Publicado en
marzo 25, 2010
Creo que todos los fines de siglo se parecen en aquello de ser particularmente aburridos y en las tendencias al fundamentalismo, de un tipo u otro, que se dan en todo el planeta, paralelamente a la inquietud y al sentimiento de zozobra que produce entre los más ingenuos -que suelen ser los más, sobre todo en los períodos finiseculares- temerosas creencias como las que se refieren, por ejemplo, al cumplimiento exacto y una tras otra de todas las proféticas y casi siempre abracadabrantes predicciones de Nostradamus. Los fines de siglo son gratos, muy gratos, creo yo, para aquella variedad de masoquistas que son los catastrofistas.
Definitivamente, el siglo XX pasará a la historia como aquél en que el hombre odió más al hombre y para ello logró, al cabo de dos guerras mundiales, crear las armas de todo tipo que le permitirían borrar toda huella humana de la superficie de la tierra y dejar a este planeta convertido en un páramo de desolación en que, se sabe, sólo sobrevivirían las cucarachas.
Hoy se siguen arrojando, aunque sea sólo a título de ensayo nuclear simulado, bombas atómicas infinitamente más poderosas que las arrojadas por el gobierno norteamericano en Hiroshima y Nagasaki, aun a pesar del desacuerdo y la protesta de generales como Eisenhower y Mac Arthur y las declaraciones de quien fuera Jefe del Alto Mando Militar durante la mayor parte de la II Guerra Mundial, el almirante Leavhy, para quien aquellos lanzamientos significaron «caer en la ética de los bárbaros» y hacer la guerra de una manera para la cual ningún oficial o soldado había sido preparado: matando mujeres y niños absolutamente inocentes.
Todo esto pareció quedar atrás, superado para siempre, con la caída, en 1989, del muro de Berlín, y con el fin de la guerra fría. Con la desaparición de la Gran Amenaza atómica parecía que la humanidad podía entrar en un período de mayor serenidad y hasta de franco optimismo.
Pero hoy todo el mundo descubre, inquieto, cansado, asustado y absorto, una vez más, que está resultando bastante más difícil el paso de una etapa en la que la Amenaza era una, aunque improbable por lo nefasta que sería para la especie humana, a otra en que son múltiples los estados de peligro que se le aparecen al hombre por todo el planeta. Todo esto le ha permitido hablar a Baudrillard de una «ilusión del fin», según la cual el eslabón más débil del capitalismo habría resultado ser el propio comunismo, que al precipitar su suicidio habría estado a punto de precipitar también a su viejo enemigo en una suerte de dantesco infierno histórico.
La humanidad vive una revolución más -y sin duda la más profunda-: la revolución tecnológica. El tecnócrata parece haber reemplazado al burócrata y el informático al mismo filósofo. Las máquinas inteligentes están dejando reducidas a la nada las más sanas ideas de la cultura del ocio y creando con ello paro y desamparo nunca vistos aún en los países más altamente industrializados y, como consecuencia de esto, la dualidad de confrontación norte rico-sur pobre empieza a desbaratarse ante ojos tan inquietos como los del historiador Francis Fukuyama, que pecó sin duda de optimista cuando habló del fin de la historia sin pensar que, con nuevas variantes y matices, se la iba a encontrar en embrión de violencias incalculadas ante sus propios ojos, en esos bolsones de miseria material, étnica y cultural que convierten en Tercer Mundo a ciertas ciudades y regiones del país más rico y poderoso del mundo.
La cultura del ocio, que hoy ya suena a utopía, da paso en forma vertiginosa a la cultura del odio, en que palabras como solidaridad, caridad cristiana, misericordia o piedad empiezan a sonar ofensivamente en un mundo que asiste a una devastadora ola de conversadurismo. El pobre es hoy sólo un culpable, el único culpable de su fracaso en cualquier lugar. Y el rico sólo debe aspirar a ser más rico, así cree o no empleo o riqueza, porque de algún milagroso modo su riqueza chorreará un día tanto, sola, que terminará empapando a los fracasados y culpables pobres.
Adiós hasta al propio Adam Smith, cuya Teoría de los sentimientos morales debería ser, en cambio, libro de cabecera de todo buen creyente en la sociedad de mercado, precisamente para evitar caer en esos excesos
que sólo pueden generar odio en las sociedades aparentemente abiertas.
Lo primero que debe admitir todo defensor de la sociedad de mercado es que no todos los hombres son iguales ante el mercado. Y sobre todo en un país como el Perú, donde a veces uno llega a pensar que si la caca empezara a valer lo que el oro, los pobres nacerían sin culo.
