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marzo 25, 2010
La utopía ha sido siempre una de las inquietudes fundamentales de Fredric Jameson. Ninguna otra hebra intelectual presenta la misma continuidad en su obra, desde Marxism and Form hasta A Singular Modernity, en cuyas últimas líneas podemos leer: «Lo que necesitamos en realidad es una sustitución generalizada de la temática de la modernidad por el deseo que llamamos Utopía. Nos es precisa la combinación de una misión poundiana para identificar las tendencias utópicas, con una geografía benjaminiana de sus fuentes y una estimación de su presión en los que ahora se presentan como una multiplicidad de niveles de mar. Las ontologías del presente exigen arqueologías del futuro, y no predicciones del pasado»1. Sin embargo, a pesar de esta presencia ubicua, se trata de una inquietud que recibe por primera vez un tratamiento exclusivo en el ensayo publicado en la NLR 25. «La política de la utopía» ofrece su meditación más exhaustiva hasta la fecha acerca de un tema central de su obra.
I
Las utopías, observa Jameson, siempre han presentado dos dimensiones: existencial e institucional, visiones de otra naturaleza humana o un orden cívico distinto. Entrelazadas con vestigios del manifiesto, de la constitución, del espejo de los príncipes, prosperan no en tiempos de convulsión revolucionaria en sentido estricto, cuando las reivindicaciones populares se concentran en una terna de prioridades prácticas inmediatas –pan, tierra y paz, por así decirlo–, sino en la calma que precede a la tormenta, cuando los ordenamientos institucionales se presentan sin cambio alguno, pero las mentes han recobrado la libertad, gracias a cambios tectónicos todavía invisibles, para reinventar el mundo. Creadas en momentos de suspensión de la política –una suspensión entendida en el sentido de la espada legendaria–, esta concepción de las utopías no pierde en términos fundamentales, a pesar de todo su potencial lujo de detalles, una testaruda negatividad, un emblema de lo que, a pesar de todo, no podemos aferrar o imaginar, lo cual indica las características oscilaciones y oposiciones del repertorio utópico.
Dos son las razones, sugiere ahora Jameson, de esa paradoja a la que con frecuencia éste había hecho alusión, pero que hasta ahora no había explorado: por una parte, el astigmatismo ideológico que resulta de toda posible posición de clase con arreglo a la cual puede imaginarse una utopía, y, por otra parte, el miedo constitutivo que todo sujeto humano ha de sentir ante la idea vertiginosa de una pérdida de todas las coordenadas familiares –habituales o sexuales– del yo acarreadas por todo cambio sistémico completo. Tan es así que, si nos preguntamos en qué puede consistir hoy un programa político utópico, tal vez –conforme al espíritu de la sugestión adorniana de una emancipación definida negativamente como el estado en el que nadie careciera de alimento– una respuesta contemporánea podría ser: aquella condición en la que nadie, en cualquier parte del mundo, careciera de trabajo; una exigencia capaz, en su modestia, de derribar toda institución social, económica y moral conocida2.
II
Si éste es, a grandes rasgos, el contenido general de «La política de la utopía », dos de sus temas invitan a las variaciones. El primero es un impresionante pasaje en el que Jameson sitúa el surgimiento de las utopías en periodos de calma que preceden a las tormentas revolucionarias. Históricamente, caben pocas dudas de que, en efecto, ha sido ésta la pauta constante.
La utopía que escribiera Moro en 1516 precedió al estallido de la Reforma que sacudió Europa y consumió al propio Moro en menos de un año. El siguiente grupo de utopías importantes –la Ciudad del Sol, de Campanella (1623), Nueva Atlántida (1627) y la digresión idiosincrática de Robert Burton en Anatomía de la melancolía (1621-1638)– apareció en el periodo anterior al estallido de la Guerra Civil inglesa y el levantamiento napolitano en el siglo XVII. La más grande ensoñación del siglo XVIII, el Suplemento al viaje de Bougainville (1772), fue escrita una generación antes de la Revolución Francesa. También en el siglo XIX, el extraordinario conjunto de ficciones utópicas en los últimos años del siglo –El año 2000: una mirada retrospectiva, de Bellamy; la respuesta de Morris en Noticias de ninguna parte (1890); Freiland, de Hertzka (también de 1890), a las que podríamos añadir, como un colgante procedente de Extremo Oriente, Gran Consonancia (1888-1902)– precede a las turbulencias de 1905-1911 en Rusia y China, al estallido de la Primera Guerra Mundial y a la Revolución de Octubre. En el siglo XX, de nuevo, el trío de grandes utopías del exilio escritas en Los Ángeles y Boston –Minima Moralia de Adorno (1943-1945), El Principio de Esperanza de Ernst Bloch (1938-1947) y Eros y civilización (1955)– fueron redactadas mucho antes de la explosión de finales de la década de los sesenta.
