LA MUERTE A LA ESPALDA (Ruben Ariel Urquiza)
Publicado en
marzo 18, 2010
¡El desierto crece y ay de aquél que oculta el desierto!
La piedra cruje contra la piedra, el desierto ahoga y devora.
La tremenda muerte arde oscuramente
y mastica: su vida es su masticar.
¡No te olvides, hombre, entregado de lleno al placer,
que tú eres la piedra, el desierto, que tú eres la muerte!
FRIEDRICH NIETZSCHE
Entre hijas del desierto -Ditirambos de Dioniso
Hace ocho años que vivo sin ninguna compañía y sin embargo nunca me he sentido afectado por la soledad; acaso porque nunca he estado realmente solo. Es cierto que durante un tiempo me vi perturbado por un gran dolor, una angustia que arrastró a las largas horas del día fuera de la circunferencia del reloj, y una lluvia de segundos eternos humedecieron mi espíritu. Pero por sobre todo, solía imaginar a la muerte rondando cerca, tramando desgracias a mis espaldas.
La soledad nos hace más egoístas, y cuando uno piensa en la muerte en circunstancias como la mía, naturalmente es nuestra muerte la que nos inquieta. Así, la idea de la muerte comenzó a abatirme y a dejar secuelas en mi salud: pronto un dolor intenso de cabeza acompañaría mis pensamientos y mis pesadillas. No hubo aspirinas ni remedio que pudiera con la terrible jaqueca que me atormentaba. La continua sensación de vivir con la parca ocultándose en las sombras de mi casa agravaba el malestar.
El dolor de cabeza no me dejaba dormir de noche y me impedía caminar por la ciudad bajo el sol porque la aguda molestia se acrecentaba. Me acostumbré a un sueño diurno, dilatado por bruscas interrupciones y sobresaltos producto de las imágenes que poblaban mi mente sin descanso. Abatido por el infierno en que me encontraba, alternaba vívidos sueños repletos de desastres con una vida nocturna y por momentos, onírica.
Por las noches salía a caminar, harto del encierro y deseoso de ventilar mis pulmones. Algo me preocupaba oscuramente: en los diarios era noticia la serie de asesinatos que con tenacidad eran llevados a cabo en la ciudad y que parecían no tener fin. Mi temor y las premoniciones de muerte crecían gradualmente, mientras el dolor golpeaba mi frente como a una campana, una campana que parecía preceder al acompañamiento del difunto hasta su última morada. De todos modos pasaba varias horas de la noche en la calle, quizás porque en ningún otro lado como en mi casa, sentía expandirse la presencia de la muerte en forma de sombras que se multiplicaban entre cuatro paredes.
El pánico y el dolor insufrible me hicieron perder la cuenta de los días y las noches. A menudo no recordaba lo sucedido la noche anterior, las imágenes provenientes de mis sueños falseaban la fidelidad de mi memoria.
He dicho que tenía la sensación de que la muerte acechaba a mis espaldas; esa sensación acabó cuando por fin pude verla de frente. Una noche caminaba por una calle perpendicular a la avenida que bordea al puerto, cuando escuché en medio del silencio al que estaba habituado, los pasos firmes de un hombre (eran las suelas de un par de mocasines los que caminaban la calle empedrada) a quien no pude distinguir debido a la oscuridad que lo ocultaba y lo perdía entre la vereda y la fachada de uno de los galpones que cubren el barrio portuario. La sangre se desperdigó por mis venas como hormigas sobre un hormiguero que acaba de ser pisado. Si por algo no me desesperé y contuve mi ansiedad de empezar a correr, fue porque lo consideré contraproducente. Por otra parte, me encontraba en un estado de levedad que me hacía vivir ese momento más como un testigo (tal cual sucede a menudo en los sueños) que como un protagonista. Apuré mi andar y sin sorprenderme noté que él hizo lo propio. Al cabo de una cuadra los dos caminábamos a toda marcha y nuestros pasos se oían al unísono; más que perseguidor y perseguido, parecíamos soldados desfilando ante la ceguedad de la noche.
Quizás por el cansancio que me produjo la carrera, quizás por el dolor de cabeza que me estrechaba las sienes y me impedía pensar con claridad, lo cierto es que de un momento a otro perdí la conciencia de lo que estaba sucediendo. Lo único que recuerdo es una fuerte irrigación sanguínea que estaba a punto de hacer explotar mi cabeza, y luego la persecución que terminó. Recuerdo también el forcejeo de dos cuerpos que en la memoria se me presentan ambos ajenos; y la sangre, sobre cuyo color mentía un farol lejano, corriendo por el asfalto.
En ese momento vi a la muerte de frente, estaba ahí, tendida en el suelo, sublime y fatal sobre un cuerpo que segundos antes era un hombre. Yo había sido el instrumento, y también (sobre todo para la víctima, que sintió mi cuchillo como un rayo de metal que atravesó la noche y se lo llevó) la propia muerte.
Seguramente no fue esa la primera vez que maté y creo que tampoco la última, pero esa noche la muerte dejó de asediarme. Fue cuando descubrí al asesino en mí. Ahora ya podía enfrentar la realidad, no necesitaba esconder parte de mí en la profundidad de mi inconsciente, ser dos personas a la vez.
Creo que nunca he estado realmente solo. La muerte y yo habitamos la misma casa durante años. Hasta ahora me ha tocado llevarla en mis manos y aplicarla sobre el último instante de la víctima. Algún día seré yo la víctima; ese día será el triunfo de otra parte de mi ser, esa parte que persigue el final. Ya no sufro el atroz dolor de cabeza; no sé si fue, o si me acostumbré y hoy sólo siento una leve molestia.
FIN