Publicado en
marzo 27, 2010
Título original: PLAYER PIANO
A Jane
que Dios le bendiga
Contemplemos los lirios en el campo,
Cómo crecen, se esfuerzan y se yerguen;
Y recordemos que ni Salomón con toda su gloria
Lograría un ornato comparable...
(SAN MATEO, 6,28)
Advertencia
Este libro no trata de lo que sucede sino de lo que podría suceder. Los personajes están modelados en personas que aún no han nacido o, quizás en el momento de escribirlo, en quienes son niños todavía.
Se refiere mayormente a ejecutivos e ingenieros. En este instante de la Historia, 1952, nuestras vidas y libertades dependen en gran parte de la capacidad, la imaginación y la valentía de nuestros ejecutivos e ingenieros y yo espero que Dios les ayude a ayudarnos para que todos sigamos vivos y libres.
Pero este libro es sobre otro momento de la Historia cuando no haya más guerras y...
1
Ilium, en el estado de Nueva York, se compone de tres sectores: en el noroeste están los directivos, los ingenieros y funcionarios civiles, así como unos pocos profesionales; en el noreste están las máquinas, y en el sur, en la otra orilla del río Iroquois, es la zona conocida localmente como Homestead, donde vive casi toda la gente.
Si se dinamitara el puente sobre el Iroquois, pocas rutinas se verían perturbadas. No mucha gente, a ambas orillas, tiene razones, aparte de la curiosidad, para cruzar.
Durante la guerra, en centenares de Iliums a lo largo y ancho de Norteamérica, los directivos y los ingenieros aprendieron a arreglarse sin sus hombres y mujeres, quienes fueron al frente. Fue el milagro que ganó la guerra: la producción casi sin personal. En la jerga de la orilla norte, fue el conocimiento técnico el que ganó la guerra. La democracia debió su vida al conocimiento técnico.
Diez años después de la guerra —después de que los hombres y mujeres regresaran del frente, después de que se encarcelara a miles y miles con las leyes contra la obstrucción—, el doctor Paul Proteus estaba acariciando a una gata en su despacho. Proteus era la persona más importante y brillante de Ilium, el director general de Ilium Works, aunque sólo tenía treinta y cinco años. Era alto, nervioso y moreno, con el buen aspecto gentil de su largo rostro distorsionado por las gafas de armazón oscura.
En ese momento no se sentía ni importante ni brillante; ni se había sentido desde hacía tiempo. Su principal preocupación en ese instante era que la gata negra se sintiera contenta en su nuevo ambiente.
Aquellos suficientemente viejos para recordar y suficientemente viejos para competir decían con cariño que el doctor Proteus era idéntico a su padre cuando joven. Era bien sabido, con resentimiento en algunos círculos, que algún día Paul llegaría tan alto como su padre en la organización. Su padre, el doctor George Proteus, era en el momento del fallecimiento, el primer director nacional industrial y comercial de Comunicaciones, Alimentación y Recursos, cargo de una importancia sólo comparable a la del presidente de los Estados Unidos.
En cuanto a las posibilidades de que los genes Proteus pasasen a otra generación, éstas eran prácticamente nulas. La mujer de Paul, Anita, su secretaria durante la guerra, era estéril. Con toda ironía, él se había casado con ella después de que ella afirmara que estaba embarazada con seguridad, después de una liberal celebración oficinesca de la victoria.
—¿Te gusta, gatita?
Con cuidado y placer vicario, el joven Proteus pasó un rollo de planos por el lomo de la gata.
—Mmmmmmmmm-aaaaah, bueno, ¿eh?
La había visto por la mañana, cerca de la cancha de golf, y la había recogido como cazadora de ratones para la fábrica. La noche anterior, un ratón se había introducido en el sistema aislante por un alambre de contacto y había dejado momentáneamente fuera de funcionamiento a los edificios 17, 19 y 21.
Paul se dirigió a su intercomunicador.
—¿Katharine?
—¿Sí, doctor Proteus?
—Katharine, ¿cuándo va a pasar a máquina mi discurso?
—Lo estoy haciendo ahora, señor. En diez o quince minutos, se lo prometo.
La doctora Katharine Finch era su secretaria y la única mujer en Ilium Works. En realidad, era más un símbolo de rango que una verdadera ayuda, aunque era útil como reemplazante cuando Paul se enfermaba o se iba temprano del trabajo. Solamente los amos —los directores de fábricas para arriba— tenían secretarias. Durante la guerra, los directivos y los ingenieros habían descubierto que el trabajo de secretaría se podía hacer, como la mayoría de trabajos comunes, de forma más rápida y eficiente y barata con máquinas. Anita estaba a punto de ser despedida cuando se casó con Paul. Ahora, por ejemplo, Katharine estaba siendo muy poco máquina y, en consecuencia, resultaba molesta. Perdía el tiempo y no hacía el discurso de Paul mientras hablaba con su presumido amante el doctor Bud Calhoun.
Bud, que era el superintendente de la terminal de petróleo en Ilium, sólo trabajaba cuando llegaban o salían cargamentos en barcazas o por el oleoducto se pasaba casi todo el tiempo libre entre estas crisis, como ahora, llenándole los oídos a Katharine con la euforia de su dulce acento de Georgia.
Paul se puso la gata en los brazos y la llevó a la inmensa ventana que hacía de pared.
—Muchos y muchos ratoncitos por allá, Kitty —dijo.
Le mostraba a la gata el viejo campo de batalla, ahora en paz. Allí, en la cuenca de la curva del río, los mohawaks habían derrotado a los algonquinos, los holandeses a los mohawaks, los ingleses a los holandeses, los norteamericanos a los ingleses. Ahora sobre los huesos y las estacas y las flechas y las bombas de los cañones podridos, había un triángulo de edificios de acero y cemento, de casi un kilómetro por lado; era la sede de Ilium Works. Donde los hombres una vez se pelearon y chillaron entre sí y también lucharon sin elementos contra la naturaleza, ahora las máquinas zumbaban y trepidaban y chasqueaban y producían piezas para coches de niños y tapones de botellas, motocicletas y refrigeradores, aparatos de televisión y triciclos: los frutos de la paz.
Paul levantó la mirada por encima de los techos del gran triángulo hasta el brillo del sol sobre el río Iroquois, y más allá, hasta Homestead, donde aún vivían tantos nombres de los pioneros: Van Zandt, Cooper, Cortland, Stokes...
—¿Doctor Proteus?
—¿Sí, Katharine?
—Ocurre de nuevo.
—¿Tres en el edificio 58?
—Sí, señor; de vuelta está prendida la luz.
—Pues bien. Llame al doctor Shepherd y averigüe lo que está haciendo al respecto.
—Hoy está enfermo, ¿recuerda?
—Entonces me toca a mí, supongo.
Se puso el abrigo, suspiró con aburrimiento, recogió la gata y entró en la oficina de Katharine.
—No te levantes, no te levantes —dijo a Bud, que estaba echado en un sofá.
—¿Quién se iba a levantar? —preguntó Bud.
Tres paredes de la habitación estaban llenas de contadores, desde el zócalo a las molduras; la única interrupción eran las puertas que daban a la sala exterior y al despacho de Paul. La cuarta pared, como en el despacho de Paul, era un único panel de cristal. Los contadores eran idénticos, del tamaño de un paquete de cigarrillos, y colocados como ladrillos, cada uno rotulado con una placa brillante de latón. Cada uno estaba conectado a un grupo de máquinas de algún lado de Ilium Works. Una brillante joya roja llamaba desde el séptimo contador, contando desde abajo, en la quinta fila a la izquierda, en la pared que daba al este.
—Oh, oh, de vuelta con problemas; el número tres en el 58 tiene rechazos, muy bien —echó una mirada al resto de los instrumentos—. Supongo que eso es todo, ¿eh?
—Nada más que ése.
—¿Qué vas a hacer con esa gata? —preguntó Bud.
Paul castañeteó los dedos.
—Eh, suerte que lo preguntaste. Tengo un proyecto para ti, Bud. Quiero un instrumento de señales que le indique a esta gata dónde puede encontrar un ratón.
—¿Electrónico?
—Ojalá.
—Se necesita alguna especie de elemento sensorial que pueda oler a un ratón.
—O a una rata. Quiero que trabajes en eso mientras estoy fuera.
Cuando Paul caminaba hacia su coche bajo el pálido sol de marzo, se dio cuenta de que Bud Calhoun tendría listo un diseño de alarmas para ratones, uno que pudiera comprender una gata, para cuando regresara a la oficina. A veces Paul se preguntaba si no hubiera estado más contento en otra época de la Historia, pero no había dudas de que Bud era feliz viviendo ahora. Por lo general, se consideraba que una mentalidad como la de Bud era peculiarmente norteamericana, desde el instante del nacimiento de la nación: la visión y la imaginación incansables y erráticas de un inventor de artefactos. Ésta era la culminación o algo muy próximo, de generaciones de Bud Calhouns, con casi toda la industria norteamericana integrada en una estupenda máquina.
Paul se detuvo ante el coche de Bud, que estaba estacionado al lado del suyo. Bud le había mostrado varias veces sus características especiales. Con ganas de jugar, Paul las puso en funcionamiento.
—Vamos —le dijo al auto.
Se oyó un zumbido y un clic y se abrió la puerta.
—Adelante —dijo un magnetófono debajo del tablero de instrumentos. Se puso en marcha el motor y se encendió la radio.
Cautelosamente, Paul tocó un botón en la columna de dirección. El motor zumbó, los cambios gimieron levemente y los dos asientos delanteros se tumbaron lado a lado como amantes dormidos. A Paul le parecieron tan sorprendentes como la mesa de operaciones para caballos que había visto una vez en el hospital veterinario, donde al caballo se le llevaba al lado de la mesa vertical, se le ataba a la misma, se le anestesiaba y luego lo ponían en posición operatoria en la mesa, que se colocaba horizontalmente. Pudo ver a Katharine Finch cayendo, cayendo, cayendo mientras Bud, la mano en el botón, canturreaba.
—Adiós —le dijo al coche.
El motor se detuvo, la radio dejó de funcionar y la puerta se cerró de un golpe.
—No aceptes monedas de madera —le gritó el coche mientras Paul se subía al suyo—. No aceptes monedas de madera, no aceptes monedas de madera, no aceptes...
—¡No lo haré!
El coche de Bud guardó silencio, aparentemente tranquilo.
Paul condujo por el ancho y limpio paseo que cortaba la zona industrial y miró los edificios al pasar. Una furgoneta, tocando la bocina y con sus ocupantes saludándole, pasó en dirección contraria, haciendo juguetones zigzags por la calle desierta, rumbo a la entrada principal. Paul miró su reloj. Era el segundo turno que acababa de salir del trabajo. Le molestó que ese buen humor adolescente estuviera correlacionado con la clase de jóvenes que se necesitaban para hacer funcionar la planta. Con cuidado, se aseguró a sí mismo que cuando Finnerty y Shepherd habían llegado a trabajar en Ilium Works hacía trece años los dos habían sido más adultos, menos fanfarrones y, por cierto, sin las ínfulas de pertenecer a una selección.
Alguna gente, incluso el famoso padre de Paul, había hablado en los viejos tiempos como si los ingenieros, los directivos y los científicos fueran una aristocracia. Y cuando la guerra estaba en ciernes, se reconoció que únicamente el conocimiento técnico norteamericano era la respuesta a las fuerzas multitudinarias del enemigo; y se habló de hacer refugios más profundos y fuertes para los poseedores del conocimiento, y de mantener alejados del frente a esta crema de la población. Pero no muchos se habían creído del todo esta idea de una selección. Cuando Paul, Finnerty y Shepherd se graduaron en la universidad, a principios de la guerra, se habían sentido como gallinas por no ir a pelear y humillados por quienes lo hacían. Pero ahora este asunto de los elegidos, esta afirmación de superioridad, esta sensación de justicia con respecto a la jerarquía rematada por directivos e ingenieros, era una noción que formaba parte de todo graduado universitario y que no se ponía en duda.
Paul se sintió mejor cuando entró en el Edificio 58, una estructura larga y estrecha de cuatrocientos metros de largo. Era uno de sus favoritos. Le habían ordenado que demoliese y reemplazase el fondo norte del edificio, pero había convencido al Centro de Dirección de que no se hiciera. El fondo norte era el edificio más antiguo de la planta y Paul lo había salvado debido al interés histórico que tenía para los visitantes, según le había explicado entonces al Centro de Dirección. Pero, en realidad, no quería ni le gustaban los visitantes y había salvado la parte norte del Edificio 58 para sí mismo. Era el taller mecánico original instalado en 1886 por Edison, el mismo año en que abrió otro en Schenectady; visitarlo aliviaba los períodos depresivos de Paul. Era un voto de confianza en el pasado, pensaba; el pasado admitía allí lo humilde y pobre que había sido; allí, uno podía mirar lo viejo y lo nuevo y comprobar que realmente la humanidad había hecho un largo camino. Paul necesita reasegurarse de tiempo en tiempo.
Objetivamente, según Paul trataba de convencerse, las cosas eran mejor que nunca. De una vez por todas, después del gran baño de sangre de la guerra, el mundo era verdaderamente ajeno a los terrores antinaturales: el hambre masiva, el encarcelamiento en masa, el asesinato multitudinario. Objetivamente, el conocimiento técnico y el orden mundial estaban teniendo la oportunidad, tan largamente demorada, de convertir a la Tierra en un sitio totalmente placentero y conveniente para permanecer en él hasta el Juicio Final.
Paul deseaba haber ido al frente y haber oído el tumulto y el estruendo absurdos, y visto los heridos y los muertos y quizás haber recibido una esquirla en la pierna. Quizá podría comprender lo bien que ahora estaban las cosas por medio de la comparación; vería lo que les parecía tan claro a los demás: que lo que él estaba haciendo, lo que había hecho y haría como directivo e ingeniero era vital, más allá del reproche, y que, en verdad, todo eso había creado una época dorada. Últimamente, su trabajo, el sistema y la política de organización, lo dejaban molesto, aburrido o irritado.
Hallábase en la parte vieja del Edificio 58 que ahora estaba ahíto de máquinas de soldadura autógena y un banco de cintas de aislación. Le tranquilizó contemplar los cabrios de madera, desparejos, con antiguas marcas de azuelas debajo de lechadas desprendidas, y las aburridas paredes de ladrillo blando, lo suficientemente blando como para que los hombres —sólo Dios sabe cuánto tiempo hacía— grabaran sus iniciales: «KTM», «DG», «GP», «BDH», «HB», «NNS». Paul se imaginó por un momento —como a menudo se imaginaba durante sus visitas al Edificio 58— que era Edison, de pie en el umbral de un solitario edificio de ladrillos, sobre la ribera del Iroquois, con el frío norteño azotando al sorgo en el exterior. Los cabrios aún tenían las marcas de lo que Edison había hecho con el solitario granero de ladrillo: los agujeros de pernos mostraban dónde, en un tiempo, los ejes habían llevado electricidad a un bosque de correas; y el suelo de bloques de madera estaba negro con el aceite y gastado por las patas de las groseras maquinarias que las poleas habían hecho funcionar.
En la pared de la oficina, Paul tenía una foto del taller tal como había sido al principio. Todos los empleados, la mayoría de ellos reclutados de las granjas vecinas, habían estado hombro con hombro entre los bastos aparatos para sacarse la fotografía, casi fieros en su dignidad y orgullo, ridículos con sus cuellos duros y sus sombreros hongos. Aparentemente, el fotógrafo estaba acostumbrado a sacar fotos de equipos atléticos y organizaciones fraternales, porque el retrato tenía ese aire tan de boga en esos días. En cada rostro había una promesa desafiante de fortaleza física y, al mismo tiempo, estaba la actitud de una orden secreta, por encima y aparte de la sociedad, en virtud de su participación en ritos importantes y emotivos que los demás sólo podían imaginarse. E imaginarse mal. El orgullo en esa fortaleza y en ese importante misterio se veía tanto en los ojos de los hombres de limpieza como en los de los maquinistas e inspectores, y en los del capataz, quien era el único sin la bolsa del almuerzo.
Sonó un timbre y Paul se puso a un lado del corredor mientras la máquina de barrer las basuras traqueteó en sus vías, levantó una nube de polvo con sus escobas giratorias y chupó la nube con su hocico voraz. La gata en los brazos de Paul, clavó las uñas en el traje de Paul y siseó a la máquina.
A Paul le empezaron a molestar los ojos con una sensación de cosquillas y se dio cuenta de que había mirado el brillo y el chisporroteo de la soldadura autógena sin ninguna protección. Se colocó gafas oscuras encima de sus anteojos y caminó rodeado por el olor antiséptico de ozono que hacía el grupo de tornos número tres, que estaba en el centro del edificio, en la parte nueva.
Se detuvo un momento en el último grupo de autógenas y deseó que Edison pudiera estar con él para verlo. El anciano se hubiera encantado. Dos planchas de acero fueron sacadas de una pila, enviadas traqueteando por un canal; recogidas por manos mecánicas y empujadas bajo la máquina de fundición autógena. Las cabezas caían, chisporroteaban y se elevaban. Una batería de ojos eléctricos e infalibles estudiaban la unión de las dos planchas, enviaban al contador en la oficina de Katharine la señal de que todo estaba bien en el grupo cinco del Edificio 58, y las planchas soldadas se iban por otro canal hacia las fauces de otro grupo de prensas en el sótano. Cada diecisiete segundos, las doce máquinas en el grupo completaban el ciclo.
Mirando la longitud del Edificio 58, Paul tuvo la impresión de que era un inmenso gimnasio, donde escuadras innumerables practicaban una calistenia de precisión —meneos, giros, saltos, empujes, agitaciones—. Paul amaba este aspecto de la nueva era: las máquinas en sí eran entretenidas y encantadoras.
De paso, abrió la caja de mandos para el grupo autógeno y vio que las máquinas estaban arregladas para funcionar durante tres días más. Después, se apagarían automáticamente hasta que Paul recibiera nuevas órdenes de la dirección y dejara todo en manos del doctor Lawson Shepherd, que era segundo jefe y responsable de los Edificios 53 a 71. Shepherd, que hoy estaba enfermo, pondría entonces en funcionamiento los mandos para una nueva serie de aparatos de refrigeración; la cantidad sería estipulada por EPICAC, una computadora sita en Carlsbad Caverns, de acuerdo con lo que pudiera absorber la economía.
Paul, calmando a la gata nerviosa con sus largos y finos dedos, se preguntó con indiferencia si Shepherd realmente estaba enfermo. Probablemente no. Lo más posible era que estuviera visitando a gente importante y tratando de que lo sacaran de la esfera de Paul.
Shepherd, Paul y Edward Finnerty habían llegado a Ilium cuando jóvenes. Ahora Finnerty había pasado a cosas más importantes en Washington; a Paul le habían dado el cargo máximo en Ilium; y Shepherd, resentido y criticón, pero eficiente, había sido humillado, en su opinión, al ser nombrado segundo jefe de Paul. Las transferencias eran decisiones tomadas en las altas esferas y Paul esperaba con ganas que Shepherd consiguiera una.
Paul llegó al grupo de tornos número tres, donde residía el problema que había venido a analizar. Hacía mucho tiempo que pedía permiso para tirar el grupo a la basura, pero sin éxito. Los tornos eran del viejo tipo, construidos originalmente para ser manipulados por hombres y adaptados durante la guerra, torpemente, a las nuevas técnicas. Estaban perdiendo precisión, tal como señalaba el contador del despacho de Katharine, y aparecían rechazos en gran cantidad. Paul estaba dispuesto a apostar que el grupo de tornos era diez por ciento tan ruinoso como había sido en el tiempo de mandos humanos y montañas de desechos.
El grupo, compuesto de cinco filas con diez máquinas cada una, empujaba su instrumental al unísono a través de barras de acero, ponía las terminadas en cintas continuas, se detenía cuando caían barras nuevas entre sus prensas, se cerraba, empujaba su instrumental al unísono a través de barras de acero, ponía las barras terminadas en...
Paul abrió la caja que contenía al magnetófono que las ordenaba. La cinta era un pequeño lazo que se alimentaba continuamente entre aparatos magnéticos. En él estaban grabados los movimientos de un capataz maquinista abriendo una válvula en un motor. Paul recordó que hacía doce o trece años había participado en la fabricación de la cinta, o sea el patrón con el que se había hecho ésta...
Él, Finnerty y Shepherd, con la tinta aún húmeda en sus títulos universitarios, habían sido enviados a uno de los talleres de maquinistas a hacer la grabación. El capataz general había señalado a uno de sus mejores hombres —¿cuál era su nombre?— y, bromeando con el sorprendido maquinista, los tres jóvenes brillantes habían ajustado el aparato de grabación a los mandos de los tornos. ¡Hertz! Ése había sido el nombre del maquinista; Rudy Hertz, un veterano que estaba a punto de retirarse. Paul ahora se acordó del nombre y de la deferencia que había mostrado el anciano ante los tres jóvenes brillantes.
Más tarde, pidieron al capataz que diera tiempo libre a Rudy y, con un espíritu alborotado y caprichoso de democracia industrial, lo habían llevado al bar de enfrente a tomar una cerveza. Rudy no había comprendido del todo cómo eran los instrumentos de grabación, pero lo que había comprendido, le gustó: que él, de entre miles de maquinistas, había sido elegido para que le inmortalizaran los movimientos en la cinta magnetofónica.
Y aquí, ahora, en este pequeño lazo en un caja delante de Paul, estaba Rudy tal como había permanecido ante su máquina esa tarde; Rudy, el dador de energía, el ajustador de velocidades, el ordenador de la cortadora de metal. Ésta era la esencia de Rudy en lo que se refería a su máquina, en lo que concernía a la economía y en lo que atañía al esfuerzo bélico. La cinta era la esencia del hombre pequeño y amable con las grandes manotas y las uñas negras; del hombre que pensaba que el mundo se podía salvar si todos leían un versículo de la Biblia cada noche; del hombre que adoraba a su perro pastor a falta de hijos; del hombre que... ¿Qué más había dicho Rudy esa tarde? Paul supuso que el anciano ya estaría muerto. O en su segunda infancia en Homestead.
Ahora, al cambiar los pernos en un tablero de mando y al darles las señales de la cinta, Paul podía hacer que la esencia de Rudy Hertz produjera, una, cien o mil de esas barras.
Paul cerró la tapa de la caja. La cinta parecía en buenas condiciones y también el fonocaptor. En realidad, todo estaba lo mejor que se pudiera esperar considerando la antigüedad de las máquinas. Simplemente se iban a producir rechazos y eso era todo. El grupo de máquinas era digno de un museo, no de una planta de fabricación. Hasta la caja programadora era arcaica: una cosa redondeada unida al techo, con una tapa de acero y un cerrojo. Cuando sucedieron los disturbios sociales, justo después de la guerra, todas las cintas habían sido guardadas de esa manera. Ahora, con las firmes leyes contra los obstruccionistas, la única protección que necesitaban era del polvo, las cucarachas y los ratones.
En la puerta, en la parte vieja del edificio una vez más, Paul se detuve un instante para escuchar la música del Edificio 58. Hacía años que tenía pensado conseguir que un compositor hiciera algo al respecto: la Suite del Edificio 58. Era una música salvaje y latina a la vez, de extraños ritmos, que entraba y salía con sonidos calidoscópicos. Trató de separar e identificar los temas. ¡Eso es! Los grupos de tornos, los tenores: «¡Furrazz-ou-ou-ou-ou-ak ting! ¡Furrazz-azz-ou-ou!... Las autógenas, los barítonos: «¡Vaaaaaaa-zuzip! ¡Vaaaaaaaa-zuzip!» Y con el sótano como cámara de resonancia, las prensas, los bajos: «¡Au-grumf! tonka-tonka. ¡Au-grumf! tonka-tonka...» Era una música excitante y Paul, entusiasmado, con su ansiedad desaparecida, se entregó de lleno a ella.
Por el rabillo del ojo, un movimiento enloquecido, giratorio, llamó su atención; dio media vuelta, encantado, para mirar un montón de cintas diminutas y brillantes de género aislante que se daban vuelta entre sí a una velocidad increíble, haciendo piruetas, chocándose, construyendo sin equivocación su muy ceñido abrazo en derredor del cable. Paul se rió ante las magníficas máquinas y tuvo que desviar la mirada para no marearse. En los viejos tiempos, cuando las mujeres miraban las máquinas, algunas de las más simples habían sido encontradas sentadas rígidas en sus asientos, mirando, mucho después del horario terminado.
Su mirada se detuvo en un corazón asimétrico tallado en un viejo ladrillo, en cuyo centro leyó: «K.L.-M.W.» y la fecha «1931». K.L. y M.W. se habían gustado el mismo año en que murió Edison. Paul volvió a pensar en la diversión de mostrar a ese anciano el Edificio 58 y de pronto se dio cuenta de que gran parte de la maquinaria era material viejo, incluso para Edison. Las encintadoras, las autógenas, las prensas, los tornos, los conductores, todo lo que había a la vista, casi todo, había existido en tiempos de Edison. Las piezas básicas de los mandos automáticos también, y los ojos eléctricos y los demás elementos que hacían (y hacían mejor) lo que una vez los hombres habían hecho en la industria; todo esto era conocido en los círculos científicos incluso en los años veinte. Lo único nuevo era la combinación de estos elementos. Paul tomó nota mental de aludir al tema esa noche en el Country Club.
La gata arqueó el lomo y volvió a clavar las uñas en el traje de Paul. La barredora volvía por el pasillo hacia ellos. Hizo sonar su timbre de alarma y Paul se salió de su paso. La gata maulló y siseó; de improviso arañó la mano de Paul con sus uñas y saltó. Con aire juguetón salió corriendo delante de la barredora. Las máquinas gimientes, chillonas, chisporroteantes y brillantes la mantuvieron en medio del corredor, unos metros delante de las escobas alborotadas de la barredora. Paul buscó frenéticamente el botón que detendría a la barredora, pero antes de que lo encontrase, la gata se detuvo. Se enfrentó a la barredora con sus dientes desnudos cual alfileres y la punta de su rabo restallando de una parte a la otra. El brillo de una autógena se apagó en sus ojos y la barredora la tragó y arrojó a los maullidos y a los golpes al interior de su panza de latón galvanizado.
Con la lengua afuera, después de una carrera de trescientos metros por el edificio, Paul atrapó la barredora exactamente cuando llegaba a un canal. Escupió a la gata en el canal y luego en un carro afuera. Cuando Paul llegó afuera, la gata había subido el costado del carro, cayó a tierra y trató desesperadamente de subir una cerca.
—¡No, no, gatita! —gritó Paul.
La gata tocó el alambre de alarma de la cerca y las sirenas resonaron desde la casa de entrada. Un segundo después la gata tocó los alambres electrificados. Una explosión, un resplandor verde y la gata voló por encima de la cerca como si la hubieran arrojado. Cayó sobre el asfalto, muerta y humeante.
Un vehículo acorazado, con su torrecilla agitando nerviosamente su brazo de cañones en esta y aquella dirección, se detuvo con un gruñido ante el pequeño cadáver. La tapa de la torrecilla se abrió y un guardia de la planta asomó cautelosamente la cabeza.
—¿Todo en orden, señor?
—Apague las sirenas. Sólo una gata en la cerca —Paul se arrodilló y miró a la gata a través de la red de la cerca, sumamente molesto—. Recoja la gata y llévela a mi oficina.
—¿Perdón, señor?
—La gata... Quiero que la lleve a mi oficina.
—Está muerta, señor.
—Ya me oyó.
—Sí, señor.
Paul se volvió a ensimismar cuando subió a su coche frente al Edificio 58. No había nada a la vista que le llamara la atención, nada más que asfalto, una perspectiva de fachadas vacías y numeradas y manojitos de nubes cirrus en el cielo azul. Paul echó una mirada a la única vida visible por un angosto cañón entre los Edificios 57 y 59, un cañón que daba al río y revelaba una ribera con porches grises en Homestead. En el porche más alto un anciano se mecía a la luz del sol. Un niño inclinado en una baranda, arrojó un trozo de papel en el curso cansado y oscilante del borde del río. El jovencito levantó la mirada de su papel y encontró la de Paul. El anciano dejó de mecerse y también miró, curiosamente, a algo vivo en Ilium Works.
Cuando Paul pasó por el escritorio de Katharine Finch rumbo a su despacho, ella le entregó el discurso mecanografiado.
—Está muy bien lo que dice de la Segunda Revolución Industrial —dijo.
—Cosas viejas, viejas.
—Me pareció muy nuevo. Quiero decir esa parte en que explica cómo la Primera Revolución Industrial devaluó el trabajo muscular y la segunda devaluó el trabajo mental rutinario. Quedé fascinada.
—Norbert Weiner dijo todo eso en los años cuarenta. Le parece nuevo porque usted es demasiado joven para conocer algo más que la realidad actual.
—En verdad, es bastante increíble que una vez las cosas hayan sido distintas de ahora, ¿no? Es tan ridículo tener a la gente metida todo el día en un sitio, nada más que usando sus sentidos y luego sus reflejos y, en realidad, sin pensar en nada.
—Muy costoso —dijo Paul— y tan de confiar como una regla de masilla. Se puede imaginar lo que eran las pilas de basura y lo que costaba ser un buen ejecutivo de servicios: dolores de cabeza, problemas familiares, resentimientos contra el jefe, deudas, la guerra, toda clase de problemas humanos que debían aparecer en los productos de una manera u otra —sonrió—. Y la felicidad también. Me puedo acordar de cuando teníamos que permitir vacaciones, en especial en las Navidades. Lo único que se podía hacer era tomarlas. El promedio de rechazos de productos empezaba a subir alrededor del cinco de diciembre y subía y subía hasta Navidad. Luego las vacaciones, luego un promedio de rechazos increíble, luego el Año Viejo, luego otro promedio impresionante de rechazos. Entonces las cosas volvían a la normalidad, lo que ya era bastante malo, para el quince de enero más o menos. Teníamos que considerar cosas así para poder estipular los precios de los productos.
—¿Piensa que va a haber una Tercera Revolución Industrial?
Paul hizo una pausa en el umbral de su puerta.
—¿Una tercera? ¿Cómo sería?
—No lo sé exactamente. La primera y la segunda deben haber parecido bastante inconcebibles en su momento.
—Para la gente que iba a ser reemplazada por las máquinas, quizás. Una tercera, ¿eh? En cierta manera, supongo que la tercera ya hace tiempo que funciona, si consideramos las máquinas pensantes. Ésa sería la tercera revolución: las máquinas que devalúan el pensamiento humano. Algunas de las grandes computadoras como la APICAC ya lo hacen en campos especializados.
—Uh, uh —dijo Katharine, pensativa; se puso un lápiz entre los dientes—. Primero, el trabajo muscular, luego el trabajo rutinario, luego, quizás, el verdadero trabajo mental.
—Espero no estar presente para ver ese último paso. Hablando de revoluciones industriales, ¿dónde está Bud?
—Llegó un cargamento y tuvo que regresar al trabajo. Le dejó esto.
Le pasó un pedazo de papel arrugado, con el nombre «Bud» escrito. Paul dio vuelta al papel y encontró, tal como había esperado, un diagrama de circuito para un detector de ratones y un sistema de alarma que podría funcionar muy bien.
—Una mente sorprendente, Katharine.
Ella asintió, perpleja.
Paul cerró la puerta silenciosamente y sacó una botella de abajo de los papeles en el último cajón. Quedó en blanco por un instante ante el impacto gloriosamente caliente de un trago de whisky. Volvió a esconder la botella, con los ojos húmedos.
—Doctor Proteus, su esposa en el teléfono —dijo Katharine por el intercomunicador.
—Habla Proteus —contestó, a punto de sentarse, pero le deprimió encontrar una pequeña canasta en su silla, conteniendo una negra gata muerta.
—Soy yo, querido, Anita.
—Hola, hola —saludó; puso la canasta con cuidado en el suelo y se hundió en su silla—. ¿Cómo estás, querida? —preguntó ausente. Todavía pensaba en la gata.
—¿Todo listo para divertirse esta noche? Era una contralto teatral, conocedora y apasionada: la Dama del Feudo de Ilium al habla.
—Contento todo el día por la charla.
—Entonces la harás brillantemente, querido. Aun llegarás a Pittsburg. Nunca lo he dudado, Paul, ni un segundo. Sólo espera a que Kroner y Baer te escuchen esta noche.
—Kroner y Baer aceptaron, ¿no es así? Éstos eran el director general y el principal ingeniero, respectivamente, de toda la sección del Este, de la cual Ilium Works sólo era una pequeña parte. Kroner y Baer decidirían quién ocuparía el cargo más importante de su sección, un trabajo dejado vacante hacía dos semanas por fallecimiento del titular: la dirección de Pittsburgh Works.
Se pondrá alegre la fiesta —agregó Proteus.
—Pues si eso no te gusta, tengo unas noticias que te gustarán. Va a asistir otro invitado especial.
—Mmmm.
—Y tendrás que ir a Homestead a conseguirle un poco de whisky irlandés. El club no tiene.
—¡Finnerty! ¡Ed Finnerty!
—Así es: Finnerty. Llamó esta tarde y fue muy categórico respecto a que le consigas whisky irlandés. Está de viaje de Washington a Chicago y se detendrá aquí.
—¿Hace cuánto tiempo, Anita? ¿Cinco, seis años?
—Desde que te nombraron director. Todo este tiempo. —Ella estaba entusiasmada con la llegada de Finnerty. Le sorprendió a Paul porque sabía muy bien que a ella no le gustaba Finnerty. Estaba contenta no porque quisiera a Finnerty sino porque disfrutaba con los aspectos rituales de la amistad. Y no tenía ninguna. Asimismo, desde que se fuera de Ilium, Ed Finnerty se había convertido en un personaje, un miembro de la Comisión Nacional de Planificación Industrial; y este hecho, sin duda, nublaba sus recuerdos de contratiempos en el pasado con Finnerty.
—Tienes razón en decir que se trata de una buena noticia, Anita. Es estupendo. Me saca el peso de Kroner y Baer.
—Pues con ellos también debes comportarte bien.
—Oh sí, Pittsburgh, ya voy; espérame.
—Si te digo algo por tu propio bien, ¿me prometes no enojarte?
—No.
—Muy bien, te lo cuento de cualquier modo. Amy Halporn me dijo esta mañana que oyó algo sobre ti y Pittsburgh. Su marido hoy estuvo con Kroner y Kroner tenía la impresión de que tú no querías ir a Pittsburgh.
—¿Cómo quiere que se lo diga? ¿En esperanto? Le he dicho que quería el trabajo de doce formas diferentes en inglés.
—Aparentemente Kroner no siente que lo digas en serio. Has estado demasiado sutil y modesto, querido.
—Kroner es brillante, sin duda.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que ve más adentro de mí que yo mismo.
—¿Quieres decir que no pretendes el cargo de Pittsburgh?
—No estoy seguro. Aparentemente, él lo supo antes que yo.
—Estás cansado, querido.
—Supongo.
—Necesitas un trago. Ven temprano a casa.
—Muy bien.
—Te amo, Paul.
—Yo te amo, Anita. Adiós.
Anita manejaba todas las convenciones del matrimonio, hasta las más sutiles. Si su actitud era perturbadoramente racional, sistemática, ella, al mismo tiempo, era capaz de producir una veraz reproducción de cariño. Paul sólo podía sospechar que sus sentimientos eran superficiales; y quizás esa sospecha era parte de lo que él empezaba a considerar su enfermedad.
Tenía la cabeza gacha y los ojos cerrados cuando colgó. Cuando abrió los ojos, se encontró mirando la gata muerta en la canasta.
—¡Katharine!
—Sí, señor.
—Que alguien entierre a esta gata.
—Nos preguntábamos qué quería hacer con eso.
—Dios sabe lo que tenía pensado —miró el cadáver y agitó la cabeza—. Dios lo sabe. Quizás un entierro cristiano; tal vez esperaba que resucitara. Disponga de ella de inmediato.
Se detuvo ante el escritorio de Katharine cuando salía para su casa y le dijo que no se preocupara del botón rojo en el séptimo contador contando desde abajo, en la quinta fila desde la izquierda, sobre la pared del este.
—No hay nada que hacer —dijo—. El grupo tres de tornos, en el Edificio 58 había sido bueno en su día, pero estaba gastado y se estaba convirtiendo en un desequilibrado dentro de esa unidad pareja y funcional, en un lugar donde no cabía el comportamiento errático.
—Básicamente, no fue construido para el trabajo que está haciendo. Cualquier día de estos aprieto el botón y sanseacabó.
En cada contador, aparte del instrumental, la luz y la lámpara de advertencia, había un botón. El botón era la señal para la completa ruina de una unidad.
2
El chah de Bratpuhr, dirigente espiritual de seis millones de miembros de la secta Kolhouri, acartonado, sabio y oscuro como el cacao, cubierto de brocado de oro y constelaciones de gemas centelleantes, estaba hundido en los cojines azules y regios de la limosina... como un broche invaluable en su caja de regalo.
Del otro lado de la parte trasera de la limosina, estaba sentado el doctor Ewing J. Halyard, del Departamento de Estado norteamericano, un caballero robusto, elegante y cortés de unos cuarenta años. Tenía un vaporoso bigote rubio, una camisa de colores y un chaleco que contrastaba con el traje oscuro; los llevaba con tal aplomo que uno estaba seguro de que acababa de dejar a unos acompañantes distinguidos, toda gente que vestía como él. El hecho era que el único que lo hacía era el doctor Halyard. Y se salía con la suya como quería.
Entre ellos, nervioso, sonriente y siempre disculpándose de su propio éclat de poder, estaba el joven Khachdrahr Miasma, el intérprete y sobrino del chah, quien había aprendido inglés con un tutor, pero jamás había salido del palacio.
—¿Khabu? —dijo el chah con su voz chillona y débil.
Hacía tres días que Halyard estaba con el chah y podía comprender, sin la ayuda de Khachdrahr, cinco expresiones del chah «khabu» significaba «dónde»; «siki» significaba «qué»; «akka sahn» significaba «por qué»;«brahous brahouna, houna saki» era una combinación de bendiciones y agradecimientos; y «sumklish» era la sagrada bebida Kolhouri que Khachdrahr llevaba en un frasco estupendo para el chah.
El dirigente había dejado su dominio espiritual y militar en las montañas a fin de ver lo que podía aprender para el bien de su pueblo en la nación más poderosa del mundo. El doctor Halyard era su guía y anfitrión.
—¿Khabu?
—El chah desea saber, por favor, dónde estamos ahora —dijo Khachdrahr.
—Ya lo sé —dijo Halyard con tono cansino; todo había sido khabu y siki y akka sahn hasta que ya estaba medio enloquecido; se inclinó hacia adelante—. Ilium, Nueva York, su excelencia. Estamos por cruzar el río Iroquois, que divide en dos a la ciudad. Allí, en la otra orilla, está Ilium Works.
La limosina se detuvo al final del puente, donde una cuadrilla muy numerosa estaba rellenando un pequeño badén. La cuadrilla había dejado paso a un viejo Plymouth con un foco roto que venía de la zona norte del río. La limosina esperó que pasara el Plymouth y luego prosiguió su marcha.
El chah se dio vuelta para mirar al grupo por la ventanilla trasera y luego habló largo y tendido.
El doctor Halyard sonrió y aprobó con la cabeza amablemente y luego esperó la traducción.
—El chah —dijo Khachdrahr—, quisiera saber, por favor, quién posee a estos esclavos que hemos visto desde que salimos de Nueva York.
—No hay esclavos —dijo Halyard enérgicamente—. Son ciudadanos empleados por el gobierno. Tienen los mismos derechos que los demás ciudadanos: libertad de palabra, libertad de culto, el derecho a votar. Antes de la guerra, trabajaban en Ilium Works, manejando las máquinas, pero ahora las máquinas se manejan solas mucho mejor.
—Ah —comentó el chah después de la traducción de Khachdrahr.
—Menos pérdida, productos mucho mejores y más baratos, con la automatización.
—¡Ahh!
—Y cualquier hombre que no se pueda mantener haciendo un trabajo mejor que una máquina es empleado por el gobierno, ya sea en el Ejército o en los Cuerpos de Reconstrucción y Reclamación.
—¡Ahh! ¿Khabu bonanza-pak?
—¿Eh?
—Pregunta, ¿que de dónde sale el dinero para pagarles? —dijo Khachdrahr.
—Oh, de impuestos sobre las máquinas e impuestos sobre las rentas personales. Luego la gente del Ejército y de Reconstrucción y Reclamaciones vuelven a poner su dinero en el sistema para adquirir más productos y vivir mejor.
—¡Ah!
El doctor Halyard, un hombre con sentido del deber y mala conciencia acerca de la cantidad de su cuenta de gastos, continuó explicando cómo era Norteamérica, aunque sabía que muy pocos gozaban de su progreso. Le dijo al chah que el progreso había sido más profundo en las comunidades puramente industriales, donde la mayoría de la población, como en Ilium, se había ganado la vida trabajando de un modo u otro con máquinas. En la ciudad de Nueva York, por ejemplo, había muchos oficios difíciles o poco rentables para mecanizar, y el progreso no había liberado a un porcentaje tan alto de la población.
—¡Kuppo! —dijo el chah agitando la cabeza.
Khachdrahr se sonrojó y tradujo con dificultad.
—El chah dice: «comunismo».
—¡No kuppo! —dijo Halyard con vehemencia—. El gobierno no es el propietario de las máquinas. Simplemente impone impuestos a esa parte de los beneficios de la industria que en otro tiempo iban a los sindicatos, y los redistribuye. La industria está dirigida, poseída y coordinada privadamente, para prevenir el desgaste que representa la competencia, por una comisión de jefes de la industria privada, no por políticos. Al eliminar los errores humanos por medio de las máquinas y la competencia innecesaria por medio de la organización, hemos hecho subir inmensamente el nivel de vida del hombre medio. Khachdrahr dejó de traducir y frunció el entrecejo, perplejo.
—Por favor, ese hombre medio; me temo que no tenemos equivalente para ello en nuestro idioma.
—Usted sabe —dijo Halyard—: el hombre común, como cualquiera; por ejemplo, esos hombres que trabajaban en el puente, el hombre en el coche viejo que nos pasó. El hombrecito, no brillante, pero de buen corazón, simple, ordinario; cualquier persona.
Khachdrahr tradujo.
—Ahh —dijo el chah asintiendo—: takaru.
—¿Qué dijo?
—Takaru —dijo Khachdrahr—, o sea un esclavo.
—No takaru —dijo Halyard, hablando directamente al chah—. Ciu-da-da-no.
—Ahhhhhhh —dijo el chah—. Ciu-da-da-no —sonrió alegremente—. Takaru-ciudadano. Ciudadano-takaru.
—¡No takaru! —dijo Halyard.
Khachdrahr se encogió de hombros.
—En la tierra del chah sólo existe la nobleza y los takaru.
La úlcera de Halyard dio un respingo; la úlcera que había aumentado de tamaño a lo largo de los años de su carrera como intérprete de Norteamérica para notables provincianos e ignorantes de los arrabales de la civilización.
La limosina volvió a detenerse y el chófer hizo sonar la bocina frente a una cuadrilla de Reconstrucción y Reclamación. Habían dejado sus carretillas bloqueando la carretera y arrojaban piedras a una ardilla que estaba en una rama alta por encima de sus cabezas.
Halyard bajó su ventanilla.
—¡Sacad estas malditas carretillas del camino! —gritó.
—¡Ciu-da-da-no! —hizo eco el Shah, sonriendo modestamente con su recién adquirido bilingüismo.
—Muérete —dijo uno de los arrojadores de piedras. Sin ganas, hoscamente, se acercó al camino y sacó dos carretillas con suma lentitud, y estudió a los ocupantes del coche mientras lo hacía. Se quedó a un costado.
—¡Muchas gracias! ¡Ya era hora! —dijo Halyard mientras la limosina pasaba al lado del hombre.
—De nada, Doc —dijo el hombre y escupió a Halyard en la cara.
Halyard farfulló algo, con hombría recuperó su aplomo y se limpió el rostro.
—Un incidente aislado —dijo amargamente.
—Takaru yamu brouha, pu dinka bu —dijo el chah con aire comprensivo.
—El chah —dijo gravemente Khachdrahr— dice que sucede lo mismo con los takaru en todas partes, desde la guerra.
—No son takaru —dijo Halyard, y no siguió con el tema.
—Sumklish —dijo con un suspiro el chah.
Khachdrahr le pasó el frasco de licor sagrado.
3
El doctor Paul Proteus, el hombre con el mayor salario en Ilium, condujo su viejo y barato «Plymouth» a través del puente a Homestead. Había tenido el coche en los días de los disturbios y, entre la basura que tenía en la guantera, fosforeras, la licencia, linterna y papel, estaba la pistola herrumbrosa que entonces le habían dado. Tener una pistola en un sitio donde la podía sacar una persona sin autorización era una grave violación de la Ley. Hasta los miembros del inmenso ejército no portaban armas de fuego salvo cuando desembarcaban en tareas de ocupación en el extranjero. Sólo la policía y los guardianes de la planta estaban armados. Paul no quería tener la pistola, pero siempre se olvidaba de devolverla. Con los años, a medida que acumulaba herrumbre, había llegado a considerarla como una antigüedad inofensiva. La guantera no se cerraba, y por tanto Paul cubría la pistola con papeles.
El motor no funcionaba bien; de tanto en tanto vacilaba, volvía a recuperarse, aminoraba súbitamente, se embalaba nuevamente. Sus otros coches, una furgoneta nueva y un sedán muy caro, estaban en la casa, como él decía, para Anita. Ninguno de los dos coches buenos había ido jamás a Homestead. Hacía años que Anita tampoco iba. Anita nunca interfería con su pasión por el coche viejo, aunque parecía pensar que a los demás se les debía cierto tipo de explicación. Él la había oído contándole a invitados que él lo había hecho reconstruir de tal manera que mecánicamente era mucho mejor que los coches que salían de la planta de producción de Detroit... Algo que simplemente era mentira. Tampoco era lógico que un hombre con un auto tan especial pospusiera una y otra vez el arreglo del faro izquierdo, que continuaba roto. Y se preguntó cómo explicaría ella, de haberlo sabido, que tenía una chaqueta de cuero en el portaequipaje y que se lo ponía en lugar de la chaqueta y se sacaba la corbata cuando cruzaba a Homestead. Era un viaje que sólo hacía cuando tenía la obligación, por ejemplo, de buscar una botella de whisky irlandés para una de las pocas personas de las que se había sentido íntimo alguna vez.
Se detuvo al final del puente. Cerca de cuarenta hombres, apoyados en palancas, picas y palas bloqueaban el camino, fumando, charlando, machacando algo en medio de la calzada. Volvieron la mirada a Paul con un aire de corderos y como si lo único que existiera en el mundo fuera el tiempo, se movieron lentamente hacia los costados del puente, dejando un pasaje apenas ancho para que pasara el coche de Paul. Cuando se separaron, Paul vio en qué se habían estado ocupando. Un hombre pequeño estaba arrodillado al lado de un badén de quizá sesenta centímetros de anchura, colocando una capa de alquitrán fresco y grava con la parte plana de su pala.
Como si se tratase de algo importante, el hombre hizo señales a Paul para que pasara por el costado del badén, no encima del mismo. Los otros quedaron en silencio y miraron para cerciorarse de que Paul pasaba por el costado.
—¡Eh, amigo, tienes el faro roto! —gritó uno de los hombres. Los otros se le unieron, repitiendo el mensaje con ganas.
Paul hizo un gesto de agradecimiento. Le empezó a Picar la piel como si de pronto estuviera sucio. Éstos eran miembros del Cuerpo de Reconstrucción y Reclamaciones, o sea, los que él consideraba los «desgraciados». Aquellos que no podían competir con las máquinas tenían la opción, si no poseían fuentes de ingreso, del Ejército o del Cuerpo de Reconstrucción y Reclamaciones. Los soldados, con su superficialidad escondida detrás de las hebillas y los botones resplandecientes, de sargas planchadas y de cuero brillante, no deprimían tanto a Paul como los «desgraciados».
Pasó a la cuadrilla de trabajadores, luego a una limusina negra del gobierno y entró en Homestead.
Un bar estaba cerca del final del puente. Paul tuvo que estacionar su coche a media manzana, porque otra cuadrilla estaba limpiando las alcantarillas con una bomba contra incendios. Ésta parecía ser una tarea favorita. Siempre que iba a Homestead, y la temperatura era superior a cero, encontraba una bomba en funcionamiento.
Un hombre grandote, con ínfulas de propietario, tenía en sus manos la llave de salida del agua. Otro estaba a su lado como lugarteniente. A su alrededor, y a lo largo del chorro de agua hasta la boca de la alcantarilla, había una multitud de espectadores. Un niñito sucio sacó un pedazo de papel tirado en la acera, construyó un botecito y lo tiró al agua. Todos siguieron con interés el curso de la embarcación, pareciendo desearle suerte en los rápidos peligrosos, cuando caía en un remolino y se liberaba girando y salía disparado en la corriente central y profunda y montaba una cresta por un instante de triunfo y desaparecía en la alcantarilla.
—¡Oh! —gruñó un hombre al lado de Paul como si hubiera estado a bordo.
Paul se abrió paso entre el gentío que se continuaba con la clientela del bar y llegó a una fila del mostrador. Estaba de espaldas contra una vieja pianola. Nadie pareció reconocerlo. Eso le hubiera sorprendido, porque, según la política imperante, él se circunscribía bastante a su orilla del río y nunca permitía que su nombre o su foto aparecieran en el Star-Tribune de Ilium.
Alrededor del bar había ancianos jubilados, demasiado viejos para el Ejército o los Cuerpos. Cada uno tenía delante su cerveza sin espuma en un vaso cuyos bordes estaban opacos a causa de tantos tragos lentos y meditados. Esos veteranos posiblemente llegaban temprano y se iban tarde, y cualquier otro negocio había que hacerlo por encima de sus cabezas. En la pantalla de la televisión, detrás del bar, una mujer grande como una diosa de la tierra, con su voz apagada por la perilla del volumen, resplandecía, movía sus labios con excitación y rompía huevos en un bol. Los ancianos miraban, de tanto en tanto, haciendo crujir sus dentaduras o pasándose la lengua por los labios.
—Perdone —dijo Paul casi sin pensarlo.
Nadie se movió para dejarle llegar a la barra. Un perro gordo, canoso, enroscado debajo del taburete de un anciano que bloqueaba el camino de Paul, mostró sus encías desdentadas y gruñó descontento.
Inútilmente, Paul hizo un gesto con la mano para ganar la atención del camarero. Mientras pasaba su peso de un pie al otro, recordó el bar totalmente mecanizado que él, Finnerty y Shepherd habían diseñado cuando eran jóvenes ingenieros juguetones. Para su sorpresa, el propietario de la cadena de restaurantes había estado lo suficientemente interesado como para intentar hacerlo. Instalaron la unidad experimental a unas cinco puertas de donde estaba Paul ahora, con máquinas que funcionaban con monedas y correas sin fin para atender los pedidos, lámparas germicidas que limpiaban el aire, luz uniforme y saludable, música continua y suave de una cinta magnetofónica, con asientos diseñados científicamente para dar al hombre medio el máximo de comodidad.
El primer día fue una sensación y la cola de gente que esperaba se extendía por manzanas enteras. A una semana de la inauguración, la curiosidad había quedado satisfecha y era un éxito el día en que entraban cinco clientes. Luego este lugar se abrió casi en la puerta de al lado, con una trampa para el polvo y los gérmenes de un bar Victoriano, mala luz, ventilación pobre y un camarero insalubre, ineficiente y probablemente deshonesto.
Por último, Paul consiguió que el camarero se fijara en él. Cuando vio a Paul, dejó de lado su papel de supervisor mayor de la moral y arbitro de diferencias y discusiones, y de inmediato se convirtió en un anfitrión obsequioso, como el barman del Country Club. Paul temió por un momento que lo hubiera reconocido. Pero como no lo llamó por su nombre supuso que sólo su clase había sido reconocida. Había muy pocos hombres en Homestead —como este barman, los policías y bomberos, los atletas profesionales, los taxistas y, en especial, los artesanos hábiles— que no hubieran sido desplazados por las máquinas. Vivían entre esos desplazados, pero eran indiferentes, distantes y a menudo rudos e insoportables con la masa. Sentían camaradería con los ingenieros y ejecutivos de la otra orilla del río; un sentimiento, dicho sea de paso, que no era recíproco. La opinión general del otro lado del río era que esas personas no eran lo suficientemente brillantes para no ser reemplazados por máquinas; simplemente tenían actividades en que las máquinas no resultaban rentables. En suma, su sentimiento de superioridad era injustificado.
El encargado de la barra había presentido que Paul era un personaje e hizo su demostración de que todos los demás se podían ir al demonio mientras servía a Paul. Los otros se percataron y tornaron la vista para mirar al privilegiado recién llegado.
Paul pidió una botella de whisky irlandés en voz baja y trató de pasar desapercibido agachándose a acariciar al viejo perro pastor. El perro ladró y su amo se dio vuelta para enfrentarse a Paul. El anciano era tan desdentado como su perro. La primera impresión de Paul fue de encías enrojecidas y de manos enormes, como si todo lo demás estuviera desprovisto de color y de fuerza.
—Incapaz de morder a nadie —dijo el anciano pidiendo perdón—, sólo irritado por viejo y ciego; nunca está seguro de lo que pasa; eso es todo —pasó sus grandes manos por el lomo del animal—. Es un buen viejo —miró pensativo a Paul—. ¡Eh!, yo a usted le conozco.
Paul buscó con ansiedad al barman, que había desaparecido en el sótano por el whisky.
—¿Sí? He estado aquí dos o tres veces.
—No, no de aquí —dijo el hombre con orgullo—. De la planta, de la planta. Usted es el joven doctor Proteus. Mucha gente le escuchó y los más próximos a los dos estudiaron a Paul con una simpleza molesta y todos quedaron en silencio para oír lo que decían.
El anciano era aparentemente sordo, porque su voz subía y bajaba de volumen, sin ton ni son.
—¿No me reconoce la cara, doctor? —preguntó; no estaba bromeando; estaba francamente admirado y orgulloso de que pudiera hablar en los mismos términos con ese hombre distinguido.
Paul se ruborizó.
—No podría decir que le recuerdo. Del viejo taller, ¿no es así?
—¡Aaaah!, no queda lo suficiente en mi vieja cara para que mi mejor amigo la reconozca —dijo de buen humor; estiró las manos con las palmas para arriba—. Pero mire éstas, doctor. Tan buenas como siempre y no hay dos iguales en ninguna parte. Usted mismo lo dijo.
—Hertz —dijo Paul—. Usted es Rudy Hertz.
Rudy se rió y paseó la mirada triunfante por el recinto como diciendo: «¡Eh, por Dios, Rudy Hertz conoce al doctor Proteus y Proteus conoce a Hertz! ¿Cuántos de vosotros podéis decir lo mismo?»
—¿Y es éste el perro del cual usted me contó hace diez, quince años?
—El hijo, doctor —se rió—. Yo no era ningún cachorro entonces, ¿verdad?
—Usted era un excelente maquinista, Rudy.
—Yo me digo que sabiendo eso, sabiendo que hombres inteligentes como usted dicen eso de Rudy, eso significa mucho. Es todo lo que tengo, ¿sabe, doctor? Eso y el perro —Rudy tocó al hombre a su lado en el brazo; era bajo, pesado, parecía blando, de media edad, con una cara fea y redonda. Sus ojos estaban magnificados y nublados por lentes extremadamente gruesos—. ¿Oíste lo que dijo el doctor Proteus de mí? —Rudy señaló a Paul—. El hombre más inteligente de Ilium dice eso de Rudy. Quizás es el más inteligente del país.
Paul no veía el momento en que llegara el barman. El hombre al que había tocado Rudy ahora estudiaba a Paul con resentimiento. Paul echó una rápida mirada por la habitación y se vio rodeado de hostilidad.
El huero de Rudy Hertz pensaba que estaba haciendo algo estupendo al lado de Paul, mostrándolo a la multitud. Rudy era senil; sólo recordaba su momento de plenitud; era incapaz de recordar o comprender lo que había sucedido después de su retiro... Pero estos otros, estos hombres de treinta, cuarenta y cincuenta años, ellos sabían. Los jóvenes en el reservado, los dos soldados y las tres chicas, ellos eran como Katharine Finch. No podían acordarse de cuando las cosas eran diferentes, apenas podían imaginarse lo que había sido, aunque necesariamente no les gustara lo que ahora existía. Pero estos otros que lo miraban, ellos recordaban. Ellos habían sido los alborotadores, los destructores de máquinas. Ahora no había amenazas de violencia en su actitud, pero había resentimiento, un deseo de hacerle saber que se había metido donde no lo querían.
Y aún no regresaba el encargado. Paul limitó su campo de observación a Rudy e ignoró al resto. El hombre de las gruesas gafas, a quien Rudy había invitado a admirar a Paul, continuaba mirando.
Paul habló superficialmente del perro, del admirable estado de juventud de Rudy. Sin poder evitarlo, tenía conciencia de que estaba metiendo la pata, probando a quienquiera que aún tuviera dudas de que, por cierto, era un hipócrita de mierda.
—¡Brindemos por los viejos tiempos! —dijo Rudy levantando su copa. No pareció percatarse de que sólo el silencio respondió a su propuesta y que bebía solo. Hizo ruidos de chasqueo con la lengua y guiñó un ojo con tierna reminiscencia y vació el vaso de un trago. Lo golpeó en el mostrador.
Paul, sonriendo gélidamente, decidió no decir nada más, ya que cualquier otra cosa que dijera estaría mal. Cruzó los brazos y se apoyó en el teclado de la pianola. En el silencio del salón, una débil nota salió del piano y zumbó hasta la nada.
—Brindemos por nuestros hijos —dijo el hombre de las gruesas gafas. Su voz era sorprendentemente aguda para un hombre de aspecto tan resonante. Esta vez se levantaron varias copas. Cuando terminó el brindis, el hombre se dirigió a Paul con la mejor y más amistosa de sus sonrisas y dijo:
—Mi hijo acaba de cumplir dieciocho, doctor.
—Le felicito.
—Tiene toda la vida por delante. Una edad maravillosa, los dieciocho años —dijo, e hizo una pausa, como si su comentario exigiera una respuesta.
—Me gustaría volver a tener dieciocho —dijo Paul débilmente.
—Es un buen muchacho, doctor. No es lo que usted llamaría brillante. Como su viejo; tiene el corazón en el lugar indicado y quiere hacer todo lo que pueda con lo que tiene.
Una vez más hizo una pausa, a la espera de algo.
—Eso es lo que cualquiera de nosotros puede hacer —dijo Paul.
—Pues mientras un hombre tan inteligente como usted esté aquí quizá yo consiga que me dé algún consejo. Acaba de terminar su examen de clasificación general nacional. Casi se mata estudiando, pero no le sirvió de nada. Ni siquiera consiguió empezar una licenciatura. Sólo había veintisiete plazas y seiscientos chicos trataron de obtenerlas. —Se encogió de hombros—. No puedo enviarle a una escuela privada; y, por tanto, ahora tiene que decidir qué hará con su vida. Doctor, ¿qué va a ser, el Ejército o los Cuerpos?
—Supongo que se pueden decir muchas cosas de los dos —dijo Paul con incomodidad—. Realmente no sé mucho de ninguno de los dos. Algún otro, quizá Matheson... —su oración se esfumó. Matheson era el director de Ilium a cargo de examinar y situar a la gente. Paul lo conocía muy poco y no le gustaba nada. Matheson era un burócrata poderoso que hacía su trabajo con ínfulas de supremo sacerdote—. Llamaré a Matheson, si usted quiere, y le preguntaré. Le haré saber lo que me diga.
—Doctor —dijo el hombre, ahora desesperado, sin asomo de esconder su inquietud—, ¿no hay nada que pueda hacer el chico en la planta? Es sumamente habilidoso con sus manos. Tiene una especie de sexto sentido con las máquinas. Déle una que jamás haya visto y en diez minutos la desarma y la vuelve a armar. Le encanta esa clase de trabajo. ¿No hay en la planta algún sitio...?
—Tiene que tener un título de graduado —dijo Paul, y se puso rojo—. Es la norma; yo no la dicté. A veces tenemos gente de Reconstrucción y Reclamaciones para que ayuden a instalar las máquinas grandes o hacer una reparación importante, pero no a menudo. Quizá podría abrir un taller de reparaciones.
El hombre resopló:
—Un taller de reparaciones —dijo con un suspiro—, un taller de reparaciones, dice. ¿Cuántos talleres de reparaciones cree que Ilium puede mantener? Un taller de reparaciones, ¡por supuesto! Yo iba a abrir uno cuando me despidieron. Lo mismo Joe, lo mismo Sam, lo mismo Alf. Un taller para cada artículo roto en Ilium. Mientras tanto, nuestras mujeres terminan como modistas: una modista por cada mujer de Ilium.
Aparentemente, Rudy Hertz se había perdido toda esta conversación y aún celebraba en su imaginación la feliz reunión con este gran y buen amigo, el doctor Paul Proteus.
—Música —dijo Rudy, a lo personaje—, ¡que suene la música!
Pasó un brazo por el hombro de Paul y puso una moneda en la pianola.
Paul se alejó un paso de la máquina. Ésta zumbó con aires de importancia unos pocos segundos y luego el piano empezó a sonar fuertemente con «Alexander's Ragtime Band» como carrillones rotos. Misericordiosamente, la conversación se hizo imposible. Misericordiosamente, el camarero emergió del sótano y entregó a Paul una botella polvorienta por encima de las viejas cabezas.
Paul se dio media vuelta para irse y una mano poderosa le aferró el brazo. Rudy, su expansivo anfitrión, lo agarraba.
—Puse esta canción en su honor, doctor —gritó Rudy por encima del alboroto—. Espere a que termine.— Rudy se comportó como si el antiguo instrumento fuera la última maravilla y, entusiasmado, señalaba los movimientos musicales identificables en el teclado saltarín: los trinos, las corridas espectaculares sobre el teclado, y la subida y bajada lenta y metódica de las teclas en los graves.
—¡Vea a esas dos que suben y bajan, doctor! Igual que como las tocaba el pianista. ¡Mírelas moverse!
La música terminó abruptamente, con un aire de haber expresado cinco centavos exactos de alegría. Rudy aún gritaba.
—Le hace dar un poco de miedo, ¿no, doctor?, cuando mira moverse esas teclas. Casi se puede ver a un fantasma allí sentado y tocando con toda el alma.
Paul se liberó y se apresuró hacia su coche.
4
—Querido, tienes un aspecto como si hubieras visto un fantasma —dijo Anita. Ella ya estaba vestida para la reunión en el Country Club; ya dominaba a la distinguida compañía con la que aún tenía que reunirse.
Cuando le pasó a Paul su bebida, él se sintió de alguna manera inadecuado, balbuceante ante la presencia de su hermosa seguridad. Únicamente se le ocurrían las cosas que le pudieran agradar o interesar; todo lo demás se sumergía. No se trataba de un acto mental consciente, sino de un reflejo, una respuesta natural a su presencia. A él le molestaba que la sensación fuera automática porque se imaginaba en el lugar de su padre y, en esta situación, su padre hubiera tomado de inmediato las riendas y hubiera sacado para sí la mejor parte.
La expresión «armada hasta los dientes» se le ocurrió a Paul cuando la miró por encima de su copa. Con un vestido oscuro y austero que dejaba al aire sus hombros, tostados por el sol, y el cuello, una única pieza de joyería en el dedo y muy poco maquillaje, Anita había combinado con éxito las armas del sexo, el gusto y una aureola de competencia masculina.
Ella se calmó y se dio vuelta ante su mirada. Sin advertirlo, él, de algún modo, le había comunicado el pensamiento que inesperadamente afloró en su cabeza: que la fortaleza y el aplomo de ella no eran más que la imagen misma de la propia importancia de él, una imagen del poder y la satisfacción que podía tener el director general de Ilium Works si lo quería. En un segundo fugaz, ella se convirtió en una chica indefensa, fanfarrona, y él pudo sentir un cariño verdadero por ella.
—Un buen trago, querida —dijo—. ¿Está Finnerty arriba?
—Lo envié al club. Kroner y Baer llegaron temprano y envié a Finnerty a que les hiciera compañía mientras te vistes.
—¿Cómo está?
—¿Cómo estuvo siempre Finnerty? Un espanto. Te juro que tenía puesto el mismo traje inmenso que usó cuando se despidió de nosotros hace siete años. Traté de que se pusiera tu viejo smoking. Y te juro que tampoco se ha lavado desde entonces. Pero no quiso saber nada. Se fue tal como estaba. Supongo que con una camisa de cuello duro hubiera sido peor. Hubiera mostrado la suciedad del cuello.
Se bajó aún más el escote de su vestido, se miró al espejo y lo volvió a levantar un poco... Un compromiso delicado.
—Francamente —dijo hablando a la imagen de Paul en el espejo—, ese hombre me enloquece; tú lo sabes. Pero siempre tiene un aspecto espantoso. Quiero decir, que después de todo, un hombre en su posición... y ni siquiera es limpio...
Paul sonrió y movió la cabeza. Era verdad. Finnerty siempre había sido escandalosamente descuidado en su aspecto y algunos de sus supervisores más fastidiosos de los viejos tiempos casi no habían podido creer que un hombre de una eficacia tan sorprendente tuviera, al mismo tiempo, un aspecto tan poco sanitario. Ocasionalmente, el irlandés alto y delgado sorprendía a todos —por lo general, entre largos períodos de trabajo— al presentarse con las mejillas brillantes como manzanas de cera y con zapatos, medias, camisa, corbata y traje, todo nuevo, y presumiblemente también los calzoncillos. Las mujeres de los ingenieros y los directores hacían un alboroto para demostrarle que ese cuidado de su persona era importante y gratificante; y declaraban que era realmente lo más guapo que había en todo el complejo industrial de Ilium. Era muy posible que lo fuera de un modo gastado y grosero; grotescamente guapo como Abraham Lincoln, pero con una mirada bizca, desafiante, depredadora, en vez de la tristeza de Lincoln. Después de los ataques periódicos de limpieza y frescura, las mujeres observaban con creciente desilusión cómo él usaba día tras día la misma vestimenta celebrada hasta que el polvo y el hollín y la grasa del tiempo le cubrían cada costura y cada poro.
Y Finnerty tenía otros aspectos desagradables. En una sociedad de ingenieros y ejecutivos, resueltamente monógama y al estilo boy-scout, Finnerty traía a menudo mujeres que había encontrado en Homestead hacía media hora. Cuando después de la cena llegaba la hora de los juegos, Finnerty y la muchacha casi siempre se llevaban una copa en cada mano y se iban al primer hoyo del golf, rodeado de malezas, si hacía calor, o a su coche, si hacía frío.
Su coche, en los viejos tiempos, de cualquier modo, había sido aún más desprestigiado que el actual de Paul... En este aspecto —al menos, en el aspecto más inocuo, el de las relaciones—, Paul había imitado a su amigo. Finnerty afirmaba que su pasión por los libros y discos y buen whisky lo mantenía arruinado y no podía comprar un coche y ropa consonantes con su posición en la vida. Paul había computado el valor de las colecciones de discos, libros y botellas de Finnerty y había llegado a la conclusión de que al irlandés aún le quedaba dinero suficiente para comprarse dos coches. Fue entonces cuando Paul empezó a sospechar que la forma de vida de Finnerty no era tan irracional como parecía; que en realidad era un insulto elaborado y estudiado a los ejecutivos e ingenieros de Ilium y a sus esposas inmaculadas.
Por qué Finnerty había considerado justo insultar a esa buena gente no estaba claro para Paul, quien suponía que su agresividad, como casi toda agresividad, tenía su raíz en algún punto oscuro de la infancia. La única aproximación a lo que había sido esa infancia no provino de Finnerty sino de Kroner, que ponía el interés de un cuidador de animales de raza en buscar los ancestros de sus ingenieros. En una ocasión, Kroner había afirmado, confidencialmente y con una demostración de simpatía, que Finnerty era un mutante, el hijo de padres pobres y estúpidos. La única intimidad que Finnerty le había permitido a Paul ocurrió en un momento de grave depresión, durante una resaca abrumadora, cuando suspiró y dijo que nunca se sentía parte de nada.
Paul se preguntó sobre sus propios impulsos internos, al darse cuenta de todo el placer que sacaba de recordar el antiguo comportamiento, socialmente destructivo e indisciplinado, de Finnerty. Paul se permitió que le sobrecogiera el deseo de que él, Paul, pudiese estar contento si sólo... y dejó que allí se detuvieran sus pensamientos como si sólo vagamente adivinara qué había más allá.
Paul envidiaba la capacidad mental de Finnerty. Porque Finnerty podía ser lo que quisiera; y serlo con brillantez. Le exigieran lo que le exigiesen las circunstancias, Finnerty siempre hubiera estado entre los mejores. De haber sido ésta una época musical, Finnerty habría sido, y de hecho lo era, un eximio pianista; o podría haber sido un arquitecto o un físico o un escritor. Con una intuición inhumana, Finnerty podía sentir los principios y motivaciones básicos de casi cualquier tarea humana, no sólo de la ingeniería.
Paul, en cambio, sólo podía ser lo que era, pensó. Mientras se volvía a llenar la copa, supuso que él sólo podía haber llegado a este momento, esta sala, esta presencia de Anita.
Era un pensamiento aterrador: estar tan bien integrado en la maquinaria de la sociedad y la Historia como para poder moverse sólo en un plano y seguir una línea única. La llegada de Finnerty era perturbadora porque sacaba a la superficie la duda de que la vida tuviese que ser así, tal cual era. Paul había pensado emplear a un psiquiatra para que lo serenara, para estar contento con su suerte, amable con todos. Pero ahora, aquí estaba Finnerty, empujándole en la dirección opuesta. Finnerty parecía haber visto en Paul algo que no veía en los demás, algo que le gustaba..., posiblemente una veta rebelde que Paul apenas empezaba a vislumbrar. Por alguna razón, Finnerty había hecho que Paul fuera su único amigo.
—De cierta manera, ojalá Finnerty hubiera elegido otro día —dijo Anita—. Crea toda clase de problemas. Se supone que Baer esté a mi izquierda y Kroner a mi derecha, pero ahora, con la aparición inesperada de un miembro del Comité Nacional de Planificación Industrial, ya no estoy segura del sitio de nadie. ¿Es Ed Finnerty más importante que Kroner y Baer? —preguntó ella con incredulidad.
—Fíjate en la guía de la Junta Directiva de la Organización, si quieres —dijo Paul—. Pienso que el Comité Nacional está por encima de la gente regional, pero se trata más de cerebro que de posición. A Finnerty no le importará nada de eso. Posiblemente cene con los sirvientes.
—Si pone el pie en la cocina, la Dirección de Sanidad lo meterá en la cárcel —dijo, y se rió, incómoda, pues era evidente que le resultaba difícil ser simpática con Finnerty y simular que sus excentricidades le eran divertidas—. Cuéntame de hoy —agregó, cambiando de tema.
—Nada importante. Un día más, como todos.
—¿Conseguiste el whisky?
—Sí, tuve que cruzar el río para conseguirlo.
—¿Fue algo tan desagradable? —regañó ella; no podía comprender por qué él detestaba tanto hacer recados en Homestead, y entonces se burlaba de él—. ¿Fue tan desagradable? —repitió, casi hablando como con un bebé, como si él fuera un niñito haragán que se ve obligado a hacerle un favor a su madre.
—Bastante desagradable.
—¿De verdad? —se sorprendió—. Nada violento, espero.
—No, todos estuvieron muy amables, en realidad. Uno de los jubilados me reconoció, de los viejos tiempos, y organizó una fiesta imprevista en mi honor.
—Bueno, eso parece más bien divertido.
—Sí, ¿no? Se llama Rudy Hertz —explicó, y, sin describir sus propias reacciones, le contó lo que había sucedido. Se quedó mirándola atentamente.
—¿Y eso te molestó? —se rió ella—. Tú sí que eres una criatura sensible, ¿no? Me cuentas que has tenido una pesadilla y en realidad no ha pasado nada.
—Esa gente me odia.
—Demostraron que te quieren y admiran. Y lo que es más, está bien que así sea.
—El hombre de las gafas gruesas dijo que la vida de su hijo era algo que no valía la pena vivir debido a mí.
—Tú dijiste eso. Él no. Y no permitiré que digas ridiculeces como ésa. ¿Encuentras algún placer en inventar cosas que te hagan sentir culpaole? Si su hijo no es lo suficientemente inteligente para nada que no sea el Cuerpo o el Ejército, ¿qué culpa tienes tú?
—Ninguna, pero de no haber sido por mí, quizá pudiera tener una máquina en la planta...
—¿Se está muriendo de hambre?
—Por supuesto que no; a nadie le pasa.
—Y tiene un lugar donde vivir y ropa abrigada. Tiene lo que tendría si manejase una máquina estúpida, insultándola, cometiendo errores, yendo a la huelga cada año, peleando con el capataz, yendo a trabajar con resaca...
—Tienes razón, tienes razón —levantó las manos—. Por supuesto que tienes razón. Simplemente es una época terrible para vivir; todo este feo asunto de que la gente tenga que acostumbrarse a nuevas ideas. Ojalá ya hubieran pasado cien años y todos estuvieran acostumbrados al cambio.
—Estás cansado. Le diré a Kroner que necesitas un mes de vacaciones.
—Yo se lo diré cuando de verdad las quiera.
—No trataba de dirigir tu vida, querido. Pero tú nunca pides nada.
—Deja que yo pida las cosas, si no te importa.
—No lo haré; te prometo que no me importa.
—¿Sacaste mis cosas?
—Están en la cama —dijo ella con cortedad; estaba herida—. El smoking, la camisa, los calcetines, el alfiler de corbata, los gemelos y una corbata nueva.
—¿Una corbata nueva?
—Dubonnet.
—¡Dubonnet! ¡Diablos!
—Kroner y Baer tienen corbatas Dubonnet.
—¿Y mis calzoncillos son iguales a los de ellos?
—No me percaté; estoy segura.
—Llevaré una corbata negra.
—Pittsburgh, ¿recuerdas, querido? Dijiste que querías ir allí.
—Bienvenido, Dubonnet —admitió, y subió las escaleras hacia su dormitorio, quitándose la chaqueta y la camisa en el camino—. ¡Ed!
Finnerty estaba echado en la cama de Anita.
—Pues aquí estás —dijo Finnerty; señaló el smoking sobre la cama de Paul—. Pensé que eras tú. Hace media hora que le hablo.
—Anita dijo que habías ido al club.
—Anita me echó por la puerta principal; entonces, entré por la de atrás y vine aquí.
—Pues me alegro. ¿Cómo va todo?
—Peor que nunca, pero hay esperanza.
—Muy bien —dijo Paul riéndose con inseguridad—. ¿Casado?
—Jamás. Cierra la puerta.
Paul la cerró.
—¿Cómo anda el trabajo en Washington?
—Renuncié.
—¿De verdad? ¿Por algo más importante?
—Pienso que sí; de otra manera no hubiera renunciado.
—¿Dónde?
—En ningún lugar; ningún trabajo.
—¿No te pagaban lo suficiente? ¿Cansancio, o qué?
—Cansado del trabajo —dijo lentamente—. La paga era fantástica; como una reina de la televisión con un busto de cuarenta centímetros. Cuando este año recibí la invitación para Meadows, Paul, algo sucedió. Me di cuenta de que no podía soportar otra sesión allí. Y luego miré a mi alrededor y descubrí que no podía soportar nada más del sistema. Simplemente me fui y aquí estoy.
La invitación a Paul para ir a Meadows estaba expuesta, como al descuido, por Anita, en el espejo del recibidor, donde nadie podía dejar de verla. Meadows era una isla llana y verde del río San Lorenzo, en la bahía Chippewa, donde los hombres más importantes y los más prometedores de las secciones del este y del medio-oeste («Aquellos cuyo desarrollo dentro de la organización aún no estaba completo», decía el Manual) pasaban una semana todos los veranos en una orgía de edificación moral: Por medio de equipos de atletismo, grupos de canto, hogueras y fuegos artificiales, entretenimientos obscenos, whisky y cigarros gratuitos; y por medio de obras de teatro puestas con actores profesionales, de forma placentera pero inequívoca, se dejaba en claro la naturaleza del buen comportamiento dentro del sistema y la forma de tomar resoluciones para los desafíos del año siguiente.
Finnerty sacó un paquete arrugado de cigarrillos del bolsillo, ofreció uno casi doblado en ángulo recto. Paul le enderezó con los dedos vacilantes.
—¿Te dieron los temblores? —preguntó Finnerty.
—Esta noche soy el principal orador.
—¿Sí? —pareció desilusionado—. Entonces, ¿normalmente no te dan temblores? ¿Qué se celebra?
—Hace trece años, Ilium Works fue puesto bajo el Consejo Nacional de Fabricaciones.
—Como todas las demás plantas del país.
—Ilium fue un poquito antes que las demás.
La unión de los complejos de fabricación del país bajo un consejo se había verificado poco después de que Finnerty, Paul y Shepherd llegasen a Ilium. Había sucedido debido a la guerra. Consejos similares se habían organizado para el transporte, las materias primas, la alimentación y las industrias de comunicaciones, y a la cabeza de todo eso había estado el padre de Paul. El sistema, de ese modo, había terminado con las pérdidas y la duplicación y, por cierto, esa unión era a menudo citada como unos de los pocos beneficios concretos de la guerra.
—¿Te pone eso contento? ¿Que exista desde hace trece años?
—Merece un comentario, de cualquier modo —contestó Paul—. Lo voy a hacer lo más objetivo posible. No va a ser el evangelio de Kroner.
Finnerty guardó silencio, aparentemente sin interés en proseguir con el tema.
—Gracioso —dijo por último—; yo pensé que ya estarías bastante cerca del abismo. Por eso vine aquí.
Paul frunció el entrecejo mientras trataba de ponerse el cuello duro.
—Pues no estabas completamente equivocado. Corre el rumor de que hablaré con el psiquiatra.
—Entonces estás con problemas.. ¡Qué maravilla! No vayamos a esa maldita fiesta. Tenemos que hablar.
Se abrió la puerta del dormitorio y apareció Anita.
—¡Oh, Ed! ¿Quién está con Baer y Kroner?
—Kroner está con Baer y Baer está con Kroner —dijo Finnerty—. Anita, por favor, cierra la puerta.
—Es hora de ir al club.
—Es hora de que tú vayas al club —dijo Finnerty—. Paul y yo iremos más tarde.
—Vamos a ir juntos y ahora, Ed. Ya estamos atrasados diez minutos. Y no dejaré que me intimides. Me niego —dijo, y sonrió sin convencer.
—Anita —dijo Finnerty—, si no muestras más respeto por la intimidad de los hombres, diseñaré una máquina que sea todo lo que tú eres y que sea respetuosa.
Ella se ruborizó.
—No puedo decir que te encuentre muy gracioso.
—De acero inoxidable —dijo Finnerty—, de acero inoxidable cubierto de esponja de goma y calentada eléctricamente.
—Mira... —comenzó a decir Paul.
—Y que se ruboriza a voluntad —dijo Finnerty.
—Y yo podría hacer un hombre como tú con una bolsa de arpillera llena de lodo —dijo Anita—. Quien trate de tocarte, ¡se ensucia!
Dio un portazo y Paul oyó sus tacones bajando la escalera.
—Pues, ¿por qué diablos hiciste eso? —preguntó Paul—. ¿Te importaría decírmelo?
