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marzo 18, 2010
Neblina. Limeña. Cerro. Pelado. Gris. Mar. Humedad. Frío. Qué horror. Cala.
Se mete. Hasta los huesos. Por los rincones. Chiflón. Faltan árboles. A gritos.
No hay color verde. Vida. ¿Dijo usted medio ambiente? No. Yo dije contaminación ambiental. Gases. Micros. Chóferes asesinos como si nada. Tráfico. Ley de la selva en el desierto. Y dije también que nos había tocado un invierno de esos.
Atroz. Como doble. ¿Cómo? Mire, Vallejo lo dijo mejor que nadie. "Hace un frío teórico y práctico". Y así también la crisis. Y el Perú es un país con muchas leyes pero sin ley. Y...
El abrumado empresario escondía su desesperación entre los pliegues de su cultura y los recovecos de un humor a prueba de balas. Pero últimamente las cosas de sus negocios y los bancos quebrados y la junta permanente de acreedores también endeudados ocupaban tanto su tiempo, despierto y dormido, que ya no le quedaba un segundo para perderse entre los intersticios de su bonhomía o los placeres de la buena mesa y la conversación, y más bien tendía a extraviarse por desfiladeros de limeña
neblina invernal, de playas peladas y cerros calatos, y de esos cielos gris mar donde el eco le repetía la suma de sus deudas y la injusta certidumbre de su quiebra inaplazable.
Las cosas, así de malas, venían de lejos. De muy atrás. Más allá todavía de esa década del noventa en la que en el país no se había generado, en términos natos, ni un solo puesto de trabajo estable y con remuneraciones adecuadas. Más allá todavía de ese volumen titulado "La adolescencia en el Perú", cuyos autores escriben sorprendidos que "el coeficiente de inteligencia en el grupo de 11-12 años es menor que el del grupo de 6-7 años, a pesar de que normalmente este coeficiente debe incrementarse con la edad". Y más allá también de unas cifras hechas públicas por la Sociedad Geográfica de Lima, según las cuales el nivel intelectual de los niños y jóvenes del Perú es uno de los más bajos de América Latina, muy a menudo apenas sobrepasa los 80 puntos o no alcanza los 100, mientras que en Chile alcanza un promedio de 125 puntos. Y más allá también del hambre de un 40 por ciento de costeños y hasta de un 60 por ciento de andinos que estiran la mano y muchos votos para saciar el hambre con las migajas
politizadas de un gobierno limosnero.1 -La fragata -dice, de pronto, el empresario abrumado-. Y añade: -Esto no lo salva ni Dios.
El empresario abrumado sabe de estas cosas porque trabajó y sudó y meditó, porque fue a los mejores colegios, porque hizo estudios de postgrado en los Estados Unidos y en Europa, y porque quiso hacer empresa en el Perú y educar en él a sus dos hijos, varones ambos, adolescentes. Él no es un ciudadano común y corriente, salvo, claro, por lo abrumado que anda ahora en que ha alcanzado el estado de ánimo que le es común a la mayor parte de sus compatriotas. Pero el ciudadano de a pie, de a pie ya con las justas, no es informado por su gobierno. Éste emite partes de campaña, más bien. Y casi siempre estos partes dicen exactamente lo mismo: "Aquí no pasa nada" o "Todo es normal". Y el empresario abrumado, lúgubre como personaje de un cuento de invierno, reflexiona y concluye: "Y la normalidad es precisamente lo más espantoso de esta degradación infinita".
Pesimista, el empresario abrumado siente cómo lo aplasta la impotencia, cómo lo moja hasta adentro la oscuridad de los presagios, el panorama sombrío y cerrado que tanto se parece a la vista sin vista de la gran ventana dúplex de su departamento barranquino con vista al mar. La
lontananza no existe en esta ciudad anfibia y fea. Recuerda un relato de aquel misterioso escritor llamado Romain Gary, que fue uno y fue muchos, y que escribió un hermoso y triste relato titulado "Los pájaros van a morir al Perú", que fue llevado al cine con actores como Charles Bronson, Fernando Rey, Jason Robards y Dominique Sanda. El retrato del general Manuel A. Odría, dictador, por supuesto, presidía cada una de las escenas de comisaría en que Fernando Rey hacía de corrupto coronel de la policía peruana. El retrato de Odría situaba la película en el tiempo, también en el lugar común: Perú, país de botas y sables, de autoridades corruptas y playas anémicas cual cementerios de pájaros marinos.
El empresario abrumado continúa evocando y se ve caminando por los Campos Elíseos, en París, y vuelve a vivir el instante en que la vista al paso de unas fotos en colores, publicidad de una película, lo atrajeron fatalmente al vestíbulo de un gran cine; aquellas fotos actuaron como un imán, aquellas fotografías lo llamaron fuerte y desde muy lejos. Eran sus playas colgadas en las vitrinas de un cine parisino y el título de la película todo un comentario, todo un programa de vida: "Los pájaros van a morir al Perú".
-La fragata -recuerda que había dicho, entonces, el joven postgraduado que no tardaba en regresar a trabajar en el Perú.
