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marzo 25, 2010
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Para Jean-Pierre Rudin, amigo de los libros, este libro y mi amistad.
I - Como la Jeanne de otros tiempos
El diecisiete de enero de 1955, un poco después de las once de la mañana, el pandit Nehru, primer ministro de la India, inauguró la sesión de lo que en Francia se llama un consejo de ministros. Inició inmediatamente una discusión sobre las medidas que debían tomarse para remediar el hambre que asolaba el Bihar. Esa gran planicie situada en el norte de la India no había recibido ni una sola gota de lluvia durante los últimos tres años. La gente y los animales perdían poco a poco el agua y la carne de sus cuerpos, y se convertían en esqueletos poco antes de morir sobre la tierra resquebrajada.
Lo que debía hacerse era muy simple: irrigar el Bihar con las aguas del Ganges; medio siglo de trabajo. Distribuir alimentos; no tenían. Rezar para que lloviera; nunca se había dejado de rezar.
El jefe de gobierno recibió una llamada telefónica desde Bombay alrededor de las once y media. El llamado fue recibido por su primer secretario, quien respondió que no podía molestar al primer ministro durante la reunión del consejo, en la que se discutían problemas muy graves. El hombre que estaba al otro extremo de la línea y cuyo nombre era perfectamente conocido del secretario, adujo que en el mundo entero no había nada más grave e importante que lo que debía comunicarle urgentemente a Nehru.
Y sobre la mesa alrededor de la cual estaba reunido el consejo sonó el teléfono que solamente debía sonar en caso de cataclismo, guerra o incendio en el palacio de gobierno. Nehru levantó el tubo y se quedó escuchando mientras los ministros lo miraban sorprendidos e inquietos. El hombre que estaba al otro extremo de la línea y a quien Nehru conocía muy bien, le rogó que abandonara los demás asuntos y fuera a verlo a Bombay. No había nada más serio ni importante en el mundo entero que lo que tenía que comunicarle con suma urgencia a solas.
La muerte no es un acontecimiento importante ni deplorable para un hindú. Ya fuera la propia o la ajena, la muerte es solamente el fin de una de las sucesivas etapas del largo viaje de las reencarnaciones. El alma recién alcanza la paz después de haber sido purificada por los sufrimientos de una serie de vidas, más numerosas que las hojas de los árboles de un bosque. La mayoría de los hindúes se resignan frente a esta infinidad de pruebas por las que deben pasar, y soportan con paciencia los grandes y pequeños contratiempos de su existencia actual, que no es sino una entre millones de otras que todavía les falta soportar. Algunos tratan de escapar de la fatalidad de esa infinidad de vidas, librándose de todas las impurezas por medio del ayuno, del ascetismo, la meditación y los ejercicios, hasta que el tosco guijarro que constituye su alma se vuelve lo suficientemente pulido como para atravesar las paredes del túnel de las reencarnaciones. Algunos sabios como Nehru, y Gandhi antes que él, llenos de una compasión infinita por los sufrimientos de los vivos, tratan de allanar el terreno por el que estos últimos deberán transitar durante su existencia actual, para evitarles heridas y desangramientos. Por poco que sea. Y dentro de sus posibilidades…
Lo que el hombre al otro extremo de la línea tenía que decirle a Nehru era tan grave, que no quería correr el riesgo de que otros pudieran oír ni una sola palabra de la conversación. Le pidió al pandit que fuera a verlo personalmente sin perder un minuto. La suerte del mundo, “y tal vez más aun”, dependía de la premura con que llegara y de la rapidez con que tomara luego las decisiones pertinentes.
Nehru colgó el tubo y guardó silencio durante unos instantes. Estaba vestido con una túnica blanca adornada con una rosa roja en el tercer ojal a partir del cuello. Sus ministros lo miraban y esperaban en silencio que se dignara hablarles. Él reflexionaba sin mirar a nadie, mientras en sus finos labios flotaba una débil sonrisa como muestra de su permanente cortesía. Sonreía aun cuando dormía, en la noche más obscura, por cortesía hacia la luz y hacia su enemigo.
Miró finalmente a los hombres reunidos alrededor de la mesa y se disculpó por tener que dejarlos. Debía viajar a Bombay sin perder un minuto por razones de orden privado. Podían proseguir analizando los problemas del Bihar sin él. Salió y los demás reanudaron sus conversaciones y el Bihar siguió resecándose, como no habría dejado de pasar, aun si Nehru se hubiera quedado sentado junto a ellos.
El avión particular del primer ministro volaba rumbo a Bombay. El hombre al que iba a ver era un anciano, un amigo de su padre. Nehru sentía por él tanto respeto como admiración. Era al mismo tiempo un sabio y un santo. Había alcanzado ese grado de purificación interior en el que resultaba imposible pronunciar una palabra falsa o inútil, o aun atrevida. Por eso era que el pandit decidió ir a verlo.
Por supuesto, los teléfonos del gobierno indio estaban intervenidos, como los de todos los demás gobiernos del mundo. Tres servicios secretos sabían ya que Nehru viajaba rumbo a Bombay para recibir una información de la que podía depender el destino del planeta. Mensajes cifrados partían en todas direcciones aun antes de que el avión despegara de Nueva Delhi: adviertan al gobierno, avisen a los corresponsales de Bombay, averigüen quién efectuó la llamada telefónica, tomen medidas para enterarse de las futuras conversaciones, consigan todos los documentos, muestras, fotografías, datos referentes al objeto de la entrevista…
Esos mensajes fueron interceptados y descifrados por otros espías, y todos los servicios secretos se enteraron del asunto al final del día. Y así fue como empezó una formidable y obscura batalla que debía durar muchos años y cobrar numerosas víctimas entre los integrantes de las redes de espionaje. Y a pesar de que numerosas veces tuvieron la prueba de la tremenda importancia de lo que perseguían, en ningún momento de su largo combate ninguno de los agentes de los distintos países supo de qué se trataba.
El avión aterrizó en el aeródromo de Bombay en medio del calor húmedo del invierno tropical. Nehru bajó por la escalerilla en cuanto la acercaron a la máquina. La rosa roja sujeta en el tercer ojal de su túnica blanca empezaba a marchitarse. Era ya entrada la tarde.
En París hacía rato que había obscurecido. Era de noche y hacía frío. Jeanne Corbet telefoneó a su casa para avisarle a su marido que no volvería esa noche. Él sabía por qué. Ella no le ocultaba nada. Era veintiún años menor que él. Él la descubrió cuando ella seguía un curso de patología cardíaca en la Facultad de Medicina. Se casaron y fueron muy felices durante dos años, bastante felices durante tres años más, y vivían en paz desde entonces.
Tan inteligente como bonita, y decidida a triunfar, ella lo habría conseguido igualmente sin su ayuda, pero él le facilitó el trabajo, abriéndole puertas y evitándole escollos. Ella se convirtió en su asistente; le gustaba el trabajo y quería a su marido. Tenían un hijo de once años llamado Nicolás. Y desde hacía once meses tenía un amante que la transformó completamente.
Su marido le brindó satisfacciones e incluso placer; ella le ofreció cariño, admiración e incluso deseo. Una armonía y un equilibrio inteligentes reinaban entre los dos, y ambos salían satisfechos de sus encuentros amorosos. Su amante Roland, en cambio, la transportó súbitamente a otro mundo, como sucede cuando al viajar en avión luego de atravesar la habitual cortina de lluvia se descubre la gloria del sol sobre las nubes que se tornan resplandecientes.
Las consecuencias de lo que estaba sucediendo en Bombay en el preciso momento en que ella acababa de reunirse con Roland, repercutirían en sus vidas con la fuerza de un ciclón.
Un auto sin escolta esperaba a Nehru en el aeropuerto de Bombay. Lo condujo hacia las afueras de la ciudad, hasta una mansión antigua, grande y espléndida, casi un palacio. Unos sirvientes abrieron el portón de rejas del jardín y lo cerraron después de que entró el auto. Una calle atravesaba grupos de inmensos árboles y floridos macizos, regados permanentemente por molinetes giratorios. El aire tenía olor a tierra húmeda, a mango y a sándalo. La calle dividía en dos un bosquecillo de rododendros color púrpura y altos como castaños, y llegaba luego a un pequeño y moderno edificio de una sola planta y paredes de ladrillo ocre. Nehru lo conocía muy bien. Había venido antes en compañía de su padre y dos veces más después de la muerte de este último, para conversar con la persona que trabajaba en este lugar y cuya sabiduría apreciaba en grado extremo.
Bajó del auto, que se quedó esperándolo. Por eso fue que Jeanne Corbet se enteró más adelante, al interrogar al chofer, de que Nehru había permanecido cinco horas en el interior del edificio.
Cuando llegó a la puerta le sorprendió no ser recibido por su anfitrión, que todas las otras veces lo había estado esperando en el umbral. La puerta estaba abierta; el salón de entrada y los corredores estaban vacíos. Nehru se internó hacia el fondo del edificio por el corredor principal, en cuyo cielo raso giraban silenciosamente los ventiladores. Las paredes eran de cerámica blanca interrumpidas por ventanales, a través de los cuales podía ver que los laboratorios en los que trabajaban habitualmente los colaboradores del sabio estaban totalmente desiertos.
Por la mitad del corredor, dos nichos se enfrentaban en las paredes, conteniendo sendas estatuas de antiguo bronce dorado: una representaba a Vishnú, el Conservador del Mundo, y la otra a Shiva, el Destructor, con tres ojos. En los pies de cada una podían verse unos cuantos pétalos ya marchitos y los residuos de unos palillos perfumados. Nehru se quitó la rosa de su ojal y la depositó a los pies de Vishnú.
Llegó por fin al fondo del corredor, donde estaba el laboratorio principal. A través del vidrio vio a dos hombres vestidos de blanco, con cofias blancas, inclinados sobre una pequeña caja de vidrio en la que aleteaba una mariposa azul y marrón. El que estaba frente a él lo vio, e inmediatamente le hizo señas al otro, que se dio vuelta y le sonrió. Era un anciano cuyo rostro color cuero obscuro estaba iluminado por una blanca y resplandeciente barba. Por encima de una nariz bastante prominente, sus ojos grandes parecían el camino que conducía al corazón de un bosque perfecto. Eran al mismo tiempo fuente, fruto, frescura, sombra, luz y paz.
Nehru juntó las manos frente a su cara y se inclinó. Los dos hombres le retribuyeron el saludo. Nehru quiso reunirse con ellos en el laboratorio, pero la puerta estaba cerrada con llave. El más joven de los hombres, que parecía cansado y preocupado, le hizo señas de que entrara en el laboratorio contiguo. Allí encontró, entre las mesas cubiertas de tubos de ensayo e instrumentos, un sillón ubicado frente a la mampara de vidrio que separaba los dos cuartos. Sobre una pequeña mesita y al alcance de su mano, estaba ubicado un teléfono. El hombre de la barba blanca se sentó frente a él, en una de las sillas del laboratorio separado por la mampara de vidrio. Descolgó un teléfono y le hizo señas a Nehru para que hiciera lo mismo con el suyo. Cuando Nehru se colocó el auricular en la oreja, el hombre comenzó a hablarle en inglés.
Se llamaba Shri Bahanba y tenía entonces setenta y siete años. Pertenecía a una familia de brahmanes ricos y sabios desde siglos atrás. Mientras estudiaba en Inglaterra, durante la época del dominio inglés, se apasionó por la biología, la zoología, la botánica y las ciencias de la vida en todas sus formas. Cuando regresó a la India, dedicó todo su tiempo a la realización de investigaciones y experimentos con lo que constituye el elemento básico de la vida: la célula. Su nombre y sus trabajos eran conocidos por los sabios de todo el mundo. A pesar de no ser médico, prestó servicios a la medicina, tal cual hizo Pasteur un siglo antes. Las maravillas y los horrores que descubría cada día en su microscopio, habían confirmado sus creencias y lo habían ayudado a recorrer su trayectoria espiritual.
Se dirigió a Nehru en inglés y le dijo:
—Te agradezco que hayas venido. Y te agradezco que lo hayas hecho rápidamente. No creo que puedan escucharnos; este teléfono está desconectado de los demás, mis sirvientes vigilan el jardín y no permiten acercarse a nadie… He tomado las mayores precauciones, pero tomaré otra más al abandonar este idioma que todo el mundo entiende.
Y dejó de hablar en inglés para hacerlo en sánscrito. Aun en la India son muy pocos los que saben leer la antigua lengua sagrada, y menos aun los que saben hablarla y comprenderla: Nehru era uno de ellos. Para expresar ciertos conceptos modernos, el anciano tuvo que recurrir a metáforas y circunloquios, pero Nehru comprendió perfectamente bien lo que Bahanba quería comunicarle.
Cuando salió, cinco horas después, se detuvo en mitad del corredor entre las dos estatuas de los dioses, se inclinó con las manos juntas, primero frente a una y luego frente a la otra, recogió la rosa ya marchita que había depositado a los pies del Conservador, y la depositó con deferencia frente al Destructor.
El hombre que el servicio secreto inglés destinó inmediatamente para hacerse cargo del asunto, comprendía el sánscrito pero no pudo acercarse a los laboratorios. Fue interceptado por los sirvientes y relegado al otro lado del portón de rejas. La tarea de los que tienen como misión descubrir los secretos de otra persona no es tan fácil como puede creerse según ciertos libros o películas cinematográficas. Y en el año de 1955 los métodos para interceptar las comunicaciones estaban tan lejos de los actuales, como lo está la carreta de bueyes del cohete Apollo. Nadie escuchó lo que se dijo ese día en ese lugar. Los habitantes del islote trescientos siete se enteraron un poco después y Jeanne Corbet se enteró, a su vez, gracias a ellos.
Jeanne se despertó por la mitad de la noche. Había dejado encendida una lámpara que arrojaba una débil luz en el otro extremo del cuarto, la suficiente como para poder verlo no bien abriera los ojos. Lo miró. Dormía como un niño, tranquilamente y sin hacer ningún ruido. Sujetaba todavía con su mano derecha la sábana con la que se había cubierto hasta el vientre, pues no quería que ella viera su sexo mientras descansaba porque le parecía ridículo. Los músculos chatos resaltaban discretamente sobre su pecho amplio, liso, sin un solo pelo. Tuvieron oportunidad de pasar unos días juntos en Marruecos durante el mes de diciembre. Prácticamente no salieron del hotel, abandonando la cama solamente para ir a la piscina o a la terraza. Lo único que veían era ella a él y él a ella. El resto del mundo no era más que un telón de fondo apenas perceptible, una bruma agradable y exótica, un algodón perfumado con el que envolvían su amor. Cuando volvieron, ella tenía un tono marrón cobrizo, y él un color como el del pan fresco.
Las pequeñas puntas de las tetillas parecían dos caramelos sobre el pecho chato de Roland, que apenas se alzaba con la respiración. Jeanne se inclinó sobre la más próxima, hasta sentir que apenas tocaba su frente, no en el mismo medio, sino un poco más abajo de la ceja izquierda, en ese punto tan sensible como la palma de la mano. Permaneció así varios segundos, en el límite de la inmovilidad y la caricia, resistiéndose al deseo de apoyarse toda entera sobre él, de tocarlo con la totalidad de su piel. Eso era lo maravilloso de la desnudez, que todo el cuerpo se convirtiera en una mano para poder tocar y sentir el otro cuerpo igualmente despojado de su caparazón, igualmente sensible, ávido y curioso.
Pero dormía tan pacíficamente…
De repente sintió sed. Se incorporó y se sentó al borde de la cama. El cuarto estaba abrigado y olía a amor y a cáscara de naranjas. La noche anterior comieron naranjas y ella colocó las cascaras sobre los radiadores de la calefacción central. Los horribles cortinados color ciruela cubrían las ventanas. Ya empezaban a gustarle, como así también todos los otros detalles de ese departamento ridículo que él había alquilado para sus encuentros. El dormitorio y el living estaban repletos de muebles de estilo Napoleón III, lámparas, adornos y estatuillas que abarcaban todos los períodos hasta el año treinta. Una mujer vestida de seda amarillo pálido colgaba de la pared dentro de un marco dorado frente a la cama, entre las dos ventanas y encima de un sillón granate. Su pelo rubio estaba peinado en bandeaux y su mirada dulce, indulgente y comprensiva seguía a Jeanne por todo el cuarto. Jeanne no dejaba pasar una oportunidad de sonreírle. Se entendían entre ellas.
Jeanne se levantó y se dirigió a la cocina. Era un cuarto enorme, recubierto de baldosas coloradas y con una campana de vidrio martillado que se extendía a todo lo largo de la pared, encima de la cocina de gas y del horno a carbón. Allí podía cocinarse para todo un regimiento.
La alta ventana daba sobre el segundo patio de la casa, un viejo edificio de la calle Vaugirard. Las cortinas estaban abiertas. Un joven sacerdote con insomnio perteneciente a. la iglesia de Saint Sulpice que se había levantado para rezar una acción de gracias, vio desde la ventana del último piso de enfrente, cómo Jeanne desnuda, magnífica y libre, iba y venía por el cuarto colorado, abría la inmensa heladera, sacaba una botella, se servía un vaso de agua, lo bebía, se servía otro y lo bebía lenta, voluptuosamente, con el brazo bien levantado y la cara un poco hacia atrás, como si estuviera bebiendo de un manantial que brotara de la roca. La luz fría del techo se reflejaba sobre sus hombros y su pelo lacio de color castaño casi rojizo que ocultaba sus orejas y sus mejillas. El reflejo en los mosaicos del piso teñía de rosa sus largos muslos, el pequeño triángulo caoba de su bajo vientre, la parte inferior de sus pechos bien redondos y puntiagudos y su brazo levantado y macizo como una rama. El sacerdote esperó a que ella apagara la luz para arrodillarse y dar gracias a Dios.
Volvió a la cama. Roland no se había movido. Tiró suavemente de la sábana destapándolo completamente, y lágrimas de felicidad llenaron sus ojos al verlo tan bello e indefenso junto a ella, confiado como un niño al que nunca nadie ha asustado. No se acostumbraba —y jamás podría acostumbrarse— a la alegría maravillosa de amarlo tanto. Cuando lo esperaba en alguna parte y de repente lo veía aparecer, era como si miles de soles iluminaran el cielo y transformaran la tierra entera. La acera se convertía en una alfombra roja, la mesa del café en un bote, las personas que los rodeaban en un ballet de sombras bordeadas de oro, y él llegaba en medio de esa gloria como si fuera el centro del mundo que se aproximaba a ella tendiéndole las manos, mientras su pecho se hinchaba y se llenaba con una luz enceguecedora de la que trataba de librarse con enormes suspiros, mientras él le preguntaba sonriendo qué era lo que le pasaba.
—Te quiero —respondía ella.
Se puso a reír nuevamente con ternura y gratitud al ver el sexo adormecido. Parecía un pájaro cansado de empollar, en ese nido de espuma, unos huevos demasiado grandes para él. Apoyó suavemente su mano sobre el nido y sus tesoros, como si fuera otro nido. Entonces Roland y el pájaro se despertaron.
Es conveniente recordar la actividad desarrollada por el pandit Nehru durante los meses subsiguientes. En cuanto volvió a Nueva Delhi moviliza rápidamente a sus diplomáticos para obtener entrevistas con los principales jefes de estado del mundo. Fue en primer lugar a los Estados Unidos de Norteamérica. Tenía que empezar allí. Tuvo dos entrevistas con Eisenhower y luego se trasladó a Rusia, donde fue recibido por Bulganin y Kruschev; de allí pasó a China donde se reunió con Mao, y en Europa se entrevistó con el canciller Adenauer, Su Majestad Isabel II y el presidente Coty. Fue secretamente a Colombey para ver a De Gaulle. Todos recordamos esos viajes del primer ministro de la India. Los diarios y la televisión lo mostraban siempre en la misma actitud: sonriendo al estrechar la mano de algún jefe de estado —Kruschev lo besó—, sonriendo al descender de su avión. Fue en esa época cuando los periodistas lo apodaron el hombre de la rosa, por la infaltable flor que adornaba su túnica y para manifestarle también la simpatía de los pueblos del mundo entero. En efecto, todo el mundo pensaba que esos viajes tenían como fin combatir la guerra fría y ayudar a su terminación. Él hizo todo lo posible por alentar esa suposición, y por otra parte quizá trató de hacerlo en realidad; pero el verdadero propósito de esas entrevistas era más importante, tan importante que obtuvo de personajes tan opuestos como Mao, Eisenhower y Kruschev una inmediata aprobación de las decisiones que había venido a someterles.
Las propuestas de Shri Bahanba solamente podían ser eficaces si se realizaban en medio del secreto más absoluto, un secreto de piedra y plomo. Nehru lo obtuvo. Cada uno de sus interlocutores comprendió cuáles serían las consecuencias de la más pequeña indiscreción. Cada uno de ellos comprendió también que el plan de Bahanba exigía una colaboración total y sin reticencias de todos los hombres a quienes Nehru la había solicitado.
La tercera condición para lograr el éxito de la operación era la extrema urgencia de las medidas que debían tomarse. Éstas comenzaron a aplicarse simultáneamente con el paso de Nehru por las diferentes capitales. Una semana después de su visita a Eisenhower, la Casa Blanca publicó un comunicado anunciando que frente a los temores manifestados por los gobiernos japonés y canadiense, y si bien esos temores resultaban infundados, el estado mayor norteamericano renunciaba a experimentar la bomba nuclear subterránea de gran poder que debía ser explotada el mes siguiente en una isla perteneciente al archipiélago de las Aleutianas.
Esta decisión era la clave del plan de Bahanba y lo que lo hacía factible. Sin embargo este plan no tenía nada que ver con la guerra —fría o caliente—, ni con las experiencias atómicas.
Dos misiles norteamericanos que apuntaban permanentemente hacia Rusia, recibieron un nuevo objetivo. Luego de la visita de Nehru a Moscú, dos misiles rusos fueron apuntados hacia el mismo objetivo. Y unos años después, no bien el primer misil chino de largo alcance estuvo en condiciones de ser lanzado, apuntó a la misma dirección que los otros dos.
Y desde 1955, y posteriormente a los susodichos viajes de Nehru, data la instalación de una comunicación directa entre Moscú y Washington, cuya existencia recién fue revelada durante la presidencia de Kennedy y a la que se le dio el nombre de “teléfono rojo”. Una idéntica instalación, que permaneció en secreto, fue establecida entre Moscú y Pekín, y entre Pekín y Washington.
El jefe de cada uno de estos tres grandes países estaba siempre listo, ante al menor amenaza, para poner en funcionamiento todo su poderío bélico contra los otros dos, y precipitar al mundo en un infierno; pero lo que Nehru acababa de comunicarles era de tal gravedad, que a semejante nivel de miedo y esperanza los antagonismos nacionales e ideológicos no podían subsistir.
Los servicios secretos que se ocupaban del asunto desde la entrevista de Bombay, recibieron la orden de que, de ahora en adelante, debían informar directamente a sus respectivos jefes de estado. Fueron utilizados frecuentemente para operaciones circunstanciales cuyo significado ignoraban. Lucharon entre sí y colaboraron entre ellos sin saber por qué. Algunos agentes fueron liquidados por haber rozado demasiado de cerca la verdad o por lo menos, el secreto. En los Estados Unidos de Norteamérica hasta la misma maffia fue utilizada varias veces como instrumento y envió a Europa a varios comandos que creían que trabajaban solamente por la cosa nostra. Por otra parte, jamás había sido tan justificado el sentido de la expresión “cosa nuestra”.
Las visitas entre jefes de estado no se improvisan tan rápidamente como una visita a un pariente. Y si bien trastornó todo lo que pudo los diferentes protocolos, Nehru recién dio término a sus visitas durante el mes de noviembre de 1955. Cuando regresó definitivamente a Nueva Delhi, era aún presa de una ansiedad que no iba a abandonarlo hasta su muerte.
Durante cada uno de sus viajes, su avión era acompañado por otro que aterrizaba y despegaba inmediatamente después del suyo. Nunca se vio bajar a pasajero alguno. Pero en cambio, en cada país una o dos visitas subían a bordo y bajaban varias horas después, con aire preocupado, o muy serio o muy asustado, conservando en su memoria la imagen de una mariposa marrón con manchas azules.
Mientras el avión de Nehru aterrizaba en Nueva Delhi a su regreso del último de sus viajes, en el que fue a Berlín y París, el segundo avión, el que lo había acompañado permanentemente, se dirigió a Bombay.
Nueve días más tarde, a primera hora de la mañana, el pandit inauguraba la sesión semanal del consejo de ministros. En el orden del día figuraban el hambre en Calcuta y por supuesto, el Bihar. Nuevamente sonó el teléfono ubicado sobre la mesa. Cuando Nehru levantó el tubo, ya sabía lo que iba a oír. Le anunciaban que un incendio había destruido totalmente durante la noche la casa y los laboratorios de Shri Bahanba. Indudablemente el incendio había sido criminal: el fuego comenzó simultáneamente en todas partes y los bomberos no pudieron intervenir pues la cañería principal que proveía de agua a ese sector de la ciudad había sido dinamitada en dos lugares durante la hora precedente.
Shri Bahanba, algunos de sus parientes, colaboradores y amigos perecieron sorprendidos en medio del sueño. Todavía no había sido posible comenzar con la remoción de escombros pues éstos seguían ardiendo.
Nehru depositó lentamente el tubo sobre el aparato telefónico. Estaba emocionado, a pesar de que esperaba esa noticia de antemano. El plan debía aplicarse inexorablemente. Nunca más volvería a ver a su viejo amigo.
La primavera de 1955 fue la segunda que vieron los amores de Jeanne y Roland. Les parecía que recién comenzaban a vivir. El principio del mundo databa para ellos desde el día de su encuentro, y ese día recomenzaba cada vez que se encontraban. Obstáculos difíciles los separaban: los tres hijos de Roland —un varón y dos niñas— y su mujer, que jamás consentiría en divorciarse. No obstante ello, él tenía la certeza de que un día todo se solucionaría milagrosamente, quizá dentro de poco tiempo, y que entonces por fin podrían vivir juntos una vida cada vez más feliz, más sublime, semejante a un camino que se ensancha a medida que se aproxima al horizonte. Siempre. Él pensaba sinceramente que sería eternamente. No concebía que la muerte pudiera poner fin a una felicidad tan perfecta. Amaba a Jeanne con toda la fuerza de su hombría y al mismo tiempo con una ingenuidad y frescura dignas de un adolescente. Cuando se conocieron él tenía treinta y dos años y ella treinta y cinco; treinta y seis ahora. Él la colmaba en su corazón, la maravillaba en su inteligencia, la trastornaba en su cuerpo a un punto tal, que ella creía, cuando recuperaba la conciencia, que jamás podría ser igual, que eso era imposible. Y cuando se abría nuevamente frente a él, la hacía llegar más alto aun, más lejos, hasta alcanzar la luz y la roja obscuridad de la alegría.
Ella sabía que semejante felicidad en todos los planos era algo realmente milagroso. Sabía también que quizá la vida en común podría ser una amenaza. Cuando pasaba dos o tres días sin ver a Roland, respirar le resultaba, por instantes, físicamente imposible. Si la ausencia se prolongaba, sufría como una drogadicta a la que le falta droga. Pero ella sabía que él también sufría, y que el sufrimiento de la separación era quizá lo que mantendría la plenitud de su amor. Entre ellos no habría hastío, ni esos hábitos cuyo peso, acumulado poco a poco, transforman lo excepcional en trivial, asfixiándolo. Por sobre todas las cosas, ella no quería que hubiera arrepentimientos entre ellos. Durante el mes de setiembre, después de la larga separación por las vacaciones, él le dijo que no podía más, que pensaba abandonar a su familia para vivir con ella, aunque no consiguiera divorciarse. Y lo habría hecho quizá, si ella lo hubiera animado. Pero Jeanne permaneció en silencio y él no habló nunca más del asunto. Ella sabía que adoraba a sus hijos y que si lo hubiera obligado a separarse de ellos, al ganarlo lo habría perdido.
El invierno había sido muy frío y la primavera demoraba en llegar. Pero a fines de abril se presentó con toda su fuerza, como una novia. Jeanne y Roland combinaron una escapada de cinco días, justo el tiempo necesario para ir muy cerca, a Normandía, para ver cómo los árboles se llenaban de flores y cómo brotaba de la tierra el pasto nuevo y tupido, salpicado de margaritas, ansioso por contemplar el cielo después de la larga espera invernal.
Pero la víspera del día en que debían partir, la hija menor de Roland, que.tenía tres años, se enfermó con una otitis y fiebre muy alta, y Roland se quedó con ella. Esa oportunidad no volvió a repetirse. Fue una primavera desperdiciada y una gran lástima, pues no tuvieron ninguna otra.
Nehru regresaba justamente por entonces de Moscú. Durante los días subsiguientes, un médico sobreviviente del “proceso de los delantales blancos” fue detenido otra vez por orden de Kruschev y embarcado en un avión rumbo a Siberia junto con toda su familia y sus colaboradores más próximos. La máquina hizo escala en un aeródromo militar para llenar sus tanques y partió nuevamente rumbo al este, sobrevoló el mar de Okhotsk y no volvió más.
Roland era muy buen mozo, alto, delgado y chato, con pelo castaño corto y ondulado, ojos de gacela sentimental, una nariz pequeña y ligeramente rota desde su infancia, muslos, hombros y una talla de Tutankamón. Y con manos largas, finas y fuertes a la vez. El profesor Hamblain, con cuyo equipo trabajaba en el centro de investigaciones sobre el cáncer en Villejuif, le decía:
—Usted tiene manos de veterinario, manos para ayudar a parir a las vacas y para curar a los gatitos…
Recorrió imperturbable sus años de universidad en medio de un torbellino de jóvenes enloquecidas por él. Pero ellas no consiguieron apartarlo de sus estudios ni convertirlo en un Don Juan del quartier latin. Dedicó parte de su tiempo a algunas, pero sin llegar nunca a enamorarse verdaderamente, sino sólo lo suficiente como para impedir que esas aventuras se estacionaran en el nivel horizontal de una encamada.
La más obstinada consiguió que le hiciera un hijo. Y entonces se casó con ella. Fue un casamiento idiota, tanto para ella como para él. Muy morena, pálida, delgada, con unos enormes y ojerosos ojos negros, tenía el aspecto de un ángel-demonio enviado a la Tierra por haber metido la punta de sus alas en su nariz, y que pasaba la noche entera morando en el paraíso perdido. En realidad, cuando se desvestía, quedaba al descubierto un trasero bastante abultado y además era posesiva, mezquina, rencorosa, charlatana, porfiada, e incapaz de compartir el menor pensamiento de Roland, al que le opuso, desde el primer día, la contradicción obstinada de los imbéciles. Por más que él se esforzara en bajar al nivel de ella, no conseguía ponerse a su alcance. Y ella le reprochaba amargamente que fuera tan diferente.
Durante sus relaciones amorosas ella alcanzaba una gran felicidad y él se sentía agradecido. Su piel era un poco granujienta, elástica, fresca al principio y ardiente luego, y sus pequeños y agresivos pechos erguían sus cabezas antes de marchitarse, como flores que han recibido un sol muy fuerte. Las palabras sueltas que se escapaban de sus labios en esos momentos eran las únicas que no tenían como meta herirlo. Él no le reprochaba ser como era. Sentía por ella cierto cariño —a veces algo triste, a veces más alegre—, y agradecimiento por haberle dado unos hijos tan lindos. Le había sido fiel hasta que conoció a Jeanne. Y seguía haciéndole el amor cuando ella lo deseaba. Se sentía culpable, y no le parecía tener derecho a privarle del único placer que todavía podía brindarle. Pero no participaba en ello ni un solo segundo, ni siquiera en el instante en que se le escapaba su propio cuerpo.
Jeanne le preguntó un día en qué estaba con su mujer y él le respondió. Ella tuvo que hacer un gran esfuerzo para dominar la oleada de celos salvajes que inundó su corazón y su carne. Pero su inteligencia y la conciencia de su amor lograron sobreponerse. Admitió lo que le había explicado y no sintió más pena. Por su parte, no había ningún problema; en lo sucesivo todo lo que no estuvo relacionado con Roland le parecía inconsistente y tan poco real, como las imitaciones de la vida que hacen los niños en sus juegos: “Dale que tú eres el marido y yo la mujer”. Solamente Roland y ella eran adultos verdaderos en medio de una agitación ficticia y sin peso. Se había alejado inclusive de su hijo. No lo quería menos, pero venía “después”. Sabía perfectamente que si hubiera tenido que elegir entre él y Roland, se habría limitado a hacer la parodia de titubear y parecer desgarrada. Su elección ya estaba hecha. Había sido hecha de una vez por todas entre Roland y el resto del mundo.
No le habría costado ningún trabajo mentirle a su marido o dejarlo desesperarse. Pero no sucedió nada tan dramático. La verdad brotó de su persona como la luz de una bombita eléctrica. Se transformó notablemente a los pocos días de haber conocido a Roland. Sacudió, como si fuera polvo, los años que de un tiempo atrás había acumulado sobre su persona y recuperó una juventud más radiante todavía que la de su adolescencia. Sus ojos brillaban, su tez reflejaba la felicidad, parecía estirarse, afinarse, sus gestos se volvieron más ágiles sin perder su belleza, sonreía y canturreaba sin cesar, realizaba su trabajo más rápidamente, con igual eficiencia y renovado placer, pasaba todo su tiempo libre recorriendo tiendas, arrasaba con todos los colorinches y volvía con sus compras como si fueran ramos de flores; o si no elegía un sencillo pero extraordinario vestido negro y al probárselo aparentaba esfumarse mientras le preguntaba a su marido:
—¿Qué te parece?
—¿Qué es lo que te pasa? —le preguntó él una vez.
Y ella se lo dijo.
Desde ese momento él nunca más compartió su cama, pero si así lo hubiera hecho, ¿habría tenido ella el coraje de rechazarlo? Y al no rechazarlo, ¿no lo habría recibido con más alegría que antes? Se sentía tan maravillosamente feliz en su corazón y en su cuerpo que quizá le habría ofrecido una parte de este festín, sin que por ello este último se estropeara o decayera. Pero él no se presentó a reclamar su parte. Y eso no tenía en realidad ninguna importancia, como tampoco tenía importancia lo que Roland hacía durante la noche con su esposa. Solamente existían él y ella; el resto no contaba.
El primer sábado del mes de junio de 1955, un eminente biólogo inglés, el profesor Adam Ramsay, de cuarenta y dos años de edad, tomó un avión rumbo a Bruselas y allí trasbordó a una aeronave polaca que atravesó la cortina de hierro. La prensa mundial hizo un gran alboroto con motivo de esa desaparición. Expertos militares declararon que Ramsay era un especialista en guerra bacteriológica. El gobierno inglés lo desmintió. Efectivamente, era una afirmación falsa. Se tuvieron noticias de que tres de sus más inmediatos colaboradores habían sido incomunicados, junto con sus familias. La racha de detenciones incluyó a la mucama y el muchacho que trabajaba en su escritorio y en el laboratorio, como así también al chofer y su esposa. Y en cuanto a su mujer, tuvo tiempo de partir rumbo a Yugoslavia junto con sus hijos, y allí se perdió todo rastro de ella. No parecía probable que se hubiera reunido con su marido, pero nadie denunció la presencia de Ramsay ni de ninguno de los suyos en Moscú o en alguna otra capital socialista.
Una indiscreción reveló un pequeño hecho que escandalizó a la opinión británica mucho más que la “deserción” del sabio: mientras se realizaban las detenciones, el pequeño perro del laboratorio, un scotch-terrier llamado Jeep, fue muerto por la policía y su cuerpo arrojado al incinerador.
El diecisiete de junio, un avión especial que llevaba a bordo una misión de sabios y médicos norteamericanos especialistas en amebas y amebiasis, bajo la dirección del doctor Galdós, profesor en Harvard, hizo escala en Hawaii y partió nuevamente a las doce y siete minutos, con cielo despejado y buen pronóstico meteorológico. Media hora después de su partida se perdió el contacto con la radio de la aeronave. No se encontró ningún rastro del aparato ni de sus ocupantes.
Es la noche del ocho al nueve de julio en Cambridge, Massachusetts. Tres y media de la madrugada. Siete autos irrumpen en el campus de la universidad de Harvard y se detienen rodeando la casa que ocupaba el doctor Galdós, jefe de la misión desaparecida y donde viven todavía su esposa y sus dos hijos, de catorce y diecinueve años. Quince hombres —por lo menos— penetran en la casa y se llevan a la señora Galdós, a sus dos hijos y a sus sirvientes de color. La policía, alertada por un estudiante al que resultó sospechosa esa concentración de autos, intercepta el convoy a la salida del campus. Tiroteo. La policía está en inferioridad de condiciones numéricas. Dos agentes mueren. Uno de los autos de los raptores se estrella contra la pared de un edificio de oficinas. Solamente se encuentra el cadáver del chofer. Es un pequeño pistolero en Nueva York, un comodín de la mafia.