Finnerty permaneció inmóvil, echado en la cama, mirando el cielo raso.
—No lo sé —dijo lentamente—, pero no lo lamento. Vete con ella.
—¿Qué planes tienes?
—¡Vete! —Lo dijo como si de improviso Paul hubiera interferido cuando él estaba dando forma a un pensamiento importante y difícil.
—Hay whisky irlandés para ti en una bolsa marrón en el recibidor —dijo Paul, y dejó a Finnerty echado allí.
5
Paul alcanzó a Anita en el garaje, donde estaba poniendo en marcha el coche. Sin mirarlo directamente, esperó a que él se pusiera a su lado. Fueron hasta el club en silencio mientras Paul se sentía deprimido por la realidad irracional y grosera de Finnerty. Con los años, supuso amargamente, debía haber creado en su imaginación un Finnerty sabio y cálido, una imagen que poco tenía que ver con el hombre real.
En la puerta del club, Anita enderezó la corbata de Paul, se echó atrás su capa para dejar al aire sus hombros, sonrió y entró en el recibidor brillantemente iluminado.
Al fondo estaba la puerta del bar y había allí dos docenas de jóvenes brillantes de Ilium Works, idénticos en sus cortes de pelo militares y en el estilo de sus smokings; rodeaban a dos hombres de unos cincuenta años. Uno de los mayores, Kroner, alto, pesado y lento, escuchaba a los jóvenes con una ponderada afectación. El otro, Baer, flaco y nervioso, ruidosamente extrovertido, aunque poco convincente, se reía, daba codazos y palmeaba hombros y pronunciaba su comentario continuo sobre todo lo que se decía:
—Bien, bien, seguro, seguro, estupendo; sí, sí, exacto; muy bien, muy bien.
Ilium era un territorio de entrenamiento donde se enviaba a los recién graduados a experimentar la realidad de la industria para luego pasar a asuntos más importantes. El personal era joven y se renovaba de forma constante. Los mayores eran Paul y su lugarteniente, Lawson Shepherd. Este último, un solterón, estaba en la barra, algo alejado del resto, con aspecto de sabio apenas divertido por la inocencia de algunos comentarios de los jóvenes.
Las esposas se habían congregado en dos reservados adyacentes y allí hablaban en voz baja y con cierta incomodidad; se daban vuelta para mirar cuando subía un poco el tono de las voces o cuando la voz de bajo de Kroner resonaba a través del laberinto de conversaciones superficiales con tres o cuatro palabras breves, sabias, maravillosamente recargadas.
Los jóvenes dieron una efusiva bienvenida a Paul y Anita con una amabilidad juguetona, con el aire de poseer la propiedad de todos los buenos ratos, algo que generosamente ofrecían a sus mayores para que los compartiesen.
Baer saludó con la mano y los llamó con su voz aguda. Kroner hizo un gesto casi imperceptible y quedó absolutamente inmóvil, sin mirarlos directamente, esperando que ellos se le acercaran para que los saludos fueran intercambiados con tranquilidad y dignidad.
La mano enorme e hirsuta de Kroner se cerró sobre la de Paul; y Paul, pese a sí mismo, se sintió dócil, amoroso e infantil. Era como si Paul volviera a estar ante la presencia inmaculada y enervante de su padre. Kroner, el mejor amigo de su padre, siempre le había hecho sentir así y, al parecer, quería que él se sintiera así. Paul había jurado mil veces mantener su dominio la próxima vez que viera a Kroner. Pero era algo que no podía dominar y, en cada encuentro, como ahora, el poder y la resolución quedaban en las inmensas manos de ese hombre mayor.
Aunque Paul era consciente de la aureola paternal de Kroner, el gran hombre trataba de que esa sensación fuera general. Hablaba de sí mismo como un padre a todos sus subordinados y, más vagamente, a sus mujeres. Y no era una pose. Su administración de la Sección del Este tenía una característica emocional y parecía sumamente improbable que pudiera haberla dirigido de otra manera. Estaba al tanto de cualquier nacimiento o enfermedad grave y se echaba la culpa a sí mismo en las raras ocasiones en que uno de sus hombres funcionaba mal. También podía ser severo, pero siempre de modo paternal.
—¿Cómo estás Paul? —dijo con afecto. El raro movimiento de sus cejas espesas indicó que se trataba de una pregunta, no de un saludo. El tono era el que usaba Kroner cuando preguntaba a alguien su estado después de una neumonía o algo peor.
—Nunca ha estado mejor —dijo Anita, con animación.
—Me alegra saberlo. Está bien, Paul —Kroner le retuvo la mano y lo miró a los ojos. Baer se acercó:
—Te sientes bien, ¿eh? Muy bien, muy bien. Estupendo —dijo, palmeándolo en el hombro varias veces—. Estupendo —insistió y, dirigiéndose a Anita, el jefe de ingenieros de la Sección del Este prosiguió:
—¡Oh... qué bien se le ve! ¡Oh, sí, yo sí que lo diría! Baer era un cretino social. Al parecer, no se daba cuenta de que era cualquier cosa menos suave y brillante cuando estaba en compañía de la gente. Una vez alguien le había mencionado algo sobre sus comentarios y resultó que él no se había enterado de qué estaban hablando. Técnicamente, no había mejor ingeniero en la Sección del Este, incluyendo a Finnerty. Había muy pocas cosas que no hubieran sido inventadas por Baer, quien aquí era a Kroner lo que un foxterrier es a un San Bernardo. A menudo Paul había pensado en la peculiar combinación de Kroner y Baer y se preguntaba si una vez que se retiraran la dirección superior los podría duplicar. Baer corporizaba el conocimiento y la técnica de la industria; Kroner personificaba la fe, la casi sacralidad, el espíritu de la complicada aventura. De hecho, Kroner tenía pobres antecedentes como ingeniero, y de tanto en tanto sorprendía a Paul con su ignorancia e incomprensión de los asuntos técnicos; pero tenía la cualidad invaluable de creer en el sistema y de hacer que otros también creyeran en él e hicieran lo que se les decía.
Los dos eran inseparables, aunque sus personalidades casi no tenían puntos en común. Juntos, hacían aproximadamente un solo hombre.
—¿Alguien les dijo que Paul estuviera enfermo? —preguntó Anita riéndose.
—He oído que los nervios le estaban molestando —dijo Kroner.
—No es verdad —dijo Paul.
Kroner sonrió.
—Me alegra saberlo, Paul. Eres uno de nuestros mejores hombres —lo miró con cariño—. Sigues los pasos de tu padre, Paul.
—¿Dónde oyó esas noticias sobre Paul? —preguntó Anita.
—No me puedo acordar —dijo Kroner.
—El doctor Shepherd nos lo contó —dijo Baer—. Yo estaba allí esta mañana. ¿Recuerda? Fue Shepherd.
—Pues escuche —dijo Kroner con una rapidez desacostumbrada—: Shepherd estaba hablando de otra cosa. Trate de acordarse.
—¡Oh!, seguro, eso es, eso es; de otra cosa, de otra cosa —dijo Baer con aspecto de aturdido; volvió a palmear a Paul en el hombro—. Entonces, te sientes bien, ¿eh? Pues eso es lo que cuenta. Estupendo, estupendo.
El doctor Shepherd, con la piel enrojecida encima de su cuello duro, se alejó lentamente del bar hacia las puertas que daban a la pista de golf.
—Dicho sea de paso —dijo Kroner con vehemencia—, ¿dónde está vuestro amigo Finnerty? ¿Cómo está Ed? Me imagino que ha encontrado la vida en Washington un poco menos... —buscó una palabra— menos informal que aquí.
—Si quiere decir si se lava, la respuesta es aún no —dijo Anita.
—Eso es lo que quise decir —dijo Kroner—. Bueno, ninguno de nosotros es perfecto y muy pocos somos lo bastante perfectos para tener un lugar en el Comité Nacional de Planificación Industrial. ¿Dónde está?
—Quizá venga más tarde —dijo Paul—. Está un poco cansado del viaje.
—Pero, ¿dónde está Mom? —preguntó Anita cambiando de tema. Mom era la mujer de Kroner, a quien él siempre llevaba a las reuniones sociales, la depositaba con las demás mujeres y la ignoraba hasta el momento afectuoso en que era hora de retirarla y transportar sus cien kilos de peso hasta la casa.
—Esa plaga intestinal que está por todos lados —dijo gravemente Kroner.
Todos los que estaban cerca y oyeron sus palabras movieron las cabezas con compasión.
—La cena —anunció un criado filipino. Había habido un movimiento para que las máquinas hicieran el servicio, pero los extremistas que lo propusieron fueron barridos en las elecciones.
Mientras Paul, Kroner, Baer y Anita entraban en el comedor iluminado con velas, seguidos por los demás, cuatro de los ingenieros más jóvenes, los más nuevos, los pasaron y obstaculizaron el paso.
Fred Berringer, un rubio de baja estatura, pesado, con ojos pequeños, parecía ser el que los capitaneaba. Era un muchacho millonario, opaco y extrovertido de una buena familia de ingenieros y ejecutivos de Minneápolis. Había pasado a duras penas por la universidad y era casi inaceptable como técnico. Normalmente, nadie lo hubiera empleado. Pero Kroner, que conocía a sus parientes, lo había tomado de cualquier manera y lo había enviado a Ilium para su entrenamiento. La oportunidad no había hecho nada para enseñarle humildad. La tomó como prueba de que su dinero y apellido podían hacerle un ganador en el sistema en cualquier momento y, con paráfrasis, lo había llegado a expresar. Lo sorprendente del asunto era que con su actitud se ganaba la admiración creciente de sus colegas ingenieros que habían conseguido sus puestos con grandes esfuerzos. Paul suponía, con pesar, que los ganadores en los sistemas siempre habían tenido la admiración de la gente convencional. De cualquier modo, Kroner aún creía en el muchacho; entonces Paul no tenía otra posibilidad que seguir teniéndolo a su servicio. Le hacía acompañar por una pareja de hombres más inteligentes para refrenarlo.
—¿Qué es esto, Fred? ¿Un asalto? —dijo Paul.
—Campeón de damas —dijo Fred—, lo desafío a una partida por el cetro inmediatamente después de la cena. Kroner y Baer parecieron encantados. Ellos siempre sugerían que se formaran equipos y se realizaran encuentros deportivos como método para levantar la moral en la familia de la Sección del Este.
—¿Sólo tú o vosotros cuatro? —dijo Paul. En realidad era el campeón de damas del club, aunque nunca había habido ningún torneo oficial. Nadie le podía ganar; y a menudo, o de tanto en tanto, había probado su invencibilidad a cada nuevo grupo de ingenieros. Como estos cuatro. Era una costumbre, y la pequeña sociedad cerrada del lado norte del río parecía sentir la necesidad de costumbres y bromas privadas, de crear características sociales que los distinguiera —ante los propios ojos— del resto de la sociedad. La partida de damas entre Paul y los novísimos ingenieros era una de las tradiciones más antiguas, ya en su séptimo año.
—Yo en gran parte solo —dijo Berringer—, pero en cierta manera, todos nosotros—. Los otros se rieron como conspiradores. Al parecer, habían preparado algo especial y uno o dos de los ingenieros más antiguos parecían compartir la expectativa.
—Muy bien —dijo Paul de buen humor—, si hubiera diez de vosotros y cada uno con un cigarro echándome el humo en la cara, aún ganaría.
Los cuatro se hicieron a un lado para permitir que Anita, Paul y los dos invitados de honor pudieran llegar a la mesa.
—¡Oh! —dijo Anita, estudiando las tarjetas en la cabecera de la mesa—, ha habido un error. —Levantó una tarjeta a su izquierda, la hizo un bollo y se la pasó a Paul. Puso otra tarjeta en el sitio vacante y tomó asiento, flanqueada por Kroner y Baer. Llamó a un camarero para que se llevara los platos y cubiertos del sitio extra. Paul miró la tarjeta y vio que era la de Finnerty.
El montaje era práctico, y el cóctel de langostinos, el consomé, el pollo con crema, los guisantes y el puré de patatas fueron saboreados como se merecían. Hubo poca conversación y mucha pantomima y gestos de placer para demostrar a la anfitriona que todo era de primera calidad.
Periódicamente, Kroner hacía un comentario sobre este o aquel plato y Baer le hacía eco y entonces todos aprobaron con movimientos de cabeza. En un momento, empezó una discusión con sonoros murmullos en la otra punta de la mesa entre los cuatro jóvenes que desafiaran a Paul con la partida de damas. Cuando todos los ojos se volvieron en esa dirección, se callaron. Berringer frunció el entrecejo, dibujó una especie de diagrama en una servilleta y se la arrojó a los otros tres. Uno de ellos hizo una pequeña corrección y se la devolvió. Primero comprensión, luego admiración, se dibujaron en el rostro de Berringer. Movió la cabeza con entusiasmo y volvió a comer.
Paul contó a los presentes: veintisiete ejecutivos e ingenieros, el personal de Ilium Works y sus mujeres, menos el turno de la tarde. Había dos lugares vacantes: uno, el que había estado reservado a Finnerty; el otro, el servicio sin tocar puesto para Shepherd, quien no había regresado de su apresurado viaje a la pista de golf.
Posiblemente, Finnerty aún estaba echado en el dormitorio, mirando al techo, quizás hablando solo. Tal vez se había ido después de su partida y embarcado en una expedición de copas o de prostitutas en Homestead. Paul esperó que fuera la última vez que lo veían en unos cuantos años. El brillante liberal, el iconoclasta, el libre pensador que había admirado en su juventud, ahora resultaba ser nada más que un enfermo repelente. El ataque inesperado y sin motivos contra Anita, esa glorificación de las neurosis, todo eso tuvo un efecto contraproducente en ellos. Era una desilusión espantosa. Paul había esperado que Finnerty le pudiera dar algo —qué, no lo sabía— para aliviar esa necesidad dolorosa e inefable que le molestaba, como al parecer Shepherd le había dicho a Kroner, casi hasta el punto de impedirle la concentración.
En cuanto a Shepherd, Paul se sentía completamente caritativo; e inclusive avergonzado de que el hombre estuviera tan molesto de haber quedado como un delator. Paul se puso de pie.
—¿A dónde vas, querido? —preguntó Anita.
—A buscar a Shepherd.
—No dijo que tuvieras una crisis nerviosa —dijo Baer.
Kroner le frunció el entrecejo a Baer.
—No, realmente no lo hizo, Paul. Si quieres, le iré a buscar yo. Fue culpa mía haber sacado ese tema. No fue Shepherd, y el pobre muchacho...
—Pienso que me corresponde a mí —dijo Paul.
—Sólo pensé que había sido Shepherd —dijo Baer.
—Yo también iré —dijo Anita. Había una nota de venganza en su voz.
—No, preferiría que no.
Paul pasó rápidamente por el bar y oyó los pasos de Anita detrás.
—Esto no me lo perdería por nada del mundo.
—No va a haber nada que puedas perderte —dijo Paul—. Simplemente le diré que todo está bien, que comprendo. Y realmente lo comprendo.
—Quiere tu trabajo en Pittsburgh, Paul. Por eso le dijo a Kroner que tenías una crisis nerviosa. Ahora está muerto de miedo de perder su trabajo. ¡Se lo merece!
—No lo voy a despedir.
—Puedes hacer que se quede preocupado por un tiempo. Se lo merece.
—Anita, por favor. Esto es entre Shepherd y yo.
Ahora estaban en el borde de la pista de golf, en un mundo mullido de azules y negros bajo la pálida luz de la luna nueva. Sentado en un banco al lado del primer hoyo, con las piernas estiradas y separadas, estaba Shepherd, con tres copas alineadas a su lado.
—Shep —saludó Paul en voz baja.
—Hola. —Fue un sonido oscuro, sin matices.
—Vete —le susurró Paul a Anita. Ella se quedó, abriendo y cerrando los puños.
—La sopa se enfría —dijo Paul con el tono más amable posible; tomó asiento en el banco con las tres copas entre ellos—. No me importa nada si les dijiste que no estaba en condiciones.
Anita permaneció a unos diez metros de distancia; se veía su silueta contra la luz de las puertas.
—Prefiero que te enojes —dijo Shepherd—. Yo se lo dije. Adelante, despídeme.
—¡Oh, por Dios! Nadie te va a despedir, Shep.
Paul nunca había podido comprender a Shepherd; encontraba difícil que cualquiera realmente pensase como Shepherd. Cuando Shepherd llegó por primera vez a Ilium, le había anunciado a sus compañeros también recién llegados, Paul y Finnerty, que tenía la intención de competir con ellos. Bruscamente, ridículamente, hablaba de competencia y repetía los viejos argumentos con cualquiera que le escuchase, y le contaba las crisis, los enfrentamientos pasados entre su capacidad y la de algún otro; crisis que los demás participantes habían considerado como algo rutinario, normal y generalmente informe. Pero, para Shepherd, la vida parecía extenderse como una pista de golf, con una serie de comienzos, peripecias y fines y con un balance definitivo en la puntuación al fin de cada hoyo. Se alegraba o entristecía con los triunfos y derrotas que nadie parecía considerar como tales, pero era siempre estoico con las leyes que gobernaban el juego. No pedía cuartel; no daba cuartel y no hacía casi ninguna diferencia con Paul, Finnerty o cualquiera de sus otros colegas. Era un buen ingeniero, una compañía aburrida y el terco conductor de su destino y no el guardián de los demás.
Paul, acomodándose en silencio en el banco, trató de ponerse en el lugar de Shepherd. Éste había perdido un asalto y ahora, sordamente respetuoso de las normas del sistema competitivo, quería pagar la deuda de haber perdido y seguir adelante al próximo asalto que, como siempre, estaba determinado a ganar. Vivía en un mundo difícil, pero así lo prefería él, Dios sabe por qué.
—Quisiste sacarme el trabajo de Pittsburgh, ¿eh? —dijo Paul.
—Pienso que soy más indicado que tú —dijo Shepherd—. Pero ahora, ¿qué importancia tiene? Quedé fuera de competencia.
—Perdiste.
—Lo intenté y perdí —dijo Shepherd. Era una distinción vital—. Adelante, despídeme.
La manera más segura de aguijonear a Shepherd era negarse a competir.
—No sé —dijo Paul—, pienso que estarías bien en el trabajo de Pittsburgh. Si quieres, escribiré una recomendación.
—¡Paul! —dijo Anita.
—Vuelve a entrar, Anita —dijo Paul—. Iré en un minuto.
Anita parecía dispuesta a darle a Shepherd lo que éste quería, una batalla campal, algo que él pudiera utilizar como punto de partida para otro ciclo del juego.
—Te perdono —dijo Paul—. Quiero que continúes trabajando para mí, si quieres. No hay nadie mejor en el mundo para ese puesto.
—Te gustaría mantenerme bajo tu bota, no es así?
Paul se rió, molesto.
—No, sería igual que antes. ¿Bajo mi bota? ¿Cómo...?
—Si no me despides, quiero un traslado.
—Muy bien. Sabes que eso no depende de mí. Pero entremos —extendió la mano cuando Shepherd se puso de pie. Éste se negó a estrechársela y pasó de largo.
Anita lo detuvo.
—Si tienes alguna opinión sobre la salud de mi marido, quizás él o su médico tendrían que ser los primeros en saberla —le espetó con agresividad.
—Tu marido y su médico hace meses que saben lo que yo les conté a Kroner y Baer. No está en condiciones de atender ni siquiera una vieja máquina de coser a pedal; mucho menos Pittsburgh.
Se envalentonó, recuperó su espíritu de lucha y quizá calculó la posibilidad de que se oyeran sus palabras en el comedor.
Paul cogió a ambos del brazo y los hizo entrar por la fuerza en el bar y a la vista de todo el mundo. Y todos miraban en esa dirección con un interrogante en los ojos. Paul, Anita y Shepherd sonrieron y cruzaron el bar hasta el comedor, los tres del brazo.
—¿Al aire libre? —preguntó Kroner a Shepherd con tono bondadoso.
—Sí, señor. Las empanadas del almuerzo fueron la causa, según creo.
Kroner asintió con simpatía y se dirigió al camarero:
—Este muchacho podría tomar un vaso de leche, ¿no le parece?
Kroner estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por preservar la armonía de su familia y darle una solución a cualquiera que estuviera en un problema. Paul supuso que, por el resto de la velada, Kroner mantendría presente —como ahora con el vaso de leche— la amable ficción de la enfermedad de Shepherd.
Después del café y los licores, Paul pronunció una breve charla sobre la integración de Ilium Works con la otra industria bajo el Consejo Nacional de Fabricación, hacía catorce años. Y luego pasó al tema más general de lo que denominó la Segunda Revolución Industrial. Leyó la charla, más bien, tomándose el trabajo de levantar la vista del texto de tanto en tanto. Tal como le había dicho a Katharine Finch esa tarde en la oficina, era material viejo: un informe sobre el progreso, una reafirmación de fe en lo que hacían y habían hecho en la industria. Las máquinas hacían el trabajo de Norteamérica mucho mejor de lo que jamás lo habían hecho los norteamericanos. Había mejores mercaderías para más gente a menor costo, ¿y quién podía negar que eso fuera magnífico y gratificante? Era lo que todos decían cuando se tenía que pronunciar un discurso.
En un momento, Kroner levantó su mano grande y preguntó si podía hacer un comentario.
—Nada más que para subrayar lo que estás diciendo, Paul, me gustaría señalar algo que pienso que es interesante. Un caballo de fuerza es igual al trabajo de veintidós hombres; veintidós hombres fuertes. Si se convierten los caballos de fuerza de uno de los motores grandes de una acería en términos de trabajo humano, se descubrirá que el motor trabaja más que toda la población esclava de los Estados Unidos en la época de la Guerra Civil. Y trabajando veinticuatro horas al día.
Sonrió beatíficamente. Kroner era el pilar, la fuente de fe y orgullo de toda la Sección del Este.
—Ésa sí que es una cifra interesante —dijo Paul, buscándole lugar en su manuscrito—. Y eso, por supuesto, simplemente se aplica a la Primera Revolución Industrial cuando las máquinas devaluaron el trabajo muscular. La segunda revolución, la que ahora estamos completando, es un poco más difícil de expresar en términos de trabajo salvado. Si hubiera alguna medida como caballos de fuerza con la que pudiéramos expresar las molestias o el aburrimiento que la gente experimentaba en trabajos rutinarios, tendríamos estadísticas abrumadoras, pero no la hay.
—Se pueden medir los rechazos, aquí estoy para decirlo —dijo Baer—, y los errores más estúpidos e inimaginables. ¡Las pérdidas, los paros, todo! Se puede expresar muy bien en dólares, esos dólares que costaba el trabajo mal hecho.
—Así es —dijo Paul—, pero yo lo pensaba desde el punto de vista de los trabajadores. Las dos revoluciones industriales eliminaron dos clases de trabajos penosos y yo buscaba algún medio para estimar cuánto trabajo ha quitado la segunda revolución de manos de los hombres.
—Yo trabajo —dijo Baer. Todos se rieron.
—Los otros... del otro lado del río —dijo Paul.
—Ésos jamás trabajaron —dijo Kroner, y nuevamente todos soltaron la carcajada.
—Y se reproducen como conejos —comentó Anita.
—¿Alguien cuenta chistes verdes sobre la reproducción de los conejos? —dijo Finnerty en la puerta. Se tambaleaba un poco y tenía la respiración pesada; evidentemente había encontrado el whisky—. ¿De cuál se trataba? ¿El de la conejita que iba a la tienda y el empleado...?
Kroner se puso de pie.
—Bueno, Finnerty... ¿cómo estás, muchacho? —llamó con un gesto al camarero—. Llegas justo a tiempo para el café, muchacho..., una gran taza de café.— Pasó el brazo por el hombro de Finnerty y lo condujo hasta el sitio del que Anita había hecho retirar el servicio. Finnerty recogió la tarjeta del ingeniero a su lado, le echó un vistazo, luego miró al hombre.
—¿Dónde está mi maldita tarjeta?
—La quité de su lugar —dijo Anita, justificándose.
Paul la sacó del bolsillo, la alisó y la puso delante de Finnerty. Éste asintió y cayó en hosco silencio.
—Estábamos hablando de la Segunda Revolución Industrial —dijo Kroner, como si nada estuviera mal—. Paul hablaba de que no existe una medida para el tipo de mal trabajo que ha eliminado. Pienso que el tema quizá pueda contarse en términos de una curva. Del modo en que se pueden contar con más claridad la mayoría de las historias.
—No la de la conejita en la tienda de conejos —dijo Finnerty.
Todos, siguiendo el ejemplo de Kroner, lo ignoraron.
—Si comparamos las horas de trabajo humano con el número de tubos al vacío en uso, las horas trabajadas disminuirán a medida que aumenten los tubos.
—Como conejos —dijo Finnerty.
—Tal como dices, como conejos. Dicho sea de paso, Paul, otro punto interesante, del que posiblemente te comentó algo tu padre, es que la gente no prestó mucha atención, como tú dices, a esta Segunda Revolución Industrial durante bastante tiempo. La energía atómica colmaba los titulares y todos hablaban como si los usos pacíficos de la energía atómica fueran a rehacer el mundo. La Edad Atómica, eso era lo que se debía buscar. ¿Recuerdas, Baer? Y en el ínterin, los tubos se reproducían como conejos.
—Y la afición a las drogas, el alcoholismo y el suicidio aumentaron también en esa proporción —dijo Finnerty.
—¡Ed! —exclamó Anita.
—Eso fue la guerra —dijo sombríamente Kroner—. Siempre sucede después de una guerra.
—Y el crimen organizado y el divorcio y la delincuencia juvenil, todos fueron crecimientos paralelos al uso de los tubos al vacío —dijo Finnerty.
—¡Oh, vamos, Ed! —dijo Paul—, no puedes probar que haya una conexión lógica entre esos factores.
—Si hay la menor conexión, vale la pena reflexionar en ello —dijo Finnerty.
—Estoy seguro de que no hay una conexión suficiente como para que nosotros nos preocupemos de ello en este momento —dijo Kroner con severidad.
—O suficiente imaginación u honestidad —dijo Finnerty.
—¡Oh!, realmente, ¿de qué estás hablando? —dijo Anita; movió su servilleta nerviosamente—. Vamos... ¿Nos retiramos de este lugar desagradable y vemos el torneo de damas?
La respuesta fueron suspiros y asentimientos agradecidos de todos los presentes. Sin lamentarse mucho, Paul dejó a un lado lo que aún quedaba de su discurso. Los reunidos, con la excepción de Finnerty, pasaron al salón de juegos del club, donde ya se había instalado el tablero de damas y donde una batería de lámparas de pie iluminaba la mesa, inmaculada y brillante.
Los cuatro retadores fueron adelante, mantuvieron de prisa una conferencia y tres de ellos fueron al guardarropa. El cuarto, Fred Berringer, tomó asiento ante el tablero y sonrió misteriosamente.
Paul se sentó enfrente.
—¿Has jugado mucho? —preguntó.
—Un poco, un poco.
—Veamos, Fred, eres de Minnesota, ¿no es así? ¿De casualidad no está en juego el campeonato de Minnesota, Fred?
—Lo lamento; tengo que ganar el campeonato del club. No tengo nada que perder.
—Vas a perder, vas a perder —dijo Baer—. Todos lo hacen, todos, ¿eh, Paul? Todos pierden contigo.
—La modestia me prohíbe contestar —dijo Paul—. Mi historial habla por sí mismo. —Paul se permitía una especie de regodeo con su invencibilidad. Esta noche habría algún cambio en la partida, a juzgar por la actividad en el guardarropa, pero no se preocupó.
—¡Abrid paso al jugador Charley! ¡Abrid paso al jugador Charley! —gritaron los lugartenientes de Berringer desde el recibidor.
La gente abrió paso en la sala y los tres empujaron una caja con ruedas del tamaño de un hombre, cubierta por una sábana.
—¿Hay un hombre ahí? —preguntó Kroner.
—Un cerebro, un cerebro —dijo Berringer con aires de triunfo—. Charley, el campeón del mundo de damas que ahora busca nuevos planetas por conquistar. —Tomó una punta de la sábana y descubrió a Charley: una caja gris de acero con un tablero de damas pintado en su panel delantero. En cada cuadrado que podía estar ocupado por una ficha había unas luces verde y roja, cada una con una lámpara detrás.
—Mucho gusto en conocerte, Charley —dijo Paul, tratando de sonreír. Cuando se dio cuenta de lo que pasaba, se sintió ruborizar y se empezó a enfadar. Su primera reacción fue la de irse del lugar.
Baer abrió la parte de atrás de la caja.
—¡Oh, oh, sí, sin duda! —dijo—. Mirad, mirad, mirad. ¿Y qué pasa allí? Y... ¡ah, oh, sí!... Hasta creo que tiene memoria. ¿La cinta no es para eso, muchachos? ¿Memoria? ¿Memoria magnetofónica?
—Sí, señor —dijo Berringer vacilante—. Creo que sí.
—¿Vosotros la construisteis? —preguntó, incrédulo, Kroner.
—No, señor —dijo Berringer—. Mi padre. Es su afición.
—Berringer, Berringer, Berringer —dijo Baer, frunciendo el entrecejo.
—Usted sabe... Dave Berringer; éste es el hijo de Dave —dijo Kroner.
—¡Oh! —Baer contempló a Charley con una nueva admiración—. Por Dios, con razón, con razón, con razón.
El padre de Fred, uno de los especialistas más importantes del país en computadoras, lo había construido.
Paul se arrellanó en su silla, resignado, y esperó a que comenzara la comedia. Miró el rostro aburrido y complaciente del joven Berringer y estuvo seguro de que no sabía más de la máquina que sus señales y botones externos.
Finnerty llegó del comedor comiendo de un plato que sostenía a la altura de la barbilla. Puso el plato encima de la caja y metió la cabeza en la parte de atrás, al lado de la de Baer.
—¿Quién apuesta algo?
—¿Estás loco? —dijo Paul.
—Lo que quiera, lo que quiera —dijo Berringer, y puso su billetera gorda sobre la mesa.
Los otros tres jóvenes habían enchufado una conexión en el tablero electrónico; y ahora, cuando ponían las llaves y señales en funcionamiento, la caja zumbó y las luces del tablero se prendían y apagaban.
—Me rindo —dijo; palmeó la caja—. Felicitaciones, Charley, eres el mejor. Damas y caballeros, os presento al nuevo campeón del club. —Empezó a retirarse hacia el bar.
—Querido —dijo Anita, tomándolo de la manga—. ¡Oh, vamos ahora! Tú no te comportas así.
—No puedo ganarle a esa cosa maldita. No puedo cometer un solo error.
—Al menos puedes jugar contra ella.
—¿Y probar qué?
—Vamos, Paul —dijo Finnerty—. He revisado a Charley, y a mí no me parece tan poderoso. He apostado cincuenta dólares a tu favor contra este chiquillo encantador y cubriré cualquier apuesta de quien piense que Charley tiene una posibilidad de ganar.
Con ganas, Shepherd puso otros veinte dólares. Finnerty cubrió.
—Apuesto a que el Sol no sale mañana —dijo Paul.
—Juega —dijo Finnerty.
Paul volvió a sentarse. Sin ganas, empujó hacia adelante una de las fichas. Uno de los jóvenes apretó un botón y una luz se prendió indicando el movimiento de Paul en el seno de Charley; y otra luz apareció indicando el contramovimiento perfecto para Berringer.
Berringer sonrió e hizo lo que le dijo la máquina. Encendió un cigarrillo y toqueteó la pila de dinero a su lado.
Paul volvió a jugar. Se movió una aguja y las luces se encendieron apropiadamente. Lo mismo sucedió en los siguientes movimientos.
Para sorpresa de Paul, tomó una ficha de Berringer; por lo que podía ver, no le amenazaba ningún desastre. Y luego tomó otra pieza y otra más. Movió la cabeza con perplejidad y respeto. Al parecer, la máquina tenía una visión de largo alcance de la partida y su estrategia aún no era evidente. Charley, como si confirmara sus sombríos pensamientos, hizo un ruido extraño, que crecía en volumen a medida que se desarrollaba la partida.
—En este momento, ofrezco tres a uno para cualquier apuesta contra Charley —dijo Finnerty. Berringer y Shepherd aceptaron y pusieron otros veinte cada uno.
Paul intercambió una pieza por tres.
—¡Eh!, espere un minuto —dijo Berringer.
—¿Espere qué? —dijo Finnerty.
—Algo funciona mal.
—Tú y Charley estáis siendo batidos, eso es todo. Siempre gana alguien y alguien pierde —dijo Finnerty—. Así son las cosas.
—Cierto, pero si Charley funcionara bien, no podría perder —Berringer se puso de pie, vacilante—. Escuche, mejor que paremos un poco hasta que averigüemos lo que anda mal —tocó el panel del frente, como comprobación—. ¡Dios santo, está más caliente que una sartén!
—Termina el juego, chico. Quiero saber quién es el campeón —dijo Finnerty.
—¿No ve que no funciona bien? —dijo Berringer furioso. Echó una mirada suplicante a la sala.
Paul tomó dos piezas más de Berringer y consiguió una dama.
—Ésta debe ser la trampa más grande de la historia —dijo a carcajadas. Estaba disfrutando inmensamente.
—Ahora, en cualquier momento, Charley va a presentar su estrategia y entonces, adiós, adiós al campeonato —dijo Finnerty—. ¡Oh, oh!, esto está listo, Paul.
—El cálculo es algo maravilloso —dijo Paul. Husmeó. El aire se estaba espesando con un olor como a pintura quemada y le empezaron a picar los ojos.
Uno de los segundos de Berringer abrió la tapa de atrás de la caja y un humo, coloreado de un verde venenoso por el resplandor que salía de adentro, inundó la habitación.
—¡Fuego! —gritó Baer.
Un camarero apareció corriendo con un extinguidor y envió un chorro de fluido a las entrañas de Charley. Se elevó una columna de vapor en el aire cuando el líquido roció las piezas ardientes.
Las luces sobre el seno de acero de Charley ahora corrían enloquecidas por el tablero, jugando una partida demoníaca y vertiginosa según unas normas que sólo la máquina podía comprender. Todas las luces parpadearon al mismo tiempo, el zumbido se hizo cada vez más sonoro hasta que resonó como una nota de órgano atronadora y, súbitamente, murió. Una por una, las lamparitas se apagaron como un pueblo yendo a dormir.
—¡Ah, Dios mío, Dios mío! —murmuró Baer.
—Fred, lo lamento tanto —dijo Anita, y miró con reproche en los ojos a Paul. Los ingenieros se agolparon alrededor de Charley y los que estaban en primera fila vieron las cenizas, los tubos fundidos y los cables ennegrecidos. Había tragedia en cada rostro. Algo hermoso había muerto.
—Algo tan bonito —dijo Kroner tristemente, y puso una mano sobre el hombro de Berringer—. Si quieres, quizá todo fuera más fácil si yo hablara con tu padre y le contara lo que ha pasado.
—Prácticamente era su vida... aparte del laboratorio —dijo Berringer; estaba aturdido y asustado—. Años y años. ¿Por qué tuvo que pasar? —Era un eco vacío de la pregunta que la humanidad se había hecho durante milenios, la pregunta que, al parecer, los hombres nacían para hacer.
—El Señor lo da, el Señor se lo lleva —dijo Finnerty.
Berringer se mordió el labio y asintió hasta que se dio cuenta de quién había pronunciado esas palabras. En su rostro redondo y estúpido apareció una expresión cruel y amenazadora.
—¡Ah, ah! —dijo chupándose los labios—, el tipo inteligente. Casi me había olvidado de usted.
—Pues será mejor que no. Tengo mucho dinero apostado en el ganador.
—Pues mira, Finnerty —dijo Kroner, aplacando los ánimos—, digamos que ha sido un empate. Después de todo, el muchacho tiene derecho a estar disgustado y...
—Un empate no —dijo Finnerty—. Paul le ganó a Charley con toda justicia.
—Ya empiezo a ver —dijo Berringer amenazante; tomó las solapas de la chaqueta de Finnerty con ambas manos—. ¿Qué le hiciste a Charley, sabihondo?
—Pregúntaselo a Baer. Su cabeza estaba al lado de la mía. Baer, ¿le hice algo a Charley?
—¿Qué, eh? ¿Hacer algo, hacer algo? ¿Daño, quiere decir? No, no, no —dijo Baer.
—Entonces, siéntate y termina la partida, gordito —dijo Finnerty—. O ríndete. De cualquier manera, quiero mi dinero.
—Si no le hizo nada a Charley, ¿cómo estaba tan seguro de que perdería?
—Porque mi simpatía siempre está con el hombre contra la máquina, en especial una máquina que apoya a un burro como tú contra un hombre como Paul. Además, Charley tenía una conexión floja.
—¡Entonces tendría que haberlo dicho! —gritó Berringer; señaló las ruinas de la máquina—. Mire, nada más. Mire lo que hizo por no decirme lo de la conexión. Tendría que limpiar este lugar con su cara roñosa.
—Vamos, vamos, vamos —dijo Kroner, interponiéndose entre los dos—. Tendrías que haber dicho algo de esa conexión, Ed. Es una lástima, una vergüenza.
—Si Charley estaba dispuesto a salir a destrozar a los hombres, muy bien podría haberse arreglado solo sus propias conexiones. Paul se ocupa de sus propios circuitos; que Charley haga lo mismo. Quienes viven por la electrónica, mueren por la electrónica. Sic semper tyrannis —recogió los billetes de la mesa—. Buenas noches.
Anita hundió las uñas en el brazo de Paul.
—¡Oh, Paul, Paul!, ha arruinado toda la velada.
Al salir, Finnerty pasó al lado de Paul y Anita.
—Bien hecho, campeón.
—Por favor, devuélveles su dinero —dijo Anita—. La máquina no funcionaba bien. No es justo. ¿No es verdad, Paul?
Para sorpresa de todo el grupo sombrío, Paul perdió su dominio y lanzó una carcajada
—Ése es el espíritu, campeón —dijo Finnerty—. Ahora me voy a casa antes de que estos caballeros deportistas encuentren una soga.
—¿A casa? ¿A Washington? —preguntó Anita.
—A tu casa querida. Ya no tengo casa en Washington.
Anita cerró los ojos.
—¡Oh!, ya veo.
6
—¿Cuál era su expresión cuando lo dijo? —preguntó Anita.
Paul tenía la almohada sobre la cabeza y trataba de dormirse, rígidamente doblado en el útero oscuro y mullido que hacía de su cama cada noche.
—Pareció triste —murmuró—. Pero siempre parece triste, muy cariñoso y triste.
Durante tres horas habían repasado la velada en el club y volvían una y otra vez a lo que Kroner había dicho como despedida.
—¿Y no te sacó aparte para decirte algo en algún momento? —preguntó ella, que estaba completamente desvelada.
—Palabra de honor, Anita, lo único que dijo fue aquello.
Ella repitió las palabras de Kroner, meditabunda:
—«Quiero que nos visites a mí y a Mom algún día de la semana entrante, Paul.»
—Eso es todo —confirmó Paul.
—¿Nada sobre Pittsburgh?
—No —dijo él pacientemente—, te dije que no —apretó aún más la almohada y dobló aún más las rodillas—. No.
—¿No tengo derecho a estar interesada? —dijo ella; evidentemente la había herido—. ¿Es eso lo que me estás diciendo? ¿Que no tengo derecho a interesarme?
—Me alegra que te interese —dijo con voz pastosa—. Muy bien, estupendo; muchas gracias.
En la casi pesadilla del duermevela, imaginó la noción del hombre y la mujer como carne, una monstruosidad física, patética, curiosa; unos hermanos gemelos siameses indefensos.
—Las mujeres tienen una intuición de las cosas que no tienen los hombres —decía ella—. Nos percatamos de cosas importantes que los hombres dejan pasar. Kroner quería que tú rompieras el hielo esta noche con el asunto de Pittsburgh y tú...
—Ya averiguaremos lo que Kroner tenía en mente cuando le llame. Ahora, durmamos, por favor.
—¡Finnerty! —exclamó ella—. Él es quien arruinó las cosas. ¡De verdad! ¿Cuánto tiempo se va a quedar?
—Lo enfermaremos en un par de días; tal como se enferma de todo.
—El Comité no le puede dar tanto permiso para que viaje por el país e insulte a los amigos.
—Renunció. No tiene trabajo.
—¡Lo echaron! Pues les felicito.
—Renunció. Le ofrecieron un aumento para que se quedara. Fue su idea. —Se encontró despertado por un lema que le interesaba. El martilleo de Anita con el tema de Pittsburgh le había hecho enroscarse cada vez más en la cama. Ahora sintió que se relajaba, que se enderezaba como un hombre. Finnerty volvía a ser un nombre mágico; los sentimientos de Paul con respecto a él habían hecho un giro de noventa grados. La moral y el esprit de corps, por los que Paul hacía años que no tenía ninguna simpatía, se habían levantado entre los dos en el curso de la delirante humillación de Charley. Además... los pensamientos de Paul resurgían vividos, como refrescados por un viento frío; había encanto en lo que había hecho Finnerty, algo casi tan inconcebible y hermosamente simple como el suicidio: había renunciado.
—Paul...
—¿Hummmm... ?
—Tu padre pensaba que algún día serías el director de Pittsburgh. Si estuviera vivo, nada le haría más feliz que saber que has conseguido el cargo.
—Ummm...
Recordó cómo Anita, poco después de sus bodas, había desenterrado una foto de su padre de un baúl y la había hecho aumentar y enmarcar como su primer regalo de cumpleaños para él. Ahora la foto estaba encima del armario, donde era lo primero que podía ver por la mañana y por la noche. Ella nunca había conocido al padre de Paul y él no le había contado mucho; pero había construido una especie de mitología sobre el hombre, que la podía hacer hablar durante horas como si supiera. El mito era que el padre de Paul en su juventud había sido tan holgazán y condescendiente como Paul y que las energías que lo habían llevado al máximo cargo en la economía le llegaron en los años de la madurez de su vida; le llegaron en los años que empezaba a vivir Paul.
Kroner también mantenía viva la noción de que se podía esperar que Paul siguiera los pasos de su progenitor. La fe de Kroner tenía mucho que ver con el cargo de director de Ilium que Paul ostentaba; y ahora esa fe podía llegar a conseguirle la dirección de Pittsburgh. Cuando pensaba en su ascenso sin esfuerzos en la jerarquía, a veces, como ahora, se sentía avergonzado, como si fuera un charlatán. Podía hacer muy bien su trabajo, pero no tenía lo que tenía su padre, ni lo que tenía Kroner, ni lo que tenía Shepherd, lo que tantos tenían: el sentido de la importancia espiritual de lo que estaban haciendo; la capacidad de emocionarse, casi como un amante, ante el gran fantasma omnipresente y omnisciente, la personalidad corporativa. En suma, Paul carecía de lo que había hecho agresivo y grande a su padre: la capacidad de interesarse realmente.
—¿Qué vas a hacer con Shepherd? —preguntó Anita.
—¿Hacer? Ya lo he hecho. Nada.
—Si alguien no le corta las alas, va a pasar por encima de todos un día de éstos.
—¡Ojalá!
—No lo dices en serio.
—Digo que quiero dormir.
Las sábanas de Anita crujieron nuevamente cuando volvió a echarse. Movió el cuerpo desvelada, varios minutos.
—¿Sabes?, es algo gracioso —dijo ella.
—¿Hummmm?
—He notado que cuando Shepherd pone la cara de cierta manera, se parece mucho a alguien. Y hasta esta noche no supe de quién se trataba.
—Hummm...
—Cuando lo miras en el ángulo correcto, es la viva imagen de tu padre.
7
El soldado de primera clase, Elmo C. Hacketts Jr., se acercó al chah de Bratpuhr, al doctor Ewing J. Halyard, del Departamento de Estado, a Khachdrahr Miasma, el intérprete, al general Milford S. Bromley, comandante de los ejércitos, al general William K. Corbett, comandante de campo, y al general Earl Pruitt, comandante de división, y a sus ayudantes.
El soldado de primera clase, Hacketts, estaba en medio de la primera escuadra del segundo pelotón de la Compañía B del primer batallón del Regimiento 427 de la División de Infantería 107 del noveno Cuerpo del Decimosegundo Ejército; y se quedó exactamente en su sitio, y pisaba con el pie izquierdo cada vez que sonaba el tambor.
—¡Diiii-viiii-sioooon! —gritó el comandante de división por el micrófono.
—¡Ree-gimieeen-toooo! —aullaron los cuatro comandantes de regimiento.
—¡Baa-ta-llooooon! —gritaron los doce comandantes de batallón.
—¡Com-paaa-ññññiiiiia! —gritaron los treinta y seis comandantes de compañía.
—¡Baa-teee-riiiiaaaa! —gritaron los doce comandantes de batería.
—¡Pelo-toooon! —musitaron los ciento noventa y dos comandantes de pelotón.
«Hacketts», se dijo el soldado de primera clase Hacketts.
—¡Alto!
Y Hacketts lo hizo: uno, dos.
—¡Dereeee-cha! —aulló el altavoz.
—Derecha, derecha, derecha, derecha... —hicieron eco doscientas cincuenta y seis voces.
—¡Derecha! —se dijo el soldado de primera clase Hacketts.
—¡Freeeen-tee!
Hacketts quedó a la derecha: uno, dos. Y miró los ojos pequeños y brillantes del chah de Bratpuhr dirigente espiritual de seis millones de personas de algún otro sitio.
Hacketts no hizo nada porque no debía hacerlo, y no iba a hacer nada que no debiera, y sólo tenía por delante otros veintitrés años más en este asunto y entonces terminaría con el Ejército y al diablo con todo; y, dentro de veintitrés años, si algún hijo de puta de coronel u oficial o general venía y le decía, «Salude» o «Recoja esa colilla» o «Lústrese las botas», o algo similar, le diría: «Vete a la mierda, querido», y sacaría a relucir la baja y le escupiría en el ojo y se iría riéndose como loco porque habrían terminado sus veinticinco años y lo único que tenía que hacer era vagar con el grupo de viejos amigos en el Hooker's de Evansville y esperar que llegara el cheque de la pensión y al diablo contigo porque no tengo por qué aguantar ninguna mierda de nadie, porque ya estoy afuera y...
El chah aplaudió encantado y continuó mirando al soldado de primera clase Hacketts, quien era un hombre inmenso y saludable
—Niki takaru! —exclamó, despidiendo un efluvio de sumklish.
—¡No takaru! —dijo el doctor Halyard—. Sol-da-dos.
—¿No takaru? —preguntó, perplejo, el chah.
—¿Qué dice? —preguntó el general de los ejércitos Bromley.
—Dice que son un buen grupo de esclavos —dijo Halyard. Volvió a dirigirse al chah y movió el dedo ante el hombre pequeño y moreno—. No takaru. No, no, no. Khachdrahr también parecía asombrado y no ofreció ayuda a Halyard para aclarar el asunto.
—Sim koüla takaru, ¿akka sahn salet? —dijo el chah a Khachdrahr.
Khachdrahr se encogió de hombros y miró con un interrogante en los ojos a Halyard.
—El chah dice que si éstos no son esclavos, ¿cómo consigue que hagan lo que hacen?
—Patriotismo —dijo severamente el general de los ejércitos Bromley—, patriotismo, carajo.
—Amor a su país —dijo Halyard.
Khachdrahr le contó al chah, y el chah asintió con un leve movimiento de cabeza, pero su aspecto de asombro no desapareció.
—Sidi ba... —dijo vacilante.
—¿Eh? —dijo Corbett.
—Aun así... —tradujo Khachdrahr y pareció tan dubitativo como el chah.
—Iz-quieeer-da —aulló el altavoz.
—Izquierda, izquierda, izquierda...
—Izquierda —se dijo Hacketts.
Y Hacketts pensó en que se iba a quedar solo en las barracas ese fin de semana, cuando normalmente todos tenían un pase de salida, debido a lo que esa mañana había pasado durante la inspección, después de que él hubiera fregado y refregado el suelo y lavado las ventanas al lado de su catre, y arreglado las mantas, y cerciorado de que la pasta dentífrica estaba a la izquierda del tubo de crema de afeitar; que las tapas de los tubos no daban al pasillo; que los dobleces de sus calcetines enrollados estaban para arriba en su ropero; que su equipo de rancho y su vaso, su cuchara, su tenedor y su cuchillo y cantimplora estaban relucientes; que su rifle estaba encerado y que sus herramientas estaban en regla; que brillaban sus zapatos y que el par extra bajo su catre estaba atado por arriba y con el nudo hecho; que la ropa colgada estuviera en este orden: dos camisas; dos pantalones; tres camisas caqui; tres pantalones caqui; dos camisas de punto; dos pantalones, una guerrera y un impermeable; que todos los bolsillos estuvieran vacíos y abotonados. Entonces, el oficial de inspección había pasado y dicho: «¡Eh, soldado!, tiene la bragueta desabrochada y para usted no hay pase...»
—¡Marchchchchc!
—Uno, dos —dijo Hacketts.
—March...
—Uno, dos. uno, dos, uno, dos...
—Uno —dijo Hacketts.
Y Hacketts se preguntó dónde diablos iría a pasar los próximos veintitrés años, y pensó que sería un alivio salir escapado de los Estados Unidos por un tiempo y ocupar algún otro sitio, y quizá ser alguien en uno de esos países en vez de un parado sin un céntimo que buscaba un buen empleo sin encontrarlo en su propio país, o no conseguir un buen empleo, ya que incluso un mal empleo era bueno comparado con ninguno. Pero, de cualquier manera, había más cosas en la vida que eso, y a él le gustaría un poco de gloria, por Dios, y quizás hubiera gloria y puestos en el extranjero. Aunque no hubiera guerras —y probablemente no habría ninguna por un buen tiempo—, tendría un arma y balas de verdad, y en eso había un poco de gloria, y seguro que era más de hombres que marchar arriba y abajo con un arma de madera; claro que le gustaría un poco subir en la jerarquía, pero conocía bien el resultado de sus pruebas, y todos los demás también lo sabían, y en especial las máquinas; por tanto, eso sería todo durante veintitrés años, más o menos, hasta que una de las máquinas quemara un tubo o leyera mal su tarjeta y lo enviara a otro sitio, y eso sucedía de vez en cuando, y ahí estaba el viejo Mulcahy, que se hizo con su tarjeta y la perforó con un punzón a fin de que las máquinas pensasen que estaba calificado para una gran promoción, pero se le restringió a las barracas, en cambio, por haber pescado purgaciones veintiséis veces, y entonces fue transferido a la banda como trombonista, cuando ni siquiera podía silbar el himno. De cualquier modo, siempre era mejor que esos miserables cuerpos, y no había grandes preocupaciones. Se llevaba un buen uniforme; sólo que los pantalones deberían tener cremalleras en vez de botones. En sólo veintitrés años más podría dirigirse al primer hijo de puta general o coronel, o algo así, y decirle: «Vete a la...»
—¡March!
—¡Boom! —resonó el tambor, y abajo fue el pie izquierdo de Hacketts, y allí se fue él en medio de la avalancha humana inmensa y maleable.
—Takaru —dijo el chah a Khachdrahr por encima del estrépito.
Khachdrahr asintió con una sonrisa y dijo:
—Takaru.
—¿Qué diablos puedo hacer? —dijo tristemente Halyard al general Bromley—. Este tipo piensa en todo lo que ve en términos de su propio país, y su país debe ser un maldito lío.
—Ammerikka vagga bouna, ni houri manko Salim da vagga dinko —dijo el chah.
—¿Ahora qué le pasa? —dijo Halyard con impaciencia.
—Dice que los norteamericanos han cambiado casi todo en la Tierra —dijo Khachdrahr—, pero que sería más fácil mover los Himalayas que cambiar al Ejército.
El chah saludaba con la mano a las tropas que se retiraban.
—Dibo, Takaru, dibo.
8
Paul desayunó solo, mientras Anita y Finnerty, en camas muy separadas, dormían hasta tarde después de una velada azarosa.
Tuvo dificultades en hacer arrancar su Plymouth y, por último, se dio cuenta de que no tenía más gasolina. La tarde anterior había casi medio tanque. Entonces, Finnerty había salido a dar un largo paseo después de que le dejara solo en la cama y se marchara al club sin él.
Paul buscó en la guantera un tubo de goma y lo encontró. Hizo una pausa, sintiendo que faltaba algo. Metió la mano en la guantera nuevamente y la revisó. No estaba la vieja pistola. Buscó en el suelo y abajo del almohadón del asiento sin encontrarla. Quizás un chico se la había sacado cuando fue a Homestead por el whisky. Tendría que informar de inmediato a la policía, y tendría que rellenar toda clase de formularios. Trató de pensar una mentira que le rescatara de acusaciones de negligencia y que no metiera a nadie en líos.
Hundió el tubo en el tanque de la furgoneta, chupó y escupió, y metió la otra punta en el tanque vacío del Plymouth. Mientras esperaba que se realizara la lenta transferencia, salió del garaje al cálido cuadrado de luz de sol.
La ventana del baño estaba totalmente abierta. Levantó la mirada y vio a Finnerty mirándose en el espejo. Finnerty no vio a Paul. Tenía un cigarrillo doblado en los labios y allí lo dejó mientras se lavaba la cara con movimientos descompuestos y golpecitos al azar. La ceniza de su cigarrillo creció más y más; increíblemente larga hasta que la punta casi le llegaba a los labios. Se sacó el cigarrillo de la boca y cayó la larga ceniza. Finnerty echó la colilla en dirección del retrete, la reemplazó con otro cigarrillo y procedió a afeitarse. Y la ceniza se alargó y alargó. Se acercó mucho al espejo y la ceniza se quebró contra el mismo. Se apretó un grano con dos dedos, al parecer sin resultado. Mirándose en el espejo el punto enrojecido, extendió una mano buscando una toalla, recogió una sin mirarla y arrastró las medias de Anita del toallero. Finnerty una vez terminada la afeitada, dijo algo a su imagen, sonrió y salió.
Paul regresó al garaje, metió el tubo de goma en la guantera y se fue. El auto volvía a funcionar mal: aminoraba la marcha, salía disparado, aminoraba, volvía a saltar. De cualquier modo, eso le hizo olvidar momentáneamente la inconveniencia de la pistola perdida. En la larga recta después de la pista de golf, el motor pareció funcionar con sólo tres cilindros; una cuadrilla de los Cuerpos de Reconstrucción y Reclamaciones, que estaba colocando una protección de abeto contra el viento al norte de la casa del club, tornó su atención a la lucha enervada del auto contra la gravedad.
—¡Eh, tiene roto uno de los faros! —gritó uno de los hombres.
Paul asintió y sonrió su agradecimiento. El coche titubeó y se quedó parado, justo antes de llegar a la cima. Paul puso el freno de emergencia y salió del vehículo. Levantó el capó y revisó varias conexiones. Las herramientas que estaban colocadas contra los costados del auto hicieron un estruendo confuso y media docena de miembros de los Cuerpos pusieron sus cabezas junto a la suya bajo el capó.
—Son las bujías —dijo un hombre pequeño, de ojos brillantes y aspecto de italiano.
—¡Aaaaah, no, nada de eso! —dijo un hombre alto, de cara colorada, el mayor del grupo—. Déjame que te muestre dónde está el problema. Aquí, esa llave, eso es lo que se necesita.
Se puso a trabajar en la bomba de gasolina y pronto le sacó la tapa.
—Aquí —dijo sobriamente, como un maestro cirujano—, aquí está su problema. Chupa el aire. Lo supe apenas oí que se acercaba a un kilómetro.
—Pues —dijo Paul— supongo que lo mejor será que llame a alguien a buscarlo. Posiblemente tarde una semana en conseguir una pieza nueva.
—En cinco minutos —dijo el hombre alto. Se quitó el sombrero y con una expresión de satisfacción, le arrancó la badana del forro. Sacó del bolsillo un cortaplumas, colocó la tapa de la bomba de gasolina sobre la badana y cortó un disco de cuero del tamaño exacto de la tapa. Luego recortó el centro del disco, puso el cuero en su sitio y volvió a cerrar la bomba. Los otros observaban con ansiedad, le pasaban herramientas o se las ofrecían, y trataban de participar en la operación como podían. Un hombre rascó los cristales verdosos de una conexión de batería. Otro fue alrededor apretando las válvulas de los neumáticos.
—Pruebe ahora —dijo el hombre alto.
Paul apretó el arranque, el motor sonó rápido y lento sin una falla cuando bombeó el acelerador. Levantó la vista para ver una inmensa satisfacción, el levantamiento del poder creador en los rostros de los miembros del Cuerpo.
Paul sacó la billetera y pasó dos billetes de cinco al hombre alto.
—Uno es suficiente —dijo; lo dobló con cuidado y se lo metió en el bolsillo delantero de su mono azul de trabajo; sonrió sardónicamente—. El primer dinero que gano en cinco años. Tendría que enmarcarlo, ¿eh? —Miró con atención a Paul, por primera vez consciente del hombre y no de su motor—. Me parece conocerle de alguna parte. ¿Cuál es su ocupación?
Algo hizo que Paul quisiera ser lo que no era.
—Tengo una pequeña tienda.
—¿No necesita a alguien con habilidad en las manos?
—No en este momento. Las cosas están bastante malas.
El hombre garrapateó algo en un pedazo de papel. Puso el papel sobre el capó y dos veces lo traspasó con el lápiz cuando el lápiz cruzaba una grieta.
—Aquí tiene mi nombre. Si tiene máquinas, yo soy el indicado para hacerlas seguir funcionando. Pasé ocho años trabajando como montador de ejes, poleas, transmisiones y otras cosas antes de la guerra. Y lo que no sé, lo aprendo rápido —pasó el papel a Paul—. ¿Dónde lo va a poner?
Paul puso el papel en la parte transparente de su billetera, sobre su licencia de conductor.
—Aquí, en la cabecera —estrechó la mano del hombre y saludó con la cabeza a los demás—. Gracias.
El motor aumentó de velocidad con seguridad, superó la cima de la cuesta y llevó a Paul hasta las puertas de Ilium Works. Un guardián saludó desde su caseta, sonó un timbre y se abrió la alta puerta de rejas de acero. Llegó luego a la sólida puerta interior, tocó la bocina, miró expectante a la fina hendedura en el cemento, detrás del cual había otro guardián sentado. La puerta se alzó crujiendo y Paul condujo hasta el edificio de su oficina.
Subió de dos en dos los escalones —su único ejercicio— y abrió otras dos puertas que llevaban al despacho de Katharine y, detrás, a la propia oficina.
Katharine apenas levantó la vista cuando entró. Parecía perdida en la melancolía y, del otro lado de la habitación, en el sofá que virtualmente le pertenecía, Bud Calhoum miraba el cielo raso.
—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó Paul.
—Bud quiere un trabajo.
—¿Que Bud quiere un trabajo? En este momento es el cuarto en Ilium en materia de salarios. No podría comparar lo mío dirigiendo todo con lo que él gana. Bud, estás loco. Cuando yo tenía tu edad, no ganaba ni la mitad...
—Quiero un trabajo —dijo Bud—. Cualquier trabajo.
—¿Tratas de asustar al Consejo Nacional del Petróleo para que te dé un aumento? Por supuesto, Bud, te haré una oferta mejor de lo que sacas, pero me tienes que prometer no contar con ello.
—Ya no tengo trabajo —dijo Bud—. He sido despedido.
Paul quedó perplejo.
—¿En serio? ¿Por qué diablos? ¿Inmoralidad? ¿Y el artefacto que inventaste para...?
—Eso es —dijo Bud con una mezcla de orgullo y remordimiento—. Funciona. Hace un buen trabajo —sonrió avergonzado—. Lo hace mucho mejor que yo.
—¿Dirige toda la operación?
—Así es.
—Y entonces te quedaste sin trabajo.
—Somos setenta y dos sin trabajo —dijo Bud; se echó aún más en el sofá—. Nuestra clasificación laboral ha sido eliminada. ¡Puff! —Chasqueó los dedos.
Paul pudo imaginar a un jefe de personal poniendo la cinta programadora de Bud en un tablero y, segundos después, haciendo que la máquina le entregara setenta y dos tarjetas con los nombres de aquellos que hacían el trabajo de Bud para vivir; lo que ahora la máquina de Bud hacía mejor. Ahora, máquinas registradoras de personal en todo el país se reacondicionarían para no reconocer ese trabajo como propio de hombres. La combinación de perforaciones y muescas que Bud había hecho para las máquinas ya no sería aceptable. Si se la insertaba en cualquier máquina, rebotaría de inmediato.
—Ya no necesitan más P-128 —dijo amargamente Bud— y no hay nada a ofrecer, ni arriba ni abajo. Yo aceptaría una reducción y volvería a la categoría P-129 o inclusive a P-130, pero no hay nada que hacer. Todo está completo.
—¿Tienes algún otro número, Bud? —preguntó Paul—. Los únicos números P que estamos autorizados a...
Katharine tenía el Manual abierto delante de ella. Ya había revisado los números.
—P-225 y P-226, ingenieros de lubricación —dijo ella—. Y el doctor Rosenau ya los tiene.
—Eso es —dijo Paul. Bud estaba en un problema grave y Paul no veía la posibilidad de darle una mano. Las máquinas sabían que Ilium Works tenía su ingeniero de lubricación y no tolerarían un segundo. Si Bud estuviese registrado como ingeniero de lubricación y fuera introducida su tarjeta en las máquinas, lo despedirían al instante. Como Kroner decía con frecuencia, la vigilancia eterna era el precio de la eficacia. Y las máquinas incansables repasaban sus registros a la búsqueda de holgazanes, revoltosos o marginados.
—Sabes que no depende de mí, Bud —dijo Paul—. No tengo ninguna autoridad real sobre los nombramientos.
—Ya lo sabe —dijo Katharine—. Pero tiene que empezar en alguna parte y pensamos que quizá supiera de alguna vacante o a quién ver.
—¡Oh, me enfurece! —dijo Paul—. ¿Qué les hizo darte ese trabajo en las Industrias del Petróleo, de cualquier modo? Tendrías que estar en diseño.
—No tengo aptitudes para eso —dijo Bud.
Eso también estaría en su infausta tarjeta. Todas sus puntuaciones en las pruebas de aptitud estaban allí, irrevocables, inmutables.
—Pero tú haces diseño. Y lo haces con mucha más imaginación que las primadonas del laboratorio —dijo Paul, refiriéndose al Laboratorio Nacional de Investigación y Desarrollo, que, en realidad, era un conglomerado hecho en tiempos de la guerra de todas las instituciones del país en materia de investigación y desarrollo, bajo una sola dirección—. Ni siquiera te pagan para que diseñes, y haces un trabajo mejor que ellos. El arreglo telemétrico para la cañería, tu coche y ahora este monstruo que dirige los depósitos...
—Pero la prueba dice que no —dijo Bud.
—Y, a su vez, las máquinas dicen que no.
—Entonces, eso es todo, según me temo —dijo Bud.
—Podrías ver a Kroner —dijo Paul.
—Lo intenté y no pasé de su secretaria. Le dije que buscaba trabajo y ella llamó a Personal. Pasaron mi tarjeta por las máquinas mientras ella estaba al teléfono; y luego colgó, pareció triste y me comunicó que Kroner tenía reuniones todo el mes.
—Quizá tu universidad pueda ayudar —dijo Paul—. Tal vez la máquina de clasificar necesitaba tubos nuevos cuando revisó tu prueba de aptitud y desarrollo —habló sin convicción; a Bud no se le podía ayudar, pues, como decía un viejo chiste, las máquinas tenían todas las cartas.
—Les he escrito pidiendo que revisaran mi clasificación. Diga lo que diga, siempre consigo las mismas —puso un gráfico encima del escritorio de Katharine—. Ahí está. He escrito tres cartas y recibido tres de éstos.
—¡Uh, uh! —dijo Paul mirando el conocido gráfico con disgusto. Era el Perfil de Logro y Aptitud y cada graduado universitario recibía uno junto a su título. El título no significaba nada y el gráfico era todo. Cuando llegaba la hora de la graduación, una máquina tomaba las notas y demás actividades del estudiante y las integraba en un solo gráfico: el perfil. El gráfico de Rud indicaba mucho en teoría, poco en administración, etc., y la curva seguía subiendo y bajando hasta la última cualidad: personalidad. En unas unidades misteriosas y sin nombre de medida, a cada graduado se le acreditaba como depositario de una personalidad alta, mediana o baja. Paul vio que Bud tenía una media fuerte en términos de personalidad. Cuando el graduado entraba en el terreno de la economía, todos sus altibajos eran traducidos con perforaciones en una tarjeta de personal.
—Pues gracias de cualquier manera —dijo súbitamente Bud, recogiendo sus papeles como si estuviera avergonzado de haber sido tan débil como para molestar a todos con sus problemas.
—Ya aparecerá algo —dijo Paul; hizo una pausa ante la puerta de su despacho—. ¿Cómo estás de dinero?
—Me tendrán por otros tres meses hasta que se instale todo el nuevo equipo. Y tengo el premio por el sistema de sugerencias.
—Bueno, gracias a Dios has sacado algo de eso. ¿Cuánto es?
—Quinientos. Es el más grande del año.
—Felicitaciones. ¿Consta en tu tarjeta?
Bud levantó el rectángulo de cartón hasta la ventana y examinó las muescas y perforaciones.
—Pienso que ese demonio anda por ahí.
—Ésa es por la vacuna antiviruela —dijo Katharine mirando por encima de su hombro—. Yo tengo una de ésas.
—No, el triangulito al lado de ésa.
Sonó el teléfono de Katharine. —¿Sí? —se dirigió a Paul—. Un tal doctor Finnerty está en la puerta y quiere entrar.
—Si no es nada más que para visitar, dígale que espere a última hora de la tarde.
—Dice que quiere ver la planta, no a usted.
—Pues bien, que lo dejen entrar.
—Hay poca gente en la puerta —dijo Katharine—. Uno de los guardas está enfermo con gripe. ¿Cómo le darán la escolta?
Los pocos visitantes que eran admitidos en Ilium Works eran escoltados por guardias, quienes sólo ocasionalmente señalaban las maravillas del lugar. Los guardias estaban armados y su tarea principal era vigilar que nadie se acercara a los sistemas de mandos automáticos vitales. El sistema era un remanente de la guerra y del período de revueltas de la postguerra, pero aún tenía sentido. De vez en cuando, y pese a las leyes de seguridad, a alguien se le ocurría hacer volar algo. Hacía años que no sucedía en Ilium, pero Paul había visto informes de otros centros: informes sobre un visitante con una bomba casera en su portafolios en Syracuse; de una anciana en Buffalo que salía de un grupo de espectadores y metía su paraguas en algún sistema de mando esencial... Cosas así aún sucedían, y Kroner había ordenado que los visitantes, sin excepción, debían ser vigilados de cerca. Los destructores procedían de cualquier estrato social; incluyendo, en un caso especial, la actuación de un directivo. Como había dicho Kroner, nunca se puede saber quién será el próximo en intentarlo.
—¡Oh, qué diablos, que Finnerty entre sin escolta! —dijo Paul—. Es un caso especial... Un antiguo colega de Ilium.
—La directriz dice que no hay excepciones —dijo Katharine.
—Que pase, de todas formas.
—Sí, señor.
Bud Calhoun prestó atención al intercambio con mucho más interés del que se merecía, pensó Paul. Fue como si Katharine y él hubieran presentado un drama excepcional. Cuando Katharine colgó, creyó que su mirada era de adoración y se la devolvió con amor.
—Seis minutos —dijo Bud.
—¿Seis minutos de qué? —preguntó Katharine.
—Seis minutos para nada —dijo Bud—. Tardaron tanto tiempo para dejar pasar un hombre por la puerta.
—¿Y bien?
—Tres personas ocupadas durante seis minutos; vosotros dos y el guardia. Dieciocho minutos en total. Diablos, costó más de dos dólares dejarle pasar. ¿Cuánta gente pasa por esa puerta al año?
—Diez al día, quizá —dijo Paul.
—Dos mil setecientos cincuenta y ocho al año —dijo Katharine.
—¿Y cada uno solicita permiso?
—Katharine se ocupa de eso —dijo Paul—. Es lo más importante de su trabajo.
—A un dólar por cabeza; eso es dos mil setecientos dólares al año —dijo Bud con tono de reproche; señaló a Katharine—. ¡Es ridículo! Si la dirección es firme, ¿por qué no dejar que una máquina tome las decisiones? La dirección no es pensamiento, es reflejo. Hasta se podría construir un artefacto con una excepción para Finnerty y aun así pagar menos de cien dólares.
—Yo tengo que tomar toda clase de decisiones especiales —dijo Katharine, a la defensiva—. Quiero decir que siempre suceden cosas que requieren algo más que un pensamiento rutinario..., más de lo que puede hacer cualquier máquina.
Bud no escuchaba. Abrió las manos marcando el tamaño de una caja que nacía en su imaginación.
—Una visita puede ser un desconocido, un amigo, un empleado, un directivo de segunda o un directivo importante. El guardián toca uno de estos cinco botones en la parte superior de la caja. ¿Veis? El visitante puede estar aquí para hacer turismo, inspeccionar, en visita personal o por trabajo. El guardián aprieta uno de los cuatro botones en la parte inferior. La máquina tiene dos luces; una roja para «no» y una verde para «sí». Sea cual fuere la instrucción, ¡ya está! Las luces dicen lo que hay que hacer.
—O podríamos poner un memorándum con las directrices en la pared de la oficina de entrada —dijo Paul. Bud pareció perplejo.
—Sí —dijo lentamente—, usted podría hacer eso. —Era evidente que pensaba que cualquiera que pudiera pensar en semejante solución debía ser bastante incapaz.
—Estoy furiosa —dijo Katharine en voz baja—. No tienes derecho a andar diciendo por ahí que una máquina puede hacer lo que yo hago.
—¡Ah!, vamos, querida, no había nada personal en lo que dije.
Ella se puso a llorar y Paul pasó a su despacho y cerró la puerta.
—Su mujer al teléfono —dijo Katharine, con voz entrecortada, por el intercomunicador.
—Bien, ¿Sí, Anita?
—¿Sabes algo de Kroner?
—No, ya te haré saber cuando lo haga.
—Espero que se haya divertido anoche.
—Lo pasó bien... o cree firmemente que lo hizo.
—¿Está Finnerty allí?
—Por la planta.
—Tendrías que ver el lavabo.
—Lo vi cuando estaba él allí.
—Tenía cuatro cigarrillos encendidos y se olvidó de todos. Uno encima del botiquín, otro en el marco de la ventana, otro sobre el retrete y otro en el sitio para los cepillos de dientes. No pude tomar mi desayuno. Tiene que irse.
—Se lo diré.
—¿Qué le vas a decir a Kroner?
—Aún no lo sé. No sé lo que él va a decir.
—Imagínate que soy Kroner y que te digo, como casualidad: «... Pues, Paul, el cargo de Pittsburgh aún está vacante.» Entonces, ¿qué dirías?
Ése era un juego del que ella jamás se cansaba; algo que ponía en funcionamiento toda la paciencia de Paul. Siempre representaba el papel de una persona de influencia y hacía que Paul jugase a los diálogos con ella. Luego venía la crítica, en la cual las respuestas de Paul eran analizadas, revisadas y pulidas por ella. Ningún diálogo real se aproximaba jamás a sus fantasías, lo que servía para demostrar qué noción más primitiva tenía de los hombres de negocios y de cómo se llevaban a cabo los mismos.
—Vamos —aguijoneó ella.
—Pittsburg, ¿eh? —dijo Paul—. ¡Dios santo! ¡Fantástico!
—No, vamos, hablo en serio —dijo ella con firmeza—. ¿Qué dirás?
—Querida, ahora estoy atareado..
—Muy bien; piénsalo y vuélveme a llamar. ¿Sabes lo que pienso que debes decir?
—Te llamaré.
—De acuerdo. Adiós, te quiero.
—Yo te quiero, Anita. Adiós.
—El doctor Shepherd al teléfono —dijo Katharine.
Paul volvió a coger el instrumento húmedo.
—¿Qué pasa, Shep?
—¡Hay un hombre sin autorización en el edificio 57! Que vengan los guardas.
—¿Se trata de Finnerty?
—Un hombre sin autorización —dijo tercamente Shepherd.
—Muy bien. ¿Se trata de un Finnerty sin autorización?
—Sí, pero es aparte. No tiene importancia cómo se llame. Se está paseando sin una escolta y tú sabes lo que piensa Kroner al respecto.
—Yo le di permiso. Sé que está allí.
—Me estás poniendo en una situación comprometida.
—No te entiendo.
—Quiero decir que yo soy el responsable de estos edificios y ahora me dices que ignore órdenes específicas de Kroner. ¿Se supone que yo seré el culpable si esto se llega a saber?
—Mira, olvídate. Está bien. Yo asumo la responsabilidad.
—En otras palabras, tú me ordenas que deje pasear a Finnerty sin una escolta.
—Sí, así es... Te lo ordeno.
—Muy bien, sólo quería cerciorarme de que lo entendía bien. Berringer también se preguntaba al respecto, así que lo he dejado escuchar nuestra conversación.
—¿Berringer? —dijo Paul.
—¿Sí? —dijo Berringer.
—No hay de qué preocuparse; eso es todo.
—Usted es el jefe.
—¿Todo en claro ahora, Shepherd? —dijo Paul.
—Supongo. ¿Debemos entender que también le autorizaste a hacer dibujos?
—¿Dibujos?
—Planos.
En este momento Paul se dio cuenta de que lo habían acorralado, pero decidió que era demasiado tarde para hacer algo al respecto, y menos con elegancia.
—Dejadle hacer lo que quiera. Quizá se le ocurran algunas ideas útiles. ¿Está bien?
—Eres el jefe —dijo Shepherd—. ¿no es así, Berringer?
—Es el jefe —dijo Berringer.
—Yo soy el jefe —dijo Paul y dejó que el teléfono volviera a descansar en el interruptor.
Bud Calhoun todavía intentaba hacer las paces con Katharine en la oficina de al lado. Su voz se volvía aguda y penetrante. Paul pudo comprender algunas palabras.
—En cuanto a esto —decía Bud—, no sería un truco muy grande reemplazarlo a él con un artefacto. —Paul no tuvo muchas dudas de a quién estaría señalando el índice de Bud.
9
Al parecer, Finnerty encontró mucho con qué entretenerse en Ilium Works. No apareció en el despacho de Paul hasta última hora de la tarde. Cuando llegó, Katharine Finch dio un pequeño grito de sorpresa. Él traspasó dos puertas cerradas con unas llaves que presumiblemente no había devuelto cuando hacía unos años dejó la planta para irse a Washington.
La puerta de Paul estaba abierta y él oyó la conversación.
—No busque el arma, señorita. Mi nombre es Finnerty.
Katharine tenía un revólver en algún cajón de su escritorio, aunque sin balas. Que las secretarias estuvieran armadas era otra norma de los viejos tiempos; una que Kroner consideró pertinente revivir en unas instrucciones.
—Usted no está autorizado para tener esas llaves —dijo ella fríamente.
—¿Ha estado llorando? —preguntó Finnerty.
—Veré si el doctor Proteus le puede ver.
—¿Qué motivo hay de llantos? Vea: ninguna de las luces rojas está encendida, no suena ningún timbre y, entonces, todo está bien en este mundo.
—Hazle pasar, Katharine —dijo Paul.
Finnerty entró y tomó asiento en un costado del escritorio de Paul.
—¿Qué le pasa a esa señorita Normas?
—Un compromiso roto. ¿Qué tramas?
—Pensé que podríamos tomar un par de tragos... si tienes ganas de escuchar.
—Muy bien. Deja que llame a Anita y le diga que llegaré tarde a cenar.
Katharine puso a Anita al habla y Paul le dijo a su mujer lo que pasaba.
—¿Has pensado lo que le dirías a Kroner si te dijera que el cargo de Pittsburgh aún estaba vacante?
—No, ha sido un día terrible.
—Pues estoy empezando a pensarlo y...
—Anita, tengo que irme.
—Muy bien; te quiero.
—Yo te quiero, Anita. Adiós —miró a Finnerty—. Pues bien, vamos.
De algún modo se sentía como un conspirador, y esa sensación le levantó un poco el ánimo. Finnerty daba una impresión de misterio. Estar con Finnerty a menudo le había producido ese efecto, como si conociera mundos insospechados por todos los demás; un hombre de ausencias inexplicables y amigos desconocidos. En realidad, Finnerty hacía saber a Paul cosas poco sorprendentes; si en verdad lo eran de algún modo. La ilusión era suficiente. Llenaba una necesidad de la vida de Paul, y fue con ganas a tomar el trago con el viejo amigo.
—¿Podría encontrarle en algún sitio? —preguntó Katharine.
—No, me temo que no —dijo Paul. Pensaba ir al Country Club, donde se le podía encontrar fácilmente. Pero, por un impulso, satisfizo su apetito de secreto.
Finnerty se dirigió hacia la furgoneta. Pero decidieron dejarla en Ilium Works y prefirieron el viejo coche de Paul.
—Cruza el puente —dijo Finnerty.
—Pensé que iríamos al Club.
—Es jueves, ¿no? ¿Los dirigentes cívicos aún celebran allí su gran cena de los jueves?
Los dirigentes cívicos eran los administradores profesionales que dirigían la ciudad. Vivían del mismo lado del río que los ejecutivos e ingenieros de Ilium Works, pero el contacto entre los dos grupos era apenas más que perfuntorio, y tradicionalmente, suspicaz. Él cisma, como tantas otras cosas, databa de la guerra, cuando la economía, en aras de la eficiencia, se hizo monolítica. La cuestión se había presentado: ¿quién la iba a dirigir, los burócratas, los directivos del comercio y la industria o los militares? Los negocios y la burocracia habían estado juntos el tiempo suficiente como para derrotar a los militares y desde entonces trabajaban hombro con hombro, abusiva y suspicazmente, pero, al igual que Kroner y Baer, cada uno era incapaz de hacer todo el trabajo sin el concurso del otro.
—No hay muchos cambios en Ilium —dijo Paul—. Los dirigentes cívicos estarán allí. Pero si vamos ahora, que es temprano, podemos conseguir un reservado en el bar.
—Preferiría compartir una cama en una leprosería.
—Muy bien, crucemos el puente. Déjame que me ponga algo más cómodo.— Paul detuvo el coche justo antes del puente y cambió su abrigo por la chaqueta que llevaba en el portaequipajes.
—Me preguntaba si aún harías eso. Hasta es la misma chaqueta, ¿no?
—La costumbre.
—¿Qué diría un psiquiatra al respecto?
—Diría que se trata de un insulto a mi padre, que jamás fue a ninguna parte sin su sombrero hongo ni su traje con chaleco.
—¿Piensas que fue un mal tipo?
—¿Cómo puedo saber lo que fue mi padre? El editor de Quién es quién sabe tanto como yo. El hombre casi nunca estaba en casa.
Ahora pasaban por Homestead. De improviso, Paul chasqueó los dedos, se acordó de algo y giró en una callejuela lateral.
—Tengo que pasar un minuto por la comisaría de policía. ¿No te importa esperarme?
—¿Qué problema tienes?
—Casi me olvido. Alguien me sacó la pistola de la guantera o se me cayó, o algo así.
—Sigue conduciendo.
—Sólo tardaré un minuto, espero.
—Yo la saqué.
—¿Tú? ¿Por qué?
—Tenía la idea de que tal vez quisiera pegarme un tiro —lo dijo con toda naturalidad—. Incluso tuve el cañón en la boca por un rato y el dedo en el gatillo... quizás unos diez minutos.
—¿Dónde está ahora?
