresa a una nueva escuela justo antes de las vacaciones? Tienes diecinueve años, ¿no es cierto? Yo tengo uno menos que tú y ya he terminado mis estudios. La que me sigue es un año más joven que yo y también los terminó. ¿Qué puede quedarte por aprender a tu edad?
    -¡Todo! -exclamó la desconocida procedente del Caribe, al tiempo que rompía a llorar-. Soy una pobre chica ignorante. La educación que habéis recibido os debería llevar a compadecerme en vez de a burlaros de mí. Os odio a todas. ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza!
    Algunas de las jóvenes rieron. Una de ellas -la chica hambrienta que había contado las campanadas del reloj- se puso de parte de Francine.
    -No haga caso de sus risas, señorita de Sor. Es verdad: no le faltan motivos para quejarse de nosotras.
    La señorita de Sor se enjugó las lágrimas.
    -Gracias... sea quien sea -respondió raudamente.
    -Me llamo Cecilia Wyvil -prosiguió la otra-. Tal vez no haya sido muy amable de su parte decir que nos odiaba. Por otro lado, todas hemos olvidado nuestra buena educación, y lo menos que podemos hacer es pedirle perdón.
    Esa expresión de generosidad pareció irritar a la joven imperiosa que solía tomar la iniciativa en el dormitorio. Quizás no estaba a favor del libre comercio en lo que tocaba al altruismo.
    -Si hay algo que te puedo asegurar, Cecilia, es que a mí no me ganas si de generosidad se trata -dijo- Que alguna de vosotras encienda una luz y echadme a mí la culpa si la señorita Ladd nos descubre. Quiero estrechar la mano de la chica nueva, y ¿cómo voy a hacerlo en la oscuridad? Señorita de Sor, mi apellido es Brown y soy la reina del dormitorio. Yo -y no Cecilia- le ofrezco nuestras disculpas, si la hemos ofendido. Cecilia es mi mejor amiga, pero no le permito que tome la iniciativa en este dormitorio. ¡Oh, qué hermosa bata de dormir!
    La súbita luz de la vela había iluminado a Francine sentada en su cama, exhibiendo tales tesoros de auténtico encaje sobre el pecho que la reina perdió toda su dignidad real presa de una irreprimible admiración.
    -Siete chelines y seis peniques -comentó Emily mirando su propia bata de dormir con aire de desdén.
    Una tras otra, las muchachas se rindieron a los encantos del espléndido encaje. Esbeltas y regordetas, rubias y trigueñas se arremolinaron con sus tremolantes batas blancas en torno a la nueva pupila, y llegaron a una única y unánime conclusión: "¡Qué rico debe de ser su padre!"
    Favorecida por la fortuna en lo tocante al dinero, ¿poseería también belleza esa persona envidiable?
    Según la disposición de las camas, la señorita de Sor estaba ubicada entre Cecilia, a su derecha, y Emily a su izquierda. Si por un fantástico azar se le hubiera permitido a un hombre -digamos, para no ofender al pudor, que a un médico casado, acompañado por la señorita Ladd- pasar a la habitación, y se le hubiera preguntado al salir qué pensaba de las jóvenes, ni siquiera habría mencionado a Francine. Ciego a los encantos de la costosa bata de dormir, habría notado su abultado labio superior, su barbilla obstinada, su tez cetrina, sus ojos demasiado juntos, y habría desviado su atención hacia sus más próximas vecinas. A un lado, el brillante cabello castaño, la piel exquisitamente pura y los tiernos ojos azules de Cecilia habrían despertado al instante su languideciente interés. Al otro, habría descubierto a una pequeña y rutilante criatura que le habría hecho experimentar a la vez fascinación y perplejidad. Si un extraño le hubiera preguntado por ella, le habría resultado imposible afirmar positivamente si era trigueña o rubia: habla recordado cómo sus ojos le habían impedido desviar los suyos, pero no habría sabido cuál era su color. Y, no obstante, la vívida imagen de la joven habría permanecido en su memoria cuando otras impresiones nacidas en el mismo instante ya se hubieran desvanecido. "Había entre ellas una pequeña hechicera que valía por todas las demás, y no puedo explicar por qué. La llamaban Emily. De no ser yo un hombre casado..." En ese instante habría recordado a su esposa y, dejando escapar un suspiro, habría optado por el silencio.
    Las jóvenes aún admiraban a Francine cuando el reloj dejó oír las campanadas de las once y media.
    Cecilia se deslizó de puntillas hasta la puerta, miró y prestó oído, volvió a cerrar la puerta y se dirigió a todas con el irresistible encanto de su voz dulce y su sonrisa persuasiva.
    -¿Aún no tenéis hambre? -inquirió-. Las maestras están en sus habitaciones, y ya hemos hecho las paces con Francine. ¿Por qué dejar la cena esperando debajo de la cama de Emily?
    Ese razonamiento, unido a tantos atractivos personales, no admitía más que una respuesta. La reina hizo un gracioso gesto con su mano y dijo:
    -Sacadla.
    ¿Acaso una muchacha adorable -cuyo rostro posee la expresión más encantadora, cuyo menor movimiento revela la grácil simetría de su figura- resulta menos adorable porque tiene la suerte de contar con un buen apetito y no le avergüenza admitirlo? Con la gracia que le era propia, Cecilia se metió debajo de la cama y sacó una cesta de pasteles, una cesta de frutas y dulces, una cesta de burbujeante limonada y una tarta espectacular, todo pagado por suscripción general e introducido de contrabando en el dormitorio gracias a la amable connivencia de las sirvientas. En esta ocasión, el banquete era especialmente abundante y costoso, ya que conmemoraban no sólo la llegada de las vacaciones de verano, sino la inminente libertad de las dos alumnas más descollantes de la señorita Ladd. Emily y Cecilia, a quienes aguardaban destinos sumamente diferentes, terminaban su vida escolar y debían ahora ocupar el lugar que les correspondía en la sociedad.
    El contraste entre los caracteres de las dos jóvenes se evidenciaba incluso en algo tan baladí como los preparativos para la cena.
    La gentil Cecilia, sentada en el suelo y rodeada de manjares apetitosos, dejó al juicio de las demás decidir si las cestas debían vaciarse todas a la vez o hacer una a una el recorrido de las camas. Mientras tanto, sus adorables ojos azules se mantenían posados con ternura sobre los pasteles.
    Emily, con su don de mando, tomó las riendas y le encargó a cada una de sus compañeras la tarea de la que era más capaz.
    -Señorita de Sor, permítame ver su mano. ¡Ah!, me lo imaginaba. Su muñeca es la más gruesa de todas, así que descorchará las botellas. Si se deja saltar el corcho de la limonada, no se logra deslizar ni una gota garganta abajo. Effie, Annis, Priscilla, sois tres chicas notoriamente perezosas; encomendaros un trabajo equivale a haceros un verdadero favor. Effie, despeja el tocador para la cena, afuera con los peines, los cepillos y el espejo. Annis, arráncale las páginas a tu cuaderno de ejercicios para que sirvan de platos. ¡No! Yo saco la comida; nadie más toca las cestas. Priscilla, tienes las orejas más bonitas de todo el dormitorio. Serás la centinela, querida, y te quedarás escuchando junto a la puerta. Cecilia, cuando hayas terminado de devorar esos pasteles con los ojos, toma esas tijeras (señorita de Sor, permítame pedirle disculpas por la mezquindad con que se administra esta escuela; los cuchillos y los tenedores se cuentan y se guardan bajo llave todas las noches); te digo, Cecilia, que tomes esas tijeras y cortes la torta, y no te quedes con el pedazo más grande. ¿Estamos todas listas? Muy bien. Ahora seguid mi ejemplo. Hablad cuanto queráis, siempre que no sea demasiado alto. Otra cosa antes de comenzar. Los hombres siempre proponen algún brindis en ocasiones como esta; hagamos como ellos. ¿Alguna de vosotras puede hacer un brindis? Ah, me toca a mí, como de costumbre. Propongo el primero. Abajo con las escuelas y las maestras, sobre todo la maestra nueva que llegó en este semestre. ¡Oh, cielos, qué cosquillas hace!
    El gas de la limonada le llegó a la oradora a la garganta en ese momento e interrumpió de golpe el curso de su elocuencia. A las chicas no les importó ni poco ni mucho. Salvo por el respiro que les proporciona a los estómagos delicados, ¿a quién le interesa la elocuencia cuando se sienta ante una mesa bien servida? En el dormitorio no había estómagos delicados. ¡Con qué inextinguible energía comían y bebían las jóvenes alumnas de la señorita Ladd! ¡Con cuánta alegría disfrutaban del delicioso privilegio de hablar de cosas triviales! Y, ¡ay!, ¡cuán en vano intentarían en el curso de su vida futura revivir el disfrute perfecto que les produjeran antaño los pasteles y la limonada!
    En el ininteligible plan de la creación parece no existir la felicidad humana sin mácula, ni siquiera cuando se trata de la felicidad de unas muchachas de escuela. Justo cuando llegaba a su final, el disfrute del banquete se vio interrumpido por la alarma que dio la centinela que se hallaba junto a la puerta.
    -¡Apagad la vela! -susurró Priscilla-. Hay alguien en las escaleras.


    CAPÍTULO II
    BIOGRAFÍA EN EL DORMITORIO

    La vela se apagó al instante. En medio de un discreto silencio las chicas regresaron sigilosamente a sus camas y aguzaron el oído.
    Para ayudar a la labor de vigilancia de la centinela, habían dejado la puerta entreabierta. A través de la estrecha hendija oyeron un crujido en las anchas escaleras de madera del viejo edificio. Un momento después volvió a reinar el silencio. Pasaron unos minutos y se volvió a escuchar el crujido. Esta vez el sonido era más lejano y apagado. Cesó de golpe. Nada volvió a interrumpir la quietud de la medianoche. ¿Qué significaba el incidente?
    ¿Alguna de las muchas personas que gozaban de autoridad bajo el techo de la señorita Ladd habría oído hablar a las jóvenes y subido las escaleras para sorprenderlas en flagrante violación de una de las reglas de la institución? El procedimiento no era de ningún modo inusual. ¿Pero cabía dentro de las posibilidades que una maestra cambiara de opinión acerca de su deber en mitad de las escaleras y regresara espontáneamente a su cuarto? La mera idea resultaba absurda. ¿Qué explicación más racional podía aportar la imaginación al calor del momento?
    Francine fue la primera en sugerir una hipótesis. Se removió en la cama, comenzó a temblar y dijo:
    -¡En nombre del cielo, volved a encender la vela! Es un Fantasma.
    -Recoged los restos de la cena, tontas, antes de que el fantasma nos delate ante la señorita Ladd.
    Con ese excelente consejo Emily sofocó el pánico que comenzaba a cundir. Cerraron la puerta, encendieron la vela; todos los restos de la cena desaparecieron. Siguieron prestando oído otros cinco minutos. En las escaleras no se oía el menor sonido; ante la puerta no apareció ni una maestra ni el fantasma de una maestra.
    Consumida la cena, las preocupaciones inmediatas de Cecilia habían concluido; estaba en capacidad de usar su ingenio en beneficio de sus compañeras. A su manera gentil y cautivadora, ofreció una hipótesis tranquilizante.
    -No creo que hubiera nadie en las escaleras cuando oímos el crujido. En estas casas antiguas siempre hay ruidos extraños por las noches, y dicen que esas escaleras tienen más de doscientos años.
    Las jóvenes se miraron unas a otras con una sensación de alivio, pero esperaron la opinión de la reina. Emily, como de costumbre, justificó la confianza depositada en ella. Descubrió un método ingenioso para poner a prueba la hipótesis de Cecilia.
    -Sigamos hablando -dijo—. Si Cecilia tiene razón, todas las maestras duermen y no tenemos nada que temer de ellas. Si se equivoca, tarde o temprano veremos a una de ellas en la puerta. No se alarme, señorita de Sor. En esta escuela, si nos pillan hablando por la noche sólo nos dan una reprimenda. Si nos pillan con una luz encendida, la cosa termina en castigo. Apagad la vela.
    La creencia de Francine en la existencia del fantasma respondía a una superstición demasiado arraigada como para hacerla vacilar: se incorporó de un salto en la cama.
    -¡Oh, no me dejéis en la oscuridad! Si nos descubren, me declararé culpable.
    -¿Palabra de honor? -estipuló Emily.
    -Sí, sí.
    Eso despertó el sentido del humor de la reina.
    -Hay algo gracioso en una chica mayor como esta que ingresa a una nueva escuela y empieza con un castigo -comentó dirigiéndose a sus súbditas-. ¿Puedo preguntarle si es usted extranjera, señorita de Sor?
    -Mi papá es un caballero español -respondió Francine muy digna.
    -¿Y su mamá?
    -Mi mamá es inglesa.
    -¿Y siempre ha vivido en el Caribe?
    -Siempre he vivido en la isla de Santo Domingo.
    Emily contó, ayudándose con los dedos, los rasgos del carácter de la hija del señor de Sor que habían descubierto hasta el momento:
    -Es ignorante, y supersticiosa, y extranjera, y rica. Querida (perdone la familiaridad), es usted una joven interesante y debemos saber más sobre su persona. Amenícenos la noche. ¿Qué empleo le ha dado a su vida? Y en nombre del cielo, ¿qué la trae aquí? Antes de que comience, insisto en una condición, y hablo en nombre de todas las jóvenes del dormitorio. ¡Nada de información de provecho sobre el Caribe!
    Francine defraudó a su público.
    Estaba más que dispuesta a ser blanco del interés de sus compañeras, pero carecía de capacidad para contar los hechos por su orden, lo cual resulta necesario hasta para la más sencilla narración. Emily se vio obligada a auxiliarla con sus preguntas. En un sentido, el resultado justificó el esfuerzo. Las chicas descubrieron una razón lógica para la extraordinaria aparición de una nueva pupila el día antes de que la escuela cerrara por vacaciones.
    El hermano mayor del señor de Sor le había dejado en herencia una hacienda en Santo Domingo, además de una fortuna en efectivo, con la sencilla condición de que continuara residiendo en la isla. Como la cuestión de los gastos ya no preocupaba a la familia, habían enviado a Francine a Inglaterra, muy especialmente recomendada a la señorita Ladd como una joven con un futuro espléndido, extremadamente necesitada de una educación elegante. Siguiendo el consejo de la directora de la escuela, se había programado el viaje para hacer de las vacaciones el medio para alcanzar ese objetivo, ya que la joven estaría sola. Se llevaría a Francine a Brighton, donde sería posible procurarse maestros excelentes para auxiliar a la señorita Ladd. Con ayuda de esas seis semanas, la joven podría recuperar hasta cierto punto el tiempo perdido; y cuando la escuela volviera a abrir, no se vería sujeta a la mortificación de verse en la clase más elemental junto a las niñas.
    Una vez obtenidos esos resultados, se interrumpió el interrogatorio al que se sometiera a la señorita de Sor. Su carácter se revelaba ahora a una luz nueva y no muy atractiva. Francine se concedió audazmente todo el crédito de haber contado su historia.
    -Creo que ahora me toca a mí pedir que me contéis algo interesante y me distraigáis -dijo-. ¿Sería mucho pedirle que comenzara usted, señorita Emily? Todo lo que sé hasta el momento es que su apellido es Brown.
    Emily alzó una mano para imponer silencio.
    ¿Era acaso que volvía a oírse el misterioso crujido de las escaleras? No. El sonido que había llegado a los oídos atentos de Emily procedía de las camas del extremo opuesto de la habitación, ocupadas por las tres chicas perezosas. Al no producirse una nueva señal de alarma que las inquietara, Effie, Annis y Priscilla habían sucumbido a los efectos sedantes de una buena cena y una noche cálida. Estaban profundamente dormidas, ¡y la más robusta de las tres roncaba! (Suavemente, como conviene a una joven dama).
    En su condición de reina, a Emily le resultaba cara la inmaculada reputación del dormitorio. Se sintió humillada en presencia de la nueva pupila.
    -Si esa chica gorda logra alguna vez conseguir un enamorado, consideraré mi deber alertar al pobre hombre antes de que se case con ella -dijo indignada-. Lleva el ridículo nombre de Euphemia. La bauticé con el de Ternera Cocida, que le resulta mucho más apropiado. Su cabello no tiene color, sus ojos no tienen color, su tez no tiene color. En resumen, Euphemia carece de sabor. Usted, naturalmente, no aprueba los ronquidos. Perdóneme si le doy la espalda, voy a lanzarle mi zapatilla.
    La suave voz de Cecilia -con un tono sospechosamente soñoliento- intercedió solicitando clemencia.
    -La pobrecita no lo puede evitar; y lo cierto es que no lo hace tan alto como para que nos moleste.
    -¡No te molestará a ti! Despabílate, Cecilia. En este lado de la habitación estamos totalmente despiertas y Francine dice que nos toca ahora distraerla.
    La única respuesta fue un tenue murmullo que murió con un gentil suspiro. La dulce Cecilia se había dejado vencer por las influencias soporíferas de la cena y la noche. Francine parecía correr cierto peligro de contagiarse con la suave epidemia de reposo. Su generosa boca se abrió aparatosamente en un prolongado bostezo.
    -¡Buenas noches! -dijo Emily.
    La señorita de Sor despertó al instante.
    -No, se equivoca por completo si cree que me dormiré -dijo con firmeza-. Por favor, anímese, señorita Emily, estoy deseosa de conocer su historia.
    Emily no pareció dispuesta a animarse. Prefirió hablar del tiempo.
    -¿No se está levantando el viento? -dijo.
    No cabía ninguna duda. Las hojas del jardín comenzaban a susurrar y se escuchaba el golpeteo de la lluvia en las ventanas.
    Francine (como cualquier estudioso de las fisonomías habría sabido al ver su barbilla recta) era una joven obstinada. Decidida a salirse con la suya, empleó con Emily el sistema de Emily: comenzó a hacerle preguntas.
    -¿Hace mucho que está en la escuela?
    -Más de tres años.
    -¿Tiene hermanos o hermanas?
    -Soy hija única.
    -¿Viven su padre y su madre?
    Emily se incorporó de golpe en la cama.
    -Un momento, creo que vuelvo a oírlo -dijo.
    -¿El crujido de las escaleras?
    -Sí.
    O estaba equivocada o el deterioro del tiempo hacía más difícil escuchar los ruidos tenues que se dejaban oír en la casa. El viento seguía aumentando. Su paso por entre los grandes árboles del jardín comenzaba a sonar como el romper de las olas en una playa distante. Empujaba a la lluvia -un fuerte aguacero ya- que repiqueteaba en las ventanas.
    -Es casi una tormenta, ¿no le parece? -dijo Emily.
    La última pregunta de Francine aún no había recibido respuesta. La joven aprovechó la primera oportunidad para repetirla.
    -Olvídese del tiempo -dijo-. Hábleme de su padre y su madre. ¿Viven ambos?
    La respuesta de Emily sólo hizo referencia a uno de ellos.
    -Mi madre murió antes de que tuviera yo edad suficiente para sentir su pérdida.
    -¿Y su padre?
    Emily mencionó a otra parienta: la hermana de su padre.
    -Desde que dejé de ser una niña, mi buena tía ha sido para mí como una segunda madre -continuó-. Al menos en un sentido, mi historia es el reverso de la suya. Usted se hizo rica inesperadamente; yo me torné pobre inesperadamente. La fortuna de mi tía debía haber sido mía, de haberla sobrevivido. La quiebra de un banco la arruinó. Se ve obligada, en la vejez, a vivir con unas entradas de doscientas libras anuales, y cuando abandone la escuela tendré que ganarme la vida.
    -Seguramente su padre podrá ayudarla -insistió Francine.
    -Su fortuna siempre estuvo invertida en tierras -su voz vaciló al referirse a él, aun de esa manera indirecta-. La hereda su pariente varón más cercano.
    La delicadeza que se amilana con facilidad no era una de las debilidades del carácter de Francine.
    -¿Debo entender que su padre ha muerto? -preguntó.
    Aquellos de nuestros prójimos que carecen de tacto nos tienen a los demás a su merced: con sólo que se les dé algún tiempo, terminan por salirse con la suya. Con voz apagada y triste -reveladora de profundas reservas de sensibilidad que pocas veces se revelaban ante los extraños- Emily al fin capituló:
    -Sí, mi padre murió –dijo.
    -¿Hace mucho?
    -Hay quienes dirían que hace mucho. Yo quería mucho a mi padre. Hace casi cuatro años que murió y todavía se me oprime el corazón cuando pienso en él. No me dejo agobiar fácilmente por las dificultades, señorita de Sor. Pero su muerte fue tan repentina -ya reposaba en su tumba cuando me enteré- y... oh, era tan bueno conmigo. ¡Era tan bueno conmigo!
    La pequeña criatura alegre y animosa que llevaba siempre la iniciativa entre las jóvenes, la vida y el alma de la escuela, escondió el rostro entre las manos y rompió a llorar. Sorprendida y -para hacerle justicia- avergonzada, Francine intentó excusarse. La naturaleza generosa de Emily obvió la cruel insistencia que la torturara.
    -No, no; no hay nada que perdonar. No es culpa suya. Otras chicas no tienen madres, ni hermanas, ni hermanos y se resignan a una pérdida como la mía. No se excuse.
    -Sí, pero quiero que sepa que la compadezco -insistió Francine sin la menor muestra de compasión en el rostro, la voz o las maneras-. Cuando murió mi tío y nos dejó todo su dinero, papá sufrió una gran conmoción. Confió entonces en que el tiempo lo ayudaría a olvidar.
    -Conmigo el tiempo se ha dilatado, Francine. Temo que en mi naturaleza haya algo perverso; la esperanza de volver a encontrarnos en un mundo mejor me parece tan tenue y distante. ¡Pero dejémoslo ya! Hablemos de esa noble criatura que duerme del otro lado de su cama. ¿Ya le conté que deberé ganarme el pan cuando abandone la escuela? Pues bien, Cecilia escribió a su casa y me encontró trabajo. No se trata de un empleo de institutriz, sino de algo bastante fuera de lo común. Se lo contaré todo.
    En el breve lapso transcurrido, el tiempo había comenzado a cambiar de nuevo. El viento seguía siendo muy fuerte, pero a juzgar por la disminución del golpeteo en las ventanas, la lluvia amainaba.
    Emily comenzó.
    Se sentía demasiado agradecida a su amiga y compañera, y demasiado interesada en su historia, para advertir el aire de indiferencia con el que Francine se acomodó sobre su almohada para oír las alabanzas de Cecilia. La chica más hermosa de las escuela no era motivo de interés para una joven de barbilla obstinada y ojos demasiado juntos. Salida cálidamente del corazón de la narradora, la historia procedía sin trabas con el monótono acompañamiento del viento ululante. Poco a poco los ojos de Francine se cerraron, se abrieron y volvieron a cerrarse. Hacia el final de la narración, la memoria de Emily confundió, por un momento, dos sucesos. Se detuvo para pensar, se percató del silencio de Francine durante esa pausa en la que podría haber pronunciado una palabra de aliento y la miró más atentamente. La señorita de Sor dormía.
    -Me podría haber dicho que estaba cansada -se dijo Emily con voz queda- ¡Bueno! Lo mejor que puedo hacer es apagar la vela y seguir su ejemplo.
    En el momento en que tomaba en sus manos el matacandelas, alguien que estaba afuera abrió de golpe la puerta del dormitorio. Una mujer alta, vestida con una bata de noche negra, estaba de pie en el umbral y miraba a Emily.


    CAPITULO III
    EL DIFUNTO SEÑOR BROWN

    La mujer señaló la vela con su mano delgada y de dedos largos.
    -No la apague.
    Después de pronunciar esas palabras, recorrió la habitación con la vista para comprobar que las demás jóvenes dormían.
    Emily soltó el matacandelas.
    -Va a informar del asunto, por supuesto -dijo-. Soy la única despierta, señorita Jethro; la culpa es mía.
    -No tengo ninguna intención de informar. Pero tengo algo que decirle.
    Hizo una pausa y se aparto de las sienes el pelo negro y espeso (que ya exhibía algunas hebras grises). Sus ojos grandes, oscuros y apagados se posaron en Emily con doloroso interés.
    -Cuando sus jóvenes amigas despierten mañana por la mañana, dígales que la nueva maestra, que a nadie le gusta, se ha ido de la escuela -continuó.
    Por una vez, hasta la avispada Emily se sintió confundida.
    -¡Que se va, pero si llegó usted aquí por Pascua! -dijo.
    La señorita Jethro avanzó sin hacer caso de la expresión de sorpresa de Emily.
    -No soy muy fuerte, ni siquiera en los mejores momentos -continuó- ¿Puedo sentarme en su cama?
    Notable en otras ocasiones por su fría compostura, su voz temblaba al hacer esa petición; una petición extraña, sin duda, cuando había sillas a su disposición. Emily le hizo espacio con el aspecto azorado de una joven en un sueño.
    -Le pido que me perdone, señorita Jethro, pero una de mis mayores debilidades es la curiosidad. Si no tiene la intención de informar sobre nuestra falta, ¿por qué vino a pillarme con la luz encendida?
    La explicación de la señorita Jethro estuvo lejos de disipar la perplejidad que su conducta causara.
    -He sido lo bastante innoble como para escuchar detrás de la puerta, y la oí hablar de su padre -respondió-. Es por eso que entré.
    -¡Usted conoció a mi padre! -exclamó Emily.
    -Creo que lo conocí. Pero su nombre es tan corriente, hay tantos miles de James Brown en Inglaterra, que temo equivocarme. La oí decir que murió hace casi cuatro años. ¿Puede mencionarme algunos detalles que me ayuden a ganar claridad? Si cree que me estoy tomando una libertad ...
    Emily la interrumpió.
    -La ayudaría si pudiera -dijo-. Pero en esa época tenia problemas de salud y estaba en casa de unos amigos que vivían muy lejos, en Escocia, para cambiar de aires. La noticia de la muerte de mi padre me produjo una recaída. Pasaron varias semanas antes de que me restableciera lo suficiente para viajar, ¡semanas y semanas antes de que viera su tumba! Sólo puedo decirle lo que me contó mi tía. Murió de una enfermedad del corazón.
    La señorita Jethro experimentó un sobresalto.
    Emily la miró cuidadosamente por primera vez, con ojos que delataban un sentimiento de desconfianza.
    -¿Qué he dicho para sobresaltarla? -preguntó.
    -¡Nada! El tiempo de tormenta me pone nerviosa, no me haga caso -reinició abruptamente sus preguntas-. ¿Me diría la fecha en que murió su padre?
    -Fue el 30 de septiembre, hace casi cuatro años.
    Después de esa respuesta se quedó esperando.
    La señorita Jethro guardó silencio.
    -Y hoy estamos a 30 de junio de 1881 -continuó Emily-. Ahora puede juzgar por sí misma. ¿Conoció a mi padre?
    La señorita Jethro respondió mecánicamente con las mismas palabras:
    -Conocí a su padre.
    La desconfianza de Emily no disminuía.
    -Nunca lo oí hablar de usted -dijo.
    En su juventud, la maestra debió haber sido una mujer hermosa. Sus rasgos majestuosos aún sugerían la idea de una belleza soberbia, quizás de origen judío. Cuando Emily dijo "nunca lo oí hablar de usted", sus pálidas mejillas se tiñeron de rubor y sus ojos apagados revivieron con un fulgor momentáneo. Se levantó de la cama y, volviéndose de espaldas, dominó la emoción que la estremecía.
    -¡Qué calor hace esta noche! -dijo; después suspiró y volvió sobre el tema con expresión firme-. No me extraña que su padre nunca me haya mencionado en su presencia.
    Hablaba en voz baja, pero su rostro estaba más pálido que nunca. Volvió a sentarse en la cama.
    -¿Hay algo que pueda hacer por usted antes de marcharme? -preguntó-. Oh, sólo me refiero a si podría serle útil en alguna cosa menor, que no tendría que agradecerme ni la obligaría a mantener una relación conmigo.
    Sus ojos -los apagados ojos negros que antaño debieron ser irresistiblemente hermosos- se posaron en Emily con tanta tristeza que la generosa joven se reprochó haber dudado de la amiga de su padre.
    -¿Piensa en él cuando me pregunta si me puede ser útil? -dijo gentilmente.
    La señorita Jethro no le respondió directamente.
    -¿Quería a su padre? -preguntó en un susurro-. Le dijo a su compañera que todavía se le oprime el corazón cuando habla de él.
    -No hice más que decirle la verdad -respondió Emily simplemente.
    La señorita Jethro se estremeció -¡en esa noche tan cálida!- como presa de un escalofrío.
    Emily le tendió la mano; el sentimiento de bondad que había despertado en ella resplandecía hermoso en sus ojos.
    -Temo no haber sido justa con usted –dijo-. ¿Me perdona y me da su mano?
    La señorita Jethro se puso de pie y retrocedió.
    -¡Mire la luz! -exclamó.
    La vela se había consumido. Emily seguía con la mano tendida y la señorita Jethro seguía negándose a mirarla.
    -Sólo queda un poco de luz para guiarme hasta la puerta -dijo-. Buenas noches... y adiós.
    Emily la agarró por la bata y la retuvo.
    -Por qué no quiere estrechar mi mano? -preguntó.
    El pabilo de la vela cayó en el candelero y las dejó en la oscuridad. Emily seguía con la bata de la maestra firmemente agarrada. Con o sin luz, estaba decidida a lograr que la señorita Jethro se explicara.
    Todo el tiempo habían hablado en voz baja, temiendo molestar a las jóvenes dormidas. La súbita oscuridad produjo un efecto inevitable. Sus voces descendieron hasta convertirse en un susurro.
    -Si es amiga de mi padre es también amiga mía, ¿no es así? -dijo Emily suplicante.
    -Dejemos ese tema.
    -¿Por qué?
    -Nunca podrá ser amiga mía.
    -¿Por qué no?
    -¡Déjeme ir!
    La conciencia del respeto que se debía a sí misma le impidió a Emily seguir insistiendo.
    -Le ruego que me perdone por haberla retenido en contra de su voluntad -dijo, y soltó la bata.
    Al instante, la señorita Jethro también cedió.
    -Lamento haberme mostrado obstinada -respondió-. Si me desprecia, después de todo no es más que lo que merezco -Emily sintió en el rostro su aliento cálido: la infeliz debió inclinarse sobre la cama para hacer su confesión-. No soy alguien con quien le convenga relacionarse.
    -¡No lo creo!
    La señorita Jethro suspiró con amargura.
    -Joven y generosa, ¡en otros tiempos fui igual!
    Controló su estallido de desesperación. Pronunció sus próximas palabras con tono más firme.
    -¡Quiere saberlo, tiene que saberlo! -dijo-. Alguien (de la casa o de afuera, no lo sé) me ha delatado a la directora de la escuela. Una infeliz en mi situación sospecha de todos, y lo que es peor, lo hace sin motivo ni excusa. Os oí hablando cuando debíais estar dormidas. A todas os resulto antipática. ¿Cómo saber si no había sido una de vosotras? ¡Absurdo en una persona equilibrada! Subí hasta la mitad de las escaleras, me sentí avergonzada y regresé a mi cuarto. ¡Si hubiera podido descansar un poco! Ah, no fue posible. Mis viles sospechas me mantenían despierta; volví a abandonar la cama. Sabe lo que escuché del otro lado de esa puerta y por qué estaba interesada en escucharlo. Su padre nunca me dijo que tenía una hija. La señorita Brown de esta escuela era para mí una señorita Brown más. Hasta esta noche no tenía ni idea de quién era usted realmente. Pero divago. ¿Qué le importa todo esto? La señorita Ladd ha sido compasiva; me deja ir sin denunciarme públicamente. Ya adivinará lo que ha sucedido. ¿No? ¿Ni siquiera ahora? ¿Es inocencia o bondad lo que la hace tan lenta para entender? Querida mía, logré que me admitieran en esta casa respetable con referencias falsas, y me han descubierto. ¡Ahora sabe por qué no puede ser amiga de una mujer como yo! Una vez más, buenas noches... y adiós.
    Emily quiso evitar esa triste despedida.
    -Deme las buenas noches, pero no me diga adiós -dijo-. Permítame volver a verla.
    -¡Nunca!
    El tenue sonido de la puerta al cerrarse suavemente se dejó oír en la oscuridad. La señorita Jethro había hablado, se había ido y Emily no la volvería a ver.
    Triste, interesante, indescifrable criatura; he ahí el problema que rondaba esa noche los pensamientos de la despierta Emily, el fantasma de sus sueños. "¿Buena o mala?", se preguntaba. "Falaz, porque escuchó detrás de la puerta. Sincera, porque me contó su deshonra. Amiga de mi padre y nunca supo que tenía una hija. Refinada, instruida, con aires de dama y se rebaja usando referencias falsas. ¿Quién puede reconciliar tales contradicciones?"
    El alba se asomó a la ventana, el alba del día memorable que era, para Emily, el del inicio de una nueva vida. Ante ella se extendían los años; y con su paso, los años revelan desconcertantes misterios sobre la vida y la muerte.
    CAPÍTULO IV
    EL PROFESOR DE DIBUJO DE LA SEÑORITA LADD

    A Francine la despertó a la mañana siguiente una de las sirvientas, que le traía el desayuno en una bandeja. Atónita ante esa concesión a la pereza en una institución dedicada a la práctica de todas las virtudes, miró a su alrededor. El dormitorio estaba desierto.
    -Las demás jóvenes están atareadas como abejas, señorita -explicó la sirvienta-. Hace dos horas que se levantaron y se vistieron, y hace rato que se recogió el desayuno. La culpa es de la señorita Emily. No les permitió que la despertaran. Dijo que usted no sería de ninguna utilidad en los bajos, y que era mejor que la trataran como a una visita. La señorita Cecilia se sintió tan apenada de que usted se perdiera el desayuno que habló con el ama de llaves, y ella me envió a traérselo. Por favor, perdone si el té está frío. Hoy es el Gran Día y, en consecuencia, todo está patas arriba.
    Tras preguntar qué era el "Gran Día" y por qué producía esos extraordinarios resultados en una escuela para señoritas, Francine descubrió que el primer día de las vacaciones se dedicaba a la distribución de los premios, en presencia de padres, tutores y amigos. A ello se añadía una Gala, compuesta por esas inmisericordes pruebas a la entereza humana llamadas Declamaciones. A intervalos se distribuían refrescos ligeros y se interpretaban piezas musicales, para reanimar al exhausto público. El periódico local enviaba a un reportero para que redactara una crónica del acontecimiento, y algunas de las jóvenes de la señorita Ladd disfrutaban del embriagador placer de ver sus nombres en letra de imprenta.
    -Empieza a las tres -continuó la sirvienta-, y con las prácticas y los ensayos y la ornamentación del aula hay un alboroto capaz de marear a cualquiera. Además de que todos nos hemos llevado una sorpresa -dijo la chica bajando la voz y acercándose a Francine-. Esta mañana temprano se marchó la señorita Jethro sin despedirse de nadie.
    -¿Quién es la señorita Jethro?
    -La maestra nueva, señorita. No le gustaba a nadie, y todas sospechamos que hay algo turbio en el asunto. Ayer la señorita Ladd y el párroco sostuvieron una larga conversación (en privado, sabe), y mandaron a buscar a la señorita Jethro, lo que no tiene muy buen aspecto, ¿no le parece? ¿Puedo hacer algo más por usted, señorita? Después de la lluvia, el día está precioso. Yo en su lugar iría a pasar un buen rato al jardín.
    Después de terminar su desayuno, Francine decidió seguir ese sensato consejo. La sirvienta que le indicó el camino al jardín no se sintió favorablemente impresionada por la nueva pupila: el humor de Francine se reflejaba de modo demasiado evidente en su rostro. A una muchacha que tenía una elevada opinión de sí misma no le resultaba muy agradable sentirse excluida, como si fuera una tosca chica de campo, del proyecto que absorbía todo el interés de sus compañeras. "¿Llegará el día en que gane un premio, y cante y toque ante todos los invitados?" se preguntó con amargura. "¡Cómo me gustaría lograr que las chicas me envidiaran!"
    Un extenso prado, sombreado en uno de sus extremos por espléndidos y añosos árboles -con arriates de flores y arbustos, y veredas serpenteantes, trazadas con gracia para invitar al caminante a recorrerlas- hacían del jardín un bienvenido refugio en esa hermosa mañana de verano. La novedad de la escena, después de su vida en el Caribe, y las deliciosas brisas refrescadas por la lluvia de la noche, ejercieron una tonificante influencia sobre el ánimo hosco de Francine. Sonrió, a pesar de sí misma, al recorrer los agradables senderos y escuchar a los pájaros que cantaban sus canciones estivales allá en lo alto.
    Caminando sin rumbo fijo atravesó la arboleda, que ocupaba una extensión considerable de terreno, y llegó a un amplio claro donde descubrió un viejo estanque cubierto de plantas acuáticas. De la dilapidada fuente que estaba en su centro caían gotas de agua. Del otro lado del estanque, el terreno descendía en una suave pendiente hacia el sur y dejaba ver, por sobre una cerca de poca altura, una linda vista de un pueblo y su iglesia, con un fondo de bosques de abetos que ascendía por las laderas cubiertas de brezos de una cadena de colinas más lejanas. Una pequeña y singular edificación de madera, que imitaba en sus formas un chalet suizo, estaba ubicada de forma que desde ella se apreciaba todo el panorama. Cerca, a su sombra, había una silla y una mesa rústicas con una caja de pinturas sobre la una y un portafolio sobre la otra. Una hoja de papel de dibujo desechada revoloteaba sobre la hierba, a merced de la brisa caprichosa. Francine bordeó el estanque corriendo y recogió el papel justo cuando estaba a punto de caer al agua. Era un boceto en acuarela del pueblo y los bosques, y Francine, que había contemplado el paisaje con indiferencia, se interesó por el dibujo del paisaje. Los visitantes de las Galerías de Arte que admiten estudiantes dan muestras de la misma extraña perversión. La obra del copista capta toda su atención, al tiempo que no se interesan por el cuadro original.
    Al levantar la vista del boceto, Francine experimentó un sobresalto. Descubrió a un hombre que la observaba desde la ventana del mirador suizo.
    -Cuando haya terminado con ese dibujo le ruego que me lo devuelva -dijo con voz pausada.
    Era alto, delgado y trigueño. Su rostro inteligente y de hermosos rasgos -cuya parte inferior ocultaba una barba negra y rizada- habría sido definitivamente atractivo, incluso a los ojos de una alumna de escuela, de no haber sido por las profundas arrugas que lo surcaban prematuramente entre las cejas y a ambos lados de la boca. Por otra parte, una burla latente menoscababa el encanto de sus maneras, por lo demás refinadas y gentiles. Entre los seres que pueblan la tierra, los niños y los perros eran los únicos críticos que apreciaban sus méritos sin percatarse de los defectos que hacían que la impresión que producía en hombres y mujeres no fuera completamente favorable. Vestía con pulcritud, pero su abrigo mañanero estaba mal cortado, y su pintoresco sombrero de fieltro era demasiado viejo. En resumen, parecía no tener ninguna buena cualidad que no estuviera perversamente asociada con alguna insuficiencia. Era uno de esos hombres inofensivos e infortunados que poseen excelentes cualidades y que, sin embargo, nunca llegan a gozar de popularidad en la esfera social en que se mueven.
    Francine le alcanzó el boceto por la ventana, dudando de si las palabras que le dirigiera habían sido pronunciadas en broma o en serio.
    -Sólo me atreví a tocar su dibujo porque corría peligro -dijo.
    -¿Qué peligro? -inquirió él.
    Francine señaló al estanque.
    -Si no lo hubiera recogido a tiempo, el viento lo habría hecho caer al agua.
    -¿Cree que valía la pena recogerlo?
    Al hacer esa pregunta miró primero al boceto, después al paisaje que reproducía y después de nuevo al boceto. Las comisuras de su boca se alzaron en una expresión sarcástica.
    -Señora Naturaleza, le pido perdón -dijo.
    Con esas palabras rasgó inmutable su obra de arte en pequeños pedazos que lanzó al viento por la ventana.
    -¡Qué lástima! -dijo Francine.
    El hombre salió del mirador y se acercó a ella.
    -¿Por qué es una lástima? -preguntó.
    -Un dibujo tan bonito.
    -No es un dibujo bonito.
    -No es usted muy cortés, señor.
    El hombre la miró y suspiró, como si compadeciera a una mujer tan joven por tener un temperamento tan presto a detectar una ofensa. Él, en cambio, en medio de las más abiertas desavenencias, mantenía un talante cortésmente seguro de sí mismo.
    -Digámoslo claramente, señorita -contestó-. He ofendido el sentimiento que predomina en su naturaleza: la conciencia de su propio valor. No le gusta que le digan, ni siquiera de modo indirecto, que no sabe nada de Arte. En estos tiempos, todo el mundo lo sabe todo y opina que, al final, no vale la pena saber nada. Pero cuidado con la manera en que adopta un aire de indiferencia, que no es otra cosa que arrogancia disfrazada. La pasión dominante de la humanidad civilizada es la Arrogancia. Puede usted someter a cualquier otra prueba el aprecio de su mejor amigo, y este se lo perdonará. Pero rice siquiera la lisa superficie de la buena opinión que tiene de sí mismo y se producirá entre ustedes un franco distanciamiento que durará toda la vida. Excúseme por transmitirle el oropel de mi experiencia. Esta charla intrascendente es mi forma de arrogancia. ¿Puedo serle útil de alguna manera mejor? ¿Busca a alguna de nuestras jóvenes señoritas?
    Francine comenzó a sentir, a su pesar, cierto interés en el hombre cuando se refirió a "nuestras jóvenes señoritas". Le preguntó si formaba parte de la escuela.
    Las comisuras de su boca volvieron a alzarse.
    -Soy uno de los profesores -dijo-. ¿Y usted también va a formar parte de la escuela?
    Francine inclinó la cabeza con una gravedad y una condescendencia destinadas a mantenerlo a conveniente distancia. Lejos de sentirse desalentado, el hombre le permitió a su curiosidad tomarse nuevas libertades.
    -¿Tendrá usted la desdicha de ser una de mis alumnas? -preguntó.
    -No sé quién es usted.
    -No sabrá mucho más cuando conozca mi nombre. Me llamo Alban Morris.
    Francine modificó lo dicho.
    -Quise decir que no sé lo que enseña.
    Alban Morris apuntó a los fragmentos de su boceto del paisaje.
    -Soy un mal artista -dijo- Algunos malos artistas se convierten en miembros de la Real Academia. Algunos se dan a la bebida. Algunos obtienen una pensión. Y otros -y soy uno de ellos- encuentran refugio en las escuelas. En esta escuela, el dibujo es una asignatura opcional. ¿Seguirá usted mi consejo? Cuide el bolsillo de su buen padre; diga que no quiere aprender a dibujar.
    Hablaba tan en serio y con tanta gravedad que Francine rompió a reír.
    -Es usted un hombre extraño -dijo.
    -Se equivoca de nuevo, señorita. No soy más que un hombre infeliz.
    Los surcos de su rostro se hicieron más profundos, el humor latente murió en sus ojos. Se volvió hacia la ventana del mirador y tomó una pipa y una bolsa de tabaco que había dejado en el alféizar.
    -Perdí a mi único amigo el año pasado -dijo-. Desde la muerte de mi perro, mi pipa es la única compañera que me queda. Naturalmente, no me está permitido disfrutar del consuelo de esta honesta amiga en presencia de las damas. Ellas tienen su propio gusto en lo tocante a perfumes. Sus ropas y sus cartas apestan a la fétida secreción del alce almizclero. El limpio olor vegetal del tabaco les resulta insoportable. Permítame retirarme y déjeme agradecerle la molestia que se tomó para salvar mi dibujo.
    El tono de indiferencia con que expresó su agradecimiento picó a Francine. Su resentimiento la llevó a extraer sus propias conclusiones acerca de lo que el profesor de dibujo había dicho sobre las damas y el alce almizclero.
    -Me equivoqué al admirar su dibujo y también al creer que era usted un hombre extraño -señaló-. ¿Me equivoco por tercera vez si pienso que no le agradan las mujeres?
    -Lamento decir que tiene razón -respondió Alban Morris con aire grave.
    -¿No existe ni siquiera una excepción?
    En el mismo momento en que esas palabras salieron de sus labios, Francine se percató de que había tocado un lugar sensible y oculto que había en el profesor. Las negras cejas de Alban Morris se fruncieron, sus ojos penetrantes la miraron con airada sorpresa. Al momento se calmó. El maestro de dibujo se quitó el desastrado sombrero y le hizo una reverencia.
    -Aún me queda un punto doloroso, y sin la menor intención, usted lo ha lastimado -dijo-. Buenos días.
    Antes de que Francine pudiera volver a hacer uso de la palabra, Alban Morris ya había doblado la esquina del mirador y lo ocultaban unos arbustos situados hacia el oeste del terreno.


    CAPÍTULO V
    DESCUBRIMIENTOS EN EL JARDÍN

    De nuevo a solas, la señorita de Sor regresó al jardín atravesando otra vez la arboleda. Su entrevista con el maestro de dibujo la había ayudado a pasar el tiempo. A algunas jóvenes no les habría resultado tarea fácil formarse una opinión justa del carácter de Alban Morris. El examen esencialmente superficial de Francine la condujo a calificarlo de "un poco loco" y a no ocuparse más de él, juzgado y descartado a su entera satisfacción.
    Al llegar al prado descubrió a Emily, que caminaba de un lado a otro, con la cabeza gacha y las manos a la espalda, sumida en sus reflexiones. La alta opinión de sí misma que tenía Francine no le habría permitido detenerse junto a ninguna otra de las chicas, a menos que esta la hubiera abordado. Se detuvo a contemplar a Emily.
    La triste suerte de las mujeres de pequeña estatura las condena por lo general a engordar demasiado y a tener piernas cortas. La figura esbelta y bellamente espigada de Emily desmentía la primera de esas dos desdichas, y sólo con atravesar una habitación daba testimonio de la afortunada ausencia de la segunda. La Naturaleza la había constituido, de pies a cabeza, sobre una armazón de huesos de proporciones perfectas. Que sean altas o de pequeña estatura, poco importa en el caso de las mujeres que poseen la ventaja fundamental de contar con un buen esqueleto. Cuando viven hasta la vejez, a menudo confunden a los hombres imprudentes que las siguen por las calles. "Mi palabra de honor que tenía tanta gracia y caminaba tan erguida como una jovencita; y cuando la mirabas de frente, el pelo blanco y setenta años de edad."
    Francine se acercó a Emily, movida por un impulso raro en su naturaleza: el impulso de mostrarse sociable.
    -Parece que no está usted de muy buen talante -comenzó-. ¿Será que le pesa dejar la escuela?
    Presa del estado de ánimo que la embargaba, Emily aprovechó la oportunidad para (como reza la frase popular) parar en seco a Francine.
    -Lamento decirle que se equivoca -respondió--. En Cecilia encontré a mi más querida amiga en la escuela. Y la escuela trajo consigo el cambio en mi vida que me ha ayudado a soportar la pérdida de mi padre. Si quiere saber en qué pensaba en este momento, le diré que pensaba en mi tía. No ha respondido a mi última carta y comienzo a temer que se encuentre enferma.
    -Lo lamento mucho -dijo Francine.
    -¿Por qué? No conoce a mi tía; y a mí sólo me conoce desde ayer por la tarde. ¿Por qué lo lamenta?
    Francine guardó silencio. Sin percatarse de ello, comenzaba a experimentar la imperiosa influencia que Emily ejercía sobre las naturalezas más débiles que entraban en contacto con ella. Sentirse irresistiblemente atraída por una desconocida –una criatura infortunada cuyo destino era ganarse la vida con su trabajo- al ingresar en una nueva escuela, colmaba de perplejidad el escaso discernimiento de la señorita de Sor. Tras esperar en vano una respuesta, Emily le volvió la espalda y retomó el hilo de los pensamientos que su compañera había interrumpido.
    Por una asociación de ideas de la que no era consciente, pasó de pensar en su tía a pensar en la señorita Jethro. La entrevista de la noche anterior había acudido a su mente a ratos durante las horas ya transcurridas del nuevo día.
    Actuando por instinto más que impulsada por la razón, había mantenido en absoluta reserva ese notable incidente de su vida escolar. Nadie más se había enterado de algo adicional en torno al asunto. Al informarle del mismo a su claustro de profesores, la señorita Ladd había aludido a la cuestión en los términos más cuidadosos. "Circunstancias de orden personal han obligado a la dama a marcharse de mi escuela. Cuando regresemos después de las vacaciones, habrá otra maestra en su lugar." Así habían comenzado y concluido las explicaciones de la señorita Ladd. Las averiguaciones con las sirvientas no habían arrojado ningún resultado. El equipaje de la señorita Jethro debía enviarse a la estación central del ferrocarril de Londres, y la propia señorita Jethro había borrado todo rastro al marcharse a pie de la escuela. El interés de Emily por la maestra perdida no era el interés pasajero de la curiosidad; la misteriosa amiga de su padre era una persona a quien deseaba sinceramente volver a ver. Desorientada ante la dificultad para encontrar algún medio de seguir el rastro de la señorita Jethro, llegó a la sombra de la arboleda y dio la vuelta para regresar. Al aproximarse al lugar en que se encontrara con Francine, se le ocurrió una idea. Era posible que la señorita Jethro no fuera una desconocida para su tía.
    Meditando aún en el frío recibimiento de que fuera objeto, y sintiendo la influencia que la dominaba a su pesar, Francine interpretó el regreso de Emily como una expresión implícita de arrepentimiento. Avanzó con una sonrisa forzada y fue la primera en hablar.
    -¿Cómo les va a las jóvenes en el salón? -preguntó para reanudar la conversación.
    El rostro de Emily exhibió un gesto de sorpresa que decía a las claras: ¿no puede entender una indirecta y dejarme tranquila?
    Francine era constitucionalmente impenetrable a ese tipo de reconvención, de modo que no sintió ni cosquillas en su gruesa piel de elefante.
    -¿Por qué no está ayudándolas, si es la que tiene la cabeza más clara de todas y la que siempre toma la iniciativa? -continuó.
    Puede ser una confesión humillante, pero es sin duda cierto que todos somos sensibles a la adulación. Los diferentes gustos aprecian diferentes métodos de lisonja, pero su práctica resulta más o menos agradable para todos. El de Francine ejerció un efecto tranquilizante sobre Emily, quien respondió con indulgencia:
    -Señorita de Sor, no tengo nada que ver con el asunto.
    -¿Nada que ver con el asunto? ¿Ningún premio que ganar antes de dejar la escuela?
    -Hace años que gané todos los premios.
    -Pero habrá declamaciones. ¿No declama usted?
    Palabras inofensivas en sí mismas, pronunciadas con la intención de que siguieran el mismo curso de fácil adulación que las anteriores, pero, ¡qué resultado tan distinto produjeron! La faz de Emily se encendió de cólera desde el instante en que las oyó. Después de irritar a Alban Morris, la infortunada Francine, merced a una segunda y lamentable intervención del azar, había logrado molestar a Emily.
    -¿Quién se lo ha dicho? -exclamó ésta-. ¡Insisto en saberlo!
    -¡Nadie me ha dicho nada! -declaró Francine con voz lastimosa.
    -¿Nadie le ha dicho que he sido insultada?
    -¡No, claro que no! Oh, señorita Brown, ¿quién se atrevería a insultarla a usted?
    En un hombre, el sentimiento de haber sido objeto de una injusticia se somete en ocasiones a la disciplina del silencio. En una mujer, nunca. Al recordar súbitamente (merced al perdonable error de una amable compañera) la arbitrariedad de que fuera víctima, ¡Emily incurrió en la pasmosa incoherencia de apelar a las simpatías de Francine!
    -¿Podrá creerlo? Me han prohibido que declame, a mí, a la alumna más destacada de la escuela. ¡Oh, no fue hoy! Sucedió hace un mes, cuando todas hacíamos nuestras consultas y preparativos. La señorita Ladd me preguntó si ya había escogido una obra para declamar. Le dije: "No sólo la he escogido, sino que ya la he aprendido de memoria." "¿Y cuál es?" "La escena del puñal de Macbeth." Dejó escapar un aullido -no puedo llamarlo de ninguna otra manera-, un aullido de indignación. ¡El monólogo de un personaje masculino, y, lo que es peor aún, el monólogo de un asesino, declamado por una de las jóvenes de la señorita Ladd ante un público compuesto por padres y tutores! Ese fue el tono que se empleó conmigo. Me mantuve firme como una roca. La escena del puñal o nada. ¡Al final, nada! Un insulto a Shakespeare y un insulto a Mí. Me dolió, me duele todavía. Estaba dispuesta a hacer cualquier sacrificio en nombre del teatro. Si la señorita Ladd hubiera reaccionado como correspondía, ¿sabe qué habría hecho? Habría interpretado a Macbeth ataviada para la escena. Escúcheme y juzgue por sí misma. Comienzo con una mirada extraviada que produce terror y una voz hueca y plañidera: "¿Es un puñal lo que veo...?"
    Emily declamaba con el rostro vuelto hacia los árboles, pero se interrumpió, abandonó el personaje de Macbeth y al instante volvió a ser ella misma: ella con la cara encendida y un brillo de cólera en la mirada.
    -Excúseme, no puedo confiar en mi memoria. Debo buscar la obra.
    Y con esa brusca disculpa se alejó rápidamente en dirección a la casa.
    Un poco sorprendida, Francine se volvió y miró hacia los árboles. Descubrió -en franca retirada, del otro lado- a Alban Morris, el excéntrico profesor de dibujo. ¿Admiraba él también la escena del puñal? ¿Y, por tanto, deseaba oírla declamar recatadamente, sin que se advirtiera su presencia? En ese caso, ¿por qué Emily (cuya debilidad no era, ciertamente, la falta de confianza en su propio talento) se había marchado del jardín en el instante en que lo vio? Francine se dejó guiar por el instinto. Acababa de llegar a una conclusión que se expresó en una sonrisa maliciosa, cuando apareció en el prado la gentil Cecilia -una imagen adorable, con un ancho sombrero de paja y un vestido blanco con un ramillete de flores en el escote- sonriendo y abanicándose.
    -Hace tanto calor en el aula, y algunas de las chicas, pobrecitas, se ponen de tan mal humor en los ensayos, que decidí escapar -dijo-. Confío en que haya podido desayunar, señorita de Sor. ¿Qué hace aquí, tan sola?
    -He hecho un descubrimiento interesante -respondió Francine.
    -¿Un descubrimiento interesante en nuestro jardín? ¿De qué se trata?
    -El profesor de dibujo, querida, está enamorado de Emily. Quizás ella no sienta nada por él. O tal vez he sido un obstáculo inocente a la celebración de una entrevista entre ellos.
    En el desayuno, Cecilia había comido hasta saciarse de su plato favorito: huevos con mantequilla. Estaba de tan buen humor que se sentía inclinada a la coquetería, aun cuando no había ningún hombre presente a quien fascinar.
    -No se nos permite hablar de amor en la escuela -dijo, y escondió el rostro tras el abanico-. Además, si llegara a oídos de la señorita Ladd, el pobre señor Morris podría perder su puesto.
    -¿Pero no es verdad? -preguntó Francine.
    -Puede que sea verdad, querida, pero nadie lo sabe. Emily no ha dejado escapar ni una palabra en presencia de ninguna de nosotras, y el señor Morris se guarda su secreto. De vez en cuando lo sorprendemos contemplándola... y sacamos nuestras propias conclusiones.
    -¿Vio a Emily cuando venía hacia aquí?
    -Sí, y pasó a mi lado sin hablarme.
    -Quizás pensaba en el señor Morris.
    Cecilia negó con la cabeza.
    -Pensaba, Francine, en la nueva vida que la espera, y me temo que lamentaba haberme confiado sus esperanzas y deseos. ¿Le contó anoche cuál será su futuro cuando se marche de la escuela?
    -Me dijo que usted había sido muy amable al ayudarla. Estoy segura de que me habría enterado de más cosas de no haberme dormido. ¿Qué hará?
    -Vivir en una casa aburrida, muy lejos, en el norte, llena de ancianos -respondió Cecilia-. Tendrá que escribir y traducir para un gran estudioso que investiga unas misteriosas inscripciones -jeroglíficos, creo que las llaman- encontradas en las ruinas de la América Central. ¡No es cosa de risa, Francine! Emily también hizo una broma a propósito de ello. "Aceptaré cualquier cosa menos un cargo de institutriz", dijo. "¡Habría que compadecer a los niños que me tuvieran a Mí para instruirlos!" Me rogó y me suplicó que la ayudara a encontrar una manera de ganarse la vida honradamente. ¿Qué podía yo hacer? Lo único que estaba a mi alcance era escribirle a papá. Como es miembro del parlamento, todo el que aspira a un puesto parece creer que está obligado a encontrárselo. Sucedió que había tenido noticias de un viejo amigo (un tal Sir Jervis Redwood) que andaba en busca de un secretario. Como está a favor de permitirles a las mujeres competir con los hombres por los empleos, Sir Jervis estaba dispuesto a probar lo que llama "una fémina". ¿No es esa una manera horrible de referirse a nosotras? Y la señorita Ladd dice, además, que es incorrecta desde el punto de vista del idioma. Papá ya le había respondido diciendo que no conocía a ninguna dama a quien pudiera recomendarle. Cuando recibió la carta en la que le hablaba de Emily, nos hizo el favor de volver a escribirle. Entretanto, Sir Jervis había recibido dos solicitudes para la plaza vacante. En ambos casos se trataba de señoras mayores y no las aceptó.
    -Porque eran mayores -sugirió Francine con malicia.
    -Oirá usted misma sus razones, querida. Papá me mandó un extracto de su carta. Me enojó bastante; y (quizás por esa razón) creo que puedo repetirla palabra por palabra: "En esta casa ya somos cuatro ancianos, y no queremos un quinto. Deseamos contar con alguien joven que nos levante el ánimo. Si la amiga de su hija está de acuerdo con los términos y no carga con un enamorado, la mandaré a buscar cuando termine la escuela a mediados del verano". Grosero y egoísta, ¿no es cierto? Sin embargo, Emily no estuvo de acuerdo conmigo cuando le mostré el extracto. Aceptó el empleo, para gran sorpresa y pesar de su tía, cuando esa excelente mujer se enteró. Ahora que ha llegado el momento, creo que la pobrecita Emily (aunque no lo admite) le teme a ese futuro.
    -Es muy posible concordó Francine sin fingir siquiera condolerse de Emily-. Pero dígame, ¿quiénes son los cuatro ancianos?
    -Primero el propio Sir Jervis, que acaba de cumplir setenta años. Después, su hermana soltera, de casi ochenta. A continuación su sirviente, el señor Rook, que hace mucho que pasó de los sesenta. Y por último, la esposa de su sirviente, que se considera joven, dado que sólo tiene un poco más de cuarenta. Esas cuatro personas componen el hogar de Sir Jervis. La señora Rook vendrá hoy para acompañar a Emily en el viaje al norte, y no estoy nada segura de que a Emily le resulte simpática.
    -¿Supongo que se trata de una mujer desagradable?
    -No, no exactamente, más bien rara y caprichosa. La verdad es que la señora Rook ha tenido sus problemas, y quizás eso la ha desequilibrado un poco. Ella y su esposo eran los dueños de la posada del pueblo que queda cerca de nuestro parque; en casa los conocemos bien. Esas pobres gentes me inspiran mucha lástima. ¿Qué mira, Francine?
    Como no sentía ningún interés por el señor y la señora Rook, Francine examinaba el adorable rostro de su compañera en busca de defectos. Ya había descubierto que Cecilia tenía los ojos muy separados y que a su barbilla le faltaba tamaño y carácter.
    -Admiraba su tez, querida -respondió displicente-. ¿Y por qué compadece a los Rook?
    La sencilla Cecilia se limitó a sonreír y a continuar con su historia.
    -Se ven obligados a emplearse como sirvientes en la vejez, debido a una desgracia de la que de ningún modo son culpables. Los clientes dejaron de acudir a su establecimiento y el señor Rook quebró. La posada comenzó a tener eso que llaman mala fama, y por una causa terrible. En ella se cometió un asesinato.
    -¿Un asesinato? -exclamó Francine-. ¡Oh, qué emoción! Es usted tan exasperante. ¿Por qué no me lo había dicho?
    -No había pensado en ello -dijo Cecilia con toda sencillez.
    -¡Siga! ¿Estaba usted en su casa cuando ocurrió?
    -Estaba aquí, en la escuela.
    -Pero supongo que habrá leído los periódicos.
    -La señorita Ladd no nos permite leer periódicos. No obstante, me enteré por las cartas de mi casa. No es que escribieran mucho sobre el asunto. Decían que era demasiado horrible para contarlo. El pobre caballero asesinado...
    Francine mostró una emoción verdadera:
    -¡Un caballero! -exclamó-. ¡Qué horrible!
    -Nadie en nuestra región conocía al pobre hombre, y la policía no tenía la menor idea de cuál podía ser el motivo del asesinato -prosiguió Cecilia-. No se encontró su cartera, pero el cadáver conservaba el reloj y los anillos. Recuerdo las iniciales de su ropa interior, porque eran las mismas de mi madre antes de casarse: "J.B." Créame, Francine, eso es todo lo que sé.
    -Pero sin duda sabe si se descubrió al asesino.
    -¡Oh, claro, eso sí lo sé! El gobierno ofreció una recompensa, y enviaron de Londres a algunas personas muy inteligentes para que ayudaran a la policía del condado. No consiguieron nada. Desde entonces hasta la fecha no se ha encontrado al asesino.
    -¿Cuándo sucedió?
    -Sucedió en el otoño.
    -¿El otoño del año pasado?
    -¡No! ¡No! Hace casi cuatro años.


    CAPÍTULO VI
    CAMINO AL PUEBLO

    Alban Morris -a quien Emily descubriera escondido entre los árboles- no se contentó con marcharse a otro rincón del parque. Prosiguió su retirada, sin importarle la dirección que tomaba, hasta alcanzar una senda que atravesaba los campos y conducía al camino y a la estación del ferrocarril.
    El profesor de dibujo de la señorita Ladd se encontraba en ese estado de irritación nerviosa que busca alivio en la rapidez de los movimientos. La opinión pública de la vecindad (especialmente la opinión pública femenina) había sentenciado hacía ya tiempo que sus maneras eran ofensivas y su carácter incurablemente malo. Los hombres que se cruzaron con él le desearon "buenos días" entre dientes. Las mujeres no le prestaron atención, salvo una. Era joven y atrevida, y ah verlo caminar a toda prisa rumbo a ha estación del ferrocarril, le gritó:
    -¡No se apure tanto, caballero! Tiene tiempo de sobra para tomar eh tren de Londres.
    Para su asombro, el profesor de dibujo se detuvo de golpe. Su fama de grosero estaba tan bien establecida que la joven se alejó a prudente distancia antes de aventurarse a volverse para mirarlo. Alban Morris no le prestaba atención, sino que parecía debatir algo consigo mismo. La traviesa joven le había hecho un favor: le había sugerido una idea.
    Supongamos que me vaya a Londres", pensó. "¿Por qué no? La escuela cierra por vacaciones y ella se va, igual que todas las demás." Volvió la vista en dirección a la escuela. "Si regreso a decirle adiós, se mantendrá alejada de mí y se despedirá en el último momento como si fuera un extraño. Después de mi experiencia con las mujeres, volver a enamorarme -a enamorarme de una joven que podría ser mi hija-, ¡qué tonto, qué tonto redomado y abyecto debo de ser!
    Sus ojos se llenaron de lágrimas ardientes. Se las enjugó con un gesto brusco y prosiguió su camino, más rápido que nunca, decidido a empacar sus cosas de inmediato en la casa del pueblo donde se alojaba y marcharse en el próximo tren.
    En el punto donde la senda se cruzaba con el camino, Morris se detuvo una segunda vez.
    La causa era, de nuevo, una persona del sexo femenino que asociaba en su mente con un amargo sentimiento de injusticia. En esta ocasión se trataba de una pobre niña que lloraba junto a los fragmentos de una jarra rota.
    Alban Morris la contempló con su sonrisa característica, expresiva de un áspero humor.
    -¿Así que has roto una jarra? -le comentó.
    -Y tiré la cerveza de papá -respondió la niña. Su frágil cuerpecito se estremeció de terror-. Mamá me pegará cuando llegue a casa -dijo.
    -¿Qué hace mamá cuando llegas a casa con la jarra sana y salva? -preguntó Alban.
    -Me da pan con mantequilla.
    -Muy bien. Ahora escúchame. Mamá te dará pan con mantequilla esta vez también.
    La niña se he quedó mirando con los ojos llenos de lágrimas. Alban siguió dirigiéndose a ella con la misma seriedad.
    -¿Has entendido lo que acabo de decirte?
    -Sí, señor.
    -¿Tienes un pañuelo?
    -No, señor.
    -Entonces sécate los ojos con el mío.
    Con una mano le arrojó su pañuelo y con la otra recogió los fragmentos de la jarra rota. "Esto bastará como muestra", se dijo. La niña clavó la vista en el pañuelo, después en Alban, cobró valor y se frotó vigorosamente los ojos. El instinto, que vale por todas las razones que hayan pretendido alguna vez alumbrar a la humanidad -el instinto, que nunca engaña- le decía a esa criaturita ignorante que había encontrado a un amigo. Le devolvió el pañuelo en medio de un grave silencio. Alban la tomó en sus brazos.
    -Ya tienes los ojos secos y una cara que se puede mirar ---dijo—. ¿Me das un beso?
    La niña le dio un beso enérgico y sonado.
    -Ahora ven conmigo a comprar otra jarra -le dijo el hombre poniéndola en el suelo.
    Los ojos redondos de la niña se abrieron grandes, alarmados.
    -¿Le alcanza el dinero? -preguntó.
    Alban se dio una palmada en el bolsillo.
    -Sí -respondió.
    -Qué bien, vamos -dijo la niña.
    Fueron tomados de la mano hasta el pueblo, compraron la nueva jarra y la hicieron llenar en la taberna. El padre sediento se encontraba en el extremo más alejado de los campos de labor, donde estaban abriendo una zanja. Alban cargó con la jarra hasta que llegaron a la vista del jornalero.
    -No tienes que andar mucho más -dijo-. Ten cuidado, que no se te vuelva a caer. ¿Y ahora qué te sucede?
    -Tengo miedo.
    -¿Por qué?
    -Oh, deme la jarra.
    Casi se la arrancó de has manos. Si dejaba que transcurrieran esos preciosos minutos, la esperaba otra paliza en la zanja: su padre no se mostraba indulgente cuando sus hijos tardaban en llevarle su cerveza. Cuando ya estaba a punto de alejarse a toda prisa, sin una palabra de despedida, la niña recordó las reglas de urbanidad que le habían enseñado en la escuela elemental, hizo una reverencia y dijo:
    -Gracias, señor.
    El amargo sentimiento de haber sido objeto de una injusticia seguía vivo en la mente de Alban mientras la contemplaba alejarse.
    -¡Qué lástima que se convertirá en una mujer! -se dijo.
    La aventura de la jarra rota había demorado en más de media hora su regreso a la casa. Cuando volvió a llegar al camino, el tren económico procedente del norte ya había llegado a la estación. Oyó el tañido de la campana cuando prosiguió su viaje a Londres.
    Una de las pasajeras (a juzgar por el maletín que llevaba) no se había quedado en el pueblo.
    A medida que avanzaba hacia Alban por el camino, este advirtió que era una mujer activa y nerviosa, de pequeña estatura, vestida de colores vivos combinados con una deplorable falta de gusto. Al acercarse, le pareció que su nariz aquilina era el más sobresaliente de sus rasgos. Quizás en su juventud, antes de que sus mejillas perdieran carnes y redondez, guardara una hermosa proporción con el resto de su rostro. La mujer probablemente era miope, por lo que mantenía los ojos entrecerrados; en su ángulo exterior exhibían unas arruguitas de astucia. A pesar de esa apariencia, no parecía dispuesta a admitir el paso del tiempo. Tenía el pelo manifiestamente teñido; llevaba el sombrero en un ángulo desenfadado y adornado con una airosa pluma. Caminaba con paso ligero y enérgico, balanceando su maletín y con la cabeza muy derecha, como manda la elegancia. Sus maneras, al igual que su vestuario, decían tan a las claras como lo habría podido formular con palabras: "No importa cuánto tiempo haya vivido, tengo intenciones de conservarme joven y encantadora hasta el fin de mis días". Para sorpresa de Alban, se detuvo y lo abordó.
    -Oh, si me hace el favor, ¿podría indicarme si este es el camino para ir la escuela de la señorita Ladd?
    Hablaba con rapidez nerviosa y mostraba una sonrisa singularmente desagradable. Esta le entreabría los labios finos sólo lo suficiente para dejar ver unos dientes sospechosamente hermosos y le hacia abrir los penetrantes ojos grises de la manera más extraña. El párpado superior se alzaba hasta enseñar, por un momento, la parte de arriba del globo del ojo, dándole el aspecto de alguien que fuera presa del pánico a causa del terror y no de una persona que queda mostrarse agradable. Sin tratar de ocultar la desfavorable impresión que le produjera, Alban le respondió con rudeza:
    -Siga recto -e intentó reemprender su camino.
    La mujer lo detuvo con un gesto perentorio.
    -Lo he tratado con cortesía, ¿y cómo me responde a cambio? -dijo-. ¡Bueno, no me extraña! Los hombres son todos unos brutos por naturaleza, y usted es un hombre. "¿Siga recto?" -repitió con desprecio-. Querría saber de qué le sirve eso a una persona en un lugar que le resulta desconocido. ¿Quizás, al igual que yo, tampoco sabe dónde queda la escuela de la señorita Ladd? ¿O es que tal vez no quiere tomarse el trabajo de hablar conmigo? ¡Justo lo que podía esperar de una persona de su sexo! Buenos días.
    Alban sintió el reproche; la mujer lo habla tocado por su lado más vulnerable: su sentido del humor. Le hizo gracia ver sus propios prejuicios sobre las mujeres reflejados grotescamente en los prejuicios sobre los hombres de esta excéntrica desconocida. Considerando que era la mejor disculpa que estaba en su mano ofrecerle, le dio todas la indicaciones que podía desear; después intentó proseguir su camino, de nuevo en vano. Se había hecho merecedor de la buena opinión de la mujer: ésta aún no había terminado con él.
    -Sabe usted muy bien cómo llegar -dijo la desconocida-. Me pregunto si también sabe algo sobre la escuela.
    Ningún cambio en su voz, ningún cambio en sus maneras delataba que tuviera un motivo especial para hacer esa pregunta. Alban estaba a punto de sugerirle que llegara a la escuela e hiciera allí sus averiguaciones cuando se fijó en sus ojos. Hasta ese momento, lo habían mirado al rostro. Ahora estaban clavados en el camino. Era un cambio insignificante; lo más probable es que no quisiera decir nada. Y aun así, por el mero hecho de que era un cambio, despertó su curiosidad.
    -Algo debo saber de la escuela -respondió-. Soy uno de sus profesores.
    -Entonces es exactamente el hombre que necesito. ¿Me podría decir su nombre?
    -Alban Morris.
    -Gracias. Soy la señora Rook. Supongo que habrá oído hablar de Sir Jervis Redwood.
    -No.
    -¡Bendito sea! Usted es un científico, por supuesto, y no ha oído hablar de otro miembro de la misma profesión. Sumamente extraordinario. Verá, soy el ama de llaves de Sir Jervis, quien me ha enviado para que acompañe a nuestro hogar a una de sus señoritas. ¡No me interrumpa! ¡No vuelva a comportarse como un bruto! Sir Jervis no tiene un carácter comunicativo. Al menos, no conmigo. Es un hombre, eso lo explica todo, ¡un hombre! Siempre está concentrado en sus libros y sus escritos; y la señorita Redwood, por su avanzada edad, se pasa la mitad del día en cama. No sé nada de esta nueva huésped de nuestro hogar, excepto que debo llevarla de vuelta conmigo. Usted también sentiría cierta curiosidad si estuviera en mi lugar, ¿no es cierto? Ahora dígame: ¿qué tipo de joven es la señorita Emily Brown?
    ¡El nombre en el que estaba siempre pensando, en labios de esa mujer! Alban se quedó mirándola.
    -Y bien, ¿no me dará ninguna respuesta? -dijo la señora Rook-. Ah, necesita ayuda. ¡Eso es también tan típico de los hombres! ¿Es bonita?
    Examinando aún al ama de llaves con una mezcla de interés y desconfianza, Alban le respondió con adustez.
    -Sí.
    -¿Tiene buen carácter?
    -Si -volvió a decir Alban.
    -Eso es todo en cuanto a la joven -comentó la señora Rook-. ¿Y su familia? -intranquila, se cambió de mano el maletín-. Quizás pueda informarme si el padre de la señorita Emily... -de repente modificó el contenido de su pregunta-, si los padres de la señorita Emily viven.
    -No lo sé.
    -Lo que quiere decir es que no me lo dirá.
    -Quiero decir exactamente lo que dije.
    -Oh, no importa, en la escuela lo averiguaré -replicó la señora Rook-. Creo que me dijo que debía girar a la izquierda en la primer encrucijada... ¿a campo traviesa?
    Alban Morris estaba demasiado interesado en Emily para dejar que el ama de llaves se marchara sin hacerle, a su vez, una pregunta:
    -¿Sir Jervis Redwood es un viejo amigo de la señorita Emily? -preguntó.
    -¿Él? ¿Cómo ha podido imaginarse semejante cosa? Nunca ha visto a la señorita Emily. La joven va a nuestra casa -ah, las mujeres llevan ahora la mejor parte, y bien empleado que les está a los hombres, ¡claro que sí!-, digo que va a nuestra casa como secretaria de Sir Jervis. A usted le encantaría el puesto, ¿no es cierto? Le gustarla impedirle a una joven pobre que se ganara la vida ¿no? Oh, puede adoptar un aspecto tan fiero como le plazca, ya pasaron los tiempo en que un hombre podía asustarme a mí. Me gusta su nombre. Emily me parece un nombre bonito. ¡Pero "Brown"! Buenos días, señor Morris. ¡Usted y yo no tenemos la desgracia de tener un apellido tan lamentablemente común como ese! ¿Brown? ¡Oh, Señor!
    Sacudió la cabeza con desdén y se alejó tarareando una melodía.
    Alban permaneció inmóvil, como si hubiera echado raíces en el lugar. Todo el afán de los últimos tiempos de su vida había consistido en ocultar la pasión sin esperanzas que lo dominaba muy a su pesar. Como Emily -quien lo compadecía y lo evitaba a la vez- no le había contado nada de sus circunstancias familiares ni de sus planes futuros, se había abstenido de hacer averiguaciones a través de otras personas, por temor a que también adivinaran su secreto, y que al desprecio que sentía por sí mismo se sumara el de ellas. En esa situación, y con esos obstáculos en su camino, el anuncio del próximo viaje de Emily -al cuidado de una desconocida, para desempeñar un empleo en casa de un desconocido- no sólo lo tomó por sorpresa, sino que le inspiró un fuerte sentimiento de desconfianza. Contempló cómo se alejaba la extravagante ama de llaves de Sir Jervis Redwood, completamente olvidado del propósito que lo llevara hasta allí en camino a su domicilio. Antes de que la señora Rook se perdiera de vista, Alban Morris comenzó a seguirla de regreso a la escuela.


    CAPÍTULO VII
    LOS ACONTECIMIENTOS FUTUROS PROYECTAN SU SOMBRA

    La señorita de Sor y la señorita Wyvil aún seguían sentadas bajo los árboles hablando del asesinato ocurrido en la posada.
    -¿Y es eso realmente todo lo que sabe? -dijo Francine.
    -Eso es todo -contestó Cecilia.
    -¿No hay nada que tenga que ver con el amor en el asunto?
    -No que yo sepa.
    -Es el asesinato menos interesante que se haya cometido. ¿Qué haremos ahora? Ya estoy cansada de estar aquí en el jardín. ¿A qué hora comienza el espectáculo en el aula?
    -Todavía faltan dos horas.
    Francine bostezó.
    -¿Y qué le toca hacer a usted en él? -preguntó.
    -No participo, querida. Una vez lo intenté. Se trataba sólo de cantar una simple cancioncita. Cuando me vi de pie frente a toda la concurrencia, ante varias filas de damas y caballeros que esperaban a que comenzara, me asusté tanto que la señorita Ladd tuvo que disculparse en mi nombre. No me repuse durante todo el día. Por primera vez en mi vida perdí el apetito a la hora de la cena. ¡Horrible! -dijo Cecilia estremeciéndose al recordarlo-. Le aseguro que pensé que moriría.
    Totalmente indiferente a la narración de esa espeluznante experiencia, Francine volvió la cabeza perezosamente hacia la casa. En ese momento se abría la puerta. Una personita esbelta descendía a toda velocidad los escalones que conducían al prado.
    -Es Emily que regresa-dijo Francine.
    -Y parece tener mucha prisa -comentó Cecilia.
    La sonrisa burlona de Francine asomó a su rostro un momento. ¿Acaso la prisa en los movimientos de Emily denotaba impaciencia por continuar declamando la "escena del puñal"? No llevaba ningún libro en las manos; no miraba en dirección a Francine. Cuando se aproximó a las dos jóvenes, en su rostro se advirtió claramente el pesar.
    Cecilia se incorporó alarmada. Ella era la primera persona a la que Emily le confiara sus preocupaciones domésticas.
    -¿Malas noticias de tu tía? -preguntó.
    -No, querida, no hay ninguna noticia.
    Emily rodeó tiernamente con sus brazos el cuello de su amiga.
    -Ha llegado el momento, Cecilia -dijo-. Debemos decirnos adiós.
    -¿Ya llegó la señora Rook?
    -Eres tú, querida, quien se marcha -respondió Emily con tristeza-. Enviaron a la institutriz a buscarte. La señorita Ladd está demasiado ocupada en el aula para recibirla, y ella me lo ha contado todo. No te alarmes. No hay malas noticias de tu casa. Tus planes han sufrido un cambio, eso es todo.
    -¿Un cambio?- repitió Cecilia-. ¿Cuál?
    -Un cambio muy agradable: vas a emprender un viaje. Tu padre quiere que llegues a Londres a tiempo para la partida del correo vespertino hacia Francia.
    Cecilia adivinó lo que había sucedido.
    -Mi hermana no mejora y los médicos la mandan al continente -dijo.
    -A los baños de St. Moritz -añadió Emily-. Hay una sola dificultad, y está en tus manos resolverla. Tu hermana cuenta con la buena y anciana institutriz para atenderla y con el correo para evitarle toda dificultad en el viaje. Debían haber partido ayer. Sabes cuánto te quiere Julia. En el último momento, no quiso oír hablar de marcharse a menos que tú la acompañaras. En St. Moritz vuestras habitaciones os aguardan, y tu padre está molesto (dice la institutriz) por la demora.
    Hizo una pausa. Cecilia guardaba silencio.
    -No vacilas, ¿cierto? -dijo Emily.
    -Me siento feliz de ir adonde quiera que vaya Julia -respondió Cecilia con vehemencia-. Pensaba en ti, querida -su naturaleza tierna, que evitaba enfrentar las duras necesidades de la vida, retrocedía ahora ante la perspectiva cruelmente próxima de la separación-. Creí que aún tendríamos algunas horas -dijo-. ¿Por qué nos apremian de esta forma? De nuestra estación no sale un segundo tren hacia Londres hasta avanzada la tarde.
    -Está el expreso, y tienen tiempo para tomado si parten de inmediato hacia el pueblo -le recordó Emily. Tomó la mano de Cecilia y la apretó contra su pecho-. Una y mil veces gracias, querida, por todo lo que has hecho por mí. Sea que nos volvamos a encontrar o que nunca nos veamos de nuevo, te querré mientras viva. ¡No llores! -hizo un casi imperceptible intento por recuperar su acostumbrada alegría, en atención a Cecilia-. Trata de ser tan insensible como yo. Piensa en tu hermana, no pienses en mí. Sólo dame un beso.
    Cecilia lloraba a mares.
    -Oh, mi querer, ¡estoy tan preocupada por ti! Tengo tanto miedo de que no seas feliz con ese anciano egoísta, en esa casa lúgubre. ¡Renuncia, Emily! Tengo dinero suficiente para ambas; ven al extranjero conmigo. ¿Por qué no? Siempre te has llevado bien con Julia cuando ibas a visitarnos en las vacaciones. ¡Oh, querida, querida! ¿Qué voy a hacer sin ti?
    Todas las ansias de amar de la naturaleza de Emily se habían concentrado, después de la muerte de su padre, en su amiga de la escuela. Su rostro se tornó extremadamente pálido debido a la lucha que sostenía consigo misma para controlarse, pero hizo un esfuerzo y logró soportar su dolor sin dejar que se le escaparan ni un lamento ni una lágrima.
    -Nuestros caminos en la vida son muy diferentes -dijo gentil-. Al menos tenemos la esperanza de volver a encontrarnos, querida.
    Cecilia la estrechó con más fuerza. Emily trató de liberarse del abrazo, pero sus fuerzas habían llegado al límite. Sus manos cayeron, temblorosas. Aún podía tratar de hablar animadamente: eso era todo.
    -No hay el menor motivo, Cecilia, para que te angusties por mi futuro. Me he propuesto ser la favorita de Sir Jervis Redwood antes de que pase una semana de entrar a su servicio.
    Se interrumpió y señaló hacia la casa. La institutriz se aproximaba.
    -Un último beso, mi bien. No olvidaremos las horas felices que pasamos juntas; nos. escribiremos constantemente -al fin se desplomó-. ¡Oh, Cecilia! ¡Cecilia! ¡Déjame, por amor de Dios, no puedo soportarlo!
    La institutriz las separó. Emily se dejó caer en la silla que antes ocupara su amiga. Hasta a su naturaleza optimista le resultaba demasiado pesado el fardo de la vida en ese momento.
    Una voz dura que le hablaba desde un lugar muy cercano le produjo un sobresalto.
    -¿Preferirla ser como yo y no tener a nadie que se preocupara por usted? -le preguntó la voz.
    Emily alzó la vista. Francine, testigo inadvertido de la conversación, se mantenía apartada, deshojando con indolencia una rosa que había caído del ramillete de Cecilia.
    ¿Le había dolido su exclusión? Le había dolido y aún le dolía.
    Emily la miró con el corazón conmovido por la pena. En los ojos de la señorita de Sor no encontró una mirada amable en respuesta a la suya, sino sólo una empecinada resistencia, triste de advertir en alguien tan joven.
    -Usted y Cecilia se escribirán -dijo-. Supongo que eso les brindará algún consuelo. Cuando partí de la isla, se alegraron de verse libres de mí. Me dijeron: "Telegrafía cuando llegues a la escuela de la señorita Ladd". Somos tan ricos que no nos importan los gastos de telegrafiar al Caribe. Además, un telegrama tiene ventajas sobre una carta: no lleva mucho tiempo leerlo. Claro que escribiré a mi casa. Pero ni ellos ni yo tenemos prisa. La escuela cierra; vosotras os vais por vuestro rumbo y yo por el mío, ¿y a quién le importa lo que me suceda a mí? Sólo a una directora de escuela fea y vieja a la que le pagan para que le importe. Me pregunto por qué le cuento todo esto. ¿Porque me resulta usted simpática? No creo que me resulte más simpática de lo que le resulto yo a usted. Cuando quise ser su amiga, me trató con frialdad; no quiero imponerle mi amistad. No me importa usted de manera especial. ¿Puedo escribirle desde Brighton?
    Bajo toda esa amargura -que era la primera exhibición de lo peor del carácter de Francine desde que llegara a la escuela- Emily vio, o creyó ver, una pena demasiado orgullosa o demasiado tímida para mostrarse abiertamente.
    -¿Cómo se le ocurre hacerme esa pregunta? -respondió cordialmente.
    Francine era incapaz de corresponder, siquiera mínimamente, a la simpatía de la que era objeto.
    -No me pregunte cómo se me ocurre -dijo- Lo único que quiero que me responda es sí o no.
    -¡Oh, Francine! ¡Francine! ¿De qué está usted hecha? ¿De carne y hueso? ¿O de piedra y hierro? Escríbame, por supuesto, y yo le responderé.
    -Gracias. ¿Se quedará aquí, bajo los árboles?
    -Sí.
    -¿Sola?
    -Sola.
    -¿Sin nada que hacer?
    -Puedo pensar en Cecilia.
    Francine la miró atentamente durante un momento.
    -¿No me dijo anoche que era muy pobre? -preguntó.
    -Sí.
    -¿Tan pobre que se veía obligada a ganarse la vida?
    -Sí.
    Francine volvió a clavarle la vista.
    -Estoy segura de que no me va a creer, pero me gustaría estar en su lugar -dijo.
    Se volvió con aire irritado y emprendió el camino de regreso a la casa.
    ¿Había en realidad ansias de bondad y amor bajo la superficie del retorcido carácter de la joven? ¿O bien no había nada mejor que esperar si se la conocía más? En lugar de las tiernas remembranzas de Cecilia, esos fueron los pensamientos desconcertantes e indeseados que la fuerte personalidad de Francine obligó a Emily a considerar.
    Emily se puso de pie impaciente y consultó su reloj. ¿Cuándo llegaría su turno de marcharse de la escuela y comenzar una nueva vida?
    Todavía indecisa acerca de qué hacer a continuación, la aparición de una de las sirvientas en el prado captó su atención. La mujer se le acercó y le entregó una tarjeta de visitas que llevaba impreso el nombre de Sir Jervis Redwood. Debajo del nombre había unas palabras escritas a mano: "La señora Rook, para ver a la señorita Emily Brown". ¡Al fin se abría ante ella la senda de su nueva vida!
    Volvió a mirar el sencillo anuncio contenido en las palabras y no se sintió totalmente satisfecha. ¿Sería que pretender una carta de Sir Jervis o de la señorita Redwood, que le proporcionara alguna información sobre el viaje que estaba a punto de emprender y que expresara con cierta cortesía el deseo de hacer todo lo posible para que su nuevo hogar le resultara placentero, era pretender una deferencia a la que no tenía derecho? De cualquier modo, su patrón le había hecho un favor: le había recordado que su lugar en la vida ya no era el de los tiempos en que su padre vivía y su tía disfrutaba de una situación desahogada.
    Levantó la vista. La sirvienta se había marchado. Alban Morris esperaba a cierta distancia; esperaba en silencio a que ella advirtiera su presencia.