Nehru llega a París el dos de setiembre. Banderas de la India, rojas, blancas y verdes, ostentando la flor de loto, flamean en los mástiles de la avenida de los Campos Elíseos. Un Citroën negro llega a Villejuif para buscar al profesor Hamblain, el jefe de Roland. Una personalidad de la comitiva de Nehru desea entrevistarlo. Sorprendido pero interesado, Hamblain decide concurrir a la cita. El auto lo transporta hasta Orly, entra en el aeródromo, traspone diferentes barricadas de la policía y se detiene frente a un avión aislado al final de una pista, cerca de un vehículo del CRS [1]. Hamblain es invitado a subir a la máquina. Un policía francés y uno hindú verifican su identidad al pie de la escalerilla. Una hora más tarde baja por la escalerilla sumamente preocupado. Al día siguiente reúne a los miembros de su equipo que trabajaron junto a él durante los últimos tiempos. Les pregunta si alguno de ellos ha experimentado inconvenientes en la vista durante los últimos días o semanas. La unánime respuesta negativa parece tranquilizarlo enormemente. Y sin justificar su averiguación les anuncia que se siente muy cansado y que va a tomarse un mes de descanso suplementario. Su asistente, Roland Fournier, dirigirá los trabajos durante su ausencia. Sale inmediatamente sin estrechar la mano de ninguno de sus colaboradores. Parece al mismo tiempo preocupado y exaltado.
Roland se sorprende. El día anterior Hamblain le dijo que nunca se había sentido tan bien, no obstante padecer desde unos días atrás de ciertos inconvenientes en la vista, que no lograba comprender. Si persistían, tenía intenciones de ir a ver a su amigo Ferrier para que le hiciera un examen de fondo de ojo.
Hamblain tiene en ese momento cincuenta y dos años. Es soltero. No se le conoce ninguna relación amorosa. Sus colaboradores bromean al respecto, aduciendo que todavía es virgen. Desde hace años una mucama externa se ocupa de su casa todos los días; es una viuda sin hijos, muy satisfecha con ese trabajo en el que no debe enfrentarse con ninguna oposición femenina. Hamblain le manifiesta que piensa llevársela con él a la Bretaña durante sus vacaciones. Partirán ese mismo día, sin perder un minuto. Ella protesta, no puede irse de ese modo, no le gusta nada la Bretaña, no le gusta el mar, va a tomar frío. Él le dice que la necesita para ayudar en casa de sus padres, ya ancianos. Le asegura que no tendrá frío y que le hará bien. La lleva casi a la fuerza, lo que no impide que ella tenga tiempo de buscar sus cosas, de participarle su aventura al panadero y al lechero.
Roland llama por teléfono a Jeanne para comunicarle la mala noticia: las vacaciones de su jefe lo van a tener más ocupado. Tendrá muy poco tiempo disponible para verla. ¡Si por lo menos pudieran estar juntos todas las noches, al volver de su trabajo! Esta situación le resulta cada día más insoportable. Jeanne lo tranquiliza y lo calma. Arreglan una cita para el domingo. Él dirá en su casa que tiene que trabajar en el laboratorio.
Esa misma tarde Nehru mantuvo una entrevista de tres horas con el presidente Coty y luego regresó a su embajada. A las veintiuna salió por una puerta lateral, se introdujo en un auto y partió rumbo a Colombey.
No bien termina su entrevista con Nehru, el presidente Coty manda llamar al coronel P., jefe de la rama del servicio secreto relacionada directamente con la presidencia. Le imparte unas instrucciones precisas que dejan totalmente perplejo al coronel. No comprende la finalidad de lo que se le solicita y pide explicaciones. El presidente responde que no puede dárselas y le ruega que proceda a tomar las primeras medidas sin perder un minuto. El coronel alega no poseer personal suficiente para la ejecución de la segunda etapa. El presidente le dice que lo tendrá.
El coronel sale y entonces Coty llama por teléfono al general Koenig, ministro de Defensa, y le ruega que comparezca secretamente en el Elíseo. Cuando llega, le solicita que mande buscar a Argelia un comando de paracaidistas y lo tenga a su disposición en cuarenta y ocho horas. Esos hombres no regresarán nunca a Argelia y jamás volverán a ver a sus familias. Serán declarados poco a poco, uno tras otro, desaparecidos o muertos en combate.
El general protesta asombrado, se niega a hacerlo, exige explicaciones. No quiere participar en un movimiento subversivo, es un republicano. ¿Qué significa todo eso? ¿Qué sucederá con los paracaidistas? ¿Qué se supone que deben hacer?
El presidente le dice con gran seriedad, que se trata de algo más importante aun que la integridad de Francia o de la República. No puede decirle nada más, pero de acuerdo con la Constitución, él es el jefe de las Fuerzas Armadas, y exige obediencia y silencio. Muy suavemente agrega:
—Míreme un poco, ¿acaso parezco un hombre que tiene ganas de dar un golpe de estado?
El general Koenig observa al presidente bonachón. Esa posibilidad, como la de cualquier otra aventura, resulta totalmente ridícula. Se inclina y asegura que hará lo necesario.
Un avión militar proveniente de Argelia aterriza tres días después en Le Bourget. Bajan ocho paracaidistas de Massuh y un teniente. Están vestidos de civil. Los hombres del coronel P. están esperándolos y los conducen en un ómnibus a una villa de los alrededores, a la que le han sido quitadas la noche anterior las chapas con el número y el nombre, y donde quedan acuartelados esperando nuevas órdenes.
Todas las líneas telefónicas del pabellón L, el sitio donde trabajan Roland y el equipo del profesor Hamblain en Villejuif, son interferidas. Una mañana a las ocho llega una camioneta del Gas de Francia con un equipo de obreros, para “cambiar las cañerías de llegada del gas”. Dos “empleados del gas” tienen tiempo de ocultar micrófonos en todas las habitaciones, antes de que llegue el personal de los laboratorios.
Los demás trabajan en el subsuelo, sin molestar a nadie. Todo el equipo se vuelve en la camioneta un poco antes de la caída de la tarde.
La actividad desplegada durante esa semana por los servicios secretos de la presidencia, no pasó desapercibida ni para los servicios secretos extranjeros ni para los otros servicios secretos franceses. El pabellón L se convierte al poco tiempo en el centro de un insensato hormigueo de espías y contraespías, pero ninguno sabe lo que busca y sospecha que todos los demás sí lo saben. Roland se horrorizaría si llegara a sospechar semejante movimiento. Sabe, mejor que cualquier otro, que los trabajos que se realizan en el pabellón L no tienen nada de secreto. Son trabajos comunes y rutinarios que consisten en exámenes y experimentos repetidos indefinidamente con animales de laboratorio. Y si por una feliz circunstancia hicieran algún descubrimiento nuevo, en lugar de disimularlo lo pondrían inmediatamente en conocimiento de los demás investigadores del mundo entero.
No obstante, numerosos hombres se pasan noche y día escuchando lo que se dice en el pabellón L, en los domicilios de Roland Fournier y de todos sus colaboradores, de las dos mujeres que hacen la limpieza por la mañana y también en el departamento de la calle Vaugirard, paraíso barroco de los amores de Roland y Jeanne. Los “escuchas” tienen en sus mentes ciertas palabras claves que serán la señal de alarma si las oyen pronunciar, no importa por quién ni cómo, ya que el que las dirá no tendrá la menor idea de su importancia.
Y aquí es donde interviene Samuel Frend, funcionario de la embajada de los Estados Unidos de Norteamérica en París. Figura como agregado cultural, pero en realidad pertenece a un servicio de informaciones militares que depende directamente del Pentágono. Llegó a Francia con el ejército de liberación y se quedó desde entonces en París. Profundamente norteamericano en sus sentimientos, se volvió muy francés en sus costumbres y modo de pensar. Hizo venir a su esposa y sus dos hijos, un varón y una niña, y después tuvo otros dos varones más, que nacieron en París. Es pequeño y delgado. Tiene cuarenta y nueve años, una cara flaca, sonriente, con profundos surcos verticales a cada lado de la boca, que reflejan más bien benevolencia que preocupación. Su cráneo, bastante despoblado, está rodeado por una aureola de pelo castaño claro, muy fino, lacio y dócil. Sus orejas, un poco separadas del cráneo, parecen grandes; sus pequeños ojos negros relucen bajo unas pestañas cortas, más obscuras que su pelo. Se viste con trajes baratos comprados en las grandes tiendas. Como la sección “hombres” no tiene nada de su talle, debe recurrir a la sección “jóvenes”, pero lo que encuentra allí siempre le queda un poco apretado. Las mangas demasiado cortas y su sonrisa le dan el aspecto de un hombre muy bueno —lo que es verdad—, y un poco tonto —lo que no lo es—. Durante el transcurso de los años hizo numerosas amistades y tiene antenas ubicadas en todas partes. Por supuesto que los servicios secretos franceses están al tanto de la verdadera naturaleza de sus actividades, pero no le otorgan mayor importancia. Efectivamente no es un agente de primera plana, sino un simple funcionario común del Servicio de Informaciones. De tanto en tanto obtiene buenos resultados gracias a su amabilidad, inteligencia y, sobre todo, su curiosidad. Y cuando es preciso puede desplegar una gran actividad, como son capaces de hacerlo los hombres pequeños.
En media hora tuvo noticias de la convocatoria del presidente Coty al general Koenig, y presenció en Le Bourget el arribo de los ocho paracaidistas de Massuh. Es el único agente, de los que vigilan o que hacen vigilar el pabellón L, que sabe que el misterio que se oculta allí preocupa sobremanera al presidente de la República Francesa. Los propios subordinados del coronel P. lo ignoran. Pero la visita del profesor Hamblain a Orly pasó desapercibida para Samuel Frend, y él ignora el nombre y la existencia de Shri Bahanba. Para él, el asunto del pabellón L —si es que realmente es un asunto— es puramente francés, aunque despierta su curiosidad por sus implicancias presidenciales y militares. Hace vigilar la mansión de los suburbios donde están alojados los paracaidistas e instala conexiones para obtener datos en las numerosas redes de comunicaciones que bullen en torno de Villejuif. Pero no obtiene ninguna información. No sucede absolutamente nada. Furioso, decide entrevistar al profesor Hamblain, actualmente de vacaciones en Bretaña, haciéndose pasar por un periodista especializado en asuntos científicos. Una frase, una palabra, pueden ser suficientes para ponerlo sobre la pista del misterio.
Pero al llegar a Quiberon, se encuentra con que la pequeña casa de una sola planta donde viven los padres del profesor está vacía y cerrada. Su vecino, un pescador esporádico, que renquea de resultas de un accidente y solamente puede salir con buen tiempo —mientras tanto se dedica a cultivar verduras y atender a los turistas—, le proporciona sin hacerse rogar la información que le solicita. Frend posee esa habilidad: la gente conversa con él de buena gana porque los escucha con interés y aprobación. Y así se entera de que el profesor recibió el día anterior la visita de unos amigos ingleses que llegaron a bordo de un pequeño yate bastante viejo, el Sourire du Chat [2], nombre francés y bastante original para una embarcación, pero de aspecto sólido y confortable como les gusta a los ingleses. Partieron todos en la mañana de ayer.
—¿Todos? ¿Quiénes eran todos?
—El profesor, su padre, su madre e inclusive una mucama que trajo de París. Fui hasta el puerto para acompañarlos y verlos partir. El padre de Hamblain no estaba muy contento, sufre de reumatismo y no es precisamente buena época para hacer un crucero. Es un viejo maestro jubilado. En cambio, su mujer siempre encuentra perfecto todo lo que decide su hijo. Pero había que oír a la vieja mucama parisiense: “¡Usted debe estar loco!”, le decía a su patrón. “¡Jamás he subido a un barco! ¡Me voy a marear! ¡Me voy a enfermar!”. Él reía y se burlaba de ella. Parecía tan contento como si partiera en su luna de miel. Pero indudablemente no podía tratarse de eso, con esa vieja encorvada…
»¡Qué idea tan original llevarse a la mucama en un crucero! Mejor hubiera sido que se quedara aquí para cuidar la casa. Ésa es mi opinión, comprende usted, pero no tengo por qué meterme en sus asuntos.
—Por casualidad, ¿sabe adónde se dirigían?
—Primero a Portugal y luego al Mediterráneo. Evidentemente en esta época hay que buscar el sol, si bien en esta temporada resulta difícil pronosticar el tiempo; piense que ya tenemos las grandes mareas y sin embargo parecería que fuera mediados de agosto…
Samuel Frend envió su informe al Pentágono por medio de un telegrama cifrado no bien llegó a París. En él daba la descripción del Sourire du Chat y aconsejaba una visita accidental al mismo en alta mar. Una colisión, quizá. Un naufragio permitiría “recoger” al profesor Hamblain que indudablemente está al tanto de algo terrible, “que los ingleses no ignoran”.
Ese último detalle hizo pegar un salto al oficial que recibió el informe. Evidentemente, no tenía la menor idea del plan de Bahanba y del papel preponderante que ocupaban en él los Estados Unidos de Norteamérica. El Pentágono, que también toma parte, pero sin saberlo, imparte órdenes de proceder inmediatamente a la búsqueda. Y así fue como se encontraron los restos del Sourire du Chat, al sexto día, cuando en realidad habrían podido flotar durante semanas enteras antes de que alguien los viera. Un incendio destruyó totalmente la embarcación, de la que sólo quedó el casco carbonizado. Ningún rastro de los siete pasajeros. El comandante del submarino norteamericano que lo encontró pide instrucciones por radio, y siempre sumergido pero con su periscopio afuera del agua, no pierde de vista los restos del naufragio, que derivan hacia el sudoeste.
Otro submarino norteamericano, que por motivos bien determinados se encuentra todavía en la zona —es decir, a más de doce mil kilómetros del lugar donde oficialmente debería encontrarse—, capta el mensaje, lo descifra y envía a su vez otro mensaje a Washington.
Tres horas después, el comandante del submarino que encontró los restos recibe orden de incendiar nuevamente lo que queda del Sourire du Chat utilizando para ello napalm, lanzallamas y cualquier otro medio, hasta que los vestigios se consuman al máximo antes de hundirse… y luego olvidar el incidente. Ni el descubrimiento de los restos del yate ni su destrucción deben figurar en el libro oficial de bitácora, ni en el libro de bitácora confidencial.
Cuando Roland se encuentra con Jeanne en un restaurante martiniqués el veintiuno de septiembre de 1955, luego de haberse liberado por esa tarde y esa noche de su trabajo y su familia, ignora por lo tanto lo que le sucedió al director de su equipo, al que imagina con la nariz colorada y los pies congelados pescando camarones con gran tranquilidad.
Comieron aceras, cangrejos rellenos y buñuelos de banana, y bebieron ponche. Vagaron descubriendo los restaurantes exóticos de París, esperando poder descubrir juntos el mundo. Ninguno de los dos había viajado mucho y se regocijaban al pensar en la cantidad de maravillas que estaban esperando que ellos las sacaran un día a la luz… Un día, un día… ¿Cuándo? No se lo preguntaban. Eso formaba parte de un futuro incierto pero radiante. Estaban convencidos de que un día desaparecerían todos los obstáculos y que por fin podrían trabajar, gozar, viajar, dormir juntos, sin los disimulos actuales y todas las horas perdidas en otras cosas que no fuera vivir juntos. Roland creía en ese porvenir con una fe de niño, sin preguntarse cómo podría realizarse. Jeanne soñaba con ello pero no podía creer que sucedería.
Salieron del resturante con la boca ardiendo y el corazón liviano y Roland le propuso a Jeanne subir a lo alto del Arco de Triunfo, del que sólo conocían, como todos los parisienses, las bases vistas de lejos. Se transformaron en turistas. Él le hablaba en alemán, que ella no entendía, ella le contestaba en español, y él simulaba no entender. Abrían desmesuradamente los ojos al contemplar las vidrieras de los Campos Elíseos, señalaban con el dedo los objetos expuestos en ellas, y hacían comentarios en voz alta en jeringonza. Roland, que tenía tomada a Jeanne de la mano, se acercó a un agente y le preguntó, con un acento moldovalaco, cómo debían hacer para ir hasta la torre Eiffel; luego de agradecerle repetidas veces la arrastró en la dirección opuesta, mientras Jeanne se ahogaba de risa pensando en las tonterías que estaban haciendo.
Reinaba buen tiempo desde principios de julio. París estaba reseco como un bizcocho. Los castaños que bordeaban la avenida en dirección a la Concordia estaban mitad pelados y mitad cubiertos de hojas rojizas y resecas. Las hojas de los plátanos en dirección al Arco de Triunfo se mantenían bien, pero parecían recortadas en pergamino deshidratado. Los transeúntes vagaban, dichosos y cansados como si estuvieran de vacaciones. Todas las mujeres parecían jóvenes gracias a sus vestimentas veraniegas.
Jeanne estaba vestida como para ese maravilloso otoño, con una pollera de color gris obscuro que le llegaba a la mitad de las pantorrillas y un suéter liviano de un verde un poco seco. Como desafío al tiempo, y al mal gusto, completaba su indumentaria con un pequeño paraguas amarillo de mango dorado y fino. La línea ajustada de la ropa marcaba las curvas de su cuerpo, esbelto y bien desarrollado. La combinación de colores, que llegaba justo al límite de lo que no debe hacerse, le daba el aspecto de una vienesa que consiguió convertirse en parisiense.
Comenzó a soplar un fuerte viento del oeste, que hacía golpear contra los mástiles las banderas de un presidente africano de visita en la ciudad, y levantaba sobre las veredas de la avenida pequeños torbellinos de tierra. Por encima del ruido del tráfico podía escucharse el sonido de una tormenta lejana, y nubes blancas remontaban el Sena deshaciéndose en jirones.
Roland y Jeanne vieron aproximarse el chaparrón cuando estaban en lo alto del Arco de Triunfo, rodeados por plácidas familias de extranjeros. Venía desde el monte Valérien y tenía la forma de una gigantesca caparazón de tortuga y el color de la ceniza del carbón. Avanzaba a toda velocidad hacia la ciudad, castigando a su paso los suburbios con tupidas cortinas de agua. Hacia el oeste, la línea recta formada por las avenidas de la Grande-Armée y Neuilly hasta llegar a la Defense, estaban ya sumergidas en el crepúsculo y las hojas de los árboles arrancadas por el viento subían hacia las nubes semejantes a ráfagas doradas. El cielo estaba todavía azul hacia el este, del otro lado del Arco, y las veredas de los Campos Elíseos estaban salpicadas por los brillantes colores de los vestidos de las mujeres.
Un magnífico relámpago iluminó el cielo seguido por un trueno, y una cortina de lluvia bañó la cima del Arco. Las familias se refugiaron del agua en medio de una gritería internacional. Jeanne, feliz, se acurrucó contra Roland y abrió su paraguas amarillo. El viento trató de quitárselo. Ella abrió la mano. El paraguas voló en dirección a la Concordia, semejante a una flor luminosa precediendo a la nube gris.
El cortejo del presidente negro remontaba los Campos Elíseos en dirección a la tumba del soldado desconocido. En medio de la brecha en forma de V formada por la escolta de motocicletas, el presidente, de pie en un auto descubierto, saludaba a los parisienses, que lo encontraban hermoso. Al tiempo que la cortina de agua castigaba su auto, el mango del paraguas de Jeanne se posó sobre su mano. Le pareció que Francia era un país muy considerado.
Jeanne y Roland, parados uno en brazos del otro, inmóviles y solos en la cúspide del monumento, los ojos cerrados, perdidos en ese diluvio, escuchaban el ruido del agua que caía sobre ellos y sobre el mundo. Una hora más tarde, estaban también juntos, solos, en brazos uno del otro, desnudos dentro de la cama de la calle Vaugirard, con todas las cortinas cerradas y un fuego encendido en la vieja chimenea burguesa, prosiguiendo su viaje de exploración de ese país que era siempre el mismo pero siempre desconocido, tal como cada uno de ellos lo era para el otro.
En el exterior, más allá de las seguras y cálidas defensas, enormes truenos se sucedían sin interrupción, en todos los espesores y en todas las direcciones de las nubes próximas o lejanas, amortiguados por el fuerte ruido del agua sobre las paredes y los techos. Los dos estaban en el mismo centro de la esfera de ruido, de aire, de agua, de piedras y de fuego, sin oír absolutamente nada, sin saber absolutamente nada de lo que pasaba, sin sentir nada más que cada uno de ellos al otro en su interior y alrededor de él y junto con él, y en el centro mismo del enorme y sórdido ruido del mundo, nació y subió y se encendió como un rayo de luz, el canto de felicidad de Jeanne. Era la Torre, el Arco de Triunfo, y ella era la ciudad despedazada de felicidad bajo la lluvia.
La cara pálida que correspondía al par de oídos que escuchaban lo que decían en el otro extremo del cable, se puso súbitamente escarlata.
Al día siguiente no pudieron verse. Él la llamó dos veces por teléfono. El día subsiguiente la llamó por teléfono a las diez de la mañana para avisarle que la esperaría a las cinco y media en el departamento de la calle Vaugirard.
Durante la conversación, y sin saberlo, pronunció la frase clave, que fue escuchada por todos los servicios secretos que interceptaban su conversación. Era una frase bastante trivial, y ninguno de los oyentes prestó atención, salvo los dos hombres del coronel P., ubicado uno de ellos en el teléfono y el otro con un micrófono, pero sabedores ambos de que ésa era la señal de alerta. No bien avisaron al coronel, éste procedió inmediatamente a tomar las medidas especiales preparadas de acuerdo con las directivas generales del presidente. Entre las quince y treinta y las dieciséis, cuatro ambulancias irrumpieron en el centro de investigaciones de Villejuif y salieron de allí antes de las dieciséis y quince.
Un hombre de Samuel Frend las siguió hasta Le Bourget, pero no pudo acercarse al hangar dentro del cual desaparecieron, cerrándose la puerta a su paso.
A las dieciséis y veinte, una especie de explosión amortiguada estremeció el pabellón L, y en menos de un segundo se transformó en una fantástica y gigantesca hoguera. El calor fue tan intenso que todas las partículas metálicas se fundieron. El pabellón seguía incendiándose a medianoche, a pesar de los esfuerzos de los bomberos.
Alertado por el oficial que dirigía la lucha contra el fuego, el coronel de los bomberos de París se presentó en el lugar del siniestro y tuvo que limitarse a constatar la magnitud del calor irradiado por el fuego y el hecho de que el agua parecía reavivar las llamas en lugar de extinguirlas. La nieve carbónica no conseguía llegar a la hoguera. El coronel no conocía ninguna substancia capaz de producir semejantes llamaradas, pero había oído decir que el ejército almacenaba en su arsenal secreto unas bombas incendiarias inéditas. ¿Sería posible que…? Pero entonces, ¿por qué? ¿Y por qué en ese lugar? Decidió cumplir con su deber, es decir, escribir un informe…
Las llamas se extinguieron poco antes del amanecer. Las paredes que aún se mantenían en pie resplandecían en medio de la noche como brasas inmensas. El calor que irradiaban quemaba los rostros a veinte metros de distancia. Ninguno de los ocupantes del pabellón había podido huir. Se tenía esperanza de encontrar algo por lo menos.
El hombre de Samuel Frend vigiló en vano el hangar durante la noche entera. Las ambulancias habían salido inmediatamente por la puerta, a la que él no podía custodiar.
Mientras el pabellón L se incendiaba, el propio Frend estaba pisándole los talones a una quinta ambulancia, en la que había visto subir a los tres últimos paracaidistas de la villa sin nombre, vestidos con delantales blancos. Uno de ellos se había hecho cargo del volante y el vehículo entró en París por la puerta de Champerret, cruzó el Sena, y avanzó por la calle Vaugirard.
Jeanne se había desvestido, bañado, perfumado y se había puesto el salto de cama de terciopelo rojo que tanto le gustaba a Roland. Cuando lo abría para contemplar su cuerpo, que no se cansaba de admirar, le decía que parecía una almendra encerrada dentro de un damasco.
Había preparado todo lo necesario para tomar el té sobre la mesa baja de falsa laca china estilo Napoleón III, pero sonreía al pensar que una vez más ya estaría frío y demasiado cargado cuando se resolvieran por fin a tomarlo. Esperó sin inquietarse hasta las seis. A las seis y cuarto llamó al pabellón L y el teléfono le indicó que la línea estaba ocupada. Lo mismo sucedió cinco, diez, quince minutos después. Suspendió los llamados por temor de que Roland estuviera a su vez tratando de comunicarse con ella, y su teléfono diera todo el tiempo ocupado. A las siete llamó seis veces seguidas con un minuto de intervalo y obtuvo todas las veces la misma señal. Discó entonces el número trece, que correspondía a reclamos, y al tercer llamado colgó pues acababa de sonar el timbre del departamento.
Roland no tocaba nunca el timbre, pero quizás había olvidado la llave… Jeanne se apresuró a abrir.
Se encontró frente a dos hombres pequeños, fuertes, con el pelo rapado, vestidos con delantales blancos, que empujaron la puerta y entraron. Ella creyó que eran colaboradores de Roland, al que debía haberle pasado algo y la mandaba buscar. Antes de tener tiempo de reflexionar razonablemente, uno de los dos hombres se deslizó detrás de ella y bajó de golpe el cuello de su bata de cama, inmovilizándole con ello los brazos y dejando al descubierto sus magníficos pechos, mientras el otro le colocaba sobre la cara un algodón con anestesia.
Ella conocía muy bien todos los olores gracias a su profesión, y logró identificar uno de los anestésicos más eficaces y brutales, uno que su esposo siempre temía que emplearan con sus enfermos. Su reflejo para girar la cabeza fue doblemente rápido. Se defendió y comenzó a gritar. El hombre que tenía frente a ella, algo asombrado por lo que tenía delante de sus ojos y asustado por los gritos que profería, perdió la sangre fría, dejó caer el algodón y comenzó a luchar contra ella cuerpo a cuerpo, con gran placer. Ella lo mordió salvajemente en la mejilla. Él profirió un alarido a su vez. En el segundo patio y debajo de la ventana, la bocina de la ambulancia sonó tres veces mientras se aproximaban las sirenas de por lo menos dos vehículos policiales.
—¡Dios de Dios! La policía, ¿oyes? ¡Hay que llevarla! ¿Qué hiciste con el algodón, pedazo de infeliz? ¡Méteselo en la trompa!
Mientras el hombre mordido se inclinaba para recoger el anestésico, Jeanne le dio un rodillazo en la cara, destrozándole la nariz. Él se incorporó blasfemando y amagó un terrible golpe de karate, que detuvo a mitad de camino. Las órdenes eran evitar absolutamente la violencia. Trató de tomarla por las rodillas y levantarla, pero ella le dio una patada en el cuello haciéndolo caer al suelo, se zafó de su segundo agresor escabullándose de su bata de cama, corrió a la otra punta del cuarto, abrió la ventana y oculta a medias por la cortina, gritó pidiendo socorro.
En el gran patio cubierto de adoquines, alrededor de la fuente de mármol adornada con una ninfa estilo Pompadour, y que señalaba el centro del recinto, una ambulancia giraba a toda velocidad, perseguida por un auto de la policía. Otro auto policial bloqueaba la salida hacia el primer patio. La ambulancia daba vueltas, el auto la seguía atrás, los motores rugían, las sirenas aullaban, todas las ventanas se abrían, todo el mundo gritaba, y por ello nadie prestó atención a los gritos de Jeanne, salvo los dos hombres que la habían atacado y que solamente veían su trasero rosado, envuelto en la cortina color ciruela, y la silueta de su brazo izquierdo levantado que se agitaba. Tomaron las de Villadiego, corrieron escaleras abajo y cayeron en brazos de los policías. Se defendieron como salvajes, pero no estaban armados. Eran las órdenes. Esta misión les parecía totalmente estúpida. No comprendían absolutamente nada de lo que pasaba.
El coronel P., con el casco metido hasta las orejas, había seguido de oídas toda la operación. Pálido de ira, se preguntaba quién demonios podía haber llamado a la policía. Ahora no tendría más remedio que soltar a esos tres idiotas, tapar el escándalo, demorar las denuncias, perder un tiempo terrible… ¡y comenzar otra vez! Esa buena mujer estaba todavía en circulación… Pero reflexionó y llegó a la conclusión de que, después de todo, ella no había sido la que había pronunciado la frase clave. Bastaría con seguir escuchando: había hecho instalar también otros micrófonos en su domicilio conyugal. A lo mejor jamás llegaba a pronunciar las palabras. Quizá nunca sería necesario intervenir. Menos mal que todo había funcionado correctamente en Villejuif…
Entre los curiosos que se agruparon frente a la puerta de entrada, un hombrecito flaco miraba la escena con un interés algo infantil. Consiguió deslizarse detrás de los agentes, entrar en el primer patio, pasar junto a otros agentes que luchaban contra dos hombres vestidos con delantales blancos, subir la escalera y entrar en el departamento, donde encontró a Jeanne en tren de vestirse. Exhibió ante ella una tarjeta tricolor y se presentó como el “comisario Frend”.
—¡Usted escapó por un pelo! —agregó después, y respondió evasivamente a sus preguntas.
Luego de ponerle un abrigo sobre los hombros le rogó que lo acompañara y atravesó con ella la escalera, por la que los agentes subían los escalones de a cuatro por vez. Les hizo un gesto con la mano indicándoles “allí arriba”, empujó suavemente a Jeanne hacia la calle, la hizo subir a un auto negro que estaba estacionado a pocos metros de distancia y lo puso en marcha inmediatamente.
Era él quien había avisado a la policía no bien vio que la ambulancia avanzaba por la calle Vaugirard. Valiéndose de su transmisor había hablado por la longitud de onda utilizada por la Prefectura y les había dado directamente las órdenes a los patrulleros. Esperaba que el encuentro entre los agentes y los paracaidistas produjera cierta confusión que le serviría para obtener alguna información.
Al salir del departamento, y sin que la mujer se diera cuenta, recogió y guardó el algodón embebido en anestesia; cuando llegaron al semáforo de la calle Rennes, lo aplicó sobre el rostro de Jeanne, que en ese momento abría la boca para hacerle una pregunta. Sofocada por la sorpresa, respiró profundamente antes de librarse del algodón. Él no insistió y lo tiró por la ventanilla. No quería tener el trabajo de cargarla. Jeanne quedó medio inconsciente, luchando contra el sueño y la bruma.
Cuando llegaron a destino él la ayudó a bajar del auto, que había detenido en el patio de entrada de un edificio particular ubicado en la calle Boissy d'Anglais. La hizo entrar en un departamento de la planta baja, recorrer un largo corredor, bajar una escalera, tomar un ascensor, hasta llegar por fin a su pequeño escritorio, en el centro de la embajada de los Estados Unidos de Norteamérica. Cuando ella se sentó en un sillón y se quedó inmóvil, él se secó la frente y pudo por fin suspirar. Había corrido un riesgo enorme. Hasta entonces nunca se había animado a tomar semejante iniciativa. Confiaba en que el asunto sería tan importante como él lo esperaba. De lo contrario…
Salió al pasillo y volvió trayendo dos vasos de papel llenos de un café humeante. Esta mujer sabía algo. Era necesario que se lo dijera. No era cuestión de sentarse a dormir…
—Usted sabe quién soy yo, sabe dónde está, sabe que trataron de raptarla y sabe el motivo; yo lo desconozco, y le ruego que me lo diga…
Ella lo ignoraba. No sabía absolutamente nada. Meneaba negativamente la cabeza, todavía un poco bajo el efecto de la droga y sobre todo por la aterradora sucesión de acontecimientos incomprensibles. Pero en su interior crecía una angustia, semejante a un puñal que se convierte en una espada: “¡Roland! ¿Qué le habría pasado a Roland?”
Tres cuartos de hora más tarde, desde el interior del mismo auto negro, contemplaba el infernal incendio del pabellón L y las obscuras siluetas de bomberos, policías y curiosos recortadas sobre el oscilante fondo iluminado.
Ella miraba el fuego y Frend la miraba a ella. Al mostrarle las llamas le dijo:
—Él está allí… —esperando que el dolor, el odio, el deseo de venganza le arrancaran por fin la verdad. La miraba llorar con grandes sollozos espaciados, como un niño, y sus lágrimas, en las que se reflejaba el incendio, se deslizaban por su cara como gotas de fuego. Le preguntó en voz baja—: ¿Por qué?
Ella sacudió lenta y negativamente la cabeza. No lo sabía, no sabía absolutamente nada. Y esta vez él se convenció. Pero ella seguía corriendo peligro. Le ofreció llevarla nuevamente a la embajada, donde estaría segura. Ella movió otra vez negativamente la cabeza. Su seguridad no tenía importancia alguna. La espada y el puñal le destrozaban el pecho cada vez que respiraba, el mundo no era más que fuego y tinieblas, dolor y muerte. Cerró los ojos y no se movió más. Apenas respiraba. Se hundía lentamente en la nada.
Frend retrocedió cuidadosamente con el auto y condujo a Jeanne a la calle Varennes, donde el profesor Corbet tenía su casa particular rodeada por un maravilloso jardín. Frend la acompañó, guiándola como a un ciego, hasta depositarla en manos de su marido.
—Ella le dirá quién soy yo y lo que ha sucedido. Trataron de raptarla. Está semidrogada y ha sufrido una terrible impresión. Me parece que sería conveniente que durmiera. Seguramente mañana le contará lo sucedido. Vigílela y no deje nada que pueda ser peligroso al alcance de su mano. —Permaneció en silencio durante unos segundos y luego agregó, para que sus recomendaciones fueran tomadas en serio—: Fournier ha muerto.
Paul Corbet no se sorprendió de que un extranjero estuviera al corriente de las relaciones de Roland Fournier con su mujer. Se limitó a pensar en lo que ella debía sentir: peor que la pena, peor que el dolor, la falta total y absoluta de todo, como un astronauta al que se le desintegra su nave en el vacío total del espacio.
La metió en cama, él mismo se encargó de aplicarle un sedante y llamó a una enfermera para que se instalara junto a ella. El pequeño Nicolás ya estaba acostado, y así pudo evitársele el impacto de encontrarse con un fantasma lívido que tenía el rostro de su madre.
Frend pasó parte de esa noche recibiendo los informes de sus agentes y redactando el suyo, que envió no bien lo tuvo listo. Volvió a su casa para besar a sus hijos antes de que partieran para sus diversos colegios, y para tomar un desayuno parisiense que consistía en café con leche y medialunas calientes, esas deliciosas y horribles medialunas con margarina que comía con voluptuosidad y que desataban luego en su estómago un incendio semejante al del pabellón L.
Suzan, su mujer, no era más alta que él, pero era en cambio muy regordeta, de buen carácter, simpática, y con la cabeza redonda rodeada por una infinidad de rulitos. Tenía el pelo teñido de un color rubio delicado, pero que parecía ligeramente rosado, como toda su persona. Samuel Frend la quería mucho, y le estaba infinitamente agradecido por complicarle tan poco su vida profesional, bastante dura de por sí. Colin, su hijo mayor, besó a ambos en la cabeza antes de marcharse a la Facultad de Ciencias. Tenía diecinueve años, medía un metro noventa y dos, pero pesaba solamente sesenta y nueve kilos. Caminaba ligeramente inclinado hacia adelante. Era rubio y hacía pensar en una espiga bajo el viento. Su padre y su madre se preguntaban diariamente cómo habían hecho para fabricar un hijo tan grande. Él acusaba a Suzan de haberlo engañado con la torre Eiffel. Ella se sonrojaba todas las veces, recordándole que Paul había sido concebido en Nueva York. Pues entonces, respondía él, fue con el rascacielos de Rockefeller. Ella lo golpeaba con sus pequeños y redondos puños y le rogaba que suspendiera sus bromas francesas. Según ella, todo se debía a las vitaminas.
El mejor medio para comunicarse con una persona cuyo teléfono está intervenido y su correspondencia examinada, es simplemente el viejo pneumatique [3]. Poco después de las quince, Paul Corbet, que había anulado sus citas y el programa de actividades de ese día, recibió un pneumatique dirigido a su mujer. Ella seguía durmiendo como consecuencia de una segunda inyección. Abrió el sobre: era un mensaje de Samuel Frend. Se lo entregó a Jeanne en cuanto ésta despertó.
En un abrir y cerrar de ojos ella recuperó la alegría de vivir. El mensaje decía: “Roland Fournier no ha muerto. Puedo brindarle la prueba de ello. El incendio fue solamente un camuflaje. No sé dónde está Fournier, pero si usted quiere ayudarme, entre los dos lograremos encontrarlo”. Le informaba que la mansión de la calle Varennes estaba llena de micrófonos y que las tres líneas de teléfono estaban intervenidas noche y día. Le aconsejaba que cuando hablara de algo importante o confidencial con su marido lo hiciera solamente en el auto o en el jardín. Concertaba una cita para el día siguiente a las quince. Enviaría un auto a buscarla.
Llovía a cántaros. Jeanne y su marido se cubrieron con sendos impermeables y durante casi una hora pasearon por las calles empapadas del jardín otoñal, protegidos por un gran paraguas. Las hojas mojadas, coloradas, doradas, caían de los árboles y se quedaban pegadas al enorme paraguas negro. Paul Corbet escuchaba la increíble historia que le contaba su mujer, la interrumpía de tanto en tanto con una pregunta para obtener mayor precisión, aspiraba el olor de la tierra mojada, del aire húmedo, de las cortezas empapadas. Cuando durante los años subsiguientes recordaba ese momento, esos olores y el ruido de la lluvia adquirían tanta intensidad, que tenía la impresión de estar mojado.
Le sorprendía que la policía no se hubiera presentado todavía para interrogar a su mujer. Había leído en Le Figaro unas cuantas líneas referentes al incendio de Villejuif, pero que no dejaban entrever su magnitud.