—En el fondo de Iroquois —dijo, pasándose la lengua por los labios—. Tuve gusto a metal y aceite durante toda la cena. Gira a la izquierda.
Paul había aprendido a escuchar con una calma aparente cuando Finnerty le contaba sus momentos mórbidos. Cuando estaba con Finnerty, le gustaba simular que compartía los pensamientos fantásticos y alternativamente brillantes o negros; casi como si estuviera descontento con su propia tranquilidad relativa. Con frecuencia Finnerty había hablado sin apasionamiento del suicidio; pero al parecer lo hacía porque se complacía en saborear la idea. De haber sentido la necesidad de matarse, hacía mucho que ya lo hubiera hecho.
—¿Piensas que estoy demente? —preguntó Finnerty. Aparentemente, quería una reacción mayor de la que le había proporcionado Paul.
—Aún estás en contacto con la realidad. Supongo que ésa es la calificación.
—Apenas, apenas...
—Un psiquiatra te podría ayudar. Hay uno muy bueno en Albany.
—Me devolvería al centro de las cosas y quiero permanecer lo más cerca que pueda de los bordes sin pasarme del límite. En la orilla ves toda clase de cosas que no puedes ver desde el medio —se asintió a sí mismo con la cabeza—. Cosas grandes, inimaginables; la gente en el lindero las ve primero —puso una mano en el hombro de Paul, quien luchó contra un reflejo que le hacía querer irse lo más lejos posible—. Éste es el lugar que busco —dijo Finnerty—. Estaciona aquí mismo.
Habían dado vueltas alrededor de varias manzanas y estaban otra vez en la cabecera del puente, cerca del mismo bar que Paul había visitado para buscar el whisky. Paul, con incómodos recuerdos del sitio, quería ir a otra parte, pero Finnerty ya se había apeado del coche y estaba camino del bar.
Con gratitud, Paul vio que la calle y el bar estaban casi desiertos; por tanto, era posible que no se encontrara con ningún testigo de su confusión del día anterior. Las bocas de agua no estaban en funcionamiento y, a lo lejos, en el parque Edison, se oía música débil de orquesta, seguramente de alguna pista de baile.
—¡Eh, su faro está roto! —dijo un hombre en la puerta del bar.
Paul pasó a su lado rápidamente sin mirarlo bien.
—Gracias.
Sólo cuando hubo alcanzado a Finnerty a la luz mortecina del interior, se dio vuelta para echar un vistazo al hombre, a su espalda ancha y corta. El cuello del hombre era gordo y rojo y, detrás de sus orejas, se veía el armazón de sus gafas de acero. Era el mismo, según se dio cuenta Paul; el mismo que había estado sentado al lado de Rudy Hertz; el hombre cuyo hijo acababa de cumplir dieciocho años. Paul recordó, en el pánico del momento, que le había prometido hablar a Matheson, el director de personal, acerca de su hijo. Quizá no lo había reconocido aún. Paul se metió en un reservado con Finnerty, en el rincón más oscuro del recinto.
El hombre dio media vuelta y sonrió, con sus ojos perdidos detrás de los gruesos lentes lechosos de sus gafas.
—Reciba la mejor bienvenida, doctor Proteus —dijo—. No muy a menudo puede uno hacer un favor a un hombre de su posición.
Paul simuló no haber oído y dirigió su atención a Finnerty, quien hundía una y otra vez una cuchara en un azucarero. Algunas partículas blancas se desparramaron y Finnerty, con aire ausente, sobre ellas dibujó con el dedo el símbolo del infinito.
—Es gracioso lo que esperaba de esta reunión, lo que supongo que todo el mundo espera de reuniones afectuosas. Pensé que verte aclararía un montón de problemas, que me haría pensar correctamente —dijo Finnerty.
La franqueza que mostraba Finnerty en sus pocas relaciones emocionales molestaba a Paul. Utilizaba palabras para describir sus sentimientos que Paul jamás podía usar cuando hablaba con un amigo: amor, cariño y otras palabras por lo general circunscriptas a amantes jóvenes e inexpertos. No era homosexual; se trataba de una arcaica expresión de amistad en boca de un hombre indisciplinado, en una época en que la mayoría de los hombres parecían tener un miedo mortal a que los confundieran con maricas, aunque fuera por una décima de segundo.
—Supongo que yo también ansío una especie de renacimiento —dijo Paul.
—Pero muy pronto uno se da cuenta de que los viejos amigos son viejos amigos y nada más. Ni más sabios ni más ayuda que cualquier otro. Pero, qué diablos, eso no quiere decir que no esté muy contento de volverte a ver.
—No hay servicio en los reservados hasta las ocho —interrumpió el encargado de la barra.
—Yo los traeré —dijo Finnerty—. ¿Qué quieres?
—Whisky con agua. Poco cargado. Anita nos espera en una hora.
Finnerty regresó con dos copas llenas.
—¿No le has puesto agua? —preguntó Paul.
—Ya tenía suficiente agua tal como estaba —contestó Finnerty, y quitó el azúcar de la mesa con la palma de la mano—. Es la soledad —dijo como retomando el hilo de la conversación—. El no pertenecer a ninguna parte. Aquí casi me volví loco de soledad en los viejos tiempos, y pensé que las cosas mejorarían en Washington, que allí encontraría mucha gente que admiraba y que era igual a mí. Washington es peor, Paul. Es Ilium elevado a la décima potencia, con gente estúpida, arrogante, complaciente, sin imaginación, sin sentido del humor; y las mujeres, Paul... Las aburridas esposas que se alimentan del poder y la gloria de sus maridos.
—Vamos, escucha, Ed —dijo Paul con una sonrisa—, son gente de buen corazón.
—¿Quién no lo es? Supongo que yo. Su superioridad es lo que me mata, esa maldita jerarquía que mide a los hombres con las máquinas. El que llega a la cima resulta ser un hombre bastante poco impresionante.
—¡Aquí vuelven otros! —gritó el hombre de las gruesas gafas desde la puerta. A lo lejos se oyó el sonido de un desfile y el repiqueteo de un tambor. El sonido se acercaba, sonó un pito y resonó la música de la banda.
Paul y Finnerty fueron a la puerta.
—¿Quiénes son? —gritó Finnerty al hombre de las gruesas gafas.
El hombre sonrió.
—No pienso que quieran que se sepa. Es un secreto.
A la cabeza de la procesión, rodeado por cuatro trompetistas disfrazados de árabes, había un anciano elegante y serio, con un turbante y pantalones anchos, llevando con cuidado en las manos un colmillo de elefante en el que había inscritos símbolos misteriosos. Detrás venía un inmenso estandarte mantenido en alto por un gigante tambaleante e inmovilizado en el viento por una docena de árabes que sostenían cuerdas atadas al género de colores. El estandarte, que de lejos había parecido que lo explicaría todo, estaba bordado con cuatro líneas de escritura hacía tiempo olvidada, o tal vez recientemente inventada, y con cuatro lechuzas verdes contra un fondo de albaricoques. Después venía la banda de música que llevaba motivos árabes. De los metales colgaban pendones con lechuzas dibujadas, y se repetía el mensaje del estandarte, en caso que alguien se lo perdiera, sobre el parche del tambor, de gran diámetro.
—¡Heeey! —gritó el hombre de las gruesas gafas.
—¿A quién está celebrando? —preguntó Finnerty.
—¿No piensa que es algo que se lo merece? En gran parte, saludo a Luke Lubbock. Es el del colmillo.
—Está haciendo un buen trabajo —dijo Finnerty—. ¿Qué representa?
—Un secreto. No lo podría hacer más si se supiera.
—Parece ser lo más importante.
—Después del colmillo.
El desfile dobló la esquina, volvió a sonar el silbato y paró la música. Por la calle, sonó otro silbato y volvió a empezar toda la actividad cuando una compañía de gaiteros apareció a la vista.
—Un torneo de desfiles en el parque —dijo el hombre de las gafas—. Pasarán durante horas. Entremos y tomemos una copa.
—¿Invitado nuestro? —preguntó Finnerty.
—¿De quién, si no?
—Espere —dijo Paul—, esto puede ser interesante.
Un automóvil acababa de aparecer del lado norte del río, y su conductor tocó la bocina con irritación a los miembros del desfile, quienes le bloqueaban el camino. La trompeta y las gaitas se pusieron hombro con hombro. Paul reconoció al conductor demasiado tarde como para hacerse humo. Shepherd lo miró con sorpresa y una leve censura, saludó vagamente y continuó su marcha. Por la ventanilla trasera, se vieron los ojos pequeños de Fred Berringer.
Paul se negó a darle importancia al incidente. Tomó asiento en el reservado con el hombre bajo y robusto, mientras Finnerty iba por los tragos.
—¿Cómo está su hijo? —preguntó Paul.
—¿Mi hijo, doctor? ¡Oh, oh!, por cierto..., mi hijo; usted dijo que le hablaría a Matheson de él, ¿no es así? ¿Qué dijo el bueno de Matheson?
—Aún no lo he visto. He querido hacerlo, pero la oportunidad no se ha presentado.
El hombre asintió con la cabeza.
—Matheson, Matheson, detrás de su aspecto frío, late un corazón de hielo. Pues está bien. Ya no hay necesidad de hablarle. Mi hijo ya tiene todo.
—¡Oh!, ¿realmente? Me alegra saberlo.
—Sí, esta mañana se colgó en la cocina.
—¡Dios santo!
—Sí, ayer le conté lo que usted dijo y fue tan desalentador, que renunció. Es lo mejor. Hay demasiados de nosotros. ¡Ehhh! ¡Está derramando el trago! —¿Qué pasa aquí? —preguntó Finnerty.
—Le acabo de decir al doctor que mi hijo no pudo encontrar una buena razón para vivir y, entonces, esta mañana renunció... con una cuerda de planchar.
Paul se cubrió los ojos.
—¡Oh, Dios santo, Dios santo! Lo lamento.
El hombre miró a Finnerty con una mezcla de sorpresa y exasperación.
—Vamos, diablos, ¿por qué tengo que hacer estas cosas? Compóngase, doctor, y tómese un trago. No tengo hijos, nunca los tuve. —Sacudió el brazo de Paul—. ¿Me oye? Es todo una mentira.
—Entonces, ¿por qué no se abre a golpes esa estúpida cabeza? —dijo Paul casi de pie en el reservado.
—Porque te lo tomaste demasiado en serio —dijo Finnerty, haciéndolo sentar. Puso las copas en la mesa.
—Lo siento —dijo el hombre a Paul—. Sólo quería ver cómo funcionaba uno de estos supercerebros. ¿Cuál es su coeficiente, doctor?
—Está registrado. ¿Por qué no lo averigua? —contestó. Estaba registrado; todos los coeficientes de inteligencia de todos, tal como los medía el Examen Nacional de Clasificación General; eran públicos; estaban en Ilium, en la comisaría de policía—. Continúe —dijo rabiosamente—, experimente un poco más conmigo. Me encantan.
—Eligió un mal espécimen si quiere averiguar cómo son los del otro lado del río —dijo Finnerty—. Éste es un tipo extraño.
—Usted también es ingeniero.
—Hasta que renuncié.
El hombre pareció sorprendido.
—¿Sabe?, esto es muy esclarecedor; si no me está engañando. Hay descontentos, ¿eh?
—Que yo sepa, hay dos —dijo Finnerty.
—Pues, ¿sabe?, de cierta manera, ojalá no les hubiera conocido. Es mucho más conveniente pensar en la oposición como una masa homogénea y totalmente equivocada. Ahora tengo que confundir mi pensamiento con excepciones.
—¿Cómo está clasificado usted? —preguntó Paul—. ¿Como un Sócrates local?
—Mi nombre es Lasher, el reverendo James J. Lasher, R-127 y CS-55. Capellán, Cuerpo de Reconstrucción y Reclamaciones.
—El primer número es por su calidad de pastor protestante. ¿Para qué es el segundo? ¿Esas S? —preguntó Finnerty.
—Científico social —dijo Lasher—. El 55 designa a un antropólogo licenciado.
—¿Y qué hace en la actualidad un antropólogo? —preguntó Paul.
—Lo mismo que un pastor supernumerario; se convierte en una carga pública, un pesado o, posiblemente, un borracho o un burócrata —miró a Paul y luego a Finnerty—. Usted, ya lo sé, es el doctor Proteus. ¿Y usted?
—Finnerty; Edward Francis Finnerty, doctor en ingeniería, en un tiempo EC-002.
—Es una pieza de coleccionista. ¡Un doble cero! —dijo Lasher—. He conocido a varios con un cero, pero nunca un doble cero. Supongo que es el mejor clasificado con el que jamás intercambié unas palabras amistosas. Si el Papa abriera su tienda en este país sólo tendría un punto más alto. En los numerosos R, por supuesto. Sería un R-001. En algún lado oí decir que se le reservaba ese número, pese a las objeciones de los obispos episcopalianos, que quieren el R-001 para ellos. Un asunto delicado.
—Le podrían dar un número negativo —dijo Paul.
—Con el que estuvieran de acuerdo los episcopalianos. Tengo la copa vacía.
—¿Qué es este asunto de que la gente del otro lado del río es la oposición? —dijo Paul—. Usted piensa que hacen el trabajo del Diablo, ¿no?
—Eso es bastante fuerte. Le diré que ustedes han demostrado que los clérigos vendían una mercadería muy superficial. La mayoría, al menos. Cuando tenía una congregación, antes de la guerra, yo les decía que la vida de su espíritu en relación con Dios era lo más importante de sus vidas y que su participación en la economía no era nada en comparación. Ahora ustedes los han sacado de la economía y la mayoría se está dando cuenta de que lo que les queda es casi nada. Bastante menos que suficiente, de cualquier manera. Tengo la copa vacía —suspiró Lasher—. ¿Y qué esperaban? Durante generaciones —prosiguió— se les ha preparado para que adorasen la competencia y el mercado, la productividad y la utilidad económica y la envidia de sus semejantes. Y, ¡boom!, de un solo golpe se les quita todo eso. No pueden participar, no pueden ser útiles. Les han agujereado toda su cultura. Tengo la copa vacía.
—Acabo de llenarla —dijo Finnerty.
—¡Oh, sí! —Lasher, pensativo, tomó un trago—. Esta gente desplazada necesita algo y los clérigos no se lo pueden brindar. O les resulta imposible recibir lo que les ofrecen los clérigos. Los clérigos dicen que no es suficiente y lo mismo dice la Biblia. La gente dice que no es suficiente y sospecho que tienen razón.
—Si tanto les gustaba el antiguo sistema, ¿por qué eran tan problemáticos con respecto a sus trabajos? —preguntó Paul.
—¡Oh!, esta situación que ahora tenemos hace tiempo que estaba latente. No ocurre simplemente desde la última guerra. Quizás a la gente no se les quitaba sus trabajos sino su sentido de participación, su sentido de importancia. Vaya a cualquier biblioteca y eche una mirada a las revistas y periódicos de hasta la segunda guerra mundial. Allí ya se hablaba de que el conocimiento técnico ganaba la guerra de la producción, el conocimiento técnico, no la gente, la gente mediocre que operaba las máquinas. Y lo peor es que era verdad en gran parte. Aun entonces, la mitad de la gente o más no comprendía mucho a las máquinas con que trabajaba o las cosas que producían. Participaban, eso sí, en la economía, pero no de una manera que diera satisfacción a su ego. Y luego tenían toda esa publicidad de no matar la gallina de los huevos de oro...
—¿Y eso qué es? —preguntó Paul.
—Ya sabe..., esa publicidad sobre el sistema norteamericano, queriendo decir los ingenieros y ejecutivos, que hacían grandes a los Estados Unidos. Cuando uno los leía, pensaba que los ingenieros y los ejecutivos le habían dado todo al país: los bosques, los ríos, los minerales, las montañas, el petróleo, todo.
—Un extraño asunto —prosiguió Lasher— este espíritu de cruzada de los ejecutivos e ingenieros, la idea del diseño, fabricación y distribución como si se tratase de una especie de guerra santa. Todo ese folklore fue inventado por publicitarios o agentes de relaciones públicas empleados por los ejecutivos e ingenieros para que hicieran populares a las grandes empresas en aquellos tiempos; algo que por cierto no eran al principio. Ahora los ejecutivos y los ingenieros creen, desde el fondo del corazón, en las cosas gloriosas que sus antepasados hicieron decir de sí mismos a sus empleados El palabrerío de ayer es el sermón de hoy.
—Pues —dijo Paul— debe admitir que durante la guerra hicieron unas cuantas cosas maravillosas.
—¡Sin duda! —dijo Lasher—. Lo que realizaron durante el esfuerzo bélico fue realmente como una cruzada, pero —se encogió de hombros— lo mismo hicieron todos los demás en ese tiempo. Todos se comportaron magníficamente. Incluso yo mismo.
—Usted siempre hace pasar un mal rato a los ejecutivos e ingenieros —dijo Paul—. ¿Y los científicos? A mí me parece que...
—Están fuera de discusión —dijo Lasher con impaciencia—. Simplemente ellos aportan más conocimiento. Y no es el conocimiento la causa de los problemas, sino los usos que se le da.
Finnerty sacudió la cabeza con un gesto de admiración.
—Entonces, ¿actualmente, cuál es la respuesta?
—Ésa es una pregunta atemorizante —dijo Lasher—. Y lo mismo es mi racionalización favorita para beber. Dicho sea de paso, éste es mi último trago; no me gusta emborracharme. Bebo porque tengo miedo, un poco de miedo; por tanto, no tengo que beber demasiado. Las cosas, caballeros, están maduras para un falso Mesías. Y cuando llegue, es seguro que será un negocio cruento.
—¿Un Mesías?
—Tarde o temprano, alguien provocará la imaginación de esta gente con una magia nueva. En el fondo siempre habrá una promesa de volver a recuperar la sensación de participación, la sensación de ser necesario en la Tierra; diablos, la dignidad. La policía es lo bastante lista como para encontrar gente así y encerrarla con la excusa de las leyes contra la obstrucción. Pero tarde o temprano alguien va a estar fuera de su vista el tiempo suficiente como para organizar a sus partidarios.
Paul observaba con suma atención la expresión de Lasher y decidió que, lejos de estar horrorizado por el posible levantamiento futuro, el hombre estaba arrebatado por la idea.
—¿Y entonces qué? —dijo Paul. Levantó su vaso e hizo sonar los hielos contra sus dientes. Había terminado su segunda copa y quería otra.
Lasher se encogió de hombros.
—¡Oh, diablos!, la profecía es un asunto desgraciado y la Historia tiene su manera de mostrarnos, en retrospectiva, las soluciones lógicas a los enredos más espantosos.
—Diga su profecía de cualquier modo —pidió Finnerty.
—Pues pienso que es un error muy grave hacer públicos los coeficientes de inteligencia de todo el mundo. Pienso que lo primero que querría hacer un revolucionario es liquidar a todo el que tenga un coeficiente alto. Si yo estuviera de su lado del río, cerraría los libros de coeficientes y haría volar los puentes.
—Pero entonces los que tuvieran 100 de coeficiente se lanzarían contra los de 110, los de 90 contra los 100 y así sucesivamente —dijo Finnerty.
—Quizá. Algo así. Las cosas, por cierto, están listas para una guerra de clases basada en líneas convenientemente establecidas de separación. Y debo decir que la suposición básica de la actual situación es una incitación de primera categoría a la violencia: cuanto más inteligente eres, mejor estás. Antes era cuanto más rico, mejor estabas. Admitirán que las dos posibilidades son bastante duras para que las acepte el menesteroso. El criterio del cerebro es mejor que el del dinero, pero —abrió el pulgar y el índice— apenas esto de mejor.
—Es una jerarquía tan rígida como las peores imaginables —dijo Finnerty—. ¿Cómo van a aumentar sus coeficientes?
—Exactamente —dijo Lasher—. Y está basada en algo más que el poder mental; está basada en ciertas especies de poder mental. No sólo una persona debe ser brillante, sino que debe ser brillante de una cierta manera aprobada y útil: básicamente, la dirección o la ingeniería.
—O casarse con alguien que sea brillante —dijo Finnerty.
—El sexo aún puede destruir cualquier clase de estructuras sociales. Tiene razón —dijo Lasher.
—Unas tetas grandes abren cualquier puerta —dijo Finnerty.
—Bueno, resulta agradable que algo no haya cambiado en siglos, ¿verdad? —dijo Lasher con una sonrisa.
En el bar se produjo una pequeña conmoción y Lasher se inclinó hacia adelante para ver lo que ocurría.
—¡Eh! —dijo—, Luke Lubbock, ven aquí. Luke, el anciano serio que llevaba el colmillo de elefante a la cabecera de la procesión, vino del mostrador, tomando su bebida al mismo tiempo y mirando nerviosamente al reloj. Sudaba y le faltaba el aliento, como un hombre que hubiera corrido. Tenía bajo el brazo un gran paquete de papel marrón.
Paul aprovechó la oportunidad para estudiar más de cerca la magnífica vestimenta de Luke. Como en el teatro, estaba diseñada para impresionar a distancia. La cercanía mostraba que el esplendor era un fraude de género barato, con vidrios de colores y pintura de radiador. En la cintura tenía un puñal enjoyado, de madera terciada, con un búho en la empuñadura. Unos rubíes de imitación, del tamaño del huevo de un pájaro, montados en broches en forma de soles, colgaban al azar en su blusa color de espliego. En los puños de la blusa y en los pantalones, de un verde jade, había círculos de pequeñas campanas. Y nuevamente, colgados de las puntas verticales y curvas de sus zapatillas doradas, había un par de búhos en miniatura.
—Luke, tienes un aspecto estupendo —dijo Lasher.
Los ojos de Luke brillaron de contento, pero era un hombre importante, con demasiada prisa como para responder a un piropo.
—Es demasiado, es demasiado —dijo—. Ahora tengo que cambiarme para desfilar con los Parmesanos. Esperan en la calle y tengo que cambiarme, y un idiota se ha encerrado en el lavabo y no tengo dónde hacerlo —echó una rápida mirada alrededor—. ¿Me dejarían hacerlo en el reservado y ustedes me tapan?
—Sin duda —dijo Finnerty.
Dejaron que Luke pasara a las sombras del reservado y Paul se encontró vigilando por si venían mujeres.
Farfullando, Luke empezó a desnudarse. Dejó caer su cinturón y puñal sobre la mesa, donde hicieron mucho ruido. La pila brillante creció y creció hasta que tenía el suficiente buen aspecto, vista desde lejos, como para aparecer al final de un arco iris.
Paul relajó un poco su vigilancia para echar una mirada a Luke y la transformación lo dejó perplejo. El hombre ahora estaba en calzoncillos, holgados y caídos y no demasiado limpios. Y Luke, de algún modo, se había encogido y entristecido, y estaba arrugado y huesudo. Parecía ahora como sojuzgado, sin pronunciar palabra ni mirar a los ojos de nadie. Casi desesperado, ansioso, abrió el paquete marrón rompiendo el papel y sacó un uniforme de un azul pálido, incrustado de bordados dorados y adornado con cordoncillos escarlatas. Se puso los pantalones y las botas negras y la chaqueta con las hombreras espectaculares. Luke volvía a crecer, recuperaba su color y, cuando se colgó el sable, le volvió el habla, y se mostró importante y fuerte. Empaquetó su otro disfraz en el papel marrón, dejó el paquete al camarero y salió a la calle con el acero en la mano.
Sonó un silbato y los Parmesanos formaron filas detrás de él para ser conducidos a gloriosas hazañas en un mundo onírico sobre el cual los espectadores en las aceras sólo podían especular.
—Una magia inocua: una vieja y buena altisonancia —dijo, riéndose, Lasher—. Hablamos de sus jerarquías: Luke, con un coeficiente de unos 80, tiene unos títulos que dejarían a Carlomagno de la estatura de un ayudante de cocina. Pero esta clase de actividad sólo sirve por poco tiempo, salvo para unos pocos como Luke Lubbock. La asistencia a las logias es muy grande —se puso de pie—. Basta para mi, gracias —golpeó en la mesa—. Pero algún día, caballeros, alguien les va a dar algo en que hincar los dientes; posiblemente ustedes. O yo.
—¿Que nosotros les daremos algo en que hincar los dientes? —preguntó Paul. Notó que le empezaba a costar hablar.
—Ustedes serán lo que ellos consigan para hincar los dientes —dijo Lasher con una mano en el hombro de Paul—. Otra cosa: Quiero estar seguro de que usted comprende que los hombres realmente se preocupan acerca de lo que la vida les ofrece a sus hijos. Y algunos realmente se cuelgan.
—Y eso es tan viejo como la misma vida —dijo Paul.
—¿Y bien? —dijo Lasher.
—Pues es una lástima. Por cierto que no disfruto con eso.
—¿Usted piensa ser el nuevo Mesías? —preguntó Finnerty.
—A veces pienso que me gustaría serlo. Aunque sea en defensa propia. Asimismo, sería una excelente manera de enriquecerse. El problema es que no se me puede comprar ni vender de manera muy fácil. Me gusta que me convenzan de algo. Y eso no es muy bueno para un Mesías. Además, ¿quién oyó hablar de un Mesías bajo y gordo; un hombre viejo con mala vista? Y no tengo el toque popular. Francamente, las masas me molestan y me parece que se nota —hizo chasquear la lengua—. Me voy a conseguir un uniforme para saber lo que pienso y lo que sostengo.
—O dos... como Luke Lubbock —dijo Paul.
—Pues bien, dos. Pero ése es el máximo absoluto que cualquier hombre que se respete puede aceptar —tomó un trago de la copa de Paul—. Bien, buenas noches.
—Tome otra —dijo Finnerty.
—No, en serio; no me gusta emborracharme.
—Muy bien. Quiero verle de vuelta. ¿Dónde le podría encontrar?
—Aquí, lo más frecuente —escribió la dirección en una servilleta—. O trate aquí —miró con atención a Finnerty—. ¿Sabe una cosa? Límpiese la cara y tendrá el aspecto de un verdadero Mesías.
Finnerty pareció perplejo y no se rió.
Lasher recogió un huevo duro del mostrador, le rompió la cáscara haciéndolo rodar por el teclado de la pianola y salió afuera, a la tarde.
—Magnífico, ¿no te pareció? —dijo Finnerty, cautivado. Su mirada volvió sin ganas de la puerta a Paul. Éste vio que sus ojos tomaban un brillo de disgusto, de desilusión, y se dio cuenta de que Finnerty había encontrado un nuevo amigo que empalidecía mucho a Paul.
—¿Su pedido, caballeros? —preguntó una camarera pequeña y morena con una figura dura y delgada. Miró la pantalla de televisión mientras esperaba que ellos le contestasen. Parecía que jamás ponían el volumen; solamente las imágenes. Un joven ansioso con un largo abrigo deportivo se movía en la pantalla y tocaba un saxofón.
El bar se llenaba de gente y muchos de los participantes en el desfile, estrambóticos y enigmáticos habían llegado para tomar un refresco y daban al lugar una atmósfera de inquietud e intriga internacionales.
Un joven vestido de paisano, con ojos inmensamente sabios y grandes, se apoyó en la mesa del reservado de Paul y Ed, miró la pantalla de televisión con lo que pareció ser más que un interés pasajero. Con naturalidad, se dirigió a Paul:
—¿Qué piensa que está tocando?
—¿Perdón?
—El tipo en la televisión... ¿cómo se llama la canción?
—No la puedo oír.
—Ya lo sé —dijo—, ése es el asunto. Adivine mirando.
Paul se concentró un momento en la pantalla, trató de soplar como el saxofonista y de ver a qué canción correspondía ese ritmo. De pronto, su cerebro hizo un clic y la tonada flotó en su imaginación con tanta seguridad como si la estuviera oyendo.
—«Rosebud» —dijo—, esa canción es «Rosebud».
El joven sonrió con calma.
—¿«Rosebud», eh? ¿Nada más porque sí, no quiere apostar un poco de dinero? Yo diría que es... hmmm, bien, «Paradise Moon» tal vez.
—¿Cuánto?
El joven estudió la chaqueta de Paul y luego, con una leve sorpresa, sus pantalones y zapatos caros.
—¿Diez?
—Diez, bien. ¡«Rosebud»!
—¿Qué dice que es, Alfy? —preguntó el encargado de la barra.
—Dice que «Rosebud»; yo digo «Paradise Moon». Sube el volumen.
Las últimas notas de «Paradise Moon» sonaron en los altavoces, el saxo sonrió y desapareció de la pantalla. El camarero hizo un guiño de admiración a Alfy y apagó el volumen.
—Felicitaciones.
Alfy tomó asiento en el reservado sin que lo invitasen. Miró la pantalla, expulsó el humo por la nariz y cerró los ojos con gesto de reflexión.
—¿Qué piensa que está tocando ahora?
Paul decidió tomarse el desquite y recuperar su dinero. Miró con atención la pantalla y se tomó su tiempo. Ahora se veía toda la orquesta y, una vez que pensó que había pescado una pista de la melodía, miró de músico en músico buscando la confirmación.
—Una canción vieja, vieja —dijo—: «Stardust».
—¿Diez a que es «Stardust»?
—Acepto.
—¿Qué es, Alfy? —preguntó el encargado de la barra.
Alfy señaló a Paul con un dedo:
—Este muchacho está cerca. Dice «Stardust» y puedo ver de dónde la saca. Tiene razón en que es algo viejo, pero eligió lo que no es. Ésta se llama «Mood índigo» —miró con simpatía a Paul—. Es una difícil.— Chasqueó los dedos.
El hombre de la barra giró la perilla del volumen y «Mood índigo» llenó el recinto con su melodía.
—¡Una maravilla! —dijo Paul, y se dirigió a Finnerty buscando su confirmación. Finnerty estaba metido en sus propios pensamientos y apenas movía los labios, como en una conversación imaginaria. Pese al ruido y al alboroto de las actuaciones de Alfy, al parecer no se había percatado de nada.
—Es la práctica —dijo Alfy—, como en todo lo demás, ¿sabe?; se practica lo suficiente y uno llega a sorprenderse. No le podría decir con todos los detalles cómo lo hago. Llega a ser otro sentido, casi como sentirlo.
El encargado de la barra, la camarera y varios parroquianos se habían callado a fin de escuchar las palabras de Alfy.
—¡Oh!, hay algunos trucos —dijo Alfy—. Mirar cómo se mueve la batería en vez de seguir los palillos. De ese modo se consigue el ritmo básico. Mucha gente observa los palillos, ¿ve?, y quizás el tipo esté haciendo filigranas. Cosas así se pueden aprender. Y se deben conocer los instrumentos, cómo hacen una nota aguda, cómo hacen una grave. Pero eso no es suficiente —su voz asumió un tono respetuoso, casi reverente—. Es algo muy difícil decir las cosas que también se requieren.
—También sabe de música clásica —dijo el camarero con entusiasmo—. Tendría que verlo los sábados por la noche con la Boston Pops.
Alfy aplastó el cigarrillo con impaciencia.
—Sí, sí, la clásica —dijo frunciendo el entrecejo, aireando sin piedad sus profundos pensamientos sobre sí mismo—. Sí, tuve suerte cuando me viste el domingo pasado. Pero no tengo un repertorio para eso. Y es un infierno hacerse de un repertorio con ese material cuando a veces tienes que esperar uno o dos años para ver lo mismo —se frotó los ojos como si recordara horas de concentración ante una pantalla de televisión—. Tienes que verlos una y otra vez. Y todo el tiempo hay cosas nuevas. Y muchas son robadas de las antiguas.
—Difícil, ¿eh? —comentó Paul.
Alfy levantó las cejas.
—Sí, es difícil... como todas las cosas. Difícil ser el mejor
—Hay aventureros que quieren probar, pero no pueden ni tocar a Alfy —dijo el camarero.
—Son buenos en su especialidad; por lo general, las cosas sorpresivas —dijo Alfy—. Usted sabe que, apenas sale algo nuevo, tratan de hacer pasta antes de que lo vean los demás. Pero ninguno de ellos puede ganarse la vida. Se lo digo. No tienen repertorio y eso es lo que se necesita para salir adelante cada día.
—¿Así se gana la vida? —preguntó Paul. No había logrado decirlo sin un tono de superficialidad y cundió el resentimiento en el bar.
—Sí —dijo Alfy fríamente—, es mi trabajo. Un dólar aquí, diez céntimos allá...
—Veinte dólares aquí —dijo Paul. Esto pareció suavizar la atmósfera.
El encargado de la barra estaba ansioso por mantener el ambiente de cordialidad.
—Alfy empezó con los billares, ¿eh, Alfy? —dijo rápidamente.
—Sí, pero ese campo está muy cubierto. Hay lugar, quizá, para diez, veinte muchachos al mismo tiempo. Debemos haber sido unos doscientos que tratábamos de ir adelante con el billar. Tenía al Ejército y los Cuerpos mordiéndome los talones; entonces empecé a buscar algo distinto. Es gracioso, porque, sin pensarlo, es algo que hice desde chico. Es lo que tendría que haber hecho desde el principio. El Cuerpo —dijo con desprecio, al parecer recordando lo cerca que había estado de ser llamado a sus filas—. ¡El Ejército! —escupió en el suelo.
Un par de soldados y gran cantidad de hombres del Cuerpo le oyeron insultar a sus organizaciones y no hicieron otra cosa que compartir su desprecio.
Alfy miró a la pantalla.
—«Nena, querida, vuelve a casa conmigo» —dijo—. Una nueva.
Se acercó a la barra para estudiar los movimientos de la orquesta más de cerca. El camarero puso la mano en la perilla del volumen y esperó, ansioso, las indicaciones. Alfy levantaba una ceja y el camarero subía el volumen. Se oía unos segundos; Alfy hacía otra señal y el otro bajaba el volumen.
—¿Qué les sirvo, muchachos? —preguntó la camarera.
—¿Hummm? —dijo Paul, aún fascinado con Alfy—. ¡Oh!... whisky y agua. —Experimentaba con los ojos y encontró que no le funcionaban muy bien.
—Whisky irlandés y agua —dijo Finnerty—. ¿Tienes hambre?
—Danos un par de huevos duros, por favor —Paul se sentía estupendo, como si el bar fuera su casa; y, por extensión, se sentía unido a toda la humanidad y al universo. Entonces recordó—. ¡Dios santo! ¡Anita!
—¿Dónde?
—En casa... esperando. —Tambaleante, farfullando saludos a todos los que encontraba a su paso, Paul fue hasta la cabina del teléfono, que hedía con el cigarro de su ocupante anterior. Llamó a su casa.
—Mira, Anita, no iré a casa a cenar. Finnerty y yo nos pusimos a charlar y...
—Está bien, querido. Shepherd me dijo que no esperara.
—¿Shepherd?
—Sí, te vio por allí y me dijo que no tenías aspecto de estar camino a casa.
—¿Cuándo le viste?
—¡Oh!, está aquí ahora. Vino a disculparse por lo de anoche. Ya está todo aclarado y lo estamos pasando muy bien.
—¡Oh! ¿Aceptaste sus disculpas?
—Digamos que hemos llegado a un acuerdo. Él está preocupado por la posibilidad de que presentes un mal informe sobre él a Kroner y yo hice todo lo posible para que pensara que tú estabas considerando esa posibilidad con toda seriedad.
—¡Oh!, escucha. No voy a presentar ningún informe negativo sobre ese...
—Así juega él. Fuego con fuego. Le convencí de que no hiciera correr más rumores sobre ti. ¿No te enorgulleces de mí?
—Sí, seguro...
—Ahora tienes que seguir molestándole, preocupándole.
—Humm, humm.
—Ahora, sigue divirtiéndote. Te hace bien salir de vez en cuando.
—Sí, señora.
—Y, por favor, trata de que Finnerty se vaya pronto.
—Sí, señora.
—¿Piensas que te he molestado?
—No, señora.
—¡Paul! ¿Te gustaría que no tuviera ningún interés en tus cosas?
—No, señora.
—Muy bien, adelante pues y emborráchate. Te hará bien. Come algo, sin embargo. Te amo.
—Yo te amo.
Colgó el teléfono y dio media vuelta para ver el mundo por la ventana humeante de la cabina telefónica. Junto a su sensación de mareo, había otra de novedad, la sensación de identidad fresca y fuerte que crecía en su interior. Era un amor generalizado, en especial por la gente común, que Dios la bendiga. Durante toda su vida, los muros de su torre de marfil se la había ocultado. Ahora, esta noche, él había ido donde estaban ellos; había compartido sus esperanzas y desilusiones; había comprendido sus ansiedades y descubierto la belleza de sus simplicidades y de sus valores terrenos. Esto era real, este lado del río, y Paul amó a esa gente común y quiso ayudarlos, hacerles saber que eran amados y comprendidos. Y también quiso que ellos lo estimasen.
Cuando regresó al reservado, dos jóvenes estaban sentadas con Finnerty, y Paul las amó al instante.
—Paul, me gustaría que conocieras a mi prima Agnes, de Detroit —dijo Finnerty; puso una mano en la rodilla de una pelirroja gorda, pero decididamente alegre, sentada a su lado—. Y ésta —dijo señalando del otro lado de la mesa, a una morena alta y vulgar— es tu prima Agnes.
—¿Qué tal, Agnes y Agnes?
—¿Está tan loco como tú? —dijo la morena con suspicacia—. Si lo está, me voy a casa.
—Este Paul es del tipo sano, limpio, divertido, norteamericano —dijo Finnerty.
—Háblame de ti —dijo Paul.
—No me llamo Agnes —dijo la morena—. Me llamo Bárbara y ella es Marta.
—¿Qué bebéis? —dijo la camarera.
—Whisky escocés doble y agua —dijo Marta.
—Lo mismo —dijo Bárbara.
—Son cuatro dólares por las bebidas de las damas —dijo la camarera.
Paul le pasó un billete de cinco.
—¡Dios santo! —exclamó Bárbara, mirando la tarjeta de identificación de Paul en la billetera—. ¡Este tipo es un ingeniero!
—¿Sois del otro lado del río?
—Desertores.
Las dos chicas se pusieron tensas y, con las espaldas contra la pared del reservado, miraron a Paul y Finnerty con confusión.
—¿De qué queréis hablar? Yo estudié álgebra en la secundaria.
—Somos gente simple —dijo Paul.
—¿Qué bebéis? —preguntó la camarera.
—Whisky doble —dijo Marta.
—Lo mismo —dijo Bárbara.
—Vamos, ven aquí —dijo Finnerty atrayendo a Marta a su lado nuevamente.
Bárbara mantuvo su distancia de Paul y lo miró con disgusto.
—¿Qué estáis haciendo por aquí? ¿Divirtiéndote un rato con las estúpidas camareras?
—Me gusta estar aquí —dijo Paul.
—Te estás burlando de mí.
—De verdad. No lo hago. ¿Dije algo acaso que sonó así?
—Lo piensas.
—Son cuatro dólares por las copas de las damas —dijo la camarera.
Paul volvió a pagar. No sabía qué decir al lado de Bárbara. No quería nada con ella. Simplemente quería que ella estuviese amable y compañera y que viera que no era un estirado. Nada de eso.
—No te castran cuando te dan el título de ingeniero —decía Finnerty a Marta.
—Podrían hacerlo —dijo Marta—. Algunos de los chicos que cruzan el río... Pensarías que lo están.
—Después de nuestro tiempo —dijo Finnerty.
Para crear una atmósfera de más intimidad, de más comprensión, Paul levantó uno de los vasos bajos delante de Bárbara y tomó un trago. Entonces se dio cuenta de que los vasos de whisky caro que llegaban como una carga de caballería ligera no eran otra cosa que agua marrón.
—Suave —dijo.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Qué me dé un ataque de nervios? —dijo Bárbara—. Déjame salir.
—No, por favor, está bien. Háblame. Es todo. Comprendo.
—¿Qué bebéis? —dijo la camarera.
—Whisky escocés con agua —dijo Paul.
—¿Tratas de hacerme sentir mal?
—Quiero que te sientas bien. Si necesitas dinero, quiero ayudarte. —Lo dijo de todo corazón.
—Como quieras, muchacho —dijo Bárbara. Miró impaciente por todo el recinto.
Paul sintió cada vez más pesados los párpados mientras trataba de pensar una frase que rompiera el hielo con Bárbara. Cruzó los brazos sobre la mesa y, para descansar un instante, apoyó la cabeza en ellos. Cuando volvió a abrir los ojos, Finnerty lo estaba sacudiendo y Bárbara y Marta se habían ido. Finnerty le ayudó a salir a la acera para tomar aire fresco.
Afuera era una pesadilla de luces y ruidos, y Paul pudo ver que venía una especie de desfile. Se lanzó a aplaudir cuando reconoció a Luke Lubbock que pasaba llevado en una silla.
Cuando Finnerty lo hubo depositado nuevamente en el reservado, un discurso, la joya de todas las impresiones nebulosas de esa tarde, empezó a formarse en la mente de Paul, tomó forma y se pulió inspiradamente, sin un esfuerzo consciente de su parte. Sólo debía pronunciarlo y él se convertiría en el nuevo Mesías e Ilium en un Paraíso. La primera línea estaba en sus labios, tratando de liberarse.
Paul luchó por subirse al banco y de allí se las arregló para subirse a la mesa. Levantó las manos para llamar la atención.
—¡Amigos, mis amigos! —exclamó—. ¡Debemos encontrarnos en medio del puente! —De improviso, la frágil mesa desapareció de abajo de sus pies. Oyó la rotura de la madera, los gritos. Y de vuelta la oscuridad.
La siguiente voz fue la del camarero.
—Vamos... hora de cerrar. Tengo que cerrar —dijo amablemente.
Paul se sentó y gruñó. Tenía la boca seca y le dolía la cabeza. La mesa había desaparecido del reservado y sólo había yeso roto y unos hierros de soporte para mostrar donde una vez había estado la mesa aferrada a la pared.
El bar parecía desierto, pero el aire estaba cargado de un aroma doloroso. Paul echó una mirada desde el reservado y vio a un hombre fregando el suelo. Finnerty estaba sentado ante la pianola, improvisando salvajemente en la antigüedad disonante y metálica.
Paul se tambaleó hasta la pianola y puso una mano en el hombro de Finnerty.
—Vamos a casa.
Finnerty continuó castigando el teclado.
—¡Me quedo! —gritó por encima de la música—. ¡Vete tú!
—¿Dónde te vas a quedar?
Entonces Paul vio a Lasher, quien estaba sentado, disimulado en las sombras, apoyado contra la pared. Lasher se golpeó el pecho poderoso.
—Conmigo —dijo entre dientes.
Finnerty se sacudió la mano de Paul y no contestó.
—Muy bien —dijo enojado Paul—. Adiós.
Salió a la calle a tropezones y encontró su auto. Hizo una breve pausa para escuchar la música diabólica de Finnerty, que resonaba en las fachadas del pueblo dormido. El camarero estaba a una distancia respetuosa del frenético pianista, temeroso de interrumpirlo.
10
Después de esa noche pasada junto a Finnerty y Lasher y con la buena gente común, Alfy, Luke Lubbock, el camarero y Marta y Bárbara, el doctor Paul Proteus durmió hasta entrada la tarde. Cuando se despertó, Anita había salido y, con la boca seca, los ojos irritados y un estómago que parecía estar lleno de pelos de gato, se dirigió a su trabajo pleno de responsabilidades en Ilium Works.
Los ojos de la doctora Katharine Finch, su secretaria, estaban enrojecidos por otra razón, una razón tan imperiosa que apenas se percató de la condición de Paul.
—Llamó el doctor Kroner —dijo mecánicamente.
—¡Oh!, ¿quiere que le llame yo?
—El doctor Shepherd tomó el mensaje.
—Sí, ¿eh? ¿Algo más?
—La policía.
—¿La policía? ¿Qué querían?
—El doctor Shepherd tomó el mensaje.
—Muy bien —todo parecía caluroso, brillante y soporífico; se sentó en el borde del escritorio y descansó—. Ponme al perro guardián en el teléfono.
—No será necesario. Está en su despacho.
Preguntándose oscuramente sobre qué queja o leve infracción de las normas quería verlo Shepherd, Paul abrió la puerta de su despacho con cautela.
Shepherd estaba sentado en el escritorio de Paul, absorto y firmando una pila de informes. No levantó la vista. Con un movimiento rápido, los ojos aún en los papeles, llamó por el intercomunicador:
—Señorita Finch...
—Sí, señor.
—Para este informe mensual, ¿le dijo el doctor Proteus cómo pensaba presentar la admisión ayer de Finnerty sin una escolta?
—Pensaba callármelo —dijo Paul.
Shepherd levantó la mirada con aparente placer y sorpresa.
—Pues, hablando del demonio —no hizo ningún gesto de dejar el lugar de Paul—. ¡Eh! —exclamó con resuelta camaradería—. Supongo que realmente tienes una buena resaca, ¿eh, muchacho? Tendrías que haberte tomado todo el día libre. Conozco bien las funciones como para reemplazarte.
—Gracias.
—De nada. Realmente no hay mucho trabajo.
—Esperaba que Katharine hiciera mis cosas y me llamara si había algún problema.
—Sabes lo que Kroner piensa de eso. No resulta tan difícil hacer las cosas bien, Paul.
—¿Te importaría decirme lo que quería Kroner?
—¡Oh, sí!, quiere verte esta noche en vez del jueves. Tiene que estar en Washington mañana por la noche y se quedará todo el resto de la semana.
—Estupendo. ¿Y qué buenas noticias hay de la policía?
Shepherd se rió con ganas.
—Una equivocación. Estaban excitados por una pistola que encontraron en el río. Dijeron que los números seriados correspondían a un arma que se te había entregado. Les dije que volvieran a verificar todo; que ningún hombre que sea lo suficientemente inteligente para dirigir Ilium Works será tan tonto como para dejar una pistola por allí.
—Un buen tributo, Shep. ¿Te importaría si uso mi teléfono?
Shepherd empujó el teléfono y siguió firmando: «Lawson Shepherd, en ausencia de P. Proteus».
—¿Le dijiste que tenía una resaca?
—Diablos, no, Paul. Te cubrí por lo de anoche.
—¿Qué dijiste que pasaba?
—Nervios.
—¡Estupendo!
Katharine conseguía la oficina de Kroner para Paul.
—El doctor Proteus en Ilium quisiera hablar con el doctor Kroner. Contesta a la llamada del doctor Kroner —dijo Katharine.
No era un día para juzgar las proporciones. Paul había podido tomar las molestias de Kroner, Shepherd y la policía con algo muy parecido a la apatía. No obstante, se encontró enfurecido ante la ceremonia oficial de etiqueta telefónica; una pompa que llevaba tiempo y una circunstancia amorosamente reservada para los altos campeones de la eficiencia.
—¿Está ahí el doctor Proteus? —preguntó la secretaria de Kroner—. Ya está aquí el doctor Kroner.
—Un momento —dijo Katharine—. Doctor Proteus, el doctor Kroner ya está en la línea y le hablará.
—Muy bien, ya estoy.
—El doctor Proteus está en la línea —dijo Katharine.
—Doctor Kroner, el doctor Proteus al habla.
—Dígale que adelante —dijo Kroner.
—Dígale al doctor Proteus que hable —dijo la secretaria de Kroner.
—Doctor Proteus, hable, por favor —dijo Katharine.
—Aquí el doctor Proteus, doctor Kroner. Contesto a su llamada. —Una campanilla hacía «tink-tink-tink», haciéndole saber que la conversación estaba siendo grabada.
—Shepherd dijo que tenías problemas con tus nervios, muchacho.
—No es exacto. Un toque de algún virus.
—Hay mucho de eso en el aire. Pero, ¿te sientes lo suficientemente bien para venir esta noche a mi casa?
—Me encantaría. ¿Debo llevar algo? ¿Algo especial de que quiera hablar?
—Como Pittsburgh —dijo Shepherd con un murmullo, como un apuntador.
—No, no, simplemente social, Paul... Sólo una buena charla. Hace mucho tiempo que no tenemos una buena charla amistosa. Mom y yo sólo quisiéramos verte.
Paul recordó: Hacía un año que no era invitado a casa de los Kroner, desde que le habían dado el último aumento.
—Suena bien eso. ¿A qué hora?
—Hacia las ocho y media.
—¿También está invitada Anita? —Fue un error. Se le escapó sin pensarlo.
—¡Por supuesto! Nunca sales sin ella, ¿no es así?
—¡Oh!, no, señor.
—Eso espero —se rió, condescendiente—. Pues hasta entonces.
—¿Qué dijo? —preguntó Shepherd.
—Dijo que no era asunto tuyo estar firmando esos informes en mi nombre. Dijo que Katharine Finch debía borrar de inmediato tu nombre de la nómina.
—¡Eh!, espera un minuto —dijo Shepherd poniéndose de pie.
Paul vio que todos los cajones de su escritorio estaban abiertos. En el último cajón se veía el cuello de una botella de whisky vacía. Cerró los cajones rápidamente de uno en uno. Cuando llegó al último, sacó la botella y se la pasó a Shepherd.
—Aquí... ¿la quieres? Te puede resultar valiosa en algún momento. Está llena de impresiones digitales mías.
—¿Me vas a despedir? ¿Se trata de eso? —preguntó Shepherd ansiosamente—. ¿Quieres crear un problema por esto delante de Kroner? Adelante. Estoy listo. Veamos si te sales con la tuya.
—Vete adonde te corresponde estar. Vamos. Fuera de este despacho. ¡Katharine!
—¿Sí?
—Si el doctor Shepherd vuelve a entrar en este despacho sin mi permiso, le pegas un tiro.
Shepherd dio un portazo, protestó contra Paul y se fue.
—Doctor Proteus, la policía al teléfono —dijo Katharine.
Paul salió de la oficina y se fue a su casa.
Era el día libre de la criada y Paul encontró a Anita en la cocina; la imagen misma, sin los hijos, de la vida doméstica. La cocina, por así decirlo, era lo que Anita daba de sí misma al mundo. Al planearla, había experimentado todas las angustias y el infierno de la creación; torturada por las dudas, maldiciendo sus limitaciones, temerosa de las opiniones de los demás y, al mismo tiempo, deseándolas. Ahora estaba terminada y admirada, y el veredicto de la comunidad era: Anita es artística.
Era una habitación amplia y aireada, más grande que la mayoría de las salas. Unos cabrios rústicos, sacados de un antiguo granero, estaban aferrados al cielo raso con pernos escondidos en la armazón de acero de la casa. Las paredes estaban cubiertas de pino envejecido con arena y con una fina pátina amarilla de aceite de lino.
Una chimenea inmensa y un horno de piedra llenaban una pared. Sobre ellos colgaba un rifle antiguo, un frasco de cuerno para la pólvora y una cartuchera. Sobre la repisa de la chimenea había un molinillo de café, una plancha, un hornillo triangular y una cacerola herrumbrada. Un calderón de hierro, lo suficientemente grande como para guisar a un misionero en su interior, estaba en una punta de la chimenea y debajo, como una numerosa cría negra, había un montón de pequeños potes. Una mantequera de madera mantenía abierta la puerta, y atados de maíz indio colgaban a intervalos estéticos. Una guadaña del tiempo de la colonia reposaba en un rincón, y dos mecedoras bostonianas sobre una alfombra tejida estaban frente a la chimenea, donde el calderón jamás hervía.
Paul entrecerró los ojos y excluyó todo de su campo de visión, menos la mesa colonial; se imaginó que él y Anita se habían metido en los bosques solitarios, con el vecino más próximo a treinta kilómetros de distancia. Ella estaba haciendo jabón, velas o ropa de gruesa lana para el duro invierno que se cernía, y él, para no morirse de hambre, tenía que hacer las balas e ir a cazar un oso. Fuertemente concentrado en la ilusión, Paul pudo provocarse un sentimiento de auténtico agradecimiento por la presencia de Anita, agradecerle a Dios tener a esta mujer a su lado y ayudando con el increíble trabajo de poder sobrevivir. Cuando, en su imaginación, trajo a casa un oso para Anita y ella lo limpió y saló, sintió una inmensa satisfacción: ellos dos ganaban para sí, a fuerza de habilidad y valor, una montaña de carne roja y fuerte en un mundo inhóspito. Y él haría más balas y ella haría más jabón y velas con la grasa del oso, hasta altas horas de la noche, cuando Paul y Anita se tumbarían en una cama de paja en el rincón, cansados y sudorosos, harían el amor y dormirían profundamente hasta la madrugada brillante y helada...
—Urdle-urdle-urdle —resonó la lavadora automática—. urdle-urdle-ur-dull!
Sin ganas, Paul extendió su campo de visión hasta incluir el otro lado de la habitación, donde Anita estaba sentada en una silla-escalera ante una alacena color cereza que normalmente escondía la lavadora. La lavadora había sido sacada de la que era una sola pieza de cajones y puertecillas, convirtiéndose así en una especie de garaje para el equipo de lavar. Las puertas de una rinconera estaban abiertas, dejando a la vista una pantalla de televisión que Anita miraba, concentrada. Un médico decía a una anciana que su nieto quedaría posiblemente paralizado de la cintura para abajo por el resto de sus días.
—Urdle-urdle-urdle —resonaba la lavadora; Anita no prestó atención—. Znick. Bazz-uap! —repiqueteaban los tubos; Anita lo ignoró—. Azzzzzzzzzzzz. Frooomp! —se abrió el tope y una canasta de ropa seca brotó como un gran crisantemo blanco, fragante, inmaculado.
—¡Hola! —dijo Paul.
Anita, con un gesto, le pidió silencio y dio a entender que esperaba a que terminara el programa, lo que significó también el aviso comercial.
—Bien —dijo ella al final, y bajó el volumen—, tienes tu traje azul sobre la cama.
—¡Oh!, ¿para qué?
—¿Qué quieres decir con «para qué»? Para ir a casa de los Kroner.
—¿Cómo te enteraste?
—Lawson Shepherd me llamó para decírmelo.
—Muy atento de su parte.
—Atento es quien me cuenta lo que pasa, ya que tú no lo haces.
—¿Qué más te dijo?
—Supone que tú y Finnerty debéis haber pasado un rato estupendo, a juzgar por el aspecto horrible que tenías esta tarde.
—Sabe tanto como yo.
Anita encendió un cigarrillo, apagó la cerilla y miró entre el humo que dejó escapar por la nariz.
—¿Hubo chicas, Paul?
—De cierta manera. Marta y Bárbara. No me preguntes quién tuvo a quién.
—¿Tuvo?
Se sentó a su lado.
Ella se hundió en la silla, miró sobriamente por las ventanas y mantuvo encendido el cigarrillo, con bocanadas rápidas y poco profundas, y los ojos se le aguaron con los gustos dramáticos que le despedía la nariz.
—No tienes que contármelo si no quieres.
—¡Oh!, no lo haré porque no me acuerdo de nada —lanzó una carcajada—. Una se llamaba Bárbara y la otra se llamaba Marta, y, aparte de eso, como dice el dicho, todo quedó a oscuras.
—Entonces, ¿no sabes lo que pasó? Quiero decir: ¿podría haber pasado cualquier cosa?
A él se le apagó la sonrisa.
—Quiero decir que realmente todo quedó a oscuras y nada podría haber pasado. Estaba tumbado en un reservado.
—¿Y no te acuerdas de nada?
—Recuerdo a un hombre llamado Alfy que se ganaba la vida adivinando canciones en la televisión, a un tipo llamado Luke Lubbock, que puede ser todo lo que sea su vestimenta, a un pastor que se divierte viendo cómo el mundo se va al diablo y...
—A Bárbara y Marta.
—Y Bárbara y Marta. Y desfiles... ¡Oh, Dios!, los desfiles.
—¿Te sientes mejor?
—No, pero tú deberías sentirte mejor, porque Finnerty ha encontrado una nueva casa y un nuevo amigo.
—Gracias a Dios. Esta noche quiero que le dejes bien en claro a Kroner que él te obligó a brindarle nuestra hospitalidad; que nos molestó tanto como a los demás.
—Eso no es totalmente cierto.
—Pues bien, entonces eso te lo guardas para ti si es que tanto lo quieres.
Ella levantó la tapa de su escritorio escolar, donde escribía a diario la lista de platos y comparaba sus cheques con las declaraciones bancarias; de allí sacó tres páginas.
—Ya sé que piensas que soy una tonta, pero vale la pena hacer las cosas bien, Paul.
Los papeles contenían una especie de cuadro sinóptico con las divisiones importantes encabezadas con números romanos y con sub-sub-sub-sub-divisiones tan pequeñas como (a). Al azar, con su dolor de cabeza haciéndose notar otra vez, Paul eligió el punto III A, 1, a: «No fumes. Kroner está tratando de dejar el tabaco».
—Quizá fuera mejor leerlo en voz alta —dijo Anita.
—Quizá sea mejor que yo lo leyera a solas donde nada me pueda distraer.
—Tardé casi toda la tarde.
—Ya me lo parecía. Es el trabajo más completo que he visto. Gracias, querida, te lo agradezco.
—Yo te amo, Paul.
—Yo te amo a ti, Anita.
—Querido... sobre Marta y Bárbara...
—Te lo juré. No las toqué.
—Te iba a preguntar si alguien te vio con ellas.
—Supongo que sí, pero nadie de importancia. Por cierto, no Shepherd.
—Si alguna vez se entera Kroner, yo no sé qué haría. Puede tomar a broma lo del alcohol, pero las mujeres...
—Fui a la cama con Bárbara —dijo súbitamente Paul.
—Ya me lo imaginaba. Es tu problema —se estaba cansando de la conversación y echaba miradas furtivas a la pantalla de la televisión.
—¡Paul!
—Una broma.
Ella se puso la mano en el corazón.
—¡Oh, gracias a Dios!
—«Summer Loves» —dijo Paul mirando atentamente a la pantalla.
—¿Qué es eso?
—La orquesta... está tocando «Summer Loves». —Silbó unas cuantas notas.
—¿Cómo puedes saberlo con el volumen apagado?
—Adelante, ponlo.
Apáticamente, dio vuelta la perilla y «Summer Loves», tan dulce e indigerible como una torta de miel, se derritió en el aire.
Silbando con la orquesta, Paul bajó los escalones que llevaban a su dormitorio, leyendo el cuadro sinóptico en su camino:
—«IV, A, 1. Si Kroner te pregunta por qué quieres Pittsburgh, dile que porque puedes hacer un mayor servicio... a. Una casa más grande y mejor equipada, y mayor salario y prestigio.»
Borrosamente, Paul empezaba a ver que había estado como un idiota a los ojos de todos a ambas márgenes del río. Recordó su grito de la noche anterior: «¡Debemos encontrarnos en la mitad del puente!». Decidió que posiblemente fuera el único interesado en esa expedición, el único que no le importaba seriamente en qué margen del río estaba.
Si su intentona de convertirse en el nuevo Mesías hubiera tenido éxito, si los habitantes de las riberas norte y sur se hubieran reunido en medio del puente con Paul entre ellos, no habría tenido la más mínima idea de qué hacer a continuación. Sabía, con todo su corazón, que la situación humana era una chapucería espantosa, pero era una chapucería tan lógica y a la que se había llegado con tanta inteligencia que no podía ver cómo la Historia hubiera podido ir en alguna otra dirección.
Paul hizo una suma complicada mentalmente: su cuenta de ahorros más sus acciones más su casa más sus coches. Y se preguntó si no tenía el dinero suficiente que le permitiera renunciar simplemente, dejar de ser el instrumento de cualquier grupo de creencias o de cualquier capricho de la Historia, que podía hacer un infierno de la vida de los demás. Vivir, por ejemplo, en una casa al lado del camino...
11
El chah de Bratpuhr, tan pequeño y elegante como una tabaquera en aquel extremo de la vasta caverna, devolvió el botellón de sumklish a Khachdrahr Miasma. Estornudó, echando de menos el calor del verano, dejado afuera hacía un momento. El sonido repiqueteó por las paredes para morir, susurrante, en los salientes de donde pendían los murciélagos en las Cavernas de Carlsbad.
El doctor Ewing J. Halyard realizaba su expedición trigésimo séptima a la selva subterránea de acero, alambre y cristal que llenaba la cámara en donde ahora estaban y otras treinta aún más grandes. Esta maravilla era una parada normal en las giras que conducía Halyard a beneficio de una extraña variedad de potentados extranjeros, cuyo común denominador era que sus pueblos representaban mercados vírgenes para la estupenda producción industrial de Norteamérica.
Un coche eléctrico con ruedas de caucho llegó al pie del ascensor donde estaban el chah y sus acompañantes, donde un coronel del Ejército, armado con una pistola, examinó lenta y minuciosamente sus credenciales.
—¿No podríamos apurar un poco este trámite, "coronel? —dijo Halyard—. No queremos perdernos la ceremonia.
—Quizás —dijo el coronel—, pero, como oficial de guardia, soy responsable de novecientos mil millones de dólares en propiedades gubernamentales y, si algo sucediera, alguien se enojaría bastante conmigo. La ceremonia se ha retrasado, de cualquier modo, así que no se perderán nada. El presidente aún no ha aparecido.
Por último, el coronel quedó satisfecho y el grupo subió al vehículo descubierto.
—Siki? —preguntó el chah.
—Esto es EPICAC XIV —dijo Halyard—. Es una computadora electrónica, un cerebro, si quiere. Esa cámara sola, la más pequeña de las treinta y una en uso, contiene suficiente cable como para estirarlo de aquí a la Luna cuatro veces. Hay más tubos de vacío en todo este instrumento que los que había en todo el estado de Nueva York antes de la segunda guerra mundial.— Había recitado esas cifras con tanta frecuencia que no necesitaba el folleto que se entregaba a los visitantes.
Khachdrahr se lo tradujo al chah.
El chah lo pensó; emitió, tímidamente, unas risitas y Khachdrahr se le unió en la tranquila alegría oriental.
—El chah dice —dijo Khachdrahr— que la gente de nuestra tierra se acuesta con mujeres inteligentes y producen buenos cerebros baratos. Ahorran suficiente cable como para ir a la Luna mil veces.
Halyard lanzó una risita ahogada; para eso se le pagaba; se secó las lágrimas engendradas por su úlcera y explicó que los cerebros fáciles y baratos eran lo que estaba mal en los viejos tiempos, y que EPICAC XIV podía considerar simultáneamente cientos o miles de aspectos de una cuestión con total eficacia; que EPICAC XIV estaba absolutamente liberada de emociones que pudieran enturbiar la razón; que EPICAC XIV jamás se olvidaba de nada, y que, en suma, EPICAC XIV tenía toda la razón, sobre todo. Y Halyard agregó mentalmente que el procedimiento descrito por el chah había sido intentado trillones de veces y aún no había producido un solo cerebro en el que se pudiera confiar que hiciera las cosas bien una de cada cien veces.
Pasaban por la parte más antigua de la computadora, que había sido la totalidad de EPICAC I, pero que ahora era poco más que un apéndice o amígdala de EPICAC XIV. Empero, EPICAC I había sido lo suficientemente inteligente, desapasionada y retentiva como para convencer a los hombres de que ella, en vez de ellos, podía planear mejor la guerra que se avecinaba con una certeza idiotizante. A la antigua frase usada por los generales que declaraban ante el comité de expropiaciones: «Teniendo todo en cuenta...», le fue acordada cierta validez por las reflexiones de EPICAC I, más validez por EPICAC II y las demás computadoras de la serie. EPICAC podía considerar los méritos de las bombas de alto poder explosivo en comparación con el armamento atómico, con fines de apoyo táctico, y recordar al mismo tiempo la disponibilidad de explosivos en comparación con materiales de fisión, la ubicación de los puestos enemigos, la situación laboral en las respectivas industrias de procesamiento, la probable mortalidad de los aviones frente al poder antiaéreo del enemigo y su tecnología, y así todo lo demás; y, si parecía importante, hasta la cantidad de cigarrillos y barras de chocolate y coco que se necesitaban para mantener alta la moral de la fuerza aérea. Una vez que los seres humanos le aportaban los datos, la bélica serie de EPICAC había proporcionado una guía sumamente informada, mejor de lo que el meollo de los genios norteamericanos racionales, amantes de la verdad, brillantes y profundamente entrenados podían haber llegado a crear, de haber tenido una dirección inspirada.
Durante la guerra y desde los años de la postguerra hasta el presente, el sistema nervioso de EPICAC se había extendido por las Cavernas de Carlsbad, como una inteligencia medida en longitud, peso e intensidad. Con cada nueva adición, había nacido un nuevo y único individuo, y ahora Halyard, el chah y Khachdrahr llegaban a la plataforma donde el presidente de los Estados Unidos de América, Jonathan Lynn, dedicaría la computadora EPICAC XIV a un mañana más venturoso y feliz.
El trío tomó asiento en unas sillas plegables y esperó en silencio, con el resto de la distinguida compañía. Siempre que cesaba el murmullo del grupo, podían oír zumbidos y traqueteos del EPICAC; los sonidos que se desprendían del fluir de electrones, subiendo, bloqueando, traspasándose en un laberinto de crisis electromagnéticas, hasta convertir sus cualidades e intensidades eléctricas en un alto grado de verdad. EPICAC XIV, aunque aún no estaba inaugurada, ya funcionaba, y decidía el número de refrigeradores, lámparas, generadores de turbina, tapacubos, platos, manillas, tacones de goma, aparatos de televisión, barajas y todo lo que Norteamérica y sus clientes pudieran desear; averiguando también cuánto costaría. Y sería EPICAC XIV la que decidiría, en los años venideros, cuántos ingenieros y ejecutivos e investigadores y funcionarios civiles se necesitarían, y de qué categoría serían preferibles a fin de producir las mercancías; y qué coeficientes de inteligencia y de aptitud separarían a los hombres útiles de los inútiles; y cuántos hombres del Cuerpo de Reconstrucción y Reclamaciones, así como cuántos soldados, podían contratarse, con sus respectivos ámbitos salariales...
—Damas y caballeros —dijo el hombre de la televisión—, el presidente de los Estados Unidos.
El auto eléctrico llegó a la plataforma y el presidente Jonathan Lynn, nacido Alfred Planck, se puso de pie y mostró su blanca dentadura y sus ojos grises y francos; movió sus anchas espaldas y pasó sus manos fuertes y tostadas por su cabellera rizada. Las cámaras de televisión se movieron a su alrededor como dinosaurios amistosos y curiosos, oliendo y mirando. Lynn era juvenil, alto, hermoso y encantador y, como Halyard pensó rencorosamente, había pasado de un programa de televisión de tres horas directamente a la Casa Blanca.
—¿Es este hombre el jefe espiritual del pueblo norteamericano? —preguntó Khachdrahr.
Halyard explicó la separación entre Iglesia y Estado y se halló, como había esperado hallarse, ante el descreimiento acostumbrado del chah y las sugerencias de que él, Halyard, no había comprendido nada de su pregunta.
El presidente, con adolescente mezcla de timidez y osadía, y con una mínima huella de acento del Oeste, estaba leyendo el discurso que alguien le había escrito acerca de EPICAC XIV. Aclaró que no era ningún científico sino un hombre común que allí estaba de pie y humilde ante esta gran nueva maravilla del mundo y que, al mirar este milagro moderno, se sentía sobrecogido por un sentimiento de profunda reverencia, humildad y gratitud...
Halyard bostezó y le molestó pensar que Lynn, quien acababa de leer «orden del caos» como «orden del queos», ganaba tres veces más dinero que él. Lynn, o como Halvard prefería pensar en él, Planck, ni siquiera había terminado la secundaria. Y Halyard había conocido setters irlandeses más inteligentes. Sin embargo, ¡allí estaba ese hijo de puta, elegido y con más de cien mil dólares al año!
—¿Quiere usted decir que este hombre gobierna ajeno al destino espiritual del pueblo? —susurró Khachdrahr.
—No tiene obligaciones religiosas, salvo unas muy generales, simbólicas —dijo Halyard, y entonces empezó a preguntarse realmente qué diablos hacía Lynn. EPICAC XIV y el Comité Nacional e Industrial, Comercial, de Comunicaciones, de Alimentación y Recursos Naturales hacían toda la planeación, todo el serio trabajo mental. Y las máquinas de personal se ocupaban de que todos los puestos gubernativos de alguna importancia estuvieran en manos de funcionarios civiles capacitados. Cuanto más pensaba Halyard en la gorda paga de Lynn, más se enfadaba, porque lo único que este espléndido muñeco tenía que hacer era leer lo que le pasaban en las ocasiones estatales: estar allí convenientemente reverente y maravillado, como decía, para beneficio de toda esa gente común y estúpida que le había elegido, para utilizar esa sabiduría, que le llegaba de otra parte, por medio de la voz resonante y entre esas dos patillas rizadas.
Y Halyard súbitamente se dio cuenta de que, así como el gobierno y la religión se habían separado en entidades diferentes hacía siglos, ahora, gracias a las máquinas, la política y el gobierno vivían lado a lado, pero casi sin ningún punto de contacto. Contempló al presidente Jonathan Lynn y pensó, horrorizado, lo que debió haber sido el país cuando, como hoy, cualquier chico norteamericano tonto podía crecer para convertirse en el presidente, ¡pero cuando el presidente realmente dirigía el país!
El presidente Lynn explicaba lo que haría EPICAC XIV para los millones de personas comunes, y Khachdrahr traducía para el chah. Lynn declaró que EPICAC XIV era, en efecto, el individuo más grande de la historia; que el hombre más sabio que jamás hubiera existido era, en comparación con EPICAC XIV, como un gusano comparado con el hombre más sabio. Por primera vez el chah de Bratpuhr pareció realmente impresionado, hasta perplejo. No había pensado en el tamaño físico de EPICAC XIV, pero la comparación del gusano y el sabio llegó a destino. Miró en su derredor con aprensión, como si los tubos y medidores vigilaran todos los movimientos.
El discurso terminó; dejaron de oírse los aplausos, y el doctor Halyard llevó al chah a conocer al presidente, mientras las cámaras de televisión eran acercadas a ellos.
—Ahora el presidente estrecha las manos del chah de Bratphur —dijo el locutor—. Quizás el chah nos dé las primeras impresiones de un visitante de otra parte del mundo, de otra forma de vida.
—¿Allasan khabou pillan? —preguntó el chah con cierta incertidumbre.
—Quiere saber si podría hacer una pregunta —dijo Khachdrahr.
—Por supuesto, adelante —dijo el presidente, enérgicamente—. Si yo no sé la respuesta, siempre la puedo conseguir.
Inesperadamente, el chah dio la espalda al presidente y caminó solo, lento, hacia una parte desierta de la plataforma.
—¿Qué hice de mal? —preguntó Lynn.
—¡Ssss! —susurró Khachdrahr resueltamente, y se colocó, como un guardián, entre la multitud sorprendida y el chah.
El chah se puso de rodillas en la plataforma y levantó las manos encima de la cabeza. El hombre pequeño y moreno de pronto pareció llenar toda la caverna con su dignidad misteriosa y radiante, allí solo en la plataforma, comunicándose con una presencia a la que nadie podía sentir.
—Parece que somos testigos de alguna especie de rito religioso —dijo el locutor.
—¿No puede callarse cinco segundos? —dijo Halyard.
—¡Silencio! —dijo Khachdrahr.
El chah se dirigió a la masa resplandeciente de tubos de EPICAC y cantó con voz aguda y penetrante:
Allakahi baku billa,
Moumi a fella nam;
Serani assu tilla,
Touri serin a sam.
—Ese bastardo delirante le está hablando a la máquina —murmuró Lynn.
—¡Sss! —susurró Halyard, extrañamente emocionado por la escena.
—¿Siki? —gritó el chah; adelantó la cabeza, escuchando—. ¿Siki? La palabra hizo un eco y murió... solitaria, perdida.
—Mmmmmmmmm —dijo EPICAC suavemente—. Dit, dir. Mmmmmmmmm. Dit.
El chah suspiró y se puso de pie y movió la cabeza, triste, terriblemente desilusionado.
—Nibo —murmuró—. Nibo.
—¿Qué dice? —preguntó el presidente.
—Nibo... nada. Le hizo una pregunta a la máquina y la máquina no le contestó —dijo Halyard—. Nibo.
—La locura más grande que haya visto —dijo el presidente—. Uno tiene que perforar las preguntas en esa cosa... como se llame, y las respuestas salen en la cinta por esa otra cosa... como se llame. No se le debe hablar —una señal de duda le cruzó su fino rostro—. Quiero decir que no se puede, ¿no es así?
—No, señor —dijo el ingeniero jefe del proyecto—. Como usted dice, no sin los «como se llamen» que salen luego por esas otras «como se llamen».
—¿Qué dijo? —preguntó Lynn tirando de la manga a Khachdrahr.
—Un antiguo acertijo —dijo Khachdrahr, que no quería explayarse, pues se trataba de algo sagrado. Pero era un hombre amable y los ojos inquisitivos de la concurrencia exigían una explicación.
—Nuestro pueblo cree —dijo tímidamente— que un dios grande y omnisciente llegará entre nosotros un día, porque será capaz de contestar el acertijo, el que no pudo contestar APICAC. Cuando llegue —dijo Khachdrahr con simplicidad—, se acabará el sufrimiento en la Tierra.
—Omnisciente, ¿eh? —dijo Lynn; se pasó la lengua por los labios y se colocó en su sitio el rizo delantero e indisciplinado—. ¿Cómo es el acertijo? Khachdrahr recitó:
Campanillas plateadas iluminarán mi camino,
Y nueve veces nueve doncellas llenarán mi día,
Y las montañas y lagos desaparecerán de mi vista
Y los dientes de los tigres llenarán la noche.
El presidente Lynn miró pensativo el techo de la caverna.
—Campanillas de plata, ¿eh? —movió la cabeza—. Eso es un lío, ¿sabe? Un verdadero lío. Me rindo.
—No me sorprende —dijo Khachdrahr—. No me sorprende. Esperaba que así fuera.
Halyard ayudó al chah, que parecía haber envejecido y que estaba exhausto debido a la experiencia emocional, a subir al coche eléctrico.
Cuando iban hacia el ascensor, el chah, de algún modo, volvió a la vida y dijo al revoltijo de electrónica que les rodeaba:
—Bakú!
—Eso es nuevo para mí —dijo Halyard a Khachdrahr, sintiendo simpatía por el pequeño intérprete que había puesto en su lugar a Jonathan Lynn con tanta gracia—. ¿Qué es Bakú?
—Unas figuras de barro y paja que hacen los surrasi, una pequeña tribu de infieles en la tierra del chah.
—¿Esto le parece de barro y paja?
—Lo dijo en el sentido más amplio, pienso, de dios falso.
—Um —dijo Halyard—. ¿Y cómo les va a los surrasi?
—La primavera pasada todos murieron de cólera. Por supuesto —se encogió de hombros, como preguntándose qué otra cosa les podía pasar a una gente así—. Bakú.
12
La casa de Kroner, en las inmediaciones de Albany, era una mansión victoriana perfectamente restaurada y mantenida en todos sus detalles, hasta en las filigranas del alero y los espigones de hierro en la punta del techo. Kroner, el archiprofeta de la eficiencia, la prefería a las máquinas gráciles de acero y cristal reluciente y pulido donde vivían casi todos los ingenieros y directores. Aunque Kroner nunca había explicado por qué compró el lugar, aparte de decir que le gustaba tener mucho espacio, la verdad era que le iba tan bien que a nadie se le ocurrió pensar dos veces en ese anacronismo.
Un retratista había presentido lo acertado del escenario sin más pistas que una foto de Kroner. Al pintor se le había comisionado para retratar a todos los directores de distrito. Los hizo por medio de fotografías, ya que estaban demasiado atareados —o prudentemente así lo afirmaban— para posar. Intuitivamente, el pintor había pintado a Kroner en un sillón rojo y mullido, con un gran anillo de bodas en el dedo y con un fondo de pesados cortinados de terciopelo.
La mansión era una afirmación más de la creencia de Kroner en que nada valioso cambiaba; que lo que una vez fue verdad siempre es verdad; que las verdades eran pocas y simples, y que un hombre no necesitaba ningún conocimiento más allá de estas verdades para tratar sabia y justicieramente cualquier problema que se le presentara.
—Adelante —dijo Kroner amablemente, abriendo la puerta en persona.
Parecía llenar toda la casa con su lenta fortaleza y su calma de piedra. Estaba en el límite de su informalidad, habiendo reemplazado su traje de chaleco por una chaqueta sport de color ligeramente más claro y con coderas de cuero. Explicó que su mujer le había regalado la chaqueta hacía años, y que era algo que sólo recientemente había tenido el valor de usar.
—Me encanta su casa cada vez que la veo —dijo Anita.
—Debes decírselo a Janice —Janice era la señora Kroner, quien sonrió dulcemente desde la sala. Ella era un obeso almacén de evidencias, adagios y homilías y, por lo general, los jóvenes ingenieros la trataban como «Mom».
Paul recordó que a Mom nunca le había gustado ese muchacho Finnerty, quien nunca la llamaba Mom ni le confiaba nada. En una ocasión, después de que ella tratara de que se descargase y se sintiera mejor, él, de modo más bien abrupto, le había dicho que ya se había escapado de una madre. Le gustaba Paul porque Paul, cuando joven, había confiado en ella de tanto en tanto. Nunca más lo hacía, pero este delito delante de ella sólo quería decir que su falta de confianza no se debía a la repulsa sino a la carencia de problemas.
—¡Hola, Mom! —dijo Paul.
—¡Hola, Mom! —dijo Anita.
—Chicos, sentíos en vuestra casa —dijo Mom—. Ahora, contadme de vosotros.
—Pues, hemos remodelado la cocina —dijo Anita.
Mom se conmovió, ansiosa de conocer todos los detalles.
Kroner dejó colgar su inmensa cabeza, como si escuchase atentamente la charla inocua o, lo más probable, según pensó Paul, contando los segundos hasta el momento en que fuera amable separar a los hombres de las mujeres. Una costumbre de la casa.
Cuando Anita hizo una pausa para recuperar el aliento, Kroner se puso de pie, resplandeció y sugirió que Paul fuera a su estudio a ver sus armas. Era el mismo juego todos los años: los hombres iban a ver las armas. Hacía años, Anita había cometido el error de decir que le interesaban las armas. Amablemente, Kroner le había hecho saber que no le gustaban esa clase de mujeres.
—¡Oh, las armas, las detesto! No puedo entender por qué los hombres quieren andar matando esos buenos animalitos —reaccionó, como siempre, Mom.
El hecho era que Kroner nunca usaba sus armas. Su placer parecía consistir en poseerlas y tocarlas. También las utilizaba como pantalla, para dar una atmósfera de informalidad a sus charlas masculinas. Anunciaba aumentos de salario y promociones, degradaciones y despidos, y elogiaba o advertía, siempre en comentarios aparentemente al margen, mientras manoseaba el cañón de una escopeta.
Paul lo siguió al estudio de entrepaños oscuros y esperó a que eligiera un arma de la colección que llenaba una pared. Kroner pasó el índice por su colección como un palito entre las rejas de un cerco. Había sido motivo de especulación entre sus subordinados si el arma que elegía tenía alguna significación para el tema de discusión. Por un tiempo, se corrió el rumor de que las escopetas eran una mala noticia y los rifles una buena. Pero eso no había pasado el examen del tiempo. Por último, Kroner optó por una escopeta de calibre diez, la abrió y miró por el cañón un farol de la calle.
—No me animaría a ponerle balas modernas a ésta —dijo Kroner—. Tiene el cañón torcido, se haría pedazos. Pero mira el trabajo de artesanía, Paul.
—Hermoso. Invaluable.
—Alguien se pasó dos años trabajando. El tiempo no tenía importancia en esas épocas. Las épocas negras del industrialismo, Paul.
—Sí, señor.