    CAPÍTULO VIII
    MAESTRO Y ALUMNA

    El primer impulso de Emily fue el de evitar por segunda vez al profesor de dibujo. Un momento después, se impuso en ella un sentimiento más caritativo. La conversación de despedida con Cecilia había dejado huellas que obraban a favor de Alban Morris. Era un día de despedidas y buenos deseos: quizás el profesor sólo hubiera ido a decirle adiós. Avanzó para tenderle su mano, pero él la detuvo señalando a la tarjeta de Sir Jervis Redwood.
    -¿Podría decirle unas palabras sobre esa mujer, señorita Emily? -preguntó.
    -¿Se refiere a la señora Rook?
    -Sí. Sabe, por supuesto, por qué está aquí.
    -Viene a acompañarme a casa de Sir Jervis Redwood. ¿La conoce?
    -Me resulta totalmente desconocida. Me crucé con ella por casualidad cuando venía hacia aquí. Si la señora Rook se hubiera contentado con pedirme que le indicara el camino para llegar a la escuela, no estaría molestándola en este momento. Pero me forzó a sostener una conversación con ella. Y dijo algo que creo que usted debe saber. ¿Había oído hablar alguna vez del ama de llaves de Sir Jervis Redwood?
    -Sólo lo que mi amiga, la señorita Cecilia Wyvil, me ha contado.
    -¿La señorita Cecilia le dijo que la señora Rook conocía a su padre o a otros miembros de su familia?
    -¡Por supuesto que no!
    Alban reflexionó.
    -Era bastante natural que la señora Rook sintiera alguna curiosidad con respecto a usted -continuó-. Pero, ¿qué motivos tendría para preguntarme, y de manera muy singular, por su padre?
    Emily sintió despertar inmediatamente su interés. Abrió la marcha hacia las sillas que se encontraban a la sombra.
    -Dígame exactamente lo que le dijo esa mujer, señor Morris -mientras hablaba, le hizo un gesto de que se sentara.
    Alban observó la gracia natural de sus movimientos cuando le dio el ejemplo tomando asiento, y el leve rubor ocasionado por sus deseos de escuchar lo que aún tenía que decirle. Olvidando la moderación que hasta ese momento se impusiera, disfrutó del placer de admirarla en silencio. Las maneras de la joven no delataban esa franca confusión que habrían exhibido si su corazón se inclinara en secreto hacia él. Emily veía que el hombre la miraba. Miró al hombre con sincera perplejidad.
    -¿Vacila usted por mi causa? -preguntó-. ¿Dijo la señora Rook algo sobre mi padre que no debo saber?
    -¡No, no; nada por el estilo!
    -Parece confundido.
    La inocente indiferencia de la joven era una dura prueba para la paciencia de Alban. Su memoria retrocedió al pasado; recordó la pasión que sintiera en su juventud por quien no la merecía y la cruel herida que le infligieran; su orgullo despertó. ¿Estaría poniéndose en ridículo? Los arrebatados latidos de su corazón casi lo sofocaban. Y allí estaba ella tranquila, preguntándose el motivo de su extraño comportamiento. "¡Hasta esta muchacha actúa con tanta sangre fría como el resto de su sexo!"
    Esa idea, fruto de la ira, le permitió recuperar el control sobre si mismo. Se excusó con la fácil cortesía de un hombre de mundo.
    -Le ruego que me perdone, señorita Emily. Reflexionaba sobre cómo formular de la manera más breve y clara posible lo que tengo que decirle. Déjeme ver si puedo. Si la señora Rook se hubiera limitado a preguntarme si sus padres vivían, habla atribuido la pregunta a la curiosidad normal de una mujer chismosa y no habría pensado más en el asunto. Pero lo que dijo exactamente fue: "Quizás pueda usted decirme si el padre de la señorita Emily.." En ese punto se detuvo, cambió de idea repentinamente y me preguntó: "¿Sabe si viven los padres de la señorita Emily?" Quizás estoy viendo fantasmas donde no los hay, pero en ese momento pensé (y todavía lo pienso) que tenía un interés muy especial en hacer averiguaciones sobre su padre y que, como por alguna razón no quería que me percatara, cambió la forma de su pregunta de modo que incluyera a su madre. ¿Le parece una conclusión muy traída por los pelos?
    -Aunque así fuera, es la mía también. ¿Qué le respondió usted?
    -Lo obvio. No podía darle ninguna información, y eso le dije.
    -Permítale informarle, señor Morris, antes de que sigamos hablando. Perdí a mi madre y a mi padre.
    El momentáneo acceso de irritación de Alban se desvaneció al instante. De nuevo se mostró preocupado y gentil; le perdonó que no comprendiera cuán querida y encantadora le resultaba.
    -¿Le molestaría que le preguntara cuánto tiempo ha transcurrido desde la muerte de su padre? -dijo.
    -Casi cuatro años -contestó Emily-. Era el más generosos de los hombres. Seguramente el interés de la señora Rook está inspirado en el agradecimiento. Quizás le hizo algún favor en otros tiempos y lo recuerda con gratitud. ¿No cree usted?
    Alban no coincidía con ella.
    -Si el interés de la señora Rook por su padre fuera tan inofensivo como supone, ¿por qué reformular sus palabras de modo tan inexplicable cuando me preguntó al principio si vivía? Cuanto más pienso en ello, menos convencido me siento de que conozca la historia de su familia. Tal vez me ayudaría si me dijera cuándo ocurrió la muerte de su madre.
    -Hace tanto tiempo que no la recuerdo -contestó Emily-. Entonces era yo una niña pequeña.
    -¡Y aun así la señora Rook me preguntó si vivían "sus padres"! Una de dos -concluyó Alban-: o hay algún misterio en el asunto que no tenemos manera de develar por el momento, o la señora Rook hablaba sin saber, confiando en que la casualidad le ayudara a descubrir si estaba usted emparentada con un cierto "señor Brown" que conociera en otros tiempos.
    -Además, hay que recordar que mi apellido es muy corriente, y que las personas se equivocan con mucha facilidad. Me gustaría saber si era en mi difunto padre en quien pensaba cuando habló. ¿Cree que podré averiguarlo?
    -Si la señora Rook tiene alguna razón para ocultarlo, creo que no tendrá oportunidad de averiguarlo, a menos, claro, que la tome por sorpresa.
    -¿Cómo, señor Morris?
    -En este momento sólo se me ocurre una manera -dijo-. ¿Tiene una miniatura o una fotografía de su padre?
    Emily sacó un hermoso medallón con un monograma de diamantes que colgaba de la cadena de su reloj.
    -Tengo aquí su fotografía -replicó-. Me la dio mi querida tía en su época de prosperidad. ¿Debo enseñársela a la señora Rook?
    -Si, si por un golpe de suerte se presenta la oportunidad.
    Impaciente por llevar a cabo el experimento, Emily se puso de pie cuando él aún no había terminado de hablar.
    -No debo hacer esperar a la señora Rook -dijo.
    Alban la detuvo cuando ya se alejaba. La confusión y la inseguridad que Emily ya notara comenzaron a evidenciarse de nuevo en sus maneras.
    -Señorita Emily, ¿puedo pedirle un favor antes de que se marche? No soy más que uno de los profesores de la escuela, pero no creo... mejor dicho, espero no pecar de presuntuoso si me brindo para serle de alguna utilidad a una de mis alumnas...
    En ese punto la turbación le impidió continuar. Se despreciaba no sólo por dejarse vencer por su debilidad, sino también por vacilar como un necio al expresar una sencilla petición. Las palabras que tenía intención de pronunciar a continuación murieron en sus labios.
    Esta vez Emily lo entendió.
    La sutil penetración que desde hacía mucho tiempo la hiciera descubrir su secreto, eclipsada hasta ese momento por su absorbente interés en el asunto que la ocupaba, volvió a entrar en acción. Recordó de golpe que el móvil de Alban al alertarla sobre la conversación que sostendría con la señora Rook no era la mera motivación, hija de la amistad, que podría haberlo animado de tratarse de otra de las jóvenes. A la vez, su rápido entendimiento le advirtió que no debía correr el riesgo de alentar a ese persistente enamorado mostrándose turbada. Era evidente que Alban ansiaba participar (para serle de utilidad) en la entrevista con la señora Rook. ¿Por qué no? ¿Podría acusarla de alentar en él falsas esperanzas si aceptaba sus servicios en circunstancias sospechosas y difíciles que él mismo había sido el primero en señalar? Nada de eso. Sin esperar a que se recobrara, Emily le contestó tan (aparentemente) serena como si el profesor de dibujo le hubiera hablado en los términos más claros.
    -Después de todo lo que me ha comunicado, le agradecería mucho que asistiera a mi entrevista con la señora Rook -dijo.
    El fulgor repentino de sus ojos, el rubor de felicidad, que de golpe lo hicieron parecer más joven, eran señales imposibles de confundir. Cuanto antes se encontraran en presencia de una tercera persona (concluyó Emily para sus adentros) mejor sería para ambos. Emprendió rápidamente el camino de regreso a la casa.


    CAPÍTULO IX
    LA SEÑORA ROOK Y EL MEDALLÓN

    En su condición de directora de una escuela próspera que gozaba de una gran fama, la señorita Ladd se enorgullecía de la liberalidad de la casa. En el desayuno y el almuerzo las jóvenes disfrutaban no sólo de los sólidos placeres, sino también de los elegantes lucimientos de la mesa. La señorita Ladd solía decir: "Sin duda, en otras escuelas se les brinda a las alumnas la afectuosa atención a la que estaban acostumbradas en los hogares de sus padres. En mi escuela, esa atención incluye las comidas, y se les proporciona una cuisine que me precio de afirmar que iguala los mejores logros de los cocineros de sus casas". Cuando padres, madres y amigos visitaban a esa inestimable dama, se llevaban consigo al regresar gratísimos recuerdos de su hospitalidad. Los hombres, en particular, casi nunca dejaban de reconocer en su anfitriona la virtud menos común en una dama soltera: la de servir en la mesa un vino que sus invitados recordaban con gratitud a la mañana siguiente.
    A la señora Rook la aguardaba una agradable sorpresa al llegar a la casa de la pródiga señorita Ladd.
    En la antesala estaba listo el almuerzo para la emisaria de confianza de Sir Jervis Redwood. Imposibilitada de atenderla debido a los ensayos finales de las piezas musicales y las declamaciones, la señorita Ladd se hacia representar dignamente por un fiambre de pollo y de jamón, un pastel de frutas y un cuartillo de generoso jerez.
    -¡Su patrona es una dama correctísima! -le dijo la señora Rook a la sirvienta en un acceso de entusiasmo-. Gracias, puedo trinchar yo misma; y no me molesta esperar por la señorita Emily.
    Cuando subían los escalones que llevaban a la casa, Alban le pidió a Emily que le permitiera echarle otro vistazo a su medallón.
    -¿Quiere que se lo abra? -sugirió ella.
    -No, sólo quiero mirarlo por fuera.
    El profesor de dibujo examinó el lado donde aparecía el monograma con los diamantes engastados. Debajo había una inscripción grabada.
    -¿Puedo leerla? -dijo.
    -¡Por supuesto!
    La inscripción decía lo siguiente: "A la amada memoria de mi padre. Fallecido el 30 de septiembre de 1877".
    -¿Puede colocar el medallón de manera que el lado de los diamantes cuelgue hacia afuera? -preguntó Alban.
    Emily lo entendió. Los diamantes podían llamar la atención de la señora Rook, y, en ese caso, quizás le pediría espontáneamente ver el medallón.
    -Ya comienza usted a serme útil -dijo Emily cuando desembocaron en el corredor que llevaba a la antesala.
    Encontraron al ama de llaves de Sir Jervis cómodamente arrellanada en el butacón más confortable de la habitación.
    De los comestibles del almuerzo quedaban aún algunos restos. Del cuartillo de jerez no restaba ni una gota. La influencia estimulante del vino (incrementada por el calor) resultaba visible en el rostro encendido de la señora Rook, y en un matiz especial de su fea sonrisa. Sus labios dilatados se estiraban hasta alcanzar nuevas dimensiones, y el blanco de sus ojos resultaba más visible y más espantoso que nunca.
    -¿Y esta es nuestra querida señorita? -dijo, alzando las manos en un gesto de exagerada admiración. Ya desde los primeros saludos, Alban advirtió que la impresión que producía en Emily, como ocurriera en su caso, era inmediatamente desfavorable.
    La sirvienta pasó para recoger la mesa. Emily hizo un aparte de unos minutos con ella para darle algunas instrucciones acerca de su equipaje. Durante ese intervalo, los astutos ojillos de la señora Rook escrutaron con malicia a Alban.
    -Usted iba en dirección contraria cuando nos encontramos -le susurró. Se interrumpió y miró a Emily por sobre el hombro-. Ya veo lo que lo trajo de regreso a la escuela. ¡Robarle el corazón a esa pobre tontita y después hacerla desgraciada durante todo el resto de su vida! No hay necesidad de apresurarse, señorita -dijo, haciendo gala de su lado cortés con Emily, quien regresaba en ese momento-. Las llegadas de los trenes a vuestra estación son como las de los ángeles que describiera el poeta: "pocas y espaciadas". Le ruego que me perdone la cita. Aunque no lo crea, soy una gran lectora.
    -¿Es largo el viaje a casa de Sir Jervis Redwood? -preguntó Emily sin saber qué otra cosa decirle a una mujer que ya le estaba resultando insoportable.
    La señora Rook consideraba el viaje desde un punto de vista deprimentemente jovial.
    -Oh, señorita Emily, en mi compañía no sentirá el paso del tiempo. Puedo conversar sobre una diversidad de temas, y si hay algo que disfruto por sobre todas las cosas es distraer a una linda señorita. Le parezco una persona singular, ¿no es cierto? No es más que mi entusiasmo. No tengo nada singular, salvo mi insólito nombre. Se ve usted un poco mustia, querida, ¿Quiere que empiece a distraerla antes de que lleguemos al tren? ¿Quiere que le cuente cómo me hice de mi insólito nombre?
    Hasta ese momento Alban había logrado controlarse. Esa última muestra de desfachatada familiaridad del ama de llaves rebasó los límites de su paciencia.
    -No nos importa cómo se hizo con su nombre -dijo.
    -Grosero -declaró la señora Rook sin perder la compostura-. Pero nada me sorprende viniendo de un hombre.
    Se volvió hacia Emily.
    -Mi madre y mi padre eran una pareja pecadora antes de que yo naciera -continuó-. Se les "subió la religión", como dice el dicho, en una asamblea metodista que se celebraba a campo abierto. Cuando vine al mundo -no sé lo que piensa usted señorita, pero yo estoy en contra de que me trajeran al mundo sin pedir antes mi permiso- mi madre estaba decidida a hacer de mí una beata desde antes que me quitaran los ropones de la primera infancia. ¿Con qué nombre se imagina que me bautizó? Escogió, o inventó, el nombre de Righteous. ¡Righteous Rook! ¿Habrá habido otra pobre niña a quien le hayan espetado el ridículo nombre de "virtuosa"? No hay que decir que cuando escribo cartas firmo R. Rook, y dejo que todos piensen que se trata de Rosamond, o Rosabelle, o algún otro nombre dulce y bello por el estilo. ¡Debió haber visto la cara de mi esposo cuando se enteró de que el nombre de su novia era Righteous! Estaba a punto de besarme y se quedó pasmado. Estoy segura de que se sintió mal. Era totalmente natural, dadas las circunstancias.
    Alban intentó de nuevo hacerla callar.
    -¿A qué hora sale el tren? -preguntó.
    Con una mirada, Emily le suplicó que se contuviera. La señora Rook era tan tenaz en su amabilidad que no se dio por ofendida. Abrió raudamente su maletín y puso en manos de Alban una guía de ferrocarriles.
    -He oído decir que en algunos países extranjeros las mujeres realizan el trabajo de los hombres -dijo-. Pero estamos en Inglaterra, y soy una mujer inglesa. Averigüe usted mismo, querido señor, cuándo sale el tren.
    Alban consultó la guía sin pérdida de tiempo. Si comprobaba que no había necesidad de partir inmediatamente hacia la estación, estaba decidido a que Emily no se viera condenada a pasar ese rato en compañía del ama de llaves. Mientras tanto, la señora Rook se mostraba tan deseosa como siempre de demostrarle a su querida señorita cuán entretenida podía resultar como acompañante.
    -Hablando de esposos, no cometa, querida, el error que cometí -prosiguió- No deje que nadie la convenza de casarse con un hombre mayor. El señor Rook tiene edad suficiente para ser mi padre. Lo soporto. Por supuesto que lo soporto. A la vez (como dice el poeta), no he «sobrevivido indemne a ese tormento". Mi espíritu -hace ya tiempo que dejé de creer en que existiera: uso la palabra a falta de otra mejor- mi espíritu, digo, se ha tornado amargo. En otros tiempos fui una joven devota; le aseguro que casi hacía honor a mi nombre. No quiero escandalizarla, pero he perdido la fe y la esperanza. Me he convertido... ¿cuál es el nuevo nombre que se les da a los librepensadores? ¡Oh, estoy al tanto de todo lo que sucede, gracias a la anciana señorita Redwood! Ella recibe los periódicos y me hace leérselos. ¿Cuál es ese nuevo nombre? Algo que termina en ico. ¿Bombástico? No. ¿Agnóstico? ¡Eso es! Me he convertido en una agnóstica. Ese es el inevitable resultado de casarse con un hombre mayor. Si hay un culpable, ese es mi esposo.
    -Falta más de una hora para la partida del tren -la interrumpió Alban-. Estoy seguro, señorita Emily, de que le resultará más agradable esperar en el jardín.
    -No es mala idea -declaró la señora Rook-. He aquí, para variar, un hombre capaz de mostrarse útil. Vayamos al jardín.
    Se levantó y abrió la marcha hacia la puerta. Alban aprovechó la oportunidad para susurrarle a Emily.
    -¿Vio la garrafa vacía cuando entramos? Esa horrible mujer está ebria.
    Emily apuntó significativamente al medallón.
    -No la deje ir. El jardín distraerá su atención: manténgala aquí y cerca de mí.
    La señora Rook abrió la puerta jubilosa.
    -Llevadme a los arriates de flores -dijo-. No creo en nada, pero adoro las flores.
    Aguardó junto a la puerta, con la vista clavada en Emily.
    -¿Qué opina, señorita?
    -Creo que estaremos más cómodos si nos quedamos aquí.
    -Lo que usted guste, querida, es también mi gusto, sea lo que fuere -y con esa respuesta, la complaciente ama de llaves, tan amable como siempre en la superficie, retornó a su asiento.
    ¿Advertiría el medallón al sentarse? Emily se volvió hacia la ventana para que la luz cayera sobre los diamantes.
    No: la señora Rook estaba sumida, por el momento, en sus propias reflexiones. Como la señorita Emily le había impedido recorrer el jardín, estaba malévolamente resuelta a contrariar a Emily a su vez. La secretaria de Sir Jervis (como era joven) sin duda tenía sus esperanzas cifradas en las perspectivas que se abrían ante ella. La señora Rook decidió entenebrecerlas de la manera aviesamente sugerente que le resultaba peculiar.
    -Naturalmente, sentirá cierta curiosidad acerca de su nuevo hogar, y aún no le he dicho ni una palabra de él -comenzó-. ¡Qué desconsiderado por mi parte! Por dondequiera que se lo mire, querida señorita Emily, nuestro hogar es un poco aburrido. Hablo de nuestro hogar, y por qué no, si llevo todo su manejo sobre mis espaldas. La casa es de piedra, demasiado larga, y no tiene ni la mitad de la altura que debería. Está ubicada en la parte más fría del condado, muy hacia el oeste. Queda cerca de los montes Cheviot, y si se imagina que hay algo que admirar desde las ventanas más allá de las ovejas, está en un lamentable error. En cuanto a paseos, si sale por un lado de la casa puede que la destripe el ganado, o puede que no. Por el otro lado, si la sorprende la oscuridad, puede que se despeñe por una mina de plomo abandonada, o puede que no. Pero los habitantes de la casa lo compensan todo -prosiguió la señora Rook, disfrutando la consternación que comenzaba a exhibir el rostro de Emily-. La esperan grandes emociones, querida, en el seno de nuestra reducida familia. Sir Jervis la hará familiarizarse con moldes de yeso de espantosos ídolos indios; la mantendrá escribiendo para él, sin piedad, de la mañana a la noche; y cuando al fin la deje ir, la anciana señorita Redwood se dará cuenta de que no logra dormirse y enviará a buscar a la linda y joven secretaria para que le lea. Estoy segura de que mi esposo le resultará simpático. Es un hombre respetable y de un carácter íntegro. Después de los ídolos, es el objeto más espantoso que hay en la casa. Si es usted tan buena como para demostrarle interés, no digo que no la distraiga; le dirá, por ejemplo, que nunca detestó a ningún ser humano en la vida tanto como detesta a su esposa. Por cierto, no debo olvidar -en honor a la verdad, sabe- mencionar una desventaja que sí tiene nuestro círculo doméstico. Uno de estos días nos volarán la cabeza o nos cortarán el cuello. La madre de Sir Jervis le dejó en herencia unas piedras preciosas que valen diez mil libras, y que se guardan en las gavetas de una pequeña vitrina. Sir Jervis nunca ha dejado que el banco se encargue de sus joyas; no las ha vendido; ni siquiera lleva uno de los anillos en los dedos o uno de los alfileres en la corbata. Mantiene la vitrina sobre la mesa de su gabinete y dice: "Me gusta contemplar mis joyas todas las noches antes de irme a la cama". Diamantes, rubíes, esmeraldas, zafiros y quién sabe qué otras cosas, por valor de diez mil libras, al alcance del primer ladrón que se entere de su existencia. Oh, querida mía, el bandido no tendría más remedio que hacer uso de sus pistolas. No nos resignaríamos tranquilamente a que nos robaran. Sir Jervis ha heredado los arrestos de sus antepasados. Mi esposo tiene el temperamento de un gallo de pelea. Y yo misma soy capaz, en defensa de las propiedades de mis patrones, de convertirme en una perfecta furia. ¡Y ninguno de nosotros sabe usar armas de fuego!
    Mientras la señora Rook disfrutaba plenamente de ese último añadido a los horrores que le esperaban, Emily probó con un nuevo cambio de posición, y esta vez tuvo éxito. De golpe, los ojitos de la señora Rook se abrieron al máximo con codiciosa admiración.
    -Bendito sea, señorita, ¿qué es lo que veo en la cadena de su reloj? ¡Como centellean! ¿Podría dejármelo ver más de cerca?
    Aunque con dedos temblorosos, Emily logró zafar el medallón de la cadena. Alban se lo alcanzó a la señora Rook.
    Esta comenzó por admirar los diamantes, con ciertas reservas.
    -No son tan grandes como los diamantes de Sir Jervis, pero sin duda son piedras escogidas. ¿Me podría decir cuál es el valor...?
    Se interrumpió. La inscripción había captado su atención. Comenzó a leerla en voz alta: "A la amada memoria de mi padre. Fallecido..."
    Su rostro quedó súbitamente paralizado. Las palabras que iba a pronunciar murieron en sus labios.
    Alban aprovechó la oportunidad para intentar que se delatara, con el pretexto de ayudarla.
    -Quizás no le resulte fácil leer los números -dijo- La fecha es "30 de septiembre de 1877", hace casi cuatro años.
    La señora Rook no dejó escapar una palabra, no hizo el menor movimiento. Sostenía el medallón entre las manos como lo hiciera desde el principio. Alban miró a Emily. Los ojos de la joven estaban clavados en el ama de llaves; el simple esfuerzo de mantener un aspecto tranquilo era casi superior a sus fuerzas. Al ver que era necesario que tomara la iniciativa, Alban dijo de inmediato las palabras que ella era incapaz de pronunciar.
    -¿Quizás le gustaría mirar el retrato, señora Rook? -sugirió-. ¿Quiere que le abra el medallón?
    Sin hablar, sin levantar la vista, la mujer le entregó el medallón a Alban.
    Este lo abrió y se lo tendió. Ella ni lo aceptó ni lo rechazó: sus manos seguían colgando sobre los brazos del asiento. Alban le puso el medallón sobre el regazo.
    El retrato no le produjo a la señora Rook ningún efecto visible. ¿La fecha la habría preparado para lo que vería? Se quedó mirándolo, aún inmóvil, aún muda. Alban no mostró ninguna piedad.
    -Ese es el retrato del padre de la señorita Emily -dijo-. ¿Es el mismo señor Brown que tenía usted en mente cuando me preguntó si el padre de la señorita Emily vivía aún?
    La pregunta la sacudió. Levantó la vista al instante y respondió en voz alta y con tono insolente:
    -¡No!
    -Y, sin embargo, se consternó al leer la inscripción; y teniendo en cuenta que es usted una mujer muy habladora, el retrato le ha producido un extraño efecto, por decir lo menos.
    La señora Rook lo contempló fijamente mientras hablaba y se volvió hacia Emily cuando él terminó.
    -Señorita, acaba usted de mencionar el calor. El calor me ha fatigado; pronto volveré a sentirme bien.
    La insolente futilidad de esa excusa irritó tanto a Emily que le contestó:
    -Tal vez vuelva a sentirse bien con más rapidez si no seguimos molestándola con nuestras preguntas y la dejamos a solas para que se recupere.
    El primer cambio de expresión que relajó la férrea tensión del rostro del ama de llaves se hizo evidente al oír esa respuesta. Al fin la señora Rook dejaba ver claramente un sentimiento: el de impaciencia por ver a Alban y a Emily marcharse de la habitación.
    La dejaron sin pronunciar otra palabra.


    CAPÍTULO X
    TANTEOS EN POS DE LA VERDAD

    -¿Qué haremos ahora? Oh, señor Morris, usted debe haber tratado a todo tipo de personas, usted conoce la naturaleza humana, yo no. ¡Aconséjeme qué debo hacer!
    Emily olvidó que él la amaba, lo olvidó todo salvo el efecto que le produjera el medallón a la señora Rook, y la conclusión vagamente alarmante a la que ello apuntaba. Presa de la agitación producida por la zozobra, tomó a Alban del brazo con tanta familiaridad como si se tratara de su hermano. Él se mostró gentil, considerado; hizo todo lo posible por calmarla.
    -No podemos hacer nada de provecho si no comenzamos por pensar serenamente -dijo-. Perdóneme que se lo diga, pero se altera usted sin necesidad.
    Había una razón para su alteración que él ignoraba. El recuerdo de su entrevista nocturna con la señorita Jethro había acrecentado, inevitablemente, las sospechas que le inspirara la conducta de la señora Rook. En menos de veinticuatro horas, Emily había visto a dos mujeres abrumadas por recuerdos ignorados de su padre, ¡que bien podían ser recuerdos de un remordimiento que ella inocentemente despertara! ¿Qué mal le habrían hecho? ¿Qué infamia cometida contra él les recordaba su memoria amada y sin mácula? ¿Quién podría descifrar el misterio?
    -¿Qué quiere decir todo esto? -exclamó mirando con expresión turbada el rostro compasivo de Alban-. Usted debe tener alguna idea. ¿Qué significa todo esto?
    -Venga y siéntese, señorita Emily. Trataremos de averiguar juntos qué significa.
    Regresaron a la sombreada soledad que proporcionaban los árboles. A lo lejos, frente a la casa, el distante chirrido de las ruedas de un coche anunció la llegada de los invitados de la señorita Ladd y el próximo inicio de las ceremonias del día.
    -Tenemos que ayudarnos el uno al otro -prosiguió Alban-. Cuando hablamos por primera vez sobre la señora Rook, usted mencionó que la señorita Cecilia Wyvil sabía algo sobre ella. ¿Tiene alguna objeción a contarme lo que le oyó decir?
    Para complacer su petición, Emily se vio obligada a repetir lo que Cecilia le había contado a Francine cuando las dos jóvenes conversaran esa mañana en el jardín. Alban supo ahora cómo Emily había conseguido el empleo de secretaria de Sir Jervis; cómo había conocido el padre de Cecilia anteriormente al señor y la señora Rook en su condición de respetables dueños de una posada cercana a su casa; y, finalmente, cómo estos se habían visto obligados a comenzar una nueva vida en el servicio doméstico debido al terrible asesinato que le diera mala fama a la posada y alejara a los clientes de cuyo patronazgo dependía su negocio.
    Alban escuchó en silencio la narración de Emily, y en silencio se mantuvo cuando la concluyó.
    -¿No tiene nada que decirme? -preguntó la joven.
    -Reflexiono sobre lo que acabo de oír -respondió él.
    Emily advirtió cierta formalidad en su tono y sus maneras, lo que le produjo una desagradable sorpresa. Parecía haberle respondido por mera concesión a la cortesía, mientras reflexionaba sobre otra cosa que le interesaba realmente.
    -¿Lo he defraudado? -preguntó.
    -Todo lo contrario, ha despertado mi interés. Quiero estar seguro de que recuerdo con exactitud lo que me ha dicho. Creo que me mencionó que su amistad con la señorita Cecilia Wyvil comenzó aquí, en la escuela.
    -Sí.
    -Y al hablar del asesinato en la posada del pueblo, me dijo que el crimen se había cometido... ¿hace cuánto tiempo?
    Sus maneras seguían sugiriendo que hablaba por hablar acerca de lo que ella le contara, mientras que su mente estaba ocupada en otro tema más importante.
    -No creo haber dicho nada acerca del tiempo transcurrido desde que se cometió el crimen -respondió ella cortante-. ¿Qué nos importa el asesinato? Creo que Cecilia me contó que había ocurrido hace unos cuatro años. Perdóneme por decírselo, señor Morris, pero parece tener alguna preocupación propia que demanda toda su atención. ¿Por qué no me lo dijo claramente cuando salimos? En ese caso, no le habría pedido ayuda. Desde que murió mi pobre padre, estoy acostumbrada a enfrentar sola todos mis problemas.
    Se puso de pie y le dedicó una mirada orgullosa. Un instante después sus ojos se llenaron de lágrimas.
    A pesar de que Emily se resistió, Alban tomó su mano.
    -Querida señorita Emily, me entristece y es injusta conmigo. Sólo sus preocupaciones ocupan mis pensamientos.
    Al responderle así no hablaba con su franqueza usual. Sólo le decía una parte de la verdad.
    Al enterarse de que la mujer a la que acababan de dejar había sido la dueña de una posada y que bajo su techo se había cometido un asesinato, se preguntó si esas circunstancias podrían explicar el de otro modo incomprensible efecto que le causara a la señora Rook la inscripción del medallón.
    Al seguir ese hilo de pensamientos, en su mente había despertado una sospecha monstruosa que apuntaba a la señora Rook. Ella lo llevó a tratar de conocer la fecha en que se cometiera el asesinato y (si esta daba pie a ulteriores investigaciones) a averiguar a continuación cómo había muerto el señor Brown.
    Hasta ese momento, ¿qué progresos había hecho? Había descubierto que la fecha de la muerte del señor Brown, grabada en el medallón, y la fecha del crimen cometido en la posada estaban lo suficientemente próximas para justificar ulteriores investigaciones.
    Por otro lado, ¿había logrado mantenerle ocultas a Emily sus sospechas? Lo había logrado por completo. Al oírle decir que sólo sus preocupaciones ocupaban sus pensamientos, la pobre joven le suplicó con toda inocencia que le perdonara su pequeño exabrupto.
    -Si tiene otras preguntas que hacerme, señor Morris, le suplico que las haga. Le prometo no volver a mostrarme injusta con usted.
    Alban continuó con la conciencia intranquila -porque le parecía cruel engañarla, incluso para descubrir la verdad-, pero aun así continuó.
    -Suponga que asumimos que esta mujer le hizo algún daño a su padre ¿Estoy en lo cierto si pienso que era dado a perdonar a quienes lo agraviaban?
    -Está totalmente en lo cierto.
    -En ese caso, su muerte podría haber dejado a la señora Rook en una situación en que quienes tienen un deber para con su memoria, es decir, los miembros de su familia que aún viven, podrían pedirle cuentas.
    -Sólo quedamos dos, señor Morris. Mi tía y yo.
    -Están sus albaceas.
    -Mi tía es su única albacea.
    -¿Se trata de la hermana de su padre?
    -Sí.
    -Quizás el señor Brown le haya dejado instrucciones que podrían resultarnos de la mayor utilidad.
    -Le escribiré hoy mismo para averiguarlo -contestó Emily-. Ya había pensado en consultar a mi tía -añadió, pensando de nuevo en la señorita Jethro.
    -Aun en caso de que su tía no haya recibido instrucciones precisas, quizás recuerde si su padre mencionó a la señora Rook durante la enfermedad que lo llevó a la tumba...
    Emily lo interrumpió.
    -Usted no sabe cómo murió mi padre -dijo-. Falleció de repente, cuando parecía gozar de una salud perfecta, a causa de una enfermedad del corazón.
    -¿Falleció en su casa?
    -Sí, en su casa.
    Esas palabras sellaron los labios de Alban. La indagación tan cuidadosa y delicadamente conducida no había resultado de ninguna utilidad. Ya conocía la causa y el lugar de la muerte del señor Brown y estaba tan lejos como al principio de confirmar sus sospechas sobre la señora Rook.


    CAPÍTULO XI
    LA CONFESIÓN DEL PROFESOR DE DIBUJO

    -¿No se le ocurre nada más? -preguntó Emily.
    -Por el momento, no.
    -Y si la consulta a mi tía no produjera ningún resultado, ¿no nos quedarían más esperanzas?
    -Me quedan esperanzas con la señora Rook -respondió Alban-. Veo que la sorprendo, pero lo que acabo de decir es rigurosamente cierto. El ama de llaves de Sir Jervis es una mujer impresionable y aficionada al vino. Una persona así siempre tiene un punto débil en su carácter. Si esperamos nuestra oportunidad y la aprovechamos bien cuando se presente, todavía podríamos lograr que se delatara.
    Emily lo escuchaba atónita.
    -Habla como si yo pudiera seguir contando con su ayuda en el futuro ¿Ha olvidado que me marcho hoy para siempre de la escuela? ¡En media hora estaré condenada a emprender un largo viaje en compañía de ese ser horrible para ir a vivir en su misma casa y rodeada de extraños! Una triste perspectiva y una dura prueba para el valor de una joven, ¿no cree, señor Morris?
    -Contará al menos con una persona, señorita Emily, que hará todo lo que esté a su alcance para apoyarla.
    -¿A quién se refiere?
    -Me refiero a que hoy comienzan las vacaciones de verano, y a que el profesor de dibujo va a pasarlas en el norte -dijo Alban tranquilamente.
    Emily se incorporó de un salto.
    -¡Usted! -exclamó-. ¿Usted se va a Northumberland? ¿Conmigo?
    -¿Por qué no? -preguntó Alban-. El ferrocarril está disponible para cualquier viajero, con tal de que disponga del dinero necesario para comprar un boleto.
    -¡Señor Morris! ¿En qué puede estar pensando? Créame, no soy malagradecida. Se que sus intenciones son las mejores, usted es un hombre bueno y generoso. Pero reflexione en que una joven en mi situación está totalmente a merced de las apariencias. ¡Usted, viajando en el mismo vagón que yo! ¡Y esa mujer dándole su infame interpretación al asunto y rebajándome en la estimación de Sir Jervis Redwood desde el primer día en que llego a su casa! Oh, es peor que una imprudencia; es una locura, una locura total.
    -Tiene mucha razón, es una locura -concordó Alban con aire grave-. El día en que la vi por primera vez caminando con las demás jóvenes de la escuela, señorita EmiIy perdí el escaso juicio que en otros tiempos poseía.
    Emily se alejó unos pasos en significativo silencio. Alban la siguió.
    -Acaba de prometer no volver a mostrarse injusta conmigo -dijo-. La respeto y la admiro demasiado sinceramente para aprovechar de forma mezquina esta situación, la única en que he tenido la oportunidad de hablar con usted a solas. Aguarde un poco antes de condenar a un hombre a quien no comprende. No diré nada que la moleste, sólo le pido que me permita explicarme. ¿Volverá usted a sentarse?
    Emily regresó a regañadientes a su asiento. "¡Todo terminará en que me veré obligada a decepcionarlo!", pensó con tristeza.
    -Durante años he tenido la peor opinión posible de las mujeres, y la única razón que puedo alegar para ello me condena de inmediato -prosiguió Alban-. Una mujer me trató de forma infame, y mi amor propio herido se ha vengado de manera mezquina vilipendiando a todos los miembros de su sexo. Espere un poco, señorita Emily. He sido debidamente castigado. He sufrido una profunda humillación, y ustedes la autora.
    -¡Señor Morris!
    -Le ruego que no se ofenda, porque no es esa mi intención. Tuve la enorme desgracia de conocer hace algunos años a una casquivana. ¿Sabe a qué me refiero?
    -Sí.
    -Era mi igual por nacimiento (soy hijo menor de un terrateniente), aunque me aventajaba en rango. Puedo decirle con toda honestidad que fui lo bastante necio como para amarla con todo mi corazón y toda mi alma. Nunca me hizo albergar ninguna duda -puedo afirmarlo sin pecar de arrogante, teniendo en cuenta el triste final del asunto- de que correspondía a mis sentimientos. Su padre y su madre (excelentes personas) aprobaban el matrimonio. Ella aceptó mis presentes; permitió que llegaran a su término todos los preparativos usuales de un casamiento; no tuvo ni siquiera la compasión o la vergüenza suficientes para evitarme la humillación pública de esperar por ella junto al altar, en presencia de una nutrida congregación. Pasaban los minutos y no aparecía la novia. El sacerdote, que esperaba como yo, fue llamado a la sacristía. Se me invitó a seguirlo. ¿Ya se imagina el resto de la historia? Había huido con otro hombre. ¿Pero adivina quién era el hombre? ¡Su mozo de cuadra!
    El rostro de Emily se encendió de indignación.
    -¿Pagó por ello? ¡Oh, señor Morris, tiene que haber pagado por ello!
    -De ningún modo. Tenía dinero suficiente para recompensar al mozo por casarse con ella, y rodó con facilidad cuesta abajo hasta ponerse al nivel de su esposo. Fue un matrimonio conveniente en todos los sentidos. Cuando supe de ellos por última vez, habían adquirido el hábito de embriagarse juntos. Me temo haberle producido asco. Dejaremos ahora el tema y proseguiremos mi preciosa autobiografía en una ocasión posterior. Un día lluvioso del otoño pasado, las alumnas de la escuela salieron a dar un paseo con la señorita Ladd. Cuando regresabais a toda prisa bajo vuestras sombrillas, ¿notó usted (en particular) a un individuo malhumorado que estaba parado en el camino y la contemplaba aproximarse a él por el vereda que quedaba en lo alto?
    Emily sonrió aun a su pesar.
    -No lo recuerdo -dijo.
    -Llevaba usted un abrigo marrón tan bien entallado que parecía que hubiera nacido con él puesto, y el sombrerito de paja más elegante que haya visto en cabeza alguna de mujer. Era la primera vez que advertía esas cosas. Creo que podría pintar de memoria las botas que calzaba (fango incluido). Tan grande fue la impresión que me produjo. Después de haber creído, y creído sinceramente, que el amor era una de las ilusiones perdidas de mi vida; después de haber sentido, y sentido sinceramente, que antes me fijaría en el mismo demonio que en una mujer, mi castigo consistía en verme reducido a ese estado, y el instrumento era la señorita Emily Brown. ¡Oh, no tema lo que pueda decir a continuación! Tanto en su presencia como lejos de usted soy lo bastante hombre para avergonzarme de mi necedad. En este mismo momento me resisto a la influencia que ejerce sobre mí con la más fuerte de las resoluciones: la que nace de la desesperación. Volvamos al lado gracioso de la historia. ¿Qué cree que hice cuando el destacamento de señoritas me dejó atrás?
    Emily se negó a adivinar.
    -Lo seguí hasta la escuela, y, con el pretexto de que tenía una hija en edad de colegio, solicité en la portería uno de los prospectos de la señorita Ladd. Me encontraba en la zona porque había emprendido una gira para tomar apuntes para mis dibujos. Regresé a la posada y consideré seriamente lo que me había ocurrido. El resultado de mis meditaciones fue que me lancé al extranjero. ¡Sólo en busca de un cambio, de ningún modo porque intentara atenuar la impresión que usted me había producido! Al cabo de cierto tiempo regresé a Inglaterra. ¡Sólo porque estaba harto de viajar, de ningún modo porque me atrajera su influencia! Transcurrió otro lapso de tiempo y, para variar, me acompañó la suerte. Quedó vacante la plaza de profesor de dibujo. La señorita Ladd puso un anuncio, traje mis recomendaciones y ocupé el puesto. ¡Sólo porque el salario constituía una seguridad económica muy bienvenida para un hombre pobre, de ningún modo porque mi nuevo empleo me permitiría entrar en contacto personal con la señorita Emily Brown! ¿Comienza a entender por qué la he molestado con toda esta charla acerca de mi persona? Aplique el despreciable sistema de autoengaño que revela mi confesión a ese recorrido por el norte durante las vacaciones, que tanto la ha sorprendido e incomodado. Viajaré esta tarde en su mismo tren. ¡Sólo porque siento un ansia lógica de ver el condado más septentrional de Inglaterra, de ningún modo porque no permitiré que quede usted a merced de la señora Rook! ¡No porque no la dejaré entrar al servicio de Sir Jervis Redwood sin un amigo al alcance si es que lo necesita! ¿Locura? Oh, sí, una locura total. Pero dígame: ¿qué es lo que hace toda persona sensata cuando se encuentra en compañía de un demente? Le sigue la corriente. Permítame tomar su billete y asegurarme de que su equipaje esté debidamente identificado: sólo le pido permiso para ser su sirviente durante el viaje. Si es orgullosa -me será aún más simpática si lo es- págueme y manténgame así en mi lugar.
    Algunas jóvenes, de haber sido objeto de esa imprudente mezcla de bromas y verdades, se habrían sentido confundidas, al tiempo que otras se habrían sentido halagadas. Con aire de decisión y un buen humor que nunca traspasó los límites del pudor Y el refinamiento, Emily se dispuso a enfrentar a Alban Morris en su propio terreno.
    -Dice usted que me respeta y voy a probarle que le creo -comenzó-. Lo menos que puedo hacer es no malinterpretarlo ¿Debo entender -creo que no desmereceré en su opinión, señor Morris, si hablo con toda claridad-, debo entender que está enamorado de mí?
    -Sí, señorita Emily, si lo tiene a bien.
    Había respondido con la singular gravedad que le resultaba peculiar, pero ya era consciente de que ella no le daría esperanzas. En su opinión, la compostura de la joven era una mala señal.
    -No dudo de que ese momento llegará para mí -continuó ella-. Pero por lo pronto no conozco el amor por experiencia propia; sólo sé lo que oigo decir a mis compañeras en secreto. A juzgar por lo que me cuentan, las jóvenes se ruborizan cuando sus enamorados les suplican que se muestren favorables a sus ruegos. ¿Me ha visto ruborizarme?
    -¿Debo hablar también con toda claridad? -preguntó Alban.
    -Si no tiene objeción -respondió ella, tan imperturbable como si se dirigiera a su abuelo.
    -En ese caso, señorita Emily, tengo que confesar que no se ha ruborizado.
    La joven prosiguió:
    -Otra prueba de amor consiste en temblar, según me han informado. ¿Tiemblo acaso?
    -No.
    -¿Estoy tan confundida que no puedo ni mirarlo?
    -No.
    -¿Me alejo con aire de dignidad y después me detengo y le lanzo una tímida mirada subrepticia a mi enamorado por encima del hombro?
    -¡Ojalá lo hiciera!
    -¡Respuestas claras, señor Morris! Sí o no.
    -No, por supuesto.
    -En una palabra: ¿le he dado algún tipo de aliciente para que insista?
    -En una palabra: me he portado como un necio y usted ha encontrado la manera más amable posible de decírmelo.
    Esta vez Emily no hizo ningún intento por contestarle en su mismo tono. Desaparecieron de sus maneras la levedad y el buen humor. Pronunció sus próximas palabras en serio, verdadera y penosamente en serio.
    -¿No es mejor, pensando ahora en usted, que nos digamos adiós? –preguntó-. Más adelante, cuando sólo recuerde cuán bondadoso se mostró conmigo en cierta ocasión, podremos pensar en volver a encontrarnos. Después de todo lo que ha sufrido, tan amarga e inmerecidamente, no me haga sentir, por favor, que otra mujer se ha comportado cruelmente con usted, ¡y que soy yo -tan acongojado para lastimarlo- ese ser sin corazón!
    Nunca se había visto tan irresistiblemente encantadora como en ese momento. Su dulce naturaleza hacía aflorar a su rostro toda la inocente conmiseración que experimentaba por él.
    Alban lo vio, lo sintió, no fue indigno de ella. En silencio, se llevó su mano a los labios. Palideció al besarla.
    -Diga que está de acuerdo conmigo -suplicó ella.
    -La obedezco.
    Al responder, apuntó al césped a sus pies.
    -Mire esa hoja caída que el aire hace revolotear sobre la hierba. ¿Es posible que la compasión que siente por mí y el amor que siento por usted se marchiten, se agoten y caigan al suelo como esa hoja? Me marcho, Emily, con la firme convicción de que nuestras dos vidas tendrán un momento futuro de plenitud. Suceda entre tanto lo que suceda, confío en el futuro.
    Acababan de salir esas palabras de sus labios cuando los alcanzó la voz de una sirvienta que llamaba desde la casa:
    -Señorita Emily, ¿está usted en el jardín?
    Emily dio unos pasos hasta quedar al sol. La sirvienta se apresuró a reunírsele y le entregó un telegrama. Emily lo miró con súbito recelo. En su limitada experiencia, los telegramas estaban asociados a la comunicación de malas noticias. Venció sus titubeos, lo abrió, lo leyó. El color abandonó su rostro; se estremeció. El telegrama cayó sobre la hierba.
    -Léalo -dijo con voz desfallecida cuando Alban lo recogió.
    El profesor de dibujo leyó lo siguiente: "Venga a Londres de inmediato. Señorita Letitia gravemente enferma”.
    -¿Su tía? -preguntó.
    -Sí, mi tía.

    LIBRO SEGUNDO
    En Londres

    CAPITULO XII
    LA SEÑORA ELLMOTHER

    La metrópoli de la Gran Bretaña es, en ciertos sentidos, cono ninguna otra metrópoli sobre la faz de la tierra. En la población que se agolpa en sus avenidas conviven los extremos de la Riqueza y los de la Pobreza. En las calles mismas, la gloria y la vergüenza de la arquitectura -la mansión y el tugurio- se alzan lado a lado como en ningún otro lugar del mundo. En lo que respecta a su dimensión social, Londres es la ciudad de los contrastes.
    A la caída de la tarde, Emily salió de la estación terminal del ferrocarril en dirección al lugar de residencia en el que la pérdida de su fortuna había obligado a su tía a buscar refugio. Al acercarse a su destino, el coche pasó -merced al mero expediente de cruzar una calle- de un Parque bello y espacioso, rodeado de mansiones coronadas por estatuas y cúpulas, a una hilera de casas muy cercana a una zanja maloliente mal llamada canal. La ciudad de los contrastes: norte y sur, este y oeste; la ciudad de los contrastes sociales.
    Emily ordenó detener el coche frente a la verja del jardín de una casa ubicada al final de la hilera. Al sonido de la campanilla acudió la única sirvienta que quedaba al servicio de su tía: la doncella de la señorita Letitia.
    Esa excelente criatura era, en lo tocante a su apariencia, una de esas mujeres infortunadas cuyo aspecto parece indicar que la Naturaleza tenía la intención de hacerlas hombres y cambió de idea en el último momento. La doncella de la señorita Letitia era alta, flaca y desgarbada. La primera impresión que producía su rostro era la de que tenía muchos huesos. Se alzaban en la frente, se proyectaban en las mejillas y alcanzaban su mayor desarrollo en las mandíbulas. Los ojos cavernosos de esa infeliz miraban, con inflexible obstinación e inflexible bondad, y con el mismo aire severo, a todos sus prójimos. Su ama (a cuyo servicio había permanecido durante más de un cuarto de siglo) la llamaba "Huesitos". Ella aceptaba ese apodo brutalmente justo como una muestra de afectuosa familiaridad que hacía honor a una sirvienta. A nadie más le permitía tomarse semejantes libertades: para todos los que no fueran su ama, era la señora Ellmother.
    -¿Cómo está mi tía? -preguntó Emily.
    -Mal.
    -¿Por qué no me informaron antes de su enfermedad?
    -Porque la quiere demasiado para dejar que se preocupe por ella. «No le digan nada a Emily" Esas fueron sus órdenes mientras estuvo en pleno uso de sus facultades.
    -¿En pleno uso de sus facultades? ¡Santo cielo! ¿Qué quiere decir?
    -Que ha enfermado de fiebres: eso quiero decir.
    -Debo verla de inmediato. No le temo al contagio.
    -No hay ningún contagio que temer. Pero aun así, no debe verla.
    -Insisto en verla.
    -Señorita Emily, la contradigo por su propio bien. ¿No me conoce lo bastante para confiar en mí?
    -Claro que confío en usted.
    -Entonces déjeme a mí con mi ama y vaya a acomodarse a su cuarto.
    La respuesta de Emily fue una rotunda negativa. Casi agotados sus recursos, la señora Ellmother señaló un nuevo obstáculo.
    -¡Le digo que no se puede! ¿Cómo podría ver a la señorita Letitia, si no soporta la luz en su habitación? ¿Sabe de qué color tiene los ojos? Rojos, pobrecita; rojos como una langosta hervida.
    Con cada palabra que pronunciaba la mujer, aumentaban la perplejidad y la inquietud de Emily.
    -Me dijo primero que mi tía tenía fiebres, y ahora me habla de una enfermedad de los ojos -dijo-. Quítese de en medio, por favor, y déjeme ir a su lado.
    Sin apartarse, la señora Ellmother le lanzó una mirada a la puerta abierta.
    -Aquí está el médico -anunció-. Como parece que no logro responderle a su entera satisfacción, pregúntele a él cuál es el problema. Pase, doctor -abrió de par en par la puerta de la sala y le presentó a Emily-. Esta es la sobrina de la señora, doctor. Por favor, intente usted tranquilizarla. Yo no puedo.
    Colocó las sillas con la hospitalaria cortesía de la vieja escuela y regresó a su puesto junto al lecho de la señorita Letitia.
    El doctor Allday era un hombre de avanzada edad, de maneras impasibles y tez rubicunda, totalmente aclimatado a la atmósfera de pena y dolor en la que le había tocado vivir. Se dirigió a Emily (sin ninguna familiaridad indebida) como si la hubiera conocido durante buena parte de su vida.
    -He ahí una mujer singular; creo que es la persona más testaruda que he conocido -dijo cuando la señora Ellmother cerró la puerta-. Pero fiel a su ama y, si se descuenta cierta torpeza, no es una mala enfermera. Me temo que no puedo darle un parte alentador sobre su tía. La fiebre reumática (agravada por la situación de esta casa, hecha de arcilla, sabe, y cercana a aguas estancadas) se ha complicado en los últimos días, y ahora delira.
    -¿Es esa una mala señal, doctor?
    -La peor posible: es muestra de que la enfermedad ha afectado el corazón. Sí, sufre de una inflamación de los ojos, pero ese es un síntoma sin importancia. Podemos aliviarle el dolor con lociones refrescantes y manteniendo el cuarto oscuro. A menudo la he oído hablar de usted, sobre todo después de que su enfermedad se agravó. ¿Qué dice? ¿Que si la conocerá cuando pase a su cuarto? Esta es más o menos la hora en que suele presentársele el delirio. Veré si todavía está tranquila.
    Abrió la puerta... y volvió atrás.
    -Por cierto, quizás debería explicarle por qué me tomé la libertad de enviarle ese telegrama- continuó-. La señora Ellmother se negaba a informarle sobre la grave enfermedad de su ama. Esa circunstancia, según mi punto de vista, colocaba la responsabilidad en manos del médico. La forma que adopta el delirio de su tía -me refiero al aparente sentido de las palabras que escapan de sus labios en ese estado- Parece despertar un sentimiento incomprensible en la mente de su hosca sirvienta. Ni a mí me permitiría pasar a la habitación si pudiera impedírmelo. ¿La señora Ellmother le dispensó una cálida bienvenida a su llegada?
    -Muy lejos de ello. Mi llegada pareció molestarla.
    -Ah, exactamente lo que me esperaba. Estos viejos sirvientes fieles siempre terminan por presumir de su lealtad. ¿Oyó alguna vez lo que un poeta ingenioso -he olvidado su nombre; vivió hasta los noventa años- dijo del hombre que fue su ayuda de cámara durante más de medio siglo? "Durante treinta años fue el mejor de los sirvientes; y durante treinta años ha sido el más implacable de los amos." Muy cierto: yo podría decir lo mismo de mi ama de llaves. Una buena observación, ¿no cree?
    A Emily no le importaba lo más mínimo la observación, pero había un tema que sí le interesaba.
    -Mi pobre tía siempre me ha querido -dijo- Quizás sepa quién soy, aunque no reconozca a nadie más.
    -No es muy probable -respondió el doctor-. Pero en casos como este no existen reglas. En ocasiones he observado que ciertas circunstancias que han impresionado fuertemente a los pacientes cuando gozaban de salud les dan su rumbo a los desvaríos de la mente cuando son presas de la fiebre. Usted me dirá: “No soy una circunstancia. No veo por qué eso habría de darme esperanzas", y estaría en lo cierto. En vez de hablar de mi experiencia médica, haría mejor en echarle un vistazo a la señorita Letitia y después hacerle saber el resultado. Supongo que tiene usted otros parientes. ¿No? Muy lamentable, muy lamentable.
    ¿Quién no ha sufrido como Emily al quedarse sola? ¿Acaso no hay momentos -si osamos confesar la verdad- en que a nuestra pobre condición humana no le basta con el consuelo de la religión y la esperanza de la inmortalidad y siente la crueldad de una creación que nos ordena vivir con la condición de que muramos, y conduce los primeros y cálidos inicios del amor, con certidumbre inmisericorde, al frío final de la tumba?
    -Por el momento permanece tranquila -anunció el doctor Allday a su regreso-. Recuerde, por favor, que no puede verla debido a la inflamación de sus ojos, y no descorra las cortinas de la cama. Quizás, cuanto antes acuda a su lado mejor, si es que tiene usted algo que decirle que dependa de que reconozca su voz. Volveré mañana por la mañana. Muy lamentable -repitió, tomando su sombrero y haciendo una inclinación-. Muy lamentable.
    Emily cruzó el corto y estrecho pasillo que separaba las dos habitaciones y abrió la puerta del cuarto. La señora Ellmother salió a su encuentro en el umbral.
    -No, usted no puede entrar -dijo la obstinada sirvienta.
    Se oyó la voz apagada de la señorita Letitia que llamaba a la señora Ellmother por su apodo familiar.
    -¿Quién es, Huesitos?
    -No se preocupe.
    -¿Quién es?
    -La señorita Emily, si es que tiene que enterarse.
    -¡Oh!, pobrecita, ¿por qué ha venido? ¿Quién le dijo que estaba enferma?
    -Se lo dijo el doctor.
    -No pases, Emily. No haré más que preocuparte y no me hará ningún bien. Dios te bendiga, mi amor. No pases.
    -¡Ahí está! -dijo la señora Ellmother-. ¿Lo oye? Regrese a la sala.
    Hasta ese momento, la imperiosa necesidad de controlarse había mantenido muda a Emily. Ahora ya podía hablar sin llorar.
    -Recuerda los viejos tiempos, tía -suplicó suavemente-. ¡No me impidas entrar en tu cuarto ahora que he venido a cuidarte!
    -Yo cuido de ella. Regrese a la sala -repitió la señora Ellmother.
    El verdadero amor dura toda la vida. La moribunda accedió.
    -¡Huesitos! ¡Huesitos! No puedo ser dura con Emily. Déjala pasar.
    La señora Ellmother insistió todavía en salirse con la suya.
    -Está contradiciendo lo que usted misma ordenó -le dijo a su ama-. No sabe cuándo comenzará de nuevo a desvariar. Reflexione, señorita Letitia; reflexione.
    Esa reconvención fue recibida en silencio. La figura grande y enjuta de la señora Ellmother seguía cerrando el paso.
    -Si me obliga a hacerlo, apelaré al doctor y le pediré que intervenga -dijo Emily serena.
    -¿Lo dice en serio? -dijo a su vez la señora Ellmother, también serena.
    -Lo digo completamente en serio -fue la respuesta.
    La anciana sirvienta cedió súbitamente, con una mirada que tomó a Emily por sorpresa. Esperaba ver cólera; el rostro al que ahora se enfrentaba estaba dominado por la pena y el temor.
    -Me lavo las manos -dijo la señora Ellmother-. Pase y aténgase a las consecuencias.


    CAPÍTULO XIII
    LA SEÑORITA LETITIA

    Emily entró en el cuarto. De inmediato, la puerta se cerró a sus espaldas. Se oyeron los pasos pesados de la señora Ellmother alejándose por el pasillo. Después, el golpe de la puerta que conducía a la cocina sacudió la endeble casita. A continuación, silencio.
    La tenue luz de una lámpara oculta en un rincón y velada por una sucia pantalla verde sólo alumbraba la cama con las cortinas corridas y la mesa próxima, cubierta de frascos de medicinas y vasos. Los únicos objetos que se veían sobre el mármol de la chimenea eran un reloj parado, en atención a los nervios irritados de la paciente, y una caja abierta que contenía un utensilio para echarle gotas en los ojos. En la atmósfera pendía un espeso vaho de pastillas desinfectantes. A Emily, debido a la excitación de su imaginación, el silencio le pareció el de la muerte. Se acercó temblando al lecho.
    -¿No me dirás aunque sea unas palabras, tía?
    -¿Eres tú, Emily? ¿Quién te dejó pasar?
    -Tú dijiste que podía pasar, querida. ¿Tienes sed? Hay un poco de limonada sobre la mesa. ¿Quieres que te la dé?
    -¡No! Si corres las cortinas dejarás pasar la luz. ¡Mis pobres ojos! ¿Por qué has venido, querida? ¿Por qué no estás en la escuela?
    -Estamos en período de vacaciones, tía. Además, ya no volveré a la escuela.
    -¿Que no volverás a la escuela? -la señorita Letitia hizo un esfuerzo de memoria mientras repetía esas palabras-. Te proponías ir a algún lugar cuando terminaras la escuela, y Cecilia Wyvil tenía algo que ver con ello dijo-.Oh, mi amor, ¡cuán cruel por tu parte es irte a vivir con un extraño cuando podrías quedarte aquí conmigo! -hizo una pausa, comenzó a confundírsele el sentido de lo que ella misma acababa de decir-. ¿Qué extraño? -preguntó en un exabrupto-. ¿Era un hombre? ¿Cómo se llamaba? ¡Oh, mi cabeza! ¿Será que la muerte se ha adueñado de mi cabeza antes que de mi cuerpo?
    -¡Calla! ¡Calla! Te diré el nombre. Sir Jervis Redwood.
    -No lo conozco. No quiero conocerlo. ¿Crees que se propondrá enviar a alguien a buscarte? Quizás ya haya enviado a alguien. ¡No lo permitiré! ¡No irás!
    -¡No te agites, querida! Me negué a ir; me propongo quedarme aquí contigo.
    El cerebro, presa de la fiebre, se asió a esa última idea.
    -¿Ya ha enviado a alguien? -volvió a decir, en voz más alta que la vez anterior.
    Emily le respondió de nuevo, formulando cuidadosamente su respuesta, con el único propósito de calmarla. Su esfuerzo demostró ser inútil, y lo que es peor, pareció despertar las sospechas de la enferma.
    -¡No me dejaré engañar! -dijo-. Lo averiguaré todo. ¿A quién envió?
    -A su ama de llaves.
    -¿Cómo se llama? -el tono en que hizo la pregunta evidenciaba que la agitación se aproximaba a su clímax-. ¿No sabes que siento curiosidad por los nombres de las personas? -exclamó-. ¿Por qué me irritas? ¿Quién es?
    -Nadie que conozcas o de quien necesites preocuparte, querida tía. La señora Rook.
    En el instante en que pronunció ese nombre se produjo un resultado inesperado. Se hizo silencio.
    Emily aguardó, vaciló, avanzó para separar las cortinas y mirar a su tía. La detuvo en seco el terrible sonido de una risa, la risa amarga que dejan escapar los dementes. Las carcajadas terminaron abruptamente en un espantoso suspiro.
    Temerosa de mirar, Emily habló casi sin saber lo que decía.
    -¿Deseas algo? ¿Quieres que llame...?
    La interrumpió la voz de la señorita Letitia. Monótona, apagada, en un susurro apresurado, era distinta, dolorosamente distinta a la familiar voz de su tía. Decía cosas extrañas.
    -¿La señora Rook? ¿Qué importa la señora Rook? ¿O su esposo? Huesitos, Huesitos, no hay motivo para asustarse. ¿Qué peligro hay de que esos dos vuelvan a aparecer? ¿Sabes a cuántas millas de distancia queda el pueblo? Oh, tonta, a más de cien millas. No te preocupes por el juez: el juez tiene que permanecer en su distrito, y el jurado también. ¿Un engaño riesgoso? Yo lo llamo una mentira piadosa. Y tengo una conciencia susceptible y una mente cultivada. ¿El periódico? Me gustaría saber cómo podría llegar a sus manos nuestro periódico. ¡Pobre y vieja Huesitos! Palabra que me haces bien: me obligas a reír.
    Volvió a dejarse oír la risa amarga, que volvió a morir melancólicamente en un suspiro.
    Acostumbrada a decidir rápidamente sobre las emergencias cotidianas que le planteaba la vida, Emily se sentía dolorosamente turbada por la situación en la que ahora se encontraba.
    Después de lo que ya había escuchado, ¿sería coherente permanecer en la habitación con el deber que sentía tener para con su tía?
    Víctima de la irremediable indefensión del delirio, la señorita Letitia había revelado un engaño que cometiera en el pasado y que le confiara a su fiel sirvienta. Dado lo anterior, ¿lo que Emily había descubierto suponía que aprovechaba innoblemente su presencia junto al lecho de la enferma? ¡Por supuesto que no! La naturaleza del engaño; las causas que llevaran a él; la persona (o personas) afectadas, todo ello constituía un misterio que le ocultaba enteramente de qué se trataba. Se había enterado de que su tía conocía a la señora Rook, y eso era literalmente todo lo que sabía.
    Según la línea de conducta que se trazara, era inocente hasta ese momento; pero, ¿debía permanecer en el cuarto, en el entendido de que regresaría de inmediato a la sala si llegaba a escuchar algo que proyectara una sombra sobre el derecho que tenía la señorita Letitia a su afecto y su respeto? Tras unos instantes de vacilación, decidió dejar que su conciencia respondiera esa pregunta. ¿Acaso dice que No la conciencia cuando nos inclinamos a decir que Sí? La conciencia de Emily tomó partido por su renuencia a apartarse del lado de su tía.
    Durante todo el tiempo que ocuparon esas reflexiones, nada rompió el silencio. Emily comenzó a sentirse intranquila. Pasó tímidamente su mano a través de las cortinas y tomó la de la señorita Letitia. El contacto con la piel ardiente la alarmó. Avanzó hacia la puerta para llamar a la sirvienta, pero en ese momento el sonido de la voz de su tía la hizo regresar apresuradamente junto al lecho.
    -¿Estás ahí, Huesitos? -preguntó la voz.
    ¿Volvía a despejarse su mente? Emily probó con una respuesta clara.
    -Es tu sobrina quien está contigo -dijo-. ¿Quieres que llame a la sirvienta?
    La mente de la señorita Letitia aún vagaba lejos de Emily y del presente.
    -¿La sirvienta? -repitió-.Todas las sirvientes fueron despedidas, salvo tú. A Londres es adonde debemos ir. En Londres no hay ni sirvientes murmuradores ni vecinos curiosos. A enterrar la horrible verdad en Londres. Ah, claro que es cierto lo que dices de que me veo preocupada e infeliz. Odio la mentira y, sin embargo, no hay más remedio que hacerlo. ¿Por qué malgastas tu tiempo hablando? ¿Por qué no averiguas dónde vive esa vil mujer? Ojalá pueda hallar a Sara, para que se avergüence de si misma.
    El corazón de Emily comenzó a latir con fuerza cuando escuchó ese nombre de mujer. "Sara" (como sabían ella y sus compañeras de escuela) era el nombre de la señorita Jethro. ¿Aludía su tía a la maestra caída en desgracia o a alguna otra mujer? Aguardó, deseosa de seguir escuchando. Ni una palabra. En el momento más interesante, nada rompía el silencio.
    Enfebrecida por el ansia de salir de sus dudas, Emily sintió que la fe en sus buenas resoluciones comenzaba a flaquear. Si permanecía junto al lecho de su tía, la tentación de decir algo que la impulsara a volver a hablar seria demasiado fuerte para resistirla. Temerosa de lo que podría hacer, se levantó y avanzó hacia la puerta. En el lapso que le tomó atravesar el cuarto se le ocurrieron las palabras precisas para lograr sus propósitos. Las mejillas le ardían de vergüenza, vaciló, volvió a mirar a la cama, las palabras salieron de sus labios.
    -Sara no es más que uno de los nombres de esa mujer -dijo-. ¿Te gusta su otro nombre?
    El rápido sonsonete se reinició al instante, pero no en respuesta a la pregunta de Emily. El sonido de su voz había animado a la señorita Letitia a seguir devanando el confuso ovillo de sus ideas y había estimulado de nuevo su capacidad para hacer uso de la palabra, aunque cada vez le resultaba más penoso.
    -¡No! ¡No! Es demasiado astuto para ti y para mí. No deja ninguna carta fuera de su lugar; las destruye todas. ¿Dije que era demasiado astuto para nosotras? Falso. Nosotras somos demasiado astutas para él. ¿Quién encontró los pedazos de su carta en el cesto? ¿Quién los pegó? ¡Ah, nosotras sabemos! No la leas, Huesitos. "Querida señorita Jethro"... no la vuelvas a leer. "Señorita Jethro" en su carta, y "Sara" cuando habla consigo mismo en el jardín. ¡Oh, quién lo habría creído de él, de no haberlo visto y oído nosotras mismas!
    Ya no quedaba ninguna duda.
    Pero, ¿quién sería el hombre al que aludía con tanta amargura y pesar?
    No: esta vez Emily se atuvo con toda firmeza a la resolución que la comprometía a respetar la indefensión de su tía. La manera más rápida de llamar a la señora Ellmother consistía en hacer sonar la campanilla. Cuando tocó su mango, una apagada exclamación de sufrimiento la hizo regresar junto al lecho.
    -¡Oh, qué sed! ¡Qué sed! -musitó la voz cada vez más apagada.
    Emily separó las cortinas. La luz velada sólo le dejó ver la visera verde que cubría los ojos de la señorita Letitia, y debajo, las mejillas hundidas, los brazos extendidos sin fuerzas sobre la ropa de cama.
    -Oh, tía, ¿no reconoces mi voz? ¿No conoces a Emily? ¡Déjame darte un beso, querida!
    Incapaz de suplicar, incapaz de besarla, la señorita Letitia sólo repetía las mismas palabras:
    -¡Qué sed! ¡Qué sed! .
    Emily alzó el pobre cuerpo torturado con pacientes miramientos, para ahorrarle dolores, y le llevó el vaso a los labios. La enferma bebió hasta la última gota de la limonada. Mitigada la sed, volvió a hablar, siempre dirigiéndose a la imaginaria sirvienta de sus delirios, mientras descansaba entre los brazos de Emily.
    -Por Dios, ten cuidado cómo le respondes si te pregunta. ¡Si ella supiera lo que sabemos nosotras! ¿Los hombres nunca sienten vergüenza? ¡ja! ¡Esa vil mujer! ¡Esa vil mujer!
    Su voz, que se hacia cada vez más débil, se tornó un murmullo. Las próximas palabras que escaparon de sus labios fueron un susurro incoherentes. Poco a poco, la abandonaba la falsa energía de la fiebre. Quedó muda e inmóvil. Verla ahora era ver la imagen de la muerte. Emily la besó de nuevo, cerró las cortinas e hizo sonar la campanilla. La señora Ellmother no acudió. Emily salió del cuarto para llamarla.
    Al llegar a lo alto de las escaleras de la cocina advirtió un leve cambio. La puerta de los bajos, que oyera cerrar de un golpe al entrar al cuarto de su tía, ahora estaba abierta. Llamó a la señora Ellmother. Le respondió una voz desconocida. Su acento era suave y cortés, lo que contrastaba sobremanera con el tono áspero de la hosca doncella de la señorita Letitia.
    -¿Hay algo en que pueda servirle, señorita?
    La persona que hacia tan cortés pregunta apareció al pie de la escalera: era una mujer de mediana edad, rolliza y agraciada. Alzó la vista para mirar a la joven con una agradable sonrisa.
    -Perdóneme, no era mi intención molestarla -dijo Emily-. Llamaba a la señora Ellmother.
    La desconocida subió unos escalones y respondió:
    -La señora Ellmother no está.
    -¿Regresará pronto?
    -Perdóneme, señorita, pero no creo que regrese.
    -¿Quiere decirme que se ha marchado de la casa?
    -Si, señorita. Se ha marchado de la casa.


    CAPITULO XIV
    LA SEÑORA MOSEY

    Lo primero que hizo Emily después de descubrir la incomprensible desaparición de la señora Ellmother fue invitar a la nueva sirvienta a seguirla a la sala.
    -¿Puede explicarme lo que ha sucedido? -comenzó.
    -No, señorita.
    -¿Podría decirme si la ha invitado a venir la señora Ellmother?
    -He venido a petición de la señora Ellmother, señorita.
    -¿Podría decirme por qué le hizo esa petición?
    -Con gusto, señorita. Tal vez, como encuentra aquí a una desconocida que ocupa el lugar de su sirvienta de costumbre, debería empezar por darle algunas referencias.
    -O tal vez (si tiene la bondad) por decirme su nombre -añadió Emily.
    -Gracias por recordármelo, señorita. Me llamo Elizabeth Mosey. El caballero que atiende a la señorita Letitia me conoce muy bien. El doctor Allday le dará referencias de mi persona y también de mi experiencia como enfermera. Si desea una segunda recomendación...
    -Eso no será necesario, señora Mosey.
    -Permítame volver a darle las gracias, señorita. Me encontraba esta tarde en mi casa cuando recibí la visita de la señora Ellmother. Me dijo: «He venido, Elizabeth, para pedirte un favor en nombre de nuestra vieja amistad". Yo le dije: "Querida, estoy a tus órdenes para lo que sea". Si esta le parece una respuesta demasiado apresurada, antes de saber de qué se trataba el favor, le ruego que tenga en cuenta que la señora Ellmother me lo pidió "en nombre de nuestra vieja amistad", aludiendo a mi difunto esposo y a la relación que mantuvimos cuando vivía. Aunque no por culpa nuestra, nos vimos envueltos en algunos aprietos. Ciertas personas en quienes confiamos resultaron indignas de esa confianza. Para no cansarla, le diré que habríamos ido a la ruina si nuestra vieja amiga, la señora Ellmother, no hubiera venido en nuestra ayuda y nos hubiera prestado los ahorros de toda una vida. Le pagamos todo su dinero antes de que mi esposo falleciera. Pero no considero -y creo que usted tampoco considerará- que también saldamos el favor. No hay nada que la señora Ellmother me pida, sea prudente o imprudente, que no esté dispuesta a hacer. Si me he colocado en una situación inconveniente (y no niego que eso parece) esa es la única excusa, señorita, que puedo aducir por mi conducta.
    La señora Mosey era demasiado locuaz y demasiado amiga de escuchar el sonido de su sumamente persuasiva voz. Descontadas esas pequeñas imperfecciones, la impresión que producía era decididamente favorable, y por más imprudente que hubiera sido su actuación, sus motivos eran irreprochables. Después de decirle algunas palabras amables en ese sentido, Emily volvió a llevar la conversación hacia la parte sustancial de su historia.
    -¿La señora Ellmother no le dio ninguna razón para abandonar a mi tía en un momento como este? -preguntó.
    -Eso fue exactamente lo mismo que le dije, señorita.
    -¿Y qué le contestó?
    -Rompió a llorar, cosa que nunca la había visto hacer en los veinte años que la conozco.
    -¿Y en verdad le pidió que la reemplazara de un momento para otro?
    -Eso es exactamente lo que hizo -respondió la señora Mosey-. No tuve que decirle que estaba asombrada: mis labios se encargaron de hacerlo por mí, sin duda. Admito que es una mujer dura, de palabra y de modos. Pero es más sentimental de lo que se podría suponer. "Si eres la buena amiga por la que te tengo, no me pidas razones", dijo. "Hago lo que me veo obligada a hacer, y con mucho pesar." De haber estado en mi lugar, señorita, ¿habría insistido después de eso en que se explicara? Lo único que, naturalmente, quise saber, es si había alguna dama que ocupara la posición de dueña de casa a la que pudiera dirigirme antes de osar inmiscuirme. La señora Ellmother entendió que era su deber ayudarme en ese particular. Como no podía contarse con su pobre tía, me mencionó su nombre.
    -¿Cómo se refirió a mí? ¿Con enojo?
    -No, de ninguna manera, todo lo contrario. Me dijo: "Hallarás a la señorita Emily en la casa. Es la sobrina de la señorita Letitia. Todo el mundo la quiere, y todo el mundo tiene motivos para quererla."
    -¿Dijo eso realmente?
    -Esas fueron sus palabras. Y, además, al marcharse me dio un mensaje para usted. "Si la señorita Emily se muestra sorprendida" (esa fue su expresión) "reitérale mi fidelidad y mis buenos deseos, y pídale que recuerde lo que le dije cuando ocupó mi lugar junto al lecho de su tía." No pretendo averiguar lo que eso significa -dijo la señora Mosey con tono respetuoso, lista para escuchar lo que significaba, si Emily tenía la bondad de explicárselo-. Doy el mensaje tal como me lo dieron, señorita. Después de eso, la señora Ellmother tomó por su rumbo y yo por el mío.
    -¿Sabe adónde se dirigió?
    -No señorita.
    -¿Tiene algo más que contarme?
    -Nada más, excepto que me dio indicaciones acerca del cuidado de su tía, por supuesto. Las escribí, y las colocaré en su lugar, junto a las recetas y las medicinas.
    Poniéndose en acción de inmediato a impulsos de esa alusión, Emily abrió la marcha en dirección al cuarto de su tía.
    La señorita Letitia permaneció en silencio mientras la nueva enfermera entreabrió suavemente las cortinas, lanzó una mirada al lecho y volvió a cerrarlas. La señora Mosey consultó su reloj, leyó las indicaciones que había escrito y las etiquetes de los frascos de medicinas que estaban sobre la mesa y separó uno de ellos para utilizarlo a la hora señalada.
    -Hasta el momento no hay por qué alarmarse -susurró-. Se ve usted sumamente pálida y cansada, señorita. ¿Me permite aconsejarle que descanse un poco?
    -Si se produce algún cambio, señora Mosey -sea que mejore o se agrave-, por supuesto, me lo hará saber.
    -Sin duda, señorita.
    Emily regresó a la sala, no para descansar (después de todo lo que escuchara), sino para reflexionar.
    En medio de muchas cosas que le resultaban ininteligibles, pasaban por su mente ciertas claras conclusiones.
    Después de lo que ya le refiriera el doctor acerca del delirio en general, el proceder de la señora Ellmother resultaba comprensible: demostraba que sabía, por experiencia propia, el rumbo peligroso que tomaban los pensamientos erráticos de su ama cuando los formulaba verbalmente. Ello explicaba que la anciana sirvienta le hubiera ocultado la enfermedad de la señorita Letitia a su sobrina, así como sus reiterados intentos de impedir que Emily pasara a la habitación.
    Pero lo que acababa de ocurrir -la súbita partida de la señora Ellmother- no sólo revestía una gran importancia en sí mismo, sino que apuntaba a una sorprendente conclusión.
    La fiel doncella había abandonado a su ama, a quien amaba y servía, cuando a esta la aquejaba una fatal enfermedad, y había dejado en su lugar a otra mujer, sin cuidarse de lo que esta podría descubrir junto al lecho, antes que enfrentar a Emily después de que esta oyera a su tía, ahora que la fiebre extraviaba el cerebro de la agonizante. Esa era la situación, dicha con toda claridad.
    ¿Qué consideraciones habían hecho adoptar ese desesperado curso de acción a la señora Ellmother?
    Para decirlo con sus propias palabras, había abandonado a la señorita Letitia "con mucho pesar". A juzgar por lo que le comunicara a la señora Mosey, había dejado a Emily a merced de una desconocida, animada, no obstante, por sinceros sentimientos de cariño y respeto. Que sus temores hubieran dado por sentadas sospechas que Emily no albergaba y descubrimientos que Emily (todavía) no había hecho, no modificaba en ningún sentido la grave naturaleza de la inferencia que su conducta justificaba. La revelación que la señora Ellmother temía -¿quién podría seguir dudándolo?- amenazaba directamente la paz de espíritu de Emily. No había modo de ocultarlo: la inocente sobrina estaba involucrada en un engaño que, hasta ese día, fuera un secreto de su tía y la doncella de su tía.
    Esa conclusión, y sólo esa, brindaba una explicación racional del paso dado por la señora Ellmother, colocada ante la disyuntiva de allanarse a que Emily la descubriera o marcharse de la casa.
    El escritorio de la pobre señorita Letitia estaba situado cerca de la ventana de la sala. Deseosa de interrumpir el curso de unas reflexiones que podían llevarla a desconfiar de su tía agonizante, Emily recorrió la habitación con la vista en busca de una ocupación lo bastante interesante para absorber su atención. El escritorio le recordó que le debía una carta a Cecilia. No había dudas de que esa solícita amiga tenía derecho a ser la primera en enterarse de por qué no había cumplido su compromiso con Sir Jervis Redwood.
    Tras mencionar el telegrama que siguiera a la llegada de la señora Rook a la escuela, la carta de Emily proseguía en los siguientes términos:

    "En cuanto me recuperé un poco le informé a la señora Rook acerca de la grave enfermedad de mi tía.
    »Aunque se limitó cuidadosamente a las expresiones usuales de conmiseración, me percaté de que constituía un alivio para ambas vernos impedidas de viajar juntas. No supongas que le he tomado una antipatía caprichosa a la señora Rook, o que eres en ninguna medida responsable de la adversa impresión que me ha causado. Te lo explicaré todo con lujo de detalles cuando volvamos a encontrarnos. Mientras tanto, sólo necesito contarte que le di una carta para Sir Jervis Redwood en la que le explicaba la situación. También le comunicaba mi dirección en Londres y añadía la petición de que me reenviara tu carta en caso de que me hubieras escrito antes de recibir estas líneas.
    »El amable señor Alban Morris me acompañó a la estación del ferrocarril y le habló al guarda para que cuidara especialmente de mí durante el viaje a Londres. Solíamos pensar que era un hombre insensible. Estábamos totalmente equivocadas. No sé qué planes tendrá para las vacaciones de verano. Vaya adonde vaya, recordaré su bondad y lo acompañarán mis mejores deseos.
    »Querida, no debo empañar el disfrute de tu placentera visita a Engadina describiéndote mis penas en detalle. Sabes cuánto quiero a mi tía y cuán agradecida he estado siempre a su maternal bondad para conmigo. El médico no me ha ocultado la verdad. A su edad, no hay esperanzas: la última parienta cercana de mi padre, mi más querida amiga, agoniza.
    »¡No! No debo olvidar que cuento con otra amiga. Pensar en ti me brindará algún consuelo.
    »En mi soledad, anhelo una carta de mi querida Cecilia. Nadie viene a verme, ahora cuando necesito más que nunca de cariño; soy una extraña en esta inmensa ciudad. Los familiares de mi madre se asentaron en Australia: ni siquiera me han escrito en todos los años transcurridos desde su muerte. ¿Recuerdas con cuánto entusiasmo solía ansiar la nueva vida que me esperaba al dejar la escuela? Adiós, mi bien. Mientras pueda ver en mis pensamientos tu dulce rostro, no desesperaré del futuro que me aguarda, por más lóbrego que me parezca ahora."

    Emily ya había cerrado su carta y escrito la dirección, y se estaba levantando de su asiento, cuando oyó a la puerta la voz de la nueva enfermera.


    CAPÍTULO XV
    EMILY

    -¿Me permite unas palabras? -preguntó la señora Mosey. Entró a la habitación pálida y temblorosa. Al percibir ese ominoso cambio, Emily volvió a dejarse caer en su asiento.
    -¿Murió? -dijo con voz apagada.
    La señora Mosey la miró atónita.
    -Lo que quería decirle, señorita, es que su tía me ha asustado.
    Incluso esa vaga alusión fue suficiente para Emily.
    -No tiene que decirme nada más -contestó-. Sé muy bien cómo ha afectado la fiebre la mente de mi tía.
    Aun confusa y asustada como se encontraba, la señora Mosey encontró alivio en su acostumbrado parloteo.
    -He atendido a muchísimas personas aquejadas de fiebre -anunció-. A muchísimas personas las he oído decir cosas extrañas. ¡Pero nunca, en toda mi experiencia, señorita...!
    -¡No me lo diga! -la interrumpió Emily.
    -¡Oh, pero debo decírselo! Por su bien, señorita Emily, por su bien. No seré tan inhumana como para dejarla sola en la casa esta noche; pero si este delirio continúa, debo pedirle que consiga otra enfermera. Es como si en ese cuarto esperaran por mí, agazapadas, peregrinas sospechas. Si regreso y vuelvo a escucharle a su tía lo que ha estado diciendo durante la última media hora o más, no podré ignorarlas, como estoy obligada a hacer. La señora Ellmother me pidió un imposible, y es la señora Ellmother quien tendrá que cargar con las consecuencias. No diré que no me lo advirtió, hablando, como comprenderá, con la más estricta reserva. "Elizabeth", me dijo, "sabes de qué manera tan desquiciada hablan las personas que están en la situación en la que se halla actualmente la señorita Letitia. No le prestes atención", me dijo. "Deja que te entre por un oído y te salga por el otro", me dijo. "Si la señorita Emily te pregunta, no sabes nada de la cuestión. Si se asusta, no sabes nada de la cuestión. Si tiene accesos de llanto espantosos de contemplar, compadécela, pobrecita, pero no hagas el menor caso." Todo muy bien, y suena muy claro, ¿no es cierto? ¡Nada de eso! La señora Ellmother me advierte que puede suceder esto, aquello y lo de más allá. Pero hay algo horrendo (que, tenga en cuenta, escuché una y otra vez junto al lecho de su tía) para lo que no me preparó, ¡y ese algo horrendo es... un Asesinato!
    La señora Mosey pronunció esa última palabra en un susurro y aguardó a ver qué efecto había producido.
    Sometida ya a una terrible prueba por las crueles perplejidades que le causaba su situación, a Emily la abandonó el valor al sentir el horror que el clímax de la histérica narración de la enfermera hiciera nacer en ella. Alentada por su silencio, la señora Mosey prosiguió. Alzó una mano con solemnidad teatral y procedió a aterrorizarse a su gusto con los horrores que ella misma contaba.
    -Una posada, señorita Emily; una posada solitaria, en algún lugar del interior del país, y una habitación incómoda en la posada con una cama improvisada en un extremo y otra cama improvisada en el otro. Le doy mi palabra de honor de que eso fue lo que dijo su tía. Después mencionó a dos hombres; dos hombres que dormían (como comprenderá) en las dos camas. Creo que se refirió a ellos como "dos caballeros", pero no estoy segura, y no quiero engañarla; usted sabe que no la engañaría por nada en el mundo. La señorita Letitia masculló y farfulló, pobrecita. Admito que estaba cansándome de prestarle atención cuando volvió a hablar con claridad y fue para pronunciar esa horrible palabra. ¡Oh, señorita, no se impaciente! ¡No me interrumpa!
    No obstante, Emily sí la interrumpió. Se había recuperado, al menos hasta cierto punto.
    -¡Ni una palabra más! -dijo-. ¡No escucharé ni una palabra más!
    Pero la señora Mosey estaba demasiado resuelta a dejar establecida su propia importancia, explotando al máximo la alarma que había experimentado, para que la contuviera una admonición común y corriente. Sin prestar la menor atención a lo que decía Emily, continuó en voz todavía más alta y agitada.
    -¡Escuche, señorita! ¡Escuche! La parte más espantosa aún no ha llegado; aún no ha oído nada sobre los dos caballeros. Uno de ellos fue asesinado -¡qué me dice de eso!- y el otro (oí cuando su tía lo dijo claramente) cometió el crimen. ¿La señorita Letitia imaginaba que se dirigía a muchas personas cuando usted la cuidaba? Cuando estaba yo en el cuarto, gritaba como quien pronuncia una proclama: "Seáis quienes seáis, buenas gentes" (dijo), "cien libras de recompensa a quien encuentre al asesino fugitivo. Buscad en todas partes a un ser afeminado, débil y enclenque, con las manitas blancas llenas de anillos. No hay en él nada de varón, excepto su voz, una voz clara y hermosa. Lo identificareis, amigos míos -a ese miserable, a ese monstruo-, lo identificareis por su voz." Fue eso lo que dijo; le repito que fue eso lo que dijo. ¿La oyó gritar? ¡Ah, querida señorita, tanto mejor para usted! "¡Oh, ocultad el horrible asesinato!" (dijo). Juraría sobre la Biblia ante un magistrado que su tía dijo "¡Ocultad el horrible asesinato!" -exclamó la señora Mosey incorporándose de un salto.
    Emily atravesó la habitación. Al fin despertaba la energía propia de su carácter. Tomó a la necia mujer por los hombros, la volvió a sentar a la fuerza y la miró fijamente a los ojos sin pronunciar palabra.
    Por un momento, la señora Mosey quedó petrificada. Había esperado -al final de su terrible historia- encontrar a Emily a sus pies suplicándole que no llevara a vías de hecho su amenaza de marcharse de la casa a la mañana siguiente; y había decidido que después de que el sentimiento de su propia importancia hubiera sido debidamente halagado, cedería a los ruegos de la indefensa joven. Esas eran sus previsiones, pero, ¿cómo se cumplían? ¡La trataban como a una loca presa de un acceso de furia!
    -¿Cómo se atreve a agredirme? -preguntó con acento lastimoso-. Debería darle vergüenza. Dios sabe que mis intenciones eran buenas.
    -Usted no es la primera que hace daño con las mejores intenciones -respondió Emily soltándola con aire sereno.
    -Cumplía con mi deber, señorita, al informarle sobre lo que decía su tía.
    -Olvidó su deber cuando prestó oído a lo que mi tía decía.
    -Permítame explicarme.
    -No. Entre nosotras no se pronunciará ni una palabra más sobre ese tema. Espere un momento, por favor; tengo algo que proponerle, por su bien. Aguarde y cálmese.
    El propósito que ocupaba el lugar primordial en la mente de Emily se sostenía sobre el firme cimiento del amor y la compasión que sentía por su tía.
    Ahora que había recuperado la capacidad de pensar, sentía que las revelaciones de la señora Mosey la forzaban a concebir una duda odiosa. Si había dado por sentado que lo que ella misma oyera en el cuarto de su tía tenía cierta base de verdad, ¿podía razonablemente rechazar la conclusión de que debía haber cierta base de verdad en lo que escuchara la señora Mosey en circunstancias similares?
    Había una sola forma de escapar de ese dilema, y Emily la adoptó premeditadamente. Rechazó sus propias convicciones y se persuadió de que se había equivocado cuando le concediera importancia a lo que había dicho su tía a impulsos del delirio. Tras adoptar esa decisión, se dispuso a enfrentar la perspectiva de una noche de soledad junto al lecho de la moribunda antes que permitir que la señora Mosey tuviera una segunda oportunidad de hacer sus propias inferencias a partir de lo que pudiera escuchar en el cuarto de la señorita Letitia.
    -¿Me hará esperar mucho más tiempo, señorita?
    -Ni un momento más, ahora que ha recuperado la calma -respondió Emily-. He estado reflexionando sobre lo que ha sucedido y no veo ninguna necesidad de posponer su partida hasta la llegada del doctor mañana por la mañana. No hay ningún motivo para que no se marche esta misma noche.
    -Perdone, señorita, pero sí hay un motivo. Ya le dije que mi conciencia no me permite dejarla sola aquí. No soy inhumana -dijo la señora Mosey al tiempo que se llevaba el pañuelo a los ojos, rebosante de compasión por sí misma.
    Emily probó el efecto de una respuesta conciliatoria.
    -Le agradezco su bondadoso ofrecimiento de quedarse conmigo -dijo.
    -Muy bien por su parte, no me cabe la menor duda -contestó irónica la señora Mosey-. Pero aun así, insiste en despedirme.
    -Insisto en pensar que no hay necesidad de obligarla a permanecer aquí hasta mañana.
    -¡Oh, como quiera! No soy tan poca cosa que tenga que imponerle a nadie mi presencia.
    La señora Mosey se guardó el pañuelo en el bolsillo e hizo una demostración de dignidad. Abandonó la habitación con la cabeza muy alta y paso lento y acompasado. Emily se quedó sola en la casa con su tía agonizante.


    CAPÍTULO XVI
    LA SEÑORITA JETHRO

    Dos semanas después de la desaparición de la señora Ellmother y el despido de la señora Mosey, el doctor Allday llegó puntual a su consultorio, a la hora en que acostumbraba a recibir a sus pacientes.
    Un fruncir ocasional de su entrecejo, acompañado de un nerviosismo esporádico de sus movimientos, parecían indicar cierto trastorno de la circunspección profesional de ese digno caballero. Su mente era presa de la intranquilidad. Incluso el poco excitable y anciano médico había experimentado la atracción que ya conquistara a tres personas tan disímiles como Alban Morris, Cecilia Wyvil y Francine de Sor. Pensaba en Emily.
    El sonido de la campanilla de la puerta anunció la llegada de su primer paciente. El sirviente hizo pasar a una dama alta, vestida con un sencillo y elegante traje oscuro. A través del velo que le cubría el rostro resultaban visibles unos rasgos llamativos, de corte judío, que aunque ajados y macilentos, aún conservaban la majestad de sus formas. Se movía con gracia y dignidad, y planteó el motivo que la traía a consultar al doctor Allday con la naturalidad de una mujer de buena educación.
    -Caballero, vengo a preguntarle su opinión sobre el estado de mi corazón -dijo-. Me lo ha recomendado una paciente que quedó muy satisfecha de una consulta con usted -puso una tarjeta sobre el escritorio del doctor y añadió: -Conocí a la dama porque soy una de sus inquilinas.
    El doctor reconoció el nombre y a continuación llevó a cabo los procedimientos de costumbre. Tras un cuidadoso examen, llegó a una conclusión favorable.
    -Puedo decirle de inmediato que no hay razones para alarmarse por el estado de su corazón -dijo.
    -Nunca me ha alarmado mi salud -respondió la mujer tranquila-. Una muerte súbita es una muerte fácil. Si la persona de quien se trate ha puesto en orden sus asuntos, parece ser, por ese motivo, la muerte preferible. Mi objetivo era poner en orden mis asuntos -que no son considerables- de haber estimado usted que mi vida corría peligro. ¿No tengo ningún padecimiento?
    -No digo eso -contestó el doctor-. Su corazón late débilmente. Tome la medicine que le recetaré; préstele un poco más de atención a la comida y la bebida de lo que suelen hacer las damas; no suba escaleras corriendo; no se fatigue con ejercicios violentos; y no veo ninguna razón para que no viva hasta una edad avanzada.
    -¡Dios no lo quiera! -dijo la dama para sí misma. Se volvió y miró por la ventana con una sonrisa amarga.
    El doctor Allday escribió la receta.
    -¿Piensa permanecer en Londres mucho tiempo? -preguntó.
    -Estaré aquí sólo por poco tiempo. ¿Quiere volver a verme?
    -Me gustaría verla una vez más antes de que se marche, si encuentra un momento conveniente. ¿Qué nombre debo poner en la receta?
    -Señorita Jethro.
    -Un nombre poco común -comentó el doctor con su franqueza habitual.
    La señorita Jethro volvió a exhibir su sonrisa amarga.
    Sin dar más muestras de haber prestado atención a lo que dijera el doctor Allday, puso sobre la mesa los honorarios de la consulta. En ese mismo instante, llegó el criado con una carta.
    -De la señorita Emily Brown -dijo-. No necesita respuesta.
    Mantuvo la puerta abierta mientras daba el mensaje, ya que se había percatado de que la señorita Jethro se disponía a abandonar la habitación. Esta lo despidió con un gesto y, tras volver junto a la mesa, señaló a la carta.
    -.La persona que le envía esa carta era hasta hace poco alumna en la escuela de la señorita Ladd? -preguntó.
    -La persona que me envía esta carta acaba de terminar sus estudios en la escuela de la señorita Ladd -respondió el doctor-. ¿Es amiga de usted?
    -La conozco.
    -Le haría usted un favor a esa pobre niña si fuera a visitarla. No cuenta con ningún amigo en Londres.
    -Perdóneme, pero tiene una tía.
    -Su tía murió hace una semana.
    -¿Y no tiene más parientes?
    -Ninguno. Una triste situación, ¿no cree? Se habría quedado absolutamente sola en la casa si no le hubiera mandado a una de mis sirvientas para que la acompañara durante un tiempo. ¿Conoció usted a su padre?
    La señorita Jethro dejó pasar la pregunta como si no la hubiera oído.
    -¿La joven despidió a las sirvientas de su tía? -preguntó.
    -Su tía tenía sólo una sirvienta, señora. Y esa le ahorró a la señorita Emily el trabajo de despedirla -refirió brevemente cómo la señora Ellmother había abandonado a su ama-. No logro explicármelo -dijo al concluir-. ¿Usted sí?
    -¿Qué le hace pensar, señor, que puedo ayudarlo? Ni siquiera había oído hablar de la sirvienta, y al ama no la conocía.
    A la edad del doctor Allday, a un hombre no lo desalienta fácilmente una negativa, incluso cuando viene de labios de una mujer atractiva.
    -Pensé que quizás habría usted conocido al padre de la señorita Emily -insistió.
    La señorita Jethro se puso de pie y le deseó buenos días.
    -No debo seguir ocupando su valioso tiempo -dijo.
    -¿Por qué no espera un minuto? -sugirió el doctor. Imperturbable como siempre, hizo sonar la campanilla.
    -¿Hay algún paciente en la sala de espera? -preguntó-. Como ve, no me falta el tiempo -continuó después de que el criado le contestara que no-. Estoy especialmente interesado en esta pobre chica, y pensé...
    -Si piensa que yo también me intereso en ella, está en lo cierto -lo interrumpió la señorita Jethro-. Conocí a su padre -añadió abruptamente, como si la alusión a Emily le hubiera hecho recordar la pregunta que hasta ese momento se negara a escuchar.
    -En ese caso necesito un consejo -continuó el doctor Allday-. Por qué no torna asiento?
    La mujer se sentó en silencio. El movimiento irregular de la parte inferior de su velo pareció indicar que respiraba con dificultad. El doctor la contempló atentamente.
    -Permítame de nuevo mi receta -dijo. Después de añadir un ingrediente, se la devolvió con unas palabras de explicación-. Sus nervios están más afectados de lo que suponía. La enfermedad más difícil de curar que conozco es... la preocupación.
    La indirecta difícilmente podría haber sido más clara, pero la señorita Jethro no dio señales de advertirla. Fueran cuales fuesen sus problemas, no se los refirió a su consejero médico. Después de doblar en silencio la receta, le recordó que había manifestado la intención de pedirle consejo.
    -¿En qué puedo servirlo? -preguntó.
    -Me temo que para responder a esa pregunta con claridad debo poner a prueba su paciencia -admitió el doctor.
    Después de esas palabras preliminares, refirió los acontecimientos que siguieron a la llegada a casa de Emily de la señora Mosey.
    -No hago más que hacerle justicia a esa necia si le cuento que después de dejar a la señorita Emily vino aquí de inmediato e hizo todo lo posible por arreglar las cosas -continuó-. Acudí inmediatamente junto a la pobre chica. Sentía que era mi deber no dejarla sola esa noche, después de haber atendido a su tía. Cuando llegué a mi casa a la mañana siguiente, ¿a quién cree que encontré esperándome? ¡A la señora Ellmother!
    Se detuvo, en espera de que la señorita Jethro diera alguna señal de sorpresa. De sus labios no salió ni una palabra.
    -El motivo que traía a la señora Ellmother era averiguar cómo seguía su ama -prosiguió el doctor-. Día tras día, mientras vivió la señorita Letitia, vino a averiguar lo mismo, sin ofrecerme una palabra de explicación. El día del funeral, allí estaba en la iglesia, de luto cerrado y, como puedo atestiguar personalmente, llorando amargamente. Cuando terminó la ceremonia -¿podrá creerlo?- se marchó subrepticiamente, antes de que la señorita Emily o yo pudiéramos hablar con ella. No la hemos vuelto a ver ni hemos sabido nada de ella desde entonces hasta la fecha.
    Volvió a detenerse, y la dama siguió en silencio, sin hacer ningún comentario.
    -¿No tiene ninguna opinión que expresarme? -preguntó el doctor lisa y llanamente.
    -Estoy esperando -respondió la señorita Jethro.
    -¿Esperando qué?
    -Todavía no sé por qué quiere mi consejo.
    Hasta ese momento, el examen de la humanidad que llevara a cabo el doctor Allday le había hecho creer que la cautela era una de las cualidades morales ausentes de la naturaleza femenina. Calificó a la señorita Jethro de notable excepción a la regla.
    -Quiero que me aconseje sobre cómo proceder con la señorita Emily -dijo-. Me ha asegurado que no le concede mayor importancia a los desvaríos de su tía en los peores momentos de la fiebre de la pobre anciana. No dudo de que diga la verdad, pero tengo mis razones para temer que se engañe. ¿Lo recordará?
    -Sí..., si es necesario
    -En pocas palabras, señorita Jethro, cree que aún no llego a lo esencial. Lo cierto es que ya he llegado a lo esencial. Ayer, la señorita Emily me dijo que confiaba en que pronto se encontraría lo suficientemente repuesta para examinar los papeles que dejara su tía.
    De repente, la señorita Jethro se dio vuelta en su asiento y miró al doctor Allday. .
    -¿Comienza a sentirse interesada? -preguntó el doctor con aire travieso.
    La mujer ni lo admitió ni lo negó.
    -Siga -fue todo lo que dijo.
    -No sé que cree usted -continuó el doctor-. Yo temo los descubrimientos que pueda hacer y me siento fuertemente tentado a aconsejarle que le deje el examen propuesto al abogado de su tía. ¿Sabe usted algo, dado que conoció al difunto padre de la señorita Emily, que le indique que estoy en lo cierto?
    -Antes de contestarle, no estaría mal dejar que hablara la joven -dijo la señorita Jethro.
    -¿Y cómo hacerlo? -preguntó el doctor.
    La señorita Jethro señaló al escritorio.
    -Mire -dijo-. Aún no ha abierto la carta de la señorita Emily.