Desde el primer momento decidió ayudar a Jeanne. No bien entraron nuevamente en la casa, llamó a la comisaría del sexto distrito sin preocuparse por los micrófonos, y luego de darse a conocer declaró que la víspera habían tratado de raptar a su esposa, y preguntó en qué estaba la investigación.
Hubo un silencio seguido de cuchicheos y cambios de líneas, hasta que finalmente una voz cortés le informó que no existía investigación alguna porque no había existido ninguna tentativa de rapto. Los falsos enfermeros eran realmente enfermeros que debían buscar a una enferma nerviosa y que simplemente se habían equivocado de dirección…
Paul Corbet colgó. Levantó luego la cabeza hacia el techo, miró hacia las cuatro paredes de su escritorio y en voz bien alta exclamó:
—¡Mierda! A todos los que escuchan les digo: ¡mierda! Pienso sacar a la luz todo este asunto. ¡No crean que me van a detener por miedo al escándalo!
Era un hombre sólido, que representaba diez años menos de los que tenía. Alto, grande, el pelo gris cortado muy corto, tenía el aspecto de un viejo jugador de rugby a pesar de que jamás practicaba deporte alguno por falta de tiempo. Se había alistado como voluntario en la infantería en 1915, cuando tenía diecisiete años, y fue herido tres veces. Su tercera herida fue producida por la esquirla de un obús que se alojó en su temporal izquierdo y cuya aguda extremidad penetraba en el interior del cráneo. El extenuado cirujano que lo operó sobre la paja de una granja, sin anestesia, en medio de la batalla del Somme, luego de haber practicado otras veinte operaciones, arrancó el fragmento de obús como si fuera un diente, arrastrando al mismo tiempo un pedazo de hueso y quizás un poco de materia cerebral. Paul Corbet adquirió, como consecuencia, unos terribles arrebatos y unos momentos de genio. Cuando los dos se combinaban, nada lo detenía. Y fue así como sin apoyo ni protección alguna, se convirtió en uno de los profesores más respetados, uno de los médicos más ricos y uno de los cinco cardiólogos más importantes del mundo. Bajo su pelo corto, cerca de la oreja izquierda, una cicatriz rosada en forma de triángulo se hundía bajo la presión de un dedo como la fontanela de un recién nacido.
Este asunto era una locura; no conseguiría dilucidarlo con empleaduchos. Llamó al despacho de Edgar Faure, presidente del Consejo. Éste, que tenía una salud de roble, lo visitaba todos los años durante el mes de enero para que le revisara el corazón. Le contestaron:
—El señor presidente está ocupado.
Él aulló:
—¡Soy su médico! Tengo que hablar con él de inmediato.
Desconcertado y temiendo Dios sabe qué embolia, el funcionario pasó la comunicación. Edgar Faure estaba realmente ocupado. Se sorprendió al recibir la intromisión vocal del profesor Corbet, pero se mostró interesado y luego apasionado por lo que escuchaba. En cinco minutos Corbet lo puso al tanto de lo esencial, y Edgar Faure le prometió que haría todo lo necesario para aclarar el misterio. Lo llamaría al día siguiente.
No bien el presidente del Consejo colgó el tubo, el teléfono sonó nuevamente: el presidente de la República le comunicaba que con gran gusto lo recibiría esa misma tarde.
Un guardia republicano en motocicleta entregó a las diecisiete horas, en la calle Varennes, un mensaje manuscrito por el presidente Coty, rogando cortésmente al eminente profesor que tuviera a bien presentarse en el Elíseo esa noche a las veintiuna. El presidente se disculpaba por las molestias que podía ocasionarle esa súbita invitación, pero aclaraba que el asunto era importante.
Hasta ese momento Corbet no había dado mayor crédito a las afirmaciones de Frend, transmitidas por su esposa, sobre la responsabilidad del servicio secreto de la Presidencia en los acontecimientos de la víspera. Parecía demasiado folletinesco. No se lo mencionó tampoco a Edgar Faure. Pero esta invitación daba por tierra con sus dudas. ¿O quizá simplemente el Presidente temía que su corazón no funcionara correctamente? Esperaba regresar con todas las explicaciones, pero por las dudas decidió llevar su maletín. Se fue recién después de asegurarse de que Jeanne se había encerrado con llave en su cuarto. Le había dado su revólver; Jeanne se dispuso a esperarlo tranquilamente.
A ella todo le parecía ahora simple y maravilloso después de las agonías que había sufrido cuando creyó que Roland había muerto. ¡Roland vivía! Dondequiera que estuviera, ella lo encontraría, los dos se encontrarían, no podía ser de otra forma. ¡Roland vivía! Respiraba con voluptuosidad, escuchaba los latidos de su corazón, el ruido de la lluvia en el jardín, y el murmullo de la radio sobre la mesa de luz con su ojo verde encendido, transmitiendo las noticias: el Foreign Office acababa de publicar un comunicado en el que reconocía que Burgess, MacLean y Ramsay, que habían “pasado al este”, eran agentes soviéticos.
¡Roland vivía! ¡Cómo pudo creer que había muerto! Era absurdo, Roland no podía morir, su amor no podía morir, la muerte es negra, nula. Y su amor era el sol, el baile, la alegría, la fuerza, y mil colores más cálidos y suaves que el rojo y el azul… Roland, amor mío, volveremos a vernos…
Paul Corbet volvió al cabo de poco menos de una hora de ausencia, totalmente desconcertado.
—No me explicó absolutamente nada. Me pidió que suspendiera mis investigaciones, que no hiciera un escándalo… ¡Me aseguró que nadie quería hacerte daño! ¡Eso sí que es gracioso! Me obligó a jurar que guardaría en secreto lo que me iba a decir, pero no me dijo absolutamente nada. Salvo que se trataba de la felicidad o la desgracia del mundo…
—Pero… ¿qué tengo que ver yo con la desgracia del mundo?
—Es lo que le pregunté… Se alzó de su sillón, levantó los brazos al cielo, sabes cómo es de grande… ¡Pensé que iba a tocar el cielo raso! Parecía consternado: “¡No puedo decirle absolutamente nada! ¡No me pregunte nadal ¡No haga nada! ¡No hable de esto con nadie! Le aseguro que no le pasará nada más a la señora”.
—¿Y Roland? ¿Le preguntaste dónde está Roland?
—Idéntica respuesta: “No puedo decirle nada, no sé nada”. Tengo la impresión de que él cree que ya sabe demasiado, y que cedería su lugar en el Elíseo para no saber lo que sabe. Me pidió mi palabra de honor de no tratar de averiguar nada más… en nombre de Francia y del mundo entero. Sabes con qué facilidad emplea el trémolo… Pero estaba visiblemente preocupado.
—¿Se lo prometiste?
—Sí… Tratándose de un asunto de Estado, o peor aun, de varios estados en plural, lo mejor es no meternos.
Al mismo tiempo que le contestaba, señalaba sucesivamente el techo, las paredes y sus orejas para que Jeanne comprendiera que hablaba en beneficio de los oyentes invisibles. Ella hizo señas de entender.
—Por otra parte, he otorgado mi promesa contra la aseveración del presidente de que no corres ningún peligro. Lo digo para los que están escuchando. Si te dejan tranquila yo me quedaré tranquilo; de lo contrario… ¿Sabes lo que me dijo en el momento en que me iba? Me estrechó la mano durante tres minutos, agradeciéndome por haber demostrado ser comprensivo, y agregó: “Pero de todos modos, si las circunstancias… si nos viéramos obligados a tener que echar mano nuevamente de la señora Corbet, le suplico que le diga que no se defienda, que se entregue”.
Al día siguiente por la mañana, Paul Corbet comunica a su mujer sus intenciones y sus temores, mientras caminan por el jardín, donde el sol brilla sobre las hojas dispersas, mojadas todavía por la lluvia de la noche anterior. Él había dado su palabra, pero Jeanne no estaba incluida en su promesa. Le procuraría toda la ayuda que le fuera necesaria.
Ella se lo agradeció. Su actitud no le sorprendía. Cuando se tiene una inteligencia como la suya, no existen el egoísmo, los prejuicios, los celos. Y le había dado mil veces la prueba de que el amor que sentía por ella tenía una única finalidad: hacerla feliz, cualquiera fuera el rostro que ella le daba a su felicidad.
—La cita de esta tarde puede ser una trampa —dijo Paul—. No tenemos pruebas de que ese mensaje haya sido enviado por Frend. Tú no conoces su letra. Quién sabe si el auto que debe venir a buscarte no es solamente una forma de lograr lo que antes de ayer no pudieron conseguir. Te acompañaré.
Pero el auto no se presentó. Jeanne, agitada, sentía que la esperanza que la mantenía desde hacía veinticuatro horas se desvanecía minuto a minuto. Estaba convencida de que Roland no estaba muerto, pero Frend le había prometido una prueba…
Al cabo de dos horas de espera, no aguantó más: llamó a un taxi y se hizo llevar a la embajada de los Estados Unidos de Norteamérica, donde le dijeron que en el personal no existía ningún funcionario llamado Samuel Frend. Conocía bastante a Douglas Dillon, el embajador; se habían encontrado numerosas veces en diversas manifestaciones de la vida parisiense. Pidió verlo.
Estaba allí y la recibió entusiásticamente. No recibía frecuentemente visitas tan agradables mientras trabajaba en la embajada. ¿A qué se debía ese placer? Jeanne comprendió que no estaba al corriente de nada. Le dijo que había venido a ver un amigo, Samuel Frend, y que le habían dicho que no existía. Douglas Dillon pareció sorprendido, tomó su teléfono, hizo varias preguntas, escuchó una larga contestación, inclinó la cabeza, dijo: “Well” y colgó.
—Mi querida amiga —dijo—, efectivamente no existe, o mejor dicho, ha dejado de existir… Quiero decir, en su condición de funcionario de nuestra embajada. Ha sido llamado a Washington; partió anoche. No, no volverá, no lo creo, ha partido con toda su familia. Su carrera en Europa ha terminado.
Jeanne partió rumbo a Washington al día siguiente.
Y así fue como comenzó esta búsqueda increíble, que debía durar diecisiete años… En las historias de amor jamás existió semejante fe ni semejante obstinación. Otras enamoradas esperaron durante toda la vida el regreso de un amante aventurero o de un marido desaparecido, pero Jeanne no era mujer que aguardara en lo alto de una torre, escudriñando el horizonte. Recorrió el mundo, afrontó peligros, encontró fragmentos de pistas, los perdió, se topó con una conspiración mundial de silencio, fue atrapada, casi estrangulada en los vericuetos inmundos de los servicios secretos que defendían una verdad que ella debía ignorar pero que ellos tampoco conocían, escapó milagrosamente de la catástrofe del Boeing que ocasionó doscientas víctimas en las Filipinas, volvió de la India con una amebiasis que el profesor Lebois, amigo de su marido, consiguió curar totalmente, pero que la dejó durante seis meses en el límite máximo de la flacura y del agotamiento, mató a tiros en Londres a dos de tres sinvergüenzas que trataron de raptarla, hirió al tercero, que fue arrestado… A semejanza de los raptores de París, los de Londres tampoco estaban armados.
Se lanzaba con violencia contra los muros del misterio, como una pantera después de dos días de cautiverio. Se lastimaba, se arrancaba jirones contra los muros de silencio, pero detrás de éstos se encontraba con otros espesores igualmente silenciosos. De tanto en tanto regresaba agotada junto a su marido para recuperar fuerzas. De lejos o de cerca, él la ayudaba con su dinero, su inteligencia, sus relaciones. Cada vez que volvía se sorprendía al ver cómo envejecía él y cómo crecía su hijo. Durante su ausencia Nicolás dejó atrás la infancia y entró en la adolescencia. Cuando lo veía, sus ojos le transmitían amor, temor, admiración y preguntas que no se animaba a hacer. Sabía que ella recorría los países y luchaba en pos de un secreto cuyo nombre ni siquiera podía pronunciarse. Se había convertido en su héroe, Sir Galahad en guerra contra el Maligno y sus sortilegios, en búsqueda del rey herido y la sangre de Dios. Él se había transformado en un muchacho muy buen mozo, alto y delgado a diferencia de su padre, con unos ojos azules de irlandés.
A veces, después de un nuevo revés y una nueva vuelta a su casa para curar las heridas, la acosaba la tentación de abandonar todo, y vivir por fin tranquilamente junto a ese hombre que le había dado tantas cosas y al que cada vez encontraba más consumido por una inexorable vejez. Pero no podía olvidar que le habían arrebatado a Roland, no podía olvidar el incomparable sabor que tienen todas las cosas de la vida para aquellos que han conocido realmente un amor verdadero, compartido en cuerpo y alma. Vivía como si fuera una zambullida, sabiendo que el aire está arriba, sobre la superficie del agua. Se sentía en suspenso, como una prórroga. Luchaba y se esforzaba para perforar el enorme peso de la ausencia, para alcanzar el momento inefable en que saldría a la superficie y se encontraría con Roland y la vida.
Día a día aumentaba la atracción que sentía por ese gran misterio, al que a veces conseguía acercarse lo suficiente como para poder tocarlo, y que se le escapaba con el último movimiento que realizaba para atraparlo. Misterio que estaba segura de que atañía a toda la humanidad, y en cuya defensa se habían unido, por encima de violentos antagonismos, los jefes de los países más importantes.
Hacía dos meses que se encontraba en Londres cuando ocurrió el nuevo intento de rapto. Estaba tratando de seguir la pista de los “amigos” ingleses que habían ido a buscar al profesor Hamblain a Quiberon. Lo único que había conseguido averiguar era que el Sourire du Chat no figuraba en las nóminas de los armadores ni en las de las compañías de seguros. Ese nombre irónico y los otros detalles debían haber reemplazado en alta mar el verdadero estado civil de la embarcación.
En el preciso momento en que se disponía a subir a un taxi para volver al hotel después de haber pasado cerca de una hora en las oficinas del Lloyd, dos hombres subieron detrás de ella al auto, que arrancó a toda velocidad. Ella había previsto esa agresión en todas las formas imaginables y se había preparado para resistirla de cualquier manera. No tenía el menor miedo. Gastó los seis tiros que tenía el revólver que guardaba en su cartera y liquidó a los dos hombres. El chofer, herido en el hombro, perdió el dominio del auto que se incrustó contra un ómnibus detenido en la parada.
En menos de cuatro horas, la comisaría de la sección se vio arrebatar el asunto por Scotland Yard, y éste a su vez por una oficina privada del ministro del Interior. A la mañana siguiente, Jeanne recibió en su hotel la visita de un hombre de pelo gris, vestido de gris, con un pequeño bigote rojizo, que le rogó que hiciera el favor de acompañarlo.
—¿Adónde?
—Hum… hum… no puedo decírselo.
—¿Y cómo se imagina que aceptaré semejante invitación, después de lo que acaba de pasar?
—Hum… ¡Well! ¿Y si le aseguro que no correrá riesgo alguno?
—Usted puede decir lo que le parezca, pero yo no tengo ningún motivo para creerle.
—Hum… Tiene toda la razón del mundo… Qué pena… ¿Puedo retirarme?
En el preciso momento en que se iba, ella le manifestó que lo acompañaría. No podía dejar pasar esa oportunidad de averiguar quizás algo más sobre el asunto. Su revólver, instrumento convincente, había sido retenido por la policía. Sacó otro de su valija y delante de las narices del hombre, que sonreía amablemente, lo guardó ostensiblemente en el bolsillo del saco.
Los esperaba un auto negro común y corriente. El vehículo los condujo hasta el palacio de Buckingham, y tres minutos después de llegar, Jeanne era recibida por la reina, sin testigos, luego de haber depositado su arma en manos del hombre del bigote rojizo.
Isabel se dirigió a ella con una cortesía exquisita, le habló “de mujer a mujer”. Le dijo que comprendía perfectamente los motivos de su actitud y su obstinación. Pero le aseguraba que sus investigaciones no la llevarían a ninguna parte, y que podrían resultar perjudiciales para cierta cantidad de seres humanos. Con toda seguridad ella no podía querer perjudicar a sus semejantes. No, no lo querría… Entonces, ¿estaba dispuesta a renunciar? Todas las mujeres, inclusive aquellas que parecen estar por encima de las otras, pueden experimentar a veces, hum, penas sentimentales. Pero hay que saber abandonar las propias angustias cuando el interés general está en juego.
—Lo lamento —dijo Jeanne—, pero no renunciaré.
—Lo temía —dijo la reina, gravemente—. Pero tenía que preguntárselo. ¿Me permitirá que le dé un consejo?
—Me sentiré sumamente honrada.
Isabel II de Inglaterra pronunció entonces prácticamente las mismas palabras que René Coty, presidente de la República Francesa: que no tratara de defenderse si trataban de raptarla otra vez, que se dejase llevar.
Mientras se trasladaba del palacio de Buckingham al escritorio del abogado en el mismo auto negro, pero sin el hombre del bigote rojizo, Jeanne consideraba ese consejo mientras una imagen singular atormentaba su memoria: la de la cartera de la reina, una cartera negra de fina calidad pero de forma poco elegante, de la que Isabel no se había separado ni un solo segundo, sujetándola con su mano como si fuera ella la que estaba de visita. Jeanne desechó de su mente ese detalle ridículo. Esa misma tarde tendría que enfrentarse con el chofer herido. Esperaba que contestara a las preguntas que le harían los investigadores ingleses. Pero cuando llegó al escritorio de su abogado, éste le informó que el herido había sido sacado de la enfermería por dos falsos policías, provistos de papeles perfectamente en regla y que afirmaron que lo iban a buscar para la susodicha confrontación…
Entonces Jeanne resolvió segir el consejo que le habían dado en dos oportunidades, y no resistirse si trataban de raptarla, cualesquiera que fueran los riesgos que podía correr. Pero esperó en vano esa nueva oportunidad, pues nunca más volvió a repetirse.
Al principio mismo de sus investigaciones, cuando decidió trasladarse a Washington al día siguiente del incendio de Villejuif, para buscar allí a Samuel Frend, Jeanne tuvo ya una muestra de las dificultades que de ahora en más le saldrían al paso permanentemente.
Transcurrieron tres meses hasta que encontró la pista de Frend, y cuando por fin pudo reunirse con él en la embajada norteamericana de Montevideo, adonde había sido destinado, aparentó no conocerla y negó haberla visto anteriormente… con un aire muy inocente, que evidenciaba no esperar convencer, pero con el que le daba a entender que era totalmente inútil seguir insistiendo.
Durante dos semanas trató en vano de volver a verlo, y al cabo de ellas se enteró de que ya no formaba parte del personal de la embajada. Se repetía la misma escena de París.
Volvió a Francia y comenzó una investigación in situ, ayudada por un detective privado llamado Poliot, jubilado de la PJ, asmático, con una cabeza y un vientre redondos y que utilizaba una bicicleta tan vieja como él para movilizarse por París. Sujetaba las piernas de sus pantalones con unos ganchos metálicos que los transformaban en alas de mariposa, y usaba desde hacía veinte años el mismo sombrero hongo, que le servía de paraguas.
Le informó que la mujer de Roland Fournier, desesperada de dolor, no había tolerado seguir viviendo en París. Partió con sus tres hijos a casa de sus padres, en Córcega. Poliot pudo entrar en su departamento gracias a la portera. Lo encontró vacío, limpio, rasqueteado, pulido, lustrado, pintado a nuevo por el nuevo inquilino que todavía no lo ocupaba. En ese desierto aséptico, Poliot no consiguió descubrir la menor partícula de polvo que pudiera despertar su curiosidad. Pero le comunicó un dato muy curioso: el camión que transportaba al puerto de Niza, con destino a Córcega, los muebles de la señora Fournier y todos los libros y archivos de su marido, se incendió entre Pierrelate y Orange, ardió como una caja de fósforos, dejando solamente cenizas e hierros retorcidos.
El fuego, igual que en Villejuif…
Jeanne se encontró por tercera vez con un incendio cuando fue a Quiberon, después de haberse enterado de la desaparición, en medio del mar, del jefe de Roland. El mismo vecino que había conversado con Samuel Frend le mostró las ruinas carbonizadas de la casa de los padres del profesor Hamblain: se había incendiado totalmente durante la noche del séptimo al octavo día después de la partida del Sourire du Chat. El pescador rengo inclinaba la cabeza mientras se tambaleaba junto a la inmóvil Jeanne, como si fuera un barco junto a un faro en medio de un mar embravecido. Indudablemente era una fatalidad, una verdadera fatalidad. Ellos perdidos en el mar y su casa incendiada… Si se hubieran quedado, habrían muerto carbonizados en lugar de morir ahogados. Cosas como ésas no suceden frecuentemente, pero a veces pasan… Un poco después de la guerra del catorce, el tío del adjunto del alcalde había muerto en alta mar junto con su hijo, al mismo tiempo que su mujer se mataba al caer de un manzano. Cuando el mar quiere agarrarnos, sabe muy bien dónde encontrarnos, aun si no estamos embarcados…
Jeanne recibió un nuevo informe de Poliot cuando llegó a París: el hermano del profesor Hamblain, su único pariente, había hecho sacar todo lo que contenía el departamento, muebles, libros, legajos, alfombras, cuadros… Poliot había visitado el departamento y se encontró con que estaba pintado a nuevo como el de Fournier, y evidentemente por la misma empresa, que había utilizado la misma pintura color crema, del mismo aspecto y olor, e igualmente limpio y lustrado que el otro.
De acuerdo con la ley, todavía no podía considerarse como muerto al profesor Hamblain, de modo que esa mudanza no era solamente insólita sino ilegal. Poliot tomó la iniciativa de ir a interrogar al hermano del profesor. No lo encontró. El profesor no tenía ningún hermano. Sólo Dios sabe adónde habían ido a parar sus muebles y sus archivos.
Jeanne fue permanentemente vigilada, seguida a todas partes y todas sus conversaciones escuchadas, durante los seis primeros meses de sus investigaciones. Se dio cuenta de ello muy rápido. Sus seguidores no trataban de pasar desapercibidos, pero si ella intentaba acercárseles para interrogarlos, se escapaban y desaparecían. Cuando cruzaba una frontera, los agentes del país que abandonaba la pasaban a los del país al que llegaba, como si se tratara de un relevo. Sus seguidores desaparecieron a fines del sexto mes. Sus movimientos seguían siendo controlados y observados, pero no vigilaron más sus conversaciones: los que habían impartido la orden de escuchar todo lo que decía, sabían que ya no había más posibilidades de que pronunciara la frase clave.
La tentativa de rapto en Londres recién tuvo lugar un año después; fue, por lo tanto, un motivo diferente el que los impulsó a apoderarse de ella en ese momento. Jeanne se enteró de ese motivo cuando llegó al final de su investigación. Y cuando se enteró contra qué se había defendido, creando así lo irreparable y abominable, el arrepentimiento mortal que le paralizó el corazón solamente podía ser comparable con el de los malditos sumergidos durante toda la eternidad en la total desesperación del infierno.
La mujer y los hijos de Roland Fournier, instalados desde entonces en Córcega, en el pueblito de Santa Lucía di Moriano, sobre la costa este, eran objeto también de una vigilancia igualmente estricta, pero mucho más sencilla que la que se practicaba con Jeanne. Dicha vigilancia disminuyó también al cabo de seis meses, pues ni los niños ni su madre tenían posibilidad ya de pronunciar las palabras mágicas. Para la mujer de Roland no existía misterio alguno: su marido estaba muerto. Su violento dolor se apaciguó rápidamente. Recibía una pensión cuyo monto era excesivo, pero que a ella le parecía normal. Durante el mes de julio de 1957 conoció a un farmacéutico de Bastía, Dominique Cateri, que estaba de vacaciones en Moriano. Era viudo y rico. Rondaba los cincuenta años y su calvicie estaba bronceada por el sol. Tenía a su cargo la ejecución de un plan que la concernía, en combinación con la mafia italiana con la que ya había realizado buenos negocios en Marsella y París.
El diecisiete de julio al atardecer, fue hasta el estudio que Cateri había alquilado cerca de la playa para pasar las vacaciones, y se acostó con él por primera vez. Se sintió feliz. Extrañaba mucho la falta de ese placer desde la muerte de Roland. Cuando se dispuso a buscar a sus hijos, a los que había dejado jugando al borde del mar, le dijeron que habían salido a pasear con “unos amigos” en una estupenda lancha a motor toda pintada de colorado. Nunca más se volvió a ver a la lancha o a los niños.
Cuando se agotó su nueva pena, se casó con el farmacéutico, que se había enamorado de su placer al hacer el amor.
Jeanne la vio en Bastía en 1967, mientras proseguía con su búsqueda, instalada en la caja de la farmacia. Había vuelto a enviudar y había engordado mucho. Lucía un gran brillante en el anular de su mano izquierda, además de sus dos alianzas. Su carácter se había suavizado.
El fuego… Aparece a cada instante en esta historia.
Jeanne se topó con él por cuarta vez de resultas de un artículo que leyó su marido. Éste regresaba de Teherán, adonde había sido llamado para una consulta, y leía en el avión el último número de una revista de medicina inglesa llamada The Lancet. Tres páginas dedicadas a Shri Bahanba, con motivo del décimo aniversario de su muerte, revivían las dramáticas circunstancias en que ésta había ocurrido y comentaba los trabajos y los méritos del gran sabio hindú.
A Paul Corbet le llamó la atención la similitud del incendio de Bombay con el de Villejuif, y lo parecidas que eran las investigaciones realizadas por Bahanba a las de Hamblain y su equipo. Cuando llegó a París Jeanne estaba nuevamente de viaje, y tuvo que esperar que volviera para comentarle el artículo del Lancet.
En esa época ella trataba de introducirse en el ambiente norteamericano al tanto de los preparativos de la guerra bacteriológica. Sabía, como todos, que los laboratorios militares de todo el mundo estaban preparando un verdadero Apocalipsis, al lado del cual la guerra atómica total sería tan catastrófica como un partido de bridge. Había investigado en París, Londres, Munich, Milán, Zurich, sin encontrar nada que pudiera relacionarse con el episodio de Villejuif. Gracias a un agente francés que volvía de Varsovia obtuvo algunas informaciones sobre lo que pasaba en los laboratorios soviéticos. Pero aparentemente no había ninguna novedad, salvo quizás en las cantidades. Por más que en ese campo, la cantidad no tiene mayor valor: medio litro del veneno segregado por el bacilo del botulismo, por ejemplo, bastaría para hacer perecer a la humanidad entera en medio de la refinada angustia de una parálisis respiratoria; la humanidad entera ahogada en el aire, después de haber vomitado y perdido sus tripas en diarreas de sangre. Hace tiempo ya que existe ese veneno, y no precisamente medio litro, sino hectolitros, listos para ser utilizados, en todos los arsenales. Eso no constituía ninguna novedad. En los Estados Unidos, quizás…
Jeanne investigó en Washington, en Denver, en Houston y hasta en Nueva York, siempre con precauciones, pero sin ocultarse. El pequeño grupo de personas muy serias que trabajaban en la guerra química y bacteriológica estaba rodeado de una nube de espías y contraespías, revoloteando como mosquitos sobre un charco. Jeanne mantuvo contactos con unos y otros, haciéndoles saber, claramente, que lo que ella buscaba no era un secreto sino un hombre. Conoció a sabios, estafadores y crápulas, fantasiosos delirantes y pequeños gusanos asquerosos dispuestos a inventar cualquier información estrafalaria para venderla al mejor postor. La mezcolanza de noticias sensacionales y contradictorias creaba una confusión que constituía la mejor defensa de los secretos, si es que éstos realmente existían.
Jeanne conoció poco a poco a la mayoría de los hombres que pasaban “informes” y rondaban alrededor del Pentágono y sus anexos, y que a su vez se conocían todos entre sí. Ella no les hacía la competencia, no era peligrosa y era generosa. Le decían de buena gana lo que sabían e inventaban lo que no sabían, con tal de que les pagara. Pero como recibía informes de todos los bandos, se dio cuenta de que ese trabajo de hormigas ciegas era inútil y grotesco; que todos esos agentes y contraagentes no hacían más que jugar entre ellos, arrojándose y disputándose unas migajas e hilachas, sin que ninguno supiera algo más que lo que el resto del mundo podía saber.
Regresó nuevamente a París, agotada, habiendo contraído una hepatitis virulenta de resultas de una serie de inyecciones de calcio y vitaminas, destinadas a proporcionarle energías para aguantar el ajetreo. Mientras se reponía, tuvo todo el tiempo necesario para meditar sobre el artículo del Lancet y sobre las analogías que revelaba respecto de los trabajos de los laboratorios de Bombay y los de Villejuif. En cuanto estuvo en condiciones de reanudar sus actividades, fue a consultar las colecciones de Le Figaro y de France-Soir para comparar los detalles del incendio de Villejuif con los de Bombay. Pero los diarios franceses eran muy lacónicos en sus informaciones; lo único que le confirmaron fue que tanto en Bombay como en París no se había encontrado ningún sobreviviente. Pero tampoco se mencionaba la existencia de cadáveres.
Al hojear las colecciones encontró lo que no buscaba: la fotografía de Nehru de visita en París, veinte días después de la explosión de Villejuif. El artículo del Lancet decía que el “malogrado Bahanba” era un amigo personal del primer ministro de la India. Jeanne no sabía qué conclusión podía sacar de lo que quizá no era más que una coincidencia, pero estaba decidida a llegar al fondo de todas las coincidencias, de todas las apariencias, de todos los pretextos falsos, hasta encontrar por fin algo que no fuera falso ni aparente.
Hace una eternidad que te busco, Roland. Y sin embargo me parece que era ayer, hace un rato, que estaba en tus brazos. Y de repente desapareciste… De repente yo estaba desnuda, despojada de ti, mi cuerpo entero bañado en sangre, como un animal colgado del gancho del matadero.
Me dijeron que habías muerto, me mostraron las llamas que te consumían, pero no era posible: si tú hubieras muerto todo se habría detenido como una película que se rompe y cuyos personajes de repente se quedan inmóviles, como fantasmas anodinos que nunca tuvieron vida. Tú no estás muerto, puesto que yo estoy viva…
Durante los primeros años de mi búsqueda yo esperaba una señal tuya, por más breve e incomprensible que fuera; un simple trazo sobre un papel cualquiera, pero que yo reconocería y sabría lo que quería decir. Y si hubieras querido, habrías conseguido enviarlo por más que estuvieras encerrado en una prisión de cemento sin puerta ni ventana. Si no he recibido nada es porque has decidido rodearte de silencio, en medio de un misterio al que te niegas a penetrar, en el corazón de un secreto más grande que tu amor.
Y ya que tú no puedes venir hacia mi, ya que te niegas a llamarme, debo ser yo la que me acerque a ti, a pesar de que todo lo que nos rodea se interpone entre nosotros…
Te amo como el primer día, como el último día que estuvimos juntos, el día que cayó esa gran lluvia sobre París, ¿recuerdas? La tormenta rugía afuera, y nosotros estábamos adentro, y adentro nuestro estaba yo en tus brazos, y tú estabas adentro de mí.
Te amo.
Te escribo esta carta y luego la voy a quemar para que la recibas a través del tiempo y de las murallas. Voy hacia ti. Allí voy…
Jeanne no esperó a restablecerse del todo para volver a partir. Cuando llegó a Bombay, muerta de calor, enferma, obstinada, acosada por miles de mendigos, la mitad muertos de hambre y la otra mitad simulando estar muertos de hambre, avanzó paso a paso, en medio de las estratificaciones del olvido y la mentira, hacia lo que quedaba de recuerdo fiel de los hechos. Recibió tantas respuestas sorprendentes, sin conexión alguna con sus preguntas —cualquier persona le decía cualquier cosa con tanta facilidad, con tal de recibir unas cuantas rupias o, con más frecuencia, simplemente para complacerla al no dejar sin respuesta sus preguntas—, que le resultaba imposible encontrar, en este arroyo de aguas turbias, las pocas pepitas verdaderas que acarreaba.
Cuando localizó al chofer que había conducido a Nehru desde el aeropuerto de Bombay hasta el laboratorio de Shri Bahanba, en un primer momento creyó que mentía. El hombre se había convertido después en un importante empleado uniformado que sellaba los pasaportes de las personas que viajaban por vía aérea. Rehusó todo tipo de gratificación con gran dignidad. Entonces le creyó. Hacía dos años que Nehru había muerto. Bahanba y sus colaboradores habían perecido —de acuerdo con la versión oficial— en el incendio del laboratorio, diez meses después de la visita de Nehru. Por lo tanto la única forma de confirmar dicha visita era por testigos secundarios.
Después de semanas de averiguaciones, encontró el rastro del piloto del avión personal de Nehru. Había abandonado la vida activa y recorría la India a pie, de templo en templo, mendigando una taza de arroz. Tuvo la gran suerte de encontrarlo, al cabo de varios meses, en el ashram de Shri Aurobindo en Pondichéry. Una noche, en medio de la paz de los jardines, sentado debajo de un árbol cuyo nombre ella ignoraba, adoptando la posición del loto, le habló con una voz tranquila. Era un hombre sin edad, de pelo gris y largo que se unía a una barba rala del mismo color. Sus ojos renegridos, de mirada suave, eran una fuente de paz. Tenía el torso desnudo, y cada uno de sus huesos se adivinaba bajo una delgada capa de músculos modelados por las posturas del yoga. Sí, él había conducido al pandit a Bombay. Y esa misma noche lo condujo a Nueva Delhi, y en los meses siguientes a Nueva York, Moscú, Pekín, Londres, París, Berlín. En todos esos lugares el pandit había entrevistado a los jefes de estado. El hombre le reveló también la existencia del segundo avión que había acompañado al suyo a todas partes. No sabía quién estaba a bordo.
Y sus ojos, el tono de sus palabras y el equilibrio de su cuerpo expresaban que todo eso no era más que una vana agitación, y que el único viaje que realmente tiene importancia es el que uno realiza sin moverse, hacia el interior de nuestra persona.
Después de tantos años de búsquedas empecinadas, desordenadas, en todas las direcciones; después de tantas pistas falsas, de pistas verdaderas interrumpidas, de obstinaciones sin resultados y de resultados sin interés, esas pocas frases pronunciadas en medio de la tranquilidad de un jardín donde se dormían los pájaros, recompensaron a Jeanne de todas sus fatigas. Esos nombres —y el viajero que unía a unos con otros— eran por fin una ruta jalonada sobre la cual podría avanzar.
Antes de lanzarse en esa tarea, tomó por primera vez unos días de descanso. Se quedó cinco semanas en el ashram, recuperando sus fuerzas morales y físicas, y luego partió hacia Bombay, donde pensaba ahora que estaba el origen de todo el asunto.
Consiguió el nombre de una bióloga asistente que había salido del laboratorio dos meses antes del incendio, para trabajar como funcionaria del estado en Nueva Delhi. Jeanne partió hacia Nueva Delhi y se introdujo en la administración hindú como si fuera dentro de un edredón. La multitud de empleados era solamente comparable a su buena voluntad. No sabía exactamente a qué departamento dirigirse. Revisó todos los relacionados con asuntos científicos o con la salud pública. Nadie sabía nada, pero todos eran sumamente serviciales. Una tarde, mientras hacía por milésima vez la misma pregunta a un hombre vestido con un traje blanco y liviano, sentado detrás de un pequeño escritorio encima del cual giraba un gran ventilador, el hombre le contestó sonriendo que la mujer que ella buscaba era su propia hermana, que trabajaba en la misma repartición que él, y que en la actualidad estaba realizando una gira de propaganda a favor de los anticonceptivos por el interior.
Jeanne la encontró al día siguiente, en un pueblito situado alrededor de cuarenta kilómetros al noroeste de Calcuta. Era el día de feria. El equipo de propaganda había instalado en el medio de la plaza una carpa militar adornada por un pintor con dibujos ingenuos realizados en colores fuertes y que representaban escenas de la vida de los dioses.
Numerosas mujeres y algunos hombres entraban en la carpa y salían por la otra punta. Las mujeres llevaban un collar Ogino, que les permitiría contar los días estériles y los días fecundos. Estaban fascinadas: creían que les bastaría colocarse el collar alrededor del cuello para no tener hijos. A los hombres les prometían un radio a transistores si se dejaban esterilizar. El cirujano operaba a pocos metros de distancia, bajo una carpa sanitaria que ostentaba una cruz roja.
Los campesinos sentados a la sombra de una higuera habían desparramado sus frutas y legumbres sobre unos géneros y unos diarios escritos con unos caracteres extraños. Las moscas zumbaban en medio de las mercaderías y la música. Unos monos se paseaban entre los compradores y las vacas. De tanto en tanto uno de ellos robaba un mango o un rábano, se escabullía corriendo como si lo persiguieran y se instalaba a comer el producto de su robo sobre el borde de un techo.
Y esto es lo que sucedió en el laboratorio de Shri Bahanba la víspera de la visita de Nehru, de acuerdo con lo que le contó a Jeanne Corbet la antigua ayudante del sabio: ese día, el dieciséis de enero de 1955, ella trabajaba en la habitación contigua a la de su maestro. Alrededor de las nueve y treinta de la mañana, a .través de la mampara de vidrio vio entrar en el laboratorio de Shri Bahanba al primer ayudante de éste, e intercambiar con él unas palabras con aire preocupado. Ella no oía lo que decían. Vio que el ayudante se ponía una mano sobre los ojos, señalaba luego un gran ramo de flores, se acercaba al ramo, sacaba unas cuantas flores, las esgrimía al acercarse nuevamente a Bahanba y las depositaba finalmente sobre una mesa.
Todas las flores eran coloradas.