En todos estos casos, la hipótesis de Jameson se sostiene perfectamente. ¿Sucede lo mismo con su corolario tácito, esto es, que durante los torbellinos revolucionarios mismos las voces de la utopía entran en silencio?
Esto parece más dudoso. En todo gran cataclismo, continuaron produciéndose impresionantes visiones de un futuro radicalmente distinto. Durante la revolución inglesa, basta pensar en el asombroso El derecho de libertad, de Winstanley, o en The Commonwealth of Oceana, de Harrington, que razonablemente puede ser considerada como una de las utopías políticas más influyentes de todos los tiempos. Durante el ciclo de la Revolución Francesa, se produjo la Conspiración de los Iguales de Babeuf en el periodo del Directorio, así como el relámpago de la Teoría de los cuatro movimientos de Fourier, escrita cuando Napoleón entraba triunfante en Jena.
La revolución rusa vio apariciones de una utopía campesina, misteriosamente ambigua en el caso del escritor más grande del país, Andrei Platonov, e ingeniosamente afirmativa en su sociólogo más original, Alexander Chayanov3. En cuanto a las erupciones de 1968 y posteriores, esta vez fue el tiempo de la utopías feministas que Jameson evoca en su conclusión:
La dialéctica del sexo: en desfensa de la revolución feminista (1970), Los desposeídos: una utopía ambigua (1974) y Woman on the Edge of Time (1976), escritas cuando Estados Unidos estaba siendo expulsado de Vietnam. Festivales de los oprimidos, dicho con la frase de Lenin –que podría haber sido también de Batjin–, las revoluciones combinan habitualmente explosiones de lo inmediato con saturnalias de lo definitivo en vez de optar por un término con exclusión necesaria del otro.
III
¿Dónde nos dejan hoy estos precedentes? Jameson, después de señalar que las circunstancias políticas aparentemente estacionarias son capaces de generar una intensa productividad utópica, observa por otra parte que «la mayor parte de la historia humana se ha desplegado en situaciones de impotencia y desposesión, en las que este o aquel sistema de poder estatal se erigía con firmeza y ninguna revuelta parecía siquiera concebible, no digamos ya posible o inminente», y con todo también cuando ninguna imagen utópica del futuro llegó a aflorar a la superficie. Jameson nos invita a preguntarnos cuál de estas dos constelaciones podría ser la nuestra. Haciéndonos esta pregunta, vale la pena recordar dos aforismos, que se sitúan en los extremos del intervalo de tiempo transcurrido desde el último gran periodo de turbulencia política experimentado en el mundo.
En 1967, en vísperas de una cadena internacional de revueltas sin parangón desde hacía casi un siglo, Herbert Marcuse, pensador utópico par excellence de la estación muerta que antecediera a aquel periodo, pronunció una conferencia en Berlín. Su título era «El final de la utopía». ¿A qué se refería? La verdadera sustancia del utopismo, sostenía, no se encuentra en la creación de un ámbito de libertad más allá del ámbito de la necesidad, que deja un residuo irreductible de trabajo no libre, como previera Marx. Reside, por el contrario, en la desaparición completa del trabajo alienado, en la más plena libertad imaginada por Fourier, en la que el trabajo y el juego se tornan indistinguibles. Aquella perspectiva extravagante era ahora completamente factible. «Todas las fuerzas materiales e intelectuales », declaró, «que podían aplicarse a la realización de una sociedad libre están al alcance de la mano»4. La movilización para la liberación de esas fuerzas en una revolución social ya no exigía un enorme salto de la imaginación. En este sentido, el utopismo había terminado.
Tres décadas más tarde, Immanuel Wallerstein, fundador entonces de una de las teorías críticas más influyentes acerca del capitalismo mundial, consideró la cuestión en 1998. La respuesta que dio en su libro Utopistics fue la misma, pero su significado era el contrario. «Las utopías», escribía en las frases que abren el libro, «son criaderos de ilusiones y, por lo tanto, inevitablemente, de desilusiones. Pueden ser utilizadas, y lo han sido, para cometer terribles errores. A decir verdad, lo último que necesitamos son más visiones utópicas». En lugar de éstas, Wallerstein propone una idea más modesta, concibiendo la expresión «utopistas» tan sólo como una «evaluación sobria y realista» de diferentes modos factibles de organizar la sociedad, juzgados con arreglo a su grado de «racionalidad sustantiva»5.