Eligió una baqueta y sobre su escritorio puso un frasco de aceite, otro de grasa y varios trapos.
—Hay que ocuparse de los cañones o te estallan en las manos —chasqueó los dedos; puso aceite en un paño y humedeció la punta de la baqueta—. Especialmente en este clima.
—Sí, señor —contestó Paul, quien empezó a encender un cigarrillo, pero se acordó de la advertencia de Anita.
—¿Y dónde está Ed Finnerty?
—No lo sé, señor.
—La policía lo busca.
—¿De verdad?
Kroner pasó el trapo una y otra vez y no miró a Paul.
—¡Oh!, ahora que no tiene trabajo, debe registrarse en la policía. Y no lo ha hecho.
—Anoche lo dejé en el centro de Homestead.
—Ya lo sé. Pensé que quizá supieras a dónde había ido.
Kroner tenía la costumbre de decir que ya sabía lo que se acababa de enterar. Paul estaba seguro de que el viejo realmente no sabía nada de la noche anterior.
—No tengo la menor idea.
No quería meter a nadie en problemas. Que la policía averiguara que Finnerty estaba con Lasher. Si podían.
—Ummmm, ummmm. ¿Ves este hoyito aquí? —puso la boca del arma a unos centímetros de la cara de Paul y señaló una ondulación diminuta—. Esto es lo que pasa cuando por un mes no te ocupas de los cañones. Se erosionan a la misma velocidad que uno.
—Sí, señor.
—Ya no se puede confiar en él, Paul. No está bien de la cabeza y tú no correrías un riesgo por él, ¿no es así?
—No, señor.
Kroner cepilló el hoyito con una punta del paño.
—Supuse que lo verías de esta manera. Por eso me resulta un poco difícil comprender por qué lo dejaste vagar por la planta sin una escolta.
—O por qué le dejaste tener tu revólver. Ya sabes que ha dejado de estar autorizado para portar armas. Me dicen que encontraron tu pistola cubierta con sus huellas digitales.
Antes de que Paul pudiera ordenar sus pensamientos, Kroner lo palmeó en la rodilla y se rió como el Papá Noel.
—Estoy tan seguro de que tienes una buena explicación que ni siquiera quiero escucharla. Tengo mucha fe en ti, muchacho. No quiero que te metas en ningún problema. Ahora que ya no tenemos a tu padre, siento que tengo casi la obligación de cuidarte.
—Muchas gracias, señor.
Kroner dio la espalda a Paul, asumió una posición imaginaria de tirador, eligió un pájaro imaginario detrás del escritorio.
—¡Pummm...! —disparó una bala imaginaria—. Éstos son tiempos peligrosos, más peligrosos de lo que te imaginarías por fuera. Pero también es la Época de Oro, ¿no es verdad, Paul?
Paul asintió.
—¡Pam! —hizo Kroner, ahora tirando contra palomas imaginarias—. Siempre ha habido dubitativos, profetas del desastre, obstáculos del progreso.
—Sí, señor. Acerca de Finnerty y la pistola, yo...
—Ya pasó. Está olvidado —dijo con impaciencia Kroner—. Todo está en orden. Como iba a decir, mira dónde estamos ahora, porque los hombres fueron adelante y tomaron medidas con corazones de acero, pese a que la gente les decía que no lo hicieran.
—Sí, señor.
—¡Pummm...! Algunos tratan de quitar importancia a lo que hacemos, a lo que hombres como tu padre hicieron, y dicen que no es más que superficialidad, un juguete. Es algo más que eso, Paul.
Paul se inclinó hacia adelante, ansioso por oír lo que podía ser esa cualidad extra. Hacía tiempo que sentía que algún otro en el sistema debía ver algo que él se perdía. Quizás era esto, quizás era el principio de un fervor abrumador que había tenido su padre.
—Es mucho más que un juego tecnológico. Te lo digo, Paul.
—¿Sí, señor?
—Es fortaleza y fe y determinación. Nuestra tarea es abrir nuevas puertas a la cabeza de la procesión de la civilización. Eso es lo que hace el ingeniero, el director. No hay deber más honroso.
Desilusionado, Paul dejó que su espalda volviera a apoyarse en el respaldo.
Kroner tomó un paño limpio y volvió a limpiar el caño.
—Paul... Pittsburgh está todavía vacante. La opción ahora está entre dos hombres. Fue sorprendente que lo dijera de ese modo, del modo que Anita había dicho que lo haría. Se preguntó qué era lo que ella pensó que él debía decir como respuesta. Nunca le había dado la oportunidad de decirlo y no había acabado de leer la lista que ella preparó.
—Sería una maravilla tener la oportunidad de hacer un servicio de verdad —dijo. Supuso que era bastante aproximado a lo que Anita había pensado.
Paul sintió el alivio de haber usado los pensamientos de Anita a falta de entusiasmo de su parte. Se le ofrecía el puesto de Pittsburgh, mucho más dinero y, debido a que subiría a una posición tan importante cuando aún tenía gran parte de su vida por delante, eso era la seguridad de que llegaría a la cima. El instante de su llegada a esta coyuntura de inmensa buena suerte era curiosamente blando. Hacía tiempo que sabía que le pasaría. Kroner lo había querido para él y. a menudo, casi se lo había prometido. Siempre en nombre de su padre. Cuando había habido promociones, como ahora, se había verificado una especie de vestigio de rito de sorpresa y felicitaciones, como si Paul, al igual que su progenitor, hubiera llegado por astucia, tenacidad y la buena voluntad de Dios, o el descuido del demonio.
—Es una opción difícil, Paul, entre tú y Fred Garth.
Garth, un hombre mucho mayor, casi de la edad de Kroner, era el director de Buffalo Works.
—Francamente, Garth no tiene tu imaginación técnica, Paul. Como director es excelente. Pero si no fuera porque hemos actuado, Buffalo Works estaría ahora como cuando él entró hace cinco años. Pero es seguro y de confianza, Paul, y jamás ha habido una duda de que no estuviera con nosotros, de que pone al progreso y al sistema por encima de sus propios intereses.
—Garth es un hombre excelente —dijo Paul. Asimismo, Garth era como una roca, desesperado por agradar, y parecía tener una imagen antropomórfica de la personalidad corporativa. Garth, con respecto a esta imagen, era como un amante, y Paul se preguntó si esta clase de relación alguna vez había sido considerada como se merecía por los sexólogos. Luego, reflexionó que lo había sido —el fenómeno general de la devoción de un amante a lo desconocido— en los estudios sobre las bodas simbólicas de las monjas con Cristo. De cualquier modo, Paul había visto a Garth en diferentes etapas de esta pasión amorosa, incapaz de comer debido a ansiedades, en una cresta maniática, emocionado hasta el borde de las lágrimas con los recuerdos de los comienzos del tierno amorío. En suma, Garth sufría todos los problemas emocionales de un perenne juego de «me quieres, no me quieres». Llevar a cabo las órdenes de la superioridad, un asunto irritante para Paul, era para Garth un placer, como si se tratara de agradar a una dama.
—Me gustaría que obtuviera el puesto.
—A mí me gustaría que tú obtuvieras el puesto, Paul —la expresión de Kroner indicó que la mención de Garth había sido una nimia excusa—. Tú tienes la imaginación, el espíritu y la capacidad...
—Gracias, señor.
—Déjame terminar. Imaginación, espíritu y capacidad y, por lo que sé, estaría totalmente equivocado si pusiera en duda tu lealtad.
—¿Mi lealtad?
Kroner dejó el arma a un costado y empujó una silla para sentarse frente a Paul. Puso sus grandes manos en las rodillas de Paul y bajó su ancha cabeza. La situación tenía la cualidad de un trance con Kroner de médium. Nuevamente, como sintiera cuando Kroner le estrechó la mano en el Country Club, Paul sintió que el anciano le robaba su fortaleza y su voluntad.
—Paul, quiero que me digas lo que piensas.
Apretó las manos en las rodillas. Paul luchó con resentimiento contra la necesidad de volcar su corazón a este padre misericordioso, sabio y gentil.
Su intranquilidad y acciones informes de la semana anterior tomaban ahora cuerpo. Repetía lo que el predicador le había dicho la noche anterior; habló del desastre espiritual del otro lado del río, del peligro de una revolución, de la jerarquía que era una pesadilla para la mayoría. Pero, del modo que lo dijo, no era una condena sino un ruego de refutación.
Kroner, con las manos aún en las rodillas de Paul, bajó cada vez más la cabeza. Paul terminó y Kroner se puso de pie y le dio la espalda para mirar por la ventana. Su conjuro aún tenía fuerza y Paul miró, expectante, las anchas espaldas esperando a la sabiduría.
Kroner súbitamente dio media vuelta.
—Entonces estás en contra nuestra.
—No quise decir eso, por cierto. Sólo son preguntas que se merecen una respuesta.
—Quédate de tu lado del río, Paul. Tu trabajo es la dirección e ingeniería. No sé cuáles son las respuestas a las preguntas de Lasher. Pero sé que es mucho más fácil hacer preguntas que contestarlas. Sé muy bien que siempre ha habido preguntas y hombres como Lasher dispuestos a presentar problemas haciéndolas.
—¿Sabe de Lasher? —Paul no había mencionado su nombre.
—Sí, hace tiempo que sé de él. Y desde este mediodía, sé lo que tú y Lasher y Finnerty hicisteis anoche —pareció triste—. Como funcionario de seguridad del distrito industrial, no hay mucho que yo no sepa, Paul. Y, a veces, como ahora, ojalá no supiera tanto.
—¿Y Pittsburgh?
—Aún pienso que eres el hombre indicado para el cargo. Voy a simular que anoche no hiciste lo que hiciste y que no acabas de decir que lo has dicho. No creo que haya brotado de tu corazón.
Paul estaba perplejo. Por una extrañísima circunstancia, al parecer había conseguido el trabajo. Después de haber llegado con la vaga noción de descalificarse a propósito.
—Éste es el asunto, Paul. Ahora depende de ti.
—Supongo que podría cuidarme. No beber.
—Es un poco más complicado que eso, según me temo. En muy poco tiempo te las arreglaste para apilar un buen expediente policiaco: la pistola, dejar entrar a Finnerty en la planta, las indiscreciones de anoche. Y yo debo explicar todo para satisfacción de la Dirección Central. Sabes que podrías ir a la cárcel. Paul se rió nerviosamente.
—Quiero decir, Paul, que estabas haciendo un trabajo especial de seguridad para mí. Y me gustaría probarlo.
—Ya veo. —Paul no lo veía.
—Estarás de acuerdo en que tanto Lasher como Finnerty son hombres peligrosos, obstructores potenciales que deben estar donde no puedan hacer daño —volvió a tomar la escopeta y contorsionó la cara mientras trataba de limpiar el expulsor con un palillo de dientes—. Por tanto —dijo después de un momento de silencio—, quiero que declares que trataron de comprometerte en una conjura para perturbar la producción de Ilium Works.
Se abrió la puerta y apareció Baer, sonriente.
—Felicitaciones, muchacho. Felicitaciones. Estupendo, estupendo, estupendo...
—¿Felicitaciones? —dijo Paul.
—¡Pittsburgh, muchacho, Pittsburgh!
—Aún no hemos cerrado el trato —dijo Kroner.
—Pero usted me dijo ayer...
—Una cosita de nada se ha interpuesto desde entonces —Kroner hizo un guiño a Paul—. Nada serio, ¿eh, Paul? Una cosita de nada.
—Um, oh, ya veo, una cosita, una cosita, ya veo. Umm...
Paul estaba conmovido y confuso por lo que le acababa de pasar y escondió su falta de compostura detrás de una sonrisa inocua. Se preguntó si Baer había aparecido a propósito.
—Paul tiene sus dudas —dijo Kroner.
—¿Dudas? ¿Dudas, muchacho?
—Quería saber si no hacíamos algo mal en nombre del progreso.
Baer tomó asiento en el escritorio y empezó a tirar distraídamente del cordón de la televisión. Se concentró mucho y, por la expresión del hombre, Paul sólo pudo sacar la conclusión de que a Baer jamás se la había ocurrido semejante pregunta. Ahora que le sucedía, le prestaba su máxima atención.
—¿Es malo el progreso? ¡Oh, oh...! Una buena pregunta —quitó la vista del cable—. No sé, no sé... Quizás el progreso sea malo.
Kroner lo miró, sorprendido.
—Mire, usted lo sabe muy bien y la Historia ha contestado mil veces a esa pregunta.
—¿Sí, verdad? Usted lo sabe, yo no. La ha contestado mil veces, ¿no? Está bien, está bien. Lo único que sé es que hay que actuar como se actúa. De otro modo, hay que tirar la toalla. No lo sé, chico. Supongo que debería, pero no lo sé. Sólo hago mi trabajo. Quizás eso esté mal.
Ahora era el turno de Kroner para sentirse aturdido.
—Bien, ¿qué tal si tomamos un refresco? —dijo prontamente.
—Acepto el refresco —dijo con agradecimiento Paul.
Kroner se rió.
—Ya está, ya está. No fue tan duro, ¿eh?
—De ninguna manera.
—Así está bien, muchacho. Arriba ese ánimo.
Cuando Baer, Kroner y Paul entraron en la sala, Mom le decía con tristeza a Anita que el mundo estaba compuesto de toda clase de gente.
—Sólo quiero dejar bien en claro a todos que él se invitó solo —dijo Anita—. Mom, no pudimos hacer nada al respecto.
Kroner golpeó las manos.
—¡Eh!, ¿qué decís de un refresco, eh?
—Estupendo, estupendo, estupendo... —comentó Baer.
—¿Os divertisteis con esas armas espantosas? —preguntó Mom, haciendo un mohín con la nariz.
—Una maravilla, Mom —dijo Paul.
Anita encontró la mirada de Paul y levantó las cejas inquisitivamente.
Paul hizo un leve gesto.
Ella sonrió y se apoyó en el respaldo del sillón, exhausta y satisfecha.
Mom repartió pequeños vasos de oporto, mientras Kroner se dirigía al tocadiscos, preguntando:
—¿Dónde está?
—Pues en el lugar de siempre. En el tocadiscos —dijo Mom.
—¡Oh, sí, aquí está! Pensé que quizás alguien había puesto otra cosa desde que lo usé.
—No, nadie se ha acercado al tocadiscos desde anoche.
Kroner puso la aguja encima del disco que ya giraba.
—Esto es para ti, Paul. Cuando dije un refresco, en realidad más pensaba en esto que en el oporto. Esto es carne para el espíritu. Esto me puede sacar del desánimo con más facilidad que cualquier otra cosa que me pueda imaginar.
—Se lo regalé el año pasado y no puedo pensar en nada que le haya satisfecho más —dijo Mom.
Kroner bajó la aguja, se apresuró a tomar asiento y se cubrió los ojos antes de que comenzara la música.
El aparato estaba a todo volumen y, de improviso, el altavoz aulló:
Oooooooooooooh, dadme algunos hombres, que sean hombres de resuelto corazón, que lucharán por el derecho que afloran...
Paul echó una mirada por la habitación. Kroner estaba golpeando el suelo con los pies y moviendo la cabeza de un lado al otro. Mom también cabeceaba y lo mismo hacían a Baer y Anita. Anita con más violencia que cualquiera de los otros.
Paul suspiró y también empezó a cabecear.
Hombro con hombro y más y más osados, crecen cuando marchan al frente. Oooooooooooooooooh...
13
Echado en cama después de aquella velada de hombres de corazón resuelto en casa de los Kroner, el doctor Paul Proteus, hijo de un personaje de éxito, él mismo rico en posibilidades de ser más rico, contó sus bienes materiales. Encontró que estaba en excelentes condiciones de darse el lujo de la integridad. Valía, sin tener que volver a trabajar un solo día más de su vida, casi tres cuartos de millón de dólares.
Por una vez, su insatisfacción con su vida era específica. Reaccionaba ante una atrocidad que sería considerada como tal por casi cualquier hombre en cualquier período de la Historia. Se le había pedido que se transformara en un delator de su amigo, Ed Finnerty. Esto era algo tan básico como un ataque contra la misma integridad, y Paul la recibió con la misma clase de alivio que había experimentado cuando resonaron los últimos disparos de la última guerra... después de décadas de tensión.
Ahora muy bien podía salirse de sus casillas y renunciar.
Anita dormía, completamente satisfecha, no tanto debido a Paul como al orgasmo social —después de años de devaneo amoroso con el sistema— por habérseles ofrecido Pittsburgh.
Había pronunciado un monólogo en el camino a casa desde Albany: un relato que muy bien podría haber provenido de Shepherd. Revisó la carrera de Paul desde el instante de sus bodas, y Paul se sorprendió al enterarse de que su sendero estaba lleno de cadáveres; hombres que habían intentado superarlo, sólo para ser destrozados y arruinados.
Ella hizo tan vívida la carnicería que, por el momento, él se sintió obligado a abandonar sus propios pensamientos, para averiguar si había la más mínima verdad en lo que ella estaba diciendo. Ella hizo un recuento de los cueros cabelludos uno por uno: hombres que habían competido con él por su trabajo u otra cosa, y descubrió que a todos les había ido bien y que no estaban arruinados ni en sus finanzas ni en su espíritu. Pero, para Anita, estaban muertos, con un tiro entre las cejas y sepultados como basura.
Paul no le había contado a Anita las condiciones que tendría que afrontar antes de poder ir a Pittsburgh. Y no confesó que iba a hacer cualquier cosa menos aceptar el trabajo con orgullo, con alegría.
Ahora, echado a su lado, se felicitó de su serenidad, de ser astuto por primera vez en su vida, realmente. No le iba a decir a Anita que se retiraría por un largo período; no hasta que ella no estuviera preparada. Sutilmente la reeducaría con un nuevo conjunto de valores y luego renunciaría. De otra manera, el trauma de ser la mujer de un don nadie podría acarrear consecuencias trágicas. La única base que tenía para enfrentar el mundo era el rango de su marido. Si él perdía el rango, era horriblemente posible que ella perdiera por completo todo contacto con el mundo. O, lo que sería peor para Paul, lo abandonaría.
Y Paul no quería que sucediera ninguna de las dos cosas. Ella era lo que el destino le había brindado para amar y él hacía todo lo posible por amarla. Le conocía demasiado bien su orgullo como para que éste fuese ofensivo la mayor parte del tiempo; o pudiera ser cualquier cosa menos patético.
Ella también era más una fuente de valor; más de lo que él se animaba a admitir.
Asimismo poseía un genio sexual que proporcionaba a Paul su incalificado entusiasmo por la vida.
Y Anita también había hecho posible, con su terca atención por los detalles, el lujo de su actitud distante, ya divertida, ya cínica, ante la vida.
Ella era todo lo que tenía.
Un vago pánico le aprisionó el pecho, alejando la soñolencia cuando más la hubiera deseado. Empezó a ver que él también experimentaría un trauma. Se sintió extrañamente desencarnado, un jironcito insustancial, una nadería, un hombre que ya no lo podía ser más. Comprendiendo súbitamente que él, al igual que Anita, era poco más que esta estación de su vida, arrojó los brazos sobre su mujer dormida y descansó su cabeza en el pecho de su posible camarada fantasma.
—¿Ummmmm? —susurró Anita—. ¿Uuummmmmm?
—Anita...
—¿Ummmm?
—Anita, te quiero. —Sintió la compulsión de contárselo todo, de mezclar su conciencia con la de ella. Pero cuando momentáneamente levantó la cabeza del calor y la fragancia de su pecho, el aire frío y fresco de los montes Adirondacks le bañó el rostro y le hizo recuperar la sabiduría. No le dijo nada más.
—Yo te amo a ti, Paul —murmuró ella.
14
El doctor Paul Proteus era un hombre con un secreto. Durante gran parte del tiempo, se trataba de un secreto regocijante. Y de él extraía su jovialidad cuando trataba con colegas del sistema, en el transcurso de sus ocupaciones. Al principio, y con cada problema del trabajo, pensaba: «Al diablo contigo».
No sólo al diablo con ellos, sino al diablo con todo. Esta distancia secreta le brindaba la deliciosa sensación de que todo el mundo era un escenario. A la espera del momento en que él y Anita estuvieran en condiciones mentales de renunciar y empezar una nueva vida, Paul actuaba en su papel de director en Ilium Works. Aparentemente no había cambiado, pero, en su interior, se burlaba de esas almas más pequeñas, menos libres, que se tomaban tan en serio aquel trabajo.
Nunca había sido un lector, pero ahora cultivaba su apetito por las novelas en las que el personaje vivía vigorosamente y a la intemperie, lidiando directamente con la naturaleza, dependiendo de su astucia y su fortaleza para sobrevivir: hombres de los bosques, marineros, pastores...
Leía sobre estos héroes con una semisonrisa en los labios. Sabía que el placer que le brindaban era, en cierta medida, infantil y dudaba de que una vida pudiera ser tan limpia, espontánea y satisfactoria como las de los libros. Pero, pese a todo, había una verdad esencial en esas historias, un ideal primitivo al que él podía aspirar. Quería tratar no con la sociedad, sino únicamente con la Tierra tal cual Dios la había entregado a los hombres.
—¿Es un buen libro, doctor Proteus? —le preguntó Katharine Finch, su secretaria. Había entrado en su despacho con una gran caja de cartón gris.
—¡Oh!, qué tal, Katharine —depositó el libro con una sonrisa—. Nada de gran literatura; te lo aseguro. Un agradable descanso; eso es todo. Sobre unos gabarreros en el viejo canal Erie —tocó con un dedo el ancho y desnudo pecho del protagonista en la cubierta del libro—. Ya no hacen más hombres así. Bien, ¿qué hay en esa caja? ¿Algo para mí?
—Son sus camisas. Acaban de llegar en el correo.
—¿Camisas?
—Para los Meadows.
—¡Oh!, esas cosas. Abre la caja. ¿De qué color son?
—Azules; este año usted está en el equipo azul —puso las camisas sobre el escritorio.
—¡Oh, no! —Paul se puso de pie y extendió una de las camisas azules—. ¡Por Dios, no! —exclamó, al ver sobre el pecho de cada una de las camisas, en letras doradas y deslumbrantes, la palabra «capitán»—. Katharine, no me pueden hacer esto a mí.
—Es un honor, ¿no?
—¡Honor! —dio un gran suspiro y agitó la cabeza—. Durante catorce días, Katharine, yo, especie de reina de mayo y capitán del equipo azul, a la vez, voy a tener que capitanear a mis hombres en los cantos de grupo, las marchas, la subida al palo enjabonado, el voleibol, el juego de las herraduras, el softbal, el golf, el badminton, la caza con trampas, la captura de la bandera, la lucha india, el juego del tejo y, luego, tratando de arrojar a los demás capitanes al lago. ¡Agh!
—El doctor Shepherd estaba muy contento.
—Siempre me ha querido mucho.
—No, quiero decir que estaba contento de ser también capitán.
—¡Oh!, ¿Shepherd es capitán? —el levantamiento de cejas de Paul era parte de un viejo reflejo, la reacción cautelosa de un hombre que hacía muchos años que estaba en el sistema. Ser elegido capitán de uno de los cuatro equipos era un honor, si a un hombre le importaban algo esas cosas. Era una manera que tenía la superioridad de demostrar su favor y, políticamente, que Shepherd hubiera sido elegido capitán era un asunto sorprendente. Shepherd siempre había sido un don nadie en los Meadows y allí su fama principal era ser un lanzador de béisbol bastante aceptable. Ahora, de improviso, era capitán—. ¿De qué equipo? —preguntó Paul.
—El verde. Tengo sus camisas en mi escritorio. Verde con letras naranjas. Muy vívido.
—Verde, ¿eh?
Pues si a uno le importaban esas cosas, el verde era lo más bajo en la jerarquía informal de los equipos. Era una de esas cosas que se sabían sin que nadie dijera una palabra al respecto. Después de haber pensado en este asunto sin importancia, Paul se felicitó de haber sido nombrado capitán del equipo azul, del cual todos parecían sentir que era el equipo con más tono. No se trataba de que hubiera alguna diferencia. No tenía importancia. Era algo tonto. Al diablo con todo eso.
—Por cierto, le han dado bastantes camisas —dijo Katharine contándolas—: ...Nueve, diez, once, doce.
—No son bastantes. Durante dos semanas bebes y sudas, hasta que te sientes como en una bomba de sumidero. Allí todo esto te sirve para un solo día.
—¡Ah!, lo siento, pero eso es todo lo que hay en la caja, salvo este libro —levantó el volumen, que parecía un libro de himnos.
—¡Ay, ay!, el Libro de Canciones de Meadows —dijo Paul con tono de aburrimiento; se apoyó en el respaldo y cerró los ojos—. Elige una canción, Katharine, cualquiera. Y léela en voz alta.
—Aquí está la canción del Equipo Verde, el equipo del doctor Shepherd. Con la melodía de la obertura de Guillermo Tell.
—¿Toda la obertura?
—Es lo que dice aquí.
—Pues, adelante y tratemos de cantarla.
Ella se aclaró la garganta, empezó a cantar en voz muy baja; lo pensó mejor y volvió a leer simplemente:
Verde, oh verde, oh verde es el equipo!
¡El más poderoso que ha visto el mundo!
Gritarán los Rojos, Azules y Blancos
Cuando
Vean al gran equipo verde.
—Te hará salir pelo en el pecho, Katharine.
—¡Oh, Dios!, pero será divertido. Usted sabe que le encantará cuando esté allí.
Paul abrió los ojos y vio que Katharine leía otra canción y le brillaban los ojos de entusiasmo y movía la cabeza de un lado a otro.
—¿Qué estás leyendo ahora?
—¡Oh, ojalá fuera un hombre! Estaba leyendo su canción.
—¿Mi canción?
—La canción del equipo azul.
—¡Oh, mi canción! Por lo que sea, veamos cómo es.
Ella silbó unos cuantos compases de «Indiana» y luego cantó, esta vez con todas sus fuerzas:
¡Oh, tú, equipo azul; tú, equipo osado y verdadero,
No hay equipos tan buenos como tú!
Aplastarás al verde, también al equipo rojo,
Y batirás al equipo blanco.
Mejor será que se escondan ante tu furia,
Y de prisa, sin dejar huellas;
¡Porque el equipo azul es un equipo osado y verdadero
Y no hay equipo tan bueno como tú!
—Hummm...
—Y además, usted ganará. Yo sé que lo hará —dijo Katharine.
—¿Vas a estar en el Mainland? —El Mainland era un campamento para esposas e hijos y mujeres empleadas, cuya preparación aún no era completa, enfrente de Meadows, la isla donde iban los hombres.
—Es lo más próximo que puedo al asunto de verdad —contestó Katharine con tristeza.
—Es bastante próximo, puedes creerme. Dime, ¿Bud Calhoun va a estar allí?
Ella se ruborizó y al instante él lamentó haber hecho la pregunta.
—Tiene una invitación, lo sé —dijo ella—, pero eso fue antes... —trató, tristemente, de encontrar palabras—. Y usted sabe lo que dice el Manual.
—Las máquinas ya no pueden soportarlo —dijo amargamente Paul—. ¿Por qué no inventan un truco por el cual se le dé una copa gratis a ún hombre antes de que le den con el hacha en la cabeza? ¿Sabes qué planes tiene?
—No lo he visto ni he hablado con él, pero llamé a la oficina de Matheson para averiguar qué iban a hacer con él. Me dijeron que sería supervisor de proyectos para él... —se le quebró la voz— para el Cuerpo de Reconstrucción. —La emoción la puso al borde de las lágrimas y se fue deprisa del despacho de Paul.
—Estoy seguro de que le irá bien —le dijo Paul—. Apuesto cualquier cosa a que dentro de un año no reconoceremos nuestra ciudad con él inventando cosas para que las hagan los de Reconstrucción y Reclamaciones.
Sonó el teléfono y ella le pasó la información de que el doctor Deward Finnerty estaba en la puerta, queriendo entrar.
—Que le aten las manos y los pies, que le pongan una bolsa en la cabeza y que cuatro hombres le traigan hasta aquí. Con bayonetas caladas, por supuesto. Y asegúrate de que le sacan una foto en ese estado para Shepherd.
Diez minutos después, Finnerty entró en el despacho de Paul escoltado de un guardia armado.
—¡Santo cielo! ¡Mira qué aspecto tan cambiado! —exclamó Paul. Finnerty tenía el pelo cortado y peinado, y el rostro rosado, brillante y afeitado; y su viejo traje, si bien gastado y un poco holgado, se veía bien planchado y con aspecto sanitario.
Finnerty lo miró en blanco, como si no se supiera a qué se debía el alboroto.
—Me gustaría pedirte prestado el coche.
—¿Me prometes borrar tus huellas digitales cuando termines?
—¡Oh!, estás enojado por el asunto de la pistola, supongo. Lo siento. Tuve la intención de arrojarla al río.
—Entonces, ¿ya te enteraste?
—Pues claro. Y también de cómo Shepherd dio el soplo sobre ti diciendo que me dejaste entrar en la planta sin escolta. Una lástima.
Finnerty, después de menos de una semana en Homestead, se había hecho de modismos populacheros, breves y contundentes. Asimismo, parecía disfrutar de ser mala compañía para cualquiera que fuera respetable.
Paul se asombró, como se había asombrado en casa de Kroner, de cuánto sabían los demás de su vida.
—¿Cómo sabes tanto?
—Te sorprendería saber de qué y cómo se enteran. Te sorprendería mucho si supieras todo lo que ocurre en este mundo. Estoy empezando a abrir los ojos —se inclinó hacia adelante con determinación—. Y... Paul, me estoy encontrando a mí mismo. Por fin me estoy encontrando a mí mismo.
—¿Cómo te ves, Ed?
—Esos tontos bastardos del otro lado del río... son mi clase de gente. ¡Son de verdad, Paul, de verdad!
Paul jamás había dudado de que fueran de verdad y, por tanto, se encontró sin ningún comentario ni reacción emocional para el importante anuncio de Finnerty.
—Pues me alegro de que te hayas encontrado, después de todos estos años —dijo. Finnerty había estado encontrándose desde que Paul lo conociera; y, semanas después, siempre desertaba de su revelación con furiosas denuncias de impostor y descubría a otro—. Está muy bien, Ed.
—Bien, ¿y las llaves del coche?
—¿Estaría mal preguntarte para qué?
—Una mudanza. Quiero recoger mi ropa y mis cosas en tu casa y llevar todo a casa de Lasher.
—¿Vives con Lasher?
Finnerty asintió con la cabeza.
—Es sorprendente lo bien que nos llevamos. Desde el principio —su tono implicó una mínima huella de desprecio por la vida superficial que llevaba Paul—. ¿Las llaves?
Paul se las arrojó.
—¿Cómo piensas utilizar el resto de tu vida, Ed?
—Con el pueblo. Es mi lugar.
—¿Sabes que la policía está detrás de ti por no haberte registrado?
—La sal de la vida.
—Puedes ir a la cárcel, ¿sabes?
—Tú tienes miedo de vivir, Paul. Eso es lo que te pasa. ¿Sabes algo de Thoreau y Emerson?
—Un poco. Supongo que lo mismo que tú antes de que Lasher te evangelizara.
—De cualquier modo, Thoreau estaba en la cárcel porque no pagó un impuesto que apoyase a la guerra contra México. No creía en las guerras. Y Emerson fue a verlo en la cárcel. «Henry —le preguntó—, ¿por qué estás aquí?» Y Thoreau le contestó: «Ralph, ¿por qué no estás tú aquí?»
—¿Tengo que ir a la cárcel? —dijo Paul, tratando de sacar alguna moraleja de la anécdota.
—No tendrías que tener miedo de la cárcel y de hacer lo que crees justo.
—Pues no lo tengo. —Paul reflexionó que el problema grave, en realidad, era encontrar algo en que se pudiera creer.
—Pues bien, no tienes miedo —en la voz de Finnerty hubo un deje de escepticismo; al parecer, se estaba aburriendo con su antiguo amigo, gobernado por los convencionalismos del lado norte del río—. Gracias por el coche.
—Cuando quieras. —Paul se sintió aliviado cuando la puerta se cerró detrás de este nuevo Finnerty, el de esta semana.
Katharine volvió a abrir la puerta.
—Me asusta —dijo.
—No tienes por qué asustarte. Se gasta toda la energía en juegos consigo mismo. Sonó tu teléfono.
—Es el doctor Kroner —dijo Katharine—. Sí —dijo al teléfono—. El doctor Proteus aquí está.
—¿Lo podría poner al habla? —dijo la secretaria de Kroner.
—El doctor Proteus al habla.
—El doctor Proteus al habla —repitió Katharine.
—Un momento, el doctor Kroner quisiera hablar con el. Doctor Kroner, el doctor Proteus, en Ilium, al habla.
—¡Hola, Paul!
—¿Cómo está?
—Paul, acerca de este asunto de Finnerty y Lasher... —su tono juguetón y conspirativo implicaba que la propuesta persecución de esos dos era una especie de broma práctica—. Sólo quería decirte que llamé a Washington al respecto para hacerles saber lo que vamos a hacer, y ellos me dijeron que debíamos quedar a la espera por un tiempo. Dicen que todo debe ser planeado en las esferas más altas. Al parecer, es más importante de lo que yo pensaba. —Bajó el tono de su voz a un murmullo—. Empieza a parecer un problema nacional, no sólo de Ilium.
Paul se complació de que hubiera una demora, pero la razón de ello fue una sorpresa.
—¿Cómo puede ser que Finnerty se convierta en un problema nacional, o siquiera de Ilium? Sólo hace unos pocos días que está por aquí.
—Los que nada tienen que hacer hacen el trabajo del diablo, Paul. Posiblemente se haya metido con malas compañías y en realidad estemos detrás de esas malas compañías. De cualquier modo, la dirección quiere participar en todo lo que nosotros hagamos y, además, quieren efectuar una reunión sobre el asunto en los Meadows; veamos... dentro de dieciséis días.
—Muy bien —dijo Paul, y agregó, en su imaginación, el sello invisible que había impuesto esos días en sus actividades oficiales: «Y al diablo contigo». No tenía la menor intención de convertirse en un delator de nadie. Simplemente aguantaría hasta que Anita estuviera lo suficientemente preparada como para decir en voz alta: «Al diablo contigo. Al diablo, con todo».
—Aquí todos te tenemos en la mayor consideración, Paul.
—Se lo agradezco.
Kroner quedó un instante en silencio. Súbitamente aulló en el teléfono, casi rompiéndole los tímpanos a Paul.
—¿Qué dijo? —preguntó. El mensaje había sido tan estruendoso como para ser sólo molesto y sin sentido.
Kroner rió y bajó un poco el volumen de su voz:
—Pregunté: «¿Quién va a ganar, Paul?»
—¿Ganar?
—¡En Meadows, en Meadows! ¿Quién va a ganar?
—¡Oh!, Meadows —dijo Paul. Era una conversación de pesadilla, con Kroner vehemente y feliz y Paul carente de la más mínima noción de lo que estaba sucediendo.
—¿Qué equipo? —preguntó Kroner, un poco irritado.
—¡Oh, oh! ¡El equipo azul va a ganar! —llenó de aire sus pulmones—. ¡El azul! —aulló.
—Puedes apostar lo que quieras a que vamos a ganar —replicó con otro grito Kroner—. ¡Los azules estamos detrás de ti, capitán! —Por tanto, Kroner también estaba en el bando azul. Empezó a cantar con su voz grave y retumbante:
¡Oh, tú, equipo azul; tú, equipo osado y verdadero,
No hay equipos tan buenos como tú!
Aplastarás al verde, también al equipo rojo,
Y batirás al equipo blanco...
La canción fue interrumpida por un grito:
—¡El blanco va a ganar! —exclamó Baer, aullando en la línea—. Entonces, ¿os creéis que el azul va a ganar, eh? El equipo blanco os aplastará, os aplastará; ¡ja, ja!, destrozará las ilusiones vanas del equipo azul.
Se produjeron sonidos de carcajadas y réplicas e interjecciones, y Kroner volvió a tomar la letra del equipo azul donde la había dejado:
Mejor será que se escondan ante tu furia,
Y de prisa, sin dejar huellas; Porque el...
La voz aguda de Baer se elevó sobre el tono bajo de Kroner con la canción del equipo blanco y la melodía de «Tramp, Tramp, Tramp».
El blanco, el blanco, hay que mirar al blanco.
El azul, el verde, el rojo se lamentarán
Ante la furia del blanco.
Quedarán destrozados ante...
El alboroto subió de volumen y las canciones degeneraron en risotadas. Se produjo un estruendo en el receptor de Paul, luego un grito, un clic y luego sólo el zumbido del aparato.
Paul volvió a poner el receptor en su lugar con una mano floja. No habría ninguna renuncia antes de los Meadows, se dijo de mal humor. No habría posibilidades de reeducar a Anita y renunciar en los pocos días que faltaban. Tendría que soportar los Meadows y, peor suerte aún, los tendría que soportar como capitán del equipo azul.
Posó la mirada en el pecho hirsuto y tostado por el sol, los francos ojos grises y los grandes bíceps del hombre en la portada del libro; y sus pensamientos rodaron fácil y agradecidamente hacia la fantasía de la nueva buena vida que tenía por delante. En alguna parte, fuera de la sociedad, había un sitio para que un hombre o, mejor dicho, un hombre y una mujer, pudieran vivir sin culpas, con entusiasmo y, naturalmente, con sus manos y su ingenio.
Paul estudió sus manos suaves y largas. Su único callo estaba ubicado en el dedo más largo de su mano derecha. Ahí tenía una mancha sucia y naranja, producto de la nicotina; había crecido un callo con el correr de los años, protegiendo a su dedo del desgaste que le daban los lápices y los lapiceros. Habilidad, eso era lo que tenían las manos de los personajes, habilidad. Hasta ese momento, las manos de Paul habían aprendido a hacer pocas cosas, salvo coger un lapicero, un lápiz, el cepillo de dientes, el cepillo para el pelo, la navaja, el cuchillo, el tenedor, la cuchara, una copa, el vaso, los grifos, las manijas, el timbre, el pañuelo, la toalla, la cremallera, los botones, los broches de presión, el jabón, los libros, el peine, la esposa o el volante de un automóvil.
Recordó sus días de universidad y estaba seguro de haber aprendido allí alguna habilidad manual. Aprendió a hacer dibujos mecánicos. Entonces se le había empezado a desarrollar el callo del dedo. ¿Qué más? Aprendió a hacer rebotar una pelota en varias paredes con cierta habilidad y para consternación de sus oponentes. Había sido lo bastante bueno como para llegar a los cuartos de final durante dos años consecutivos del torneo regional universitario. Había podido hacerlo con sus manos.
¿Que más?
Nuevamente le sobrecogió la intranquilidad: su miedo de que tuviera demasiadas pocas cosas en su haber como para arreglárselas fuera del sistema, para seguir adelante sin desánimo. Quizá se pudiera meter en un pequeño negocio, tal como el que decía tener cuando no quería que lo reconocieran: una tienda de alimentos. Pero aún estaría atrapado en el engranaje de la economía y su jerarquía concomitante. De cualquier modo, las máquinas no le permitirían entrar en ese negocio. Y aunque así fuera, no dejaría de haber menos absurdos y claudicaciones. Además, pese al hecho de que Paul se decía que se fuera al diablo con todo el sistema, tenía conciencia de que el negocio, relativamente aburrido y mediocre, de comprar y vender estaba por debajo de su categoría. Así que al diablo también con él. Lo peor sería la total inactividad, algo de lo que Paul era capaz, pero que, estaba seguro, sería tan amoral como el sistema al que renunciaba.
La granja, ésa sí que era una palabra mágica. Como tantas otras palabras con un deje de magia que les venía del pasado, la palabra «granja» era un recordatorio de la fuerte raza de que provenía la actual generación, de lo fuerte que podía ser un ser humano, en caso de necesidad. La palabra poco significaba en el presente. Ya no había granjeros, sólo ingenieros agrícolas. En el rico valle del Iroquois, en el distrito de Ilium, miles de pobladores se habían ganado la vida en otros tiempos con la agricultura y la ganadería. Ahora el doctor Ormand van Curler dirigía las granjas de todo el país con cien hombres y varios millones de dólares en maquinaria.
La agricultura. A Paul se le aceleró el pulso y soñó despierto, imaginando lo que sería vivir cien años atrás; vivir en una de las numerosas granjas que ahora decaían, desde sus cimientos, en todo el valle. En su fantasía, eligió una granja en especial, una cerca de los límites del pueblo que él había admirado. De pronto se dio cuenta de que la finca, ese pequeño parche del pasado, no era parte del sistema agrícola de Van Curler. Estaba casi seguro de que no lo era.
—Katharine —llamó excitado—, ponme en línea con el director de la Inmobiliaria de Ilium.
—Inmobiliaria de Ilium. El doctor Pond al habla. —Pond hablaba con cierto amaneramiento de afeminado.
—Doctor Pond, le habla el doctor Proteus, de Works.
—¿Pues qué puedo hacer por usted, doctor Proteus?
—¿Conoce usted esa granja de la calle King, apenas fuera de los iímítes del pueblo?
—Ummmm... A ver, un momento. —Paul oyó que una máquina pasaba tarjetas y luego un timbre anunció que se había encontrado la tarjeta correspondiente—. Sí, la finca de los Gottwald. Aquí tengo la tarjeta.
—¿Qué ha sido de ella?
—¡Una buena pregunta! ¿Qué se puede hacer con ella? ¡Ojalá lo supiera! Era una afición que tenía Gottwald, ¿sabe?, conservarla como una antigua casa de campo. Cuando murió, los herederos quisieron que Van Curler se hiciera cargo, pero él dijo que no valía la pena hacer nada. Sólo tiene ochenta hectáreas y tendría que derribar las protecciones contra el viento para poder conectarla con los otros campos y trabajarla con eficiencia. Luego los herederos descubrieron que, de cualquier modo, no la podían vender al Sistema Agrícola. En el testamento dice que el lugar debe conservarse tal cual está —se rió amargamente—. Por tanto, lo único que el viejo Gottwald dejó a sus herederos fue un buen dolor de cabeza. Un elefante blanco.
—¿Cuánto cuesta?
—¿Habla en serio? Es una exposición de museo, doctor. Quiero decir que no hay casi nada mecánico en ese lugar. Aun cuando pudiera superar las restricciones del testamento, le costaría miles de dólares arreglarla.
—¿Cuánto? —insistió, ya que la finca pintaba cada vez mejor.
—Dieciocho mil, lo dice aquí en la tarjeta. —Antes de que Paul pudiera cerrar el trato en ese mismo instante, Pond agregó—: Pero usted la puede conseguir por quince mil, estoy seguro. ¿Qué le parecen unos doce mil?
—¿Serán suficientes unos quinientos como seguridad hasta que pueda verla?
—Hace catorce años que no se vende. Vaya y eche un vistazo, si realmente quiere hacerlo. Después de que haya vomitado, tengo unas cosas realmente buenas que me gustaría enseñarle —la máquina volvió a pasar tarjetas—. Por ejemplo, hay una buena casa al estilo de Georgia en Griffin Boulevard. Manijas electrónicas en las puertas, ventanas termoestáticamente manejadas, radar, precipitadores electroestáticos de polvo, lavadora ultrasónica empotrada; pantallas de televisión de un metro en el dormitorio principal, el cuarto de huéspedes, la sala, la cocina y las salitas, y pantallas de medio metro en el cuarto de las criadas y de los niños y...
—¿Dónde puedo conseguir la llave de la granja?
—¡Oh!, eso. Pues para darle una idea de dónde se está metiendo, no hay cerradura. Tiene un cordón de aldaba.
—¿Aldaba?
—Sí, una aldaba. Tuve que averiguar de qué se trataba. Adentro de la puerta hay una aldaba con un cordón. Cuando quiere que alguien entre, pasa el cordón por un agujerito en la puerta para que cuelgue afuera. Si no quiere que entre nadie, deja el cordón adentro. Un horror, ¿no?
—Sobreviviré. ¿El cordón está afuera?
—Allí hay un cuidador comisionado por el Cuerpo. Le llamaré y le diré que lo deje afuera. Confidencialmente, estoy seguro de que aceptarán ocho.
15
El cordón de la aldaba en la casa de los Gottwald estaba afuera, para que pudiera pasar el doctor Paul Proteus.
Tiró del mismo, oyó con satisfacción que la aldaba se abría en el interior y entró. La sala estaba mal iluminada por pequeñas ventanas polvorientas, y la luz que entraba moría en las antiguas superficies oscuras y apagadas. El suelo subía y bajaba como un trampolín bajo los pies de Paul.
—La casa respira con usted, como buena ropa interior —dijo una voz amanerada desde las sombras. Paul miró en la dirección de donde provenía. El hombre aspiró el humo de su cigarrillo iluminando su rostro lunar con un destello rosado—. ¿El doctor Proteus?
—Así es.
—Soy el doctor Pond. ¿Quiere que encienda las luces?
—Por favor, doctor.
—Pues no hay. En todas partes lámparas de keroseno. ¿Quiere lavarse las manos o algo así?
—Pues no...
—Porque, si quiere, hay una bomba en el patio de atrás y una caseta al lado del gallinero. ¿Quisiera ver las termitas, la bosta seca, el chiquero y el estercolero, o vamos a ver esa casa de Griffin Boulevard? —Caminó hasta donde pudieron verse. El doctor Pond era muy joven, gordo y diligente, evidentemente deprimido por el ambiente que ahora le rodeaba.
—Por cierto, usted no tiene muchas ganas de venderme esta propiedad —dijo Paul, soltando una carcajada. Con cada nueva inconveniencia, el lugar le parecía más irresistible. Era un refugio completamente aislado, fuera de los rápidos torbellinos de la Historia, la sociedad y la economía. Fuera del tiempo
—Tengo cierta responsabilidad —dijo con cuidado el doctor Pond—. Un administrador sin conciencia, por encima y más allá del Manual, es como un barco sin timón.
—¿Verdad? —dijo Paul con aire ausente. Miraba por una ventana trasera el corral; y, más allá, por la puerta abierta de un establo, pudo ver el costado firme de una vaca.
—Sí —dijo el doctor Pond—, como un barco sin timón. Por ejemplo, si bien el Manual no me lo dice, yo me aseguro de que cada uno tenga una casa apropiada a su posición en la vida La forma en que vive un hombre puede destruir o aumentar la calidad de su trabajo; puede aumentar o disminuir la estabilidad y el prestigio de todo el sistema.
—¿Dice que puedo comprar esta granja por ocho mil?
—Por favor, doctor, usted me pone en una situación muy delicada. Cuando usted me llamó, me sentí entusiasmado porque este lugar hace tanto tiempo que no es más que un dolor de cabeza. Pero luego me empezó a preocupar mi conciencia y, bien, simplemente no puedo dejar que usted haga esto.
—La compraré. ¿Los animales van incluidos en el precio?
—Todo va incluido. Así lo estipulan el testamento de Gottwald y la escritura. Tiene que conservarse tal cual, y se debe cultivar la tierra. ¿Ve que es imposible? Ahora, ¿vamos a Griffin Boulevard, donde está la casa apropiada para el director de Ilium Works? —Cuando invocó el título, su voz resonó como un coro de trompetas.
—Quiero ésta.
—Si intenta obligarme a vendérsela —el doctor Pond se ruborizó— renunciaré. Mi número de clasificación puede ser el doble que el suyo, pero aún tengo mi dosis de integridad.
La palabra, viniendo de Pond, al principio le pareció ridicula a Paul y empezó a sonreírse un poco. Luego vio lo tenso que estaba el hombre y se dio cuenta de que Pond, por Dios, estaba hablando de integridad. Esa nada de hombre en un cargo de nada tenía valores de nada por los que estaba dispuesto a jugarse su vida de nada. Y Paul tuvo una visión de la civilización como un dique inmenso y en malas condiciones donde miles de hombres como el doctor Pond, en una fila que se extendía hasta el horizonte, trataban tristemente de tapar un agujero con el dedo.
—Esto sería una afición, por supuesto, un juguete —mintió Paul—. Seguiré viviendo en mi casa.
El doctor Pond suspiró y se hundió en una silla.
—¡Ah, gracias a Dios! ¡Ah! No sabe el peso que me ha quitado de encima —se rió en un ataque de alivio nervioso—. Por cierto, por cierto, por cierto... ¿Y dejará usted al señor Haycox?
—¿Quién es Haycox?
—El hombre del Cuerpo que está asignado para mantener en funcionamiento al sitio. Estaba bajo las órdenes del Cuerpo, pero la sucesión de Gottwald le paga. Usted tendría que hacer lo mismo.
—Me gustaría conocerlo.
—También es una antigüedad —se llevó las manos a la cabeza—. Qué lugar. Pienso que usted está loco, simplemente loco. Pero quien paga es quien manda.
—Mientras no amenace con desgraciar el sistema.
—¡Exacto! Eso es tan bueno como para grabarlo en la chimenea, pero dudo que se lo permita el testamento.
—¿Y qué tal «Después de nosotros, el diluvio»? —preguntó Paul.
—¿Ummm? —el doctor Pond trató de sacarle un sentido a la cita, pero decidió que debía ser un sentimiento arcaico y agradable para aquellos que comprendieran la poesía, y sonrió—. Eso también es bonito —al parecer, la palabra «diluvio» se le quedó en el cerebro—. Ahora, aquí está el sótano: tiene suelo de tierra y es húmedo. —Cruzó el umbral de la puerta trasera, frunció la nariz ante el olor dulce y penetrante de la bosta que se secaba a la luz del sol—. ¡Señor Haycox! —gritó—. ¡Eh, señor Haycox!
Paul había abierto la puertecita de un reloj de pared.
—Extraordinario —dijo entre dientes—. La madera aún sirve.
Verificó la hora en su cronómetro a prueba de golpes, de agua, antimagnético, con luz en la oscuridad y de cuerda automática que Anita le había regalado en Navidad y vio que el antiguo reloj estaba dos minutos atrasado. Permitiéndose un capricho atávico, puso su reloj para que correspondiera con las manecillas de la reliquia que rechinaba y crujía los segundos, sonando como un barco de madera resistiendo al fuerte viento.
Sin duda era una de las casas más viejas del valle. Las vigas rústicas estaban a centímetros de la cabeza de Paul, y la chimenea era de un color negro azabache, y no había un verdadero ángulo en parte alguna.
Lo más notable de la casa era que el modo en que había aliviado sus tensiones correspondía a las necesidades particulares, para no decir peculiares, de Paul. Aquí había un lugar donde él podría trabajar con sus manos, arrancar vida de la naturaleza sin que le distrajera ningún otro ser humano, con la excepción de su mujer. No sólo eso, sino que Anita, con su pasión por las cosas coloniales, estaría encantada, hasta perpleja, con este microcosmo, completamente auténtico, del pasado.
—¡Ah! —dijo el doctor Pond—, por fin viene Haycox. Cuando se le llama, nunca contesta. Empieza a acercarse, pero a su ritmo.
Paul observó el avance de pies pesados del señor Haycox por el corral de tierra apisonada. El cuidador era un anciano, con pelo cano corto, piel dura y tostada y, al igual que Rudy Hertz, manos admirablemente grandes. A diferencia de Rudy, el señor Haycox no estaba disecado. Su carne parecía firme, dura y con buen color. El máximo pago que parecía haber hecho al paso del tiempo era con los dientes, pues le quedaban pocos. Podía haber formado parte de la vida rural del pasado. Vestía un mono azul, un sombrero de paja de alas anchas y zapatones de trabajo, pesados y costrosos.
Como para indicar a Paul el anacronismo del señor Haycox y de la granja de Gottwald, uno de los hombres del doctor Ormand van Curler, encima de un tractor, apareció del otro lado de la valla, elegante con su uniforme de trabajo de un blanco inmaculado, su gorra roja de béisbol, sus sandalias frescas, que casi nunca pisaban el suelo, y sus guantes blancos que, como las manos de Paul, raramente tocaban algo que no fuera volantes, palancas o interruptores.
—¿Qué quieren? —dijo el señor Haycox—. ¿Qué pasa ahora? —Tenía una voz fuerte. En ella no había nada de la mansedumbre o disponibilidad que Paul había visto con tanta frecuencia en los hombres del Cuerpo. El señor Haycox se comportaba como si el sitio le perteneciera; quería hablar lo menos y más cortante posible, y dudaba de que se le interrumpiera para algo más importante que lo que estaba haciendo.
—Doctor Proteus... Éste es el señor Haycox.
—¿Cómo está? —dijo Paul.
—Bien —dijo Haycox—. ¿Qué clase de doctor?
—Doctor en Ciencias.
Haycox pareció molesto y desilusionado.
—A eso no se le llama doctor. Hay tres clases de doctores: dentistas, veterinarios y médicos. ¿Es alguno de esos?
—No, lo lamento.
—Es un doctor —dijo seriamente el doctor Pond—. Sabe cómo mantener la salud de las máquinas. —Trató de inculcar la importancia de los títulos universitarios en el cerebro de aquel rústico.
—Un mecánico —dijo Haycox.
—Pues —dijo el doctor Pond— se puede ir a la universidad y aprender a ser especialista en toda clase de cosas además de curar a los hombres o a los animales. Quiero decir que, después de todo, el mundo moderno se detendría si no hubiera hombres con una educación técnica avanzada que mantuvieran en buen funcionamiento las piezas complicadas de la civilización.
—Um —dijo apáticamente el señor Haycox—. ¿Y qué mantiene usted en buen funcionamiento?
El doctor Pond sonrió modestamente.
—Pasé siete años en la Escuela Graduada de Administración Inmobiliaria de Cornell para calificarme con el título de doctor y poder conseguir este trabajo.
—¿Usted también se llama doctor? —preguntó Haycox.
—Pienso que puedo decir, sin temor a la contradicción, que me gané ese título —dijo fríamente el doctor Pond—. Mi tesis fue la tercera más larga en cualquier campo ese año en todo el país: ochocientas noventa y seis páginas, a doble espacio con márgenes pequeños.
—Vendedor de casas —dijo Haycox. Echó una mirada a Paul y al doctor Pond, esperando que alguno de los dos dijera algo digno de mención; cuando, al cabo de veinte segundos, no lo hicieron, se dio media vuelta para irse—. Yo soy doctor en mierda de vaca, en mierda de puerco y en mierda de gallina —dijo—. Cuando ustedes, doctores, sepan lo que quieren, me encontrarán en el granero apaleando mi tesis.
—¡Señor Haycox! —dijo, furioso, el doctor Pond—. ¡Usted se quedará aquí hasta que hayamos terminado!
—Pensé que ya estaba.
—El doctor Proteus va a comprar la propiedad.
—¿Mi granja? —dijo Haycox, y se dio vuelta lentamente para enfrentarlos, con verdadera preocupación en la mirada.
—La granja que usted cuida —dijo el doctor Pond.
—Mi granja.
—La granja de la sucesión de Gottwald.
—¿Es eso un hombre?
—Ya sabe que no.
—Pues yo soy un hombre. En lo que a hombres se refiere, ésta de aquí es mi granja más que de nadie. Soy el único hombre que alguna vez se haya preocupado por ella, que alguna vez hiciera algo al respecto —miró gravemente a Paul—. ¿Sabe que el testamento dice que se debe conservar tal cual?
—Pienso hacerlo.
—Y dejarme adentro —dijo Haycox.
—Pues no lo sé con seguridad —dijo Paul. Se trataba de una complicación que no había previsto. Pensaba hacer él mismo todo el trabajo. Ésa era la razón de la empresa.
—Eso no está en el testamento —dijo el doctor Pond contento de haber encontrado algo que pudiera conmover al señor Haycox.
—Da lo mismo; usted me tiene que dejar aquí —dijo Haycox—. Esto es lo que hago yo —y señaló el corral y los edificios, todos impecables—. Eso es lo que he hecho.
—Gottwald le compró la finca al padre del señor Haycox —explicó el doctor Pond—. Hubo una especie de trato informal, según creo, por el cual el señor Haycox podía retener el trabajo de cuidador por el resto de su vida.
—¡Informal, diablos! —dijo Haycox—. Él prometió, Gottwald prometió. Esto ha sido de nuestra familia desde hace más de cien años, mucho más. Y yo soy el último de la línea y Gottwald prometió, por Dios, prometió que sería lo mismo hasta que me llegara la hora.
—Pues ha llegado la hora —dijo el doctor Pond.
—La hora de morir... Gottwald quiso decir hasta que me muriera. Tengo el doble de años vividos que usted, doctorcito, y el doble por delante —se acercó al doctor Pond y lo miró a los ojos—. He apaleado tantas pilas grandes de mierda en mi vida que pienso que podría arrojar por todo el granero a una bostita como usted.
El doctor Pond abrió los ojos y dio unos pasos hacia atrás.
—Ya lo veremos —dijo débilmente.
—Mire —dijo Paul, de prisa—, estoy seguro de que podremos solucionar este problema. Tan pronto como cierre el trato, señor Haycox, usted trabajará para mí.
—¿Las cosas serán igual que hasta ahora?
—Mi mujer y yo vendremos aquí de vez en cuando. —No le pareció que era el momento oportuno de decirle a nadie que él y Anita serían residentes permanentes.
A Haycox no le importó mucho esto.
—¿Cuándo?
—Le avisaremos con mucha anticipación.
Asintió, taciturno. Luego, de forma inesperada y encantadora, Haycox sonrió:
—Me pregunto si ofendí a ese doctor de Inmobiliarias. Ya que ésta será su granja, bien puede arreglar la bomba del agua. Necesita un relleno.
—Me temo que no sé hacerlo —dijo Paul.
—Quizá —dijo Haycox, alejándose—, quizá si hubiera ido otros diez o veinte años a la universidad, alguien podría haber llegado a enseñarle, doctor.
16
Fue evidente que Anita confundió el sereno entusiasmo de Paul con sueños sobre horas felices venideras en Meadows, acontecimiento para el que sólo faltaban dos semanas.
Ella no sabía que él estaba aprendiendo a ser un granjero y que sentaba las bases para enseñarle a ella a ser una granjera.
Era un sábado caluroso y, con el pretexto de comprarse un guante de béisbol, Paul fue a su finca —a la suya o de Haycox—. Allí, Haycox, de modo condescendiente e impaciente, le impartió medias verdades sobre cómo dirigir el lugar, y le expresó a Paul una vaga confianza en que un día se las podría arreglar.
Esa tarde, a la hora de la cena, Paul, satisfecho de haber escuchado a Haycox durante horas, le preguntó a su mujer si sabía qué fecha era el miércoles siguiente.
Ella levantó la vista de una lista de cosas que debía empaquetar para su viaje a Mainland y, aún más importante, para el viaje de Paul a Meadows.
—No me lo puedo imaginar. ¿Tienes buenas zapatillas de tenis para el viaje?
—Las que tengo son suficientes. Para tu información, el próximo miércoles es...
—Shepherd lleva doce pares de medias..., todas verdes. Él también es capitán, ¿sabes?
—Lo sé.
—¿Y qué te parece? Es una especie de sorpresa: la primera vez que te nombran capitán y él también lo consigue.
—Quizás envió un cupón a los Rosacruces. ¿Cómo diablos sabes la cantidad de pares de medias que lleva?
—Porque no tiene mujer, y esta tarde vino a que le ayudara. Entonces le confeccioné una lista de las cosas que precisaba. Los hombres son tan inútiles...
—Se las arreglan. ¿Tenía algo interesante que decir?
Ella dejó la lista y le echó una mirada llena de reproches.
—Sólo del informe policial sobre tu pistola y de otro sobre la espantosa gente clandestina con quienes estuviste esa noche en Homestead —hizo un gesto con el pañuelo y lo arrojó, petulante—. Paul... ¿por qué no me cuentas esas cosas? Siempre me tengo que enterar por terceros.
—¡Clandestina! —replicó Paul—. ¡Oh, por Dios!...
—Shepherd dijo que Lasher y Finnerty están vigilados como obstructores potenciales.
—¡Todo el mundo está vigilado! ¿Por qué escuchas a ese hombre, que es como una vieja?
—¿Por qué no me dices tú lo que pasa?
—Porque esas cosas eran superficiales. Porque temí que tú no las vieras de ese modo y te enfadaras. Como ahora te enfadas. Está todo arreglado. Kroner lo arregló.
—Shepherd dijo que te podían dar diez años solamente por lo de la pistola.
—La próxima vez que venga, pregúntale si tiene idea del tiempo que me darán si le aplasto esa inmensa nariz suya.
Paul tenía los músculos tensos, debido a los rigores desacostumbrados de la tarde y los olores animales le habían comunicado una sensación de fortaleza primitiva. La idea de golpear la cara de Shepherd, un extraño deporte en una vida de nociones pacifistas, llegó como un complemento inesperado a su día.
—Bien, al diablo con el capitán del equipo verde. Te pregunto de nuevo qué día es el próximo miércoles.
—Seguro que no lo sé.
—Nuestro aniversario de compromiso.
Era un aniversario con inquietas connotaciones para ambos, un aniversario que ninguno de los dos había mencionado en los años que llevaban de matrimonio. Fue la fecha en que Anita le había anunciado a Paul que ella estaba esperando, esperando su hijo, y ante lo cual él había reaccionado ofreciéndole su nombre, etc. Ahora, con el evento suavizado por años de matrimonio más o menos adecuado, Paul pensó que lo podrían transformar en algo que sentimentalmente no era. El aniversario, para ser exactos, caía en un momento ideal para el principio de la reeducación de Anita.
—Y tengo planeada una velada especial —dijo él—; distinta a cualquier velada que hayamos pasado juntos, querida.
—Es gracioso, pero me había olvidado por completo de esa fecha. ¿De verdad? ¿El miércoles que viene? —ella le mostró otra sonrisa extraña, como si la historia de su compromiso se le hubiera retorcido en la mente, como si pensara que él había mencionado el hecho debido a una decepción ahora insignificante—. Pues qué alegría —dijo—. Es muy amable que te hayas acordado. Pero con Meadows tan próximo... —Tenía una naturaleza tan metódica que cuando algo de importancia estaba a punto de suceder los otros aspectos de la vida no podían tener ninguna importancia. Para ella era casi indecente prestar atención en esos momentos a algo que no fuera Meadows.
—Al diablo con Meadows.
—No hablas en serio.
—Digo que saldremos el próximo miércoles.
—Pues espero que sepas lo que estás haciendo. Tú eres el capitán.
—Yo soy el capitán.
17
Edgar R. B. Hagstrohm, de treinta y siete años de edad, número de registro 131313, Pintor de Primera Categoría, Batallón de Preservación de Superficies número 22, Regimiento de Mantenimiento número 58, División 110 de Edificios y Suelos del Cuerpo de Reconstrucción y Reclamaciones, había sido bautizado con el nombre del autor favorito de su padre, el creador de Tarzán, el héroe que, a grandes distancias del invierno sucio y despiadado de la ciudad de los Hagstrohm, Chicago, se hacía amigo de los leones, elefantes y monos, volaba por los árboles de liana en liana, estaba sólidamente construido y sacaba lo que quería de las hermosas mujeres civilizadas, en casas sobre los árboles, y dejaba en paz al resto de la civilización. A E. R. B. Hagstrohm le gustaba tanto Tarzán como a su padre y detestaba, diez veces más que su padre, ser un hombre común y vivir en Chicago.
Y Edgard estaba leyendo a Tarzán en el dormitorio cuando su gorda esposa, Wanda, lo llamó desde su posición ante la ventana de la habitación delantera de su casa prefabricada en Proteus Park, Chicago, una urbanización de postguerra de tres mil casas de ensueño para tres mil familias de ensueños presumiblemente idénticos:
—Dios, aquí viene, Edgar.
—Muy bien, muy bien, muy bien —dijo Edgar—. ¡Así que viene! ¿Y qué esperan que yo haga? ¿Que grite como un loco? ¿Que le bese los pies y me desmaye? —Se tomó su tiempo en levantarse de la cama y no alisó las mantas. Dejó el libro abierto en la mesilla para que los visitantes pudieran ver que era un lector. Se dirigió a la sala.
—¿Qué aspecto tiene, Wanda?
—Tienes que verlo, Edgar. Como una jaula chica o algo así, todo dorado y elegante...
El chah de Bratpuhr le había preguntado a su guía, el doctor Ewing J. Halyard, si podría ver una casa de un típico takaru (libremente traducido, de una cultura a la otra, como «hombre medio»). El pedido había sido hecho cuando pasaban por Chicago de vuelta de las Cavernas de Carlsbad, y Halyard había ido a una oficina local de personal a buscar el nombre de algún estadounidense representativo de la comunidad.
Las máquinas de personal habían considerado el problema y sacado la tarjeta de Edgar R. B. Hagstrohm, quien era estadísticamente común en todos los aspectos salvo por el número de iniciales: su edad (36), su altura (1 m. 68 cm.), su peso (75 Kg.); sus años de matrimonio (11), su coeficiente de inteligencia (83); la cantidad de hijos (2: un chico, 9; una chica, 6); la cantidad de dormitorios (2); su coche (1 «Chevrolet», 3 años antig., 2 puertas, sedán), su educación (esc. sec., lugar 117 de su clase de 233; esp. en práct, comercial, fútbol, baloncesto); su vocación (Cuerpo); sus entretenimientos (espect. de deportes, TV, softbol, pesca) y sus antecedentes de guerra (años, 3 en extranj., radiotelegrafista de 4.a; Div. Infantería 157; estrellas de batalla: Hjoring, Elbesan, Kabul, Kaifen, Ust Kyakhta; herido cuatro veces; condec, Púrpura de 3.a clase, est. plata y bronce, 2.a; Medalla de Condec. Gral.).
Y las máquinas podían haber hecho una suposición aproximada que, debido a que Hagstrohm era una persona media en tan alto porcentaje, probablemente había sido encarcelado una vez, tenido experiencias sexuales con cinco chicas antes de casarse con Wanda (sólo moderadamente satisfactorias) y tenido dos aventuras extra-matrimoniales (una pasajera y tonta, la otra más bien prolongada y preocupante) y que moriría aproximadamente a la edad de 76 años de un ataque al corazón.
Lo que las máquinas no podían adivinar era que el segundo asunto extramarital de Edgar, el grave, era con una viuda llamada Marion Frascati, que aún continuaba y que el fallecido marido de Marión había sido Lou Frascati, un pintor de primera categoría, el mejor amigo de Edgar. Para su propio escándalo, Edgar y Marion se habían encontrado abrazados apenas un mes después de la muerte del bueno de Lou. Y había sucedido una y otra vez, y habían intentado ponerle punto final; realmente lo habían intentado. Pero era como una cereza brillante y gorda en el guiso grisáceo de sus vidas. Trataron de convencerse triste, débilmente, de que no tendría importancia si no herían a nadie: los chicos, la buena y fiel Wanda; y pensaron que Lou, ahora que tenia otra clase de bendición, hubiera deseado que el buen viejo de Edgar y la buena vieja de Marion aprovecharan al máximo sus vidas mientras pudieran hacer uso de sus carnes.
Pero no se lo habían creído. Y los chicos notaron que pasaba algo raro y, últimamente, Wanda lloró un par de veces y se negó a decirle por qué; probablemente, Lou, dondequiera que estuviese... De cualquier modo, Edgar iba a seguir viendo a Marion, pero se lo iba a decir a Wanda, que Dios la bendiga y que Dios la ayude; iba a decirle... Pero, ¿quién golpeaba a la puerta de los Hagstrohm si no era el mismísimo maldito del chah de Bratpuhr, por todos los santos?
—Adelante, adelante —dijo Edgar, y continuó murmurando entre dientes—, su majestad, su excelencia, emperador del universo y de todas las naves de la mar; tú, entrometido hijo de puta.
Cuando Halyard le había llamado acerca de la visita, Hagstrohm había decidido no dejarse impresionar por el título del chah ni por el rango de Halyard. Rara era la oportunidad que tenía de demostrar lo que pensaba de la jerarquía: que un hombre era un hombre. Se iba a comportar con toda naturalidad, del mismo modo que si las visitas fueran del Cuerpo. Wanda era de opinión diferente y, frenéticamente, había empezado a limpiar la casa de arriba a abajo y a preparar limonada; envió al pequeño Edgar a comprar pastas, pero Edgar grande había puesto punto final a todas esas actividades. Hizo que los chicos salieran.
Se abrió la puerta y entró el chah, seguido de Khachdrahr, Halyard y el doctor Ned Dodge, el administrador de Proteus Park.
—¡Aah! —dijo el chah, tocando la pared de acero esmaltado de la sala—. Ummmmmmm...
Edgar adelantó la mano, pero el desfile prosiguió de largo, sin prestarle atención.
—La puta madre —musitó.
—¿Eh? —dijo el doctor Dodge.
—Ya me oyó.
—Ahora no está en el bar, Hagstrohm —susurró Dodge—. Cuídese; éstas son relaciones internacionales.
—¿Está bien si me voy al bar?
—¿Qué le pasa?
—El tipo entra en mi casa y ni siquiera me da la mano.
—No se acostumbra en su país.
—¿Y en el suyo?
Dodge dio media vuelta y sonrió su hospitalidad al chah:
—Dos dormitorios, sala con comedor-alcoba, baño y cocina —dijo—. Ésta es la casa M-17. Calor radiante en el suelo. El mobiliario está diseñado de acuerdo con una investigación nacional exhaustiva. La casa, los muebles y el lote se venden como una unidad. Planificación y producción simplificadas de principio a fin.
—Lakki-ti, takaru? —dijo el chah, mirando a Edgar con atención por primera vez.
—¿Qué dice?
—Quiere saber si a usted le gusta esto —tradujo Khachdrahr.
—Seguro, supongo; está bien, supongo. Sssí...
—Está bien —agregó Wanda.
—Ahora, si me siguen a la cocina —dijo el doctor Dodge, dejando atrás a Wanda y Edgar—, verán el horno de radar. Cocina a base de alta frecuencia y lo hace con la misma velocidad en el horno que afuera. Cocina cualquier cosa en cuestión de segundos, con una regulación perfecta. Hace pan sin corteza, si uno quiere.
—¿Y qué pasa con la corteza? —preguntó, amablemente, Khachdrahr.
—Y éstas son las lavadoras ultrasónicas de vajilla y y de ropa —dijo Dodge—. El sonido de alta frecuencia que pasa por el agua, saca la suciedad y la grasa en cuestión de segundos. ¡Uno, dos, y ya está!
—¿Y entonces qué hace la mujer? —preguntó Khachdrahr.
—Entonces pone la ropa o los platos en este secador, que los seca en cuestión de segundos y... he aquí un truco brillante, según mi opinión: a la ropa le da un aroma de limpieza total, como si se secara al sol, ¿ve?, con esta pequeña lámpara de ozono que está aquí.
—¿Y entonces, qué? —preguntó Khachdrahr.
—Pone la ropa en esta planchadora, que hace el planchado, que tardaba más de una hora antes de la guerra, en sólo unos tres minutos. ¡Bing!
—¿Y entonces, qué hace ella? —preguntó Khachdrahr.
—Y entonces ya terminó...
—¿Y entonces, qué?
—¿Es una broma?
—No —dijo Khachdrahr—, al chah le gustaría saber lo que esta mujer takaru...
—¿Qué es una takaru? —preguntó Wanda con suspicacia.
—Una ciudadana —dijo Halyard.
—Sí —dijo Khachdrahr, sonriéndole torpemente—, ciudadana. Al chah le gustaría saber por qué tiene que hacer todo con tal rapidez: esto en cuestión de segundos, aquello en cuestión de segundos. ¿Por qué tiene tanta prisa? ¿Qué tiene que hacer, que no puede perder tiempo en estas cosas?
—¡Vivir! —exclamó el doctor Dodge, expansivamente—. ¡Vivir! Divertirse un poco con la vida. —Se rió, dio una palmada a Khachdrahr en la espalda, como para traspasarle un poco de la jovialidad imperante en la casa de este típico hombre norteamericano.
El efecto en Khachdrahr y en el chah fue pobre.
—Ya veo —dijo fríamente el intérprete—. ¿Y cómo es que usted —preguntó a Wanda— disfruta tanto de la vida?
Wanda se ruborizó, bajó la mirada y levantó un poco el borde de la alfombra con el pie.
—¡Oh!, la tele —dijo—. La vemos mucho, ¿no, Edgar? Y paso mucho tiempo con los chicos, la pequeña Dolores y el pequeño Edgar. Usted ya sabe. Son cosas...
—¿Dónde están ahora los hijos? —preguntó Khachdrahr.
—En casa de los vecinos. Viendo la televisión, supongo. En casa de los Glock.
—¿Le gustaría ver en funcionamiento la lavadora ultrasónica? —preguntó el doctor Dodge—. Aquí ante sus ojos, ¡bing! Saca las manchas de huevo, de lápiz de labios, de sangre...
—El transductor está roto nuevamente —dijo Edgar— asi que la lavadora no funciona. Ya hace un mes que Wanda lava la ropa, a la espera del nuevo transductor.
—¡Oh!, no me importa —dijo Wanda—. En realidad, me gusta hacerlo, es una especie de descanso. Un cuerpo siempre necesita cambios. No me importa. Así tengo algo que hacer.
Halyard rompió el silencio que siguió a estas palabras con una rápida sugerencia de dejar a esta buena gente a solas y echar un vistazo al pabellón central de recreo, al final de la calle.
—Si nos damos prisa —dijo el doctor Dodge—, es posible que encontremos la clase de artesanía del cuero aún en sesión.
El chah acarició el horno de radar y la lavadora, y miró un segundo la pantalla de televisión, que mostraba a cinco personas sentadas a una mesa de conferencias, discutiendo seriamente.
—Brahuona! —dijo con una risita.
Khachdrahr asintió con la cabeza.
—Brahouna! ¡Vida!
Cuando el grupo se retiró, Halyard explicó que la casa y sus contenidos y el coche estaban todos pagados con las deducciones regulares del salario de Edgar, aparte de premios de su seguro combinado de salud, vida y vejez, y que los equipos y muebles se renovaban de vez en cuando con modelos más recientes, cuando Edgar y Wanda —o, más bien, las máquinas de pagos— completaban los créditos anteriores.
—Tiene una seguridad completa —dijo Halyard—. Su nivel de vida mejora continuamente, y tanto él como el país en general están protegidos de los antiguos altibajos económicos por los hábitos de consumo ordenados y previsibles que les brindan las máquinas de nóminas. Antes, él compraba por impulsos, de forma ilógica, y la industria se enloquecía tratando de adivinar lo que iba a comprar. Yo recuerdo que, cuando era niño, teníamos un vecino demente que se gastó todo el dinero en un órgano eléctrico, cuando aún tenía una nevera antigua y una cocina de keroseno.
Edgar cerró la puerta y se apoyó en ella; la puerta de su casa M-17.
Wanda se hundió en el sofá.
—La casa estaba muy bien, creo —dijo; era lo que siempre decía cuando se iba una visita: Amy Glock, Gladys Pelrine, el chah de Bratpuhr, cualquiera.
—Sí —dijo Edgar. Y se sintió mal y condenado cuando miró a Wanda, un alma buena, buena que jamás había hecho nada que le ofendiera, cuyo amor por él era tan grande como un estadio. Tocó los tres billetes de diez dólares en su bolsillo, su paga menuda, dinero para los cigarrillos, dinero para diversiones, el poco dinero lujoso que las máquinas le permitían tener. Este átomo diminuto de la economía en su poder lo iba a gastar no en sí mismo o Wanda o los chicos, sino en Marion. El corazón preocupado de Edgar se había acercado al demente del relato de Halyard, el tipo que se había comprado un órgano eléctrico. Caro, impráctico, estrictamente personal... y por encima y más allá del maldito presupuesto.
Pero el engaño era otra cosa.
—Wanda —dijo Edgar—, yo no soy bueno.
Ella sabía muy bien de qué hablaba. No se sorprendió en lo más mínimo.
—Sí, lo eres —dijo débilmente—. Eres un buen hombre. Lo comprendo.
—¿De Marion?
—Sí, ella es hermosa y encantadora. Y ya no soy exactamente una niña. Y supongo que soy bastante aburrida —empezó a llorar y, tan buena como era, trató de que él no la viera; fue de prisa a la cocina, sacó cuatro platos del refrigerador y los metió en el horno de radar—. Llama a los chicos, por favor, Edgar —dijo con voz chillona y aguda—. La cena estará lista en veintiocho segundos.
Edgar gritó los nombres de los chicos en la oscuridad y regresó al lado de Wanda.
—Escucha, Wanda, no se trata de... Dios sabe que no es culpa tuya. —La abrazó por atrás y ella se desprendió y simuló ajustar las manecillas del horno, aunque allí no se podía hacer ningún ajuste. La máquina lo hacía todo.
Sonaron unas campanillas, el reloj dio un golpecito seco, clic, y el zumbido del horno cesó.
—Llama a los chicos antes de que todo se enfríe.
—Ya vienen. —Edgar trató de abrazarla nuevamente y esta vez ella se lo permitió.
—Escucha —dijo apasionadamente—, es el mundo, Wanda..., yo y el mundo. No soy bueno para nadie, no en este mundo. Nada más que una pieza del Cuerpo y eso es todo lo que serán mis hijos, y una persona tiene que divertirse, o no querrá vivir más. Y las únicas diversiones que le quedan a un pobre desgraciado como yo son las malas. ¡No soy bueno, Wanda, nada bueno!
—Soy yo quien no sirvo para nada —dijo tristemente Wanda—. Nadie me necesita. Tú, y hasta la pequeña Dolores, podéis llevar la casa; es tan fácil. ¡Ay!, ahora que soy gorda, sólo los chicos me quieren. Mi madre fue gorda y mi abuela fue gorda; supongo que corre en mis venas, pero a ellas alguien las necesitaba; aún servían para algo. Pero tú no me necesitas, Ed, y nada puedes hacer si no me quieres más. Así sois los hombres, y tú no puedes hacer nada, porque Dios te hizo de esta manera —ella lo miró con amor, con lástima—. Pobre hombre.
Dolores y Edgar entraron corriendo y Wanda recuperó su compostura y les contó todo lo del chah.
Pronto agotaron el tema y en la cena sólo hablaron los chicos y tocaron la comida los chicos.
—¿Alguien está enfermo? —preguntó el pequeño Edgar.
—Tu madre no se siente bien. Le duele la cabeza —dijo su padre.
—¿De verdad, mamá? Pobre.
—No es nada —dijo Wanda—. Ya pasará.
—¿Y tú, papá? —preguntó—. ¿Te sientes lo suficientemente bien como para ir al pabellón esta noche y ver el partido de baloncesto?
Edgar tenía los ojos fijos en el plato.
—Me gustaría —murmuró—. Prometí a Joe que iría a los bolos con él esta noche.
—¿Joe Prince?
—Sí, Joe Prince.
—Pero, papá —dijo Dolores—, vimos al señor Prince en casa de los Glock y dijo que iba al baloncesto.
—¡No fue así! —dijo con vehemencia el pequeño Edgar—. Tú, cállate. No sabes de qué estás hablando. No dijo nada de eso.
—¡Sí que lo dijo! —dijo tercamente Dolores—. Dijo...
—Dolores querida —interrumpió Wanda—. Estoy segura de que le entendiste mal.
—Sí —dijo su hermano—. Ahora recuerdo que dijo que iba a los bolos con papá. Ella entendió mal, mamá —le temblaban las manos y, en un movimiento torpe, derramó su vaso de leche; él y su padre se pusieron de pie rápidamente para evitar que cayera al suelo; el pequeño Edgar lo cogió y, cuando sus ojos se encontraron con los de su padre, estaban llenos de odio—. Supongo que estoy demasiado cansado para ir a ver el partido —dijo—. Me parece que me quedaré en casa y veré la televisión con mamá.