La joven bióloga pudo ver en ese momento la cara de Bahanba. Reflejaba una turbación realmente asombrosa, considerando que este hombre estaba tan cerca de la serenidad perfecta. Lo primero que hizo fue apresurarse a cerrar la puerta del laboratorio que había quedado entreabierta, cerrar herméticamente las ventanas y regresar luego junto a su ayudante, al que hizo tomar asiento. Le examinó luego los ojos, el interior de las manos y después se sentó frente a él y comenzó a hablarle. Fue entonces el rostro del ayudante el que reflejó asombro, luego alegría y luego miedo. En un determinado momento, como para destruir las objeciones que parecía manifestar el ayudante, Bahanba se levantó, buscó en un estante una pequeña caja de vidrio y se la mostró. La bióloga vio lo que contenía: era una mariposa viva, con alas marrones manchadas de azul. El ayudante pareció entonces totalmente abrumado.
Bahanba despositó nuevamente la cajita sobre el estante y permaneció durante unos minutos de pie, inmóvil, reflexionando con sus ojos cerrados. Su ayudante lo miraba sin pronunciar palabra alguna. Bahanba abrió los ojos, se dio vuelta hacia él y le habló durante un rato bien largo, con gran tranquilidad. Había recuperado por entero su serenidad.
Valiéndose del teléfono interno llamó sucesivamente a las diferentes habitaciones del edificio e informó al personal que debido a un experimento que estaban realizando, tanto él como su ayudante debían permanecer durante un tiempo noche y día en el laboratorio. Por razones que no podía explicar, se debía interrumpir momentáneamente la actividad del centro de investigaciones. Les rogaba, a los investigadores y a sus colaboradores, que a partir de esa noche se consideraran como si estuvieran de vacaciones. Confiaba en que los jefes de laboratorio tomarían las medidas necesarias respecto de los pequeños animales y cultivos de microbios. Nadie, absolutamente nadie debía entrar en el edificio a partir de la mañana siguiente.
La joven bióloga se sorprendió como todos los demás, pero tomó las medidas necesarias. Sacrificó unas cuantas ratas portadoras de tumores o de infecciones y las llevó al incinerador. No sabía qué hacer con las que estaban sanas. Como no tenía seguridad de que quedara alguien en el laboratorio para ocuparse de ellas, decidió finalmente ponerlas en libertad. Había dos grises y una blanca. Lo recordaba muy bien. Las dejó caer al pasto desde la ventana. Habían nacido y se habían criado en cajas; el espacio abierto las atemorizó. Se acurrucaron contra la pared. La joven les hizo “Pschiit, pschiit” y agitó la mano para alejarlas. No se movieron. Debieron haber sido comidas durante el crepúsculo. Habla unos cuantos gatos en el jardín. Y también langostas. Y serpientes. Y para qué mencionar a las aves nocturnas.
La bióloga destruyó los cultivos bacterianos que podían volverse peligrosos, y guardó otros en la congeladora por un tiempo indeterminado. Cuando salió se cruzó con dos sirvientes que llevaban dos catres, unos sillones y víveres. La semana siguiente recibió una carta notificándole su despido, acompañada por una indemnización. Encontró un trabajo en la administración.
Se enteró de la muerte de Bahanba por los diarios. Guardaba un recuerdo muy nítido de esos episodios. Pudo darle a Jeanne algunos detalles sobre los trabajos a los que se dedicaba Bahanba en esa época. Se referían a investigaciones sobre las sustancias o los microorganismos capaces de provocar en las células la producción de anticuerpos contra el cáncer. Eso no era nada extraño. Numerosos equipos trabajaban en el mundo entero con el mismo fin.
Ella había advertido que, de unos meses a esa parte, Shri Bahanba se encerraba por momentos en un mutismo de una extrema gravedad, como alguien que debe resolver un problema interior de una gran importancia. Pensaba que acaso estuviera atravesando un momento fundamental de su evolución espiritual. No, no estaba enfermo. Al contrario, parecía gozar de una salud excelente, como nunca.
En el año de 1963, Samuel Frend ocupaba un puesto en la embajada norteamericana de México. Durante el mes de mayo tuvo que vérselas, dentro de sus actividades usuales, con un turista norteamericano que trataba de conseguir, por intermedio de la embajada soviética en México, una visa para Cuba y la URSS. El FBI le había indicado que ese hombre era ligeramente sospechoso, pero sin mayor envergadura. Las visas que solicitaba le fueron negadas y regresó entonces a los Estados Unidos de Norteamérica. Pocos meses después, el veintidós de noviembre, se convertiría en Dallas en un personaje terriblemente célebre. Se llamaba Lee Harvey Oswald.
Frend no le habría otorgado ninguna importancia a ese personaje si durante los últimos días de su estada en México no hubiera visto aparecer, siguiéndole las huellas, a alguien que había encontrado ya varias veces, especialmente en París después del incendio de Villejuif y nuevamente en París, durante la reunión cumbre que mantuvieron Eisenhower, Kruschev, McMillan y De Gaulle. Le conocía tres nombres distintos, pero él lo había bautizado por cuarta vez: en sus informes se refería a él como Summer (verano), porque la primera vez que tuvo algo que ver con él fue un veintiuno de junio en Varsovia.
Summer, con su pequeño vientre, su cara redonda y sonriente y su cráneo rosado y calvo rodeado por una corona de pelo blanco, tenía el aspecto de un personaje secundario de una comedia norteamericana. Usaba trajes mal cortados. Daba la impresión de ser un simpático abuelito rodeado de pequeños perritos y con los bolsillos llenos de terrones de azúcar. Era en realidad uno de los hombres más peligrosos del mundo, siempre dispuesto a organizar cualquier cosa —robo, asesinato, rapto, escándalo— contra cualquiera, y con gran eficacia. Alquilaba sus servicios al Este o al Oeste, o a particulares. La misma mafia recurría a veces a él, a pesar de que no formaba parte de dicha organización. Se cotizaba muy alto, pero los resultados justificaban el precio.
Frend se sorprendió al verlo rondar por Villejuif luego de los acontecimientos de 1955. De no haber visto con sus propios ojos a los hombres del coronel P. en acción, hubiera atribuido el incendio a Summer, sin la menor duda.
Después de la conferencia realizada en París en 1960, el Pentágono, que seguía considerando a Eisenhower más como un general que como el presidente de los Estados Unidos, se preocupó terriblemente por su seguridad. Los servicios militares no confiaban en absoluto en el FBI ni en los otros gorilas “civiles”. Rodearon al presidente con sus propios hombres y su viaje a París fue precedido por un equipo dirigido por Samuel Frend. Había sido elegido por su perfecto conocimiento de la capital francesa, y encargado de “limpiar de minas el terreno”.
Llegó tres meses antes de la fecha fijada para la conferencia, y se instaló en los Campos Elíseos, en los locales de una firma cinematográfica. Se reencontró con nostálgica alegría con la atmósfera parisiense, reanudó sus antiguos contactos y estableció otros nuevos. Vio llegar, de todos los rincones del mundo, a agentes de todas las tendencias o sin tendencias, muy dispuestos a averiguar, transmitir, interpretar, amplificar, borrar, falsificar, comprar, vender todo lo que se diría o no se diría, se cuchichearía o se escribiría en los corredores de la conferencia, los acuerdos secretos y los desacuerdos profundos, las intenciones y las retenciones.
Una gran conferencia es una ocasión de sutiles placeres para los diplomáticos importantes, de adelanto para los pequeños, y una bendición para los agentes de los servicios secretos. Como una vaca muerta sobre el barro reseco del Bihar. Cada uno arranca por turno, según su rango o habilidad, su tajada de alimento. Y queda otro esqueleto más en el gran desierto del acuerdo internacional.
Frend hizo expulsar, por intermedio de la embajada norteamericana que se los señalaba a la policía francesa, a algunos pequeños chacales, más para justificar su presencia en París que para proteger a su presidente. El dos de mayo le compró una extraña información a un agente alemán, que la había obtenido compartiendo el lecho de un diplomático homosexual de su país: Kruschev llegaría a París trayendo un objeto al que le atribuía un valor tan grande que lo llevaba permanentemente consigo, en el bolsillo interior de su saco. Sus rivales del Kremlin habían tratado de robárselo sin éxito. Tres tentativas infructuosas habían provocado una ira terrible de parte de K. No se sabía si los que trataron de apoderarse del objeto conocían realmente su naturaleza o tan sólo su importancia.
El cinco de mayo Frend recibió por intermedio de uno de sus contactos una invitación a almorzar en el Grand Véfour con un señor Smith. El hombre que lo esperaba, en una mesa adornada con flores, era Summer. Comieron un almuerzo delicioso, rociado con una botella inolvidable. El tiempo era magnífico. Las palomas del Palais Royal volaban bajo la galería cubierta y se reflejaban en los espejos del techo. El señor Smith le propuso a Frend venderle, por la suma de quinientos mil dólares, un objeto extremadamente importante que el señor K. transportaba constantemente consigo, en el bolsillo de su saco.
Frend no manifestó duda alguna sobre la posibilidad de que el señor Smith pudiera robar el susodicho objeto. Bastaba con movilizar los diez o quince mejores carteristas del mundo, diseminarlos por distintos lugares, provocar un incidente, un tumulto, una revuelta si fuera necesario, para darle a uno u otro la posibilidad de acercarse a K., y actuar. Indudablemente todo eso ya debía estar organizado. Pero Frend trató de averiguar un poco más sobre el objeto en sí. El señor Smith no pudo decirle nada, él no sabía absolutamente nada. Frend creyó en lo que le decía: si el señor Smith hubiera sabido, hubiera aprovechado para aumentar su precio.
Frend declaró que no disponía de una suma semejante y que debía transmitir el ofrecimiento a un rango superior. Smith le otorgó un plazo de dos días antes de repetir su propuesta a otro cliente. Combinaron encontrarse a los dos días en esa misma mesa.
En realidad, Frend tenía presupuesto suficiente como para cerrar el trato. Pero si bien ese asunto le interesaba muchísimo, no era de su competencia. El objeto en cuestión no era por supuesto un arma con la que K. pensara atentar contra la vida de Eisenhower. Y la misión de Frend en París consistía únicamente en controlar la seguridad de su presidente. Por lo tanto, durante la hora siguiente transmitió el asunto a su colega de la embajada. Pero hacía cinco meses ya que habían instalado tres micrófonos en el escritorio de este útimo. Transmitían todo lo que se hablaba a un grabador disimulado en un armario metálico cerrado con llave y ubicado en un escritorio del piso de arriba. El funcionario norteamericano que ocupaba ese escritorio había sido sobornado por los servicios del coronel P., y trabajaba para ellos.
El coronel P., que había pasado del servicio del presidente Coty al servicio de De Gaulle [4], fue informado esa misma tarde del ofrecimiento hecho por el señor Smith a los norteamericanos, e informó a su vez al general. Éste dio la orden de impedir el robo a cualquier precio. ¡Que asalten a Kruschev en cualquier otro lado! ¡Nada de escándalos en París durante la conferencia!
Dos días después y mientras comían los fiambres, Frend le anunció al señor Smith que su ofrecimiento había sido aceptado y, para cerrar la operación, le entregó un sobre conteniendo un cheque certificado de un banco de Lausana, al portador, por valor de quinientos mil francos suizos.
En la mesa ubicada justo debajo del espejo cuadrado del techo, un hombre calvo comía unos espárragos. Su cráneo brillaba abajo y arriba en el espejo. El señor Smith dijo que le parecía una idea llamativa el ir al restaurante de Oliver para comer unas verduras hervidas. Sonriendo voluptuosamente se inclinó sobre su pollo con langosta y al tercer bocado, deshaciéndose de felicidad, se permitió transmitirle ciertas confidencias. Le dijo a Frend que se las brindaba como una gran primicia. Eran sobre los últimos datos que había obtenido respecto del objeto que el señor K. guardaba en el bolsillo de su saco. No sabía todavía qué era, pero de acuerdo con las averiguaciones que había hecho, sospechaba que el susodicho objeto tenía cierta conexión con el incendio de Villejuif, la destrucción en Bombay del laboratorio de un biólogo llamado Bahanba y el motivo por el cual la reina de Inglaterra no se separaba jamás de su cartera de mano. Eisenhower y De Gaulle sabían por supuesto de qué se trataba. McMillan quizá también. Y sin duda alguna, la conferencia de París tenía una razón secreta mucho más importante que las razones oficiales.
El señor Smith se lamentaba ahora de no haber pedido una suma más elevada luego de haber hecho esas averiguaciones, pero un negocio es un negocio, y no modificaría sus condiciones. Acordaron con Frend la forma de realizar la entrega del objeto y el pago del saldo de la suma adeudada.
Kruschev llegó a París el catorce de mayo y se alojó en la embajada soviética bajo la protección de las puertas blindadas y los policías rusos. Cuando despertó a la mañana siguiente, descubrió que el estuche de cuero, cuyo tamaño no era mayor que la cuarta parte de un paquete de cigarrillos y que siempre estaba guardado en el bolsillo interior de su saco, no estaba más allí.
Su furia estremeció las paredes de la embajada. Hizo registrar a todas las personas y todos los muebles, revisó él mismo al embajador y, como era de suponer, no encontró nada. Recordó que no se le había ocurrido revisar el bolsillo cuando se desvistió la noche anterior. Durante todo ese día había paseado por París, estrechando manos; había entrado inclusive en una tienda de comestibles en la calle Bourgogne. Había conversado con las vendedoras, probado las frutas, bromeado, regateado…
Allí era, sin duda, donde había sido robado por uno de los agentes ingleses o norteamericanos que acompañaban a Eisenhower y a McMillan en París. Se las iban a pagar…
El dieciséis por la mañana, durante la primera sesión, hizo fracasar la conferencia, aduciendo que un avión espía norteamericano había sido derribado sobre la URSS. Evidentemente, era sólo un pretexto. Los vuelos de los aviones U2 por encima de la Unión Soviética, a cien mil pies de altura, fuera del alcance de los cazas y de la artillería antiaérea, se realizaban regularmente desde 1956, y tanto Kruschev como el resto de las autoridades soviéticas estaban perfectamente al tanto. Por lo contrario, el hecho de haber conseguido por fin derribar a uno y de haber perfeccionado el misil que de ahora en adelante haría imposibles dichos vuelos constituía una victoria que debería llenar a Kruschev de orgullo y satisfacción. Su humillación y su ira —que le costó tanto poder controlar frente a los periodistas— tenían otro motivo, que Eisenhower ignoró siempre, que McMillan no sospechó, ya que contrariamente a lo que suponía el señor Smith “no estaba en el secreto”, que De Gaulle adivinó inmediatamente y cuya confirmación obtuvo pocas horas más tarde, en cuanto terminó la conferencia y pudo convocar al coronel P.
El diecisiete de mayo a las quince horas, Frend, que había adivinado las razones de la furia de Kruschev, detuvo su auto en una de las avenidas del parque de Saint-Cloud y, de acuerdo con lo convenido, esperó al señor Smith, que debía entregarle el objeto. El señor Smith no se presento ese día, ni el siguiente, ni ninguno de los ocho días posteriores. Y Frend, cuya misión había terminado, volvió a los Estados Unidos de Norteamérica con la convicción de que el señor Smith finalmente había decidido vender el objeto a otro interesado, por un precio mayor. Le sorprendió un poco esa falta de palabra, pero no demasiado. Siempre debe esperarse cualquier cosa de cualquier persona, y en esa profesión más que en cualquier otra.
A las diecisiete y quince del dieciséis de mayo, De Gaulle pudo finalmente instalarse en su despacho y recibir al coronel P., al que preguntó con un tono glacial si había podido proteger a K. contra toda tentativa de robo, como se lo había ordenado. El coronel P., presa de la mayor desesperación, dispuesto a suicidarse, le manifestó que sus hombres no se habían separado ni un segundo de Kruschev. Lo acompañaban permanentemente ni bien ponía un pie fuera de la embajada soviética, duplicando los guardaespaldas soviéticos, los agentes de la PJ y los de la DST. Kruschev se había desplazado en París como un astro rodeado de una flotilla de satélites visibles e invisibles. Ninguno de ellos había visto ni observado absolutamente nada.
Otro equipo se había encargado de vigilar al “señor Smith”. No lo habían perdido de vista ni un solo segundo, aun dentro de su apartamiento del Ritz. Jamás logró acercarse a Kruschev. Los episodios de esa mañana hicieron pensar al coronel que algo había pasado, a pesar de todas las precauciones. Había actuado entonces con una brutalidad de la que quería disculparse, pero hay momentos en que…
—¡Y bien! —dijo De Gaulle—. ¡Prosiga!
—Yo mismo fui al Ritz, acompañado por mis mejores hombres. Detuve a Smith. Revisé meticulosamente su departamento e hice abrir su caja de seguridad. Él protestó, llamó a su abogado, a su embajador…
—¿A cuál de ellos?
—Al embajador de Inglaterra, mi general.
—¿Envió a alguien?
—¡Vino él en persona! No lo dejé entrar…, ni tampoco al señor Tixier-Vignancour. Me llevé al hombre. Está detenido con gran secreto en Vincennes, y dos de mis guardias están encerrados con él en su celda. Le traje los pocos objetos que me parecieron que podían ser interesantes entre todo lo que examiné. Personalmente, no veo nada que justifique la ira de Kruschev. Estoy preguntándome si realmente existe…
—¡Muéstremelos! —dijo De Gaulle.
El coronel P. abrió su portafolio de cuero negro y sacó, depositándolos poco a poco sobre el escritorio frente al general De Gaulle, un transmisor en miniatura disimulado en el envoltorio de un paquete de cigarrillos Craven, una muñeca japonesa electrónica, grande como el pulgar, que hablaba y caminaba —¿podría hacer tal vez alguna otra cosa?—, un pequeño rollo de cinta magnetofónica, tres microfilmes, una libreta repleta de anotaciones cifradas y un estuche de cuero rojo, grande, ancho y de dos dedos de largo.
De Gaulle miró el conjunto de objetos, tomó el estuche y lo abrió. El objeto que contenía tenía pegada una etiqueta. Sobre la etiqueta estaban manuscristos tres caracteres cirílicos. De Gaulle había aprendido un poco de ruso previendo una visita del Este. Enseguida comprendió lo que representaban las dos letras y el número; cerró el estuche y lo depositó sobre la mesa junto con los demás objetos.
—Mi general, quiero pedirle que me dé carta blanca para hacer hablar a ese individuo.
—No reviste interés alguno… Expúlselo. Métalo en un avión que lo lleve lo más lejos posible, presente sus excusas al embajador de Gran Bretaña… y llévese estos cachivaches.
En el momento en que el coronel P., después de haber guardado en su portafolio los microfilmes y la muñeca, posaba su mano sobre el estuche, De Gaulle le dijo:
—No, déjeme eso.
Pensó entonces que, al no haber impedido que desvalijaran a Kruschev y al comportarse como el policía de un pueblito de provincia durante su visita al Ritz, el coronel P. le había evitado a Occidente y al resto del mundo una aventura inimaginable. Pero había hecho todo eso sin querer, a pesar de él mismo, echando todo a perder. Bruto como un militar… Pero a pesar de todo, hay algunos bastante capaces. Merecía una sanción. Y una recompensa. De Gaulle decidió jubilarlo de oficio, después de ascenderlo a general.
El diecisiete de julio de 1960, Samuel Frend, que estaba de vacaciones en Minneapolis, recibió una carta firmada por Smith. Su corresponsal pedía disculpas por no haber podido entregarle la mercadería que le había prometido. Se lo había impedido la intervención de una tercera persona. No le gustaba nada que le impidieran cumplir sus compromisos y que de ese modo pusieran en tela de jucio la formalidad de los negocios que proponía…
Lamento tener que informarle que el coronel P., a quien usted conoce muy bien, murió ayer en un accidente automovilístico en las cercanías de Chambéry. La mercadería que yo debía haberle entregado está ahora en manos del que era su superior directo. Lamento asegurarle que me resulta inaccesible. Por lo tanto, considero terminado este asunto, pero desgraciadamente no en la forma en que deseábamos. Espero que ello no será un obstáculo para seguir gozando de su confianza, en alguna otra oportunidad. Supongo que usted no esperará que le reembolse la seña que me entregó al hacer el pedido. Ni siquiera alcanza para cubrir los gastos en que había incurrido durante la ejecución de este maldito negocio…
Y para su gran sorpresa, ese mismo hombre, el señor Smith, fue el que Frend vio conversar con el insignificante Harvey Lee Oswald en México, el trece de mayo de 1963. Sus agentes le informaron que tendrían otra cita, pero no tuvo tiempo de organizar la instalación de un equipo para escuchar lo que dirían: Smith regresó a Europa y Oswald a los Estados Unidos, sin que Frend consiguiera saber qué trato habían cerrado. Le notificó al FBI de este encuentro, que anotó luego en la ficha de Oswald. Pero no fue suficiente como para hacerlo vigilar particularmente durante el viaje de Kennedy a Dallas. Es sabido cómo pudo disparar con toda tranquilidad contra el presidente, desde una ventana del último piso del School Book Depository.
Desesperado por el asesinato de un hombre al que admiraba, y pensando que tal vez tenía uno de los hilos que lo conducirían a los verdaderos instigadores del asesinato de Kennedy, Frend recordó a sus superiores las entrevistas Smith-Oswald en Méjico y pidió autorización para seguir la pesquisa en esa dirección. El Pentágono respondió negativamente. Frend solicitó entonces unas vacaciones ilimitadas y fue a Dallas, donde inició una investigación personal. Encontró la. marca indiscutible del paso del señor Smith y, a medida que se desarrollaban los acontecimientos dramáticos que son del dominio público, adquirió la convicción —por no decir las pruebas— de que Smith no solamente había organizado el asesinato de Kennedy por Oswald, sino también el de Oswald por Ruby y la muerte de Ruby en prisión. Frend envió informe tras informe a sus superiores, sin provocar la menor reacción: ese asunto no correspondía al Pentágono. El FBI, por razones que Frend no lograba entender, tampoco reaccionaba. La razón era simple: el FBI recibía millares de denuncias y de explicaciones y, como no podía verificarlas a todas, no tenía en cuenta ninguna y se limitaba a los hechos que surgían de la investigación.
Frend decidió entonces enviarle un informe al propio presidente Johnson, manifestando por primera vez las sospechas que tenía de que la muerte del presidente Kennedy estaba relacionada con el sabotaje de la conferencia de París y con otros hechos inexplicables, de los que hacía un breve resumen.
Ocho días más tarde Frend, que para entonces había vuelto a ocupar su puesto en la embajada de México, recibió una carta personal del presidente Johnson convocándolo a una cita para el día siguiente. ¡Por fin! Tomó un avión a Washington. Un auto de la presidencia lo esperaba en el aeropuerto. Subió y el auto arrancó, pero nunca llegó a la Casa Blanca.
El hijo mayor de Samuel Frend, al investigar meses más tarde la muerte de su padre, fue informado por los servicios presidenciales de que ese día el presidente no había enviado ningún auto al aeropuerto.
Paul Corbet recibió la última carta de su mujer el diecisiete de mayo de 1972. Durante el año 1971, las investigaciones de Jeanne Corbet le habían brindado la seguridad de que solamente algunos jefes de estado estaban al corriente del gran secreto. El presidente Pompidou no sabía absolutamente nada; Jeanne lo había comprobado durante una entrevista que le había concedido. Pareció muy intrigado por dos o tres preguntas que ella le había hecho, pero luego de reflexionar un rato, sin duda alguna debió haber llegado a la conclusión de que el cerebro de ella estaba algo trastornado.
Su Majestad Isabel II, con exquisita cortesía, se había negado a recibirla nuevamente, en una carta manuscrita por su secretaria y refrendada por la firma real.
Paul consiguió entonces que el ex presidente Johnson, a quien había atendido unos años antes, tuviera la gentileza de recibir a su mujer.
He aquí el texto exacto de la carta que Jeanne escribió a Paul:
Paul, nunca más volveremos a vernos. He llegado al término de mi investigación. El presidente Johnson se alarmó muchísimo cuando comencé a interrogarlo y se dio cuenta de todo lo que yo sabía. Me dijo que no podía decirme absolutamente nada, pero llamó por teléfono al presidente Nixon delante de mí y me consiguió una entrevista inmediata.
Pasé la noche en el ranch. Es un lugar extraordinario, pero no me sentía para nada con ánimos de contemplar lo que me rodeaba. Al día siguiente un helicóptero me condujo a no sé qué aeropuerto. Me esperaban dos hombres jóvenes, que me dieron la impresión de ser dos oficiales vestidos de civil. No me dejaron casi tiempo para respirar. Con gran amabilidad me condujeron hasta un Boeing en el que nos embarcamos. Éramos los únicos pasajeros.
Cuando aterrizamos en Washington me acompañaron hasta la Casa Blanca. El presidente Nixon me recibió inmediatamente. Estuvo muy amable y cordial, conocía prácticamente al dedillo mis investigaciones, y me dijo sonriendo que nunca había encontrado una mujer tan obstinada. Dejó luego de sonreír y agregó: “Obstinada y finalmente peligrosa”. Y repitió: “Peligrosa”. Bruscamente agregó: “¿Quiere reunirse con él?”. Yo no podía casi respirar y no conseguía contestarle. Añadió: “Pero si decide ir al lugar donde está él, nunca podrá regresar”. Por fin pude decir: “De acuerdo”.
Y eso es todo. No sé nada más. Estoy sola en un pequeño despacho de la Casa Blanca. Van a venir a buscarme dentro de un momento, para llevarme no sé adónde. Pregunté si podía escribirte. El presidente me dijo que él mismo se encargaría de hacerte llegar mi carta. Tengo que entregársela antes de que me busquen. Estoy convencida de que, aunque no hubiera aceptado la proposición que me hizo, no te habría vuelto a ver. Me he acercado demasiado al centro del problema. Dentro de unos minutos partiré hacia donde está Roland y nunca más te volveré a ver.
No tengo remordimientos porque tú has deseado, tanto como yo, que llegara por fin este momento para mi bien. Pero sí tengo pena. Y tú lo sabes. A pesar de mi alegría. ¿Por qué es necesario que para reunirme con Roland tenga que perderte?
Dile a Nicolás lo que te parezca mejor. Hace tiempo ya que no me necesita; en cambio tú le eres indispensable. Creo que será feliz con Suzanne. Espero que recibas esta carta; pero si bien es cierto que no puedo traicionar ningún secreto ya que no sé absolutamente nada, temo haber escrito demasiado. Por lo tanto les ruego a la o las personas que lean estas líneas para decidir si debes o no recibirlas, que por lo menos me permitan expresarte mi agradecimiento y mi amor.
Jeanne
Mientras Jeanne se alejaba de la Casa Blanca acompañada por los dos oficiales de la Fuerza Aérea norteamericana vestidos de civil que la habían conducido allí, el presidente Nixon, sentado frente a su escritorio, leía con cierta dificultad la carta que ella le había entregado. Sus conocimientos del francés eran un tanto rudimentarios. Tomó unas tijeras y cortó distintos párrafos, como si fuera un dibujo para recortar. La leyó nuevamente frunciendo el ceño. No podía recurrir a ningún traductor. Finalmente se decidió, dio tres grandes tijeretazos y quemó en un cenicero las partes del mensaje que había cercenado.
En la segunda mitad de la década del sesenta, un cierto número de sabios y técnicos de disciplinas de avanzada, pertenecientes a las más diversas nacionalidades, fueron sustraídos a sus actividades.
Eugéne Libert, astrónomo residente en Meudon, regresaba a su casa en bicicleta el siete de septiembre de 1966 luego de una noche de observación, pero nunca llegó a su domicilio.
El tres de marzo de 1967, Albury King, químico de Detroit, especialista en aleaciones de aceros especiales, fue visto por última vez cuando subía a un ómnibus rumbo a Ann Arbor. No existía razón alguna para que fuera allí, y en realidad nunca llegó.
El veintinueve de agosto de 1969, el biólogo holandés L. Groning, el único en el mundo que había conseguido mantener vivo a un chimpancé a cero grados de temperatura durante catorce días, regresaba de pasar sus vacaciones en Yugoslavia y entró en la Alemania Federal por Schaarding, pero no salió por ninguna otra parte.
Y así desaparecieron, o se consideraron como muertos en accidentes, un ingeniero norteamericano que trabajaba para la NASA en el perfeccionamiento de las células solares, un arboricultor alemán, la totalidad de un equipo ruso que se dedicaba a investigaciones sobre la naturaleza de la gravitación, un hotelero suizo, dos arquitectos, varios obreros… un centenar de personas en total, hombres y mujeres, cada uno de ellos el mejor en su especialidad. El físico japonés Kinoshita, víctima de un cáncer generalizado, fue retirado del hospital por su familia, a pesar de que sólo tenía pocos días de vida. El ataúd que fue depositado en su tumba una semana después contenía solamente una bolsa de tierra.
Esas desapariciones no llamaron mayormente la atención. Todos los años deseparecen en el mundo decenas de miles de personas sin que nunca vuelva a saberse nada más de ellas.
Once días después de la visita de Jeanne Corbet a la Casa Blanca, su marido recibió un sobre en el que reconoció la escritura de su mujer y que contenía dos pedazos de papel cortados con tijera. Leyó lo siguiente:
Dentro de unos minutos partiré hacia donde está Roland y nunca más volveremos a vernos…
…expresarte mi agradecimiento y mi amor.
Jeanne
El veintidós de junio de 1972, mientras el eminente cardiólogo se paseaba por el jardín de su casa de la calle Varenne, después de haber tomado el desayuno, sufrió un repentino ataque cardíaco y cayó al suelo murmurando “Dios mío”. El jardinero lo encontró una hora después. Había muerto. Iba a cumplir setenta y cuatro años.
Nicolás, el hijo de Paul y Jeanne, se casó y su mujer espera un hijo. Nicolás es médico, como así también Suzanne, su mujer. Él es residente en el hospital Broussais y prepara su tesis. No tiene el genio de su padre, y ya no contará con su apoyo. Pero es tan porfiado como su madre. Está convencido de que ésta murió en los Estados Unidos de Norteamérica de una hemorragia intestinal. Un certificado de defunción y una urna conteniendo cenizas le fueron enviados desde Wilmington, cerca de Filadelfia, en julio de 1972.
Las islas Aleutianas son las cumbres de una larga cadena de montañas submarinas que emergen en el mar y que unen a la URSS y Alaska por medio de un muro invisible en forma de arco. Este dique sumergido forma, desde América hasta Asia, un embalse colosal entre las aguas tibias del Pacífico y las frías del Ártico, que consiguen infiltrarse apenas por el estrecho de Bering. Desde el principio de la historia esperan poder calentar sus moléculas congeladas en las playas californianas. Nunca lo conseguirán.
El frío y el calor libran una batalla allí donde el cordón de islas se extiende en medio de tempestades rugientes que provienen del norte, enormes espaldarazos propinados por la masa tibia del sur, y torbellinos de niebla, a veces espesa y estancada y otras semejante a jirones. Las Aleutianas están ubicadas del otro lado del mundo, aproximadamente en la misma latitud que Dinamarca o la parte superior de Escocia. Durante el mes de junio los días son interminables y blancos. La bruma, iluminada desde lo alto por un sol perenne, cubre las aguas y las tierras que emergen de ellas con un manto de luz atravesado por los pájaros que gritan como perros perdidos y no se acuestan jamás.
El avión que transportaba a Jeanne hacía cinco días que esperaba en una base militar de Alaska a que la bruma se despejara sobre el islote trescientos siete. Jeanne no sabía adónde iba, ni tampoco dónde estaba. No había sido autorizada a bajar del avión, que no tenía ventanillas. Lo único que oía era el ruido del viento y los motores de otros aviones, que aterrizaban o decolaban. El encargado de llevarle la comida y cumplir sus deseos dentro de sus posibilidades, era un suboficial simpático y tosco; se había hecho cargo de ella seis días antes, en el campo militar secreto donde durante un mes había recibido entrenamiento como paracaidista.
El avión era un aparato para lanzar paracaidistas, poco confortable, en cuya parte posterior tenía una cucheta y un baño algo espartanos. Jeanne le hizo unas cuantas preguntas al suboficial. En primer lugar le preguntó cómo se llamaba. Él le respondió: “Me llamo Walter. Puede llamarme Walt si así lo desea”. ¿Qué estaban esperando? “Buenas condiciones meteorológicas”. ¿Dónde estaban, adónde irían? Él respondió, con gran satisfacción: “Secreto militar”. Ese secreto lo colmaba, lo alimentaba, lo envanecía. Estaba feliz de no poder decirle nada más y más contento todavía de no saber nada. Si hubiera sabido algo se habría convertido en un soldado común. Tenía que ayudar a saltar a Jeanne cuando recibiera la señal. No quería saber nada más.
Finalmente, el martes por la mañana le anunció que el pronóstico meteorológico era bueno y que sin duda podrían partir. Volvió al cabo de una hora y le dijo que todo estaba listo. Cerró la puerta y la atrancó, los motores comenzaron a rugir, y de repente se detuvieron. La campanilla del teléfono que comunicaba con la cabina de pilotaje tintineó y la luz comenzó a parpadear. La puerta entre la cabina y la carlinga había sido clausurada. Walt descolgó el teléfono, escuchó, dijo sí, dijo bueno, y colgó.
—Contraorden —le dijo a Jeanne—. Debemos esperar.
—¿Esperar a qué?
—Esperar.
Era un militar, estaba acostumbrado a las contraórdenes. Se sentó y con gran tranquilidad comenzó a comer un sandwich. Jeanne se esforzó por mostrarse tan tranquila como él. Pero no pudo comer.
La campanilla del teléfono volvió a sonar alrededor de las once, y la luz pestañeó otra vez. Walt descolgó otra vez el tubo, dijo otra vez sí y bueno y colgó. El primer motor se puso en marcha en el preciso momento en que él se daba vuelta para anunciarle a Jeanne: “Partimos”. Un cuarto de hora después, el aparato corría por la pista como si lo estuvieran persiguiendo todas las furias del infierno.
A la altura estipulada, viró rumbo al islote trescientos siete.
Un pequeño claro de tres mil kilómetros, que un centro de alta presión empujaba suavemente hacia el norte, llegó al islote trescientos siete con su borde noroeste deshilachado y lo envolvió completamente. El islote está situado casi en el extremo del archipiélago, hacia el centro del arco formado por la cordillera submarina.
Cuando el cielo azul lo rodeó, las sirenas y los silbatos de niebla cesaron sus llamados, y los barcos de guerra que hacían guardia a su alrededor se alejaron al máximo de sus consignas. Era un grupo gris de elementos de la marina norteamericana, de todos los tonelajes, repartidos en tres círculos concéntricos. Cuando la visibilidad era buena, los tres círculos de guardianes daban vueltas lentamente alrededor del islote, los dos primeros en el mismo sentido que las agujas del reloj y el tercero, integrado por barcos más rápidos, en sentido contrario. Cuando había niebla, cosa que sucedía con demasiada frecuencia para disgusto de los responsables de la vigilancia, que se ponían furiosos, los tres círculos se cerraban y reducían su velocidad, navegaban entonces guiándose por el radar y hacían sonar las sirenas a todo lo que daban. Las colisiones eran frecuentes, pero generalmente no muy graves.
La escuadra de vigilancia estaba comandada por el almirante D. H. Kemplin. Se había hecho cargo de su puesto el primero de marzo y esperaba que lo relevaran dentro de poco, porque ya no le era posible soportar durante más tiempo la perpetua tensión nerviosa y la terriblemente vacua monotonía de su misión. Las consignas, que provenían directamente del presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, y retransmitidas a todos los comandantes de las distintas unidades, eran de destruir por el fuego, luego de intimaciones, a toda persona que tratara de abandonar la isla y transpusiera la doble línea de boyas coloradas que la rodeaba aproximadamente a cien metros de la costa, como una frontera de puntos. Estas boyas estaban provistas de radares, sonares y detectores infrarrojos. Los barcos que componían la escuadra habían sido equipados con lanzallamas de largo alcance y gran poder.
Las órdenes eran de destruir no solamente al fugitivo, sino también a su embarcación y todo lo que ella contenía. El mismo tratamiento debía recibir todo animal, objeto, resto flotante, etc., que proviniera de la isla. Las dos lanchas vedettes que patrullaban entre los tres círculos de barcos, habían recibido un cañón de rayos láser que podía vaporizar el mar, en el lugar del impacto, alcanzando una temperatura de tres mil grados. Y del pequeño portaaviones Algonquin, uno de los más viejos de la Marina, que navegaba alrededor de la isla y había sido dotado de un sistema ultramoderno de aterrizaje por instrumentos, decolaban por turno helicópteros y aviones, que daban vueltas por encima de la niebla durante las veinticuatro horas y con cualquier tiempo. Estaban cargados con napalm.
El almirante suponía que era responsable de la seguridad de un centro militar ultrasecreto de investigaciones atómicas. Los oficiales, los marineros y todos los que conocían el islote trescientos siete de lejos o de cerca, compartían la misma creencia. Y era realmente en las profundidades de ese islote que debió haber tenido lugar la explosión subterránea que Eisenhower anuló luego de la visita de Nehru. Los tripulantes de las distintas embarcaciones estaban convencidos de que allí estaba reunido un grupo de sabios para preparar una nueva arma que relegaría a la bomba H al nivel de un petardo.