Termina bosquejando un orden que estima superior a aquel bajo el que vivimos hoy: una economía cuyas unidades se asemejan a instituciones sin ánimo de lucro como los hospitales públicos, una sociedad de clases menos desigual en el mejor de los casos, una ecología que cobra al contaminador los costes de los daños infligidos a la biosfera. Con independencia de sus méritos, esto tiene poco que ver con el final de la utopía en el que pensaba Marcuse.
¿Qué ha pasado entre ambos momentos? Esencialmente, tres décadas de derrotas políticas prácticamente ininterrumpidas de todas las fuerzas que en su momento lucharon contra el orden establecido. En lo que atañe al intelecto y a la imaginación, ello ha supuesto un despiadado cierre de espacios. Con fundadas razones Jameson concluye con líneas sacadas de Woman on the Edge of Time, ya que históricamente tal vez fuera ésta la última obra utópica de amplia resonancia producida en el siglo XX. A tres años de su publicación, comenzó la marea de restauración que aún continúa creciendo a nuestro alrededor, con la instalación del primer régimen de posguerra de la derecha radical en Londres. Fue el gobierno de Thatcher el que acuñó el nuevo lema del momento: «No hay alternativa». Pronto dejó incluso de ser necesario proclamar que el capitalismo era superior al socialismo, como si cupiera una elección entre ambos, ya que se trataba del único sistema social concebible, coextensivo de la humanidad por los tiempos de los tiempos; y así permanece en lo sustancial, si nos atenemos a los parámetros del debate público en una u otra parte del planeta, dentro de un toma y daca en el que se acuña un eufemismo local u otro. En tales condiciones, no causa excesiva sorpresa que no sólo lo político sino lo utópico en cuanto tal hayan quedado en un suspenso generalizado desde mediados de la década de los setenta.
IV
Ahora bien, no se trata únicamente de una pura carencia. Algo ha cambiado con aquella misma combinatoria utópica en proceso de recesión.
Históricamente, las utopías tienen cuatro temas dominantes. En primer lugar, se presenta la propiedad –un tema que Moro recoge de Platón y que se remonta al origen mismo del pensamiento político occidental–.
Luego apareció el trabajo-juego-arte, concebido como un único continuum o un intercambio, desde Schiller a Morris. Después llegaron la sexualidad y sus consecuencias: Diderot, Fourier y sus descendientes. Por último, la naturaleza como conquista o compañera, Trotski contra Benjamin.
La mayoría de las utopías, empezando por la de Platón, contenía elementos que abordaban más de uno de estos dominios, pero cada uno de ellos se presentaba en primer plano en tanto que principal preocupación de lo que podríamos denominar el orden epocal descrito. ¿Qué ha sido de ellos bajo el eclipse posmoderno que comenzara hace unos veinte años? La obra misma de Jameson sobre la lógica cultural del capitalismo tardío indica las respuestas relevantes. En este periodo no se ha asistido a la mera represión de las temáticas utópicas arquetípicas, sino, por el contrario –e inconfundiblemente–, a su desfiguración en una serie de caricaturas, que remeda e invalida las esperanzas o las aspiraciones que antaño representaran.
Es el caso de la propiedad: ¿cabe acaso otro procedimiento más democrático para deshacerse como por arte de magia de sus límites tradicionales que la extensión de los fondos de pensiones, la «civilización de los inversores» que movilizó tantos ahorros populares en pos de Enron y WorldCom?7 Trabajo y juego: ¿cabe acaso una superación más sencilla de su oposición que la actividad productiva central de nuestra época, a saber, la especulación, esto es, la sublime vocación tradicional del filósofo librepensador? Arte y vida cotidiana: ¿no se han fundido acaso hace tiempo en procesos de moda y diseño que dan forma a todo acto meditado de consumo? Liberación sexual: cuando una nación está pendiente de las más íntimas transacciones entre un gobernante y una alumna en prácticas, por no hablar de la penitencia poscoito entre los progresistas más sublimes, ¿qué sentido tiene a estas alturas hablar de desublimación represiva? En cuanto a la naturaleza, ¿no se propuso conservarla hace tiempo el Sierra Club? El espíritu de los tiempos, perfectamente recogido por Thomas Frank, no encuentra dificultades a la hora de proyectar su propia utopía virtualizada8. Pensemos en aquel anuncio que representa a un yuppie repantingado a sus anchas en la cama, mirando el Nasdaq en su monitor, con los auriculares puestos. Debajo, puede leerse la jubilosa leyenda: «Del parqué a la pista de baile sin quitarte el pijama». ¿Sería capaz de superarlo Guy Debord?