—No te pierdas esas diversiones por mi culpa —dijo Wanda—. Me quedo muy tranquila sola.
En la ventana se oyeron unos golpes y los Hagstrohm dirigieron la mirada en esa dirección y vieron al chah de Bratpuhr que golpeaba el vidrio con un dedo.
Acababa de regresar del pabellón para volver a su limosina, que había quedado delante de la casa M-17 de los Hagstrohm.
—Brahouna! —gritó alegremente el chah; saludó con la mano—. Brahouna, takaru.
—¡Vida! —tradujo Khachdrahr.
18
Cuando llegó el miércoles, Paul pasó por su granja a primera hora de la mañana y le dio sus instrucciones a Haycox, pero éste dejó bien en claro que no era una criada.
Sin ganas, Paul hizo comprender a Haycox que podría hacer el trabajo o irse, y que lo mejor sería que hiciera bien el encargo. Para Paul era importante que todo estuviera perfecto para la delicada transformación de Anita.
—Usted se piensa que puede ir por ahí diciendo a la gente que haga lo que a usted le viene en gana —dijo Haycox—. Pues esta vez está muy equivocado, doctor. Puede agarrar sus títulos de doctor y...
—No quiero despedirlo.
—¡Entonces no lo haga!
—Por última vez, como un favor...
—¿Por qué no lo dijo al principio?
—¿Decir qué?
—Como un favor.
—Muy bien, como un favor.
—Como un favor, sólo esta vez —dijo Haycox—. No soy ninguna criada, pero trataré de ser un buen amigo.
—Gracias.
—De nada.
—Durante el día, Anita llamó a Paul para preguntarle lo que debía vestir.
—Ropa vieja.
—¿Un baile rural?
—No, pero casi. Vístete como si lo fuera.
—Paul, con Meadows a la vuelta de la esquina, ¿piensas que debemos salir de farra?
—Meadows no es un funeral.
—Lo puede ser, Paul.
—Nada más que por esta noche, olvidémonos de Meadows. Esta noche sólo estarán Paul y Anita, y al diablo con todo lo demás.
—Eso es muy fácil decirlo, Paul. Es una idea encantadora y todo eso, pero...
—¿Pero qué? —preguntó irritado.
—Pues, no sé; no quiero molestar, pero me parece que estás muy descuidado respecto a Meadows, respecto al equipo azul.
—¿Qué tendría que estar haciendo?
—¿No tendrías que estar entrenando o algo así? Quiero decir, ¿no tendrías que estar durmiendo bien y comiendo lo apropiado y haciendo ejercicios después del trabajo? ¿Y dejando los cigarrillos, quizás?
—¿Qué?
—Tienes que estar en buena forma para que gane el equipo azul. Escucha, Paul, no te rías. Shepherd dice que ha visto carreras deshechas o triunfantes según cómo se han comportado los capitanes de un equipo en Meadows. Shepherd ha dejado de fumar por completo.
—Le puedes decir que me he dedicado al haschich para acelerar mis reflejos. Cuando me arroje la bola en el béisbol, va a parecer una bola de juguete volando por el aire. Esta noche nosotros salimos.
—Muy bien —dijo ella abatida—. Está bien.
—Te quiero, Anita.
—Yo te quiero, Paul.
Y estaba lista cuando él llegó a la casa, no como la Primera Dama de Ilium sino como una niña delgada, gatuna, con unos pantalones arremangados encima de las rodillas. Tenía puesta una camisa de Paul con las colas anudadas debajo de los pechos, zapatillas blancas y un pañuelo rojo al cuello.
—¿Está bien?
—Perfecto.
—Paul, no comprendo lo que ocurre. Llamé al Country Club y no saben de ningún baile campestre. Tampoco los clubs de Albany, Troy o Schenectady.
Paul sabía que Anita odiaba las sorpresas; no podía soportar que la mantuvieran a oscuras.
—Ésta es una fiesta privada —dijo Paul—. Nada más que nosotros dos. Ya verás cuando llegue la hora.
—¿Dónde están nuestras bebidas de aniversario? —La mesa con las copas y la botella que les esperaba cada noche estaba vacía.
—Hasta después de Meadows, basta de alcohol.
—¡No seas ridícula! Todos van a beber durante dos semanas en ese lugar.
—No los capitanes. Shepherd dice que ellos no pueden permitirse la bebida.
—Eso demuestra todo lo que sabe. Allí la casa invita.
Paul preparó las bebidas, bebió más de lo que acostumbraba y se puso unos pantalones crujientes y endurecidos que esa tarde había comprado en Homestead. Se lamentó de que Anita no disfrutara nada con la expectación que él había creado. En vez de una feliz anticipación, ella mostraba señales de suspicacia.
—¿Lista? —dijo él con entusiasmo.
—Sí... supongo.
Caminaron en silencio hasta el garaje. Con un gran gesto, Paul abrió la puerta del coche.
—¡Oh, Paul, el coche viejo no!
—Hay una razón.
—No puede haber ninguna buena razón para que yo tenga que subir a este trasto viejo.
—Por favor, Anita. Pronto verás por qué tenemos que llevar este coche.
Ella entró y se sentó en el borde del asiento, tratando de tener el menor contacto posible con el auto.
—¡Realmente! ¡Lo que hay que aguantar!
Viajaron como desconocidos. En la recta prolongada paralela a la pista de golf, ella se relajó un poco. En los rayos de luz del coche vieron a un hombre hirsuto y pálido con pantalones verdes, medias verdes y una camisa verde con la palabra «capitán» escrita en el pecho. El hombre corría por el arcén; de tanto en tanto rompía su ritmo de carrera, hacía piruetas y tiraba golpes de boxeo; luego corría nuevamente con regularidad.
Paul hizo sonar de improviso la bocina y le deleitó ver que Shepherd se hacía a un costado para evitar el coche.
El capitán del equipo verde devolvió el saludo, con su rostro contraído por el esfuerzo.
Paul apretó el acelerador hasta el fondo, dejando escapar una nube de aceite quemado y monóxido de carbón.
—Ese hombre tiene mucha fuerza —dijo Anita.
—Es una gran nulidad rodante —dijo Paul.
Pasaban ahora por las afueras de Ilium Works y uno de los guardianes, al reconocer el coche de Paul desde su caseta, hizo un gesto amistoso con su metralleta de calibre cincuenta.
Anita, que estaba cada vez más nerviosa, movió un brazo como para hacerse con el volante.
—¡Paul! ¿A dónde vamos? ¿Estás loco?
Él puso a un lado su mano, sonrió y siguió cruzando el puente rumbo a Homestead.
El puente nuevamente estaba bloqueado por una cuadrilla del Cuerpo; pintaban líneas amarillas para marcar los carriles. Paul miró su reloj. Aún tenían diez minutos antes de que fuera tiempo de dejar el trabajo. Paul se preguntó si Bud Calhoun habría planeado este proyecto. Como la mayoría de los proyectos del Cuerpo, para Paul era, al menos, irónico. El puente de cuatro carriles, antes de la guerra, había estado lleno de coches de trabajadores que iban y venían de llium. Cuatro carriles nunca habían sido suficientes, y los conductores debían permanecer en los suyos o sufrir un accidente. Ahora, a todas las horas del día, cualquier conductor podía pasearse de un lado al otro del puente, con sólo una posibilidad entre mil de chocar contra otro vehículo.
Paul se detuvo. Tres hombres pintaban; unos doce dirigían el tránsito y otros doce descansaban. Lentamente, abrieron un carril.
—¡Hey, Mac, tiene roto un foco!
—Gracias —dijo Paul.
Anita se le acercó y él vio que estaba muerta de miedo.
—Paul, esto es espantoso. Llévame a casa.
Paul sonrió pacientemente y entró en Homestead. La boca de agua frente al bar, al fondo del puente, estaba abierta nuevamente y tuvo que estacionar a media manzana. El mismo chico sucio hacía barcos de papel para diversión del gentío. Apoyado en un edificio y fumando nerviosamente estaba un viejo veterano que a Paul le resultó familiar. Luego se dio cuenta de que se trataba de Luke Lubbock, el organizador infatigable, ahora perdido en un limbo de vestimentas comunes, esperando al próximo desfile o reunión. Con sentimientos encontrados, buscó con la vista a Finnerty y a Lasher, pero no había señales de ellos. Probablemente estarían en el reservado oscuro, al fondo del bar, de acuerdo en todo.
—Paul, ¿es una broma? Llévame a casa, por favor.
—Nadie te va a molestar. Esta gente son tus compatriotas norteamericanos.
—Nada más que porque nacieron en la misma parte del mundo, eso no significa que yo venga aquí y me mezcle con ellos.
Paul había esperado esta reacción y permaneció sereno. De toda la gente al norte de la localidad, Anita era la única cuyo desprecio por la gente de Homestead rayaba con el odio activo. Era la única esposa del norte que jamás había asistido a la universidad. La actitud normal del Country Club ante los de Homestead era despreciativa, eso sí, pero tenía una recóndita nota afectuosa y divertida, el mismo sentimiento que la mayoría tenía respecto a las criaturas de los campos y los bosques.
Si Paul alguna vez quería ser extremadamente cruel con ella, lo más cruel que podía ser, lo sabía, era señalarle por qué los odiaba de ese modo: de no haberse casado con él, ése sería el lugar donde viviría, eso sería ella.
—No bajaremos del coche —dijo Paul—. Sólo nos quedaremos aquí un rato para ver. Luego seguiremos la marcha.
—¿Ver qué?
—Lo que haya para ver. Los pintores de la carretera, el hombre que maneja la bomba de agua, la gente que lo mira, el chico que hace barcos, los viejos del bar. Sigue mirando. Hay mucho para ver. Ella no miró; se arrellanó en el asiento y se contempló las manos.
Paul sospechaba la razón. Ella pensaba que, por alguna causa, él lo hacía para humillarla, para recordarle sus humildes orígenes. De haber querido hacer eso, habría obtenido un éxito completo, porque el odio virulento de ella había decaído. Quedó en silencio y trató de hacerse más pequeña.
—¿Sabes por qué te traje aquí?
La voz de Anita fue un murmullo:
—No, pero quiero irme a casa, Paul. ¿Por favor?
—Anita, te he traído aquí porque pienso que es buena hora para tener una perspectiva totalmente nueva, no sólo de nuestra relación sino de nuestra actitud frente a la sociedad en general —dijo Paul, a quien no le gustó el sonido de sus palabras, pretensiosas e infladas. No tuvieron el menor efecto en Anita.
—A fin de conseguir lo que hemos conseguido, Anita, en realidad le hemos sacado a esta gente lo que les era más importante que nada: la sensación de ser necesarios y útiles, que es la base del propio respeto —aclaró. Pero esto tampoco estuvo muy bien. El mensaje aún no llegaba a Anita. Ella todavía parecía segura de que él la estaba castigando por algún motivo.
Lo intentó una vez más:
—Querida, cuando veo lo que tenemos y luego veo lo que tiene esta gente, me siento como un miserable.
Un destello de comprensión pasó por la cara de Anita. Con cautela, se alegró un poco.
—Entonces, ¿no estás enojado conmigo?
—Por Dios, no. ¿Por qué habría de estar enojado contigo?
—No sé. Sospeché que quizá pensabas que me metía demasiado en tus cosas. O que había algo entre Shepherd y yo.
Esto último, esta sugerencia de que alguna vez él se preocuparía de Shepherd, sacó a Paul totalmente de su tentativa de reeducar a Anita. La noción de que pudiera estar celoso del capitán del equipo verde era tan ridícula, mostraba tan poca comprensión, que atrajo toda su atención.
—Estaré celoso de Shepherd el día que tú tengas celos de Katharine —dijo, y se rió.
Entonces, para su sorpresa, Anita tomó en serio sus palabras.
—¡No hablas en serio!
—¿En serio qué?
—Que yo pueda tener celos de Katharine Finch. Esa pequeña sucia...
—¡Espera un segundo! —realmente ahora la conversación se había desbordado—. Sólo dije que había tantas posibilidades de que hubiera algo entre Katharine y yo como entre Shepherd y tú.
Ella aún estaba a la defensiva y, al parecer, no se percató del sentido negativo del paralelismo.
—Pues, por cierto, Shepherd es un hombre mucho más atractivo de lo que es Katharine Finch como mujer.
—No lo discuto —dijo con desesperación Paul—. No quiero discutirlo para nada. No hay nada entre Katharine y yo, y no hay nada entre Shepherd y tú. Simplemente te señalaba lo absurdo que sería que sospechásemos el uno del otro.
—¿No crees que soy atractiva?
—Pienso que eres tremendamente atractiva. Lo sabes —había subido el tono de voz y, cuando miró a la calle, vio que él y Anita, los dos presuntos observadores, eran los observados; un barquito de papel cayó por los rápidos en la cloaca sin que se le prestase atención—. No te traje aquí para acusarnos mutuamente de adulterio —susurró con voz ronca.
—¿Entonces, por qué lo hiciste?
—Te lo dije: para que ambos podamos ver al mundo como una totalidad, no como una sola parte del río. Para que podamos ver lo que nuestra forma de vivir ha hecho a los demás.
Anita ahora tenía el mando después de haber atacado y confundido con éxito a Paul, y verificado que no la atacaban ni castigaban.
—Parecen muy bien alimentados.
—Pero les han robado el material espiritual gente como mi padre, como Kroner y Baer y Shepherd; como nosotros.
—No podrían haber estado muy dotados, en primer lugar, si ahora están aquí.
Paul se enojó, y el delicado mecanismo montado para no herirla se desajustó.
—¡Pero, por la gracia de Dios, y hablas tú!
—¡Paul! —exclamó ella, y sollozó—. No es justo —dijo con la voz quebrada—. No es nada justo. No sé por qué tuviste que decir eso.
—No es necesario que llores.
—Eres cruel, eso es lo que eres. Nada más que cruel. Si querías herirme, te puedes felicitar. Por cierto que lo has conseguido —se sonó la nariz—. Debo haber tenido algo que esta gente no tiene; de otro modo, no te hubieras casado conmigo.
—Oligomenorrea —dijo él.
Ella abrió los ojos.
—¿Qué es eso?
—Oligomenorrea... Eso es lo que tenías y que esta gente no poseía. Significa período menstrual demorado.
—¿Cómo puedes haber aprendido una palabra así?
—La busqué en el diccionario un mes después de habernos casado y se me quedó en la cabeza grabada.
—¡Oh! —ella se puso roja—, has dicho demasiado, demasiado —dijo ella amargamente—. Si no me llevas a casa, me iré caminando.
Paul puso en marcha el motor, apretó el acelerador con una satisfacción salvaje y volvió a cruzar el puente rumbo a la parte norte del río.
Cuando llegaron a la mitad del puente, todavía estaba acalorado y excitado por la súbita pelea con Anita. Para cuando estuvieron a la vista de Ilium Works, el remordimiento y el razonamiento volvían a asentarse en él.
La pelea había resultado una completa sorpresa. Nunca lo habían hecho con tanto veneno. Lo más sorprendente era que Paul había sido el más incisivo y Anita apenas algo más que una víctima. Confusamente, él trató de recordar las palabras que habían originado la pelea. No le ayudó la memoria.
Y cuan completamente infructuosa y destructiva había sido la pelea. En la excitación del momento había dicho lo que sabía que más la heriría y que, en consecuencia la haría odiarlo más. Y no había querido hacer eso. Dios sabía que no. Y aquí estaba él con sus planes alegres y cuidadosos para empezar una nueva vida, ahora arruinados por completo.
Pasaban por la cancha de golf. En unos minutos llegarían a la casa.
—Anita...
Como contestación, ella encendió la radio del coche y movió con impaciencia el botón, posiblemente para ahogar las palabras de Paul. Hacía años que la radio no funcionaba.
—Anita, escucha. Te quiero más que a nadie en el mundo. Dios lo sabe y lamento todo lo que nos dijimos.
—No dije nada comparado con lo que tú dijiste.
—Me cortaría la lengua por haberlo dicho.
—No uses los cuchillos de la cocina buenos.
—Fue un duende.
—Aparentemente, es lo que soy. Pasaste nuestra entrada.
—Lo hice a propósito. Tengo una sorpresa para ti. Entonces verás cuánto te quiero, lo insignificante que fue esta pelea.
—Ya he tenido suficientes sorpresas esta noche, muchas gracias. Vuelve, por favor. Estoy agotada.
—Esta sorpresa me costó ocho mil dólares, Anita. ¿Aún quieres volver?
—Piensas que me puedes comprar, ¿no? —dijo ella, enfadada, pero se le suavizaba la expresión, contestaba a su propia pregunta—. ¿Qué demonios puede ser? ¿Ocho mil dólares?
Paul se relajó, se apoyó bien en el respaldo para disfrutar del viaje.
—Homestead no te corresponde, querida.
—¡Oh, diablos, quizá sí!
—No, no, tú tienes algo que ni las pruebas ni las máquinas podrán jamás medir: tú eres artística. Ésa es una de las tragedias de nuestro tiempo: que nunca se haya construido una máquina que pueda reconocer esa cualidad, apreciarla, fomentarla, simpatizar con ella.
—Así es —dijo Anita—, así es.
—Te quiero, Anita.
—Yo te quiero, Paul.
—¡Mira! ¡Un ciervo! —Paul puso las luces altas para iluminar al animal y reconoció al capitán del equipo verde, aún corriendo, pero ahora en un estado avanzado de agotamiento. Las piernas de Shepherd se movían débil y torpemente, y sus pies golpeaban el suelo con golpes sonoros y cojeantes. Esta vez sus ojos no mostraron reconocimiento y siguió corriendo, aturdidamente.
—Con cada paso clava otro clavo en el ataúd —dijo Paul, encendiendo otro cigarrillo con la colilla del anterior.
Diez minutos después detuvo el coche, fue del lado de Anita y, afectuosamente, le ofreció el brazo.
—La aldaba está afuera, querida, para una nueva vida más feliz para nosotros dos.
—¿Qué significa esto?
—Ya verás —la llevó a la puerta principal de la pequeña casa por un sendero oscuro y fragante, entre lilas. Le tomó la mano y se la colocó en la aldaba.
—Tira.
Ella tiró con habilidad. La aldaba adentro se abrió y, con ella, la puerta.
—¡Ooooh, Paul!
—Es nuestra. Esto pertenece a Anita y Paul.
Ella entró, caminando lentamente,
—Siento ganas de llorar; esto es tan amable.
Rápidamente, Paul verificó las medidas para las difíciles horas por delante y quedó encantado. Haycox, posiblemente en una orgía de masoquismo, había refregado todo. No más polvo ni herrumbre; sólo quedaba la pátina limpia, suave y brillante del tiempo que lo cubría todo: el peltre sobre la chimenea, la armazón de cerezo en el reloj del abuelo, el mango de roble y el cañón plateado del largo rifle en la pared, el hierro forjado en el hogar, las panzas de latón de las lámparas de keroseno, el arce cálido, gastado de las sillas... Y, sobre una mesa, en el centro de la habitación, también de aspecto arcaico en la blanda luz, había dos vasos, una jarra, una botella de ginebra, una botella de vermut y una hielera. Y al lado había dos vasos llenos de leche fresca, huevos duros, guisantes y un pollo frito, todo ello de la granja.
Mientras Paul preparaba los tragos, Anita se paseó por la habitación, suspirando de alegría, tocando todo con amor.
—¿Es realmente nuestro?
—Desde ayer. Firmé los documentos. ¿Realmente te sientes en tu casa?
Ella se dejó caer en una silla al lado de la chimenea y aceptó el vaso que él le ofreció.
—¿No te das cuenta? ¿No demuestro cómo me siento? —se rió en voz baja—. Quieres saber si me gusta. ¡Es indudable, como un brillante, y lo conseguiste por ocho mil dólares! ¡Eres un genio!
—Feliz aniversario, Anita.
—Quiero una palabra más fuerte que feliz.
—Extático aniversario, Anita.
—Extático aniversario, Paul. Te amo. ¡Dios, cuánto te quiero!
—Yo te amo —contestó él. Nunca la había amado tanto.
—¿Te das cuenta, querido, de que sólo ese reloj antiguo cuesta casi mil dólares?
Paul se sintió increíblemente genial. Era fantástico lo bien que iban las cosas. La alegría de Anita con el lugar era genuina y el proceso de traspasarla de una casa a la otra, de una forma de vida a la otra, parecía, en esos pocos minutos milagrosos, casi haberse completado.
—Éste es tu tipo de medio ambiente, ¿verdad?
—Bien sabes que sí.
—¿Sabías que ese reloj de madera funciona?
—No te preocupes. Eso se remedia fácilmente.
—¿Ummmmm?
—Podemos ponerle una cuerda eléctrica.
—Pero todo el encanto...
Ahora ella estaba en un ataque de creatividad y no lo oyó.
—¿Ves?... sin el péndulo, un precipitador eléctrico de polvo encajaría perfectamente en la parte de abajo.
—¡Oh!...
—¿Y sabes dónde lo pondría?
Él miró en derredor de la habitación y no encontró ningún otro sitio apropiado, salvo el que ya ocupaba.
—Ese nicho parece ideal —dijo él.
—¡En el recibidor! ¿No te lo imaginas allí?
—No hay recibidor —dijo él, perplejo. La puerta principal daba directamente a la sala.
—Nuestro recibidor, tonto.
—Pero, Anita...
—Y esa alacena en la pared... ¿no sería un encanto con los cajones abiertos y con el filodendro plantado en ellos? Ya sé el lugar perfecto, en el cuarto de huéspedes.
—Estupendo.
—¡Y esas vigas invaluables, Paul! Esto significa que en nuestra sala también podremos tener vigas rústicas. No sólo en la cocina sino también en la sala. Y me comeré tu tarjeta de clasificación si ese adorno no queda muy bien sobre nuestro aparato de televisión.
—Esperaba poder comérmela yo mismo —dijo Paul.
—Y este suelo de tablones anchos; te puedes imaginar lo que serán en nuestra habitación de juegos.
—¿Qué bien me ha hecho a mí ese cuarto? —preguntó Paul tristemente.
—¿Qué dijiste?
—Dije: ¿qué bien me ha hecho ese cuarto?
—¡Oh!, ya veo —ella se rió negligentemente, y, con los ojos brillantes, buscó más botín.
—Anita...
—¿Sí? ¡Qué lámpara Cape Cod más encantadora!
—Escúchame un segundo.
—Por cierto, querido.
—Compré este lugar para que nosotros viviéramos aquí.
—¿Quieres decir así como está?
—Exacto. Nada se puede cambiar.
—¿Quieres decir que no podemos sacar estas cosas?
—No, pero nosotros nos podemos venir aquí.
—Ésta es otra de tus bromas. No te burles de mí, querido. Lo estoy pasando tan bien.
—¡No me estoy burlando! Ésta es la vida que quiero tener. Aquí es donde quiero vivir.
—Es tan oscuro, querido. No puedo verte la cara y saber si hablas en serio o no. Enciende las luces.
—No hay luces.
—¿No hay electricidad?
—Sólo la que hay en tu pelo.
—¿Cómo hacen funcionar el calor central?
—No hay.
—¿Y la cocina?
—Con leña. Y la nevera es un pozo de agua fría.
—¡Totalmente espantoso!
—Hablo en serio, Anita. Quiero que vivamos aquí.
—Nos moriríamos en seis meses.
—La familia Haycox ha vivido aquí por generaciones.
—Esta noche estás hecho un bromista, ¿no es así? Tan cínico, manteniendo viva la broma. Ven aquí y bésame; tú, querido payaso.
—Vamos a pasar la noche aquí y mañana voy a hacer las labores. ¿Lo vas a intentar, aunque sea?
—Y seré una buena mamá gorda y haré el desayuno en la cocina económica, el café, los huevos caseros y crema, bizcochos caseros ahogados en mermelada y mantequilla de la granja.
—¿Lo harías?
—Primero me ahogo en mantequilla y jamón.
—Podrías aprender a amar esta vida.
—No podría, y tú lo sabes.
Nuevamente se empezó a encolerizar, en respuesta a la amarga desilusión, como había sucedido hacía unas horas en Homestead. Y de nuevo estaba buscando algo, a un paso de darle una bofetada en la cara para humillarla. Las palabras que le salieron estaban preparadas hacía mucho tiempo. Las pronunció ahora, no porque fuera el momento adecuado sino porque representaban un buen golpe.
—No me importa lo que pienses —dijo con calma—. He decidido renunciar al trabajo y vivir aquí.
Ella dobló los brazos en el pecho como si luchara contra un resfriado y se movió en silencio unos segundos.
—Pensé que quizá sucediera eso —dijo por último—. Pensé que tal vez eso era lo que buscabas. Esperé que no lo fuera, Paul. Recé para que no fuera. Pero aquí estamos; tu lo has dicho —encendió un cigarrillo, fumó con pitadas breves y echó el humo por la nariz—. Shepherd dijo que lo harías.
—¿Dijo que iba a renunciar?
—No, dijo que eras uno que renunciaba —suspiró profundamente—. Te conoce mejor que yo, al parecer.
—Dios sabe lo fácil que es quedarse en el sistema y seguir en eso. Para lo que se necesita valentía es para irse.
—Pero, ¿por qué renunciar si es tan fácil continuar?
—¿No oíste nada de lo que dije en Homestead? Por eso te traje aquí; para que enfrentaras las cosas.
—¿Esa tontería sobre Katharine Finch y Shepherd?
—No, no, por Dios. Sobre cómo la gente como nosotros les ha robado su propio respeto a los demás.
—Dijiste que te sentías como un miserable. De eso me acuerdo.
—¿No te sucede a veces?
—¡Qué idea!
—Tu conciencia, diablos, ¿nunca te molesta?
—¿Por qué habría de hacerlo? Nunca he hecho nada deshonesto.
—Déjame presentártelo de otro modo: ¿estás de acuerdo en que las cosas están hechas un lío?
—¿Entre nosotros?
—¡En todas partes! ¡En el mundo! —exclamó, al ver cómo ella podía ser sorprendentemente ciega; siempre que le era posible, trataba de reducir cualquier generalización en términos de sí misma o de personas que conocía íntimamente—. Homestead, por ejemplo.
—¿Qué más podríamos dar a esa gente que ya no tengan?
—¡Eso es! Tú lo has dicho. Dijiste: «¿Qué más les podemos dar nosotros?», como si lo único en el mundo fuera dar o no dar.
—Alguien tiene que asumir la responsabilidad, como ha ocurrido siempre.
—Eso es; pero las cosas no siempre han sido así. Es algo nuevo, y la gente como nosotros lo ha provocado. Diablos, antes, cada uno tenía alguna habilidad o disposición personal para trabajar o cambiar por algo que quería. Ahora que las máquinas se han hecho con el poder, pocos son los que pueden ofrecer algo. Lo único que puede hacer la mayoría de la gente es esperar que le den algo.
—Si alguien tiene un buen cerebro —dijo firmemente Anita—, aún puede llegar a la cima. Es la manera norteamericana, Paul, y eso no ha cambiado —ella lo miró, como valorándolo—. Cerebro y valor, Paul.
—Y anteojeras —se le había ido el ímpetu de la voz y se sintió mareado por haber bebido demasiado, por haber pasado por una serie de encontronazos emocionales, por su total frustración.
Anita lo tomó de los tirantes de sus pantalones de trabajo y lo atrajo para que la besara. Paul cedió rígidamente.
—Oooooooh —murmuró ella—, eres como un niño pequeño a veces —le volvió a atraer, esta vez asegurándose de que la besaba en los labios—. Déjate de preocupar, ¿me oyes? —le susurró en el oído.
«Desciende el Maelstrom», pensó él, desanimado, y cerró los ojos y se entregó a una secuencia de acontecimientos que jamás dejaban de presentar un principio, un desarrollo y un final satisfactorio.
—Te amo, Paul —murmuró ella—. No quiero que mi niñito se preocupe. Tú no vas a renunciar, querido. Sólo estás espantosamente cansado.
—Ummmmm...
—Prométeme que no volverás a pensar en ello.
—Ummmmm...
—Y vamos a ir a Pittsburgh, ¿no es verdad?
—Ummmmm...
—Paul...
—Ummmmm...
—¿Qué equipo va a ganar?
—Azul —susurró el adormilado—. Azul, por Dios, el Azul.
—Así es. Tu padre estaría profundamente orgulloso de ti.
—Sí.
Él la transportó por el suelo de anchos tablones hasta el dormitorio recubierto de madera de pino y la posó sobre un edredón hecho con retazos, sobre una cama de madera de arce. Allí, le había dicho Haycox, seis personas independientes habían fallecido y catorce habían nacido.
19
El doctor Paul Proteus, a falta de un golpe lo suficientemente severo como para salirse del curso dictado por las circunstancias de su nacimiento y educación, llegó sin mayores incidentes al momento en que los hombres, cuyo desarrollo aún no estaba completo, tenían que aparecer en Meadows.
Se avecinaba la crisis, lo sabía, en que tendría que renunciar o convertirse en un delator y, careciendo de un plan concreto para enfrentarse a esa posibilidad, se obligó a simular una serenidad que no sentía, una vaga noción de que todo saldría bien al final, de la manera que siempre le habían ido las cosas.
El gran avión de pasajeros, después de una hora en el aire, hizo un círculo sobre la costa donde el bosque de pinos se encontraba con las aguas en la desembocadura del San Lorenzo. El avión bajó más y se pudo ver la pista de aterrizaje en el bosque, y luego el conglomerado de cabañas de madera y el comedor, y las canchas de tenis, badmington y demás juegos, así como el pabellón del Mainland, el campamento para mujeres y niños. Y, sobresaliendo en el río, había un largo muelle y tres yates blancos, en el puerto de embarque para los hombres que iban a la isla llamada Meadows.
—Supongo que ésta ya es la despedida —dijo Paul a Anita cuando el avión se detuvo.
—Tienes un aspecto maravilloso —dijo Anita, enderezándole la camisa azul de capitán—. ¿Y qué equipo será el ganador?
—El azul —dijo Paul—. Gott mit uns.
—Pues yo voy a estar trabajando a Mom mientras...
—¡Las damas por aquí! —rugió el sistema público de altavoces—. Los hombres se reunirán en el muelle. Dejen su equipaje donde está. Estará en sus respectivas cabañas cuando lleguen.
—Adiós, querido —dijo Anita.
—Adiós, Anita.
—Te quiero, Paul.
—Y yo a ti, Anita.
—Vamos —dijo Shepherd, que había llegado en el mismo avión—. Vamos de una vez. Tengo muchas ganas de ver lo bueno que es ese equipo azul.
—El equipo azul, ¿eh? —dijo Baer—. Preocupado con el equipo azul, ¿eh, muchacho? El Blanco, habría que preocuparse por el Blanco —se tocó la camisa blanca para que se la admirasen—. ¿Veis? ¿Veis? Ésta es la camisa de cuidado. ¿Veis? Aja, aja...
—¿Dónde está el doctor Kroner? —preguntó Shepherd.
—Llegó ayer —contestó Paul—. Está con los anfitriones oficiales. Por eso reside desde ayer en la isla. —Hizo otro gesto de despedida a Anita, quien caminaba por un sendero de grava rumbo a los edificios del Mainland, junto a una docena de otras mujeres —Katharine Finch y Mom Kroner entre ellas— y un grupo de niños. Durante todo el día, los aviones traerían más participantes.
Anita se puso al lado de Mom y la cogió del obeso brazo.
Altavoces escondidos en el bosque prorrumpieron en una canción:
A ti, dama hermosa, levanto mi mirada,
Mi corazón, hermosa dama, le suspira a tu corazón.
Ven, ven, hermosa dama, al Paraíso...
La canción murió con unos ruidos en los altavoces, alguien carraspeó y luego hubo una orden:
—Los hombres con clasificación de cero a cien, por favor, subid al «Queen of the Meadows»; aquellos con números de cien a doscientos cincuenta subirán al «Meadow Lark»; aquellos con números superiores a doscientos cincuenta irán en el «Spirit of the Meadows».
Paul, Shepherd y Baer y el resto del contingente de la zona Albany-Troy-Schenectady-Ilium fueron al muelle, donde ya esperaba gente llegada antes. Todos se pusieron gafas de sol, algo que usarían durante las dos semanas siguientes para proteger sus ojos del brillo incesante del sol estival en el río, los edificios pintados de blanco, los senderos de grava blanca, la playa blanca y el cemento blanco de las pistas de Meadows.
—¡El verde va a ganar! —aulló Shepherd.
—Tú lo dices, capitán.
Todos gritaban y cantaban; los motores marinos comenzaron a levantar espuma y a rugir, y los tres yates partieron en dirección a la isla, en una formación de vértice.
Mirando a través de la espuma, Paul vio cómo se acercaba Meadows, caluroso, blanqueado y sanitario. La blanca serpiente que se estiraba a lo largo de la isla ahora se podía ver como una fila de cubos blancos, los aislados bloques de cemento que se llamaban, en la jerga de Meadows, que databa de épocas más primitivas, tiendas. El anfiteatro en la punta norte de la isla parecía un inmenso plato de cena; y la zona deportiva a su alrededor era una mezcla geométrica de casi cualquier forma de pista imaginable. Por todas partes, rocas pintadas de blanco enmarcaban los senderos y los jar...
El aire chilló con un ruido agudo, doloroso. Y otro más. Otro.
—¡Blam!
En el aire estallaban cohetes lanzados desde la isla. En un minuto más, los tres yates rugían y echaban humo, y la banda empezó a tocar el himno militar «Barras y estrellas»:
Y los cohetes de rojo brillo,
Las bombas estallan en el aire...
El director de la banda levantó su batuta y los músicos hicieron una pausa significativa.
—¡Vuuuuuuuuzzzzzip! —chilló un cohete—. ¡Kooooom!
Dieron prueba por la noche
De que nuestra bandera aún estaba allí...
Después del himno, vino una alegre sucesión de piezas musicales como «Empaqueta tus problemas», «Yo quiero una chica», «Llévame al juego de béisbol» y «Trabajando en el ferrocarril».
Los recién llegados se echaron sobre la barandilla que daba al muelle para estrechar las manos de un grupo de hombres más maduros, la mayoría gordos, canosos y calvos. Eran los Grandes Ancianos: los directivos de distrito, los directores regionales, los vicepresidentes asociados, los vicepresidentes asistentes y los vicepresidentes de las secciones del Este y del Medio Oeste.
—¡Bienvenidos a bordo! —fue el saludo, como siempre lo había sido—. ¡Bienvenidos a bordo!
Paul vio a Kroner, que reservaba su amplia mano y su saludo para él y se abrió paso por la cubierta hasta que alcanzó su mano, se la estrechó y bajó al muelle.
—Me alegro de tenerte a bordo, Paul.
—Gracias, señor. Es un placer estar aquí —una cierta cantidad de ancianos hicieron una pausa en sus bienvenidas para echar una mirada amistosa al brillante hijo de su fallecido dirigente de los tiempos de la guerra.
—Id al Edificio Ad para registraros, luego id a vuestras tiendas y aseguraos de que allí está vuestro equipaje —dijo el sistema público de altavoces—.
Con la banda guiándolos, los recién llegados vacilaron por el sendero de grava hasta la Administración.
A lo largo de la entrada del edificio había un cartel que proclamaba: «El equipo azul os da la bienvenida a Meadows.»
Hubo gritos de indignación con buen humor y se formaron pirámides humanas en un abrir y cerrar de ojos, y los hombres en la cima bajaron el mensaje enfurecedor.
Un joven miembro del equipo azul dio una palmada a Paul en la espalda.
—¡Qué idea, capitán! —chilló—. Muchacho, eso realmente demuestra quién es el que maneja aquí las cosas. ¡Y se lo seguiremos demostrando!
—Así es —dijo Paul—, puedes estar seguro. Hay que mantener ese espíritu.— Al parecer, ésta era la primera visita de ese joven a Meadows. De esa manera no sabía que el cartel era la tarea de un comité especial cuya única misión era provocar la rivalidad de los equipos. Habría muchas triquiñuelas como ésa a cada vuelta de la esquina.
Adentro, una placa verde decía: «Abandonad toda esperanza aquellos que no vistáis camisas verdes!»
Shepherd pegó un grito de deleite, levantó su estandarte y, al segundo, fue echado por tierra por una oleada de azules, rojos y blancos.
—¡Nada de desórdenes dentro de las casas! —dijo severamente el altavoz—. Conocéis las normas. Nada de desórdenes. Ahorrad vuestras energías para el campo. Después de registraros, id a vuestras tiendas, conoced a vuestros camaradas y volved para el almuerzo en quince minutos.
Paul llegó a su «tienda» antes que su desconocido compañero. Ellos dos, según la introducción del Libro de Canciones, desarrollarían una especie de hermandad en todo sentido, como resultado de haber compartido tanta belleza, tanto alboroto, tantas emociones profundas.
La fría temperatura de la habitación con aire acondicionado le hizo sentirse mareado. Recuperándose de este ataque de vértigo, los ojos de Paul enfocaron la insignia, del tamaño de un plato, sobre la almohada de su litera. «Dr. Paul Proteus, director, Ilium, N. Y.», decía. Y debajo había otra inscripción: «Llámame Paul o págame cinco dólares». La segunda frase estaba en todas las insignias. Al único que nadie llamaría por su primer nombre en Meadows era el mismísimo Anciano, el sucesor del padre de Paul, el doctor Francis Eldgrin Gelhorne, director nacional industrial y comercial, de comunicaciones, alimentación y recursos; el doctor Gelhorne, sí, señor, el hombre más importante a cualquier hora del día o la noche y adondequiera que fuese.
Y entonces Paul vio la insignia de su camarada en la otra almohada. «Dr. Frederick Garth, director, Buffalo, N. Y. Llámame Fred o págame cinco dólares.»
Paul se sentó en el borde de la cama y luchó contra la perplejidad en que le había sumido la visión de la insignia de Garth. Había conocido a muchos hombres, Shepherd por ejemplo, que siempre veían presagios y se preocupaban: presagios en el saludo de un superior, en un nombre mal escrito en un documento oficial, en el arreglo de lugares en una mesa de banquete, en un superior que pedía u ofrecía un cigarrillo, en el tono de... La carrera de Paul, hasta hacía unas semanas, había sido fácil y tranquila desde el principio, y el análisis de los presagios le había parecido una tarea aburrida e inútil. Para él, los presagios eran todos buenos. O lo habían sido hasta ese momento. Porque, ahora, él también empezaba a alertarse ante posibles presagios malévolos o que se revelaban de modos muy retorcidos.
¿Era la casualidad, o la ignorancia, o una conjura muy sutil la que lo había puesto en la misma celda con Garth, el otro candidato para Pittsburgh? ¿Y por qué Shepherd había sido nombrado capitán cuando el honor estaba reservado para quienes volaban, por cierto, a otra altura? ¿Y por qué...? Con hombría, Paul desvió sus pensamientos hacia otros canales, superficialmente al menos, y se las arregló para reírse como un hombre al que ya no le importa nada el sistema.
Su compañero entró, gris en las sienes, cansado, pálido y bueno. Fred Garth quería desesperadamente que los demás lo quisieran y había logrado una especie de limbo social sin afectar a nadie de una manera u otra. Había ascendido debido a esta cualidad y no pese a la misma. Una y otra vez, dos personalidades poderosas apoyadas por facciones importantes habían aspirado al mismo cargo. Y la dirección, temiendo una división si elegían la facción de uno en detrimento de la otra, había nombrado a Garth como un candidato intermedio e inofensivo. Existía la sensación, lo suficientemente generalizada como para no constituir una sorpresa, de que Garth se encontraba perdido en los cargos importantes que le había concedido esta política de compromiso. Ahora, aunque ya había cumplido los cincuenta años, parecía espantosamente viejo: bien dispuesto, de buen corazón, pero visiblemente débil, gastado.
—¡Doctor Proteus! Quiero decir Paul —Garth sacudió la cabeza, se rió como si hubiera dicho algo cómico, y le ofreció un billete de cinco dólares a Paul.
—Olvídate, doctor Garth —dijo Paul, y le devolvió el dinero—. Quiero decid Fred. ¿Cómo estás?
—Bien, bien. No me puedo quejar. ¿Cómo están tu mujer y los niños?
—Todos bien, gracias. Garth se ruborizó.
—Oh, perdón.
—¿Qué?
—Fue tonto de mi parte preguntarte de tus niños cuando no los tienes.
—Tonto de mi parte no tenerlos.
—Quizás, quizás. No obstante, es un calvario ver crecer los hijos, preguntándose si tienen lo necesario, verlos casi matarse antes de los exámenes de clasificación general, luego esperando las notas... —la frase terminó en un suspiro—. Acabo de pasar por este asunto de los exámenes con el mayor, Brud, y voy a tener que vivir esa pesadilla dos veces más con Alice y el pequeño Ewing.
—¿Cómo le fue a Brud?
—¿Ummmmmm? Oh, ¿que cómo le fue? Tiene el corazón bien puesto. Quiere hacer bien las cosas y luchó más que cualquier chico del barrio por los exámenes. Hace todo lo que puede.
—Oh, ya veo.
—Pues va a hacer otra intentona con los exámenes. Unos diferentes, por supuesto. Estaba mal cuando los hizo por primera vez; al final de una infección de virus. No perdió por mucho, y el Consejo de Apelación ha dictado una norma especial. Mañana tiene la segunda oportunidad y tendremos las notas para la hora de la cena.
—Esta vez lo conseguirá —dijo Paul. Garth sacudió la cabeza.
—Uno pensaría que le darán algo al chico por haberlo intentado tanto. Dios, tendrías que ver a ese mocoso luchando como un condenado.
—Un buen día —dijo Paul cambiando de tema.
Garth miró las ventanas con aspecto distraído.
—Lo es, ¿no? Dios sonríe en Meadows.
—Posiblemente antes de que lo ocupásemos nosotros.
—No te entendí.
—¿Entendiste qué?
—La sonrisa de Dios. Es del doctor Gelhorne, por supuesto. ¿Recuerdas? Lo dijo el año pasado, el día último.
—Sí. —El doctor Gelhorne decía tantas cosas memorables que a cualquier persona le resultaba difícil guardarlas entre sus tesoros recordatorios.
—¡Almuerzo! —dijeron los altavoces—. ¡Almuerzo! Recordad la norma: conoced a alguien nuevo en cada comida. Tened a vuestro camarada a un lado, pero a un desconocido en el otro. ¡Almuerzo! ¡Almuerzo! —insistieron los altavoces y, fuera de lugar, rugieron: «Oh cómo detesto levantarme por la mañana» —Paul y Garth y otras quinientas parejas caminaron por el sendero de desfiles rumbo al comedor.
Cuando el gentío obligó a Paul y Garth a cruzar las puertas, Kroner lo tomó del brazo y lo sacó a un lado. Garth, como el buen chico que quería ser, se salió de la línea y esperó.
—Mañana por la noche —dijo Kroner—. La reunión grande es mañana por la noche después del teatro y de la hoguera.
—Muy bien.
—Te dije que el mismo Viejo viene. Va a tener esa importancia. Tú vas a tener esa importancia. No sé muy bien lo que se avecina, pero tengo la sensación de que será lo más importante de tu carrera.
—Diablos. No te preocupes. Con la sangre que tienes en las venas, tienes de sobra para hacer el trabajo. Sea lo que fuere.
—Gracias.
Paul volvió a la fila con Garth.
—Te tiene mucha simpatía, ¿no?
—Un viejo amigo de mi padre. Dijo que se alegraba de tenerme a bordo.
—Oh. —Garth pareció un poco molesto. La mentira directa de Paul había señalado por primera vez su situación competitiva. Dejó pasar la mentira. Shepherd hubiera hecho toda clase de preguntas a Paul y, más sutilmente, a Kroner, hasta saber cada palabra que habían intercambiado.
Paul sintió una simpatía real por Garth.
—Vamos, compañero, encontremos a una pareja de desconocidos.
—Va a ser difícil. Hace demasiado tiempo que estamos en esto, Paul.
—Busquemos algunos chicos rubicundos recién salidos de la escuela.
—Ahí hay uno.
—¡Berringer! —dijo Paul, sorprendido. Cuando las máquinas hicieron una lista de los hombres elegibles para Meadows, la tarjeta de Berringer no había salido. Era quien, de todo Ilium, menos se merecía una invitación. Y, sin embargo, allí estaba.
Berringer pareció darse cuenta de lo que ocurría en la cabeza de Paul y devolvió una sonrisa insolente a la mirada de Paul.
Baer se interpuso entre los dos.
—Me olvidé, me olvidé; tenía que decírtelo —dijo—. De Berringer, Berringer. Kroner me dijo que te lo contara y me olvidé, me olvidé...
—¿Cómo diablos está aquí?
—Kroner lo trajo. A último momento, ¿ves? ¿Ummm? Kroner pensó que a su padre se le destrozaría el corazón si al muchacho no lo invitaban. Y después de lo que pasó con el autómata Charlie y todo eso...
—Así está el sistema de méritos —dijo Paul.
Baer asintió.
—Sí, así está, así funciona —se encogió de hombros y levantó las cejas cómicamente—. ¡Zip!, y lo echamos por la ventana.
Paul reflexionó que Baer era posiblemente la persona más justa, razonable y franca que jamás había conocido; como una máquina en el sentido de que los únicos problemas que le interesaban eran los que le presentaban; y, en eso, se ponía a trabajar con igual energía e interés, insensible a la cualidad o a la escala.
Paul echó otra mirada a Berringer, vio que su compañero de mesa era Shepherd y que tenía camisa verde. Y se olvidó de él.
Él y Garth al fin encontraron una pareja de desconocidos muy jóvenes que tenían sillas vacías a sus lados y tomaron asiento.
El joven pelirrojo al lado de Paul miró a su placa de identidad.
—Oh, doctor Proteus, he oído hablar de usted. ¿Cómo está, señor?
—Paul, nada de doctor. Bien, ¿cómo estás... —estudió la placa de su compañero—, doctor Edmund L. Harrison, de Ithaca Works?
—Conoced al hombre a vuestro lado —dijo el altavoz—. No habléis con nadie que conozcáis.
—¿Casado? —preguntó Paul.
—Para eso estáis aquí, para conocer gente nueva, para ampliar vuestros horizontes —dijo el altavoz.
—No, señor, estoy...
—Cuantas más relaciones hagáis aquí en Meadows —dijo el altavoz—, mejor funcionará la industria en términos de corporación.
—Estoy comprometido —dijo el doctor Harrison.
—¿Una chica de Ithaca?
—Hay dos asientos allá, caballeros, en el rincón. Justo allí. Consigamos los asientos de una vez, porque hay todo un programa de actividades y todos quieren conocer a los demás —dijo el altavoz.
—No, señor —dijo el doctor Harrison—. Atlanta —volvió a mirar la placa de Paul—. Es usted el hijo de...?
—Ahora que estamos todos sentados y conociéndonos, ¿que os parece una cancioncita para hacernos sentir unidos? —dijo el altavoz.
—Sí, era mi padre —dijo Paul.
—Abrid en la página veintiocho del Libro de Canciones —dijo el altavoz—. ¡Veintiocho! ¡Veintiocho!
—Fue un gran hombre —dijo Harrison.
—Sí —dijo Paul.
—¡«Espera a que salga el sol, Nellie»! —dijo el altavoz— ¿La encontráis? ¡Página veintiocho! Muy bien, ¡adelante!
La orquesta en la otra punta del salón, amplificada hasta parecer el estrépito de una carga de elefantes, aulló y detonó como una guerra santa contra el silencio. Era imposible hasta comer en medio de semejante estruendo. A Paul se le hizo un nudo en el estómago y sus glándulas del gusto se paralizaron; y la comida cara, deliciosa, le bajó por la garganta como carne de caballo hervida y tortillas de maíz molido.
—¡Paul, Paul, Paul, oh Paul! —gritó Baer del otro lado de la mesa—. ¡Paul!
—¿Qué?
—Eres tú... ¡te están llamando!
—No me digáis que el capitán del equipo azul es tan cobarde que se escapó a último minuto —decía sarcásticamente el altavoz—. ¡Vamos! ¿Dónde está el capitán del equipo azul?
Paul se puso de pie y levantó la mano.
—Aquí —dijo con una voz inaudible hasta para él.
Aplausos y silbidos siguieron a sus palabras en una proporción de tres a uno. Fue golpeado por servilletas de papel hechas un bollo y cerezas confitadas de encima de las ensaladas.
—Pues entonces —dijo el altavoz—, oigamos vuestra canción.
Gran cantidad de manos agarraron a Paul, lo levantaron en vilo y fue llevado por el pasillo hacia la orquesta encima de una cuña de hombres de camisas azules. Lo tiraron en la plataforma y formaron un cordón a su alrededor. El maestro de ceremonias, un hombre obeso, viejo y colorado, con pechos como los de una mujer que sobresalían por su camiseta sudada, le puso un Libro de Canciones en las manos. La orquesta prorrumpió con la primera canción del equipo azul.
—«Oh, tú, equipo azul, equipo probado y verdadero —cantó Paul; su voz se volvió extraña y atemorizante, amplificada electrónicamente hasta alcanzar un fiero desafío y determinación—. ¡No hay equipo mejor que tú!»
En ese momento se vio completamente acallado por el estampido de los pies, los silbidos y el alboroto de las cucharas contra las copas. El maestro de ceremonias, encantado con el entusiasmo que había provocado, le pasó a Paul un estandarte azul para que lo hiciese flamear. Tan pronto como las manos de Paul estuvieron en el estandarte, vio que el cordón de compañeros que lo protegían se abría. Berringer, con la cabeza gacha, saltando con sus piernas pesadas, cargó contra él.
En la confusión, Paul tiró un golpe al Berringer enloquecido, erró y quedó noqueado, hors de combat, fuera de la plataforma y en medio de las puertas de la cocina.
—¡Por favor, por favor! —gritaba el altavoz—. ¡Hay muy pocas reglas en Meadows, pero esas pocas deben ser observadas! Vuelve a tu asiento, tú, el de la camisa verde. Nada de golpes en el interior de los edificios. ¿Comprendéis?
—¡Un incidente más como éste y se te pedirá que abandones la isla!
Unas manos bondadosas levantaron a Paul y él se encontró mirando el rostro grave y gris de Luke Lubbock, el perenne asociacionista, que ahora vestía uniforme de camarero. Uno de los cocineros que había observado la escena con desdén se alejó rápidamente cuando Paul lo miró, y desapareció en la gran refrigeradora de carne.
Mientras los compañeros de equipo de Paul lo llevaban de vuelta a su asiento, se dio cuenta, súbitamente, como en una parte de una pesadilla, de que el cocinero había sido Alfy, el maestro de la televisión silenciosa.
—Ahora —dijo el altavoz—, basta de violencia o tendremos que perdernos el resto de la diversión. Pues, ¿dónde está el capitán del equipo blanco?
Cuando terminó la diversión, Paul y el doctor Harrison, de Ithaca, salieron juntos.
—Tenéis diez minutos de tiempo libre hasta el servicio religioso —dijo el altavoz—. Diez minutos para hacer nuevos contactos antes del servicio religioso.
—Mucho gusto en haberte conocido —dijo el doctor Harrison.
—Mu...
—«Mi irlandesa rosa silvestre —aulló el altavoz—, la flor mas bella que crece» — las estrofas terminaron con un ruido—. Atención por favor. El Comité de Programa acaba de informar de que estamos siete minutos retrasados, así que, por favor, formad en el Roble de inmediato, por favor. El servicio religioso se efectuará de inmediato. Un silencio reverente hizo presa, como la niebla, de la multitud sudorosa que se había dispersado por las canchas y las mesas de ping-pong, cerca del comedor. Ahora empezaron a formar alrededor del Roble, el símbolo oficial de toda la organización nacional. La imagen estaba en cada carta, y bordada en un rectángulo de seda blanca, ondeaba en la brisa, justo debajo de la bandera norteamericana en el mástil de los desfiles.
Los más jóvenes imitaron las expresiones uniformes de piedad de los mayores; los ojos fijos en las ramas más bajas del magnífico árbol antiguo, las manos tomadas delante de los genitales.
—¡El blanco va a ganar! —gritó un joven delgado, de baja estatura y con grandes dientes.
Los mayores lo miraron con tristeza, con una melancólica reprensión. No era el momento para esos alborotos. Era casi el único momento del día en que no era momento para eso. El estallido de infinito mal gusto del joven lo envenenaría en las próximas dos semanas y probablemente en su carrera. En un instante se había convertido en «el chico que gritó en el servicio religioso». Eso lo describía y a nadie se le ocurriría averiguar algo más. Ahora bien, si resultaba ser un atleta extraordinario... No. Su físico fláccido y la piel pálida indicaban que esta vía de olvido estaba cerrada para él.
Paul lo miró con simpatía y recordó comienzos similares del pasado. El sujeto quedaría terriblemente solo, se dedicaría a una carrera de amarga bebida y jamás se le volvería a invitar.
Los únicos sonidos que ahora se notaban era el frufrú de las hojas y el flamear de las banderas; de tanto en tanto, se oía el estrépito de platos y cubiertos en el comedor.
Un fotógrafo de aspecto apresurado corrió al frente del grupo; se arrodilló, disparó un fogonazo y volvió a salir corriendo.
—¡Vuuuuzzzzzip! —se hizo oír un cohete—. ¡Kooom! —Una bandera norteamericana en paracaídas se escapó del cohete para flotar holgazanamente hacia el río.
Kroner se separó de la multitud y caminó sobriamente hasta el ancho tronco del árbol. Se dio vuelta y se miró las manos, pensativo. Sus primeras palabras fueron tan bajas, tan llenas de emoción, que muy pocos las oyeron. Aspiró hondo, tiró los hombros hacia atrás, levantó la mirada y reunió fuerzas para repetirlas.
En el breve lapso antes de que Kroner volviera a hablar, Paul miró a su alrededor. Sus ojos se encontraron con Shepherd y Berringer, y lo que a ellos les pasaba era algo tierno y cariñoso. El gentío milagrosamente, se había convertido en una especie de pastel homogéneo. Era imposible saber dónde terminaba un ego y dónde comenzaba el otro.
—Es costumbre nuestra —dijo Kroner—, es la costumbre de aquí en Meadows —nuestra costumbre, nuestro Meadows— de reunimos ante nuestro árbol, nuestro símbolo de coraje, integridad, perseverancia y belleza. Es costumbre nuestra reunimos aquí para recordar a nuestros amigos y colegas desaparecidos.
Y ahora se olvidó de la multitud y habló a las obesas nubes cúmulus que corrían por el cielo azul.
—Desde la última vez que nos vimos, el doctor Ernest S. Bassett ha dejado nuestro mundo para recibir su premio en uno mejor. Emie como todos vosotros sabéis, era...
El fotógrafo corrió, disparó un fogonazo a la cara de Kroner y volvió a desaparecer.
—Ernie fue el director de Filadelfia Works durante cinco años, de Pittsburgh Works durane siete. Fue mi amigo; era nuestro amigo: un gran norteamericano, un gran ingeniero, un gran directivo, un gran adelantado, a la cabeza de la procesión de la civilización, abriendo puertas nuevas e inimaginables para mejores cosas, para una mejor vida, para más gente, a menos costo.
De tanto en tanto, con voz quebrada, Kroner contó de Ernie Basset como joven ingeniero y trazó su carrera, de trabajo en trabajo.
—Se entregó tenazmente como ingeniero, como directivo, como personalidad, como norteamericano, y... —Kroner hizo una pausa para mirar impresionantemente, de cara en cara; nuevamente habló a las nubes— ... y de todo corazón.
Un hombre salió de formación para entregar a Kroner una larga caja blanca. Kroner la abrió lentamente y la estudió, pensativo, antes de mostrar el contenido a los demás. Por último, metió la mano y sacó un gallardete azul y blanco de las Fuerzas Armadas que Bassett había ganado durante la guerra como director de Filadelfia Works.
Un corneta tocó silencio.
Kroner se arrodilló al pie del árbol y allí colocó el gallardete de Bassett.
El fotógrafo apareció, consiguió la foto y desapareció.
—¡Vuuuuuuuuuzzzip! ¡Kooooom!
Un coro de hombres, escondido en la maleza, cantó muy suavemente, a ritmo de «Love's Sweet Song»:
Compañeros en Meadows,
Levantad alto vuestros jarros,
Saludad a nuestro símbolo viviente,
Que despunta hacia el cielo.
Crecido de una simple semilla,
Ahora eres un gigante;
Que jamás dejes de crecer;
¡Llega a las estrellas!
Símbolo orgulloso encima
De nosotrooooos.
—Un minuto de silencio en recogida oración por los amigos fallecidos —dijo el altavoz.
Durante todo ese minuto de silencio, Paul se percató de un sollozo en el fondo. La reserva de fortaleza de alguien se había roto ante el impacto de la ceremonia; alguien que debía haber sido extraordinariamente íntimo de Bassett. Había lágrimas presentes en muchos ojos y había dientes clavados en labios inestables, pero en ninguna parte Paul pudo ver los sollozos. De pronto lo localizó, no en el gentío sino en el comedor. Luke Lubbock, con una pila de platos sucios en sus brazos, estaba absolutamente emocionado. Lágrimas honestas y grandes en honor del director de Pittsburgh Works inundaban sus mejillas. De forma más bien ruda, el jefe de camareros lo separó de la puerta.
—¡Vuuuuuuzzzzip! ¡Kooom!
La orquesta resonó con «Barras y estrellas» y Kroner fue felicitado por otros veteranos que habían conocido bien a Bassett. La multitud se dispersó.
Paul miró con ganas a la puerta del bar, en un edificio blanco. Probó las puertas para cerciorarse de que realmente estaban cerradas y, por supuesto, lo estaban. El bar jamás se abría hasta la hora del cóctel, después de los juegos.
—¡Atención! —dijo el altavoz—. ¡Atención, por favor! El programa del resto del día:
»En diez minutos, los equipos se reunirán en las tiendas de sus capitanes para seleccionar los distintos deportes. La competición formal no comenzará sino hasta mañana. Después de la selección, conoced a vuestros compañeros y no os quedéis con la gente ya conocida.
«Las bebidas a las cinco y media. La cena a las seis y media. Ahora, atención a este cambio: el teatro y la fogata no tendrán efecto esta noche. No tendrán efecto. Se llevarán a cabo mañana por la noche y, en su lugar, esta noche habrá un canto de grupo en el anfiteatro. Silencio a medianoche.
«Capitanes de equipo, capitanes de equipo, por favor, id a vuestras tiendas.
Sin mucha esperanza, Paul tocó las puertas del bar pensando que quizá pudiera hablar con una fregona y convencerla de que lo dejara pasar y tomar algo.
—Me acaban de informar —dijo el altavoz—, me acaban de informar de que el capitán del equipo azul no está en su tienda. Doctor Paul Proteus; doctor Paul...
20
El turbante dorado del chah de Bratpuhr colgaba desenrrollado como papel de baño en lo alto de la percha de la barbería de Miami Beach.
—Puku pala koko, puku ebo koko, nibo aki koko —dijo el chah.
—¿Qué busca el caballero extranjero? —preguntó Homer Bigley, propietario de la barbería.
—Quiere que le saque un poco de los costados, un poco de atrás y que arriba se lo deje tal cual —murmuró Khachdrahr Miasma, bajo una toalla vaporosa, en la silla al lado del chah.
El doctor Ewing J. Halyard se proporcionaba una ruda manicura con los dientes en una de las sillas de espera mientras sus agasajados recibían su primer corte de pelo norteamericano. Sonreía y asentía a todo lo que se decía, pero no oía nada salvo el leve crujido de la carta en su bolsillo delantero mientras se movía intranquilo en búsqueda de una comodidad que ninguna silla le podía brindar. La carta, del funcionario de personal del Departamento de Estado, le había perseguido de Nueva York a Utica, a las Cataratas del Niágara, a Camp Drum, a Indianápolis a St. Louis, a Fort Riley, a Houston, a Hollywood, al Gran Cañón, a Carlsbad, a Hanford, a Chicago y a Miami Beach, donde se quedó lo suficiente como para que la carta lo alcanzara; le alcanzara como una jabalina, clavándose perfectamente entre los hombros de su espíritu.
Estaba rojo como una langosta debido a un día en la playa, pero, debajo de esta fuerte vena de buena salud y buen humor, se sentía frío y muerto de miedo. «Mi querido señor Halyard —comenzaba—. Mi querido señor...»
Mientras Halyard meditaba, Homer Bigley, con los reflejos propios de una vida entera de barbero, seleccionó sus tijeras, las hizo resonar en el aire alrededor de la sagrada cabeza y, como si su mano derecha estuviera servida por el mismo nervio que su diafragma y su caja de resonancia, empezó a cortar pelo y a hablar..., hablándole a un chah ignorante de sus palabras, del mismo modo que un embalsamador le habla a su cadáver.
—Pues, sí, señor, eligió un buen tiempo para venir. Dicen que es fuera de temporada, pero yo le digo que es el mejor tiempo del año. Y más barato también. Pero eso no es lo que quiero decir. Ahora hay cinco grados menos aquí que en la ciudad de Nueva York y apuesto a que nadie del norte lo sabe. Simplemente porque no lo han promovido. Todo es promoción. ¿Alguna vez lo pensó? Todo lo que usted piensa lo piensa porque alguien promovió las ideas. La educación... no es más que promoción.
»Hay mala y buena promoción. Los barberos ahora tienen muy mala promoción debido a las historietas y a la televisión, ¿sabe? No se puede coger una revista ni poner un canal de televisión sin que se vea la broma de un barbero cortando a alguien. Y, seguro, eso quizás haga bien a algún tonto, y Dios bien sabe que el mundo está lleno de tontos, pero pienso que no es justo ofender a nadie para hacer una broma. Quiero decir que todo es igual y nadie es mejor que nadie. Y yo me pregunto si alguno de esos comediantes o gente de las historietas alguna vez piensan en los miles de barberos que ven pasar un año sin un nuevo cliente; y, sin embargo, esa gente va por todos lados diciendo que los barberos están degollando tantas arterias y venas que uno se pregunta si alcanzan las alcantarillas. Pero, según parece, nadie piensa en lo que es sagrado para los demás.
»De hecho, antes los barberos hacían sangrías a la gente y se les pagaba por ello. Es una de las profesiones más antiguas de la Tierra, si uno se pone a pensar, pero nadie lo hace. Eran una especie de doctores; sangraban a la gente, les arreglaban los huesos y todo eso; pero entonces los doctores se ofendieron y se hicieron cargo de todo y dejaron a los barberos afeitando y cortando el pelo. Una historia muy interesante. Pero mi padre siempre decía, antes de morir por supuesto, que los barberos estarían aquí mucho después de que el último médico hubiera desaparecido. Y tenía mucha razón en lo que decía. Valía la pena escucharle.
»Hoy en día, por Dios, lleva más tiempo y se necesita más habilidad para cortar el pelo que para hacer lo que hacen los doctores. Si usted tiene sífilis, purgaciones, fiebre amarilla, neumonía o cáncer o algo así, diablos, yo le podría curar mientras preparo el agua para un champú. Se toma una aguja, ¡punch! ¡Milagro, ya está! Y, con el cambio, le doy un certificado de buena salud. Cualquier barbero puede hacer lo que hoy hace un médico. Pero le doy cincuenta dólares ahora mismo si me puede señalar un médico que pueda cortar el pelo.
»Ahora bien, dicen que la peluquería no es una profesión, pero usted toma en cuenta las otras profesiones que se han hecho importantes desde la Edad Media y la compara con la peluquería. Tome la medicina, tome la abogacía. ¡Máquinas!
»Los médicos no usan su cabeza ni la educación para ver qué le pasa a usted. Las máquinas le revisan, le miden esto, le miden aquello. Entonces el doctor coge el exacto material milagroso y la única razón por la que hace eso es porque las máquinas se lo dicen. ¡Y los abogados! Por supuesto, le digo que está bastante bien lo que les ha pasado, porque antes tenían mal las cosas, lo que no dejaba de estar bien para todos los demás. No son palabras mías. Mi padre lo dijo. Son sus palabras. Pero ahora la ley es la ley y no una competición entre hombres pagados para sonreír y mentir y luchar por lo que fuera que alguien quería que ellos sonriesen, mintiesen, gritasen y luchasen. Por Dios, los detectores de mentiras saben quién está mintiendo, y esas viejas máquinas de tarjetas saben cómo se aplica la ley en el caso que sea, y pueden darse cuenta mucho más rápido de lo que antes hacían los jueces. Y así es el asunto. Basta de ese trabajo de palabrerío. Diablos, si yo tuviera un detector de mentiras y la máquina de tarjetas y todo eso, podría dirigir un negocio de abogado desde aquí mismo y arreglarle un divorcio o un juicio de un millón de dólares por daños y perjuicios, y lo que usted necesitara, mientras usted estira los pies y pone una moneda en esa máquina lustrabotas.
«Antes eran una especie de personajes altos y poderosos, una especie de sacerdotes, esos doctores y abogados, pero cada vez se parecen más a los mecánicos. Los dentintas se mantienen bastante bien, sin embargo. Son la excepción que prueba la regla. Y los barberos, dicho sea de paso, una de las profesiones más antiguas del mundo, se han mantenido mejor que nadie. Las máquinas separaron a los hombres de los niños, se podría decir.
»Los hombres separados de los niños, eso es lo que decía en el Ejército el sargento Elm Wheeler, un muchacho de Memphis. "Aquí —decía— separamos a los hombres de los niños." Y de ahí nos íbamos a la siguiente colina, y los médicos nos seguían y separaban a los muertos de los heridos. Y entonces Wheeler decía: "Aquí, vamos, aquí es donde separamos a los hombres de los niños." Y eso continuó hasta que nos separaron de nuestro batallón y a Wheeler le separaron la cabeza del tronco.
»Pero, ¿sabe?, con todo lo horrible que era ese lío, no sólo Wheeler sino toda la guerra, trajo, empero, la grandeza al pueblo norteamericano. Hay algo en las guerras que trae la grandeza. Detesto decirlo, pero es verdad. Por cierto, quizá sea porque uno puede llegar a ser tan grande en tan poco tiempo en una guerra. Sólo una buena imbecilidad en un par de segundos y usted es grande. Yo podría ser el barbero más grande del mundo, y quizá lo sea, pero lo tendría que probar con toda una vida de grandes cortes de pelo, y entonces nadie se daría cuenta.
Así son las cosas en tiempos de paz, ¿sabes?
»Pero a Elm Wheeler no se podía dejar de prestarle atención cuando se transformó en un cerdo salvaje después de recibir una carta de su mujer anunciándole que había tenido un bebé. Y él hacía dos años que no la veía.
Diablos, leyó eso y salió corriendo al nido de ametralladoras, y disparó y tiró granadas contra todos. Fue algo horroroso. Luego corrió hacia otro reducto y destrozó a toda la gente de allí con la culata de un rifle y, entonces, después de haber terminado eso, se lanzó contra un emplazamiento de morteros con una piedra en cada mano y lo pescaron con fragmentos de metralla. Se podía haber pagado mil dólares a un cirujano y no podría haber hecho mejor trabajo. Pero Elm Wheeler consiguió la Medalla del Congreso y se la pusieron en el ataúd. Allí se la pusieron. No podía colgar el cuello y, si se la pusieron sobre el pecho, supongo que tuvieron que usar soldadura, pues lo tenía lleno de plomo y pedazos de hierro.
»Pero él fue grande y nadie lo puede discutir, aunque ¿piensa usted que sería grande hoy, en esta época moderna? ¿Wheeler? ¿Elm Wheeler? ¿Sabe lo que hoy sería? Un tipo del Cuerpo de Reconstrucción, eso es todo. La guerra lo hizo, y esta vida lo mataría.
»Y otra cosa buena de la guerra —no que sea algo bueno la guerra— es que mientras dura y se está en ella, uno se preocupa de hacer lo correcto. ¿Lo ve? Uno está allí, luchando, y no podría hacer algo más correcto que eso. En su casa podría haber sido un embrollador y hacer infeliz a mucha gente, y hubiera sido un bastardo malo y cretino, pero allí es un rey, un rey para todo el mundo y, en especial, para uno mismo. Esto, sobre todo: se es verdadero consigo mismo y no se puede ser falso con nadie cuando se permanece en un agujero, disparando.
»Estos chicos de hoy sólo están en el Ejército porque se ha convertido en un sitio para alejarlos de las calles y que no se metan en problemas; porque no se puede hacer otra cosa con ellos. Y la única posibilidad que tendrían para ser alguien sería una guerra. Ésa es la única posibilidad que tienen en el mundo de demostrar que viven y mueren por algo.
»Antes había muchas idioteces que podía hacer un bastardo para ser grande, pero las máquinas arreglaron eso. Usted sabe que antes se podía ir al mar en un buen barco o un barco de pesca y ser un héroe durante una tormenta. O quizás se podía ir de explorador al oeste, guiar a la gente, abrir nuevos caminos, cazar a los indios y todo eso. O se podía ser un vaquero, o toda clase de cosas peligrosas, e incluso un bruto.
»Ahora las máquinas hacen todos los trabajos peligrosos y los brutos solamente son empaquetados en grandes edificios prefabricados que parecen el final de una partida de naipes, o son amontonados en barracas, y no tienen otra cosa que hacer que estar allí y esperar que quizá haya un incendio y ellos puedan entrar corriendo en el edificio en llamas y salir con un niño en brazos delante de todo el mundo. O quizás esperen, aunque no lo dicen en voz alta, porque la última fue terrible, que se produzca otra guerra. Por cierto, no va a haber otra.
»Y, oh, supongo que las máquinas han mejorado todo. Sería un estúpido si dijera que no es así, aunque hay muchos que dicen que no, y puedo darme cuenta de lo que dicen: Parece ser que las máquinas acabaron con todos los buenos trabajos en que un hombre podía ser verdadero consigo mismo y no podía ser falso con nadie, y dejaron todos los trabajos tontos. Y yo supongo que soy el último de una raza, aquí de pie por mí mismo.
»Y tengo suerte de que la peluquería se haya mantenido por tanto tiempo, lo suficiente como para cuidar de mí. Y me alegro de que no tenga hijos, de la forma que van las cosas. Y no tengo que pensar que esta tienda no estará aquí para ellos, que no tendrán otra cosa salvo el Cuerpo, probablemente. A menos que un ingeniero o un directivo se hiciera cargo de mi mujer, y los chicos salieran con su cerebro y no con el mío. Pues Clara le permitiría a uno de esos cerdos que se le acercara tan rápidamente como usted podría meter un paquete de margarina en el culo de un gato con una lengüeta caliente.
»De cualquier modo, espero que dejen lejos de Miami Beach esas máquinas de peluquería por otros dos años, y entonces ya estaré listo para retirarme, y al diablo con ellos. El otro día pusieron en la televisión al hombre que inventó esas cosas y resultó que era un barbero. Dijo que no podía dejar de preocuparle que un día alguien inventara una máquina de cortar el pelo y le quitaran el negocio Y tenía pesadillas y, cuando se despertaba, se decía todas las razones por las que no podían jamás construir una maquina que hiciera el trabajo, usted sabe, todos los movimientos complicados que debe hacer el barbero. Y entonces, en su siguiente pesadilla, soñaba con una máquina que hacía uno de los trabajos, como peinar, y la veía funcionar con toda claridad. Y fue como un círculo vicioso. Soñaba. Entonces se decía algo que la máquina no podía hacer. Entonces soñaba con una máquina y veía cómo la máquina podía hacer lo que él había dicho que no podría. Y así hasta que soñó toda una máquina que cortaba el pelo como nadie. Y vendió sus planos por cien mil dólares, aparte de sus derechos de patente, y supongo que ya no tendrá que preocuparse de nada.
»¿ Alguna vez pensó en qué cosa tan extraña es la mente humana? Y ya está, señor, ¿qué le parece?»
—Sumklish —dijo el chah, y bebió un largo trago del frasco que le pasó Khachdrahr. Se estudió sobriamente en el espejo que Bigley le puso delante—. Nibo bakula ni provo —dijo por último.
—¿Le gusta? —preguntó Bigley.
—Dice que no es nada que no pueda cubrir un turbante —dijo Khachdrahr, cuyo corte de pelo también estaba terminado; llamó a Halyard—. Su turno, doctor.
—¿Ummmm? —dijo con aire de ausente Halyard, levantando la vista de la carta—. Oh, nada de corte para mí. Pienso que deberíamos volver al hotel para descansar, ¿eh? —preguntó, y echó una nueva mirada a la carta:
«Mi querido señor Halyard:
»Acabamos de completar una revisión de las cartas de personal de nuestro Departamento, verificando la información cifrada y comparándola con los hechos.
»Durante esta inspección, se descubrió que usted no cumplió los requisitos de educación física para el título de bachiller de la Universidad de Cornell y que su título le fue concedido debido a que esta deficiencia no fue notada por el empleado de entonces. Lamento informarle que, por lo tanto, usted, técnicamente, no posee el título de bachiller y, por ende, técnicamente, no es elegible para el título de la licenciatura ni el doctorado, títulos que también aparecen en sus antecedentes.
»Debido a que existen, como usted sabe, severas penalidades por codificar información falsa en las tarjetas de personal, nos vemos obligados a anunciarle que usted, oficialmente, no tiene ningún título universitario, y que se le transfiere a un status de prueba por un período de ocho semanas, tiempo en el cual usted retornará a Cornell para resolver esta deficiencia.
»Quizá pueda hacer esta pequeña tarea en su itinerario y dar al chah una oportunidad de ver una institución norteamericana representativa de la educación avanzada.
»He estado en contacto con Cornell sobre este problema y me aseguraron que arreglarán todo para que usted tome los exámenes de educación física cuando usted quiera. No tendrá que tomar el curso, sólo el examen final. Ese examen, tengo entendido, es bastante simple: nadar seis largos de la piscina, hacer veinte flexiones, subir una cuerda, pararse en su...»
21
La luna estaba llena sobre las Mil Islas; y en una de ellas al menos había quinientos pares de ojos para verla. La crema del Este y del Medio Oeste en materia de ingeniería y dirección estaba reunida en el anfiteatro de Meadows. Era la segunda noche, la noche del teatro y la fogata.
Kroner estaba sentado al lado de Paul y puso una mano en su rodilla.
—Una buena noche, muchacho.
—Así es, señor.
—Pienso que este año tenemos un buen equipo, Paul.
—Sí, señor. Parecen buenos.
Después de un día de competición, el equipo azul realmente parecía bueno, pese a la gran proporción de altos ejecutivos —y por ende, viejos— en sus rangos. Esa tarde los azules habían derrotado al capitán de los verdes en el partido de béisbol. Shepherd, en su obsesión por ganar y su horror de perder, había hecho todo mal.
Paul, al contrario, había bateado perfectamente, casi sin esfuerzo, riéndose, completamente libre de movimientos. Al analizar la calidad mágica de la tarde durante la hora del cóctel, Paul se dio cuenta de lo que había sucedido: por primera vez desde que resolviera renunciar, realmente no le había importado nada el sistema, Meadows, la política interna. Antes había intentado no interesarse, pero no había tenido suerte. Ahora, súbitamente, esa misma tarde, lo había vivido.
Paul estaba medio alegre y satisfecho de sí mismo. Todo iba a salir bien.
—El Viejo quiere empezar la reunión apenas aterrice su avión —dijo Kroner—. Por tanto, tendremos que dejar lo que estemos haciendo.
—Muy bien —dijo Paul, sintiéndose verdaderamente bien en esa atmósfera vivificante, en una especie soñolienta de inocencia; quizás esa misma noche se lo comunicaría, si tenía ganas; nada de prisas—. Muy bien —volvió a contestar.
—Todos a vuestros asientos, por favor —dijo el altavoz—. Todo el mundo a sus asientos. El Comité de Programas acaba de informar que tenemos ocho minutos de retraso, así que todo el mundo a sus asientos.
Todos lo hicieron. Los miembros de la orquesta, luciendo smokings de verano, iniciaron una combinación de canciones favoritas de Meadows. La música bajó de volumen. Unas semiesferas se abrieron un poco, permitiendo que un haz de luz disparara a través del humo hasta los cielos de azul oscuro. La música dejó de oírse, crujieron unos engranajes y las semiesferas se hundieron en la tierra, revelando:
Un anciano con una barba blanca que le llegaba a la cintura, vestido con una larga bata blanca y sandalias doradas y un sombrero cónico y azul moteado con estrellas plateadas. Está sentado encima de una escalera extraordinariamente alta. En una mano tiene un gran trapo para el polvo. Al lado de la escalera y a la misma altura hay un poste delgado. Otro igual se alza del otro lado del escenario. Entre los dos postes hay un lazo de alambre Que pasa como una cuerda de atar la ropa por poleas fijas en las puntas de los postes. Colgadas del alambre, hay una serie de estrellas metálicas. Están cubiertas de Pintura fluorescente, de modo que un invisible rayo de luz infrarroja, jugueteando en una estrella, las llena de vida y color sorprendente.
El anciano, ignorando a la audiencia, contempla las estrellas colgadas delante de él, desprende la estrella más próxima a él, le estudia la superficie, pule un punto sucio, sacude la cabeza tristemente y deja caer la estrella. Mira la estrella caída con lástima, luego a aquéllas aún en el alambre, luego a la audiencia. Habla:
ANCIANO: Yo soy el Director del Cielo. Yo soy quien mantiene el brillo esplendoroso de las noches celestiales; yo soy quien, cuando la gloria de una estrella se ha manchado y es imposible restaurarla, debe sacarla del firmamento. Cada cien años subo a mi escalera para mantener brillantes los cielos. Y ahora nuevamente me ha llegado el turno.
(Tira del alambre hasta alcanzar otra estrella. Saca la estrella y la examina.)
Y ésta es una extraña estrella para estar brillando en los cielos modernos. Y, sin embargo, hace cien años, la última vez que cumplí con mi deber, era orgullosa y nueva, y únicamente unos pocos meteoros, destruyéndose en un instante luminoso, brillaban más que ella. (Levanta la estrella, la luz infrarroja la hace brillar, revelando unas letras que dicen: «Sindicalismo laboral». La limpia sin ganas y la deja caer.) En buena compañía. (Baja la vista a una pila de desechos.) Con estrellas llamadas «Individualismo a Ultranza», «Socialismo», «Libre Empresa», «Comunismo», «Fascismo» y... (Deja sin terminar la oración y suspira.)
No es un trabajo fácil, ni siempre placentero. Pero Uno más sabio que yo, infinitamente bueno, ha decretado que se debe hacer (suspira) y que se haga desapasionadamente.
(Tira del alambre y atrae otra estrella, la más grande de todas. La luz infrarroja la enciende y se ilumina con enorme brillo, y allí está la imagen del Roble, el símbolo de la organización.)
Por Dios, he aquí una joven belleza. Pero ya hay quienes detestan su presencia, quienes reclaman que se la arranque de los cielos. (La limpia con el trapo, se encoge de hombros, la separa de sí, preparándose para dejarla caer. Aparece un joven ingeniero de la audiencia, bien vestido y apuesto.)
JOVEN INGENIERO: (Mueve el pie de la escalera.) ¡No! ¡No, Director de los Cielos, no!
ANCIANO: (Baja la mirada con curiosidad) ¿Qué es esto? ¿Un simple mozalbete osa desafiar al guardián de los cielos? (Entra un joven radical mal vestido por una puerta del escenario.)
RADICAL: (Riéndose con mala intención.) Tírela.
JOVEN INGENIERO: ¡Nunca ha habido una estrella más brillante, más hermosa!
RADICAL: ¡Jamás ha habido una tan sanguinaria, más oscura!