Unos pesqueros soviéticos se aproximaban de tanto en tanto a los barcos norteamericanos, sin tomarse el trabajo de disimular su ultramoderna infraestructura de detección. Y la escuadra vio acercarse también, varias veces, a un gran junco chino, un sorprendente pesquero con velas y motores que, a juzgar por la forma en que hacía frente a las tempestades, era indudablemente algo muy distinto de lo que aparentaba ser. Esos “curiosos” fueron inmediatamente denunciados a Washington, de donde a los pocos minutos llegó la orden de no preocuparse por esos navíos.
Jamás había ocurrido ninguna tentativa seria de atravesar las brumas que rodeaban la isla y aventurarse mar adentro. Sin embargo, cuando había buen tiempo, a veces se veían salir —de un canal que se internaba en un túnel— una, dos, o inclusive una flotilla de embarcaciones blancas cubiertas por una especie de cúpula que las hacía totalmente herméticas. Las cúpulas eran transparentes pero polarizadas, y resultaba imposible ver lo que había en su interior. Jugaban en el agua como una bandada de patos blancos, daban vueltas, iban y venían y giraban alrededor de la isla, pero solamente en dos oportunidades una de ellas trató de atravesar la primera línea de boyas, más por juego o descuido, según parece, que con reales intenciones de hacerse a la mar. Al primer aviso de los altoparlantes, regresó a las aguas permitidas.
La flota vigilaba incansablemente, desde hacía diecisiete años, en previsión de un peligro que parecía no existir. No sucedía absolutamente nada, pero la alerta debía ser permanente y unos ejercicios constantes impedían que las tripulaciones incurrieran en faltas de atención. Las colisiones que de tanto en tanto ocurrían por la niebla servían de pretexto para que cada uno diera rienda suelta a su mal humor.
Ese martes por la mañana, cuando el almirante Kemplin vio por fin deshacerse en jirones la niebla que sofocaba a su escuadra desde hacía más de una semana, lanzó un suspiro de alivio y se hizo transportar inmediatamente a bordo del TT314, una embarcación de transporte que hacía cuatro días esperaba poder desembarcar su carga y cuyo arribo el viernes anterior, en medio de una bruma espesa, no había contribuido a hacer más agradable la situación.
La embarcación enfiló su proa hacia la isla, se acercó al cordón de boyas más próximo y se detuvo. Era el procedimiento habitual. La puerta de la colina de la isla se abrió. El almirante miró una vez más hacia tierra, con la esperanza de percibir por fin algo inusual. Vista desde el puente de mando del transporte, la isla parecía una pequeña meseta rocosa, dominada en la parte central por una colina doble de color gris, que vista de perfil se parecía al lomo de un camello. Desde el sur, una antena larga y compleja que dominaba enteramente el paisaje, le daba el aspecto de una media pera vista desde el lado del cabo.
Las dos gibas grises del camello habían sido unidas, desde antes de 1955, por un conjunto arquitectónico de cemento blanco, que debía servir al mismo tiempo de superestructura para las instalaciones subterráneas y de habitación para los miembros de la misión atómica, y quizá también —a juzgar por el espesor del hormigón— de protección contra los escapes accidentales de radiaciones e inclusive como prueba de resistencia a las explosiones.
Kemplin, que había participado del “desembarco” en Argelia cuando era un joven oficial, encontraba que desde el oeste —su punto de vista—, esa construcción, incrustada sólidamente en uno y otro extremo de las rocas de ambas gibas, le recordaba los pequeños pueblos árabes, pero más compacta. Era una edificación desordenada pero no carente de armonía, que constaba de cubos y esferas que se compenetraban y superponían justo a la altura de la cima de la colina, sin calles, sin puertas y sin ventanas. La única abertura visible, suficientemente ancha como para que pudieran pasar por ella tres camiones lado a lado, estaba situada al pie de la giba del norte, mirando hacia el oeste. Estaba cerrada por un bloque de cemento que se deslizaba por unos rieles para regular el ancho de la entrada. Una gran ruta asfaltada unía la entrada con el pequeño puerto, construido sobre el rellano de un cabo rocoso protegido de los vientos del norte. Hacia el sur del puerto se extendía una playa de piedras negras sobre la que estaba encallada una vieja lancha de desembarco.
El bloque de cemento se deslizó, la puerta de la colina se abrió y por ella salió la habitual caravana de camiones, jeeps y grúas rumbo a la playa. Los vehículos, pintados de colores vivos, estaban, como de costumbre, chorreando agua. Se diría que acababan de salir del mar. Eran conducidos por hombres vestidos con mamelucos blancos herméticos, con las cabezas cubiertas por unos cascos esféricos transparentes provistos de un sistema respiratorio autónomo.
La proa del transporte se abrió y se bajó como un puente levadizo. Una enorme lancha inflable de fondo chato se deslizó al mar. Estaba cargada con cajas metálicas soldadas, de todas dimensiones, bien apiladas.
Su motor se puso en marcha y el timón fue dirigido rumbo a la isla, hacia la que avanzó a toda marcha, haciendo tambalear a su paso las boyas. No había nadie a bordo. Embicó contra la playa, donde los hombres blancos la esperaban. Una grúa la izó hasta el terreno seco, mientras otra comenzaba ya a transbordar su cargamento a un camión. Las grúas funcionaban sin hacer ruido, como los demás vehículos de la isla. Indudablemente sus motores debían ser eléctricos. O quizá, suponía Kemplin, fueran atómicos. ¿Por qué no? Sin pensar más en ello, comenzó a cachetearse la cara y el cuello con sus manos enguantadas. Los mosquitos eran la plaga del verano aleutiano. Si se inspiraba un poco fuerte, podían tapar las ventanas de la nariz.
Otras dos lanchas salieron a continuación de la primera. En esos momentos un verdadero hormiguero de hombres de la isla estaban atareados descargándolas, semejantes a hormigas blancas cercenando los abejorros antes de transportar los pedazos a las profundidades del hormiguero. Algunos de ellos se detenían en su trabajo de tanto en tanto y hacían señas amistosas en dirección al transporte, que eran contestadas por bromas y gestos análogos por parte de los marineros. La proa del transporte se cerró lentamente. Las tres lanchas vacías no volverían a bordo. Las desinflarían y transportarían luego al interior de lo que los oficiales y marineros acostumbraban a llamar “la Ciudadela”. Nada regresaba jamás de la isla.
El transporte dio media vuelta y enfiló rumbo al sur, mientras que la lancha que había llevado al almirante lo conducía nuevamente al destructor que enarbolaba su insignia. La lancha contorneó la isla por el norte.
El extremo de la colina caía a pico sobre el mar, que tenía en ese lugar una profundidad de alrededor de dos mil metros. A cien metros sobre el nivel del mar se abría en la pared de la roca una especie de desagüe suspendido, más que desagüe un cráter, porque de él sólo salían sustancias incandescentes, materias informes sometidas a temperaturas muy elevadas, que hacían hervir el mar aun al final de su larga caída. La pared de la colina se había vuelto negra todo a lo largo de su trayectoria.
En el mes de enero de 1969, durante una breve mañana invernal, un marinero de guardia que miraba en dirección a la isla con unos largavistas, vio que se abría la gran puerta de la colina y que salía un niño. Mejor dicho, una niña. Estaba seguro de ello, a pesar de la distancia. Era una niña. Estaba desnuda y bronceada como si viniera de pasar el verano en la Florida, tenía pelo largo y rubio, casi blanco, y unos pequeños, incipientes pechos. Correteó un poco por el exterior, se detuvo, levantó la cara y luego las manos hacia el cielo y comenzó a bailar una especie de danza de alegría. Dos hombres sin mamelucos salieron rápidamente de la Ciudadela, y llevaron nuevamente a la niña a su interior. Ella los dejó hacer en medio de grandes risas.
El veintidós de noviembre de 1963, cuando el vicepresidente Lyndon Johnson prestó juramento en Dallas —en el avión del malogrado Kennedy— y se convirtió en presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, conocía la existencia del islote trescientos siete y su guardia perpetua. Él también creía que se trataba de un secreto de estado mayor. Kennedy no tuvo tiempo de desengañarlo y pasarle el pesado fardo de la verdad.
El jefe del servicio secreto de la Casa Blanca le informó a Johnson, al día siguiente de su instalación en ella, sobre la existencia de una caja fuerte ubicada en un lugar muy disimulado en el despacho del presidente. El policía no conocía la combinación. Suponía que le sería revelada por alguien que no sabría de qué se trataba. En efecto, la siguiente semana, dos generales, dos senadores y el presidente de la Suprema Corte le entregaron cada uno de ellos un sobre que habían recibido de manos de Kennedy con la misión confidencial de entregarlo a su sucesor si él moría repentinamente antes de la terminación de su mandato. Cada uno de estos personajes ignoraba la gestión de los otros.
Después de abrir los sobres, Lyndon Johnson se encontró con cinco grupos de dos letras acompañados por números de orden, que le permitieron reconstruir la combinación de la caja. La abrió y se encontró con un cuaderno repleto de cifras escritas por la mano de Kennedy. Johnson conocía muy bien su letra. Unas pocas líneas escritas en la primera página le indicaban que el código del mensaje lo recibiría en forma de un inesperado libro, que le sería enviado por una mujer que solamente firmaría con su nombre.
Entre los mensajes de pésame y felicitaciones que recibió de los distintos jefes de estado, el que le entregó el embajador de Gran Bretaña de parte de su soberana estaba firmado con su nombre de reina, Isabel, acompañado por una biblia católica. El presidente Johnson no se dio cuenta en el primer momento. Cuando reflexionó, le pareció asombroso. Hizo la prueba. La biblia era indudablemente la clave.
El mensaje del cofre estaba compuesto por grupos de tres números. El primero indicaba la página, el segundo el número de la línea a partir de arriba, el tercero el orden de la palabra en la línea. Era el código más clásico y simple, y también el más difícil de descifrar. Era necesario saber qué libro era aquel en que se basaba la clave y disponer de él. En el mundo solamente quedaban una decena de ejemplares de esa edición de la biblia católica en idioma inglés, impresa en España durante el siglo dieciocho. Kennedy, por supuesto, poseía uno. Su viuda se lo había llevado, junto con todos sus efectos personales.
El presidente Johnson descifró el mensaje noche tras noche. Era relativamente corto, pero buscar palabra tras palabra en el océano de palabras que forman un libro, es un trabajo enorme. Y además tenía unas cuantas cosas que hacer. Cuando por fin comprendió de qué se trataba, pasó una noche en blanco hasta llegar al final. Desde ese día perdió su optimismo un tanto simple. El problema lo angustiaba, lo perseguía noche y día en sus pensamientos y se mezclaba con los otros problemas. Cuando renunció a volver a postularse como presidente, no fue a causa de Vietnam, sino porque ya no se sentía capaz de seguir cargando con la responsabilidad del peligro y la esperanza mayor de todo el mundo.
El islote trescientos siete era el objetivo hacia el cual apuntaban permanentemente dos cohetes atómicos norteamericanos y dos rusos. Y uno chino.
—¿Estamos lejos todavía? —preguntó Jeanne.
—No lo sé —respondió Walt.
Le alcanzó una salchicha fría entre dos rebanadas de pan de miga mojadas con mostaza. Ella sonrió agradeciéndole, al mismo tiempo que decía “no” con la cabeza. Él se la comió. Jeanne se preguntaba si faltarían cinco minutos o cinco horas para saltar desde el cielo en brazos del que tanto había buscado. Su felicidad ahogaba su impaciencia. Sentía una especie de inmensa calma inundada de sol, un tibio bienestar, tranquilo, sin agitaciones, sin límites. Después de luchar y luchar contra espinas, piedras, barrancos, precipicios, troncos, baches, se encontraba de repente en medio de una enorme llanura lisa, luminosa, sin obstáculos, enteramente cubierta de una dulzura dorada. Había terminado, ya no habría más batallas, había llegado la hora de la paz. Estaba por llegar, dentro de cinco minutos, o dentro de cinco horas…
Al principio, casi perdió el equilibrio al tener súbitamente la certeza de que por fin se encontraría con Roland, como el que tira de una cuerda y ésta se rompe. Las primeras horas que pasó en una habitación militar —no sabía en qué parte, después de su visita a la Casa Blanca—, habían sido unas horas de enloquecimiento. Había reído, llorado, se había revolcado sobre la cama, golpeado la cabeza con los puños, mordido las muñecas. Había hablado sola, con ella misma, con Roland, tratando de convencerlo, de convencerse de que era verdad, de que la gran batalla de la separación había terminado de veras, de que esa cita durante la cual esperó en vano por fin se cumpliría y que su interrumpida unión se sellaría definitivamente.
Y entonces sobrevino el miedo. Jeanne se dio cuenta bruscamente del gran cambio físico que había experimentado. La batalla la había convertido en un combatiente seco y duro. Al revés de tantas otras mujeres, a las que los años las vuelven más gordas y blandas y sus carnes comienzan a aflojarse, ella se había contraído: su piel tersa se había replegado en forma de músculos sobre sus huesos; su cara se había cubierto de numerosas y pequeñas arrugas alrededor de los ojos, y grandes surcos contorneaban la boca; había perdido sus curvas, los valles y las colinas, las suaves e innumerables curvas que convierten al cuerpo de una mujer, a los ojos del hombre enamorado de ella, en un paisaje que no termina de descubrir y al que cada movimiento renueva, como en el día de la creación.
A medianoche, presa del pánico, se levantó, se arrancó el pijama que le habían dado y corrió al lavatorio. Era un lavatorio militar, encima del cual había un espejo militar, es decir, un espejo lo suficientemente grande como para que un militar pueda contemplar sus mejillas y su mentón al afeitarse. Jeanne se miró por partes, de arriba abajo, se subió a una silla, se retorció para tratar de ver su espalda, y lo que no pudo ver, lo palpó.
¿Los hombros? Sí, los hombros eran bastante lindos, bien derechos, sin gorduritas en el nacimiento del cuello. Pero las clavículas…
¿Y los pechos? ¡Oh, Dios mío! Los pechos que él tanto amaba, sus pechos danzantes, tiernos, flexibles, lo suficientemente abundantes como para no ser desbordantes, lo suficientemente generosos como para no ser mezquinos… habían perdido su firmeza, se habían encogido, se… No, no se habían caído. Les faltaba algo más para poder calificarlos de caídos. Sin embargo…
Se enderezó y levantó los brazos, y en el espejo vio una pechera de solterona vieja. Se mordió los labios para no llorar y prosiguió con su inventario. Más abajo la situación mejoraba: el vientre chato, las caderas angostas, ni un pelo blanco en el pubis, los muslos largos. Un posterior de muchacho… no…, de muchacho algo viejo. Tenía cincuenta y tres años…
Se tiró sobre la cama sollozando, se tranquilizó poco a poco, al cabo de un rato sonrió, y luego comenzó a reír. El tiempo también habría pasado para él. Cumpliría cincuenta años dentro de tres semanas. A lo mejor se había convertido en el típico cincuentón francés, con una buena barriga y una calva rosada… Dio rienda suelta a una risa desenfrenada; le hacía falta. Estuviera como estuviese, seguiría siendo buen mozo y maravilloso cualquiera fuera la transformación que hubiera sufrido. Ella iba hacia él tal como la habían dejado los años, los sufrimientos y las enfermedades, como así también su coraje y obstinación. Era así.
Hubiera podido ser de otro modo, pero seguía siendo siempre la misma. Porque nada había cambiado en su interior. Él la reconocería, exactamente como ella lo reconocería, inclusive si había envejecido mucho, o estaba tuerto y lisiado. Su reencuentro sería desde el primer instante como si se hubieran separado la víspera. Pero la víspera en que se habían separado estaba en el otro borde de un foso enorme. Tendrían tantas, pero tantas cosas que decirse… hasta conseguir tapar definitivamente el foso… A lo mejor eso les tomaría todo el resto de sus vidas, hacia cuyo fin marcharían juntos tranquilamente, tomados de la mano, él con su panza y su calva, ella con su traste inexistente y sus pechos como signos de interrogación. Se quedó dormida.
Todo pasó muy rápidamente. Una luz se encendió junto al teléfono. Walt refunfuñó, dijo:
—Estamos listos.
Se puso de pie y abrió la portezuela. Enganchó en el cabo de la cabina el extremo de la correa del paracaídas que Jeanne tenía puesto desde que salieron, y al que había revisado ya dos veces. Lo revisó una tercera vez, condujo a Jeanne frente a la puerta abierta, la luz pestañeó, gritó:
—¡Salte! —y estiró la mano para empujarla, pero ella ya había saltado.
Tocó tierra y rodó como se lo habían enseñado, desenganchó su paracaídas azul y colorado, se incorporó, se quitó el casco protector, escupió una piedrita y miró delante de sí. Estaba en una playa gris, el mar era azul, hacía calor. Vio dos barcos de guerra que navegaban sin mayor apuro. El avión que la había conducido viraba encima de ellos. El rugido de sus turbinas era el único ruido que se mezclaba con el suave golpear de las pequeñas olas sobre la playa. A su izquierda, sobre las piedritas, un enorme cangrejo corría de perfil a lo largo del esqueleto enmohecido y vacío de una lancha de hierro; encontró un agujero sombreado bajo la chatarra y se deslizó en él a los reculones, de costado.
Jeanne se dio vuelta y vio dibujarse el perfil de la ciudadela blanca contra el cielo azul y las dos gibas de las colinas. Entre la colina y el mar se extendía un paisaje desértico, compuesto de rocas grises interrumpidas por las bandas más pálidas de una ruta y una corta pista de aterrizaje. Ni un solo árbol, ni una sola mata de pasto, ni un ser humano. Unos pocos metros más adelante un jeep vacío, pintado de amarillo fuerte, parecía esperarla. Tuvo la extraña impresión de haber caído en un universo pintado por Dalí o De Chirico, y de formar ella también parte del cuadro. Se quedó inmóvil, estaba volviéndose parte de las rocas. Pero entonces el jeep habló.
—Jeanne. —Era la voz de Roland.
—¡Sí! —exclamó.
—Qué contento estoy… Sube al jeep. Tiene nada más que un solo pedal, verás que es muy fácil… Como los autitos chocadores… apoyas el pie y arranca, levantas el pie y se detiene. Recoge tu paracaídas y mételo en el jeep. No dejes nada tirado. ¿Estás lista? Bien… Toma la ruta y dirígete hacia la gran puerta que ves más adelante. Se abrirá sola, no bajes del jeep, entra directamente.
La gran puerta de cemento se cerró detrás de ella con un ruido sordo de suaves engranajes. Levantó el pie y el jeep se detuvo. Estaba en un gran recinto cuyas paredes de hormigón desnudo eran de líneas esbeltas como las de una catedral gótica. El hormigón estaba pintado de blanco, a la cal, como una casa española. Unos focos disimulados lo iluminaban profusamente. Frente a ella, sobre la pared del fondo y encima de una puerta de cobre cerrada, podía leerse una paráfrasis de los versos del Dante pintada de distintos colores y en distintos idiomas:
EL QUE ENTRA AQUÍ ALCANZA TODA ESPERANZA
—Te estoy esperando, ven… —dijo suavemente la voz de Roland.
Jeanne bajó del jeep, buscó nerviosamente con sus ojos un espejo para dar un último toque a su peinado, ponerse polvos o cualquier otra cosa… Estaba segura de que su aspecto era espantoso. ¡Estaba cansada, maltrecha, mal vestida! ¡Ah! ¡Y bueno! Pasó los dedos por su corto pelo, dio tres pasos muy largos y atravesó la puerta. Oía y sentía los latidos de su corazón.
Se encontró en una especie de salón de un rabioso estilo mil novecientos. Unos lirios retorcidos y unas rosas spaghetti pintadas directamente sobre las paredes, encuadraban unos espejos y unos muebles militares, disfrazados también a la moda de la belle époque. Una inmensa piel blanca de oso polar se extendía sobre el piso, disimulando parcialmente el cemento.
El cuarto estaba vacío. El entusiasmo de Jeanne se cortó repentinamente.
—¡Roland! ¿Dónde estás? —Gimió casi en un lamento.
—Estoy aquí. Te estoy viendo…
—¡Estás mirándome! ¡Sin que yo pueda verte! ¿Te parece bonito?
Se tapó la cara con las manos, como si fuera una desnudez.
—Perdóname, tenía que advertírtelo antes de que vieras. Pero quise verte primero…
Oyó un largo suspiro que parecía provenir de todo lo que la rodeaba y llenar el cuarto con la inmensa tristeza que puede experimentar un corazón humano frente al absurdo y la injusticia del mundo. La voz de Roland volvió a oírse, baja, titubeante, casi culpable:
—Vas a tener una sorpresa… que sin duda te será muy desagradable…
Todos los temores que había abrigado sucesivamente Jeanne durante todos esos años de búsqueda cayeron de repente sobre sus hombros y su corazón. ¿Qué enfermedad atroz, qué mal abominable había asolado a quienes habían sido aislados de esta forma en el confín del mundo, como jamás habían sido aislados los leprosos o pestosos?
—¡Roland!
Ella se dominó, respiró y habló con voz tranquila, sin exaltación ni temblor.
—Sabes que te quiero… No importa lo que te ha sucedido, yo…
La voz de Roland la interrumpió:
—No, no… No es lo que tú piensas. Prepárate para una sorpresa… Allí voy.
Oyó una puerta que se abría a su izquierda. Hizo una mueca. Una parte de la pared color verde claro y malva giró sobre un eje y Roland entró.
Y entonces toda la espera y la angustia se acabaron de golpe. La alegría estalló en su interior como una bomba de luz. ¡Roland con buena salud! ¡Roland intacto! ¡Roland espléndido! ¡Roland tal cual lo había visto la última vez!
Se arrojó en los brazos de él sollozando, todas las barreras de paciencia y coraje rotas, arrasadas por la felicidad.
—Roland, tú, tú… —y de repente, bruscamente, su razón analizó lo que sus ojos habían vislumbrado.
¡Roland estaba tal cual lo había visto LA ÚLTIMA VEZ!
Se separó de él, lo miró, miró el espejo de la pared y entre los adornos pálidos de lirios y rosas vio a una mujer vieja, desfigurada, llorosa, ridicula, parada junto a un hombre espléndido, rebosante de juventud. Tal cual lo había visto la última vez. Igual a la imagen de él que había conservado en su memoria, año tras año, la última imagen del último minuto en que lo vio. Pero diecisiete años habían pasado para ella. Y en Roland no había pasado ni un día de esos diecisiete años.
No podía apartar su mirada de la pareja que la miraba desde el espejo. Pareja inverosímil, irrisoria, monstruosa. Roland sí, Roland estaba tal cual, intacto, Roland de sus amores, Roland maravilloso, Roland en sus brazos, Roland sobre ella, Roland en sus manos, Roland en su carne, en su alma, Roland siempre idéntico…
Pero… ¿y ella, dónde estaba ella? ¿En qué se había convertido? ¿Adonde había ido, con sus redondeces y su plenitud, suave al tacto y a los labios como un durazno que la boca no hiere, como una rosa, como el cielo curvo del amanecer? ¿Quién era esa vieja que la miraba? ¿Esa centenaria, esa momia de las arenas resecas?
Aún ayer, cuando se miraba en el espejo militar, le pareció que estaba presentable, más bien a salvo de los estragos del tiempo; pero ahora al verse al lado de él, intacto, le habían caído de repente miles de años encima…
Comenzó nuevamente a llorar, con sollozos de niña. No trataba de comprender por qué parecía que los años no habían pasado para él. Ni cuál era el secreto. Eso ya no tenía importancia. Ninguna, absolutamente ninguna importancia. Lo único que contaba era el horror de la imagen reflejada en el espejo. Se apartó con un estremecimiento, buscó la puerta por la que había entrado, no la encontró, avanzó con su mano estirada, los ojos velados por las lágrimas, golpeándose las puntas de los dedos contra los lirios y rosas pintadas, gimiendo.
—Quiero salir… Quiero irme… irme de aquí… irme.
—Nadie puede irse —dijo suavemente Roland.
El propio Roland se encargó de aplicarle una inyección a Jeanne. La condujo a través de la ciudadela hacia el cuarto que le había sido asignado. Habían hecho el trayecto a pie, por corredores luminosos con tanto movimiento como calles, por escaleras y cruces de una blancura resplandeciente que, de haberlos visto, hubieran confirmado la impresión que tenía el almirante Kemplin de que todo eso había sido construido por un arquitecto que conocía la Casbah de Argelia. Todo lo que uno veía al levantar la cabeza, bóvedas y techos de formas diversas, redondos, oblicuos, cuadrados, puntiagudos, incrustados uno contra otros con desenganches y hundimientos, todo estaba pintado de color azul como el cielo de verano, un azul alegre. Y gracias a una proyección experta, podían verse nubes que se desplazaban e inclusive pájaros volando y gritando.
Jeanne no miró los techos y apenas veía por donde caminaba. Pero se dio cuenta, no obstante, de que avanzaba en medio de un gran gentío, integrado por hombres y mujeres de todas las edades y todas las razas. Y muchos niños desnudos o vestidos con un trozo de género de color, una flor, una puntilla; para adornarse, no para vestirse.
Al final de una callejuela desembocaron en una pequeña plaza un poco sobreelevada, que tenía una fuente provenzal junto a un laurel rosado. El cielo redondo estaba pintado de azul pálido, con una pequeña nube muy blanca que daba vueltas lentamente alrededor. Su posición en la bóveda celeste indicaba la hora a los habitantes del lugar.
Roland empujó una puerta, que cantó como una fuente y un ruiseñor; quería mostrarle detalladamente a Jeanne el lugar donde iba a vivir, pero ella miraba lo que él le señalaba con la mirada de un animal herido por una bala, que pierde segundo a segundo su sangre, su calor y su vida. La hizo acostarse sobre una cama muy blanda y quiso desvestirla, pero ella se encogió con un reflejo de miedo. Él le dijo:
—Mañana te explicaré todo. Ahora tienes que dormir, debes eliminar la impresión tan fuerte que has recibido… No temas, todo va a andar bien.
Estaba vestido con un pantalón verde pálido y una especie de casaca del mismo color cerrada con un cierre magnético; sin cuello, pero provista de numerosos bolsillos. De uno de éstos sacó una jeringa llena, cubierta por su capuchón de plástico.
—Es para dormir. ¿Quieres que te la aplique?
Ella asintió con la cabeza. Lo miraba con ojos enormes, fijos, llenos de interrogantes y de angustia. Él le puso la inyección en el muslo, a través del género del pantalón; luego, al borde de la cama, le agarró la mano, la llevó dulcemente hasta sus labios y la besó.
Ella cerró lentamente los ojos, sin dejar de mirarlo, y durmió treinta horas.
—Maestro, no sé qué es lo que me pasa… ¡Desde hace dos días veo en la obscuridad! Pero no veo cualquier cosa; solamente las cosas rojas… ¡Durante la noche todo lo que es rojo parece iluminado!
Acharya, el ayudante de Bahanba, miraba a su maestro con sus enormes ojos azorados, como un niño asustado que mira a su padre, que puede y debe tranquilizarlo, que puede y debe ser capaz de explicarle todo.
—Estas flores, por ejemplo…
Sacó todas las flores coloradas de un ramo que estaba sobre una mesa y se las alcanzó a Bahanba.
—Corra las cortinas, baje las persianas, apague la luz, y yo seguiré viéndolas… Si las cambia de lugar en la obscuridad, yo podré decirle exactamente qué es lo que está haciendo.
Bahanba no tuvo necesidad de realizar el experimento. Ese síntoma, ese fenómeno de la noche iluminada de todos los tonos del rojo, desde el púrpura hasta el anaranjado, desde el rosa pálido hasta el escarlata, lo conocía personalmente y sabía cuál era la causa y su significado.
Se había dedicado desde hacía varios años a la lucha biológica contra el cáncer, lo que hoy en día se llama inmunología, y en un idioma más simple, pero menos exacto, se califica de vacuna anticancerosa. Había experimentado con cuerpos químicos, con cultivos de células, y luego de pasar por las bacterias había conseguido llegar al virus, pero todo ello sin resultados alentadores.
A principios de 1954, inoculó a un grupo de ratas blancas un virus “vegetal” atenuado e irradiado con rayos X. Quince días más tarde, les inyectó un cultivo de sarcoma, una de las formas más agresivas del cáncer. Ninguna de las ratas presentó tumor alguno.
La sangre de éstas, inyectada a otras ratas en cantidad ínfima, las hizo a su vez rebeldes al cáncer.
Al examinar bajo todas formas la sangre de las ratas inmunizadas, Bahanba no advirtió nada en especial, hasta que un día vio que sus glóbulos blancos se teñían ligeramente de azul con el colorante internacional L3. No consiguió aislar el anticuerpo que sin duda debía contener esa sangre, ni consiguió tampoco encontrar otra vez “su” virus. Envió una muestra de la “sangre azul” a su corresponsal y amigo el doctor Galdós, de la universidad de Harvard. Le rogaba, sin animarse a mencionar los resultados que había obtenido, que mirara esa sangre con el miscroscopio electrónico. Harvard poseía uno, superpoderoso, que era la envidia de todos los otros laboratorios del mundo.
Dos semanas después, recibió una carta de Galdós acompañada por unas fotografías obtenidas por dicho aparato. Le preguntaba dónde había encontrado eso. “Eso” era un cultivo de minúsculas pirámides regulares formadas por cuatro triángulos equiláteros. Bahanba no se sorprendió, porque hay que esperar cualquier cosa de parte de los virus. El “suyo” había cambiado de forma.
Era sumamente conocido tal cual él lo había utilizado, presentándose bajo el aspecto de cubos, reunidos en cadenas por los ángulos. Al pasar de una forma geométrica de seis caras a otra de cuatro, el virus había reducido también sus dimensiones en la proporción de cien a uno. Ése era el motivo por el que no había podido encontrarlo con los microscopios que poseía. Le agradeció a Galdós y le rogó que tuviera un poco de paciencia. Sería el primero en saberlo si sus esperanzas se confirmaban.
Éstas se confirmaron. Bahanba bautizó a su virus con el nombre de JL3. Era la inicial del nombre de su mujer, por la que sentía tanta veneración como amor, seguidas de la designación L3, por ser éste el colorante al que era sensible la sangre “infectada”.
El JL3 convirtió en refractarias a todas las formas de cáncer a todas las ratas que fueron inoculadas por el sabio y su ayudante.
Bahanba hizo entonces lo que hacen los verdaderos investigadores, los que tienen más interés en alcanzar la verdad que la gloria: envió una ampolla sellada conteniendo una muestra del JL3 a un cierto número de otros investigadores en distintas partes del mundo: al profesor Hamblain de París, a Adam Ramsay de Londres, a Galdós, por supuesto, en los Estados Unidos de Norteamérica y a sus habituales corresponsales de Moscú, Munich y de la universidad de Pekín. La ampolla iba acompañada por una nota en la que Shri Bahanba manifestaba que había obtenido resultados con el virus JL3 que permitían abrigar “ciertas esperanzas” respecto de la inmunología contra el sarcoma y otros diferentes tumores de las ratas. Les rogaba a sus corresponsales que probaran ellos a su vez el JL3 y explicaba detalladamente la forma y las condiciones en que él lo había experimentado.
Acharya insistía en que hiciera una comunicación al mundo de la medicina. Pero Bahanba, por temor a alentar una esperanza prematura, adoptó una conveniente actitud prudencial. Esperaría hasta que sus resultados fueran confirmados por sus corresponsales. Entonces sería necesario ensayar el JL3 con el hombre. Si esos resultados eran positivos, recién entonces podría anunciarse al mundo que por fin se había conseguido vencer a la más terrible de las enfermedades.
Pero Bahanba no esperó para practicar un ensayo con el hombre.
Con el objeto de quedar más libre y no suscitar objeciones de su parte, envió a Acharya a hacer un retiro de varios meses en un ashram de Benarés, y la misma noche de su partida, se inyectó él mismo una dosis de JL3.
La noche siguiente fue muy extraña. Había trabajado hasta tarde y sentía sobre sus hombros el peso de los años y de la fatiga. Cuando volvía a su casa particular, se demoró un rato en los jardines, deleitándose con el fresco de la noche entibiado por los perfumes, y escuchando los infinitos ruidos de las obscuras batallas por la vida. Al pasar frente a la lámpara de oro donde una llama eterna brillaba ante un altar vacío, símbolo de lo No Creado, cortó una rosa, apoyó respetuosamente sus labios ancianos sobre sus pétalos rebosantes de juventud, aspiró profundamente y la llevó consigo. Subió directamente a su cuarto y depositó la rosa en un pequeño florero frente al dios Shiva.
Y cuando apagó la luz, vio la rosa a pesar de la obscuridad.
Vio también el punto rojo entre las cejas de Shiva, y el polvo colorado desparramado sobre los pies de la estatua, el galón rosa pálido de las cortinas, una túnica colorada tirada sobre un sillón como una llama, los dibujos y las curvas de los motivos rojos de la alfombra, las caras y las manos de los personajes de una tapicería que colgaba de una pared, y una infinidad de puntos, trazos, líneas, marcas rojas desparramados por todo el cuarto, que poblaban la noche con una delicada y fantástica estructura roja, en las tres dimensiones. Atribuyó al JL3 esa repentina sensibilidad al rojo en la oscuridad, y se preguntó si persistiría. A la mañana siguiente, todo recuperó su normalidad a la luz del día. Al salir rumbo al laboratorio, tomó la rosa de la noche anterior y la colocó sobre su oreja izquierda.
Cuando llegó al laboratorio, llenó de agua un frasco de vidrio con cuello angosto que había utilizado la víspera, colocó en él la rosa y lo depositó sobre su mesa de trabajo para poder regocijarse la vista y el alma de tanto en tanto. Era particularmente bella, con un centro anaranjado todavía cerrado.
Bahanba quiso averiguar si la visión nocturna de las ratas también se había modificado. Esa noche, encerró unas cuantas que habían recibido el JL3 desde hacía varias semanas, en una jaula que tenía una mezcla de granos rojos y negros. Apagó luego la luz. A la mañana siguiente estaban todos los granos negros pero los rojos habían sido comidos.
Para él, esa noche fue similar a la anterior. Se paseó por los jardines, y todas las flores rojas se le ofrecieron inundadas de luz. Los rododendros poblaban la obscuridad con ramos artificiales de todos los tonos de rojo, que parecían enganchados en el cielo, balanceándose ligeramente por la brisa de la noche. Era un espectáculo de una belleza sofocante, y Bahanba se regocijó de participar en el ciclo de la creación, aun al precio de los inevitables sufrimientos. La “realidad” material no era más que una infinita representación de ilusiones, pero la belleza de esas ilusiones era real.
El decimoséptimo día después de haberse inoculado el virus, se injertó en el muslo izquierdo un fragmento de carcinoma humano en plena evolución. Después de un breve período inflamatorio, el fragmento de tumor arraigó sólidamente y emitió seudópodos en todas direcciones. Lo que al principio no era más que una pequeña y horrible araña negra sobre la piel morena del muslo, se volvió voluminoso y gordo como una ciruela. Shri Bahanba sacó en conclusión que el virus que protegía a la rata no era capaz de proteger al hombre. Y qué él moriría sin duda de una muerte penosa. Aun si procedía rápidamente a extirpar el carcinoma, tenía pocas posibilidades de escapar a una recidiva o a una metástasis.
El día que decidió proceder a la extirpación, le pareció que el carcinoma estaba menos hinchado y menos duro que la víspera. Postergó la operación para el día siguiente, luego para el otro día…
El tumor, completamente seco, caía como una hoja muerta al cabo de tres semanas.
Y entonces, al pensar en los innumerables sufrimientos que Brahma le permitiría evitar a sus hermanos los hombres a raíz de ese descubrimiento, Bahanba cerró los ojos y agradeció al que Es, bajo todas sus formas divinas. No se atribuía personalmente ningún mérito. La inesperada propiedad de esta cepa de un virus común, se debía a la intensidad y duración exactas de irradiación que les había hecho experimentar. Un microsegundo de más o de menos y el milagro no hubiera ocurrido. Era solamente el azar el que había decidido la duración necesaria. Pero el azar es uno de los nombres innumerables de Aquel que no tiene más que un Nombre.
Cuando Bahanba abrió nuevamente los ojos, su mirada se detuvo por azar sobre un estante. Había transportado maquinalmente el frasco de vidrio que contenía la rosa anaranjada y rosa de su primera noche. ¿Cuándo había colocado el frasco y la flor sobre el estante? ¿El mismo día? ¿Al día siguiente? No lo recordaba. Debió haber sido en un momento en que el pequeño recipiente le había incomodado. Habían pasado días y días. Y después no había mirado nuevamente en esa dirección. O, si había mirado, preocupado por sus investigaciones, no había visto.
Lo que ahora vio le pareció tan sorprendente que creyó haberse equivocado. Se acercó y tomó el frasco entre sus manos para mirarlo mejor. No había duda alguna… Era más que sorprendente, era increíble. No podía ser sino un efecto secundario del JL3. Ese frasco de vidrio había contenido una solución concentrada del virus. Todos los recipientes e intrumentos que se utilizaban para contener, transportar o utilizar cultivos microbianos, eran inmediatamente zambullidos en un baño de ácido antes de ser enjuagados, con el objeto de que ningún germen patógeno vivo fuera arrastrado por las aguas servidas. Pero éste había sido utilizado por Bahanba durante la noche y luego depositado sobre la mesa antes de llenarlo con agua el día siguiente por la mañana para colocar en su interior el tallo de la rosa. No había recibido el baño de ácido. Sin lugar a dudas, el JL3 se había dispersado en el agua con que lo había llenado. Solamente quedaban ahora unos pocos milímetros de ese agua en el fondo del globo transparente. Pero encima…
Bahanba se sentó y reflexionó largo rato sobre el significado de lo que acababa de ver. Consiguió dominar toda emoción para permitir que su razón trabajara claramente, para reconocer un hecho aunque resultara increíble, y para sacar las conclusiones pertinentes.
