Publicado en
marzo 13, 2010
Feliciano Iriarte pertenecía a esa desgraciada categoría de maestros a las que ningún alumno le decía profesor sino 'profe', por esas cosas de la vida en el Perú de los años cincuenta, en que las cosas estaban claras, las cholitas eran bonitas, y nadie quería imaginarse siquiera lo pluriétnica y pluricultural que podía ser la auténtica realidad nacional.
La gran diferencia entre un profesor y un profe es que a aquél se le respeta dentro y fuera de la sala de clases y dentro y fuera del colegio, mientras que al profe se le mete vicio, se le indisciplina uno, dentro y fuera del aula, e incluso después, ya de regreso a casa, de vuelta del colegio, o sea cuando el pobre hombre ni siquiera está presente. Digamos, pues, que uno es esencialmente irrespetuoso con el profe.
Y en el ambiente de colegio bien, de barrio bien, de alumnos bien, con padres económica y socialmente bien, Feliciano Iriarte calificaba para profe, quintaesencialmente, pero él como que estaba muy consciente de ello y confiaba en que, con ahínco, con tesón, tarde o temprano iba a escalar, por más que de profe lo tuviera todo -color modesto, uniforme militar de muy baja gradación sin tendencia al alza, y condición de atleta nacional, lo cual en el Perú implica un desamparo institucional tan solo comparable al amor por la camiseta patria, aunque prácticamente jamás se compita en el extranjero ni contra extranjeros. Se nace entrañablemente atleta peruano, o algo así, y después ya cada uno ve cómo se las arregla, cómo se alimenta, cómo se uniforma, y cómo entrena aunque sea de noche y en la calle.
Feliciano Iriarte era, se deduce, nuestro profesor de educación física, con rigor y disciplina militares, pero nuestro colegio era norteamericano, como lo era también todo el cine que veíamos, y en el mundo en que vivíamos quien no egresaba de West Point como que no era muy militar que digamos, o, por decirlo más clara y explícitamente, nuestros héroes máximos habían muerto todos en la guerra con Chile, en el siglo pasado, y un militar actual de baja gradación, metido en un colegio norteamericano y enseñando educación física, mucho, muchísimo más tenía que ver con un atleta nacional que con un auténtico West Point.
En nuestro colegio norteamericano se le enseñaba a uno a ser primero de la clase, a ser campeón interescolar, a ser un hombre que va a triunfar en la vida y a ser siempre más alto que los profesores y alumnos de los colegios nacionales, desde la más temprana adolescencia. Se mitificaba el american way of life, como si en cualquier otro país la gente no quisiera también vivir con gran confort, en una buena casa, con alguno que otro viaje al extranjero y un buen par de automóviles. Y, aunque con todos estos 'elementos' ya adquiridos, la verdad es que no sé cómo se la han arreglado los norteamericanos para convertir el american way of life, en los Estados Unidos, en la abominación de la desolación.
Pero, disgresión aparte, el profesor Feliciano Iriarte no solo quería transmitirnos educación física sino también algunos ideales que hacen que el hombre pueda ser ejemplar, cívica y moralmente ejemplar, noble, bondadoso y desinteresado en su trato con los demás, incluido él, por cierto. Y nos contaba de sus nocturnos y solitarios entrenamientos con una jabalina, allá en un terreno baldío de Pueblo Libre. Y nos contaba que también él quería triunfar, destacar, pero no a cualquier precio, sino dando siempre el ejemplo. Y contantemente empleaba las palabras psicología y psicólogo, y también todo podía deberse a un problema psicológico, para él. Y así hasta que nos enteramos de que, además de militar, profe, y atleta nacional, el tal Feliciano Iriarte estudiaba medicina y quería especializarse en psicología, y así, con ahínco, con gran tesón, triunfar también, pero no cueste lo que cueste, sino dándonos a todos el ejemplo ahí, en el colegio, por más que ustedes ahora se rían, se burlen, sí, búrlense, nomás, nada de ello impide que yo tenga mi jabalina y mi filosofía propias. Con la primera batiré algún día un récord y, gracias a la segunda, sé que, si bien una golondrina no hace verano, el verano tampoco existiría sin la primera golondrina.
Tanto ahínco, tan gigantesco tesón, su pasión por la psicología, sus estudios vespertinos, sus esfuerzos al alba y otra vez de noche, con la jabalina, su rigor militar, su excelente estado físico y su mente sana, hicieron que Feliciano Iriarte, como por arte de magia, accediera de golpe y porrazo a la categoría de profesor, y verdaderamente respetable, incluso admirable, casi heroico. Los diarios hablaban de él y él hablaba modélicamente por cuanta radio había por entonces en Lima.
Y, oh hazaña nacional, una tarde hicieron formar al colegio entero ante el balcón de las grandes ocasiones, el de los Discursos Mayúsculos, que hasta entonces ningún peruano había pisado y que llevaba sin usarse desde que el cardenal USA Spellman pasó bendiciendo la guerra de Corea y un poquito también a nosotros. Y habló desde allá arriba con su acento tejano, el padre director, aquella tarde:
-El profesor Feliciano Iriarte, para quien rogamos el más fuerte aplauso jamás escuchado en colegio alguno, va a dirigirles la palabra...
-Perdón: el profesor Iriarte, que acaba de batir el récord sudamericano de lanzamiento de jabalina, con homologación y todo, va a dirigirles unas palabras.
-En efecto -asintió, feliz, el profesor y golondrina Feliciano Iriarte, quien más que presente en el balcón de los Grandes Discursos, como que se había encaramado ferozmente en él, para que nunca más lo sacaran de ahí, para que aquello fuera interminable, sublime y para siempre, ya que él, gracias a su tesón, gracias a su ahínco riguroso, auroral, matinal, diario, vespertino, nocturno, no pensaba bajarse de su balcón ni de su récord en el resto de los días de su vida-. Y por eso, jóvenes, alumnos, juventud, peruanos, muchachos compañeros de mi vida, por eso, sí, por eso, antes de empezar a hablarles, quisiera decirles unas cuantas palabras...
Duró más, mucho más que su récord el discurso del profesor Feliciano Iriarte, y fue el eterno aguafiestas de Garrido Malo quien llegó con la noticia de que el atleta colombiano no sé cuántos Zaldívar acababa de pulverizar una plusmarca sudamericana de jabalina a la que ni nosotros, ni el pobre Feliciano Iriarte, mucho menos, nos habíamos acostumbrado todavía. O sea que ni siquiera hubo que sacarnos de nuestro asombro y las clases de educación física se tornaron tristes y silenciosas, y, aunque siempre puntual y eficaz, Feliciano Iriarte como que solo había soñado que estuvo algún día en ese balcón, en ese récord, y en ese verano.
Y nosotros también, profe.
FIN