Sin embargo, entre todo este jolgorio, hay una vieja temática utópica que ha cobrado un giro inquietante. Siempre hubo, por usar una frase que cobra ahora una nueva pertinencia, una oveja negra en el rebaño de los fantasmas liberadores de un futuro diferente y mejor. No se trata del dinero, ni del trabajo, el arte, el sexo o la naturaleza, sino de la ciencia. En Platón y en Moro, la principal función de la propiedad colectiva consiste en garantizar las condiciones óptimas para la vida de la mente, concebidas sin embargo dentro de un registro filosófico –es decir, contemplativo– o ético. Sólo con la Nueva Atlántida de Bacon la ciencia como dominio de las leyes de la naturaleza y la tecnología como su utilización para los fines del hombre se convierten en el valor supremo de una utopía. Éste es el comienzo de una línea característica que desciende de Condorcet, Saint- Simon y Comte hasta el comunista Bernal y el conductista Skinner en el siglo XX9. Lo sorprendente de este linaje se advierte en la prontitud con la que no sólo se ganó los ataques desde el interior de las propias filas radicales, sino con la que generó sus propias formas contrapuestas. En el siglo XIX, encontramos en la izquierda la furiosa polémica de Bakunin contra Marx por la propuesta de una dictadura de la ciencia; en la derecha, el asalto de Dostoievski contra Chernichevski en Apuntes del subsuelo; en el centro, Erewhon, un mundo sin máquinas, de Butler, la historia del maquinismo escrita conforme a un burlesco darwinismo. En el siglo XX, Huxley –un admirador de Butler– hizo de tales reacciones un canon con Un mundo feliz. La distopía no es sólo una utopía cualquiera.
Es una pesadilla, específicamente, de dominación tecnológica: la corrupción o la distorsión de lo más esencialmente humano por el uso maligno de los poderes de la ciencia.
Cualquier inventario que llevemos a cabo de la producción imaginativa o teorética de las pasadas dos décadas nos permite comprobar que esta forma ha desbancado imponentemente a los impulsos utópicos residuales.
De forma característica, sus figuraciones se han condensado en un topos particular: las metamorfosis radicales del cuerpo. En la línea central de la literatura utópica, lo corpóreo en cuanto tal nunca fue un dato significativo en el repertorio del cambio. La naturaleza humana que había que transformar era social, no biológica. Sin embargo, en la variante cientifista encontramos alusiones a ésta desde el principio. Descartes, al igual que Bacon, creía que todos los problemas pendientes en el Libro de la Naturaleza quedarían resueltos por la ciencia en unos años, incluidas la vejez y la enfermedad, y pronto la gente viviría siglos en vez de décadas10.
Bernal, escribiendo en 1929, celebraba el desprendimiento total de la carne, a medida que los seres humanos fueran convirtiéndose en células de una pura actividad mental, migrando al espacio estelar11. Más tarde, Firestone y Piercy contemplaban la retirada de las cargas de la reproducción a las mujeres. Sin embargo, estas versiones positivas fueron pocas y distantes entre sí. En este caso la línea abrumadoramente dominante fue la tradición distópica establecida por Huxley, en la que la manipulación o la manufactura somáticas despojan a la existencia de toda libertad y todo significado.
Sobrecargado por la nueva genética, este imaginario ha proliferado en la época posmoderna, en el mundo de prótesis, clones, implantes replicantes, proyectados en el ciberpunk y en otros tipos de ficción. La disolución de las fronteras entre lo orgánico y lo mecánico, ya presagiada por Mary Shelley o Butler y que más recientemente ha cobrado una memorable expresión gracias a Gibson o Atwood, es ahora ubicua. Ahora bien, aunque ya hace tiempo que esta disolución constituye un elemento esencial de la ciencia ficción, hoy el cambio consiste en que los mismo topoi se han convertido en cuestiones de interés público y de la filosofía oficial.