Era necesario, desde el punto de vista científico, repetir el experimento; Bahanba les pidió a sus jardineros que le trajeran una mariposa viva. Le trajeron un grupo palpitante. Las puso a todas en libertad salvo a una, que encerró dentro de una caja de vidrio que contenía una flor en cuyo cáliz había derramado miel diluida con el agua que contenía el JL3.
Cuando Acharya regresó de Benarés, Bahanba había adquirido una certeza y había tomado las precauciones que se imponían a su espíritu y que hicieron lanzar gritos de protesta y de pena a Acharya. Pero el respeto y la fe que sentía por su maestro lo obligaron a guardar silencio cuando éste le afirmó que era necesario actuar en esa forma, que no podía explicarle nada, y que debía creer en su palabra.
Bahanba había matado e incinerado las ratas inmunizadas y destruido con ácido todas las cepas del JL3. Escribió a sus corresponsales solicitándoles que destruyeran con fuego o con ácido el contenido de la ampolla que les había enviado, como así también los animales en los que ya había sido utilizado dicho contenido, ya que esta cepa virósica había resultado ser excesivamente peligrosa.
Tuvo la convicción de que su recomendación había sido seguida inclusive en China, de donde recibió una carta retrasada. Parecía que nadie había tenido tiempo de llevar adelante el experimento lo suficientemente lejos como para darse cuenta de las consecuencias reales de la inoculación del JL3. Bahanba pudo pensar, ya más tranquilo, que el virus que había creado artificialmente no existía ya en ninguna parte, salvo en un pequeño armario del cual él era el único poseedor de la llave, y donde había guardado el frasco y la caja de vidrio. Y en su propia sangre.
Y resultaba que Acharya, al hablarle de sus noches rojas, acababa de revelarle, sin saberlo, que él también era portador del JL3. No podía haberlo adquirido sino de una sola forma, y esta forma representaba tal peligro para el mundo, que Bahanba no podía seguir guardando el secreto. Y sin embargo, si daba a conocer lo que sabía, el peligro no solamente no sería conjurado, sino que sería inevitable. Por lo tanto era necesario compartir ese secreto con los más grandes responsables, los únicos que podían tomar las medidas necesarias, y solamente con ellos.
Puso inmediatamente al tanto a Acharya, quien desesperado al principio, aceptó rápidamente todas las consecuencias de la situación. Pasaron toda la noche trabajando y meditando, y a la mañana siguiente, Bahanba llamó por teléfono al pandit Nehru.
Cuando Nehru se intaló frente a Bahanba, del otro lado de la mampara de vidrio, y colocó el auricular sobre su oreja, el sabio, cuya cara parecía una fruta vieja caída sobre la nieve, empezó a hablarle primero en inglés y luego en sánscrito.
Esto es lo que le dijo:
—Pues bien: he adquirido la inmortalidad, y es contagiosa.
II - Como la mariposa y la rosa
Al abrir nuevamente los ojos, Shri Bahanba miró hacia el estante, vio el frasco de vidrio que había depositado allí hacía ya varias semanas, y vio que la rosa que había colocado en el recipiente luego de llenarlo con agua, estaba fresca como el primer día.
Tomó el frasco en sus manos para asegurarse de que era la misma rosa… o más bien para comprobar lo contrario, pues no podía creer lo que estaba viendo. Seguramente un sirviente o un ayudante de laboratorio había reemplazado la rosa marchita. Pero reconoció su centro dorado y el dibujo de sus pétalos. Era la misma. Le resultaba más fácil recordar la fisonomía de una flor que la de una mujer. Para tener una certeza científica de no haberse equivocado, hizo absorber el JL3 a una mariposa Traumantis diores, de alas marrones manchadas de azul, que se sabía que no vivía más de treinta horas. Guardó en un armario de hierro, de cuya llave él era el único poseedor, el frasco con la rosa, al que agregó un poco más de agua, y la caja de vidrio que contenía la mariposa.
Cuatro semanas después, la rosa y la mariposa seguían vivas y lozanas. La mariposa había vivido entre veinte y treinta veces la duración normal de su vida. Transportado a escala humana, representaba de mil a dos mil años de existencia.
Y asi fue como Shri Bahanba se enteró de que era inmortal. Se había inyectado el JL3, e igual que la mariposa y la rosa, salvo accidente, envenenamiento, falta de agua, de aire o de alimentos, viviría interminablemente, por no decir eternamente. Quiso tener la certeza y conocer el por qué. Se dedicó otra vez a sus ratas.
Las que había tratado con el JL3 estaban a las mil maravillas, vivaces, alegres, despiertas. Les inoculó todos los gérmenes nocivos que tenía en el laboratorio, incluyendo la peste y el carbunclo. No murió ninguna. Ni siquiera se enfermó ninguna. Bahanba sacó en conclusión que el JL3 había sido la causa de que sus organismos fabricaran un anticuerpo universal que las hacía refractarias a todas las enfermedades. Y el ejemplo de la mariposa y la rosa demostraba que ese anticuerpo protegía igualmente a los organismos vivos contra la peor de todas las enfermedades: la vejez.
En el mundo de los vivos, la muerte es un absurdo ilógico. Parece haber sido agregada a la creación de la vida por un accidente o una intervención extranjera. La naturaleza ha previsto todo para que un organismo vivo, una vez que ha alcanzado la culminación de su desarrollo, pueda mantenerse así indefinidamente. Pero eso no sucede. Una vez que alcanza el punto máximo de su crecimiento, comienza, lentamente al principio, y cada vez más rápido luego, a deslizarse por la pendiente que lo conduce a su destrucción. En los seres humanos el envejecimiento empieza desde los dieciocho años. Cuando apenas acaban de salir de la adolescencia e imaginan no haber empezado nada todavía, el hombre y la mujer han alcanzado ya el limite de su vida incólume. Y sin saberlo ya se alistan en la batalla, perdida de antemano, contra la enfermedad que nadie puede curar.
El hombre normal no tiene por qué enfermarse. El hombre normal no debe envejecer. La fantástica organización de su organismo viviente ha recibido, desde su origen, la ciencia y el poder para luchar victoriosamente contra todas las agresiones patológicas, cualesquiera que sean. Pero parecería que con el correr de los tiempos su mecanismo de defensa se ha, o ha sido, trabado misteriosamente. Las vacunas lo liberan parcialmente, devolviéndole nuevamente al cuerpo la capacidad de defenderse sólo durante un cierto período contra ciertos microbios, por ejemplo los de la viruela o el tétanos. Lo que Shri Bahanba había descubierto era, aparentemente, la forma de convertir al hombre nuevamente en el vencedor de todos los males, como en la hora de su creación.
Desde el punto de vista científico, Bahanba recién tendría la certeza absoluta —en lo concerniente a la acción del JL3 sobre el envejecimiento humano— cuando hubiera sobrepasado en una forma anormal la duración usual de la vida. Pero no podía esperar cien años para tomar una decisión. Esa decisión ya estaba tomada en su espíritu.
Como hindú y creyente, consideraba que la muerte es necesaria. Es tan sólo una puerta entre dos vidas. Y recién después de haber pasado una infinidad de puertas el alma humana está limpia, purificada, liberada y puede entonces reunirse con Dios. Suprimir la muerte era cerrar esas puertas, condenar a las almas encarnadas a quedar para siempre prisioneras de la materia, de las ilusiones y los dolores. Era la prisión para la eternidad.
Pero haciendo a un lado todas esas creencias, ¿qué sucedería si se llegaban a divulgar las propiedades del JL3? Tal vez los que tenían el poder en sus manos, escudándose en el peligro de otorgar la inmortalidad a todo el mundo, restringirían o prohibirían el empleo de la vacuna, es decir, se lo reservarían. Y entonces se establecería una aterrorizante desigualdad, la de la vida y la muerte, que originaria las revoluciones más sangrientas.
O si no, en nombre de la igualdad y la justicia, la humanidad entera sería vacunada en pocos años, y la inmortalidad de los adultos, más la inmortalidad infantil, originaría una tal densidad de la población que la muerte se tomaría abominablemente la revancha gracias al hambre, el asesinato de viejos y niños, el envenenamiento general por los residuos y la asfixia.
Bahanba había nacido en la India. Conocía con sus propios ojos y con su corazón los efectos de la sobrepoblación y de la falta de alimentos. Había visto en las calles de Calcuta los camiones que recogían diariamente los cadáveres de los niños muertos de hambre. El JL3 no podía hacer nada contra esa agonía. Lo único que podía hacer era convertirla en un mal universal. Todas las reservas mundiales de la bomba H producirían menos estragos que la inmortalidad.
Y por eso fue que se sintió inmensamente aliviado cuando estuvo seguro de que el JL3 había sido destruido en todas partes, como él lo había solicitado.
Pero he aquí que Acharya, su ayudante, que no había .sido inoculado con la vacuna, presentaba súbitamente, después de haber trabajado junto a él durante tres semanas, el primer síntoma de la infección del virus. La alternativa era que se hubiera infectado antes de su partida por las ratas, o a su regreso, debido al mismo Bahanba. Conclusión idéntica: la inmortalidad era contagiosa.
Cuando el virus se inyectaba en el organismo su presencia se evidenciaba inmediatamente por el síntoma de las “noches rojas”. Si se lo recibía por contagio, podía pasar hasta dos meses haciendo turismo en el cuerpo antes de atacarlo y producir la modificación en la visión nocturna. En ambos casos, el “enfermo” recién era a su vez contagioso a partir del undécimo mes.
Pero Bahanba ignoraba entonces todo eso. Lo único de lo que podía estar seguro era de que todos los sabios extranjeros a los que les había enviado el JL3 y que lo habían manipulado, asi como también su personal, podían haber sido infectados, aun si habían tomado precauciones. Y de ese modo, focos de un peligro terrible podían haberse encendido en distintos lugares del mundo, antes de propagarse a toda la especie humana, sin mencionar a todas las especies vivientes. Bahanba tuvo la visión de una tierra ahogada por un fantástico desarrollo de vida vegetal y animal, hombres, plantas y bestias unos sobre otros, matándose entre ellos para conseguir espacio y alimentos, hasta llegar a la inanición, la asfixia y el derrumbe.
Habia que proceder inmediatamente a la ablación de esos focos de infección. No se podía correr ningún riesgo. Toda persona que estuviera infectada o que pudiera estarlo, debía ser retirada de la circulación con o sin su consentimiento, y transportada a un lugar donde pudiera estar aislada totalmente del resto de la humanidad. Esto solamente podría hacerse en cada país interesado si se contaba con el apoyo de la autoridad más alta y en medio de una reserva absoluta. Ésa fue la razón de la “cruzada” de Nehru. Bahanba, recluido en un compartimiento estanco del avión que seguía al de Nehru a todas partes, recibía a las personas con que se había carteado, conversaba con ellos por un teléfono interno, los interrogaba y les revelaba —o no, según los casos— las propiedades del JL3, mientras Nehru exponía la situación al jefe de estado del país que visitaba.
Los políticos se demoraban más tiempo en comprender la situación que los sabios, pero no bien lo hacían, se daban cuenta inmediatamente de la enormidad del peligro. El más fácil de convencer fue Eisenhower. Quizá no comprendió muy bien, pero en su calidad de general y presidente pensó que indudablemente no debía de ser imposible convertir al JL3 en un arma como cualquier otra. Mejor sería guardarlo a buen recaudo en alguna parte del territorio norteamericano que dejarlo en manos de otro. Ofreció el islote trescientos siete, anuló la explosión atómica prevista, ordenó mantener en el lugar al equipo que trabajaba allí y envió a la marina para hacerse cargo de la vigilancia.
Fue entonces cuando empezaron las desapariciones y secuestros. Roland Fournier se encargó él mismo de dar la señal para su rapto al decirle a Jeanne, durante una conversación telefónica, que la noche anterior había tenido ciertos inconvenientes en la vista. Cuando Bahanba partió a su vez, acompañado por sus colaboradores, sus padres y los sirvientes que podían haber sido contaminados, se llevó consigo la mariposa y la rosa. La mariposa había vivido para entonces más de setecientas veces la duración normal de su vida, lo que equivalía a cincuenta mil años de vida humana.
La rosa era más vieja.
III - Como el Paraíso
Bahanba va a morir.
Él es el único en saberlo. Nadie lo sabe en la Isla, ni los adultos ni los niños que lo aman. La vida prosigue, apartada del resto del mundo, en medio de la serenidad que brinda la ausencia del miedo. Para los hombres del mundo, el mañana es un día de esperanza y temor: mañana no dolerá, mañana tendré que pagar, mañana quizá salga el sol, o mañana el invierno… Pero el miedo ha desaparecido para los habitantes de la Isla. A nadie le faltará nada mañana, a nadie le habrá pasado un día…
En la Isla, el mañana es una certeza.
—Mira… —dijo Roland—. He aquí el futuro.
Había llevado a Jeanne hasta una terraza desde la que se dominaba un gran jardín redondo del que subían perfumes, risas, gritos de alegría y cantos de niños y pájaros. Apoyado junto a ella sobre una balaustrada de cemento fino como un encaje, con un gesto de su brazo, ligeramente orgulloso, le mostraba ese mundo nuevo.
Árboles de todas clases se alzaban hacia el cielo pintado, entrelazando sus ramas exuberantes. El cielo era azul como el de Roma y de él emanaba una luz cálida, confortante, optimista, cuyo origen Jeanne no lograba adivinar. Unas pequeñas nubecitas blancas atravesaban lentamente el cielo, cambiando de forma graciosamente. El sol no estaba representado en ninguna parte.
Las lianas trepaban al ataque de los árboles y grupos compactos de arbustos invadían el césped, que estaba cubierto por alfombras de flores tan tupidas, que apenas dejaban entrever el pasto verde. El ojo redondo e ingenuo de la margarita, el pequeño ojo amarillo chillón del trébol, el gran ojo absorto del diente de león integraban una muchedumbre luminosa sobre la que retozaba una muchedumbre un poco menos densa de niños desnudos. Hasta los árboles y arbustos estaban cubiertos de flores. Entre muchísimas especies que a Jeanne le eran desconocidas, masas de colores ardientes o tiernos, compactas como rocas, desparramando en todas direcciones su desenfrenado esplendor, reconoció unos rosales atiborrados de rosas, madreselvas y jazmines vestidos todos de blanco, cuyas hojas parecían haber sido reemplazadas por pétalos. Un perfume fantástico, mezcla del aroma de todas las flores del mundo, le entraba por la nariz como una presencia carnal, un alimento paradisíaco.
Arroyos corrían entre el césped, manantiales brotaban al pie de los árboles o caían de sus ramas. Conejos, ardillas, gatos, hamsters, cobayos, jugueteaban, se perseguían, trepaban, saltaban, se metían en sus cuevas. Un zorro rojo como un incendio salió de un matorral, se abalanzó sobre un conejo y se lo llevó. Una deliciosa adolescente, de brazos largos y finos, se arrodilló frente a un joven de su misma edad, acercó sus manos y su boca al sexo del muchacho para provocar su erección, y luego, sin soltarlo, se acostó sobre las flores, abrió sus piernas y lo guió hasta el centro de su cuerpo. Niños pequeños jugaban a infinidad de juegos, rodaban sobre las margaritas, un gato se comía una ardilla, bandada de pájaros multicolores volaban de árbol en árbol dando la impresión de que éstos cambiaban sus flores, una garza atrapaba con su pico una rana pequeña como una margarita…
—Aquí nada muere nunca —dijo Roland—, a no ser que lo maten.
Se oyó el débil tañido de una campana, como si proviniera de un campo lejano, y toda una parte del cielo se puso blanca.
Unos niños levantaron la cabeza y saltaron de alegría al ver aparecer en lugar de las nubes la inmensa cara de un anciano. Agitaron sus manos hacia él al tiempo que gritaban:
—¡Gran-Ba! ¡Gran-Ba!
Al oír ese nombre, los otros alzaron la mirada a su vez y todos se acostaron sobre las flores mirando al cielo, desde donde los contemplaba el anciano. Era muy hermoso, parecía muy dulce y cansado, les habló suavemente, con una voz muy baja y los niños se callaron. Solamente se oía el canto de los pájaros, el murmullo de los arroyos y la voz grave que provenía del cielo. Jeanne se sorprendió al reconocer, en el idioma que hablaba, palabras de su lengua y de otras lenguas que ella hablaba de corrido, y sin embargo no consiguió entender absolutamente nada de lo que decía. La pareja de adolescentes no se había separado: se habían acostado de lado, para poder ver y escuchar.
—Es Bahanba —dijo Roland—. Los niños lo adoran. Lo llaman Gran-Ba, que es una contracción de Gran Papá, y de su nombre. Él les habla en su propio idioma, que crearon mezclando los distintos idiomas de sus padres. Es una lengua viva, movida, en vías de nacimiento, pero que cambia todos los días. Apasionante…
Jeanne miró con gran calma a Roland, cuyos ojos brillaban. La imagen del anciano había desaparecido y las pequeñas nubes recomenzaron su lenta trayectoria por el cielo, que había vuelto a recuperar el color azul. Nuevamente los niños comenzaron a jugar, corriendo, cayendo, persiguiéndose; la pareja reanudó su juego, separándose, juntándose, cambiando de posición en medio de risas y suspiros. Todo el ropaje florido de un arbusto desapareció: era una nube de mariposas marrones, negras y púrpuras. Una larga serpiente azul, gruesa como una botella, salió de un arbusto blanco y comenzó a pasear sus curvas perezosas sobre la alfombra de margaritas. Los niños más jóvenes corrieron hacia ella gritando de alegría, la agarraron, hicieron nudos y aros con su cuerpo; ésta se enroscaba alrededor de ellos, su peso los hacía tambalear, y a veces los empujaba, amistosamente, con un golpe de su cola. Un niño de más o menos diez años, sujetando en su mano su miembro delgado y duro, trataba de introducirlo en el cuerpo de una niña que se prestaba al juego, se escapaba, reía, gritaba, hasta que finalmente lo hizo caer al arroyo de un puñetazo.
Y recién entonces Jeanne se dio cuenta de que en ese jardín no había ningún otro niño menor que esos dos. Roland le dijo que no había tampoco en ninguna otra parte niños menores de diez años. El último nacimiento que había habido en la Isla había sido durante el mes de mayo de 1962.
—Era un varón. Creo que era hijo mío, pero no estoy muy seguro.
Cuando Jeanne despertó esa mañana, se encontró con Roland parado junto a su cama. Vestido con una casaca verde pálido, se inclinaba hacia ella sonriendo. Estaba tan joven y buen mozo como lo había visto a su llegada, tranquilo, seguro de sí mismo, equilibrado. Lo miró fríamente, con una objetividad que la sorprendió, como si fuera un objeto familiar que uno deja sobre la mesa de luz antes de dormirse. Un objeto que uno quiere, pero un objeto al fin.
Se sentía extremadamente inteligente y lúcida, descansada, sin emociones que la agitaran. Miraba a Roland buscando en ese rostro de treinta años la mirada del hombre de cincuenta años, como realmente era, a pesar de todo. Buscaba lo que había adquirido durante los años que habían pasado. Buscaba lo que había perdido. Vio que se había vuelto práctico, razonable. Satisfecho…
Algo se había apagado en su mirada: la inquietud y el empuje por liberarse.
Lo advirtió claramente a pesar de que todavía no conocía el secreto de la Isla. Estaba a un paso de adivinarlo, pero todavía no estaba enterada de nada. Se sentía lista para aprender y comprender cualquier cosa, para aceptar el mundo con sus sorpresas y todas sus escorias.
—¿Me has dado alguna droga? —le preguntó.
Él respondió afirmativamente.
—Una inyección, antes de que te despertaras… Justo como para que puedas ver y escuchar en calma. Su efecto durará solamente un día. Y luego volverás a ser la misma… Y nadie volverá a meterse en tu vida a menos que tú lo desees. Te doy mi palabra. Has entrado en el país de la libertad.
Le mostró cómo debía hacer para utilizar el teléfono. Era simple: bastaba con descolgar el auricular y pronunciar el nombre de la persona con la que uno quería comunicarse, como en los buenos tiempos de las “señoritas”. Pero la “señorita” era electrónica. Conocía el nombre de cada habitante de la Isla, pronunciado con todos los diferentes acentos, y era capaz de encontrarlo en cualquier parte. Recibía tambien el pedido para el desayuno. Éste apareció servido en una mesita rodante, como en un palacio. Pero la mesita llegó por sí sola, a través de una puerta baja que se abrió con un sonido de flauta en la pared junto a la cama. Mientras Jeanne comía, Roland le explicó rápidamente la clase de descubrimiento realizado por Bahanba.
Al rato hubo de salir, y quedaron en encontrarse junto a la fuente. Ella trató de reflexionar mientras se lavaba y se vestía. Pero parecía que las funciones de deducción y síntesis de su.cerebro estuvieran adormecidas. Podía aprender, grabar, conocer, objetivamente. Pero no podía reflexionar ni sacar conclusiones.
La bañera se llenaba por la parte inferior, en pocos segundos y sin hacer ruido. El baño tenía además un nicho verde y dorado con una ducha circular, con chorros horizontales desde los tobillos hasta los hombros. Jeanne decidió darse una ducha helada, con la esperanza de poder lavar también esa tranquilidad artificial. Pero no tuvo éxito. Se sentía protegida de toda opinión y de todo sentimiento por un caparazón invisible, como si caminara bajo la lluvia rodeada de un cilindro impermeable y transparente.
Al no poder deshacerse de esa protección, decidió aceptarla y seguir el juego.
En un placard encontró una ropa interior no muy elegante, pero bastante práctica. Era, con todo, menos espartana que la de la Fuerza Aérea, con la que había llegado. De unas perchas colgaban unas casacas negras con adornos de color azul fuerte, de distintos talles, semejantes a las de Roland. Se puso la que le sentaba mejor y salió a reunirse con Roland en la plaza.
Estaba esperándola sentado sobre el borde de la fuente. Un gato rojizo y gordo dormía sobre sus rodillas. Unos pájaros desconocidos jugueteaban en el laurel rosa. El aire estaba impregnado de un olor fresco a campo mojado por el rocío del verano, y el ruido de la fuente era un sonido de paz y vacaciones. Roland le dijo a Jeanne que, al verla, ahora todos sabrían que era una médica. Cada disciplina, manual o intelectual, se diferenciaba por el color o un detalle del vestido, como en los pueblos durante la época de los artesanos.
—No es obligatorio… Nada es obligatorio. Es simplemente una información que se brinda sin esperar que la pidan. Eso simplifica la vida, rompe un poco el hielo entre unos y otros…
Ella inclinó la cabeza, comprendía perfectamente, le parecía muy bien. Roland era muy amable… Jeanne le dio noticias de su mujer; le contó que había engordado, que era farmacéutica, rica y viuda. Él sonrió y dijo que se alegraba mucho por ella. Al cabo de un minuto de silencio agregó:
—Había olvidado por completo su existencia…
—¿Y te habías olvidado de mí?
—¿De ti? ¡No! Jamás, ¡cómo se te ocurre!
Lo dijo con el mismo tono de alguna vez, como si ella le hubiera reprochado que nuevamente se había olvidado de los boletos del subterráneo.
Fue tan espontáneo, tan terrible, que a pesar de la droga sintió una espada filosa, una espada helada que atravesaba todos los años que había vivido, traspasaba el blindaje de optimismo químico, hasta detenerse justo en ese instante y en ese lugar, y pinchar con su punta aguda el centro de su corazón.
El dolor no duró. La herida se cerró inmediatamente, como anestesiada. Jeanne recuperó su tranquila indiferencia y su respiración.
—Ven —dijo él—, vamos a visitar esta barraca… No verás todo hoy, pero por lo menos lo esencial.
Se paró y bebió de la fuente. Le ofreció un poco de agua fresca en sus manos. Ella rehusó. Un pájaro azul con pecho amarillo y de aspecto vivaz como un mirlo, se posó sobre el puño de Roland, afirmó bien sus uñas para mantener el equilibrio, bebió en el hueco de sus manos, sacudió la cabeza salpicando unas gotas y voló lanzando un chillido burlón. La plaza, sobre la que daban numerosas puertas de departamentos, se extendía en el final de una callejuela con una leve pendiente descendente, como si fuera una flor en el extremo de un tallo. Ella le preguntó, mientras caminaban barranca abajo, hacia el centro de la Isla:
—¿Vives solo?
Le hizo la pregunta con indiferencia, nada más que a título informativo. Él respondió:
—Nadie vive solo durante mucho tiempo aquí… Nadie, tampoco, vive durante mucho tiempo con la misma pareja. Ningún ser humano puede pretender vivir toda la vida junto al mismo hombre o la misma mujer, cuando sabe que su vida durará mil o quizá diez mil años, o inclusive más aun. Aquí la palabra siempre tiene un significado real… Y entonces nadie se anima a pronunciarla. Las parejas se forman y se deshacen sin complicaciones ni amargura, y a veces vuelven a hacerse. Hay algunas que duran. Los niños saben quién es su madre, de la cual llevan el apellido, pero difícilmente saben quién es el padre. Nosotros los queremos a todos por igual, cada hombre es el padre de cada niño.
Llegaron a una gran plaza redonda que se parecía al mismo tiempo a un mercado de Provenza y al salón de espera de un aeropuerto. Por todos lados había puestos de frutas magníficas que se desmoronaban de los canastos junto con las hojas y las ramas, y escaparates exquisitos con productos de lujo o de consumo necesario. Entre las distintas vidrieras se abrían las puertas de unos ascensores, de los que salían y entraban sin apuro algunos hombres y mujeres vestidos de todos colores y que aparentaban tener toda suerte de edades. Pero Jeanne advirtió que todos tenían, cualquiera fuera su raza o que su cara estuviera o no arrugada, una tez fresca, una piel joven y una cierta viveza.
Unos niños desnudos corrían y jugaban entre los adultos vestidos con ropas de distintos colores. Había muchos adultos y muchos niños.
—Ustedes son muy numerosos… —constató Jeanne.
—Vivimos en un espacio limitado. Somos como los pasajeros de un barco. Es grande, pero su. pasaje está completo… y al borde del exceso. Por eso es que desde hace diez años hemos dejado de tener niños. Debimos detener totalmente nuestro crecimiento. Agregamos sustancias anticonceptivas a la alimentación diaria. Todas las mujeres las toman sin tener que pensar en ello, y se mantienen estériles.
Al pasar frente a los distintos puestos, los adultos y los niños tomaban un racimo de uvas, un puñado de cerezas, un par de medias, cigarrillos… No pagaban absolutamente nada, no había ningún vendedor que vigilara la mercadería, pues no había mercadería: había frutos, flores y objetos a disposición de quienes los precisaran o tuvieran ganas de tenerlos.
—No contestaste a mi pregunta —dijo Jeanne.
—¿Qué pregunta?
—¿Vives solo?
Él se detuvo y la enfrentó. La multitud se desplazaba alrededor de ellos como en una estación de subterráneo con varios empalmes, pero con una decoración de opereta provenzal y trajes como los de la sección de boxes de las veinticuatro horas de Le Mans.
—Vivo solo desde que me enteré de que tú estabas por llegar. Me separé de Lony. Vivía con ella desde hacía unos meses.
—¿Te separaste de ella por mí?
—Para ser más exacto: nos separamos…
—¿Hiciste ese sacrificio?
Él sonrió:
—¡No hubo tal sacrificio! Ella será tan feliz con otro como lo era conmigo.
—¿Y tú también?
Dejó de sonreír y luego de una breve pausa dijo:
—Lo que es preciso es que tú seas feliz.
—¿Cuántos años tiene?
—¿Lony?
—Sí.
—Sabes que la edad aquí…
—¿Cuántos años aparenta tener?
Él deslizó una mano bajo el brazo de ella y la condujo tranquilamente hasta un ascensor. Trataba de mantener un aire indiferente, como si nada de todo eso tuviera importancia alguna.
—Tenía catorce o quince años cuando llegó de los Estados Unidos con sus padres… Se estabilizó a los dieciocho años.
—¿Estabilizó?
—Es la palabra que utilizamos… El JL3 permite el crecimiento de todos los seres vivientes hasta que alcanzan la cima de su desarrollo, y luego les evita el bajar la pendiente. Y la cima del desarrollo, así se trate de vegetales o animales, es siempre la edad del amor… Para las plantas es la floración. ¿Qué es una flor? Es el sexo del árbol o de la planta. O más frecuentemente, es ambos sexos, masculino y femenino a la vez. Cuando la flor se abre, su perfume, sus colores, su belleza representan la explosión de alegría de la planta que hace el amor. Un manzano de Normandía durante la primavera hace el amor por medio de cientos de miles de flores. ¿Cómo se puede pensar que las plantas no tienen sensibilidad, cuando reflejan de un modo tan maravilloso la mayor alegría del mundo?
De repente, a Roland se le ocurrió pensar que quizá lo que estaba diciendo era sencillamente espantoso para la mujer que sujetaba por el brazo y que conducía a través de la gente que se movía y los niños que corrían. Ella había conocido con él esta alegría floral, carnal, tan arraigada y desarraigada, esta alegría cósmica que llegaba a la vida desde los confines del tiempo, y que atravesaba a las parejas como el fuego de una estrella, hacia el futuro. Y mientras él le hablaba, ella debía estar diciéndose para sus adentros que no conocería eso nunca más. Se dio cuenta de que tampoco él, desde que se había separado de ella, no había experimentado nada semejante. Lony y las otras no eran por cierto la luz, ni el fuego, ni el amor. Eran solamente un pasatiempo, una alegría pasajera, como un tren que al pasar sobre la vía la sacude, la estremece, pero no deja ninguna marca de su paso.
No le dio tiempo a reflexionar a ella, ni se lo tomó él tampoco. Hizo un gesto vago con su mano izquierda y prosiguió, con un tono algo doctoral, como un profesor que descarta la pregunta molesta que le hace un alumno:
—Es necesario que la flor se marchite, muera y desaparezca para que pueda nacer el fruto. El fruto y la semilla son ya un exponente de decadencia, son la declinación de un ser que cede su lugar a otro. La germinación no es solamente un nacimiento sino además una muerte. Ése era el sentido del mito de Adán y Eva: la manzana representa la caída… Adán y Eva debieron seguir siendo flores.
»Pero ni siquiera aquí eso es posible para hombres y animales. Sin embargo, resulta factible para todo el reino vegetal. El JL3 no permite que la flor se marchite y muera. Detiene su transformación un segundo antes de que empiece su envejecimiento. Todas las frutas que ves aquí nos son enviadas por el resto del mundo. Nosotros no podemos producir ningún fruto. Ningún fruto puede nacer en nuestro paraíso, pues nuestras flores son inmortales.
»Bahanba no pensó en ese peligro. Recién se dio cuenta de él cuando vivió un tiempo en la Isla, y observó la forma en que vivían las plantas y animales a su alrededor: si el JL3 se hubiera desparramado por el mundo, al mismo tiempo que los animales se habrían multiplicado, algunos vegetales habrían desaparecido al no poder reproducirse por semillas. Y el hombre se hubiera encontrado súbitamente desprovisto de lo esencial de su alimentación: ni una sola fruta, ni una sola legumbre, ni un grano de arroz o de maíz. Ni un grano de trigo sobre toda la superficie del globo.
»La flor viene a ser la pareja en el reino animal. La mitad de la flor representa la joven hembra en la plenitud de su desarrollo. Pero la joven hembra fecundada puede fabricar uno o varios frutos y separarse de ellos sin que eso involucre necesariamente su declinación y su muerte. El JL3 no le impide, por lo tanto ser madre.
Llegaron frente a un ascensor cuyas puertas se abrieron, dejando salir su cargamento de todos colores. Dos hombres vestidos de azul hicieron un saludo amistoso a Roland. Éste empujó suavemente a Jeanne al interior de la cabina y entró detrás de ella junto con otros adultos y unos niños.
—Primero —dijo Roland.
—Fourth —dijo una norteamericana.
Un chino dijo una palabra que Jeanne no comprendió, pero que el ascensor conocía. Comenzó a descender silenciosamente. Roland y Jeanne se recostaron contra uno de sus tabiques.
—La mujer alcanza el summum de su perfección a los dieciocho años. El hombre un poco después. Aquí alcanzan ese estado sin haber experimentado ninguna clase de enfermedad. Y no descienden jamás. Todos los niños que vinieron a la Isla o los que nacieron aquí, se han detenido o se detendrán al llegar a esa edad, y para siempre. Desgraciadamente nosotros, que ya la hemos pasado…
Decía “nosotros” amistosamente, como colocándose en el mismo plano que Jeanne. Él, el magnífico. Y ella, gracias a la droga, no sufría. Era como una persona herida, lastimada y destrozada en un accidente en la ruta, y que después de ser limpiada, desinfectada y cosida por los cirujanos, se despierta y sabe que el dolor está allí, detrás de la morfina, y que llegará un momento en que comenzará a hacerse sentir…
—No podemos dar marcha atrás. Bahanba no es Mefistófeles. Nos quedaremos tal como estamos. Sin enfermedades. Los únicos que experimentan cambios son los niños, en su camino hacia la perfección. Cuando la alcanzan, se detienen.
El ascensor había bajado lentamente. No existía nada urgente en la Isla. Tenían mucho tiempo por delante.
El vehículo se detuvo. Las puertas se abrieron. Jeanne preguntó:
—Eso quiere decir que…
—¿Decir qué?
—Que esa… Lony, tendrá dieciocho años eternamente…
—Sí —dijo Roland.
Entre los insectos, el JL3 no otorga la inmortalidad ni a la larva, ni a la ninfa, ni a la oruga, ni a la crisálida, pues todas estas formas son solamente transitorias, sirven sólo para preparar la forma perfecta, la forma en la que crecen las alas para el amor: la libélula, o la mariposa. En el mundo, las mariposas machos mueren después de haber fecundado a las hembras, y las hembras mueren después de haber puesto los huevos. En la Isla las mariposas no mueren jamás. La mariposa de Bahanba todavía sigue viviendo. Acaba de completar su decimoctavo año de vida. En la escala humana eso equivaldría a una vida de cuatrocientos mil años…
Han y Annoa salieron de un grupo de retamas cubiertas de flores: ellos eran más bellos aun que los retamas. Tomados de la mano, desnudos, se dirigieron hacia donde estaban los niños; eran todavía como unos niños, pero eran ya un hombre y una mujer en la inocencia y la gloria de sus vidas. Cuando salieron de entre las flores, la luz de las retamas palideció al lado de la luz que ellos irradiaban.
Caminaban tranquilamente, guiando uno al otro de la mano, y sus pies desnudos parecían formar parte de la hierba y las margaritas que pisaban. Él se llamaba Han, tenía quince años y era hijo de un científico atómico norteamericano de origen irlandés y de su mujer, una descendiente de emigrados polacos. Sus ojos eran del color del cielo donde se junta con el océano, y su pelo dorado y fino cubría parcialmente sus hombros esbeltos. Los muslos eran largos, las caderas angostas, y su sexo un fruto fresco y cálido alrededor del cual comenzaban a esbozarse los rasgos claros y finos, del color de la arena de verano sobre su piel tostada, de lo que luego sería su vello de hombre.
Annoa, hija de una madre india y de un padre chino, era frágil y dulce, con inmensos ojos negros ligeramente oblicuos, una tez color pan fresco, hombros y caderas suavemente redondeados, pequeños e incipientes pechos, orejas semejantes a minúsculas flores, manos largas con dedos finos, pelo lacio, renegrido, cortado muy corto, con mechones desparejos y ondulantes como el agua. Tenía catorce años. No se separaban nunca desde su gran noche de enero.
Bahanba decidió empezar el año con su ayuno completo durante siete días. Para él representaba una purificación y un experimento. Pero no hizo partícipe a nadie de su experimento. Y al comenzar el ayuno se acostó sobre el pasto tibio y fresco del jardín redondo, rodeado por los niños. Y éstos, inclusive los más pequeños, guardaron silencio. Prosiguieron con sus juegos, pero sofocaban las risas y el bullicio. Una especie de tranquilidad suavizaba los gestos y moderaba los gritos. Bahanba, vestido de blanco y con su pelo blanco desparramado sobre el pasto y rodeando su rostro, semejante a un viejo leño imperturbable, estaba acostado sobre una extensión de césped con una leve pendiente, bordeada por un arroyo y unas plantas de romero. Cerró los ojos cuando se acostó y no los abrió más durante los siete días. Sus brazos estaban extendidos a lo largo de su cuerpo, un poco separados de él; las manos abiertas con las palmas apoyadas sobre el pasto, descansando sobre la hierba. Y los niños jugaron a su alrededor con cuidado y amistosamente.
Los niños de la Isla eran libres. Comían lo que querían y cuando querían, pero no tenían a su disposición, por todos lados, más que alimentos simples y sanos. Dormían donde querían, y siempre tenían cuartos listos para ellos junto a sus madres o separados de ellas. Algunos volvían todas las tardes para dormir acurrucados contra ella, otros dormían en cualquier lugar, donde los sorprendía la noche, o cuando el cansancio y el sueño los tumbaban. La mayoría dormía en el jardín, cerca de un arroyo o contra un árbol o un animal tibio.