    CAPÍTULO XVII
    EL DOCTOR ALLDAY

    Enfrascado en su esfuerzo por vencer la reserva de su paciente, el doctor había olvidado la carta de Emily. La abrió de inmediato.
    Después de leer la primera oración, levantó la vista con expresión molesta.
    -Ya comenzó el examen de los papeles -dijo.
    -Entonces no le soy de ninguna utilidad -replicó la señorita Jethro. Hizo un segundo intento de marcharse de la habitación.
    El doctor Allday comenzó a leer la página siguiente de la carta.
    -¡Deténgase! -exclamó-. Ha encontrado algo... y aquí está.
    Alzó un pequeño papel impreso que había estado colocado entre la primera y la segunda página.
    -¿Por qué no le echa un vistazo? -dijo.
    -¿Esté o no interesada en él? -preguntó la señorita Jethro.
    -Quizás le interese lo que la señorita Emily dice sobre él en su carta.
    -¿Se propone mostrarme su carta?
    -Me propongo leérsela.
    La señorita Jethro tomó el papel sin plantear más objeciones. Este decía lo siguiente:

    "ASESINATO. CIEN LIBRAS DE RECOMPENSA.- Por cuanto el 30 de septiembre de 1877 se cometió un asesinato en la posada Hand-in-Hand, del pueblo de Zeeland, en Hampshire, se pagará la recompensa indicada a la persona o personas cuyos esfuerzos conduzcan al arresto y condena del sospechoso. Se desconoce su nombre. Su edad se calcula entre los veinte y los treinta años. Es un hombre bien proporcionado y de pequeña estatura. Tez rubia, rasgos delicados, ojos azul claro. Pelo rubio bastante corto. Rostro completamente afeitado, a excepción de unas patillas estrechas. Manos pequeñas, blancas, bien formadas. Llevaba anillos de valor en los dos últimos dedos de la mano izquierda. Pulcramente ataviado con una indumentaria de viaje gris oscura. Llevaba un morral como los empleados por los excursionistas. Voz notablemente hermosa, dulce, potente y persuasiva. Maneras atrayentes. Dirigirse al inspector jefe, Oficina Metropolitana de Policía, Londres."

    La señorita Jethro puso a un lado el recorte sin dar muestras visibles de agitación. El doctor volvió a tomar en sus manos la carta de Emily y leyó lo siguiente: "Se sentirá usted tan aliviado como yo, mi querido amigo, cuando lea el papel que le adjunto. Lo encontré, suelto, en un cuaderno en blanco, entre recortes de periódicos y varios anuncios de cosas perdidas y otras curiosidades (todos amontonados entre las hojas), que sin duda mi tía se proponía ordenar y pegar en el lugar que les correspondía. Durante su enfermedad, pobrecita, debe haber estado pensando en su cuaderno. ¡Este es el origen de las "palabras terribles" que asustaron a la tonta de la señora Mosey! ¿Acaso no resulta alentador haber hecho este descubrimiento, que confirma mi opinión? Siento un renovado interés en revisar los papeles que restan por examinar...
    Antes de que el doctor llegara al fin de la oración, la agitación de la señorita Jethro se sobrepuso a su reserva.
    -¡Haga lo que se proponía hacer! -exclamó con vehemencia-. ¡Impídale de inmediato que continúe su examen! ¡Si vacila, insista en ello!
    ¡Al fin triunfaba el doctor Allday!
    -Su confesión ha tomado bastante tiempo, y es, por ello, más bienvenida -comentó con su impasibilidad acostumbrada-. Teme usted, como yo, señorita Jethro, los descubrimientos que pueda hacer. Y usted sabe cuáles podrían ser esos descubrimientos.
    -Lo que yo sé o no sé carece de toda importancia -respondió la mujer cortante.
    -Perdóneme, pero es de la mayor importancia. No tengo ninguna autoridad sobre esta pobre joven, no soy ni siquiera un viejo amigo. Me dice que insista. Ayúdeme a afirmar con sinceridad que conozco circunstancias que justifican que lo haga, y puede que insista con cierto éxito.
    Por primera vez, la señorita Jethro se alzó el velo y lo examinó con mirada escrutadora.
    -Creo que puedo confiar en usted -dijo-. ¡Escuche! La única consideración que me lleva a despegar los labios es la preocupación por la tranquilidad de la señorita Emily. Prométame, por su honor, mantener en el más estricto secreto lo que le diré.
    El doctor lo prometió.
    -Antes quiero saber algo -continuó la señorita Jethro-. ¿Le dijo la señorita Emily -como me dijo en cierta ocasión a mí- que su padre había muerto de una enfermedad del corazón?
    -Sí.
    -¿Le hizo usted alguna pregunta?
    -Le pregunté cuánto tiempo hacía.
    -¿Y se lo dijo?
    -Me lo dijo.
    -Quiere usted saber, doctor Allday, qué más puede descubrir la señorita Emily entre los papeles de su tía. Juzgue usted mismo cuando le diga que la engañaron sobre la muerte de su padre.
    -¿Quiere decir que vive todavía?
    -Quiero decir que la engañaron -deliberadamente- sobre la manera en que ocurrió su muerte.
    -¿Quién fue el miserable que lo hizo?
    -¡Insulta a los muertos, caballero! Se ocultó la verdad por los más puros motivos nacidos del amor y la piedad. No quiero ocultarle la conclusión a la que he llegado después de lo que le he escuchado. La persona responsable debe haber sido la tía de la señorita Emily, y la anciana sirvienta debe haber actuado como su confidente. ¡Recuerde! Me ha dado su palabra de honor de no repetirle a ningún ser humano lo que acabo de contarle.
    El doctor acompañó hasta la puerta a la señorita Jethro.
    -Aún no me ha dicho cómo murió su padre -dijo.
    -No tengo nada más que decirle.
    Con esas palabras se marchó.
    El doctor llamó a su sirviente. Esperar hasta la hora en que acostumbraba a salir podía equivaler a dejar la paz de espíritu de Emily a merced de un accidente.
    -Voy a la casa de la señorita Emily -dijo-. Si alguien me busca, regresaré en un cuarto de hora.
    Cuando estaba ya a punto de salir, recordó que Emily probablemente esperaba que le devolviera la noticia. Al tomarlo en sus manos, sus ojos cayeron sobre las primeras líneas: leyó por segunda vez la fecha en que se cometiera el asesinato. De golpe, su rostro rubicundo palideció.
    -¡Santo Dios! -exclamó-. Su padre fue asesinado, y esa mujer está involucrada en el asunto.
    Siguiendo un impulso, se guardó el recorte en la cartera, tomó la tarjeta que su paciente le entregara al presentarse y abandonó la casa sin más demora. Llamó al primer coche de alquiler que pasó por su lado y se hizo conducir al domicilio de la señorita Jethro.
    -Ya no está aquí -fue la respuesta de la sirvienta cuando preguntó por ella.
    El doctor insistió en hablar con la casera.
    -Hace apenas diez minutos que se marchó de mi casa -dijo el doctor.
    -Hace apenas diez minutos que un chico me trajo este mensaje -contestó la casera.
    Era evidente que el mensaje había sido escrito a toda prisa.
    "Me veo inesperadamente obligada a marcharme de Londres. Adjunto un billete como pago de lo que le adeudo. Enviaré a buscar mi equipaje.”
    El doctor se marchó.
    -Inesperadamente obligada a marcharse de Londres -repitió al volver a montarse en el coche-. Su huida la condena: ya no cabe ninguna duda. ¡Ve tan rápido como puedas! -le gritó al cochero, al tiempo que le daba indicaciones acerca de cómo llegar a casa de Emily.


    CAPÍTULO XVIII
    LA SEÑORITA LADD

    Al llegar a casa de Emily, el doctor Allday divisó a un caballero que cerraba la verja del jardín al salir.
    -¿La señorita Emily ha tenido un visitante? -preguntó cuando la sirvienta lo hizo pasar
    -El caballero dejó una carta para la señorita Emily, señor.
    -¿Pidió verla?
    -Preguntó por la salud de la señorita Letitia. Al oír que había muerto, pareció sobresaltarse y se marchó de inmediato.
    -¿Dijo su nombre?
    -No, señor.
    El doctor encontró a Emily absorta en su carta. Su preocupación por evitar cualquier posible descubrimiento del engaño mediante el que le ocultaran la terrible historia de la muerte de su padre mantenía vigilante al doctor Allday. Recelaba del caballero que se había abstenido de dar su nombre; desconfiaba incluso del otro desconocido que le escribiera a Emily.
    La joven levantó la vista. Su rostro hizo que el doctor abandonara sus recelos antes de que lo hicieran sus palabras.
    -Al fin he sabido de mi más querida amiga -dijo-. ¿Recuerda lo que le conté de Cecilia? Aquí tengo una carta -una larga y deliciosa carta- escrita en Engadina, que dejó a la puerta un caballero desconocido. Le estaba preguntando a la sirvienta cuando usted hizo sonar la campanilla.
    -Puede preguntarme a mí, si lo prefiere. Llegué justo en el momento en que el caballero cerraba la verja de su jardín.
    -¡Oh, dígame! ¿Cómo era?
    -Alto, delgado y trigueño. Llevaba un abominable sombrero de fieltro de aspecto republicano. Tenía unas feas arrugas indicadoras de mal carácter entre las cejas. Era el tipo de hombre del que instintivamente desconfío.
    -¿Por qué?
    -Porque no se afeita.
    -¿Quiere decir que llevaba una barba?
    -Sí, una barba negra y rizada.
    Emily entrelazó las manos con gesto de asombro.
    -¿Sería Alban Morris? -exclamó.
    El doctor la miró con una sonrisa sardónica; pensó que era probable que hubiera descubierto al elegido de su corazón.
    -¿Quién es Alban Morris? -preguntó.
    -El profesor de dibujo de la escuela de la señorita Ladd.
    El doctor Allday cambió de tema: los profesores de las escuelas para señoritas no eran personas que le interesaran. Volvió al propósito que lo llevara a la casa, para lo cual sacó el aviso que Emily le había enviado en su carta.
    -Supongo que querrá recuperarlo -dijo
    La joven lo tomó y lo miró con interés.
    -¿No es extraño que el asesino haya escapado después de que se circulara por toda Inglaterra una descripción tan minuciosa de su persona?
    Le leyó la descripción al doctor.
    "Se desconoce su nombre. Su edad se calcula entre los veinticinco y los treinta años. Es un hombre bien proporcionado y de pequeña estatura. Tez rubia, rasgos delicados, ojos azul claro. Pelo rubio bastante corto. Rostro completamente afeitado, a excepción de unas patillas estrechas. Manos pequeñas, blancas, bien formadas. Llevaba anillos de valor en los dos últimos dedos de la mano izquierda. Pulcramente ataviado....
    -Esa parte de la descripción carece de valor -comentó el doctor-. Se habrá cambiado de ropa.
    -Pero, ¿podía cambiar de voz? -objetó Emily-. Escuche esto: "Voz notablemente hermosa, dulce, potente y persuasiva". ¡Y también esto! "Maneras atrayentes." Quizás me diga que pudo adoptar un aspecto rudo.
    -Lo que sí le diré, querida, es que pudo muy bien disfrazarse de manera tan efectiva que noventa y nueve personas de cada cien no lo habrían identificado por su voz o sus maneras.
    -¿Cómo?
    -Vuelva a mirar la descripción. “Pelo rubio bastante corto. Rostro completamente afeitado, a excepción de unas patillas estrechas." El miserable estaba a salvo de toda persecución; dispuso de mucho tiempo. ¿No se da cuenta de que pudo alterar completamente el aspecto de su cabeza y de su rostro? ¡Pero dejemos este desagradable tema, querida mía! Pasemos a algo interesante. ¿Ha encontrado algo más entre los papeles de su tía?
    -He sufrido una gran decepción -contestó Emily-. ¿Le conté cómo descubrí la noticia?
    -No.
    -La encontré, junto con el cuaderno y los recortes de periódicos, bajo un montón de cajas y botellas vacías, en una gaveta del palanganero. Y, naturalmente, esperaba hacer descubrimientos mucho más interesantes en esta habitación. Terminé la búsqueda en cinco minutos. Nada en esa vitrina del rincón más que unos cuantos libros y alguna porcelana. Nada en el escritorio y en esa mesita salvo un paquete de papel de esquelas y un poco de lacre. Nada aquí, en las gavetas, más que recibos de comerciantes, hilo de tejer y viejas fotos. La pobrecita debe haber destruido todos sus papeles antes de su enfermedad, y ese recorte y las demás cosas sólo sobrevivieron porque las había dejado en un sitio que nunca se le ocurrió registrar. ¿No es exasperante?
    Con un inexpresable alivio, el buen doctor Allday le pidió permiso para volver junto a sus pacientes, dejando libre a Emily para concentrarse en la carta de su amiga.
    Al salir notó que la puerta del cuarto ubicado en el lado opuesto del pasillo estaba abierta. Desde la muerte de la señorita Letitia, la habitación permanecía desocupada. Quedaba perfectamente a la vista el palanganero que mencionara Emily. El doctor avanzó hasta la puerta de la casa, reflexionó, vaciló y volvió a mirar hacia la habitación vacía.
    Se le había ocurrido que podía haber una segunda gaveta que Emily no hubiera advertido. ¿Sería correcto salir de esa duda? No le faltaban excusas para saltarse los escrúpulos de rigor. La señorita Letitia le había hablado de sus asuntos y le había pedido que actuara (en interés de Emily) como albacea de su testamento a la par de su abogado. El rápido progreso de su enfermedad le había imposibilitado redactar la necesaria cláusula. Pero había hecho del doctor depositario de su confianza (moral, si no legalmente), y atendiendo a eso, este decidió que tenía derecho, en esta grave cuestión, a disipar sus dudas.
    Un simple vistazo fue suficiente para convencerse de que no existía una segunda gaveta que le hubiera pasado inadvertida a Emily.
    El doctor no descubrió nada más. El armario sólo contenía la ropa de la pobre anciana; la única mesa de noche estaba abierta y vacía. A punto ya de marcharse de la habitación, el doctor regresó junto al palanganero. Ahora que tenía la oportunidad, no estaría de más asegurarse de que Emily había examinado a conciencia esas cajas y botellas viejas a las que aludiera con cierto desdén.
    La gaveta tenía un largo considerable. Cuando el doctor intentó sacarla de las muescas por las que corría, le ofreció resistencia. Preocupado como estaba, esta en sí misma era una circunstancia sospechosa. Apartó el revoltijo de cosas para poder introducir en la gaveta la mano y el brazo. Al instante, sus dedos tropezaron con un trozo de papel trabado entre el extremo posterior de la gaveta y el fondo de la superficie plana del palanganero. Con cuidado, logró extraer el papel. Tras una breve pausa para asegurarse de que no había nada más y para cerrar la gaveta después de reponer su contenido, se marchó de la casa.
    El coche de alquiler lo esperaba. En el trayecto de regreso a su hogar desdobló el papel estrujado. Resultó ser una carta dirigida a la señorita Letitia y firmada nada menos que por la directora de la escuela de Emily. Al recorrerla rápidamente comenzando por el final, el doctor Allday descubrió en la primera oración el nombre de... la señorita Jethro.
    De no ser por la entrevista que había sostenido esa mañana con su paciente, habría dudado de la conveniencia de avanzar más en el conocimiento del contenido de la carta. Tal como estaban las cosas, la leyó sin vacilar.

    "Querida señora:
    »No puedo sino considerar una circunstancia providencial que al escribirle desde mi escuela, su sobrina haya mencionado, entre otros sucesos de su vida escolar, la llegada de mi nueva maestra, la señorita Jethro.
    »Decirle que me produjo sorpresa la lectura de su carta, en la que me informaba confidencialmente que le había dado empleo a una mujer indigna de relacionarse con las jóvenes confiadas a mi cuidado, es muy poco para expresarle lo que sentí. Me resulta imposible suponer que una dama de su posición y poseedora de los altos principios que la distinguen, haría una acusación tan grave como esa sin tener razones indiscutibles para hacerlo. A la vez, no puedo permitir, atendiendo a lo que me indica mi deber de cristiana, que mi opinión de la señorita Jethro se modifique hasta contar con pruebas irrefutables.
    »Confiando en su discreción tanto como confiara usted en la mía, le adjunto las referencias y recomendaciones que me entregara la señorita Jethro cuando se presentó a solicitar la plaza vacante en mi escuela.
    »Le pido encarecidamente que realice sin pérdida de tiempo las averiguaciones confidenciales que se ha ofrecido a hacer. Sean cuales fueren sus resultados, le ruego que me devuelva los adjuntos que confío a su cuidado, y créame que soy, querida señora, en medio de mi suspenso y mi preocupación, su segura servidora,
    Amelia Ladd"

    Resulta imposible describir adecuadamente la impresión que esas líneas le produjeron al doctor.
    De haber escuchado lo que oyera Emily durante la enfermedad de su tía, habría recordado la revelación que realizara la señorita Letitia de su interés en un hombre desconocido al que creía que la señorita Jethro había seducido, y habría advertido que los deseos de venganza que ello le inspirara debían haber dado pie a la carta de denuncia que respondiera la directora de la escuela. De haber sabido del súbito despido de que había sido objeto la nueva maestra, también habría inferido que las averiguaciones de la señorita Letitia habían probado que su acusación estaba bien fundada. Sabiendo lo que sabía, sólo confirmó su desfavorable opinión sobre la señorita Jethro, y al reflexionar sobre el tema decidió mantener en secreto lo que había descubierto.
    "Si la pobre señorita Emily se enterara ahora de esto", pensó, "¡qué golpe recibiría su candoroso respeto por la memoria de su tía!"


    CAPÍTULO XIX
    SIR JERVIS REDWOOD

    Mientras tanto, de nuevo a solas, Emily también tenía correspondencia de la cual ocuparse. Además de la carta de Cecilia (dirigida a la atención de Sir Jervis Redwood) había recibido unas líneas del propio Sir Jervis. Las dos misivas habían llegado en un sobre cerrado que llevaba la dirección de su casa.
    Si Alban Morris había sido en verdad la persona que Sir Jervis escogiera como mensajero, la conclusión que de ello se derivaba hizo que Emily experimentara fuertes sentimientos de curiosidad y sorpresa.
    Aun cuando ya no lo animaba el propósito de servirla y protegerla, Alban debía haber emprendido el viaje a Northumberland. Seguramente se habría ganado el favor y la confianza de Sir Jervis, e incluso era probable que hubiera sido huésped de la mansión campestre del barón a la llegada de la carta de Cecilia. ¿Qué podía significar ese hecho?
    Emily repasó los recuerdos de su último día de escuela y se acordó de la conferencia que sostuvieran ella y Alban sobre la señora Rook. ¿Estaría todavía empeñado en elucidar sus sospechas sobre el ama de llaves de Sir Jervis? ¿Habría seguido con ese fin a la mujer tras su regreso a la residencia de su amo?
    Súbitamente, casi con irritación, Emily tomó en sus manos la carta de Sir Jervis. Antes de la llegada del doctor le había echado un vistazo y la había dejado a un lado, impaciente por leer lo que le escribía Cecilia. Ahora, tras los cambios que se habían operado en su mente, se inclinaba a pensar que Sir Jervis podía ser el corresponsal más interesante de los dos.
    Al volver a comenzar la lectura de la carta, al principio se sintió decepcionada. En primer lugar, la letra de Sir Jervis era tan abominablemente mala que se veía obligada a adivinar su contenido. En segundo lugar, no hacía ninguna referencia a las circunstancias merced a las cuales le confiara la carta de Cecilia al caballero que la dejara a las puertas de Emily.
    Habría vuelto a echar a un lado la misiva del barón si no hubiera descubierto que contenía una oferta de empleo en Londres que ponía a su disposición.
    Sir Jervis se había visto obligado a contratar a otra secretaria debido a la ausencia de Emily Pero aún requería de una persona que se ocupara de sus intereses literarios en Londres. Tenía razones para pensar que los descubrimientos realizados por viajeros contemporáneos a la América Central habían aparecido ocasionalmente en la prensa inglesa, y deseaba obtener una copia de cualquier noticia de esa índole que pudiera encontrarse en los periódicos atesorados en la sala de lectura del Museo Británico. Si Emily se consideraba capaz de contribuir de esa forma a la culminación de su magna obra sobre "las ciudades en ruinas", no tenía más que dirigirse a su editor de Londres, quien le abonaría la remuneración usual en esos casos y le brindaría cualquier ayuda que precisara. A continuación aparecían el nombre y la dirección del editor (aunque las únicas palabras legibles eran "Bond Street"), y con eso terminaba la propuesta de Sir Jervis.
    Emily hizo a un lado la carta y pospuso su respuesta hasta concluir la lectura de la carta de Cecilia.


    CAPÍTULO XX
    EL REVERENDO MILES MIRABEL

    “He partido de Engadina para una breve excursión, queridísima amiga. Dos encantadores compañeros de viaje se hacen cargo de mi persona, y quizás lleguemos hasta el lago de Como.
    »Mi hermana (cuya salud ya ha mejorado mucho) permanece en St. Moritz con la vieja institutriz. En cuanto sepa cuál será nuestro itinerario exacto, le escribiré a Julia para que me envíe cualquier carta que llegue durante mi ausencia. Mi vida en este paraíso terrenal sólo será totalmente feliz cuando tenga noticias de mi adorada Emily.
    »Mientras tanto, te cuento que pasamos la noche en un sitio interesante cuyo nombre inexplicablemente he olvidado; y aquí estoy en mi habitación, escribiéndote al fin, muriendo de ganas de saber si Sir Jervis ya se arrojó a tus pies y te propuso convertirte en Lady Redwood, además de darte una dote espléndida.
    »Pero querrás saber quiénes son mis nuevos amigos. Querida, uno de ellos es, después de ti, la criatura más deliciosa del mundo. La sociedad la conoce por el apelativo de Lady Janeaway. Yo la quiero ya por su nombre de pila: es mi amiga Doris. Y ella corresponde a mis sentimientos.
    »Comprenderás a continuación que fueron nuestras afinidades las que nos hicieron entablar relación.
    »Creo que si hay algo de lo que pueda sentirme orgullosa es de mi admirable apetito. Y si mi pecho alberga una pasión, su nombre es Repostería. En cuanto a ese punto Lady Doris siente lo mismo que yo. Nos sentamos una junto a la otra en la table d'hote
    »¡Santo cielo, olvidé a su esposo! Hace más de un mes que se casaron. ¿Ya te he dicho que Lady Doris es sólo dos años mayor que yo?
    »¡Lo he vuelto a olvidar! Se trata de Lord Janeaway. Es un hombre muy tranquilo y modesto, y muy fácil de entretener. Lleva consigo a todas partes un pequeño y sucio recipiente de lata con agujeros en la tapa para que le entre el aire. Se la pasa sacudiendo suavemente los arbustos y las zarzas, y hurgando bajo las rocas y detrás de viejas casas de madera. Cuando atrapa algún insecto horroroso que la hace a una estremecerse, se sonroja de placer, nos mira a su esposa y a mí y dice con su simpatiquísimo ceceo: “Esto es lo que llamo un día encantador". Contemplar la manera en que la obedece, es, entre tú y yo, sentir orgullo de ser mujer.
    »¿Por dónde andaba? Por la table d'hote
    »Nunca, Emily -lo digo con toda la solemnidad que reclama la verdad- nunca he consumido una comida más infame, abominable, enloquecedoramente mala que la que nos sirvieron el primer día en el hotel. Apelo a ti para que digas si no soy paciente; te pido que recuerdes todas las ocasiones en que he exhibido un extraordinario control sobre mí misma. Querida, me contuve hasta que trajeron la fuente de los pasteles. Les di un bocado y cometí la más espantosa ofensa contra las buenas maneras en la mesa que puedas imaginar. Mi pañuelo, mi pobre e inocente pañuelo, recibió la horrible... por favor, imagina el resto. Me erizo al recordarlo. Nuestros vecinos de mesa me vieron. Esos ordinarios se echaron a reír. La joven y dulce recién casada, sinceramente apenada por mí, dijo: “¿Quisiera usted estrechar mi mano? Anteayer hice exactamente lo mismo que acaba de hacer usted.” Ese fue el inicio de mi amistad con Lady Doris Janeaway.
    »Somos dos mujeres decididas -en realidad ella es decidida y yo la sigo- y hemos reclamado nuestro derecho a comer como queremos en una entrevista con el jefe de los cocineros.
    »Ese interesante personaje es un ex zuavo del ejército francés. En vez de disculparse, nos confesó que los paladares bárbaros de los visitantes ingleses y norteamericanos lo habían descorazonado de tal forma que había perdido todo orgullo y todo placer en el ejercicio de su arte. Como ejemplo de lo que quería decir, nos mencionó su experiencia con dos jóvenes ingleses que no sabían hablar ningún idioma extranjero. Los camareros le informaron que habían puesto reparos al desayuno, en especial a los huevos. A partir de ese momento (te traduzco las palabras exactas del francés) se extenuó preparando los huevos de maneras exquisitas. Huevos a la tripe, au gratin, a l'Aurore, a la Dauphine, a la Poulette, a la Tartare, a la Venitienne, a la Bordelaise, etc., etc., etc. Aun así, los dos jóvenes no se declaraban satisfechos. Furioso, con la dignidad herida, humillado en su honor de maestro, el ex zuavo exigió una explicación. ¿Qué cosa, en nombre del cielo, querían para desayunar? Querían huevos cocidos y un pescado al que llamaban Bloaterre. Nos dijo que le resultaba imposible expresar en presencia de unas damas el desprecio que sentía por la idea que tenían los ingleses de lo que es un desayuno. Ya sabes lo que hace un gato en presencia de un perro, así que comprenderás la alusión. ¡Oh, Emily, de qué comidas hemos disfrutado en nuestras habitaciones desde que hablamos con ese noble cocinero!
    »¿Tengo alguna otra noticia para ti? ¿Te interesan, querida, los clérigos jóvenes y elocuentes?
    »La primera vez que acudimos a la mesa común notamos que las damas exhibían un aspecto de notable depresión. ¿Acaso un amante de las aventuras había tratado de escalar una montaña y fracasado en el intento? ¿O sería que habían llegado noticias políticas desastrosas de Inglaterra, como una derrota de los conservadores, por ejemplo? ¿Se habría producido una revolución de la moda en París y todos nuestros vestidos de salir ya no tenían el menor valor? Le pedí información a la única dama presente que brillaba en el grupo por su rostro animado: mi amiga Doris, por supuesto. “¿Qué día fue ayer?”, preguntó.
    »”Domingo”, respondí.
    »”El más triste de todos los domingos tristes del año”, continuó. “El señor Miles Mirabel predicó su sermón de despedida en nuestra capilla provisional de los altos.”
    »”¿Y aún no os habéis recuperado?”
    »”Todas tenemos el corazón destrozado, señorita Wyvil.”
    »El asunto, naturalmente, despertó mi interés. Le pregunté qué tipo de sermones predicaba el señor Mirabel. Lady Janeaway dijo: “Venga a nuestras habitaciones después de la comida. Es un tema demasiado penoso para discutirlo en público”.
    »Comenzó por presentarme al reverendo, es decir, me mostró sus retratos. Eran dos. En uno, sólo aparecía su rostro. En el otro se exhibía de cuerpo entero, ataviado con su sobrepelliz. Todas las damas de la congregación habían recibido las dos fotografías como regalo de despedida. “Mis retratos son los únicos especímenes que permanecen intactos”, comentó Lady Doris. “Los demás han sido irreparablemente arruinados por las lágrimas.”
    »Querrás ahora una descripción de ese hombre fascinante. Lo que no me decían las fotografías, mi amiga tuvo la amabilidad de añadirlo a partir de los recursos que le brindaba su propia observación. He aquí el resultado, hasta donde alcanza mi destreza.
    »Es joven, aún no ha cumplido los treinta. Su tez es rubia, sus rasgos delicados, sus ojos azul claro. Tiene unas manos hermosas y lleva en ellas unos anillos aún más hermosos. ¡Y qué voz, y qué maneras! Me dirás que hay muchos párrocos mimados que responden a la misma descripción. Espera un poco: he reservado para el final su singularidad fundamental. Su hermoso cabello rubio flota profuso sobre sus hombros; y su lustrosa barba se prolonga, con longitud apostólica, hasta los botones inferiores de su chaleco.
    »¿Qué piensas ahora del reverendo Miles Mirabel?
    »La vida y las aventuras de nuestro encantador clérigo son un elocuente testimonio de la santa paciencia de su carácter, sometido a pruebas que habrían anonadado a un hombre común. (Ten en cuenta, por favor, que en lo referente a este punto Lady Doris cita palabras de sus admiradoras, y que yo escribo lo que me informa Lady Doris.)
    »Fue amanuense en el bufete de un abogado: injustamente despedido. Interpretó a Shakespeare: vilmente ignorado. Fue secretario de una compañía de conciertos públicos: engañado por un gerente en bancarrota. Participó en negociaciones para construir ferrocarriles en el extranjero: repudiado por un gobierno carente de principios. Fue traductor en una editorial: declarado incapaz por periódicos y revistas envidiosos. Buscó refugio en la crítica teatral: cesanteado por un editor corrupto. Después de este largo camino de purificación conducente a una carrera eclesiástica, llegó al fin a la única esfera digna de él: se puso al servicio de la Iglesia, al amparo de amigos influyentes. ¡Oh, feliz transformación! A partir de ese momento su labor se ha visto premiada por todas las bendiciones. Ya en dos ocasiones le han regalado teteras de plata llenas de soberanos. Dondequiera que va, lo rodean exquisitas simpatías, y el afecto doméstico le reserva un puesto en las mesas de innumerables familias. Tras haberse desempeñado en el continente, donde deja recuerdos imborrables, vuelve ahora a Inglaterra a petición de un personaje distinguido de la Iglesia que prefiere un clima templado. Ahora disfrutará del envidiable privilegio de sustituir a un párroco ausente en un beneficio eclesiástico del interior del país distante de las ciudades, refugiado en la soledad pastoril, entre sencillos criadores de ovejas. ¡Ojalá que el pastor demuestre ser digno de su rebaño!
    »De nuevo, querida mía, debo hacer honor a quien honor merece. Este recuento de la vida del señor Mirabel no ha salido de mi pluma. Formaba parte de su sermón de despedida y se conservaba en la memoria de Lady Doris. El mismo demuestra (de nuevo en palabras de sus admiradoras) que la más auténtica humildad puede convivir con el mayor talento.
    »Permíteme añadir solamente que tendrás oportunidades de ver y oír a este popular predicador cuando las circunstancias le permitan predicarles a las congregaciones de las grandes ciudades. Mis noticias han llegado a su fin, y empiezo a sentir -después de esta larga, larga carta- que es hora de irme a la cama. ¿Es necesario que te diga que le he hablado a menudo de ti a Doris y que ella te suplica que seas su amiga, al igual que mía, cuando nos volvamos a encontrar en Inglaterra?
    »Adiós, mi amor, por el momento. Con todo cariño, Tu Cecilia."

    »PD. Me he creado un nuevo hábito. Por si siento hambre durante la noche, guardo una caja de chocolates bajo la almohada. No tienes ni idea de cuán cómodo resulta. Si alguna vez encuentro a mi hombre ideal, añadiré al contrato matrimonial la cláusula de que debo tener chocolate bajo la almohada."


    CAPÍTULO XXI
    POLLY Y SALLY

    Disfrutar de una inextinguible variedad de diversiones; conocer nuevos lugares; hacer amigos; y todo sin una preocupación que la inquietara ni en el extranjero ni en casa; ¡qué desalentador contraste existía entre la vida feliz de Cecilia y la vida de su amiga! ¿Quién que se encontrara en la situación de Emily habría podido leer esa carta escrita alborozadamente en Suiza, sin perder el ánimo y la fe, al menos por un instante?
    En esos casos, la más preciada de todas las cualidades morales es un temperamento optimista, porque es la única fuerza -cuando la virtuosa resolución demuestra ser insuficiente- que instintivamente nos ayuda a enfrentar el subrepticio avance de la desesperación. "Sólo lloraré si me quedo en casa; es mejor que salga", pensó Emily.
    Las personas observadoras que acostumbran a frecuentar los parques de Londres seguramente han advertido a un número de individuos solitarios, melancólicamente empeñados en proporcionar variedad a sus vidas dando un paseo. Se detienen junto a los arriates de flores; permanecen sentados durante varias horas en los bancos; contemplan con paciente curiosidad a quienes andan acompañados; observan con humilde interés a las damas que cabalgan y a los niños que juegan; si son hombres, algunos encuentran compañía en una pipa, aunque no parecen disfrutarla; si son mujeres, algunas sustituyen la comida por unos secos bizcochitos envueltos en arrugados trozos de papel; no son sociables; casi nunca se les ve trabar relación entre sí; quizás son tímidos, u orgullosos, o huraños; quizás dudan de los demás, acostumbrados como están a dudar de sí mismos; quizás tienen motivos para no aventurarse nunca a salir al encuentro de la curiosidad, o vicios que temen que otros detecten, o virtudes que les hacen sufrir sus dificultades con una resignación que no precisa de más consuelo. Lo único cierto es que esos infortunados se resisten a delatarse. Sabemos que son extraños en Londres, y nada más.
    Y Emily era una de ellos.
    Entre los taciturnos paseantes que deambulaban por los Parques había aparecido en los últimos tiempos una figurita muy compuesta, vestida de negro (con el rostro oculto de las miradas por un velo de crespón) que comenzaba a resultarles familiar, día tras día, a ayas y a niños, y a despertar la curiosidad de los inofensivos solitarios que meditaban en los bancos y de los vagabundos sin derrotero que recorrían las áreas de césped. La sirvienta que el solícito doctor le facilitara era la única persona que quedaba al cuidado de la casa en ausencia de Emily No había ningún otro ser humano que pudiera acompañar a la joven desprovista de amigos. La señora Ellmother no había vuelto a aparecer después de los funerales. La señora Mosey no olvidaba que se le había pedido (no importa cuán cortésmente) que se marchara. ¿A quién podía Emily decirle: "Vamos a dar un paseo"? Le había comunicado la noticia de la muerte de su tía a la señorita Ladd, en Brighton, y había tenido noticias de Francine. La generosa directora le había escrito con la más sincera bondad. "Fija la fecha, mi querida hija, y ven a visitarme a Brighton; cuanto antes mejor." Emily se mostraba reacia, no a aceptar la invitación, sino a encontrarse con Francine. La insensible heredera caribeña parecía más insensible que nunca cuando empuñaba la pluma. En su carta le anunciaba que "le iba fatal con los estudios (que odiaba); los profesores elegidos para instruirla le parecían feos y desagradables (y detestaba hasta verlos); la señorita Ladd comenzaba a resultarle antipática (y el tiempo no hacía más que confirmar esa desfavorable impresión); Brighton era siempre el mismo; el mar era siempre el mismo; los paseos eran siempre los mismos. Francine tenía el presentimiento de que haría algo desesperado a menos de que Emily se le reuniera e hiciera a Brighton soportable a espaldas de la horrible directora." La soledad de Londres era un privilegio y un placer comparada con la alternativa de una compañía como esa.
    Emily le escribió a la señorita Ladd para expresarle su gratitud y pedirle que la excusara.
    Desde entonces, había tenido otros días tristes, pero el que trajo la carta de Cecilia puso unas junto a las otras, de manera tan vívida y cruel, las alegrías del pasado y las penas del presente, que a Emily la abandonó el valor. Había contenido las lágrimas en su hogar solitario; había salido a buscar consuelo y aliento bajo el cielo soleado, a encontrar alivio para su corazón dolorido en la radiante belleza veraniega de las flores y la hierba, en el dulce soplo del aire, en el alegre vuelo de los pájaros. ¡No! La Madre Naturaleza es una madrastra para quienes sufren. Pronto, demasiado pronto, casi dejó de saber adónde la llevaban sus pasos. Una y otra vez se enjugaba resueltamente las lágrimas al amparo de su velo, cuando los desconocidos que pasaban a su lado se percataban de su presencia; y una y otra vez, las lágrimas regresaban a sus ojos. Oh, si las jóvenes de la escuela la hubieran visto ahora -las jóvenes que solían decir en sus momentos de tristeza: "Vayamos junto a Emily, para que nos alegre"-, ¿la habrían reconocido? Se sentó a descansar y recobrarse en el banco más cercano. Estaba desocupado. No se escuchaban los pasos de ningún caminante en el retirado sendero al que la llevaran sus pies. ¡Soledad en su hogar! ¡Soledad en el Parque! ¿Dónde estaría Cecilia en ese momento? En Italia, entre los lagos y las montañas, feliz en compañía de su risueña amiga.
    Terminó el lapso de soledad: alguien se acercaba. Dos hermanas, jóvenes como ella, se detuvieron a descansar en el banco.
    Estaban absortas en sus asuntos; casi no le prestaron atención a la desconocida que vestía de luto. La hermana menor se iba a casar y la mayor sería su madrina. Hablaban de sus trajes y sus regalos; comparaban al intrépido novio de la una con el tímido enamorado de la otra; reían de sus pequeñas salidas ingeniosas, de sus venturosos sueños de futuro, de sus opiniones sobre los invitados a la boda. Demasiado inquietas para seguir inactivas, a causa de su alborozo, se levantaron del banco de un salto. Una de ellas dijo:
    -¡Polly, soy demasiado feliz! -y se alejó con paso danzarín.
    La otra exclamó:
    -¡Sally, qué vergüenza! -y se rió como si hubiera hecho el mejor chiste de todos los tiempos.
    Emily se levantó y se encaminó a su hogar.
    Por algún misterioso motivo cuyo origen era incapaz de detectar, el júbilo bullicioso de las dos jóvenes había despertado en ella un sentimiento de rebeldía contra la vida que llevaba. Un cambio, un cambio rápido, emprender una ocupación que la obligara a hacer un esfuerzo constituía la única posibilidad que le era dable ver de que llegaran días más felices. Ese sentimiento inevitablemente le hizo recordar a Sir Jervis Redwood. He aquí que había un hombre, a quien nunca había visto en persona, transformado por la incomprensible intervención de la Fortuna en el amigo que necesitaba, el amigo que le indicaba el camino hacia un nuevo mundo de actividad, el mundo laborioso de los lectores de la biblioteca del Museo.
    A inicios de la siguiente semana Emily ya había aceptado la propuesta de Sir Jervis, y había logrado despertar tanto el interés del editor a quien se le indicó que acudiera que éste había decidió modificar las arbitrarias instrucciones de su patrón.
    -El anciano no tiene piedad ni consigo mismo ni con los demás en lo que concierne a sus labores literarias -explicó-. No debe agotarse, señorita Emily. No sólo es absurdo, sino también cruel, pedirle que registre viejos periódicos en busca de descubrimientos realizados en Yucatán desde la época en que Stephens publicara sus "Viajes por la América Central", ¡hace casi cuarenta años! Comience con los números publicados en los años más recientes -digamos que unos cinco años a partir de la fecha actual- y ya veremos lo que encuentra en sus búsquedas en ese período de tiempo.
    Siguiendo ese amistoso consejo, Emily comenzó con el volumen de los periódicos fechados a partir del día de año nuevo de 1876.
    La primera hora de su búsqueda fortaleció la sincera gratitud con que recordaba la amabilidad del editor. Mantener la atención concentrada en el tema que deseaba su patrón y resistir la tentación de leer las noticias misceláneas que interesan especialmente a las mujeres sometieron a una prueba inmisericorde su paciencia y su resolución. Afortunadamente, las personas sentadas a su lado no perdían el tiempo. Verlas tan absortas en su trabajo que ni siquiera levantaron la vista para mirarla cuando ocupó la silla vacía en medio de ellas fue el ejemplo perfecto que necesitaba. Con el paso de las horas continuó su arduo recorrido por las columnas impresas, resignada al menos a su tarea (aunque no totalmente reconciliada aún con ella). Su trabajo terminó ese día con el aliciente que le brindaba la certidumbre de haber realizado concienzudamente una búsqueda infructuosa hasta el momento. A su llegada al hogar, la esperaban noticias que levantaron su ánimo deprimido.
    Al marcharse esa mañana había dado ciertas instrucciones relativas al discreto desconocido que se hiciera cargo de su correspondencia, en caso de que fuera a visitarla una segunda vez cuando ella se encontraba en el Museo. Las primeras palabras que le dirigió la sirvienta al abrirle la puerta fueron para informarle que el caballero incógnito había regresado. Esta vez había dejado resueltamente su tarjeta. En ella aparecía el nombre que Emily ansiaba ver: Alban Morris.


    CAPÍTULO XXII
    ALBAN MORRIS

    Después de echarle una ojeada a la tarjeta, Emily le hizo una primera pregunta a la sirvienta.
    -¿Le comunicó al señor Morris lo que le ordené? -preguntó.
    -Si, señorita, le dije que de haber estado usted lo hubiera hecho pasar. Quizás cometí un error: le dije lo que usted me había comunicado al salir esta mañana, que había ido a leer al Museo.
    -¿Qué le hace pensar que cometió un error?
    -Pues que no dijo nada, señorita, pero pareció afectado.
    -¿Quiere decir que pareció enfadado?
    La sirvienta negó con un gesto.
    -No exactamente: perplejo y desconcertado.
    -¿Dejó algún mensaje?
    -Dijo que regresaría más tarde, si tenía usted la amabilidad de recibirlo.
    Media hora después, Alban y Emily estaban juntos de nuevo. La luz daba de lleno en el rostro de la joven cuando se incorporó para darle la bienvenida.
    -¡Oh, cómo ha sufrido usted!
    Las palabras escaparon de los labios de Alban antes de que pudiera retenerlas. La miró con esa tierna simpatía, tan cara a las mujeres, que Emily no veía en ningún rostro humano desde la pérdida de su tía. Hasta los esfuerzos del buen doctor para consolarla habían sido los que le imponía la rutina profesional, resultado inevitable de su familiaridad de toda una vida con el dolor y la muerte. Cuando los ojos de Alban se posaron en ella, Emily sintió que estaba a punto de llorar. Temerosa de que interpretara mal su recibimiento, hizo un esfuerzo para hablar con cierta calma.
    -Llevo una vida muy solitaria y me resulta fácil comprender que eso se advierta en mi rostro -dijo-. Usted es uno de mis pocos amigos, señor Morris -sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas; la abatía verlo inseguro, con el sombrero entre las manos, temeroso de molestarla con su presencia-. Créame, créame que es usted muy bienvenido -le dijo con mucha vehemencia.
    En esos días de tristeza se conmovía con facilidad. Estrechó su mano una segunda vez. Alban la retuvo suavemente entre las suyas por un momento. Desde que se separaran, ella había estado todos los días en sus pensamientos; se le había hecho más querida que nunca. Estaba demasiado afectado para poder contestarle sin que lo advirtiera. Ese silencio le habló a Emily en su favor como nada lo hiciera antes. Allá en lo hondo, Emily recordó con asombro cómo recibiera su confesión en el jardín de la escuela. No había dudas de que había sido un poco duro prohibirle que concibiera esperanzas.
    Consciente de su debilidad -a la vez, incluso, que cedía a ella- la joven sintió la necesidad de distraer la atención de su persona. Presa de cierta confusión, señaló una silla junto a la suya y le habló al profesor de su primera visita, cuando dejara las cartas a su puerta. Después de confiarle todo lo que había descubierto y todo lo que había adivinado en esa ocasión, una fácil transición la llevó a aludir a continuación el motivo de su viaje al norte.
    -Pensé que podían haberlo motivado las sospechas que le inspiraba la señora Rook -dijo-. ¿Me equivocaba?
    -No, estaba en lo cierto.
    -Supongo, entonces, que eran sospechas graves.
    -¡Sin duda! De otra manera no habría dedicado mis vacaciones a esclarecerlas.
    -¿Me podría decir de qué se trataba?
    -Lamento contrariarla -comenzó Alban.
    -Pero preferiría no responder a mi pregunta -lo interrumpió ella.
    -Preferiría que me dijera si ha descubierto algo más.
    -Una cosa más, señor Morris. Adiviné que conoció a Sir Jervis Redwood.
    -Una vez más, señorita Emily, llegó usted a una conclusión acertada. Mi única esperanza de encontrar una oportunidad para observar de cerca al ama de llaves de Sir Jervis dependía de que lograra ser recibido en el hogar de Sir Jervis.
    -¿Cómo lo logró? ¿Quizás consiguió una carta de presentación?
    -No conocía a nadie que pudiera dármela -contestó Alban-. Los hechos se encargaron de demostrar que no había necesidad de cartas. Sir Jervis se me presentó él mismo, y lo que es aún mejor, me invitó a su hogar en el curso de nuestra primera entrevista.
    -¿Sir Jervis se le presentó él mismo? -repitió Emily asombrada-. ¡Por la descripción que me hizo Cecilia de él habría pensado que era la última persona en el mundo capaz de hacerlo!
    Alban sonrió.
    -¿Quiere saber cómo ocurrió? -sugirió.
    -Ese es el favor que iba a pedirle -respondió Emily.
    En vez de satisfacer de inmediato su deseo, Alban hizo una pausa, vaciló y le hizo un extraño pedido.
    -¿Me perdonará la descortesía si le pido permiso para caminar de un lado a otro de la habitación mientras hablo? Soy un hombre inquieto. Andar de un lado a otro me ayuda a expresarme con libertad.
    El rostro de Emily mostró por primera vez una expresión risueña.
    -¡Cuán propio de usted! -exclamó.
    Alban la miró con sorpresa y deleite. Emily demostraba un interés en el estudio de su carácter que apreciaba en todo su valor.
    -Nunca me habría atrevido a tener la esperanza de que me conociera ya tan bien -dijo.
    -Olvida lo que iba a contarme -le recordó ella.
    Alban se desplazó hacia el extremo opuesto de la habitación, donde había menos obstáculos, esto es, menos muebles. Con la cabeza gacha y las manos cruzadas a la espalda, comenzó a pasearse de aquí para allá. La costumbre lo hizo expresarse de la manera que le era peculiar, pero pronto comenzó a dar señales de turbación. ¿Lo inquietaban sus recuerdos? ¿O era el temor de decirle demasiado a Emily?
    -Las distintas personas tienen maneras distintas de contar una historia -dijo-. La mía es metódica: comienzo por el principio. Empezaremos, si lo tiene a bien, en el tren, continuaremos en un coche de caballos y nos detendremos en un pueblo ubicado en una depresión. Se trataba del lugar más próximo al hogar de Sir Jervis y era, por tanto, mi destino. Escogí la más grande de las casas -esto es, de las casuchas- y le pregunté a la mujer que se encontraba a su puerta si alquilaba una cama. Evidentemente, pensó que estaba loco o ebrio. No perdí tiempo tratando de persuadirla; la persona que podía defender mi causa dormía entre sus brazos. Comencé expresando mi admiración por su niño y terminé haciéndole un retrato. A partir de ese momento, me convertí en un miembro más de la familia: el miembro que había logrado salirse con la suya. Además del cuarto que ocupaban los esposos, había una especie de cuchitril en el que dormía el hermano del marido. Este fue expulsado de su dormitorio (con cinco chelines míos como consuelo) y enviado a buscar refugio en otra parte, y yo fui promovido a ocupante de la plaza vacía. Desgraciadamente, soy alto. Ya en la cama, dormí con la cabeza en la almohada y los pies fuera de la ventana. Muy fresco y agradable en la época veraniega. A la mañana siguiente le tendí mi trampa a Sir Jervis.
    -¿Su trampa? -repitió Emily preguntándose a qué se referiría.
    -Salí a hacer bocetos del paisaje -continuó Alban-. ¿Puede alguien (con o sin título nobiliario, no importa) que vive en una solitaria casa campestre ver a un desconocido enfrascado en su trabajo con un estuche de pinturas y pinceles y no detenerse a mirar qué hace? Transcurrieron tres días sin que nada ocurriera. Yo aguardaba con mucha paciencia; el majestuoso paisaje que me rodeaba ofrecía lecciones de inestimable valor en lo que llamamos perspectiva aérea. Al cuarto día estaba yo absorto en la más difícil de las tareas de un paisajista, que es el estudio directo de las nubes tal como se muestran en la Naturaleza. El espléndido silencio de la marisma se vio súbitamente profanado por una voz masculina que decía (o, mejor, gruñía) a mis espaldas: "La peor maldición de la vida humana”, dijo la voz, "es la aborrecible necesidad de hacer ejercicio. Detesto perder el tiempo; detesto los paisajes hermosos; detesto el aire fresco; detesto los caballos. ¡Sigue, animal!" Como estaba demasiado enfrascado en el estudio de las nubes para mirar atrás, supuse que ese lindo discurso estaba dirigido a una segunda persona. Nada de eso; la voz gruñona tenía el hábito de hablar consigo misma. Un minuto después entró en mi campo visual un anciano solitario montado en un caballo.
    -¿Era Sir Jervis?
    Alban vaciló.
    -Más bien parecía la imagen popular del demonio -dijo.
    -¡Oh, señor Morris!
    -Le comento mi primera impresión, señorita Emily, sean cuales fueren sus méritos. Llevaba en la mano su sombrero de húsar, para mantener fresca la cabeza. Su pelo áspero de color gris acero parecía erizado; sus cejas espesas se curvaban hacia sus estrechas sienes; sus horribles y viejos ojos saltones despedían un fulgor malvado; la barba en punta le ocultaba la barbilla; estaba envuelto de la garganta a los tobillos en un traje negro y suelto, algo entre un abrigo y una capa; y para rematar, era zambo. No dudo de que Sir Jervis Redwood sea el alias terrenal que le parece conveniente usar, pero me atengo a esa primera impresión que pareció sorprenderla. "¡Ja!, un artista; ¡me parece que es la clase de hombre que necesito!" Así se presentó. observe, si lo tiene a bien, que cayó en mi trampa en cuanto se cruzó conmigo. ¿Quién no querría ser artista?
    -¿Le resultó usted simpático? -preguntó Emily.
    -¡No! No creo que nadie le haya resultado simpático en toda su vida.
    -¿Y cómo logró entonces que lo invitara a su casa?
    -Esa es la parte cómica del asunto, señorita Emily. Deme un momento y lo sabrá.


    CAPÍTULO XXIII
    LA SEÑORITA REDWOOD

    -Conseguí la invitación al hogar de Sir Jervis tratando a ese viejo salvaje con la misma falta de ceremonia con la que me había tratado a mí -continuó Alban-. “Esa profesión suya no sirve para nada", dijo, mirando mi boceto. "No es el primer ignorante que hace ese comentario", respondí. Se marchó en su cabalgadora, como si no estuviera acostumbrado a que le hablaran en ese tono, y después lo pensó mejor y regresó. "¿Sabe algo de grabado en madera?", preguntó. "Sí" "¿Y al aguafuerte?" "He hecho grabados al aguafuerte." "¿Es miembro de la Real Academia?" "Soy profesor de dibujo en una escuela para señoritas." "¿Qué escuela?" "La de la señorita Ladd." "Demonios, entonces conoce a la chica que debería haber sido mi secretaria." No estoy muy seguro de que lo tome usted como un cumplido, pero Sir Jervis parecía considerarla una especie de recomendación en lo relativo a mi respetabilidad. De cualquier forma, continuó con sus preguntas. "¿Cuánto tiempo se quedará por esta zona?" "Todavía no lo he decidido." "Mire, quiero consultarle... ¿me escucha?" "No, estoy tomando apuntes." Dejó escapar un grito espantoso. Le pregunté si se sentía mal. "¿Que si me siento mal? No, me río", dijo. Eran unas carcajadas diabólicas, de una sola sílaba: no "¡ja! ¡ja! ¡ja!", sino sólo "¡ja!", y lo hacían parecerse de manera asombrosa al eminente personaje a quien sigo pensando que recuerda. "Es usted un pícaro insolente. ¿Dónde se aloja?", dijo. Se sintió tan encantado al enterarse de mi incomodidad en el cuchitril que hacía las veces de mi dormitorio que de inmediato me ofreció su hospitalidad. "No puedo acompañarlo a un chiquero como ese", dijo. "Debe venir usted a mi casa. ¿Cómo se llama?" "Alban Morris. ¿Y usted?” “Jervis Redwood. Líe sus bártulos cuando termine de trabajar y venga a probar mi cuchitril. Ahí está, en una esquina de su dibujo, y endemoniadamente parecido." Lié mis bártulos y probé su cuchitril. Y ahora basta de Sir Jervis Redwood.
    -¡No ha llegado ni a la mitad! -respondió Emily-. Su historia se interrumpe justo en el momento más interesante. Quiero que me lleve al hogar de Sir Jervis.
    -Y yo quiero que usted, señorita Emily, me lleve al Museo Británico. ¡No se alarme! Cuando vine hoy un poco más temprano, me dijeron que había ido a la sala de lectura. ¿Acaso es un secreto lo que lee?
    Sus maneras, al responderle así, le hicieron pensar a Emily que tenía en mente una idea preconcebida que intentaba corroborar. No obstante, le respondió sin aludir a esa impresión.
    -No es un secreto lo que leo. No hago más que consultar periódicos viejos.
    Alban repitió para si mismo sus últimas palabras.
    -¿Periódicos viejos? -dijo, como si no estuviera totalmente seguro de haberla entendido bien.
    Emily trató de ayudarlo con una respuesta más concreta.
    -Reviso periódicos viejos publicados a partir de 1876 -continuó.
    -¿Y retrocede a partir de esa fecha? -preguntó él ansioso.
    -No, todo lo contrario, avanzo desde 1876 hasta la actualidad.
    Alban palideció de repente y trató de ocultar su rostro mirando por la ventana. Por un momento, su presencia de ánimo cedió a la agitación. Ese momento fue suficiente para que Emily se percatara de que lo había alarmado.
    -¿Qué he dicho para asustarlo así? -preguntó.
    El señor Morris trató de asumir un tono galante.
    -Hasta su poder sobre mí tiene límites -contestó-. Otras cosas podrá hacerlas, pero nunca asustarme. ¿Examina esos periódicos viejos con algún objetivo específico en mente?
    -Sí.
    -¿Podría decirme cuál?
    -¿Podría decirme qué lo asustó?
    Alban volvió a caminar de un lado a otro de la habitación. De pronto se detuvo y apeló a su piedad.
    -No sea dura conmigo -suplicó-. Le tengo tanto cariño... ¡oh, perdone! Es sólo que me apena ocultarle algo. Si pudiera abrirle todo mi corazón en este instante, sería más feliz.
    Emily lo entendió y lo creyó.
    -No volveré a incomodarlo con mi curiosidad -le respondió afectuosamente-. Ni siquiera le recordaré que quería saber cómo le fue en el hogar de Sir Jervis.
    Agradecido, Alban aprovechó la oportunidad para contarle algo inofensivo.
    -En lo que se refiere a mi experiencia como huésped de Sir Jervis, estoy a sus órdenes -dijo-. Sólo dígame qué le resulta de interés.
    Emily contestó con cierta vacilación:
    -Me gustaría saber qué sucedió cuando se encontró con la señora Rook.
    Para su sorpresa y alivio, Alban satisfizo inmediatamente sus deseos.
    -Nos encontramos durante mi primera noche en la casa -dijo-. Sir Jervis me condujo al comedor y allí se hallaba la señorita Redwood, con un gran gato negro sobre el regazo. Es más vieja que su hermano, más alta que su hermano, más delgada que su hermano y tiene unos extraños ojos inanimados y una piel como pergamino, de modo que parecía (si me permite una expresión contradictoria) un cadáver viviente. Cuando Sir Jervis me la presentó, el cadáver volvió a la vida. Los últimos restos de lo que fuera una buena educación salieron a relucir vagamente en su semblante y su sonrisa. De inmediato le contaré otras cosas sobre la señorita Redwood. Pero antes, Sir Jervis me hizo pagarle su hospitalidad con consejos profesionales. Quería que le indicara si los artistas que había empleado para ilustrar su magnífico libro lo habían estafado cobrándole mucho y trabajando mal, de modo que envió a la señora Rook a buscar los grabados a su estudio, que está en los altos. ¿Recuerda que pareció quedar petrificada cuando leyó la inscripción de su medallón? Lo mismo ocurrió cuando nos encontramos cara a cara. La saludé cortésmente: se mostró sorda y ciega a mi urbanidad. Su amo le arrancó de las manos las ilustraciones y le ordenó que se marchara de la habitación. Ella permaneció inmóvil, sin poder quitarnos los ojos de encima. Sir Jervis se volvió a mirar a su hermana y yo seguí su ejemplo. La señorita Redwood observaba al ama de llaves con demasiada atención como para notar nada más; su hermano se vio obligado a dirigirle la palabra. "Llama a Rook con la campanilla", dijo. La señorita Redwood tomó de la mesa una hermosa y antigua campanilla de bronce colocada a su lado y la agitó. Al oír el agudo sonido argentino de la campanilla, la señora Rook se llevó una mano a la cabeza, como si el tañido la hubiera lastimado, se volvió al instante y se marchó. "Sólo mi hermana sabe manejar a Rook", explicó Sir Jervis. “Rook está loca”. La señorita Redwood no era de la misma opinión. "¡No!", dijo. Una sola palabra, pero que era una réplica más contundente que la que podían contener diez volúmenes. Sir Jervis me lanzo una mirada de soslayo, con la que quería decirme, quizás, que pensaba que su hermana también estaba loca. En ese momento llegó la comida y mi atención se vio desviada por el esposo de la señora Rook.
    -¿Cómo era? -preguntó Emily.
    -En realidad no puedo decírselo; era una de esas personas esencialmente ordinarias a las que nunca se les dedica una segunda mirada. Vestía con desaliño, era calvo y sus manos temblaban al servirnos: eso es todo cuanto recuerdo. Sir Jervis y yo le hicimos los honores a un banquete consistente en pescado salado, cordero y cerveza. La señorita Redwood tomó un caldo frío, acompañado por un vaso de ron servido por el señor Rook. "El estómago de ella ya no funciona”, me informó su hermano. "Vomita las cosas calientes a los diez minutos de haberlas tragado; vive a base de esa mezcla brutal, ¡y la llama ponche de caldo!" La señorita Redwood tomaba a sorbitos su elixir de la vida y de vez en cuando me lanzaba una mirada de interés que me resultaba incomprensible. Terminada la comida, hizo sonar su vetusta campanilla. El anciano y desastrado sirviente respondió a su llamada. "¿Dónde está su esposa?", preguntó la anciana. "Se siente mal, señorita." Tomó el brazo del señor Rook para marcharse, y al pasar a mi lado se detuvo. "Caballero, le ruego que vaya a mi habitación mañana a las dos", dijo. Sir Jervis volvió a explicarme: "Por la mañana ella es un desastre" (llamaba invariablemente "ella" a su hermana) "y alrededor del mediodía mejora. La muerte se ha olvidado de ella, esa es la verdad." Encendió su pipa y se dedicó a examinar los jeroglíficos encontrados en las ciudades en ruinas de Yucatán. Yo encendí mi pipa y me apliqué a leer el único libro que encontré en el comedor: un horrible recuento de naufragios y desastres marinos. Cuando la habitación se llenó de humo de tabaco nos dormimos sentados, y al despertarnos nos levantamos y nos fuimos a la cama. Ese es el fiel relato de mi primera noche en Redwood Hall.
    Emily le rogó que continuara.
    -Ha hecho que despierte mi interés por la señorita Redwood -dijo-. Acudió usted a la cita, por supuesto.
    -Acudí a la cita, aunque no del mejor humor. Alentado por mi favorable evaluación de las ilustraciones que había sometido a mi juicio, Sir Jervis se propuso emplearme en una nueva función. "Como no tiene nada especial que hacer", dijo, "¿por qué no limpia mis cuadros?" Mi única respuesta fue una de mis miradas furibundas. Mi entrevista con su hermana puso a prueba de otra manera el control que soy capaz de ejercer sobre mí mismo. La señorita Redwood me anunció su propósito en el mismo instante en que puse un pie en su habitación. Sin más preliminares, hablando lenta y enfáticamente, con voz espléndidamente fuerte para una mujer de su edad, me dijo: "Tengo un favor que pedirle, caballero. Quiero que me cuente qué ha hecho la señora Rook". Me sentí tan sorprendido que me quedé mirándola como un tonto. Ella continuó: "No hacía aún una semana de que la señora Rook entrara a nuestro servicio cuando comencé a sospechar, caballero, que llevaba sobre su conciencia alguna culpa". ¿Imagina mi asombro al enterarme de que la opinión de la señorita Redwood sobre la señora Rook coincidía con la mía? Al ver que seguía sin pronunciar palabra, la anciana entró en detalles: "Decidimos, caballero" (insistía en llamarme "caballero", con la cortesía formal de la vieja escuela), "decidimos, caballero, que la señora Rook y su esposo ocuparan el cuarto contiguo al mío, para que yo pudiera tenerla cerca en caso de que me sintiera mal durante la noche. La señora Rook examinó la puerta que separaba, las dos habitaciones... ¡sospechoso! Preguntó si había alguna objeción a que se mudara a otra habitación... ¡sospechoso! ¡Sospechoso! Por favor, tome asiento, caballero, y dígame de qué es culpable la señora Rook, ¿de robo o de asesinato?
    -¡Qué anciana tan horrible! -exclamó Emily-. ¿Qué le respondió?
    -Le dije, ateniéndome a la más estricta verdad, que desconocía los secretos de la señora Rook. El humor de la señorita Redwood adoptó un sesgo satírico. "Permítame preguntarle, caballero, si tenía los ojos cerrados cuando nuestra ama de llaves se topó inesperadamente con usted." Le repetí a la anciana la opinión de su hermano. "Sir Jervis cree que la señora Rook está loca”, le recordé. "¿Se niega depositar su confianza en mí, caballero?" "No tengo ninguna información que brindarle, señora." Hizo un gesto con su mano huesuda en dirección a la puerta. Yo hice una inclinación e inicié la retirada. Me llamó. "En épocas pasadas, caballero, las ancianas solían ser profetisas", dijo. "Me aventuraré a hacer una profecía. Gracias a usted, perderemos los servicios del señor y la señora Rook. Si tiene la bondad de permanecer con nosotros uno o dos días más, se enterará de que nos han presentado su dimisión. Y será a causa de ella, créame; él es un cero a la izquierda. Buenos días." ¿Me creerá si le cuento que su profecía se cumplió?
    -¿Quiere decir que realmente se marcharon?
    -Se habrían marchado si Sir Jervis no hubiera insistido en el mes de aviso acostumbrado. Hizo cumplir su decisión encerrando bajo llave en la despensa al viejo esposo. Las sospechas de su hermana. nunca cruzaron por su mente; la conducta del ama de llaves (dijo) probaba simplemente que era, como siempre la había considerado, una loca. "Una sirvienta de primera, a pesar de ese defecto", comentó. "Y ya verá que logro que recupere la cordura." Mi impresión, naturalmente, era muy distinta. Cuando aún no sabía qué trampa tenderle a la señora Rook para confirmar mis sospechas, ella me ahorraba ese trabajo. Había interpretado mi aparición en la casa a partir de lo que le dictaba su culpa, ¡y yo la había hecho emprender la fuga!.
    Emily se mantuvo fiel a su promesa de no volver a incomodar a Alban con su curiosidad. Pero la pregunta no formulada rondaba sus pensamientos: "¿Qué es lo que sospecha sobre la señora Rook? ¿Pensaba en mi padre cuando concibió esas sospechas?" Alban prosiguió.
    -Lo único que me quedaba por decidir era si podía descubrir algo más de continuar aceptando la hospitalidad de Sir Jervis. El objetivo de mi viaje se había cumplido y no tenía deseos de que me emplearan para limpiar cuadros. La señorita Redwood me ayudó a tomar una decisión. Volvió a enviarme a buscar. El cumplimiento de su profecía la había animado. Me preguntó, con irónica humildad, si me proponía honrarlos permaneciendo en su hogar después de las dificultades que había provocado. Le respondí que me proponía partir en el primer tren a la mañana siguiente. "¿Le resultaría inconveniente trasladarse a algún lugar muy distante de esta parte del mundo?", preguntó. Yo tenía motivos personales para marcharme a Londres, y así se lo hice saber. "¿Haría usted el favor de mencionárselo a mi hermano esta noche, un momento antes de sentarnos a comer?" continuó. "¿Y le diría claramente que no tiene intenciones de regresar al norte? Como de costumbre, me apoyaré en el brazo de la señora Rook para bajar las escaleras y haré todo lo posible para que oiga sus palabras. Aunque no me aventuraré a hacer otra profecía, le diré, sin embargo, que tengo una idea de lo que sucederá; y me gustaría que comprobara, caballero, si ocurre lo que imagino." ¿Tengo que decirle que la extraña anciana demostró estar en lo cierto una vez más? El señor Rook fue liberado; la señora Rook se excusó humildemente y culpó de todo al carácter de su esposo; y Sir Jervis me hizo notar que su método había resultado eficaz para devolverle la cordura al ama de llaves. Esos fueron los resultados que produjo el anuncio de mi partida hacia Londres, hecho a propósito cuando la señora Rook lo pudiera oír. ¿Está de acuerdo conmigo en que mi viaje a Northumberland no fue en vano?
    De nuevo, Emily tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse.
    Alban había dicho que tenía "motivos personales para marchar a Londres". ¿Se atrevería a preguntarle cuáles eran esos motivos? Su única alternativa era seguir conteniendo su curiosidad y considerar que él le habría mencionado esas motivaciones si hubieran estado (como supusiera en otros tiempos) vinculadas con ella. Fue una sabia decisión. Nada en el mundo habría inducido a Alban a contestarle de haberle hecho ella la pregunta.
    Todas sus dudas acerca de lo acertado de su primera impresión se habían disipado; estaba convencido de que la señora Rook había sido cómplice del crimen cometido en 1877 en la posada del pueblo. Su objetivo al viajar a Londres era consultar la crónica del asesinato publicada en los periódicos. Él también había sido uno de los lectores del Museo, había examinado los números atrasados de los periódicos y había llegado a la conclusión de que la víctima del crimen había sido el padre de Emily. A menos que encontrara algún medio para evitarlo, las lecturas de la joven la llevarían del año de 1876 al 1877, y en los periódicos de esa fecha encontraría la fatal crónica encabezando una columna, impresa en un tamaño de letra muy llamativo.
    Mientras tanto, Emily había roto el silencio, antes de que pudiera hacerse embarazoso, preguntándole a Alban si había vuelto a ver a la señora Rook la mañana en que partiera del hogar de Sir Jervis.
    -No tenía nada que ganar con volver a verla -contestó Alban-. Ahora que ella y su esposo habían decidido permanecer en Redwood Hall, sabía dónde encontrarla en caso de necesidad. La mañana de mi partida no vi a nadie, salvo al propio Sir Jervis. Aún se aferraba a la idea de hacer limpiar sus cuadros gratis. "Si no puede hacerlo usted, ¿no podría enseñarle a mi secretaria?", dijo. Me describió a la dama que había contratado en lugar de usted como a una "malhumorada mujer de mediana edad con un catarro permanente". A la vez (comentó), le resultaba simpática "porque la había conseguido barata". Decliné enseñarle a la infortunada secretaria el arte de limpiar cuadros. Al verme tan decidido, Sir Jervis se sintió más que dispuesto a decirme adiós. Pero hizo uso de mis servicios hasta el último momento. Me utilizó como cartero, con lo que se ahorró un sello. La carta dirigida a usted llegó a la hora del desayuno. Sir Jervis me dijo: "Ya que se marcha a Londres, ¿por qué no se la lleva?"
    -¿Le informó que había una carta de él en el mismo sobre?
    -No. Cuando me dio el sobre, ya estaba cerrado.
    Emily le pasó de inmediato la carta de Sir Jervis.
    -Eso le explicará para quién trabajo en el Museo y en qué consiste mi labor -dijo.
    Alban la leyó y se ofreció inmediatamente -se ofreció insistentemente- para ayudarla.
    -En los últimos años he visitado ocasionalmente la sala de lectura -dijo-. Permítame ayudarla y así tendré una ocupación durante mis vacaciones -estaba tan ansioso por servirla que la interrumpió antes de que lograra darle las gracias-. Tomemos años alternos -sugirió-. ¿No me dijo que examinaba los periódicos publicados en 1876?
    -Sí.
    -Muy bien. Yo revisaré el año siguiente. Usted el próximo. Y así seguiremos.
    -Es usted muy amable, pero me gustaría proponerle una mejora a su plan -respondió ella.
    -¿Qué mejora? -preguntó él con cierta brusquedad.
    -Si me deja los cinco años que van de 1876 a 1881 y se encarga de los cinco años anteriores, contando hacia atrás a partir de 1876, su ayuda me resultará más provechosa. Sir Jervis quiere que busque informaciones sobre viajes de exploración a la América Central en los periódicos de los últimos cuarenta años, y yo me he tomado la libertad de restringir la pesada tarea que eso me impone. Cuando le informe a mi patrón sobre mis progresos, me gustaría decirle que he examinado diez años en vez de cinco. ¿Tiene alguna objeción al plan que le propongo?
    Alban demostró ser obstinado, incomprensiblemente obstinado.
    -Atengámonos inicialmente a mi plan -insistió-. Mientras usted busca en 1876, yo trabajaré con 1877. Si después de eso aún prefiere su propuesta, seguiré con placer su sugerencia. ¿Estamos de acuerdo?
    La agudeza de Emily -aguijoneada por el tono y las palabras de Alban- detectó que había algo oculto bajo la superficie.
    -No estaremos de acuerdo hasta que no lo entienda un poco mejor -contestó serena-. Imagino que tiene algún motivo ulterior en mente.
    Hablaba con el aspecto y las maneras francas que le eran característicos. Alban quedó evidentemente desconcertado.
    -¿Qué le hace sospechar? -preguntó.
    -Mi propia experiencia -respondió ella-. Si yo tuviera algún motivo ulterior, insistiría en salirme con la mía... como usted.
    -¿Significa eso, señorita Emily, que se niega a ceder?
    -No, señor Morris. Me he mostrado desagradable, pero sé cuándo detenerme. Confío en usted... y cedo.
    Si Alban hubiera sentido menos interés en el logro de su piadoso objetivo, quizás habría experimentado cierta desconfianza ante la súbita mansedumbre de Emily. Pero su preocupación por evitar que descubriera la crónica del asesinato lo hizo incurrir en una imprudencia. Le dio una excusa para marcharse inmediatamente, por temor a que cambiara de idea.
    -He prolongado mi visita de manera imperdonable -dijo-. Si abuso así de su amabilidad, ¿cómo puedo esperar que me reciba otra vez? Nos veremos mañana en la sala de lectura.
    Se marchó a toda prisa, como temeroso de que ella pronunciara una palabra de respuesta.
    Emily reflexionó.
    "¿Hay algo que no quiere que vea en las noticias del año 1877?" La única explicación que se le ocurría era esa, y el único método de satisfacer su curiosidad que parecía tener posibilidades de éxito era buscar en el volumen que Alban se había reservado.
    Durante dos días acometieron juntos La tarea, sentados uno frente al otro. Al tercer día, Emily no acudió.
    ¿Estaría enferma?
    Estaba en la biblioteca de la City, consultando la colección de The Times de 1877.


    CAPITULO XXIV
    EL SEÑOR ROOK

    El primer día de Emily en la biblioteca de la City fue un día perdido.
    Comenzó a leer al azar los números atrasados del periódico, sin una idea precisa de qué buscar. Consciente del error al que la condujera su impaciencia, no se le ocurría cómo remediar el paso en falso que había dado. Tenía dos alternativas: o abandonar la esperanza de descubrir algo o tratar de adivinar los motivos que animaban a Alban sin contar con ninguna pista.
    ¿Cómo resolver el problema? Esa difícil pregunta la inquietó durante toda la tarde y la mantuvo despierta cuando se fue a la cama. Desesperando de su capacidad para eliminar el obstáculo que se interponía en su camino, decidió continuar su trabajo regular en el Museo, viró la almohada para recostar la cabeza sobre su lado fresco y decidió dormir.
    Los animales más inteligentes se dejan vencer por el Sueño. Sólo los humanos, seres superiores, intentan el inútil experimento de vencer al Sueño. Despierta cuando su cabeza reposaba en el lado caliente de la almohada, Emily permaneció igualmente despierta después de apoyarla en el fresco, pensando una y otra vez en la entrevista con Alban que terminara de manera tan extraña.
    Poco a poco, sus pensamientos traspasaron los límites que los contuvieran hasta entonces. La conducta de Alban al no revelarle el secreto relacionado con los periódicos comenzó a vincularse con la conducta de Alban al no revelarle el otro secreto relativo a sus sospechas sobre la señora Rook. .
    Cuando se le ocurrió la relación lógica, se incorporó en la cama.
    Al hablarle del desastre que obligara al señor y la señora Rook a cerrar la posada, Cecilia había mencionado una investigación judicial a propósito del cadáver del hombre asesinado. ¿Habrían mencionado los periódicos de entonces dicha investigación? ¿Y habría visto Alban en las informaciones algo relacionado con la señora Rook?
    Guiada por ese destello de luz, Emily regresó a la biblioteca a la mañana siguiente con una idea precisa acerca de qué buscar. No pudo dar fechas exactas, pero Cecilia le había informado que el crimen se había cometido "en el otoño". Por tanto, el mes a elegir para comenzar su examen era el de agosto.
    No descubrió nada. Probó después con el mes de septiembre y obtuvo el mismo resultado insatisfactorio. El periódico del lunes primero de octubre al fin recompensó sus esfuerzos. A la cabeza de una columna aparecía un resumen telegráfico de todo lo que entonces se sabía sobre el crimen. En el número del miércoles siguiente encontró una crónica detallada sobre el curso de la investigación.
    Dejando a un lado los comentarios preliminares, Emily leyó las declaraciones de los testigos con la mayor atención.
    Después de que el jurado inspeccionara el cadáver y visitara la accesoria en la que se cometiera el crimen, se llamó como primer testigo al señor Benjamín Rook, dueño de la posada Hand-in-Hand.
    Durante la noche del domingo 30 de septiembre de 1877, se presentaron en el establecimiento del señor Rook dos caballeros en circunstancias que llamaron poderosamente su atención.
    El más joven de los dos era de pequeña estatura y de tez rubia. Llevaba un morral, como los que usan los caballeros que emprenden una larga caminata; tenía maneras agradables y era decididamente bien parecido. Su compañero, de más edad, más alto y trigueño -y un hombre, en general, más apuesto- se apoyaba en su brazo y parecía exhausto. Eran, en todos los sentidos, singularmente diferentes. El desconocido más joven llevaba el rostro totalmente afeitado (salvo por unas cortas patillas). El mayor tenia barba. Como no conocía sus nombres, a sugerencia del juez, el señor Rook los denominó el caballero rubio y el caballero trigueño.
    Llovía cuando llegaron a la posada. El cielo exhibía señales de que la noche sería tormentosa.
    Al abordar al posadero, el caballero rubio le manifestó lo siguiente:
    Al aproximarse a la aldea lo había alarmado encontrar al caballero trigueño (que le resultaba totalmente desconocido) tirado sobre la hierba a un lado del camino, hasta donde podía juzgar, víctima de un desmayo. Como llevaba una caneca de coñac, pudo reanimar al hombre desvanecido y conducirlo a la posada.
    Esa declaración fue confirmada por un jornalero que se dirigía al pueblo en ese momento.
    El hombre trigueño intentó explicar lo que le había sucedido. Suponía que había dejado que pasara demasiado tiempo sin ingerir alimentos (después de un desayuno consumido muy temprano por la mañana): sólo a esa causa podía atribuirle su desmayo. No solía desmayarse con frecuencia. No declaró qué motivos (si es que tenía alguno) lo habían llevado a la vecindad de Zeeland. No tenía intenciones de permanecer en la posada, más allá de tomar un refrigerio, y pidió un coche para trasladarse a la estación del ferrocarril.
    El caballero rubio, al advertir las señales de mal tiempo, expresó su deseo de pernoctar en el establecimiento del señor Rook, con el propósito de continuar su jira al día siguiente.
    Excepto en lo tocante a la cena, que podía prepararse con facilidad, el posadero no tuvo más remedio que expresar su imposibilidad de satisfacer las demandas de ambos huéspedes. Su negocio era pequeño, y ninguno de sus clientes solicitaba el alquiler de un coche, incluso de haber él contado con medios para mantenerlo. En cuanto a camas, las pocas habitaciones de la posada estaban alquiladas, incluida la que ocupaban él y su esposa. En la vecindad se había inaugurado una exposición de implementos agrícolas hacía sólo dos días, y el próximo lunes tendría lugar una competencia entre maquinarias rivales. No sólo estaba atestada la Hand-in-Hand, sino que las capacidades que ofrecía el pueblo cercano habían resultado apenas suficientes para satisfacer la demanda.
    Los caballeros intercambiaron una mirada y se mostraron de acuerdo en que no había más remedio que apresurar la cena y caminar hasta la estación del ferrocarril -una distancia de unas cinco o seis millas- a tiempo para tomar el último tren.
    Mientras se preparaba la cena, escampó por un rato. El hombre trigueño pidió indicaciones para llegar al correo y se dirigió solo a dicho lugar.
    Regresó al cabo de unos diez minutos y se sentó a cenar con su compañero. Ni el posadero ni ninguna de las personas que se encontraban en el comedor advirtieron un cambio en él a su regreso. Era un hombre grave, tranquilo y (a diferencia del otro) no muy conversador.
    Con la oscuridad volvió a llover torrencialmente y el cielo se encapotó.
    El resplandor de un relámpago sorprendió a los caballeros cuando se dirigían a la ventana para mirar al exterior: comenzaba una tormenta con descargas eléctricas. Era sencillamente imposible que dos personas que no conocían la zona pudieran llegar a la estación, en medio de la tempestad y las tinieblas, a tiempo para alcanzar el tren. Con o sin dinero, tendrían que pernoctar en la posada. Como ya habían cedido su pieza a otros huéspedes, el posadero y su esposa no tenían más lugar para dormir que la cocina. Contigua a ella y separada por una puerta, había una accesoria que se utilizaba como fregadero y leñera. Entre la leña había una vieja camita provista de ruedas, en la que podría descansar uno de los caballeros. Al otro se le prepararía un colchón en el suelo. Después de añadir una mesa y una palangana para propósitos de aseo, la hospitalidad que el señor Rook podía brindarles llegó a su fin. Los viajeros se mostraron de acuerdo en ocupar ese dormitorio improvisado.
    Los relámpagos pasaron, pero la lluvia seguía cayendo torrencialmente. Poco después de las once, los huéspedes de la posada se retiraron a sus habitaciones. Hubo cierta discusión entre los dos viajeros a propósito de cuál de ellos debía ocupar la cama, a la que puso fin el caballero rubio a su manera afable. Propuso "echarlo a suertes con una moneda" y perdió. El caballero trigueño se acostó primero; el caballero rubio lo imitó un poco después. El señor Rook le llevó su morral a la accesoria y dispuso sobre la mesa sus utensilios de aseo personal -que estaban en un envoltorio de cuero, y que incluían una navaja-, listos para usar por la mañana.
    Como ya había cerrado la puerta de la accesoria que daba paso al patio, el señor Rook cerró la otra, cuyas cerraduras y seguros quedaban del lado de la cocina. Después aseguró la puerta del establecimiento y las persianas de las ventanas más cercanas al piso. Al regresar a la cocina, advirtió que faltaban diez minutos para la medianoche. Poco después, él y su esposa se fueron a la cama.
    Durante la noche nada perturbó el descanso del señor y la señora Rook.
    A las siete menos cuarto de la mañana siguiente, el señor Rook se levantó, mientras su esposa aún dormía. Había recibido instrucciones de despertar temprano a los caballeros, de modo que tocó a su puerta. Al no recibir respuesta después de tocar en repetidas ocasiones, abrió la puerta y entró a la accesoria.
    En ese punto de su declaración, el testigo pareció abrumado por sus recuerdos. "Concédanme un momento, señores", le dijo al jurado. "Me he llevado un susto terrible, y no creo que logre reponerme en todo lo que me queda de vida."
    El juez lo ayudó con una pregunta: "¿Qué vio al abrir la puerta?"
    El señor Rook respondió: "Vi al hombre trigueño tirado sobre su cama, muerto, con una herida espantosa en la garganta. A su lado vi una navaja abierta, con manchas de sangre."
    "¿Se fijó en la puerta que da al patio?"
    "Estaba abierta de par en par, señor. Cuando al fin logré mirar a mi alrededor, no vi rastros del otro viajero, esto es, del hombre de tez rubia que llevaba el morral."
    "¿Qué hizo después de descubrir esos hechos?"
    "Cerré la puerta que da al patio. Después le pasé el seguro a la otra puerta y me guardé la llave en el bolsillo. A continuación desperté a mi criado y lo mandé en busca del alguacil -que vive cerca de nosotros- mientras yo corría a traer al médico, cuya casa se encuentra en el otro extremo del pueblo. El doctor envió a su mozo de cuadra, a caballo, a la estación de policía del pueblo. Cuando regresé a la posada, el alguacil ya se encontraba allí, y él y la policía se ocuparon del asunto."
    "Tiene algo más que informarnos?"
    "Nada más."


    CAPÍTULO XXV
    J.B.

    Cuando el señor Rook terminó su declaración se procedió a recoger el testimonio de las autoridades policiales.
    Estas no habían encontrado el menor rastro de intentos de entrar por la fuerza en el establecimiento durante la noche. Bajo la almohada del hombre asesinado se habían hallado su reloj y su leontina de oro. Al examinar sus ropas, se encontró dinero en su bolsillo y los yugos y botones de oro del cuello de su camisa estaban intactos. Pero faltaba su cartera (que fuera vista por un testigo que aún no había sido interrogado). La búsqueda de tarjetas de visita y cartas había resultado infructuosa. Sólo se hallaron las iniciales "J.B." en su ropa interior. No había llegado con equipaje a la posada. No se encontró nada que permitiera descubrir su nombre y el motivo que lo llevara a esa región del país.
    A continuación, la policía registró la accesoria en busca de evidencias circunstanciales que inculparan al hombre ausente.
    Seguramente se había llevado su morral al darse a la fuga, pero (probablemente) había tenido demasiado prisa para buscar su navaja, o quizás demasiado terror para atreverse a tocarla, de haberla advertido. El envoltorio de cuero y sus otros artículos de aseo personal no estaban en la habitación. El señor Rook identificó la navaja manchada de sangre. La noche anterior se había fijado en que tenia grabado el nombre de Lieja, la ciudad belga.
    El patio fue el sitio que examinaron a continuación. En el suelo fangoso se encontraron huellas de pasos que llegaban hasta el muro. Pero el camino que quedaba del otro lado había sido arreglado recientemente con lajas de piedra, y allí se perdía el rastro del fugitivo. Se hizo un molde de las pisadas y se emplearon todos los medios restantes para descubrir al asesino. Además, se había establecido comunicación telegráfica con las autoridades londinenses.
    Al llamar al médico, este describió una peculiar seña personal que había advertido en el examen post mortem, y que podía conducir a la identificación del hombre asesinado. En lo relativo a la causa de muerte, el testigo dijo que podía enunciarse en pocas palabras. La arteria yugular interna había sido seccionada, tan violentamente, a juzgar por las apariencias, que la herida no podía haber sido infligida, con propósitos suicidas, por la mano del difunto. En el cuerpo no se encontraron otras heridas ni señales de enfermedad. La causa de la muerte había sido una hemorragia; y la única peculiaridad digna de mención había sido descubierta en la boca. Los dos dientes delanteros de la mandíbula superior eran postizos. Estaban hechos tan admirablemente, de modo que remedaran por su forma y su color los dientes verdaderos que se encontraban a sus lados, que el testigo sólo se había percatado de su existencia al tocar accidentalmente con un dedo la parte interna de la encía.
    Al retirarse el médico, se interrogó a la posadera. En respuesta a las preguntas que se le formularon, la señora Rook dio importantes informaciones sobre la cartera perdida. Antes de retirarse a descansar, los dos caballeros habían pagado su cuenta, ya que tenían la intención de marcharse de la posada a primera hora de la mañana. El viajero del morral había pagado su parte en efectivo. El otro infortunado caballero había buscado en su bolsillo y sólo había encontrado en él un chelín y seis peniques. Le había preguntado a la señora Rook si podía cambiarle un billete. Ella le había dicho que era posible, siempre que no fuera demasiado grande. A continuación, el caballero había abierto su cartera (que la testigo describió hasta en sus menores detalles) y volcado su contenido sobre la mesa. Tras rebuscar entre muchos billetes emitidos por el Banco de Inglaterra, algunos salidos de un compartimiento de la cartera y otros de otro, había encontrado uno por valor de cinco libras. A continuación había saldado su cuenta y la señora Rook le había entregado el cambio, ya que su esposo se encontraba en otra parte de la habitación, atendiendo a los huéspedes. Entre los billetes que el caballero había volcado sobre la mesa, la posadera pudo ver una carta dentro de su sobre y unas cuantas tarjetas que parecían (a lo que pudo juzgar) tarjetas de visita. Cuando regresó con el cambio, el caballero acababa de devolverlas a su lugar y cerraba la cartera. Lo vio guardársela en uno de los bolsillos interiores de su chaqueta.
    El viajero que lo acompañara a la posada había estado presente todo el tiempo, sentado frente a él en la mesa. Hizo un comentario al ver los billetes. Dijo: "Vuelva a guardar todo ese dinero, ¡no tiente a un hombre pobre como yo!" Lo dijo entre risas, como si se tratara de una broma.
    La señora Rook no había visto nada más esa noche; había dormido tan profundamente como de costumbre y había despertado cuando su esposo tocara a la puerta de la accesoria, según las instrucciones recibidas de los caballeros la noche anterior.
    Tres de los huéspedes que se encontraban en el salón de la posada corroboraron el testimonio de la señora Rook. Eran personas respetables, muy conocidas en esa zona de Hampshire. Además de ellos, en la casa se alojaban dos desconocidos. Ante el juez, dieron como referencia a sus patrones, eminentes fabricantes de Sheffield y Wolverhampton, cuya buena fe estaba libre de toda sospecha.
    El último testigo al que se llamó fue a un comerciante de víveres del pueblo que administraba la oficina de correos.
    La noche del día 30, un caballero trigueño, de barba, tocó a su puerta y preguntó por una carta dirigida a "J.B., Oficina de correos, Zeeland". La carta había llegado en el correo de esa mañana, pero como era domingo en la noche, el comerciante le pidió que la recogiera a la mañana siguiente. El desconocido dijo que la carta contenía noticias que le resultaba de gran importancia conocer sin demora. Al oírlo, el comerciante hizo una excepción a las reglas establecidas y le entregó la carta. El desconocido la leyó en el pasillo a la luz de una lámpara. Debió haber sido breve, porque concluyó la lectura de inmediato. Pareció reflexionar unos momentos y después dio media vuelta y se marchó. No había habido nada notable en su aspecto o sus maneras. El testigo hizo un comentario sobre el tiempo y el caballero dijo: "Sí, parece que será una noche desapacible", y después se marchó.
    El testimonio del jefe de la oficina de correos resultaba de importancia con respecto a un punto: el motivo que trajera al difunto a Zeeland. La carta dirigida a "J.B." era, muy probablemente, la que viera la señora Rook con el resto del contenido de la cartera volcado sobre la mesa.
    Terminados por el momento los interrogatorios, la investigación se dio por concluida, en espera de la posibilidad de obtener nuevas evidencias cuando el público leyera las informaciones publicadas sobre la indagación.