El último libro de Jürgen Habermas, El futuro de la naturaleza humana –subtitulado «¿Hacia una eugenesia liberal?»–, da la bienvenida a los avances médicos potenciales de la ingeniería genética, pero niega rotundamente la moralidad de la clonación: ¿no llevaría a un nuevo tipo de esclavitud, que debilita la kantiana autonomía de la personalidad?12 Con mayor elocuencia aún, en su última obra El fin del hombre, Francis Fukuyama revisa su diagnóstico acerca del final de la historia a la luz de lo que denomina la revolución biotecnológica. Tras explicar que él creció en la década de los cincuenta bajo la doble estrella polar de 1984 y Un mundo feliz, observa que, una vez que el espectro del primero ha sido desterrado, son los peligros relatados en el último –cada vez más sutiles y clarividentes– los que precisan de nuestra máxima atención.
En su trabajo, el punto capital del cambio al que nos enfrentamos es expuesto con claridad diagramática. Fukuyama no revoca su concepción de que la historia, entendida como el desarrollo de formas sucesivas de sociedad, ha llegado a su fin. No cabe nada más allá del capitalismo liberal- democrático. En el ámbito social, nuestras instituciones son las únicas y no hay nada más que hablar. No sólo todas las utopías que soñaban con un futuro distinto y mejor, sino incluso aquellas distopías que temían uno peor son otros tantos vestigios de un pasado que apenas merece ser recordado. Por su parte, y diametralmente opuesto al ámbito social, en el ámbito biológico todo forma un flujo. Éste es el único estrato de la vida en el que la idea de «revolución» conserva un significado. ¿Quién sabe si los presagios de Habermas acerca de la autonomía humana o –en el otro polo– el sueño cartesiano de conquista de la muerte podrían no realizarse?
Jameson ha observado estupendamente que hoy a las personas les cuesta menos imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Ahora podemos añadir: también les cuesta menos imaginar el fin de la identidad o de la mortalidad.
V
En un diálogo emprendido a mediados de la década de los setenta, Bloch y Adorno discutieron acerca del destino de la utopía. Adoptando un tono poco habitual, Adorno declaraba que «íntimamente, todo el mundo sabe, lo admita o no, que las cosas podrían ser de otra manera. Las personas podrían vivir no sólo sin hambre y probablemente sin miedo, sino como seres libres». Sin embargo, la utopía acarreaba algo más que esto. Su «punto neurálgico es la cuestión de la abolición de la muerte». Para los bien-pensants, esta perspectiva era como «lanzar una piedra contra una comisaría y ver aparecer inmediatamente después a un policía», «la reacción inmediata a la idea de que las personas podrían dejar de morir consiste en pensar que nada podría ser peor o más horroroso». Sin embargo, sin este umbral la utopía no es pensable, ya que la muerte no era «sino la violencia de lo que sencillamente es», que genera una identificación delatada por el miedo a su eliminación. Sin embargo, no es otra la razón metafísica de que de la utopía sólo pueda hablarse en negativo. Toda imagen afirmativa de la misma es necesariamente infiel a esta tensión intrínseca.
Ningún progreso científico podría modificar esa prohibición. La utopía no podría ser segmentada. Su significado era «el cambio de todas las cosas», y los meros avances médicos –como si la anulación de la mortalidad no fuera más que un problema de «atravesamiento del umbral entre la vida orgánica e inorgánica gracias a nuevos descubrimientos»– por sí mismos no tendrían mayor relevancia al respecto que la televisión o los vuelos supersónicos. El imperativo utópico era una transfiguración de todas las categorías de la existencia, no sólo de una. Bloch no discrepó, aunque insistió en diferencias entre las concepciones de la plenitud social y del derecho natural con arreglo a las cuales se han imaginado, respectivamente, la felicidad y la libertad, en tanto que constituyentes distintos del sueño de otro mundo. Sin embargo, el énfasis final le corresponde sólo a él. El estímulo del anhelo utópico procedía de las palabras desnudas que se escuchan en Mahagonny: «Falta algo». No contenían ninguna promesa de algo mejor, sólo un deseo. El principio por el que recordamos a Bloch lo aseguraba. «La esperanza es lo contrario de la seguridad, de un ingenuo optimismo. En su seno siempre está al acecho la categoría de peligro.