Se dictaban clases permanentemente, desde la enseñanza de la lectura y escritura, hasta los conocimientos más avanzados. Se enseñaban al mismo tiempo los oficios más antiguos, los de la madera, de la lana, del hierro, todos los que el hombre había realizado durante cientos de años con sus manos. Aprendía el que quería, lo que quería, cuando quería, según sus deseos y afinidades. Comenzaban a perfilarse algunos genios, mientras que jóvenes de veinte años no sabían todavía escribir. Tenían tiempo de sobra… Unos y otros eran felices. Nunca se oía llorar a un niño.
Bahanba comenzó su ayuno en la mañana del nueve de enero, segundo domingo del año. La víspera anunció a los niños, por medio de la televisión de la Isla, que pasaría la noche meditando y que al despuntar la mañana iría adonde estaban ellos para quedarse allí siete días. Los niños decidieron ayunar con él. Y así se lo dijeron en medio de risas, saltos y gritos cuando Bahanba llegó al jardín. Ayunarían con él hasta el final, lo acompañarían en su viaje. Él no los animó ni tampoco los desanimó. No pronunció una sola palabra. Los miraba y sonreía, y cuando se acostó y cerró los ojos, todavía seguía sonriendo. La sonrisa se desvaneció lentamente de sus labios para dejar iugar a la paz.
Los niños encontraron que ayunar era sumamente divertido. Algunos aguantaron casi hasta promediar el día. Algunos de los mayores lograron hacerlo hasta la noche. Unos pocos continuaron hasta el día siguiente.
Han y Annoa ayunaron tres días.
Cuando cayó la luz azul del primer atardecer, muchos niños que habitualmente pasaban la noche en otra parte se quedaron en el jardín para dormir con Gran-Ba. Se acostaron o se pusieron en cuclillas formando pequeños grupos, y algunos comenzaron a cantar suavemente, como tenían costumbre de hacerlo cuando les daban ganas, canciones formadas por pocas notas, según la voz y la imaginación de cada uno. Y esa noche todas las canciones se referían a Gran-Ba, deseándole felices sueños, un descanso reparador, muy buen viaje. Se oían voces de niñas que parecían trinos en un nido, voces de varones puras y angelicales, y las más roncas y graves de los que habían llegado a la pubertad. Era un concierto involuntario, semejante al de los pájaros en el bosque. Todas las flores rojas resplandecían en la noche azul, y los niños de cutis rosado brillaban como si fueran fantasmas de niño.
Den encendió una fogata sobre la pequeña playa de piedritas junto al arroyo, se acuclilló y a la luz de la lumbre comenzó a cantar una canción sin palabras, siguiendo el ritmo de las llamas danzarinas. Cuando de repente una rama chisporroteaba, acompañaba la explosión de chispas con un acorde del instrumento que tenía apoyado contra su vientre desnudo. Él mismo había fabricado el instrumento, que se parecía a un banjo alargado, pero cuyo timbre era más cálido. Den era inglés y conocía a su padre. Cuando sus padres llegaron a la Isla, su madre estaba embarazada. Después se separaron amistosamente, como la mayoría de las familias. Desde muy niño, Den se había sentido devorado por el deseo de abandonar la Isla. No toleraba el encierro. Quería navegar, descubrir lo desconocido. Pero no había nada desconocido en el confín de los océanos. Estaba el despiadado Mundo de los hombres, víctimas de eso que los adultos llamaban la muerte. El Mundo hacia el cual no se podía ni siquiera acercarse para librarlo de su maldición, pues sólo serviría para hacer más espantosos sus sufrimientos. Entonces, Den se consolaba cantando. En sus cantos anunciaba que llegaría un día en que se abrirían las murallas de la Isla y él partiría hacia las distancias interminables.
Durante el mes de septiembre de 1971, cuando se enteró de la existencia del proyecto Galahad, y a pesar de que solamente tenía entonces catorce años, pensó que eso era lo que estaba esperando: la verdadera partida, el verdadero buque era indudablemente eso. Pidió permiso para trabajar con los adultos y fue admitido. Estaba muy adelantado en física y en matemática desde pequeño, y era muy hábil para trabajos de mecánica y electrónica. Sabía también forjar un mueble de acero y construir para dicho mueble una cerradura con llave o con combinación magnética. Dibujaba sobre la arena, pintaba sobre las paredes de su cuarto, y al día siguiente borraba todo…
Pero esa tarde de invierno él no cantaba sus sueños de viaje: cantaba sin palabras para acompañar a Gran-Ba en su periplo, y gracias a su canción un grupo fue formándose a su alrededor. Los niños se acercaban desde la obscuridad de la noche a la luz de las llamas y se sentaban. Algunos escuchaban, otros cantaban con Den, y cuando Han se sentó junto a Den, él pronunció en su canto el nombre de Gran-Ba que Den no había pronunciado.
Annoa se acercó a su vez y se sentó al lado de Han. Han y Den se parecían. Los dos eran rubios y delgados, Han más dorado y Den más pálido, Han más soñador y Den más práctico. Ambos tenían la misma apasionada nostalgia por los viajes, y no bien había un día con buen tiempo, Han saltaba al interior de uno de los botes cerrados y daba vueltas como un loco alrededor de la Isla, rozando las boyas rojas que un día trató de atravesar. Ahuyentado por las amenazas de los altoparlantes, regresó a la Isla presa de una gran desesperación. Pero las canciones, el trabajo y los juegos disipan rápidamente las nostalgias.
Han y Annoa se conocían como se conocen los niños de un pueblo. Se veían todos los días, pero nunca se habían mirado. Cuando Annoa se agachó para sentarse junto a Han, éste vio durante un instante cómo el fuego iluminaba la pequeña boca vertical cerrada más abajo de su vientre y las puntas de sus pechos redondos. Su sexo inocente se irguió. Ella lo vio y sonrió, lo acarició como si fuera un gatito, y cruzó luego sus brazos sobre los hombros de Han, apoyó su cabeza contra la espalda del joven y empezó a cantar junto con él. El gatito se tranquilizó y se adormeció.
Las voces se apagaban una tras otra. Los niños se acostaban y se dormían donde estaban. Gran-Ba no se había movido desde la mañana. Annoa dejó de cantar, se acostó y cerró los ojos. Han seguía cantando a media voz, con la boca cerrada. Había dejado de nombrar a Gran-Ba, pero la canción que brotaba de él, sin palabras, reflejaba su amor por el anciano vestido de blanco y transmitía también la alegría sorprendente que había sentido cuando Annoa apoyó su cabeza contra él.
Dejó de contemplar el fuego y la miró a ella. Y entonces suspendió su canto porque vio que era muy bonita. Él había nacido en la Isla durante los primeros tiempos, y desde entonces nadie le había dicho “esto es lindo, esto es feo”, y si bien es cierto que le gustaban mucho los pétalos de las flores, y los ojos de los niños, las pieles de los animales y todos los rojos de la noche, jamás se le había ocurrido pensar esto o aquello es bonito. Y al mirar a Annoa dormida, iluminada por las pequeñas llamas del fuego, vio que era bonita, y tan bonita que se quedó estupefacto. Pensó con tal intensidad que era linda que se vio obligado a decírselo. Se acostó junto a ella y se lo dijo muy cerca de su oreja y en voz muy baja para no despertarla.
—Eres linda. ¡Eres linda! —le decía, riendo, un poco asombrado y luego agregaba muy suavemente—: ¡Qué linda eres! —Sabía que ella dormía y no lo escuchaba.
Al día siguiente ella se despertó con el primer canto de los mirlos y lo miró. Acostado bien de espaldas, con la boca entreabierta, las cejas ligeramente arqueadas, tenía el aspecto azorado de un niño muy pequeño. Comenzó a reír sin hacer ruido para no interrumpir bruscamente su sueño. Hacía mucho tiempo que no había niños pequeños en la Isla; pero cualquier mujer, aun sin haber visto jamás uno, tiene el recuerdo de cómo son.
La luz del día aumentaba en intensidad: primero era rosa, luego dorada hasta convertirse finalmente en blanca. Ponía de manifiesto las manchas blancas que eran los niños sobre el pasto. Dormían acostados largo a largo unos, otros encogidos, otros desparramados como si hubieran caído del cielo. Comenzaban a moverse, colocándose un brazo sobre los ojos o dándose vuelta boca abajo para impedir que la luz del sol entrara en ellos y los despertara del todo. Los animales diurnos asomaban los hocicos fuera de sus cuevas y mordisqueaban cosas invisibles. Una alondra remontaba vuelo cantando hacia lo que ella creía ser el cielo sin límites, chocaba contra el techo, caía, comenzaba nuevamente a elevarse y cantar, volvía a caer y nuevamente iniciaba su vuelo sin desesperarse. Annoa se levantó y volvió cargada de alimentos. Se arrodilló y dejó rodar por el suelo las frutas, los pequeños panes frescos, las brioches, las galletas. Le ofreció un durazno a Han, que acababa de sentarse y estaba restregándose los ojos. Él lo tomó y abrió la boca para darle un mordisco, pero se detuvo y dijo:
―¿Y Gran-Ba?
Ambos miraron al anciano. Bahanba no se había movido. Su ropa y su pelo blanco eran un centro luminoso del que parecía brotar toda la luz del día. Han dejó el durazno sobre el pasto.
—Yo continúo —dijo—. ¿Tú ya has comido?
Ella movió negativamente la cabeza. Estaba a cuatro patas frente a él y lo miraba, él veía sus pequeños pechos entre sus brazos. Recordó que había descubierto que era bonita.
—Eres bonita —le dijo.
Y con un suave empujón y en medio de risas la hizo rodar por el pasto. Ella se incorporó y huyó. Él la persiguió, y ambos abandonaron sus alimentos que inmediatamente encontraron nuevos clientes en los pequeños animales y otros niños.
Ella llegó al arroyo y se zambulló. Él se zambulló detrás. Se acostaron en el agua, rodaron, se salpicaron. De tanto en tanto bebían un poco. Se levantaron chorreando y se encontraron frente a frente, mientras el agua corría por su pelo y se deslizaba sobre su piel.
Sin saber bien lo que hacía, ni por qué, simplemente porque tenía muchas ganas de hacerlo, apoyó sus manos sobre ella y la acercó suavemente hacia él, hasta sentirla completamente contra su cuerpo. Él cerró los ojos y ella también. El agua dulce murmuraba alrededor de sus tobillos, el agua fresca que corría sobre su piel entre los dos se volvía cálida. Sus brazos permanecían todavía rodeándola y ella lo había rodeado con los suyos. El hambre los hacía sentirse algo mareados, un poco borrachos. Estaban limpios de todo alimento y todo pensamiento, estaban uno contra el otro y se sentían muy bien.
Ella le llegaba al mentón, era delgada y liviana como una pluma. Él la levantó y la llevó. No podía separarse más de ella. La llevó lejos de los demás, no para esconderse, sino para poder estar solos. La acostó entre las retamas y las lavandas y comenzó a besarla. Se había acostado ya muchas veces con otras chicas o había sido elegido por ellas para acostarse con él. Pero nunca había besado a ninguna. Era torpe, la picoteaba y la embestía con sus labios. Ella le agarró la cabeza con sus manos y acercó su boca a la suya. Sus labios no se abrieron. Estaban apoyados como dos rosas.
Cuando él penetró en ella, la emoción fue tan grande que ambos lanzaron al mismo tiempo un largo suspiro de alivio, como si empezaran a morir o a vivir.
Él ya había conocido a otras muchachas y ella a otros jóvenes ―esos jugueteos no tenían más importancia que cualquier otro―, pero para ellos resultó algo nuevo, inimaginable. Y cuando lo repitieron ese mismo día y los días subsiguientes, experimentaron todas las veces el mismo asombro, y fue siempre un nuevo descubrimiento, todas las veces la primera vez.
No salieron del jardín en todo el día. No asistieron a clases, ni a la sala de proyecciones, donde podían verse las imágenes enviadas por las televisiones del Mundo. No veían ni siquiera a los otros niños, ni los árboles ni las flores ni los animales: él veía únicamente a ella, y ella lo veía únicamente a él. Caminaban agarrados de la mano, se detenían para mirarse, reían de felicidad y apenas hablaban. Se sentaban, él la empujaba suavemente para que ella se acostara, se arrodillaba para mirarla mejor, y repetía siempre las mismas palabras: “Qué bonita eres… Qué bonita eres”. Ella cerraba los ojos para escucharlo mejor, para permitir que las palabras entraran en su cabeza y entibiaran el interior de su cuerpo. Él paseaba sus manos sobre ella, la tocaba con la punta de los dedos y el hueco de la palma de las manos, con sus mejillas y su frente. Presa de una alegría frenética, refregaba su cara contra ella lanzando pequeños gemidos, acariciándole el pecho, el vientre, mientras ella reía de felicidad y apretaba contra su cuerpo la cabeza rubia, sin abrir los ojos.
Cuando llegó la noche, la llevó nuevamente al escondite entre las retamas y lavandas, y la fatiga producida por el ayuno lo retuvo un buen rato dentro de ella, un buen rato. Estaba ebrio de dulzura y de la pureza de su cuerpo vacío que desde hacía dos días solamente había recibido agua, y cuando se movía lentamente dentro de ella, el interior de su cabeza parecía un bote que se balanceaba suavemente, tan suavemente que casi ni lo notaba. No sabía ya en dónde estaba, si sobre la Isla, más abajo de la noche o en un barco inmenso que se mecía en el azul del cielo. Ella seguía su movimiento, suavemente, tranquilamente; él era el movimiento, ella lo recibía y lo continuaba. Cada partícula de la totalidad de su cuerpo se le ofrecía abiertamente para recibirlo, totalmente distendida, sin oponer ningún obstáculo. Él penetraba en ella y cuando llegaba al final, su movimiento continuaba en su interior y llegaba a todas partes. No era felicidad, no era alegría; era algo que no puede tener un nombre en la vida pues es más grande que ella. Y volvía a empezar sin haber terminado y se incorporaba y aumentaba y no terminaría nunca, nunca…
Ella no sabía que estaba cantando. Y como su canción no terminaba, las otras canciones más próximas a ellos se detuvieron y los niños que la oían se acercaron a su alrededor y los contemplaron. Algunos estaban parados y otros sentados o arrodillados alrededor. La noche azul estaba lo suficientemente iluminada como para que pudieran verlos. Los miraban en silencio y seriamente, pues era la primera vez que veían algo así; no era como los juegos habituales, que no eran más que placeres impetuosos y empujones: era distinto, era importante. No sabían qué era, no hablaban…
La canción de Annoa se interrumpió. Annoa no sabía que todavía estaba viva. Estaba acostada y tranquila como la tierra y el agua. Su respiración se había detenido. Cuando se reanudó, lenta y profundamente, estaba dormida.
Han se durmió al lado de ella. Ella estaba tal como él la dejó al retirarse de ella, él acostado boca abajo, con la cabeza vuelta hacia ella y su mano derecha sobre la rodilla dorada. Su cuerpo parecía no pesar sobre el pasto. Durmieron sin moverse durante toda la noche.
Al día siguiente prosiguieron con su ayuno y olvidaron el hambre por el gran festín que habían descubierto entre los dos. Una hora antes que anocheciera, Han ayudó a Annoa a trepar hasta la primera rama de un tilo cuya copa enteramente cubierta de flores esparcía un suave perfume. Él se sujetó a una rama para ubicarse junto a ella, hizo fuerza con los brazos para izarse, sintió que el árbol y todo el jardín se balanceaban, abrió las manos y cayó al pasto como un trapo, desmayado.
Annoa saltó al lado de él, lo arrastró hasta el arroyo, lo reanimó con el agua fresca y fue a buscarle algo para comer, y ése fue el fin del viaje de los niños para acompañar a Bahanba. Han y Annoa fueron los que llegaron más lejos, hasta completar el tercer día. Pero debido al ayuno, Annoa estaba embarazada.
Los niños comenzaron a inquietarse al cabo de cinco días. Bahanba no se había movido en absoluto y no se lo veía respirar. Un médico se hizo presente y apoyó su estetoscopio sobre el pecho enjuto. Durante unos instantes no oyó nada, pero luego sintió un latido del corazón, lento y potente. El corazón latió once veces en un minuto. Era lo que Bahanba había predicho. El médico tranquilizó a los niños. Volvió al día siguiente: los latidos habían disminuido a cinco. En la mañana del séptimo día el corazón latía solamente tres veces por minuto. Y esa misma tarde el médico estuvo escuchando durante dos minutos antes de oír un latido. Apoyó entonces sus manos sobre los ojos de Bahanba, y presionó como éste le había indicado. El pecho de Bahanba se alzó, el médico retiró su mano, Bahanba abrió los ojos y sonrió. La pequeña multitud de niños lo miraba y no se animaba a expresar su alegría.
El médico le alcanzó al anciano un bol con un poco de agua. Bebió unas pocas gotas. No había bebido nada durante los siete días. Había llegado muy lejos en el descubrimiento de su cuerpo. Ahora sabía lo que había querido saber. Se sentó y agitó afectuosamente su mano larga y delgada. Entonces los niños prorrumpieron en gritos y saltos, los pájaros y las mariposas remontaron vuelo todos a la vez y el zorro colorado se puso a correr como un loco, dando sueltas alrededor de un árbol, tratando de morderse la cola.
El auto que esperaba a Samuel Frend en el aeropuerto lo había conducido realmente a la Casa Blanca. Tuvo una entrevista sin testigos con el presidente Johnson, que se prolongó durante más de dos horas. Al término de la reunión, sabía lo esencial y había perdido su libertad, su identidad y su familia. Había aceptado una misión que le tomaría el resto de su vida y que quizá sería la causa de su fin.
El presidente Johnson había hecho estudiar al hombre y su carrera. La inteligencia y el desinterés de Frend, la obstinación que había demostrado al seguir en Dallas la pista del señor Smith y ―elemento determinante― su cultura científica, habían decidido al presidente a correr el enorme riesgo de ponerlo al corriente de la existencia de la Isla, y explicarle la esperanza y el peligro mortal que representaba para la humanidad, sin decirle no obstante en qué consistían esa esperanza y ese peligro. No podía dejar abierta la posibilidad de que Frend, interrogado por un servicio extranjero o inclusive uno norteamericano, drogado o torturado, revelara el secreto. El único modo de impedirlo era que lo ignorara. Pero para que Frend aceptara no volver a ver nunca más a su mujer y a sus hijos, para que desapareciera definitivamente como Samuel Frend y quizás, al final de todo su trabajo, muriera de una muerte violenta, era necesario que su interlocutor le diera algunas pruebas de la importancia fantástica de su misión. Y esas pruebas fueron las voces, en los teléfonos directos, de Kruschev, de De Gaulle, de la reina Isabel y de Mao, revelándole la existencia de una angustia internacional de tal magnitud, que atravesaba todas las barreras políticas. La misión que le fue finalmente confiada a Frend había sido elaborada por una decisión en común. Y de una decisión común dependería también un día la suerte del que había sido elegido para ejecutarla. Y no solamente la suya.
Al cabo de dos años y unos meses del paso de Frend por la Casa Blanca, apareció en el Central Park de Nueva York el cadáver de un hombre barbudo y flaco. Había sido muerto de tres cuchilladas, dos en el vientre y una en el corazón. Estaba totalmente desvalijado, no tenía documentos ni dinero. Pero sus impresiones digitales llegaron finalmente a los servicios del Pentágono, luego de innumerables rodeos y estadas rutinarias en los archivos de las distintas policías y servicios más o menos secretos. Esas impresiones correspondían a las de Frend. Se pidió a la familia que fuera a reconocerlo. Pero varios meses habían pasado entre el descubrimiento del cadáver y la identificación de sus impresiones digitales, y lo que exhumaron frente a su esposa tuvo como consecuencia que se desmayara horrorizada. Le mostraron un encendedor que había sido encontrado cerca de él, un encendedor viejo, cuyo plateado estaba gastado, de aristas redondeadas, y que indudablemente había sido desechado por los asesinos luego de comprobar que estaba vacío. Era indudablemente su encendedor, ella se lo había regalado. Lo había comprado en París, en la Civette, cerca de la Comedie Française, al salir de una matinée a la que había llevado a sus hijos para ver la representación de “El avaro” de Molière. Se puso a llorar.
Samuel Frend fue declarado muerto. Él no se enteró de nada y continuó preparando su misión.
En el preciso momento en que su familia creyó saber por fin qué había sido de él, él llegaba con el grado de coronel al centro atómico de la armada en Nuevo México. Debería participar durante dos años en la fabricación de las bombas A y H. Había pasado los dos años precedentes perfeccionando sus conocimientos de física nuclear, integrando el equipo de un eminente físico italiano que se sorprendería enormemente hoy en día al saber para qué se estaba preparando ese viejo estudiante norteamericano, melancólico, impasible, algo miope y gran bebedor de leche.
En noviembre de 1966, Frend, alias Samuel Bas, que en el ínterin había sido ascendido a general, abandonaba el centro de Nueva México e ingresaba como ingeniero stagiaire [5] en la New Electronic, encargada de fabricar receptores y amplificadores para radios en miniatura para la NASA. A fines de 1966 retomó su puesto en el ejército y fue puesto a la cabeza de un departamento creado especialmente para él, que recibió el nombre de Apple Two, que significa “manzana dos” y no quería decir nada en especial. Ocupaba, junto con sus colaboradores, un conjunto de talleres y oficinas rodeados por una alambrada electrificada vigilada por guardias armados y perros lobos furiosos, en una llanura pantanosa no muy lejos de Houston. Una bruma cálida se cernía sobre el paisaje, compuesto de arenas espinosas y de lagunas en cuyas aguas humeantes dormían caimanes que abrían sus fauces únicamente para atrapar algún pato salvaje o un flamenco, durmiéndose nuevamente no bien lo tragaban.
Las precauciones tomadas por Frend y sus servicios para disimular que estaban relacionados con la NASA permitieron a los agentes secretos, que inmediatamente empezaron a revolotear alrededor de Apple Two, sacar en conclusión que el general Bas debía estar preparando un nuevo satélite militar. Efectivamente, en el hangar central ―provisto de aire acondicionado y libre de toda partícula de polvo―, unos técnicos encapuchados armaban, reteniendo el aliento, un artefacto estrafalario que bien podía ser eso.
Bajo el disfraz de esta falsa actividad, Frend, alias el general Bas, pudo, a buen recaudo, proseguir con la fabricación del aparato que necesitaba. Encargó las diferentes partes a subcontratistas, que no conocían más que el fragmento que fabricaba cada uno, y que podía formar parte perfectamente bien de la estructura de un satélite, militar o no. Los técnicos que trabajaban en el proyecto Apple Two eran los encargados de recibirlos y comenzaron a armarlos en diversos talleres separados, creyendo proseguir con su misión oficial.
En julio de 1970 ya estaban terminados los diferentes elementos del proyecto, cada uno en un servicio distinto de Apple Two. Frend realizó entonces un viaje relámpago alrededor del mundo: fue recibido por Brezhnev, Mao y por el presidente Nixon. Entregó a cada uno de ellos un cofrecito blanco, del tamaño de un paquete de galletas, y otro un poco más pequeño. Éste era un cronómetro atómico que experimentaba una variación de no más de algunas décimas de segundo por año. Los tres cronómetros marcaban la misma hora, la del uso horario del islote trescientos siete.
Frend regresó a Apple Two y procedió personalmente y en su despacho blindado, al montaje final de su aparato. Éste resultó tener, finalmente, el aspecto de una valija azul bastante grande, hecha en fibra de vidrio, de un modelo bastante común en Canadá y en los Estados Unidos de Norteamérica, incluso ligeramente gastada.
Dos meses después, Frend llegaba a Francia, encabezando una misión técnica encargada de entregar y vigilar el montaje, en una central atómica de la EDF, de ciertas piezas esenciales fabricadas para ella por la General Electric. Terminó así de adquirir ciertas nociones prácticas que todavía le faltaban. En junio de 1971, cuando la Isla solicitó personal y material suplementario para su propia central, Frend, bajo el nombre de Samuel Bas y en calidad de ingeniero atómico, integró el grupo de tres técnicos que desembarcaron allí. Los otros dos eran un chino y un francés. Desembarcaron junto con dos barcazas conteniendo material y equipaje, entre el que se encontraba la valija azul de Apple Two.
—Vamos a realizar toda clase de experiencias porque disponemos de tiempo, porque somos desinteresados y porque cada uno de nosotros va a poder conservar durante siglos el recuerdo de nuestros experimentos. La Isla está en tren de convertirse en el laboratorio del mundo. Los descubrimientos que hagamos se los cederemos al resto de los hombres. Para comenzar probamos con la libertad, porque pensamos que sin duda alguna es la verdad esencial. Hay cosas prohibidas en salvaguarda de los individuos, de la Isla y del mundo, pero no existe nada obligatorio. Ni trabajo, ni horario, ni presencia aquí o allá; nadie está obligado a nada.
Roland condujo a Jeanne a las profundidades de la Isla, a los talleres y usinas, luego de haberle hecho visitar los jardines. Prácticamente no hicieron uso de los ascensores. Las pendientes eran suaves, las escaleras tenían tramos cortos entrecortados por rampas. La población de la Isla se desplazaba sin apuro ni haraganería. Hombres y mujeres, en un número elevado, parecían dirigirse sin prisa hacia un objetivo determinado, importante o no. Pero sin premura. Fuera lo que fuese, tenían mucho tiempo por delante.
Enredaderas cubiertas de flores trepaban por las paredes sobre las que se abrían ventanas con persianas verdes. Árboles y fuentes adornaban las encrucijadas. A veces una “calle” desembocaba en un paisaje agreste o montañoso, y Jeanne sólo se daba cuenta de que estaba pintado o que era una proyección, si se acercaba mucho.
Una brisa suave soplaba de todos lados, fresca o tibia, enroscándose en los tobillos, caía del “cielo” y alborotaba el pelo de los transeúntes. El aire estaba en movimiento por todas partes, sin brusquedad, con remolinos y ráfagas y una especie de alegría, como la del agua de un río que atraviesa el campo bajo el sol.
A medida que Jeanne y Roland descendían, encontraban cada vez menos peatones y sobre todo, menos niños. Encontraron a una niña que se había quedado dormida en el salón de las mil bombas, luego de haber atravesado la instalación que transformaba el agua de mar en agua dulce. Era una chicuela morocha, de piel muy blanca. Se había acostado con los brazos en cruz, al bies, en el mismo medio de los mosaicos celeste pálido que cubrían el piso, como si quisiera subrayar las diagonales y dormía profundamente, con un sueno absoluto, casi mineral.
—Siempre que vengo aquí —dijo Roland—, encuentro a uno o varios de ellos dormidos en la misma forma. Creo que debe ser el ruido de las máquinas lo que los atrae y los adormece.
Jeanne tenía ganas de empujar a la chicuela, de acostarse en su lugar y dormir.
Los muros de la gran sala rectangular estaban cubiertos de pequeños alvéolos, cada uno de los cuales contenía una bomba redonda, de color verde, grande como la cabeza de un hombre, iluminada débilmente por una luz dorada. Caños de distintos colores salían de los nichos, se juntaban, se entrelazaban, se incrustaban en torneados multicolores en el piso y en el techo.
Las bombas hacían circular el agua dulce en la Isla, y cuando ya estaba servida la dirigían hacia los depuradores, la mezclaban con agua nueva y la reincorporaban nuevamente al circuito. Cada bomba giraba con un ruido monótono, y aceleraba o aminoraba la velocidad según las órdenes que le enviaba el regulador de las aguas. El conjunto hacía un ruido como el de una colmena en la que las abejas hubieran quedado prisioneras dentro de los alvéolos después de haber devorado sus alas, un ruido muy suave y tranquilizador que invitaba a los músculos y los nervios a aflojarse, a dejarse estar…
—Es nuestro corazón —dijo Roland—, el incansable corazón de la Isla. Hace pocos meses terminamos de instalarlo. Evidentemente no nos encargamos de su fabricación. Nosotros concebimos la idea, confeccionamos los planos y los transmitimos por radio. Entre la flota que gira alrededor de la isla hay un barco especialmente equipado para recibir los mensajes. La concreción de nuestro encargo se confía a la empresa del mundo exterior que esté mejor capacitada para hacerlo y lo más rápidamente posible. Tenemos prioridad sobre todo, inclusive la guerra. Recibimos nuestro encargo en piezas separadas que nos hacen llegar en unas barcazas y luego nosotros nos encargamos de armarlas. Todo el mundo colabora. No estamos obligados a hacerlo, por supuesto… Pero como nadie está obligado a nada, cada uno se siente obligado con relación a los demás.
Jeanne, que tenía la cabeza ligeramente hacia un lado, acariciaba con su mano una bomba tibia que ronroneaba como un gato.
—Lo más asombroso es que funcione —dijo ella.
—Tenemos suficientes técnicos y obreros especializados para dirigirnos. Las mejores manos de nuestra época se encuentran aquí, junto con los mejores cerebros.
Dejaron a la chicuela entregada a su sueño y bajaron para visitar la gran central atómica, silenciosa y ardiente, bañada en una luz roja, donde hombres vestidos con trajes y máscaras amarillas se desplazaban sin hacer ruido, acariciando el acero inoxidable con sus guantes de espuma y sus suelas de fieltro. Era una pila de un diseño revolucionario, que no producía desperdicios. Estaba situada en la parte más profunda de la isla, justo por encima de la vieja bomba de 1955, que no había sido hecha explotar. Habían preferido desarmarla antes que trasladarla a otra parte. Su metal escindible constituía una eventual reserva para la central.
Bahanba abrió la puerta de un placard y con suma precaución, sujetándola en el hueco de sus largas manos, retiró del interior la copa de vidrio en la que reposaba la mariposa de Bombay. El veterano ejemplar estaba posado sobre una capa de algodón. Sus alas sublimes, hechas para durar solamente un día, se habían roto, desgastado y convertido en polvo. Solamente le quedaban unos muñones que de vez en cuando trataba de agitar. Y en lugar de volar, se limitaba a estremecerse…
Sus frágiles patas estaban rotas y de cada lado del tórax se movía esporádicamente lo que quedaba de ellas. Su trompa en forma de espiral, que se desenroscaba para buscar el néctar en lo más profundo de las flores, se había roto progresivamente cada vez más cerca de la cabeza, hasta quedar prácticamente al ras. Pero poco a poco aprendió a valerse de lo que le quedaba. Bahanba colocó frente a ella una fina lámina de vidrio sobre la que había dejado caer una gota de agua con miel y vitaminas. Levantó cuidadosamente la lámina hasta que la punta de la cabeza del insecto tocó ligeramente el líquido. Los muñones de alas se agitaron y la gota de agua fue aspirada y desapareció.
Con el correr del tiempo, el glorioso insecto había quedado reducido a lo esencial. Era tan sólo un envoltorio que encerraba las vísceras y sus órganos nerviosos. Todos los atributos exteriores que le otorgaban su individualidad y su belleza, habían desaparecido. El JL3 no podía nada contra ello. Si se hubiera tratado de una lagartija, el JL3 le habría permitido hacer crecer diez mil veces la cola, pues esta regeneración forma parte de las características de la lagartija. Pero dentro de las características de la mariposa no figura recuperar las alas perdidas.
Sin embargo, si se trata de una hembra tiene el poder de poner huevos. Era una hembra, y había sido fecundada cuando los jardineros de Bombay la capturaron para entregársela a Bahanba. Hacía diecisiete años que ponía huevos. Había desovado, hora tras hora y sin descanso, en el placard del laboratorio, en el avión mientras daban la vuelta al mundo, y seguía haciéndolo en la isla, infatigablemente, gracias al virus que conservaba sus ovarios frescos como el primer día.
Bahanba la había bautizado cariñosamente con el nombre de Bahi. Bahi había desovado obstinadamente millares de huevos que Bahanba destruía con idéntica paciencia, utilizando ácidos y fuego. Si hubiera dejado que los huevos se convirtieran en larvas, millones de larvas se habrían convertido en millones de mariposas inmortales que a su vez habrían puesto millares de huevos… Las larvas de la quinta generación habrían cubierto por entero la superficie de la tierra, formando una capa de un metro de espesor.
Es verdad también, que ese pueblo rastrero habría muerto de hambre bastante antes, después de haber devorado absolutamente todo.
Estaban por almorzar al borde de la playa. La parte más grande del piso superior de la isla estaba ocupada por una piscina de agua de mar que imitaba un trozo de océano azul y su costa. Unas olitas rompían sobre la arena blanca. Allí había, como en todas las calles y jardines, una gran cantidad de gente, niños, hombres y mujeres que se bañaban, algunos con traje de baño y otros desnudos. La brisa era tibia y una docena de palmeras auténticas le daban a la playa un falso aspecto californiano.
—Cambian el decorado de vez en cuando. Nadie toleraría la idea de frecuentar la misma playa durante diez mil años.
—¡No es posible… —dijo Jeanne, que acababa de darse cuenta bruscamente, a pesar de la droga, de la extravagancia de semejante futuro—… que ustedes contemplen la posibilidad de vivir diez mil años aquí sin moverse, sin salir, encerrados bajo esa cúpula! ¡Ni siquiera mil años! ¡Ni siquiera cien!… ¿Hace cuánto tiempo ya que estás aquí?
—Diecisiete años. Pero me parece que he llegado hace una semana… ¡Todo es tan excitante y fantástico!
Jeanne lo miró inclinando un poco la cabeza como lo hacen los pájaros. Y suavemente le dijo:
—¿Hace una semana? Yo te he buscado durante un siglo…
—Perdóname.
Él se inclinó hacia ella y le tomó la mano entre las suyas. Ella la retiró lentamente, sin dejar de mirarla. Su mano larga que estaba reseca, su mano de aventuras y batallas, su mano de hoy. ¿Qué hacía entre esas dos manos de ayer? ¿Recordaría él cómo era antes esa mano, antes de ese siglo de correrías? ¿Recordaría que era suave y cálida? ¿Recordaría cómo se paseaba por su cuerpo, palpando su piel, cómo sabía volverlo a la vida, después del cansancio exquisito? La calle Vaugirard… ¿dónde quedaba? ¿En qué universo perdido?
Esta mano no existía en ese lugar ni en esa época. No era la misma. El tiempo no modifica los cuerpos, los reemplaza. Nada en común, absolutamente nada entre la Jeanne de la calle Vaugirard y la de hoy. Nada…
—He sido una loca. ¿Qué era lo que perseguía? ¿Nuestra juventud? Pues bien, conseguí atraparla…
Estaba lúcida pero no triste. La droga la hacía indiferente, mineral. Él inclinó la cabeza:
―¿Nuestra juventud? ¿Eso qué quiere decir? ¿Qué significa tener treinta o cincuenta años, frente a los millares de años que nos falta vivir? Estamos juntos y al principio de todo. ¡Vivimos nuestros primeros albores, somos unos niños de pecho!
Él le tomó nuevamente la mano, sonriendo. Ella lo dejó hacer, mirando su mano entre las de él como si se tratara de un objeto extraño. Estaba espantada. Él tenía razón, era verdad, ¿qué importancia pueden tener veinte años más o menos frente a un tiempo que no tiene fin, frente a una duración imposible de imaginar? Pero… ¿esa mano marchita entre esas dos manos nuevas, durante diez mil años?
La campana sonó apaciblemente anunciando el mediodía. Era la campana lenta de un campanario de pueblo, tal como se la oye cuando uno se aleja un poco hacia los campos que conservan el fresco aun en las noches de verano. Se oía hasta en el último rincón de la isla, y cualquiera que fuera el lugar donde uno estaba, se la oía dar la hora, a la misma distancia, sin resultar obsesiva, sino familiar, encantadora, un poco melancólica cuando se acercaba, junto con la luz azul, el momento de dormir.
—¡Recién son las doce! Te he dado una buena lata esta mañana. ¿Te sientes cansada?
—No, estoy bien… ¿No hay modo de evitarlo?
—¿De evitar qué?
—Las personas que llegan como yo, sin haber recibido el virus, ¿están todas predispuestas al contagio?
—Casi todas… Pero existen ciertas excepciones. Durante la Edad Media, cuando una epidemia de peste recorría el mundo entero, había algunos que debían ser refractarios, pues no se enfermaban. El JL3 es más contagioso que la peste, pero también encuentra ciertos refractarios. Aquí tenemos dos de ellos.
—¿Hay aquí personas que envejecen? ¿Como la gente común y corriente?
—No. Parecería, según las observaciones que hemos realizado, que si al cabo de dos meses no existen síntomas de contagio, quiere decir que el organismo está inmunizado contra el contacto trivial del virus. Esas dos personas en cuestión, al cabo de ese plazo, pidieron que se les aplicara una inyección. Se le saca sangre a un portador del virus del mismo grupo, y se inyecta en una vena. Al cabo de pocas horas el JL3 está instalado en su organismo.
Seguía teniendo entre sus manos la mano de Jeanne. Con la ayuda de la droga ella había dejado de pensar en ello, y él no sabía ya qué hacer. La levantó hasta sus labios, la besó ligeramente, y la depositó cuidadosamente sobre la mesa, como si fuera un objeto antiguo y frágil.
—Pero si uno no quiere darse la inyección, ¿hay obligación de hacerlo?
—Nadie está obligado a hacer absolutamente nada.