    Consultando un número posterior del periódico, Emily descubrió que el difunto había sido identificado por un testigo londinense.
    Al ser interrogado, Henry Forth, de profesión ayuda de cámara, hizo la siguiente declaración:
    Tras leer la evidencia médica contenida en la crónica sobre la investigación judicial, lo que lo llevó a creer que podía identificar a la víctima, su actual patrón lo había enviado a colaborar con la indagación. Diez días antes, y dado que entonces se hallaba sin trabajo, había respondido a un anuncio. Se le habían dado instrucciones de que se presentara al día siguiente, a las seis de la tarde, en el Hotel Tracey de Londres, y que preguntara allí por el señor James Brown. Ya en el hotel, habló con el caballero durante unos pocos minutos. El señor Brown estaba acompañado de un amigo. Después de echarle una ojeada a las referencias del ayuda de cámara, dijo: "No dispongo de tiempo para hablar con usted esta tarde. Regrese mañana a las nueve de la mañana". El otro caballero rió y dijo: "¡A esa hora no te habrás levantado!" El señor Brown respondió: "No importa, así podrá ir a mi cuarto y demostrarme en la práctica si conoce sus deberes." A las nueve de la mañana del día siguiente, después de recibir la información de que el señor Brown aún no se había levantado, al testigo se le informó el número de su cuarto. Tocó a la puerta. Una voz soñolienta dijo algo desde adentro que interpretó como un "adelante". Pasó. A su izquierda quedaba el tocador, y la cama (con las cortinas inferiores corridas) estaba a su derecha. Vio sobre el tocador un vaso con un poco de agua y, en ella, dos dientes postizos. El señor Brown se incorporó de un salto en la cama, le lanzó una mirada furiosa, lo insultó por atreverse a entrar a la habitación y le ordenó a gritos que saliera. El testigo, que no estaba acostumbrado a recibir ese trato, se sintió, naturalmente, indignado, y se retiró de inmediato, pero no antes de advertir claramente el hueco que los dientes postizos estaban llamados a llenar. Quizás el señor Brown hubiera olvidado que había dejado sus dientes sobre el tocador. O tal vez él (el ayuda de cámara) entendiera mal lo que le habían respondido al tocar a la puerta. Fuera como fuese, parecía evidente que al caballero le había molestado que un desconocido descubriera la existencia de sus dientes postizos.
    Concluida su declaración, el testigo procedió a identificar los restos de la víctima. De inmediato reconoció al caballero llamado James Brown, a quien viera en dos ocasiones -una en la tarde y la segunda por la mañana del siguiente día- en el Hotel Tracey. En respuesta a preguntas subsiguientes, declaró que nada sabía de la familia ni del lugar de residencia de la víctima. Se había quejado al propietario del hotel del trato grosero del que fuera objeto, y le había preguntado al señor Tracey si conocía al señor James Brown. El señor Tracey no lo conocía. Al consultar el libro de entrada del hotel, se halló que había anunciado que se marcharía esa misma tarde.
    Antes de regresar a Londres, el testigo mostró referencias que le atribuían una excelente conducta y dejó la dirección del patrón que lo había empleado tres días antes.
    La última precaución tomada había sido la de fotografiar el rostro del cadáver antes de cerrar el ataúd. Ese mismo día, el jurado había pronunciado un veredicto unánime: "Asesinato premeditado de víctima desconocida."

    Emily encontró la última mención del crimen en las columnas del South Hampshire Gazette de dos días después.
    Un familiar de la víctima, tras leer la crónica de la concluida investigación, se había personado (en compañía de un médico), había visto la fotografía y había declarado que la identificación realizada por Henry Forth era correcta.
    Entre otros detalles que se conocieron en ese momento, se supo que el difunto señor James Brown había sido sumamente sensible en lo que tocaba a sus dientes postizos, y que el único miembro de su familia que conocía de su existencia era el familiar que se había presentado a reclamar sus restos.
    Establecida la reclamación a plena satisfacción de las autoridades, el cadáver se trasladó ese mismo día por ferrocarril. Nada más se aclaró sobre el asesinato. El aviso en el que se ofrecía la recompensa y se hacía la descripción del sospechoso no había resultado de la menor utilidad para las investigaciones policiales.
    A partir de esa fecha no aparecía en los periódicos ninguna otra noticia sobre el crimen cometido en la posada Hand-in-Hand.

    Emily cerró el volumen que había consultado y le dio las gracias al bibliotecario por su ayuda.
    La nueva lectora había despertado la curiosidad de ese anciano caballero. Al notar con cuánta avidez examinaba los números de los viejos periódicos, la había mirado, de vez en cuando, preguntándose si lo que buscaba eran buenas o malas noticias. La joven leía sin pausa, pero nunca satisfizo su curiosidad mediante una señal de la impresión que su lectura le produjera. Cuando se marchó del salón no había nada que llamara la atención en sus maneras; se veía serenamente pensativa, y eso era todo.
    El bibliotecario sonrió, divertido por su necedad. Como la apariencia de una desconocida le resultara atractiva, había dado por sentado que su visita a la biblioteca debía estar relacionada con circunstancias románticas. Lejos de llevarlo por un camino erróneo, como suponía, su imaginación habría estado mejor empleada de haber emprendido un vuelo aún más audaz y relacionado a Emily con la fatal sordidez de la tragedia y no con los fulgurantes destellos del romance.
    Allí, entre los lectores de todos los días, una hija atenta y afectuosa seguía la terrible historia del asesinato de su padre creyéndola la historia de un desconocido, porque amaba a la persona cuya miope piedad la engañara, y confiaba en ella. Ese hallazgo, cuyo espanto estremeciera los firmes nervios del buen doctor, había obligado a Alban a no confiarle sus sospechas a la mujer a quien amaba, y había apartado a la fiel sirvienta del lecho de su ama moribunda; y ese mismo hallazgo lo había hecho ahora Emily, con un rostro que nunca cambió de color y un corazón que latía acompasadamente. ¿Acaso estaba destinado el engaño que ganara tan cruel victoria sobre la verdad a seguir triunfando en el porvenir? Sí... si la vida en este mundo es un adelanto del infierno. No... si una mentira es una mentira sea cual fuere el motivo que da pie a una piadosa falsedad. No... si todo engaño lleva en sí las semillas de la reparación, que el tiempo convierte en cosecha inexorable.



    CAPÍTULO XXVI
    MADRE EVA

    La sirvienta recibió a Emily a su regreso de la biblioteca con una sonrisa pícara.
    -Aquí está de nuevo, señorita, esperando para que lo reciba.
    Abrió la puerta de la sala y dejó ver a Alban Morris, inquieto como siempre, recorriendo la habitación de un lado a otro.
    -Como no la vi en el Museo temí que estuviera enferma -dijo-. ¿Debí irme cuando calmé mi ansiedad? ¿Debo irme ahora?
    -Debe tomar asiento, señor Morris, y escuchar lo que tengo que decirle. Supongo que cuando se marchó después de su última visita, me contagié con su ejemplo. Sea como fuere, yo, como usted, sentí ciertas sospechas. He estado intentando confirmarlas... y he fracasado.
    Alban quedó inmóvil unos instantes con la mano sobre la silla.
    -¿Sospechas sobre Mí? -preguntó.
    -¡Por supuesto! ¿Adivina a qué me he dedicado en los dos últimos días? No, ni siquiera su sagacidad se lo permite. He estado trabajando de firme, en otra sala de lectura, consultando los números atrasados del mismo periódico que usted examinaba en el Museo Británico. He ahí mi confesión... y ahora tomemos el té.
    Emily avanzó hasta el hogar, a fin de hacer sonar la campanilla, y no pudo apreciar el efecto que producían en Alban esas palabras pronunciadas con ligereza. Sólo con una frase manida es posible describirlo. Pareció que lo había fulminado un rayo.
    -Sí -continuó Emily-. Leí la crónica de la investigación judicial. Puede que haya muchas otras cosas que ignore, pero ahora sé que el asesinato en Zeeland no puede ser lo que insiste en mantenerme oculto. ¡No se alarme por su secreto! Me siento demasiado desanimada para volver a intentarlo.
    Los interrumpió la sirvienta, que acudía al llamado de la campanilla: Alban lograba de nuevo evadir que ella lo descubriera. Emily le dio sus órdenes a la joven con un asomo de la alegría de sus días de escuela:
    -El té, tan pronto como sea posible... y sírvenos el pastel que acabo de comprar. ¿Es usted demasiado masculino como para disfrutar de un pastel, señor Morris?
    Presa como era de la agitación, Alban se sintió irrazonablemente irritado por esa juguetona pregunta.
    -Hay sólo una cosa que me gustaría más que el pastel, y es una explicación clara -dijo.
    Su tono dejó perpleja a la joven.
    -¿He dicho algo que lo ofenda? -preguntó-. Sin duda no será poco indulgente con la curiosidad de una chica. ¡Oh, tendrá su explicación y, lo que es más, la tendrá sin reservas!
    EmiIy cumplió su palabra. Le contó franca y detalladamente lo que había pensado y planeado después de que Alban se marchara de su lado tras su última visita.
    -Si se pregunta cómo descubrí la biblioteca, debo referirlo al abogado de mi tía -continuó-. Vive en la City, y le escribí pidiéndole ayuda. No creo haber perdido el tiempo. Señor Morris, le debemos una disculpa a la señora Rook.
    El asombro de Alban al escucharla no pudo sino expresarse en palabras.
    -¿Qué quiere usted decir? -preguntó.
    El té llegó antes de que Emily lograra contestarle. La joven llenó las tazas y suspiró al contemplar el pastel.
    -¡Cómo la disfrutaría Cecilia si estuviera aquí!
    Con ese tributo de recuerdos a su amiga le alcanzó una porción a Alban. Este ni siquiera lo advirtió.
    -Ambos nos hemos portado sumamente mal con la señora Rook -continuó Emily-. Puedo comprender que usted no se percatara, porque yo tampoco me habría percatado de no ser por el periódico. Mientras leía, tuve la oportunidad de reflexionar sobre lo que habíamos dicho y hecho cuando la conducta de esa pobre mujer nos molestó tanto sin motivo. En ese momento estaba yo demasiado perturbada para pensar, y, además, la noche anterior me había inquietado lo que la señorita Jethro me había dicho.
    Alban experimentó un sobresalto.
    -¿Qué tiene que ver la señorita Jethro con este asunto? -preguntó.
    -Absolutamente nada -respondió Emily-. Me habló de sus problemas personales. Una larga historia, por la que usted no sentiría el menor interés. Déjeme terminar lo que tenía que decirle. Naturalmente, al enterarse de que mi apellido era Brown, la señora Rook recordó el asesinato, y sin dudas debe haberse sentido sobrecogida -como me sentí yo- ante la coincidencia de que la muerte de mi padre se hubiera producido al mismo tiempo que el asesinato de su infortunado tocayo. ¿No es este explicación suficiente de su agitación al ver el medallón? Primero la tomamos por sorpresa, y después sospechamos que había hecho sabe Dios qué, porque la pobre criatura no conservó la serenidad suficiente para recordar en ese preciso instante cuán común es el nombre de James Brown. ¿No está de acuerdo conmigo?
    -Veo que su opinión ha variado considerablemente desde que hablamos de este tema en el jardín de la escuela.
    -Si estuviera en mi lugar también habría cambiado de opinión. Le escribiré mañana mismo a la señora Rook.
    Alban la escuchaba consternado.
    -¡Por favor, oiga mi consejo! -le dijo vehemente-. ¡Por favor, no escriba esa carta!
    -¿Por qué no?
    Era demasiado tarde para retener las palabras que imprudentemente dejara escapar. ¿Qué responderle?
    Admitir que no sólo había leído lo que Emily leyera, sino que había copiado cuidadosamente la crónica y había reflexionado sobre ella con toda calma, parecía imposible después de lo que acababa de oír. La paz de espíritu de la joven dependía de su discreción. En esta grave emergencia, el silencio era un acto de piedad, y era también una mentira. Si permanecía en silencio, ¿la piedad compensaría la mentira? Sentía demasiado cariño por Emily para responder esa pregunta de manera imparcial, como un asunto abstracto. En otras palabras, eludía la terrible responsabilidad de decirle la verdad.
    ¿Acaso la imprudencia de escribirle a una persona como la señora Rook no resulta tan evidente que no hay nada que explicar? -sugirió cautelosamente.
    -No para mí.
    Emily respondió con tono bastante obstinado. Alban parecía (a sus ojos) tratar de impedirle que enmendara una injusticia. Además, despreciaba su pastel.
    -Me gustaría saber por qué se opone -dijo, al tiempo que tomaba la porción desdeñada y se la comía.
    -Me opongo porque la señora Rook es una mujer ordinaria y presuntuosa. Puede usar aviesamente su carta para algún propósito que puede usted llegar a lamentar en algún momento.
    -¿Es todo?
    -¿No es suficiente?
    -Quizás sea suficiente para usted. Cuando he ofendido a una persona y quiero disculparme, no me parece necesario averiguar si sus modales son o no vulgares.
    La paciencia de Alban era capaz de resistir todas las pruebas a las que ella pudiera someterla.
    -Sólo le ofrezco un consejo con sincera intención de ayudarla -respondió gentil.
    -Ejercería una mayor influencia sobre mí, señor Morris, si se mostrara un poco más dispuesto a decirme lo que piensa. Quizás me equivoque, pero no me gusta seguir consejos que se me dan sin más explicaciones.
    Era imposible ofenderlo.
    -Es natural; no la culpo -dijo.
    El rostro de Emily se encendió y su voz subió de tono. La obstinada persistencia de Alban en su propia opinión -tan cortés y consideradamente planteada- comenzaba a poner a prueba su paciencia.
    -Para decirlo claramente, debo creer que no puede usted equivocarse en sus juicios sobre otras personas -replicó la joven.
    Mientras hablaba, se oyó el sonido de la campanilla de la puerta. Pero Emily estaba demasiado concentrada en impugnar las razones de Alban como para advertirlo. El señor Morris estaba totalmente dispuesto a que las impugnara. Aun irritada, la joven seguía concitando su interés.
    -No espero que me crea infalible -dijo-. Quizás recuerde que tengo alguna experiencia. Lamentablemente, soy más viejo que usted.
    -Oh, como si la sabiduría llegara con la edad -le recordó ella mordaz-. Su amiga la señorita Redwood, tiene edad suficiente como para ser su madre, y sospechó que la señora Rook era una asesina porque la pobre mujer examinó la puerta y se mostró poco dispuesta a dormir en el cuarto contiguo al de una solterona majadera.
    Alban cambió de proceder: dejó pasar esa alusión casual a dudas y temores que no se atrevía a admitir.
    -Hablemos de otra cosa -dijo.
    Emily lo miró con una sonrisa de triunfo.
    -¿Al fin lo he dejado sin argumentos? ¿Es esa su manera de salir del apuro?
    Hasta su mansedumbre tenía límites.
    -¿Trata de provocarme? -preguntó-. ¿No es usted mejor que otras mujeres? No lo habría creído, Emily.
    -¿Emily?
    La joven repitió el nombre con un tono de sorpresa que hizo a Alban percatarse de que se había dirigido a ella de manera familiar en un momento muy poco apropiado: el momento en que estaban al borde de una discusión. Sintió con demasiada agudeza el reproche implícito como para poder responderle serenamente.
    -Pienso en Emily, amo a Emily, mi única esperanza es que Emily llegue a amarme. Oh, amor mío, ¿no podrá excusárseme que olvide llamarla “señorita” cuando me siento angustiado?
    Todo lo que había de tierno y sincero en la naturaleza de la joven le dio en secreto la razón. Habría seguido ese buen impulso si él hubiera tenido la calma suficiente para entender su silencio momentáneo y darle tiempo. Pero el enojo de un hombre gentil y generoso, cuando despierta, se apaga lentamente. Alban abandonó su asiento de manera abrupta.
    -¡Mejor me marcho! -dijo.
    -Como guste -respondió ella-. Se marche o se quede, señor Morris, le escribiré a la señora Rook.
    Al sonido de la campanilla de la puerta lo siguió ahora la aparición de un visitante. El doctor Allday abrió la puerta justo a tiempo para escuchar las últimas palabras de Emily. Su vehemencia pareció causarle gracia.
    -¿Quién es la señora Rook? -preguntó.
    -Una persona sumamente respetable: el ama de llaves de Sir Jervis Redwood -respondió Emily indignada-. ¡No tiene por qué tenerla a menos, doctor Allday! No siempre ha estado empleada en el servicio doméstico: era la dueña de la posada de Zeeland.
    El doctor, que se encontraba a punto de depositar su sombrero sobre una silla, se detuvo. La posada-de Zeeland le recordó el recorte de periódico y la visita de la señorita Jethro.
    -¿Y por qué se acalora tanto por su causa? -preguntó.
    -¡Porque detesto los prejuicios! -al tiempo que hacía esa profesión de sentimientos liberales, apuntaba a Alban, que permanecía de pie, muy quieto, en el extremo más apartado de la habitación-. He ahí al hombre más lleno de prejuicios del mundo. Odia a la señora Rook. ¿Le gustaría que se lo presentara? Usted es un filósofo, quizás pueda hacerle algún bien. Doctor Allday, el señor Alban Morris.
    El doctor reconoció al hombre del sombrero de fieltro y la barba objetable cuya apariencia personal lo impresionara desfavorablemente.
    Aunque no lo admitan con facilidad, aún quedan algunos ingleses respetables que consideran que un sombrero de fieltro y una barba son símbolos de desafección republicana al altar y el trono. La conducta del doctor Allday quizás habría dejado traslucir esa curiosa variedad del patriotismo, de no ser por las asociaciones que Emily reviviera. Su estado de ánimo lo llevaba a ser explícitamente cortés porque sospechaba implícitamente. Se le había descrito a la señora Rook como la antigua dueña de la posada de Zeeland. ¿La causa de la hostilidad del señor Morris hacia la mujer estaría relacionada con el crimen cometido en su establecimiento y amenazaría, de revelarse, la tranquilidad de Emily? No estaría mal saber un poco más del señor Morris, en la primera ocasión que se presentara.
    -Me alegra conocerlo, caballero.
    -Muy amable de su parte, doctor Allday.
    Terminado el intercambio convencional de cortesías, Alban se aproximó a Emily para despedirse, con una mezcla de arrepentimiento y ansiedad: arrepentimiento por haberle hablado con dureza, ansiedad por marcharse de su lado sin rencores.
    -¿Me perdonará por tener una opinión diferente a la suya? -fue todo cuanto se aventuró a decir en presencia de un extraño.
    -¡Oh sí! -dijo ella serena.
    -¿Volverá a pensarlo antes de tomar una decisión?
    -Sin duda, señor Morris. Pero hacerlo no me hará cambiar de opinión.
    El doctor, al escuchar ese intercambio, frunció el entrecejo. ¿Sobre qué tema diferían sus criterios? ¿Y qué opinión se negaba Emily a cambiar?
    Alban se dio por vencido. Tomó suavemente la mano de la joven.
    -¿La veré mañana en el Museo? -preguntó.
    Ella no depuso su cortés indiferencia.
    -Sí, a menos que suceda algo que me retenga en casa.
    Las cejas del doctor seguían expresando su desaprobación. ¿Cuál era el objetivo del encuentro propuesto? ¿Y por qué. en un museo?
    -Buenas tardes, doctor Allday.
    -Buenas tardes, caballero.
    Después de la partida de Alban, el doctor permaneció indeciso. Tras arribar súbitamente a una decisión, tomó su sombrero y se volvió hacia Emily dando muestras de prisa.
    -Le traigo noticias que la sorprenderán, querida. ¿Quién cree que acaba de marcharse de mi casa? ¡La señora Ellmother! No me interrumpa. Ha resuelto volver al servicio doméstico. Está cansada de llevar una vida de ocio -son sus palabras- y me ha pedido que le de una recomendación.
    -¿Y consintió usted?
    -¡Consentir! Si le doy una recomendación, me preguntarán por qué se marchó de su última colocación. ¡Bonito dilema! Deberé admitir que abandonó a su ama en su lecho de muerte o decir una mentira. Cuando se lo planteé en esos términos, se marchó de mi casa sin abrir la boca. Si se lo pide a usted, recíbala como yo, o mejor aún, niéguese a recibirla.
    -¿Por qué debo negarme a recibirla?
    -¡Está claro que por la manera como se comportó con su tía! Pero ya le he dicho cuanto quería decirle y no tengo tiempo para responder preguntas baladíes. Adiós.
    En lo que concierne al trato social, hay un aspecto en el que los médicos ponen a prueba la paciencia de sus amigos más íntimos y queridos: casi siempre tienen prisa. La partida precipitada del doctor Allday no contribuyó a calmar los nervios irritados de Emily. Por puro espíritu de contradicción empezó a encontrar excusas para la conducta de la señora Ellmother. El proceder de la anciana sirvienta podía tener alguna justificación: una bienvenida amistosa podría quizás persuadirla a explicarse. "Si se dirige a mí, la recibiré sin falta", resolvió Emily.
    Una vez decidido lo anterior, sus pensamientos regresaron a Alban.
    Comprendió, al reflexionar a solas, que algunas de las cosas duras que le dijera no se justificaban. Su buen juicio comenzó a reprochárselas. Intentó silenciar a ese molesto censor echándole la culpa a Alban. ¿Por qué se había mostrado tan bueno y paciente? ¿Qué había de malo en que la hubiera llamado "Emily"? Si él le hubiera dicho que lo llamara por su nombre de pila, quizás lo habría hecho. Qué aspecto tan noble tenía cuando se levantó para marcharse, ¡en realidad resultaba atractivo! Las mujeres pueden decir o escribir lo que quieran: su instinto natural las lleva a encontrar un amo en el hombre, especialmente cuando les gusta. Como su buena opinión de sí misma disminuía cada vez más, Emily trató de enrumbar sus pensamientos en otra dirección. Tomó un libro, lo abrió, le echó una ojeada y lo lanzó al otro extremo de la habitación.
    Si Alban hubiera regresado en ese momento, decidido a lograr una reconciliación; si hubiera dicho: "Mi amor, quiero que seas de nuevo como siempre has sido. ¿Estarías dispuesta a darme un beso y a olvidar lo ,ocurrido?" ¿La habría dejado llorando al marcharse? Emily lloraba ahora.


    CAPÍTULO XXVII
    MENTOR Y TELÉMACO

    Si Emily hubiera podido seguir con la vista a Alban como lo seguía con sus pensamientos, lo habría visto detenerse antes de llegar al final de la calle. Su corazón rebosaba de ternura y pesar: el deseo de regresar junto a la joven le resultaba irresistible. No sería difícil esperar, sin perder de vista la verja, hasta que la visita del doctor llegara a su fin. Ya había decidido volver y quedarse de guardia en ese punto cuando oyó que se aproximaban unas rápidas pisadas. Era (¡que se lo llevara el diablo!) nada menos que el propio doctor.
    -Tengo algo que comunicarle, señor Morris. ¿En qué rumbo se encamina?
    -No tengo preferencias -respondió Alban sin demasiada amabilidad.
    -Tomemos entonces el que conduce a mi casa. No es costumbre, especialmente entre ingleses, que dos desconocidos se demuestren confianza. Permítame dar el ejemplo violando esa regla. Quiero hablarle de la señorita Emily. ¿Me da su brazo? Gracias. A mi edad, las jóvenes en general -a menos que sean mis pacientes- no suelen despertar mi interés. ¡Pero esa joven, caballero, -no hay duda de que comienzo a desvariar- me ha embrujado! Por mi alma le aseguro que no sentiría más preocupación por su bienestar si fuera su padre. Y tenga en cuenta que no soy un hombre afectuoso por naturaleza. ¿A usted también le preocupa su bienestar?
    -Sí.
    -¿En qué sentido?
    -¿En qué sentido le preocupa a usted, doctor Allday?
    El doctor dejó ver una sonrisa amarga.
    -¿No confía en mí? Bien, he prometido dar el ejemplo. Manténgase con su máscara puesta, caballero; yo me he quitado la mía, y que sea lo que sea. Pero fíjese, si repite lo que voy a contarle...
    Alban no lo dejó continuar.
    -Diga lo que diga, doctor Allday, lo confía a mi honor. Si duda de mi honor, tenga la amabilidad de soltar mi brazo, porque no voy por su mismo rumbo.
    El doctor apretó el brazo de Alban con más fuerza.
    -Ese pequeño acceso de irritación, mi estimado señor, es todo lo que necesitaba para tranquilizarme. Siento que he dado con el hombre adecuado. Ahora respóndame lo siguiente. ¿Ha oído hablar alguna vez de una persona llamada la señorita Jethro?
    Alban se detuvo de golpe.
    -¡Perfecto! -dijo el doctor-. No podía haber deseado respuesta más clara.
    -Aguarde un minuto -lo interrumpió Alban-. Sé que la señorita Jethro era maestra en la escuela de la señorita Ladd, que dejó su empleo súbitamente... y nada más.
    La peculiar sonrisa del doctor volvió a hacer su aparición.
    -Hablando vulgarmente, parece tener usted prisa por lavarse las manos con ese asunto de la señorita Jethro -dijo.
    -No tengo ningún motivo para sentir el menor interés por ella -contestó Alban.
    -No esté tan seguro de eso, amigo mío. Tengo algo que contarle que puede hacerle cambiar de opinión. La ex maestra de la escuela, caballero, sabe cómo murió el señor Brown y el engaño del que fue objeto su hija.
    Alban lo escuchó con sorpresa y con ciertas dudas que no le pareció prudente manifestar.
    -La crónica de la investigación policial menciona a un "pariente" que reclamó el cuerpo -dijo-. ¿Fue ese "pariente" quien engañó a la señorita Emily? ¿Se trataba de su tía?
    -Debo dejar que saque usted sus propias conclusiones -respondió el doctor Allday-. Prometí no repetir la información que se me confió. Aparte de eso, nuestro objetivo es el mismo, y debemos tener cuidado de no ponernos obstáculos en nuestros respectivos caminos. Hemos llegado a mi casa. Entremos y digámonos ambos con toda franqueza lo que sabemos.
    Ya instalado en el seguro aislamiento de su estudio, el doctor dio el ejemplo confesando su secreto en los siguientes e inequívocos términos:
    -Nuestras opiniones sólo difieren en un punto -dijo-. A ambos nos parece probable (a partir de nuestra experiencia con las mujeres) que el supuesto asesino haya contado con un cómplice. Yo afirmo que la culpable es la señorita Jethro. Usted dice que es la señora Rook.
    -Cuando haya leído mi copia del informe policial creo que llegará a la misma conclusión que yo -respondió Alban-. La señora Rook pudo haber entrado en la accesoria donde pernoctaban los dos hombres en cualquier momento de la noche, mientras su esposo dormía. El jurado la creyó cuando declaró que no había despertado hasta la mañana. Yo no.
    -Estoy abierto a todas las evidencias, señor Morris. Ahora acerca del futuro. ¿Se propone continuar sus averiguaciones?
    -Aunque no tuviera más motivo que la curiosidad, creo que debería continuarlas -respondió Alban-. Pero tengo un propósito más serio. Todo lo que he hecho hasta el momento ha sido pensando en Emily. Desde el principio, mi objetivo ha sido el de evitarle cualquier relación -pasada o futura- con la mujer a quien creo involucrada en la muerte de su padre. Como ya le he dicho, hace en su inocencia, pobrecita, todo lo que puede por sembrar de obstáculos mi camino.
    -Sí, sí, se propone escribirle a la señora Rook y casi se han peleado ustedes a causa de ello -dijo el doctor-. Confíe en mí, me ocuparé del asunto, que no me parece grave. Pero me produce un mortal temor lo que hace usted pensado en Emily. Me gustaría que le pusiera fin.
    -¿Por qué?
    -Porque preveo un peligro. No niego que Emily sigue sin sospechar nada. Pero puede que la próxima vez las probabilidades operen en contra nuestra. ¿Cómo sabe hasta qué extremos puede conducirla su curiosidad? ¿O con qué extraños descubrimientos pueda tropezar con la mejor de las intenciones? Algún accidente imprevisto puede abrirle los ojos antes de que usted pueda evitarlo. ¿Lo sorprendo?
    -En verdad me sorprende.
    -En la antigua fábula, mi estimado señor, Mentor en ocasiones sorprendía a Telémaco. Yo soy Mentor, aunque confío en no resultar tan parlanchín como ese respetable filósofo. Permítame expresarlo en dos palabras. La felicidad de Emily le resulta a usted preciosa. ¡Cuídese de no ser la causa de su destrucción! ¿Consentiría en hacer un sacrificio por ella?
    -Haría cualquier cosa por ella. -¿Abandonaría usted sus averiguaciones?
    -A partir de este momento las doy por concluidas!
    -Señor Morris, es usted su mejor amigo.
    -Después de usted, doctor.
    En esos amigables términos se despidieron, demasiado intensamente dedicados a la tarea de preservar el bienestar de Emily como para contemplar el porvenir en su aspecto menos halagüeño. Aunque ambos eran hombres inteligentes, no se preguntaron si existe obstáculo humano que haya podido impedir el avance de la verdad una vez que esta ha comenzado a buscar su lugar bajo el sol.
    Alban se detuvo una segunda vez. Le resultaba imposible sofocar las ansias de reconciliarse con Emily. Regresó a la casa de la joven, sólo para toparse allí con una decepción. La sirvienta le informó que su joven ama se había ido a la cama con un fuerte dolor de cabeza.
    Alban esperó un día, con la esperanza de que Emily le escribiera. No recibió ninguna carta alguna. Repitió su visita a la mañana siguiente. la fortuna seguía mostrándosele adversa. En esta ocasión, Emily estaba ocupada.
    -¿Ocupada con una visita? -preguntó.
    -Sí, señor. Una joven: la señorita de Sor.
    ¿Dónde había oído antes ese nombre? Recordó de inmediato que lo había escuchado en la escuela. La señorita de Sor era la nueva y poco atractiva pupila a quien las jóvenes llamaban Francine. Al salir, Alban miró hacia la ventana de la sala. Era de la mayor importancia que se reconciliara con Emily. "¡Y se interpone en mi camino ,un mero chismorreo!", pensó con desdén.
    De haber estado menos ensimismado en sus propias preocupaciones, quizás habría recordado que un mero chismorreo no siempre es de despreciar. En ocasiones ha provocado daños irreparables.


    CAPÍTULO XXVIII
    FRANCINE

    -Te sorprende verme, ¿no es cierto? -después de saludar a Emily en esos términos, Francine recorrió la sala con la vista con aire de irónica curiosidad-. Por Dios, ¡qué lugar tan pequeño para vivir!
    -¿Qué te trae a Londres? -inquirió Emily.
    -Debías saberlo, querida, sin necesidad de preguntarme. ¿Por qué intenté hacerme amiga tuya en la escuela? ¿Y por qué he seguido intentándolo desde entonces? Porque te detesto, quiero decir que porque no puedo resistirme a tu simpatía... ¡no! Quiero decir que porque me detesto porque me resultas simpática. Oh, no importan mis motivos. Insistí en venir a Londres con la señorita Ladd cuando esa horrible mujer anunció que tenía una cita con su abogado. Le dije: "Quiero ver a Emily". "No le resultas simpática a Emily" "No me importa si le resulto o no simpática; quiero verla." Así nos tratamos a dentelladas, y así me salgo siempre con la mía. Heme aquí, hasta que mi señorita de compañía termine con sus asuntos y venga a buscarme. ¡Qué perspectiva para ti! ¿Tienes algo de fiambre en casa? No soy una glotona como Cecilia, pero me temo que voy a querer almorzar.
    -¡No hables así, Francine!
    -¿Quieres decir que te alegras de verme?
    -Si sólo fueras un poco menos dura y amargada, siempre me alegraría de verte.
    -¡Qué encantadora eres! (perdona mi impetuosidad). ¿Qué miras? ¿Mi vestido nuevo? ¿Me lo envidias?
    -No, admiro el color. Eso es todo.
    Francine se puso de pie, se ahuecó las faldas y exhibió su vestido en todas las poses
    -Mira la confección, ¡de París, por supuesto! El dinero, querida, el dinero todo lo puede... excepto que uno se aprenda sus lecciones.
    -¿No te va mejor, Francine?
    -Peor, mi dulce amiga, peor. Me alegra informarte que uno de los profesores se ha negado en redondo a seguir dándome clases. "A las alumnas sin ninguna inteligencia estoy acostumbrado”, dijo en su media lengua; "pero una alumna sin corazón es más de lo que puedo soportar." ¡Ja! ¡Ja!, pero hay que conceder que ese refugiado viejo y mohoso tiene buen ojo. Sin corazón: esa soy yo, en dos palabras.
    -Y orgullosa de ello -observó Emily.
    -Sí, orgullosa de ello. ¡Aguarda! Permíteme ser justa conmigo misma. Consideras que las lágrimas son una señal de que quien las derrama tiene algún corazón, ¿no es cierto? El domingo pasado estuve a punto de llorar. Lo logró un predicador muy popular; nada menos que el señor Mirabel. Pero tal parece que hubieras oído hablar de él.
    -Cecilia me ha contado de él.
    .¿Cecilia está en Brighton? Entonces hay una tonta más en un balneario de moda. Oh, Cecilia está en Suiza, ¿no? No me importa dónde está; sólo me importa el señor Mirabel. Todas nos enteramos de que había ido a Brighton por problemas de salud y de que iba a predicar. ¡Cómo se atestó la iglesia! No intentaré siquiera describírtelo. Es el único hombre de pequeña estatura al que he admirado. Los cabellos tan largos como los míos, y una barba como la que se ve en los cuadros. Me gustaría tener su tez rubia y sus manos blancas. Todas nos enamoramos de él -¿o sería de su voz?- cuando comenzó a leer los mandamientos. Me gustaría poder imitar lo que hizo cuando llegó al quinto mandamiento. Comenzó con su voz de bajo más profunda: "Honra a tu padre..." Se detuvo y levantó la vista al cielo como si viera allí el resto. Continuó con un énfasis tremendo en la palabra siguiente "Y a tu madre", dijo (como si se tratara de algo totalmente distinto) con una voz lacrimosa, aguda, trepidante que era en sí misma un tributo a las madres. A todas nos conmovió, fuéramos o no madres. Pero la gran sensación fue cuando subió al púlpito. La manera en que se dejó caer de rodillas, ocultó el rostro entre las manos y mostró sus hermosos anillos fue, como me dijo una joven que estaba a mis espaldas, sencillamente seráfica. A partir de ese momento comprendimos la causa de su celebridad. Me pregunto si recuerdo algo del sermón.
    -No te esfuerces -dijo Emily.
    -Querida, no seas obstinada. Espera a que lo escuches.
    -Puedo esperar con calma.
    -Ah, estás en el estado de ánimo perfecto para convertirte; tienes muchas probabilidades de llegar a ser una de sus mayores admiradoras. Dicen que en privado es tan agradable que me muero por conocerlo. ¿Lo que oigo es el sonido de la campanilla de la puerta? ¿Alguien más viene a verte?
    La sirvienta trajo una tarjeta y un mensaje.
    -La persona volverá más tarde, señorita.
    Emily miró el nombre escrito en la tarjeta.
    -La señora Ellmother! -exclamó.
    -¡Qué nombre tan extraordinario! -dijo Francine-. ¿Quién es?
    -La vieja sirvienta de mi tía.
    -¿Está en busca de colocación?
    Emily miró algunas líneas escritas en el reverso de la tarjeta. El doctor Allday había previsto correctamente lo que sucedería. Rechazada por el médico, la señora Ellmother no tenía más alternativa que pedirle ayuda a Emily.
    -Si no tiene empleo, puede ser justamente la persona que estoy buscando-continuó Francine.
    -¿Tú? -preguntó Emily asombrada.
    Francine se negó a explicarse hasta oír la respuesta a su pregunta.
    -Dime primero si la señora Ellmother ya tiene una colocación.
    -No; busca colocación y me pide que dé referencias sobre ella.
    -¿Es sobria, honesta, de mediana edad, limpia, juiciosa, de buen carácter, trabajadora? -recitó Francine-. ¿Posee todas las virtudes y ningún vicio? ¿No es demasiado bonita y no tiene admiradores masculinos? En una sola y horripilante palabra: ¿será del agrado de la señorita Ladd?
    -¿Qué tiene que ver la señorita Ladd con el asunto?
    -¡Qué tonta eres, Emily! Haz el favor de dejar la tarjeta de la mujer sobre la mesa y préstame atención. ¿No te he dicho que uno de mis profesores se ha negado a tener nada más que ver conmigo? ¿No te ayuda eso a entender cómo me llevo con el resto de ellos? Ya no soy alumna de la señorita Ladd, querida. Merced a mi holgazanería y mi mal carácter, seré promovida a la condición de "pensionista". En otras palabras, me convertiré en una joven patrocinadora de la escuela, pero con habitación y sirvienta propias. Todo gracias a un arreglo personal entre mi padre y la señorita Ladd, realizado antes de mi partida del Caribe. Mi madre está en el fondo de la cuestión, no me cabe la menor duda. No pareces entender.
    -¡Ni una palabra!
    Francine lo pensó unos instantes.
    -Quizás en tu casa eran cariñosos contigo -sugirió.
    -Di mejor que me amaban, Francine; y yo también los amaba.
    -Ah, mi situación es exactamente el reverso de la tuya. Ahora que se libraron de mí, no me quieren de vuelta. Sé lo que mi madre le dijo a mi padre tan bien como si la hubiera oído: "A su edad, a Francine no le irá bien en la escuela. Inténtalo, claro; pero llega a algún otro arreglo con la señorita Ladd por si fracasa, o nos la devolverán como a la falsa moneda". Esa es mi madre, mi preocupada y afectuosa madre, con pelos y señales.
    -Es tu madre, Francine; no lo olvides.
    -Oh, no; no lo olvido. Madre sólo hay una. ¡Vamos! ¡Vamos! No quiero escandalizarte. Volvamos a los hechos. La señorita Ladd pone una condición para que inicie mi nueva vida. Mi doncella debe ser un modelo de discreción, una mujer mayor, no una jovencita tímida incapaz de tirarme de las riendas. Tendré que aceptar la mujer mayor, so pena de que me envíen de regreso al Caribe. ¿Cuanto tiempo sirvió la señora Ellmother a tu tía?
    -Más de veinticinco años.
    -¡Cielo santo, toda una vida! ¿Y por qué no sigue contigo esa criatura sorprendente ahora que murió tu tía? ¿La despediste?
    -Por supuesto que no.
    -¿Entonces por qué se marchó?
    -No lo sé.
    -¿Quieres decir que se marchó sin dar una explicación?
    -Si, eso es exactamente lo que quiero decir.
    -¿Cuándo se marchó? ¿En cuanto murió tu tía?
    -Eso no tiene importancia, Francine.
    -En buen romance, no me lo dirás. Muero de curiosidad, ¡y ese es el alivio que me brindas! Querida, si sientes el menor interés por mí, haz pasar a esa mujer de inmediato cuando regrese en busca de una respuesta. Alguien tendrá que satisfacer mi curiosidad. Haré que la señora Ellmother se explique.
    -No creo que lo consigas, Francine.
    -Espera un poco y verás. Por cierto, mi nueva situación en la escuela me da el privilegio de aceptar invitaciones. ¿Conoces a algunas personas agradables a quienes puedas presentarme?
    -Soy la última persona en el mundo que pueda ayudarte en ese sentido -respondió Emily-. Con excepción del doctor Allday... -a punto de añadir el nombre de Alban Morris, se contuvo, sin saber por qué, y lo sustituyó por el de su compañera de escuela-, ...y sin olvidar a Cecilia -continuó-, no conozco a nadie.
    -Cecilia es tonta -comentó Francine con aire grave-, pero ahora que pienso en ello, puede que valga la pena cultivar su amistad. Su padre es miembro del parlamento, ¿y no oí decir que tenía una hermosa mansión en el campo? Verás, Emily, con mi dinero, si logro hacer relaciones en la buena sociedad, tengo muchas posibilidades de casarme. No creas que dependo de mi padre; en el testamento de mi tío se especifica lo que me corresponderá al contraer matrimonio. Cecilia podría serme, realmente, de cierta utilidad. ¿Por qué no hacerme amiga de ella y lograr que me presente a su padre en el otoño, sabes, cuando su casa estará llena de invitados? ¿Tienes alguna idea de cuándo regresará?
    -No.
    -¿Piensas escribirle?
    -¡Por supuesto!
    -Dale recuerdos míos y dile que espero que se lo esté pasando bien en Suiza.
    -¡Francine, realmente, careces de toda vergüenza! Después de llamar tonta y glotona a mi mejor amiga, le envías recuerdos por motivos totalmente egoístas; ¡y esperas que yo te ayude a engañarla! No lo haré.
    -No pierdas los estribos, cariño. Bonita, todos somos egoístas. La única diferencia consiste en que algunos lo admitimos y otros no. Ya encontraré el camino para llegar yo solita al corazón de Cecilia: ese camino pasa por la boca. Mencionaste a un tal doctor Allday. ¿Organiza fiestas? ¿Y asiste a ellas la clase de hombres conveniente? ¡Calla! Creo que oigo la campanilla de nuevo. Ve a la puerta y mira a ver quién es.
    Emily esperó, sin hacer caso de esa sugerencia. La sirvienta anunció que “la persona había regresado, para saber si había alguna respuesta".
    -Hazla pasar --dijo Emily.
    La sirvienta se retiró y volvió al cabo de un momento.
    -La persona no quiere interrumpir, señorita; bastará con que le envíe su recado conmigo.
    Emily atravesó la habitación hasta llegar a la puerta.
    -Pase, señora Ellmother -dijo-. Hace demasiado tiempo que falta en esta casa. Pase, por favor.


    CAPÍTULO XXIX
    HUESITOS

    La señora Ellmother entró a la habitación a regañadientes.
    Su aspecto había cambiado tanto desde que Emily la viera por última vez que ahora justificaba doblemente el apodo con que la bautizara su difunta patrona. La vieja sirvienta se veía ajada y marchita; el vestido le colgaba sobre el cuerpo anguloso; los grandes huesos de su rostro sobresalían, más prominentes que nunca. Aceptó insegura la mano que Emily le tendía.
    -Espero que se encuentre bien, señorita -dijo, con pocos vestigios de su antigua firmeza de voz y de maneras.
    -Me temo que ha sufrido usted alguna enfermedad -respondió Emily gentil.
    -Es la vida que llevo la que me consume; quiero trabajar, quiero un cambio.
    Al contestar, recorrió la habitación con la vista y descubrió a Francine que la contemplaba con franca curiosidad.
    -Tiene visita -le dijo a Emily-. Será mejor que me vaya y regrese en otro momento.
    Francine la detuvo antes de que abriera la puerta.
    -No debe irse; deseo hablar con usted.
    -¿Acerca de qué, señorita?
    Las dos mujeres se miraron a los ojos: una, próxima al final de su vida, escondía bajo su áspera superficie una naturaleza delicadamente afectuosa e incorruptiblemente leal; la otra, joven de edad, pero carente de las virtudes de la juventud, era dura de modales y dura de corazón. Ambas permanecieron en silencio, frente a frente: eran desconocidas a las que reunía la fuerza de las circunstancias, que avanzaban inexorablemente hacia su fin oculto.
    Emily hizo las presentaciones.
    -Puede que le resulte conveniente escuchar lo que esta joven tiene que decirle -le sugirió a la señora Ellmother.
    Esta se dispuso a escuchar, con aire de poco interés respecto a lo que una desconocida pudiera decirle: sus ojos se posaron en la tarjeta en la que le escribiera a Emily su petición. Francine, que la observaba de cerca, adivinó lo que pasaba por su mente. Podía valer la pena ganarse a la anciana con una pequeña atención. Volviéndose hacia Emily, señaló la tarjeta sobre la mesa.
    -No has respondido aún a la solicitud de la señora Ellmother -dijo.
    Emily le aseguró de inmediato a la señora Ellmother que su petición estaba concedida.
    -Pero, ¿es sensato volver a colocarse en el servicio doméstico a su edad? -preguntó.
    -Toda la vida he estado acostumbrada al servicio, señorita Emily; esa es una razón. Y el trabajo quizás me ayude a librarme de mis pensamientos; esa es otra. Si me encontrara una colocación, me haría un favor.
    -¿Es inútil recordarle que podría regresar y vivir aquí conmigo? -se aventuró a decirle Emily.
    La señora Ellmother bajó la cabeza.
    -Gracias por su amabilidad, señorita; es inútil.
    -¿Por qué es inútil? -preguntó Francine.
    La señora Ellmother permaneció en silencio.
    -La señorita de Sor le ha hecho una pregunta -le apuntó Emily.
    -¿Debo responderle a la señorita de Sor?
    A Francine, que observaba atentamente todo lo que ocurría y le daba su propia interpretación a las miradas y los tonos de voz, se le ocurrió de repente que tal vez Emily conocía los motivos de la señora Ellmother, y que podía tener razones propias para fingir ignorancia ante una pregunta embarazosa. Decidió, al menos por el momento, guardarse sus sospechas.
    -Quizás pueda ofrecerle la colocación que desea -le dijo a la señora Ellmother-. En estos momentos me alojo en Brighton con la directora de la escuela a la que asistió Emily, y necesito una doncella. ¿Estaría dispuesta a considerarlo, si le propusiera ese empleo?
    -Sí, señorita.
    -En ese caso, no puede oponerse a que haga las averiguaciones de costumbre. ¿Por qué se marchó de su última colocación?
    La señora Ellmother apeló a Emily.
    -¿Le dijo a la joven cuántos años permanecí en mi última colocación?
    El giro que tomaba la conversación había hecho revivir en Emily tristes recuerdos. La paciencia felina de Francine, que tanteaba el camino solapadamente para conseguir sus fines, le irritaba los nervios.
    -Sí, como es justo, mencioné el largo tiempo que estuvo a nuestro servicio.
    La señora Ellmother se dirigió a Francine.
    -Sabe, señorita, que serví a mi difunta patrona durante más de veinticinco años. ¿Podría, por favor, tener eso en cuenta y no preguntarme por qué dejé la colocación?
    Francine sonrió con aire compasivo.
    -Pero criatura, ha mencionado usted la precisa razón por la cual tengo que preguntarle. Vive usted veinticinco años con su ama, la abandona de repente, y espera que obvie ese proceder extraordinario sin averiguar su causa. Reflexione por un momento.
    -No necesito tiempo para reflexionar. Lo que pasaba por mi mente cuando me marché del lado de la señorita Letitia es algo que me niego a explicarle a usted, señorita, o a cualquier otra persona.
    Al responder había recuperado algo de su antigua firmeza. Francine comprendió que era necesario ceder, al menos por el momento. Emily permanecía en silencio, abrumada por el recuerdo de las dudas y los temores que entenebrecieran los últimos días tristes de la enfermedad de su tía. Comenzaba a lamentar haber permitido que Francine y la señora Ellmother se conocieran.
    -No insistiré en lo que parece ser un tema penoso -continuó Francine benévola-. No quise ofenderla. Espero que no se haya enojado.
    -Perdone, señorita. Hubo un tiempo en el que quizás me habría enojado. Ese tiempo ya pasó.
    El tono de las palabras era triste y resignado. Emily escuchó la respuesta. Experimentó un terrible pesar al mirar a la anciana sirvienta y pensar en el contraste entre el pasado y el presente. ¡Qué cordial bienvenida solía darle esta mujer quebrantada cuando llegaba antaño al inicio de sus vacaciones! Sus ojos se humedecieron. Sintió la inmisericorde persistencia de Francine como un insulto a su persona.
    -¡Basta ya! -dijo cortante.
    -Permíteme encargarme de mis propios asuntos, querida -contestó Francine-, Veamos ahora su experiencia. ¿Sabe peinar? -continuó dirigiéndose imperturbable a la señora Ellmother.
    -Sí.
    -Debo informarle que soy muy exigente con mis cabellos -insistió Francine.
    -Mi ama era muy exigente con sus cabellos -respondió la señora Ellmother.
    -¿Es buena con la aguja?
    -Tan buena como cuando era joven, con ayuda de mis lentes.
    Francine se volvió hacia Emily.
    -Ya ves qué bien nos llevamos. Hemos empezado a entendernos. Soy rara, señora Ellmother. En ocasiones me prendo sin más motivo de una persona, y me he prendado de usted. ¿Empieza a tener una mejor opinión de mí? Confío en que le produzca una buena impresión a la señorita Ladd; la ayudaré en todo lo que pueda. Le rogaré a la señorita Ladd, como un favor personal, que no le haga la pregunta prohibida.
    A la pobre señora Ellmother, perpleja ante la súbita adopción por parte de Francine del papel de joven excéntrica, de persona impulsiva y cordial, le pareció conveniente expresar su gratitud por la prometida intercesión en su favor.
    -Muy amable de su parte, señorita -dijo.
    -No, no, no es más que justo. Debo decirle que hay algo sobre lo que la señorita Ladd es muy estricta: los enamorados. ¿Está absolutamente segura de que puede responder de su persona en ese particular? -inquirió Francine jocosamente.
    El intento de broma produjo el efecto esperado. La señora Ellmother, tomada por sorpresa, sonrió.
    -¡Dios mío, señorita, qué cosas se le ocurren!
    -Alma mía, se me ocurre algo más a propósito del tema. Si la señorita Ladd me pregunta por qué se ha negado de manera tan inexplicable a regresar a su antiguo puesto de sirvienta en esta casa, le diré que no es porque le haya tomado ojeriza a la señorita Emily.
    -No es necesario que se refiera a eso -comentó Emily tranquila.
    -Y menos aún -continuó Francine sin hacer caso de la interrupción-, menos aún porque tenga malos recuerdos de la tía de la señorita Emily.
    La señora Ellmother advirtió la trampa que se le tendía.
    -No servirá de nada, señorita -dijo.
    -¿Qué cosa no servirá de nada?
    -Tratar de sonsacarme.
    Francine rompió a reír. Emily notó un eco artificial en su jocosidad, que indicaba que no la divertía, sino que la exasperaba, esa negativa que volvía a frustrar su curiosidad.
    La señora Ellmother le recordó a la alborozada joven que no habían llegado todavía a un acuerdo.
    -¿Debo entender, señorita, que mantendrá el puesto a mi disposición?
    -Debe entender que tengo que contar con la aprobación de la señorita Ladd antes de emplearla -replicó Francine cortante-. ¿Por qué no viene a Brighton? Le pagaré el pasaje, por supuesto.
    -No se preocupe por el pasaje, señorita. ¿No volverá a tratar de sonsacarme?
    -Esté tranquila. Es inútil tratar de sonsacarle algo a usted. ¿Cuándo vendrá?
    La señora Ellmother le rogó que le diera un tiempo.
    -Estoy arreglando mi ropa -dijo-. Me veo cada vez más delgada, ¿no es cierto, señorita Emily? No terminaré antes del jueves.
    -Digamos que el viernes entonces -propuso Francine.
    -¡El viernes! -exclamó la señora Ellmother-. Olvida que el viernes es un día de mal agüero.
    -¡Claro que lo olvidé! ¿Cómo puede ser tan absurdamente supersticiosa?
    -Llámelo como quiera, señorita, pero tengo buenos motivos para creer en lo que creo. Me casé un viernes y resultó un matrimonio espantosamente malo. ¡Así que supersticiosa! Usted no sabe las cosas que he visto. Mi única hermana fue a una comida con trece invitados y murió antes de terminar el año. Si quiere que nos llevemos bien, haré el viaje el sábado, si le parece.
    -Cualquier cosa para que se sienta contenta -aceptó Francine-. Aquí tiene la dirección. Venga a mediodía y la invitaremos a comer. No tema que pueda haber trece comensales. ¿Qué haría si tiene la desgracia de derramar la sal?
    -Tomar una pizca entre el pulgar y el índice y lanzarla por sobre el hombro izquierdo -respondió la señora Ellmother muy seria-. Buenos días, señorita.
    -Buenos días.
    Emily siguió hasta el pasillo a la visitante que partía. Había visto y oído lo suficiente para decidirse a intentar impedir la transacción propuesta, con el único y bondadoso propósito de proteger a la señora Ellmother de la inmisericorde curiosidad de Francine.
    -¿Le parece probable que usted y esa joven lleguen a entenderse? -preguntó.
    -Ya le dije, señorita Emily, que quiero alejarme de mi casa y de mis pensamientos. No me importa adónde tenga que ir con tal de lograrlo -después de darle esa respuesta, la señora Ellmother abrió la puerta y se detuvo un momento, pensativa-. Me pregunto si los muertos saben lo que ocurre en el mundo que abandonaron -se dijo, contemplando a Emily-. Si es así, hay una entre ellos que sabe lo que hay en mis pensamientos y me compadece. Adiós, señorita, y no piense de mí peor de lo que merezco.
    Emily regresó a la sala. El único recurso que le quedaba era el de suplicarle a Francine que tuviera piedad de la señora Ellmother.
    -¿De veras piensas desistir? -preguntó.
    -¿Desistir de qué? ¿De "sonsacarla", como dice esa vieja obstinada?
    Emily insistió.
    -¡No le causes preocupaciones a la pobre! Por más extraña que haya sido la manera en que nos dejó a mi tía y a mí, estoy segura de que sus motivos son buenos y generosos. ¿Dejarás que conserve su pequeño e inofensivo secreto?
    -¡Oh, por supuesto!
    -¡No te creo, Francine!
    -¿No? Soy como Cecilia, me siento hambrienta. Almorzamos?
    -¡Insensible!
    -¿Significa eso que no hay almuerzo hasta que no admita la verdad? ¿Y qué tal si tú admites la verdad? No le diré a la señora Ellmother que la delataste.
    -Por última vez, Francine, no sé del asunto más que tú. Si insistes es mantener esa opinión, de hecho estarás diciendo que miento y me obligarás a abandonar la habitación.
    Hasta la obstinación de Francine se vio forzada a ceder, en nombre de los buenos modales. Convencida aún de que Emily no le decía la verdad, la animaba ahora un motivo más fuerte que la mera curiosidad. El sentimiento de su propia importancia la instaba imperativamente a demostrar que no se la podía engañar impunemente.
    -Te ruego que me perdones, pero tendré que resolver este asunto con la señora Ellmother -dijo con humildad-. Esta vez me ganó, la próxima lo haré yo. Estoy decidida a vencerla y lo lograré.
    -Ya te dije, Francine, que te espera un fracaso.
    -Querida, soy un asno y no lo niego. Pero déjame decirte algo: no he vivido toda la vida en el Caribe, rodeada de sirvientes negros, sin aprender algo.
    -¿Qué quieres decir?
    -Más de lo que serías capaz de adivinar, mi sagaz amiga. Mientras tanto, no olvides los deberes de la hospitalidad. Haz sonar la campanilla para que nos traigan el almuerzo.


    CAPITULO XXX
    LADY DORIS

    La llegada de la señorita Ladd un rato antes de lo esperado interrumpió a las dos jóvenes en un momento crítico. Se había dado prisa con los asuntos que la traían a Londres, deseosa de pasar el resto del día con su alumna favorita. El afectuoso recibimiento que le dispensó Emily estaba inspirado, al menos hasta cierto punto, en una sensación de alivio. Sentir el abrazo de la cariñosa directora de la escuela era como encontrar un refugio que la protegiera de Francine.
    Cuando llegó la hora de la partida, la señorita Ladd invitó a Emily a Brighton por segunda vez.
    -La vez pasada, querida, me enviaste una excusa; no permitiré que vuelvas a hacer lo mismo. Si no puedes regresar ahora con nosotras, ve mañana -y añadió en un susurro-: Si no, creeré que me detestas tanto como a Francine.
    No había manera de resistirse. Acordaron que Emily iría a Brighton al día siguiente. Una vez a solas, sus pensamientos habrían regresado a las dudosas expectativas de la señora Ellmother y a la extraña alusión de Francine a su vida en el Caribe, de no haber sido por la llegada de dos cartas en el correo de la tarde. La letra de una de ellas le resultaba desconocida. Fue la que abrió primero. Era una respuesta a la carta de disculpa que había insistido en escribirle a la señora Rook. Felizmente para ella, no había dejado de sentir cierta influencia de Alban después de su partida. Emily había escrito una carta amable, pero también breve.
    La respuesta de la señora Rook era una bien combinada mezcla de gratitud y dolor. La gratitud estaba dirigida a Emily como cosa de rigor. El dolor tenía que ver con su “excelente amo". La salud de Sir Jervis se había resentido de repente. Su médico, al acudir a su llamado, no había expresado ninguna sorpresa. "Mi paciente tiene más de setenta años", había señalado el doctor. "Se mantiene despierto hasta altas horas de la noche, escribiendo su libro; y se niega a hacer ejercicio, hasta que los dolores de cabeza y los mareos lo obligan a salir a tomar el aire. El resultado inevitable es que al fin se ha quebrantado su salud. Esto puede terminar en una parálisis o en la muerte." Al informar sobre esa opinión médica, la carta de la señora Rook se deslizaba imperceptiblemente de una respetuosa conmiseración a una modesta preocupación por su propio futuro. Podía ocurrir que la triste suerte de su esposo y de ella misma fuera verse lanzados de nuevo a la calle. Si la necesidad los llevaba a Londres, "¿le concedería la señorita Emily el honor de una entrevista para favorecer a una pobre e infortunada mujer con una palabra de consejo?"
    "Podría utilizar aviesamente su carta para algún propósito que puede usted llegar a lamentar." ¿Recordó Emily las palabras de advertencia de Alban? No: aceptó la respuesta de la señora Rook como un gratificante tributo a la justeza de sus propias opiniones.
    Si se había propuesto escribirle a Alban al calor de la compunción que le produjera pensar que se había equivocado, estaba ahora más dispuesta que nunca a enviarle una carta, guiada por la compasión que le provocaba haber estado en lo cierto. Además, no era más que un deber para con el amigo fiel que seguía trabajando para ella en la sala de lectura, informarle de la enfermedad de Sir Jervis. Ya fuera que el anciano viviera o muriera, sus labores literarias habían quedado definitivamente interrumpidas; y una de las consecuencias sería el fin de su ocupación en el Museo. Aunque la segunda de las dos cartas que recibiera estaba dirigida a su nombre y escrita con la letra de Cecilia, Emily esperó a leerla hasta después de escribirle a Alban. "Vendrá mañana, y ambos nos disculparemos", pensó. “Yo lamentaré haberme enfadado con él y él lamentará haberse equivocado en su juicio sobre la señora Rook. Volveremos a ser tan amigos como siempre."
    Con esos felices pensamientos abrió la carta de Cecilia. Estaba llena de buenas noticias de principio a fin.
    La hermana enferma había hecho tan rápidos progresos hacia un total restablecimiento que las viajeras habían decidido emprender el regreso a Inglaterra en un plazo de dos semanas. "Lo único que lamento es separarme de Lady Doris", añadía Cecilia. "Ella y su esposo partirán hacia Génova, donde embarcarán en el yate de Lord Janeaway para hacer un crucero por el Mediterráneo. Cuando nos hayamos dicho esa triste palabra que es adiós, ¡oh, Emily, qué prisa sentiré por regresar a tu lado! Lo que me cuentas de tu vida solitaria es tan terrible, querida, que rompí tu carta; sólo de mirarla, se me partía el corazón. Una vez que lleguemos a Londres se acabará la soledad de mi pobre y afligida amiga. Papá se verá libre de sus deberes parlamentarios en agosto, y ha prometido llenar la casa de personas encantadoras para que te conozcan. ¿A que no adivinas quién será uno de los invitados? Es ilustre, es fascinante; merece una línea para él sólo, así que,
    »¡El reverendo Miles Mirabel!
    »Lady Doris ha descubierto que la parroquia campestre en la que vive su exilio este brillante clérigo queda a sólo doce millas de nuestra casa. Le ha enviado una carta al señor Mirabel en la cual le habla de mí y le menciona la fecha de mi regreso. Nos divertiremos con el popular predicador; ambas nos enamoraremos de él.
    »¿Hay alguien a quien te gustaría que invitara? ¿Quieres que vaya Alban Morris? Ahora que sé cuán amablemente se ocupó de ti en la estación del ferrocarril, comparto tu buena opinión acerca de él. En tu carta también mencionas a un médico. ¿Es agradable? ¿Y crees que me permitirá comer dulces si lo invitamos también? Desbordo hospitalidad (todo por ti), de modo que estoy dispuesta a invitar a cualquiera, para animarte y hacerte feliz. ¿Quieres reunir a la señorita Ladd y a toda la escuela?
    » En cuanto a diversiones, puedes estar tranquila.
    »He llegado a un claro entendimiento con papá de que tendremos bailes todas las noches, excepto cuando organicemos un pequeño concierto para variar. Cuando queramos un cambio después del baile y la música, haremos representaciones teatrales. Nada de levantarnos temprano; nada de una hora fija para desayunar; en la mesa, las comidas más exquisitas, y, para coronarlo todo, tu cuarto junto al mío, para celebrar deliciosas sesiones de comentarios a medianoche, cuando deberíamos dormir. ¿Qué me dices del programa, querida?
    »Una última noticia y habré terminado.
    »¡He recibido una propuesta de matrimonio del joven caballero que se sienta frente a mí en la table d'hotel Cuando te diga que tiene pestañas blancas, manos rojas y unos dientes delanteros tan enormes que no logra cerrar la boca, no necesitarás que añada que lo rechacé. Ese individuo vengativo me injuria desde entonces de la manera más desvergonzada. Anoche lo oí, bajo mi ventana, tratando de indisponer conmigo a un amigo suyo. “Aléjate de ella, querido amigo; es el ser más malvado que pisa la tierra”. El amigo asumió mi defensa. Le dijo: “No soy de tu misma opinión; la joven es una persona de gran sensibilidad”. “¡Tonterías!”, dijo mi amable enamorado. “Come demasiado; su sensibilidad reside toda en el estómago.” Eso es para que sepas lo que es un miserable. ¡Qué manera vergonzosa de aprovecharse de ocupar el asiento frente al mío a la hora de las comidas! Adiós, amor, hasta que nos veamos pronto y seamos felices juntas noche y día."
    Emily besó la firma. ¡En ese momento, más que en ningún otro, Cecilia contrastaba de manera tan refrescante con Francine!
    Antes de guardar la carta, volvió a leer la parte en la que mencionaba que Lady Doris le había enviado al señor Mirabel una carta en la cual le hablaba de Cecilia. "No siento el menor interés por el señor Mirabel", pensó, sonriendo al ocurrírsele la idea, "y no lo habría conocido nunca de no ser por Lady Doris, a quien no conozco."
    Acababa de poner la carta sobre su escritorio cuando se anunció un visitante. Llegaba el doctor Allday (de prisa, como siempre).
    -¿Otro paciente que lo espera? -le preguntó Emily pícara-. ¿De nuevo sin tiempo que, perder?
    -Ni un instante -respondió el anciano caballero-. ¿Ha tenido noticias de la señora Ellmother?
    -Sí.
    -¿No me querrá decir que le respondió?
    -Hice algo mejor que eso, doctor: la recibí esta mañana.
    -Y consintió en darle sus referencias, por supuesto.
    -¡Qué bien me conoce!
    El doctor Allday era un filósofo: no perdió los estribos.
    -Justo lo que era dable esperar -dijo-. ¡Eva y la manzana! Basta prohibirle algo a una mujer para que vaya y lo haga, sólo porque se le ha prohibido. Lo intentaré ahora de otra manera, señorita Emily. Había algo más que pretendía prohibirle.
    -¿De qué se trataba?
    -¿Puedo hacerle una petición muy especial?
    -Sin duda.
    -¡Oh, querida mía, escríbale a la señora Rook! Se lo ruego, se lo suplico, escríbale a la señora Rook!
    El aire juguetón de Emily desapareció de golpe.
    Sin hacer caso del pequeño acceso de buen humor del doctor, aguardó, con aspecto de grave sorpresa, hasta que este tuviera a bien explicarse.
    El doctor Allday, por su parte, hizo caso omiso del ominoso cambio experimentado por Emily, y prosiguió con la misma afabilidad de siempre.
    -El señor Morris y yo sostuvimos una larga conversación acerca de usted, querida mía. El señor Morris es excelente; se lo recomiendo como enamorado. También cuenta con mi apoyo en lo que concierne a la señora Rook. ¿Y ahora qué sucede? Está roja corno una rosa. Enojada de nuevo, ¿eh?
    -¡Odio la mezquindad! -Emily respondió indignada-. Desprecio al hombre que conspira a mis espaldas para lograr que otro hombre lo ayude. ¡Oh, cómo me equivoqué con Alban Morris!
    -¡Oh, cuán poco conoce a su mejor amigo! -exclamó el doctor imitándola-. Las jóvenes son todas iguales; el único hombre al que entienden es al que las halaga. ¿Me hará el favor de escribirle a la señora Rook?
    Emily hizo un intento de usar las armas del doctor contra él.
    -Su bromita llega demasiado tarde -dijo con tono sarcástico-. Esta es la respuesta de la señora Rook. Léala y... -se contuvo; aun presa de cólera era incapaz de hablarle de manera poco generosa al anciano que le brindara tan cálida amistad-. No le diré a usted lo que le habría dicho a otro -continuó.
    -¿Quiere que lo diga yo? -preguntó el incorregible doctor-. Léala y avergüéncese. Eso es lo que pensaba, ¿no es cierto? Como quiera, querida mía -se puso los lentes, leyó la carta y se la devolvió a Emily con una expresión impenetrable-. ¿Qué le parecen mis lentes nuevos? -preguntó mientras se los quitaba-. En treinta años de práctica, he tenido tres pacientes agradecidos -volvió a guardar los lentes en su estuche-. Me los regaló el tercero. Muy gratificante, muy gratificante.
    El sentido del humor no era el que primaba en Emily en ese momento. Apuntó con un índice perentorio a la carta de la señora Rook.
    -¿No tiene nada que decirme sobre esto?
    El doctor tenía tan poco que decirle que logró expresarlo con una sola palabra:
    -¡Paparruchas!
    Tomó su sombrero, le hizo una amable inclinación a Emily y se apresuró a marcharse en busca de pulsos febriles que tomar y lenguas cubiertas de sarro con vergüenza de mostrarse.


    CAPÍTULO XXXI
    MOIRA

    Cuando Alban se presentó a la mañana siguiente, las horas de la noche ya habían ejercido su influencia tranquilizadora sobre Emily. Recordaba con pesar la manera en que el doctor Allday hiciera vacilar su confianza en el hombre que la amaba; ya había pasado todo sentimiento de irritación. Alban advirtió que sus maneras eran menos vivaces que de costumbre. La gentileza con que lo recibió era la usual; no así la sonrisa.
    -¿No se siente bien? -preguntó él.
    -Me siento un poco falta de ánimos -contestó ella-. Una decepción, eso es todo.
    Alban aguardó un momento, aparentemente esperando a que ella le dijera de qué se trataba. Emily permaneció en silencio y desvió la vista. ¿Sería él responsable de la depresión que mencionaba? A Alban se le ocurrió esa idea, pero no dijo nada.
    -Supongo que recibió mi carta -continuó ella.
    -Vine precisamente a agradecerle su carta.
    -Era mi deber informarle acerca de la enfermedad de Sir Jervis. No tiene por qué agradecérmelo.
    -Me escribió usted con tanta amabilidad -le recordó Alban-. Se refirió con tanta gentileza y generosidad a nuestra diferencia de opinión la última vez que estuve aquí...
    -De haberle escrito un poco después, el tono de mi carta quizás le habría resultado menos agradable -lo interrumpió ella-. Pero la eché al correo antes de recibir la visita de un amigo suyo; un amigo que tenía algo que decirme después de consultar con usted.
    -¿Se refiere al doctor Allday?
    -Sí.
    -¿Qué le dijo?
    -Lo que usted quería que me dijera. Lo hizo lo mejor que pudo; se mostró todo lo obstinado e insensible que usted habría podido desear; pero llegó demasiado tarde. Ya le había escrito a la señora Rook y ya recibí su respuesta.
    En sus palabras había tristeza, no enojo, y señaló a una carta que estaba sobre su escritorio.
    Alban comprendió y la miró desesperado.
    -¡Esa nefasta mujer está destinada a hacernos discutir cada vez que nos vemos! exclamó.
    Emily le alcanzó la carta en silencio. Alban se negó a tomarla en sus manos.
    -El agravio que me ha hecho no se arregla de esa forma -dijo- Usted cree que la visita del doctor fue acordada entre nosotros. Yo no sabia que se proponía visitarla; no tenía ningún interés en enviarlo aquí, y no debo volver a interferir entre usted y la señora Rook.
    -No lo comprendo.
    -Me comprenderá cuando le diga cómo termino mi conversación con el doctor Allday. No intervendré más en sus asuntos; no le daré más consejos. Sean cuales fueren mis dudas, todos mis esfuerzos para aclararlas, todas mis averiguaciones, no importa en qué dirección, han llegado a su fin. Hice ese sacrificio por usted. ¡No! Debo repetirle lo que me acaba de decir: no tiene por qué agradecérmelo. Hice lo que hice por respeto al doctor Allday, a contrapelo de mis convicciones, a pesar de mis temores. ¡Ridículas convicciones! ¡Ridículos temores! Los hombres con mentes enfermizas son sus propios verdugos. No importa cuánto sufra yo con tal de que usted esté tranquila. Nunca volveré a contrariarla ni a molestarla. ¿Tiene ahora una mejor opinión de mí?
    Emily le dio la mejor de las respuestas: le tendió su mano.
    -¿Puedo besarla? -preguntó él con tanta timidez como si fuera un niño que se dirigiera a su primera enamorada.
    Emily sintió deseos de reír y de llorar a la vez.
    -Sí, si así lo desea -dijo en voz muy queda.
    -¿Me permitirá venir a verla de nuevo?
    -Con mucho gusto, cuando regrese a Londres.
    -¿Se marcha usted?
    -Me iré a Brighton esta tarde para pasar un tiempo con la señorita Ladd.
    Era duro perderla el día feliz en que al fin hacían las paces. Por el rostro de Alban cruzó una expresión de contrariedad. Se levantó y avanzó intranquilo hasta la ventana.
    -¿La señorita Ladd? -repitió, al tiempo que se volvía hacia Emily como si lo hubiera asaltado una idea-. ¿No oí decir en la escuela que la señorita de Sor pasaría las vacaciones al cuidado de la señorita Ladd?
    -Sí.
    -¿No es esa la joven que la visitó ayer en la mañana?
    -La misma.
    La obsesionante desconfianza en el futuro, que al principio dejara ver y de la que después fingiera burlarse, ejercía un efecto desmoralizador sobre su buen juicio. Era lo bastante irrazonable como para dudar de Francine, sólo porque era una desconocida.
    -La señorita de Sor es una nueva amiga suya -dijo-. ¿Le resulta simpática?
    No era una pregunta fácil de responder sin entrar en detalles que la delicadeza de Emily le aconsejaba evitar.
    -Debo conocer un poco más a la señorita de Sor antes de poder responder su pregunta -dijo.
    Los recelos de Alban se vieron naturalmente incrementados por esa respuesta evasiva. Comenzó a lamentar haberse marchado el día anterior de la casa de la joven al enterarse de que tenía una visita. Podía haberle enviado su tarjeta, y ella quizás lo habría hecho pasar. Era una oportunidad perdida de observar a Francine. En la mañana de su primer día de escuela, cuando se encontraron por azar en el mirador, le había producido una impresión desagradable. ¿Debía dejar que esa circunstancia influyera sobre su opinión? ¿O bien debía seguir el prudente ejemplo de Emily y no formarse un juicio hasta conocer un poco mejor a Francine?
    -¿Ya ha fijado el día de su regreso a Londres? -preguntó.
    -Aún no; no sé qué duración tendrá mi visita -dijo ella.
    -En poco más de dos semanas volveré a mis clases -continuó él-. Serán muy tristes no estando usted. Supongo que la señorita de Sor regresará a la escuela con la señorita Ladd.
    A Emily le resultaba imposible explicarse la depresión que revelaban su aspecto y su voz al hacer esas preguntas carentes de toda importancia. Trató de animarlo respondiendo en tono ligero.
    -La señorita de Sor regresa en una condición totalmente novedosa: será pensionista en vez de alumna. ¿Siente interés por conocerla mejor?
    -Sí, ahora que sé que es amiga suya -contestó él. Regresó a su asiento, junto al de ella- Una visita agradable hace que los días pasen rápidamente -continuó-. Puede que se quede usted en Brighton más de lo que anticipa, de modo que es posible que no nos volvamos a ver durante algún tiempo. Si algo sucediera...
    -¿Se refiere a algo serio? -preguntó ella.
    -¡No! ¡No! Me refiero sólo a si puedo serle útil de cualquier manera. En ese caso, ¿me escribirá?
    -¡Sabe que sí!
    Emily lo miró preocupada. Alban había fracasado por completo en su intento de ocultarle la intranquilidad que lo embargaba; nunca hubo hombre menos capaz de esconder sus sentimientos.
    -Está usted preocupado y abatido -le dijo gentil-. ¿Es por mi culpa?
    -¿Por su culpa? ¡Oh, ni lo piense! Tengo días melancólicos y días luminosos, y en este momento mi barómetro se inclina a la melancolía -su voz se quebró, a pesar de sus intentos por controlarla; se dio por vencido y tomó su sombrero para marcharse-. ¿Recuerda, Emily, lo que le dije en cierta ocasión en el jardín de la escuela? Sigo creyendo que nuestras dos vidas tendrán un momento futuro de plenitud -se interrumpió de repente, como si pasara por su mente algo más que vacilaba en expresar y le tendió su mano para despedirse.
    -Recuerdo mejor que usted lo que me dijo en el jardín -le dijo ella-. Sus palabras fueron: “Suceda entre tanto lo que suceda, confío en el futuro". ¿Siente aún esa misma confianza?
    Alban suspiró, la atrajo suavemente hacia sí y la besó en la frente. ¿Era esa su respuesta? Emily no sentía suficiente sosiego para hacerle la pregunta: ella permaneció en su mente durante algún tiempo después de la partida de Alban.

    Ese mismo día, Emily llegó a Brighton.
    Por casualidad, Francine se encontraba sola en la sala. Lo primero que hizo cuando la sirvienta dejó pasar a Emily fue interpelar a la primera.
    -¿Llevó mi carta al correo?
    -Sí, señorita.
    -No tiene importancia -le ordenó a la sirvienta con un gesto que se retirara e hizo gala de una hospitalidad tan efusiva que llegó a insistir en darle un beso a Emily-. ¿Sabes lo que hice? -dijo-. Le escribí a Cecilia, pero le envié la carta a su padre, a la Cámara de los Comunes. Tonta de mí, olvidé que podías darme su dirección en Suiza. Confío en que no te opongas a que trate de ganarme la amistad de nuestra querida, hermosa, insaciable compañera. ¡Es tan importante para mí rodearme de amigos influyentes! Y, por supuesto, le envié recuerdos tuyos. ¡No pongas esa cara de disgusto! Ven a ver tu cuarto. Oh, no te preocupes por la señorita Ladd, la verás cuando despierte. ¿Enferma? ¿Es que las mujeres como ella se enferman alguna vez? Simplemente está haciendo su siesta de después del baño. ¡Toma baños de mar, a su edad! ¡Como debe asustar a los peces!
    Después de ver su cuarto, Emily fue conducida a la habitación que ocupaba Francine. Un objeto que advirtió en ella le produjo cierta sorpresa no exenta de disgusto. Descubrió sobre el tocador una tosca caricatura de la señora Ellmother. Era un boceto a lápiz, muy mal dibujado, pero muy exitoso en el perverso parecido que guardaba con el original.
    -No sabía que eras una artista -comentó Emily, haciendo un énfasis irónico en la última palabra.
    Francine rió burlonamente, estrujó el dibujo y lo tiró al cesto de los papeles.
    -¡Qué mordaz eres! -exclamó jovial-. Si hubieras llevado la vida aburrida de Santo Domingo, también te habría dado por emborronar papeles. Yo podría haber resultado realmente una artista, de haber sido inteligente y aplicada como tú. Pero siendo como soy, aprendí un poco de dibujo y me aburrí. Traté de modelar en cera y también me aburrí. Quién crees que era mi maestra? Una de nuestras esclavas.
    -¡Una esclava! -exclamó Emily.
    -Sí, una mulata, si quieres más detalles, hija de un inglés y una negra. En su juventud (al menos eso decía ella) era una belleza, a su manera. Como era la favorita de su amo, este se encargó personalmente de educarla. Además de dibujar, pintar y modelar en cera, sabía cantar y tocar varios instrumentos. ¡Todas esas prendas desperdiciadas en una esclava! Cuando su amo murió y se vendieron sus propiedades, mi tío la compró.
    Para sorpresa de Francine, una palabra de espontánea compasión escapó de labios de Emily.
    -¡Oh, querida mía, no tienes por que compadecerla! Sappho (ese era su nombre) alcanzó un alto precio, aunque ya no era joven. La recibimos en herencia con todo el resto de las propiedades; y se encariñó conmigo cuando se dio cuenta de que no me llevaba bien con mi padre y mi madre. "Les debo a mi padre y mi madre ser esclava", solía decirme. "Me oprime el corazón ver a una hija afectuosa." Sappho era una extraña mezcla. Una mujer con un lado negro y un lado blanco en el carácter. Durante semanas enteras se comportaba como un ser civilizado. Entonces sufría una recaída y se tornaba tan negra como su madre. En esas ocasiones, se internaba furtivamente en la isla, arriesgando su vida, para asistir a escondidas a las horribles brujerías y supersticiones de los negros, que, de haberla descubierto, habrían asesinado a esa mestiza que espiaba sus ceremonias. Una vez la seguí hasta donde me atreví. El amedrentador sonido de gritos y tambores en la oscuridad de los bosques me asustó. Había llegado a mis oídos que los negros sospechaban de ella. Le di el aviso que le salvó la vida (¡no sé qué habría hecho sin Sappho para distraerme!); y a partir de ese momento creo que esa curiosa criatura me quiso. ¡Ya ves que puedo hablar con generosidad hasta de una esclava!
    -Me sorprende que no la hayas traído contigo a Inglaterra -dijo Emily.
    -En primer lugar, era propiedad de mi padre, no mía -respondió Francine-. En segundo lugar, ya murió. Los demás mestizos suponían que envenenada por alguno de los negros, que la consideraba su enemiga. ¡Ella decía que estaba embrujada!
    -¿Qué quería decir?
    Francine no sentía suficiente interés por el tema como para seguir dando explicaciones.
    -Supersticiones tontas, querida mía. Cuando agonizaba, el lado negro de Sappho se impuso al blanco: esa es la explicación. ¡Salgamos! Oigo a la anciana en la escalera. Ve a su encuentro antes de que llegue. Este cuarto es mi único refugio para evitar a la señorita Ladd.
    En la mañana del último día de esa semana, Emily sostuvo una breve charla en privado con la directora de su antigua escuela. La señora Ladd escuchó lo que le contó sobre la señora Ellmother e hizo todo lo posible por calmar la preocupación de Emily.
    -Creo que te equivocas, hija mía, al pensar que Francine habla en serio. Su mayor defecto es que casi nunca lo hace. Puedes confiar en mi discreción: déjale el resto a la anciana sirvienta de tu tía y a mí.
    La señora Ellmother llegó puntual a la hora acordada. Se la hizo pasar a la habitación de la señorita Ladd. Francine ostensivamente decidida a no participar personalmente en el asunto salió a dar un paseo. Emily esperó para enterarse del resultado de la entrevista.
    Al cabo de un largo rato, la señorita Ladd regresó a la sala y anunció que había dado su aprobación a la idea de emplear a la señora Ellmother.
    -Tuve en cuenta tus criterios -dijo-. Hemos convenido en que, después del primer mes, bastará con una semana de aviso, de cualquiera de las dos partes, para poner fin al compromiso. No me siento justificada para ir más allá. La señora Ellmother es una mujer tan respetable, te es tan conocida y estuvo tanto tiempo al servicio de tu tía que me siento obligada a tener en cuenta la importancia de no rechazar a alguien que resulta absolutamente conveniente para ocuparse de una joven como Francine. En una palabra, puedo confiar en la señora Ellmother.
    -¿Cuándo comenzará a trabajar? -preguntó Emily.
    -El día siguiente a nuestro regreso a la escuela -respondió la señorita Ladd-. Estoy segura de que te alegrará verla. La enviaré aquí.
    -Una palabra mas antes de que se marche-dijo Emily-. ¿Le preguntó por qué abandonó a mi tía?
    -Querida hija, una mujer que ha estado veinticinco años en un puesto tiene derecho a guardarse algún secreto. Entiendo que tuvo sus motivos y que no cree necesario contárselos a nadie. Nunca se debe confiar a medias en las personas, sobre todo cuando son como la señora Ellmother.
    Era demasiado tarde para plantear más objeciones. Emily se sintió más bien aliviada que decepcionada al saber que la señora Ellmother tenía prisa por regresar a Londres en el próximo tren. Se le había presentado la oportunidad de alquilar su casa, y estaba deseosa de cerrar el negocio.
    -Verá, no podía decir que sí hasta saber si obtendría o no esta nueva colocación, Y el inquilino quiere mudarse esta misma noche -explicó.
    Emily la detuvo junto a la puerta.
    -Prométame que me escribirá para contarme cómo le va con la señorita de Sor.
    -Me lo dice, señorita, como si no tuviera muchas esperanzas de que me fuera bien.
    -Lo digo porque no me resulta usted indiferente. Prometa que me escribirá.
    La señora Ellmother se lo prometió y se marchó a toda prisa. Emily la miró alejarse desde la ventana hasta que se perdió de vista.
    -¡Me gustaría no tener dudas sobre Francine! -se dijo.
    -¿Qué dudas? -inquirió la áspera voz de Francine desde la puerta.
    Emily no era dada a las evasivas. De ahí que completara la idea a medias formulada sin vacilar un momento.
    -Me gustaría estar segura de que serás bondadosa con la señora Ellmother -respondió.
    -¿Temes que convierta su vida en un tormento? -preguntó Francine-. ¿Cómo darte seguridades? No puedo adivinar el futuro.
    -¿Podrías hablar en serio por una vez en la vida? -dijo Emily.
    -¿Podrías aceptar una broma por una vez en la vida? -respondió Francine.
    Emily no dijo nada más, pero decidió acortar la duración de su visita a Brighton.


    LIBRO TERCERO
    NETHERWOODS

    CAPÍTULO XXXII
    EN EL CUARTO GRIS

    La casa que ocupaban la señorita Ladd y sus pupilas había sido construida a inicios del actual siglo por un próspero comerciante, orgulloso de su dinero y deseoso de brillar como el propietario de la mayor casa solariega de la zona.
    Después de su muerte, la señorita Ladd se había hecho de Netherwoods (que ese era el nombre del lugar), porque su casa ya resultaba insuficiente para acomodar al creciente número de alumnas. La había conseguido por un alquiler moderado. Netherwoods no les resultaba atractiva a las personas distinguidas que buscaban una residencia campestre. El solar en que estaba ubicada era hermoso, pero la casa no contaba con grandes terrenos, ni siquiera con un gran parque. Salvo por los pocos acres en que se levantaba el edificio, las tierras circundantes pertenecían a un oficial de marina retirado, descendiente de una antigua familia, a quien le producía ojeriza el intento de un comerciante de oscuro nacimiento de vivir como un caballero. El almirante rechazó cuantas propuestas se le hicieran. El derecho a practicar la puntería no era uno de los atractivos que se ofrecía a los inquilinos; la región no presentaba facilidades para la caza; y el único arroyo de la zona no estaba vedado. Como resultado de todas esas desventajas, los agentes del comerciante tuvieron que escoger entre la propuesta de usar Netherwoods como asilo de dementes o aceptar como inquilina a la respetable directora de una escuela próspera y de moda. Se decidieron por la señorita Ladd.
    En ese vasto edificio se logró acomodar sin ningún inconveniente el cambio previsto en la situación de Francine. Quedaban habitaciones desocupadas, aunque ya se había llegado al límite del número de alumnas. Al reabrirse la escuela, a Francine se la dejó optar entre dos habitaciones ubicadas en el piso superior y dos en la planta baja. Escogió estas últimas.
    Su sala de estar y su cuarto, situados en la parte posterior de la casa, se comunicaban entre sí. La sala de estar, bellamente empapelada en un delicado tono de gris y adornada con cortina de ese mismo color, había sido bautizada con el nombre de "el cuarto gris". Tenía una puerta vidriera que se abría a una terraza que daba al jardín y los terrenos aledaños. De sus paredes colgaban unos hermosos grabados antiguos de los majestuosos paisajes de Claude (que formaban parte de una colección de grabados del padre de la señorita Ladd). La alfombra armonizaba con las cortinas; y los muebles eran de una madera de color claro que contribuía al efecto general de discreta brillantez que constituía el encanto de la habitación.
    -Si no eres feliz aquí, me daré por vencida contigo -había dicho la señorita Ladd.
    Y Francine había respondido:
    -Sí, es muy linda, pero desearía que no fuera tan pequeña.
    La rutina usual de la escuela se reinició el 12 de agosto. Alban Morris encontró a dos nuevas alumnas en su clase, que llenaban las vacantes dejadas por Emily y Cecilia. La señora Ellmother fue debidamente instalada en su nueva colocación. produjo una impresión desfavorable en el ala de la servidumbre, no (como explicara la atractiva jefa de las criadas de mano) porque fuera fea y vieja, sino porque era "una persona que no hablaba". Entre las personas de menor rango el prejuicio contra el hábito del silencio es casi tan inveterado como el prejuicio contra los pelirrojos.
    En la tarde de ese primer día de reinicio de las clases -mientras las jóvenes se paseaban por los jardines después del té- Francine había terminado finalmente el arreglo de sus habitaciones y le había ordenado a la señora Ellmother (que había trabajado de firme desde la mañana) que se retirara a descansar un rato. De pie ante la ventana, la heredera caribeña se preguntaba qué hacer a continuación. Les echó un vistazo a las jóvenes que deambulaban por el césped y decidió que no merecían mayor atención de parte de una persona tan especialmente favorecida como ella. Se volvió a un lado y recorrió la terraza con la vista. En su extremo más lejano, un hombre alto caminaba lentamente de un lado a otro con la cabeza baja y las manos en los bolsillos. Francine reconoció al brusco profesor de dibujo que rompiera en pedazos su bosquejo del pueblo después de que ella lo salvara de caer en el estanque a impulsos del viento.
    Francine salió a la terraza y lo llamó. Alban Morris se detuvo y alzó la vista.
    -¿Me llama a mí? -respondió.
    -¡Por supuesto que sí!
    Francine avanzó un poco en su dirección y lo animó con una sonrisa dura. Aunque las maneras del profesor podían ser desagradables, cabía que encontrara cierta indulgencia en una joven que no sabía cómo emplear su tiempo libre. En primer lugar, era un hombre. En segundo lugar, no era tan viejo como el profesor de música, ni tan feo como el profesor de baile. En tercer lugar, era un admirador de Emily, y la posibilidad de intentar debilitar ese lazo mediante un poco de coqueteo, en ausencia de Emily, era demasiado tentadora para dejarla pasar.
    -¿Recuerda cuán descortés se mostró conmigo el día en que hacía apuntes para un cuadro en el mirador? -preguntó Francine mordazmente juguetona-. Espero que ahora se comporte de modo más agradable; le voy a hacer un cumplido.
    Alban aguardó, con una calma exasperante, por el cumplido anunciado. La arruga de su entrecejo era más profunda que nunca. Su rostro oscuro, tan ceñuda y resueltamente sereno, exhibía señales de secreta preocupación. La escuela sin Emily era la prueba más dura a la que se viera sometido desde el día en que su prometida lo abandonara y lo infamara.
    -Usted es un artista y, por tanto, una persona de buen gusto -prosiguió Francine-. Me gustaría que me diera su opinión sobre mi sala de estar. Le pido que la critique. Por favor, pase.
    Alban pareció poco dispuesto a aceptar la invitación. Después cambió de idea y siguió a Francine. La joven había visitado a Emily; quizás estaba en camino de convertirse en su amiga. Recordó que ya había perdido una oportunidad de estudiar su carácter y -si le parecía necesario- de advertirle a Emily que no alentara los avances de la señorita de Sor.
    -Muy hermosa -comentó, tras recorrer la habitación con la vista, sin dar muestras de que le gustara nada en particular, a excepción de los grabados.
    Francine estaba decidida a fascinarlo. Alzó las cejas y levantó las manos en gesto de juguetona reconvención.
    -¿Recuerde que es mi habitación y tómese algún interés por ella! ¡Hágalo por mí! -dijo.
    -¿Qué quiere que le diga? -preguntó él.
    -Venga y siéntese a mi lado.
    Le hizo sitio en el sofá. Su principal aspiración, el ansia de excitar la envidia de los demás, se hizo evidente en las palabras que pronunció a continuación:
    -Diga algo bonito -respondió- Diga que le gustaría tener una habitación como esta.
    -Me gustaría tener sus grabados comentó él-. ¿Basta con eso?
    -No bastaría, viniendo de cualquier otra persona. ¡Ah, señor Morris, yo sé por qué no es usted tan amable como podría! No es feliz. La escuela ha perdido su único atractivo al perder a nuestra querida Emily. Usted lo siente, sé que lo siente -acompañó de un suspiro esa expresión de conmiseración, para que surtiera el efecto adecuado-. ¡Cuánto daría yo por inspirar una devoción como la suya! No envidio a Emily, sólo querría... -hizo una pausa, presa de la confusión, y abrió su abanico-. ¿No es bonito? -dijo, con la ostensible intención de cambiar de tema.
    Alban se comportó como un monstruo: comenzó a hablar del tiempo.
    -Creo que este es el día más cálido que hemos tenido; no me extraña que necesite su abanico -dijo-. En esta época del año, en Netherwoods no corre ni una gota de aire.
    Francine logró controlar su malhumor.
    -El calor me afecta -admitió, con una resignación que era un gentil reproche-. La atmósfera es tan pesada y opresiva, después de haber estado en Brighton. Quizás mi triste vida, lejos del hogar y los amigos, me hace sensible a las cosas baladíes. ¿Cree que eso sea posible, señor Morris?
    El hombre, inmisericorde, dijo que creía que la causa era la ubicación del edificio.
    -La señorita Ladd lo alquiló en la primavera, de modo que sólo descubrió esa única desventaja varios meses después -continuó-. Está en la parte más alta del valle, pero, como habrá podido observar, se trata de un valle rodeado de colinas, y por tres de sus lados las colinas están muy próximas. Perfecto en el invierno, pero en el verano he oído que algunas jóvenes de la escuela han visto su salud tan afectada por la atmósfera enervante, que ha habido que enviarlas de vuelta a sus hogares.
    De repente, Francine demostró interés en lo que Alban decía. Si este la hubiera observado atentamente, quizás lo habría advertido.
    -¿Quiere decir que las jóvenes enfermaron realmente? -preguntó.
    -No. Dormían mal, perdieron el apetito, se sobresaltaban por cualquier ruido sin importancia. En resumen, experimentaban trastornos nerviosos.
    -¿Y se recuperaron al regresar a sus hogares, con otra atmósfera?
    -Sin duda -respondió él, que comenzaba a cansarse del tema-. ¿Puedo echarles una ojeada a sus libros?
    El interés de Francine en la influencia sobre la salud de los diferentes climas aún no se había agotado.
    -¿Sabe dónde quedaban las casas de esas jóvenes? -inquirió.
    -Sé dónde quedaba una de ella. Era la mejor alumna que he tenido, y recuerdo que vivía en Yorkshire.
    Alban estaba tan cansado de lo que le parecía una curiosidad ociosa que llevaba a la joven a insistir en hacerle preguntas triviales, que dejó su asiento y atravesó la habitación.
    -¿Puedo echar una ojeada a sus libros? -repitió.
    -¡Oh, sí!
    La conversación se interrumpió durante un momento. La dama pensaba: "¡Me gustaría pegarle un coscorrón!" El caballero pensaba: "¡Después de todo, no es más que una tonta preguntona!" Su examen de los libros le confirmó la equivocada conclusión de que no había nada en el carácter de Francine que hiciera necesario alertar a Emily contra los intentos de acercamiento de su nueva amiga. Se volvió de espaldas al librero y dio la primera excusa que se le ocurrió para ponerle fin a la entrevista.
    -Debo rogarle que me permita regresar a mis deberes, señorita de Sor. Tengo que corregir los dibujos de las jóvenes antes de que comiencen de nuevo sus clases mañana.
    La vanidad herida de Francine hizo un último y agónico intento por robarle el corazón al enamorado de Emily.
    -Me recuerda que tengo un favor que pedirle -dijo-. No asisto a las demás clases, ¡pero me gustaría tanto ir a la suya! ¿Puedo?
    Francine levantó la vista y le lanzó una mirada de lánguida súplica que puso a prueba la capacidad de Alban para mantener una expresión de seriedad. Agradeció el cumplido en términos estudiadamente comunes y se acercó un poco más a la ventana abierta. La terquedad de Francine aún no se daba por vencida.
    -Mi educación ha sido lamentablemente descuidada, pero adquirí ciertas nociones de dibujo -continuó-. No me hallará tan ignorante como a algunas de las demás jóvenes -aguardó unos momentos, esperando unas palabras de halago. Alban también aguardó... en silencio-. Esperaré con placer la posibilidad de tomar lecciones de un artista como usted -prosiguió Francine; volvió a hacer una pausa y volvió a sufrir una decepción-. Quizás me convierta en su alumna favorita -concluyó-. ¿Quién sabe?
    -¡Quién sabe!
    No era mucho, después de tanto silencio de parte de Alban, pero bastó para alentar a Francine. Le llamó "querido señor Morris"; rogó que le permitiera tomar de inmediato su primera lección; juntó las manos en gesto de súplica:
    -¡Por favor, diga que Sí!
    -No puedo decir que Sí mientras no cumpla usted los requisitos.
    -¿Son requisitos suyos?
    Los ojos de Francine expresaban que -en ese caso- estaba pronta a aceptarlos. Alban no se dio por enterado: dijo que los requisitos eran de la señorita Ladd y le deseó buenas tardes.
    La joven lo contempló alejarse por la terraza. ¿Cómo le pagarían? ¿Recibiría un salario anual u obtendría una pequeña cantidad de dinero por cada nueva alumna que tomara lecciones de dibujo? De ser este último el caso, Francine vio la oportunidad de cobrárselas.
    -¡Patán! ¡No me verás el pelo en tus clases!