ANCIANO: (Observa, perplejo, a la estrella y luego a los dos jóvenes.) Ummmmm... ¿Estáis preparados para apelar por esta estrella con la razón en vez de la emoción? Mi deber requiere que yo sea el enemigo declarado de la emoción.
JOVEN INGENIERO: ¡Sí, lo estoy!
RADICAL: Yo también. (Sonríe.) Y prometo no molestarle por mucho tiempo.
SE CIERRAN LAS SEMIESFERAS.
SE ABREN LAS SEMIESFERAS.
Un alto estrado de juez rodea ahora la escalera del anciano. El anciano viste peluca y toga de juez. El joven ingeniero y el radical también tienen pelucas y togas al estilo de los abogados ingleses.
VOZ ENTRE BASTIDORES: ¡Atención, atención! Se abre la sesión del Juzgado de Relaciones Celestiales.
ANCIANO: (Da con el mazo.) Orden en la sala. Es el turno del fiscal.
RADICAL: (Con una complacencia ofensiva.) Excelencia, damas y caballeros del jurado, el fiscal demostrará que la estrella en cuestión está tan sucia —ay, tan negra— como jamás hubo una en el cielo. Sólo llamaré a un testigo, pero ese testigo en realidad es un millón de testigos, cada uno de los cuales puede narrar la misma sórdida historia, decir la verdad sin tapujos con las mismas palabras simples salidas del corazón. Quisiera llamar a Juan Pueblo al banquillo de los testigos.
VOZ ENTRE BASTIDORES: Juan Pueblo, Juan Pueblo. Suba al banquillo. (Entra Juan Pueblo por la puerta del escenario. Es levemente gordinflón, tímido, de mediana edad, lastimoso; mira con miedo la sala y tal vez se ha tomado un par de copas para tranquilizar sus nervios.)
RADICAL: (Toca el brazo de Juan.) Te he buscado, Juan. Toma tu tiempo antes de contestar. No dejes que te confundan. Deja que yo piense las cosas y quedarás muy bien.
VOZ ENTRE BASTIDORES: ¿Jura solemnemente decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
JUAN: (Mira duditativo al radical.) ¿Lo hago?
RADICAL: Sí.
JUAN: Sí, juro.
RADICAL: Juan, supongamos que le dices al tribunal lo que hacías antes de la guerra, antes de que esta nueva estrella se elevara para manchar y deshonrar los cielos.
JUAN: Era maquinista en Ciudad Común, de la Compañía Común de Manufacturas.
RADICAL: ¿Y ahora?
JUAN: Estoy en el Cuerpo de Reconstrucción y Reclamaciones, señor. Cavador de Primera Clase.
RADICAL: Supongamos, para el conocimiento del jurado, que nos dices lo que hacías antes de que subiera la estrella, y lo que haces ahora.
JUAN: (Levanta la mirada recordando y comparando con dificultad.) Pues, señor, cuando el trabajo de defensa y todo eso se puso en funcionamiento antes de la guerra, ganaba más de cien a la semana. Supongo que la mejor semana que tuve fue de unos ciento cuarenta y cinco dólares. Ahora recibo treinta a la semana.
RADICAL: Bien, bien. En otras palabras, a medida que subía la estrella, tu salario bajaba. Para ser exactos, Juan, tu entrada económica ha disminuido en un ochenta por ciento.
JOVEN INGENIERO: (Se pone de pie de un salto, con soltura.) Excelencia, yo...
ANCIANO: Espere hasta su turno.
JOVEN INGENIERO: Sí, Excelencia. Lo siento, señor.
RADICAL: Creo que hemos demostrado ampliamente que el nivel de vida norteamericano ha disminuido en un ochenta por ciento. (Sus facciones asumen una molesta expresión pía.) Pero basta ya de meras consideraciones materialistas. ¿Qué ha significado el ascenso de esta estrella a Juan Pueblo en términos de espíritu? Juan, cuéntale al jurado lo que me contaste a mí. ¿Recuerdas? Sobre los ingenieros y los directores...
JUAN: Sí, señor. (Mira vacilante al joven ingeniero.) Sin ánimo de ofender, señor...
RADICAL: (Aguijoneando.) Nunca se puede decir la verdad sin herir a alguien. Adelante, Juan.
JUAN: Pues, señor, duele mucho ser olvidado. Usted sabe, los ingenieros y directivos, los tipos que están a cargo de todo, lo miran a uno como si no existiera. La gente quiere que los demás piensen en ella y la busquen, se ocupen.
JOVEN INGENIERO: (Con urgencia en la voz.) ¡Excelencia!
ANCIANO: (Severamente.) No toleraré más sus interrupciones. El caso es más grave de lo que pensé. (Al radical.) Por favor, proceda.
RADICAL: Adelante, Juan.
JUAN: Pues, señor, eso es todo. Resumiendo, parece que en esta época los ingenieros y los directivos y sus iguales son todo, y el hombre común ya es nada.
RADICAL: (Simula estar abrumado por la tragedia del testimonio de Juan. Después de aparentar buscar palabras y de luchar con la emoción unos treinta segundos, por último habla, con palabras cortadas y furiosas.) Estrella maravillosa, estrella poderosa, estrella de brillo maravilloso y hermoso. Bajadla. (Mueve el puño.) ¡Bajadla! (Señala a Juan.) Hemos oído la voz del pueblo, el pueblo, sí, señor. Y ellos dicen: «¡Bajadla de su pedestal!»
¿Quiénes son los que dicen: «Dejadla donde está»?
¿Quiénes? No Juan; el pueblo no. ¿Quiénes? (Dramáticamente saca un folleto del bolsillo.) Excelencia, damas y caballeros del jurado (lee), «al principio de la guerra, el salario medio de los ingenieros y directivos de esta gran tierra nuestra era de 8.449,27 dólares. Ahora, en esta noche envenenada, cuando la estrella negra alcanza su cénit, el ochenta por ciento del salario de Juan Pueblo le ha sido robado. Y preguntaréis: ¿cuál es el salario medio hoy del lngeniero y directivo? (Vuelve a leer con un énfasis amargo en cada sílaba.) ¡Cincuenta y siete mil ochocientos noventa y seis dólares y cuarenta céntimos!»
(Con dramatismo.) ¡Su testigo!
(El radical se aleja hasta el poste más lejano, y se apoya en él para mirar con desprecio.)
JOVEN INGENIERO: (Suavemente, amistosamente.) Juan.
JUAN: (Suspicaz y hasta hostil.) ¿Señor?
JOVEN INGENIERO: Juan, dime: Cuando tenías ese gran salario, antes de que ascendiera la estrella, ¿de casualidad tenías un aparato de televisión de setenta centímetros?
JUAN: (Sorprendido.) No, señor.
JOVEN INGENIERO: ¿O una lavadora o un horno de radar o un precipitador electrónico de polvo?
JUAN: No, señor. Esas cosas eran para los ricos.
JOVEN INGENIERO: Y dime, Juan, cuando tenías todo ese dinero, ¿tenías seguros que pagaban todas tus cuentas de médico, todas tus cuentas de dentista y que te brindaban alimentos, vivienda, ropas y dinero de bolsillo en tu vejez?
JUAN: NO señor. Entonces no existían esas cosas.
JOVEN INGENIERO: Pero ahora las tienes; ahora que (sarcásticamente) ha ascendido la estrella negra, ¿no es así?
JUAN: SÍ, señor. Pero...
JOVEN INGENIERO: Juan, ¿has oído hablar de Julio César? Pues bien, ¿supones que César, con todo su poder y riqueza, con todo el mundo a sus pies, tenía lo que tienes tú, el hombre medio, en este momento?
JUAN: (Sorprendido.) Pensándolo bien, no lo tenía. ¡Ja! ¿Qué tal?
RADICAL: (Enfurecido.) ¡Protesto! ¿Qué tiene que ver César con todo esto?
JOVEN INGENIERO: ¡Excelencia, lo que estoy tratando de demostrar es que Juan, aquí presente, desde que ha ascendido la estrella en cuestión, se ha convertido en mucho más rico de lo que jamás soñaron César, Napoleón o Enrique VIII! ¡O cualquier emperador en la Historia! Treinta dólares, Juan, sí, ése es el dinero que ganas. ¡Pero ni con todo el oro ni sus ejércitos podría Carlomagno haber conseguido una sola lámpara eléctrica o un tubo de vacío! Él hubiera dado todo lo que tenía por la seguridad de los seguros que tú tienes, Juan. Pero, ¿los podía obtener? ¡No!
JUAN: SÍ, pero, por todos los santos...
JOVEN INGENIERO: (Se anticipa a la objeción de Juan.) Pero, ¿los directivos y los ingenieros se han olvidado del hombre medio?
JUAN: SÍ, señor. Eso es lo que iba a decir.
JOVEN INGENIERO: Juan, ¿sabes que ningún ejecutivo ni ingeniero tendría un trabajo si no fuera por ti? ¿Cómo podemos olvidarte siquiera por un minuto, cuando cada segundo de nuestras vidas lo pasamos tratando de darte a ti lo que tú quieres? ¿Sabes quién es mi jefe, Juan?
JUAN: No creo que jamás me hayan presentado a ese caballero.
JOVEN INGENIERO: (Sonriendo.) Oh, pienso que quizá lo conozcas. ¡Eres tú, Juan! Si yo no puedo darte lo que quieres, estoy terminado. Estaremos todos terminados y habrá caído la estrella.
JUAN: (Ruborizado.) Dios, nunca pensé las cosas desde ese punto de vista, señor. (Se ríe modestamente.) Pero supongo que tiene razón, ¿no? ¿Qué le parece? Pero...
JOVEN INGENIERO: Pero, ¿gano demasiado dinero? ¿Cincuenta y siete mil dólares? ¿Es eso lo que te preocupa?
JUAN: Sí, señor. Es un montón de dinero.
JOVEN INGENIERO: Juan, antes de que ascendiese esa estrella, la paga para producir lo que yo produzco para ti, mi jefe, el hombre medio, superaba los cincuenta y siete mil dólares a la semana. ¡No al año, perdón, sino a la semana! A mí me parece Juan, que tú, el consumidor, eres el gran ganador, no yo.
JUAN: (silva por lo bajo, entre dientes.) ¡Eso es verdad! (Súbitamente, señala al radical, que está muy inquieto.) Pero él dijo...
JOVEN INGENIERO: Ya hemos contestado a todo lo que el dijo, Juan. Y me gustaría agregar un pequeño pensamiento. A él le gustaría aprovecharse de tu buena naturaleza. Quiere el poder y no le importa otra cosa. A él le gustaría que te tragaras sus verdades a medias, Juan, y que le ayudaras a bajar esa estrella y hacerse con el poder y que el mundo entero volviera a la Época Tenebrosa!
JUAN: (Furioso.) Oh, ¿haría esto? ¿De verdad? (De pronto, el radical parece preocupado, luego atemorizado y apesadumbrado; súbitamente sale corriendo hacia la puerta del escenario. Juan le persigue y la puerta se cierra. Disminuyen las luces del escenario y aparece una luz azul sobre el joven ingeniero, que se dirige directamente al centro del escenario. La orquesta empieza a tocar «Himno de batalla de la República», muy bajo, casi imperceptiblemente.)
JOVEN INGENIERO: (Meditativa, sobria y coloquiálmente.) Sí, existen aquellos que vituperan tanto contra nuestra estrella que algunos se han convencido de que está manchada. Y si esa estrella fuera a caer, en parte sería culpa nuestra. ¡Sí, culpa nuestra! En cada minuto del día debemos señalar lo hermosa que es y por qué es hermosa. Queremos demasiado a nuestra paz... (Señala la estrella. El rayo infarrojo la hace brillar con más hermosura.) ¡Con ella, nos hemos enriquecido más allá de los sueños más grandes del pasado! ¡La civilización ha alcanzado la cota más alta de todos los tiempos! (La música aumenta un poco de volumen.) ¡Treinta y una veces más aparatos de televisión que en todo el resto del mundo! (Aumenta el volumen de la música.) ¡Noventa y tres por ciento de todos los precipitadores electrónicos de polvo del mundo! ¡Setenta y siete por ciento de todos los automóviles del mundo! ¡Noventa y ocho por ciento de los helicópteros! ¡Ochenta y uno coma nueve por ciento de las neveras! (Sigue aumentando el volumen de la música.) ¡Setenta y uno coma tres por ciento de la capacidad eléctrica del mundo! ¡Ochenta y cinco por ciento de la producción de tubos de vacío para mandos automáticos! ¡Sesenta y nueve por ciento de sus motores fraccionales de caballos de fuerza! ¡Noventa y ocho coma tres por ciento de... (Crescendos musicales que le tapan la voz.) (Desaparece la luz azul. Se disparan cohetes en la orilla.)
SE CIERRAN LAS SEMIESFERAS.
SE ABREN LAS SEMIESFERAS.
El joven ingeniero se ha retirado y desaparece la decoración de la sala del juzgado. El anciano está en la punta de su escalera, solo con sus estrellas, tal como al principio.
ANCIANO: Sí, vuelve a tu sitio, más brillante que todas las demás. (De su toga saca una linterna poderosa cuyo rayo está dirigido a las alturas.)
Y cuando vuelva yo a examinar las manchas de las estrellas dentro de un siglo, ¿brillará como ahora? ¿O no? (Mira significativamente al pie de la escalera.) Pues, ¿quién determina si estará manchada o no? (Mira a la audiencia.) Eso depende de... (Súbitamente baja la linterna y el foco da en rostro tras rostro en la audiencia.) ¡Tú! ¡Y tú! ¡Y tú!, etcétera. (Se disparan cohetes. La orquesta toca el himno nacional a todo volumen.)
SE CIERRAN LAS SEMIESFERAS.
(Se encienden las luces del anfiteatro.)
Kroner apretó con la mano la rodilla de Paul.
—Diablos. ¡La mejor obra hasta el momento! ¡Paul, la Historia, toda la Historia condensada!
—Estaréis interesados en saber —dijo el altavoz por encima de los aplausos— ... Éste es un anuncio de interés: En el pasado, la obra central era escrita por escritores profesionales bajo nuestra supervisión. Pero esta obra que acabáis de ver fue escrita, créase o no, por un ingeniero y ejecutivo dentro de la organización!: ¡Bill Holdermann! ¡De pie! ¡De pie, Bill!
El público se enloqueció. ¡Lo sabía! —gritó Kroner—. ¡Lo sabía! Iba derecho al corazón. Tenía que ser alguien de los nuestros.
Holdermann, un don nadie hirsuto y gastado de Indianapolis Works, se puso de pie unas filas delante de Paul, ruborizado, sonriente y con lágrimas en los ojos. En el crepúsculo de su vida, había llegado. Quizás un murmullo suave del aplauso llegó a los oídos de su esposa, la mujer que había tenido fe en él cuando nadie lo hacía y que ahora estaba, del otro lado del lago, en el Mainland.
—Las fogatas en cinco minutos —dijo el altavoz—. Cinco minutos para hacer nuevos contactos; luego, la fogata.
Shepherd se abrió paso con esfuerzo por el gentío y consiguió que Kroner le prestara atención.
—«Ni con todo su oro y sus ejércitos —citó Shepherd de la obra—. Ni con todo su oro y sus ejércitos, podría Carlomagno haber conseguido una sola lámpara eléctrica o un tubo de vacío» —sacudió la cabeza con admiración y sorpresa—. No me diga que el arte se muere.
—¿Qué arte? —dijo, entre dientes, Paul y se alejó de ellos; dirigiéndose fuera del círculo de focos de luz. El resto de la gente caminó, muy junta, hacia la playa, donde Luke Lubbock, Alfy y otros sirvientes echaban keroseno en una pila de leños de pino.
La obra era virtualmente la misma que había iniciado cada sesión de Meadows, incluso antes de la guerra, cuando la isla pertenecía a una compañía siderúrgica. Veinte años atrás, el padre de Paul le había llevado y el sentido de la obra había sido el mismo: que el hombre medio no era ni siquiera aproximadamente lo agradecido que debía ser por lo que le habían dado los ingenieros y los directivos, y que los radicales eran la causa de esa ingratitud.
Cuando Paul vio por primera vez la alegoría, siendo un adolescente, se había emocionado profundamente. Su claridad y simplicidad sublimes le habían dado de lleno. Era una historia condensada y hacía tan vívida la heroica batalla contra la ingratitud para su mente joven que había reverenciado a su padre como luchador, como un Ricardo Corazón de León contemporáneo.
—Pues bien —le dijo su padre después de la primera obra, años y años atrás—, ¿qué piensas, Paul?
—No tenía ni idea... Ni idea de lo que pasaba.
—Ésa es la Historia —había dicho su padre con tristeza—, toda la Historia. Así es.
—Sí —sus ojos se habían encontrado y una sensación inexpresablemente dulce de tragedia eterna había pasado entre ellos, un legado de weltschmerz, ese dolor del mundo tan viejo como la humanidad.
Ahora, Paul estaba de pie y solo en un sendero oscuro, confundido por la imagen —como había dicho Kroner— de los hombres a la cabeza de la civilización, los que abrían las puertas a nuevos mundos indescriptibles. Esa obrita estúpida parecía haberlos satisfecho completamente como imagen de lo que ellos hacían, por qué lo hacían, de quién estaba en contra de ellos y por qué alguna gente estaba en contra de ellos. Era una imagen divinamente simple la que tenían estos encabezadores de la procesión. Era como si un navegante, a fin de liberar su mente de preocupaciones, hubiera borrado todos los escollos de los mapas.
De pronto, un foco de luz dio en los ojos de Paul, pero una luz menos deslumbrante que la del Director Celestial. Vio su propia imagen en un espejo enmarcado por luces fluorescentes. Sobre el espejo, estaba la leyenda: El mejor hombre en el mundo para el mejor trabajo del mundo. La isla estaba ahíta de trampas semejantes. Las lámparas alrededor del espejo eran viejas y daban una luz manchada de verdes y púrpuras. Le daban a su piel la cualidad del cobre corroído, y sus labios y bordes de los ojos eran del color del espliego. Descubrió que no había nada inquietante en verse a sí mismo muerto. Una conciencia que se despertaba, no acompañada por una nueva sabiduría, hacía a su vida tan terriblemente solitaria que decidió que no le importaría morirse.
Un zumbido al este, en el cielo, lo distrajo; posiblemente el hidroavión que transportaba la inmensa cantidad de kilos invaluables del doctor Francis Eldgrin Gelhorne y sus conocimientos técnicos.
Paul dio un paso por el sendero lo que hizo que se apagasen las luces y se encaminó a la fogata que ya enviaba chispas y llamas a una gran altura y hacía que las caras se tornasen de un rojo sudoroso.
Un actor profesional, pintado de bronce, tocado con un bonete guerrero de plumas y un collar de abalorios, levanto la mano y tiró hacia atrás la cabeza con orgullo, El gentío guardó silencio.
—¡Jau! —miró intensamente de rostro en rostro—. ¡Jau! Hace muchas lunas, mi pueblo construyó su hogar en esta isla.
El hidroavión volaba ahora alrededor de la isla, descendiendo.
—Es el Viejo —susurró Kroner en el oído de Paul—, No estaría bien que nos fuésemos de la ceremonia. Tendremos que quedarnos.
—Mi gente era gente brava —dijo el indio—. Mi gente era gente orgullosa y honesta. Mi gente trabajaba mucho, jugaba mucho, peleaba mucho hasta que llegó el momento de ir al Feliz Campo de Caza.
Hacía años que se empleaba al mismo actor para actuar de indio; al menos desde que Paul fuera a Meadows. Originariamente, se le había contratado por su voz baja y sus hermosos músculos. Paul se percató de que ahora su panza sobresalía, su muslo izquierdo había adquirido una vena varicosa y la pintura guerrera no llegaba a ocultar las grises bolsas bajo los ojos. Se había convertido en una atracción tan segura de Meadows, en tal símbolo vital —superado en esa función únicamente por el doctor Gelhorne y el Roble— que era un hombre aparte de los demás sirvientes contratados, a la par con los jefes y con los privilegios de un invitado especial.
—Ahora nuestros guerreros se han ido, nuestros fuertes jóvenes se han ido de la isla que pertenecía a mi pueblo, ah, hace muchas lunas —dijo el indio—. Ahora han llegado otros hombres jóvenes. Pero el espíritu de mi pueblo vive, es el Espíritu de Meadows. Está en todos los sitios: en el viento a través de los pinos, en el chapoteo del agua azul, en el aleteo del águila, en el gruñido del trueno estival. Ningún hombre puede decir que ésta es su isla, ningún hombre puede aquí ser feliz si no atiende al Espíritu, si no hace el Juramento del Roble.
—Jóvenes guerreros en Meadows por primera vez, un paso adelante —dijo una voz pontifical; no la del acostumbrado locutor.
—Levantad vuestra mano derecha —dijo el indio—. Repetid conmigo el Juramento del Espíritu de Meadows. Juro solemnemente por la voz en los pinos...
—Por la voz en los pinos —repitieron los neófitos.
—Por el chapoteo del agua azul, por el aleteo del águila...
El avión del Viejo había cruzado el agua hasta la costa del otro lado de la isla y rugían sus motores a medida que se acercaba a una rampa.
—Por el gruñido del trueno estival —dijo el indio.
—Por el gruñido del trueno estival —repitieron.
—Seguiré al Espíritu de Meadows —dijo el indio—. Obedeceré las sabias órdenes de mis jefes, para el bien del pueblo. Trabajaré y lucharé sin miedos, incansable por un mundo mejor. Jamás diré que he terminado mi trabajo. Mantendré el honor de mi profesión y lo que yo represento en todo momento. Buscaré infatigablemente a los enemigos del pueblo, los enemigos de un mundo mejor.
—¡Mejor! —comentó alguien entre el gentío, con exagerada pasión, cerca de Paul. Éste dio media vuelta y vio a Luke Lubbock, nuevamente atrapado en la corriente de pompa y circunstancias; levantaba la mano y juraba todo lo que se le ponía a tiro. En la mano izquierda tenía un extintor de incendios, al parecer para uso en caso de que se propagara el fuego de la hoguera.
Cuando terminó el juramento, el indio vio que todo estaba bien.
—El Espíritu de Meadows está satisfecho —dijo—. Meadows pertenece a estos guerreros de fuerte corazón y será un sitio orgulloso y feliz como lo fue, hace tantas, tantas lunas.
Una bomba de humo escondida ante él estalló y lo tapó y, en un segundo, desapareció.
—El bar está abierto —dijo el altavoz—. El bar está abierto y cerrará a medianoche.
Paul se encontró caminando a la par que el joven simpático que había conocido en el almuerzo, el doctor Edmund Harrison, de Ithaca Works. Shepherd y Berringer venían detrás de ellos hablando de Kroner.
—Bien, ¿te ha gustado, Ed? —preguntó Paul.
Harrison lo miró intensamente, empezó a sonreír y luego pensó que no era oportuno.
—Muy bien hecho —dijo con sumo cuidado—. Dios santo —decía entonces Berringer—, lo digo en serio muchacho, eso sí que fue un espectáculo. Sabes, es entretenido pero, al mismo tiempo, uno aprende algo. Dios santo! Cuando esas dos cosas se consiguen, entonces es arte, muchacho. Diablos, y no fue algo fácil de hacer, puedes creerme.
Ed Harrison, de Ithaca, se detuvo y recogió un trozo de piedra a un costado del camino.
—Vaya sorpresa —dijo—. ¡Una punta de flecha!
—Y una de las buenas —dijo Paul, admirando la reliquia.
—Entonces hubo indios de verdad en la isla —comentó Harrison.
—Por todos los santos, tú, bastardo demente —dijo Berringer—. ¿Eres ciego, sordo y mudo? ¿Qué piensas que te trataron de decir durante media hora?
22
La reunión entre los doctores Paul Proteus, Anthony Kroner, Lou MacCleary, director ejecutivo de la Seguridad Industrial Nacional, y Francis Aldgrin Gelhorne, director general nacional, industrial y comercial de Comunicaciones, Alimentación y Recursos, iba a efectuarse en Meadows, en la llamada Casa del Consejo. La Casa del Consejo era un edificio alejado del resto, que en el pasado había sido construido como un centro de reclusión de borrachos consuetudinarios. La forma de beber en Meadows era más cuidadosa desde la guerra —más madura, decía Kroner—, así que el sanatorio quedó en desuso y, por último, fue convertido en el lugar de reunión de los altos dirigentes.
Todos, menos el doctor Gelhorne, estaban ahora sentados alrededor de una larga mesa de reuniones, mirando pensativos a la silla vacía de Gelhorne, que en cualquier momento quedaría ocupada. Era un momento para guardar silencio. La multitud, los nuevos contactos, el empaquetamiento de problemas en viejas mochilas continuaban por la isla y en el bar. Aquí, en la Casa de Consejos, no había alegría; sólo los olores estivales, el moho y la incipiente podredumbre, y una conciencia grave, de parte de cada uno de los tres hombres, de que el mundo era su manzana.
Los gritos y canciones que flotaban desde el bar, notó Paul, tenían una cualidad chillona. No existía la ronquera inimitable de un honesto borracho del montón. Era inimaginable que hubiera un solo hombre en el bar sin un vaso en la mano, pero sería muy extraño que muchos llenaran más de dos veces sus copas. Ahora no se bebía en Meadows como en los viejos tiempos, cuando Paul, Finnerty y Shepherd se unieron a la organización. Antes venían a Meadows para descansar y, realmente, emborracharse para aliviarse del durísimo trabajo de la producción bélica. Ahora, el asunto parecía consistir en simular la borrachera, y descartar sólo aquellas inhibiciones y habilidades motoras que no servían para el momento.
Paul supuso que habría un par de hombres que no se darían cuenta de lo que pasaba, que tratarían, de todo corazón, de emborracharse como parecían estar todos los demás. Se quedarían terriblemente solos y perdidos cuando terminara la reunión. Y habría uno o dos ebrios solitarios con nada que perder, hombres que habían caído en desgracia de un modo u otro y que sabían que ésta era la última invitación. Y, ¡qué diablos!, la bebida era gratuita. De mortuis nil nisi bonum.
Se oyó una voz en el porche de la Casa del Consejo. El doctor Gelhorne estaba del otro lado de la puerta, haciendo una pausa.
—Pues mira a esos jóvenes —oyó Paul que decía el Viejo—. Y dime si Dios no está en su paraíso.
Cuando se movió el picaporte, Paul siguió contemplando la nada, atomizando las características y convenciones de la única forma de vida que había conocido, una vida fácil, cómoda, con respuestas simples para cada duda. La gran idea de que se retirara de esa vida, y de que ahora era quizás el momento mejor para hacerlo, oscurecía a todas las demás ideas, ocupaba extrañamente sus pensamientos. Se mostraba principalmente como una sensación de ser desencarnado; y, de tanto en tanto, era como sentir el efecto de un viento frío. Tal vez era el momento apropiado de renunciar o bien sólo lo sería dentro de unos meses. No había necesidad de apresurarse, ninguna necesidad.
Se abrió la puerta.
Los tres hombres se pusieron de pie.
Y entró el doctor Francis Eldgrin Gelhorne, el director general nacional, industrial y comercial de Comunicaciones, Alimentación y Recursos. Su bulto esférico estaba encerrado en un traje azul oscuro cruzado. Su única concesión a la tradición de Meadows de informalidad era el cuello desabrochado y la caída de medio centímetro de su corbata del sitio donde debía haber estado. Aunque había pasado los setenta años, teñía el pelo negro y frondoso como el de un mexicano de veinte años. Su obesidad era más impresionante que cómica, debido a su perpetua expresión de «huelo-excrementos».
Parecía ser el último de una raza, reflexionó Paul, como parecían serlo tantos dirigentes. Resultaba difícil creer que cuando muriera Gelhorne se pudiera encontrar otro hombre tan maravillosamente anciano, astuto y sin miedo como él.
Se aclaró la garganta:
—Estamos aquí porque alguien quiere matarnos, destrozar las fábricas y ocupar el país. ¿Queda claro?
Todo el mundo asintió con la cabeza.
—La Sociedad de las Camisas Fantasmales —dijo el doctor Lou MacCleary, director ejecutivo de la Seguridad Industrial Nacional.
—La Sociedad de las Camisas Fantasmales —dijo ácidamente el doctor Gelhorne—. Uno le pone el nombre a algo y ya se cree que lo tiene entre manos. Lo único que tenemos es el nombre.
—Sí, señor —dijo Lou—. La sociedad de las Camisas Fantasmales. Y pensamos que el cuartel general está en Ilium.
—Pensamos —dijo el doctor Gelhorne—. No sabemos nada.
—Sí, señor —dijo Lou. Gelhorne se inquietó y miró en derredor. Sus ojos cayeron en Paul.
—¿Cómo está, doctor Proteus?
—Muy bien, gracias señor
—Oh. Bien. Está bien —se dirigió a Lou MacCleary—. Veamos ese informe suyo que nos dice todo lo que no sabemos de la Sociedad esa.
MacCleary le pasó un grueso legajo escrito a máquina.
Gelhorne, moviendo los labios, lo hojeó con el ceño fruncido. Nadie habló ni sonrió ni se miró.
Paul consideró la noción de que el doctor Gelhorne era el último de una raza y decidió que era verdad. Había llegado a la cima por un camino desordenado que las máquinas de personal jamás tolerarían. De haber cuidado las cosas las máquinas, cuando Gelhorne empezó su ascensión a la cima, su tarjeta de clasificación hubiera salido volando como un pajarito.
No tenía título universitario de ninguna especie, salvo las ofrendas de doctorados honorarios que le habían llegado cuando ya tenía cincuenta o sesenta años.
Hasta los treinta años no había tenido nada que ver con la industria. Antes de eso, había salvado de la bancarrota a un negocio de taxidermia por correo, había vendido su parte y se había comprado un camión-remolque. Aumentó su empresa hasta tener cinco camiones, recibió una información sobre un posible negocio rápido, vendió su inversión y triplicó su fortuna. Dada esta bonanza, compró la planta de helados más grande (aunque sufría pérdidas), de Indianápolis, y levantó el negocio en un año, haciendo servicios de helados en las fábricas para la hora del almuerzo. Al cabo de otro año, dirigía confiterías en toda la ciudad y el negocio de helados se había transformado en una sección pequeña de las Empresas Gelhorne.
Descubrió que muchas de las firmas de fabricantes estaban en manos de herederos de tercera o cuarta generación, quienes, debido a una aparente ley de decadencia, no tenían el interés ni el ímpetu de los fundadores. Gelhorne, al principio con cierto aire juguetón, ofreció su consejo a los herederos y los encontró sorprendentemente ansiosos por ceder sus responsabilidades. Invirtió, observó y aprendió y, descubriendo que las ganas eran tan importantes como el conocimiento técnico, se convirtió en director y parcial propietario de una docena de fábricas pequeñas.
Cuando la guerra pareció inevitable y las mayores corporaciones buscaban nuevas facilidades de fabricación, Gelhorne cedió su próspera comunidad de fábricas a la «General Steel» y se convirtió en un funcionario de esa corporación. La familiaridad que tenía con tantas industrias diferentes, debido a todas las fábricas que habían pasado por sus manos, era superior a la de cualquier ejecutivo formado dentro de «General Steel»; muy pronto Gelhorne pasaba todo su tiempo al lado del presidente de la corporación, abrumado por el esfuerzo bélico.
Allí llamó la atención del padre de Paul en Washington, quien lo nombró director ejecutivo cuando toda la economía se hizo una sola carne. Cuando falleció el padre de Paul, Gelhorne se hizo cargo de todo.
Jamás podría volver a suceder. Las máquinas no lo tolerarían.
Paul recordó un fin de semana, hacía mucho tiempo, cuando él era un jovencito alto, delgado, amable y fácilmente avergonzado. Gelhorne hizo una visita. De pronto, había tomado del brazo a Paul cuando éste pasaba al lado de su silla.
—Paul, muchacho.
—¿Sí, señor?
—Paul, tu padre me dice que eres verdaderamente inteligente.
—Eso está bien, Paul, pero no es suficiente.
—No, señor.
—No te creas demasiado.
—No, señor.
—Todo el mundo está temblando, así que no te creas demasiado.
—No, señor.
—Nadie tiene una educación tan buena que no puedas aprender todo lo que él sabe en seis semanas. El otro diez por ciento es decoración.
—Sí, señor.
—Muéstrame a un especialista y te mostraré a un nombre que tiene tanto miedo que cava un agujero donde esconderse.
—Sí, señor.
—Casi nadie es competente, Paul. Ver lo mal que la gente trabaja es suficiente para hacer llorar a cualquiera. Si puedes hacer un trabajo a medias, eres el hombre de un solo ojo en el país de los ciegos.
—Sí, señor.
—¿Quieres ser rico, Paul?
—Sí, señor. Supongo que sí.
—Pues bien, yo me hice rico y ya te dije el noventa por ciento de lo que sé al respecto. El resto es decoración. ¿De acuerdo?
—Sí, señor.
Ahora, después de muchos años, Paul y el doctor Francis Eldgrin Gelhorne se miraban a través de la larga mesa de la Sala de Consejos en Meadows. No eran amigos íntimos y en Gelhorne no había nada del paternalismo de Kroner. Esto era un negocio.
—No hay nada nuevo en este informe sobre la Sociedad —dijo Gelhorne.
—Sólo lo que se refiere a Finnerty —dijo Lou MacCleary—. Las cosas van lentas.
—Sin duda —dijo el doctor Gelhorne—. Pues bien, doctor Proteus y doctor Kroner, el asunto es que este lío absurdo puede transformarse en algo serio. Y Lou no ha sido capaz de meter un solo agente para averiguar de qué se trata o quién la dirige.
—La pandilla es inteligente —dijo Lou—. Son muy selectivos en materia de averiguar quién entra.
—Pero pensamos que sabemos cómo meter un hombre —dijo Gelhorne—. Pensamos que les tentaría mucho un director o un ingeniero descontento. Pensamos que al menos ya han reclutado a uno.
—Finnerty —dijo Kroner con énfasis—. Por último, aceptó registrarse en la Policía.
—¿Oh? —dijo MacCleary— ¿Qué dijo que hacía con su tiempo?
—Dice que saca ediciones Braille de pornografía.
—Está resultando sumamente encantador —dijo Gelhorne—, pero pienso que ya arreglaremos las cuentas. Pero eso es aparte. A lo que llegamos, Paul, es que pienso que ellos te aceptarán si se cumplen los requisitos apropiados.
—¿Requisitos, señor?
—Si te expulsamos. Ya mismo, como sabe todo el mundo fuera de esta habitación, tú has terminado. El rumor ya circula en el bar, ¿no es así, Lou?
—Sí, señor. Dejé escapar unas palabras delante de Shepherd durante la cena.
—Bien hecho, chico —dijo Gelhorne—. Dicho sea de paso, él quedará a cargo de Ilium.
—Señor, sobre Pittsburgh —dijo Kroner, preocupado—. Yo le prometí a Paul que el puesto sería suyo en cuanto se terminara la investigación.
—Es verdad. En el ínterin, Garth se ocupará de ese trabajo —Belhorne se puso de pie—. ¿De acuerdo, Paul? ¿Todo claro? Esta misma noche saldrás de la isla y regresarás a Ilium —sonrió—. Realmente, es una buena oportunidad para ti, Paul. Te da la posibilidad de limpiar tus antecedentes.
—¿Mis antecedentes, señor? —las cosas ahora se sucedían con tanta rapidez que Paul sólo podía tomarse de una palabra y repetirla como una pregunta para mantenerse en la conversación.
—Ese asunto de permitir que Finnerty paseara por la planta sin escolta, y el problema de la pistola.
—El problema de la pistola —dijo Paul—. ¿Puedo contárselo a mi mujer?
—Me temo que no —dijo Lou—. El plan es que nadie fuera de esta habitación se entere de la verdad.
—Será difícil, lo sé —dijo Gelhorne con simpatía—. Pero en este momento recuerdo a un jovencito que me dijo que no quería ser ingeniero cuando creciera; quería ser un soldado. ¿Sabes de quién se trataba, Paul?
—¿De mí? —dijo tristemente Paul.
—Tú. Pues ahora estás en el frente y nos sentimos orgullosos de ti.
—Tu padre estaría orgulloso de ti —dijo Kroner.
—Supongo que sí. Realmente lo estaría, ¿verdad? —dijo Paul; con agradecimiento, recibió el calor de furia ciega, revigorizante, que empezaba a sentir—. Señor, doctor Gelhorne, ¿podría decir una última palabra antes de que se vaya?
—Por cierto que sí. Adelante. —Renuncio.
Gelhorne, Kroner y MacCleary lanzaron una carcajada. —Extraordinario —dijo el Viejo—. Ése es el espíritu. Mantente así y los engañarás completamente.
—¡Lo digo en serio! ¡Estoy harto de toda esta operación estúpida, infantil y ciega!
—¡Que muchacho! —dijo Kroner, sonriendo y alentándolo.
—Dadnos dos minutos antes de salir de aquí —dijo MacCleary—. No estaría bien que nos viesen juntos. Y no te preocupes de tus maletas. Las están haciendo ahora mismo y estarán en el muelle a tiempo para el último barco.
Cerró la puerta tras de él, Gelhorne y Kroner.
Paul se hundió pesadamente en un sillón.
—Renuncio, renuncio, renuncio —dijo—. ¿Me escuchan? ¡Renuncio!
—Qué noche —oyó que decía Lou en el porche.
—Dios sonríe en Meadows —dijo el doctor Gelhorne.
—¡Miren! —dijo Kroner.
—¿La Luna? —dijo Lou—. Es algo hermoso.
—La luna, sí, pero miren el Roble.
—Oh, y ese hombre —dijo el doctor Gelhorne—. ¡Qué les parece!
—Un hombre, allí solo junto al Roble, con Dios y el Roble —dijo Kroner.
—¿Está el fotógrafo? —preguntó Lou.
—Demasiado tarde; ya se está yendo —dijo Kroner.
—¿Quién sería? —preguntó el doctor Gelhorne.
—Nunca lo sabremos —dijo Lou.
—Yo no quiero saberlo —dijo Kroner—. Quiero recordar esta escena y pensar en él como una parte de todos nosotros.
—Está hablando como un poeta —dijo el Viejo—. Está muy bien, muy bien.
Paul, solo en el interior, aspiró una bocanada demasiado fuerte de tabaco y tosió.
Los hombres en el porche susurraron algo.
—Pues bien, caballeros —dijo el doctor Gelhorne—, ¿vamos?
23
Si el doctor Paul Proteus, antiguo director de Ilium Works, no hubiera encontrado inquietante a la realidad en todos sus aspectos, no se hubiese presentado en el bar antes de subir al último barco para Mainland. Cuando se encaminó por el sendero de grava hacia la luz y el tumulto del bar, el campo de su conciencia se redujo, y ocupando ese campo había un vaso lleno de bebida.
El gentío hizo súbito silencio cuando entró y luego estalló en un exceso aún mayor de alegre alboroto. Cuando Paul echó una mirada por el salón, no encontró a un solo hombre que le dirigiera la vista ni, en la visión nublada del aturdimiento, reconoció a un solo rostro de sus antiguos amigos.
—Whisky y agua —dijo al encargado de la barra.
—Lo lamento, señor.
—¿Lamenta qué?
—No le puedo servir.
—¿Por qué no?
—Se me ha comunicado que usted ha dejado de ser un invitado de Meadows, señor —hubo cierta satisfacción en la voz del camarero.
La gente observó el incidente, Kroner entre ellos, pero nadie hizo un movimiento para cambiar la norma del bar.
Fue un momento duro y, en esa fétida atmósfera, Paul hizo una última sugerencia grosera al camarero y dio media vuelta para retirarse con dignidad. Lo que todavía tenía que aprender era que sin rango, sin privilegios de visitante, vivía en un nivel primitivo de justicia social. No estaba preparado cuando el encargado saltó de la barra y lo hizo girar en redondo.
—Nadie me dice eso, pichoncito —dijo.
—¿Quién diablos se piensa que es? —dijo Paul.
—No soy un maldito saboteador —dijo el camarero, furioso. Todos la oyeron: la palabra más fea en el idioma, una que no permitía una retirada silenciosa, nada de darse las manos y olvidarse. «Hijo de puta» podía suavizarse con una sonrisa, pero «saboteador» no.
De algún modo, la idea de un destructor de máquinas se había convertido en la parte más pequeña de la palabra, como la corona de un iceberg. La mayor parte de esa masa, la parte que arrancaba semejantes emociones envenenadas, era indefinida: una amalgama de perversiones, basura, enfermedad; una galaxia de características, cualquiera de las cuales podía transformar a un hombre en un marginado despreciable. El saboteador no era sólo un destructor de máquinas sino la imagen de lo que cada hombre juraba que no sería nunca. El saboteador era el hombre que, si faltara, haría que el mundo dejase de ser un lugar difícil para vivir.
—¿Quieres que te lo diga nuevamente?
Fue una situación electrizante, una situación elemental. Aquí un hombre había ofrecido el insulto definitivo a otro hombre. Nadie pareció que estaba dispuesto a poner punto final al drama, o que pensara siquiera que podía hacerlo. Era como ver a un hombre agarrado por una trilladora; alguien imposible de salvar. Así como Dios había desencadenado la tragedia, los espectadores sólo podían mirar y aprender lo que podía hacer una trilladora a un hombre una vez que lo había atrapado.
Paul no había pegado a nadie desde su segundo año de escuela secundaria. No tenía nada de lo que los instructores de bayoneta deseaban inyectar en sus reclutas: la voluntad de quebrar al enemigo. Era una voluntad poco prometedora, opinaba. Empero, obediente a un sistema de nervios y glándulas involuntario, sus manos se apretaron en puños y sus pies se separaron para formar un sólido bípedo desde el cual poder golpear.
Así como no existe una continuación para la Obertura 1812 como no sea el himno norteamericano, Paul no tenía posibilidad alguna de réplica serena.
—Aquí no hay más saboteador que tú —le grito, y le dio al camarero en la nariz.
Para asombro de todos, el camarero se derrumbó, gimiendo. Paul se alejó, caminando hacia la noche como el salvaje Bill Hickock, como Daniel Boone, como el navegante de la cubierta del libro, como... Súbitamente, alguien le hizo girar de nuevo. Por una décima de segundo, vio la nariz roja, el rostro pálido y el puño blanco del camarero. Un rayo brillante le iluminó el interior del cráneo y luego fue la medianoche.
—Doctor Proteus... Paul.
Paul abrió los ojos y se encontró contemplando las estrellas. Una brisa fresca jugueteaba alrededor de su cabeza dolorida y no pudo ver de dónde provenía la voz. Alguien le había estirado en el banco de cemento que se extendía a lo largo del muelle, para ser cargado junto a la orquesta y el correo a bordo del último barco hacia Mainland.
—Doctor Proteus...
Paul tomó asiento. Tenía el labio inferior partido e hinchado, y gusto a sangre en la boca.
—Paul, señor...
La voz parecía venir del seto de espireas al lado del muelle.
—¿Quién es?
El joven doctor Edmund Harrison emergió de la maleza furtivamente, con un vaso en la mano. Pensé que querría tomar esto.
—Una reacción realmente cristiana de su parte, docor Harrison. Supongo que ahora estoy bien para sentarme y tomarme una bebida.
—Ojalá lo hubiera pensado yo. Fue idea de Kroner.
—¡Oh! ¿Algún mensaje?
—Sí, pero no creo que le guste. A mí no me gustaría, de estar en su lugar.
—Adelante.
—Dice que le diga que siempre está más oscuro antes del alba y que cada nube tiene una cubierta de plata.
—Ummm...
—Pero debiera ver al camarero —dijo Harrison con entusiasmo.
—Aaaah. Cuénteme.
—Tiene una hemorragia nasal, que no le para porque no puede dejar de estornudar.
—Estupendo —Paul se sintió mejor—. Mire, mejor que se vaya antes de que se le termine la suerte y alguien le vea en mi compañía.
—¿No le importaría decirme qué diablos hizo?
—Es una historia larga y sórdida.
—Ya lo supongo. ¡Muchacho, un día eres el rey y al día siguiente no eres nadie. ¿Qué va a hacer ahora?
Hablando en voz baja en la oscuridad, Paul empezó a darse cuenta de lo estupendo que era el joven que había elegido para sentarse a su lado el primer día de Meadows. Este doctor Ed Harrison, al parecer, le había tomado simpatía a Paul; y ahora, sin ninguna razón personal para ponerse en su contra, se quedaba a su lado como un amigo. Esto era integridad, y de una extraña especie, porque a menudo representaba, como en este caso, un suicidio profesional.
—¿Qué voy a hacer? Trabajar la tierra, quizá. Tengo una pequeña granja muy bonita.
—Trabajar la tierra, ¿eh? —Harrison chasqueó la lengua con expresión pensativa—. Una granja. Suena bien. Yo lo he pensado: levantarse a la mañana con el sol, salir a trabajar la tierra con las manos; nada más que uno y la naturaleza. Si tuviera dinero, a veces pienso que dejaría todo esto y...
—¿Quiere un consejo de un viejo cansado?
—Depende de qué viejo. ¿Usted?
—Yo mismo. No ponga un pie en su trabajo y otro en sus sueños, Ed. Vaya y renuncie o resígnese a esta vida. Es una tentación demasiado grande para el destino partirlo por el medio antes de que usted decida qué rumbo tomar.
—¿Es eso lo que le sucedió?
—Algo así —le pasó a Harrison el vaso vacío—. Gracias y vayase. Dígale al doctor Kroner que sólo cuentan las nubes que dan lluvia.
El barco «Espíritu de Meadows» trepidó y Paul subió a bordo. Pocos minutos después, subió la orquesta con sus instrumentos y se hizo una última llamada por el altavoz. Las luces del bar parpadearon y desaparecieron grupos de hombres admirablemente sobrios cruzaron la pista de desfiles rumbo a sus tiendas.
Se oyó el sonido del interruptor y el arañazo de la aguja, y el altavoz cantó por última vez esa noche:
«Te digo adiós, te debo dejar;
Por favor, que este adiós no te apene;
Te digo adiós, ya ha llegado la hora de decirnos adiós.
Adieu, adieu, buenos amigos, adieu, sí, adieu»
Y Paul saludó con la mano, apáticamente. Era el adiós a su vida hasta ese momento, a toda la vida de su padre. No había tenido la satisfacción de que lo creyeran al decirles que había renunciado; pero había renunciado. Nada de esto tenía ya nada que ver con él. Mejor ser un nadie que un portero ciego abriendo el desfile de la civilización.
Y cuando Paul se dijo estas cosas, una ola de tristeza las barrió como si estuvieran escritas en la arena. Ahora comprendía que ningún hombre podía vivir sin raíces: raices en un rincón del desierto, en un campo de arcilla roja, en la cuesta de una montaña, en una costa rocosa o en una calle ciudadana. En el negro barro o la arena, en el asfalto o la alfombra, cada hombre tenía sus raíces profundas en el hogar. Se le hizo un nudo en la garganta y no pudo hacer nada al respecto. El doctor Paul Proteus decia adiós para siempre al hogar.
—Adiós —dijo; prosiguiendo, pese a sí mismo—. Adiós, pandilla
Un grupo rezagado de ebrios genuinos estaba siendo expulsado del bar. Cantaban una canción efusivamente sentimental: «Brindis del Roble». Se pasaban los brazos por los hombros y torpemente se acercaron al gran árbol. Sus voces llegaron con claridad a Paul por encima de los jardines verdes y planos:
Nacido de una semilla,
Ahora eres un gigante;
Que nunca dejes de crecer.
¡Llega a las estrellas!
Símbolo orgulloso encima
De nosooootros!
Se hizo una pausa reverente, rota por una exclamación:
—¡Dios santo! —era la voz de Berringer, las palabras de Berringer.
—¿Qué pasa?
—¡Mirad el árbol... por abajo!
—¡Qué barbaridad!
—Alguien le arrancó toda la corteza en derredor —dijo Berringer, apesadumbrado.
—¿Quién?
—¿Quién te crees? —dijo Berringer—. Ese asqueroso saboteador. ¿Dónde está?
El «Espíritu de Meadows» puso en funcionamiento sus motores y se movió en las aguas.
—¡Eh —gritó una voz solitaria y aterrada en medio de la noche—, alguien asesinó al Roble!
—... Asesinó al Roble —repitió el eco en la orilla.
Los altavoces volvieron a hacer ruidos, y un aullido aterrador de guerra llenó el aire:
—¡Cuidado con los Camisas Fantasmales! —chilló una voz terrible.
—...Camisas Fantasmales —repitió la orilla, y luego todo quedó mortalmente silencioso.
24
En viaje en avión de Miami Beach a Ithaca, Nueva York, hogar de la Universidad de Cornell, el chah de Bratpuhr atrapó un desagradable resfriado. Cuando siete prakhouls (la cantidad de fluido que puede contener la piel de una marmota bratpuhriana adulta y macho) de sumklish mejoraron el espíritu del chah, pero no hicieron nada por su aparato respiratorio, se decidió que el avión aterrizase en Harrisburg, Pennsylvania, a fin de que el soberano pudiera descansar y probara la magia de la medicina norteamericana.
Con siete prakhouls de sumklish en la panza, el chah envió mensajes alegres a las bonitas hembras takarus en el camino al consultorio del médico.
—¿Pitty fit-fit, sibi takaru? Niki Fit-fit. ¿Akka sahn mbo fit-fit, simi takaru?
Khachdrahr, que estaba sin el beneficio del sumklish, se veía lívido de vergüenza.
—El chah dice que es un día muy bonito —explicaba con aspecto desgraciado.
—¿Fit-fit, pu sibi bonanza? —preguntó el chah a una rubia pequeña, que tenía las manos introducidas en una maquina manicura.
Ella se ruborizó, sacó las manos de la máquina y se alejó, dejando a la máquina vibrando en la nada. Un chico de la calle metió sus manos mugrientas hasta que se completó el resto de la operación, y las sacó con las uñas brillantes y pintadas de colorado.
—Me alegro de que le guste la temperatura —dijo Halyard, de mal humor. Hacía muchas semanas que viajaban sin que saliera ni en una oportunidad el tema; y Halyard se había dicho, esperanzado, que realmente el chah era diferente de sus demás huéspedes en este sentido, distinto a los franceses, bolivianos, checos, japoneses, panameños y... Pero no. El chah también se ponía curioso respecto a las mujeres del tipo norteamericano. Halyard, a un terrible precio en su dignidad, una vez más iba a tener que asumir el papel del perfecto anfitrión o rufián.
—¿Fit-fit? —dijo el chah cuando se detuvieron ante un semáforo.
—Mire —dijo Halyard con reproche en la voz a Khachdrahr —, dígale que no puede acercarse a cualquier chica norteamericana y pedirle que se acueste con él. —Veré lo que puedo hacer, pero no será fácil.
Khachdrahr pasó el mensaje al chah, quien no le hizo caso. Antes de que nadie lo pudiera detener, el chah ya estaba en la acera confrontando con seguridad a una morena increíblemente hermosa.
—¿Fit-fit, sibi Takaru?
—Por favor —dijo Halyard—, por favor, perdone a mi amigo. Está un poco alegre.
Ella cogió al chah del brazo y juntos subieron al automóvil.
—Me temo que hay un terrible malentendido, jovencita —dijo Halyard—. Casi no sé cómo decirlo. Yo, ah, él, es decir... Lo que quiero decir, más bien, es que él no le ofrecía un viaje en auto.
—Me pedía algo, ¿no es así?
—Sí.
—No ha habido malentendido.
—Fit-fit —dijo el chah.
—Así parece —dijo Halyard.
Khachdrahr empezó a mirar por la ventanilla con un nuevo interés, con frescura y, de hecho, Halyard tuvo dificultades en concentrarse.
—Ya llegamos —dijo el chófer—. El consultorio del doctor Pepkowitz.
—Sí, y usted espera en el coche, jovencita —dijo Halyard—, mientras el chah entra para su tratamiento del resfriado.
El chah estaba sonriente y respiraba sin la menor dificultad.
—Ya no resopla más —dijo Khachdrahr, maravillado.
—Siga la marcha —dijo Halyard. Había visto milagros similares con urticarias de generales ecuatorianos.
La muchacha parecía inquieta y triste y totalmente fuera de lugar, pensó Halyard. Sonreía constantemente, sin convencer, y al parecer estaba ansiosa por terminar lo antes posible. Halyard aún no creía que ella comprendía de qué se trataba.
—¿A dónde vamos? —preguntó ella con una desagradable alegría—. A un hotel, supongo.
—Así es —dijo Halyard.
—Bien —ella palmeó al chah en el hombro y estalló en sollozos.
El chah se perturbó e intentó reconfortarla, torpemente:
—Oh, nibo souri, sibi takaru. ¿Akka sahn souri? Ooooh. Tipi takaru. Aaaah.
—Vamos, vamos —dijo Halyard—. Vamos, ya pasó.
—No lo hago todos los días —dijo ella sonándose la nariz—. Por favor, les ruego que me perdonen. Trataré de estar mejor.
—Por cierto. Comprendemos —dijo Halyard—. Todo ha sido un error lamentable. ¿Dónde quisiera que la dejemos?
—Oh, no, terminaré lo empezado —dijo ella con tristeza.
—Por favor —dijo Halyard— ... Quizás sea mejor para todos los presentes si...
—¿Si perdiera a mi marido? ¿Mejor que se pegue un tiro o se muera de hambre?
—¡Por cierto que no! ¿Pero por qué le sucederían esas cosas espantosas si usted se negara...? Es decir...
—Es una larga historia —ella se secó los ojos—. Mi marido, Ed, es escritor.
—¿Qué número de clasificación tiene? —preguntó Halyard.
—Ese es el asunto; no tiene.
—Entonces, ¿por qué dice que es escritor? —preguntó Halyard.
—Porque escribe —dijo ella.
—Mi querida joven —dijo paternalmente Halyard—, si fuera así, todos somos escritores.
—Hace dos días tenía un número... W-441.
—Principiante en ficción —le explicó Halyard a Khachdrahr.
—Sí —dijo ella—, y lo iba a tener hasta que completara su novela. Después, se suponía que tendría un W-440...
—Oficial de ficción —explicó Halyard.
—O un W-225.
—Relaciones públicas —dijo Halyard.
—Por favor, ¿qué son las relaciones públicas?
—Esa profesión —dijo Halyard, citando de memoria del Manual—, esa profesión se especializa en el cultivo, por medio de la psicología aplicada a los medios de comunicación de masas, de una opinión pública favorable a instituciones y asuntos controversiales, sin ofender a nadie de importancia; y a la continua estabilidad de la economía como principal objetivo de la sociedad.
—Ya está bien —dijo Khachdrahr—. Por favor, continúe con su historia, sibi takaru.
—Hace dos meses, él entregó el manuscrito terminado al Consejo Nacional de las Artes y las Letras para la crítica y para que lo asignaran a uno de los clubs de libros.
—Hay doce —interrumpió Halyard—. Cada uno selecciona libros para tipos específicos de lector.
—¿Hay doce tipos de lectores? —preguntó Khachdrahr.
—Ahora se dice que ampliarán a trece o catorce —dijo Halyard—. En algún sitio hay que establecer un límite, por supuesto, debido a la economía del asunto. A fin de que sea autosuficiente, un club del libro debe tener al menos medio millón de miembros; de otra manera, no vale la pena instalar la maquinaria: contadores electrónicos, máquinas electrónicas para las direcciones de los miembros, las empaquetadoras electrónicas, las prensas electrónicas y las computadoras electrónicas de dividendos.
—Y los escritores electrónicos —dijo amargamente la muchacha.
—Eso ya llegará, ya llegará —dijo Halyard—. Pero Dios sabe que conseguir manuscritos no es problema. Eso casi no cuenta. El asunto son las máquinas. Uno de los clubs más pequeños, por ejemplo, cubre cuatro manzanas de la ciudad. HPM.
—¿HPM? —dijo Khachdrahr.
—Perdón. «Historia Perra del Mes.»
El chah y Khachdrahr movieron lentamente las cabezas e hicieron sonidos de cloqueo.
—Cuatro manzanas de la ciudad —repitió hipócritamente Khachdrahr.
—Pues un equipo totalmente automático como ése abarata mucho la cultura. Un libro cuesta menos que siete pequetes de goma de mascar. Y hay clubs de fotos, de fotos para las paredes, a precios sorprendentemente baratos. De hecho, la cultura es tan barata que un hombre podría colocar un sistema de aislamiento más barato con libros que con fibra de vidrio. No piense que es verdad, pero es una comparación encantadora que señala algo.
—¿Y los pintores están también apoyados en este sistema de clubs? —preguntó Khashdrahr.
—Apoyados... ¡por supuesto! —dijo Halyard—. Es la Edad de Oro de las Artes, y se tiran millones de dólares al año en reproducciones de Rembrandt, Whistler, Goya, Renoir, el Greco, Degas, Da Vinci, Miguel Ángel...
—Estos miembros de club, ¿consiguen cualquier libro, cualquier cuadro?
—¡Por cierto que no! Se investiga mucho lo que sale al mercado, créame. Se hacen estudios de gustos públicos de lectura, y exámenes de atracción y lectura en todo libro que se esté considerando. Diablos, publicar un libro impopular mandaría a la ruina a cualquier club en un abrir y cerrar de ojos —chasqueó los dedos, ominosamente— El modo en que mantienen barata a la cultura es el conocimiento por anticipado de qué y cuánto quiere la gente. Lo hacen exactamente, hasta el último detalle. Gutenberg quedaría maravillado.
—¿Gutenberg?
—Sí, el que inventó los tipos móviles. El primer hombre en reproducir la Biblia masivamente.
—¿Alla sutta takki? —preguntó el chah.
—¿Eh? —dijo Halyard.
—El chah quiere saber si también hizo el primer estudio de lectores.
—De cualquier modo —dijo la chica—, el libro de mi marido fue rechazado por el Consejo.
—Mal escrito —explicó relamidamente Halyard—. Los niveles exigidos son altos.
—Muy bien escrito —dijo ella con paciencia—. Pero tenía veintisiete páginas más de la extensión máxima; su cociente de lectura era 26.3 y...
—Ningún club tocará nada que tenga un coeficiente de lectura encima de 17 —explicó Halyard.
—Y —continuó la chica— tiene una temática antimáquina.
Halyard levantó las cejas.
—¡Pues realmente espero que no lo publiquen! ¿Qué diablos se cree que está naciendo? Dios santo, tiene suerte de que no esté entre rejas, incitando a cometer actos de sabotaje, así como así. No habrá pensado en serio que alguien se lo publicaría, ¿verdad?
—No le importaba. Tenía que escribirlo y lo escribió.
—¿Por qué no escribe sobre barcos de vela o algo por el estilo? Hay un libro sobre los viejos tiempos en el Canal de Eire. El hombre que lo escribió se está haciendo millonario. Hay una gran demanda por esas cosas de aventuras al aire libre.
Ella se encogió de hombros.
—Porque nunca se enfadó con los veleros o con el Canal de Eire, supongo.
—Parece ser un grave descontento —dijo con reprobación en la voz Halyard—. Si me lo preguntara, querida, le diría que necesita la ayuda de un psiquiatra competente. Hoy en día se hacen maravillas en psiquiatría. Toman casos completamente desesperados y los convierten en ciudadanos de primerísima categoría. ¿Acaso no cree en la psiquiatría?
—Sí, por cierto. Vio cómo su hermano conseguía la paz espiritual por medio de la psiquiatría. Por eso no quiere saber nada de los psiquiatras.
—No entiendo. ¿No es feliz su hermano?
—Siempre lo está; completamente feliz. Y mi marido dice que alguien tiene que estar descontento; que alguien tiene que estar lo suficientemente incómodo como para preguntarse dónde está la gente, a dónde van y por qué van allí. Ése es el problema del libro. Levantaba demasiados interrogantes, y por eso fue rechazado. Por tanto, le ordenaron que entrara en el servicio de relaciones
—Entonces la historia tiene un final feliz, después de todo —dijo Halyard.
—No, rechazó esa oferta.
—¡Dios santo!
—Así es. Le notificaron que, a menos que se presentara para trabajar en relaciones públicas ayer, le revocarían la subsistencia, el permiso de vivienda, sus seguros de vida y salud, todo. Entonces, hoy, cuando ustedes aparecieron, yo caminaba por la ciudad preguntándome qué podía hacer una mujer en estos tiempos para ganarse unos dólares. No hay muchas cosas.
—Ese marido suyo prefiere que su mujer... más bien que su... —Halyard se aclaró la garganta— ...antes que entrar en las relaciones públicas...
—Me enorgullece poder decir —dijo la chica— que es uno de los pocos hombres que quedan en el mundo con un poco de respeto a sí mismo.
Khachdrahr tradujo estas últimas palabras y el chah movió tristemente la cabeza. El chah se quitó un anillo de rubíes y se lo puso en la mano.
—Ti, sibi takaru. Dibo. Brahous brahouma houna saki. Ippi goura Drahouna ta tippo a mismit.
Y le abrió la puerta de la limosina.
—¿Qué dijo el caballero? —preguntó ella.
—Dijo que se quedara con el anillo, pequeña ciudadana bonita —dijo tiernamente Khachdrahr—. Le dice adiós y buena suerte, y que algunos de los grandes profetas estaban más chiflados que los piojos.
—.Muchas gracias, señor —dijo ella saliendo del coche y volviendo a llorar—. Que Dios le bendiga.
—Dibo, sibi takaru —dijo, y le dio un violento ataque de estornudos. Se limpió la nariz.
—¡Sumklish!
Khachdrahr le pasó el frasco sagrado.
25
Cuando el «Espíritu de Meadows» amarró en el muelle de Mainland, el sistema público de sonido, a bajo volumen, murmuraba: «Buenas noches, amor», un dulce espectro de música, apenas un susurro por encima de la voz de los pinos, el chapoteo del agua azul o el aleteo del águila.
Ninguna luz brillaba en las viviendas de las mujeres y los niños. En el Edificio Central de Administración había un único cuadrado de luz reflejando la silueta de un empleado dormido.
Cuando Paul se encaminó allí para preguntar al empleado dónde podría encontrar a Anita, unas luces se prendieron ante sus ojos acostumbrados a la noche. Cuando sus pupilas se ajustaron al resplandor, se encontró mirando su imagen en un espejo con la leyenda: La mejor esposa para el mejor hombre para el mejor trabajo del mundo.
Pasó rápidamente el espejo, preguntándose cuántas veces Anita había contemplado su imagen y las palabras, y cómo tomaría la noticia de que su Mejor Hombre se había convertido en un hombre simplemente sin ningún trabajo.
—¿Qué pasa con la fiesta de la isla? —preguntó el empleado medio dormido, esperando que contestara el teléfono de la encargada—. Usted debe ser el décimo que viene por aquí esta noche. Por lo general no empiezan a venir hasta el cuarto día. ¿Pero qué pasa con la encargada? Tiene el teléfono al lado de la cama —miró el reloj— ¿Sabe la hora? Usted no tiene tiempo de nada. El último barco para la isla sale en tres minutos.
—Siga tratando. Yo no vuelvo.
—Si va a pasar la noche aquí, a mí no me diga nada. Hay como veintisiete reglas en contra de eso.
Paul le entregó un billete de diez dólares.
—Siga tratando.
—Por esa cantidad, bien puede ser invisible durante una semana. ¿Qué prefiere? ¿Rubias, morenas, pelirrojas? ¡Ah! Ahora contesta. ¿Dónde te habías metido? —le preguntó a la encargada— ¿Tienes ahí a una señora Proteus? —asintió con la cabeza— Uh-uh-uh-uh. Bien. Déjale una nota en la litera, ¿quieres? —se dirigió a Paul—. Ha salido, doctor.
—¿Salido?
—A caminar bajo la luz de la Luna. La encargada dice que es una gran caminante.
Si Anita era una caminante, eso era una sorpresa para Paul. La había visto conducir el coche para cruzar la calle e ir a la casa de enfrente; ella rechazaba todos los parabienes de la cultura física, permaneciendo joven y grácil mientras comía como un peón de campo y conservaba su fuerza como una princesa. De tener los pies atados y uñas de quince centímetros, eso no hubiera restringido para nada sus actividades habituales.
Paul tomó asiento en una silla de mimbre en las sombras azules y frescas del porche del edificio de Administración y puso los pies en la madera gastada de la barandilla hecha con troncos. Se dispuso a esperar.
Ahora, las luces de los senderos se prendieron y apagaron; una señal silenciosa advirtiendo que estaba por zarpar el último barco rumbo a la isla.
Se oyeron unas carcajadas y un rápido crujido en la grava; una pareja salió corriendo del bosque hacia el muelle. Su insistencia en mantener los brazos por la cintura hacía que su progreso fuera tan grácil como el de una carrera de embolsados. Esto molestó a Paul como crítico. Era doloroso observar una pareja torpemente conducida, sabiendo, debido a su larga experiencia con la habilidosa Anita, la danza que podría ser si se hacía de forma apropiada.
Ahora, ella hacía que el otro aminorara la marcha y su ritmo a través de los árboles, bajo la Luna, era más ordenado. Paul estaba seguro de que su beso de despedida sería un asunto falto de gracia, pero, gracias a ella, se detuvieron, se tomaron su tiempo y se pusieron en posición para hacerlo correctamente. Muy bien.
Paul los observaba con creciente identificación con el hombre. Siempre había sido un ladrón de los momentos culminantes de los demás, y sus ganas por un momento especial como ése eran agudas. Ahora que había terminado su vieja vida, y su nueva, fuera cual fuese, aún no había comenzado, sentía voracidad por el amor, el amor de Anita, un amor vividamente imaginado, un amor cualquiera con tal de que estuviera disponible al instante.
Ahora ella regresaba, caminando lentamente, pensativa, contenta. Qué maravilla.
Se encendieron las luces de la trampa del espejo. La mujer alisó sus pantalones en los muslos y se arregló el pelo. Se quedó ante su imagen un largo rato, mirándose de un lado y otro, al parecer satisfecha, tal como debía estar, por la forma de sus pechos ingeniosamente escondidos bajo el apretado algodón verde con la palabra «Capitán» ondulando cuesta abajo hacia el valle.
—¡Anita!
Ella pegó un respingo y rápidamente cruzó los brazos por el pecho en un gesto protector. Lentamente bajaron sus brazos a los lados y se mantuvo erguida; una mujer sin nada que esconder. Y mucho menos la camiseta de Shepherd.
—Hola, Paul.
Se acercó al porche donde él estaba sentado, majestuoso, frío, y tomó asiento a su lado.
—¿Pues bien?
Cuando él no dijo nada, a ella le empezó a flaquear el aplomo, y nerviosamente rascó la madera de la barandilla, sacando pequeñas astillas y arrojándolas a la noche estival.
—Pues, habla —dijo por último.
—¿Que yo hable? —dijo Paul.
—¿Crees que haya necesidad de una explicación?
—Por cierto que sí.
—Te expulsaron, ¿no es así?
—Sí, pero no por violar un sacramento.
—¿En dónde está escrito que usar la camiseta de otro hombre sea adulterio? —preguntó; en el fondo, ella estaba claramente confundida.
Paul se deleitó. Ahora estaba seguro de que podría convencerla de irse con él. Era inconcebible que ella usara al aburrido, moralista y complaciente de Shepherd para otra cosa que para amenazarlo vagamente a él, pero esta apariencia de haber hecho algo malo podía volverse en una ventaja.
—¿No dirías que la camiseta era sintomática de fornicación en la maleza? —dijo él.
—Si quieres decir si lo amo, la respuesta es sí.
Paul se rió en silencio.
—Me alegra de que lo tomes tan bien —dijo ella—. Supongo que prueba lo que siempre he pensado.
—¿Que prueba qué?
Inesperadamente ella se puso a llorar.
—¡Que no te servía para nada! —sollozó—. Lo único que necesitas es algo de acero inoxidable, con forma de mujer, cubierta de esponja y con una temperatura de...
Esta vez le tocó a Paul estar sorprendido.
—Anita... querida, escucha.
—Y se lo prestarías a cualquiera si no lo necesitas en ese momento.
—Pero, qué...
—¡Estoy harta de que me trates como a una máquina! Vas por ahí hablando de lo que los ingenieros y los ejecutivos les hacen a la gente pobre y tonta. Pues mira lo que un ejecutivo e ingeniero me hizo a mí.
—Por lo que más quieras, querida, yo...
—Hablas de lo mal que hace la gente inteligente de ser unos déspotas con los que no son inteligentes y luego caminas por tu propia casa demostrando lo grande que es tu coeficiente de inteligencia, como si se tratase de un cartel. Pues bien, soy una negada.
—No, no lo eres, ángel. Escucha, yo...
—¡Saboteador!
Paul se echó para atrás en su asiento y sacudió la cabeza como si aturdidamente tratase de evitar un palo.
—¡Por el amor de Dios, quieres escuchar! —le rogó.
—Adelante. —Ahora ella estaba magnífica y era total su dominio de la situación.
—Querida, lo que dices bien puede ser verdad. No lo sé. Pero, por favor, ahora te necesito como jamás he necesitado a nadie en mi vida.
—En diez minutos se te pasa todo eso. Fuera del sistema —agregó ella con sarcasmo.
—En la riqueza, en la pobreza, en la enfermedad como en la salud —dijo Paul—. ¿Recuerdas, Anita? ¿Lo recuerdas?
—Aún eres rico y no estás enfermo —ella le miró con una pasajera preocupación—. No estás enfermo, ¿no?
—Del corazón.
—Ya te acostumbrarás. A mí me pasó.
—Lo siento, Anita. No sabía que era de esa manera. Ahora veo que probablemente lo fue.
—La próxima vez me casaré por amor.
—¿Shepherd?
—Me necesita, me respeta, cree en las mismas cosas que yo.
—Espero que seas muy feliz —dijo Paul, poniéndose de pie.
A ella le temblaron los labios y volvió a prorrumpir en sollozos.
—Paul, Paul, Paul.
—¿Ummmm?
—Me gustas. Nunca te olvides
—Y, a mí me gustas tú, Anita.
—¡Doctor Proteus! —llamó el empleado.
—¿Sí?
—Ha llamado el doctor Kroner y dijo que esta misma noche se le llevaría a la estación del tren. El jeep está esperando del otro lado del edificio. Tenemos media hora para poder coger el de las 12.52.
—Ya voy.
—Bésame —dijo Anita.
Fue un beso asombroso y, en su oleaje de languidez, Paul se dio cuenta de que ella no había tenido nada que ganar con ese beso; que lo había hecho, asombrosamente, de puro corazón.
—Ven conmigo, Anita —susurró él.
—No soy tan tonta como te crees —ella lo empujó con determinación—. Adiós.
26
El doctor Paul Proteus, un ser humano inclasificado, fue instalado a bordo del tren de las 12.52, donde compartió un antiguo vagón, mitad escupidero, mitad fumadero, con sesenta soldados en licencia del campamento de Drum.
—Great Bend. Próxima parada es Great Bend —dijo una cinta magnetofónica en un altavoz encima del sitio de Paul. El conductor apretaba un botón en su cabina cuando llegaba a cada estación entonces salía la voz:
—La próxima estación, Carthage. Próxima estación, Carthage. Clic.
—¡Al tren! —aulló otro altavoz, afuera. Un anciano, dando un beso de despedida a su mujer sobre las tablas podridas de la plataforma de Great Bend, miró lastimosamente hacia el sitio de donde procedía la voz, como para pedir un momento más para poder decir la última palabra.
—¡Al tren!
La máquina se movió, zumbando, y los escalones del tren se levantaron de la plataforma, se arrimaron el uno al otro y desaparecieron en su nicho.
—¡Ya voy! ¡Ya voy! —gritó el anciano, y corrió tristemente hacia el tren en movimiento, tan rápido como sus piernas quebradizas pudieron llevarlo. Se agarró de la barandilla y saltó, respirando agitado. Buscó su boleto y lo metió en el mecanismo de la puerta interior del vagón. El mecanismo lo consideró, encontró todo en orden, se levantó el picaporte y lo dejó pasar a aquella especie de monumento de acero y forro de lana al tabaco.
—Hijo de puta, que no puede ni esperar a un viejo —dijo amargamente.
—Es una máquina —dijo Paul. Todo automático.
—No quiere decir que no sea una hija de puta.
Paul asintió con gesto comprensivo.
—Yo fui conductor de esta línea.
—¿Ah, sí?
El hombre tenía el aspecto exacto de un pesado profesional y Paul no tenía el menor interés en escucharlo.
—Sí, cuarenta y un años —dijo—. ¡Cuarenta y un años!
—¡Aaah!
—Cuarenta y uno. Dos veces veinte más uno. Y me gustaría ver a una de estas máquinas ayudando a parir a una mujer.
—Oh, ¿lo hizo usted?
—Sí, un niño. De casualidad, lo hice en el baño de caballeros —hizo chasquear sonoramente la lengua—. ¡Cuarenta y un años!
—Ooh.
——Y nunca he visto que una máquina cuidara a una niñita de tres años desde St. Louis a Poughkeepsie.
—No, supongo que no —dijo Paul. Guardó sus palabras para la próxima reunión que tuviera con Bud Calhoum. Ahora podía ver el artefacto, una especie de Ama de Acero, sin pernos por supuesto, y electrónica, que recibiría firmemente a la niña en St. Louis y la pondría en los brazos de sus parientes en Poughkeepsie.
—¡Cuarenta y un años! ¡Con las máquinas uno consigue cantidad, pero no se consigue calidad! ¿Entiende lo que quiero decir?
—Sí —dijo Paul.
—Carthage —dijo el magnetofón—. La parada es Carthage. La próxima estación, Deer River.
Paul se recostó en el poco flexible asiento con un suspiro de relajamiento y cerró los ojos, simulando dormir.
—¡Cuarenta y un años! Estas máquinas nunca ayudaron a bajar a una anciana.
Con el tiempo, el viejo conductor se quedó sin ejemplos de la superioridad del hombre sobre las máquinas y se puso a anticipar las llamadas del magnetófono, como por casualidad, con desprecio, como si cualquier tonto pudiera hacerlas:
—Deer River. La parada es Deer River. La próxima estación, Castorland.
—Deer River. La parada es Deer River. La próxima estación, Castorland.
—¡Ja! ¿Qué le dije?
Paul, realmente, se quedó dormido y, por último, en Constableville, vio que su compañero metía el boleto en la ranura de la puerta y salía. Paul vio su boleto para asegurarse de que no estaba doblado o roto y que le abriría la puerta en Ilium. Había oído historias de viejas encerradas en los vagones durante días por haber perdido los boletos o por haberse equivocado de estación. Casi no se publicaba un periódico en el que no hubiera una historia de interés humano y de cuadrillas del Cuerpo que liberaban a alguien.
El viejo conductor desplazado desapareció en la noche de Constableville y Paul se maravilló de lo creyentes que eran la mayoría de los norteamericanos en la mecanización, aun cuando sus vidas hubieran sido rudamente dañadas por ella. La queja del antiguo conductor, como el lamento de muchos otros, no era que fuera injusto quitar el trabajo a los hombres y entregárselo a las máquinas, sino que las máquinas no hacían tantas cosas humanas como los buenos proyectistas que las idearon.
—Constableville. La parada es Constableville. La próxima estación, Remsen.
Una partida de póquer estaba en su apogeo en los asientos detrás de Paul, y un sargento primero, jubilado, marcado por símbolos de paciencia, sangrías individuales y separaciones del hogar, contaba historias de la última guerra... la Ultima Guerra.
—Diablos —dijo, barajando con aire ausente, como si sus pensamientos estuvieran a mil kilómetros de distancia—, allá estábamos. Y allá seguíamos. Imaginaos que en el lavabo de hombres fuera un cerro escarpado y los bastardos estuviesen atrincherados en la cuesta del otro lado —los reclutas dirigieron la mirada al lavabo con ojos alertas en plan de batalla, y el sargento barajó un poco más las cartas—. La noche anterior, un tiro con suerte nos dio en el generador.
—¡Santo cielo! —dijo un recluta.
—Lo puedes volver a decir —dijo el sargento—. De cualquier modo, allí estábamos sin gasolina; éramos dieciocho frente a quinientos de ello. Los centinelas de microonda, las minas de proximidad, la cerca eléctrica, el sistema de mando del fuego, los nidos de ametralladoras de funcionamiento teledirigido, todo quedó fuera de funcionamiento. Reina, as, as y el que corta tiene dos. Apostamos al primer as.
»Pues, chicos, ¿cinco céntimos? Poned cinco céntimos para alegrar un poco las cosas. Pues entonces, chicos, empezó la diversión. A las diecinueve horas trataron de enviarnos una patrulla de cien hombres para ver lo que teníamos. ¡Y no teníamos nada! Y las comunicaciones estaban cortadas, de modo que no podíamos pedir ayuda. Todos nuestros tanques automáticos habían sido enviados para apoyar un ataque del 106 y estábamos verdaderamente solos. Carajo. Entonces envié al cabo Merganthaler al batallón a pedir ayuda... Dos reinas, dos ases y el que corta se lleva otro pozo miserable. Apuesto al as. Y entonces se nos vinieron encima, gritando, y nosotros no teníamos otra cosa que nuestros rifles y bayonetas de mierda. Parecía que se nos venía una marejada encima. ¿Ganan los ases? Ah, diablos, allá van otros cinco céntimos. Justo en ese momento, llegó Merganthaler con un camión y un generador que consiguió en el 57. Lo conectamos a nuestras líneas, lo encendimos y, Dios santo, ojalá lo hubierais visto. Los pobres bastardos se freían en el cerco eléctrico, las minas de proximidad les estallaban bajo los pies, los centinelas de microondas abrían fuego desde los nidos de ametralladoras teledirigidos y el sistema de mando de fuego hacía girar los fusiles y lanzallamas contra la menor cosa que se moviera en un radio de un kilómetro. Y así fue cómo obtuve la Medalla de Plata.
Paul apenas sacudió la cabeza mientras escuchaba la absurda historia del sargento. Ésa, pues, era la guerra en la que una vez él tanto había querido participar, la oportunidad para el héroe de temperamento ardiente y elemental, y de fuertes músculos, que él lamentaba haberse perdido. Había habido muchas muertes, mucho dolor, sí, señor, y mucho estoicismo de apretar los dientes y los nervios. Pero, principalmente, los hombres habían sido alistados para sufrir al lado de las máquinas, los motores terribles que luchaban contra su propia especie por el derecho de cebarse con los hombres. Nelson en el puente se había convertido en un cohete teledirigido, con cabeza atómica y espoleta de proximidad. Rolando y Oliver eran un par de computadoras de retropropulsión que se lanzan la una contra la otra mucho más rápido de lo que un hombre pudiera gritar. La gran tradición norteamericana de los rifles sólo sobrevivía simbólicamente, en disparos efectuados a los cielos encima de los muertos en miles de cementerios militares. Aquéllos en las tumbas, los muertos del frente de batalla, eran herederos de otra tradición norteamericana tan antigua como los rifles, pero una tradición pacífica: la del remiendo.
—¡Diablos! Sargento, ¿por qué no siguió en la carrera?
—¿Yo volver a la escuela después de tantos años? No soy un tipo de escuela, hijo. Conseguir el bachillerato me fue suficiente. ¿Dos años más y una licenciatura para tener un par de barras doradas? ¡Nooooo! Y una reina, una jota y un cinco, y el que corta se lo lleva todo. Parece mi día de suerte, chicos.
—Middleville. La parada es Middleville. La próxima estación, Herkimer.
—Sargento, ¿no le importaría contarnos de los galones por heridas en combate?