Nada tengo contra los grandes progresos que la tecnología le permite al hombre, ni contra la libertad de mercado, ni mucho menos contra una sociedad abierta. Pero sí tengo mucho contra quienes, al defenderlas, caen en el más radical fundamentalismo, en una fanática y ciega violencia y atentan sin darse cuenta siquiera contra el más humano de los derechos humanos: el derecho a la vida en circunstancias materiales y espirituales de calidad.
En Europa, en Norteamérica, en Japón, y en América Latina, asistimos al curioso fenómeno de la decadencia y hartazgo, entre los ciudadanos, de la vida política, y el consiguiente desapego por las instituciones. Muy bajo es el número de votantes en las presidenciales norteamericanas, a pesar de ser este país una suerte de fortín de la democracia y lo que ella representa en forma de gobierno. La corrupción, en muchos países, ha ido de la mano, además, de largos o cotidianos brotes de violencia de todo tipo y origen, creando una suerte de desprecio por la política y los políticos, que acompañado por un ansia de orden, extiende este desprecio y desconfianza a las instituciones, a la democracia misma, y optan los ciudadanos por aquellos tecnócratas, poco o nada políticos, en los cuales creen ver firmeza y a los cuales les permiten gobernar con todo tipo de gestos y actitudes autoritarias. Senadores como Newt Gingrich o posibles candidatos como Roos Perot o su sucesor, Steve Forbes, multimillonario populista, antipolítico, fundamentalista, regenerador de viejas tradiciones pacatas, puritanista y verdadero militante del orgullo de lo Made in USA, pueden muy bien encontrarse en otros países del mundo occidental, siempre y cuando respetemos las distancias, guardemos las proporciones, y sepamos situarlos en un contexto determinado.
Confusión hay por todas partes y cada día más y el hombre parece acercarse a la imagen definitiva de un ser profundamente imbécil que mira cada día más horas de telebasura y soporta el idiotizador impacto de la angustiosa publicidad, sin capacidad de respuesta alguna. El poder de los medios masivos de comunicación, entre los que la televisión ha alcanzado ya la supremacía, ese poder en manos, como lo está en todas partes o casi, de inescrupulosos empresarios que sólo pugnan por los récords de audiencia y el beneficio en el más corto plazo, ha invadido todas las esferas de la vida pública y privada. Desde la política, cuando una buena performance de un candidato ante millones de telespectadores puede llevarlo a la primera magistratura, hasta el dolor íntimo de una familia que es desnudada sin piedad en la hipócrita, vulgar y estúpida farsa, disfrazada de lo que se necesite, de los reality shows.
O sea, pues, que el siglo XX se acaba y llega el año dos mil en que, lo cantaba Gardel, el mundo seguirá siendo la misma porquería que en el 506. Para mí, francamente, gran creedor y orgulloso valedor de los valores de la amistad, de la solidaridad y de la lealtad, el fin de siglo y el advenimiento de un siglo nuevo me parece que no me va a pescar nada desprevenido, ya que, aparte de ser un pesimista que desea que todo salga bien, soy, como mil veces lo he diho y repetido, una persona que apuesta siempre por los afectos privados y que privilegia todo lo que se refiere a su vida íntima. A veces, cuando aparento ser muy duro, es porque estoy preservándome de algo o más simplemente defendiendo mis territorios más personales, los íntimos y los privados.
Mi vida misma me parece ideal cuando siento que me convierto en una suerte de fortaleza por fuera y de jardín por dentro.
Por último, si Dios me da vida y buena salud, espero vivir lo que queda del siglo y todo lo que se pueda del próximo. Y experimentar, en la realidad, lo vivido en la imaginación hace unos cuantos meses, mientras compraba discos compactos en una tienda de New Heaven. Buscaba música y cantantes de los años cincuenta con una amiga cuyas hijas serán recién o todavía adolescentes cuando ya andemos en pleno siglo XXI. Me emocioné y me reí de mí mismo al pensar que, entonces, esas chiquillas ya estarían en edad de viajar libremente por los Estados Unidos y que fácilmente podría llegar el día en que yo les encargara que me trajeran música de mediados del siglo pasado, alcanzando sin duda para ellas, de golpe y porrazo, la edad del dinosaurio.
Y lo demás se lo dejo a Nostradamus, en el mundo entero, y al Presidente Fujimori, en los años que quedan de este siglo, en el Perú, al que le deseo nada más que cosas buenas de aquí a entonces y muchísimo después.
FIN