    CAPÍTULO XXXlll
    RECUERDOS DE SANTO DOMINGO

    La noche era opresivamente cálida. Como le resultaba imposible dormir, Francine permanecía acostada en su cama, pensando. El motivo de sus reflexiones era la persona que desde hacía muy poco ocupaba la modesta posición de sirvienta a sus órdenes.
    La señora Ellmother parecía gravemente enferma. La señora Ellmother le había dicho a Emily que su objetivo al regresar al servicio doméstico era comprobar si un cambio de actividad aliviaba la angustia que le causaban sus propios pensamientos. . La señora Ellmother creía en supersticiones vulgares como que el viernes era un día de mal agüero, o que lo recomendable si se caía la sal era arrojar una pizca por sobre el hombro izquierdo.
    En sí mismos, estos eran recuerdos triviales. Pero cobraban cierta importancia debido a las asociaciones que despertaban.
    Ellos le recordaban a Francine, merced a algún proceso mental que no podía reconstruir, a la esclava Sappho y su vida en Santo Domingo.
    Encendió una luz y abrió su escritorio. De una de las gavetas sacó un viejo libro de contabilidad doméstica.
    En la primera página aparecían algunas anotaciones de gastos del hogar, escritas con su letra. Le traían a la mente uno de los esfuerzos que llevara a cabo para ocupar su tiempo libre aliviando a su madre de las tareas hogareñas. Había perseverado durante uno o dos días y después había dejado de sentir todo interés en su nueva ocupación. El resto del libro, a partir de la segunda página, estaba totalmente cubierto por una letra hermosa y clara. Francine le había dado un título al manuscrito. Al inicio de la página había escrito: Los sinsentidos de Sappho.
    Después de leer las primeras frases, volvió las páginas rápidamente y se detuvo en un espacio en blanco hacia el final del libro. Aquí de nuevo había añadido un título, que en este caso suponía un cumplido para la escritora. La página llevaba el siguiente encabezamiento: Las verdades de Sappho.
    Francine leyó esa última parte del manuscrito con la mayor atención.
    “Le suplico a mi amable y querida amita que no suponga que creo en brujerías, después de la educación que recibí. No logro imaginar de qué ofuscación fui víctima cuando escribí, obedeciendo sus órdenes, todo lo que ya le había contado. Usted afirma que en mi carácter hay un lado negro, que heredé de mi madre. ¿Lo dice, ama querida, como una broma? Casi temo que en ocasiones esa afirmación no se aparte demasiado de la verdad.
    »Permítame, sin embargo, ser cuidadosa para no hacerla caer en un error. Es cierto que el esclavo del que le hablé se consumió y murió después del maleficio del que fuera víctima por intermedio de la imagen de cera que hizo mi madre, la bruja. Pero debí decirle también que las circunstancias favorecieron la efectividad del maleficio: no fueron medios sobrenaturales los que provocaron su fin.
    »Ese pobre infeliz no gozaba de buena salud, y nuestro amo tuvo a bien mandarlo a trabajar en el valle que queda en el interior de la isla. Me han dicho, y me resulta fácil creerlo, que el clima allí es diferente al de la costa, al que el infortunado esclavo estaba acostumbrado. El capataz no le creyó cuando le dijo que el aire del valle sería su muerte, y los negros, que en otras circunstancias quizás lo habrían ayudado, rehuían en masa a un hombre que sabían que estaba bajo el influjo de un maleficio.
    »Eso explica lo que les podría parecer increíble a personas civilizadas. Me haría un favor si quemara este librito en cuanto leyera lo que he escrito aquí. Si no accede a mi petición, sólo me resta implorarle que no deje que otros ojos que no sean los suyos vean estas páginas. Mi vida correría peligro, si los negros se enteraran de lo que acabo de relatarle para aclarar la verdad."
    Francine cerró el libro y volvió a guardarlo bajo llave en su mesa de trabajo.
    -Ahora sé lo que me recordaba a Santo Domingo -se dijo.
    Cuando Francine hizo sonar su campanilla a la mañana siguiente pasó tanto tiempo antes de que obtuviera respuesta que comenzó a pensar en enviar a una de las sirvientas de la casa a averiguar qué sucedía. Antes de que se decidiera a hacerlo, se presentó la señora Ellmother y le ofreció sus disculpas.
    -Es la primera vez desde que era una niña que me quedo dormida, señorita. Por favor, excúseme, no volverá a suceder.
    -¿Le parece que el clima de este lugar le producen somnolencia? -preguntó Francine.
    La señora Ellmother sacudió la cabeza.
    -No pude pegar ojo hasta que amaneció, así que me quedé dormida y no logré levantarme a tiempo. El clima no tiene nada que ver. Los caballeros y las damas pueden darse el lujo de tener sus caprichos y sus fantasías. Para la gente como yo, todos los climas son iguales.
    -¿Goza usted de buena salud, señora Ellmother?
    -¿Por qué no, señorita? Nunca he consultado a un médico.
    -¡Oh! ¿Esa es la opinión que le merecen los médicos?
    -Ni me acerco a los médicos, si a eso quiere llamarle mi opinión -respondió terca la señora Ellmother-. ¿Cómo quiere que la peine?
    -Igual que ayer. ¿Ha tenido noticias de la señorita Emily? Regresó a Londres al día siguiente de que usted se marchara.
    -No he vuelto a Londres. Afortunadamente, le alquilé mi casa a un buen inquilino.
    -¿Y entonces dónde se quedó antes de venir aquí?
    -Sólo tenía un lugar adonde ir, señorita; fui al pueblo donde nací. Una amiga me consiguió alojamiento. ¡Ah, corazón, es un lugar delicioso!
    -¿Como este?
    -¡Dios me ayude! Se parecen tanto como la gimnasia y el magnesio. Una extensa y hermosa marisma en Cumberland, señorita, donde no hay un árbol en ninguna dirección en que se mire. Pero cuando al viento le da por soplar es algo serio.
    -¿Nunca antes había estado en esta región del país?
    -¡No! Cuando salí del norte, mi ama me llevó a Canadá. ¡Esos sí son aires! Si eso influyera, los que viven allí llegarían a los cien años. Me gustó Canadá.
    -¿Y quién fue su próxima patrona?
    Hasta ese momento, la señora Ellmother se había mostrado muy dispuesta a hablar. ¿No habría oído lo que Francine acababa de preguntarle? ¿O tenia algún otro motivo para mostrarse reacia a responder? Sea como fuere, un estado de ánimo taciturno hizo repentina presa de ella: permaneció en silencio.
    Francine (como de costumbre) insistió.
    -¿Su siguiente colocación fue con la tía de la señorita Emily?
    -Sí.
    -¿Y la señora siempre vivió en Londres?
    -No.
    -¿En qué parte del país vivía?
    -En Kent.
    -¿En la zona del lúpulo?
    -No.
    -¿Dónde, entonces?
    -En la isla de Thanet.
    -¿Cerca de la costa?
    -Sí.
    Ni siquiera Francine podía seguir insistiendo. La reserva de la señora Ellmother la había derrotado, al menos por el momento.
    -Vaya al recibidor y mire si hay alguna carta para mí en el casillero -dijo.
    Había una carta con matasellos suizo. La sencilla Cecilia se había sentido halagada y encantada por la manera seductora en que le escribiera Francine. Esperaba con impaciencia el momento en que la relación que existía entre ambas pudiera fructificar en una verdadera amistad. ¿Consentía la «querida señorita de Sor" en dejar a un lado las formalidades y considerarse invitada (más avanzado el otoño) a visitar el hogar de su padre? Circunstancias vinculadas a la salud de su hermana demorarían su regreso a Inglaterra algún tiempo aún. Para fines de mes confiaba en estar de vuelta y entonces sabría si Francine no tenía otro compromiso. Su dirección en Inglaterra era Monksmoor Park, Hants.
    Leída la carta, Francine dedujo de ella una moraleja: "Un tonto puede resultar muy útil cuando se sabe cómo manejarlo".
    No sentía muchos deseos de desayunar, de modo que se aventuró a recorrer la terraza. Alban Morris tenía razón: los aires de Netherwoods en verano eran enervantes. La niebla matutina aún cubría la hondonada del valle, entre el pueblo y las colinas, un poco más alejadas. Hasta un ejercicio muy moderado producía una sensación de fatiga. Francine retornó a su habitación y se demoró con su té y sus tostadas.
    A continuación abrió su escritorio y volvió a consultar el viejo libro de contabilidad. Con él abierto sobre el regazo, recapituló su conversación de la mañana con la señora Ellmother.
    La anciana había nacido y se había criado en el norte, en una marisma. Cuando partiera de su pueblo natal, la habían llevado a los vivificantes aires del Canadá. Después había trabajado en la ventosa costa oriental de Kent. ¿Produciría algún efecto en la señora Ellmother su traslado al clima de Netherwoods? A su edad, y con su constitución de persona ya madura, ¿lo sentiría como las alumnas, sobre todo esa que había vivido en la atmósfera tonificante del norte, en Yorkshire?
    Cansada de sus solitarias reflexiones sobre el mismo tema, Francine regresó a la terraza con la vaga idea de encontrar algo que la entretuviera -es decir, algo de lo que pudiera burlarse- reuniéndose con las demás jóvenes.
    A la mañana siguiente, la señora Ellmother respondió sin demora al llamado de la campanilla de su ama.
    -¿Ha dormido mejor esta noche? -dijo Francine.
    -No, señorita. Cuando al fin logré dormirme, los sueños no me dejaron descansar. ¡Otra mala noche, qué duda cabe!
    -Sospecho que no goza de total tranquilidad de espíritu -insinuó Francine.
    -¿Y por qué lo sospecha, si me hace el favor?
    -Cuando la conocí, en casa de la señorita Emily, dijo que quería alejarse de sus propios pensamientos. ¿Le ha servido de algo su traslado a este lugar?
    -No me ha servido tanto como esperaba. A algunos nos resulta difícil ahuyentar nuestros pensamientos.
    -¿Remordimientos? -inquirió Francine.
    La señora Ellmother alzó el dedo índice y lo movió de un lado a otro en gesto de reprobación.
    -Creí que habíamos acordado, señorita, que no iba a tratar de sonsacarme.
    El resto del vestido y el peinado transcurrió en silencio.
    Pasó una semana. Durante una pausa en las labores de la escuela, la señorita Ladd tocó a la puerta de la habitación de Francine.
    -Quiero hablarle, querida mía, sobre la señora Ellmother. ¿Se ha percatado de que no parece gozar de buena salud?
    -Está bastante pálida, señorita Ladd.
    -Es algo más serio, Francine. Las sirvientas me cuentan que tiene muy poco apetito. Ella misma admite que no duerme bien. La vi ayer por la tarde en el jardín, bajo la ventana del aula. Una de las chicas dejó caer un diccionario. Ese leve ruido la sobresaltó, como si le produjera terror. Sus nervios están severamente afectados. ¿Podría convencerla de que viera al médico?
    Francine vaciló... y dio una excusa.
    -Creo que es mucho más probable que la escuche a usted, señorita Ladd. ¿Tendría algún inconveniente en hablar con ella?
    -¡Por supuesto que no!
    De inmediato se mandó a llamar a la señora Ellmother.
    -¿Qué se le ofrece, señorita? -le dijo a Francine.
    La señorita Ladd tomó la palabra.
    -Soy yo quien quiero hablar con usted, señora Ellmother. Desde hace algunos días me ha apenado ver que parece enferma.
    -No he estado enferma en toda mi vida, señora.
    La señorita Ladd insistió suavemente.
    -He oído decir que ha perdido el apetito.
    -Nunca he comido mucho, señora.
    Evidentemente, era inútil seguir haciendo alusiones a los síntomas de la señora Ellmother. La señorita Ladd intentó emplear otro método de persuasión.
    -Quizás me equivoco, pero estoy preocupada por usted -dijo-. ¿Iría a ver al médico para que yo me sintiera más tranquila?
    -¡Al médico! ¿Cree que voy a empezar a tomar remedios a mi edad? ¡Por Dios, señora! ¡Me da usted risa, mucha risa! -y rompió a reír súbitamente con la risa histérica de alguien que se halla al borde de las lágrimas. Gracias a un esfuerzo desesperado, logró controlarse-. Por favor, no vuelva a burlarse de mí -dijo, y salió de la habitación.
    --¿Qué piensa ahora? -preguntó la señorita Ladd.
    Francine parecía seguir en guardia.
    -No sé qué pensar -dijo evasivamente.
    La señorita Ladd le lanzó una mirada de silenciosa sorpresa y se retiró.
    Una vez a solas, Francine se sentó con los codos sobre la mesa y el rostro entre las manos, sumida en sus reflexiones. Al cabo de un largo rato, abrió su escritorio y vaciló. Sacó una hoja de papel e hizo una pausa, como si aún albergara dudas. Cogió la pluma con súbita decisión y le escribió las líneas siguientes a la esposa del agente de su padre en Londres:
    "Cuando fui puesta a su cuidado la noche de mi llegada del Caribe, me dijo amablemente que podía pedirle cualquier pequeño servicio que estuviera a su alcance. Le agradecería mucho que me consiguiera y me enviara a este lugar una pequeña cantidad de cera para modelar, la suficiente para hacer una pequeña imagen."


    CAPÍTULO XXXIV
    A oscuras

    Una semana después, Alban Morris se encontraba en el estudio de la señorita Ladd para darle una información sobre su clase de dibujo. La señora Ellmother los interrumpió un momento. Pasó a la habitación para devolver un libro que Francine había pedido prestado esa mañana.
    -¿Ya terminó con él la señorita de Sor? -preguntó la señorita Ladd.
    -No lo leerá, señora. Dice que las hojas huelen a humo de tabaco.
    La señorita Ladd se volvió hacia Alban y meneó la cabeza con aire de divertido reproche.
    -¡Ya sé quién fue el último que leyó ese libro! -dijo.
    Alban se confesó culpable con una mirada. Era el único profesor de la escuela que fumaba. Cuando la señora Ellmother pasó a su lado para salir, notó las señales de sufrimiento que delataba su rostro consumido.
    -La salud de esa mujer es mala -dijo- ¿Ya ha visto al médico?
    -Se niega rotundamente a consultar al médico -respondió la señorita Ladd-. Si se tratara de una desconocida, resolvería la cuestión diciéndole a la señorita de Sor (de quien es sirvienta) que había que enviar a la señora Ellmother de vuelta a su casa. Pero no puedo actuar de esa manera perentoria con una persona por la que Emily se interesa.
    A partir de ese momento, Alban comenzó a interesarse en la señora Ellmother. Más tarde ese mismo día se topó con ella en uno de los pasillos de la planta baja de la casa y la abordó.
    -Me temo que los aires de este lugar no le sienten bien -dijo.
    La irritación de la señora Ellmother ante cualquier mención (incluso indirecta) a que parecía enferma, se manifestó en la rudeza de su respuesta.
    -Estoy segura de que sus intenciones son buenas, señor, pero no creo que le importe si me sientan bien o no.
    -Un momento -respondió Alban de buen humor-. No le soy totalmente desconocido.
    -¿Me haría el favor de aclararme eso?
    -Conozco a una joven que se interesa sinceramente por usted.
    -No se referirá a la señorita Emily.
    -A ella misma. Respeto y admiro a la señorita Emily y he intentado, a mi torpe manera, serle de alguna utilidad.
    El rostro macilento de la señora Ellmother se suavizó de inmediato.
    -Por favor, perdóneme por olvidar mis modales, señor -dijo con sencillez-. Desde el día en que nací he tenido buena salud, y no me gusta que me digan, en la vejez, que un nuevo lugar no me sienta bien.
    Alban aceptó sus disculpas de un modo que le hizo ganarse las inmediatas simpatías de la mujer septentrional. Le estrechó la mano.
    -Usted es de los buenos; no hay muchos de ellos en este lugar -dijo.
    ¿Aludía a Francine? Alban trató de descubrirlo. Los circunloquios corteses serían, evidentemente, una pérdida de tiempo con la señora Ellmother.
    -¿Su nueva ama es de las buenas? -le preguntó sin rodeos.
    La respuesta de la vieja sirvienta fue una mirada con el entrecejo fruncido seguida de una pregunta directa.
    -¿Lo dice, señor, porque le resulta simpática mi nueva ama?
    -No.
    -¡Por favor, vuelva a darme esa mano!
    Lo dijo, le dio un súbito estrechón a la mano de Alban que no necesitaba más comentarios y se marchó.
    Esa era una muestra de carácter que Alban fue capaz de apreciar. "Si yo fuera una anciana, creo que sería como la señora Ellmother", pensó con su áspero sentido del humor. "Podríamos haber hablado de Emily, si no se hubiera marchado tan aprisa. ¿Cuándo me la volveré a encontrar?”
    Estaba destinado a volver a encontrársela esa noche, es circunstancias que recordaría hasta el último día de su vida.
    Según las reglas imperantes en Netherwoods, en verano las jóvenes debían recogerse de su recreación vespertina en los jardines de la escuela a las nueve de la noche. Después de esa hora, Alban tenía libertad para fumar su pipa y deambular entre los árboles y los arriates de flores antes de regresar a sus pequeñas y sofocantes habitaciones en el pueblo. Para descansar de la dura tarea de instruir a las jóvenes, había estado dándole rienda suelta a su lápiz, para su propia solaz, cuando terminaban las lecciones del día. Ya habían dado las diez cuando encendió la pipa y comenzó a caminar lentamente por el sendero que conducía al mirador, en el extremo sur de la propiedad.
    En el silencio absoluto de la noche se oía claramente el reloj de la iglesia del pueblo cuando daba los cuartos y las medias. La luna no había salido, pero el misterioso fulgor de las estrellas titilaba en el ancho claro situado entre la arboleda y la casa.
    Alban se detuvo para admirar, con ojos de artista, el efecto de la luz, tan leve y delicadamente hermoso, sobre la amplia extensión de césped. "¿Vivirá el hombre capaz de pintarlo?", se preguntó. Le venían a la mente las obras de los más grandes paisajistas de todos los tiempos, los artistas ingleses que vivieran cincuenta años antes. Todavía repasaba en su mente muchos nobles cuadros cuando lo sobresaltó la súbita aparición en los escalones de la terraza de una mujer con la cabeza descubierta.
    La mujer bajó apresuradamente hasta el césped, tropezando al correr, se detuvo y volvió la vista hacia la casa, se apresuró en dirección a la arboleda, se volvió a detener, miró a un lado y a otro, indecisa acerca de adónde dirigirse a continuación y después volvió a avanzar. Alban ya oía su respiración agitada, Cuando se acercó, la luz de las estrellas le reveló un rostro desfigurado por el miedo: el rostro de la señora Ellmother.
    Alban corrió a su encuentro. La mujer cayó sobre el césped antes de que el profesor pudiera cubrir la corta distancia que los separaba. Cuando la alzó en sus brazos, la anciana lo miró con ojos extraviados al tiempo que musitaba y farfullaba en un vano esfuerzo por hablar.
    -Míreme otra vez -dijo él-. ¿No recuerda al hombre con quien estuvo hoy conversando?
    Ella lo miraba sin dar muestras de reconocerlo. Alban volvió a intentarlo:
    -¿No recuerda al amigo de la señorita Emily?
    Cuando ese nombre salió de sus labios, la mente de la mujer recobró hasta cierto punto el equilibrio.
    -Sí, el amigo de Emily; me alegro de haber conocido al amigo de Emily –dijo.
    Se agarró del brazo de Alban, sobresaltada, como si sus propias palabras la hubieran alarmado.
    -¿Qué digo? ¿Dije "Emily"? Una sirvienta debe decir “la señorita Emily". Se me va la cabeza. ¿Me estaré volviendo loca?
    Alban la guió hasta una de las sillas del jardín.
    -Sólo está un poco asustada -dije- Descanse y recobre la calma.
    La mujer miró por encima del hombro en dirección a la casa.
    -¡Aquí no! Estoy huyendo de un demonio; quiero que me pierda de vista. Más lejos, señor... no sé su nombre. Dígame su nombre. ¡No confiaré en usted hasta que no me diga su nombre!
    -Tranquila. Llámeme Alban.
    -Nunca había oído ese nombre. No confiaré en usted.
    -¿No confiará en quien es su amigo y amigo de Emily? Estoy seguro de que no es eso lo que quiere decir. Llámeme por mi apellido. Llámeme Morris.
    -¿Morris? -repitió ella-. Ah, he oído de gente llamada Morris. ¡Mire hacia allá! Sus ojos son jóvenes. ¿La ve en la terraza?
    -No se ve un alma en ninguna parte.
    Mientras hablaba, con una mano la ayudó a incorporarse y con la otra cargó la silla. Al cabo de un minuto habían avanzado hasta un sitio en donde no podían verlos desde la casa. Alban sentó a la mujer de modo que pudiera apoyar la cabeza en el tronco de un árbol.
    -¡Es usted un buen hombre! -dijo la pobre mujer en tono de admiración-. Sabe cuánto me duele la cabeza. ¡No se levante! Usted es un hombre alto. Ella puede verlo.
    -Ella no puede ver nada. Mire los árboles a nuestras espaldas. No dejan pasar ni la luz de las estrellas.
    La señora Ellmother aún no estaba satisfecha.
    -Usted lo toma con calma -dijo-. ¿Sabe quién nos vio hoy juntos en el pasillo? Buen Morris, nos vio ella. ¡Desgraciada! Cruel, astuta, insolente desgraciada.
    En medio de las sombras que los rodeaban, Alban apenas atinó a ver que la señora Ellmother agitaba los puños apretados. Intentó de nuevo controlarla.
    -¡No se ponga nerviosa! Podría oírla, si sale al jardín.
    Apelar a sus temores produjo el efecto deseado.
    -Es cierto -dijo la señora Ellmother, en voz más baja. Una súbita desconfianza hizo presa de ella un momento después-. ¿Quién dijo que estaba nerviosa? -exclamó-. Es usted quien está nervioso. Atrévase a negarlo. Comienzo a sospechar de usted, señor Morris; no me gusta su manera de comportarse. ¿Dónde está su pipa? Vi como se guardaba la pipa en el bolsillo del saco. ¡Lo hizo cuando me acomodó entre los árboles, donde ella podía verme! Está confabulado con ella... ella viene a reunirse con usted... ya sabe que no le gusta el humo del tabaco. ¿Van a recluirme ustedes dos en un manicomio?
    Se puso de pie. A Alban se le ocurrió que la manera más expedita de calmarla podía ser la pipa. Las meras palabras no ejercerían una influencia persuasiva sobre esa mente extraviada. Una acción rápida, de cualquier tipo, tenía muchas más probabilidades de producir el efecto deseado. Le puso la pipa y la bolsa de tabaco entre las manos, para poder llamar su atención antes de hablar.
    -¿Sabe prepararle la pipa a un hombre? -preguntó.
    -¿Acaso no le preparé la pipa a mi esposo cientos de veces? -respondió ella cortante.
    -Muy bien. Prepáreme la mía.
    La señora Ellmother volvió a sentarse al instante y preparó la pipa. Alban la encendió y se sentó sobre la hierba a fumar en silencio.
    -¿Sigue creyendo que estoy confabulado con ella? -preguntó, adoptando a propósito el tono rudo de un hombre de la misma condición que la señora Ellmother.
    Ella le contestó como le habría respondido a su esposo en los tiempos de su infortunado matrimonio.
    -¡Oh, sea bueno y no se burle de mí! No me haga caso si perdí la cabeza por un par de minutos. Aquí hace fresco y hay tranquilidad -dijo la pobre mujer agradecida-. Bendito sea Dios por la oscuridad; hay algo consolador en la oscuridad, cuando se comparte con un buen hombre como usted. Aconséjeme. Usted es el amigo que necesito en un momento difícil. ¿Qué debo hacer? ¡No me atrevo a regresar a la casa!
    Estaba lo bastante calmada como para que Alban concibiera la esperanza de que le diera alguna información.
    -¿Estaba con la señorita de Sor antes de salir? -preguntó-. ¿Qué hizo para asustarla tanto?
    No hubo respuesta. La señora Ellmother había vuelto a levantarse abruptamente.
    -¡Calle! -susurró-. Oigo a alguien cerca de nosotros.
    Alban retrocedió de inmediato por el serpenteante sendero que habían seguido. Ni en el jardín ni en la terraza se veta a nadie. Al regresar, se percató de que le resultaba imposible valerse de la vista en medio de la oscuridad de la arboleda. Esperó unos momentos, tratando de captar el menor sonido. Nada se oía: ni siquiera había aire suficiente para mover las hojas.
    Al volver al lugar que había dejado, las campanadas del distante reloj de la iglesia al dar las once menos cuarto rompieron el silencio.
    Hasta ese sonido familiar irritó los nervios destrozados de la señora Ellmother. En el estado en que se encontraban su mente y su cuerpo, estaba evidentemente a merced de cualquier falsa alarma despertada por sus propios temores. Libre del sentimiento de desconfianza que hasta entonces lo estorbara, Alban se sentó de nuevo a su lado, abrió la caja de fósforos para volver a encender su pipa y cambió de idea. La señora Ellmother le había contagiado inconscientemente la necesidad de cautela.
    Por primera vez, pensó que era probable que el calor que reinaba en la casa indujera a algunos de sus habitantes a trasladarse a la atmósfera más fresca de la arboleda. Si ello sucedía y él seguía fumando, la curiosidad podía tentarlos a rastrear el aroma de tabaco que no se disipaba en el aire estancado.
    -¿No hay nadie cerca? -preguntó la señora Ellmother-. ¿Está seguro?
    -Totalmente seguro. Ahora dígame, ¿hablaba en serio cuando me dijo hace unos momentos que quería mi consejo?
    -¿Por qué me lo pregunta, señor? ¿Acaso tengo alguien más que pueda ayudarme?
    -Estoy muy dispuesto a ayudarla, pero no puedo hacerlo sin saber lo que ha ocurrido entre usted y la señorita de Sor. ¿Confiará en mí?
    -¡Sí!
    -¿Puedo estar seguro de eso?
    -¡Déjeme demostrárselo!


    CAPÍTULO XXXV
    LA TRAICIÓN DE LA PIPA

    Alban tomó al pie de la letra las palabras de la señora Ellmother.
    -Voy a aventurarme a adivinar -dijo -. Esta noche estuvo con la señorita de Sor.
    -Muy cierto, señor Morris.
    -Vuelvo a adivinar. ¿La señorita de Sor le pidió que se quedara con ella cuando usted fue a su habitación?
    -¡Así mismo! Me llamó con la campanilla para ver cómo me iba con la costura, y por primera vez desde que estoy a su servicio se mostró cordial. No pensé mal de ella cuando habló por primera vez de darme el puesto, pero desde entonces he tenido motivos para arrepentirme de mi opinión. ¡Oh, esta noche dejó ver sus garras! "Siéntese", dijo. "No tengo nada para leer y detesto el trabajo; conversemos un poco." Tiene la lengua suelta. Lo más que yo lograba era decir alguna palabra aquí y otra allá para darle cuerda. Habló y habló hasta que llegó la hora de encender la lámpara. Insistió mucho en que le pusiera la pantalla. Nos quedamos mitad en sombras, mitad alumbradas. Me llevó (Dios sabe cómo) a hablar sobre el extranjero; quiero decir, sobre el lugar en que vivía antes de que la mandaran a Inglaterra. ¿Ya sabía que vino del Caribe?
    -Sí, lo sabía. Siga.
    -Espere un momento, señor. Hay algo, con su permiso, que me gustaría saber. ¿Usted cree en la Brujería?
    -La desconozco por completo. ¿La señorita de Sor le hizo esa pregunta?
    -Sí.
    -¿Y qué le respondió usted?
    -Ni que sí ni que no. No sé qué pensar sobre la Brujería. Cuando era una niña, en nuestro pueblo había una vieja que era una especie de espectáculo. Venían a verla gentes de todos los alrededores, incluso damas y caballeros. Le debía su fama a su avanzada edad. ¡Tenía más de cien años, señor! Uno de nuestros vecinos no creía que fuera tan vieja, y ella se enteró. Le echó un maleficio a su rebaño. Le digo que envió una plaga de gusanos contra sus ovejas. Todo el rebaño murió; lo recuerdo muy bien. Hay quien dice que a las ovejas les habrían caído gusanos de cualquier manera. Otros dicen que fue el maleficio. ¿Quién tenía la razón? ¿Cómo estar segura?
    -¿Le contó esa historia a la señorita de Sor?
    -Me vi obligada a contárselo. ¿No le acabo de decir que no sé qué pensar de la Brujería? "No parece usted saber si cree o no en ella", dijo. Parecía yo una tonta. Le dije que tenía mis razones, y después me vi obligada a dárselas.
    -¿Y qué hizo ella entonces?
    -Dijo: "Tengo una historia sobre la Brujería mejor que la suya." Y abrió un librito todo lleno de escritos y empezó a leer. Su historia me erizó. Todavía ahora, cuando la recuerdo, me dan escalofríos, señor.
    Alban la oyó gemir y estremecerse. Aunque estaba cada vez más interesado, experimentaba una renuencia, nacida de la compasión, a pedirle que continuara. Sus piadosos escrúpulos demostraron ser innecesarios. Resulta posible resistir la fascinación que produce la belleza. La fascinación que genera el horror ejerce su terrible poder sobre nosotros por más que luchemos contra ella. La señora Ellmother repitió, muy a su pesar, lo que había oído.
    -Sucedió en el Caribe, y lo que está en el librito lo escribió una esclava -dijo-. La esclava escribió sobre su madre. Su madre era una negra, una Bruja en su país. En su país había una selva. Aprendió la Brujería que le enseñó el diablo en la selva. Las serpientes y las fieras no se atrevían a tocarla. No necesitaba comer para vivir. La vendieron como esclava y la enviaron a la isla, a una isla del Caribe. Allí vivía un viejo que era el hombre más malo del mundo. Le dio lecciones de cosas del demonio a la Bruja negra. La Bruja aprendió a hacer imágenes de cera. Con las imágenes de cera se hacen conjuros. Se clavan alfileres en las imágenes de cera. Con cada alfiler, la persona embrujada da un paso más hacia la muerte. En la isla vivía un pobre negro que ofendió a la Bruja. Ella modeló su imagen en cera y le lanzó un maleficio. El hombre dejó de dormir, dejó de comer, se volvió tan cobarde que hasta los ruidos más corrientes lo asustaban. ¡Como a mi! ¡Dios mío, como a mí!
    -Espere un momento -la interrumpió Alban-. Vuelve a alterarse; espere.
    -¡Se equivoca, señor! Usted cree que todo acabó cuando terminó su historia y cerró su libro; todavía falta algo mucho peor que todo lo que ha oído hasta el momento. No sé qué hice para ofenderla. Me miraba y me hablaba como si yo fuera polvo bajo sus plantas. "Si es tan torpe que no entiende lo que le he leído, levántese y vaya hasta el espejo", dijo. "Mírese y recuerde qué le pasó al esclavo embrujado. Usted está cada vez más pálida y cada vez más delgada; usted se está consumiendo como él. ¿Quiere que le diga por qué?" Le arrancó la pantalla a la lámpara, metió la mano debajo de la mesa y sacó una imagen de cera. ¡Mi imagen! Me mostró tres alfileres clavados en ella. "Uno para que no duerma", dijo. "Otro para que pierda el apetito. Y otro para que se le destrocen los nervios." Le pregunté qué había hecho para ganarme hasta ese punto su enemistad. Me dijo: "Recuerde lo que le pregunté cuando hablamos por primera vez de que fuera mi sirvienta. Escoja. Morir poquito a poquito" (le juro por la salvación de mi alma que eso fue lo que dijo) "morir poquito a poquito o decirme..."
    En ese punto -en el momento cumbre de la agitación que la dominaba- la señora Ellmother calló de repente.
    La primera impresión de Alban fue que se había desmayado. La observó con más atención, pero lo único que pudo ver fue su silueta envuelta en sombras sentada aún en la silla. Le preguntó si se sentía mal. No.
    -¿Y entonces por qué no continúa?
    -Ya he terminado -respondió ella.
    -¿Cree que puede librarse de mí con un embuste como ese? -replicó él severo- ¿Qué fue lo que la señorita de Sor le pidió que le contara? Prometió confiar en mí. Cumpla su palabra.
    De haber contado con su salud y sus fuerzas, la señora Ellmother se le habría encarado. Todo lo que pudo hacer ahora fue apelar a su piedad.
    -Trate de entenderme -dijo-. He sufrido un disgusto terrible. ¿Qué se ha hecho de mi valor? ¿Qué me ha destrozado de esta manera? Tenga piedad, señor.
    Alban se negó a escucharla.
    -Este vil intento por explotar sus temores puede repetirse -le recordó-. Puede pretender cruelmente seguir aprovechando el desorden nervioso que sufre debido al clima de este lugar. Me conoce muy poco si piensa que permitiré que eso continúe.
    La mujer hizo un último esfuerzo por conmoverlo con sus súplicas.
    -Ah, señor, ¿es esa la conducta del hombre bueno y amable que pensé que era? ¿Dice que es amigo de la señorita Emily? ¡No me presione! ¡Hágalo por la señorita Emily!
    -¡Emily! -exclamó Alban-. ¿Tiene ella algo que ver con esto?
    Su voz había adquirido una ternura que convenció a la señora Ellmother de que haba encontrado la manera de explotar su punto débil. Concentró sus esfuerzos en reforzar la impresión que creía haber producido.
    -La señorita Emily tiene que ver con esto -confesó.
    -¿Cómo?
    -No importa cómo.
    -Pero a mí sí me importa.
    -¡Le digo, señor, que la señorita Emily no debe enterarse mientras viva!
    La primera sospecha de la verdad cruzó por la mente de Alban.
    -Al fin la entiendo -dijo- Lo que la señorita Emily no debe llegar a saber es lo que la señorita de Sor quería que usted le contara. ¡Oh, es inútil que me contradiga! Sus motivos al tratar de asustarla me resultan ahora tan claros como si ella misma me los hubiera confesado. ¿Está segura de que no se delató cuando le enseñó la imagen de cera?
    -¡Antes muerta! -la señora Ellmother comenzó a lamentar su respuesta casi antes de que escapara de sus labios-. ¿Qué le hace querer estar tan seguro de eso? -dijo-. Parecería que supiera...
    -Lo sé.
    -¡Qué!
    Lo más misericordioso que podía hacer Alban ahora era no guardarse nada.
    -Su secreto no es una secreto para mí -dijo.
    La furia y el temor estremecieron a la mujer. Por un momento, fue como la señora Ellmother de otros tiempos.
    -¡Miente! -gritó.
    -Digo la verdad.
    -¡No le creo! ¡No me atrevo a creerle!
    -Escúcheme. Por el bien de Emily, escúcheme. He leído sobre el asesinato en Zeeland...
    -¡Eso no significa nada! El muerto era un tocayo de su padre.
    -El muerto era su padre. ¡No se levante! No hay nada de qué alarmarse. Sé que Emily ignora la muerte terrible que le cupo en suerte a su padre. Sé que usted y su difunta ama se lo han mantenido oculto hasta el día de hoy. Sé del amor y la compasión que constituyen la excusa para el engaño del que la hicieron víctima, y de las circunstancias que favorecieron ese ficción. ¡Mi buena mujer, la paz de espíritu de Emily es tan sagrada para mí como para usted! La amo como a mi vida, y aún más. ¿Se siente más tranquila ahora?
    La oyó llorar: era el mejor alivio que podía proporcionarse. Tras esperar unos minutos para que las lágrimas ejercieran su efecto, Alban la ayudó a incorporarse. No había nada más que decir por el momento. Se imponía llevarla de regreso a la casa.
    -Puedo darle un consejo antes de que nos despidamos esta noche -dijo-. Debe abandonar el servicio de la señorita de Sor de inmediato. Su salud será excusa suficiente. Avísele sin más demora.
    La señora Ellmother se apartó cuando él le ofreció su brazo. La mera idea de volver a ver a Francine le resultaba repugnante. Cuando Alban le aseguró que podía enviar por escrito la nota en la que le informaba de su dimisión, dejó de ofrecer resistencia. El reloj del pueblo dejó oír las campanadas de las once cuando subían los escalones de la terraza.
    Un minuto más tarde, otra persona se marchaba, del jardín por el sendero que conducía a la casa. Alban había tomado sus precauciones demasiado tarde. El olor del humo del tabaco había guiado a Francine cuando no sabía qué dirección tomar para ir en busca de la señora Ellmother. Durante el último cuarto de hora había estado escuchando, escondida entre los árboles.


    CAPÍTULO XXXVI
    CAMBIO DE AIRES

    Los habitantes de Netherwoods se levantaban temprano y se iban temprano a la cama. Cuando Alban y la señora Ellmother llegaron a la puerta trasera de la casa, la encontraron cerrada.
    La única luz visible, a todo lo largo del edificio, centelleaba entre las persianas venecianas de la puerta vidriera de la sala de estar de Francine. Alban propuso entrar a la casa por esa vía. Horrorizada ante la idea de encontrarse de nuevo con Francine, la señora Ellmother se negó en redondo a seguirlo cuando se alejó de la puerta.
    -No puede ser que todos se hayan dormido ya -dijo, e hizo sonar la campanilla.
    Una persona aún no se había ido a la cama, y esa persona era la dueña de la casa. Alban y la señora Ellmother reconocieron su voz cuando hizo la pregunta usual:
    -¿Quién es?
    Después de abrirles la puerta, la buena de la señorita Ladd comenzó a pasar la vista de Alban a la señora Ellmother y viceversa con el aire de asombro de una dama que duda de lo que ve con sus propios ojos. Un momento después se impuso su sentido del humor. Rompió a reír.
    -Cierre la puerta, señor Morris, y tenga la bondad de decirme qué significa esto -dijo-. ¿Ha estado impartiendo clases de dibujo a la luz de las estrellas?
    La señora Ellmother avanzó hasta que la luz de la lámpara que la señorita Ladd llevaba en la mano le dio de lleno en el rostro.
    -Me siento débil y mareada -dijo-. Permítame irme a la cama.
    La señorita Ladd la atendió de inmediato.
    -¡Perdóneme, por favor! No me di cuenta de que estaba usted enferma cuando hablé -explicó con amabilidad-. ¿Qué puedo hacer por usted?
    -Muchas gracias, señora. Lo único que quiero es paz y tranquilidad. Que tenga buenas noches.
    Alban siguió a la señorita Ladd a su estudio, ubicado en la parte delantera del edificio. Acababa de mencionar las circunstancias en las que se había encontrado con la señora Ellmother cuando los interrumpió un golpe a la puerta. Francine había regresado a su cuarto sin que la detectaran, a través de la puerta vidriera. Ahora se presentaba con una elaborada disculpa y con lo más parecido a una expresión penitente de que su rostro era capaz.
    -Me avergüenza molestarla a esta hora de la noche, señorita Ladd. Mi única excusa es que estoy preocupada por la señora Ellmother. Acabo de oír lo que dijo usted en el pasillo hace un momento. Si está verdaderamente enferma, yo soy la infortunada causa de su enfermedad.
    -¿En qué sentido, señorita de Sor?
    -Lamento decirle que la asusté, sin ninguna intención, cuando hablábamos en mi habitación. Se abalanzó hacia la puerta y salió corriendo. Supuse que se había ido a su cuarto; no tenía idea de que había salido al jardín.
    En esa declaración mentirosa había algo de verdad. Era cierto que Francine había creído que la señora Ellmother había buscado refugio en su cuarto, y allí había ido a buscarla. Al hallarlo vacío, e incapaz de encontrar a la fugitiva en otra parte de la casa, se había alarmado y había probado después en el jardín, con el pavoroso resultado que ya se ha relatado. Ocultando esta circunstancia, había mentido de modo tan hábil y con tanta naturalidad que Alban (quien no contaba para iluminarlo con ninguna sospecha de lo sucedido) fue tan víctima del engaño de la joven como la señorita Ladd. Al continuar con sus explicaciones -y recordando que estaba en presencia de Alban- Francine se tomó el cuidado de mantenerse dentro de los más estrictos límites de la verdad. Confesó que había asustado a su sirvienta con una descripción de los ensalmos que practicaban los esclavos de la hacienda de su padre, y sólo volvió a mentir al declarar que la señora Ellmother había supuesto que hablaba en serio, cuando no era culpable de ofensa más grave que la de hacerla víctima de una broma.
    En esto último, Alban estaba en condiciones de detectar la mentira. Pero era tan evidente que obraba a favor de Francine presentar su conducta desde el ángulo más favorable, que ese descubrimiento no despertó sus sospechas. Aguardó en silencio mientras que la señorita Ladd le propinaba a la joven un severo regaño. Una vez que Francine se marchó de la habitación, tan penitente como llegara (con los ojos secos cubiertos por su pañuelo), se encontró en libertad para relatar, con ciertas reservas, lo que conversara con la señora Ellmother.
    -El susto que ha sufrido esa pobre anciana tiene un aspecto positivo -dijo-. Al fin está dispuesta a reconocer que se encuentra enferma y se inclina a creer que su traslado a Netherwoods tiene algo que ver con ello. Le aconsejé que hiciera lo que usted le había sugerido, esto es, que se marchara. ¿Sería posible pasar por alto el período de espera usual cuando le notifique a la señorita de Sor que abandonará su puesto?
    -La pobrecita no tiene que preocuparse por eso -contestó la señorita Ladd-. Además, habíamos convenido en que una semana de aviso por cualquiera de las partes sería suficiente. Tal como están las cosas, yo misma hablaré con Francine. Lo menos que puede hacer para expresar su arrepentimiento es no ponerle ningún obstáculo a la señora Ellmother.
    El día siguiente era domingo.
    La señorita Ladd rompió su regla de atender asuntos seculares sólo entre semana y, después de consultar con la señora Ellmother, convino con Francine en que su sirvienta estaría en libertad de marcharse de Netherwoods (si su salud lo permitía) al día siguiente. Pero había aún una dificultad. La señora Ellmother no estaba en condiciones de hacer el largo viaje hasta su pueblo natal en Cumberland, y su casa de Londres estaba alquilada.
    En esas circunstancias, ¿cuál era el mejor plan que podía proponérsele? La señorita Ladd, sabia y bondadosamente, le escribió a Emily sobre el asunto y le pidió una pronta respuesta.
    Más tarde ese mismo día, la señora Ellmother mandó a llamar a Alban. Este la encontró esperando, ansiosa por saber qué había hablado la noche anterior con la señorita Ladd.
    -¿Tuvo usted cuidado, señor, de no decir nada sobre la señorita Emily?
    -Fui especialmente cuidadoso; no mencioné su nombre.
    -¿Le ha dicho algo la señorita de Sor?
    -No le he dado la oportunidad.
    -Es obstinada; podría intentarlo.
    -Si lo hace, se enteraría muy claramente de la opinión que tengo de ella.
    La conversación versó después sobre el descubrimiento por parte de Alban del secreto del que la señora Ellmother creyera ser la única depositaria después de la muerte de la señorita Letitia. Sin alarmarla con innecesarias alusiones al doctor Allday ni a la señorita Jethro, Alban respondió a sus preguntas sin ninguna reserva. Una vez satisfecha su curiosidad, la anciana dio muestras de no querer insistir en el tema. Señaló al gato de la señorita Ladd, profundamente dormido junto a un plato vacío.
    -¿Será un pecado, señor Morris, querer ser Tom? A él no le preocupa su vida pasada ni lo que le traerá el porvenir. Si yo pudiera dejar limpio mi plato y echarme a dormir, no estaría pensando en todas las personas del mundo que, como yo, estarían mejor saliendo de él. La señorita Ladd me consiguió la libertad a partir de mañana, y ni siquiera sé adónde ir cuando me marche de aquí.
    -¿Y por qué no sigue el ejemplo de Tom? -le sugirió Alban-. Disfrute el día de hoy (en esa cómoda silla) y deje que el de mañana se encargue de sí mismo.
    Llegó el día siguiente y justificó el sistema filosófico de Alban. Emily contestó la carta de la señorita Ladd con un telegrama, con el que le daba una excelente solución al problema.
    “Me marcho hoy de Londres con Cecilia" (anunciaba el mensaje) "con rumbo a Monksmoor Park, Hants. ¿Podría encargarse la señora Ellmother de mi casa durante mi ausencia? Estaré fuera al menos durante un mes. Todo está listo para recibirla si acepta."
    La señora Ellmother aceptó encantada la propuesta. En el plazo que duraría la ausencia de Emily podría fácilmente hacer los arreglos necesarios para regresar a su propia casa. Se despidió de la señorita Ladd con palabras de sincera gratitud; pero no hubo manera de persuadirla de que le dijera adiós a Francine.
    -Hágame un último favor, señora: no le diga a la señorita de Sor cuándo me marcho.
    Ignorante de la causa que produjera ese falta de disposición al perdón, la señorita Ladd la reconvino gentilmente:
    -La señorita de Sor recibió mi regaño con espíritu penitente y expresa su sincero pesar por haberla asustado de manera tan irreflexiva. Tanto ayer como hoy se ha interesado amablemente por su salud. ¡Vamos! ¡Vamos! No le guarde rencor, dígale adiós.
    La respuesta de la señora Ellmother fue singular:
    -Le diré adiós con un telegrama, cuando llegue a Londres.
    Sus últimas palabras fueron para Alban:
    -Si encuentra manera de hacerlo, señor, no deje que esas dos se encuentren.
    -¿Se refiere a Emily y a la señorita de Sor?
    -Sí.
    ¿Qué es lo que teme?
    -No lo sé.
    -¿Y eso le parece razonable, señora Ellmother?
    -Es muy probable que no lo sea. Pero lo único que sé es que tengo miedo.
    Se fue en el coche de caballos. Las alumnas de la clase de Alban aún no estaban listas. El profesor se dispuso a esperarlas en la terraza.
    Igualmente ignorantes de las graves razones para temer que realmente existían, la señora Ellmother y Alban sentían, sin embargo, la misma vaga desconfianza de una amistad íntima entre las dos jóvenes. Perezosa, vana, malévola, falsa... saber que el carácter de Francine exhibía esos defectos sin ningún mérito visible que los contrapesara era, sin duda, razón suficiente para justificar que no resultara halagüeña la perspectiva de que llegara a ganarse la amistad de Emily. Alban lo razonó lógicamente de esa manera, pero no consiguió quedar satisfecho ni explicarse que lo persiguiera el recuerdo de la mirada de despedida de la señora Ellmother. "Un hombre común y corriente diría que ambos tenemos un estado de ánimo enfermizo", pensó. "Y a veces los hombres comunes y corrientes resultan estar en lo cierto."
    Estaba demasiado absorto en sus preocupaciones como para advertir que había avanzado hasta un punto peligrosamente cercano a la puerta vidriera de Francine. De repente, la joven salió de la habitación y lo abordó.
    -¿Acaso sabe, señor Morris, por qué la señora Ellmother se ha marchado sin despedirse de mí?
    -Probablemente temía, señorita de Sor, que la hiciera usted víctima de otra broma.
    Francine le clavó la vista.
    -¿Tiene alguna razón especial para hablarme de esa forma?
    -No creo haberle respondido groseramente, si es a eso a lo que se refiere.
    -No es a eso a lo que me refiero. Parece que de repente no le resulto simpática. Me gustaría saber por qué.
    -No me es simpática la crueldad, y usted se comportó de manera cruel con la señora Ellmother.
    -¿Con intención de ser cruel? -preguntó Francine.
    -Sabe tan bien como yo, señorita de Sor, que no puedo responder esa pregunta.
    Francine volvió a mirarlo.
    -¿Debo entender entonces que somos enemigos? -preguntó.
    -Debe entender que una persona a quien la señorita Ladd emplea para ayudarla en sus labores educativas no siempre puede darse el lujo de expresar sus sentimientos cuando habla con las señoritas -contestó él.
    -Si eso quiere decir algo, señor Morris, es que somos enemigos.
    -Lo que quiere decir, señorita de Sor, es que soy el profesor de dibujo de esta escuela y que es hora de que me vaya a dar mi clase.
    Francine regresó a su habitación, libre de la única duda que la había preocupado. Era obvio que Alban no albergaba ninguna sospecha de que ella hubiera oído lo que hablara con la señora Ellmother. En cuanto al uso que haría de lo que había descubierto, no le resultó difícil decidirse a esperar y dejarse guiar por los acontecimientos. Tanto su curiosidad como su buena opinión de sí misma estaban satisfechas: se había salido con la suya en lo tocante a la señora Ellmother, y con ese triunfo se contentaba. Mientras Emily siguiera siendo su amiga, sería un acto inútil de crueldad revelarle la terrible verdad. Cierto que en Brighton había existido cierta frialdad entre ellas. Pero a Francine -aún bajo el influjo de la atracción magnética que la arrastraba hacia Emily- no se le ocultaba que ella había sido la causante y, por tanto, la persona a culpar. "Puedo arreglarlo todo cuando nos encontremos en Monksmoor Park", pensó. Abrió su escritorio y le escribió una brevísima y dulcísima carta a Cecilia. "Estoy a entera disposición de mi encantadora amiga el día que resulte conveniente. ¿Puedo añadir, querida, que cuanto antes mejor?"


    CAPÍTULO XXXVII
    LA SEÑORA LO SOLICITA, CABALLERO

    Las alumnas de la clase de dibujo estaban de muy buen humor mientras guardaban sus lápices y sus cajas de pintura: era la primera vez que el ojo vigilante del profesor, que no dejaba escapar ninguna falta, no estaba en guardia. Nadie había recibido una reprimenda: habían intercambiado comentarios y risitas y dibujado caricaturas en los márgenes del papel, con tanta libertad como si el profesor hubiera salido del aula. Lo cierto es que Alban era incapaz de ejercer el menor control sobre su errática atención. Su entrevista con Francine había duplicado la responsabilidad que sentía hacia Emily, al tiempo que se hallaba más lejos que nunca de saber cómo intervenir de manera provechosa, dada su situación y los motivos que le asistían para escribirle con reservas.
    Una de las sirvientas lo abordó cuando se marchaba del aula. El hijo de su casera lo esperaba en el pasillo con un mensaje.
    -¡Vamos a ver! ¿De qué se trata? -preguntó irritado.
    -La señora lo solicita, caballero.
    Con esa misteriosa respuesta el niño le entregó una tarjeta de visita. El nombre escrito en ella era el de... la señorita Jethro.
    Había llegado en el tren y esperaba a Alban en su domicilio.
    -Dile que iré de inmediato.
    Después de dar ese recado se quedó inmóvil unos momentos, con el sombrero en las manos, literalmente pasmado de asombro. Le resultaba sencillamente imposible adivinar cuál podía ser el objetivo de la señorita Jethro, y, no obstante, con la usual perversidad de la naturaleza humana, siguió preguntándose que podía querer plantearle hasta el último momento, cuando abrió la puerta de la sala de su casa.
    La mujer se puso de pie y le hizo una reverencia con la misma gracia de movimientos y las mismas maneras serenas y bien educadas que el doctor Allday advirtiera cuando entró en su consultorio. Sus ojos oscuros y melancólicos se posaron en Alban con una mirada de amable interés. Un leve rubor animó por un momento la belleza marchita de su rostro, y después pasó, con lo cual su faz quedó más pálida que antes.
    -No puedo ocultarme a mí misma que me entrometo en su vida en circunstancias muy embarazosas.
    -¿Podría preguntarle, señorita Jethro, a qué circunstancias alude?
    -Olvida, señor Morris, que me fui de la escuela de la señorita Ladd de una manera que justificaba que quienes no me conocen concibieran dudas acerca de mi persona.
    -Entonces, como uno de esos que no la conocen, le digo que no siento que tenía derecho a formarme una opinión sobre un asunto que sólo les incumbía a la señorita Ladd y a usted -replicó Alban.
    La señorita Jethro le hizo una grave reverencia.
    -Me anima usted a concebir esperanzas -dijo-. Creo que verá mi visita a una luz más favorable cuando le diga el motivo que me trae. Le pido que me reciba por el bien de la señorita Emily Brown.
    Después de manifestar su propósito en esos términos francos, aumentó el asombro que Alban ya sentía cuando le entregó -como si se tratara de una carta de presentación- una misiva encabezada por la palabra "personal", dirigida a ella por el doctor Allday.
    -Quiero aclararle que no tenía intención de molestarlo hasta que el doctor Allday me lo sugirió -comenzó-. Le escribí a él en primera instancia y esa es su respuesta. Léala, por favor.
    Junto a la fecha aparecía la palabra "Penzance", y el doctor escribía, como hablaba, sin ceremonias.
    "Señora: Me han hecho llegar su carta. Paso mis vacaciones de otoño en la zona más occidental de Cornualles. No obstante, nada habría cambiado de haberme encontrado en mi hogar. Le habría rogado que me permitiera no sostener con usted una nueva conversación sobre el tema de la señorita Emily Brown, por los siguientes motivos:
    »En primer lugar, aunque no dudo de su sincero interés en el bienestar de la joven, no me gusta su manera misteriosa de demostrarlo. En segundo lugar, cuando me dirigí a su dirección en Londres, después de que se marchara de mi casa, hallé que se había dado a la fuga. Tengo mi propia interpretación de ese hecho, pero como no está fundada en ningún conocimiento factual, sólo la menciono y no digo nada más."
    Al llegar a ese punto, Alban intentó devolverle la carta.
    -¿De veras quiere que siga leyendo? -preguntó.
    -Sí -dijo ella con voz queda.
    Alban retornó a la lectura de la carta.
    "En tercer lugar, tengo razones de peso para creer que se incorporó como maestra a la escuela de la señorita Ladd haciéndose pasar por lo que no era. Después de saberlo, no puedo sino decirle francamente que dudo en concederle crédito a toda declaración que tenga a bien hacer. Al mismo tiempo, no debo permitir que mis prejuicios (como los llamará usted probablemente) se interpongan en el camino de los intereses de la señorita Emily, suponiendo que realmente dependan de una intervención suya. El profesor de dibujo de la señorita Ladd, el señor Alban Morris, está aún más empeñado que yo en servir a la señorita Emily. Lo que haya querido decirme a mí puede decírselo a él, con la posible ventaja de que él quizás le crea."
    Así terminaba la carta. Alban se la devolvió en silencio.
    La señorita Jethro señaló las palabras "el señor Alban Morris está aún más empeñado que yo en servir a la señorita Emily".
    -¿Es cierto? -preguntó.
    -Muy cierto.
    -No me quejo, señor Morris, de las cosas duras que se dicen de mí en esa carta; si lo desea, está en libertad de suponer que las merezco. Atribúyalo a orgullo o a renuencia a ocupar innecesariamente su tiempo, pero no intentaré defenderme. Le dejo a usted decidir si la mujer que le ha mostrado esta carta, y que tiene algo Importante que decirle, es una persona lo bastante mezquina como para hacerse pasar por quien no es.
    -Dígame qué puedo hacer por usted, señorita Jethro. Le aseguro de antemano que no dudo de su sinceridad.
    -Mi propósito al venir aquí -respondió ella-, es el de inducirlo a hacer uso de su influencia con la señorita Emily Brown...
    -¿Con qué fin? -preguntó Alban interrumpiéndola.
    -Mi fin es su bienestar. Hace algunos años conocí por casualidad a una persona que ha alcanzado cierta celebridad como predicador. ¿Ha oído hablar tal vez del señor Miles Mirabel?
    -He oído hablar de él.
    -Mantengo una correspondencia con él -continuó la señorita Jethro-. Me cuenta que le han presentado a una joven que fue alumna de la señorita Ladd y que es la hija del señor Wyvil, de Monksmoor Park. Fue a presentarle sus respetos al señor Wyvil y después recibió una invitación para visitar su hogar durante algún tiempo. El día fijado para su llegada es el lunes cinco del mes próximo.
    Alban la escuchaba sin entender qué interés se suponía que podía tener él en enterarse de los compromisos del señor Mirabel. Las siguientes palabras de la señorita Jethro se lo aclararon.
    -Quizás esté al corriente de que la señorita Emily Brown es íntima amiga de la señorita Wyvil -continuó-. Ella será una de las huéspedes de Monksmoor Park. Si hay algún obstáculo que pueda usted interponer en su camino, si hay alguna influencia que pueda hacer valer sin despertar sospechas sobre sus motivos, impídale, se lo ruego, que acepte la invitación de la señorita Wyvil hasta que haya llegado a su término la visita del señor Mirabel.
    -¿Sabe algo en contra del señor Mirabel? -preguntó.
    -Nada digo en su contra.
    -¿La señorita Emily lo conoce?
    -No.
    -¿Es una persona con la que le resultará desagradable relacionarse?
    -Todo lo contrario.
    -¡Y aun así espera que yo impida que se encuentren! Sea razonable, señorita Jethro.
    -No puedo sino hablar en serio, señor Morris; más verdadera, más profundamente en serio de lo que pueda usted suponer. Le aseguro que hablo teniendo en cuenta el bien de la señorita Emily. ¿Se niega aún a emplearse a fondo por su bien?
    -Me libro del pesar que me causaría darle una negativa -respondió Alban-. El período en que era posible intervenir ya ha expirado. La señorita Emily se halla en este momento en camino de Monksmoor Park.
    La señorita Jethro intentó incorporarse y volvió caer sobre su asiento.
    -¡Agua! -dijo con voz débil.
    Después de tomarse hasta la última gota del vaso, comenzó a revivir. A su lado, en el suelo, estaba su pequeña bolsa de viaje. Sacó una guía del ferrocarril y trató de consultarla. Sus dedos temblaban sin parar; no lograba encontrar la página que deseaba consultar.
    -Ayúdeme -dijo- Debo marcharme en el primer tren que pase por aquí.
    -¿A ver a Emily? -preguntó Alban.
    -¡Totalmente inútil! Usted mismo lo dijo: el período en que era posible intervenir ya ha expirado. Busque en la guía.
    -¿Qué lugar quiere que busque?
    -Busque Vale Regis.
    Alban encontró el lugar. El tren llegaría en diez minutos.
    -Pero no está usted en condiciones de viajar tan pronto -sugirió.
    -Esté o no en condiciones, debo ver al señor Mirabel; tengo que hacer el esfuerzo para mantenerlos apartados apelando a él.
    -¿Con esperanzas de éxito?
    -Sin esperanzas y sin ningún interés en él mismo. Aun así, debo intentarlo.
    -¿Debido a su preocupación por el bienestar de Emily?
    -Debido a mi preocupación por mucho más que eso.
    -¿Por qué?
    -Si no lo adivina, no me atrevo a decírselo.
    Esa extraña respuesta sobresaltó a Alban. Antes de que lograra preguntarle qué quería decir, la señorita Jethro se había marchado.
    Habría sido difícil encontrar a una persona con más recursos a su disposición para emplear en las situaciones apremiantes de la vida que Alban Morris. Sin embargo, la extraordinaria entrevista que acababa de concluir lo había llevado al límite de ellos. Desconcertado e inerme, quedó inmóvil junto a la ventana de su habitación preguntándose (como si fuera el hombre más pusilánime del mundo), "¿qué debía hacer?"


    LIBRO CUARTO
    LA MANSION CAMPESTRE

    CAPÍTULO XXXVIII
    EL BAILE

    Las ventanas del gran salón de Monksmoor que dan al invernadero están abiertas de par en par. El melancólico resplandor de la luna al levantarse roza distantes macizos de plantas y flores, que al entremezclarse adoptan formas siempre distintas y bellas. Más cerca de la casa, las sombras reparadoras se interrumpen a intervalos allí donde caen sobre ellas, en franjas oblicuas, los surtidores de luz de las lámparas del salón. Funciona la fuente. Compitiendo con su música suave, los ruiseñores dejan oír su canto embelesador. En ocasiones se escuchan risas femeninas; en otras, la melodía de un vals. Los jóvenes invitados a Monksmoor bailan.
    Emily y Cecilia visten ambas de blanco y llevan llores en el pelo. Francine rivaliza con ellas con un soberbio contraste de colores, y declara que es rica con el fulgurante énfasis de los diamantes y la suave persuasión de las perlas.
    La señorita Plym (de la parroquia) es gruesa y blanca y próspera: desborda energía; tiene una cintura que desafía los corsés, y baila jubilosa con sus grandes pies planos. La señorita Darnaway (hija de un oficial de escasos recursos) es el exacto reverso de la señorita Plym. Es delgada y alta y desvaída, pobrecita. El destino ha querido que su dura suerte en la vida sea la de fungir de aya en jefa de su hogar. En sus momentos de ensimismamiento, piensa en sus pequeños hermanos y hermanas, cuya paciente servidora es, y se pregunta quién los consuela cuando se caen y les cuenta cuentos a la hora de dormir mientras ella se divierte en la agradable mansión campestre.
    La tierna Cecilia, al recordar cuán pocos placeres tiene esta joven amiga, y sabiendo qué bien baila, nunca la deja estar sin un compañero. Se hallan presentes tres inestimables jóvenes caballeros que son excelentes bailarines. Aunque de familias diferentes, son, sin embargo, terrible y portentosamente parecidos. Tienen la misma tez rosada y los mismos mostachos del color de la paja; las mismas mejillas mofletudas, la misma mirada vacía y la misma frente estrecha; y de sus labios sale, con la misma estólida gravedad, la misma inane charla de salón. En sofás colocados frente a frente están sentados los dos invitados restantes que no han ido a reunirse con los mayores en la mesa de los naipes ubicada en otra habitación. Ambos son hombres. Uno de ellos es soñoliento y de mediana edad, y es feliz porque posee grandes extensiones de tierra y más feliz aún por su capacidad para beber el famoso oporto del señor Wyvil sin contraer la gota.
    El otro caballero... ah, ¿quién es el otro? Es el consejero confidencial y amigo del alma de todas las señoritas de la casa. ¿Es necesario decir que se trata del reverendo Miles Mirabel?
    Allí permanece sentado en su trono, con un amplio espacio para acoger a una hermosa admiradora a cada lado, como un sultán clerical de un harem platónico. Su persuasivo ministerio se siente, además de escucharse: el reverendo tiene el inocente hábito de acariciar a las jóvenes. Uno de sus brazos tiene incluso la longitud suficiente para abrazar las caderas de la señorita Plym, mientras que el otro rodea la rígida y sedosa cintura de Francine. "Lo hago en todas partes", dice con toda inocencia; "¿por qué no aquí?" Y ciertamente, ¿por qué no, con esa tez delicada y esos hermosos ojos azules; con esa espléndida cabellera dorada que le llega a los hombros y esa tersa barba que cae sobre su pecho? Ciertas familiaridades que les están prohibidas a los hombres comunes y corrientes se convierten en privilegios y prerrogativas cuando un ángel entra en sociedad, sobre todo si dicho ángel tiene en sí lo bastante de mortal como para resultar divertido. En lo que toca al ámbito social, el señor Mirabel es un contertulio a quien nadie se resiste. Es la alegría misma; encuentra un punto de vista favorable sobre todas las cosas; su carácter dulce hace que nunca discuta. "A mi humilde manera", confiesa, "me gusta hacer más hermoso al mundo que me rodea." La risa (¡inofensiva, téngase en cuenta!) es el elemento en el que vive y del que se alimenta. El rostro serio de la señorita Darnaway lo deprime; apostó con Emily -no dinero, ni siquiera unos guantes, sólo flores- a que haría reír a la señorita Darnaway; y ha ganado la apuesta. Las flores de Emily que lleva en el ojal asoman por entre los rizos de su barba.
    -¿Tiene que dejarme? -pregunta sentimental cuando llega el turno de Francine de reclamar la compañía de un bailarín que ha quedado sin pareja.
    La joven no abandona su asiento muy a gusto. Por un momento, el lugar permanece vacío; la señorita Plym aprovecha la oportunidad para hacerle una consulta al amigo del alma de las damas.
    -Querido señor Mirabel, dígame, por favor, ¿qué opina de la señorita de Sor?
    El querido señor Mirabel prorrumpe en exclamaciones de entusiasmo y le da una respuesta encantadora. Su larga experiencia con las jóvenes le advierte que cuando se retiren a dormir se contarán unas a otras lo que opina de ellas, y siempre tiene el cuidado, en ocasiones como esta, de decir algo que pueda repetirse.
    -Veo en la señorita de Sor la resolución de un hombre atemperada por la dulzura de una mujer -manifiesta-. Cuando esa interesante joven se case, su esposo -¿emplearé esa expresión vulgar?- no será quien lleve los pantalones en la casa. Y lo disfrutará, querida señorita Plym, y hará muy bien; si me invitan a la boda, diré con toda sinceridad: "¡qué hombre envidiable!"
    En el clímax de su admiración por el maravilloso ojo del señor Mirabel para detectar el carácter de las personas, la señorita Plym es llamada al piano. Cecilia ocupa el lugar de su amiga y su cintura es rodeada sin ninguna ceremonia.
    -¿Qué le parece la señorita Plym? -pregunta sin rodeos.
    El señor Mirabel sonríe y muestra unos lindísimos dientecitos que parecen perlas
    -Precisamente pensaba en ella -confiesa encantador-. La señorita Plym es tan agradable y rolliza, tan placentera y doméstica: es una hija perfecta para un clérigo. La quiere usted, ¿no es cierto? ¿Está comprometida en matrimonio? En ese caso -entre nosotros, querida señorita Wyvil, porque un clérigo se ve obligado a guardar ciertas precauciones- admito que yo también la quiero.
    Deliciosos destellos de amor propio halagado se dejan ver en la encantadora faz de Cecilia. Ella es la confidente elegida por este hombre a quien nadie se resiste, y le gustaría expresarle su agradecimiento. Pero el señor Mirabel es un maestro en el arte de pronunciar las palabras convenientes en el lugar conveniente, y la sencilla Cecilia desconfía de sí misma y de su gramática.
    En ese momento embarazoso, una amiga abandona el baile y ayuda a Cecilia a superar sus dificultades.
    Emily se aproxima, falta de aliento, al sofá-trono, seguida por su compañero, que le suplica que le conceda "otra vuelta". No se deja tentar; está decidida a tomarse un descanso. Cecilia ve la posibilidad de realizar una buena acción al ver a un joven sin compañera. Lo agarra del brazo y se apresura a llevarlo junto a la pobre señorita Darnaway, que está olvidada en un rincón, pensando en el parvulario de su hogar. Mientras tanto, ocurre algo insólito. El brazo del señor Mirabel, que a todas ciñe, adopta una nueva personalidad cuando Emily se sienta a su lado.
    Por primera vez se torna un brazo indeciso. Avanza un poco... y vacila. Al punto, Emily le opone un obstáculo inesperado: con su lenguaje sin cortapisas, insiste en mantener libre su cintura.
    -No, señor Mirabel, deje eso para las demás. No se imagina cuán ridículos parecen usted y las señoritas, y cuán absurdamente inconscientes de ello parecen todos.
    Por primera vez en su vida, el reverendo e ingenioso hombre de mundo no logra encontrar una respuesta. ¿Por qué?
    Por una sencilla razón. Él también ha sentido la atracción magnética de la jovencita a quien nadie se resiste y que a todos les resulta simpática. La señorita Jethro ha sido derrotada por partida doble. No ha podido impedir que se conozcan y los acontecimientos no han justificado sus inexplicados recelos: Emily y el señor Mirabel ya son buenos amigos. El brillante clérigo es pobre; sus intereses en la vida apuntan a un matrimonio de conveniencia; ha fascinado a las herederas de dos padres ricos: el señor Wyvil y el señor de Sor. Y, no obstante, es consciente de la influencia (una influencia improcedente, sin un balance en el banco que la respalde) que, de manera misteriosa, se ha interpuesto entre él y sus intereses.
    En lo que toca a Emily, la atracción que siente es de una naturaleza totalmente distinta. Rodeada por los alegres jóvenes de Monksmoor es de nuevo la Emily feliz de antaño, y encuentra que el señor Mirabel es el hombre más agradable y divertido que haya conocido. Después de las tristes noches en vela junto al lecho de su tía agonizante y de las penosas semanas de soledad que las siguieron, vivir en este nuevo mundo de opulencia y regocijo es como escapar de la oscuridad de la noche para regodearse con la claridad del día. Cecilia afirma que vuelve a parecer la alborozada reina del dormitorio, como en los tiempos idos de la escuela; y Francine (profanando a Shakespeare sin saberlo), afirma que "¡Emily es ella otra vez!"
    -Ahora que su brazo está donde debe estar, reverendo, puedo admitir que toda regla tiene su excepción -continúa la joven risueña-. Mi cintura está a su disposición en caso de necesidad, es decir, en caso de que bailemos un vals.
    -El único caso imposible en mi infortunada situación -responde Mirabel con la cautivadora franqueza que le ha ganado tantos amigos-. Me sonrojo al confesar que para mí, bailar un vals equivale a que tengan que recogerme del suelo y darme a oler sales. En otras palabras, mi querida señorita Emily, es la habitación la que gira y no yo. No puedo contemplar sin perder la cabeza esas parejas que dan vueltas y vueltas. Hasta la exquisita figura de nuestra joven anfitriona me marea cuando describe esos rápidos giros.
    AI oír esa alusión a Cecilia, Emily desciende al nivel de las demás jóvenes. Ella también rinde homenaje al sumo pontífice de la vida privada.
    -Me prometió darme una opinión imparcial sobre Cecilia y aún no lo ha hecho -le recuerda.
    El amigo de las damas la reconviene gentilmente.
    -La belleza de la señorita Wyvil me deslumbra. ¿Cómo podría darle una opinión imparcial? Además, no puedo pensar en ella; sólo logro pensar en usted.
    Emily levanta la vista, entre divertida y emocionada y lo mira por encima de su abanico. Es la primera vez que coquetea. Se siente tentada a participar en el más interesante de los juegos para una joven: el juego que consiste en coquetear con el amor. ¿Qué le ha contado Cecilia en esos chismorreos de alcoba, tan caros al corazón de las dos amigas? Cecilia le ha susurrado: "El señor Mirabel admira tu figura; te llama "una Venus de Milo maravillosamente abreviada". ¿Cuál es la hija de Eva que no se habría sentido halagada por ese lindo cumplido, que no habría respondido con una suave nadería?
    -Sólo logra pensar en Mí -repite Emily coqueta-. ¿Le dijo lo mismo a la última señorita que ocupó mi lugar y se lo volverá a decir a la que me siga?
    -¡A ninguna! Los meros cumplidos son para las demás, no para usted.
    -¿Qué es para mí, señor Mirabel?
    -Lo que acabo de ofrecerle: una confesión de la verdad.
    A Emily la sobresalta el tono de esa respuesta. El señor Mirabel parece hablar en serio y en sus maneras no queda ni rastro de fácil animación. Su rostro muestra una expresión preocupada que nunca le había visto.
    -¿Me cree? -pregunta en un susurro.
    Emily trata de cambiar de tema.
    -¿Cuándo lo oiré predicar, señor Mirabel?
    Él insiste.
    -Cuando me crea -dice.
    Sus ojos añaden a la respuesta un énfasis imposible de confundir. Emily deja de mirarlo y advierte a Francine. Ha abandonado el baile y contempla con marcada atención a Emily y al señor Mirabel.
    -Necesito hablarte -dice, y le hace una seña impaciente a Emily.
    Mirabel le susurra:
    -¡No se vaya!
    Emily, no obstante, se levanta, deseosa de aprovechar cualquier pretexto para apartarse de su lado. Francine avanza en su dirección y la toma del brazo con rudeza.
    -¿Qué sucede? -pregunta Emily.
    -Harías bien en dejar de coquetear con el señor Mirabel y hacer algo útil.
    -¿Qué cosa?
    -Usa tus oídos y contempla a esa chica.
    Señala con desdén a la inocente señorita Plym. La hija del pastor posee todas las virtudes, excepto una: la de un buen oído para la música. Cuando canta, desafina; y cuando toca el piano, asesina el compás.
    -¿Quién puede bailar con esa música? -dice Francine-. Termina tú el vals.
    Emily, naturalmente, vacila.
    -¿Cómo puedo ocupar su lugar, si no me lo pide?
    Francine ríe burlona.
    -Di de una buena vez que quieres regresar junto al señor Mirabel.
    -¿Crees que me habría levantado cuando me hiciste una señal si no hubiera querido alejarme del señor Mirabel? -replica Emily.
    En vez de molestarse por esa respuesta cortante, Francine de pronto da muestras de buen humor.
    -Sígueme, pequeña cascarrabias. Yo resuelvo el problema.
    Conduce a Emily hasta el piano e interrumpe a la señorita Plym sin ofrecerle una palabra de disculpa.
    -Ahora le toca bailar. Aquí está la señorita Brown lista para relevarla.
    Cecilia no ha dejado de observar, a su manera tranquila, lo que ha estado ocurriendo. Espera a que Francine y la señorita Plym no puedan oírla, se inclina hacia Emily y dice:
    -Querida mía, creo que Francine está enamorada del señor Mirabel.
    -¡Después de sólo una semana en la casa con él! -exclama Emily.
    -Por lo menos siente celos de ti -dice Cecilia, más aguda que de costumbre.


    CAPITULO XXXIX
    SIMULACIÓN

    A la mañana siguiente el señor Mirabel les propinó una sorpresa a dos de los miembros del círculo de Monksmoor. Uno de ellos fue Emily, y el otro el dueño de la casa. Al ver a Emily a solas en el jardín antes del desayuno, dejó su habitación para reunirse con ella.
    -Permítame decirle dos palabras antes de que vayamos a desayunar -suplicó-, Me duele pensar que he sido tan infortunado como para ofenderla anoche.
    El gesto de asombro de Emily fue su primera respuesta.
    -¿Qué pude haber dicho o hecho para hacerle pensar eso? -preguntó.
    -¡Vuelvo a la vida! -exclamó él con el alborozo pueril que era uno de los secretos de su popularidad entre las mujeres-. Llegué a temer que había hablado irreflexivamente. Voy a hacerle una confesión terrible para un clérigo: soy uno de los hombres más imprudentes del mundo. La cruz que llevo en la vida es que digo lo primero que me viene a la mente, sin pensar. Como soy muy consciente de mis defectos, desconfío de mí mismo, naturalmente.
    -¿Incluso en el púlpito? -inquirió Emily.
    El señor Mirabel rió apreciando la broma, aunque fuera a sus expensas.
    -Me gusta esa pregunta, porque me dice que seguimos siendo amigos –dijo-. Lo cierto es que cuando subo al púlpito, la vista de la congregación ejerce el mismo efecto sobre mí que la de las candilejas sobre un actor. Toda oratoria (aunque mis hermanos en el sacerdocio se sientan reacios a confesarlo) es actuación, sin el escenario ni los trajes. ¿Hablaba en serio anoche cuando dijo que le gustaría oírme predicar?
    -Por supuesto.
    -Muy amable de su parte. Yo no creo que el sermón compense el sacrificio. (¡He ahí otra muestra de mi imprudencia al hablar!) Lo que quiero decir es que tendrá que levantarse temprano el domingo por la mañana y viajar doce millas hasta el húmedo y triste pueblecito en el que oficio en sustitución de un hombre con una esposa rica a quien le gusta el clima de Italia. Mi congregación trabaja en el campo durante toda la semana y, naturalmente, los domingos va a la iglesia a dormir. Me he visto obligado a luchar contra esa realidad. ¡No con la predicación! ¡Por nada del mundo me atrevería a aturdir a esas pobres gentes con mi elocuencia! No, no; les cuento breves historias tomadas de la Biblia de manera agradable, fácil, a modo de cuentos. Mi límite de tiempo es un cuarto de hora; y me siento orgulloso de decir que algunos (sobre todo las mujeres) se mantienen más o menos despiertos. Si usted y las demás damas deciden honrarme con su presencia, huelga decir que les dedicaré uno de mis magnos empeños. Habrá que ver qué efecto produce en mi infortunado rebaño. Haré que engalanen la iglesia y les ofreceré un almuerzo en la casa parroquial. Frijoles, tocino y cerveza: no tengo nada más en la despensa. ¿Es usted rica? ¡Espero que no!
    -Sospecho que soy tan pobre como usted, señor Mirabel.
    -Me encanta oírselo decir. (¡Otra imprudencia!) Nuestra pobreza es un lazo más que nos une.
    Antes de que lograra abundar sobre el tema, sonó la campanilla que llamaba al desayuno.
    El predicador le ofreció su brazo a Emily, muy satisfecho con el resultado de la conversación matutina. Al hablarle en serio a la joven la noche anterior, había cometido el error de pronunciarse demasiado pronto. Remediar ese paso en falso y recobrar la estima de Emily habían sido sus objetivos, y había logrado alcanzarlos con total éxito. En la mesa del desayuno esa mañana el sociable clérigo se mostró más divertido que nunca.
    Concluido el desayuno, los invitados se fueron cada uno por su lado, como de costumbre, con la sola excepción del señor Mirabel. Sin razón aparente, se quedó en su puesto en la mesa. El señor Wyvil, que era el más cortés y considerado de los hombres, sintió que en atención a que el señor Mirabel era su huésped, no debía abandonar la habitación antes que él. A lo más que se atrevió fue a lanzarle una pequeña indirecta.
    -¿Tiene algún plan para esta mañana? -preguntó.
    -Tengo un plan que depende por completo de usted, y temo ser tan imprudente como de costumbre si se lo menciono -respondió Mirabel-. Su encantadora hija me ha dicho que toca usted el violín.
    El modesto señor Wyvil pareció confundido.
    -Confío en no haberlo molestado -dijo-. Practico en una habitación distante para que nadie me oiga.
    -Mi estimado señor, ¡estoy ansioso por oírlo! La música es mi pasión y el violín mi instrumento favorito.
    El señor Wyvil abrió la marcha hacia su habitación, claramente sonrojado de placer. Desde la muerte de su esposa había echado mucho de menos un poco de aliento. Sus hijas y las amigas de sus hijas se cuidaban -demasiado, pensaba él- de no interrumpirlo durante sus horas de práctica. Y, lamentablemente, sus hijas y las amigas de sus hijas tenían toda la razón, desde un punto de vista musical.
    La literatura no le ha prestado suficiente atención a un fenómeno social de naturaleza singularmente curiosa. Oímos hablar mucho, a veces demasiado, sobre ciertas personas que cultivan con éxito las Artes, sobre la notable manera en que sus aptitudes vocacionales se hicieron evidente desde sus primeros años, sobre los obstáculos que interpusieron en su camino los prejuicios familiares y sobre la inexorable dedicación que los condujo al logro de espléndidos resultados.
    Pero, cuántos escritores han advertido a esas otras personas incomprensibles, miembros de familias ajenas durante varias generaciones a la práctica del Arte o a la preocupación por él, que, sin embargo, exhiben desde sus primeros años un afán irrenunciable a cultivar la poesía, la pintura o la música; que han superado obstáculos y soportado decepciones, totalmente decididos a dedicar sus vidas a una carrera intelectual, y que carecen completamente de las capacidades que confirmen su vocación y justifiquen sus sacrificios? Ahí se muestra la Naturaleza, "la Naturaleza que nunca yerra", en franca contradicción consigo misma. Ahí se muestran hombres sin piernas decididos a realizar proezas en la pista, y mujeres totalmente estériles en constante expectativa de tener grandes familias, hasta el fin de sus días. Era imposible encontrar a un músico con menos capacidad natural para tocar un instrumento que el señor Wyvil; y durante veinte años, el orgullo y el deleite de su corazón habían consistido en no dejar pasar un día sin practicar con su violín.
    -Estoy seguro de estarlo cansando -dijo amable, después de tocar sin piedad durante más de una hora.
    No, el insaciable aficionado tenía ciertos objetivos en mente y no estaba aún exhausto. El señor Wyvil se levantó a buscar más partituras. Como era natural, en ese lapso se entabló una conversación fortuita. Mirabel se las ingenió para que esta tomara el rumbo requerido: el rumbo de Emily.
    -¡Es la joven más encantadora con la que me he topado desde hace muchos años! -declaró el señor Wyvil enfáticamente-. No me sorprende que mi hija se haya aficionado tanto a ella. La pobrecita lleva una vida solitaria, y me alegra sinceramente ver cómo revive su ánimo en mi hogar.
    -¿Es hija única? -preguntó Mirabel.
    En la necesaria explicación que se produjo a continuación, quedó descrita en pocas palabras la situación desvalida de Emily. Pero quedaba algo -lo más importante- por averiguar. ¿Habría usado la joven una metáfora al decir que era tan pobre como Mirabel? ¿O le habría expresado una terrible verdad? El clérigo hizo la pregunta con perfecta delicadeza, pero también con claridad inequívoca.
    El señor Wyvil, citando a su hija, le informó que los ingresos de Emily no llegaban siquiera a las doscientas libras anuales. Después de esa desconsoladora respuesta, abrió una nueva partitura.
    -Conoce esta sonata, ¿no es cierto? -dijo.
    Un instante después, tenía el violín bajo la barbilla y comenzaba el concierto. Mientras que a todos los efectos Mirabel parecía escuchar con la mayor atención, en realidad se esforzaba por aceptar la necesidad de realizar un gran sacrificio. Si permanecía mucho más tiempo en la misma casa que Emily, la impresión que esta ya había producido en él sin duda se afianzaría, y se haría reo de la locura de hacerle una propuesta de matrimonio a una mujer tan pobre como él. El único remedio en el que podía confiar para mantenerse a salvo de un enamoramiento era la distancia. Había convenido en regresar a Vale Regis el fin de semana, a fin de cumplir sus deberes de domingo, y se había comprometido a volver a reunirse con sus amigos en Monksmoor el lunes siguiente. No podría cumplir esa promesa imprudente, no cabían más dudas al respecto.
    Acababa de tomar esa decisión cuando la terrible actividad del arco del señor WyviI quedó en suspenso debido a la aparición de una tercera persona en la habitación. A la doncella de Cecilia se le había encargado entregarle a su amo una elegante notita exquisitamente plegada que le enviaba su señorita. Perplejo acerca de cuál podría ser el motivo de que su hija le escribiera, el señor Wyvil abrió la nota y se enteró de los motivos de Cecilia, formulados como sigue:
    "Queridísimo papá: Me he enterado de que el señor Mirabel está contigo, y como se trata de un secreto, no tengo más remedio que escribírtelo. Emily recibió esta mañana una carta muy extraña que a ella la dejó perpleja y a mí me alarma. Cuando tengas un momento, nos sentiríamos muy agradecidas si nos aconsejaras cómo debe responderla."
    El señor Wyvil detuvo a Mirabel en el momento en que este trataba de escapar de su música.
    -Un pequeño asunto doméstico al que debo atender -dijo-. Pero antes terminemos la sonata.