—¡Ummmm? Supongo que no. Éstos son por una dosis de rayos Gamma en Kiukiang. Esta otra, veamos, fue polvo radiactivo en los tubos bronquiales en Afyon Karahisar. Y este pequeño bastardo, ah, hongos en los pies, allá en las trincheras de Kransystav.
—Sargento, ¿cuál fue el mejor culo que tuvo?
—Una pequeña pelirroja mitad sueca mitad egipcia, en Farangana —dijo el sargento sin la menor vacilación.
—¡Muchacho! Ojalá me enviaran allí.
Paul supuso que esa gran parte de la tradición militar norteamericana siempre viviría: enviadme adonde estén los mejores culos.
—Herkimer. La parada es Herkimer. La próxima estación, Little Falls.
—Eh sargento, ¿éste es un tren local?
—Lo puedes llamar así. ¿Qué tal una última vuelta por el cambio que queda? —preguntó el sargento.
—De acuerdo. Ay, nada para mí. Una reina para Charley. Un ocho para Lou. Y al diablo, el sargento tampoco.
—Diga, sargento, oí decir que el soldado Elmo Hacketts se va al extranjero.
—Sí. Pidió traslado al extranjero desde que se alistó. Un par de tres para Ed, nada para Charley, una jota para Lou y el que corta tiene un... ¡carajo!
—¡Un as!
—Little Falls. La parada es Little Falls. La próxima estación, Johnsonville.
—Aquí va la otra vuelta y... ¿qué tal? —dijo el sargento—. Ed tiene tres. Sí, no me gusta que se vaya Hacketts. Con un par de años de servicio, lo puedo ver como un excelente portaestandarte. Pero si quiere desaprovechar todo esto, es asunto suyo. Nada para Charley, y Lou tiene mi as. Hasta ahora ganan los tres.
—¿A dónde va Hacketts? ¿Lo sabe?
—No tengo nada de nada —dijo el sargento—. Sí, hoy llegaron las órdenes. Sí, Hacketts consiguió el traspaso al extranjero. Mañana sale para Tamanraset.
—¿Tamanraset?
—El Sahara, tonto. ¿No sabes nada de geografía? —sonrió como un zorro—. ¿Qué tal si jugamos un poco al blackjack?
Paul suspiró por Hacketts, nacido en un desierto espiritual, y ahora enviado a un sitio donde también la tierra era estéril.
—Johnsonville... Fort Plain... Fonda... Fort Johnson... Amsterdam... Schenectady... Cohoes... Watervtiet... Albany... Rensselaer... llium, la parada es Ilium.
Con los ojos turbios, Paul se dirigió a la puerta, insertó su boleto y salió a la plataforma de Ilium. Se abrió, ruidosa, la portezuela del compartimento de equipajes; un ataúd se deslizó en una grúa de carga que esperaba, y fue llevado a las entrañas refrigeradas de la estación.
Ningún taxi se había preocupado de ir a esperar al tren. Paul llamó a la compañía de taxis, pero nadie contestó. Miró sin esperanzas al vendedor automático de pasajes, al de nylon, al de goma de mascar, al de café, al de libros, al de diarios, al de cepillos de dientes y al de Coca-Colas, así como a la máquina automática de lustrar zapatos y al estudio automático de fotos, y salió, caminando, a las calles desiertas de Homestead, en la ribera del río.
Eran doce kilómetros a través de Homestead, cruzando el puente y, del otro lado del río, estaba su casa. No su hogar, pensó Paul, sino la casa donde tenía una cama.
En su interior se sentía opaco, delicuescente, con un brillo exterior de calor resplandeciente; soñoliento pero sin sueño, asaltado por los pensamientos y sin pensar en nada.
Sus pasos resonaron contra las fachadas grises de Homestead, y los exánimes tubos de neón, proclamando a esta hora que esto o aquello no tenía importancia, estaban vacíos, un vidrio frío a falta de la magia de los electrones huyendo a través del gas inerte.
—¿Solo?
—¿Eh?
Una mujer joven, con pechos como boyas contra el viento, lo miraba desde una ventana del segundo piso.
—Te pregunté si estás solo.
—Sí —dijo Paul simplemente.
—Sube.
—Bien —se oyó decir a sí mismo Paul—, muy bien. Ya voy.
—La puerta al lado del Automatic Market.
Subió la larga y oscura escalera; cada escalón proclamaba que el doctor Harry Friedmann era un dentista que no producía dolor, con una licencia otorgado por el Plan de Salud y Seguridad Nacional. «¿Por qué —preguntaba Friedmann retóricamente— curarse con alguien que sea menos que un D-006?»
La puerta en el pasillo, adyacente a la del doctor Friedmann, estaba abierta. La mujer esperaba.
—¿Cómo te llamas, querido?
—Proteus
—¿Pariente del tipo importante del otro lado del río?
—Hermanastro.
—¿Eres la oveja negra, querido?
—Sí.
—A la mierda con tu hermano.
—Por favor —dijo Paul.
Se despertó una vez durante el resto de la noche a su lado; se despertó de un sueño en el que vio a su padre gritándole desde el pie de esa cama.
Ella murmuró algo entre sueños.
Cuando Paul volvió a caer dormido, susurró una respuesta automática:
—Y yo te quiero, Anita.
27
El doctor Paul Proteus hacía una semana que estaba solo en su casa. Había esperado alguna comunicación de parte de Anita, pero no pasó nada. Ya no había nada que decir, según reconoció, asombrado. Probablemente ella aún estaba en Mainland. Las sesiones de Meadows aún tenían otra semana por delante. Después, sobrevendría el embrollo de separar las cosas de cada uno, y el divorcio. Se preguntó qué razón daría ella para el divorcio. Le divertía lo de extrema crueldad mental, aunque supuso que era algo cercano a la verdad. Cualquier desviación de las normas le dolía terriblemente a ella. Tendría que dejar el estado de Nueva York, por supuesto, ya que las únicas razones para el divorcio eran el adulterio y la incitación a cometer destrucciones. Pensó que se podía armar un caso contra cualquiera de las dos acusaciones, pero no con dignidad.
Paul había ido a la granja en una oportunidad. Como un hombre que dedica su vida a Dios, le había pedido al señor Haycox que lo pusiera a trabajar de la mano de la Naturaleza. La mano que estrechó con tanto fervor era dura e indolente, caliente, húmeda y hedionda. Y la encantadora pequeña casa que había tomado como símbolo de la buena vida del granjero era tan poco pertinente como una estatua de Venus a la puerta de una red cloacal. No había regresado.
Una vez había ido a Ilium Works. La maquinaria estaba parada durante las sesiones de Meadows y sólo los guardianes estaban de servicio. Cuatro de ellos, ahora oficiosos y desdeñosos, llamaron a Kroner a Meadows para pedir instrucciones. Luego le habían escoltado a lo que había sido su escritorio, donde recogió unos pocos efectos personales. Ellos hicieron una lista de lo que se llevó y preguntaron artículo por artículo. Luego le hicieron marchar de nuevo hasta el mundo exterior, y le cerraron la entrada de Ilium Works para siempre jamás.
Paul ahora estaba en la cocina, delante de la lavadora, sentado en un taburete y mirando hacia la televisión. Era la última hora de la tarde y él se estaba lavando la ropa.
—Urdle-urdle-urdle —resonaba la lavadora—. Urdle-urdle-ur dulll Znic. ¡Bazz-uap!
—Azzzzzzzz. ¡Fromp!
Y allí salió el tributo anticlímax: tres pares de calcetines, tres calzoncillos y las camisetas de Meadows que ahora usaba como pijamas.
En la pantalla del televisor una mujer de mediana edad daba consejos a su hijo adolescente, cuya ropa y pelo estaban en desorden y sucios.
—Pelear no sirve para nada, Jimmy —decía ella con tristeza—. Dios sabe que nadie trajo nunca al mundo más luz rompiéndole la nariz a alguien o haciendo que le rompieran la nariz.
—Lo sé... pero me dijo que mi coeficiente de inteligencia era 59, mamá —el muchacho estaba al borde de las lágrimas, furioso y herido—. ¡Y dijo que papá era un 53!
—Vamos, vamos, esas son palabras de nenes. No le Prestes atención, Jimmy.
—Pero es verdad —dijo el chico con la voz entrecortada—. Mamá, es verdad. ¡Fui a la Policía y me fijé! ¡Cincuenta y nueve, mamá! Y el pobre papá tiene 53 —se puso de espaldas y su voz fue un susurro amargo—. Y tú, mama, tienes 47. ¡47!
Ella se mordió el labio y pareció desolada; luego, sacando fuerzas milagrosamente de algún sitio por encima del nivel de los ojos, ella se aferró de la mesa de la cocina.
—Jimmy, mira a tu madre.
Él se volvió lentamente.
—Jimmy, los coeficientes no son todo en la vida. Algunas de las personas más desgraciadas del mundo son las más inteligentes.
Desde el comienzo de la semana de ocio en su casa Paul había descubierto que ésta era, con variaciones, la básica situación problemática en las telenovelas de las tardes; en segundo lugar, estaban las de enfermedades y lesiones del nervio óptico o del aparato locomotor. El programa, ahora, era una exploración interminable de la siguiente cuestión: ¿Puede una mujer de bajo coeficiente intelectual estar casada con felicidad con un hombre de alto coeficiente? La respuesta parecía ser sí y no.
—Jimmy querido, hijo mío, el coeficiente no te dará la felicidad y San Pedro no hace exámenes de inteligencia para dejarte traspasar las Puertas Celestiales. La gente más mala que ha pisado la tierra ha sido la más inteligente.
Jimmy pareció sospechar algo, luego se sorprendió y finalmente, en guardia, pareció dispuesto a que se le convenciera.
—Quieres decir... un individuo común como yo, como cualquier otro tipo, gente como nosotros, mamá, ¿quieres decir que somos tan buenos como, digamos..., el doctor Garson, el director general?
—¿El doctor Garson con su coeficiente de 169? ¿El doctor Garson con su doctorado en ciencias y su doctorado en administración de empresas y su doctorado en no sé qué más? ¿Él?
—Sí, mamá. Él.
—¿Él? ¿El doctor Garson? Jimmy, hijo mío, ¿has visto las bolsas que tiene bajo los ojos? ¿Le has visto las arrugas en la cara? Lleva el mundo sobre sus hombros, Jimmy. Eso es lo que obtuvo con su alto coeficiente. El doctor Garson. ¿Sabes, Jimmy, qué edad tiene?
—Es un hombre muy viejo, mamá.
—Tiene diez años menos que tu padre, Jimmy. Eso es lo que obtuvo con tanto cerebro.
En ese momento entra el papá vistiendo el uniforme de nivelador de asfalto de primera clase, del Cuerpo de Reconstrucción y Reclamaciones. Es un hombre rubicundo, colorado, la imagen misma de la salud.
—Eh, ¿qué tal? —saludó—. ¿Todo en orden en mi hermosa casita, eh?
Jimmy intercambió miradas con su madre y sonrió extrañamente.
—Sí, supongo que sí. ¡Quiero decir que puedes apostar que es así!
Terminó con música de órgano, apareció el locutor con su polvo de lavar que no necesitaba lavado ni hacía falta escurrirlo, y Paul apagó el sonido.
Sonaba el timbre de la puerta y Paul se preguntó desde hacía cuánto. Podría haber visto la mirilla televisiva para ver si valía la pena abrir la puerta, pero deseaba tener compañía —de cualquier clase— y se encaminó a la puerta, contento y agradecido.
Un policía lo miró fríamente.
—¿El doctor Proteus?
—¿Sí?
—Soy de la Policía.
—Ya veo.
—No se ha registrado.
—Oh —Paul sonrió—. He tenido la intención de hacerlo.
Realmente había tenido la intención. El policía no sonrió.
—Entonces, ¿por qué no lo ha hecho?
—No he tenido tiempo.
—Mejor que lo empiece a buscar, Doc.
Paul se sintió molesto por ese joven grosero y sintió ganas, como las había sentido con el camarero, de ponerle en su lugar. Pero esta vez lo pensó mejor,
—Muy bien. Mañana mismo iré a registrarme.
—Estará allí para registrarse dentro de una hora, Doc.
Aquel nombre honorario de «Doc» —según Paul notó— le recordaba que no debió haberse acercado nunca a un radio de veinte kilómetros de la universidad.
—Sí..., muy bien. Lo que usted diga.
—Y no ha presentado su tarjeta industrial de identificación.
—Lo siento; lo haré.
—Y su permiso de portación de armas y de compra de municiones.
—Lo llevaré.
—Y su tarjeta del club.
—Sí.
—Y su pase de aviones.
—Muy bien.
—Y su seguro ejecutivo de salud y bienes. Tendrá que conseguir uno normal.
—Lo que diga.
—Creo que es todo. Si aparece algo, se lo haremos saber.
—Seguro que sí.
De pronto la expresión del joven policía se ablandó y sacudió la cabeza.
—¡Diablos! Cómo caen los poderosos, ¿eh, doctor?
—Sin duda —dijo Paul.
Y una hora más tarde Paul se presentó amablemente a la comisaría de policía con una caja de zapatos llena de sus privilegios revocados.
Mientras esperaba que alguien se apercibiera de su presencia, se interesó en la máquina de retratos por descripciones, dentro de una caja de cristal en un rincón; estaba dibujando el retrato de un fugitivo y anotaba a su lado una breve biografía. El retrato salía de una ranura en la parte superior de la máquina poco a poco; primero el pelo, luego las cejas, una línea con la palabra BUSCADO, y luego, a la altura de los grandes ojos asustados, el nombre: Edgar Rice Burroughs Hagstrohm, Cuerpo 131313. La sórdida historia de Hagstrohm salió a la altura de la nariz:
«Hagstrohm incendió su casa M-17 con una antorcha, luego corrió desnudo a la casa de la señora Marión Frascati, la esposa de un viejo amigo, y le exigió que ella se fuera al bosque con él. La señora Frascati se negó y el desapareció en la reserva de aves que bordea esa urbanización. Allí eludió a la Policía y se cree que se escapo lanzándose desde un árbol a un tren de carga que pasaba por el lugar...»
—¡Tú! —gritó el sargento de turno—. ¡Proteus!
El registro comprendía rellenar un documento tedioso complicado que empezaba con su nombre y número mayor de clasificación, investigaba las razones de haber caído en desgracia, preguntaba los nombres de los amigos íntimos y los parientes, y terminaba con un juramento de lealtad a los Estados Unidos de América. Paul firmó el documento en presencia de dos testigos y vio cómo un empleado cifrador lo traducía, tecleando, en términos que pudiesen comprender las máquinas, y de allí salió una tarjeta, recién mellada y perforada.
—Eso es todo —dijo el sargento de policía. Dejó caer la tarjeta en una ranura y la tarjeta fue corriendo por un sistema de cambios y deslizamientos hasta que quedó descansado sobre una gruesa pila de tarjetas similares.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Paul.
El sargento miró la pila sin el menor interés.
—Saboteadores potenciales.
—Espere un minuto... ¿qué pasa aquí? ¿Quién dice que lo soy?
—No te ofendas —dijo pacientemente el sargento—. Nadie dice que lo seas. Todo es automático. Las máquinas lo hacen.
—¿Qué derecho tienen para decir eso de mí?
—Ellas saben, ellas saben —dijo el sargento—. Tienen experiencia. Hacen lo mismo con cualquiera que tenga más de cuatro años de estudios y no tenga trabajo —estudió a Paul con los ojos entrecerrados—. Y te sorprenderías, Doc, de la razón que tienen.
Entró un detective, sudando y descorazonado.
—¿Alguna pista en el caso Freeman, Sid? —preguntó el sargento, perdiendo interés en Paul.
—No, todos los sospechosos salieron limpios como el agua del detector de mentiras.
—¿Verificaste los tubos? —Seguro. Instalamos todo un aparato nuevo, verificamos los circuitos. Lo mismo. Inocente, cada uno de esos malditos. Y no es que cada uno de ellos no haya querido cargárselo —se encogió hombros—. Bueno, a caminar de nuevo. Sólo tenemos una pista: la hermana dice que vio a un desconocido cerca del fondo de la casa de Freeman una media hora antes de que le dieran.
—¿Tienes la descripción?
—Parcial —se volvió al empleado cifrador—. ¿Listo, Mac?
—Listo. Vamos.
—Mediana estatura. Zapatos negros, traje azul. Sin corbata. Anillo de compromiso. Cabello negro, peinado hacia atrás. Bien afeitado. Verrugas en las manos y en la nuca. Un poco cojo.
El empleado, sin la menor expresión, tecleó mientras el otro hablaba.
—¡Dinga-dinga-dinga-ding! —resonó la máquina y saltó una tarjeta.
—Herbert J. van Antwerp —dijo Mac—. Collester Boulevard, 5.956.
—Buen trabajo —dijo el sargento, tomando un micrófono—. Coche 57, coche 57, proceda a...
Cuando Paul salió al brillante sol de la calle, un coche policial, con su sirena en silencio, sus neumáticos canturreando la canción de caucho nuevo sobre el asfalto caliente, se metió en una callejuela que corría detrás de la comisaría.
Paul observó con curiosidad cuando se detuvo ante una puerta con rejas.
Un policía bajó de la parte trasera del brillante vehículo negro y gesticuló con un revólver en la mano, dirigiendo a Paul.
—¡Vamos, circulando, circulando!
Paul empezó a moverse lentamente para poder echar una mirada al prisionero, que estaba sentado en el fondo oscuro, húmedo, fútil, entre otros dos policías armados con pistolas.
—¡Vamos, fuera de aquí! —gritó el policía nuevamente.
Paul no pudo creer que el hombre realmente fuera a disparar contra un rezagado y, por tanto, se quedó un poco más. Su miedo al cañón desmesurado estaba atemperado por sus ganas de ver a alguien a quien le había ido peor que a él en la convivencia con la sociedad.
La puerta de hierro de la comisaría se abrió con metálico estrépito y tres policías armados más esperaban para recibir al criminal desesperado. La posibilidad de que éste fuera a estar por unos pocos segundos en libertad de movimientos hasta llegar a la puerta, al parecer, era tan peligrosa que el policía que había acosado a Paul ahora prestó toda su atención a cubrir los dos o tres metros que en pocos segundos tendría que cruzar el prisionero. Paul vio que su pulgar sacaba el seguro del gatillo.
—Muy bien, muy bien, nada de intentonas, ¿oíste? —dijo una voz nerviosa en el interior del vehículo—. ¡Afuera!
Un momento después, el doctor Fred Garth, con una camiseta del equipo azul hecha pedazos, sin afeitar, con los ojos muy abiertos, salió a la luz del día, esposado y con expresión de burla y desprecio.
Antes de que Paul pudiera creer lo que veía, su antiguo compañero de tienda y de equipo, su amigo, el hombre que era candidato para Pittsburgh, fue llevado adentro.
Paul dio la vuelta, volvió al frente del edificio y entró en la oficina donde había llenado los documentos y entregado sus credenciales.
El sargento lo miró con arrogancia.
—¿Sí?
—El doctor Garth... ¿qué está haciendo aquí?
—¿Garth? Aquí no tenemos a ningún Garth.
—Vi que entraba por la puerta de atrás.
—Nooo —el sargento volvió a su lectura.
—Mire..., es uno de mis mejores amigos.
—Tendrías que haberte quedado con tu perrito y tu mamá —dijo el sargento sin levantar la mirada—. Fuera de aquí.
Confundido, Paul volvió a la calle, dejó su viejo coche estacionado frente a la comisaría y subió la cuesta hasta la calle Principal de Homestead, al bar al pie del puente.
El reloj de la ciudad dio las cuatro. Podría haber dado la medianoche o Ias siete o la una y a Paul no le hubiera importado en absoluto. Ya no tenía que estar en ningún sitio a una hora determinada. Nunca más, supuso. Él se creaba sus propias razones para ir a un sitio. O iba sin ninguna razón. Nadie tenía más algo que él pudiera hacer. La economía ya no tenía más interés en él. Su tarjeta sólo era interesante para las máquinas policiales, que lo consideraron, al instante en que se introdujo la tarjeta con una instintiva desconfianza.
La bomba de agua estaba en funcionamiento como de costumbre. Y Paul se sumó a la multitud. Encontró que el rocío del agua le aliviaba el ánimo. Esperó con ganas que el chico terminara de confeccionar su barquito de papel y disfrutó de antemano de las sacudidas del navío avanzando hacia una destrucción segura en la desconocida oscuridad gorjeante de la alcantarilla.
—¿Interesante, Doc?
Paul dio media vuelta para encontrar a Alfy, el maestro de la televisión, al lado suyo.
—¡Vaya! Pensé que estaba en Meadows.
—Y yo pensé que usted estaba en Meadows. ¿Cómo anda el labio?
—Cicatrizando. Aún sensible.
—Si le sirve de consuelo, Doc, el camarero aún está estornudando.
—Bien, estupendo. ¿Lo echaron?
—¿No lo sabía? Expulsaron a todos, todo el personal, después del asunto del árbol —se rió—. Ahora ellos mismos se cocinan, se hacen las camas, rastrillan las huellas de los caballos y todo lo hacen ellos solos.
—¿Todos?
—Todos los que están por debajo de director.
—¿También limpian sus letrinas?
—Los imbéciles, Doc, con coeficientes menos de 140.
—¡Qué cosa! ¿Aún siguen compitiendo?
—Sí, lo último que oí fue que el equipo azul estaba muy por delante.
—¿De verdad?
—Sí; se avergonzaron tanto de usted que casi se matan por ganar.
—¿Y los verdes?
—En el pozo.
—¿A pesar de Shepherd?
—¿Se refiere a Jim Thorpe? Sí, entró en todos los juegos y trató de ganar siempre...
—¿Y?
—No hizo nada. Lo último que oí decir fue que su equipo trataba de convencerlo de que tenía el virus de neumonía y que debía pasar un par de días en la enfermería. Algo le pasa, eso es seguro —Alfy miró su reloj—. Eh, ahora pasan música de cámara en el canal siete. ¿Quiere jugar?
—No con usted.
—Sin dinero, como diversión. Estoy empezando con la música de cámara. Toda una especialidad nueva. Vamos, Doc, aprenderemos juntos. Usted se fija en el cello y el bajo y yo estudio el violín y la viola. ¿De acuerdo? Luego comparamos nuestras notas y juntamos el conocimiento.
—Le invito a una cerveza. ¿Qué tal?
—Está bien, muy bien.
En la penumbra húmeda del bar, Paul vio que lo miraba un adolescente con cierta ansiedad desde el reservado. Delante, sobre la mesa, había tres hileras de cerillas; tres en la primera, cinco en la segunda, siete en la tercera.
—Hola —dijo el joven, inquieto pero esperanzado—, un juego muy interesante. El objeto del juego es hacer que el contrario se quede con la última cerilla. Puede retirar cuantas quiera de cualquier hilera en cada turno.
—Bueno —dijo Paul.
—Adelante —dijo Alfy.
—¿Por dos dólares? —preguntó nervioso el joven.
—Aceptado, por dos —dijo Paul, y sacó una cerilla de la hilera más larga.
El joven frunció el entrecejo, pareció preocupado y contraatacó. Tres movimientos después, Paul lo dejó mirando desconsolado a la última cerilla.
—Maldita sea, Alfy —dijo con tono miserable—, mira.
—¡Es tu primer día! —dijo, cortante, Alfy—. No te desalientes. De acuerdo, perdiste. Acabas de empezar —Alfy palmeó al muchacho en el hombro—. Doc, éste es mi hermano menor, Joe. Está empezando. El Ejército y el Cuerpo le tienen ganas, pero yo, en cambio, estoy intentando que abra su negocio independiente. Veremos como funciona este asunto de las cerillas y, si no, ya pensaremos en otra cosa.
—Yo jugé a eso en la universidad —dijo, como disculpándose, Paul—. Tengo mucha experiencia.
—¡En la universidad! —dijo Joe, maravillado; sonrió y pareció sentirse mejor—. Diablos, con razón —suspiró y volvió a reclinarse en la silla, nuevamente deprimido—. Pero no sé, Alfy... Estoy a punto de tirar la toalla. Digamos la verdad: no tengo el talento —volvió a alinear las cerillas y empezó a hacer una partida él solo—. Trabajo, y no parece que mejore nada.
—¡Por cierto que te esfuerzas! —dijo Alfy—. Todos se esfuerzan en algo. ¡Levantarse de la cama ya es un esfuerzo! ¡Sacar la comida del plato y llevarla a la boca también! Pero, chico, hay dos clases de trabajo: trabajo y trabajo duro. Elegir algo imposible y hacerlo, o ser un mendigo por el resto de la vida. Seguro, todos trabajaban en tiempos de George Washington, pero George Washington trabajó duro. Todos trabajaban en tiempos de Shakespeare, pero Shakespeare trabajó duro. Yo soy quien soy porque trabajo duro.
—Bien, bien, de acuerdo, de acuerdo —dijo Joe—. Yo, Alfy, no tengo la inteligencia, el ojo, el empuje. Quizás sea mejor que me meta en el Ejército.
—Te puedes cambiar de nombres antes de hacer eso, chico, y no me molestes más —dijo, tenso, Alfy—. Cualquiera con el nombre de Tucci es independiente. Siempre ha sido así, y de esa manera seguirá siendo.
—Muy bien —dijo Joe, poniéndose colorado—. Muy bien. Lo intentaré un par de días más.
Cuando Alfy se dirigió al aparato de televisión, Paul se puso a su lado.
—Escuche, de casualidad, ¿sabe quién es Fred Garth?
—¿Garth? —lanzó una carcajada—. Al principio, no, pero ahora, por supuesto que sí. Es quien le cortó la corteza al árbol.
—¡No!
—Así es. Y nunca pensaron en interrogarlo. Él formaba parte de la comisión que se encargaba de los interrogatorios.
—¿Cómo lo pescaron?
—Se entregó. Cuando el médico de árboles llegó allí para emparchar al árbol, Garth se entregó.
—¡Alfy! —llamó el camarero en la barra—. Te perdiste la primera actuación.
Alfy acercó un taburete.
Paul tomó asiento a su lado y se puso a conversar con el camarero. Su conversación iba a saltos, porque Alfy mantenía ocupado al hombre, haciéndole subir y bajar el volumen.
—¿Aparece Finnerty por aquí?
—¿El pianista?
—Sí.
—Y si viene, ¿qué?
—Me gustaría verlo. Eso es todo. Es amigo mío.
—En estos días hay mucha gente que quiere ver a Finnerty.
—Ah... ¿y dónde vive?
El camarero lo miró, estudiándolo.
—Nadie ve a Finnerty últimamente.
—Oh, ¿ya no vive más con Lasher?
—Hoy está lleno de preguntas, ¿no? Nadie ve a Lasher últimamente.
—Ya veo —dijo Paul—. ¿Se han ido de la ciudad?
—¿Quién sabe? No tengo todo el día para perder. ¿Qué toma?
—Whisky con agua.
El camarero mezcló la bebida, la puso delante de Paul y le dio la espalda.
Paul bebió a la salud de sus compañeros hostiles o apáticos de la nueva vida que había elegido, tosió, sonrió, chasqueó los labios juiciosamente, tratando de determinar lo que notaba de extraño en la bebida, y se cayó, inconsciente, del taburete.
28
«Desde el azul Cayuga» cantaban las jóvenes voces en el atardecer otoñal...
De la colina y el valle,
Desde lejos resuena la historia de la gloria
de Cornell...
El doctor Harold Roseberry, PE-002, colocó dos documentos uno al lado del otro encima de la superficie desnuda, encerada, de su escritorio de palo de rosa. El escritorio, lo suficientemente grande como para aterrizar un helicóptero, era un regalo de los antiguos alumnos de Cornell, y una placa de plata así lo manifestaba. La justificación para el pródigo regalo estaba taraceada con maderas preciosas encima del escritorio: los resultados de fútbol americano obtenidos por el equipo en las últimas cinco temporadas. El porqué de este objeto al menos no dejaría ningún interrogante en las mentes de los futuros arqueólogos.
«Del Este y del Oeste llaman los ecos de nuestra fuerza demoledora», gritaban las jóvenes voces, y al doctor Roseberry se le hacía extremadamente difícil concentrarse en los dos documentos que tenía delante: un memorándum del decano de la Escuela de Artes y Ciencia, un hombre afectado y anticuado de la parte más afectada y anticuada de la universidad; y una carta de hacía cinco años de un antiguo alumno criticón que objetaba el comportamiento del equipo cuando salía a jugar. El memorándum del decano decía que un tal Ewing J. Halyard había llegado a la ciudad a fin de mostrar la universidad al chah de Bratpuhr y, de paso, tomar un examen de educación física que debía haberlo tomado hacía diecisiete años. El memorándum solicitaba que el doctor Roseberry asignara a alguien de su departamento para que tomara el examen final de educación física a Halyard a la mañana siguiente.
¡Cornell victorioso,
El supremo campeón!
El doctor Roseberry tendía a reaccionar irónicamente con la última línea de la canción.
—Sin duda, victorioso el año pasado y cuatro años antes —murmuró en su preñada soledad—. Pero este año posiblemente no luciera tan bien.
—Mañana y mañana y mañana —dijo con preocupación. Todos los directores técnicos de la Liga del Este estaban dispuestos a rebajarlo nuevamente al PE-003. Dos derrotas más lo conseguirían. Yale y Penn estaban recargados. Yale había dado un bono para comprar a toda la defensa del equipo de Texas A&M y Penn había comprado a Breslaw, de Wisconsin, por 43.000 dólares.
Roseberry gruñó:
¿Durante cuánto tiempo se piensan que un hombre puede jugar al fútbol universitario? —quiso saber. Hacía seis años, Cornell lo había comprado al Wabash College y le pidieron que hiciera una lista de su equipo ideal. Entonces, Dios santo, se la habían comprado.
—¿Pero qué diablos se creen que compraron? —se preguntó—. ¿Algo hecho de acero y cemento? Para que dure toda la vida, ¿verdad?
Desde entonces no habían comprado ni un simple chico para llevar el agua, y la edad media del equipo ahora estaba cerca de los treinta y un años.
Muy por encima de las aguas del Cayuga,
Con sus olas azules,
Se erige nuestra Alma Mater,
Gloriosa su vista...
—Sin duda es gloriosa —dijo el doctor Roseberry—. ¿Quién diablos piensan que pagó todo?
En sus primeros dos años, el equipo recuperó la inversión. En los tres siguientes, había pagado un nuevo edificio de química, un laboratorio energético, un nuevo edificio de administración para el Departamento de Ingeniería Agrícola y cuatro cátedras académicas: Filosofía de la Ingeniería Creativa, Historia de la Ingeniería Creativa, Relaciones Públicas Creativas para Ingenieros e Ingeniería Creativa y Captación de Consumidores.
Roseberry, de quien se esperaba que no prestase ninguna atención al aspecto académico de la universidad, de cualquier modo había tomado debida cuenta de todas estas mejoras, gloriosas a la vista, que se habían sumado desde que él y su equipo hubieran llegado muy por encima de las aguas del Cayuga. Anticipando una temporada pobre, pergeñaba una carta polémica dirigida a los ex alumnos en la que figurarían de forma prominente los gastos académicos. Ya tenía la primera línea de la carta y disfrutó imaginándola escrita, después del saludo, «Deportistas», y ya perfeccionada:
«El negocio del fútbol en Cornell, ¿va a ser dirigido como un verdadero negocio o se desangrará totalmente a nuestro equipo?»
Y luego la siguiente oración brotó con toda inspiración en su cerebro:
«En los últimos cinco años, no se ha reinvertido un solo céntimo en este negocio, ¡no se ha puesto a un lado un solo céntimo para la depreciación!»
Ahora se dio cuenta de que toda la carta tenía que ir así. La situación exigía un texto con verdadera fuerza.
Sonó el teléfono.
—El doctor Roseberry al habla.
—Soy Buck Young, Doc. Me dejaron una nota para que le llamara —dijo; la voz ronca tenía un deje de intranquilidad; exactamente lo que esperaba Roseberry. Se pudo imaginar que Buck se había sentado al lado del teléfono con la nota en la mano durante varios minutos antes de haber llamado. Ahora que Buck había dado ese paso se dijo Roseberry, él también iría hasta el final.
—Sí, sí —dijo Roseberry, sonriendo de modo cautivante—. Muchacho, ¿cómo estás?
—Bien. ¿Qué pasa?
—Quizá te debiera preguntar lo mismo.
—Termodinámica, análisis de tensiones, corriente fluida, ecuaciones diferenciales...
—Aaah —dijo Roseberry—, ¿por qué no te tomas un minuto y tomas una cerveza conmigo en «The Dutch»? Cuando oigas las noticias que tengo, quizás empieces a pensar en otras cosas.
Viva, viva, aquí estamos nuevamente
Para aplaudir con toda nuestra fuerza...
El doctor Roseberry esperó impaciente que acabara el alboroto. Si tenían que hacer una reunión de fútbol, deseó que la celebraran en algún otro sitio donde no le molestaran a él y a su equipo. Y había otra cosa más: Cornell era tan barato que alojaban a sus atletas en el campus en vez de establecer otro cuartel general distante del alboroto estudiantil.
—Espera a que se callen, Bucky, y que me pueda oír los pensamientos.
Viva, viva, aquí estamos nuevamente
Para aplaudir a los rojiblancos
O cornell se volvía progresista o se podían encontrar otro director técnico, se dijo Roseberry. Ahora Tennessee, esa si que era una organización progresista. Ellos enviaban a su equipo a Miami Beach y no era nada extraño que Milankowitz hubiera ido allí por 35.000 dólares, rechazando los 40.000 ofrecidos por Chicago.
—Bien, Bucky, puedo volver a oír. ¿Qué tal si nos encontramos en «The Dutch» para un par de copas rápidas dentro de quince minutos?
La voz vino débil, sin ganas:
—Nada más que por media hora.
El doctor Roseberry subió a su convertible negro en el estacionamiento del equipo y condujo hasta la casa de la Fraternidad Delta Upsilon, en cuyo jardín había visto por primera vez a Buck jugando al fútbol. Allí, Young había hecho cosas para Delta gratuitamente, cosas que cualquier universidad del país hubiera considerado una bicoca por 50.000 dólares.
Eso había sucedido el otoño pasado y el equipo había ganado a duras penas el campeonato de fútbol de las fraternidades con 450 puntos contra los seis adversarios. Young había hecho 390 de los puntos y había dado los pases para otros 54; el resto del puntaje había corrido a cargo de un tal George Ward, cuyo nombre de alguna manera había quedado en la memoria de Roseberry junto con todas las demás estadísticas.
Pero Young había dicho firmemente, cuando Roseberry lo tanteó, que jugaba al fútbol para divertirse y que quería ser ingeniero. Hacía un año, cuando de lejos el equipo era lo más importante de la Liga del Este, cuando los ex alumnos de Yale y Penn aún no habían movilizado sus recursos económicos, Roseberry se podía permitir el lujo de divertirse con las preferencias de Young de seguir la carrera de ingeniería. Pero ahora nada era divertido, y Roseberry veía en Young casi su única posibilidad de mantener una PE-002 con la pésima economía futbolera de Cornell. Vendería un par de atacantes veteranos a Harvard, que compraría cualquier cosa que fuera barata, y utilizaría ese dinero para comprar los servicios de Young muy por debajo de su precio en el mercado libre.
«The Dutch», con sus paneles envejecidos por la condensación de alientos de generaciones de alcohólicos adolescentes, estaba repleto y ruidoso y en casi todas las manos estaba el trago de moda de esa temporada: Benedictine con gaseosa Pluto y una hojita de menta.
El doctor Roseberry fue aplaudido por los chicos, quienes levantaron sus copas en su honor cuando hizo su aparición. Él sonrió amablemente y, por dentro, se preguntó a sí mismo y a la Historia: «¿Que demonios tienen que hacer por mí estos bebés de ingenieros?» Se abrió paso entre el gentío que lo ovacionaba por razones nada claras, hasta un reservado en la penumbra, donde Purdy y McCloud, los atacantes que quería vender a Harvard, tomaban su ración cotidiana de cerveza; la ración que se permitía durante el tiempo de entrenamiento. Hablaban en voz baja y, cuando se les acercó el doctor Roseberry, ellos levantaron la mirada, pero no sonrieron.
—Buenas tardes, muchachos —dijo Roseberry, tomando asiento en el pequeño espacio que dejaba McCloud, y manteniendo la vista en la puerta por donde entraría en cualquier momento Buck Young.
Ellos saludaron con la cabeza y continuaron su conversación.
—No hay razón alguna —dijo McCloud— para que un hombre no juegue al fútbol universitario hasta los cuarenta años. Si se cuida... —McCloud tenía treinta y seis años.
—Seguro —dijo Purdy gravemente—, un hombre mayor tiene cierta madurez que no encuentra en los jugadores más jóvenes—. Purdy tenía treinta y siete.
—Mira a Moskowitz —dijo McCloud.
—Así es. Cuarenta y tres y aún fuerte como un toro. No hay razón para que no siga jugando hasta los cincuenta. No hay razón para que la mayoría de los hombres no puedan hacerlo.
—Apostaría a que si voy al Cuerpo podría formar un equipo para el campeonato de la Liga del Este con muchachos de más de cuarenta que la gente supone que están acabados.
—Planck —dijo Purdy—. Poznitsky.
—McCarren —dijo McCloud—. Mirro, Mellon. ¿No es así, Doc? —McCloud hizo la pregunta como por casualidad.
—Sí, supongo que sí. Lo espero. La clase de equipo con que tengo que trabajar.
—Ummm —comentó McCloud, bajó la vista a su cerveza, la terminó de un trago y miró como un sediento a Roseberry—. ¿Está bien si me tomo una segunda esta noche?
—Seguro... ¿por qué no? —dijo Roseberry—. Incluso la pago yo.
McCloud y Purdy parecieron deprimirse y ambos, pensándolo mejor, recapacitaron que sería mejor mantener el buen estado para la importante temporada que se avecinaba.
Roseberry no replicó a este juego torpe.
—Mejor que no les deis mucho a esos tragos —dijo un estudiante malintencionado, señalando las dos botellas de cerveza—. No si Cornell va a gobernar la Liga del Este; mejor que no, muchachos.
Purdy le echó una mirada furibunda y el joven retrocedió hasta esconderse en la multitud.
—En un momento quieren que uno se rompa las dos piernas y los brazos para poder decir lo duro que es Cornell; al momento siguiente pretenden que uno viva como un misionero maldito —dijo amargamente Purdy.
—Como en el Ejército —dijo McCloud.
El tema hizo recordar al doctor Roseberry la carta y el memorándum que había leído en el despacho y se tocó el bolsillo para cerciorarse de que aún estaban allí.
—Como en el Ejército —dijo Purdy—, pero sin pensión.
—Seguro, das los mejores años de tu vida a una universidad y ¿qué carajo hacen cuando has terminado? Te tiran al Cuerpo. Al diablo contigo, compañero.
—Fíjate en Kisko —dijo Purdy.
—Se murió por su querido Rutgers y ¿qué le dieron a su viuda?
—¡Nada! ¡Nada! Nada más que una mísera vivienda y una pensión del gobierno.
—¡Debiera haber ahorrado dinero! —dijo, impaciente, el doctor Roseberry—. Ganaba más que el presidente de la universidad. ¿Cómo puede ser que se quedara tan pobre? ¿Quién tuvo la culpa?
Purdy y McCloud se miraron sus manazas e hicieron chasquear los dedos. Ellos dos, en su mejor momento, habían ganado tanto como el finado Buddy Kisko, quien realmente había muerto por la universidad de Rutgers. Pero ellos dos tampoco tenían un céntimo ni lo tendrían ya; se habían construido mansiones lujosas en Cayuga Heights; se habían comprado autos nuevos cada seis meses; se habían vestido extravagantemente...
—Ésa es la cuestión —dijo quejándose McCloud—. Un atleta tiene que mantener las apariencias. Seguro, la gente piensa que los atletas ganan mucho, y lo ganan sobre el papel Pero la gente nunca se pone a pensar que tiene que mantener una fachada de mucho dinero.
Purdy se inclinó con excitación.
—¿Y para quién? —preguntó retóricamente—. ¿Para el atleta?
—¡Para Cornell! —dijo McCloud.
—¡Tienes toda la razón del mundo! —dijo Purdy, reclinándose, satisfecho.
Buck Young, alto, robusto, tímido, apareció en la puerta y paseó la mirada por el recinto. El doctor Roseberry se puso de pie y saludó con la mano.
—¡Bucky! ¡Muchacho!
—Doc.
De algún modo, Buck parecía avergonzarse de que se le viera en compañía del técnico y miró para ver si había algún reservado vacío. Se comportaba como si tuviera una cita con un traficante de drogas y, de cierta manera, pensó alegremente Roseberry, lo era.
—Buck, no voy a gastar la saliva porque no queda mucho tiempo. Esta oferta no seguirá abierta durante muchos días. Quizá mañana mismo ya no exista. Todo depende de los antiguos alumnos —mintió.
—Oh, ooh —murmuró Buck.
—Estoy listo a ofrecerte treinta mil dólares, Buck, seiscientos a la semana durante todo el año empezando a contar desde mañana. ¿Qué dices?
La nuez de Adán de Young se movió. Se aclaró la garganta.
—¿Cada semana? —preguntó en voz muy baja.
—Así es como te valoramos, chico. No te puedes vender barato.
—¿Y también podría estudiar? ¿Me daría tiempo libre para las clases y el estudio?
Roseberry frunció el entrecejo.
—Pues... existen unas normas muy terminantes al respecto. No puedes jugar al fútbol estudiantil y ser un estudiante al mismo tiempo. Eso se intentó en otros tiempos y sabes muy bien lo mal que fueron las cosas. Buck se pasó los fuertes dedos por el pelo.
—Pues, no sé... Eso es mucho dinero, pero mi familia tendrá una sorpresa grave y se desilusionará. Quiero decir...
—No te lo pido por mí, Buck. Piensa en tus compañeros. ¿Quieres que este año pierdan un partido?
—No —murmuró.
—Treinta y cinco mil dólares, Buck.
—Jesús, yo...
—He oído cada palabra de las que habéis dicho —dijo un joven pelirrojo; no bebía Benedictine con gaseosa Pluto sino una mezcla de whisky y agua; la puso sobre la mesa y tomó asiento al lado de Buck, frente al doctor Roseberry sin que nadie lo invitase; debajo de su camisa abierta tenía la camiseta roja de Meadows—. Oí todo —insistió, y puso, con gesto grave, la mano sobre el hombro de Buck—. Aquí estás ante una opción, muchacho. Tienes suerte. No le quedan muchas opciones a la gente. Nada más que calles de una sola dirección, con arrecifes a ambos lados.
—¿Quién diablos es usted? —preguntó, con irritación, el doctor Roseberry.
—Soy el doctor, doctor, sí, señor, el doctor Edmond L. Harrison, de Ithaca Works. Llámame Ed o págame cinco dólares.
—Dejemos a este borracho —dijo el doctor Roseberry.
Harrison dio un golpe en la mesa con el puño.
—¡Escuchadme! —apeló a Buck, taponándole la salida—. El eminente doctor Roseberry representa un camino y yo represento el opuesto. Yo soy tú, si tú continuas en lo mismo dentro de cinco años.
Tenía los ojos entrecerrados y al estilo de los borrachos benignos; parecía estar al borde de las lágrimas. Sentía fuertemente la compulsión de amar y ayudar a los demás.
—Si eres bueno —dijo— y si lo piensas bien, una pelvis fracturada en el campo de juego te dolerá menos que una vida de ingeniero y ejecutivo. En esa vida, créeme, los que piensan, los sensibles, aquellos que pueden reconocer el ridículo, mueren mil muertes.
El doctor Roseberry se apoyó en el respaldo y cruzo las manos sobre su barriga plana y dura. De haberlo pensado hubiera empleado a un actor profesional para que hiciera lo que el doctor Harrison hacía gratis.
—¿Qué quiere decir? —preguntó con esperanzas.
—El mejor hombre que conozco en Meadows...
—¿Meadows? —preguntó, incrédulo Buck.
—Meadows —dijo Harrison—, donde los hombres a la cabeza de la procesión de la civilización demuestran en privado que tienen diez años en el corazón y que no tienen la más vaga noción de lo que están haciendo en el mundo.
—¡Están abriendo nuevas puertas a la cabeza de la procesión! —dijo Buck con vehemencia, escandalizado por las palabras atrevidas, casi saboteadoras, y luchó contra ellas como buen ciudadano que era. Había aprendido la frase resonante de la apertura de puertas en el programa de orientación para los de primer año, en el cual el doctor Kroner había sido el orador principal.
—Cerrándolas a portazos ante las narices de todos —dijo Harrison—. Eso es lo que están haciendo.
—Baje la voz —advirtió el doctor Roseberry.
—No me importa —contestó estridentemente Harrison—, no después de lo que le hicieron allí al único adulto que había. Le dieron una puñalada por la espalda a Proteus; eso es lo que hicieron.
—Hace años que Proteus está muerto —dijo Buck, seguro ahora de que Harrison era un impostor.
—Su hijo, su hijo Paul —dijo Harrison—. Deja que te diga, muchacho: haz tu dinero en el campo de juego con sangre, sudor y músculos. En ello hay honor y gloria, un poco al menos, y jamás te detestarás. Pero mantente lejos de la cabeza de la procesión, donde te la darán en la cabeza si no puedes tragarte la sensibilidad de un montón de fábricas —aconsejó, intentando ponerse de pie, fallando y consiguiéndolo a la vez siguiente—. Y ahora, adiós.
—¿A dónde va? —preguntó el doctor Roseberry—. Quédese un rato, quédese un rato.
—¿A dónde voy? Primero a cerrar esa parte de Ithaca Works de la que soy responsable, y, luego, a una isla, quizá en una cabaña en los bosques del Norte, a una choza en las Everglades...
—¿Y qué va a hacer? —preguntó Buck, perplejo.
—¿Hacer? —dijo Harrison—. ¿Hacer? Ése es el asunto, muchacho. Se han cerrado todas las puertas. No hay nada que hacer salvo encontrar un seno apropiado para un adulto y meterse allí en cuatro patas. Uno sin máquinas me vendría muy bien.
—¿Qué tiene contra las máquinas? —preguntó Buck. —Son esclavas.
—Pues, ¡qué diablos! —dijo Buck—. Quiero decir, no son gente. No sufren. No les importa trabajar.
—No, pero compiten con la gente.
—Eso es algo bastante bueno, ¿no? Considerando el mal trabajo que puede hacer la gente...
—Cualquiera que compita con esclavos se transforma en un esclavo —dijo Harrison, cortante, y se retiró.
Un hombre moreno, vestido como un estudiante, pero de aspecto mucho mayor, puso en el mostrador su Benedictine con gaseosa Pluto sin tocar, estudió los rostros de Roseberry y Young, como memorizándolos, y siguió a Harrison.
—Vamos al recibidor, donde podemos hablar —dijo Roseberry, cuando empezó de nuevo el ciclo de canciones.
—¡Viva, viva, aquí estamos nuevamente! —gritaron las jóvenes voces, y Young y Roseberry salieron al recibidor.
—¿Pues bien? —dijo Roseberry.
—Yo...
—¿El doctor Roseberry, tengo entendido?
Roseberry miró al intruso, un caballero de bigotes color arena, con una camisa violeta haciendo juego con el adorno en el ojal, y un chaleco alegre en contraste con el traje oscuro.
—¿Sí?
—Me llamo Halyard, E. J., del Departamento de Estado. Y estos caballeros de aquí son el chah de Bratpuhr y su intérprete, Khachdrahr Miasma. Acabamos de salir de la casa del presidente y le he visto a usted por casualidad.
—Encantado —dijo Roseberry.
—Brahous brahouna, bouna saki —dijo el chah haciendo una leve reverencia.
Halyard se rió nerviosamente.
—Creo que mañana tenemos que hacer un pequeño negocio, ¿eh?
—Oh —dijo Roseberry—, se trata de usted. Para los finales de educación física.
—Así es, así. Hace dos semanas que no toco un cigarrillo. ¿Llevará mucho tiempo?
—No, no creo. En quince minutos todo estará listo.
—Oh, ¿en tan poco tiempo? Bien, bien. —Las zapatillas de tenis y los calzoncillos que había comprado esa tarde no llegarían a gastarse mucho.
—Oh, perdón, caballeros —dijo Roseberry—. Éste es Buck Young. Por ahora, un joven estudiante.
—¿Lakki-ti takaru? —preguntó el chah a Buck.
—¿Le gusta estar aquí? —tradujo Khachdrahr.
—Sí, señor. Mucho, señor, su señoría...
—Muy diferente de mis tiempos —dijo Halyard—. Por Dios, nosotros nos teníamos que levantar temprano cada día, subir la colina, fuera cual fuese el estado del tiempo, y sentarnos allí y escuchar algunas de las clases más aburridas que os podáis imaginar. Y, por supuesto, algún pobre tipo se ponía delante y nos hablaba cada día de la semana, y lo más seguro era que no fuera ningún orador o, al menos, ningún animador.
—Sí, señor, los actores profesionales y los circuitos de televisión son un gran adelanto —dijo Buck.
—¡Y los exámenes! —dijo Halyard—. Es muy bueno, ¿saben?, eso de apretar un botón para las respuestas y saber de inmediato si uno se ha equivocado o no. Muchacho, créeme, nosotros teníamos que escribir hasta que se nos caían los brazos, y luego esperábamos semanas para ver si habíamos pasado. Y muchas veces cometían errores graves en la clasificación.
—Si, señor —dijo Buck amablemente.
—Pues mañana veré a uno de sus asistentes, ¿no? —dijo Halyard a Roseberry.
—Pienso tomarle personalmente el examen —dijo Rosemberry.
—Bueno, supongo que es un honor. Justo a comienzo de la temporada.
—Seguro —dijo Roseberry; metió la mano en el bolsillo del chaleco y sacó la carta y el memorándum; le pasó la carta a Halyard—. Aquí hay algo que usted debiera leer antes de venir.
—Muchas gracias. —Halyard la cogió, suponiendo que era una lista de las cosas que tendría que hacer. Sonrió con simpatía a Roseberry, quien había dado la impresión de que el examen de Halyard sería extremadamente corto y fácil. Nada más que quince minutos, había dicho. Eso sería suficiente.
Halyard echó un vistazo a la carta y al principio no se pudo imaginar de qué se trataba. Estaba dirigida al presidente de Cornell, el doctor Albert Herpers, no a él, Además, la fecha indicaba que era de hacía cinco años.
«Estimado doctor Herpers:
»Tuve ocasión de ver a los miembros del equipo rojiblanco después del partido contra Pennsylvania esta última Pascua y debo decir que estoy avergonzado de reconocer ante nadie que yo haya pisado jamás la región de Ithaca.
»Estaba cenando en el "Club de Cibernética" después del partido cuando el equipo, dirigido por este nuevo entrenador, el doctor Roseberry, hizo su aparición en masa...»
La carta continuaba describiendo la bacanal que se había llevado a cabo, con particular énfasis en las vulgaridades del comportamiento de Roseberry:
«Pues todos ellos mostraban lo que yo, quizás a mi manera anticuada, considero sagrado: la gran C del equipo rojiblanco...
»En vista de esto, doctor Herpers, me siento obligado a señalar, como fiel ex alumno, que ese doctor Roseberry, en su primer año con el gran equipo, ha tenido un comienzo muy pobre. En tan breve tiempo no tengo la menor duda de que la baja sorprendente de la moral del equipo ha dado peor nombre a la que un día, orgulloso, proclamé como mi Alma Mater, que toda una vida de victorias deportivas...
»Es mi deseo ferviente que se obligue al doctor Roseberry a renunciar de inmediato, o que, en caso de que esto sea imposible, que los indignados ex alumnos lo vendan a alguna escuela de última categoría al instante.
»Con este fin, he enviado copias de esta carta al secretario de ex alumnos, a cada uno de los locales de ex alumnos, a los apoderados de la Universidad y al secretario de Deportes en Washington, D. C.
»Muy atte.
»Doctor Ewing J. Halyard.»
—Oh —dijo Halyard, desaparecido su aplomo y súbitamente ridículo en su ropa que un minuto antes había sido elegante—. Usted leyó esto, ¿no?
—El doctor Herpers pensó que me resultaría interesante.
Una sonrisa enfermiza enmarcó los dientes blancos de Halyard.
—De esto hace mucho tiempo, ¿no, doctor? Parece que hubiera sido hace cien años.
—Como si fuera ayer.
—Ja, ja, mucha agua por debajo del puente desde ese tiempo, ¿eh?
El chah miró inquisitivamente a Khachdrahr para que le explicara por qué Halyard había empalidecido tanto y de forma tan repentina. Khachdrahr se encogió de hombros.
—Mucha agua en la represa —dijo Buck Young, llenando el vacío tétrico de silencio—. Y bajo el puente.
—Sí, así es —dijo vacuamente Halyard—. Bueno, será mejor que nos vayamos. Le veré por la mañana.
—No me lo perdería por nada del mundo.
El doctor Roseberry se dirigió a Buck Young mientras Halyard, con rostro sombrío, llevaba al chah y Khachdrahr a la noche de Ithaca. El chah estornudaba con violencia.
—Pues, chico —preguntó Roseberry—, ¿qué dices a treinta y cinco mil dólares? ¿Sí o no?
—Yo...
—Treinta y seis.
—Sí —susurró Buck—. Diablos, sí.
Cuando los dos regresaron a «The Dutch» a celebrar el trato, Purdy y McCloud aún hablaban tristemente en su rincón oscuro.
—Seguro —decía Purdy—. No es fácil trabajar con Roseberry, pero gracias a Dios que no estás en Harvard.
McCloud asintió.
—Sí, trabajas allí y no te dejan vestir más que trajes grises en invierno y chaquetas blancas en verano.
Ambos se estremecieron y furtivamente volvieron a llenarse las copas de un medio cajón escondido bajo la mesa.
—Sin hombreras —comentó Purdy.
29
El doctor Paul Proteus sólo soñaba cosas agradables bajo los efectos de la benigna droga, y hablaba simultáneamente sobre cualquier tema que le sugirieran. La conversación que sostenía, las respuestas que daba sin reflexionar, pero diciendo la verdad, se sucedían como hechas por una persona que hubiera sido empleada para representarlo, mientras Paul prestaba su atención a las fantasías forjadas dentro de la intimidad de sus ojos cerrados.
—¿Realmente te expulsaron o fue una simulación? —dijo la voz.
—Una simulación. Debería entrar en la Sociedad de las Camisas Fantasmales y averiguar sus planes. Pero yo renuncié, y ellos todavía no se han enterado —murmuró Paul.
Y en su sueño, Paul bailaba con fuerza, con gracia, al ritmo extraño de la Suite del edificio 58.
—¡Furrrzzz-ou-ou-ou-ou-ou-ak! ¡Ting! —resonó el grupo tres de tornos, y Paul saltó y dio vueltas entre las máquinas, mientras, rosada entre las máquinas grises en medio del edificio, Anita yacía provocativa en un nido irisado de cables de mando. Su participación en el baile requería que se quedase allí echada e inmóvil, mientras Paul se acercaba y retiraba, se acercaba y retiraba en una acción frenética y errática.
—¿Por qué renuncias?
—Hastiado de mi trabajo.
—¿Porque lo que hacías era moralmente corrupto? —sugirió la voz.
—Porque no llevaba a ningún sitio. Porque no llevaba a nadie a ningún sitio.
—¿Porque era algo malo? —insistió la voz.
—Porque era absurdo —dijo el representante de Paul cuando Kroner se sumó al ballet, pesado, terreno, con una marcha metódica al ritmo de las voces de la prensa del sótano.
—¡Au-grump! ¡Au-grump! Tonka-tonka. ¡Au-grump! Ton-ka-tonka...
Kroner miró amorosamente a Paul, lo agarró cuando pasó saltando y lo llevó con un abrazo de oso en dirección de Anita. Paul se liberó al instante y volvió a salir saltando, dejando a Kroner con lágrimas en los ojos, instando a Anita a que lo siguiera afuera.
—Entonces, ¿ahora estás en contra de la Organización?
—Ahora no estoy con ellos.
Shepherd, torpe pero enérgicamente, salió del sótano y entró en el creciente espectáculo, eligiendo como tema las voces roncas de las soldadoras:
—¡Vaaaaaaa-zuzip! ¡Vaaaaaaa-zuzip!
Shepherd marcaba el ritmo con el pie y observaba los giros de Paul, y otro rechazo de Kroner en sus esfuerzos por engatusar a Anita y sacarla de su nido entre las máquinas. Shepherd observaba, perplejo y desdeñoso, y se acercó directamente a Kroner y Anita. Los tres se sentaron en el nido de cables y juntos siguieron los movimientos de Paul con ojos atónitos y censores.
Súbitamente se abrió una ventana frente a la que estaba pasando Paul a saltos, y la cara de Finnerty apareció en la abertura.
—¡Paul!
—¿Sí, Ed?
—¡Ahora estás de nuestro lado!
La Suite del edificio 58 se detuvo abruptamente y cayó un negro telón entre Paul y el resto del elenco, menos Finnerty.
—¿Ummmm? —murmuró Paul.
—Estás de nuestro lado —dijo Finnerty.
Ahora a Paul le dolía la cabeza y tenía los labios resecos. Abrió los ojos y vio el rostro de Finnerty, obeso, caricaturizado por la proximidad.
—¿Con quién? ¿Quién?
—Con la Sociedad de las Camisas Fantasmales, Paul.
—Oh, ésos. ¿Qué pretenden, Ed? —preguntó mareado. Estaba echado en un colchón, en una cámara cuyo aire era quieto y húmedo, denso con la sensación de una masa muerta que presionaba desde arriba—. ¿Qué buscan, Ed?
—La forma de restituir el mundo al pueblo.
—Sin la menor duda —dijo Paul, tratando de asentir con la cabeza; sus músculos apenas estaban conectados a su voluntad; y su voluntad, a la vez, era algo borroso sin fuerzas—. El pueblo debe recuperarlo.
—Y tú vas a ayudar.
—Así es —murmuró Paul. Se sentía de un humor sumamente tolerante, lleno de admiración y buenos deseos por cualquiera con convicciones y alegremente hors de combat por la influencia de la droga. Obviamente, no se podía esperar que hiciera nada. Y Finnerty volvió a desaparecer y Paul volvió a bailar en el Edificio 58, a bailar sólo Dios sabe qué, dudando de que hubiera una audiencia que pudiera apreciar sus esfuerzos.
—¿Qué piensas? —preguntó Finnerty.
—Lo hará bien —oyó que decía otra voz, y reconoció la voz de Lasher.
—¿Quiénes son ésos de las Camisas Fantasmales? —preguntó Paul, con un susurro entre sus labios irritados.
—A fines del siglo xix —dijo Lasher—, un nuevo movimiento religioso sobrecogió a los indios de este país, doctor —dijo Lasher.
—La Danza Fantasmal, Paul —dijo Finnerty.
—El hombre blanco había roto su promesa a los indios, les mataron casi todos los animales, les arrebataron sus tierras, y castigaban a los indios cada vez que oponían alguna resistencia —dijo Lasher.
—Pobres indios —murmuró Paul.
—Esto es en serio —dijo Finnerty—. Escucha lo que te está contando.
—Habiendo desaparecido los rebaños de búfalos, la tierra y la capacidad de defenderse —dijo Lasher—, los indios descubrieron que las cosas de que en otro tiempo se habían sentido orgullosos, todas las cosas a las que habían dado importancia, a las que debían su prestigio; todas las formas con que habían justificado su existencia... estaban terminadas o a punto de estarlo. Los grandes cazadores no tenían qué cazar. Los grandes guerreros no regresaban después de cargar contra el fuego de las armas de repetición. Los grandes jefes sólo podían llevar a su pueblo a la muerte en ataques desesperados, o a la profundidad de territorios desolados. Los grandes hechiceros ya no podían demostrar que las viejas creencias religiosas eran el camino a la victoria y la abundancia.
Paul, sensibilizado por la droga, se sintió profundamente preocupado por las desgracias de los pieles rojas.
—¡Qué barbaridad!
—Para los indios el mundo había cambiado radicalmente —dijo Lasher—. Se había convertido en el mundo del hombre blanco, y las costumbres de los indios en ese mundo no tenían razón de ser. Era imposible mantener los valores de los indios en un mundo que había cambiado. Lo único que podían hacer era transformarse en sirvientes de los hombres blancos.
—O podían presentar una última batalla por los viejos valores —dijo Finnerty con entusiasmo.
—Y la religión de la Danza Fantasmal —dijo Lasher— fue esa última defensa desesperada de los viejos valores. Aparecieron los hombres mesiánicos, como siempre están listos a hacerlo, a predicar la magia que salvaría la caza, los viejos valores, las antiguas razones de ser. Hubo nuevos ritos y nuevas canciones y se supuso que su magia destruiría al hombre blanco. Y algunas de las tribus más guerreras, a las que aún les quedaba algo del espíritu de lucha, agregaron su propio elemento: las Camisas Fantasmales.
—Oh, oh —dijo Paul.
—Iban a entrar en batalla por última vez —dijo Lasher—, con atuendos mágicos a los que no podrían atravesar las balas de los blancos.
—¡Luke! ¡Luke! —llamó Finnerty—. Deja el mimeógrafo un momento y ven aquí.
Paul oyó los pasos que resonaban por el suelo húmedo. Abrió los ojos para ver a Luke Lubbock, cuyas facciones graves expresaban el estoicismo trágico de una piel roja desposeído, de pie al lado de la cama, vestido con una camisa blanca de bordes imitando el ante y decorada con truenos y búfalos estilizados bordados en la tela con brillantes pedacitos de alambre aislante.
—Ug —dijo Paul.
—Ug —dijo Luke, sin vacilar, muy en su papel.
—Esto no es una broma, Paul —dijo Finnerty.
—Todo es una broma hasta que acaba el efecto de la droga —dijo Lasher.
—¿Piensa Luke que es a prueba de balas? —preguntó Paul.
—¡Es el simbolismo lo que importa! —exclamó Finnerty—. ¿Aún no te das cuenta?
—Supongo —dijo Paul, amable y soñoliento— que es así. Seguro.
—¿Cuál es el simbolismo? —preguntó Finnerty.
—Luke Lubbok quiere que le devuelvan sus búfalos.
—Oh, Paul, vamos. Termina con eso —dijo Finnerty.
—Muy bien, muy bien.
—¿No lo ve, doctor? —preguntó Lasher—. Las máquinas son prácticamente todo lo que los blancos representaban para los indios. La gente está descubriendo que, debido a cómo las máquinas están cambiando al mundo, sus antiguos valores cada vez tienen menos aplicación. La gente sólo tiene la posibilidad de convertirse en máquinas de segunda categoría o sirvientes de las máquinas.
—Que Dios nos ayude —dijo Paul—. Pero, no sé, este asunto de las Camisas Fantasmales... es un poco infantil, ¿verdad? Vestirse de ese modo y...
—Infantil como las Camisas Pardas de Hitler, como las Camisas Negras de Mussolini. Infantil como cualquier uniforme —dijo Lasher—. No negamos que sea infantil. Al mismo tiempo, reconocemos que tenemos que ser un poco infantiles si queremos conseguir todos los simpatizantes que necesitamos.
—Espera a que participes en una reunión —dijo Finnerty—. Son como sacadas de Alicia en el país de las maravillas, Paul.
—Todas las reuniones lo son —dijo Lasher—. Pero, por una magia que escapa a mi comprensión, las reuniones consiguen que se hagan las cosas. Yo bien podría utilizar un poco más de dignidad y madurez en nuestras operaciones, porque por esas cosas estamos luchando. Pero antes que nada debemos luchar, y la lucha, necesariamente es poco digna e inmadura.
—¿La lucha? —preguntó Paul.
—La lucha —dijo Lasher—. Y hay esperanzas de presentar una buena batalla. Este asunto de que se reemplace un conjunto de valores por otro nuevo es algo que ha sucedido a menudo en el curso de la Historia...
—Entre los indios y los judíos y muchos otros pueblos que han sido sojuzgados por intrusos —dijo Finnerty.
—Sí, ha sucedido con la suficiente frecuencia como para que podamos tener una idea bastante cierta de lo que puede pasar esta vez —dijo Lasher, e hizo una pausa—. De lo que podemos lograr que pase...
—Hasta luego, Luke —dijo Finnerty.
—Sí, señor.
—Paul, ¿estás escuchando? —dijo Finnerty.
—Sí. Es interesante.
—Muy bien —dijo Lasher en voz baja—. En el pasado, en una situación como ésta, si los personajes mesiánicos hacían su aparición con mensajes dramáticos y creíbles, a menudo ponían en funcionamiento poderosas revoluciones físicas y espirituales cuando se enfrentaban con circunstancias terribles. Si un Mesías aparece con un mensaje bueno, sólido y sorprendente, y si se puede mantener lejos de las manos de la policía, puede organizar una revolución; quizás una lo suficientemente grande como para rescatar al mundo de las máquinas, doctor, y devolvérselo a la mente.
—Y tú, Ed, eres justamente el muchacho indicado para hacerlo —dijo Paul.
—Eso es lo que yo también pensaba —dijo Lasher— al principio. Luego me di cuenta de que podríamos empezar mucho mejor con un nombre que ya fuera ampliamente conocido.
—¿Toro Sentado? —preguntó Paul.
—Proteus —dijo Lasher.
—No tienes que hacer otra cosa que no dejarte ver —dijo Finnerty—. Todo lo haremos por ti.
—Lo estamos haciendo —dijo Lasher.
—Por lo tanto, ahora descansa —dijo amablemente Finnerty—. Cuida tus fuerzas.
—Yo...
—Tú no tienes importancia —dijo Finnerty—. Ya perteneces a la Historia.
Se cerró una pesada puerta y Paul supo que volvía a estar solo y que la Historia, en algún sitio del otro lado de esa puerta, sólo le dejaría pasar cuando fuera bueno y estuviera preparado.
30
La Historia, personificada en ese momento en la vida del doctor Paul Proteus por obra y gracia de Ed Finnerty y el reverendo James L. Lasher, le permitió a Paul traspasar la puerta de su celda, en un viejo refugio antiaéreo de Ilium, sólo a fin de poder eliminar los desechos de su continua vida como animal. Otras señales de que estaba con vida: gritos, protestas, exigencias, profanidades, estaban por debajo de la atención de la Historia hasta que llegara la hora adecuada, que fue cuando se abrió la puerta y Ed Finnerty escoltó a Paul a su primera reunión de la Sociedad de las Camisas Fantasmales.
Cuando Paul entró en la sala de reuniones, otra parte del sistema de refugios antiaéreos, todo el mundo se puso en pie: Lasher, en la cabecera de la mesa, Bud Calhoun, Katharine Finch, Luke Lubbock, el granjero de Paul, señor Haycox, y un grupo de otras personas cuyos nombres Paul desconocía.
No era un grupo muy brillante de conspiradores tomado en su conjunto, pero sí lo componían personas decididas y seguras de su verdad. Paul supuso que Lasher y Finnerty habían formado el grupo sobre la base de su disponibilidad y confianza más que en el talento, empezando, al parecer, por algunos de los más brillantes parroquianos del bar al final del puente. Si bien este grupo estaba compuesto por una mayoría de habitantes de Ilium, Paul se enteró de que había representantes de cada región del país.
En medio de la mediocridad general había unos hombres desperdigados que irradiaban eficacia e, incidentalmente prosperidad; quienes, al igual que Paul, aparecían en el acto de desertar de un sistema que, por cierto, les había tratado muy bien.
Cuando Paul estudió esas excepciones interesantes, vio a uno de los miembros más veteranos y se sorprendió al encontrar un rostro conocido: el del profesor Ludwig von Neumann, un anciano flaco y desordenado que había enseñado ciencia política en el Union College de Schenectady hasta que fuera derrumbado el edificio de Ciencias Sociales para dejar espacio al nuevo Laboratorio de Energía y Calor. Paul y Von Neumann se habían conocido un poco como miembros de la Sociedad Histórica de Ilium, antes de que fuera derrumbado el edificio de la Sociedad Histórica para dejar lugar al nuevo reactor atómico de Ilium.
—Aquí está —dijo Finnerty con orgullo.
A Paul se le brindó un amable aplauso. Las expresiones de los que aplaudieron fueron un tanto frías, dando a entender a Paul que nunca podría ser realmente un miembro completo de la empresa, porque no había estado con ellos desde el principio.
Las únicas excepciones a esta afectación fueron Katharine Finch, la ex secretaria de Paul, y Bud Calhoun; ellos parecieron amables e iguales, como si estuvieran tomando un refrigerio en el despacho de Paul en los viejos tiempos. Paul reflexionó que Bud podía evolucionar de situación en situación bajo la atmósfera protectora de su imaginación, mientras que Katharine estaba igualmente protegida por su adoración a Bud.
La formalidad de la reunión, la decisión en los rostros, hicieron que Paul se mantuviera en calma por el momento. Le ofrecieron la silla a la izquierda de Lasher, y Finnerty tomó asiento a la derecha del mismo.
Cuando Paul se sentó, vio que únicamente Luke Lubbock tenía puesta una «camisa fantasmal» y supuso que Luke no podía hacer nada sin alguna clase de uniforme.
—Se levanta la sesión de la Sociedad de las Camisas fantasmales —anunció Lasher.
Paul, con una pizca de fantasía inspirada por la droga que todavía seguía en su sistema circulatorio, había esperado una demostración de fraternal alboroto, lleno de palabras casi indias. En cambio, a excepción de la camisa de Luke Lubbock, la reunión pertenecía en mucho al presente, un presente realista y sórdido, un presente rabioso.
Por tanto, la Sociedad de las Camisas Fantasmales simplemente era un título dramático y conveniente para un grupo de hombres de negocios, un título cuyas raíces históricas tenían interés, principalmente para Lasher y su discípulo Finnerty, que se divertían con comentarios elaborados sobre la actual situación insufrible. Para el resto, los simples comentarios, los especiales resentimientos personales eran razones suficientes para unirse a cualquier cosa que prometiera un cambio para bien. Que prometiera un cambio para bien, pensó Paul, pero agregó, después de haber mirado algunos de los ojos, que prometiera alguna excitación para el cambio.
Paul no se pudo imaginar lo que estaba haciendo allí Bud Calhoun, porque no tenía el menor interés en la acción política y carecía de capacidad de resentimiento. Como Bud solía decir de sí mismo: «Lo único que quiero es tiempo y equipo para jugar, y me quedo más contento que un cerdo en el chiquero.»
—Empezaremos por usted, Z-11 —dijo Lasher, mirando a Katharine.
Había ojeras bajo los ojos amables y asombrados, y pareció sorprenderse cuando Lasher la nombró, como si Lasher, la reunión, la cámara subterránea, se hubieran aparecido de improviso en su mundo limpio y adolescente.
—Oh —dijo, y hojeó los papeles que tenía delante—. Ahora contamos con setecientas cincuenta y ocho «camisas fantasmales». Nuestra cuota para ahora era de mil —dijo afligida—, pero la señora Fishbein...
—¡Nada de nombres! —gritaron con severidad varios miembros.
—Lo siento —se ruborizó y volvió a sus papeles—... X-229 tuvo un ataque de cataratas y tuvo que abandonar el trabajo de diseño. Estará bien en seis semanas y podrá volver al trabajo. Asimismo, hay carestía de alambre rojo.
—¡A-12! —llamó Lasher.
—Sí, señor —dijo un hombre moreno, y Paul lo reconoció cómo a uno de los guardianes de seguridad de Ilium Works, ahora sin uniforme. El hombre sonrió humildemente a Paul. A-12 tomó nota de la falta de alambre rojo.
—Las camisas que están terminadas ya han sido empaquetadas, listas para el envío —dijo Katharine.
—Muy bien —dijo Lasher—. G-17, ¿tiene algún informe?
Bud Calhoun sonrió, se recostó en el respaldo y se frotó las manos.
—Todo está funcionando bien. Tengo listos dos modelos para hacer una prueba en casa de L-56 una noche oscura.
—¿Romperán las cercas sin problema? —preguntó Lasher.
—Como si nada —dijo Bud— y sin hacer sonar las alarmas.
—¿A quién le importa si no suenan las alarmas? —dijo Finnerty—. De cualquier modo, todo el país va a estar alborotado.
—Sólo lo mencioné —dijo Bud—. Asimismo, tengo una idea para un truco que pondrá energía en el sistema telefónico, de modo que los guardias se caerán del susto cuando traten de llamar pidiendo ayuda —se rió alegremente.
—Pensé que íbamos a cortar las líneas telefónicas.
—También se puede hacer, supongo —dijo Bud.
—Lo que queremos de usted —dijo Lasher— es un diseño para un vehículo barato, armado y bien práctico, que pase las cercas de la planta, algo que la gente en todo el país deberá poder hacer de prisa; algo hecho de coches viejos y láminas de metal.
—Diablos, ya lo tenemos —dijo Bud—. Lo que ahora pienso es cómo los podremos engañar realmente.
—Hábleme de eso después de la reunión —dijo Lasher.
Bud, por un momento, pareció un tanto descontento y luego empezó a dibujar en un papel. Paul vio que dibujaba un coche armado al que le agregaba antenas, un radar, espolones, un ariete y otros instrumentos de terrible carnicería. Sus ojos se encontraron con los de Paul y lo saludó con la cabeza.
—Un problema muy interesante —susurró.
—Adelante —dijo Lasher—. Reclutamiento. D-71, ¿tiene algo para nosotros?
—Está en Pittsburgh —dijo Finnerty.
—Eso es —dijo Lasher—, me olvidé. Viendo lo que puede hacer con los Alces de allí.
Luke Lubbock se aclaró la garganta varias veces y hojeó unos papeles.
—Señor, él me pidió que le entregara este informe.
—Adelante.
—Tenemos un hombre en cada centro de los Parmesanos Reales. Un total de cincuenta y siete centros.
—¿De confianza? —preguntó alguien.
—Se puede confiar en D-71 —dijo Lasher—. Cualquiera que reclute él o sus muchachos pasa por el mismo tratamiento que ustedes: la copa, luego el interrogatorio con pentotato sódico.
—Muy bien —dijo el que preguntó—. Sólo quería asegurarme de que nadie hacía las cosas mal a esta altura de las cosas.
—Podemos estar tranquilos —murmuró Finnerty, muy severo.
—¿Él también? —insistió el preguntón, y señaló a Paul.
—Él especialmente —dijo Lasher—. Sabemos cosas de Proteus que él estaría sorprendido de saber.
—Nada de nombres —dijo Paul.
Todos se rieron. Apareció una pizca de humor que rompió la tensión.
—¿Qué es tan gracioso?
—Usted es el nombre.
—Un momento, esperen...
—¿De qué te preocupas? No tienes que hacer nada —dijo Finnerty—. ¡Qué oportunidad, Paul! Cómo nos gustaría a nosotros poder servir a la causa con sólo estar aquí sentados, lejos de la policía, sin responsabilidades, sin correr riesgos...
—Realmente es muy agradable —dijo Paul—, pero no lo suficiente. Yo me retiro. Lo siento.
—Te matarán, Paul —dijo Finnerty.
—Tú lo matarías si se te ordenara —dijo Lasher.
Finnerty asintió.
—Tiene razón, Paul. Lo haría. Tendría que hacerlo.
Paul se recostó en su silla. Se dio cuenta de que ni siquiera estaba realmente escandalizado por las alternativas de vida o muerte que le acababan de presentar. Era una propuesta tan clara, tan diferente a todas las que había encontrado antes... Aquí estaban hombres blancos y negros, honestos y sanos, no como los sucedáneos que había tenido que probar cuando estaba en la industria. Formularlo de esa manera: Hazlo como te decimos o mueres, tuvo el mismo efecto liberador de la droga de hacía unas horas. No podía tomar sus propias decisiones, por razones que cualquiera podía comprender.
Entonces Paul se apoyó en el respaldo de su asiento y empezó a interesarse realmente en lo que pasaba.
Luke Lubbock terminó de leer el informe de D-71 sobre el reclutamiento en las logias del país. El objetivo de tener al menos dos miembros influyentes de la Sociedad de las Camisas Fantasmales en cada organización social importante de cada ciudad industrial de importancia estaba alcanzado en un sesenta por ciento.
—S-1, ¿qué tiene que decir usted? —preguntó Lasher.
—Estamos haciendo correr el rumor de quién es el jefe —dijo Finnerty—. Llevará unos cuantos días saber qué efecto tiene.
—No veo cómo no puede tener un buen efecto —dijo Lasher.
—El reclutamiento debiera empezar ahora en la ciudad —dijo Finnerty.
—¿Qué pasa con ese bicho amante de la televisión? —preguntó el guardia de seguridad de Works—. ¿No iba a intentar reclutarlo usted mismo?
—¿Alf Tucci? —dijo Finnerty.
—¡Nada de nombres!
—Decid cuantas veces queráis ese nombre —dijo amargamente Lasher—. No es de los nuestros.
—Es verdad —dijo Finnerty—. No es de nadie y jamás lo será. Nunca se hizo miembro de nada; su padre nunca fue miembro de nada y su abuelo hizo lo mismo y, si alguna vez tiene un hijo, él tampoco será miembro de nada.
—¿Por qué razón? —preguntó Paul.
—Dice que lo único que puede hacer es averiguar lo que él representa sin tratar de representar además a otras mil personas —dijo Finnerty.
—¿Se haría miembro si se cumpliera alguna condición? —preguntó el hombre que se había mostrado preocupado acerca de los métodos de reclutamiento.
—La condición —dijo Finnerty— sería que todos y cada uno pensase y fuera exactamente como Alfy Tucci.
Lasher sonrió tristemente.
—El gran individualista norteamericano —dijo—. Piensa que es la encarnación del pensamiento liberal a través del tiempo. Se queda solo, por Dios, e inmóvil. Haría un buen poste de la luz si aguantara las temperaturas y no tuviera que comer. Pues bien, ¿en qué estábamos?
—¿Ya tenemos una fecha? —preguntó amablemente Haycox.
—Tendremos la fecha dos días antes de que suceda. ¡Y no antes de eso! —dijo Lasher.
—¿Podría hacer una pregunta? —dijo Paul.
—No sé por qué no. Aún no he logrado hacer callar a nadie.
—En general, ¿qué va a suceder en esa fecha?
—Se habrá convocado a una reunión en cada centro de cada organización importante del país, aparte de los ejecutivos e ingenieros. En las reuniones, nuestra gente, todos hombres importantes en cada organización, anunciarán a los demás miembros que en todo el país la gente está marchando en las calles para destruir las fábricas automáticas y devolver Norteamérica al pueblo. Luego se pondrán sus «camisas fantasmales» y guiarán a quienes les sigan, empezando con alguna que otra gente nuestra que estará rondando en las inmediaciones.
»Aquí somos el cuartel general, pero el movimiento está muy descentralizado, con gente local y regional responsable por sus zonas. Les prestamos ayuda en materia de organización y reclutamiento, o de objetivos y tácticas, pero el día principal la gente local en gran parte tendrá que valerse por sí misma. Nos gustaría contar con una organización más grande y centralizada. Pero eso nos dejaría muy al descubierto con la policía. Tal como ahora están las cosas, la policía no sabe quiénes somos y lo que tenemos. Sobre el papel, no damos la sensación de ser algo importante. Pero, en realidad, con nuestra gente bien ubicada, tenemos un potencial tremendo en compañeros de ruta.
—¿Cuántos piensa que les seguirán? —preguntó Paul.
—Tanta gente como enfermos de tedio o fastidiados hasta sentirse morir —respondió Lasher.
—Todos —dijo Finnerty.
—¿Y entonces qué? —dijo Paul.