VI
Cuarenta años después, no es la esperanza, sino su antónimo, lo que se cierne sobre la idea de un orden alternativo. Con arreglo al planteamiento de la ingeniería genética, el miedo a la utopía en el que Jameson hace hincapié –ante la idea de una pérdida del sí mismo constituido– ha cobrado un cariz nuevo y más agudo. En este marco, el minimalismo irónico de la reivindicación utópica que plantea, el pleno empleo en todo el mundo, cobra si cabe la arista de una sencilla flecha política. La primera condición para el renacimiento de la imaginación utópica consistiría en volver a poner el pie en el terreno social, de las instituciones y las ideologías, los sistemas y los Estados. Por su parte, el terreno biológico no puede dejarse por más tiempo –si es que alguna vez pudo estarlo– en manos de quienes están consagrados o resignados al orden establecido del capital; a su vez, éste habrá de ser invertido en formas nuevas. A este respecto, cabe esperar una especie de efecto de judo de la insistencia a nuestro alrededor en la idea de que el capitalismo es inmutable. Pudimos comprobarlo ya con la inquietud prácticamente universal, incluso entre aquellos que compartían su punto de vista político, suscitada por el anuncio original de Fukuyama acerca del fin de la historia. El tedio de aquello que siempre será lo mismo no es una buena tarjeta de visita. En palabras de Baudrillard: «La alergia a todo orden definitivo, a todo poder acabado, es por fortuna universal.
Ningún otro pensador comprendió esto último tan profundamente como Fourier. Su utopía se basaba en una teoría de las pasiones humanas, «las dueñas del mundo», tal y como la describía. Entre éstas, las tres más preciosas eran la Cabalista, la Compuesta y la Mariposa. La Cabalista era el espíritu de la intriga, a la que concedía mucha importancia: podríamos llamarla las ingenuidades del cálculo político. La Compuesta era el entusiasmo por combinar los placeres de la existencia, físicos y espirituales, sociales y somáticos. La Mariposa era el inextirpable deseo humano del cambio en cuanto tal, de la variación de esperanzas y horizontes, de la diversidad de sentidos y de escenarios. «Se trata de la pasión», escribía, «que en el mecanismo social ostenta el rango más alto; es el agente universal de transición. La plena expresión de esta pasión da lugar a una forma de felicidad atribuida a los sibaritas parisinos»: «el arte de vivir tan bien y tan rápido»17. En su época, a la gente le sorprendía que Fourier considerara a la mariposa como emblema del cambio; hoy, a la teoría del caos le sorprendería menos.
Clásicamente, las utopías eran imaginadas en islas, enclaves o colonias: espacios delimitados, segregados dentro del mundo o proyectados más allá de éste. Hoy, ¿no habría que pensar la utopía adecuada como globalizada, colocando a toda la Tierra bajo el ala de esa mariposa, que tan bien y tan rápido revolotea? Sin embargo, también podemos considerar la renovación de las energías utópicas desde un enfoque más histórico.
Nadie ha capturado ese otro tempo tan notablemente como Jameson, en una de aquellas frases inesperadas que son su signatura. Procede de Brecht and Method, donde escribe:
La estasis actual en todo el mundo –conforme a la doble condición del mercado y de la globalización, de la mercantilización y de la especulación financiera– ni siquiera cobra un funesto sentido religioso que nos remite a una naturaleza humana implacable; sin embargo, no cabe duda de que parece haber dejado atrás todo lugar para la acción humana, haciendo queésta se torne obsoleta. De ahí que una concepción brechtiana de la actividad deba ir acompañada del renacimiento del antiguo sentido precapitalista del tiempo mismo, del cambio o el fluir de todas las cosas; el movimiento de este gran río del tiempo o el Tao nos conducirá de nuevo lentamente corriente abajo hacia el momento de la praxis.
Lao Tse flota hacia Marx. ¿Se agita acaso el torrente del capital demasiado rápido para semejante cita? Más tarde, Jameson plantea esa misma objeción. Otros podrían poner en tela de juicio la paradoja de un activismo expresado dejándose llevar por la corriente. No obstante, el poder de la imagen permanece. No precisa de ningún attentisme. El Tao Te King es también un grito de ira social, un ça ira de la época. «Deja de ser altruista, olvida la rectitud / el pueblo estará cien veces mejor así.»19 Pocas palabras llaman a nuestra puerta tan bruscamente, en una era de piedad institucional en la que sólo Confucio podría haber soñado. ¿Debemos considerarlas también como utópicas?
FIN