    CAPÍTULO XI
    LA CONSULTA

    Fuera de la sala de música y lejos de su violín, el lado sensato del carácter del señor Wyvil no enfrentaba ningún obstáculo para imponerse. Tanto en su vida pública como en su vida privada, el padre de Cecilia era un hombre eminentemente juicioso.
    Como miembro del parlamento, constituía un ejemplo que habrían podido seguir muchos de sus colegas. En primer lugar, se abstenía de precipitar la caída de instituciones representativas mediante preguntas y discursos. En segundo término, era capaz de distinguir entre su deber para con su partido y su deber para con su país. Cuando la legislatura actuaba en el campo de lo político -esto es, cuando lidiaba con asuntos internacionales o reformas electorales- seguía al líder de su partido. Cuando la legislatura actuaba en el campo de lo social -o sea, en pro del bienestar del pueblo- seguía a su conciencia. En la última ocasión en que el gran fantoche ruso provocara una escisión, había votado obedientemente con sus aliados conservadores. Pero cuando la cuestión del acceso libre a museos y galerías de pintura los domingos alineara a los dos partidos en bandos hostiles, había escenificado un abierto motín y votado con los liberales. Consentía en contribuir a evitar una ampliación del derecho al voto, pero se negaba a tener que ver con plantear obstáculos a la abolición de gravámenes al conocimiento. "En el primer caso tengo dudas", decía, “pero en el segundo estoy seguro" Se le pidió una explicación. "¿Dudas de qué? ¿Y seguro de qué?" Para asombro del líder de su partido, respondió: "El beneficio que le reporta al pueblo". En sus asuntos privados se advertía el mismo buen juicio. Los sirvientes perezosos y deshonestos aprendían que el carácter del más gentil de los amos tenía un lado inesperado. Y Cecilia y su hermana habían llegado a saber que, en ciertas ocasiones, el más indulgente de los padres demostraba ser capaz de decir "No" como el más severo tirano que gobernara junto al hogar.
    Llamado a consulta por su hija y su huésped, el señor Wyvil les dio un sabio y bondadoso consejo, si bien posteriormente, al perverso influjo de las circunstancias, resaltó que habría sido mejor que no lo hubiera hecho.
    La carta dirigida a Emily que Cecilia puso a consideración de su padre venía de Netherwoods y había sido escrita por Alban Morris.
    El profesor le aseguraba a Emily que sólo se había decidido a escribirle después de pensarlo mucho, con la esperanza de poder serle de utilidad en un asunto que el tampoco entendía, pero que, aun así, podía ser digno de su consideración. Tras manifestar en esos términos sus motivos, continuaba relatando su conversación con la señorita Jethro. En lo relativo al tema de Francine, Alban sólo se aventuraba a añadir que no le había causado una impresión favorable, y que no le parecía, a partir de lo que después observara, una amiga deseable.
    En la última hoja había algunas líneas que Emily no tenía ninguna duda acerca de cómo responder. Había doblado esa página para que nadie más pudiera ver cómo terminaba su carta el pobre profesor de dibujo: "Le deseo todo tipo de felicidades, querida mía, con sus nuevos amigos; pero no olvide al viejo amigo que piensa en usted, sueña con usted y ansía volver a verla. Ahora que no está, el pequeño mundo en que vivo me resulta tedioso. ¿Me escribirá de vez en cuando y me dará algunas esperanzas?"
    ¡El señor Wyvil sonrió al ver la página doblada para que la firma quedara oculta.
    -Supongo que puedo dar por sentado que este caballero desea de corazón lo mejor para usted. ¿Podría saber de quién se trata? -dijo con cierta malicia.
    Emily respondió prontamente a esa última pregunta. El señor Wyvil continuó con su interrogatorio.
    -En cuanto a la dama misteriosa de nombre extraño, ¿sabe algo de ella? -prosiguió.
    Emily contó lo que sabía, sin revelar la verdadera razón de la partida de Netherwoods de la señorita Jethro. Años después, uno de sus más preciados recuerdos sería el de que había mantenido en secreto la triste confesión que la inquietara la última noche de su vida escolar.
    El señor Wyvil volvió a examinar la carta de Alban.
    -¿Sabe cómo se conocieron la señorita Jethro y el señor Mirabel? -preguntó.
    -Ni siquiera sabía que se conocían.
    -¿Le parece probable que si el señor Morris hubiera hablado con usted en vez de escribirle le habría comentado más de lo que dice en esta carta?
    Hasta ese momento Cecilia se había comportado como un modelo de discreción. Al ver vacilar a Emily, la tentación la venció.
    -¡Sin duda, papá! -manifestó totalmente segura.
    -¿Cecilia tiene razón? -inquirió el señor Wyvil.
    Puesta a recordar de esa forma la influencia que ejercía sobre Alban, Emily sólo podía dar una respuesta sincera. Admitió que Cecilia tenía razón.
    A partir de su respuesta, el señor Wyvil le aconsejó que no expresara ninguna opinión hasta que no estuviera en mejores condiciones para hacerse un juicio.
    -Cuando le escriba al señor Morris, dígale que esperará a volver a verlo para contarle lo que piensa de la señorita Jethro -continuó.
    -Por el momento no tengo ninguna posibilidad de volver a verlo -dijo Emily.
    -Podrá verlo en cualquier momento en que a él le resulte conveniente venir a esta casa -contestó el señor Wyvil-. Le escribiré para invitarlo a hacernos una visita, y usted podrá adjuntar la invitación a su carta.
    -¡Oh, señor Wyvil, qué amable de su parte!
    -¡Oh, papá, exactamente lo que te iba a pedir que hicieras!
    El excelente amo de Monksmoor dejó traslucir una auténtica sorpresa.
    -¿Por qué tanto alboroto, jovencitas? -dijo- Por su profesión, el señor Morris es un caballero, y -¿no se molesta si lo digo, señorita Emily?- es también un amigo a quien usted aprecia. ¿Quién podría contar con mejores credenciales para ser uno de mis invitados?
    Cecilia detuvo a su padre cuando este estaba a punto de marcharse de la habitación.
    -Supongo que no debemos preguntarle al señor Mirabel qué sabe de la señorita Jethro -dijo.
    -Querida mía, ¿en qué Puedes estar pensando? ¿Qué derecho tenemos a interrogar al señor Mirabel sobre la señorita Jethro?
    -Es todo tan oscuro, papá. Tiene que haber alguna razón por la cual Emily y el señor Mirabel no debían haberse conocido; o si no, ¿por qué habría insistido tanto en ello la señorita Jethro?
    -La señorita Jethro no tiene intenciones de que lleguemos a saber por qué, Cecilia. Quizás salga a la luz con el tiempo. Esperemos.
    Una vez a solas, las jóvenes intercambiaron criterios acerca de qué curso de acción era más probable que adoptara Alban al recibir la invitación del señor Wyvil.
    -Se sentirá más que contento de tener la posibilidad de volver a verte -afirmó Cecilia.
    -Dudo de que quiera volver a verme rodeada de personas que le son desconocidas -contestó Emily-. Y olvidas que enfrenta ciertos obstáculos. ¿Cómo hará para abandonar sus clases?
    -¡Muy fácilmente! No da clases los sábados. Si sale temprano, podría llegar para el almuerzo, y quedarse hasta el lunes o el martes.
    -¿Quién lo reemplazaría en la escuela?
    -La señorita Ladd, por supuesto, si tú te empeñas. Escríbele a ella, además de al señor Morris.
    Escritas las cartas y dada la orden de que prepararan un cuarto Para el huésped esperado, Emily y Cecilia regresaron a la sala. Encontraron a los miembros de más edad del grupo entregados a sus ocupaciones: los hombres a los periódicos y las mujeres a la costura. A continuación se dirigieron al invernadero, donde descubrieron a la hermana de Cecilia, que languidecía entre las flores recostada en una butaca. La Pereza constitucional hace que algunas jóvenes asuman la condición de enfermas crónicas y brinden el interesante espectáculo de una convalecencia perpetua. El médico había declarado que los baños de St. Moritz habían curado a la señorita Julia. La señorita Julia se negaba a concordar con el médico.
    -Ven al jardín con Emily y conmigo -dijo Cecilia.
    -Emily y tú no saben lo que es estar enferma -respondió Julia.
    La dejaron y se reunieron con los jóvenes, que buscaban distracción en el jardín. Francine había tomado posesión de Mirabel y lo tenía sometido a trabajos forzados consistentes en impulsarla en el columpio. El predicador hizo amagos de alejarse de su lado cuando Emily y Cecilia se acercaron, Pero fue perentoriamente llamado a seguir cumpliendo con su deber.
    -¡Más alto! -gritó la señorita de Sor en su tono más inexorablemente autoritario-. ¡Quiero columpiarme más alto que nadie!
    Mirabel se sometió con caballerosa resignación y fue recompensado con un tierno estímulo expresado en una mirada.
    -¿Has visto eso? -susurró Cecilia-. Él sabe cuán rica es. Me pregunto si se casará con ella.
    Emily sonrió.
    -Lo dudo, mientras permanezca en esta casa -dijo-. Tú eres tan rica como Francine, y no olvides que tienes, además, otros atractivos.
    Cecilia negó con un gesto.
    -El señor Mirabel es muy agradable -admitió—-, Pero no me casaría con él. ¿Y tu?
    Emily comparó en silencio a Alban con Mirabel.
    -¡Por nada del mundo! -respondió.
    El día siguiente era el de la partida de Mirabel. Sus admiradoras lo acompañaron hasta la puerta, donde lo esperaba el coche del señor Wyvil. Francine le lanzó un ramillete de flores al huésped que se marchaba en el momento en que subía al carruaje.
    -¡No olvide volver el lunes! -dijo.
    Mirabel le hizo una inclinación y le dio las gracias, Pero su última mirada fue Para Emily, que permanecía apartada de las demás en lo alto de los escalones. Francine no dijo ni una palabra; apretó los labios temblorosos y se puso repentinamente pálida.


    CAPÍTULO LXl
    DISCURSOS

    El lunes llegó a Monksmoor un joven labrador de Vale Regis.
    En lo que toca a su persona, no merecía un momento de atención. En lo tocante al recado que traía, tenía suficiente importancia como para cubrir la mansión con un velo de melancolía. El perjuro de Mirabel había roto su promesa, y el labrador era el heraldo del infortunio con quien enviaba sus excusas. Para su enorme contrariedad (decía en su nota) los asuntos de su parroquia le impedían ausentarse. No contaba sino con la indulgencia del señor Wyvil para que lo perdonara y les comunicara a las damas (en papel de cartas perfumado) cuán sinceramente lo lamentaba. Todos creyeron en los asuntos de la parroquia, salvo Francine.
    -El señor Mirabel ha dado la mejor excusa que se le ocurrió para acortar su visita, y no me sorprende -dijo lanzándole a Emily una mirada cargada de significado.
    Emily jugaba con uno de los perros, ejercitando las habilidades que este había aprendido. Le puso un trocito de azúcar en equilibrio sobre el hocico; estaba demasiado absorta en su juego para prestarle atención a Francine.
    Cecilia, como dueña de casa, se sintió en la obligación de intervenir.
    -Ese es un comentario chocante -respondió-. ¿Quieres decir que hemos ahuyentado al señor Mirabel?
    -No acuso a nadie -comenzó Francine con rencoroso candor.
    -¡Ahora nos acusará a todos! -la interrumpió Emily, como si hablara con el perro.
    -Pero cuando una joven se empeña en fascinar a un hombre, le guste a él o no, al hombre sólo le queda una alternativa: alejarse -continuó Francine.
    Volvió a mirar a Emily, más directamente que la vez anterior.
    Hasta la gentil Cecilia se sintió molesta por el comentario.
    -¿A quién te refieres? -dijo cortante.
    -¡Querida!, ¿acaso hay que preguntar? -replicó Emily.
    Al decir esas palabras le lanzó una mirada a Francine y después le dio la señal al perro. Este tiró al aire el azúcar y lo agarró en el aire. Su público lo aplaudió, con lo cual llegó a su fin, por el momento, la escaramuza.
    Entre las cartas que trajo el correo a la mañana siguiente estaba la respuesta de Alban. Los temores de Emily demostraron ser ciertos. Los deberes del profesor de dibujo le impedían alejarse de Netherwoods, y él, como Mirabel, enviaba sus excusas. Su breve misiva, dirigida a Emily, no contenía ninguna mención ulterior a la señorita Jethro; comenzaba y concluía en la misma página.
    ¿Lo había contrariado la reserva con que Emily le escribiera, siguiendo el consejo del señor Wyvil? ¿O acaso (como sugirió Cecilia) su imposibilidad de marcharse de la escuela le había producido tanta desazón que no tenía ánimos para escribir una larga carta? Emily no intentó llegar a una conclusión, ni en un sentido ni en el otro. Pareció deprimirse y, por primera vez desde que la conocía, Cecilia la oyó expresar un temor supersticioso.
    -No me gusta esta reaparición de la señorita Jethro -dijo-. Si alguna vez se aclara el misterio que rodea a esa mujer, ello me traerá problemas y pesares; y creo que en lo más profundo de su corazón, Alban Morris opina lo mismo.
    -Escríbele y pregúntale -sugirió Cecilia.
    -Es tan bondadoso, y tiene tantos deseos de no afligirme que no lo admitiría, incluso si estoy en lo cierto -respondió Emily.
    A mediados de la semana, el curso de la vida en Monksmoor sufrió una interrupción debido al escaño parlamentario que ocupaba el dueño de la casa.
    El insaciable apetito por pronunciar y escuchar discursos que es una de las características más sobresalientes de la raza inglesa (y que incluye a sus primos, los estadounidenses) se había adueñado del electorado del señor Wyvil. Se celebrada un mitin político en el mercado del pueblo vecino, y se esperaba que el miembro del parlamento pronunciara un discurso en el que pasara revista a los sucesos del día, tanto nacionales como internacionales.
    -Les ruego que no consideren la posibilidad de acompañarme -les dijo el buen hombre a sus invitados-. El mercado tiene mala ventilación, y los discursos, incluido el mío, no valdrán la pena.
    Esta caritativa advertencia fue ingratamente desoída. Todos los caballeros estaban interesados en “los objetivos de la reunión", y las damas tenían la firme decisión de no quedarse solas en casa. Se vistieron con miras a la muchedumbre de espectadores ante los cuales aparecerían, y en todo el camino al pueblo hablaron más que los hombres sobre temas políticos.
    En el mercado las esperaba la más deliciosa de las sorpresas. Entre la multitud formada por los caballeros comunes y corrientes que aguardaba junto al pórtico el inicio de los debates, se encontraba una persona distinguida, que llevaba por título el de "reverendo" y por nombre el de señor Mirabel.
    Francine fue quien lo descubrió. Subió a toda prisa los escalones de la entrada y le tendió la mano.
    -¡Es un verdadero placer! -exclamó-. Ha venido a ver... -estuvo a punto de decir "verme", pero al advertir que estaban rodeados de extraños, cambió de idea y dijo "vernos"- Por favor, deme su brazo -susurró antes de que sus jóvenes amigos la pudieran oír-. ¡Me asustan tanto las multitudes!
    No soltó a Mirabel, y lo observó todo el tiempo con ojos celosos. ¿Era sólo su imaginación o detectaba un nuevo encanto en su sonrisa cuando se dirigía a Emily? Antes de que lograra responder esa pregunta llegó la hora de dar comienzo al mitin. Por supuesto, se buscaron asientos en el estrado para los amigos del señor Wyvil. Francine, que seguía insistiendo en su derecho al brazo de Mirabel, se hizo de un asiento a su lado. Al sentarse, dejó libre al clérigo por un instante. En ese breve lapso, el enamorado reservó una silla del otro lado para Emily. Le comunicó a esa odiada rival la información que debía haber reservado para Francine.
    -El comité insiste en que proponga una de las resoluciones -dijo-. Le prometo no aburrirla: el mío será el más breve de los discursos que se pronuncie en el mitin. Dio inicio la sesión.
    Ninguno de los oradores que hicieron uso de la palabra al comienzo estaba inspirado en un sentimiento de piedad hacia el público. El presidente se deleitaba con sus frases. El que presentó y el que secundó la primera resolución (que no tenían ni una sombra de idea que los intranquilizara) derramaron palabras hasta formar arroyos que corrían y se desbordaban, como el agua de un manantial inagotable. El calor que despedía el público aglomerado en el local ya se hacía insoportable. Se profirieron gritos de "¡A sentarse!" dirigidos al orador del momento. El presidente de la sesión se vio obligado a intervenir. Un individuo sentado en la parte posterior del local bramó "¡Aire!" y rompió el cristal de una ventana con su bastón. Fue recompensado con tres rondas de vítores e irónicamente invitado a subir al estrado y asumir la presidencia.
    En esas difíciles circunstancias, Mirabel se levantó para hacer uso de la palabra. Al comenzar, logró que el público hiciera silencio mediante una humorística alusión al verboso orador que lo precediera.
    -Mirad al reloj, caballeros, y limitad mi discurso a diez minutos -dijo.
    El aplauso provocado por esas palabras se dejó oír en la calle a través de la ventana rota. Los chicos que formaban parte de la muchedumbre que se agolpaba fuera del salón interrumpieron la corriente de aire al treparse unos sobre los hombros de los otros para ver lo que sucedía en el mitin a través de los huecos del cristal reducido a añicos. Después de proponer su resolución con un discurso convenientemente breve, Mirabel solicitó el apoyo de los reunidos para el proyecto presentado por el difunto Lord Palmerston en la Cámara de los Comunes: hizo cuentos y chistes a la altura de la inteligencia de los más lerdos de quienes lo escuchaban. El encanto de su voz y de sus maneras coronó su éxito. Puntualmente, al cabo de diez minutos, se sentó en medio de gritos de "¡Siga!". Francine fue la primera en tomar su mano y expresarle sin palabras su admiración con una suave presión. Mirabel la devolvió, pero miró a la dama equivocada: la que estaba sentada al otro lado.
    El predicador se percató al instante de que, aunque no se quejaba, a Emily la había sofocado el calor. No tenía color en los labios y los ojos se le cerraban.
    -Permítame sacarla de aquí, o se desmayará -dijo.
    Francine se puso de pie de un salto para seguirlos. El elemento más villano del público, ávido de diversión, le dio una interpretación jocosa a la acción de la joven y prorrumpió en ruidosas carcajadas.
    -Deje tranquilos al pastor y a su enamorada. Donde hay dos, el tercero sobra-gritaban.
    El señor Wyvil interpuso su autoridad para reconvenirlos. Una dama sentada detrás de Francine contribuyó con sus buenos oficios, al ofrecerle un asiento recatado de las miradas del público. Se restableció el orden y la sesión continuó.
    Al término del mitin, los amigos de Mirabel y Emily los encontraron esperando a la puerta. El señor Wyvil, con toda inocencia, añadió leña al fuego que ardía en el pecho de Francine. Insistió en que Mirabel regresara a Monksmoor y le ofreció un asiento en el carruaje al lado de Emily.
    Más tarde esa noche, cuando se reunieron para la cena, los comensales descubrieron un cambio en Francine que sorprendió a todos menos a Mirabel. Se veía animada y de buen humor, y se mostraba especialmente amable y atenta con Emily, que se sentaba frente a ella en la mesa.
    -¿De qué hablabas con Mirabel cuando os apartasteis de nosotros? -preguntó con aire inocente-. ¿De política?
    Emily adoptó de inmediato el mismo tono amistoso de Francine.
    -¿Tú en mi lugar habrías hablado de política? -preguntó juguetona.
    -En tu lugar habría considerado que me encontraba en la más deliciosa de las compañías -replicó Francine-. ¡Ojalá me hubiera sofocado también el calor!
    Mirabel, que la observaba atentamente, agradeció el cumplido con una inclinación y dejó que Emily continuara la conversación. Con total buena fe, la joven admitió que había inducido a Mirabel a hablar de sí mismo. Cecilia le había contado que en su juventud había desempeñado diversas ocupaciones, y estaba interesada en saber qué circunstancias lo habían llevado a dedicarse a la iglesia. Francine la escuchaba con aire de creer a pie juntillas en lo que le decía, y con la convicción de que Emily la engañaba con toda intención. Concluida la breve narración, se mostró más agradable que nunca. Expresó su admiración por el vestido de Emily y rivalizó con Cecilia en el disfrute de las delicias de la mesa. Entretuvo a Mirabel con graciosas anécdotas sobre los sacerdotes de Santo Domingo, y se interesó tanto en la fabricación de los violines antiguos y modernos que el señor Wyvil prometió mostrarle su famosa colección de instrumentos después de la cena. Su desbordante amabilidad tuvo en cuenta incluso a la pobre señorita Darnaway y sus hermanos y hermanas ausentes. Escuchó con lisonjero interés las historias sobre sus enfermedades y su posterior restablecimiento, sus divertidas travesuras, sus alarmantes accidentes y su señalada inteligencia.
    -Y le aseguro, señorita de Sor, que ello incluye al bebé, que sólo tiene diez meses.
    Cuando las damas se levantaron de la mesa para retirarse del comedor, Francine era, socialmente hablando, la heroína de la velada.
    Mientras transcurría la exhibición de los violines, Mirabel encontró una oportunidad para abordar a Emily sin que los demás se percataran.
    -¿Ha dicho o hecho usted algo que haya podido ofender a la señorita de Sor? -preguntó.
    -¡Absolutamente nada! -afirmó Emily, sorprendida por la pregunta-. ¿Qué le hace pensar que la he ofendido?
    -He estado tratando de encontrar un motivo para el cambio que ha experimentado, especialmente en lo que a usted respecta -respondió Mirabel.
    -¿Y?
    -Y... se trae algo entre manos.
    -¿De qué puede tratarse?
    -De algo que teme que se descubra, a menos que elimine toda sospecha desde un inicio. Eso es (creo) exactamente lo que ha hecho durante toda la velada. No necesito advertirle que se mantenga en guardia.
    Todo el día siguiente Emily se mantuvo vigilante en espera de los acontecimientos.,. y nada sucedió. Francine no dejó traslucir ni el más leve indicio de celos. No hizo ningún intento por llamar la atención de Mirabel y no demostró ninguna hostilidad hacia Emily, fuera con sus palabras, sus miradas o sus maneras.

    Al día siguiente algo sucedió en Netherwoods. Alban Morris recibió un anónimo dirigido a él y formulado en los siguientes términos:
    «Una cierta joven en quien se cree que usted está interesado está olvidándolo en su ausencia. Si no es tan cobarde como para permitir que lo suplante otro hombre, únase a la partida de Monksmoor antes de que sea demasiado tarde."


    CAPITULO XLII
    LA COCINA

    El día que siguió al del mitin político fue de despedidas en la agradable mansión campestre.
    A la señorita Darnaway la reclamaban sus deberes en el parvulario de su casa. El viejo terrateniente que hacía honor al oporto del señor Wyvil fue el siguiente en marcharse, ya que tenía invitados que atender en su hogar. A esas le siguió una pérdida mucho más notoria. Los tres jóvenes bailarines tenían compromisos que los llamaban a nuevas esferas de actividad en otros salones. Los tres manifestaron, con la misma fastidiosa elegancia en sus modales que "lamentaban mucho tener que marcharse"; los tres fueron en coche hasta la estación del ferrocarril vistiendo los mismos atuendos de viaje perfectos, de color neutral; y los tres divergieron sólo en un punto: cada uno de ellos estaba firmemente convencido de que fumaba el mejor puro que se conseguía en Londres.
    La mañana que siguió a esas partidas habría resultado muy aburrida de no haber sido por la presencia de Mirabel.
    Concluido el desayuno, la doliente señorita Julia se instaló en el sofá con una novela. Su padre se retiró al otro extremo de la casa para profanar el arte de la música con el más expresivo de los instrumentos musicales. A solas con Emily, Cecilia y Francine, Mirabel hizo una de sus felices sugerencias.
    -Hemos quedado librados a nuestros propios recursos -dijo-. Cubrámonos de gloria inventando una diversión totalmente nueva para este día. Jóvenes, sesionad en consejo y yo seré vuestro secretario -se volvió hacia Cecilia-. Los reunidos esperan por las palabras de la dueña de casa.
    La modesta Cecilia apeló a sus amigas de escuela. Se dirigió en primer término (siguiendo la recomendación del secretario) a Francine; que era la mayor. Todos advirtieron un nuevo cambio en la voluble joven. Estaba mohína y silenciosa y dijo con aire de cansancio:
    -Me da lo mismo lo que hagamos. ¿Queréis salir a montar a caballo?
    La irrecusable objeción a esa forma de entretenimiento era que ya se había echado mano de ella más de una vez. Cuando le llegó el turno a Emily, todos esperaban algo ingenioso y sorprendente, pero ella también los defraudó.
    -Sentémonos bajo los árboles y pidámosle al señor Mirabel que nos cuente algo -fue todo lo que pudo sugerir.
    Mirabel puso su pluma sobre la mesa y se encargó de rechazar esa propuesta.
    -Recordad que yo también quiero divertirme hoy -replicó-, No podéis pretender que me entretenga con mis propias historias. Le ruego a la señorita Wyvil que proponga un esparcimiento que incluya al secretario.
    Cecilia se sonrojó y dio muestras de sentirse incómoda.
    -Creo que se me ha ocurrido una idea -anunció después de unos momentos de vacilación-. ¿Qué les parece si vamos a la cabaña del guardabosque?
    En ese punto se le acabó el valor y volvió a vacilar.
    Mirabel anotó con aire grave esa media propuesta.
    -¿Y qué haremos al llegar a la cabaña del guardabosque? -preguntó.
    -Le pediremos a la esposa del guardabosque que nos preste su cocina -continuó Cecilia.
    -Que nos preste su cocina -repitió Mirabel-. ¿Y qué haremos en la cocina?
    Cecilia bajó la vista hasta posarla en sus lindas manos, cruzadas sobre su regazo, y contestó con voz queda
    -Cocinar nuestro almuerzo.
    ¡Esa sí era una diversión totalmente novedosa, en el mejor sentido de la palabra! El encantador interés de Cecilia en los placeres de la mesa le había hecho tener una inspiración tan feliz que los agradecidos asistentes a la reunión, incluida Francine, le ofrecieron el tributo de sus aplausos. Los miembros del consejo eran jóvenes, de modo que sus temerarias digestiones contemplaban sin temor la perspectiva de consumir una comida preparada por meros aficionados. Lo único que les preocupaba era qué cocinarían.
    -Yo puedo hacer una tortilla -se aventuró a decir Cecilia.
    -Si se consigue fiambre de pollo, me comprometo a acompañar la tortilla con una mayonesa-añadió Emily.
    -Hay clérigos de la Iglesia de Inglaterra lo bastante inteligentes como para freír patatas, y yo soy uno de ellos -anunció Mirabel-. ¿Y después? ¿Un pudín? Señorita de Sor, ¿sabe hacer un pudín?
    Francine exhibió otro costado nuevo de su carácter: un costado retraído y humilde.
    -Me avergüenza decir que no sé cocinar -confesó-. Es mejor que me dejen fuera del asunto.
    Pero Cecilia ya estaba en su salsa. Su plan de operaciones era lo bastante abarcador para incluir hasta a Francine.
    -Lavarás la lechuga, querida, y les sacarás el hueso a las aceitunas para la mayonesa de Emily. ¡No te desanimes! Tendrás compañía; mandaremos a buscar a la señorita Plym a la casa parroquial: es la más indicada para picar el perejil y los cebollinos para mi tortilla. ¡Oh, Emily, qué mañana va a ser! -sus adorables ojos azules chispearon de alborozo; le dio a Emily un beso que Mirabel tendría que haber sido mucho más o mucho menos que un hombre para no codiciar-. ¡Les digo que estoy tan entusiasmada que no sé ni qué hacer! -exclamó Cecilia, que había perdido por completo la cabeza.
    El íntimo conocimiento que tenía Emily de su amiga le sirvió para aplicar el remedio más eficaz.
    -¿No sabes qué hacer? -repitió-. ¿Y tu sentido del deber? Dale tus órdenes a la cocinera.
    Cecilia recobró la calma de inmediato. Se sentó al escritorio y confeccionó una lista de comestibles de los reinos animal y vegetal en la que una de cada dos palabras estaba subrayada dos o tres veces. Era digna de ver la seriedad de su rostro cuando llamó a la cocinera y ambas celebraron una reunión confidencial en un rincón.
    Cuando partieron hacia la cabaña del guardabosque, la joven ama de casa encabezaba una procesión de sirvientes que llevaban las materias primas de la comida.
    La seguía Francine, custodiada por la señorita Plym, quien se tomaba muy en serio sus responsabilidades y clamaba por instrucciones en el arte de picar perejil. Mirabel y Emily marchaban juntos, muy a la zaga; eran los únicos dos miembros de la partida cuyas mentes no colmaba, de una u otra manera, la cocina.
    -Nuestro juego de niños no parece interesarla -comentó Mirabel.
    -Pienso en lo que me comentó sobre Francine -respondió Emily.
    -Le digo algo más -replicó él-. Cuando advertí durante la cena el cambio que había experimentado, le dije a usted que se traía algo entre manos. Hoy se aprecia otro cambio en ella, que me hace pensar que ya llevo a vías de hecho lo que se proponía.
    -¿Contra mí? -preguntó Emily.
    Mirabel no le respondió directamente. A él le resultaba imposible hacerle ver a Emily que, si bien con toda inocencia, se había expuesto al odio que los celos provocaban en Francine.
    -El tiempo nos dirá lo que aún no sabemos -contestó evasivamente.
    -Parece tener fe en el tiempo, señor Mirabel.
    -La mayor fe. El tiempo es enemigo inveterado del engaño. Más tarde o más temprano, todo lo que permanece oculto está destinado a salir a la luz.
    -¿Sin excepciones?
    -Sí, sin excepciones -respondió categórico.
    En ese momento, Francine se detuvo y volvió la vista para mirarlos. ¿Pensaba que Mirabel y Emily ya habían pasado demasiado tiempo conversando? La señorita Plym, todavía con el perejil en mente, retrocedió para indagar sobre los conocimientos de Emily. Ambas siguieron caminando juntas, y dejaron que Mirabel avanzara hasta alcanzar a Francine. Este advirtió, en cuanto la miró, cuánto esfuerzo le costaba sofocar esas emociones que el orgullo femenino siente el mayor interés en mantener ocultas. Antes de que intercambiaran una sola palabra, lamentó que Emily los hubiera dejado solos.
    -Me gustaría compartir su alegre disposición -comenzó Francine abruptamente-. Me siento de mal humor o desanimada, no sé exactamente. ¿Algunas veces se molesta en pensar en el futuro?
    -Lo menos posible, señorita de Sor. En una situación como la mía, la mayoría de las personas tiene alguna perspectiva de futuro; yo no tengo ninguna.
    Mirabel hablaba con tono grave, consciente de no encontrarse en una situación cómoda. Aun de haber sido el hombre más modesto del mundo, habría visto en el rostro de Francine que la joven lo amaba.
    Cuando los presentaran, la heredera se encontraba aún sometida a la influencia de los instintos más mezquinos de su naturaleza calculadora y egoísta. Había pensado entonces: "Con mi dinero para ayudarlo, la celebridad de este hombre haría el resto; la mejor sociedad de Inglaterra estaría encantada de recibir a la esposa de Mirabel". Con el paso de los días, esas despreciables aspiraciones habían cedido su lugar a fuertes emociones. Inconscientemente, Mirabel le había inspirado la única pasión lo bastante fuerte para dominar a Francine: la pasión sensual. Locas esperanzas se arremolinaban en su interior. Deseos ilimitados que nunca antes sintiera se habían mezclado con una capacidad para el mal que se desarrollara como horrible excrescencia en el curso de unas pocas noches: una capacidad que permitía adivinar la posibilidad de intentos aún más viles que el de calumniar a Emily en un anónimo para deshacerse de una supuesta rival. Sin esperar a que se lo ofreciera , tomó el brazo de Mirabel y lo apretó contra su pecho mientras caminaban lentamente. El temor de que la descubrieran, que la había preocupado después de poner su infame carta en el correo, desapareció en ese momento inspirador. Cuando Mirabel le hablaba, inclinaba la cabeza para sentir su aliento en el rostro.
    -Existe una extraña similitud entre su situación y la mía -dijo con voz queda-, ¿Acaso hay algo alentador en mi porvenir? Estoy lejos de mi hogar, y a mi madre y mi padre no les importaría no volver a verme. ¡La gente habla de mi dinero! ¿De qué le sirve el dinero a un ser tan desgraciado y solitario como yo? Tal vez escriba a Londres y le pida a mi abogado que se lo done a alguien que lo merezca. ¿Por qué no a usted?
    -¡Mi querida señorita de Sor...!
    -¿Hay algo malo, señor Mirabel, en querer hacer de usted un hombre próspero?
    -¡No debería ni mencionarlo!
    -¡Qué orgulloso es usted! -dijo ella mimosa-. ¡Oh, me horroriza pensar que está usted en ese pueblo miserable, ocupando una posición tan indigna de su talento y sus méritos! Y me dice que no debo ni mencionarlo. ¿Le habría dicho eso a Emily si mostrara tantos deseos como yo de verlo ocupar el lugar que le corresponde en el mundo?
    -Le habría respondido exactamente lo mismo que a usted.
    -Ella nunca lo pondrá en una situación incómoda, señor Mirabel, haciendo gala de una sinceridad como la mía. Emily sabe guardarse sus secretos.
    -¿Y hay que culparla por eso?
    -Depende de lo que sienta por ella.
    -¿A qué se refiere?
    -Suponga que se entera de que está comprometida en matrimonio -insinuó Francine.
    Las maneras de Mirabel, que hasta ese momento habían sido estudiadamente frías y formales, sufrieron una súbita alteración. Miró a Francine con franca ansiedad.
    -¿Lo dice en serio? -preguntó.
    -Dije "suponga". No sé con exactitud si está comprometida.
    -¿Qué es lo que sí sabe?
    -¡Oh, cuánto se interesa en Emily! Hay quienes la admiran. ¿Es usted uno de ellos?
    La experiencia de Mirabel con las mujeres le indicó que lo mejor era emplear el silencio para incitarla a expresarse con claridad. El experimento resultó exitoso. Francine retornó a la pregunta que él le hiciera y la respondió de manera abrupta.
    -Puede o no creerme, como quiera. Sé de un hombre que está enamorado de ella. Ha tenido sus oportunidades y las ha aprovechado bien. ¿Le gustaría saber quién es?
    -Me gustaría saber cualquier cosa que usted tenga a bien contarme.
    Mirabel hizo todo lo posible para que su respuesta tuviera un tono de normal cortesía, y quizás habría logrado engañar a un hombre. El oído femenino, más agudo, le permitió percibir a Francine que estaba enojado. La joven aprovechó al máximo ese cambio que la favorecía.
    -Me temo que disminuya su buena opinión sobre Emily cuando le diga que ha alentado a un hombre que no es más que profesor de pintura de una escuela -continuó con voz queda-. Al mismo tiempo, hay que decir que una persona en su situación -me refiero a que no tiene dinero- no se puede dar el lujo de mostrarse demasiado difícil de complacer. Por supuesto, nunca le ha mencionado al señor Alban Morris, ¿no es cierto?
    -No, que recuerde.
    Sólo tres palabras, pero Francine se sintió satisfecha.
    Lo único que faltaba para rematar el obstáculo que acababa de colocar en el camino de Emily era la entrada en escena de Alban Morris. Tal vez vacilara, pero si quería realmente a Emily, tarde o temprano el anónimo lo llevaría a Monksmoor. Por el momento, Francine había logrado su objetivo. Soltó el brazo de Mirabel.
    -He aquí la cabaña -dijo contenta-. ¡Cecilia ya se ha puesto un delantal! Adelante, a cocinar.


    CAPÍTULO XLIII
    SONDEOS

    Mirabel dejó que Francine entrara sola a la cabaña. Se sentía inquieto: comprendía la importancia de disponer de algún tiempo para reflexionar antes de volver a encontrarse con Emily.
    El jardín del guardabosques estaba en la parte trasera de la cabaña. Después de atravesar la cancela, se topó con una pequeña glorieta en un recodo del sendero. No había nadie: entró y se sentó.
    Hasta ese momento, había porfiado a ratos consigo mismo para restarle importancia a los sentimientos que Emily despertara en él. Ese engaño que se había impuesto a sí mismo había llegado a su fin. Después de lo que le contara Francine, ese hombre superficial y frívolo dejó de ofrecerle resistencia al arrollador influjo del amor. Le producía un enorme temor la pregunta terrible en la que no podía dejar de pensar: ¿habría dicho la verdad la celosa joven?
    ¿En qué método de indagación podría confiar para calmar su ansiedad? Preguntarle abiertamente a Emily sería tomarse una libertad que Emily seria la última persona del mundo en permitirle. En su reciente conversación con ella había sentido con más fuerza que nunca la importancia de mostrarse reservado. Se había atenido escrupulosamente a la línea de conducta de no aprovechar indebidamente la oportunidad que se le presentara al sacarla del mitin, o cuando caminaran uno junto al otro, casi libres de observadores, por las solitarias afueras del pueblo. La alegría y el buen humor de Emily no lo habían confundido: sabía que, a los ojos del amor, esas eran malas señales. Su única esperanza de despertar en ella un afecto más profundo consistía en confiar en la ayuda que podían brindarle el tiempo y el azar. Con un amargo suspiro, se resignó a mostrarse tan agradable y divertido como siempre: era posible que pudiera llevarla a hablar de Alban Morris si comenzaba, con toda inocencia, por hacerla reír.
    Cuando se puso de pie para regresar a la cabaña, el pequeño terrier del guardabosque, que rondaba por el jardín, echó un vistazo hacia el interior de la glorieta. Al ver a un desconocido, el perro enseñó los colmillos y gruñó.
    Mirabel retrocedió hasta la pared que quedaba a sus espaldas, temblando de pies a cabeza. Sus ojos se clavaron aterrorizados en el perro que se aproximaba, ladrando con aire de triunfo, por haber descubierto a un hombre asustado al cual podía intimidar. Mirabel gritó pidiendo socorro. Un peón que trabajaba en el jardín corrió al lugar y se detuvo, sonriendo divertido al ver a un hombre hecho y derecho despavorido ante un perro que ladraba. "¡He ahí un cobarde si los hay!", se dijo, después de brindarle protección a Mirabel.
    El predicador esperó un minuto detrás de la cabaña para recuperarse. Se había puesto tan nervioso que su cabello estaba empapado de sudor. Mientras se lo secaba con el pañuelo, recuerdos que no eran los del perro le produjeron un estremecimiento."¡Después de aquella noche en la posada, la menor cosa me amedrenta!", pensó.
    Las jóvenes le dieron una ruidosa y burlona bienvenida.
    -¡Oh, qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! ¡Aquí están las patatas ya cortadas y no hay quien las fría!
    Mirabel se puso una máscara de alborozo con la desesperada resolución del actor que divierte a su público en momentos en los que atraviesa por dificultades domésticas. Asombró a la esposa del guardabosque al demostrarle que sí sabía cómo usar su sartén. La tortilla de Cecilia quedó dura, pero las jóvenes se la comieron. La salsa mayonesa de Emily era casi tan líquida como el agua, pero aun así la engulleron con ayuda de unas cucharas. Seguidamente llegaron las patatas, crujientes, secas, deliciosas, y Mirabel alcanzó una renovada popularidad.
    -Es el único de nosotros que sabe cocinar -reconoció Cecilia con tristeza.
    Cuando abandonaron la cabaña para dar un paseo por el parque, Francine se unió a Cecilia y a la señorita Plym. Dejó al señor Mirabel en manos de Emily, con la dichosa convicción de que había allanado el camino para que se produjera un desentendimiento entre ambos.
    La alegría que reinara durante el almuerzo había hecho revivir el buen humor de Emily. Recordaba, festiva, el fracaso de su salsa. Mirabel la vio sonreír para sí misma.
    -¿Podría preguntarle qué le causa risa? -dijo.
    -Pensaba en la deuda de gratitud que hemos contraído con el señor Wyvil -contestó-. Si no lo hubiera persuadido de regresar a Monksmoor, nunca habríamos visto al famoso señor Mirabel con una sartén en las manos y no habríamos probado el único plato delicioso de nuestro almuerzo.
    Mirabel intentó en vano imitar el tono ligero de su compañera. Ahora que estaba a solas con ella, las dudas que Francine había despertado en él hicieron añicos la prudente decisión que adoptara en el jardín. Resolvió correr el riesgo y decirle claramente a Emily por qué había regresado al hogar del señor Wyvil.
    -Aunque soy sensible a la bondad de nuestro anfitrión, habría regresado a mi parroquia de no ser por Usted -respondió.
    Emily se negó a tomarlo en serio.
    -¡Entonces ha descuidado los asuntos de su parroquia, y por mi culpa! -dijo.
    -¿Soy acaso el primer hombre que descuida sus deberes por usted? -inquirió-. Me pregunto si los profesores de la escuela tenían valor para quejarse de usted cuando no atendía a sus lecciones.
    Emily recordó a Alban y el rubor la delató. De inmediato cambió el tema de conversación. Mirabel no pudo seguir negándose a aceptar la conclusión de que Francine le había dicho la verdad.
    -¿Cuándo nos deja? -preguntó ella.
    -Mañana es sábado. Debo regresar, como de costumbre.
    -¿Y cómo lo recibirá su parroquia abandonada?
    Mirabel hizo un esfuerzo supremo por mostrarse tan divertido como siempre.
    -Estoy seguro de conservar mi popularidad mientras tenga un tonel en la bodega Y algunas moneditas sueltas en el bolsillo -dijo-. Los sentimientos cívicos de los miembros de mi parroquia no van más allá del dinero y la cerveza. Antes de ir a aquel insoportable mitin, le dije a mi ama de llaves que iba a pronunciar un discurso sobre la reforma. No sabía de qué le hablaba. Le expliqué que gracias a la reforma se podría aumentar el número de los ciudadanos británicos que tienen derecho a votar en las elecciones al parlamento. De inmediato se le iluminó el rostro. "Ah", me dijo, "he oído a mi esposo hablar de las elecciones. Cuantas más haya (dice él) más dinero le darán por su voto. Soy una decidida partidaria de la reforma." Cuando salía de la casa, probé con el hombre que me arregla el jardín. No veía el asunto con el mismo optimismo que el ama de llaves. "No niego que una vez el parlamento me convidó a una buena comida gratis en la taberna", admitió. "Pero eso fue hace años, y (usted me perdonará, señor) no veo ninguna otra cena en camino. Claro que es cuestión de opiniones, pero yo no creo en la reforma." ¡Ahí tiene algunas muestras de los sentimientos cívicos de nuestro pueblo!
    Hizo una pausa. Emily lo escuchaba, pero no había logrado dar con un tema que la divirtiera. Lo intentó con un tópico más íntimamente relacionado con sus propios intereses: el tópico del futuro.
    -Nuestro buen amigo me ha pedido que prolongue mi estancia, una vez cumplidos mis deberes dominicales -dijo-. Confío en que la hallaré aquí la semana próxima.
    -¿Le permitirán regresar los asuntos de su parroquia? -preguntó Emily pícara.
    -Los asuntos de mi parroquia, si me obliga a confesarlo, no eran más que una excusa.
    -¿Una excusa para qué.
    -Una excusa para mantenerme lejos de Monksmoor en bien de mi tranquilidad. El experimento ha fracasado. Mientras esté usted aquí, no puedo mantenerme alejado.
    Emily de nuevo se negó a aceptar que hablaba en serio.
    -Debo decirle con toda claridad que malgasta sus halagos conmigo? -dijo.
    -No son halagos lo que le prodigo -respondió él grave-. Le ruego que me perdone por haberla hecho caer en ese error hablándole de mí -tras apelar a su indulgencia con ese acto de sumisión, aventuró otra leve alusión al hombre a quien odiaba y temía-. ¿Conoceré a otros amigos suyos cuando regrese el lunes? -prosiguió.
    -¿A qué se refiere?
    -Sólo preguntaba si el señor Wyvil espera nuevos invitados.
    En cuanto hizo esa pregunta, se oyó a espaldas de ellos la voz de Cecilia que llamaba a Emily. Ambos se volvieron. El señor Wyvil se había reunido con su hija y sus dos amigas. Avanzó hacia Emily.
    -Tengo una noticia inesperada -dijo-. Acaba de llegar un telegrama de Netherwoods. El señor Alban Morris ha obtenido una licencia y llegará mañana.





    CAPITULO XLIV
    RIVALIDAD

    El sábado por la noche el reloj había avanzado en Monksmoor hasta media hora antes de la cena.
    Cecilia y Francine, el señor Wyvil y Mirabel recorrían el invernadero. Haciendo gala de deferencia, habían dejado a Emily a solas con Alban en el salón. El profesor había perdido el tren de la mañana en Netherwoods, pero había llegado a tiempo para vestirse para la cena y ofrecer las debidas explicaciones.
    Si a Alban le hubiera resultado posible referirse al anónimo, habría admitido que su primer impulso fue el de destruirlo y ratificar su confianza en Emily rechazando la invitación del señor Wyvil. Pero por más que intentó olvidarlas, las infames palabras que leyera no se habían borrado de su memoria. Si al principio lo habían irritado, terminaron por despertar sus celos. Sometido a esa capciosa influencia, se convenció de que había actuado al principio sin concederle una debida consideración al asunto. Obraba en su interés -podía hasta ser su deber- acudir al hogar del señor Wyvil y juzgar por sí mismo. Tras algunos terribles momentos de vacilación, había decidido hacer una transacción con su conciencia y consultar a la señorita Latid. Esa excelente dama se había comportado exactamente como él esperaba. Había hecho arreglos para concederle una licencia desde el sábado hasta el martes siguiente. Debía repetirle ahora a Emily la excusa que utilizara en el telegrama que le enviara al señor Wyvil para justificar su inesperada aparición.
    -Encontré a una persona que se encargara de mis clases y aproveché con mucho gusto esta oportunidad para volver a verla -dijo.
    Después de observarlo con atención mientras le hablaba, Emily admitió, con su habitual franqueza, que advertía algo en sus maneras que le impedía sentirse totalmente a gusto.
    -Me pregunto si tiene algún fundamento la duda que me ha asaltado -dijo. Para indescriptible alivio de Alban, de inmediato le explicó cuál era esa duda-. Temo haberlo ofendido con mi respuesta a su carta a propósito de la señorita Jethro.
    En lo relativo a ese tema, Alban podía darse el lujo de hablar sin reservas. Le confesó a Emily que su carta lo había decepcionado.
    -Esperaba que me respondiera con menos reservas, y comencé a temer que había cometido una imprudencia al escribirle sobre el asunto. Cuando se dé una mejor oportunidad, quizás le diga algunas palabras...
    Se interrumpió, aparentemente por algo que había visto en el invernadero. Al mirar en esa dirección, Emily percibió que quien había llamado la atención de Alban era Mirabel. Recordaba de nuevo el vil anónimo. Sin unas palabras preliminares para Preparar a Emily, cambió de tema repentinamente.
    -¿Qué piensa del clérigo? -preguntó.
    -Me resulta muy simpático -contestó ella sin la menor cortedad-. El señor Mirabel es inteligente y agradable y sus éxitos no se le han ido a la cabeza. Estoy segura de que le gustará a usted también -dijo con toda inocencia.
    El rostro de Alban le respondió, sin posibilidad de error, en sentido negativo, pero la atención de Emily se vio atraída en otra dirección por Francine. Se les reunía en busca de señales de un resultado alentador que su traición pudiera haber ya producido. Alban se había inclinado a sospechar de ella al recibir la carta. Se levantó y le hizo una inclinación cuando se acercó. Algo -era incapaz de darse cuenta de qué- le dijo, en el momento en que sus ojos se encontraron, que sus sospechas habían dado en el blanco.
    En el invernadero, el siempre amable Mirabel se había apartado unos momentos de sus amigos a fin de buscar flores para Cecilia. A solas con su padre, Cecilia se volvió hacia él y le preguntó cuál de los dos caballeros -el señor Mirabel o el señor Morris- debía acompañarla a la mesa.
    -El señor Morris, por supuesto -respondió él-. Es el nuevo invitado y ha resultado ser más que un igual, en términos sociales, de nuestro otro amigo. Cuando le mostré su habitación le pregunté si era familia de un hombre del mismo apellido que fue uno de mis compañeros de estudios, hace muchos años, en la universidad. Es el hijo menor de mi amigo. La familia está en la ruina, pero en sus tiempos fueron personas muy distinguidas.
    Mirabel regresó con las flores en el momento en que avisaban que la cena estaba servida.
    -Hoy debe acompañar a Emily a la mesa -le dijo Cecilia al salir del invernadero. Cuando llegaron al salón, Alban le ofrecía su brazo a Emily-. Papá me ha asignado su brazo, señor Morris -explicó Cecilia amablemente.
    Alban vaciló, aparentemente sin entender lo que decía. Mirabel intervino haciendo gala de sus mejores modales.
    -El señor Wyvil le concede el honor de acompañar a su hija al comedor.
    El rostro de Alban se ensombreció ominosamente cuando el elegante y menudo clérigo le ofreció su brazo a Emily y siguió al señor Wyvil y a Francine, que ya salían de la habitación. Cecilia miró a su silencioso y hosco acompañante y casi envidió a su perezosa hermana, que cenaba -con el pretexto de un conveniente dolor de cabeza- en su habitación.
    Habiendo decidido que debía tratar a Alban Morris con sumo cuidado, Mirabel esperó un poco antes de disponerse a guiar la conversación, como era la costumbre. Entre la sopa y el pescado hizo una interesante confesión dirigida a Emily en la más estricta confianza.
    -Siento una súbita simpatía por su amigo, el señor Morris -dijo-. En mi caso, las primeras impresiones resultan decisivas. Me gustan o me disgustan las personas al calor de un primer impulso. Ese hombre despierta mis simpatías. ¿Es un buen conversador?
    -Diría que Sí, si usted no estuviera presente -respondió Emily afablemente.
    Mirabel no se dejaba vencer, ni siquiera por una mujer, en el arte de prodigar cumplidos. Miró con admiración a Alban (sentado frente a él) y dijo:
    -Prestemos atención.
    Esa halagadora sugerencia no sólo complació a Emily, sino que sirvió solapadamente a los propósitos de Mirabel. En otras palabras, le permitió observar lo que sucedía del otro lado de la mesa.
    El instinto de caballerosidad de Alban lo había llevado a controlar su irritación y a lamentar haberla dejado ver. Deseoso de complacer, mostró sus mejores virtudes. La gentil Cecilia perdonó y olvidó la mirada de enojo que la sobresaltara. El señor Wyvil estaba encantado con el hijo de su viejo amigo. Emily se sentía secretamente orgullosa de la buena opinión que su admirador despertaba, y Francine se percataba con placer de que el profesor reafirmaba su derecho a la preferencia de Emily de la manera más proclive a desalentar a su rival. Esas diversas impresiones -producidas mientras el enemigo de Alban se mantuvo en un ominoso silencio- comenzaron a modificarse imperceptiblemente a partir del momento en que Mirabel decidió que había llegado la hora de tomar la iniciativa. Un comentario de Alban le ofreció la oportunidad que había estado esperando. Se mostró de acuerdo con el comentario; abundó sobre él; estuvo brillante y familiar, instructivo y divertido... y todo a propósito del comentario. De nuevo el humor de Alban se vio sometido a una dura prueba. El avieso objetivo de Mirabel no había escapado a su sagacidad. Hizo todo lo posible para poner obstáculos en el camino de su adversario, y una y otra vez resultó derrotado con el mayor ingenio. Si interrumpía, el afable clérigo se allanaba, sólo para después continuar. Si expresaba una opinión contraria, el modesto señor Mirabel decía de la manera más amable: "Quizás me he equivocado', y abordaba el tópico desde el punto de vista de su oponente. Nunca se había sentado a la mesa del señor Wyvil tan perfecto cristiano: no dejaba escapar ni una palabra dura, ni una mirada de impaciencia. Cuanta más resistencia hacía Alban, más terreno perdía en la estimación general. Cecilia estaba decepcionada; Emily sentía pesar; la favorable opinión del señor Wyvil comenzaba a vacilar; Francine se mostraba contrariada. Al término de la cena, cuando el coche esperaba a la luz de la luna para llevar al pastor de regreso junto a su rebaño, el triunfo de Mirabel era rotundo. Había convertido a Alban en involuntario instrumento con el cual exhibir públicamente su carácter perfecto y su perfecta cortesía a la luz más favorecedora y brillante.
    Así terminó el día. El domingo prometía transcurrir de manera muy tranquila en ausencia del señor Mirabel. Llegó la mañana... y con ella algunas dudas de que esa promesa se cumpliera.
    Francine había pasado una noche intranquila. La aparición de Alban Morris en Monksmoor no había producido el alentador resultado que hasta entonces previera. Con su torpeza, el profesor le había permitido a Mirabel mejorar su situación -mientras que él mismo perdía terreno- en el favor de Emily. Si se permitía que se repitiera en futuras ocasiones esa primera consecuencia desastrosa del encuentro entre los dos hombres, Emily y Mirabel se aproximarían más que nunca y el propio Alban sería el infortunado responsable de ello. Francine se levantó el domingo antes de que estuviera puesta la mesa del desayuno, resuelta a probar el efecto de un oportuno consejo.
    Su cuarto estaba ubicado en la parte delantera de la casa. El hombre al que buscaba pronto se dejó ver desde su ventana, cuando se dirigía a dar un paseo matutino por el parque. Lo siguió de inmediato.
    -Buenos días, señor Morris.
    Alban se quitó el sombrero y le dedicó una inclinación, sin dirigirle la palabra ni mirarla.
    -Hay un detalle en el que nos parecemos: a ambos nos gusta respirar el aire fresco antes del desayuno -continuó la joven amable.
    Alban respondió, ni más ni menos, lo que la urbanidad le exigía:
    -Sí.
    Algunas jóvenes se habrían sentido desalentadas. Francine siguió adelante.
    -No es culpa mía, señor Morris, que no seamos mejores amigos. Por alguna razón que no pretendo averiguar, parece usted desconfiar de mí. Realmente no sé qué puedo haber hecho para merecerlo.
    -¿Está segura? -preguntó Alban al tiempo que le dirigía una súbita mirada escudriñadora.
    El rostro duro de Francine se puso tenso; miró a Alban a los ojos con expresión de impávido desafío. En ese momento, por primera vez, supo que Alban sospechaba que ella era la autora del anónimo. Todas las cualidades perversas de su carácter hicieron que lo encarara sin la menor vacilación. Una anciana encallecida no habría resistido la conmoción de verse descubierta con más diabólica compostura que la que exhibía la joven.
    -Quizás pueda explicarse -dijo.
    -Ya me he explicado -respondió el.
    -Entonces tendré que contentarme con no saber a qué se refiere -replicó Francine-. Me proponía, dado lo mucho que quiero a Emily, sugerirle -en bien suyo y de cosas que le son muy queridas- que fuera más cuidadoso en su conducta hacia el señor Mirabel. ¿Está dispuesto a escucharme?
    -¿Quiere que le responda esa pregunta con franqueza, señorita de Sor?
    -Insisto en que me la responda con franqueza.
    -En ese caso, no estoy dispuesto a escucharla.
    -¿Puedo saber por qué? ¿O me dejará nuevamente sin saber a qué se refiere?
    -La dejaré, si me lo permite, librada a su propia perspicacia.
    Francine lo miró con una sonrisa maligna.
    -Uno de estos días, señor Morris, se verá obligado a confiar en mi perspicacia.
    Y tras pronunciar esas palabras, regresó a la casa.
    Esa fue la única turbulencia que empañó la perfecta tranquilidad del día. Lo que Francine se había propuesto con el fin de aprovecharse de Alban para conseguir sus propósitos, lo logró, unas horas más tarde, la influencia benéfica de Emily sobre el hombre que la amaba.
    Pasaron juntos la tarde, sin verse molestados por ninguna interrupción, en las apartadas soledades del parque. En el curso de la conversación, Emily encontró una oportunidad para aludir discretamente a Mirabel.
    -No debe sentir celos de nuestro avispado amiguito -dijo-. Me resulta simpático y lo admiro, pero...
    -¿Pero no lo ama?
    Emily sonrió ante la ansiedad que evidenciaba Alban al hacer la pregunta.
    -No existe el menor temor de que ello ocurra -respondió ella risueña.
    -¿Ni siquiera si llega a saber que él la ama?
    -Ni siquiera en ese caso. ¿Ya está contento? Prométame no volver a mostrarse descortés con el señor Mirabel.
    -¿Por él?
    -No, por mí. No me gusta ver que se deja usted opacar por otro hombre. No me gusta que me defraude.
    La alegría de oírla decir esas palabras lo transfiguró: la belleza viril de sus años juveniles y felices pareció retornar a Alban. Tomó la mano de Emily: la agitación que experimentaba le impedía pronunciar palabra.
    -Se olvida del señor Mirabel -le recordó ella con suavidad.
    -Seré la cortesía y la amabilidad mismas con el señor Mirabel; me resultará tan simpático y admirable como a usted. Oh, Emily, ¿me quiere usted un poco, sólo un poquito?
    -No lo sé.
    -¿Me deja tratar de averiguarlo?
    -¿Cómo? -preguntó ella.
    Su hermosa mejilla estaba muy cerca de él. El delicado rubor que la cubrió decía: "Respóndame aquí'... y Alban le respondió.




    CAPÍTULO XLV
    INTRIGAS

    El lunes Mirabel hizo su aparición, y con él regresó el demonio de la discordia. Alban había empleado la primera parte de la mañana en dibujar un boceto del jardín que pretendía regalarle a Emily. Cuando terminó su obra, se presentó en el salón, donde halló sólo a Cecilia y a Francine. Preguntó dónde se encontraba Emily. La pregunta había sido dirigida a Cecilia, pero fue Francine quien la respondió.
    -No se puede molestar a Emily -dijo.
    -¿Por qué?
    -Está con el señor Mirabel en la rosaleda. Los vi conversando, evidentemente muy interesados en lo que estaban tratando. No los interrumpa, porque no hará más que molestar.
    Cecilia protestó de inmediato contra esa afirmación.
    -Está tratando de incomodarlo, señor Morris, no le crea. Estoy segura de que se alegrarán de verlo si se reúne con ellos en el jardín.
    Francine se puso de pie para marcharse de la habitación. Cuando llegó junto a la puerta se volvió y miró a Alban.
    -Inténtelo y verá que tengo razón -dijo.
    -A veces Francine dice cosas muy desagradables -comentó Cecilia gentil-. ¿Cree usted que las piensa de veras, señor Morris?
    -Es mejor que no le dé mi opinión -contestó Alban.
    -¿Por qué?
    -Porque no puedo ser imparcial. No me resulta simpática la señorita de Sor.
    Se produjo un silencio. El respeto que se debía a sí mismo le prohibía a Alban realizar el experimento que Francine malévolamente sugiriera. Sus pensamientos -menos fáciles de dominar- erraban hacia el jardín. El intento de inspirarle celos había fracasado, pero, al mismo tiempo, era consciente de que Emily lo había defraudado. Después de lo que se dijeran en el parque, debía haber recordado que las mujeres están a merced de las apariencias. Si Mirabel tenía algo importante que decirle, ella podía haber evitado exponerse a las rencorosas y erradas interpretaciones de Francine: habría resultado fácil combinar con Cecilia para que una tercera persona se encontrara presente en la entrevista.
    Mientras se encontraba sumido en esas reflexiones, Cecilia, turbada por el silencio, intentaba encontrar un tema de conversación. Alban apartó bruscamente sobre la mesa su cuaderno de dibujo. ¿Estaba disgustado con Emily? La misma pregunta se le había ocurrido a Cecilia cuando se produjera el intercambio de correspondencia a propósito de la señorita Jethro. Recordar esas cartas la condujo, por una natural asociación de ideas, a otro esfuerzo de memoria. Se acordó de la persona que fuera la causa de las mismas: sintió revivir su interés en el misterio de la señorita Jethro.
    -¿Le contó Emily que leí su carta? -preguntó.
    Alban se incorporó sobresaltado.
    -Perdone. ¿A qué carta se refiere?
    -Me refiero a la carta en que le contaba la extraña visita de la señorita Jethro. Emily se sintió tan perpleja y sorprendida que me la enseñó, y ambas consultamos con mi padre. ¿Le ha hablado a Emily acerca de la señorita Jethro?
    -Lo intenté, pero no me pareció deseosa de insistir en el tema.
    -¿Ha descubierto algo más después de escribirle a Emily?
    -No. El misterio sigue siendo tan impenetrable como antes.
    Cuando Alban contestaba en esos términos, Mirabel entró al invernadero procedente del jardín, evidentemente con intenciones de dirigirse al salón.
    La aparición del hombre cuyo encuentro con Emily intentara misteriosamente impedir la señorita Jethro, en el mismo instante en que hablaba de esta última, no sólo constituyó una tentación para su curiosidad, sino que fue un incentivo directo (en aras del bienestar de Emily) para hacer un intento de descubrir algo. Alban continuó la conversación con Cecilia en tono lo bastante alto como para que se le oyera en el invernadero.
    -La única posibilidad que veo de obtener alguna información es la de preguntarle al señor Mirabel -continuó.
    -Me sería sumamente grato poder servir a la señorita Wyvil y al señor Morris.
    Con esas palabras corteses Mirabel hizo su entrada teatral y miró a Cecilia con su irresistible sonrisa. La joven, sobresaltada por su súbita aparición, contribuyó inconscientemente a los designios de Alban. Su silencio le dio a este último la oportunidad de ser él quien respondiera.
    -Hablábamos de una dama a quien usted conoce -le dijo con voz queda a Mirabel.
    -¡No me diga! ¿Puedo preguntarle el nombre de la dama?
    -Es la señorita Jethro.
    Mirabel encajó el golpe con extraordinaria presencia de espíritu. Pero el color de su rostro reveló la verdad: palideció hasta dejar ver, incluso a ojos de Cecilia, a un hombre dominado por el miedo.
    Alban le ofreció un asiento. Con un gesto, el predicador lo rechazó. A continuación, Alban probó con una disculpa.
    -Me temo que, sin saberlo, he revivido algún recuerdo doloroso. Le ruego que me excuse.
    La disculpa hizo que Mirabel se recobrara: comprendió la necesidad de ofrecer alguna explicación. En los animales medrosos, la única capacidad defensiva que está siempre lista para entrar en acción es la astucia. Mirabel era demasiado sagaz para no advertir la inferencia -la inevitable inferencia- que cualquiera habría deducido al ver el efecto que produjera en él el nombre de la señorita Jethro. Admitió que este había revivido "recuerdos dolorosos", y deploró la "sensibilidad nerviosa" que había permitido que ello resultara visible.
    -No es usted culpable absolutamente de nada, mi estimado señor -continuó con la mayor amabilidad-. ¿Le parecería imprudente de mi parte que le pregunte cómo conoció a la señorita Jethro?
    -La conocí en la escuela de la señorita Ladd -respondió Alban-. Fue, sólo durante un breve tiempo, una de las profesoras, y abandonó su puesto de modo más bien súbito -se interrumpió, pero Mirabel no hizo ningún comentario-. A los pocos meses volví a verla -prosiguió-. Fue a visitarme a mi casa, cerca de Netherwoods.
    -¿Sólo para reiniciar la antigua amistad?
    Mirabel hizo esa pregunta con una anhelante ansiedad por la respuesta que fue totalmente incapaz de ocultar. ¿Tendría alguna razón para temer lo que la señorita Jethro podía contarle sobre él a otra persona? Alban no se había comprometido de ningún modo a guardar silencio, y estaba decidido a no dejar de probar cuanto método pudiera contribuir a aclarar la misteriosa advertencia de la señorita Jethro. Repitió el contenido de la entrevista, tal como se lo comunicara a Emily por carta. Mirabel lo escuchaba sin hacer comentarios.
    -Después de lo que le he contado, ¿no se le ocurre ninguna explicación? -preguntó Alban.
    -Soy totalmente incapaz de ayudarlo, señor Morris.
    ¿Mentiría? ¿O diría la verdad? La impresión de Alban era que decía la verdad.
    Las mujeres nunca se resignan tan fácilmente como los hombres a ver sus esperanzas defraudadas. Cecilia, quien había escuchado en silencio hasta ese momento, se aventuró ahora a hablar, animada por su interés de hermana en Emily.
    -¿No sabe por qué la señorita Jethro intentó impedir que Emily Brown coincidiera con usted aquí? -le dijo a Mirabel.
    -No sé más de sus motivos que usted -contestó Mirabel.
    Alban intervino:
    -Cuando se marchó de mi casa, la señorita Jethro lo hizo con la intención -abiertamente expresada- de tratar de evitar que usted aceptara la invitación del señor Wyvil. ¿Lo hizo?
    Mirabel admitió que lo había hecho.
    -Pero sin mencionar el nombre de la señorita Emily -añadió-. Me pidió por favor que pospusiera mi visita, ya que tenía motivos para desear que lo hiciera. Yo tenía mis motivos -dije haciéndole una galante inclinación a Cecilia- para estar deseoso de tener el honor de conocer al señor Wyvil y a su hija, y me negué.
    Una vez más surgía la duda: ¿mentía? ¿O decía la verdad? Y una vez más, Alban llegó a la conclusión de que decía la verdad.
    -Sólo queda algo que me gustaría saber -continuó Mirabel después de vacilar un momento-. ¿La señorita Emily ha sido informada sobre este extraño asunto?
    -¡Por supuesto!
    Mirabel parecía dispuesto a continuar sus preguntas, pero súbitamente cambió de idea. ¿Empezaba a dudar de que Alban hubiera hablado con franqueza al describirle la visita de la señorita Jethro? ¿Temía aún lo que esta hubiera podido contarle sobre él? Sea como fuere, cambió el tema de la plática y dio una excusa para marcharse de la habitación.
    -Olvidaba lo que me trajo aquí -le dijo a Alban-. La señorita Emily quería saber si había terminado su boceto. Debo informarle que ya regresó.
    Hizo una inclinación y se retiró.
    Alban se puso de pie para seguirlo, pero se contuvo.
    "No", pensó, "¡confío en Emily!" Volvió a sentarse junto a Cecilia.
    Mirabel, entretanto, había regresado a la rosaleda. Encontró a Emily, como la dejara, dedicada a la labor de confeccionar una corona de rosas para que la llevara Cecilia en la tarde. Pero se había producido un cambio. Francine estaba con ella.
    -Perdóneme por mandarlo a un encargo innecesario -le dijo Emily a Mirabel-. La señorita de Sor me informa que el señor Morris ya terminó su boceto. Ella lo dejó en el salón. ¿Por qué no vino con usted?
    -Hablaba con la señorita Wyvil.
    Mirabel respondió con aire ausente y los ojos clavados en Francine. Le lanzó una de esas miradas cargadas de significado que le dicen a una tercera persona: "¿Qué hace aquí?" Celosa, Francine se negó a entenderlo. Mirabel lo intentó con una indirecta más clara.
    -¿Va a dar un paseo por el jardín? -dijo.
    Francine permaneció inmutable.
    -No, voy a quedarme aquí con Emily -respondió.
    Mirabel no tuvo más opción que ceder. Imperativas preocupaciones lo obligaron a decir, en presencia de Francine, lo que había confiado en poder comunicarle a Emily en privado.
    -Cuando me reuní con la señorita Wyvil y el señor Morris, ¿qué cree usted que hacían? -comenzó-. Hablaban de la señorita Jethro.
    Emily dejó caer la corona de rosas sobre su regazo. Era fácil percatarse de que había recibido una desagradable sorpresa.
    -El señor Morris me contó la curiosa historia de la visita de la señorita Jethro, pero tengo algunas dudas acerca de si me habló sin ninguna reserva -continuó Mirabel-. Quizás se expresó más libremente cuando habló con usted. ¿Tal vez la señorita Jethro le dijo algo que me disminuyó en su estimación?
    -Por supuesto que no, señor Mirabel, hasta donde sé. De haber oído algo así, habría considerado que era mi deber contárselo. ¿Calmaría su preocupación que fuera a ver de inmediato al señor Morris y le preguntara francamente si nos ocultó algo a usted o a mí?
    Mirabel le besó la mano agradecido.
    -Su bondad me abruma -dijo, por una vez con sincera emoción.
    Emily regresó inmediatamente a la casa. En cuanto se perdió de vista, Francine se acercó a Mirabel, temblando de rabia contenida.


    CAPÍTULO XLVI
    FINGIMIENTOS

    La señorita de Sor comenzó cautelosamente con una disculpa.
    -Excúseme, señor Mirabel, que le recuerde mi presencia.
    El señor Mirabel no respondió.
    -Le ruego que me permita aclararle que no fue mi intención verlo besar la mano de Emily -continuó Francine.
    Mirabel se puso de pie aún contemplando las rosas que Emily dejara sobre su asiento, tan absorto en sus pensamientos como si hubiera estado solo en el jardín.
    -¿No merezco siquiera que se me tome en cuenta? -preguntó Francine-. ¡Ah, sé muy bien a quién debo su rechazo! -lo tomó del brazo con familiaridad y dejó oír una risa áspera-. Dígame ahora en confianza, ¿cree que Emily lo ama?
    La impresión que le produjera la bondad de Emily aún permanecía fresca en la memoria de Mirabel: no se sentía de humor para someterse al celoso resentimiento de una mujer que le resultaba totalmente indiferente. A través del barniz de cortesía que recubría sus maneras subió a la superficie la insolencia subyacente, escondida, en las situaciones normales, de todo ojo humano. Le respondió al fin a Francine; le respondió sin piedad.
    -El más caro deseo de mi corazón es que me ame -dijo.
    Francine soltó su brazo.
    -Y la fortuna favorece sus deseos -añadió, con una irónica pretensión de interés en las esperanzas de Mirabel-. Cuando el señor Morris nos abandone mañana, se irá con él el único obstáculo al que teme. ¿Estoy en lo cierto?
    -No. Se equivoca.
    -¿En qué sentido, si me hace el favor?
    -En el siguiente sentido. No considero un obstáculo al señor Morris. Emily es demasiado delicada y amable para herir sus sentimientos, pero no lo ama. No hay ningún, interés avasallador en su mente que aparte de mí sus pensamientos. Se siente despreocupada y feliz, disfruta a plenitud su visita a esta casa y me asocia a ese disfrute. ¡He ahí mi oportunidad!
    Calló de repente. Hasta ese momento, Francine lo había escuchado serena y fría, pero ahora demostró que sentía el latigazo de su desprecio. Una sonrisa espantosa asomó lentamente a su rostro pálido. Era la amenaza de esa venganza que no conoce miedo, ni conmiseración, ni remordimientos: la venganza de una mujer celosa. Mirabel estaba preparado para ser blanco de una furia histérica, de palabras de rabia. Esa sonrisa lo amedrentó.
    -¿Y bien? -dijo Francine con un dejo de burla-. ¿Por qué no sigue?
    Un hombre más osado quizás habría mantenido la pose audaz que el predicador había asumido. El corazón cobarde de Mirabel se lo impidió. Sintió deseos de echar mano de la primera excusa que se le ocurriera. Su inteligencia, paralizada por sus temores, era incapaz de inventar nada. Se valió de una endeble coartada evasiva que había leído en las novelas y visto en acción en el teatro.
    -¿Es posible que crea que hablo en serio? -preguntó con aire de exagerada sorpresa.
    De haberse tratado de cualquier otra persona, Francine habría visto de inmediato a través de esa inconsistente farsa. Pero el amor que ardía en su pecho era ese que acepta las menores migajas de consuelo que se le lanzan, el que se arrastra y suplica y se engaña deliberadamente en su propio e intensamente egoísta interés. La desventurada joven creyó a Mirabel de manera tan extática y absoluta que comenzó a temblar de pies a cabeza y se dejó caer en el asiento más cercano.
    -Yo sí hablaba en serio -dijo con un soplo de voz-. ¿No se dio cuenta?
    Mirabel mintió sin el menor pudor: negó de la manera más rotunda haberse dado cuenta.
    -Por mi honor que pensé que se burlaba de mí y decidí seguir la broma.
    Ella suspiró y, mirándolo con expresión de tierno reproche, dijo en voz muy queda:
    -Me pregunto si debo creerle.
    -¡Por supuesto que debe creerme! -le aseguró él.
    Francine vaciló, por el placer de vacilar.
    -No sé. Algunos hombres admiran mucho a Emily. ¿Por qué no sería usted uno de ellos?
    -Por la mejor de las razones -respondió Mirabel-. Es pobre y yo también soy pobre. Esos son hechos que no requieren más explicación.
    -Sí, pero Emily está decidida a conquistarlo. Se casaría mañana con usted, si se lo pidiera. ¡No intente negarlo! Además, besó su mano.
    -¡Oh, señorita de Sor!
    -¡No me llame señorita de Sor! Llámeme Francine. Quiero saber por qué besó su mano.
    Mirabel le siguió la corriente con inagotable servilismo.
    -¡Permítame besar su mano, Francine! Y déjeme explicarle que besar la mano de una dama no es más que una forma de agradecerle su bondad. Debe admitir que Emily...
    Francine lo interrumpió por tercera vez.
    -¿Emily? -repitió-. ¿Ya se tratan con tanta confianza? ¿Lo llama ella Miles cuando están a solas? ¿Hay alguna forma de fascinación que esa encantadora criatura no haya puesto en práctica? Sin duda le contó qué vida tan solitaria es la suya en su pobre y reducido hogar.
    Hasta Mirabel sintió que no debía dejar pasar esa afirmación.
    -No me ha contado nada de su vida -respondió-. Lo que sé de ella, lo sé gracias al señor Wyvil.
    -¡Oh, claro! Por supuesto, le preguntó al señor Wyvil por su familia. ¿Qué le contó?
    -Me contó que había perdido a su madre cuando era una niña, y que su padre había muerto de repente, hace unos años, de una enfermedad del corazón.
    -¿Y qué más? ¡Dejémoslo! Alguien se acerca.
    Quien se aproximaba no era más que un sirviente. Mirabel se sintió agradecido por la interrupción. Animada por sentimientos de naturaleza exactamente opuesta, Francine se dirigió a él cortante.
    -¿Qué quiere?
    -Traigo un mensaje, señorita.
    -¿De quién?
    -De la señorita Brown.
    -¿Para mí?
    -No, señorita -se volvió hacia Mirabel-. La señorita Brown desea hablarle, señor, si no está usted ocupado.
    Francine se controló hasta que el hombre se alejó lo suficiente para dejar de oírlos.
    -¡Mi palabra que esto es una desvergüenza! -declaró indignada-. Emily no puede dejarlo a solas conmigo cinco minutos, sin querer verlo de nuevo. ¡Si después de lo que me ha dicho corre a su lado, es usted el más indigno de los hombres! -exclamó, al tiempo que amenazaba a Mirabel con la mano extendida.
    El predicador era el más indigno de los hombres. Llevó hasta el último extremo su cobarde rendición.
    -No tiene más que decirme qué quiere que haga -contestó.
    Hasta Francine esperaba cierta resistencia de un ser cuya forma externa era la de un hombre.
    -¿Lo dice en serio? -preguntó-. Quiero que defraude a Emily. ¿Se quedaría aquí y me dejaría presentarle sus excusas?
    -Haría cualquier cosa con tal de complacerla.
    Francine le lanzó una mirada de despedida. Hizo un intento desesperado por expresarle verbalmente su admiración.
    -¡No es usted un hombre, sino un ángel! -dijo.
    Una vez a solas, Mirabel se sentó a descansar. Recapituló la conducta que había seguido y se sintió muy complacido. "Ni un hombre de cada cien habría logrado manejar a esa diablesa como lo he hecho", pensó. "¿Cómo le explicaré la cuestión a Emily?"
    Mientras trataba de hallar una respuesta a esa pregunta, sus ojos se posaron por azar en la corona de rosas, aún sin terminar.
    -¡Lo que necesitaba! -dijo.
    Sacó su libreta de notas y escribió lo siguiente en una hoja en blanco: "Acabo de escenificar un drama de celos que supera cualquier descripción con la señorita de Sor. Violento mis sentimientos para evitarle un tormento similar. En vez de obedecer al instante el mensaje que tan amablemente me enviara, me quedo aquí un rato, sólo por consideración a usted."
    Después de arrancar la página y trenzarla con las rosas, de modo que sólo se viera una punta del papel, Mirabel llamó a un muchacho que trabajaba en el jardín y le dio sus indicaciones, acompañadas de un chelín.
    -Lleva estas flores al ala de los sirvientes y dile a una de las doncellas que las ponga en el cuarto de la señorita Brown. ¡Espera! ¿Por dónde se va al huerto de los frutales?
    El muchacho le dio las indicaciones necesarias. Mirabel se alejó caminando lentamente, con las manos en los bolsillos. Sus nervios habían sufrido una conmoción; pensó que unas frutas lo refrescarían.


    CAPÍTULO XLVII
    DEBATES

    Mientras tanto, Emily había sido fiel a su promesa de intentar calmar la preocupación de Mirabel en lo tocante a la señorita Jethro. Al entrar en el salón en busca de Alban, lo encontró conversando con Cecilia, y al abrir la puerta oyó su nombre.
    -¡Aquí está al fin! -exclamó Cecilia-. ¿Qué te retuvo todo este tiempo en la rosaleda?
    -¿Se mostró el señor Mirabel más interesante que de costumbre? -preguntó Alban travieso. Toda la molestia que sintiera por la ausencia de Emily quedó olvidada en el momento en que ella hizo su aparición; de su rostro desapareció todo rastro de contrariedad cuando se miraron.
    -Juzgue por sí mismo -contestó Emily con una sonrisa-. El señor Mirabel me estuvo hablando de un familiar que le resulta muy querido: su hermana.
    Cecilia se mostró sorprendida.
    -¿Y por qué a nosotros nunca nos ha hablado de su hermana? -preguntó.
    -Es un tema triste, querida. Su hermana lleva una vida de sufrimientos; hace años que permanece recluida en su cuarto. Él le escribe constantemente. Las cartas que le ha enviado desde Monksmoor le han resultado interesantes a la pobrecita. Parece que le contó algo sobre mí y ella le ha enviado un amable mensaje en el que me invita a visitarla uno de estos días. ¿Entiendes ahora, Cecilia?
    -¡Por supuesto que sí! Y dime, ¿la hermana del señor Mirabel es mayor o más joven que él?
    -Mayor.
    -¿Es casada?
    -Es viuda.
    -¿Vive con su hermano? -preguntó Alban.
    -¡Oh, no! Tiene su propia casa, lejos, en Northumberland.
    -¿Cerca de Sir Jervis Redwood?
    -Creo que no. Su casa queda en la costa.
    -¿Tiene hijos? -inquirió Cecilia.
    -No; vive completamente sola. Ahora que te he contado todo lo que sé, Cecilia, tengo algo que decirle al señor Morris. No, no es necesario que te vayas; es sobre un terna que te interesa. Un tema que quizás habrá notado que no me resulta muy agradable -dijo volviéndose hacia Alban.
    -¿La señorita Jethro? -adivinó Alban.
    -Sí, la señorita Jethro.
    La curiosidad de Cecilia se hizo patente al instante.
    -Nosotros intentamos que el señor Mirabel nos aclarara algo, y fue en vano -dijo- Tú eres su preferida. ¿Lo lograste?
    -Ni siquiera lo intenté -contestó Emily-. Mi único objetivo es calmar la preocupación del señor Mirabel, si puedo lograrlo, con su ayuda, señor Morris.
    -¿Cómo puedo ayudarla?
    -No debe enfadarse.
    -¿Parezco enfadado?
    -Se ve usted serio. Es algo muy simple. El señor Mirabel teme que la señorita Jethro le pueda haber dicho algo desagradable sobre él que usted vacile en repetir. ¿Se inquieta sin motivos?
    -Sin el menor motivo. No le he ocultado nada al señor Mirabel.
    -Gracias por su aclaración -se volvió hacia Cecilia-. ¿Puedo enviar a uno de los sirvientes con un mensaje? Será mejor que ponga fin al suspenso en que se encuentra el señor Mirabel.
    Se hizo venir al sirviente, a quien se despachó con el mensaje. Emily habría hecho bien, después de eso, en abstenerse de seguir hablando de la señorita Jethro. Pero lamentablemente, las dudas de Mirabel habían despertado en su mente una incertidumbre similar a la de él. Se inclinaba ahora a atribuirle el tono misterioso de la infortunada carta de Alban a algún posible ocultamiento originado en el afecto que le tenía.
    -Me pregunto si yo tengo algún motivo para sentirme intranquila -dijo, medio en broma, medio en serio.
    -¿Intranquila a causa de qué? -preguntó Alban.
    -¡A causa de la señorita Jethro, por supuesto! ¿Dijo algo sobre mí que su amabilidad le aconsejó ocultarme?
    Alban pareció un poco lastimado por la duda implícita en su pregunta.
    -¿Fue por eso que respondió a mi carta con tanta reserva como si le escribiera a un extraño? -preguntó.
    -¡Se equivoca de medio a medio! -le aseguró Emily con fuerza-. Me sentía perpleja y turbada, y le pedí consejo al señor Wyvil antes de escribirle. ¿Cambiamos de tema?
    Alban habría cambiado de tema con mucho gusto, de no haber sido por esa desafortunada alusión al señor Wyvil. Sin quererlo, Emily había tocado un punto sensible. Ya se había enterado por Cecilia de la consulta de que fuera objeto su carta, y no le había parecido bien.
    -Creo que hizo mal en molestar al señor Wyvil -dijo.
    La alteración de su voz le indicó a Emily que se habría expresado con más aspereza de no haber estado Cecilia en la habitación. Creyó que se mostraba innecesariamente prevenido contra un proceder inofensivo, ¡y ella también retomó el tema después de que propusiera dejarlo menos de un minuto antes!
    -No me indicó que debía mantener su carta en secreto -contestó.
    Cecilia empeoró la situación, con la mejor de las intenciones.
    -Estoy segura, señor Morris, de que mi padre se sintió feliz de poder asesorar a Emily.
    Alban guardó silencio, un silencio desagradecido, opinó Emily, después de la amabilidad que le dispensara el señor Wyvil.
    -Lo que es de lamentar es que el señor Morris le permitiera a la señorita Jethro marcharse sin dar ninguna explicación -comentó-. De haber estado en su lugar, habría insistido en saber por qué quería impedir que coincidiera con el señor Mirabel en esta casa.
    Cecilia hizo otro desafortunado intento de hacer una juiciosa intervención. En esta ocasión, se trató de una gentil reprimenda.
    -Recuerda, Emily, la situación en la que se encontraba el señor Morris. No podía mostrarse descortés con una dama. Y me imagino que la señorita Jethro tenía algún motivo de peso para no querer dar explicaciones.
    Francine abrió la puerta de la sala y escuchó las últimas palabras de Cecilia.
    -¡De nuevo la señorita Jethro! -exclamó.
    -¿Dónde está el señor Mirabel? -preguntó Emily-. Le envié un mensaje.
    -Lamenta informarte que está ocupado en este momento -contestó Francine con maliciosa urbanidad-. Pero no dejen que interrumpa su conversación. ¿Quién es esa señorita Jethro cuyo nombre está en boca de todos?
    Alban no logró seguir guardando silencio.
    -Ya terminamos con ese tema -dijo cortante.
    -¿Porque llegué yo?
    -Porque ya hemos hablado más que suficiente sobre la señorita Jethro.
    -No ponga palabras en boca de los demás, señor Morris -respondió Emily, a quien había molestado el tono tajante de la interrupción de Alban-. Yo aún no he terminado con la señorita Jethro, se lo aseguro.
    -Querida, no sabes dónde vive -le recordó Cecilia.
    -¡Ya lo averiguaré! -le respondió Emily acalorada-. Quizás el señor Mirabel lo sepa. Le preguntaré al señor Mirabel.
    -Ya me imaginaba que encontrarías alguna razón para volver junto al señor Mirabel -comentó Francine.
    Antes de que Emily lograra responderle, una de las doncellas entró a la habitación con una corona de rosas en las manos.
    -Señorita, el señor Mirabel le manda estas flores -dijo la mujer dirigiéndose a Emily-. El chico que las trajo me dijo que debía ponerlas en su cuarto. Me pareció que era un error y se las he traído aquí.
    Francine, que era quien estaba más cerca de la puerta, tomó las rosas de manos de la doncella con el pretexto de alcanzárselas a Emily. Su celosa vigilancia detectó el pedacito visible de la carta de Mirabel, trenzado con las flores. ¿Emily lo habría engatusado para que sostuviera una correspondencia secreta con ella?
    -Un pedacito de papel que cayó por casualidad entre tus rosas -dijo, estrujándolo entre las manos, como con la intención de botarlo.
    Pero Emily era demasiado rápida para ella. Tomó a Francine de la muñeca.
    -Haya caído o no por casualidad, estaba entre mis flores y me pertenece -dijo.
    Francine le entregó la carta con una mirada que habría intimidado a Emily de haberla percibido. Emily le pasó las rosas a Cecilia.
    -Estaba haciendo una corona para que la uses esta noche, querida, y la olvidé en el jardín. Aún no está terminada.
    Cecilia se mostró encantada.
    -¡Qué linda! -exclamó-. ¡Y qué amable de tu parte! La terminaré yo misma. Se marchó al invernadero.
    -No tenía idea de que se trataba de una carta -dijo Francine mientras contemplaba con ojos ferozmente atentos a Emily mientras esta alisaba el papel arrugado.
    Después de leer lo que Mirabel le escribiera, Emily levantó la vista y vio que Alban, estaba a punto de seguir a Cecilia al invernadero. El profesor había percibido algo en el rostro de Francine que no lograba entender, pero que le hacía sumamente desagradable la idea de permanecer en la habitación. Emily lo siguió y lo abordó.
    -Voy a regresar a la rosaleda -dijo.
    -¿Con algún propósito específico? -inquirió Alban.
    -Con un propósito que me temo que no aprobará. Me propongo preguntarle al señor Mirabel si conoce la dirección de la señorita Jethro.
    -Confío en que la ignore igual que yo -respondió Alban grave.
    -¿Vamos a discutir a causa de la señorita Jethro como discutimos una vez a causa de la señora Rook? -preguntó Emily, que había recobrado de repente su buen humor-. ¡Vamos! ¡Vamos! Estoy segura de que en el fondo, siente tantos deseos como yo de aclarar este asunto.
    -Con una diferencia: yo pienso en las consecuencias y usted no.
    Pronunció esas palabras con su mayor gentileza y bondad y confirmó hacia al invernadero.
    -Qué importan las consecuencias si llegamos a la verdad -le gritó ella mientras él se alejaba-. ¡Detesto que me engañen!
    -No hay nadie en el mundo que tenga más motivos que tú para decirlo.
    Emily miró a sus espaldas sobresaltada. Alban ya no las oía. Era Francine quien había respondido.
    -¿Qué quieres decir? -preguntó.
    Francine vaciló. Una palidez espectral cubría su rostro.
    -¿Te sientes mal? -preguntó Emily.
    -No, estoy pensando.
    Tras aguardar un momento en silencio, Emily avanzó hacia la puerta del salón. De repente, Francine alzó una mano.
    -¡Detente! -gritó.
    Emily quedó inmóvil.
    -He tomado una decisión -dijo Francine.
    -¿Una decisión? ¿Cuál?
    -Acabas de preguntarme qué quería decir.
    -Así es.
    -Pues he tomado la decisión de responderte. Señorita Emily Brown, lleva usted una vida lamentablemente frívola en esta casa. Voy a darle algo más serio en lo que pensar que su coqueteo con el señor Mirabel. ¡Oh, no se impaciente! Ya llego. Sin saberlo usted, hace años que es víctima de un engaño, un cruel engaño, un vil engaño enmascarado de piedad.
    -¿Te refieres a la señorita Jethro? -preguntó Emily asombrada-. Creí que no os conocíais. Acabas de preguntar quién era.
    -No sé nada de ella. No me importa. No estoy pensando en la señorita Jethro.
    -¿En quién estás pensando?
    -Estoy pensando en tu difunto padre -respondió Francine.


    CAPÍTULO XLVIII
    LA INDAGACIÓN

    Tras reponer sus desfallecientes fuerzas en el huerto de los frutales, Mirabel se sentó a la sombra de un árbol y reflexionó sobre la crítica posición en que lo colocaban los celos de Francine.
    Si la señorita de Sor permanecía en casa del señor Wyvil, a Mirabel no parecía quedarle otra opción que la de marcharse de Monksmoor y confiar en una respuesta favorable a la invitación de su hermana para poder disfrutar sin impedimentos de la compañía de Emily bajo otro techo. Por más que lo intentó, no pudo llegar a una conclusión más satisfactoria. Absorto en sus preocupaciones, el tiempo pasó rápidamente. Había transcurrido casi una hora cuando se levantó para regresar a la casa.
    Al llegar al zaguán lo sobresaltó un grito de terror proferido por una voz de mujer, procedente de las regiones de los altos. En ese mismo momento, el señor Wyvil, que pasaba por el corredor de los cuartos tras salir de la sala de música, fue abordado por su hija, que salía a toda prisa de la pieza de Emily en un estado tal de alarma que casi le resultaba imposible hablar.
    -¡Se ha ido! -exclamó en cuanto vio a su padre.
    El señor Wyvil la tomó en sus brazos y trató de calmarla.
    -¿Quién se ha ido? -preguntó.
    -¡Emily! ¡Oh, papá, Emily se ha marchado! Se enteró de una noticia terrible; ella misma me lo contó.
    -¿Qué noticia? ¿Cómo se enteró?
    -No sé cómo se enteró. Yo había regresado al salón para enseñarle mis rosas...
    -¿Había alguien con ella?
    -¡No! Me asustó, parecía totalmente fuera de sí. Me dijo: "Déjame sola. Tengo que irme a casa". Me dio un beso y subió corriendo a su cuarto. ¡Oh, soy tan tonta! Cualquier otra se habría preocupado de no perderla de vista.
    -¿Cuánto tiempo la dejaste sola?
    -No estoy segura. Pensé en ir a decírtelo. Y entonces me preocupé por ella, toqué a su puerta y entré a su habitación. ¡Se ha ido! ¡Se ha ido!
    El señor Wyvil agitó la campanilla y confió a Cecilia al cuidado de su doncella. Mirabel ya se le había reunido en el corredor. Bajaron juntos y consultaron a Alban. Este se ofreció para dirigirse inmediatamente en la estación del ferrocarril. El señor Wyvil lo siguió hasta la portería que daba al camino, al tiempo que Mirabel se dirigía a una segunda verja en el extremo opuesto del parque.
    Fue el señor Wyvil quien obtuvo las primeras noticias de Emily. El portero la había visto salir del parque a toda velocidad. La había llamado: "¿Pasa algo, señorita?", y no había recibido respuesta. Al preguntarle cuánto tiempo había transcurrido desde ese momento, se mostró demasiado confundido para responder con seguridad. Sabía que había tomado el camino que llevaba a la estación, y nada más.
    El señor Wyvil y el señor Mirabel volvieron a reunirse en la casa y procedieron a interrogar a los sirvientes. No lograron descubrir nada más.
    La pregunta que se les ocurría a todos se derivaba de las palabras que Cecilia le repitiera a su padre. Emily había dicho que se había “enterado de una noticia terrible". ¿Cómo le habría llegado la noticia? En Monksmoor sólo se recibía el correo por las mañanas. ¿Habría llegado un mensajero especial con una carta para Emily? Los sirvientes estaban absolutamente seguros de que nadie había llegado a la casa. La única conclusión posible era que alguien le había comunicado verbalmente la mala noticia. Pero, de nuevo, no se pudo obtener ninguna evidencia. En todo el día no había habido ningún visitante, ni habían llegado nuevos invitados. La investigación llegó a un punto muerto.
    Alban regresó de los ferrocarriles con noticias de la fugitiva.
    El profesor llegó a la estación poco después de la salida del tren de Londres. El empleado de la oficina reconoció la descripción de Emily y dijo que la joven había comprado un boleto para Londres. El jefe de la estación le había abierto la puerta del vagón y notó que la joven parecía muy agitada. Obtenida esa información, Alban le había enviado un telegrama a Emily en nombre de Cecilia: “Por favor envía unas pocas palabras para calmar nuestra preocupación y haznos saber si podemos serte de alguna utilidad".
    Era evidente que eso era todo lo que podía hacerse, pero Cecilia no estaba satisfecha. Si su padre se lo hubiera permitido, habría partido en busca de Emily. Alban la calmó. Se disculpó ante el señor Wyvil por acortar su visita y anunció su intención de trasladarse a Londres en el próximo tren.
    -Podríamos recomenzar nuestras averiguaciones con mejor éxito si indagamos quién fue la última persona que la vio y le habló antes de que su hija la encontrara a solas en el salón -añadió después de oír lo sucedido durante su ausencia-. Cuando salí de la habitación, la dejé con la señorita de Sor.
    Se mandó a buscar a la doncella de la señorita de Sor. Francine había estado recorriendo el jardín a solas. En ese momento se encontraba en su habitación, cambiándose de ropa. Al enterarse de la súbita partida de Emily (informó la doncella) «se había sentido muy sorprendida e incapaz de entender qué significaba".
    Cuando se reunió unos minutos después con sus amigos, en lo relativo a apariencia personal, Francine presentaba un fuerte contraste con los rostros pálidos y preocupados que la rodeaban. Tenía muy buen aspecto después de su paseo. En todo lo demás, guardaba perfecta armonía con los sentimientos prevalecientes. Se expresó con la mayor corrección; su interés conmovió a la pobre Cecilia hasta las lágrimas.
    -Estoy convencido, señorita de Sor, de que tratará de ayudarnos- comenzó el señor Wyvil.
    -Con el mayor placer -respondió Francine.
    -¿Cuánto tiempo permanecieron juntas usted y la señorita Emily Brown después de que se marchara el señor Morris?
    -Creo que no más de un cuarto de hora.
    -¿Ocurrió algo fuera de lo común durante esa conversación?
    -Nada.
    Alban intervino por primera vez.
    -¿Dijo usted algo que agitara u ofendiera a la señorita Brown? -preguntó.
    -Su pregunta es bastante fuera de lo común -comentó Francine.
    -¿Esa es su respuesta? -inquirió Alban.
    -¡Mi respuesta es No! -dijo Francine presa de un súbito acceso de cólera.
    Ahí terminó el tema. Al responderle al señor Wyvil, Francine lo había enfrentado sin turbarse. Cuando Alban intervino, nunca lo miró, salvo cuando despertó su ira. ¿Recordaba que el hombre que la interrogaba era el que sospechaba que ella había escrito el anónimo? Alban se mantenía en guardia contra sí mismo, sabiendo cuánto le disgustaba la joven. Pero no había manera de oponerse a la certeza que nacía en su mente. De alguna forma imposible de imaginar, Francine se vinculaba con la huida de Emily de la casa.
    Cuando Alban partió hacia Londres no había llegado aún la respuesta al telegrama enviado desde la estación del ferrocarril. El suspenso comenzaba a resultarle insoportable a Cecilia: miró a Mirabel en busca de consuelo y no lo halló. Su oficio consistía en consolar, y su capacidad para realizar ese oficio era famosa entre sus admiradoras; pero cuando la encantadora hija del señor Wyvil tuvo necesidad de sus servicios, no logró hacer gala de sus mejores cualidades. Lo cierto es que estaba demasiado sinceramente preocupado y pesaroso para poder echar mano de sus acostumbrados recursos, consistentes en una emoción a la orden y una filosofía locuazmente piadosa. La influencia de Emily había hecho nacer el único sentimiento serio y verdadero que había ennoblecido la vida del popular predicador.
    Al caer la tarde llegó al fin el tan esperado telegrama. Lo que podía decirse, dadas las circunstancias, lo decía en los siguientes términos:
    "He llegado bien a casa; no os preocupéis por mí; escribiré pronto." Con esa promesa se vieron obligados a contentarse por el momento.