—¡Y entonces volveremos a los valores básicos, a las virtudes esenciales! —dijo Finnerty—. Los hombres harán el trabajo de los hombres, las mujeres harán el trabajo de las mujeres. La gente pensará por sí misma.
—Lo que me recuerda algo —dijo Lasher—. ¿Quién hará el trabajo en EPICAC?
—Lo único que oí decir a D-17 fue que lo harían entre los Alces y los Alces Americanos de Roswell —dijo Luke Lubbock.
—Que ambos lo hagan —dijo Lasher—. G-17, ¿alguna idea brillante sobre cómo liquidar al EPICAC?
—La mejor idea —dijo Bud— sería plantar una bomba en las máquinas de Coca-Cola. Tienen una en cada cámara. De esa manera, lo liquidamos todo y no una sola parte —sus manos elaboraban con el aire, modelando una trampa para las máquinas de Coca-Cola—. ¿Veis? Tomáis una botella pequeñita, la llenáis hasta el tope de nitroglicerina. Luego le ponemos un poco de...
—Muy bien. Haga un esquema y se lo entrega a D-17 para que él se lo haga llegar a la gente apropiada.
—Y entonces... ¡booooom! —dijo Bud, golpeando la mesa con el puño.
—Estupendo —dijo Lasher—. ¿Alguien más tiene algo que decir?
—¿Y el Ejército? —preguntó Paul—. ¿Qué pasa si son llamados a que salgan...?
—Ambos bandos tendrían que arrojar la toalla si alguien es lo suficientemente demente como para entregarles rifles y municiones de verdad —dijo Lasher—. Por fortuna, pienso que ambos bandos lo ven claro.
—¿Cuál es nuestra posición ahora? —dijo el hombre más nervioso.
—Ni mala ni buena —dijo Lasher—. En este momento podríamos hacer una buena demostración de fuerza si nos viéramos obligados a hacerlo. Pero si tenemos dos meses más, les daremos una verdadera sorpresa. Pues bien, terminemos con esta reunión para poder volver al trabajo. ¿Transporte?
Y continuaron todos los informes: transportes, comunicaciones, seguridad, finanzas, fuentes de ingresos, tácticas...
Paul se sintió como si hubiera visto cómo raspaban la superficie limpia y pareja y le mostraran los túneles y las finas membranas de una metrópoli de termitas.
—¿Información pública? —dijo Lasher.
—Hemos enviado cartas de aviso a todos los burócratas, ingenieros y ejecutivos con una clasificación inferior a cien —dijo el profesor Von Neumann—. Copias a los servicios de noticias, las redes radiofónicas y televisivas.
—Una carta excelente —dijo Finnerty.
—¿Vosotros la queréis oír? —preguntó Von Neumann.
Alrededor de la mesa hubo gestos de asentimiento.
El profesor leyó:
«Conciudadanos:
»De forma manifiesta, en esto estamos unidos. Pero ustedes, más que nadie, recientemente han hablado en términos laudatorios del progreso; han hablado muy bien de los bienes conseguidos por medio de grandes y continuos cambios materiales.
»Ustedes, los ingenieros, ejecutivos y burócratas, casi únicos entre los hombres de más elevada inteligencia, han continuado creyendo que la condición humana mejora en proporción directa a la energía y a los medios de utilizar de esa energía que están al alcance del hombre. Creyeron eso durante las tres guerras más horripilantes de la Historia; lo que representa una monumental demostración de fe.
»Que ahora continúen creyéndolo, en el más mortífero tiempo de paz de la Historia, es, cuando menos, perturbador a los ojos de los menos dotados, y es directamente aterrador a los ojos de los más lúcidos.
»El hombre ha sobrevivido a Armageddon a fin de entrar en el Paraíso de eterna paz sólo para descubrir que todo lo que ha deseado disfrutar: el orgullo, la dignidad, el respeto de sí mismo, el trabajo valioso, ha sido condenado como impropio para el consumo humano.
»Una vez más déjenme decirles que en esto estamos todos unidos, ya que lo que percibimos como razones buenas y simples han cambiado nuestras mentalidades acerca del derecho divino de las máquinas, la eficiencia y la organización; del mismo modo que los hombres de otra época cambiaron sus mentalidades acerca del derecho divino de los reyes y sobre el derecho divino de muchas otras cosas.
»Durante las últimas tres guerras, el derecho de la tecnología de incrementar su poder y alcance fue incuestionablemente, en términos de supervivencia nacional, casi un derecho divino. Los norteamericanos deben sus vidas a las máquinas, técnicas y organización superiores, a los ejecutivos e ingenieros. Por la existencia de estos medios de sobrevivir a las guerras, la Sociedad de las Camisas Fantasmales y yo damos las gracias al Señor. Pero nosotros no podemos tener buenas vidas en tiempos de paz con los mismos métodos que usamos en tiempos de guerra. Los problemas que presenta la paz son mucho más sutiles.
»Negamos que haya ninguna ley humana o divina que requiera que las máquinas, la eficiencia y la organización deban aumentar siempre de alcance, de poder y complejidad, tanto en tiempos de paz como de guerra. Mas bien vemos ahora su crecimiento como el resultado de una peligrosa carencia de leyes.
»Ha llegado la hora de terminar con este estado ilegal en esa parte de nuestra cultura que es nuestra especial responsabilidad.
»Sin considerar los deseos de los hombres, cualquier máquina o técnica o forma de organización que económicamente pueda reemplazar a los hombres, en este momento lo lleva a cabo impunemente. El reemplazo no es necesariamente malo, pero hacerlo sin considerar los deseos de los hombres es ilegal.
»Sin considerar los cambios que pueden resultar en las costumbres de la vida humana, nuevas máquinas, nuevas formas de organización, nuevas maneras de aumentar la eficiencia están siendo constantemente introducidas. Hacer esto sin considerar esos efectos en las formas de vida es ilegal.
»Yo estoy dedicado, y los miembros de la Sociedad de las Camisas Fantasmales están dedicados, a poner punto final a esta situación ilegal y a devolver el mundo a la gente. Estamos preparados a utilizar la fuerza para acabar con la ilegalidad si fracasan los otros medios.
»Yo propongo que los hombres y las mujeres vuelvan al trabajo como dueños de las máquinas y que se termine el dominio que sobre la gente ejercen ahora las máquinas. Además, propongo que los efectos de los cambios tecnológicos y orgánicos en las formas humanas sean meticulosamente considerados y que los cambios sean introducidos o detenidos sobre la base de esta consideración.
»Éstas son propuestas radicales, extremadamente difíciles de poner en efecto. Pero la necesidad de que sean llevadas a cabo es mucho mayor que todas esas dificultades e infinitamente mayor que la necesidad de nuestra sagrada trinidad nacional: Eficiencia, Economía y Calidad.
»Los hombres, por su propia naturaleza, no pueden ser felices a menos que se comprometan en empresas que los hagan sentirse útiles. En consecuencia, ellos deben volver a participar en esas empresas.
»Yo sostengo, y sostienen los miembros de la Sociedad de las Camisas Fantasmales que:
»Tiene que haber virtud en la imperfección porque el Hombre es imperfecto y el Hombre es la creación de Dios.
»Debe haber virtud en la debilidad porque el Hombre es débil y el Hombre es la creación de Dios.
»Debe haber virtud en la ineficiencia porque el Hombre es ineficiente y el Hombre es la creación de Dios.
»Debe haber virtud en lo brillante seguido por la estupidez, porque el Hombre es alternativamente brillante y estúpido y el Hombre es la creación de Dios.
»Quizás ustedes no estén de acuerdo con la antigua y vana noción de que el Hombre es la creación de Dios.
»Pero a mí me parece una creencia mucho más defendible que la implícita en la fe intemperada en el ilegal progreso tecnológico. Fundamentalmente, el hombre está en la Tierra para crear imágenes más eficientes y duraderas de sí mismo y, en consecuencia, debe eliminar cualquier justificación contra la continuación de su propia existencia.
»Sinceramente,
»Doctor Paul Proteus.»
El profesor Neumann se quitó las gafas, se restregó los ojos y miró un clip que tenía delante, esperando que alguien comentara algo.
—Sí —dijo el director de transportes, de forma prudente—. Algo largo, ¿no?
—Me pareció bastante bien —dijo el director de seguridad—, pero no tendría que haber algo sobre: ... Bueno, no me salen bien las palabras, pero algún otro lo podría arreglar. Empero, no sé cómo decirlo bien...
—Adelante, haga un intento —dijo Finnerty.
—Pues, simplemente, parece que ya nadie importa nada más a nadie, y es una cosa muy peliaguda esto de la gente aplastada por cosas que ellos mismos han hecho.
—De eso se habla —dijo Lasher.
—Eh, ¿y queréis que lo firme?
Von Neumann pareció sorprendido.
—Por Dios, fueron firmados y enviados hace horas, cuando usted dormía.
—Muchas gracias.
—De nada, Paul —dijo el profesor con aire ausente.
—No esperáis que realmente estén con nosotros con los nuevos mandos, ¿no? —dijo él nervioso.
—Ni por un minuto —dijo Lasher—. Pero, por cierto, nos hará conocer. Cuando llegue el día cero, queremos que todos sepan que lo nuestro es un inmenso vagón.
—¡La poli! —gritó alguien allá lejos en la red laberíntica.
Resonaron disparos de armas e hicieron eco en la distancia.
—¡La salida del oeste! —ordenó Lasher.
Se quitaron los papeles de la mesa, se metió en sobres y se apagaron las linternas. Paul se sintió empujado por los oscuros corredores, junto al grupo en estampida. Se abrieron y cerraron puertas, la gente tropezaba con los pilares y entre sí, pero nadie gritó.
Súbitamente, Paul se dio cuenta de que el sonido de los pasos había desaparecido, y que sólo le seguían los ecos de sus propios pasos. Resoplando, tropezando, en una pesadilla de gritos y carreras de la policía, pasó por pasajes y cámaras, que llevaban a barreras de sólida roca. Por último, al salirse de uno de estos callejones sin salida, fue deslumbrado por el foco de una linterna.
—¡Aquí hay uno, Joe! ¡Agárralo!
Paul cargó contra la linterna golpeando con ambos puños.
Algo le golpeó el costado de la cabeza y se derrumbó en el suelo húmedo.
—Aquí hay uno que no se pudo escapar —oyó que decía la voz.
—Le diste bien. Realmente.
—No quiero jugar con estos roñosos saboteadores.
—Debe ser uno sin importancia, ¿eh?
—Seguro. ¿Qué esperas? ¿Piensas que éste es Proteus, que caminaba en círculos, solo, como quien no sabe por dónde se puede escapar? No, muchacho, Proteus debe estar ya en otro país cuidando bien su pellejo.
—¡Qué saboteador más bastardo!
—Así es. Arriba, tú, a caminar.
—¿Qué pasó? —murmuró Paul.
—La policía. Acabas de caer en la trampa por protegerle la espalda a Proteus. ¿Por qué no te avispas? Ese tipo está loco, chico. Diablos, se le ha metido en la cabeza que va a ser el rey.
31
El compañero de celda de Paul en el sótano del Departamento de Policía era un negro joven y elegante llamado Harold, quien estaba en la cárcel por sabotaje menor. Había roto una caja de seguridad de Educación Viaria, un magnetófono y un altavoz, que se había fijado en la parte de afuera de la ventana de su dormitorio.
—«¡Cuidado! —decía—. ¡No crucen por en medio de la calle!» —contó Harold, imitando la grabación—. Durante dos años, ese bocón y yo vivimos juntos. Y cada vez que alguien pasaba, se prendía el ojo eléctrico y ese viejo bocón, ese tío tenía naturalmente que empezar a gritos: «¡No pase entre dos coches!», decía. Que no a esto, que no a aquello. Un bocón, y no le importaba nada, tenía que hacerse el sociable: «¡Cuidado ahora! ¡No haga eso. ¡No haga aquello!» Un perro de mierda siempre pasaba a las tres de la mañana y el bocón asqueroso tenía que hacerse notar: «¡Si conduce su auto, no debe consumir bebidas alcohólicas!», le decía al perro. Luego aparecía un viejo borracho y el mierda del bocón le decía que había una ordenanza municipal por la que todas las bicicletas tenían que tener una luz trasera. —¿Cuánto tiempo se quedará aquí? —preguntó Paul.
—Cinco días. El juez me dijo que me los podía ahorrar. Lo único que tenía que decir era que lo lamentaba. Y yo no lo voy a decir, porque —dijo Harold— no lamento nada.
Paul se alegró de que Harold estuviera demasiado comprometido con su propio acto de integridad como para explorar los problemas de Paul. No es que a Paul le hubiera dolido hablar de ellos, sino que eran extraordinariamente difíciles de describir. Su propia motivación era oscura, la situación era ambigua y la definición aún no había sido lograda. Paul se dio cuenta, a través de todas sus aventuras, de que había sido un náufrago; había ido en una dirección, luego en otra. Aún le faltaba hacerse cargo del timón con mano firme.
Los ejecutivos e ingenieros todavía creían que era hombre suyo; la Sociedad de las Camisas Fantasmales asimismo estaba convencida de que les pertenecía, y ambos bandos le habían demostrado que no tenía posibilidades intermedias.
Cuando la policía lo hubo identificado, se sintieron sumamente perturbados por el coeficiente de inteligencia y su rango en la jerarquía criminal: el archicriminal, el posible rey de los saboteadores. No había nada comparable en los rangos de la fuerza policial de Ilium y la policía, debido a un adoctrinamiento de humildad, había hecho buscar a investigadores con una clasificación y un coeficiente adecuados.
En el ínterin, Paul y Harold pasaron juntos ese día.
—No estoy nada arrepentido —dijo Harold—. ¿Quién está golpeando la pared?
Los golpecitos provenían del otro lado de la pared de metal que separaba la celda desnuda de Paul y Harold del resto.
Experimentalmente, Paul dio unos golpecitos.
—Veintitrés... cinco... dieciocho —llegó la réplica; Paul reconoció el código escolar: uno por A, dos por B— ...Veintitrés... ocho... quince. —Era «¿Quién ?»
Paul dio su nombre y agregó su propia pregunta.
—Siete... uno... dieciocho... veinte... ocho.
—¡Garth! —dijo en voz alta Paul—. ¡Qué alegría, muchacho!
Una exótica emoción le sobrecogió y, por un momento, no la comprendió. Por primera vez en toda su vida ordenada, estaba compartiendo una profunda desgracia con otro ser humano. El destino le hacía sentir cariño por Garth, ese hombre descolorido, enervado, un cariño que jamás había sentido por Anita, por Finnerty, por sus padres, por nadie.
—¿Arreglaste el árbol?
—Por cierto —dijo Garth.
—¿Por qué?
—El chico no pasó los exámenes. Se quebró.
—¡Diablos! Lo siento.
—Un peso muerto en el mundo. Inútil. Una carga.
—No tanto.
—Pero sólo Dios puede hacer el árbol —golpeteó Garth.
—Benditos sean los fetichistas. Heredaron la tierra —golpeteó Paul.
—La podredumbre, la corrosión están de nuestra parte.
—¿Qué te sucederá? —preguntó Paul.
Garth golpeteó la historia de cuando lo descubrieron como el criminal de Meadows, el furor, las amenazas, las lágrimas vertidas en realidad por el árbol herido. Le habían encerrado en la Casa del Consejo y custodiado por docenas de jóvenes ejecutivos e ingenieros enfurecidos y fornidos. Le habían prometido las penas máximas: años de prisión, multas que lo dejarían en la ruina.
Cuando la policía llegó a la isla a buscarlo, se contagiaron de la histeria de los demás y trataron a Garth como a uno de los criminales más terribles del siglo.
—Sólo cuando llegamos aquí y me encerraron, se despertaron —golpeteó.
El mismo Paul, sorprendido por el atentado de Garth, sintió curiosidad por saber más.
—¿Cómo se te ocurrió?
—¡Ja! —dijo Garth—. ¿Qué delito es el mío?
—¿Homicidio vegetal?
—Intento de homicidio vegetal —golpeteó Garth—. La cosa aún vive, aunque probablemente nunca más tenga frutos.
—¡Proteus! —llamó el altavoz del pasillo—. Visitas.
—Quédese donde está, Harold.
—No voy a ninguna parte, porque no lo lamento —dijo Harold—. «Tenga cuidado ahora. Camine mirando al tránsito.»
Se abrió la puerta de la celda y Paul caminó hasta la puerta verde de la sala de visitas. Se abrió la puerta verde, se cerró silenciosamente detrás de él y se encontró cara a cara con Anita y Kroner.
Ambos estaban vestidos de luto, como para no competir con el encanto del cadáver. Gravemente, sin palabras, Anita le entregó un batido de leche y unas historietas. Se levantó el velo y le dio un beso en la mejilla.
—Paul, chico —murmuró Kroner—. Ha sido duro, ¿no es así? ¿Cómo estás, muchacho?
Paul retrocedió un paso para quedar fuera del alcance de las manazas paternales y socavantes.
—Bien, gracias.
—Felicitaciones, querido Paul —dijo Anita, con la voz muy baja.
—¿Por qué?
—Ella lo sabe, muchacho —dijo Kroner—. Sabe que eres un agente secreto.
—Y estoy inmensamente orgullosa de ti.
—¿Cuándo salgo?
—De inmediato. Tan pronto como podamos transcribir lo que hayas averiguado de los Camisas Fantasmales.
—La casa está lista, Paul —dijo Anita—. Di el día libre a la sirvienta para que pudiéramos tener un reencuentro en el hogar, como en los viejos tiempos.
Paul la pudo imaginar creando esa atmósfera de comodidad, poniendo una gota de Tabú en el precipitador electrónico de polvo, arreglando el reloj de mando automático de la cocina, para la cena de carne asada que ya estaría en el horno de radar, en preparación del momento oportuno. Exactamente cuando traspasara el umbral, la televisión se pondría a funcionar. Tentado por un apetito insistente y primitivo, Paul tomó su oferta en seria consideración. Se alegró de encontrar un orden superior de necesidades humanas que se afirmaba a sí mismo, una necesidad que le hizo pensar, aunque no sentir, que no le importaba nada si jamás volvía a acostarse con ella. Ella pareció sentirlo también y, debido a su carencia de otros atractivos que interesaran a Paul, aparte de su sexo, su sonrisa de bienvenida y perdón se convirtió en algo fino y por cierto gélido.
—Tus guardaespaldas pueden cenar más tarde —dijo Kroner, e hizo una mueca—. Eh, esa carta que escribiste para los Camisas Fantasmales fue algo serio. Sonaba estupendamente hasta que uno trataba de darle algún sentido.
—¿Usted no pudo darle sentido? —preguntó Paul.
Kroner sacudió la cabeza en gesto negativo.
—Nada más que palabras.
—Pero te consiguió una cosa que jamás te esperabas —dijo Anita—. ¿Se lo puedo decir? ¿Lo de su nuevo cargo?
—Así es, Paul —dijo Kroner—, la Sección del Este necesita un nuevo director de ingeniería.
—¡Y tú eres el hombre! —dijo Anita.
—¿Director de ingeniería? —dijo Paul—. ¿Y qué pasó con Baer? No ha muerto, ¿verdad?
De algún modo, Paul había esperado que el resto del mundo se mantuviera firme mientras su propia vida giraba vertiginosamente. Y de ese resto del mundo, nada parecía más firme que la unión de Baer, el genial ingeniero, y Kroner, la roca miliaria de la fe en la tecnología.
—No —dijo tristemente Kroner—, no, aún vive... físicamente —colocó un micrófono sobre la mesa y acercó una silla para que Paul pudiera declarar con comodidad—. Y... ¿quién sabe? Quizá lo que sucedió es lo correcto. El pobre Baer nunca fue muy estable, tú sabes —ajustó el micrófono—. Bien, ahora, ven aquí, Paul.
—¿Qué pasó con Baer? —insistió Paul.
—Oh —suspiró Kroner—, leyó esa carta tonta, limpió los cajones de su escritorio y se fue. Siéntate aquí, Paul.
La carta, entonces, había sido tan buena, pensó Paul, perplejo por el efecto que había causado al menos en la vida de un hombre. Pero luego se preguntó si la carta no habría ganado el apoyo de Baer por fallas de la oposición en vez de porque era imposible de contestar. Si alguien más inteligente que Kroner hubiera estado a mano para discutir en contra de la carta, tal vez Baer aún estaría en su cargo en Albany.
—¿Qué reacción oficial tuvo la carta? —preguntó Paul.
—Está clasificada como secreto de Estado —dijo Kroner—; de modo que cualquiera que la quiera hacer circular será castigado, de acuerdo con el Acta de Seguridad Nacional. Así que no te preocupes, muchacho, que no va a llegar al público.
—Va a haber una contestación oficial, ¿verdad? —preguntó Paul.
—Esto sería hacerles el juego, ¿no? Sería reconocer que todo este absurdo de las Camisas Fantasmales es motivo de preocupación de parte del sistema. ¡Eso es exactamente lo que ellos quieren que suceda! Vamos, siéntate y terminemos con esto; así podrás irte a tu casa y tener un bien merecido descanso.
Con aire ausente, Paul tomó asiento ante el micrófono y Kroner puso en funcionamiento el magnetófono. La reacción oficial a la Sociedad de las Camisas Fantasmales era la misma reacción a tantas cosas: ignorarlas, del mismo modo que se ignoraban asuntos complicados y urgentes en los juegos pasionales y anuales de Meadows. Era como si el dar o negar el reconocimiento oficial fuera la vida o la muerte de las ideas. Y allí estaba el viejo espíritu de equipo de Meadows también en la reacción; el espíritu que supuestamente debía ser la base del sistema: la noción de que la oposición sólo quería ganar y humillar, que el objetivo de la competición era la victoria total y que la única otra alternativa imaginable era la derrota mortífera.
—Bien, entonces —dijo Kroner—, ¿realmente quién está a la cabeza de ese asunto ridículo, esa Sociedad de las Camisas Fantasmales?
Y aquí se hallaba nuevamente en la más antigua de las encrucijadas, una que Paul había avistado antes en el estudio de Kroner, hacía meses. La elección de una dirección u otra nada tenía que ver con las máquinas, las jerarquías, la economía, el amor o la edad. Era un asunto puramente interno. Cada niño de más de seis años sabía de qué se trataba y sabía lo que entonces hacían los buenos y lo que hacían los malos. El tema era familiar en los cuentos folklóricos de todo el mundo, y los buenos y los malos, ya estuvieran vestidos de calzones de cuero, taparrabos, sarapes, piel de leopardo o trajes de banquero, todos se separaban en este punto.
Los malos se hacían chivatos. Los buenos, fuera donde fuese, se trataba de lo que se tratase, no.
Kroner se aclaró la garganta:
—Pregunté quién es el jefe, Paul.
—Yo —dijo Paul—, y ojalá fuera un jefe mejor.
En el mismo instante en que lo dijo, supo que era verdad, y supo lo que su padre había sabido: lo que era pertenecer a algo y creer.
32
¿Jura usted decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
—Sí, juro —dijo Paul.
Las cámaras de televisión en la sala del juzgado se alejaron de su rostro para revelar ante cincuenta millones de pantallas al tribunal del Juzgado Federal de Ilium. Allí, a un lado y por encima del doctor Paul Proteus estaba sentado el juez —el Director del Cielo, pensó Paul—. El acusado, sentado en el banquillo de los reos, más que un hombre parecía un antiguo cuadro de distribución con cables enchufados a instrumentos de temperatura, presión arterial y sensibles a la humedad, y conectados a sus muñecas, sobacos, pecho, sienes y palmas de las manos. Estos cables iban a un gabinete gris debajo del banquillo, donde sus descubrimientos eran interpretados y revelados en un tablero de un metro de diámetro, encima de la cabeza de Paul.
La aguja del indicador señalaba ahora para abajo; tenía un pivote para que oscilase fácilmente entre una V negra en el extremo derecho y una F roja a la izquierda, y una serie de puntos arbitrariamente calibrados en medio.
Paul se había declarado culpable de conspiración para cometer destrucciones, pero ahora se le juzgaba por traición; tres semanas habían pasado desde su detención.
—Doctor Proteus —dijo el fiscal de forma desagradable, las cámaras de televisión se centraron en su mueca de desprecio y pasaron a las gotas de sudor en la frente de Paul—. Usted se ha declarado culpable de conspiración para la comisión de sabotajes. ¿Es verdad?
—Lo es —La aguja osciló hasta la V y volvió a su posición neutral, probando que, según el conocimiento de Proteus, su respuesta era ciertamente verdad.
—Esta conspiración que usted encabeza tiene como mira —y cito de su famosa carta—. «Estamos preparados a usar la fuerza para terminar con la ilegalidad si los demás medios fallan.» ¿Son sus propias palabras, doctor?
—Fueron escritas por otro, pero yo las comparto —dijo Paul.
—¿Y la palabra «ilegalidad» se refiere en este caso a la actual economía mecanizada?
—Y la futura.
—Su objetivo, tal como yo lo entiendo, ¿era destruir las máquinas a fin de que la gente participara de un modo más personal en la producción?
—Algunas de las máquinas.
—¿Qué máquinas, doctor?
—Eso tendría que decidirse.
—Oh... ¿Eso aún no estaba decidido?
—El primer paso es hacer que los norteamericanos acordaran poner un límite al poderío de las máquinas.
—¿Conseguiría usted este acuerdo por la fuerza de ser necesario? ¿Impondría usted esta condición artificial, este paso atrás al pueblo norteamericano?
—Lo que distingue al hombre del resto de los animales es su capacidad de hacer cosas artificiales —dijo Paul—. Para su mayor gloria, diría yo. Y un paso atrás, después de haber tomado una dirección equivocada, es un paso en la dirección acertada.
Las cámaras de televisión se fijaron en los ojos enfadados e indignados del fiscal, y se retiraron, temerosas, ante la poderosa luminosidad que allí encontraron, Paul también miró y vio que el fiscal sabía mucho más de lo que ya había revelado. Pero Paul dudo de que el fiscal supiera que su secretaria era un miembro de la Sociedad de las Camisas Fantasmales, y que las respuestas de Paul, si bien se registraban como verdaderamente sentidas en el detector de mentiras, eran una síntesis del mejor pensamiento y terminología de Lasher, Finnerty y el profesor Von Neumann.
Paul se sentía tranquilo, lleno de la euforia de su bien difundido martirio por una causa en la que creía. No tenía la más mínima duda de que el fiscal pensaba que lo que se proponía llevar a cabo la Sociedad de las Camisas Fantasmales representaba una traición. Las máquinas y las instituciones del gobierno estaban tan integradas que tratar de atacar a una sin dañar a las otras era como tratar de extirpar un cerebro enfermo a fin de salvar al paciente; un robo benévolo, pero un robo, en definitiva.
Los únicos conocidos en la sala eran Kroner, que parecía estar al borde de las lágrimas, y el gordo de ojos cerdunos de Fred Berringer, que estaba presente, supuso Paul, para ver vengada la muerte de Checker Charley .
Anita no había venido al juicio y tampoco lo había hecho Shepherd. Esos dos, presumiblemente, estaban demasiado atareados planeando futuras campañas como para hacer algo más que decir una breve y piadosa oración por aquellos atrapados en las alambradas del campo de batalla de la vida. No había ninguna necesidad de que Anita fuese al juzgado para decir al mundo cómo se sentía acerca de su equivocado marido. Lo había dejado bien en claro en el transcurso de varias entrevistas con la prensa. Se había casado con Paul, explicó, cuando sólo era una niña, y agradecía a Dios que las cosas hubieran estallado cuando aún era lo suficientemente joven como para salvar un poco de felicidad para sí misma. «Salvar» le pareció a Paul un termino muy apto, ya que Anita había anunciado de inmediato que se casaría con el doctor Lawson Shepherd tan pronto como pudiera obtener el divorcio de Paul.
Paul había leído sus declaraciones públicas con aburrimiento, como si se tratase de chismes acerca de otra persona, o de una estrellita de la televisión que acusara a un productor de edad madura, digamos. En lo que ahora se concentró, una empresa mucho más entretenida y trascendente, fue decir todas las cosas punzantes que pudo contra las máquinas, en defensa de la Sociedad de las Camisas Fantasmales.
—Esta utilización de la fuerza... ¿no considera usted que es como promover una guerra contra los Estados Unidos, como una traición, doctor? —preguntó, remilgado, el fiscal.
—La soberanía de los Estados Unidos reside en el pueblo, no en las máquinas, y es el pueblo quien da el paso atrás, si así lo desea. Las máquinas —dijo Paul— han violado la soberanía personal que les ofreciera, con buena disposición, el pueblo norteamericano a fin de tener un buen gobierno. Las máquinas y la organización, y la búsqueda de la eficiencia, han robado al pueblo norteamericano su libertad y la búsqueda de la felicidad.
Paul giró la cabeza y vio que la aguja señalaba la V.
—El acusado debe estar mirando al frente —dijo severamente el juez—. Su tarea es decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. El indicador se ocupará del resto.
El fiscal dio la espalda a Paul como si hubiera terminado con él, pero, súbitamente, giró, señalándolo con un dedo.
—Usted es un patriota, ¿verdad, doctor?
—Trato de serlo.
—¿Su principal interés es servir bien al pueblo norteamericano?
—Así es. —Paul se sorprendió ante esta nueva forma de interrogatorio para la que nadie lo había preparado.
—¿Es ésa su razón básica para servir como cabeza nominal de la Sociedad de las Camisas Fantasmales? ¿Hacer el bien?
—Así es —dijo Paul.
Un súbito murmullo y el ruido de asientos debido a movimientos de nalgas indicaron a Paul que algo estaba mal con el detector de mentiras.
El juez dio en el estrado con el mazo.
—Orden en la sala. El ingeniero judicial procederá, por favor, a verificar los tubos y los circuitos.
El ingeniero hizo funcionar su silla mecánica y se acercó al banquillo del acusado. Impersonalmente verificó las conexiones que tenía Paul en el cuerpo. Hizo lecturas de medidores a varios sitios de los circuitos; retiró la caja gris de debajo del banquillo, sacó los tubos uno a uno, los examinó y volvió a poner todo en su lugar en menos de dos minutos.
—Todo en orden, señoría.
—Que el acusado diga lo que él considere una mentira —dijo el juez.
—Todo nuevo conocimiento científico es bueno para la humanidad —dijo Paul.
—¡Protesto! —dijo el fiscal.
—Esto no entra en el acta... Es un examen del instrumento —dijo el juez.
—Fue a la izquierda; está bien —dijo el ingeniero.
—Ahora una verdad —dijo el juez.
—El principal fin de la humanidad es hacer un buen trabajo propio de seres humanos —dijo Paul— y no servir como apéndices de las máquinas, las instituciones y los sistemas.
—Fue a la V. Está bien —dijo el ingeniero, metiendo un poco más adentro un enchufe de metal en el sobaco de Paul.
—Ahora una media verdad —dijo el juez.
—Estoy contento —dijo Paul.
Los espectadores murmuraron, apreciando el resultado.
—Exactamente en el medio —dijo el ingeniero.
—Proceda con el interrogatorio —dijo el juez.
—Haré al patriótico doctor la misma pregunta —dijo el fiscal—. Doctor, su participación en la conjura para derrocar a las... máquinas: ¿dice usted que sólo fue motivada por su deseo de servir al pueblo norteamericano?
—Pienso que sí.
—Piensa que sí, ¿eh? —dijo el fiscal—. ¿Sabe usted dónde fue la aguja, doctor, usted, el Patrick Henry patriota de la actualidad?
—No —dijo, incómodo, Paul.
—Exactamente entre la V y la F, doctor. Al parecer, usted no está seguro. Tal vez podamos diseccionar esta media verdad y extirpar de ella una verdad total..., como extirpando un tumor.
—Ummmm.
—¿Podría ser, doctor, que este odio que usted siente por lo que denomina injusticia con la humanidad sea, de hecho, un odio a algo mucho menos abstracto?
—Quizá. No le entiendo bien.
—Estoy hablando de su odio por alguien, doctor.
—No sé de quién está hablando.
—La aguja dice que usted sabe, doctor..., que usted sabe que su patriotismo rojo y azul y blanco en realidad es la expresión del odio y del resentimiento que usted siente por uno de los más grandes y verdaderos patriotas de la Historia norteamericana: ¡su padre!
—¡Absurdo!
—¡La aguja dice que usted miente! —el fiscal se alejó de Paul con un disgusto evidente—. Damas y caballeros del jurado y de la audiencia de la televisión: ¡Afirmo que este hombre ante vuestros ojos es apenas algo más que un niño resentido, para quien esta gran tierra nuestra, esta gran economía nuestra, esta civilización nuestra se han transformado en un símbolo de su padre! ¡Un padre a quien, subconscientemente, él querría haber destruido!
»Un padre, damas y caballeros del jurado y de la audiencia de la televisión, a quien todos estamos en deuda porque él fue, más que ningún otro norteamericano, quien dirigió a las fuerzas del conocimiento técnico y llevó a la victoria a la civilización.
»Pero aquel niño prefirió resentirse, detestar esa brillante aparición en las páginas de nuestra Historia, aparición de cuya misma sangre había nacido él. Y ahora, como hombre, él ha transferido este odio a lo que muy bien podría servir como el símbolo de su padre, nuestra tierra, damas y caballeros del jurado, miembros de la audiencia de la televisión.
»Llámenlo complejo de Edipo, si quieren. Ahora es un hombre maduro, y yo lo llamo traición! ¡Doctor, doctor, niéguelo!
—Lo niego —dijo nuevamente, pero apenas fue un susurro.
Las cámaras giraron, se lanzaron contra el rostro de Paul como perros acosando a un mapache bajado a tiros de un árbol.
—Al parecer, no puedo negarlo —dijo Paul. Bajó la mirada, indefenso, mirando los cables que expresaban cada reflejo que Dios le había dado para defenderse. Un momento antes, había sido el portavoz orgulloso de una organización poderosa e inteligente. Ahora, súbitamente estaba completamente a solas, tratando un problema que era muy suyo.
—Si mi padre fuera el propietario de una tienda de perros —dijo por último—, supongo que, subconscientemente, sería un envenenador de perros.
Las cámaras fueron y vinieron impacientes, repasaron a los espectadores, miraron al juez y retornaron a Paul.
—Pero aun cuando no existiera ningún asunto enojoso entre la memoria de mi padre y yo, pienso que creería en los argumentos contra la ilegalidad de las maquinarias. Hay hombres que no odian a sus padres, lo sé, y quienes creen en los argumentos. Lo que produce el odio, según pienso, es hacerme no sólo creer sino también querer hacer algo al respecto dentro del sistema. ¿No está de acuerdo la aguja?
Algunos espectadores asintieron con las cabezas.
—Muy bien. Hasta ahora, muy bien. Sospecho que toda la gente se siente motivada por cosas bastante sórdidas y supongo que los datos clínicos apoyan mi argumento. Las cosas sórdidas, en su gran mayoría son lo que hacen mover a los seres humanos, incluyendo a mi padre. De eso se trata cuando hablamos de seres humanos, lamento decirlo.
»Lo que acaba de hacer el fiscal es probar que todas las cosas de este mundo que hemos hecho nosotros mismos parecen destinadas a algo que la Sociedad de las Camisas Fantasmales está dispuesta a comprobar: que yo no soy bueno, que nosotros no somos buenos porque somos seres humanos.
Paul miró las cámaras de televisión y se imaginó que millones de ojos lo observaban, lo escuchaban, y se preguntó si lo que decía tendría sentido para alguien. Trato de pensar en una imagen vívida que explicara el asunto a todos. Se le ocurrió una imagen; la rechazó por poco delicada, no pudo encontrar otra y entonces fue adelante de cualquier manera.
—Las más hermosas peonías que jamás he visto en mi vida —dijo Paul— crecían en un excremento casi puro. Yo...
En la calle se oyeron tambores y gaitas.
—¿Qué pasa ahí fuera? —preguntó el juez.
—Un desfile, señor —dijo un guardia, mirando por una ventana.
—¿De qué organización se trata? —preguntó el juez—. Los haré meter a todos presos por esta atrocidad.
—Están vestidos como escoceses, señor —dijo el guardia—, con un par de tipos delante que parecen indios.
—Muy bien —dijo con suma irritación el juez—, aplazaremos esta declaración hasta que hayan pasado.
Un pedazo de ladrillo hizo trizas una ventana del juzgado, dando una ducha de pedacitos de vidrio a la bandera norteamericana, a la derecha del juez.
33
La limosina del Departamento de Estado, rumbo a Nueva York, cruzó el río Iroquois en Ilium una vez más. En el asiento trasero estaban sentados Ewing J. Halyard, el chah de Bratpuhr, dirigente espiritual de seis millones de miembros de la secta Kolhouri, y Khachdrahr Miasma, intérprete y sobrino del chah. El chah y Kachdrahr, languideciendo de nostalgia por las campanas del templo, el chapoteo de la fuente y los gritos del houri selano en el patio del palacio, volvían a su tierra.
Cuando la expedición cruzó antes ese puente, al comienzo de su viaje, Halyard y el chah, cada uno a la moda de su propia cultura, habían sido pares en esplendor; Khachdrahr parecía un tercero pobre y modesto. Ahora la jerarquía de los viajeros había cambiado. Se había extendido la función de Khachdrahr, de modo que no sólo servía de puente lingüístico entre el chah y Halyard sino como un escalón social intermedio entre los dos.
Preguntándose acerca de la mecánica de ser un ser humano, una mecánica muy por encima del pobre nivel del libre albedrío, el señor Halyard se encontró de pronto representando el papel de carencia total de rango, así como el doctor Halyard una vez había representado un gran papel. Aunque a sus custodios no les había contado nada acerca del examen de educación física que podía significar la vida o la muerte en su carrera, éstos habían presentido el colapso de su status apenas fuera llevado al hotel desde el gimnasio de Cornell.
Cuando Halyard se hubo recuperado y cambiado los calzones y zapatillas de tenis arruinados, y una vez que vistió su ropa de calle, él no había visto en el espejo a un brillante y elegante cosmopolita sino a un viejo tonto de extravagante vestimenta. Afuera quedaron los adornos del ojal, el chaleco haciendo contraste, la camisa de colores. Accesorio por accesorio, ropa por ropa, se desnudó de todos los símbolos del diplomático desacreditado. Ahora, tanto espiritual como de presencia, estaba hecho de blancos, grises y negros.
Como si ya no pudiera aplastar más nada en Halyard, un último golpe se había producido. Las máquinas de personal del Departamento de Estado, de forma automática y con un respeto por la ley y el orden jamás logrado por ningún ser humano, habían comenzado procedimientos enjuiciatorios de fraude contra él, ya que nunca había tenido derecho a su doctorado, sus números de clasificación o, para ser precisos, a su cheque de salario.
—Voy a hablar por ti —le escribió su superior inmediato, pero Halyard sabía que eso era un encantamiento arcaico en una intemperie de vidrio, metal, plástico y gas inerte.
—Khabu? —preguntó el chah sin mirar a Halyard.
—¿Dónde estamos? —dijo Khachdrahr a Halyard, llenando el vacío nada más que para mantener las formas, porque la palabra bratphuriana, bien lo sabía Dios, le era muy conocida a Halyard.
—Ilium. ¿Recuerda? Ya cruzamos este puente yendo en la dirección opuesta.
—Nakka takaru tooie —dijo el chah con un gesto.
—¿Eh?
—Donde el esclavo le escupió en la cara —tradujo Khachdrahr.
—Oh... eso —Halyard sonrió—. Espero que no se lleve eso a su país como el recuerdo más importante de los Estados Unidos. Fue un incidente perfectamente ridículo, aislado, irracional. Por cierto: no es demostrativo del temperamento del pueblo norteamericano. Ese neurótico sintió la necesidad de expresar su agresividad delante de ustedes, caballeros. Créanme que se puede viajar por todo el país durante cien años y jamás ver algo parecido.
Halyard escondió todo su tono amargo. Con un rencor melancólico, él continuaba, en estos últimos días de su carrera, realizando un trabajo impecable.
—Olvídense de él —y recuerden todas las demás cosas que han visto, y traten de imaginarse cómo se podría transformar su propio país.
El chah hizo gestos de estar pensándolo seriamente.
—Sin el menor gasto a cargo suyo —dijo Halyard—, los Estados Unidos les enviarán ingenieros y ejecutivos capacitados para cualquier actividad, para estudiar sus recursos, planear su modernización, ponerla en funcionamiento, examinar y clasificar a su gente, arreglar los créditos e instalar la maquinaria.
El chah hizo señas de sorpresa con la cabeza.
—Prakka-fut takki sihn —dijo por último— souli, sakki APICAC, siki Kanu pu?
—Pregunta el chah —tradujo Khachdrahr— que si antes de dar ese primer paso, por favor, podría contestar EPICAC para qué es la gente.
La limosina se detuvo al final del puente del lado de Homestead, esta vez bloqueado no por miembros del Cuerpo de Reconstrucción y Reclamaciones sino por una falange de individuos vestidos de árabes. Eran dirigidos por dos hombres vestidos con camisas indias y pinturas bélicas, como si el significado de los estandartes y las vestimentas no fueran ya suficientemente confusas.
—Dinko? —dijo el chah.
—¿Ejército? —tradujo Khachdrahr.
Halyard tuvo su primera diversión en muchas semanas. ¡Que cualquiera, hasta un extranjero, pudiera contemplar esta mezcla colorida de estandartes, gallardetes y armas de juguete y pensase que se trataba de una fuerza efectiva de combate...!
—Nada más que un grupo divirtiéndose con sus disfraces.
—Algunos portan armas —dijo Khachdrahr.
—Madera, cartón, todo falso —dijo Halyard—, todo falso —levantó el micrófono y habló con el chófer—. Vea si los puede pasar y vaya por una calle lateral hasta el juzgado. Allí las cosas deben estar más tranquilas.
—Sí, señor —dijo, inquieto, el chófer—. Aunque no lo sé, señor. No me gusta cómo nos miran y todo ese tránsito del otro lado parece estar escapando de algo. Quizá debiéramos dar media vuelta y...
—Absurdo. Cierre las puertas con llave, toque la bocina y pasemos. Las cosas no funcionarían nada bien si este asunto de monos interfiriera con una tarea oficial.
Las ventanillas a prueba de balas subieron hasta arriba las puertas se cerraron, herméticas, y la limosina se encaminó indiferente hacia las filas verdes, doradas y naranjas de los árabes.
Cimitarras enjoyadas y sables apuñalaron y cortaron los costados del vehículo. Por encima del griterío de los Árabes, se oyeron disparos de armas de fuego. De pronto aparecieron dos impactos en el costado del coche a centímetros de la cabeza de Halyard.
Halyard, el chah y Khachdrahr se arrojaron al suelo. La limosina cargó contra las filas de árabes enfurecidos y se metió en una calle lateral.
—¡Vaya al juzgado! —gritó Halyard al chófer—. ¡Y luego a la Avenida Westinghouse!
—¡Váyase al diablo! —replicó el chófer—. Yo me voy ahora mismo. Toda la ciudad se ha enloquecido.
—¡Quédese al volante o lo mato! —dijo salvajemente Khachdrahr. Cubría el cuerpo sagrado del chah con su propia carne débil y tenía la punta de una daga contra la nuca del chófer.
Las siguientes palabras de Khachdrahr se perdieron en una explosión cercana, seguida por las ovaciones y una nube de polvo que cayó sobre el techo y el capó del automóvil.
—¡Aquí tiene el juzgado! —dijo el chófer.
—Bien. ¡Gire a la izquierda! —ordenó Halyard.
—¡Dios santo! —gritó el chófer—. ¡Fíjese!
—¿Qué pasa? —balbuceó Halyard, apoyado en el chah y Khachdrahr. Sólo podía ver el cielo y las cimas de los edificios, y madejas de humo que pasaban.
—Los Escoceses —dijo gravemente el chófer—. Mi Dios, aquí vienen los Escoceses. —La limosina se detuvo con un chirrido de neumáticos.
—Muy bien, dé marcha atrás y...
—¿Tiene radar ahí en el suelo? Eche una mirada por la ventanilla de atrás y luego dígame que dé marcha atrás.
Cautelosamente Halyard levantó la cabeza hasta el marco de la ventanilla. La limosina estaba atrapada por gaiteros por delante y, detrás, había una escuadra de Parmesanos Reales con hombreras doradas, quienes habían salido de un mercado Automagic enfrente del juzgado.
Una explosión resonó en el mercado, y los carritos y trozos de mercaderías enlatadas saltaron por las ventanas. Una caja registradora rodó a la calle, aún milagrosamente erecta en su pedestal redondo. «¿Vio usted nuestras coles de Bruselas especiales?», dijo atrapada en sus propios cables, y se derrumbó en el pavimento al lado de la limosina, desparramando dinero de una herida mortal.
—¡A nosotros no nos persiguen! —exclamó el chófer—.
Los Parmesanos Reales, los Escoceses y un puñado de Indios habían unido fuerzas y corrían hacia la puerta del juzgado con un poste de teléfono.
La puerta se abrió bondadosamente y los atacantes fueron llevados al interior por su propio ímpetu.
Un momento después salieron con un hombre sobre sus hombros, en medio de una ovación frenética; parecía una marioneta. Como para perfeccionar esa impresión, pedazos de cables colgaban de sus extremidades.
—¡A Ilium Works! —aullaron los Indios.
El grupo, portando a su héroe como otro estandarte al lado de la bandera norteamericana, siguió a los Indios hacia el puente que cruzaba el Iroquois, gritando, golpeando, dinamitando y tocando tambores.
La limosina se quedó una hora en el sitio donde había sido atrapada por los Parmesanos Reales y los Escoceses, mientras el sordo estruendo de explosiones avanzaba por la ciudad como los pasos de ebrios gigantes; la tarde se transformó en anochecer bajo una cortina de humo. Cada vez que parecía posible el escape y Halyard levantaba la cabeza para investigar, aparecían frescos contingentes de vándalos, cosa que le hacía agachar de nuevo la cabeza.
—Muy bien —dijo por último—, pienso que quizá por ahora estamos a salvo. Tratemos de llegar a la comisaría de policía. Allí podremos conseguir protección hasta que termine todo esto.
El chófer se apoyó en el volante y se estiró con gesto insolente.
—¿Piensa que ha estado presenciando un partido de fútbol o algo así? ¿Acaso piensa que las cosas van a volver a ser como antes?
—No sé lo que sucede y usted tampoco. Ahora bien, conduzca hasta la comisaría de policía, ¿entiende? —dijo Halyard.
—¿Piensa que puede estar dándome órdenes nada más que porque tiene un doctorado y yo sólo tengo la escuela secundaria?
—Haga lo que él dice —susurró Khachdrahr, volviendo a colocar la punta de la daga en la nuca del chófer.
La limosina se puso en marcha entre las calles ahora desiertas y cubiertas de ruinas, rumbo al departamento central de los mantenedores de la paz de Ilium.
La calle delante de la comisaría estaba blanca como la nieve, pavimentada con pedacitos de tarjetas perforadas: las cincuenta mil tarjetas con que las máquinas de personal y de prevención criminal de Ilium habían jugado sus partidas incansables, más rápido de lo que les podía seguir el ojo humano, protegiendo de modo implacable los intereses de la empresa, siempre la empresa, cualquier empresa.
Las puertas del edificio habían sido arrancadas de sus goznes y adentro había dunas de archivos volcados.
Halyard abrió un poco su ventanilla.
—¡Hola! —gritó, y esperó, ansioso, a que apareciera un policía—. ¡Hola!. —Abrió la puerta con suma cautela.
Antes de que pudiera volver a cerrarla, dos Indios armados la abrieron del todo.
Khachdrahr se les arrojó encima con el cuchillo, y le dieron un golpe, dejándolo inconsciente. Cayó encima del tembloroso chah.
—Sólo quiero... —empezó Halyard, y también cayó desmayado.
—¡A Ilium Works! —ordenaron los Indios.
Cuando Halyard recuperó el conocimiento, se encontró en el suelo de la limosina con un tremendo dolor de cabeza y la mitad del cuerpo fuera de la puerta.
El coche estaba estacionado frente al bar, cerca del puente. La parte delantera del bar estaba protegida por sacos de arena y, adentro, había hombres operando radios, moviendo alfileres en los mapas, aceitando armas y mirando el reloj. En la punta del puente había barricadas de sacos de arena y de madera frente a las cajas y torres de Ilium Works, del otro lado del río. Hombres de todos los uniformes imaginables caminaban por las fortificaciones, llenos de espíritu jovial, yendo y viniendo a placer, en comisiones que al parecer sólo ellos conocían.
Los Indios que habían dado órdenes y el chófer no estaban en el lugar, mientras que Khachdrahr y el chah, sorprendidos y atemorizados, estaban siendo regañados por un hombre alto, delgado, con una camisa india, pero sin pintura de guerra.
—¡Diablos! —dijo el hombre alto—. Se supone que los Caballeros de Kandahar estén a cargo de la Avenida Griffin. ¿Qué diablos estáis haciendo aquí?
—Nosotros... —dijo Khachdrahr.
—No tengo tiempo para escuchar excusas. ¡Volved de inmediato con vuestra organización!
—Pero...
—¡Lubbock! —gritó el hombre alto.
—Sí, de acuerdo.
—Dales el transporte hasta la Avenida Griffin o arréstalos por insubordinación.
—Sí, señor. El camión de municiones sale ahora mismo —Lubbock empujó al chah y a Khachdrahr hacia un camión, y les dijo que se sentaran encima de las cajas de granadas de mano.
—Brouha batuoli, nibo! Nibo! —dijo lastimeramente el chah.
El camión se puso en marcha y desapareció en la humareda.
—Yo quisiera decir... —comenzó Halyard.
—¡Finnerty! —gritó un hombre gordo y de baja estatura con gafas gruesas desde la puerta del bar—. ¡La policía estatal está intentando pasar las barricadas de la Avenida Griffin! ¡Necesitamos refuerzos!
A Finnerty se le abrieron bien los ojos y se pasó las manos por la cabeza.
—Acabo de enviar dos vagabundos y eso es todo. Los VFW y los Caballeros de Pythias se han esfumado, y los Masones nunca aparecieron. ¡Dígales que no tenemos más reservas!
Una llamarada de fuego y ladrillos sueltos brotaron de Ilium Works, y Halyard vio que donde antes había flameado la bandera nacional, en la oficina del directorio, ahora había una bandera blanca en medio del humo.
—¡Por todos los santos! —exclamó Finnerty—. Póngase en contacto por radio con los Alces y los Alces Americanos y dígales que basta ya. Tienen que ocupar Ilium Works solamente y no arrasarlo.
—Perro Caliente Tres —dijo Lasher al micrófono—. Perro Caliente Tres. Proteged todo el equipo en Ilium Works hasta que se pueda tomar una decisión apropiada. ¿Me puede oír, Perro Caliente Tres?
La multitud presente en el bar hizo silencio para oír la contestación de los Alces y Alces Americanos por encima del estruendo sordo del micrófono.
—¡Allí va! —fue el grito distante en el micrófono, y estalló otro volcán en Ilium Works.
—¡Lubbock! —dijo Finnerty—. ¡Hazte cargo! Me voy allá a enseñarles un poco de disciplina. ¡Ya veremos quién dirige este espectáculo! —Se subió a un coche y cruzó a toda velocidad el puente, rumbo a Ilium Works.
—¡La ciudad de Salt Lake es nuestra! —gritó otro operador de radio en el bar.
—¡Hasta ahora Oakland y Salt Lake! —dijo Lasher—. ¿Qué pasa con Pittsburgh?
—No hay contestación.
—Pittsburgh es la clave —dijo Lasher—. Siga intentándolo —echó una mirada al sur por encima del hombro e hizo de inmediato un gesto de horror—. ¿Quién ha incendiado el museo? —gritó desesperadamente en el micrófono—. ¡A todos los puestos! ¡A todos los puestos! ¡Defended todas las propiedades! ¡El vandalismo y el saqueo serán condenados con la pena de muerte! ¡Atención en todos los puestos! ¿Me escucháis?
Silencio.
—¿Alces? ¿Renos? ¿Caballeros de Pythias? ¿VFW? ¿Águilas? ¿Alguien me puede oír? ¡Hola!
Silencio.
—¡Proteus! —gritó un Árabe que llegó tambaleante hasta la puerta del bar con una botella en la mano—. ¿Dónde está Proteus? Dinos algo.
Paul, envejecido y cansado, apareció al lado de Lasher en la puerta del bar.
—Que Dios nos ayude, caballeros —dijo lentamente—. Que Dios nos ayude. Si hemos ganado, eso significa que ahora empieza lo más difícil.
—Por Dios, piensas que hemos perdido —dijo el Árabe—. Lamento haber pedido que nos dijeras algo.
—¡Lou!
—Aquí estoy —dijo el borracho vestido a la arábiga.
—Lou, muchacho..., nos hemos olvidado de la panadería. Aún saca pan como si no pasara nada.
—No lo podemos permitir —dijo Lou—. Hagámosla volar, y a la mierda.
—Escuchad, esperad —dijo Paul—. Necesitaremos la panadería.
—Es una máquina, ¿verdad? —dijo Lou.
—Por cierto, pero no tiene sentido...
—Vamos a hacerla volar. Y carajo, aquí está el viejo Al que vendrá con nosotros. ¿Dónde mierda has estado, ladrón de caballos?
—Hice volar toda la maldita planta de aguas fecales —dijo Al con orgullo.
—¡Ése es el asunto! ¡Hay que devolver al pueblo de mierda toda esa mierda!
34
—No puedo comprender lo de Pittsburgh —dijo Finnerty—. Yo sabía que Seattle y Minneapolis eran difíciles, ¡pero Pittsburgh!
—Y Saint Louis y Chicago —dijo Paul, sacudiendo la cabeza.
—Y Birmingham, Boston y Nueva York —dijo Lasher, con una sonrisa melancólica. Curiosamente, parecía estar en paz consigo mismo, pero, al mismo tiempo, y de forma inexplicable, parecía satisfecho.
—¡Diablos! —exclamó Finnerty.
—De cualquier modo, Ilium ha ido como un reloj. Y lo mismo Salt Lake y Oakland —dijo el profesor Von Neumann—. Por tanto, pienso que podemos decir que, esencialmente, la teoría del ataque fue válida. Por supuesto, su ejecución es una cosa totalmente distinta.
—Siempre lo es —dijo Lasher.
—¿Qué le alegra tanto? —preguntó Finnerty.
—¿Un buen llanto le sentaría mejor, doctor? —replicó Lasher.
—Ahora lo que tenemos que hacer es ponernos hombro con hombro con Salt Lake y Oakland y, desde allí, someter a todo el país —dijo Finnerty.
—Ojalá hubiéramos enviado alguien de Ilium a destruir EPICAC —dijo el profesor Neumann—. EPICAC valía tres Pittsburghs.
—Una lástima lo de los Alces de Roswell —dijo Lasher—. D-71 decía que estaban enloquecidos con la idea de liquidar a EPICAC.
—Demasiado enloquecidos —dijo Paul.
—La nitroglicerina ya es un material suficientemente peligroso, sin necesidad de tener gente enloquecida que trate de meterlo en botellas de Coca-Cola —dijo Finnerty. Los cuatro cerebros grises de la Sociedad de las Camisas Fantasmales estaban sentados en lo que había sido el escritorio de Paul, el director general de Ilium Works. La revolución aún no había cumplido un día de existencia. Era de madrugada, antes de la salida del Sol, pero aquí y allí los edificios en llamas hacían que partes de Ilium aparecieran brillantes y calientes como en un mediodía tropical.
—Ojalá atacasen, y así terminaríamos de una vez —dijo Paul.
—Tardarán un poco en recuperar la serenidad después de lo que los Caballeros de Kandahar le hicieron a la policía estatal en la Avenida Griffin —dijo Finnerty, suspirando—. Por Dios, si sólo tuviéramos unos equipos así en Pittsburgh...
—Y en Saint Louis —dijo Paul—, y Séattle, Minneapolis, Boston...
—Hablemos de otra cosa —dijo Finnerty—. ¿Cómo tienes el brazo, Paul?
—No está mal —dijo Paul, tocando su cabestrillo. Al Mesías de la Sociedad de las Camisas Fantasmales le habían roto el brazo con una piedra cuando ejercitaba su magnetismo ante una multitud interesada en hacer volar las fábricas—. ¿Cómo está su cabeza, profesor?
—Zumbando —dijo Von Neumann, ajustándose su vendaje. Había sido golpeado con el mazo sagrado de la Orden de la Aurora Boreal cuando daba a una multitud razones para no destruir una torre de radio de treinta y cinco metros de altura.
—¿Escucha campanas o pitos? —preguntó Lasher—. ¿Y cómo están tus propias contusiones y quemaduras, Ed?
Finnerty hizo girar el cuello y levantó los brazos como haciendo una prueba.
—Nada en realidad. Si empeora el dolor, simplemente me puedo suicidar.
Había sido pisoteado por los Alces y los Renos en estampida mientras explicaba que se debía mantener intacto a Ilium Works hasta que se pudiera tomar una decisión serena acerca de qué máquinas debían ser destruidas y qué máquinas debían salvarse.
Una nueva llamarada iluminó el cielo de Homestead.
—¿Tiene al día el plano, profesor? —preguntó Lasher.
El profesor Von Neumann miró el nuevo fuego con largavista y marcó una X negra en el plano.
—Lo más probable es que sea Correos.
El plano de la ciudad había estado limpio y crujiente al inicio de la campaña, con una docena de círculos rojos que indicaban los objetivos principales del golpe de Ilium: la comisaría de policía, el juzgado, el centro de comunicaciones, los sitios para las barricadas e Ilium Works. Después de haber tomado tales objetivos con un mínimo de derramamiento de sangre y daños —declaraba el plan de operaciones—, iban a reemplazarse sistemáticamente los aparatos automáticos de mando con seres humanos. Los más importantes de estos objetivos secundarios tenían un círculo verde.
Pero ahora el plano estaba sucio y gastado. Por encima de la constelación desparramada de círculos rojos y verdes había una línea continua de equis que marcaban lo que había sido tomado y, además, destruido.
Lasher echó una mirada al reloj.
—Tengo las cuatro de la mañana. ¿Está bien?
—¿Quién sabe? —dijo Finnerty.
—¿No puede ver desde aquí el reloj de la alcaldía?
—La ocuparon hace horas.
—Y lo más posible es que estén a la búsqueda de su reloj —dijo Paul—. Mejor que se lo guarde en el bolsillo.
—Los que me dejan pasmado son los especialistas —dijo Finnerty—. Algunos tipos se engolosinan con cierto tipo de máquinas y dejan todo lo demás en paz. Hay un negrito que anda corriendo por todos lados con una pistola en la mano y sólo fusila las cajas de seguridad pequeñas del Departamento de Tránsito.
—Dios santo —dijo Paul—, jamás pensé que fuera a suceder esto.
—¿Quieres decir perder? —dijo Lasher.
—Perder, ganar... lo que diablos sea.
—Tiene todas las características de un linchamiento —dijo el profesor—. Sin embargo, lo es en una escala tan grande que supongo que está más próximo al genocidio. Los buenos mueren con los malos, las cadenas de los baños con los mandos automáticos de pernos.
—Me pregunto si las cosas no serían diferentes si no hubieran bebido —dijo Paul.
—No puedes pedir que ataquen sobrios a las máquinas —dijo Finnerty.
—Y no les puedes pedir que dejen de hacerlo cuando están borrachos —dijo Paul.
—Nadie dijo que iba a ser tan embrollado —dijo Lasher.
Una terrible explosión levantó en vilo el suelo y lo volvió a dejar caer.
—¡Diablos! —exclamó Lubbock, de guardia en lo que había sido el despacho de Katharine Finch. —¿Qué pasó, Luke? —preguntó Lasher.
—Los tanques de almacenamiento de gasolina. ¡Diablos!
—¡Bravo! —dijo, desesperado, Paul.
—¡Habitantes de Ilium! —resonó una voz desde el cielo—. ¡Habitantes de Ilium!
Paul, Lasher, Finnerty y Von Neumann corrieron a la abertura donde alguna vez había estado el gran ventanal. Cuando levantaron la mirada, vieron un helicóptero automático en el cielo, con su panza y alerones enrojecidos por los incendios de la tierra.
—¡Habitantes de Ilium, deponed las armas! —dijo su altavoz—. Se ha restablecido el orden en Salt Lake y Oakland. Vuestra causa está perdida. Derrocad a vuestros falsos dirigentes.
»Estáis completamente rodeados, aislados del resto del mundo. El bloqueo no se levantará hasta que Proteus, Lasher, Finnerty y Von Neumann no se hayan entregado a las autoridades en las barricadas de la Avenida Griffin.
»Podríamos bombardearos y aniquilaros, pero ésa no es una costumbre norteamericana. Podríamos enviar tanques, pero no es una costumbre norteamericana.
»Éste es un ultimátum: entregad a vuestros falsos dirigentes y deponed vuestras armas dentro de las próximas seis horas o sufrid las consecuencia de vuestras propias acciones durante los seis meses siguientes, aislados del resto del mundo. Clic.
»¡Habitantes de Ilium, deponed las armas! Se ha restablecido el orden en Salt Lake y Oakland...
Luke Lubbock apuntó con su rifle y disparó.
—Beeby dee bobble dee beezle! —chilló el altavoz—. Noozle a reeble beejee boo.
—Liquida su agonía —dijo Finnerty.
Luke volvió a disparar.
Entonces, el helicóptero planeó torpemente, lanzando todavía su arenga a la ciudad:
—Beeby dee bobble dee beezle! Noozle a reeble beejee...
—¿Dónde vas, Paul? —dijo Finnerty.
—A caminar.
—¿No te importa si voy contigo?
—Eso no tiene mucha importancia en esta época.
Y los dos salieron del edificio y caminaron por la ancha avenida llena de basuras que cortaba en dos la planta; pasaron fachadas numeradas que sólo tenían silencio, ruinas y desechos.
—No queda lo suficiente como para parecerse a los viejos tiempos, ¿eh? —dijo Finnerty, después de que caminaran un buen trecho sin pronunciar palabra.
—Una nueva era —dijo Paul.
—¿Brindamos en su honor? —preguntó Finnerty, sacando un frasco de bebida del bolsillo de su «camisa fantasmal».
—A la nueva era —dijo Paul.
Se sentaron delante del edificio 58 y, sin palabras, se pasaron la botella.
—¿Sabes? —dijo por último Paul—, las cosas no hubieran sido tan malas si hubiesen quedado tal como estaban cuando nosotros vinimos aquí. Ésos eran días pasables, ¿verdad?
Ahora tanto él como Finnerty sentían nostalgia, sentados en medio de las obras maestras destruidas, esas máquinas brillantemente diseñadas, hermosamente fabricadas. Una buena parte de sus vidas y capacidades había sido dedicada a esa fabricación, una fabricación que ellos habían ayudado a destruir en pocas horas.
—Las cosas no permanecen tal como están —dijo Finnerty—. Tratar de cambiarlas es demasiado divertido. ¿Recuerdas la excitación de grabar los movimientos de Rudy y luego tratar de manejar los mandos automáticos desde una cinta magnetofónica?
—¡Y funcionó! —exclamó Paul.
—¡Por cierto que sí!
—Y luego coordinar el grupo tres de pernos —dijo Paul—. Ésas no fueron ideas nuestras, por supuesto.
—No, pero más tarde tuvimos nuestras propias ideas. Ideas maravillosas —dijo Finnerty—. Más feliz nunca estuve, Paul; tan metido en el asunto que nunca tenía tiempo de percatarme de nada más.
—Es lo más fascinante que existe; hacer que las cosas no permanezcan tal cual están.
—Si no fuera por la gente, la gente condenada —dijo Finnerty—, siempre enredada con las maquinarias. Si no fuera por ellos, la Tierra sería el paraíso para un ingeniero.
—Brindemos por eso.
Lo hicieron.
—Tú fuiste un buen ingeniero, Paul.
—Tú también, Ed. Y no hay de qué avergonzarse.
Se estrecharon cariñosamente las manos.
Cuando regresaron al despacho del antiguo director general, encontraron durmiendo a Lasher y Von Neumann.
—¡Maestro! ¡Master! ¡Maítre!
—¿Ummm? —el hombre feo y robusto buscó sus gruesas gafas, las encontró y se sentó—. ¿Sí?
—Aquí el doctor Proteus me ha hecho una pregunta muy interesante —dijo Finnerty—. Yo mismo me he visto incapaz de darle una respuesta satisfactoria.
—Estáis borrachos. Fuera de aquí. Dejad dormir a un anciano.
—No llevará mucho tiempo —dijo Finnerty—. Adelante, Paul.
—¿Qué se hizo de los indios? —dijo Paul.
—¿Qué indios? —dijo lacónicamente Lasher.
—La Sociedad de las Camisas Fantasmales original, los indios de la Danza Fantasmal —dijo Finnerty—. Por los años mil ochocientos y pico.
—Descubrieron que sus camisas no eran a prueba de balas y que la magia no molestaba en nada a la caballería de los Estados Unidos.
—¿Y entonces?
—Entonces o morían o dejaban de tratar de ser buenos indios, y se convertían en ciudadanos de segunda categoría.
—¿Y qué probó el movimiento de la Danza Fantasmal? —preguntó Paul.
—Que ser un buen indio era tan importante como ser un buen hombre blanco, lo suficientemente importante como para luchar y morir en su nombre por más fuerzas en contra que tuvieran. Lucharon contra las mismas proporciones que ahora tenemos: una posibilidad entre mil, quizás, o algo más.
Paul y Ed Finnerty se miraron incrédulos.
—¿Usted pensaba que íbamos a perder? —preguntó Paul con vehemencia.
—Por cierto —dijo Lasher, mirándolo como si Paul hubiera dicho algo idiota.
—Pero usted todo el tiempo ha hablado como si se tratase de algo seguro —dijo Paul.
—Por supuesto, doctor —dijo Lasher de forma superior—. De no haber hablado de esa manera, no hubiéramos tenido esa oportunidad entre mil.
Paul se dio cuenta de que Lasher era el único que no había perdido contacto con la realidad. Él solo, entre cuatro dirigentes, parecía nada escandalizado por el curso de los acontecimientos; no le perturbaban y estaba, incluso, inexplicablemente en paz consigo mismo. Paul, tal vez, era quién más se había alejado de la realidad. Había tenido poco tiempo para reflexionar; había estado demasiado ansioso por participar en una organización poderosa y segura de sí, con posibles respuestas a los problemas que le había ocasionado lamentarse de estar vivo. Finnerty cubría su sorpresa inicial ante la declaración de Lasher. Era un apóstol perfecto. Al parecer, más que nada quería permanecer intelectualmente unido al dinámico Lasher; y él también ahora miró a Paul como si se sorprendiese de que Paul no estuviera seguro de lo que pasaba.
—Si no teníamos la más mínima posibilidad, entonces, ¿qué sentido tenía...? —Paul no terminó la pregunta e incluyó todas las ruinas de Ilium con un gesto de su mano.
Lasher ahora estaba totalmente despierto y caminaba de una punta a la otra de la habitación, aparentemente irritado de tener que explicar algo tan obvio.
—No tiene importancia si ganamos o perdemos, doctor. Lo importante es que lo intentamos. Nada más que porque sí, ¡lo intentamos!
Se puso detrás del viejo escritorio de Paul y los enfrentó a los dos desde allí.
De improviso Lasher sufrió una transformación. Mostró un aspecto suyo que a Paul le parecía imposible de imaginar, aunque fuera conocido de todos.
Y con la transformación, el escritorio se convirtió en un pulpito.
—Las revoluciones no son mi actividad fundamental —dijo Lasher, con su voz profunda y retumbante—. Soy un pastor, doctor, ¿recuerda? Antes que nada, soy un enemigo del Demonio, un hombre de Dios.
35
Cuando apareció el Sol sobre Ilium y los rescoldos de la ciudad parecían grises a la luz del eterno fuego a ciento sesenta millones de kilómetros de distancia, la limosina del Departamento de Estado, con una «camisa fantasmal» prendida a la antena, se arrastraba por las calles. Había cuerpos echados por todas partes, en grotescas posiciones de muerte violenta, pero manifestaban el milagro de la vida con un ronquido, un murmullo, el vuelo de una burbuja desde los labios.
A la luz temprana, la ciudad parecía un enorme estuche de joyas marcado con el terciopelo negro y gris de las cenizas voladoras y lleno de millones de tesoros centelleantes: trozos de tuberías de aire acondicionado, amplificadores, analizadores, soldadores de arco, baterías, cintas sin fin, facturadores, máquinas de contabilidad, embotelladoras, enlatadoras, cortacircuitos, capacitadores, relojes, cajas de monedas, calorímetros, computadoras, condensadores, conductores, mandos, correas transportadoras, criostatos, contadores, válvulas de escape libre, densometros, detectores, precipitadores, lavarropas, dispensadores, dinamómetros, dinamos, electrodos, tubos electrónicos, excitadores, ventiladores, filtros, archivadores, cambiadores de frecuencia, hornos, fusibles, apostadores, basureros, engranajes, generadores, intercambiadores de calor, aisladores, lámparas, altavoces, magnetos, espectómetros de masa, generadores de motor, ruidómetros, oscilógrafos, tableros electrónicos, máquinas de personal, células fotoeléctricas, potenciómetros, botones, radios, detectores de radiación, reactores, tensiómetros, grabadores, rectificadores, reductores, reguladores, retransmisores, reostatos, autoalimentadores, solenoides, clasificadores, espectrofotómetros, resortes, motores de arranque, conmutadores, magnetófonos, tacómetros, telémetros, aparatos de televisión, ensayadores, termómetros, termostatos, distribuidores de encendido, tostadores, rotadores, señales de tránsito, transistores, transductores, transformadores, turbinas, aspiradoras, tubos de vacío, vendedores, vibratómetros, viscosímetros, calentadores de agua, ruedas, espectrogoniómetros de rayos X, zimómetros...
Al volante iba el doctor Edward Francis Finnerty; a su lado el doctor Paul Proteus, y atrás estaban el reverendo James J. Lasher y el profesor Luwig von Neumann, y, dormido en el suelo, estaba el doctor Ewing J. Halyard, del Departamento de Estado. En un mundo de ruinas y sueño profundo, la forma de Halyard en el suelo apenas era causa de curiosidad, comentario o acción para remediarla. Los cerebros grises de la Sociedad de las Camisas Fantasmales estaban recorriendo los lugares fuertes de las fronteras de su Utopía. Y en todas partes encontraban lo mismo: armas abandonadas, puestos abandonados, montones de munición gastada y maquinarias acribilladas a balazos.
Los cuatro habían tomado una decisión entusiasta: durante los seis meses del bloqueo con que habían amenazado las autoridades, transformarían a estas ruinas en un laboratorio, en una demostración de lo bien que podían vivir los hombres virtualmente sin una máquina, y de lo felices que eran. Ahora veían la sabiduría del hombre común que había roto prácticamente todo. Ésa era la manera de hacerlo ¡y al diablo con la moderación!
—Pues bien, entonces calentaremos el agua y cocinaremos nuestra comida e iluminaremos y templaremos nuestras casas con leña —dijo Lasher.
—Y caminaremos adonde tengamos que ir —dijo Finnerty.
—Y leeremos en vez de ver televisión —dijo Von Neumann—. ¡El Renacimiento ha llegado al norte de Nueva York! Redescubriremos las dos máximas maravillas del mundo: la mente y la mano humanas.
—Sin pedir ni dar cuartel —dijo Paul mientras sacaban todo el mobiliario de una casa M-ll, lo arrastraban a un terreno baldío y lo hacían trizas.
—Esto es como la matanza de Custer y sus hombres —dijo Lasher, reflexionando—. Una victoria aislada contra una marea irresistible. Más y más blancos vienen de donde había salido Custer; y más y más máquinas de donde proceden éstas. Pero aún podemos ganar. ¡Muy bien! ¿Qué es ese ruido? ¿Alguien despierto?
Un débil murmullo se escuchó a la vuelta de la esquina, donde había estado la estación del ferrocarril y donde aún se celebraba algo. Finnerty fue a echar una buena mirada a los celebrantes.
En la sala de espera de la estación, todo era una carnicería. En el suelo, como prueba de una matanza anterior de habitantes de Ilium a manos de los Indios Oneidas, estaban desparramadas las entrañas de los vendedores automáticos de pasajes, nylon, café, periódicos y cepillos de dientes, así como la máquina lustrabotas, el estudio automático de fotografías, la consigna automática de equipaje, el agente automático de seguros...
Pero alrededor de una máquina se había reunido un grupo de gente, que se amontonaba excitada como si estuviera ante una gran maravilla.
Paul y Finnerty se apearon del coche para examinar el misterio y vieron que el centro de atención era una máquina de Orange-O. Paul recordó que Orange-O era una especie de cause célebre porque, al parecer, ni una sola persona en todo el país podía tragarse esa bebida; nadie, es decir, salvo el doctor Francis Eldgrin Gelhorne, el director general nacional, industrial y comercial de Comunicaciones, Alimentación y Recursos. Como un monumento en su honor, las máquinas de Orange-O se erguían junto a las demás, aunque los recaudadores de monedas lo único que encontraban en las máquinas era Orange-O rancia.
Pero ahora el excretor de pulpa de madera, agua y esencia química de naranja parecía tan popular como una ninfomaníaca en una convención de la Legión Americana.
—Chunk! —resonó una moneda y luego se oyó un zumbido y un gargarismo.
La multitud se deleitó.
—Esta vez llenó la copa casi hasta el borde y ahora está fresca y muy buena —dijo un hombre al lado de la máquina.
—Pero la luz detrás de Orange-O no se encendió —dijo una mujer—. Tendría que hacerlo.
—Eso lo arreglaremos entre los dos, ¿eh, Bud? —dijo otra voz desde atrás de la máquina—. Vosotros, traedme cerca de un metro de ese cable que cuelga de la máquina lustrabotas, y que alguien me preste su cortaplumas un segundo.
El hombre se puso de pie, se estiró y sonrió satisfecho y Paul le reconoció: era el hombre alto, rubicundo y de mediana edad que había arreglado el coche de Paul con un trozo de su sombrero hacía ya mucho tiempo.
En ese tiempo era desesperadamente infeliz. Ahora estaba orgulloso y sonriente porque tenía las manos atareadas haciendo lo que más le gustaba hacer, supuso Paul: remplazando a hombres como él por máquinas. Colgó la lámpara detrás de la palabra Orange-O.
—Ya está.
Bud Calhoun exclamó desde atrás:
—Pruébala ahora.
La gente aplaudió y formó una cola ansiosa por beber su Orange-O. El primer hombre vació su copa y fue de inmediato al final de la cola para servirse una segunda vuelta.
—Ahora echemos un vistazo a este viejo vendedor de pasajes —dijo Bud—. Oh, oh, lo tengo justo por el micrófono.
—Yo ya sabía que podríamos usar para algo el teléfono de la calle —dijo el rubicundo—. Yo lo buscaré.
El gentío, ahíto de Orange-O, se encaminaba tras ellos para darles su apoyo moral en la nueva empresa.
Cuando Paul y Finnerty volvieron a la limosina, se encontraron a Lasher y Von Neumann con un aspecto extremadamente triste y charlando con un adolescente que parecía brillante.
—¿Han visto un motor eléctrico de ocho caballos de fuerza por algún lado? —preguntó el jovenzuelo—. ¿Alguno que no haya sido roto del todo?
Lasher dijo que no con la cabeza.
—Bueno, supongo que tendré que seguir buscando —dijo el joven levantando una caja de cartón llena de motores, tubos, interruptores y otras piezas sueltas—. Este sitio es una mina de oro sin duda, pero es difícil encontrar lo que uno está buscando.
—Ya me lo imagino —dijo Lasher.
—Mire, si yo tuviera un motor decente que fuera bien con lo que ya tengo —dijo el joven con mucho entusiasmo—, apostaría cualquier cosa que podría hacer un artefacto que tocara la batería como nunca nadie lo hizo antes. Mire, usted toma un...
—¡Proteus! ¡Finnerty! —exclamó irritado Lasher—. ¿Dónde habéis estado?
—No sabíamos que había prisa en ir a algún sitio —dijo Finnerty.
—Pues yo sí. Vamos.
—¿A dónde? —preguntó Finnerty, y puso en marcha el automóvil.
—A la Avenida Griffin. A la barricada.
—¿Qué está pasando allí? —preguntó Paul.
—Las autoridades esperan que los habitantes de Ilium entreguen a sus falsos dirigentes —dijo Lasher—. ¿Alguno de vosotros quiere irse? —dijo Lasher—. Si queréis, voy yo solo.
Finnerty detuvo el coche.
—¿Pues bien? —dijo Lasher.
—Supongo que ahora es el momento —dijo Von Neumann con toda naturalidad.
Paul no dijo nada, pero no hizo ningún movimiento para apearse.
Finnerty esperó un poco más, luego apretó el acelerador.
Nadie habló hasta que llegaron al espectáculo de alambre de púas, postes telefónicos caídos y bolsas de arena de la barricada de la Avenida Griffin. Dos hombres moremos, elegantemente ataviados, Khachdrahr Miasma y el chah de Bratpuhr, acurrucados juntos, dormían en una trinchera a la izquierda de la barricada. Más allá del alambrado de púa, con sus ruedas mirando el cielo, había dos coches policiales destruidos y abandonados.
El profesor Von Neumann miró el campo con sus anteojos de campaña.
—¡Ah! Las autoridades —pasó los anteojos a Paul—. Allá... a la izquierda del granero. ¿Las ve?
Paul contempló los tres vehículos acorazados al lado del granero y a los policías con sus armas de fuego, comiendo, fumando, charlando alegremente.
Lasher dio una palmada en el hombro a Paul cuando éste le pasó los anteojos.
—Sonría, doctor Proteus... Ahora usted es alguien, tal como lo fue su padre. ¿Quién tiene la botella?
Finnerty se la entregó.
Lasher la tomó e hizo un brindis.
—A la salud de todos los indios buenos —dijo—, pasados presentes y futuros. A la Historia.
La botella fue de mano en mano.
—La Historia —dijo Finnerty, y pareció satisfecho con el brindis. Había conseguido todo lo que quería de la revolución, supuso Paul: una oportunidad para asestar un golpe salvaje a una pequeña sociedad cerrada que no le brindaba ningún sitio cómodo a él.
—La Historia —dijo Von Neumann. Él también parecía en paz. Para él, la revolución había sido un experimento fascinante, según comprendió Paul. Había estado menos interesado en lograr un final premeditado que en ver lo que sucedería en unos comienzos dados.
Paul tomó la botella y estudió un momento a Lasher por encima de la boca fragante de la botella. Lasher, el principal instigador de todo el asunto, estaba contento. Un traficante en símbolos durante toda su vida, había creado la revolución como un símbolo y ahora daba la bienvenida a la oportunidad de morir como tal.
Y el que faltaba era Paul.
—Por un mundo mejor —estuvo a punto de decir, pero no hizo el brindis, pensando en la gente de Ilium ya dispuesta a recrear la misma vieja pesadilla; se encogió de hombros—. A la Historia —dijo, y rompió la botella vacía en una piedra.
Von Neumann consideró a Paul y el vidrio roto.
—Éste no es el fin, ¿sabe? —dijo—. Nunca nada lo es, nunca lo será... ni siquiera el día del Juicio Final.
—Arriba las manos —dijo Lasher, casi alegremente—. Adelante, march...!
FIN
Esta obra, publicada por
EDICIONES GRIJALBO, S. A.,
terminóse de imprimir en los talleres de
Gráficas Rigsa de Barcelona
el día 25 de febrero
de 1977