Pesimista, abrumado, buen lector, el empresario amaba el mar y en su biblioteca tenía entre otras joyas una muy antigua y buscada edición de Moby-Dick, la inmortal novela de Herman Melville, cuya visión de Lima era, como ninguna, el escenario de un cuento triste:
"Ni es en conjunto el recuerdo de sus terremotos derribando catedrales, ni las estampidas de los mares frenéticos, ni la ausencia de lágrimas en áridos cielos que jamás llueven; ni la visión del ancho campo de agujas inclinadas, bóvedas desencajadas y cruces desplomadas (como peroles inclinados de flotas ancladas), ni sus avenidas suburbanas de paredes de casas caídas unas sobre otras, como un castillo de naipes hundido; no son sólo esas cosas las que hacen de Lima, la sin lágrimas, la ciudad más extraña y triste que puede verse. Pero Lima ha tomado el velo blanco; y hay un horror aún más alto en esa blancura de su pena. Antigua como Pizarro, esa blancura conserva sus ruinas para siempre nuevas; no deja aparecer el alegre verdor de la decadencia completa; extiende sobre sus rotos bastiones la rígida palidez de una apoplejía que inmoviliza sus propias contorsiones".
-La fragata desde siempre. Desde Pizarro, al menos -comenta el empresario abrumado, pero ni siquiera reconoce ya su voz.
Opta por un whisky, y dos, y maldice porque a tremendo ventanal al mar hace días que no logra sacarle ni una sola vista, sólo neblina cerrada, panorama de cerrazón, y punto. Observa algunas de sus antigüedades, que pronto le embargarán, también. Tiene verdaderos tesoros, pero se detiene ahora en una herrumbrosa llave de la ciudad de Lima, recién proclamada capital del Virreinato del Perú. Perteneció a Nicolás de Ribera, el Viejo, uno de los trece de la isla del Gallo, conquistador del Imperio Incaico y primer alcalde de Lima. Con un tercer whisky, el empresario abrumado se oye decir, mientras abre la vitrina en que se encuentra la pesada llave, la levanta, la pesa y la sopesa, y la introduce en un bolsillo de su saco de fumar:
-Mis hijos no tienen veinte años y Madrid les gusta más que Miami o cualquiera de esas ciudades norteamericanas que tanto les gustan a los muchachos de hoy. Y yo soy viudo, no he cumplido aún los cincuenta años, por donde me toco no me duele absolutamente nada, y todavía le gano en squash a cada uno de mis amigos.
A la mañana siguiente, este hombre se mira en el espejo mientras se afeita, y por primera vez en años se reconoce. Pocos días más tarde ni él ni sus hijos son habidos en el Perú. Atrás han quedado sus empresas, sus casas, sus cosas, su gran biblioteca, el tesoro que son sus antigüedades.
Pasto de ávidos e implacables acreedores.
El ex empresario y sus hijos viven ahora en una correcta pensión de Madrid, donde, antes que nada, este hombre le ha escrito una breve carta al Rey de España, con la total seguridad de que será comprendido. No espera respuesta, tampoco pide favor alguno, sólo apela a la esmerada
educación de un Monarca y al conocimiento que sin duda tiene de aquel país que algún día fuera pieza clave del Reino de España, y que hoy... Y apela también -aunque de esto sólo tiene conocimiento por la televisión, algunas revistas y un par de libros- a la inteligencia de su mirada y de su sonrisa, a la bondad de sus gestos y al sentido del humor cojonudo de que ha hecho gala en más de una oportunidad, el Rey de España. El ex empresario ha adjuntado a su carta, simbólicamente, una llave bastante
herrumbrosa de la Ciudad de Lima, en el momento de su fundación. Es la misma que perteneció a don Nicolás de Ribera, el Viejo, el conquistador que conoció el hambre, el sudor y el riesgo de seguir al sur, desde la isla del Gallo, rumbo al Perú, y que luego fuera el primer alcalde de Lima, ciudad capital. El ex empresario considera que adjuntar esa llave tiene su toque de humor, también, a que no... Su carta dice así: Majestad.
Cinco siglos después, vengo a devolverle los trastos. Y no tengo más comentario que hacerle a quien, como usted, conoce de tauromaquia, que citar estas palabras de Rafael Guerra, "Guerrita": "Lo que no puede ser no puede ser y además es imposible".
La llave que le adjunto dice algo de una puerta que se cierra y también de una cerrazón, en la primera acepción que de esta palabra nos da el Diccionario de la Real Academia Española: "Oscuridad grande que suele preceder a las tempestades, cubriéndose el cielo de nubes muy negras".
Permítame, Majestad, que, para concluir, hable en un plural, nada mayestático, por cierto: "Hicimos todo lo posible".
La carta no lleva remitente ni ambición alguna. Es tan sólo el punto final de un cuento de invierno.
-- 1 - Datos obtenidos en la revista "Quehacer", números 118 y 124, de mayo-junio de 1999 y mayo-junio de 2000.
FIN