    LIBRO QUINTO
    LA CASA DE LONDRES

    CAPÍTULO XLIX
    EMILY SUFRE

    A la señora Ellmother -que había quedado a cargo de la vivienda de Emily, y de cuando en cuando resentía la soledad de su situación- acababa de ocurrírsele probar la influencia reconfortante de una taza de té, cuando oyó un coche de alquiler frente a la casa. A continuación se oyó un violento repiqueteo de la campanilla de la puerta. Abrió... y halló a Emily en los escalones de la entrada. Una mirada a ese rostro amado y familiar fue suficiente para la vieja sirvienta.
    -Dios nos asista, ¿qué ha ocurrido? -exclamó.
    Sin una palabra de respuesta, Emily abrió la marcha hacia la pieza que fuera el escenario de la muerte de la señorita Letitia. La señora Ellmother vaciló en el umbral.
    -¿Por qué me trae aquí? -preguntó.
    -¿Por qué trató de impedirme que entrara? -respondió Emily.
    -¿Cuándo traté de impedirle que entrara, señorita?
    -Cuando vine de la escuela a cuidar a mi tía. ¡Ah, ahora recuerda! Es verdad. Le pregunto aquí, donde murió su vieja ama, ¿es cierto que mi tía me mantuvo engañada sobre la muerte de mi padre? ¿Y que usted lo sabía?
    Se produjo un silencio de muerte. La señora Ellmother temblaba horriblemente, sus labios se entreabrieron, sus ojos recorrieron la habitación con una mirada idiotizada por el terror.
    -¿Es su fantasma quien se lo dijo? -susurró-. ¿Dónde está su fantasma? El cuarto me da vueltas, señorita, y el aire me zumba en los oídos.
    Emily se abalanzó para sostenerla. La señora Ellmother avanzó trastabillando hasta un asiento y alzó sus grandes manos huesudas en gesto de desquiciada súplica.
    -No me asuste -dijo-. Apártese.
    Emily la obedeció. La anciana se limpió el sudor frío que cubría su frente.
    -Acaba de mencionarme la muerte de su padre -dijo en un exabrupto, con tono desafiante, dictado por la desesperación-. ¡Pues bien! Sabemos cómo fue y lo lamentamos; su padre murió repentinamente.
    -¡Mi padre murió asesinado en la posada de Zeeland! En el trayecto de este largo viaje hasta Londres he hecho todo lo posible por ponerlo en duda. ¡Oh, Dios mío, ahora estoy convencida!
    Mientras respondía así, miró a la cama. Torturantes recuerdos de la confesión involuntaria de su tía cuando era presa del delirio le tornaban insoportable la habitación. Salió corriendo. La puerta de la sala estaba abierta. Al entrar, pasó junto al retrato de su padre que su tía colgara en la pared, sobre el hogar. Se dejó caer en el sofá y prorrumpió en un acceso de llanto apasionado.
    -¡Oh, mi padre, mi querido, gentil, amante padre; mi primero, mejor y más leal amigo; ¡asesinado! ¡Asesinado! ¡Oh, Dios, ¿dónde estaba tu justicia, dónde estaba tu misericordia cuando encontró esa muerte terrible?
    Una mano se posó en su hombro, una voz le habló:
    -¡Cálmate, hija mía! Dios sabe lo que hace.
    Emily levantó la vista y vio que la señora Ellmother la había seguido.
    -Pobrecita, la asusté en la otra habitación -dijo Emily, serenándose de repente.
    -Ya se me pasó, querida. Soy vieja, y mi vida ha sido dura. La vida, cuando es dura, enseña. No me quejo -se interrumpió y comenzó de nuevo a temblar-, ¿Me creerá si le digo algo? -preguntó-. Se lo advertí a mi ama, que era muy terca. Parada junto al ataúd de su padre, se lo advertí. Por más que esconda la verdad (le dije) llegará el momento en que nuestra niña sabrá lo que le oculta ahora. Quizás todavía estemos vivas las dos, o al menos una. Yo soy la que quedo viva; para mí no hay reposo en la tumba. Quiero que me lo cuente; ya no tiene que tener miedo de asustarme o lastimarme. Quiero que me cuente cómo se enteró. ¿Fue algo accidental, querida? ¿O se lo contó alguien?
    La mente de Emily vagaba muy lejos de la señora Ellmother. Se levantó del sofá con las manos apretadas sobre el corazón dolorido.
    -El único deber de mi vida; pienso en el único deber de mi vida -dijo-. ¡Mire! Ya me calmo, ya me he resignado a mi triste suerte. ¡Nunca, nunca volverá a ser igual que antes el querido recuerdo de mi padre! A partir de este momento, es la horrible memoria de un crimen. El crimen ha quedado impune; el asesino se les ha escapado a otros. A Mí no se me escapará -hizo una pausa y miró con aire ausente a la señora Ellmother-. ¿Qué fue lo que dijo? ¿Quiere saber cómo me enteré? ¡Naturalmente! ¡Naturalmente! Siéntese aquí, siéntese, mi vieja amiga, en el sofá, conmigo, y trasládese mentalmente a Netherwoods. Alban Morris...
    La señora Ellmother se apartó de Emily consternada.
    -¡No me diga que él tuvo algo que ver con esto! ¡El más bondadoso, el mejor de los hombres!
    -El hombre que menos merece su buena opinión o la mía -respondió Emily inflexible.
    -¡Y es usted quien lo dice! -exclamó la señora Ellmother.
    -Lo digo. ¡El -que se las ingenió para cautivarme- participaba en la conspiración para mantenerme engañada, y usted lo sabe! ¡Me oyó hablar de la crónica que apareció en los periódicos sobre el asesinato de mi padre -es más, me oyó hablar de ella serenamente, sin concederle importancia, en la inocente creencia de que se trataba del asesinato de un desconocido- y no abrió los labios para impedir esa horrible profanación! ¡Ni siquiera me dijo que hablara de otra cosa, que no me escucharía! ¡No hablemos más de él! No quiera Dios que lo vuelva a ver. ¡No! Haga lo que le digo. Trasládese mentalmente a Netherwoods. Una noche dejó que Francine de Sor la asustara. Huyó de ella hacia el jardín. ¡Tranquila! ¿Debo darle, a su edad, ejemplo de control sobre si misma?
    -Quiero saber dónde está ahora Francine de Sor, señorita Emily.
    -Está en la mansión campestre de la que acabo de marcharme.
    -¿Y adónde irá después, si me hace el favor? ¿Regresará a la escuela de la señorita Ladd?
    -Eso imagino. ¿Qué interés tiene en saber adónde irá después?
    -No la volveré a interrumpir, señorita. Es cierto que huí hacia el jardín. Puedo adivinar quién me siguió. ¿Cómo se orientó, en la oscuridad, hasta el lugar en que estábamos yo y el señor Morris?
    -La guió el olor del tabaco. Sabía quién fumaba. Lo había visto hablar con usted ese mismo día. Siguió el aroma. Oyó lo que se dijeron y me lo ha repetido. ¡Oh, mi vieja amiga, la maldad de una joven decidida a vengarse me ha dado la luz, mientras que usted, mi niñera, y él, mi enamorado, me dejaban en las sombras: ella me ha contado cómo murió mi padre!
    -¡Es una forma muy amarga de decirlo, señorita!
    -¿Es verdad?
    -No. No es verdad en lo que a mí respecta. Bien sabe Dios que nunca se lo habría ocultado si su tía me hubiera hecho caso. Rogué y supliqué, me arrodillé a sus pies, le advertí, como acabo de contarle. ¿Tengo que recordarle a usted cuán testaruda era la señorita Letitia? Insistió. Me puso a escoger entre marcharme de su lado, de una vez y para siempre, o ceder. No habría cedido ante ninguna otra persona en todo el mundo. Soy obstinada, como me ha dicho usted a menudo. Pues bien, la obstinación de su tía venció a la mía: la quería demasiado para decirle que no. Además, si me pregunta de quién fue la culpa en primer lugar, tengo que decirle que no fue de su tía, sino que fue por miedo que hizo lo que hizo.
    -¿Quién la asustó?
    -Su padrino, el gran cirujano londinense, que estaba de visita en nuestra casa en esa época.
    -¿Sir Richard?
    -Sí, Sir Richard. Dijo que no respondía por las consecuencias si le contábamos la verdad, con su delicado estado de salud. Ah, después de eso se hizo todo lo que él quiso. Fue con la señorita Letitia a la investigación judicial, se ganó al juez y a los periodistas; logró que el nombre de su tía no apareciera en los periódicos; se hizo cargo del ataúd; contrató al funerario y a sus hombres, ninguno de Londres; redactó el certificado ...¡quién si no él! ¡Todos se quitaban el sombrero ante el hombre famoso!
    -Pero sin dudas los sirvientes y los vecinos hicieron preguntas.
    -¡Cientos de preguntas! ¿Qué le importaban a Sir Richard? Eran como niños entre sus manos. Y tenga en cuenta que lo ayudó la suerte. Para empezar, el nombre era muy corriente. ¿Quién iba a identificar a su pobre padre entre los miles de James Brown? Después, la casa y las tierras fueron a manos del heredero varón, como le llamaban, el hombre con quien su padre había chocado hacía tiempo, que trajo consigo a su propia servidumbre. Mucho antes de que usted regresara de casa de los amigos con quienes pasaba un tiempo -¿no lo recuerda?- ya nos habíamos marchado de allí, estábamos a millas y millas de distancia, y los antiguos sirvientes andaban desperdigados, buscando colocarse donde podían. ¿Cómo podía usted sospechar de nosotros? En ese sentido, no teníamos nada que temer, pero me remordía la conciencia. Traté otra vez de convencer a la señorita Leticia cuando recuperó usted la salud. Le dije: "ya no hay temor de una recaída; cuénteselo poco a poco, pero dígale la verdad". ¡No! Su tía la quería demasiado. Me acobardaba con unos terribles accesos de llanto cuando trataba de convencerla. Y eso no era lo peor. Me echaba en cara cuán excitable era su padre. Me recordaba que la tristeza por la muerte de su madre lo había postrado con unas fiebres cerebrales. Me decía: "Emily salió a su padre. Yo misma te lo he oído decir. Tiene su misma constitución y sus mismos nervios sensibles. ¿No sabes cuánto lo amaba, cómo habla de él hasta el día de hoy? ¡Quién puede decir (si no somos cuidadosas) el terrible mal que podemos causar?" Fue así como mi ama me convenció. Me contagió sus miedos; fue como si me hubiera pegado una enfermedad. ¡Oh, querida mía, écheme la culpa si eso le hace bien, pero no olvide todo lo que he sufrido desde entonces! Me vi obligada a huir del lado de mi ama agonizante, aterrorizada por lo que pudiera decir mientras usted velaba junto a su lecho. He vivido temiendo lo que pudiera preguntarme, he ansiado regresar junto a usted y me ha faltado el valor para hacerlo. ¡Míreme ahora!
    La pobre mujer trató de sacar su pañuelo, pero su mano trémula se enredó, inútil, en su vestido.
    -Ni siquiera me puedo secar las lágrimas -dijo con voz desfalleciente-. ¡Trate de perdonarme, señorita!
    Emily rodeó con sus brazos el cuello de su vieja niñera.
    -Es usted quien tiene que perdonarme -dijo con tristeza.
    Permanecieron en silencio unos momentos. A través de la ventana abierta al jardincito les llegaba un único sonido: el suave temblor de las hojas movidas por el viento vespertino.
    La campanilla de la puerta rompió destempladamente el silencio. Ambas experimentaron un sobresalto.
    El corazón de Emily latía con fuerza.
    -¿Quién puede ser?-dijo.
    La señora Ellmother se levantó.
    -¿Digo que no puede recibir a nadie? -preguntó antes de salir de la habitación.
    -¡Sí! ¡Sí!
    Emily oyó cómo se abría la puerta; oyó voces que hablaban en voz baja en el zaguán. Pasaron unos momentos. Entonces la señora Ellmother regresó. No dijo nada. Emily le preguntó.
    -¿Es una visita?
    -Sí.
    -¿Le ha dicho que no puedo recibir a nadie?
    -No pude.
    -¿Por qué no?
    -No sea dura con él, querida. Es el señor Alban Morris.


    CAPÍTULO L
    LA SEÑORITA LADD ACONSEJA

    La señora Ellmother, perpleja y apesadumbrada, se sentó junto a los rescoldos de la lumbre de la cocina a reflexionar sobre los sucesos del día.
    Había esperado a la puerta de la casa para intercambiar unas palabras amables con Alban después de que éste se despidiera de Emily. La desoladora desesperación de su rostro le aconsejó dejarlo ir en silencio. A continuación le había echado un vistazo a la sala. Pálida y fría, Emily yacía en el sofá, hundida en una inerme depresión del cuerpo y de la mente.
    -No me hable. Estoy muy agotada -susurró.
    Era obvio que el criterio sobre la conducta de Alban que le había expresado era al que se había aferrado durante el encuentro entre ambos. Se habían separado con sentimientos de dolor -tal vez de ira-, quizás para siempre. La señora Ellmother ayudó a Emily a incorporarse en un silencio compasivo, la condujo a los altos y aguardó a su lado hasta que se durmió.
    En las horas muertas de la madrugada, las reflexiones de la fiel sirvienta -a ratos sobre el pasado, a ratos sobre el presente- avanzaron lenta y gradualmente en dirección al incierto futuro. Al ponderar hasta dónde era capaz la responsabilidad que había caído sobre sus hombros, sintió que era más de lo que podía o debía soportar por sí sola. ¿A quién volverse en busca de ayuda?
    Los caballeros y las damas de Monksmoor eran unos extraños para ella. El doctor Allday estaba al alcance de la mano, pero Emily había dicho: "No envíes por él; me atormentará con sus preguntas y quiero, si es posible, mantener mi mente tranquila." Pero quedaba una persona a cuya siempre pronta bondad podía apelar la señora Ellmother, y esa persona era la señorita Ladd.
    Habría sido fácil pedir el auxilio de la buena directora para consolar y aconsejar a una alumna favorita a la que amaba. Pero la señora Ellmother tenía otro objetivo en mente: estaba decidida a que la fría crueldad de la traicionera amiga de Emily no quedara impune. Si una anciana ignorante no podía hacer mucho, al menos podía contar la verdad y dejarle a la señorita Ladd la tarea de decidir si una persona como Francine merecía permanecer a su cuidado.
    Sentirse justificada a dar ese paso era una cosa; ponerlo claramente por escrito era otra. Tras varios vanos intentos que le llevaron toda la noche, la señora Ellmother rasgó su carta y se comunicó con la señorita Ladd por la mañana mediante un mensaje telegráfico. "La señorita Emily confronta graves dificultades. No puedo dejarla sola. Además, tengo algo que decirle que no se puede contar por carta. ¿Nos haría el favor de venir a vernos?"
    A inicios de la tarde, la llegada de un visitante llevó a la señora Ellmother a la puerta. La apariencia personal del desconocido le causó una impresión favorable.
    Era un caballero apuesto y de pequeña estatura; sus maneras eran atrayentes, y su voz singularmente agradable.
    -Vengo de la casa de campo del señor Wyvil y traigo una carta de su hija –dijo-. ¿Me permite aprovechar la oportunidad para preguntarle si la señorita Emily se encuentra bien?
    -Lamento decirle que no, caballero. Está tan decaída que no se ha levantado de la cama.
    Al escuchar esa respuesta, el rostro del visitante reveló una solicitud y un pesar tan grandes que la señora Ellmother se sintió favorablemente impresionada y añadió algo más:
    -Mi ama ha tenido que soportar una dura prueba, caballero. Espero que la carta de la joven no le traiga malas noticias.
    -Todo lo contrario, son noticias que se alegrará de saber. La señorita Wyvil vendrá al caer la tarde. ¿Me perdona que le pregunte si la señorita Emily ha consultado a un médico?
    -No quiere oír de ver al médico, caballero. Es buen amigo de ella y vive muy cerca. Lamentablemente, estoy sola en la casa. Si pudiera dejarla un momento, iría al instante a pedirle consejo.
    -¡Permítame que vaya yo! -propuso Mirabel vehemente.
    El rostro de la señora Ellmother se iluminó.
    -Es muy amable de su parte, caballero, si no le importa la molestia.
    -Mi buena señora, nada es molestia tratándose de servir a su joven ama. Deme el nombre y la dirección del médico e indíqueme qué debo decirle.
    -Hay algo con lo que debe tener cuidado -respondió la señora Ellmother-. Que no parezca que lo llamaron: mi ama se negaría a recibirlo.
    Mirabel la entendió.
    -No olvidaré pedirle que tome esa precaución. Tenga la amabilidad de decirle a la señorita Emily que vine a interesarme por ella; mi nombre es Mirabel. Volveré mañana.
    Se apresuró a realizar su encargo, sólo para encontrar que llegaba tarde. El doctor Allday había salido de Londres, llamado para atender a un enfermo grave. No se esperaba que regresara hasta muy avanzada la tarde. Mirabel dejó un mensaje en el que decía que regresaría al anochecer.
    La próxima visitante que llegó a la casa fue la leal amiga en cuya generosa naturaleza la señora Ellmother sabiamente había decidido confiar. La señorita Ladd había resuelto, desde el mismo momento en que leyera el telegrama, darle respuesta en persona.
    -Si hay malas noticias, dígamelas de inmediato -pidió-. Ya no soporto el suspenso; el trajín de la escuela comienza a ser superior a mis fuerzas.
    -No hay nada de qué alarmarse, señora, pero tengo mucho que contarle antes de que vea a la señorita Emily. Esta tonta cabeza mía se me va, al pensar en todo este asunto. No sé por dónde empezar.
    -Empiece por Emily -sugirió la señorita Ladd.
    La señora Ellmother siguió el consejo. Describió la inesperada llegada de Emily el día anterior y repitió lo que conversaran después. El primer impulso de la señorita Ladd después de recobrar la calma fue el de ir junto a Emily sin esperar a oír nada más. Sin osar detenerla, la señora Ellmother, no obstante, se aventuró a hacerle una pregunta.
    -¿Tiene mi telegrama, señora?
    La señorita Ladd se lo mostró.
    -¿Podría hacer el favor de mirar otra vez la última parte?
    La señorita Ladd la leyó: "Además, tengo algo que decirle que no se puede contar por carca". Retornó de inmediato a su asiento.
    -¿Lo que aún no me ha contado tiene que ver con alguien que conozco? -dijo.
    -Tiene que ver con la señorita de Sor, señora. Me temo que le voy a provocar un disgusto.
    -¿Qué fue lo que le dije al entrar? -preguntó la señorita Ladd-. Cuéntemelo todo e intente -no es fácil, lo sé, pero inténtelo- comenzar por el principio.
    La señora Ellmother pasó revista a sus recuerdos de los sucesos ocurridos y comenzó mencionando la curiosidad que había despertado en Francine el día que Emily las presentara. A partir de ahí, procedió a relatar lo sucedido en Netherwoods, el atroz intento de asustarla con la imagen de cera, el descubrimiento realizado por Francine esa noche en el jardín y las circunstancias en las cuales se lo comunicara a Emily.
    El rostro de la señorita Ladd se encendió de indignación.
    -¿Está segura de todo lo que me ha dicho? -preguntó.
    -Completamente segura, señora. Espero no haber hecho mal contándoselo todo -añadió sencillamente la señora Ellmother.
    -¿Mal? -repitió la señorita Ladd enardecida-. Si esa indigna jovencita no puede alegar nada en su descargo, es un baldón para mi escuela, y habré contraído con usted una deuda de gratitud por revelarme su verdadero carácter. Regresará a Netherwoods de inmediato y responderá a mi entera satisfacción o se marchará de mi casa. ¡Qué crueldad! ¡Qué hipocresía! En todo mi trato con jóvenes nunca había visto nada igual. Déjeme acudir junto a mi querida Emily y tratar de olvidar lo que acabo de oír.
    La señora Ellmother condujo a la buena señora a la habitación de Emily, y tras volver al primer piso, salió al jardín. El esfuerzo mental que realizara había dejado su huella, consistente en un dolor de cabeza y una abrumadora depresión. "Una bocanada de aire me hará revivir", pensó.
    Los jardines del frente y el fondo de la casa se comunicaban. Mientras daba lentas vueltas en torno a la vivienda, la señora Ellmother oyó unos pasos en el sendero de entrada, que se detuvieron junto a la verja. Miró por encima de la reja y descubrió a Alban Morris.
    -¡Pase, caballero! -dijo, alegrándose de verlo.
    El hombre la obedeció en silencio. Cuando pudo verle el rostro de cerca, la señora Ellmother sufrió una conmoción. Nunca antes había parecido tan envejecido y macilento el amigo que fuera tan bondadoso con ella en Netherwoods.
    -¡Oh, señor Alban, ahora veo cuánto lo ha hecho sufrir! No tome al pie de la letra sus palabras. Anímese, caballero, las jóvenes cambian pronto de opinión.
    Alban estrechó su mano.
    -No puedo hablar de eso -dijo-. El silencio me ayuda a sobrellevar mi infortunio como le corresponde a un hombre. He recibido algunos golpes duros en la vida: no parecen haber embotado mi capacidad de sufrimiento como creí que lo habían hecho. ¡Gracias a Dios que ella no sabe cuánto me ha hecho sufrir! Quiero pedirle perdón por haberme dejado llevar ayer por mis emociones. Hubo un momento en que le hablé con dureza. No. No quiero importunarla con mi presencia; le he puesto por escrito que lo lamento. ¿Podría usted entregarle mi carta? Adiós y gracias. No debo demorarme; la señorita Ladd me espera en Netherwoods.
    -La señorita Ladd está en la casa en estos momentos, caballero.
    -¡Aquí, en Londres!
    -En los altos, con la señorita Emily.
    -¿En los altos? ¿Emily está enferma?
    -Está mejorando, caballero. ¿Quiere ver a la señorita Ladd?
    -¡No hay duda de que debería hacerlo! Tengo algo que decirle, y no debo perder tiempo. ¿Puedo esperar en el jardín?
    -¿Y por qué no en la sala, caballero?
    -La sala me trae a la mente recuerdos de días más felices. Con el tiempo quizás tenga valor suficiente para volver a ver esa habitación. Ahora no.
    "Si no se reconcilia con ese buen hombre, mi hija de crianza es lo que nunca he creído que fuera: una tonta", pensó la señora Ellmother cuando regresaba a la casa. Media hora después, la señora Ladd se reunió con Alban en el pequeño espacio sembrado de césped que quedaba en la parte posterior de la casa.
    -Le traigo la respuesta de Emily -dijo-. Léala antes de decirme nada.
    Alban la leyó:
    "No debe suponer que me ha ofendido, y puede estar seguro de que le agradezco el tono en que está escrita su nota. Por mi parte, intento escribir con ánimo indulgente; desearía poder escribirle, además, para expresarle mi conformidad. Es imposible. Sigo sin lograr entender sus motivos. Usted no es un familiar mío; no tenia ninguna obligación de guardar el secreto; me oyó hablar del asesinato de mi padre como si se tratara del de un desconocido; ¡y me mantuvo -deliberada, cruelmente- engañada! Ese recuerdo me quema como una brasa. ¡No puedo, oh, Alban, no puedo seguir teniendo de usted la buena opinión que tenía, y que he perdido! Si desea ayudarme a soportar mi carga, le suplico que no vuelva a escribirme."
    Alban le extendió la carta en silencio a la señorita Ladd. Ella le indicó con un gesto que la conservara.
    -Sé lo que Emily le escribió, y le dije lo que ahora le digo a usted: está equivocada, equivocada en todos los sentidos -dijo-. Su impulsividad la lleva, desafortunadamente, a sacar conclusiones apresuradas, y una vez que se las ha formado, se atiene a ellas con todo el vigor de su carácter. En este asunto, no mira sino su lado de la cuestión, y es ciega al suyo.
    -¡Pero no lo hace a propósito! -la interrumpió Alban.
    La señorita Ladd lo miró admirada.
    -¿Defiende usted a Emily? -dijo.
    -La amo -respondió Alban.
    La señorita Ladd se compadeció de él, como se había compadecido la señora Ellmother.
    -Tiempo al tiempo, señor Morris -continuó-. El peligro al que hay que temer es el de que cometa alguna acción insensata en ese intervalo. ¿Quién puede saber cómo terminará todo si persiste en su actual manera de pensar? ¡Hay algo de monstruoso en una joven que declara que es su deber perseguir a un asesino y llevarlo ante la justicia! ¿No le parece?
    Alban siguió defendiendo a Emily.
    -Me parece un impulso natural; natural y noble -dijo.
    -¡Noble! -exclamó la señorita Ladd.
    -Sí, porque nace de un amor que no se extinguió con la muerte de su padre.
    -¿Entonces la secunda?
    -¡Lo haría de todo corazón, si me diera esa oportunidad!
    -Dejemos el tema, señor Morris. La señora Ellmother me ha dicho que tiene usted algo que comunicarme. ¿De qué se trata?
    -Tengo que pedirle que me permita renunciar a mi puesto en Netherwoods -contestó Alban.
    La señorita Ladd no sólo experimentó sorpresa sino también -lo que era muy raro en ella- ciertas sospechas. Se le ocurrió que después de lo que Alban le comunicara a Emily, quizás meditaba en algún proyecto desesperado con la esperanza de recuperar el lugar que perdiera en su favor.
    -¿Se ha enterado de un empleo mejor? -preguntó.
    -No me he enterado de ningún empleo. Mi estado mental me impide prestarles la debida atención a mis alumnas.
    -¿Es esa su única razón para marcharse de mi escuela?
    -Es una de mis razones.
    -¿La única que le parece necesario comunicarme?
    -Sí.
    -Lamentaré perderlo, señor Morris.
    -Créame, señorita Ladd, que le agradezco su amabilidad.
    -¿Tendría la bondad de dejarme que le diga algo más? -respondió la señorita Ladd-. No pretendo inmiscuirme en sus secretos. Sólo confío en que no tenga en mente ningún proyecto irreflexivo.
    -No la entiendo, señorita Ladd.
    -Sí, señor Morris, sí me entiende.
    La directora de la escuela estrechó la mano de Alban Morris y regresó junto a Emily.


    CAPITULO Ll
    EL DOCTOR VE

    Alban regresó a Netherwoods para seguir prestando allí sus servicios hasta que se encontrara otro profesor que pudiera ocupar su lugar.
    La señorita Ladd lo siguió en un tren posterior. Emily era demasiado consciente de cuán importante resultaba la presencia de la directora para la buena marcha de la escuela como para permitirle que permaneciera en su casa. Quedó acordado que se escribirían y que el cuarto de Emily estaría esperando por ella en Netherwoods cada vez que sintiera deseos de ocuparlo.
    Esa tarde la señora Ellmother preparó el té más temprano que de costumbre. Como estaba a solas con Emily, se le ocurrió que podía aprovechar esa situación para insinuar unas palabras a favor de Alban. Escogió mal el momento. En cuanto pronunció el nombre del profesor, Emily la hizo callar con una mirada y mencionó a otra persona: la señorita Jethro.
    De inmediato, la señora Ellmother protestó a su manera terminante.
    -¡Haga lo que quiera, pero no vuelva con eso! ¿Qué le importa la señorita Jethro?
    -Estoy más interesada en ella de lo que supone. Sucede que sé por qué se marchó de la escuela.
    -¡Con perdón, señorita, pero eso es totalmente imposible!
    -Se marchó de la escuela por un motivo muy grave -insistió Emily-. La señorita Ladd descubrió que había usado referencias falsas.
    -¡Santo Dios! ¿Quién se lo dijo?
    -Ya ve que lo sé. Le pregunté a la señorita Ladd cómo le había llegado esa información. Prometió no revelar nunca el nombre de quien se lo comunicó. A ella no se lo dije, pero a usted puedo decírselo: me temo que tengo una idea de quién fue esa persona.
    -¡No, no es posible que sepa quién era! -afirmó terca la señora Ellmother. ¿Cómo podría saberlo?
    -¿Quiere que le repita lo que oí en ese cuarto de enfrente cuando mi tía agonizaba?
    -¡Deje eso, señorita Emily! ¡Por Dios, deje eso!
    -No puedo dejarlo. Me resulta terrible sospechar de mi tía sin más motivos que lo que dijo cuando deliraba. Dígame, si me quiere, ¿era su imaginación trastornada o era la verdad?
    -Por la salvación de mi alma, señorita Emily, yo sólo puedo conjeturar, como usted. No puedo estar segura. Mi ama confiaba en mí tan sólo a medias. Me terno que a veces tengo la lengua muy dura. La ofendí, y desde ese momento sólo actuaba según su propio criterio. Lo que hizo, lo hizo a escondidas, en lo que a mí toca
    -¿Cómo fue que la ofendió?
    -Me veré obligada a hablar de su padre para decírselo.
    -Hable de él.
    -¡Tenga en cuenta que él no tuvo la culpa! -dijo la señora Ellmother con aire solemne-. Si no estuviera segura de lo que le cuento, no lograría sacarme ni una palabra. ¡Ese hombre tan bueno y tan dulce -no se puede negar- sí estaba enamorado de la señorita Jethro! ¿Qué le pasa?
    Emily recordaba su memorable conversación con la maestra caída en desgracia durante su última noche de escuela.
    -Nada -respondió- Siga.
    -Si no hubiera tratado de que no lo supiéramos, a su tía nunca se le habría ocurrido que estaba enredado en un amorío vergonzoso. No niego que la ayudé en sus averiguaciones, pero fue sólo porque estaba segura desde el principio de que cuanto más supiera, más evidente sería la inocencia de mi amo. Solía ir a encontrarse en secreto con la señorita Jethro. En la época en que su tía todavía confiaba en mí, nunca logramos saber dónde. Fue después que lo descubrió por sí sola (no puedo decirle cuánto tiempo después), y gastó dinero empleando a unos miserables para que escarbaran en el pasado de la señorita Jethro. Sentía (y me perdona que se lo diga) el odio de las solteronas por una joven hermosa que hacía que su padre se alejara de la casa y (de cierta manera) interponía un secreto entre su hermano y ella. No le contaré cómo examinamos las cartas y otras cosas que su padre olvidaba guardar bajo siete llaves. Sólo le diré que en un diario que llevaba encontramos algo que me hizo avergonzarme de mí misma. Se lo leí a la señorita Letitia y le dije redondamente que no contara más conmigo. No, no tengo copia de sus palabras, las recuerdo sin necesidad de ninguna copia. "Incluso si mi religión no me prohibiera poner en peligro mi alma viviendo en pecado con esta mujer que amo" -así empezaba- “el recuerdo de mi hija me obligaría a conservarme puro. Ninguna conducta mía me hará nunca indigno del afecto y el respeto de m¡ hija." ¡Ya ve! La hago llorar; ya me voy. Le he dicho cuanto tenía que decirle. Sólo la señorita Ladd sabe de manera cierta si su tía fue inocente o culpable de la caída en desgracia de la señorita Jethro. Por favor, excúseme, tengo cosas que hacer en los bajos.
    De vez en cuando, mientras realizaba sus labores domésticas, la señora Ellmother pensaba en Mirabel. Habían pasado varias horas y el doctor no había aparecido. ¿Estaba tan ocupado que no podía dedicarles ni unos minutos de su tiempo? ¿O sería que el atractivo caballerito, después de prometer con tanta liberalidad cumplir su encargo, no lo había Hecho? Esa última sospecha era injusta con Mirabel, quien se había comprometido a regresar a casa del doctor y había cumplido su palabra.
    El doctor Allday estaba de nuevo en su consultorio y recibía a sus pacientes. Cuando le llegó su turno, Mirabel no tuvo motivos para quejarse de la bienvenida de que lo hizo objeto. Al mismo tiempo, después de que manifestara el objetivo de su visita, algo extraño comenzó a traslucirse en las maneras del doctor.
    Le lanzó a Mirabel una mirada de incómoda curiosidad e inventó una excusa para que su visitante cambiara de posición, de modo que la luz cayera sobre el rostro de Mirabel.
    -Tengo la impresión de que lo he visto antes en algún momento -dijo el doctor.
    -Me avergüenza decir que no lo recuerdo -respondió Mirabel.
    ¡Ah, es muy probable que me equivoque! Pasaré a ver a la señorita Emily, caballero. Puede confiar en ello.
    De nuevo a solas en su consultorio, el doctor Allday no hizo sonar la campanilla para llamar al próximo paciente que esperaba por él. Sacó su diario de la gaveta del escritorio y buscó las anotaciones del pasado mes de julio.
    Al llegar al día 15, recorrió con la vista las primeras líneas que escribiera: "Visita de una dama misteriosa que se hace llamar señorita Jethro. Nuestra conversación condujo a resultados sumamente inesperados."
    No: eso no era lo que buscaba. Miró un poco más abajo y a partir de un punto leyó ininterrumpidamente lo siguiente:
    «Visité a la señorita Emily, muy preocupado por lo que podría descubrir en los papeles de su tía. Todos los papeles destruidos, gracias a Dios, excepto el recorte de periódico donde se ofrece una recompensa por la captura del asesino, que encontró en aquel álbum. Le devolví el recorte. Emily se mostró muy sorprendida de que después de circular por todas partes una descripción tan detallada, el malhechor hubiera escapado. Me leyó la descripción con su voz hermosa y clara: “Su edad se calcula entre los veinticinco y los treinta años. Es un hombre bien proporcionado y de pequeña estatura. Tez rubia, rasgos delicados, ojos azul claro. Pelo rubio bastante corto. Rostro completamente afeitado, a excepción de unas patillas estrechas”, etc. Emily no comprende cómo pudo disfrazarse el fugitivo. Le hice ver que podía cambiar el aspecto de su cabeza y su rostro de modo muy efectivo (con ayuda del tiempo) dejándose crecer el pelo y cultivando su barba. Emily no quedó convencida, a pesar de lo evidente del caso. Cambió el tema de conversación."
    El doctor dejó a un lado su diario e hizo sonar la campanilla.
    "Curioso", pensó. "Ese pequeño clérigo tan presumido me recordó la conversación que sostuve con Emily hace más de dos meses. Me pregunto si sería por sus cabellos ondulantes. ¿O sería su espléndida barba? ¡Santo Dios! ¿Y si resultara que...?"
    Lo interrumpió la entrada de su paciente. A ese lo siguieron otros enfermos. Durante el resto de la tarde, la mente del doctor Allday estuvo ocupada en asuntos profesionales.


    CAPÍTULO LII
    ¡SI PUDIERA ENCONTRAR UN AMIGO!

    Poco después de la partida de la señorita Ladd llegó un paquete para Emily con el nombre de un librero impreso en la etiqueta. Era grande y pesado.
    -Lectura suficiente para toda una vida -comentó la señora Ellmother después de llevar el paquete a los altos.
    Emily la llamó cuando se disponía a salir de la habitación.
    -Quiero hacerle una advertencia antes de que llegue la señorita Wyvil -dijo- No le diga, no le diga a nadie, cómo murió mi padre. Si les confiamos nuestro secreto a otras personas, lo comentarán. No sabemos cuán cerca de nosotros puede hallarse el asesino. El menor indicio puede ponerlo en guardia.
    -¡Oh, señorita, todavía está pensando en eso!
    -No pienso en nada más.
    -Eso es malo para la mente, señorita Emily, y malo para el cuerpo, como se ve por su aspecto. Me gustaría que consultara con alguna persona prudente antes de meterse sola en este asunto.
    Emily dejó escapar un suspiro de cansancio.
    -En mi situación, ¿dónde encontrar a esa persona en quien pueda confiar?
    -Puede confiar en el buen doctor.
    -¿Le parece? Quizás me equivoqué cuando dije que no lo recibiría. Podría resultarme de alguna utilidad.
    La señora Ellmother le sacó el máximo provecho a esa concesión, ante el temor de que Emily cambiara de idea.
    -Puede que el doctor Allday venga a verla mañana -dijo.
    -¿Quiere decir que lo mandó llamar?
    -¡No se enfade! Lo hice por su bien, y el señor Mirabel estuvo de acuerdo conmigo.
    -¡El señor Mirabel! ¿Qué le contó al señor Mirabel?
    -Nada, salvo que usted está enferma. Cuando lo oyó, se ofreció a buscar al doctor. Vendrá mañana a interesarse por su salud. ¿Lo recibirá?
    -Todavía no lo sé. Tengo otras cosas en las que pensar. Haga subir a la señorita Wyvil cuando llegue.
    -¿Le preparo el cuarto de los huéspedes?
    -No. Se quedará con su padre en su casa de Londres.
    Emily dio esa respuesta casi con aire de alivio. Cuando llegó Cecilia, fue sólo mediante un esfuerzo que logró mostrar su agradecimiento por la simpatía de su amiga más querida. Terminada la visita, sintió una ingrata sensación de libertad: su mente se liberaba de los frenos que la contenían; podía volver a pensar en el único tema terrible que le interesaba ahora. Por encima del amor, la amistad, el natural disfrute de su juventud, señoreaba la desoladora decisión que la comprometía a vengar la muerte de su padre. Sus más caros recuerdos de él -que antaño fueran recuerdos tiernos- ahora la quemaban (para usar sus propias palabras) como una brasa. El amor que uniera en épocas pretéritas al padre y a la hija no era un sentimiento corriente. Todo el esplendor de la vida de Emily desde la infancia hasta la primera juventud -una vida sin madre, sin hermanos, sin hermanas- era obra de su padre. Aceptar la pérdida de ese único y amado compañero a causa de una cruel enfermedad era la prueba más difícil a la que se había visto obligada a resignarse. Pero verse separada de él por la mano asesina de un hombre era más de lo que la apasionada naturaleza de Emily podía sufrir pasivamente. Antes de que se hubiera cerrado detrás de su amiga la verja del jardín, había retornado a su idea fija, se había sumido totalmente en su única aspiración. Ya había desempaquetado y esparcido sobre la mesa los libros que ordenara con ese propósito en mente: eran libros que podían complementar su falta de experiencia y revelarle los peligros del curso que se había trazado. Hora tras hora, mientras la vieja sirvienta creía que su ama dormía, leyó absorta biografías en inglés y francés en las que se relataban las estratagemas mediante las cuales famosos policías habían capturado a los peores criminales de sus épocas. Después se dedicó a leer obras de ficción cuyo tema fundamental era el develamiento de crímenes ocultos. Pasó la noche y el alba se asomó a su ventana, y aún seguía abriendo libro tras libro mientras sentía desfallecer su valor, y no lograba más que llegar a la desalentadora convicción de su incapacidad para llevar adelante sus planes. Casi cada página que volvía le revelaba los inconmovibles obstáculos que ponían en su camino su edad y su sexo. ¿Podría ella mezclarse con las personas, o visitar las escenas, que les resultaban familiares a los hombres que siguieran (en la vida real y en la ficción) el rastro de los homicidas hasta llegar a sus cubiles para marcarlos con el estigma de Caín a fin de diferenciarlos de sus prójimos inocentes? ¡No! Una joven que adoptara o pretendiera adoptar esa tarea enfrentaría a cada paso insultos y ultrajes como abominable tributo a su juventud y a su belleza. ¿Qué proporción guardarían los hombres que la respetaran con los que podrían hacerla objeto de proposiciones que resultaba casi imposible imaginar sin estremecerse? Se arrastró exhausta hasta el lecho sintiéndose la más indefensa, la más descorazonada criatura que pisaba la vasta faz de la tierra: una joven consagrada a realizar la tarea de un hombre.
    Atento a cumplir sin demoras la promesa hecha a Mirabel, el doctor fue a visitar a Emily por la mañana temprano, antes de la hora en que solía dirigirse a su consultorio.
    -¿Y bien? ¿Qué le ocurre a su linda patrona? -preguntó, a su manera abrupta, cuando la señora Ellmother le abrió la puerta-. ¿Es amor? ¿O celos? ¿O un vestido nuevo que tiene una arruga?
    -Ya se lo contará la propia señorita Emily, señor. Me tiene prohibido decir nada.
    -¿Pero a pesar de eso se propone decirme algo?
    -¡No bromee, doctor Allday! Las cosas aquí están demasiado serias para bromas. Prepárese para una sorpresa, sólo le digo eso.
    Antes de que el doctor pudiera preguntarle a qué se refería, Emily abrió la puerta de la sala.
    -¡Pase! -dijo impaciente.
    El primer saludo del doctor Allday fue estrictamente profesional.
    -Hija mía, no esperaba verla así -comenzó-. Parece gravemente enferma
    Intentó tomarle el pulso. Emily retiró su mano.
    -Es mi mente la que está enferma -respondió-. Tomarme el pulso no me curará de mi ansiedad y mi pena. Quiero un consejo; quiero ayuda. Querido doctor, usted ha sido siempre un buen amigo: séalo ahora mejor que nunca.
    -¿Qué puedo hacer?
    -Prometa que guardará el secreto que voy a contarle. Y escuche, escuche con paciencia, hasta que haya terminado.
    El doctor Allday prometió y escuchó. Al menos hasta cierto punto, estaba preparado para una sorpresa, pero esta repentina revelación era más de lo que podía soportar con ecuanimidad. Contempló a Emily embargado por una silenciosa consternación. La joven lo había sorprendido y conmocionado, no sólo por lo que le revelara, sino por lo que inconscientemente dejaba adivinar. ¿Sería posible que la apariencia personal de Mirabel le hubiera producido la misma impresión que la que despertara en su imaginación? Su primer impulso, cuando se serenó lo suficiente para hablar, lo indujo a plantearle la pregunta con todo cuidado.
    -Si por casualidad se topara con ese sospechoso, ¿cuenta con algún medio para identificarlo? -dijo.
    -Ninguno, doctor. Si reflexiona en el asunto...
    El doctor la interrumpió, convencido del peligro de alentarla y resuelto a actuar a partir de ese convencimiento.
    -Con mi profesión tengo bastante para mantenerme ocupado -dijo-. Pídale a su otro amigo que reflexione sobre el asunto.
    -¿Qué otro amigo?
    -El señor Alban Morris.
    En el instante en que pronunció ese nombre, se percató de que había despertado recuerdos penosos.
    -¿Se ha negado el señor Morris a ayudarla? -inquirió.
    -No le he pedido ayuda.
    -¿Por qué?
    No había otra alternativa (con un hombre como el doctor Allday) que ofenderlo o responderle. Emily adoptó este último camino. En esta ocasión no tuvo motivo para quejarse de su silencio.
    -Su opinión sobre la conducta del señor Morris me sorprende -contestó- me sorprende más de lo que soy capaz de expresar -añadió al recordar que él también era culpable de haberla mantenido ignorante de la verdad, en consideración -una consideración equivocada, parecía ahora- a su paz de espíritu.
    -Sea bueno conmigo y no me lo tenga en cuenta si estoy equivocada -dijo EmiIy-. No puedo rebatir sus argumentos; sólo puedo decirle lo que siento. Usted ha sido siempre tan bondadoso conmigo, ¿puedo seguir contando con su bondad?
    El doctor Allday volvió a su silencio original.
    -¿Puedo al menos preguntarle si sabe algo sobre ciertas personas...? -continuó Emily, y se interrumpió, desalentada por la fría e inquisitiva expresión de los ojos del anciano.
    -¿Qué personas? -dijo.
    -Personas de las que sospecho.
    -Nómbremelas.
    Emily nombró a la dueña de la posada de Zeeland: ahora era capaz de interpretar correctamente la conducta de la señora Rook cuando le pusieran entre las manos el medallón en Netherwoods. El doctor Allday le respondió seca y brevemente: ni siquiera conocía a la señora Rook. Emily mencionó a continuación a la señorita Jethro y se percató de inmediato de que había logrado despertar su interés.
    -¿Qué sospechas tiene sobre la señorita Jethro? -preguntó.
    -Sospecho que sabe más sobre la muerte de mi padre de lo que está dispuesta a admitir-contestó Emily.
    Los modales del doctor mejoraron.
    -Estoy de acuerdo -dijo con franqueza-. Pero conozco un poco a esa dama. Le prevengo que no desperdicie tiempo y energías tratando de descubrir un punto débil en la señorita Jethro.
    -No es esa la opinión que me inspiró en la escuela -replicó Emily-. Por otro lado, no sé qué puede haber sucedido desde entonces. Quizás he perdido la estimación que me tenía.
    -¿Por qué?
    -A causa de mi tía.
    -¿A causa de su tía?
    -Desearía estar equivocada, confío en ello, pero temo que mi tía haya tenido algo que ver con el despido de la señorita Jethro de la escuela, y en ese caso es posible que se haya enterado -continuó Emily. Sus ojos, que estaban clavados en el doctor, de pronto se iluminaron-. ¡Usted sabe algo sobre ese asunto! -exclamó.
    El doctor ponderó durante unos momentos si debía o no contarle acerca de la carta que había encontrado en la casa, dirigida a la señorita Ladd por la señorita Letitia.
    -Si le dijera que sus temores están bien fundados, ¿eso haría que se mantuviera alejada de la señorita Jethro? -preguntó.
    -Sentiría vergüenza de dirigirle la palabra, incluso si nos encontráramos por casualidad.
    -Muy bien. Puedo asegurarle categóricamente que su tía fue la persona que hizo que expulsaran a la señorita Jethro de la escuela. Cuando llegue a casa, le enviaré una carta que lo prueba.
    Emily inclinó la cabeza.
    -¿Por qué es ahora que me entero? -dijo.
    -Porque antes de hoy no tenía ningún motivo para contárselo. Si no otra cosa, al menos he logrado mantenerla alejada de la señorita Jethro.
    Emily lo miró alarmada. El doctor siguió hablando sin parecer percatarse de que le había producido un sobresalto.
    -Quisiera Dios que pudiera con la misma facilidad impedir el enloquecido proyecto que se ha propuesto.
    -¿El enloquecido proyecto? -repitió Emily-. Oh, doctor Allday. ¿Será tan cruel que me abandone en el momento en que más necesito su ayuda?
    Esa apelación lo conmovió. Habló con más amabilidad; la condenaba, pero le inspiraba compasión.
    -Pobre hija mía, cruel sería si lo alentara. Se está consagrando a una empresa tan escandalosamente improcedente para una joven como usted que le puedo afirmar que la contemplo con horror. ¡Reflexione, se lo ruego, reflexione; y déjeme oírle decir que renuncia a ella, no a causa de mis pobres súplicas, sino de su buen juicio! -su voz se quebró; se le humedecieron los ojos-. Si me quedo un momento más, haré el tonto -exclamó furioso-. Adiós.
    Partió.
    Emily fue hasta la ventana y contempló la hermosa mañana. ¡No había nadie que la compadeciera, nadie que la entendiera, nada que le hablara a su pobre ser mortal de esperanza y aliento, salvo el cielo brillante, tan lejano! Le volvió la espalda a la ventana. "El sol brilla para el asesino igual que brilla para mí", pensó.
    Se sentó a la mesa y trató de calmar el tumulto de su mente, de pensar serenamente en qué paso dar. Todos y cada uno de sus escasos amigos opinaban que cometía un error. ¿Acaso ellos habían perdido al único ser que amaban en el mundo en manos de un homicida que seguía libre? Todo lo que había de fiel, todo lo que había de leal en el carácter de la joven la hacia aferrarse a su desesperada decisión como con un puño de hierro. Si cedía en ese momento de tristeza, no era porque dudara de su proyecto, sino porque sentía su desamparo.
    -¡Oh, si fuera un hombre! -se dijo-. ¡Oh, si pudiera encontrar un amigo!


    CAPÍTULO LIII
    APARECE EL AMIGO

    La señora Ellmother entró en la sala.
    -Le dije que el señor Mirabel volvería -anunció-. Aquí está.
    -¿Quiere que lo reciba?
    -Lo deja a su decisión.
    Por un momento, y sólo por un momento, Emily se sintió indecisa.
    -Hágalo pasar -dijo.
    Desde que pasó a la habitación, resultó visible la turbación de Mirabel. Por primera vez en su vida -en presencia de una mujer- el popular predicador se mostraba tímido. Él, que había estrechado cientos de hermosas manos con afectuosa presión; él, que había ofrecido elocuente consuelo en Inglaterra y en el extranjero a bellezas acongojadas, se dio cuenta de que cuando Emily lo recibió le cambiaron los colores del rostro y fue incapaz de pronunciar palabra. Pero aunque no estaba en su mejor momento -y, lo que es peor, era consciente de ello- no había nada despreciable en su aspecto y sus maneras. Su silencio y su confusión revelaban un cambio que inspiraba respeto. El amor habla hecho madurar al mimado favorito de necias congregaciones, al afeminado animalito doméstico de salones y tocadores, hasta convertirlo en un Hombre, y ninguna mujer en la situación de Emily habría dejado de percibir que se trataba de un amor que ella había inspirado.
    Igualmente incómodos, ambos buscaron refugio en las frases manidas que sugería la ocasión. Una vez agotadas, se produjo una pausa. Mirabel mencionó a Cecilia, como recurso para continuar la charla.
    -¿Ha visto a la señorita Wyvil? -preguntó.
    -Estuvo aquí anoche y espero verla hoy otra vez antes de que vuelva a Monksmoor con su padre. ¿Regresa usted con ellos?
    -Sí, si usted lo hace.
    -Yo me quedo en Londres.
    -Entonces yo también me quedo en Londres.
    El poderoso sentimiento que se albergaba en su interior al fin había logrado expresarse. En días más felices -cuando Emily rehusara insistentemente dejarlo hablar con seriedad- la joven habría tenido lista una respuesta vivaz. Ahora guardó silencio. Mirabel le suplicó que no lo malinterpretara, mediante una franca confesión de sus motivos, que lo mostraron a una nueva luz. El hombre fácil y locuaz que antes casi nunca pareciera hablar en serio, quería decir, seriamente quería decir lo que dijo a continuación.
    -¿Me permite tratar de explicarme? -preguntó.
    -Por supuesto, si así lo desea.
    -Por favor, no me crea capaz de la presunción de dedicarle un cumplido hueco. No puedo pensar en usted, sola y en dificultades, sin sentir una preocupación que sólo tengo una forma de aliviar: debo estar cerca para saber de usted todos los días. ¡No repitiendo esta visita! A menos que usted lo desee, no cruzaré el umbral de su casa. La señora Ellmother me dirá si está usted más tranquila; la señora Ellmother me dirá si su fortaleza se ve sometida a nuevas pruebas. No tiene por qué mencionarle que he hablado con ella a la puerta; y puede ella estar segura, y usted también puede estarlo, de que no haré preguntas indiscretas. Soy capaz de compadecerla en su infortunio sin querer saber cuál es. Si puedo serle de la menor utilidad, piense en mí como en su servidor. Dígale a la señora Ellmother: "Quiero verlo", y será suficiente.
    ¿Qué mujer se habría resistido a una devoción tal? Los ojos de Emily eran tiernos al responderle.
    -No sabe cómo me conmueve su bondad -dijo.
    -No mencione mi bondad hasta que no la haya puesto a prueba -la interrumpió él-. ¿Puede un amigo (quiero decir, un amigo como yo) resultarle de alguna utilidad?
    -De la mayor utilidad, si me atreviera a disponer de él.
    -¡Le suplico que disponga de mí!
    -Pero no sabe lo que me propongo, señor Mirabel.
    -No necesito saberlo.
    -Puedo estar equivocada. Todos mis amigos me dicen que estoy equivocada.
    -No me importa lo que dicen sus amigos; no me importa nada en el mundo excepto su tranquilidad. ¿Acaso su perro le pregunta si está en lo cierto o equivocada? Soy su perro. Pienso en Usted, y en nada más.
    Emily rememoró lo ocurrido en los últimos días. La señorita Ladd, la señora Ellmother, el doctor Allday: nadie la habla apoyado ni le había hablado como la apoyaba y le hablaba este hombre. Recordó la terrible sensación de indefensión y soledad que oprimiera su corazón poco antes de la llegada de Mirabel. Ni su padre se habría mostrado mucho más bondadoso con ella que este amigo a quien sólo conocía desde hacía unas pocas semanas. Lo contempló con los ojos empañados por las lágrimas; era incapaz de decir algo elocuente, ni siquiera algo que resultara apropiado.
    -Es usted muy bueno conmigo -fue lo único que logró decir para agradecerle todo lo que le ofrecía. ¡Cuán pobre retribución parecía ser! ¡Y, sin embargo, cuánto significaba!
    Mirabel se puso de pie al tiempo que manifestaba, considerado, que la dejaría para que se recobrara y aguardaría para saber si lo necesitaba.
    -No -dijo ella-. No debo dejarlo ir. La más elemental gratitud me obliga a tomar una decisión antes de que se marche, y he decidido depositar en usted mi confianza -vaciló, su rostro se cubrió de un leve rubor-. Sé cuán desinteresadamente me ofrece su ayuda -continuó-. Sé que me habla como un hermano le hablaría a su hermana...
    Mirabel la interrumpió gentilmente.
    -No -dijo-. No puedo afirmar eso con sinceridad. Y, ¿puedo atreverme a recordarle por qué? Usted sabe por qué.
    Emily experimentó un sobresalto. Sus ojos se posaron en él con momentáneo reproche.
    -¿Es justo que me diga eso en mi situación? -preguntó.
    -¿Serla justo permitirle que se engañara? -replicó él-. ¿Merecería que depositara en mí su confianza si la alentara a hacerlo con una mentira? No saldrá de mis labios, a menos que usted lo permita, ni una palabra más sobre las esperanzas de las que depende la felicidad de mi vida. Prometo, en mi consagración a sus intereses, olvidarme de mí mismo. Mis motivos pueden ser malinterpretados; mi posición incomprendida. Quienes ignoran la realidad pueden tomarme por ese otro hombre feliz por quien usted se interesa...
    -¡Calle, señor Mirabel! La persona a quien se refiere no tiene sobre mí los derechos que supone.
    -¿Me atreveré a decir cuán feliz me hace saberlo? ¿Me perdonará?
    -Lo perdonaré si no dice una palabra más.
    Sus ojos se encontraron. Totalmente embargado por la nueva esperanza que Emily le hiciera concebir, Mirabel fue incapaz de responderle. Sus nervios sensibles temblaban de emoción, como los nervios de una mujer; su delicada tez palideció lentamente hasta perder todo su color. Emily se alarmó: Mirabel parecía a punto de desmayarse. La joven corrió a la ventana para abrirla más.
    -No se moleste, por favor -dijo él-. Las emociones súbitas me producen fácilmente cierta agitación, y en este momento mi felicidad me abruma un poco.
    -Déjeme darle un vaso de vino.
    -Gracias, de veras que no lo necesito.
    -¿De verdad se siente mejor?
    -Ya me siento muy bien, y deseoso de saber cómo puedo servirla.
    -Es una larga historia, señor Mirabel; una historia terrible.
    -¿Terrible?
    -¡Sí! Primero déjeme decirle cómo puede serme útil. Busco a un hombre que cometió contra mí la maldad más cruel que un ser humano puede causarle a otro. Pero las probabilidades están todas en mi contra: no soy más que una mujer, y no sé siquiera cómo dar el primer paso para descubrirlo.
    -Lo sabrá cuando yo la guíe.
    Mirabel le recordó tiernamente lo que podía esperar de él, y ella lo recompensó con una mirada de gratitud. Sin ver nada, sin sospechar nada, avanzaban cada vez más hacia el desenlace.
    -En una o dos ocasiones, cuando estábamos en Monksmoor, le hablé de mi pobre padre, y debo volver a hablarle de él -continuó Emily-. No podía usted tener interés en inquirir sobre un desconocido, y no puede haberse enterado de cómo murió.
    -Perdón, pero el señor Wyvil me contó cómo había muerto.
    -Se enteró usted de lo que yo le había contado al señor Wyvil: estaba equivocada -dijo Emily.
    -¡Equivocada! -exclamó Mirabel en tono de cortés sorpresa-. ¿No fue una muerte súbita?
    -Sí fue una muerte súbita.
    -¿Causada por una enfermedad del corazón?
    -No fue causada por ninguna enfermedad. Me engañaron sobre la muerte de mi padre y hace tan sólo unos pocos días que lo he descubierto.
    A punto de asestarle la terrible conmoción que iba a provocarle, Emily se detuvo, dudando si sería mejor relatarle cómo lo había descubierto o pasar sin más al resultado de su descubrimiento. Mirabel supuso que había hecho una pausa para calmar su agitación. Estaba tan descomunalmente lejos de albergar la menor sospecha sobre lo que se avecinaba que hizo gala de ingenio con la esperanza de evitarle una pena
    -Me imagino el resto -dijo-. La causa de su triste pérdida fue un accidente fatal. Cambiemos de tema; cuénteme más acerca de ese hombre que debo ayudarla a encontrar. Seguir hablando sobre la muerte de su padre no logrará sino acongojarla.
    -¿Acongojarme? -repitió ella-. ¡Su muerte me enloquece!
    -¡Oh, no diga eso!
    -¡Escuche! ¡Escuche! Mi padre murió asesinado en Zeeland, y el hombre que debe ayudarme a encontrar es el rufián que lo mató.
    Emily se incorporó de un salto con un grito de terror. Mirabel había caído al suelo sin sentido.


    CAPITULO LIV
    EL FIN DEL DESMAYO

    Emily recuperó su presencia de ánimo. Abrió la puerta para crear una corriente de aire en la habitación y pidió agua a gritos. Volvió junto a Mirabel y le aflojó la corbata. En ese momento llegó la señora Ellmother, justo a tiempo para evitar que la joven cometiera un error muy común en el tratamiento de las personas desmayadas, al levantarle la cabeza al clérigo. La corriente de aire y las salpicaduras de agua sobre el rostro pronto produjeron su acostumbrado efecto.
    -Volverá en sí de inmediato -comentó la señora Ellmother-. Su tía a veces era dada a estos desvanecimientos, señorita, y algo sé de ellos. A pesar de esa barba tan grande, parece ser una criaturita debilucha. ¿Pasó algo que lo asustara?
    ¡Lejos estaba Emily de saber cuánto de verdad había en ese comentario casual!
    -No hay nada que pueda haberla asustado -contestó-. Me temo que tiene algún problema de salud. Cuando hablábamos, palideció de repente y pensé que iba a ponerse enfermo. No le dio importancia y pareció recuperarse. Lamentablemente, yo estaba en lo cierto: era el aviso del desmayo; un minuto después cayó al suelo.
    Un suspiro revoloteó sobre los labios de Mirabel. Abrió los ojos, le lanzó a la señora Ellmother una mirada de vago terror y volvió a cerrarlos. Emily le susurró a la sirvienta que se marchara de la habitación. La anciana sonrió mordaz al abrir la puerta, y después volvió la vista atrás con un súbito cambio de humor. Ver a su buena amita inclinada sobre el débil clérigo la hizo pensar, por una extraña asociación de ideas, en Alban Morris.
    -Ah -musitó para sí misma al salir-, ¡ese sí es un Hombre!
    En el aparador había vino: el vino que en vano le ofreciera antes Emily a Mirabel. Esta vez, el clérigo lo bebió con avidez. Recorrió la habitación con la vista, como si quisiera asegurarse de que estaban solos.
    -¿He perdido mucho en su estimación? -preguntó con una leve sonrisa-. Me temo que, después de esto, tendrá una pobre opinión de su nuevo aliado.
    -Mi única opinión es que debe cuidar más de su salud -contestó Emily con un sincero interés en su restablecimiento-. Permítame dejarlo descansar en el sofá.
    Mirabel se negó a permanecer en la casa. Le preguntó a Emily, con súbito nerviosismo, si era posible que su sirvienta le consiguiera un coche de alquiler. La joven se aventuró a dudar de que tuviera fuerzas suficientes para marcharse solo. El predicador reiteró, lastimosamente reiteró, su petición. Se llamó de inmediato a un coche que pasaba. Emily lo acompañó a la verja.
    -Sé lo que debo hacer -dijo él con tono apresurado y aire ausente-. Un poco de reposo y un tónico me ayudarán -la húmeda frialdad de su piel cuando se estrecharon la mano le produjo a Emily un estremecimiento-. ¿No pensará mal de mí por esto? -preguntó él.
    -¡Cómo puede imaginar semejante cosa! -respondió ella con calidez.
    -¿Me recibirá si vengo mañana?
    -Estaré ansiosa por verlo.
    En esos términos se separaron. Emily regresó a la casa compadeciéndolo de todo corazón.


    LIBRO SEXTO
    AQUÍ Y ALLÁ

    CAPÍTULO LV
    MIRABEL DECIDE QUÉ HACER

    Tras llegar al hotel en el que acostumbraba a quedarse cuando iba a Londres, Mirabel cerró la puerta de su cuarto. Contempló las casas de la acera de enfrente. Su mente estaba sumida en un estado tal de desconfianza enfermiza que cerró las persianas de la ventana. El desventurado clérigo se sentó en un rincón, solo y a oscuras, se cubrió el rostro con las manos y trató de entender lo que le había ocurrido.
    Nada de lo que sucediera en la fatal entrevista con Emily podía haberle dado el menor aviso de lo que se le venía encima. El nombre del padre de la muchacha -absolutamente desconocido para él cuando huyera de la posada- sólo se le había comunicado al público en las crónicas de los periódicos sobre la investigación judicial. Cuando aparecieran esas crónicas, Mirabel estaba escondido, en circunstancias que le hacían imposible leer los periódicos. En la época en que el asesinato era todavía un tema de conversación, se encontraba en Francia -muy lejos de la ruta de los viajeros ingleses-, y permaneció en el continente hasta el verano de 1881. No había discreta maniobra que pudiera sacarlo de la situación en la que se hallaba. Le había prometido a Emily encontrar al sospechoso del asesinato de su padre, ¡y ese hombre era él! ¿Qué recurso le quedaba?
    Si huía, su repentina desaparición constituiría en si misma una circunstancia sospechosa y, por tanto, provocaría averiguaciones que podrían arrojar graves resultados. Aun suponiendo que no tuviera en cuenta ese riesgo, ¿sería capaz de separarse de Emily, quizás para toda la vida? Incluso en medio del horror inicial que le produjera percatarse de su situación, la influencia que sobre él ejercía Emily -el hálito vivificador de la única capacidad viril de resistencia que lo ponía fuera del alcance de sus propios miedos-, había permanecido incólume. La sola posibilidad que se sentía incapaz de enfrentar era la de alejarse de Emily.
    Después de llegar a esa conclusión, sus temores lo instaron a reflexionar sobre su seguridad.
    La primera precaución a adoptar era la de apartar a Emily de los amigos cuyo consejo pudieran resultar hostiles a sus intereses, e incluso quizás peligrosos para su integridad. Para llevar a cabo ese plan, necesitaba un aliado en el cual pudiera confiar. Ese aliado estaba a su disposición, muy lejos, en el norte.
    Cuando los celos de Francine comenzaran a limitar la libertad de su trato con Emily en Monksmoor, había considerado la posibilidad de hacer gestiones que les permitieran encontrarse en la casa de su hermana enferma, la señora Delvin. Le había hablado a Emily de ella y del padecimiento que la condenaba a su cuarto, en términos que ya habían despertado el interés de la joven. En su actual trance, decidió retomar el tema y acelerar el encuentro entre las dos mujeres que ya sugiriera en la mansión campestre del señor Wyvil.
    No había tiempo que perder para llevar a vías de hecho ese proyecto. Le envió una nota a la señora Delvin con el correo de ese mismo día, en la que le confiaba, en primer lugar, la crítica situación en la que ahora se encontraba. Hecho lo anterior, su carta continuaba en los siguientes términos:
    "Querida Agatha, a tu sano juicio le podría parecer que me preocupo innecesariamente por el futuro. Sólo dos personas saben que soy el hombre que escapó de la posada de Zeeland. Tú eres una de ellas, y la otra es la señorita Jethro. En ti puedo confiar absolutamente; y teniendo en cuenta lo sucedido hasta ahora, debía sentirme seguro acerca de la señorita Jethro. Lo admito, pero no puedo superar la desconfianza que me inspiran los amigos de Emily. Le temo al astuto doctor; sospecho del señor Wyvil, odio a Alban Morris.
    »Hazme un favor, querida. Invita a Emily a hacerte una visita para así apartarla de esos amigos. La vieja sirvienta que la atiende debe estar incluida en la invitación, por supuesto. Tengo entendido que la señora Ellmother vela por los intereses de Alban Morris: cuando la tengamos segura en tu retiro septentrional, no tendrá ninguna posibilidad de crearnos problemas.
    »No hay ningún temor de que Emily rechace tu invitación.
    »En primer lugar, ya se siente interesada en ti. En segundo término, tomaré en consideración las pequeñas convenciones de la vida social, y en vez de viajar con ella hasta tu casa, la seguiré en otro tren que parta más tarde. En tercer lugar, me ha elegido para ser su consejero de confianza, y hará lo que le diga que haga. Me duele, real y verdaderamente me duele, verme obligado a engañarla, pero la otra alternativa es revelarle que soy el monstruo a quien busca. ¿Ha estado alguien antes en una situación semejante? Y, oh, Agatha, ¡la quiero tanto! Si no logro convencerla de que sea mi esposa, no me importa lo que me suceda. Solía pensar antes que la deshonra y la muerte en la horca eran las posibilidades más terribles que podía prever un hombre. En mi ánimo actual, me da lo mismo que una vida sin Emily termine de esa forma que de cualquier otra. Cuando estemos juntos en tu vieja torre contra la que embate el mar, haz todo lo que puedas, querida, para lograr que el corazón de esa dulce joven se incline hacia mí. Si permanece en Londres, ¿cómo estaré seguro de que el señor Morris no recobrará el lugar que ocupaba en su afecto? Sólo pensarlo me produce escalofríos.
    »Hay un último punto que debo mencionarte antes de poner fin a mi carta.
    »Cuando me escribiste por última vez, me contaste que no se esperaba que Sir Jervis Redwood viviera mucho más tiempo, y que después de su muerte se despediría a su servidumbre. ¿Podrías averiguarme que sucederá, en ese caso, con el señor y la señora Rook? En lo que a mí concierne, no dudo de que puedo confiar en que el cambio de mi aspecto, que me ha protegido durante todos estos años, impida que esos dos me reconozcan. Pero es de suma importancia que, dado el proyecto al que Emily se ha consagrado, no se encuentre con la señora Rook. Ya se han comunicado por carta, y la señora Rook le ha manifestado la intención (si se presenta la oportunidad) de visitarla en su casa. ¡Otra razón, y de peso, para sacar a Emily de Londres! No nos será difícil mantener a los Rook alejados de tu casa, pero admito que me sentiría más tranquilo si supiera que se han marchado de Northumberland."
    Con esa confesión puso fin a su carta el hermano de la señora Delvin.


    CAPITULO LVI
    ALBAN DECIDE QUÉ HACER

    Durante los primeros días de la estancia de Mirabel en su hotel de Londres, en Netherwoods ocurrían sucesos que afectaban los intereses del hombre que era el blanco principal de su desconfianza. Poco después de su regreso a la escuela, la señorita Ladd se enteró de la existencia de un artista que podía ocupar el puesto que dejaría vacante Alban Morris. Era el día 23 del mes. Cuatro días después, el nuevo profesor estaría listo para asumir sus deberes, y Alban quedaría libre.
    El día 24, Alban recibió un telegrama que lo sobresaltó. Quien le enviaba el mensaje era la señora Ellmother, y su texto era el siguiente; "Reúnase conmigo en su estación del ferrocarril a las dos."
    En la sala de espera encontró a la anciana, que le dispensó una brusca bienvenida.
    -Los minutos son preciosos, señor Morris; ha llegado usted con dos minutos de retraso -dijo-. El próximo tren a Londres hace una parada aquí en media hora y debo regresar en él.
    -Cielo santo, ¿qué la trae por aquí? ¿Emily...
    -Emily está bastante bien de salud, si es eso lo que pregunta. En cuanto a qué me trae por aquí, la razón es que me resulta mucho más fácil (¡mala suerte!) hacer este viaje que escribir una carta. Una buena acción se paga con otra. No olvido cuán bondadoso fue usted conmigo allá en la escuela, y no puedo ver lo que está sucediendo en la casa, a sus espaldas, sin hacérselo saber. ¡Oh, no tiene que alarmarse por ella! Inventé una excusa para alejarme durante algunas horas y no la dejé sola. La señorita Wyvil fue a Londres de nuevo y el señor Mirabel pasa con ella la mayor parte del tiempo. Discúlpeme un momento. Tengo tanta sed después del viaje que casi no puedo hablar.
    La anciana fue hasta el mostrador de la sala de espera.
    -La molesto, jovencita, para que me sirva un vaso de cerveza.
    Regresó junto a Alban de mejor humor.
    -¡No está mal! Cuando le haya dicho lo que tengo que decirle, tomaré un poquito más, para que se me vaya de la boca el gusto al señor Mirabel. Espere un momento: tengo una pregunta que hacerle. ¿Cuánto más tiempo está obligado a quedarse aquí enseñando a pintar a las señoritas?
    -En tres días me marcharé de Netherwoods -contestó Alban.
    -¡Eso está muy bien! Puede que llegue a tiempo para devolverle la cordura a la señorita Emily.
    -¿A qué se refiere?
    -Me refiero a que, si no se lo impide, se casará con el pastor.
    -¡No puedo creerlo, señora Ellmother! ¡No lo creo!
    -¡Ah, pobrecito, le consuela decirlo! Mire, señor Morris, la situación es la siguiente. Usted cayó en desgracia con la señorita Emily, y él se aprovecha. Fui lo bastante tonta como para que Mirabel me cayera simpático la primera vez que le abrí la puerta; ahora ya sé a qué atenerme. Me encandiló; y ahora la está encandilando a ella. ¿Le digo cómo? Haciendo lo que usted habría hecho de haber tenido la oportunidad. La está ayudando, o fingiendo que la ayuda, no sé cuál de las dos cosas, a encontrar al hombre que asesinó al pobre señor Brown. ¡Después de cuatro años! ¡Y cuando toda la policía de Inglaterra (con una recompensa para estimularla) hizo todo lo que pudo y no consiguió nada!
    -¡Olvídese de eso! -dijo Alban impaciente-. Quiero saber cómo la ayuda Mirabel.
    -Eso sí no puedo decírselo. No supondrá que me lo cuentan todo. Lo más que logro es coger al vuelo una palabra por aquí y otra por allá, cuando el buen tiempo los tienta a salir al jardín. Ella le dice que sospecha de la señora Rook y que averigüe más sobre la señorita Jethro. Y él tiene sus planes, y los escribe, lo que en mi opinión es exactamente lo contrario de hacer algo de utilidad. La gente que garabatea todo el tiempo no me resulta simpática. Al mismo tiempo, si estuviera en su lugar, no contaría demasiado con que fracase. Ese alfeñique de Mirabel -si no fuera por la barba creería que es una mujer, y una mujer enfermiza, además; se desmayó en nuestra casa el otro día-, ese alfeñique de Mirabel se ha tomado en serio el asunto. Para no tener que dejar sola a la señorita Emily entre el sábado y el lunes, buscó a un pastor desempleado para que lo sustituyera los domingos. Y lo que es más, la convenció (con algún fin en mente) para que se marchara de Londres la semana que viene.
    -¿Regresa a Monksmoor?
    -¡Nada de eso! El señor Mirabel tiene una hermana, una señora viuda; está inválida o algo así. Se trata de la señora Delvin. Vive lejos, en el norte, junto al mar, y la señorita Emily va a quedarse en su casa.
    -¿Está segura?
    -¿Segura? Vi la carta.
    -¿Se refiere a la carta de invitación?
    -Sí. La propia señorita Emily me la enseñó. Yo iré con ella "para cuidar de mi ama", como dice la señora. Diré algo a favor de la señora Delvin: su letra hace honor a la escuela donde estudió; y esa pobre criatura condenada a guardar cama redactó una invitación tan bonita que ni yo me habría resistido, y, como sabe, no soy blandita. No parece prestarme atención, señor Morris.
    -Perdone, estaba pensando.
    -¿Pensando en qué, si me disculpa el atrevimiento?
    -En regresar a Londres con usted en lugar de esperar a que el nuevo profesor ocupe mi lugar.
    -¡No haga eso, señor! No sería beneficioso, sino perjudicial, que apareciera ahora en la casa. Además, no sería justo con la señorita Ladd marcharse antes de que ese otro hombre se hiciera cargo de las señoritas. Puede confiar en que velaré por sus intereses; y no se acerque a la señorita Emily -ni siquiera le escriba- a menos que tenga algo que decirle acerca del asesinato, lo que estará ansiosa por oír. Descubra algo en esa dirección, señor Morris, mientras que el pastor sólo intenta o finge hacerlo, y respondo por los resultados. ¡Mire el reloj! En diez minutos más llegará el tren. Mi memoria ya no es lo que era, pero creo que le he dicho todo lo que tenía que decirle.
    -¡Usted es la mejor de las amigas! -dijo Alban cálido.
    -Olvídelo, señor. Si en pago quiere hacerme un favor de amigo, dígame qué sabe de la señorita de Sor.
    -Regresó a Netherwoods.
    -¡Aja! La señorita Ladd cumple su palabra. ¿Le molestaría escribirme para contarme si la señorita de Sor vuelve á abandonar la escuela? ¡Santo Dios! Ahí está en el andén con su bolso de mano y su equipaje. ¡No deje que me vea, señor Morris! Si llega a entrar aquí, le dejaré las marcas de mis diez uñas en esa cara falsa que tiene, tan seguro como que soy cristiana.
    Alban se colocó en la puerta para ocultar a la señora Ellmother. Allí, en efecto, estaba Francine, acompañada por una de las maestras de la escuela. Se sentó en un banco junto a la oficina de reservaciones, en un estado de huraña indiferencia, totalmente ensimismada, sin advertir nada. Movida por una ingobernable curiosidad, la señora Ellmother avanzó de puntillas hasta donde se encontraba Alban para echarle una ojeada. A una persona que conociera los hechos no podía caberle duda alguna acerca de lo sucedido. Francine no había logrado justificar su conducta y había sido expulsada del hogar de la señorita Ladd.
    -¡Habría ido al fin del mundo para verlo! -dijo la señora Ellmother.
    Regresó a su lugar en la sala de espera, perfectamente satisfecha.
    Al salir de la oficina de reservas después de comprar los billetes, la maestra advirtió la presencia de Alban.
    -Me alegraré cuando le haya entregado esa señorita a la persona que debe recibirla en Londres -dijo, mirando hacia Francine.
    -¿La enviarán de regreso junto a sus padres? -preguntó Alban.
    -Aún no lo sabemos. La señorita Ladd enviará una carta a Santo Domingo con el próximo correo. Mientras tanto, el agente de su padre en Londres -la misma persona que paga su mensualidad- se hará cargo de ella hasta que se reciban noticias del Caribe.
    -¿Ella está de acuerdo?
    -No parece preocuparle lo que le suceda. La señorita Ladd le dio todas las oportunidades para explicarse y excusarse, y no logró que reaccionara. Ya ve el estado en que se encuentra. Nuestra buena directora -que, como sabe, no pierde las esperanzas ni en el peor de los casos- cree que se siente avergonzada, y que es demasiado inmodesta y voluntariosa para reconocerlo. Yo pienso que algún desengaño secreto pesa sobre su mente. Quizás me equivoco.
    No. La señorita Ladd se equivocaba y la maestra estaba en lo cierto.
    La pasión de la venganza, de naturaleza esencialmente egoísta, es, de todas las pasiones, la de ángulo de visión más estrecho. Al satisfacer el odio hacia Emily que le Inspiraban los celos, Francine había previsto correctamente las consecuencias que ello podría acarrearle al otro blanco de su enemistad: Alban Morris. Pero no había percibido el inminente peligro de otro resultado que, en un estado de ánimo más sereno, no se le habría escapado. Al triunfar sobre Emily y Alban había sido el instrumento indirecto para infligirse a sí misma el más amargo de todos los desengaños: había acercado a Emily y Mirabel. El primer anuncio de esa catástrofe le había llegado con el aviso de que Mirabel no regresaría a Monksmoor. Sus peores temores se habían visto después confirmados por una carta de Cecilia que ésta le enviara a Netherwoods. A partir de ese momento, ella, que había hecho infelices a otros, pagó con un sufrimiento tan hondo como el que había infligido. Completamente postrada, impotente, debido a que ignoraba la dirección de Mirabel en Londres, para hacerle una última apelación, se sentía, como ya se ha dicho, totalmente indiferente a lo que no tuviera que ver con ella. Cuando el tren se aproximó, se puso de pie, avanzó hasta el borde del andén y de repente dio un paso atrás, con un estremecimiento. La maestra miró aterrorizada a Alban. ¿La joven desesperada habría estado a punto de lanzarse bajo las ruedas de la locomotora? La idea pasó por la mente de ambos, pero ninguno de los dos quiso admitirla. Cuando el tren se detuvo, Francine subió tranquila al vagón, apoyó la cabeza en una esquina y cerró los ojos. La señora Ellmother ocupó su lugar en otro compartimiento y le hizo una señal a Alban de que se acercara a la ventanilla para decirle algo.
    -¿Dónde puedo encontrarlo cuando vaya a Londres? -preguntó.
    -En casa del doctor Allday.
    -¿Qué día?
    -El próximo martes.


    CAPÍTULO LVII
    SE APROXIMA EL FINAL

    Alban llegó a Londres tan temprano que encontró al doctor almorzando.
    -Demasiado tarde para ver a la señora Ellmother -le anunció este-. Siéntese y coma algo.
    -¿Me dejó algún mensaje?
    -Un mensaje, mi querido amigo, que no le gustará. Partió esta mañana con su ama para una visita a la casa de la hermana del señor Mirabel.
    -¿Él fue con ellas?
    -No, las seguirá en un tren que sale más tarde.
    -¿La señora Ellmother dejó la dirección?
    -Ahí está, de su puño y letra.
    Alban leyó la dirección: "Señora Delvin, The Clink, Belford, Northumberland".
    -Vea el dorso del papelito -dijo el doctor-. La señora Ellmother le escribió algo ahí.
    La sirvienta había escrito lo siguiente: "El señor Mirabel no ha descubierto nada hasta el momento. Sir Jervis Redwood murió. Se cree que los Rook están en Escocia, y, si hay necesidad, la señorita Emily ayudará al pastor a encontrarlos. No hay noticias de la señorita Jethro."
    -Ahora que ya tiene su información, déjeme echarle un vistazo a usted -continuó el doctor Allday-. No está furioso: ese es un buen signo, para empezar.
    -Pero no por eso estoy menos decidido -respondió Alban.
    -¿A lograr que Emily recobre la cordura? -preguntó el doctor.
    -A hacer lo que Mirabel no ha hecho, y a dejar entonces que escoja entre nosotros dos.
    -¿Sí? ¿No ha cambiado su buena opinión sobre ella a pesar de que lo ha tratado tan mal?
    -Mi buena opinión tiene en cuenta el estado anímico de mi pobre amada después de la conmoción que sufrió -respondió Alban con voz queda-. En estos momentos no es mi Emily. Pero volverá a ser mi Emily. En otros tiempos, en la escuela, le dije que estaba convencido de eso, y mi convicción es ahora tan fuerte como entonces. ¿La ha visto después de mi regreso a Netherwoods?
    -Sí, y está tan enojada conmigo como con usted.
    -¿Por la misma razón?
    -No, no. Oí lo suficiente para saber que debía aguantarme la lengua. Me negué a ayudarla: eso es todo. Usted es un hombre, y puede correr riesgos que ninguna joven debe arrostrar. ¿Recuerda cuando le pedí que abandonara toda ulterior averiguación sobre el asesinato, por el bien de Emily? Las circunstancias han cambiado desde entonces. ¿Hay algo en que pueda ayudarlo?
    -Puede ayudarme extraordinariamente si me proporciona la dirección de la señorita Jethro.
    -¡Oh! ¿Se propone empezar por ahí?
    -Si. ¿Sabe que la señorita Jethro fue a verme a Netherwoods?
    -Continúe.
    -Me mostró su respuesta a una carta que ella le había escrito. ¿La tiene?
    El doctor Allday la buscó. La dirección era la de una oficina de correos de un pueblo en la costa sur. Después de copiarla, Alban levantó la vista y vio los ojos del doctor clavados en él con una curiosa mezcla de simpatía e indecisión.
    -Tiene algo que sugerirme? -preguntó.
    -No le sacará nada a la señorita Jethro -respondió el doctor-, a menos que.., -y se interrumpió.
    -¿A menos que qué?
    -A menos que la asuste.
    -¿Y cómo lograrlo?
    Tras unos momentos de reflexión, el doctor Allday retomó, sin motivo aparente, el tema de su última visita a Emily.
    -Emily dijo algo en el curso de nuestra conversación que me pareció sensato, porque estaba de acuerdo con ella (dado que todos estamos más o menos pagados de nosotros mismos) -continuó-. Sospecha que la señorita Jethro sabe más acerca de ese vergonzoso asesinato de lo que está dispuesta a admitir. Si quiere producirle el efecto deseado... -miró fijamente a Alban y volvió a interrumpirse.
    -¿Sí? ¿Qué debo hacer?
    -Dígale que tiene una idea de quién es el asesino.
    -Pero no tengo la menor idea.
    -Pero yo sí.
    -¡Santo cielo! ¿Qué quiere decir?
    -¡No me malinterprete! He tenido una impresión, eso es todo. Llámelo quimera o imaginación; quizás esté alentando un experimento audaz y nada más. Acérquese un poco más. Mi ama de llaves es una mujer excelente, pero una o dos veces la he pillado demasiado cerca de esa puerta. Mejor se lo diré al oído.
    Se lo dijo al oído. Con un asombro que le cortó el aliento, Alban escuchó la sospecha que había cruzado por la mente del doctor la tarde en que Mirabel fuera a su consultorio.
    -Me da la impresión de que no me cree -comentó el doctor.
    -Pienso en Emily. Por su bien, tengo la esperanza de que se equivoque. ¿Debo ir a su lado de inmediato? ¡No sé qué hacer!
    -Averigüe primero, mi buen amigo, si me equivoco o estoy en lo cierto. Puede hacerlo, si se arriesga a someter a la señorita Jethro a esa prueba.
    Alban se recobró. El consejo de su viejo amigo era, obviamente, el consejo a seguir. Examinó su guía del ferrocarril y después consultó su reloj.
    -Si logro encontrar a la señorita Jethro, la someteré a esa prueba antes de que acabe el día -respondió
    El doctor lo acompañó a la puerta.
    -¿Me escribirá?
    -Sin falta. Gracias y adiós.


    LIBRO SÉPTIMO
    THE CLINK

    CAPÍTULO LVIII
    UN CONCILIÁBULO DE DOS

    A principios del siglo pasado, un miembro de la pintoresca raza de los ladrones y los asesinos, que practicaba los vicios de la humanidad en las tierras semisalvajes que baña el río Tweed, construyó una torre de piedra en la costa de Northumberland. Vivió feliz cometiendo atrocidades y murió arrepentido, bajo la guía espiritual de su sacerdote. Desde entonces, ha figurado en poemas y cuadros, y ha sido muy admirado por damas y caballeros modernos a los que habría ultrajado y robado de haber tenido la suerte de topárselos en los buenos y viejos tiempos.
    Lo sucedió su hijo, quien no supo aprovechar el ejemplo paterno; en otras palabras, cometió el fatal error de luchar en beneficio de otros en vez de en el suyo propio.
    En la rebelión del cuarenta y cinco, ese gentilhombre septentrional se alió formalmente con el príncipe Carlos y los highlanders . Perdió la cabeza, y sus hijos perdieron su herencia. Con los años, las propiedades confiscadas fueron a dar a manos de extraños, el último de los cuales (que tenía cierta debilidad por las carreras de caballos) descubrió, con el paso del tiempo, que necesitaba dinero. A un comerciante retirado de apellido Delvin (originalmente de origen francés) le gustó lo agreste del lugar y compró la torre. Los médicos le habían ordenado a su esposa -que ya tenia la salud quebrantada- que llevara una vida tranquila junto al mar. La muerte de su esposo la dejó viuda, rica y sola, recluida en sus habitaciones de día y de noche, consumida por la enfermedad y con sólo dos intereses que la reconciliaban con la vida: escribir poemas en los intervalos que mediaban entre sus accesos de dolor y pagar las deudas de su hermano clérigo, que había triunfado en el púlpito pero no había prosperado en ninguna otra empresa.
    En la última etapa de su existencia, la torre había sido objeto de sustanciales mejoras para acondicionarla como lugar de residencia. Se apreciaba un notable contraste entre las lúgubres paredes grises de su exterior y las habitaciones lujosamente amuebladas de su interior, que se alzaban de dos en dos hasta alcanzar los empinados ocho pisos del edificio. La escasa población de la zona seguía llamando la torre por el curioso nombre que recibiera en tiempos remotos: The Clink . Se suponía que la habían bautizado así en alusión al sonido que hacían las piedras sueltas movidas de un lado a otro durante ciertas fases de las mareas en los huecos de las rocas sobre las que se alzaba la edificación.
    La noche de su llegada al refugio de la señora Delvin, Emily se retiró a una hora temprana, fatigada por el largo viaje. Mirabel tuvo oportunidad de hablar con su hermana en privado en la habitación de esta última.
    -Dime que me vaya si te molesto, Agatha, y déjame saber a qué hora puedo verte por la mañana -dijo.
    -Mi querido Miles, ¿has olvidado que no logro dormir cuando hace buen tiempo? Desde hace años, mi canción de cuna son los recios vientos del Mar del Norte que soplan bajo mi ventana. ¡Escucha! No se oye nada allá afuera en esta noche apacible. Es la hora en que la marea hace sonar las piedras; este es el momento exacto, y no se las oye entrechocar. ¿Ya salió la luna?
    Mirabel descorrió las cortinas.
    -El cielo es un insondable abismo de negrura -respondió- Si fuera supersticioso, creería que esa espantosa oscuridad es un mal presagio para el futuro. ¿Sufres, Agatha?
    -En este momento no. Supongo que, lamentablemente, mi aspecto ha empeorado mucho desde la última vez que me viste.
    De no ser por el fulgor febril de sus ojos, habría parecido un cadáver. Su frente cubierta de arrugas, sus mejillas hundidas, sus labios sin color referían una terrible historia de años de sufrimiento. El arreglo del cuarto acentuaba la apariencia fantasmal de su rostro. Esa mujer condenada, que moría lentamente día a día, adoraba los colores brillantes y las telas de suntuosa textura. El empapelado de las paredes, las cortinas, la alfombra, exhibían todos los matices del arco iris. Yacía en un lecho cubierto de seda púrpura, con colgaduras de terciopelo verde para no sentir el frío. Ricos encajes ocultaban su cabello ralo, prematuramente gris, y en sus dedos huesudos centelleaban anillos brillantes. La habitación refulgía a la luz de lámparas y velas. Hasta el vino colocado a su lado, que la mantenía viva, había sido trasvasado a una botella de lustroso cristal veneciano. "Mi tumba está abierta", solía decir, "y quiero que todos estos objetos hermosos me impidan contemplarla. Si me dejaran a oscuras, moriría de inmediato."
    Su hermano se sentó, pensativo, junto al lecho.
    -¿Quieres que te diga lo que estás pensando? -preguntó ella.
    Mirabel siguió la corriente de ese capricho momentáneo.
    -¡Dime! -dijo.
    -Quieres saber lo que pienso de Emily -respondió la señora Delvin-. En tu carta me contabas que estabas enamorado, pero no creí lo que decía tu carta. Siempre he dudado de que fueras capaz de sentir verdadero amor... hasta que vi a Emily. En el instante en que entró en mi habitación supe que nunca había apreciado lo suficiente a mi hermano. Sí estás enamorado de ella, Miles, y eres mejor persona de lo que pensaba. ¿Te parece que te he expresado lo que pienso?
    Mirabel tomó su mano consumida y la besó agradecido.
    -¡En qué situación me encuentro! -dijo-. Amarla como la amo y, si llegara a saber la verdad, ser la causa de su horror. ¡Ser el hombre a quien perseguiría hasta llevarlo a la horca, en cumplimiento de su deber para con la memoria de su padre!
    -No has mencionado lo peor -le recordó la señora Delvin-. Has prometido ayudarla a encontrar a ese hombre. Tu única esperanza de convencerla de que se convierta en tu esposa depende de tu éxito en hallarlo. Y tú eres ese hombre. ¡He ahí tu situación! No puedes someterte a aceptarla. ¿Cómo escapar de ella?
    -Tratas de amedrentarme, Agatha.
    -Trato de exhortarte a que enfrentes con valentía tu situación.
    -Hago todo lo que puedo -dijo Mirabel con huraña resignación-. Hasta el momento la fortuna me ha favorecido. Honestamente, no he podido complacer a Emily encontrando el paradero de la señorita Jethro. Se marchó sin dejar rastro del lugar donde la vi por última vez, y Emily lo sabe.
    -No olvides que sí hay un rastro de la señora Rook, y que Emily espera que lo sigas -contestó la señora Delvin.
    Mirabel se estremeció.
    -Estoy rodeado de peligros por todas partes -dijo-. Haga lo que haga, resulta un error. Quizás también me equivoqué al traer a Emily.
    -¡No!
    -Podría fácilmente inventar una excusa y llevármela de regreso a Londres -insistió Mirabel.
    -Y a pesar de que todo parece indicar lo contrario, la señora Rook podría dirigirse a Londres, de modo que llevaras a Emily a tiempo para recibirla en su casa contestó su hermana, más sagaz-. Es todos los sentidos, estás más seguro en mi vieja torre. Y no olvides que tienes mi dinero a tu disposición, si lo necesitas. Creo, Miles, que sin duda lo necesitarás.
    -¡Eres la más querida y mejor de las hermanas! ¿Qué me recomiendas que haga?
    -Lo que te habrías visto obligado a hacer de haber permanecido en Londres -respondió la señora Delvin-. Debes ir mañana a Redwood Hall, tal como Emily convino. Si la señora Rook no se encuentra allí, debes preguntar cuál es su dirección en Escocia. Si nadie la sabe, debes afanarte por tratar de conseguirla. Y cuando al fin encuentres a la señora Rook...
    -¿Sí?
    -Asegúrate, sea donde sea, de que puedes verla a solas.
    Mirabel se alarmó.
    -No me sometas a este suspenso -exclamó-. Dime lo que me propones.
    -No te preocupes esta noche por lo que te propongo. Antes de decirte lo que tengo en mente, debo saber si la señora Rook está en Inglaterra o en Escocia. Tráeme esa información mañana y entonces tendré algo más que decirte. ¡Escucha! Se está levantando el viento, ha empezado a llover. Puede que logre dormir; pronto se dejará oír el mar. Buenas noches.
    -¡Buenas noches, querida, y muchas, muchas gracias!


    CAPÍTULO LIX
    EL ACCIDENTE EN BELFORD

    Temprano en la mañana Mirabel partió hacia Redwood Hall en uno de los vehículos que la señora Delvin mantenía en The Clink para uso de los visitantes. Regresó poco después del mediodía tras obtener información sobre el paradero de la señora Rook y su esposo. La última vez que se supo de ellos estaban en Lasswade, cerca de Edimburgo. Ni la señorita Redwood ni ninguna otra persona en Redwood Hall sabía si habían obtenido la colocación que buscaban.
    Media hora después se ensilló otro caballo y Mirabel emprendió el viaje a la estación del ferrocarril de Belford, para seguir a la señora Rook, ante las apremiantes instancias de Emily. Antes de su partida, se reunió con su hermana.
    La señora Delvin era lo bastante rica como para creer a pie juntillas en el poder del dinero. Su método para librar a su hermano de las graves dificultades que lo asediaban consistía en hacer que para el señor y la señora Rook resultara un buen negocio marcharse de Inglaterra. Su pasaje a los Estados Unidos se pagaría anónimamente, y se les entregaría una carta de crédito para un banquero de Nueva York. Si Mirabel no lograba encontrarlos después de que se hubieran embarcado, Emily no podría achacarlo a la falta de dedicación a su causa. Mirabel lo comprendía, pero seguía abatido e indeciso, incluso después de tener el dinero en las manos. La única persona que podía despertar su valor y alentar sus esperanzas era también la única que no debía enterarse de nada de lo que hablaba con su hermana. No tenía otra opción que marcharse del lado de Emily sin que lo reanimara su aspecto resplandeciente ni lo fortalecieran sus palabras inspiradoras. Mirabel partió a realizar su incierta misión con el corazón apesadumbrado.
    The Clink quedaba tan lejos de la oficina de correos más cercana que las pocas cartas que solían llegar dirigidas a la torre las entregaba un mensajero con el que se había llegado a un arreglo particular. Su puntualidad dependía de la conveniencia de los empleados superiores de la oficina. A veces llegaba temprano, a veces llegaba tarde. Ese día se presentó a la una y media con una carta para Emily, y cuando la señora Ellmother le reprochó incisivamente la tardanza, la atribuyó, sin inmutarse, a la hospitalidad de unos amigos con quienes se había encontrado en el camino.
    La carta, que llevaba la dirección de la casa de Emily, había sido reenviado desde Londres por la persona que se quedara al cuidado de la vivienda. El autor de la misiva le daba el tratamiento de "honorable señorita". Emily miró primero el final, ¡y descubrió la firma de la señora Rook!
    -¡Y el señor Mirabel se marchó precisamente ahora que su presencia nos resulta de la mayor importancia! -exclamó Emily.
    La sagaz, señora Ellmother sugirió que quizás sería mejor leer primero la carta para después formarse una opinión.
    Emily la leyó.

    "Lasswade, en las inmediaciones de Edimburgo, 26 de septiembre.
    »Honorable señorita: Tomo la pluma para recabar su bondadosa conmiseración para conmigo y con mi esposo, dos ancianos que hemos vuelto a quedar desamparados debido a la muerte de nuestro excelente patrón. Se nos ha entregado un aviso de que debemos marcharnos de Redwood Hall en el plazo de un mes.
    »Al enterarnos de un puesto en este lugar (y también de que se nos reembolsarían los gastos, si lo solicitábamos personalmente), pedimos una licencia y vinimos a presentar nuestra solicitud. O bien la dama y su hijo son las personas más avaras del mundo o nos han cobrado antipatía a mi esposo y a mí, de modo que han hecho del dinero un instrumento para deshacerse fácilmente de nosotros. Baste decir que nos hemos negado a aceptar unos salarios de hambre y que seguimos sin trabajo. Quizás se haya enterado usted de algo que nos convenga. Por eso le escribo de inmediato, sabiendo que a menudo se pierden buenas oportunidades debido a demoras innecesarias.
    »Haremos una parada en Belford a nuestro regreso, para reunirnos con unos amigos de mi esposo, y confiamos en llegar a Redwood Hall, con buen tiempo, el 28. Le agradecería que me respondiera a la atención de la señorita Redwood si sabe de un buen puesto de trabajo que podamos solicitar. Quizás nos veamos obligados a probar suerte en Londres. En ese caso, ¿me permitiría tener el honor de presentarle mis respetos, como me atreví a proponerle cuando le escribí poco tiempo atrás?
    »Le ruego que me considere, honorable señorita,
    »Su humilde servidora,
    »R. Rook"

    Emily le pasó la carta a la señora Ellmother.
    -Léala y dígame lo que opina -dijo.
    -Creo que debería andar con cuidado.
    -¿Con la señora Rook?
    -Sí, y con la señora Delvin también.
    Emily se asombró.
    -Habla realmente en serio? -dijo-. La señora Delvin es una persona encantadora, tan paciente con sus sufrimientos, tan amable, tan inteligente, tan interesada en todo lo que me interesa a mi. Le llevaré la carta de inmediato y le pediré su consejo.
    -Haga lo que le parezca, señorita. ¡No sé por qué, pero no me agrada!
    El celo de la señora Delvin por los intereses de su huésped sorprendió incluso a Emily. Después de leer la carta de la señora Rook, hizo sonar la campanilla que estaba sobre su mesa presa de un arrebato de impaciencia.
    -Hay que mandar a buscar de regreso a mi hermano al instante -dijo- Envíele usted misma un telegrama contándole lo que ha sucedido. Encontrará el mensaje esperándolo al término de su viaje.
    Se le ordenó al mozo de cuadra, que acudió al llamado de la campanilla, que ensillara el tercer y último caballo que quedaba en el establo, llevara el telegrama a Belford y aguardara allí por la respuesta.
    -¿Qué distancia hay hasta Redwood Hall? -preguntó Emily después de que el hombre recibiera esas instrucciones.
    -Diez millas -respondió la señora Delvin.
    -¿Cómo puedo llegar hasta allí hoy?
    -Querida mía, no hay manera de que pueda hacerlo.
    -Perdóneme, señora Delvin, pero tengo que llegar.
    -Perdóneme usted a mí. Mi hermano es su representante en este asunto. Déjelo todo en sus manos.
    El tono adoptado por la hermana de Mirabel era categórico, por decir lo menos. Emily recordó lo que le dijera su fiel sirvienta y empezó a dudar de su propia prudencia al enseñarle tan confiadamente la carta. No obstante, el error -si de un error se trataba- ya se había cometido; y estuviera equivocada o en lo cierto, no estaba dispuesta a ocupar la posición subordinada que la señora Delvin le asignara.
    -Si vuelve a leer la carta de la señora Rook, verá que debo responderle. Ella supone que estoy en Londres -contestó Emily.
    -¿Se propone decirle a la señora Rook que se encuentra en esta casa? -preguntó la señora Delvin.
    -Por supuesto.
    -Es mejor que consulte con mi hermano antes de cargar con cualquier responsabilidad.
    Emily logró no perder los estribos.
    -Permítame recordarle que el señor Mirabel no conoce a la señora Rook, mientras que yo sí -dijo-. Si le hablo personalmente puedo hacer mucho para contribuir al objetivo de nuestras averiguaciones, antes de que él regrese. La señora Rook no es una mujer con la que resulte fácil tratar...
    -Y, por tanto, es el tipo de persona que requiere que la maneje cuidadosamente un hombre como mi hermano: un hombre de mundo -la interrumpió la señora Delvin.
    -Me atrevo a pensar que es el tipo de persona a la que debo ver con la menor pérdida de tiempo posible -insistió Emily.
    La señora Delvin aguardó un momento antes de contestar. En el estado en que se encontraba su salud, no le resultaba fácil soportar las desazones. La carta de la señora Rook y la obstinación de Emily la habían irritado mucho. Pero, como todas las personas hábiles, era capaz de controlarse, cuando había un motivo serio para hacerlo. Realmente le gustaba Emily y la admiraba, y siendo la mayor de las dos, y la anfitriona, dio ejemplo de tolerancia y buen humor.
    -Está fuera de mi alcance enviarla a Redwood Hall de inmediato -continuó-. El único de mis tres caballos del que puede disponer es el que llevó a mi hermano allí mismo esta mañana. Una distancia de veinte millas, de ida y vuelta. Estoy segura de que no tiene tanta prisa como para no darle al caballo un rato de descanso.
    Emily presentó sus sinceras excusas con gran gentileza.
    -No tenía ni idea de que la distancia era tan grande -confesó-. Esperaré, querida señora Delvin, todo lo que le parezca necesario.
    Se separaron tan amigas como siempre, aunque con ciertas reservas por ambas partes. Emily, debido a su carácter impulsivo, se sentía deprimida e irritada por la perspectiva de una demora. Por su parte, la señora Delvin (consagrada a promover los intereses de su hermano) consideraba esperanzada los obstáculos que se podrían presentar en ese lapso de tiempo. El caballo podía demostrarse incapaz de realizar nuevos esfuerzos ese día. O el aspecto amenazador del tiempo podía desembocar en una tormenta.
    Pero transcurrieron las horas, el cielo se aclaró, y se recibieron noticias de que el caballo estaba listo de nuevo para ponerse en marcha. La suerte estaba en contra de la dama de la torre; no tuvo más remedio que someterse a las circunstancias.
    La señora Delvin acababa de enviarle un mensaje a Emily de que el coche estaría listo en diez minutos cuando llegó de regreso el cochero que había llevado a Mirabel hasta Belford. Traía noticias que sorprendieron agradablemente a ambas damas. Mirabel había llegado a la estación cinco minutos tarde; el cochero lo había dejado esperando la llegada del siguiente tren al norte. Ahora recibiría el mensaje telegráfico en Belford y podría regresar de inmediato en el caballo del mozo de cuadra. La señora Delvin dejó que Emily decidiera si dirigirse sola a Redwood Hall o esperar por el regreso de Mirabel.
    En esas nuevas circunstancias, Emily habría sido poco gentil si hubiera insistido en su intención original. Consintió en esperar.
    El mar seguía en calma. En medio del silencio que imperaba en la soledad de la marisma que quedaba al oeste de The Clink, se oyeron en el camino, a cierta distancia, las pisadas de un caballo.
    Emily salió corriendo, seguida por la diligente señora Ellmother, esperando encontrar a Mirabel.
    La joven sufrió una decepción: era el mozo de cuadra quien regresaba. Cuando llegó a la casa y desmontó del caballo, Emily advirtió que mostraba síntomas de nerviosismo.
    -¿Sucedió algo malo? -preguntó.
    -Ocurrió un accidente, señorita.
    -¡No al señor Mirabel!
    -No. No, señorita. Un accidente a una pobre tonta que venía de Lasswade.
    Emily miró a la señora Ellmother.
    -¡No puede tratarse de la señora Rook! -dijo.
    -¡Ese es su nombre, señorita! Se bajó antes de que el tren hubiera acabado de detenerse y cayó en el andén.
    -¿Está herida?
    -Oí decir que gravemente herida. La llevaron a una casa cercana y mandaron a buscar al médico.
    -¿El señor Mirabel fue uno de los que la auxilió?
    -Estaba en el andén del lado opuesto, señorita, esperando el tren de Londres. Llegué a la estación y le di el telegrama justo en el momento en que ocurría el accidente. Cruzamos al otro lado para enterarnos de algo. El señor Mirabel me estaba diciendo que regresaría a The Clink en mi caballo cuando oyó el nombre de la mujer. Al escucharlo, cambió de idea y se dirigió a la casa.
    -¿Lo dejaron pasar?
    -El médico se negó rotundamente. Estaba examinando a la mujer y dijo que sólo podían pasar a la habitación el esposo de la accidentada y la dueña de la casa.
    -¿El señor Mirabel se quedó esperando para verla?
    -Sí, señorita. Me dijo que esperaría todo el día, si era necesario, y me dio esta nota para la patrona.
    Emily se volvió hacia la señora Ellmother.
    -Es imposible permanecer aquí sin saber si la señora Rook vivirá o morirá -dijo-. Iré a Belford, y usted me acompañará.
    El mozo de cuadra intervino.
    -Con perdón, señorita. El señor Mirabel me especificó que no debía usted ir a Belford, bajo ningún concepto.
    -¿Por qué no?
    -No me lo dijo.
    Emily le echó un vistazo a la nota que el hombre tenía en la mano con bien fundada desconfianza. Era muy probable que el objetivo de Mirabel al escribirla fuera el de darle instrucciones a su hermana de que le impidiera a su huésped dirigirse a Belford. El coche esperaba a la puerta. Con su acostumbrada prontitud para tomar decisiones, Emily resolvió dar por sentado que estaba en libertad de usar como quisiera un coche que ya había sido puesto a su disposición.
    -Dígale a su ama que voy a Belford en vez de a Redwood Hall -le dijo al mozo de cuadra.
    Un minuto después, Emily y la señora Ellmother estaban en camino para reunirse con Mirabel en la estación.


    CAPÍTULO LX
    AFUERA DE LA HABITACIÓN

    Emily encontró a Mirabel en el salón de espera de la estación de Belford. Su súbita aparición quizás lo asombró, pero su rostro expresó una emoción más grave que la sorpresa: la miró como si lo hubiera alarmado.
    -¿No recibió mi mensaje? -preguntó-. Le dije al mozo que deseaba que esperara por mi regreso. Le envié una nota a mi hermana, por si el muchacho cometía algún error.
    -El mozo no cometió ningún error -respondió Emily-. Estaba demasiado ansiosa para detenerme a hablar con la señora Delvin. ¿Supuso realmente que podría soportar el suspenso de esperar a que usted regresara? ¿Cree que no puedo resultar de ninguna utilidad, yo, que conozco a la señora Rook?
    -No le permitirán verla.
    -¿Por qué no? Usted parece estar esperando para verla.
    -Espero por el regreso del pastor de Belford. Se encuentra en Berwick y lo han enviado a buscar, a apremiantes instancias de la señora Rook.
    -¿Está agonizando?
    -Tiene miedo de morir, no sé si con razón o sin ella. La caída le produjo una lesión interna. Tengo esperanzas de verla cuando regrese el pastor. Como su hermano en el sacerdocio, resulta perfectamente conveniente que le pida que utilice su influencia en mi favor.
    -Me alegra verlo tan diligente.
    -Siempre soy diligente cuando se trata de sus intereses.
    -No me crea desagradecida -contestó Emily amablemente-. No soy una desconocida para la señora Rook, y si le hago llegar mi nombre, quizás me resulte posible verla antes del regreso del clérigo.
    Se interrumpió. De pronto, Mirabel se había movido hasta colocarse entre ella y la puerta.
    -Me veo realmente obligado a rogarle que desista de esa idea -dijo-. No sabe qué espectáculo horrendo puede contemplar, qué agonías de dolor esté sufriendo esa infeliz mujer.
    Su conducta le hizo sospechar a Emily que quizás actuaba movido por una razón que no quería confesar.
    -Si tiene alguna razón para querer que me mantenga alejada de la señora Rook, hágame saber de qué se trata -dijo- ¿No confiamos el uno en el otro? Al menos, yo he hecho todo lo que he podido para dar el ejemplo.
    Mirabel pareció incapaz de encontrar una respuesta.
    Mientras aún vacilaba, el jefe de la estación salió por la puerta. Emily le pidió que le indicara dónde quedaba la casa adonde habían llevado a la señora Rook. El hombre avanzó hasta un extremo del andén y señaló hacia la casa. Emily y la señora Ellmother se marcharon de inmediato de la estación. Mirabel las acompañó, todavía dando argumentos, todavía planteando obstáculos.
    Un anciano que le lanzó a Mirabel una mirada de reproche les abrió la puerta de la casa.
    -Ya se le ha dicho que no se dejará pasar a ningún extraño para ver a mi esposa -dijo.
    Alentada al descubrir que el hombre era el señor Rook, Emily le dio su nombre.
    -Quizás haya oído a la señora Rook hablar de mí -añadió.
    -La he oído hablar de usted a menudo.
    -¿Qué ha dicho el médico?
    -Piensa que puede superarlo. Pero ella no le cree.
    -¿Podría decirle que tengo muchos deseos de verla, si se siente lo bastante bien para recibirme?
    El señor Rook miró a la señora Ellmother.
    -Las dos quieren subir? -inquirió.
    -Esta es mi sirvienta y una vieja amiga -respondió Emily-. Me esperará aquí abajo.
    -Puede esperarla en la sala; conozco bien a las buenas gentes de esta casa.
    Señaló a la puerta de la sala y después abrió la marcha hacia el primer piso. Emily lo siguió. Mirabel, tan terco como siempre, siguió a Emily.
    El señor Rook abrió una puerta al final del descanso de la escalera y, al volverse para decirle unas palabras a Emily, se percató de la presencia de Mirabel de pie detrás de ella. Sin hacer ningún comentario, el anciano apuntó significativamente hacia los bajos. Su decisión era, evidentemente, inconmovible. Mirabel apeló a Emily para que lo ayudara.
    -Me recibirá si usted se lo pide -dijo-. ¿Me deja esperarla. aquí?
    El sonido de su voz fue seguido de inmediato por un grito procedente del cuarto: era un grito de terror.
    El señor Rook se apresuró a pasar a la habitación y cerró la puerta. Menos de un minuto después, volvió a abrirla, con la duda y el horror visiblemente pintados en el rostro. Se acercó a Mirabel, lo sometió a un detallado escrutinio, y dio un paso atrás con aspecto de alivio.
    -Está equivocada -dijo-. Usted no es el hombre.
    Ese extraño proceder le produjo un sobresalto a Emily.
    -¿A qué hombre se refiere? -preguntó.
    El señor Rook no hizo caso de la pregunta. Todavía con la vista clavada en Mirabel, volvió a señalar a los bajos. Con ojos extraviados, moviéndose mecánicamente, como un sonámbulo en medio de un sueño, Mirabel obedeció en silencio. El señor Rook se volvió hacia Emily.
    -¿Se asusta usted con facilidad? -dijo.
    -No le entiendo -contestó Emily-. ¿Quién va a asustarme? ¿Por qué le habló al señor Mirabel de esa manera tan extraña?
    El señor Rook volvió la vista hacia la puerta de la habitación.
    -Quizás allí dentro se entere de por qué. Si fuera yo quien decidiera, no la recibiría, pero es imposible razonar con ella. Una advertencia, señorita. No se apresure a creer lo que mi esposa pueda decirle. Se ha llevado un susto -abrió la puerta-. Creo que ha perdido la cabeza-susurró.
    Emily cruzó el umbral. El señor Rook cerró suavemente la puerta a su, espaldas


    CAPÍTULO LXI
    EN LA HABITACIÓN

    Una mujer de cierta edad y aspecto pulcro se sentaba junto al lecho. Se puso de pie y se dirigió a Emily con una mezcla de pesar y confusión expresivamente impresa en el rostro.
    -No tengo la culpa de que la señora Rook la reciba de esta manera -dijo-. Me veo obligada a seguirle la corriente.
    Se hizo a un lado para dejar ver a la señora Rook con la cabeza apoyada en varias almohadas y el rostro insólitamente oculto detrás de un velo. Emily dio un paso atrás horrorizada.
    -¿Tiene heridas en el rostro? -preguntó.
    Fue la propia señora Rook quien respondió la pregunta. Su voz era débil y apagada, pero hablaba con la misma ansiedad que notara Alban Morris el día en que la mujer le pidió que le indicara el camino a Netherwoods.
    -No son heridas exactamente, pero el aspecto personal constituye motivo de preocupación hasta en el lecho de muerte -explicó-. Estoy desfigurada por un imprudente uso del agua para hacerme volver en mí cuando caí al suelo, y no puedo hacer uso de mis efectos de aseo personal para volver a arreglarme. No quiero darle un susto. Por favor, perdóneme el velo.
    Emily recordó el colorete de sus mejillas y el tinte de su pelo cuando se encontraran por primera vez en la escuela. ¡La vanidad -la más duradera de las debilidades humanas- aún seguía firmemente enraizada en la naturaleza de esta mujer, más poderosa que el tormento que le producía su conciencia, invulnerable al terror que le provocaba la muerte!
    La buena dueña de casa aguardó un momento antes de retirarse de la habitación.
    -¿Qué debo decir si llega el clérigo? -preguntó.
    La señora Rook alzó su mano solemnemente.
    -Dígale que una pecadora al borde de la muerte está expiando sus pecados. Dígale que esta joven ha llegado por disposición de una Providencia omnisciente. Ningún mortal debe interrumpirnos -su mano cayó pesadamente sobre la cama-. ¿Estamos solas? -preguntó.
    -Estamos solas -respondió Emily-. ¿Qué la hizo gritar antes de que yo entrara?
    -¡No! No puedo permitir que me lo recuerde -protestó la señora Rook-. Debo calmarme. Cállese. Déjeme pensar.
    Al recobrar la calma, recuperó también el gusto de hablar de sí misma, que era una de las características más sobresalientes de su carácter.
    -Sabrá perdonarme si doy muestras de religiosidad -continuó- Mis queridos padres eran personas ejemplares. Me criaron con sumo cuidado. ¿Es usted devota? Confiemos en eso.
    Emily volvió a recordar el pasado.
    Los tiempos idos regresaron a su memoria: los tiempos en los que aceptara la oferta de empleo de Sir Jervis Redwood y en que la señora Rook llegara a la escuela para acompañarla en su viaje al norte. La infeliz criatura había olvidado por completo su abundante charla después de beber hasta la última gota de la botella de buen vino. Igual que ahora se jactaba de su devoción, se había jactado entonces de su fe y su esperanza perdidas y había declarado sarcásticamente que sus opiniones librepensadoras eran resultado de su desgraciado matrimonio. Olvidado, todo olvidado en este momento postrero de dolor y miedo. Postrada por el temor a la muerte, su naturaleza íntima -despojada de los disfraces que asumiera posteriormente en el curso de su vida- quedaba a la vista. Las enseñanzas religiosas de la infancia, que ridiculizara en la insolencia que le inspiraran la salud y las fuerzas, revelaban su influencia latente, interrumpida, pero viva de principio a fin. La señora Rook recordaba con ternura a sus padres ejemplares y se enorgullecía de exhibir su religiosidad en el lecho del cual no habría de volver a levantarse.
    -¿Ya le dije que soy una miserable pecadora? -preguntó, después de un intervalo de silencio.
    Emily no pudo seguir soportándolo.
    -Dígaselo al pastor, no a mí -respondió.
    -Oh, pero tengo que decirlo -insistió la señora Rook-. Soy una miserable pecadora. Permítame darle un ejemplo -continuó con vulgar deleite en el recuerdo de sus debilidades-. En mis tiempos fui una bebedora. Cualquier cosa me venía bien cuando sufría una crisis, siempre que se me subiera a la cabeza. Como otros que se pasan de tragos, a veces hablaba de cosas que hubiera sido mejor mantener en silencio. Eso lo teníamos en cuenta -mi marido y yo- cuando estábamos al servicio de Sir Jervis. La señorita Redwood quiso ponernos en la habitación contigua a la suya, pero ese era un riesgo que no podíamos correr. Podía yo haber hablado del asesinato de la posada y ella haberme oído. Por favor, tenga en cuenta una cosa curiosa. Sea lo que fuere lo que dejaba escapar cuando me pasaba de copas, nunca se me fue una palabra acerca de la cartera. Me preguntará cómo lo sé. Querida mía, mi esposo me lo habría hecho saber si hubiera dejado escapar eso, y él sabe tan poco del asunto como usted. Portentosas son las obras de la mente humana, como dice el poeta, y la bebida hace olvidar las penas, como dice el proverbio. Pero, ¿puede la bebida librar a una persona de los temores que la asaltan durante el día y de los que la asaltan durante la noche? Creo que de haber dejado escapar una palabra acerca de la cartera, habría recobrado la sobriedad al instante. ¿No tiene nada que comentarme sobre esta curiosa circunstancia?
    Hasta ese momento, Emily había dejado que la mujer desvariara, con la esperanza de obtener información que una pregunta directa quizás no develaría. No obstante, resultaba imposible dejar pasar la alusión a la cartera. Después de darle tiempo para que se recobrara del agotamiento que su laboriosa respiración revelaba, Emily le formuló la pregunta.
    -¿A quién pertenecía la cartera?
    -Aguarde un momento -dijo la señora Rook-. Todo en su momento, ese es mi lema. No debo empezar por la cartera. ¿Por qué empecé por ella? ¿Cree que este velo sobre la cara me confunde? Suponga que me lo quite. Pero antes debe prometerme -prometerme solemnemente- que no me mirará a la cara. ¿Cómo puedo contarle sobre el asesinato (el asesinato, sabe, forma parte de mi confesión) con este encaje haciéndome cosquillas en la piel? Apártese y póngase de espaldas. Gracias. Ahora me lo quitaré. ¡Ja! El aire me refresca. Ya sé por dónde iba. ¡Santo cielo, he olvidado algo! Lo he olvidado a él. ¡Y después del susto que me dio! ¿Lo vio en el descanso de la escalera?
    -¿A quién se refiere? -preguntó Emily.
    La voz desfalleciente de la señora Rook se hizo todavía más queda.
    -Acérquese; esto tengo que decírselo al oído -dijo-. ¿Qué a quién me refiero? -repitió-. Me refiero al hombre que durmió en la otra cama de la posada; al hombre que cometió el crimen con su navaja. Ya se había ido cuando eché un vistazo en la accesoria por la mañana, antes de que acabara de amanecer. ¡Oh, he cumplido con mi deber! Le dije al señor Rook que no lo perdiera de vista en los bajos. No tiene idea de cuán tonto y obstinado es mi esposo. Me dijo que yo no podía reconocer al hombre, porque no lo había visto. ¡Ja! Cuando no se ve, queda el oído. Oí y lo reconocí.
    A Emily la recorrió un escalofrío de pies a cabeza.
    -¿Qué fue lo que reconoció? -dijo.
    -Su voz -respondió la señora Rook-. Juraría ante todos los jueces de Inglaterra que es su voz.
    Emily se precipitó hacia el lecho. Miró, muda de horror, a la mujer que había pronunciado esas palabras terribles.
    -¡Está incumpliendo su promesa! -gritó la señora Rook-. ¡Muchacha mentirosa, está incumpliendo su promesa!
    Agarró el velo y volvió a ponérselo. La vista de su rostro, aunque había sido momentánea, tranquilizó a Emily. El extravío de sus ojos, acentuado por las manchas de colorete medio lavadas debajo de ellos; el cabello despeinado, con mechones grises que asomaban por entre el pelo teñido, constituían un espectáculo que habría sido grotesco ene tras circunstancias, pero que ahora le recordó a Emily las últimas palabras del señor Rook, en las que le advirtiera que no debía creer lo que decía su esposa e incluso manifestara su convicción de que su mente estaba perturbada. Emily se apartó del lecho, presa de un abrumador sentimiento de culpa. Aunque sólo por un momento, había dejado que una mujer que había perdido la cabeza hiciera tambalear su fe en Mirabel.
    -Trate de perdonarme -dijo-. No tenía la intención de incumplir mi promesa. Sus palabras me asustaron.
    La señora Rook rompió a llorar.
    -En mis tiempos fui una mujer hermosa -murmuró-. Aún diría usted que soy hermosa, si esos lerdos que me rodeaban no hubieran estropeado mi aspecto. ¡Oh, me siento tan débil! ¿Dónde está mi medicina?
    La botella estaba sobre la mesa. Emily le dio la dosis prescrita, con lo que revivieron sus fuerzas desfallecientes.
    -Soy una persona extraordinaria -prosiguió-. Todos los que me han conocido han admirado mi voluntad. Pero siento que mi mente está -¿cómo expresarlo?- un poco extraviada. ¡Tenga piedad de mi pobre alma pecadora! Ayúdeme.
    -¿Cómo puedo ayudarla?
    -Quiero recordar. Algo sucedió en el verano, cuando conversábamos en Netherwoods. Me refiero al momento en que ese insolente profesor de la escuela dejó ver que sospechaba de mí. (¡Señor, y qué susto me dio cuando apareció después en casa de Sir Jervis!) Usted se tiene que haber dado cuenta de que sospechaba de mí. ¿Cómo fue que lo dejó ver?
    -Le enseñó a usted mi medallón -respondió Emily.
    -¡Oh, el horrible recordatorio del asesinato! -exclamó la señora Rook-. No fui yo quien lo mencioné: no me culpe a Mí. Pobre niña inocente, tengo algo terrible que contarle.
    El horror que le inspiraba la mujer forzó a Emily a hablar.
    -¡No me lo diga! -gritó-. Sé más de lo que usted supone; sé lo que ignoraba cuando vio el medallón.
    La señora Rook se molestó por la interrupción.
    -Aunque es inteligente, hay cosas que no sabe -dijo-. Me acaba de preguntar de quién era la cartera. Era de su padre. ¿Qué le sucede? ¿Llora?
    Emily recordaba a su padre. La cartera era el último presente que le había hecho: era un regalo de cumpleaños.
    -¿Se perdió? -preguntó con tristeza.
    -No, no se perdió. Pronto oirá más de ella. Séquese los ojos y dispóngase a escuchar algo interesante. Voy a hablarle del amor. Yo, querida mía, he tenido que ver con el amor. ¿Por qué no habría de ser? No soy la primera mujer de buen ver, casada con un viejo, que ha tenido un amante.
    -¡Miserable! ¿Y eso qué tiene que ver con esta historia?
    -¡Todo, grosera! Mi amante era como todos los demás; apostó a los caballos y perdió. Me lo confesó el día en que su padre llegó a nuestra posada. Me dijo: "Tengo que conseguir el dinero o irme a América y decirte adiós para siempre". Yo era lo bastante necia como para quererlo. Me partió el corazón oírlo hablar así. Le dije: "Si consigo el dinero que necesitas, y más, ¿me llevarás contigo adonde quiera que vayas?" Por supuesto, me dijo que Sí. Supongo que habrá oído hablar de la investigación que realizaron en nuestra posada el juez y el jurado. ¡Oh, qué idiotas! Creyeron que yo dormía la noche del asesinato. No había pegado ojo... me sentía tan infeliz y tan tentada.
    -¿Tentada? ¿Qué la tentaba?
    -¿Cree que me sobraba el dinero? Me tentaba la cartera de su padre. Lo había visto abrirla para pagar su cuenta antes de irse a dormir. Estaba llena de billetes. ¡Oh, que cosa tan avasalladora es el amor! Quizás ya lo haya experimentado.
    Una vez más, la indignación de Emily venció a su prudencia.
    -¡No da muestras ni de una pizca de decencia en su lecho de muerte! -dijo.
    La señora Rook olvidó su religiosidad; de inmediato replicó con insolencia:
    -¡Es usted muy impulsiva jovencita, pero ya le llegará su hora! -respondió-. Pero tiene razón, me desvío del asunto; no soy lo suficientemente sensible a la solemnidad de la ocasión. Por cierto, ¿se ha dado cuenta del lenguaje que empleo? Heredé esa forma correcta de hablar de mi madre, una mujer cultivada, que se casó con un hombre de menor rango que el de ella. Mi abuelo paterno era un caballero. ¿Ya le conté que llegó un momento, durante esa noche terrible, en que no pude permanecer en mi cama? La cartera... no hacía más que pensar en esa cartera llena de billetes. Mi esposo dormía profundamente. Yo agarré una silla y me subí a ella. Miré hacia donde dormían los dos hombres, a través del cristal que había encima de la puerta. Su padre estaba despierto; caminaba de un lado a otro de la habitación. ¿Qué dice? ¿Que si daba muestras de agitación? No me di cuenta. No sé si el otro hombre estaba dormido o despierto. Sólo veía la cartera asomando por debajo de la almohada. Su padre seguía caminando de un lado a otro. Pensé para mis adentros: "Esperaré hasta que se canse y entonces le echaré otro vistazo a la cartera". ¿Dónde está el vino? El médico dijo que podía tomar un vaso de vino cuando me apeteciera.
    Emily encontró el vino y se lo alcanzó. Se estremeció al tocar accidentalmente la mano de la señora Rook.
    El vino ayudó a la mujer a recuperar las fuerzas.
    -Debo de haberme levantado más de una vez -prosiguió-. Y más de una vez me debe de haber faltado el valor. No recuerdo con claridad lo que hice hasta las primeras luces de la mañana. Creo que esa debe de haber sido la última vez que miré por el cristal de la puerta.
    Comenzó a temblar. Se arrancó el velo de la cara. Rompió a llorar lastimosamente.
    -¡Señor, ten piedad de una pecadora! Acércate -le dijo a Emily-. ¿Dónde está? ¡No! No me atrevo a decirlo lo que vi; no me atrevo a decirlo lo que hice. ¡Cuando se está poseída por el demonio, no hay nada, nada que no se pueda hacer! ¿De dónde saqué el valor para abrir la puerta? ¿De dónde saqué el valor para entrar? Cualquier otra mujer habría perdido el sentido al hallar sangre entre sus dedos después de tomar la cartera...
    Emily sintió un mareo; su corazón latía con furia. Trastabilló hasta la puerta y la abrió para escapar de la habitación.
    -¡Soy culpable del robo, pero inocente del derramamiento de su sangre! -gritó descompasadamente a sus espaldas la señora Rook-. Ya se había cometido el crimen -la puerta del patio estaba abierta de par en par y el hombre se había ido cuando miré por última vez. ¡No se vaya! ¡No se vaya!
    Emily volvió la vista para mirarla.
    -No puedo acercarme a usted -dijo con voz desfalleciente.
    -Acérquese para ver esto.
    La señora Rook se abrió el cuello de la bata de dormir y se sacó una cinta que le rodeaba el cuello. La cartera colgaba de la cinta. Se la extendió a Emily.
    -La cartera de su padre -dijo-. ¿No va a tomar la cartera de su padre?
    Por un momento, y sólo por un momento, Emily sintió repulsión por el sacrilegio de que había sido objeto su regalo de cumpleaños. Después, el caro recuerdo de las manos amadas que tan a menudo tocaran esa reliquia atrajo a la hija afectuosa al lado de la mujer que abominaba. Sus ojos se posaron con ternura en la cartera. Antes de esconderse en ese pecho réprobo, había sido su cartera. Todo lo que le quedaba ahora era su amada memoria: esa amada memoria la hacía sagrada y le permitía tomarla en sus manos. Cogió la cartera.
    -Ábrala -dijo la señora Rook.
    En la cartera había dos billetes de cinco libras.
    -¿Eran de él? -preguntó Emily.
    -No, son míos. Es lo poco que he conseguido ahorrar para devolver lo que robé.
    -¡Oh!, ¿hay algo de bueno en esta mujer después de todo? -exclamó Emily.
    -¡No hay nada de bueno en esta mujer! -respondió desesperada la señora Rook-. No hay más que miedo: miedo del infierno ahora, miedo de la cartera en el pasado. Dos veces traté de deshacerme de ella, y dos veces volvió a mis manos para recordarme el deber contraído con mi desventurada alma. Traté de lanzarla al fuego. Dio contra la baranda y cayó en el guardafuegos a mis pies. Salí y la arrojé al pozo. Volvió con el primer cubo de agua que se sacó. A partir de ese momento, empecé a ahorrar todo lo que podía. ¡Reparación! ¡Expiación! Le digo que la cartera se hizo de una lengua, y que esas eran las palabras sublimes que hacía sonar en mis oídos de la mañana a la noche -se encorvó para recuperar el aliento, se detuvo y se golpeó el pecho-. La escondí aquí, para que nadie la viera y nadie pudiera quitármela. ¿Superstición? ¡Oh, sí, superstición! ¿Quiere que le diga algo? Usted también se volvería supersticiosa si le hubieran destrozado el corazón como me lo destrozaron a mí. ¡Me abandonó! El hombre por quien me perdí me abandonó el mismo día en que le entregué el dinero robado. Sospechó que era robado; el muy cobarde se puso a salvo y me dejó librada a la dura condena que me impondría la ley si se descubría el robo. ¿Qué opina de un castigo como ese? ¿Acaso no he sufrido? ¿Acaso no he expiado mi culpa? Compórtese a la altura de una cristiana y diga que me perdona.
    -La perdono.
    -Diga que orará por mí.
    -Lo haré.
    -¡Ah, eso me consuela! Ahora puede irse.
    Emily la miró implorante.
    -¡No me despida sin saber más que cuando llegué acerca del asesinato! ¿No hay nada, verdaderamente nada, que pueda decirme?
    La señora Rook apuntó a la puerta.
    -¿No se lo dije ya? ¡Baje y verá el monstruo que escapó al alba!
    -¡Más suave, señora, más suave! Está hablando demasiado alto -gritó una voz burlona desde afuera.
    -Es el médico -dijo la señora Rook. Cruzó las manos sobre el pecho y exhaló un profundo suspiro-. Ya no quiero ningún médico. He hecho las paces con mi Creador. Estoy preparada para morir. Estoy lista para ir al Cielo. ¡Váyase! ¡Váyase!


    CAPÍTULO LXII
    EN LOS BAJOS

    Un momento después entró el médico, un hombre de movimientos rápidos, sonriente, seguro de sí mismo, elegantemente vestido, con una flor en el ojal. Un olor asfixiante a almizcle inundó la habitación cuando sacó un pañuelo con un gesto lleno de donaire y se enjugó la frente.
    -Trabajo duro y abundante para los de mi profesión en estos momentos -dijo-, ¡Hola, señora Rook! Alguien le ha estado permitiendo que se excite. La oí antes de abrir la puerta. ¿La ha estado alentando a que hable? -preguntó volviéndose hacia Emily y meneando un dedo con aire de traviesa reprobación.
    Incapaz de contestarle, olvidada de la normal moderación de las relaciones sociales, ansiosa de confirmar la única duda que la hacía mantener su fe en Mirabel, Emily le hizo una seña al desconocido de que la siguiera a un rincón del cuarto, donde la señora Rook no pudiera oírlos. No dio ninguna excusa; no hizo caso del gesto de sorpresa del hombre. Después de esa segunda confirmación de la culpabilidad de Mirabel, todo lo que era capaz de concebir era una esperanza, todo lo que era capaz de pronunciar era una sola palabra. Señalando a la señora Rook con una mirada en dirección al lecho, la musitó:
    -¿Loca?
    Petulante y familiar, el médico la imitó: él también miró hacia la cama.
    -No más loca que usted, señorita. Como acabo de decirle, mi paciente se ha excitado; me atrevo a decir que, en consecuencia, ha hablado un poco desordenadamente. El suyo no es un cerebro que se derrumbe bajo las presiones, se lo aseguro. Pero hay otra persona que...
    Emily huyó del cuarto. El médico había destrozado su última partícula de fe en la inocencia de Mirabel. Estaba en el descanso de la escalera, intentando calmarse, cuando el doctor se le reunió.
    -¿Conoce usted al caballero que está en los bajos? -preguntó.
    -¿Qué caballero?
    -No sé su nombre; parece un clérigo. Si lo conoce...
    -Lo conozco. ¡No puedo responder ninguna pregunta! Mi cabeza...
    -¡Serene su cabeza, señorita y llévese a casa a su amigo lo más pronto posible. El no tiene el cerebro resistente de la señora Rook; está en un estado de postración nerviosa que puede terminar mal. ¿Sabe dónde vive?
    -Está de visita en casa de su hermana, la señora Delvin.
    -¡La señora Delvin! Es amiga y paciente mía. Dígale que pasaré mañana en la mañana para ver qué puedo hacer por su hermano. Mientras tanto, acuéstenlo y déjenlo descansar; y no teman darle un poco de coñac.
    El doctor regresó al cuarto. Emily oyó la voz de la señora Ellmother en los bajos
    -¿Está ahí arriba, señorita?
    -Sí.
    La señora Ellmother subió las escaleras.
    -En mala hora insistió usted en venir. El señor Mirabel... -la visión del rostro de Emily hizo que las palabras que iba a pronunciar murieran en sus labios. Tomó entre sus brazos maternales a su pobre ama-. ¡Oh, hija mía! ¿Qué le ha pasado?
    -No me pregunte ahora. Deme su brazo. Bajemos.
    -No se sobresaltará cuando vea al señor Mirabel, ¿verdad, querida mía? No dejé que nadie la molestara; dije que sólo yo debía hablar con usted. La verdad es que el señor Mirabel se ha llevado un susto tremendo. ¿Qué busca?
    -¿Hay algún jardín por aquí? ¿Algún lugar donde pueda respirar aire fresco?
    Atrás de la casa había un patio. Encontraron la manera de llegar a él. Contra una de las paredes se apoyaba un banco. Se sentaron.
    -¿Quiere que espere a que se sienta mejor antes de que siga hablando? -preguntó la señora Ellmother-. ¿No? ¿Quiere saber del señor Mirabel? Querida, pasó a la sala donde yo estaba, y el señor Rook pasó también... y esperó, mirándolo fijamente. El señor Mirabel se sentó en un rincón, y me pareció que estaba atontado. No fue por mucho tiempo. Se levantó de un salto y se llevó la mano al corazón, como si le doliera. "Tengo que enterarme de lo que está sucediendo allá arriba", dijo. El señor Rook lo sujetó y le dijo que esperara hasta que la señorita bajara. El señor Mirabel no quiso hacerle caso. "Su esposa la está asustando", dijo. "Su esposa le está contando cosas horribles de mí." De repente le dieron unos temblores, los ojos se le pusieron en blanco y los dientes comenzaron a castañetearle. El señor Rook empeoró las cosas: perdió la paciencia. "Que me condene si no empiezo a creer que, después de todo, sí es usted el hombre. Estoy a punto de llamar a la policía." El señor Mirabel se dejó caer en su silla. Tenía la mirada fija y la boca abierta. Le tomé la mano. Fría, fría como el hielo. No sé qué quiere decir todo esto. ¡Oh, señorita, usted lo sabe! Déjeme que le cuente el resto en otro momento.
    Emily insistió en seguir escuchando.
    -¡El final! -exclamó-. ¿Cómo terminó?
    -No sé cómo habría terminado si no hubiera llegado el doctor... usted sabe, para visitar a su paciente de los altos. Dijo unas palabras finas. Cuando volvió al lenguaje corriente y moliente, preguntó si alguien había asustado al caballero. Yo le dije que el señor Rook lo había asustado. El doctor le dijo al señor Rook: "Tenga cuidado con lo que hace. Si lo vuelve a asustar, podría verse obligado a responder por su muerte". Eso acobardó al señor Rook. Le preguntó qué debía hacer. "Primero, alcánceme un poco de coñac para él", dijo el doctor, "y después mándelo a su casa de inmediato." Busqué el coñac y fui a la posada a ordenar que viniera el coche. Usted tiene mejor oído que yo, señorita. ¿Es eso que oigo?
    Se levantaron y fueron a la puerta de la casa. Allí estaba el coche.
    Todavía acobardado por lo que dijera el médico, el señor Rook apareció conduciendo a Mirabel con todo cuidado. Este había revivido bajo los efectos del estimulante. Al pasar junto a Emily, alzó los ojos para mirarla, tembló y volvió a clavarlos en el suelo. Cuando el señor Rook abrió la puerta del coche, hizo una pausa, con un pie en el escalón. Un impulso momentáneo le inspiró un falso valor y le devolvió el color a su rostro fantasmal. Se volvió hacia Emily.
    -¿Puedo hablar con usted?
    Emily retrocedió para apartarse de él. Mirabel miró a la señora Ellmother.
    -Dígale que soy inocente -dijo.
    Volvió a ser presa de los temblores. El señor Rook se vio obligado a sujetarlo para hacerlo entrar al coche.
    Emily agarró a la señora Ellmother del brazo.
    -Vaya usted con él -dijo-. Yo no puedo.
    -¿Y cómo regresará usted, señorita?
    Emily se dirigió al cochero.
    -No me siento muy bien. Necesito aire fresco. Me sentaré a su lado.
    En vano reconvino y protestó la señora Ellmother. Como Emily había decidido que sería, así fue.
    -¿Ha dicho algo? -preguntó cuando llegaron al término de su viaje.
    -Se ha portado como un hombre que estuviera paralizado. No ha pronunciado una palabra; ni siquiera se ha movido.
    -Llévelo con su hermana y cuéntele todo lo que sabe. Asegúrese de repetir todo lo que dijo el médico. No puedo enfrentarme a la señora Delvin. Sea paciente, mi buena y vieja amiga; para usted no tengo secretos. Sólo déjeme sola esta noche y aguarde hasta mañana.
    A solas en su cuarto, Emily abrió su escritorio. Buscó entre las cartas y extrajo una hoja impresa. Era el aviso en el que se describía al hombre que huyera de la posada y se ofrecía una recompensa por su captura.
    Al leer la primera línea de la descripción personal del fugitivo, el papel cayó de sus manos. A sus ojos asomaron lágrimas quemantes. Buscando a tientas su pañuelo, tocó la cartera que le entregara la señora Rook. Después de vacilar un momento, la tomó en sus manos. La miró. La abrió.
    La visión de los billetes le produjo repulsión; los ocultó en uno de los compartimientos de la cartera. Había un segundo compartimiento que no había examinado aún. Metió la mano en él, tocó algo y sacó una carta.
    El sobre (ya abierto) estaba dirigido a "James Brown, Esq., Oficina de Correos, Zeeland". ¿Sería irrespetuoso para con la memoria de su padre examinar la carta? No, bastaría con una ojeada para decidir si debía o no leerla.
    No tenía fecha ni dirección. Era una carta sorprendente, porque sólo consistía en cuatro palabras:
    "La respuesta es No."
    La carta estaba firmada con unas iniciales: "S. J”.
    En el mismo instante en que las leyó, supo cuál era el nombre al que correspondían.
    Sara Jethro.


    CAPÍTULO LXIII
    EL DESCARGO DE MIRABEL

    El descubrimiento de la carta dio una nueva dirección a los pensamientos de Emily, lo que, al menos por un tiempo, alivió su mente del peso que la oprimía. ¿A qué pregunta de su padre había respondido la señorita Jethro, breve y tajantemente, "La respuesta es No"? Ni la carta ni el sobre ofrecían el menor indicio que pudiera ayudar a averiguarlo. Hasta el matasellos había sido puesto de manera tan descuidada que resultaba ilegible.
    Emily seguía reflexionando sobre esas cuatro palabras misteriosas cuando la interrumpió la voz de la señora Ellmother a la puerta.
    -Tengo que pedirle que me deje pasar señorita, aunque sé que quería que la dejaran sola hasta mañana. La señora Delvin dice que debe verla sin falta esta noche. Creo que va a mandar a buscar a los sirvientes para que la traigan hasta aquí, si se niega usted a hacer lo que le pide. No tiene que temer encontrarse con Mirabel.
    -¿Dónde está?
    -Su hermana le cedió su cuarto -respondió la señora Ellmother-. Tuvo en cuenta cómo se sentía usted antes de enviarme e hizo que corrieran las cortinas que separan el recibidor del dormitorio. Sospecho que mi mal carácter me llevó a equivocarme cuando le tomé ojeriza a la señora Delvin. Es una buena persona; lamento que no haya ido usted a verla en cuanto regresamos.
    -¿Parecía enojada cuando te mandó aquí?
    -¡Enojada! Cuando la dejé estaba llorando.
    Emily ya no vaciló más.
    Advirtió un cambio notable en el recibidor de la inválida -tan brillantemente iluminado en otras ocasiones- desde el mismo momento en que entró. Todas las lámparas habían sido cubiertas con pantallas, y las velas estaban apagadas.
    -Mis ojos no soportan la luz tan bien como de costumbre -dijo la señora Delvin-. Venga y siéntese a mi lado, Emily; confío en brindarle alguna paz de espíritu. Me dolería que se marchara de mi casa con una impresión errónea sobre mí.
    Sabiendo lo que sabía, habiendo sufrido como seguramente lo había hecho, la tranquila amabilidad de su voz implicaba una contención que inevitablemente despertó las simpatías de Emily.
    -Perdóneme por haber sido injusta con usted -dijo- Me avergüenza recordar que no quise verla cuando regresé de Belford.
    -Me esforzaré por ser digna de esa buena opinión -contestó la señora Delvin-. Al menos en un aspecto puedo afirmar que puse su bienestar en primer lugar, cuando todavía no nos conocíamos personalmente. Traté de convencer a mi pobre hermano de que le contara la verdad, cuando descubrió la terrible situación en la que se hallaba situado con respecto a usted. Él era demasiado consciente de la ausencia de toda prueba que la indujera a creerle si intentaba defenderse; en dos palabras, fue demasiado pusilánime para seguir mi consejo. Ha recibido su castigo, y yo también he recibido mi castigo por engañarla.
    Emily experimentó un sobresalto.
    -¿Cómo me ha engañado usted? -preguntó.
    -Con el proceder al que nos obligó nuestra conducta -dijo la señora Delvin-. Hemos parecido ayudarla sin hacerlo en realidad. Nuestros cálculos eran que podríamos inducirla a casarse con mi hermano y que después (cuando pudiera hablarte con la autoridad de un esposo) él la convencería de abandonar las averiguaciones. Cuando insistió usted en ir a ver a la señora Rook, Miles tenía en sus manos el dinero para sobornarlos a ella y a su esposo para que se marcharan de Inglaterra.
    -¡Oh, señora Delvin!
    -No intentaré disculparme. No espero que considere cuán fuerte era mi tentación de asegurar la felicidad de la vida de mi hermano mediante un casamiento con una mujer como usted. No le recuerdo que sabia -cuando puse obstáculos en su camino- que se consagraba usted apasionadamente a perseguir a un inocente.
    Emily la oía con una mezcla de enojo y sorpresa.
    -¿Inocente? -repitió-. La señora Rook reconoció su voz en el mismo instante en que lo oyó hablar.
    Sin inmutarse por la interrupción, la señora Delvin prosiguió.
    -Pero lo que sí le pregunto, a pesar del corto tiempo que hace que nos conocemos, es lo siguiente: ¿sospecha que planeaba yo deliberadamente convertirla en la esposa de un asesino?
    Emily nunca había considerado en esos términos la grave cuestión que ahora se le planteaba. Cálida, generosamente, respondió a la interpelación que se le hacía.
    -¡Oh, no piense eso de mí! Sé que le acabo de hablar cruel e irreflexivamente...
    -Habló impulsivamente; eso es todo -la interrumpió la señora Delvin-. Mi único deseo antes de que nos separemos -¿cómo esperar que permanezca aquí, después de lo que ha sucedido?-. es contarle la verdad. No tengo ningún motivo interesado en mente, porque han muerto todas mis esperanzas de que se case con mi hermano. ¿Me puede decir si sabía que él y su padre no se conocían cuando se encontraron en la posada?
    -Sí, lo sé.
    -Si hubieran conversado después de que se retiraron a descansar, quizás habrían intercambiado sus nombres. Pero su padre estaba preocupado, y mi hermano, después de un largo día de caminata, estaba tan cansado que se quedó dormido en cuanto puso la cabeza sobre la almohada. Sólo despertó con el alba. Lo que vio al mirar hacia la cama que quedaba en el lado opuesto del cuarto habría aterrorizado hasta al hombre más valiente que haya pisado la tierra. Su primer impulso, naturalmente, fue el de dar la alarma. Cuando se levantó, vio su propia navaja, una navaja manchada de sangre, sobre la cama, junto al cuerpo. Al descubrirla, perdió todo control. Presa del pánico, aterrorizado, agarró su morral, abrió la puerta del patio y huyó de la casa. Conociéndolo como lo conocemos, ¿puede resultarnos sorprendente? Más de un hombre ha sido ahorcado por asesinato con evidencias circunstanciales menos comprometedoras que las que acusaban al pobre Miles. El horror que le producían sus recuerdos era tan avasallador que me prohibió hasta mencionar la posada de Zeeland en las cartas que le enviaba al extranjero. "No me digas nunca" (me escribió) "quién era el infeliz al que asesinaron. Si llegara a saber su nombre, creo que me perseguiría hasta el último día de mi vida." No debiera molestarla con estos detalles, y, sin embargo, no dejo de tener cierta justificación. En ausencia de toda prueba, no puedo esperar que crea, como yo, en la inocencia de mi hermano. Pero al menos puedo demostrarle que hay algunos motivos para dudar. ¿Le concederá usted el beneficio de la duda?
    -¡De buena gana! -contestó Emily-. ¿Estoy en lo cierto al suponer que todavía considera posible probar su inocencia?
    -Todavía lo creo posible. Pero mis esperanzas son cada vez más tenues, a medida que pasan los años. Hay una persona vinculada a su huida de Zeeland, una persona de apellido Jethro...
    -¡Se refiere a la señorita Jethro!
    -Sí. ¿La conoce?
    -La conozco, y mi padre también la conocía. Encontré una carta dirigida a él, y no dudo de que fue escrita por la señorita Jethro. Quizás sea posible que usted entienda lo que quiere decir. Por favor, léala.
    -Soy totalmente incapaz de ayudarla -respondió la señora Delvin después de leer la carta-. Todo lo que sé de la señorita Jethro es que, de no ser por su intervención, mi hermano habría caído en manos de la policía. Ella lo salvó.
    -Lo conocía, por supuesto.
    -Eso es lo más notable: eran perfectos desconocidos.
    -Pero tiene que haber tenido algún motivo.
    -Era es la base de todas mis esperanzas con respecto a Miles. Cuando le escribí a la señorita Jethro y le hice esa pregunta, me contestó que sólo la piedad la había movido a actuar como lo hizo. No le creo. Me parece sumamente improbable que consintiera en evitar la captura de un extraño que admitió ante ella (como hizo mi hermano) que era un fugitivo, sospechoso de haber cometido un asesinato. Estoy firmemente convencida de que la señorita Jethro sabe algo sobre ese espantoso suceso de Zeeland, y tiene alguna razón para mantenerlo en secreto. ¿Goza usted de alguna influencia con ella?
    -Dígame dónde encontrarla.
    -No puedo decírselo. Se mudó de la dirección en la que mi hermano la vio por última vez. Miles hizo todas las averiguaciones posibles, sin ningún resultado.
    Cuando pronunciaba esas palabras desalentadoras, se corrieron las cortinas que separaban el cuarto del recibidor de la señora Delvin. Una sirvienta de avanzada edad se acercó al lecho de su ama.
    -El señor Mirabel está despierto, señora. Está muy débil; casi no le siento el pulso. ¿Le doy un poco más de coñac?
    La señora Delvin le tendió su mano a Emily.
    -Venga a verme mañana en la mañana -dijo, y le hizo una seña a la sirvienta para que trasladara su lecho, provisto de ruedas, a la habitación contigua. Cuando las cortinas se cerraban a sus espaldas, Emily oyó la voz de Mirabel.
    -¿Dónde estoy? -dijo con voz apagada-. ¿Todo esto es un sueño?
    En la mañana, las posibilidades de que se restableciera parecían exiguas. Estaba sumido en un estado de deplorable debilidad mental y corporal. El escaso recuerdo de los acontecimientos que aún conservaba le parecía el recuerdo de un sueño. Mencionaba a Emily, y al hecho de haberse encontrado con ella inesperadamente. Pero a partir de ese punto, la memoria lo traicionaba. Decía que habían hablado de algo interesante, pero que era incapaz de recordar de qué se trataba. Y habían esperado juntos en una estación del ferrocarril, pero no sabía decir con qué propósito. Suspiraba y se preguntaba cuándo se casaría Emily con él; y después se durmió, más débil que nunca.
    La señora Delvin, que no confiaba en el médico de Belford, le había enviado un mensaje urgente a un facultativo de Edimburgo, famoso por su habilidad para tratar enfermedades del sistema nervioso.
    -No puedo esperar que llegue a este lugar remoto sin cierta demora -dijo-Debo soportar la espera lo mejor que pueda.
    -No la soportará sola -respondió Emily-. Aguardaré junto a usted la llegada del médico.
    La señora Delvin alzó sus manos frágiles y consumidas hasta el rostro de Emily, la atrajo hacia sí y le dio un beso.


    CAPITULO LXIV
    CAMINO A LONDRES

    Las palabras de despedida habían sido pronunciadas. Emily y su acompañante se hallaban camino a Londres.
    Durante un breve tiempo viajaron en silencio, solas en el vagón del tren. Tras someterse todo el tiempo que pudo a un embargo sobre el empleo de la lengua, la señora Ellmother comenzó la conversación mediante una pregunta.
    -¿Cree que el señor Mirabel se recuperará, señorita?
    -No tiene ningún sentido que me lo pregunte -dijo Emily-. Hasta el excelente doctor de Edimburgo es incapaz aún de pronosticar si se restablecerá o no.
    -Como me prometió, usted ha depositado en mí su confianza, señorita Emily, y el resultado es que se me ha metido algo en la cabeza. ¿Puedo decírselo sin que se moleste?
    -¿De qué se trata?
    -Me alegraría que no se hubiera mezclado con el señor Mirabel.
    Emily guardó silencio. La señora Ellmother, que se había propuesto un fin, se aventuró a hablar más francamente.
    -Pienso a menudo en el señor Alban Morris -prosiguió-. Siempre me gustó, y siempre me seguirá gustando.
    De repente, Emily bajó el velo de su sombrero para que le cubriera el rostro.
    -¡No me hable de él! -dijo.
    -No quería molestarla.
    -No me molesta. Me hace sufrir. ¡Oh, cuán a menudo he deseado...! -se refugió en un rincón del coche y no dijo nada más.
    Auque no se destacaba por su delicado sentido del tacto, la señora Ellmother se percató de que el mejor curso que podía adoptar era el de guardar silencio. Incluso en la época en que confiara más ciegamente en Mirabel, el temor de haber actuado apresurada y cruelmente con Alban había inquietado en ocasiones a Emily. La impresión producida por los acontecimientos posteriores no sólo había intensificado esa sensación, sino que le había permitido ver los motivos de ese leal amigo desde un punto de vista enteramente nuevo. Si hubiera permanecido ignorante de la manera en que había muerto su padre -como se proponía Alban, como habría ocurrido de no ser por la perfidia de Francine-, cuán felizmente libre se vería de ciertos pensamientos que ahora le producía terror recordar. Se habría separado de Mirabel, cuando hubiera llegado a su término su estancia en la agradable mansión campestre, y lo habría recordado como a un agradable conocido y nada más. Él se habría ahorrado, y ella también se habría ahorrado, el golpe que tan cruelmente se abatiera sobre ambos. ¿Qué había ganado con la detestable confesión de la señora Rook? Su resultado era una perpetua zozobra provocada por sus torturantes especulaciones sobre el tema del asesinato. Si Mirabel era inocente, ¿quién era culpable? ¿La esposa traicionera, carente de compasión y de vergüenza; o el brutal esposo, que parecía capaz de cualquier barbaridad? ¿Cuál sería ahora su futuro? ¿Cómo acabaría todo? Presa de la desesperación de ese momento amargo -mientras veía a su fiel y anciana sirvienta contemplarla con ojos bondadosos y compasivos- el atormentado espíritu de Emily buscó refugio en un impetuoso desahogo; ¡precisamente el desahogo que había resuelto no permitirse hacía menos de un minuto!
    Se inclinó hacia adelante en su rincón y se alzó bruscamente el velo.
    -¿Espera ver al señor Alban Morris cuando regresemos? -preguntó.
    -Me gustaría verlo, señorita, si usted no tiene objeción.
    -¡Dígale que me avergüenzo de mí misma! ¡Y dígale también que le pido perdón de todo corazón!
    -¡Alabado sea el Señor! -exclamó la señora Ellmother, y después, cuando ya era demasiado tarde, recordó el convencional comedimiento que convenía a la ocasión. "¡Santo Dios, qué tonta soy!", se dijo
    -Un tiempo hermoso, señorita Emily, ¿no le parece? -continuó, con una prisa desesperada por cambiar de tema.
    Emily volvió a reclinarse en su rincón del coche. Sonrió por primera vez desde que se convirtiera en huésped de la señora Delvin en la torre.


    LIBRO POSTRERO
    DE NUEVO EN CASA

    CAPÍTULO LXV
    CECILIA ASUME UN NUEVO PAPEL

    Al llegar a su casa esa noche, Emily encontró la tarjeta de una visita que había pasado durante el día. La tarjeta llevaba el nombre de la "Señorita Wyvil" y tenla un mensaje escrito que despertó en Emily una gran curiosidad.
    «Vi el telegrama en el que le informabas a tu sirvienta que regresas esta noche. Espérame mañana temprano por la mañana, tengo noticias que te resultarán muy interesantes."
    ¿A qué noticias aludiría Cecilia? Emily interrogó a la mujer que había quedado a cargo de la casa, sólo para hallar que no tenia nada que informarle. A la señorita Wyvil se le había encendido el rostro y había parecido entusiasmarse al leer el mensaje telegráfico: eso era todo. Como de costumbre, la impaciencia de Emily era inocultable. La experta señora Ellmother le aplicó el tratamiento adecuado: primero la cena y después retirarse a la cama. El reloj dejó oír las doce cuando apagó la vela de su joven ama.
    -¡Diez horas antes de que llegue Cecilia! -exclamó Emily.
    -Ni diez minutos, si se duerme -le recordó la señora Ellmother.
    Cecilia llegó antes de que se recogiera la mesa del desayuno, tan encantadora, gentil y afectuosa como siempre, pero con un inusual aspecto de seriedad y circunspección.
    -¡Dímelo de inmediato! -exclamó Emily-. ¿Qué es lo que tienes que contarme?
    -Quizás debería decirte antes que sé lo que me ocultaste cuando vine después de que te marchaste de Monksmoor. No pienses, querida mía, que lo digo a manera de reproche. El señor Alban Morris dice que tenías razones de peso para no divulgar tu secreto.
    -¡El señor Alban Morris! ¿Fue de él de quien obtuviste la información que me quieres comunicar?
    -Sí. ¿Te sorprende?
    -¡Más de lo que soy capaz de expresar!
    -¿Soportas otra sorpresa? El señor Morris se entrevistó con la señorita Jethro y descubrió que las sospechas de que el señor Mirabel cometiera un crimen terrible son injustas. Nuestro amable y menudo clérigo es culpable de cobardía, y de nada más. ¿Estás verdaderamente lo bastante tranquila para leer algo sobre el asunto?
    Cecilia sacó unas hojas de papel cubiertas de escritura.
    -Ahí encontrarás el recuento del propio señor Morris sobre todo lo que conversó con la señorita Jethro -explicó.
    -Pero, ¿cómo llegó a tus manos?
    -Me lo dio el señor Morris. Me dijo: "Muéstreselo a Emily lo antes posible y asegúrese de estar con ella cuando lo lea". Hay una razón para esto último... -a Cecilia se le quebró la voz. Al borde de una explicación, pareció rehuirla-. Te diré dentro de un momento cuál es esa razón -dijo.
    Emily contempló el manuscrito nerviosa.
    -¿Por qué no me cuenta él mismo lo que ha descubierto? ¿Está... -las hojas comenzaron a agitarse entre sus dedos temblorosos-. ¿Está enojado conmigo?
    -¡Oh, Emily, enojado contigo! Lee lo que escribió y sabrás por qué se mantiene alejado.
    Emily desdobló el manuscrito.


    CAPÍTULO LXVI
    LA CRÓNICA DE ALBAN

    "La información que obtuve de la señorita Jethro me fue comunicada a condición de que no revelara el lugar donde reside. “Déjeme pasar tan completamente inadvertida” (me dijo) “como si hubiera muerto; quiero que algunos me olviden y que otros no lleguen a conocerme.” Con esa única estipulación, me ha dejado en libertad de escribir la presente crónica de lo conversado durante la entrevista que sostuvimos. Creo que lo que he descubierto tiene demasiada importancia para las personas interesadas como para confiarlo a la memoria.

    1. Me recibe
    "Tras encontrar el lugar donde vive la señorita Jethro con mucha menos dificultad de la que había anticipado (gracias a ciertas circunstancias que me favorecieron), le planteé claramente el objetivo de mi visita. Se negó a hablar conmigo sobre el asesinato cometido en Zeeland.
    »Estaba preparado para esa negativa y para tomar las medidas necesarias a fin de lograr una respuesta más satisfactoria. “Se sospecha que cierta persona cometió el asesinato, y hay motivos para creer que está usted en posición de decir si esa sospecha es o no justificada”, dije. “¿Se negaría a responder si le planteo la pregunta directamente?”
    »La señorita Jethro me preguntó de quién se trataba.
    »Le dije el nombre del señor Miles Mirabel.
    »No es necesario, e indudablemente no me resultaría agradable, describir el efecto que esa respuesta produjo en la señorita Jethro. Después de darle un tiempo para que se serenara, procedí a brindarle algunas explicaciones para convencerla, desde un inicio, de mi buena fe. El resultado justificó mis expectativas. De inmediato depositó en mí su confianza.
    »Me dijo: “No debo vacilar en hacerle justicia a un inocente. Pero tratándose de un asunto tan grave como este, tiene usted derecho a juzgar por sí mismo si la persona que ahora le habla es alguien en quien puede confiar. Creerá que es verdad lo que le cuento sobre los demás si comienzo -aunque mucho me cuesta- por contarle la verdad sobre mí”.

    2. Habla de sí misma
    »No intentaré dejar constancia de la confesión de una mujer sumamente desgraciada. Es la historia tan común de un pecado al que sigue un profundo arrepentimiento, y de los vanos esfuerzos por recuperar el lugar perdido en la estima social. Sin dudas una historia demasiado conocida para que haya que volver a contarla.
    »Pero puedo, sin cometer ninguna inconveniencia, repetir lo que me dijo la señorita Jethro referente a hechos posteriores de su vida que están vinculados a mí personalmente. Me recordó la visita que me había hecho en Netherwoods y una carta dirigida a ella por el doctor Allday que leí por petición expresa de ella.
    »Me dijo: “Quizás recuerde que la carta contenía algunas duras reflexiones sobre mi conducta. Entre otras cosas, el doctor mencionaba que había acudido al sitio donde me alojé durante mi estancia en Londres sólo para enterarse de que me había dado a la fuga; y también que tenía motivos para pensar que había entrado al servicio de la señorita Ladd con referencias falsas”.
    »Le pregunté si el doctor la había juzgado mal.
    »Me respondió: “No: en un caso, ignora algunos hechos; en el otro, tiene razón. Al salir de su casa, me percaté de que me seguía el hombre a quien le debo la vergüenza y el dolor de mi pasado. No puedo expresar el horror que me inspira. La única manera de escapar de él me la brindó un coche de alquiler vacío que pasó a mi lado. Llegué sin tropiezos a la estación del ferrocarril y regresé a mi hogar en el campo. ¿Me culpa por hacerlo?”
    »Era imposible culparla, y así se lo hice saber.
    »Después me confesó el engaño del que había hecho víctima a la señorita Ladd. “Tengo una prima a quien llamaban, como a mí, señorita Jethro”, dijo. “Antes de su matrimonio trabajó como institutriz. Me compadecía y simpatizaba con mis ansias de recuperar la reputación que había perdido. Con su permiso, empleé los referencias que le valiera su trabajo de maestra. Alguien me delató (hasta el día de hoy sigo sin saber quién fue) y fui despedida de Netherwoods. Ahora que sabe que le dije una mentira a la señorita Ladd, podrá, con toda razón, llegar a la conclusión de que es muy probable que le diga otra a Usted.”
    »Le aseguré, con toda sinceridad, que no había arribado a ninguna conclusión de ese tipo. Alentada por mi respuesta, la señorita Jethro prosiguió de la siguiente manera.

    3. Habla de Mirabel
    »'Hace cuatro años vivía cerca de Cowes, en la isla de Wight, en una casa que había alquilado a mi nombre un caballero que era dueño de un yate. Acabábamos de regresar de un breve crucero y la embarcación tenía la consigna de poner proa a Cherburgo en cuanto cambiara la marea.
    »”Cuando paseaba por mi jardín me asustó la repentina aparición de un hombre (evidentemente un caballero) que me resultaba totalmente desconocido. Era presa de un terror lastimoso e imploraba mi protección. En respuesta a mis primeras preguntas, mencionó la posada de Zeeland y la espantosa muerte de una persona cuyo nombre desconocía y en quien reconocí (en parte por la descripción que me hizo, en parte comparando las fechas) al señor James Brown. No diré nada de la conmoción que sufrí; no quiera usted saber lo que sentí. Lo que hice (contaba literalmente con un minuto para tomar una decisión) fue ocultar al fugitivo y utilizar en su favor la influencia de que gozaba con el dueño del yate. No volví a verlo. En cuanto la policía se perdió de vista, lo subieron a bordo y lo desembarcaron sano y salvo en Cherburgo.”
    »"Le pregunté qué la había inducido a correr el riesgo de proteger a un desconocido de quien se sospechaba que había cometido un asesinato.
    »"Me dijo: “De inmediato escuchará la explicación. Primero terminemos con el señor Mirabel. Durante su larga estancia en el continente sostuvimos una correspondencia ocasional, en la que nunca aludíamos, por su expreso pedido, al horrible suceso ocurrido en la posada. Su última carta me llegó después de que se estableciera en Vale Regis. Al escribirme sobre la sociedad de los alrededores, me informó que le habían presentado a la señorita Wyvil, y que había recibido una invitación suya para visitar Monksmoor a fin de conocer a su amiga y compañera de escuela. Yo sabía que la señorita Emily tenía un aviso en el que se describían características personales del señor Mirabel que no habían desaparecido a pesar del cambio de aspecto de su cabeza y su rostro. Si recordaba, o por casualidad volvía a leer esa descripción mientras se alojaba en la misma casa que él, existía al menos la posibilidad de que sus sospechas despertaran. Ese temor me llevó a usted. Era un temor enfermizo, y, como demostraron los hechos, infundado, pero era incapaz de controlarlo. Como no logré producir en usted ningún efecto, fui a Vale Regis e intenté (de nuevo en vano) inducir a Mirabel a enviar una excusa a Monksmoor. Él, como usted, quiso conocer mis motivos. Si le digo que actuaba únicamente atendiendo al bienestar de la señorita Emily, y que sabía que le habían ocultado cómo se había producido la muerte de su padre, ¿tengo que añadir que sentí temor de confesar mis motivos?”
    »Entendí que la señorita Jethro podía muy bien haberse abstenido de aludir a la horrible muerte del señor Brown por temor a las consecuencias, si ello llegaba por casualidad a oídos de su hija. Pero ese sentimiento revelaba un interés extraordinario en preservar la paz de espíritu de Emily. Le pregunté a la señorita Jethro qué había hecho nacer en ella ese interés.
    »Me respondió: “Sólo hay una forma en que puedo responderle a cabalidad esa pregunta. Debo ahora hablarle de su padre'."

    Emily levantó la vista del manuscrito. Sintió la mano de Cecilia que la acariciaba con ternura. Oyó a Cecilia decir:
    -Querida mía, a tu valor sólo le resta una última prueba. Me asusta lo que vas a leer cuando vuelvas la página. Y, sin embargo...
    -Y, sin embargo, hay que hacerlo -contestó Emily suavemente-. No temas, Cecilia, he recibido una dura lección de entereza.
    Emily comenzó a leer la siguiente página.

    4. Habla del difunto
    "Por primera vez, la señorita Jethro pareció no saber cómo continuar. Me daba cuenta de que sufría. Se levantó, abrió una gaveta de su escritorio y sacó una carta.
    »Me dijo: “¿Querría leerla? La escribió el padre de la señorita Emily. Quizás ella sea más elocuente que yo.
    »A continuación copio la carta. Estaba formulada en los siguientes términos:
    “Dijiste que el adiós de hoy era un adiós para siempre. Por segunda vez te has negado a convertirte en mi esposa; y lo has hecho, para usar tus propias palabras, por piedad hacia Mí.
    “Por piedad hacia Mí, te imploro que reconsideres tu decisión.
    “Si me condenas a vivir sin ti -lo siento, lo sé- me condenas a una desesperación que no tengo fuerzas suficientes para soportar. Mira los pasajes que te marqué en el Nuevo Testamento. Te digo y te repito que tu arrepentimiento verdadero te ha hecho digna del perdón de Dios. ¿No serías entonces digna del amor, la admiración y el respeto de un hombre? ¡Piensa! Oh, Sarah, piensa cómo podrían ser nuestras vidas y permite que se unan en este mundo y para toda la eternidad.
    “No puedo seguir escribiendo. Me agobia una fatiga de muerte. Mi mente está en un estado que me resulta desconocido. Soy presa de tal confusión que a veces creo que te odio. Y entonces me recupero de mi ofuscación y sé que nunca antes un hombre amó a una mujer como te amo yo a ti.
    “Tendrás tiempo para escribirme con el correo de esta tarde. Haré una parada en Zeeland mañana, en mi viaje de regreso, y buscaré tu carta en la oficina de correos. Te prohíbo que me envíes explicaciones y excusas. Te prohíbo que hagas crueles alusiones a tu deber. Envíame una respuesta que no me mantenga en suspenso ni por un momento.
    “Te lo pido por última vez. ¿Accedes a ser mi esposa? La respuesta es Sí o No.'
    »Le devolví la carta con el único comentario que las circunstancias me permitían.
    »”¿La respuesta fue No?”
    »Ella inclinó la cabeza en silencio.
    »Proseguí, muy a mi pesar, porque no habría querido herirla de haber sido posible. Le dije: “Murió, víctima de la desesperación, por sus propias manos... ¿y usted lo supo?”
    »Levantó la vista. “¡No! Decir que lo supe es ir demasiado lejos. Mejor sería decir que lo temí.”
    »”¿Lo amaba?”
    »Me dirigió una mirada de grave sorpresa. “¿Tengo yo derecho a amar? ¿Podía acaso deshonrar a un hombre honorable permitiéndole que se casara conmigo? Me mira como si me considerara responsable de su muerte.”
    »”Inocentemente responsable”, le dije.
    »Ella seguía aún la cadena de sus propios pensamientos. “¿Cree que tan siquiera por un momento podía suponer que se mataría cuando le escribí mi respuesta? Era un hombre profundamente religioso. De haber estado en sus cabales, habría retrocedido ante la idea del suicidio como ante la de un crimen.”
    »Al reflexionar en el asunto me sentí inclinado a concordar con ella. Es posible que, en medio de su terrible situación, la visión de la navaja (lista para usar, con los demás implementos de aseo personal, por su compañero de viaje) tentara fatalmente a un hombre que veía destruida su última esperanza y cuya mente estaba atormentada por la desesperación. Habría carecido de toda piedad si, hasta ahí, hubiera considerado responsable a la señorita Jethro. Pero me resultaba difícil aprobar el curso que adoptara al permitir que la muerte del señor Brown se atribuyera a un asesinato sin dejar oír una palabra de protesta. “¿Por qué guardó silencio?”, le dije.
    »Sonrió con amargura.
    »”Una mujer habría sabido por qué sin necesidad de preguntar”, respondió. “Una mujer habría comprendido que me espantaba la posibilidad de confesar públicamente mi vergonzoso pasado. Una mujer habría tenido en cuenta las razones que me asistían para compadecer al hombre que me amaba, y para aceptar cualquier responsabilidad antes que asociar su memoria, ante el mundo, a una pasión indigna, que terminaba en el suicidio, por un ser envilecido. E incluso si hubiera cometido ese cruel sacrificio, ¿habría creído la opinión pública a una persona como yo, en contra de las evidencias de un médico y el veredicto de un jurado? ¡No, señor Morris! No dije nada, y estaba resuelta a no decir nada mientras estuviera en mis manos la elección. El día en que el señor Mirabel me imploró que lo salvara, esa elección dejó de ser mía, y ya sabe lo que hice. Y ahora de nuevo, cuando las sospechas (después de todo este tiempo transcurrido) han seguido el rastro de ese hombre inocente y lo han encontrado, sabe lo que he hecho. ¿Qué más quiere de mí?”
    »”Su perdón por no haberla entendido, y un último favor”, le dije. “¿Puedo repetirle lo que me ha dicho a la única persona que debe saber, que tiene que saber lo que me ha contado?”
    »No era necesario indicar más claramente que hablaba de Emily. La señorita Jethro me concedió su permiso.
    »”Hágalo”, respondió. “Dígale a su hija, de mi parte, que el agradecido recuerdo de ella es mi único refugio contra los pensamientos que me torturaban cuando conversamos durante su última noche en la escuela. Ella ha hecho que este corazón muerto sienta un soplo vivificante cuando pienso en ella. Nunca volveremos a encontrarnos en nuestro peregrinar por este mundo: le imploro a ella que me compadezca y me olvide. Adiós, señor Morris, adiós para siempre.”
    "Confieso que mis ojos se llenaron de lágrimas. Cuando pude ver de nuevo con claridad, estaba solo en la habitación."


    CAPÍTULO LXVII
    EL VERDADERO CONSUELO

    Emily dobló las páginas que le hicieran saber que su padre había muerto por su propia voluntad.
    Cecilia aún la mantenía tiernamente abrazada. Lentamente, Emily inclinó la cabeza hasta apoyarla en el pecho de su amiga. Sufría en silencio. En silencio, Cecilia se inclinó y besó su frente. Los sonidos que penetraban en la habitación guardaban armonía con el momento. De una casa distante llegaban apagadas voces infantiles que entonaban la quejumbrosa melodía de un himno religioso y, de cuando en cuando, la brisa hacía chocar contra la ventana las primeras hojas muertas del otoño. Ninguna de las jóvenes supo durante cuánto tiempo los minutos se sucedieron sin que nada ocurriera, hasta que se produjo un cambio. Emily alzó la cabeza y miró a Cecilia.
    -Me queda una amiga -dijo.
    -No soy sólo yo, mi amor, ¡Oh, tengo la esperanza de no ser sólo yo!
    -Si, sólo tú.
    -Hay algo que tengo que decirte, Emily, pero temo lastimarte.
    -Querida, ¿recuerdas lo que leímos una vez en un libro de historia cuando estábamos en la escuela? Contaba la muerte de un torturado, en los viejos tiempos, a quien ataron a la rueda. Vivió lo suficiente para contar que la agonía, después del primer golpe de porra, embotó su capacidad para sentir el dolor de los demás. Imagino que el dolor del espíritu se atiene a las mismas reglas. Nada que me digas en este momento logrará lastimarme.
    -Sólo quería preguntarte, Emily, si estuviste comprometida en matrimonio con el señor Mirabel.
    -¡Nunca! Él me presionó para que accediera a un compromiso, pero le dije que no debía apresurarme.
    -¿Qué te llevó a decirlo?
    -Pensaba en Alban Morris.
    Cecilia intentó en vano contenerse. Se le escapó un grito de alegría.
    -¿Te alegras? -preguntó Emily-. ¿Por qué?
    Cecilia no le respondió directamente.
    -¿Me dejas que te cuente lo que querías saber hace un rato? -dijo-. Me preguntaste por qué el señor Morris había dejado el asunto en mis manos, en vez de hablar contigo personalmente. Cuando le hice esa misma pregunta, me pidió que leyera lo que había escrito. "No queda ni una sombra de duda sobre el señor Mirabel", dijo. "Emily es libre de casarse con él, y soy yo quien le proporciona esa libertad. ¿Puedo yo mismo decírselo? Por ella y por mí, no debe ser así. Todo lo que puedo hacer es dejar que los recuerdos de los viejos tiempos aboguen por mí. Si ellos fracasan, sabré que será más feliz con el señor Mirabel que conmigo." "¿Y aceptará usted su decisión?" -le pregunté-. "Tengo que aceptarla, porque la amo", respondió. ¡Oh, qué pálida te ves! ¿Te he molestado?
    -Me has hecho bien.
    -¿Lo recibirás?
    Emily señaló al manuscrito.
    -¿En un momento como este?-dijo.
    Cecilia se mantuvo fiel a lo que había resuelto.
    -Un momento como este es el adecuado -respondió-. Es ahora, cuando más necesitas que te consuelen, que debes recibirlo. ¿Quién puede calmar tu pobre corazón dolorido como él puede hacerlo? -agarró impulsiva el manuscrito y lo lanzó donde no pudieran verlo-. No soporto mirarlo -dijo-. Emily, ¿me perdonarás si he cometido una indiscreción? Lo vi esta mañana antes de venir aquí. Tenía miedo de lo que podía suceder; me negué a contarte estas terribles noticias a menos que estuviera en un lugar cercano. Tu vieja sirvienta sabe adónde ir. Déjame enviarla...
    La señora Ellmother abrió la puerta sin que la llamaran y se detuvo insegura en el umbral, sollozando y riendo histéricamente al mismo tiempo.
    -¡Soy lo peor que existe! -exclamó la buena anciana-. He estado escuchando; he mentido; le dije que usted quería verlo. Despídame si quiere. ¡Ya lo envié a buscar! ¡Está aquí!
    Un momento después, Emily estaba en sus brazos y se encontraban a solas. Sobre el pecho fiel de Alban le llegó al fin el bendito alivio que proporcionan las lágrimas: rompió a llorar.
    -Oh, Alban, ¿podrás perdonarme?
    Él le alzó la cabeza suavemente para verle el rostro.
    -Amor mío, déjame mirarte -dijo-. Quiero recordar el día en que nos separamos en el jardín de la escuela. ¿Recuerdas la fe que me sostenía? Te dije entonces, Emily, que en nuestras vidas habría un momento de plenitud, y nunca perdí por completo esa amada convicción. ¡Mi bien, ese momento ha llegado!


    EPILOGO
    PLÁTICAS EN EL ESTUDIO

    Había llegado el invierno. Después de un duro día de trabajo en la casa, Alban limpiaba su paleta. La sirvienta anunció que el té estaba servido y que la señorita Ladd lo esperaba en la habitación contigua.
    Alban entró a toda prisa y recibió a la visitante cordialmente, extendiéndole ambas manos.
    -¡Bienvenida a Inglaterra! No tengo que preguntarle si el viaje por mar le ha asentado. Parece diez años más joven que cuando se fue.
    La señorita Ladd sonrió.
    -Pronto seré diez años mayor de nuevo si regreso a Netherwoods -contestó-. Entonces no lo creía, pero ahora lo sé. Nuestro amigo el doctor Allday tenía razón cuando me dijo que mis días de trabajo habían terminado. Debo entregarle la escuela a una sucesora más joven y más fuerte, y aprovechar lo mejor que pueda, jubilada, lo que me resta de vida. Usted y Emily me tendrán de vecina cercana. ¿Dónde está Emily?
    -Muy lejos en el norte.
    -¡En el norte! No querrá decir que ha regresado junto a la señora Delvin.
    -Ha regresado -con la señora Ellmother para cuidar de ella- a pedido expreso mío. Ya sabe cómo es Emily cuando hay una acción de caridad que realizar. Ese hombre infortunado ha estado consumiéndose (con intervalos de parcial restablecimiento) durante varios meses. La señora Delvin nos mandó decir que el fin se aproximaba, y que el último deseo que su hermano había logrado formular era el de ver a Emily. Cuando mi esposa llegó, hacía ya varias horas que no podía hablar. Pero la reconoció y sonrió débilmente. Sólo logró levantar una mano. Emily se la tomó y aguardó a su lado, mientras le prodigaba palabras consoladoras y amables. Cuando avanzó la noche, Mirabel se sumió en el sueño, todavía sosteniendo su mano. Sólo supieron que había pasado del sueño a la muerte -sin un movimiento ni un suspiro- cuando su mano se enfrió. Emily se quedó un día más en la torre para consolar a la pobre señora Delvin, y ¡gracias a Dios, regresa a casa esta tarde!
    -No necesito preguntarle si es feliz -dijo la señorita Ladd.
    -¿Feliz? Canto al bañarme por las mañana. ¡Si eso no es ser feliz (a mi edad) no sé en qué consiste la felicidad!
    -¿Y cómo les va?
    -¡Estupendamente! Después de que usted se marchara por motivos de salud, me he convertido en retratista. Un retrato del señor Wyvil decorará la alcaldía del lugar que representa, y nuestra querida y bondadosa Cecilia ha convencido a un alcalde y una junta fascinados con ella a confiarme el encargo.
    -¿No hay esperanzas aún de que esa dulce joven se case? -preguntó la señorita Ladd-. Las solteronas creemos en el matrimonio, señor Morris, aunque algunas no lo admitan.
    -Parece haber una posibilidad -respondió Alban-. En Monksmoor apareció un joven lord: un individuo agradable y atractivo, con un gran futuro en la política. Se encontraba en la casa unos pocos días antes del cumpleaños de Cecilia, y me pidió consejo acerca de cuál podría ser el mejor regalo. Le dije: "Pruebe con algo nuevo en materia de Repostería". Cuando se convenció de que hablaba en serio, ¿qué cree que hizo? ¡Envió su yate de vapor a Rouen en busca de algunos ejemplares de sus famosos pasteles! Debió haber visto a Cecilia cuando el joven lord le ofreció su delicioso presente. Si pudiera pintar esa sonrisa y esos ojos, sería yo el más grande de los artistas del momento. Creo que se casará con él. ¿Tengo qué decirle lo ricos que serán? No los envidiaremos: nosotros también somos ricos. Todo es relativo. Con el retrato del señor Wyvil, me echaré trescientas libras al bolsillo. Desde que nos casamos, he ganado ciento veinte más haciendo ilustraciones. Y a las entradas anuales de mi esposa (me gustan los detalles) sólo les faltan cinco chelines y diez peniques para llegar a las doscientas libras. ¡Moraleja!: somos ricos además de felices.
    -¿Y no pensáis en el futuro? -preguntó la señorita Ladd con malicia.
    -¡Oh, el doctor Allday ha tomado el futuro en sus manos! Le encantan esas bromas pasadas de moda de las que solían hacer víctimas a los recién casados en sus años mozos. "Mi querido amigó", me dijo el otro día, "es posible que se vea usted en la jubilosa necesidad de enviar por el médico antes de que seamos un año más viejos. En ese caso, quiero que quede entendido que soy Médico Honorario de la familia." El bondadoso anciano habla de conseguirme otro encargo para un retrato. "El mayor inútil de la profesión médica" (me informó) "acaba de recibir el título de barón, y los amigos que lo admiran han decidido que hay que hacerle un retrato de cuerpo entero, con sus piernas zambas ocultas bajo una túnica y sus grandes ojos saltones mirando fijamente a los espectadores. Le conseguiré ese trabajo." ¿Quiere que le cuente lo que dice del restablecimiento de la señora Rook?
    La señorita Ladd alzó las manos asombrada.
    -¡Se ha restablecido! -exclamó.
    -Y de manera muy notable -le informó Alban-. Es el primer caso del que se tenga noticia de una persona que se haya restablecido de una lesión como la que sufrió. El doctor Allday asumió un aire grave cuando lo supo. "Empiezo a creer en el demonio: nadie más puede haber salvado a la señora Rook", dijo. Otros no opinan lo mismo. Ha sido objeto de trabajos en todas las publicaciones médicas y la han admitida en un asilo excelente, para que viva en cómoda holganza hasta una avanzada edad. Lo mejor de todo es que menea la cabeza cuando se habla de su maravilloso restablecimiento. "Es una lástima tan grande", dice. "Estaba tan preparada para subir al cielo." El señor Rook, que se ha librado de su esposa, está de un ánimo excelente. Se ocupa de cuidar a un viejo caballero idiotizado, y cuando se le pregunta si le gusta su empleo, hace un guiño disimulado y se palmea el bolsillo. Ahora, señorita Ladd, creo que me ha llegado el turno de oír algunas noticias. ¿Qué tiene que contarme?
    -Creo que tengo algo tan interesante como su historia sobre la señora Rook -dijo la señorita Ladd-. ¿Quiere saber qué ha sido de Francine?
    Alban, quien hasta ese momento había parloteado con el buen humor de un muchacho, de repente se puso muy serio.
    -No me cabe duda de que a la señorita de Sor le ha ido bien -dijo con tono adusto-. Es demasiado desalmada y perversa como para no prosperar.
    -Vuelve usted a mostrarse tan mordaz como solía, señor Morris, y se equivoca. Visité esta mañana al agente que estaba a cargo de Francine cuando me marché de Inglaterra. Cuando le mencioné su nombre, me mostró un telegrama que le enviara su padre. "Esa es mi autorización para permitirle marcharse de mi hogar", me dijo. El mensaje era tan breve que es fácil recordarlo. "Cualquier cosa que mi hija desee siempre que no regrese." En esos términos crueles escribió el señor de Sor a propósito de su propia hija. A su modo, el agente se mostró igualmente insensible. La llamó víctima de un amor no correspondido y de un sagaz proselitismo. "En pocas palabras, el sacerdote de la capilla católica de las inmediaciones la ha convertido y ahora es novicia en un convento de monjas carmelitas del oeste de Inglaterra", dijo. ¿Quién lo hubiera creído? ¿Quién sabe cómo terminará?
    Cuando la señorita Ladd pronunciaba esas palabras, sonó la campanilla de la puerta de la casa.
    -¡Ahí está! -exclamó Alban, abriendo la marcha hacia el zaguán-. Emily ha vuelto a casa.

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