Kruschev fue el primero al que se le ocurrió la idea: a pesar de todas las precauciones tomadas, quizá dentro de diez, veinte o cincuenta años, el JL3 conseguiría escapar de la isla y contaminar al resto del Mundo. Y la vida, liberada del freno de la muerte, comenzaría a multiplicarse, a brotar, a estallar, a desbordar en todas las especies. A pesar de los subsiguientes cataclismos, de las revanchas brutales de la muerte por las guerras, el hambre, las masacres, después de cada desastre la vida continuaría renaciendo, invadiendo todo y causando estragos por todas partes. La vida sin la muerte hace imposible la vida. ¿Qué hacer? ¿Cómo construir un muro infranqueable frente a la posibilidad de esa amenaza?
Bastaría un mosquito…
Un mosquito que pique a un habitante de la isla y chupe su sangre infectada por el virus.
Y con que un pez comiera el mosquito y fuera a su vez comido por otro pez… Y que cien peces comieran los huevos del anterior y que los huevos de ellos fueran a su vez comidos por diez mil otros peces y aves marinas. Y un millón de peces comidos por otros peces pescados por los hombres. Y las aves marinas desparramando sus excrementos en los océanos y sobre la tierra…
Bastaría con un mosquito para encender una hoguera en el planeta.
Si eso llegara a suceder, pensó Kruschev, no se podría hacer nada para combatirlo. Y entonces… ¿qué es lo que se hace con un caballo al que no se puede detener o matar?
Montar sobre su lomo y dejarse llevar por él.
Si la vida se lanza al galope, más vale galopar con ella. Si la tierra se vuelve muy pequeña, hay que emigrar a otra parte.
Todo eso sucedía en 1955.
Los más audaces autores de ciencia ficción ya preveían la primera expedición del hombre a la luna para el año dos mil cincuenta o aun mucho después. Kruschev no leía novelas de ciencia ficción.
Cuando Nehru fue a Moscú, pocas semanas antes, al único que confió el secreto del JL3 fue a Kruschev. Malenkov estaba liquidado, Kruschev no tenía todavía la totalidad del poder, pero Nehru, que sabía juzgar a los hombres, pensó que él sería quien muy pronto tomaría todas las decisiones en la Unión Soviética, y a él fue a quien se dirigió.
Para ese entonces en la URSS existían, al igual que en los Estados Unidos, unos vagos estudios sobre navegación más allá de la atmósfera terrestre. Excepción hecha de ciertos especialistas fanáticos, a nadie le interesaba el tema en una u otra parte. En Rusia estaban mucho más necesitados ―y con cierta urgencia― de camiones, trigo, manteca, zapatos. Sin olvidar los cañones.
Kruschev convocó una reunión del Politburó, frente al cual reunió a los especialistas del proyecto, técnicos de diverso orden, economistas, astrónomos, y por supuesto, unos generales. Manifestó que, por razones que no podían hacerse públicas, que no podían ni siquiera divulgarse en un grupo selecto, pero que colocaban a la patria rusa y soviética frente a una alternativa de vida o muerte, era necesario organizar sin pérdida de tiempo los viajes interplanetarios.
Fue como si hubiera largado un perro en un gallinero. Los pocos especialistas del proyecto Kosmos no cabían en sí de alegría, agitaban los brazos, lanzaban gritos de victoria, mientras los otros concurrentes protestaban, exigían explicaciones, decían que era imposible, que no tenía interés alguno, demasiado caro, arriesgado, romántico, delirante, burgués… Semejantes manifestaciones de repudio o apoyo hubieran resultado inimaginables en vida de Stalin, pero éste era el breve período durante el cual la URSS pudo desquitarse.
Kruschev golpeó con ambos puños sobre la mesa, lanzó un poderoso alarido, declaro que el sistema solar pertenecería al primero que pisara la luna, y que los Estados Unidos estaban listos para hacerlo.
Eso no era cierto, y él lo sabía. Pero su declaración sumió a la asamblea en un silencio terrible. Aprovechó la oportunidad para pedir primera prioridad para el proyecto Kosmos. La obtuvo por unanimidad.
Y esa ocasión de demostrar su autoridad fue la que hizo subir a Kruschev al primer plano de los candidatos a la sucesión de Malenkov y preparó su intervención en febrero de 1956 en el congreso del partido comunista y su subsiguiente ascensión en 1958 a la cabeza del gobierno. Y fue también a partir de ese momento que Kosygin y Brezhnev lo tomaron por un loco y prepararon pacientemente su destitución.
El cuatro de octubre de 1957 el mundo azorado se entera de que el primer Sputnik giraba alrededor de la Tierra.
En octubre de 1964, el destituido Kruschev revelaba el gran secreto a Brezhnev. Éste comprendió entonces las razones de la aparente locura del señor K. Y el peso de ese secreto sobre sus espaldas, además del peso de Rusia, grabaron en su rostro esa máscara de seriedad y tristeza que no lo abandonó jamás.
Pero Kruschev no le había dicho que el quince de mayo de 1960, mientras estaba en París, le habían robado una ampolla del JL3.
—Tenemos mucho tiempo por delante. Y tendremos nuestros recuerdos… Desde el clan y la horda hasta el capitalismo de consumo y el comunismo, los hombres han ensayado ya todos los sistemas posibles para vivir en sociedad Pero no los recuerdan. No existen en realidad tantos sistemas. Se vuelve siempre a los mismos, a ésta o aquella autoridad, ésta o aquella comunidad. Cualquiera sea el sistema adoptado siempre hay una parte que se beneficia, y otra que no lo acepta. La mayoría de las veces termina con un derramamiento de sangre. El sistema depuesto es reemplazado por el contrario, que sucumbe a su vez frente a su contrario. Civilización tras civilización, las experiencias se acumulan sin servir para nada, por falta de memoria.
»Cada generación debe aprender todo desde el principio. Acepta gustosa las riquezas y conocimientos adquiridos por las precedentes, pero la sabiduría, por desgracia… la sabiduría nunca. Tu hijo acepta y aun exige, con aullidos, que lo alimentes; pero si le dices que el fuego quema, no te creerá hasta que no meta el dedo. Cada generación debe pasar la prueba del fuego, cada generación debe quemarse. Pero la novedad que tenemos en la Isla, es que no habrá nuevas generaciones. Nuestros hijos no tendrán hijos. No hay más lugar… Crecerán y se unirán a otros y durante centurias y milenios, ensayaremos juntos nuevos sistemas, sin poner permanentemente todo en tela de juicio, porque lo recordaremos…
Un satélite se ubicó justo sobre la isla. Había sido lanzado por los militares desde Cabo Cañaveral. Formaba parte de esa multitud de satélites clandestinos, inmóviles o movibles, que rodean la Tierra desde todos los ángulos, la escudriñan noche y día, hacen un inventario de las montañas, desiertos, cohetes, fábricas, de las hojas de los árboles y los terrones de tierra. La cantidad de datos que envían a los Estados Mayores de los dos bloques es tan enorme, que se necesitarían miles de años para descifrarlos y aprovecharlos. Y mil años más cada año. Transmiten tantas informaciones, que el resultado es como si no transmitieran ninguna. Pero gracias a ellas los militares se sienten tranquilos: saben lo que sucede en el territorio enemigo, saben absolutamente todo, y allí está, en ese sótano, en los sótanos blindados custodiados por cerraduras electrónicas y centinelas rapados listos para disparar. Lanzan nuevos satélites, excavan nuevos sótanos, guardan los clisés, saben cada día más. Pero cuando llegue el día, ambos bandos estarán hechos añicos y el mundo perdido, por el tiempo que les tomará encontrar entre lo que saben, lo que necesitan saber. No saben, por supuesto, para qué sirve ese satélite fijo sobre el Pacífico Norte. Recibieron la orden de lanzarlo, la retransmitieron a los técnicos en lanzamiento con el dedo sobre los labios, top secret, ¡shhh! Lo vieron partir, ¡otro más! Hicieron cavar nuevos sótanos, no saben nada, están contentos, todo anda bien.
El satélite sirve para atender a las comunicaciones entre la Isla y los Grandes. Y para transmitir a los habitantes de la Isla las emisiones de radio y televisión de las principales naciones. Hay que evitar que la Isla se convierta en un organismo mentalmente cerrado, tal como lo es materialmente: una especie de quiste echando brotes en su interior, concentrándose y recalentándose. Los hombres que la habitan son ya bastante excepcionales. Van a vivir mucho más que las sucesiones de generaciones de hombres comunes. Pero es necesario que sepan en todo momento que, aparte de esta longevidad carnal, ellos también son hombres comunes.
No es verdad. Pero los Grandes del Secreto, que son solamente cuatro, quieren convencerse de ello.
Eran sólo seis desde la muerte de Nehru, que había juzgado conveniente no decir nada a su sucesor ni a su hija: el peso de la India era más que suficiente para sus espaldas.
Quedaron solamente cuatro después de la muerte de Adenauer y de De Gaulle. Adenauer, último poseedor del secreto en Alemania, creyó que tenía tiempo de sobra para pasarlo al nuevo canciller del Reich. Había vivido tantos años que pensaba que seguiría durando todavía. Y cuando llegó la hora no lo quiso creer. Sin embargo era eso, nomás. Y se llevó el secreto. Y los cinco Grandes que quedaban decidieron, después de discutirlo, que ya que Alemania no estaba enterada ya del secreto, mejor era dejarlo así.
De Gaulle, en cambio, pensaba diariamente en su muerte. Y se preparaba para hacerle frente. Le resultaba inimaginable que un adversario de semejante talla se permitiera enfrentarlo sin anunciarse por el horizonte con sus carros y trompetas. Pero se presentó por detrás y lo golpeó en la nuca. Como lo habían golpeado los franceses dos años antes. Debía haber desconfiado. Formaba parte de su naturaleza, no el desconfiar, sino desafiar. Cayó de golpe sobre la alfombra y Pompidou no se enteró de nada.
Pero De Gaulle no tenía solamente el secreto: poseía la ampolla de JL3 robada el quince de mayo de 1960 a Kruschev por los hombres del señor Smith, y recuperada por el coronel P.
Los cuatro Grandes que quedaban se pusieron de acuerdo y decidieron que ya que Francia ignoraba el asunto, sería conveniente dejarlo así. Continuaron ignorando la existencia de la ampolla.
Pensaban que los habitantes de la isla seguirían siendo hombres comunes si se los mantenía en contacto visual con los otros hombres comunes. Pero no basta con saber, es necesario ver.
Evidentemente, los Cuatro se equivocaban.
Si supiéramos que tenemos mucho tiempo por delante…, que la muerte recién se presentará dentro de diez mil o cien mil años… o quizá muchísimo después… ¡o jamás! ¿Seguiríamos siendo hombres comunes? Si supiéramos que tendremos tiempo de terminar con todas nuestras penas, gracias al olvido, que tendremos tiempo de conocer absolutamente todo y de amar mil veces, cada vez el tiempo de una vida, sin envejecer jamás, ¿seguiríamos siendo hombres comunes?
Pero los Cuatro tenían razón en lo siguiente: no debía permitirse que la Isla se conviertiera en el refugio de una superhumanidad totalmente separada de la humanidad absurda y mortal. Era necesario que los privilegiados siguieran sintiéndose solidarios con los efímeros, que diariamente los vieran patalear, equivocarse, luchar y morir.
Por esa razón se estableció una corriente de ondas permanente entre el satélite y la antena instalada sobre la roca. Por su intermedio se propagaba en la isla, mientras la luz del día daba la vuelta al mundo, una corriente ininterrumpida de sonidos e imágenes, que la mantenía sumergida en un enorme baño cotidiano de los acontecimientos, del sufrimiento y de la estupidez universal.
Cada uno podía recibir en su habitación el programa que había elegido. La sala de proyecciones difundía todos los programas transmitidos por el satélite. Siempre había varios adultos en tren de mirarlos, y los niños pasaban tanto tiempo allí como en los jardines.
Jeanne dormía gracias a los últimos efectos de la inyección de esa mañana. Roland no dormía: pensaba en ella. Acostado sobre su cama, con los ojos cerrados, indiferente al murmullo de la pantalla de televisión que le ofrecía un partido de béisbol, se puso a pensar en la Jeanne de antaño, la Jeanne deslumbrada, ardiente, infantil, espléndida, con la plenitud de una rosa de agosto. Cuando supo que estaba por llegar, la esperó con una curiosidad y una ternura que aumentaban día a día. Los años habían transcurrido para ambos. La misma cantidad de años para los dos, al mismo tiempo. Olvidó que él no había cambiado. Un hombre que se mira en el espejo todas las mañanas al afeitarse, se ve siempre igual, día tras día, durante veinte años. Para él, que era inmutable, era exactamente igual que para los hombres que cambian en etapas imperceptibles: la misma cara todas las mañanas. Solamente su razón le decía que no debería estar tal como estaba.
Los años, que deberían haber dejado su marca en él, habrían marcado indudablemente a Jeanne. Con toda seguridad ya deberían esbozarse en su cara ciertas arrugas, tal vez un poco de fatiga. Él la imaginaba igual que antes, pero como envuelta en una especie de bruma. Eso es, en eso consistía exactamente el paso de los años: una especie de bruma que borroneaba y suavizaba… Y ella, que no estaba al corriente de nada, tendría indudablemente una gran sorpresa al principio al descubrir que él no había cambiado, pero luego recuperarían toda su alegría al poder estar juntos nuevamente. Tendrían tantas cosas que contarse…
Pero se produjo esa cosa tan terrible: él no la reconoció…
Recordaba la rosa de agosto, esperaba verla algo marchita por el correr del tiempo, tal vez un poco fatigada, pero siempre como una rosa. Se encontró frente a una mujer distinta, dura y apasionada como un diamante en el fuego.
Jeanne… ¿Dónde estaba la Jeanne de sus recuerdos?
Se incorporó y se sentó al borde de la cama, listo para levantarse. Cuando ella se despertara a la mañana siguiente, ya habría recuperado toda su capacidad para sufrir. No debía dejarla sola durante unos cuantos días. Y sin embargo, al quedarse junto a ella, no haría sino aumentar su dolor. ¿Qué hacer?
Apagó la televisión y se levantó. Su cuerpo de treinta años actuaba siguiendo sus costumbres. Llamó por teléfono a Lony. Estaba sola. Fue a verla. Encontró junto a ella una despreocupación algo animal, agradable. Hicieron el amor y ella se durmió. Él la miró. Estaba acostada de perfil, joven y bella, intacta, elástica… Pensó que lo que acababan de hacer juntos, esa agitación, esos suspiros, ese placer-trampa, todo eso que ninguno de los dos había deseado, que había sido ansiado por un instinto tanto más poderoso que ellos, era grotesco y humillante. ¿Eran solamente eso, el hombre, la mujer, los reyes de la creación? ¿Esa gimnasia, esas crispaciones y esos aflojamientos, esas patadas de caballo, esos reblandecimientos, esos olores?
Trató de recordar la calle Vaugirard, los cariños posteriores, el sosiego, el corazón lleno de dulzura, la gratitud, los perfumes, los cuchicheos, los sueños…
Pero los recuerdos se disipaban como una bruma, dejándole una tristeza desgarradora.
Se durmió a su vez. Cuando se despertó a la mañana siguiente, su angustia había pasado. Hicieron nuevamente el amor, y mientras Lony salpicaba el cuarto de baño en medio de cantos, él se vistió y salió. No debía dejar a Jeanne completamente sola.
Estamos en el mes de junio de 1972. Acaba de morir el duque de Windsor, Angela Davis es absuelta y el señor Kissinger vuela rumbo a Pekín, con cierta antelación al viaje de Nixon. Jeanne se despertará por segunda mañana consecutiva en la isla, presa de pánico.
El presidente Pompidou prepara una reunión “cumbre” que tendrá lugar en París. Su gran preocupación es realizar la unión de Europa, sin exagerar demasiado, y no dejarse fagocitar por los Estados Unidos de Norteamérica, sin quedar en términos demasiado malos con ellos. Ignora en absoluto todo lo concerniente a la isla. El señor Heath tampoco tiene la menor sospecha de lo que allí sucede, como así tampoco el señor Willy Brandt ni ninguno de los otros nueve que dentro de poco se reunirán en París, ignorando que ignoran lo más importante. La reina Isabel II sí lo sabe. Se negó a aceptar las dos pequeñas cajitas que le llevó Frend, quien sí las entregó a Mao, Brezhnev y Nixon. Frend tampoco estaba enterado en esa época. Hoy en día está al tanto de todo. Como muchos otros, recién se enteró al llegar a la isla. Entonces comprendió el significado de su misión. Hizo lo que debía hacer. Y dentro de pocas horas pondrá punto final a su tarea.
Unos piratas aéreos checoslovacos mataron al piloto que se negó a conducir su avión a un país del Oeste. Los Matra van a ganar las veinticuatro horas de Le Mans. Han y Annoa se aman. No saben cómo decirlo, nadie se los enseñó, pero no tiene importancia. Él sigue diciéndole que es bonita y ella ríe. Está casi al final del quinto mes de embarazo. Su pequeño vientre hueco, que primero se volvió chato, ahora se está inflando como una mejilla. La libra inglesa fluctúa. Jean-Jacques Gauthier fue elegido por la Académie Francaise. Bahanba va a morir. La totalidad de los franceses, a pesar del mal tiempo reinante, piensa solamente en las vacaciones. Julio va romper todos los récords de precipitaciones pluviales. En la isla hay exactamente mil cuatrocientos sesenta y siete habitantes, la mitad de los cuales son niños entre diez y dieciocho años.
No existe ninguna estructura social o política. La mucama del profesor Hamblain gana la misma suma que el profesor, es decir, nada. Ella prosigue haciendo la limpieza por costumbre, y porque no sabe hacer otra cosa. Está contenta de no resfriarse más, pero no comprende muy bien este asunto de la inmortalidad, al que no da mucho crédito. Dice que no hay más remedio que morirse un día u otro. Extraña sus charlas con la panadera y el carnicero. Se aburre un poco. Pasa mucho tiempo frente a su televisor. Desgraciadamente no hay muchos programas franceses, no se reciben muy bien, queda demasiado lejos. Mira los otros programas. No entiende lo que dicen. Pero no importa, son imágenes, se mueven, hablan; ella mira, escucha y se duerme.
Nadie gobierna ni ordena. En cada profesión el más competente es interrogado naturalmente por los demás. Si se presenta un problema, si surge una idea, alguien lo comunica a la televisión interna. Otros se presentan para discutirlo. Y después los adultos votan. Los adultos son los hombres y las mujeres “estabilizados”, es decir los que tienen más de dieciocho años. Los que tienen menos de dieciocho años están desnudos. Son los niños. Cuando la decisión les concierne, se los consulta y a veces se los llama para votar.
Si el problema en cuestión involucra la ejecución de un programa, se forma un comité de voluntarios, que asumen la responsabilidad. Cuando el programa termina, el comité deja de existir. Samuel Frend se incorporó a su llegada al comité Galahad, encargado de preparar el proyecto homónimo.
Los parisienses aprovechan a fines de febrero unos cuantos días deliciosos, tibios y con sol. Luego llegó una primavera muy fea. El mal tiempo fue general en casi toda Francia. Hubo pocas cerezas y las fresas no maduraron bien. Sería necesario esperar a los duraznos y los nísperos para comer fruta decente. Los señores Miterrand y Marcháis discuten un programa común de acción y de gobierno. Un avión inglés cae en los alrededores de Londres: ciento dieciocho muertos. El senador McGovern triunfa en las elecciones primarias del Estado de Nueva York.
El proyecto Galahad consta de dos ramas: la fabricación en teoría de un cohete interplanetario de largo alcance, que pueda transportar un buen número de pasajeros y una gran cantidad de material, y la invención de un motor capaz de liberar a ese cohete de la gravedad terrestre: hay que encontrar un motor que anule la gravedad. Y para lograr ese objetivo trabajan en el islote trescientos siete varios físicos venidos de los Estados Unidos de Norteamérica, de China y de Meudon, Francia.
Rumores alarmistas corrieron una vez respecto de la salud de Mao y su situación política. No hubo desmentidas, pero parecería que esos rumores no tienen más fundamento esta vez que las anteriores.
Samuel Frend se lavó la cara con agua fría antes de beber su café matinal. Siempre le costó trabajo despertarse del todo.
Frotó con una toalla su barba mojada. Antes de partir rumbo a la Isla, al no saber con quién se encontraría, había modificado su aspecto físico haciéndose cortar al rape el poco pelo que le quedaba y dejándose crecer bigotes y barba. Cuando ésta comenzó a hacerse visible, se sorprendió al ver lo blanca que era, pero llegó a la conclusión, no sin cierta melancolía, de que contribuía a mejorar su disfraz.
La larga preparación a la que tuvo que someterse, lo había dotado de diversas capacitaciones en el terreno teórico y práctico. Ellas le permitieron el acceso y el contacto con todo lo que había en la Isla, y pudo preparar su misión sin dificultades.
Después de bañarse bebió su café bien caliente, se vistió con una indumentaria gris que indicaba su polivalencia y por medio de un ascensor llegó al salón donde se encontraba la salida superior de la ciudadela. La guardia había sido doblada desde que una niña consiguió dar unos pasos en el exterior sin protección. Cuatro voluntarios estaban permanentemente cerca de cada salida, dos de ellos armados con ametralladoras, los otros dos vestidos con el mameluco blanco para salir al exterior, con el casco puesto, listos para intervenir en cualquier momento más allá de las puertas. Frend se puso un mameluco blanco y se colocó el casco. Uno de los guardias lo cerró con llave y colgó la llave de la pared. Sucediera lo que sucediese, Frend no podría quitarse el casco ni el mameluco irrompible antes de entrar en la ciudadela. Un recipiente adosado a su espalda le suministraba el oxígeno necesario para respirar por medio de un circuito cerrado. Los habitantes de la Isla no debían tener la posibilidad, ni siquiera al respirar, de proyectar hacia el aire exterior ni una sola partícula del virus. La escafandra blanca no tenía como objeto el protegerlos, sino proteger al Mundo de ellos.
Frend tomó la bolsa de herramientas, la colgó abierta de su hombro y entró en una esclusa cilindrica. Cuando cerró la puerta interior, una ducha lo bañó y mojó a su vez la bolsa. El líquido contenía una concentración de ácido lo bastante fuerte como para destruir los microbios más resistentes. Corrió la puerta que daba al exterior. Una bocanada de niebla entró en la esclusa. Salió y se encontró en medio de una bruma gris, espesa como manta, que limitaba su visibilidad al ras del casco. La plataforma sobre la que había salido era el fondo de un foso de tres metros de diámetro cavado en la roca. Avanzó con las manos estiradas hacia adelante y encontró rápidamente bajo sus dedos las primeras viguetas que sujetaban la antena cuyo extremo de hierro se alzaba sobre la Isla. Se sujetó con ambas manos y trepó.
Trepaba hacia la luz. El gris se hacía cada vez más blanco y luminoso. Su cabeza agujereó el manto de niebla y emergió a una claridad que lo encegueció. El sol todavía estaba bajo sobre el horizonte, pero se reflejaba sobre el banco de niebla, multiplicándose en las gotas de humedad condensadas sobre el casco transparente. Frend las limpió con el revés de su manga, y se vio emergiendo de una vasta extensión blanca, llena de montículos como una majada de verano, cuando las ovejas, para protegerse del calor y de las moscas, se aprietan unas contra otras y esconden entre ellas, al nivel del suelo, sus delicadas cabezas.
Sonrió al pensar en las viejas películas cómicas de Hollywood: tenía la sensación de salir del interior de una inmensa torta de crema.
La inspección y el cuidado de la antena formaban parte de las responsabilidades que se había hecho atribuir. Ellas le permitían con toda tranquilidad adosar al poste el minúsculo dispositivo que palpó con sus dedos cubiertos de nylon cuando trepó un poco más alto. Esa instalación electrónica, tan diminuta como las encerradas en una cápsula sonar, incorporaba a los circuitos emisores y receptores de la Isla un circuito suplementario, clandestino. Estaba ubicada de un modo muy hábil en las uniones normales de la antena y parecía formar parte de ella. Todavía no había sido puesta en funcionamiento. Dentro de dos horas comenzaría a prestar servicios. Y quizá después no serviría nunca más para nada.
Frend verificó nuevamente todas las conexiones y agregó la última pieza que faltaba: un tornillo de platino que enroscó a fondo. Ahora todo estaba listo.
Echó su cabeza hacia atrás y a través del casco miró hacia el cielo, de un color azul pálido pero muy límpido, sin una sola nube. Miró luego hacia la base del poste que se incrustaba en el algodón blanco. El blanco y el azul se extendían por todas partes sin una sola mancha y se reunían en el curvo horizonte. Frend estaba suspendido entre dos universos, y separado de uno y de otro por la caparazón infranqueable de su escafandra. No podía percibir ni el olor del mar ni el olor a tierra característico de todas las nieblas, aun en alta mar. Olía el nylon, el aceite de las sopapas del respirador y su propia transpiración que comenzaba a hacerse sentir a través de la loción de lavanda con la que se había friccionado. Era tan sólo una burbuja cerrada, proyectada momentáneamente hacia el exterior por el micromundo que disimulaba el algodón blanco bajo sus pies. Estaba unido a ese universo por un lazo más sólido que todos los cables de acero: el JL3, que lo hacía totalmente solidario, con las increíbles ventajas y obligaciones que compartía con todos los habitantes de la Isla. Desde su llegada a la ciudadela había oído decir, permanentemente, que nadie estaba obligado a nada. Era exacto. Salvo a no poder salir de allí. El virus aumentaba desmesuradamente la duración de cada vida, pero reducía el espacio disponible a una roca hueca.
Sujeto con sus cuatro extremidades a los travesaños del poste verde, entre esa inmensidad blanca y azul, semejante a un insecto adosado a un tallo deshojado saliendo de un desierto de nieve, súbitamente tuvo conciencia de su separación y su soledad. Ya no formaba parte, y posiblemente nunca más formaría parte de ese mundo repleto de ilusiones y esperanzas, de ese mundo alegre, rencoroso, y desgraciado, que él imaginaba bailando, peleando, riendo, muriendo y pudriéndose bajo la inmensidad de la bruma.
Allí a lo lejos, hacia el sudoeste, en dirección hacia donde avanzaba la niebla tupida y lenta, más allá del fin de la bruma y del cielo, estaban los Estados Unidos de Norteamérica. Y en algún lugar de ese territorio, reunida o desparramada, estaba su familia. En la actualidad ya debía tener nietos…
Cerró los ojos, aspiró profundamente, retuvo la respiración durante cuarenta segundos, espiró, y volvió a pensar contando al revés. Era un ejercicio simple, y le había costado años transformarlo en reflejo para desechar el recuerdo de su mujer y de sus hijos, cada vez que éste se hacía presente. No había sabido nada de ellos desde su visita a la Casa Blanca. Se había negado a que le comunicaran noticias. Había decidido ser un hombre que jamás había tenido familia alguna. Era Samuel Bas, un ingeniero sin recuerdos, encargado de realizar una misión secreta para cuatro de los más importantes jefes de estado del mundo, y que, en el cumplimiento de su misión, había adquirido la inmortalidad. Con motivo de lo que había hecho y de lo que le faltaba por hacer, no podía llamar a sus familiares a su lado. No tenía pasado: tenía solamente un futuro, que quizá no tuviera fin.
Bajó y se metió entre la niebla.
A las once y veinticinco estaba nuevamente en su cuarto, con la puerta cerrada, sentado frente a un ropero cuya puerta corrediza estaba abierta. Había abierto un nicho en la pared del fondo, donde guardaba una caja de color gris. La retiró y la colocó sobre sus rodillas. Un cable conductor aislado se unía a la bajada de la antena que corría a lo largo de la pared, por el interior del ropero. Frend miró su reloj: las once y veintiséis. Había citado ese día a las once y treinta exactamente, día y hora de las Aleutianas, a Nixon, Brezhnev y Mao. El lado de la caja que apuntaba hacia él tenía cuatro pequeñas lamparillas blancas y una roja, y un botón amarillo además.
Faltaban cinco segundos para el momento M. Cuatro… Tres… Dos… Se encendió una de las lamparillas blancas. Uno… Cero…
Dos lamparillas blancas se encendieron con medio segundo de intervalo. La roja se encendió al mismo tiempo que la última. La cuarta blanca no se encendió. Era la correspondiente a la reina Isabel II, que había rehusado concurrir a la cita. Consecuentemente, Frend modificó el interior de la caja.
Luego suspiró y comenzó a apoyar rítmicamente su dedo sobre el botón amarillo. El código Morse era una de las primeras cosas que aprendió cuando se convirtió en un agente secreto. Hacía mucho tiempo ya de todo eso. El mensaje que enviaba era muy legible. Lo repitió durante un minuto. Era la repetición de una misma palabra: apple, apple, apple… Es decir, manzana, manzana, manzana.
La antena de la Isla lo emitió, el satélite lo recibió, lo amplificó y lo envió a las direcciones habituales. Durante el minuto subsiguiente, el servicio de receptores de la Casa Blanca se lo comunicó al presidente Nixon, que estaba esperándolo. El presidente suspiró a su vez y no bien estuvo solo, telefoneó a Moscú y a Pekín retransmitiendo la palabra apple. Era una verificación: Mao y Brezhnev lo habían recibido a su vez. Eso significaba que todo funcionaba como había sido previsto.
Los servicios de recepción de los tres presidentes recibían noticias de la Isla a intervalos regulares. No sabían de dónde venían y no comprendían el significado. Los presidentes mismos eran los encargados de descifrarlos. Y aun después de descifrados no podían tener significado alguno para quien no estuviera al corriente. Eran emitidos por el radioperador de guardia de la Ciudadela; eran muy breves y daban solamente noticias generales. Los servicios extranjeros, que los captaban a menudo, estaban convencidos de que esos mensajes estaban relacionados con las investigaciones atómicas que seguían llevándose a cabo en el islote trescientos siete.
Frend depositó la caja en su lugar y la conectó con un pequeño transmisor potente y compacto instalado en el mismo nicho. Verificó una vez más todo lo que se podía verificar, cerró luego el nicho y lo disimuló con los materiales que tenía previstos para ello. Quizá no tendría que volver a abrirlo nunca más.
Hacía poco rato que Mao se había despertado. Brezhnev estaba por acostarse luego de una dura jornada. Nixon se reunió con su esposa para tomar el té. Frend se fue a almorzar.
El Vendredi XIII se internaba en la marejada del Atlántico con sus tres velas puntiagudas apuntando hacia el cielo desgarrado, embolsando el viento de costado. La voz del locutor inglés anunciaba, con un acento oxfordiano un poco atropellado por la emoción, que quizás ese barco francés sería el primero en llegar a Norteamérica, ganando así la regata de los navegantes solitarios desde Plymouth a Newport.
Han no sabía dónde quedaban Newport ni Plymouth. Sabía dónde estaba América, pero apenas sabía dónde ubicar a Inglaterra. No le interesaba la geografía conocida por el Mundo. Cuando se inclinaba sobre el gran globo terrestre luminoso que gira lentamente en la sala de proyecciones, lo que lo fascinaba era el vacío azul de los océanos. Apoyaba su mano sobre su superficie lisa y sus mandíbulas se crispaban cuando sentía deslizar bajo la palma de su mano la tibieza lisa del plástico.
Sentía la misma tibieza y el mismo misterio cuando paseaba su mano sobre el vientre redondeado de Annoa. Allí, bajo su mano, había algo más que lo visible y evidente, había vidas desconocidas, espacios inimaginables, sangre y luces infinitas.
El Pen Duik 4, con sus tres cascos, entró a su vez en la pantalla. Detrás y delante de él se extendía el océano, con un horizonte tan lejano que la mirada se estiraba y se inclinaba sin conseguir llegar a su fin. En la Isla no había horizonte. Solamente era posible verlo en la pantalla.
Han se levantó y estiró sus brazos alzados, haciendo crujir los codos y los hombros, y lanzó un grito como el del ciervo durante la primavera. Enormes auriculares cubrían sus orejas, y sólo se oyó gritar en su interior. Su grito se mezcló con el ruido del viento contra las velas del barco, proveniente del otro extremo de la Tierra.
Había cincuenta y dos aparatos receptores en la sala, blanco y negro o de color, ubicados sobre mesas, caballetes, en el piso, sujetos a las paredes, en un desorden práctico que permitía ver solamente uno o verlos a todos. Unos auriculares, conectados a largos cables, yacían desparramados sobre la alfombra por todos lados, como hongos sobre el musgo. Había tal cantidad, que el silencio que provenía de los que estaban sin usarse originaba un murmullo semejante al que se oye en el bosque cuando está por llegar un ventarrón.
Los niños desnudos, luciendo los enormes auriculares, acostados sobre el piso, sentados en sillones, bancos, troncos de árboles, se habían agrupado en su mayoría frente a dos grupos de receptores en colores. Uno de ellos transmitía secuencias de las 24 Horas de Le Mans, retransmitidas por una emisora canadiense; el otro grupo contemplaba las extravagantes peripecias de una carrera de motocicletas por el desierto de Nevada. Había también muchos niños de menor edad, frente a tres receptores que transmitían ―uno en blanco y negro, y los otros dos en color― una película policial cuya acción se desarrollaba en las calles de Nueva York. Autos, embotellamientos, chillidos de neumáticos, rascacielos, tiroteos, incendios, muchedumbres, veredas atestadas de gente, avenidas interminables, estacionamientos, arrancadas, aceleradas, caídas, rugidos de los monstruos de cuatro ruedas avanzando sobre la recta de la Renaudiére, motocicletas saltando por encima de cactos, nubes de polvo, botas, pantalones de cuero, metralletas, explosiones, sangre, sirenas, y encima de todo eso, el cielo…
Era un universo desconocido, fabuloso, que entraba por los ojos y los oídos de los niños de la Isla, un universo que era imposible encontrar en la vida real, que solamente existía en las imágenes o en las historias que se cuentan. Había muchas personas en la Isla, algunas que ya no eran niños y que afirmaban que ese universo existía, todo alrededor de la Isla, y que en él reinaban la desgracia y la muerte. Los niños más pequeños no sabían qué era la desgracia y el único conocimiento que tenían de la muerte era por las imágenes reproducidas en las pantallas o las luchas entre los animales en los jardines. Un animal moría cuando otro se lo comía. Pero en las imágenes los hombres no comían a otros hombres. Subían a vehículos que tenían ruedas y a veces alas y tenían un espacio enorme delante de ellos para avanzar cada vez más ligero haciendo unos ruidos terribles hasta remontar vuelo. A veces llegaban justo sobre la Isla. Podían verlos a través de las coberturas de los botes cerrados, cuando salían durante los días de buen tiempo. Los niños desnudos, con sus orejas cubiertas por los auriculares, contemplaban con envidia y temor el universo que reflejaban las pantallas. Era un mundo de sueños y pesadillas. Y bastaba con cerrar los ojos para no creer más en su existencia.
Annoa, con los ojos cerrados y acostada sobre la alfombra color musgo, escuchaba pero no miraba. Escuchaba el ruido del viento y del mar. Entraban en su cuerpo y bajaban de la cabeza hasta su vientre. Su vientre era el mar y el cielo. Han había entrado en él y había aportado todos los movimientos del Mundo, y ahora el Mundo estaba en su vientre y comenzaba a crecer.
Sintió que Han se acostaba nuevamente al lado de ella, la rodeaba con sus brazos y la estrechaba suavemente contra él. Ella sonrió y tranquila y confiada se durmió con el ruido del mar.
Jeanne se sentía incrustada en la Isla como una astilla en una fruta. La Isla era una manzana muy redonda protegida por su piel. Jeanne, proyectada hacia adelante por su voluntad de recuperar lo irrecuperable, se había incrustado en la carne de la fruta. Pero la que resultó herida fue ella, el proyectil, y no el blanco. Se defendía del dolor por medio de tranquilizantes que le había pedido a Roland la misma mañana del segundo día. Pero no podía defenderse de su propia indiferencia con respecto a todo lo que la rodeaba. No le interesaban los habitantes, las costumbres ni los experimentos que se realizaban en la Isla.
Cuando se enamoró de Roland descubrió la extraordinaria alegría ―cuya posibilidad ni siquiera había sospechado― de ver, oír, descubrir, saborear todo de a dos. Lo que se llama una alegría “compartida” entre un hombre y una mujer que se quieren, es en realidad una alegría multiplicada. Pueden encontrarla tanto en el perfume de la primera fresa del año como en un viaje a Bali o en la compra de dos boletos del subterráneo. Al contemplar juntos, y con amor, las manifestaciones más triviales, sus puertas se abren frente a ellos, dejando al descubierto el esplendor de cada situación.
Las puertas se cerraron frente a Jeanne la tarde del incendio de Villejuif. Recorrió el mundo durante diecisiete años sin verlo, viviendo solamente con la esperanza de que un día encontraría a Roland y todo volvería a empezar. La esperanza murió en el preciso momento en que lo encontró. Distinto, gracias a no haber experimentado ningún cambio, Roland se convirtió para ella desde ese momento, en la presencia de lo imposible.
Hubiera preferido no verlo nunca más., pero él era el que se le aproximaba, con una especie de súplica en su mirada, oculta detrás de su seguridad, como una inquietud naciente y una gran sed. Y cuando él no se le aproximaba, ella no podía evitar ir hacia él… y destrozarse ante su imagen, como una madre que reaviva su dolor sin cesar al contemplar la fotografía de su hijo muerto, que lo representa y lo representará siempre en su juventud intacta. Cómo habría cambiado si estuviera vivo…
El momento en que se encontraba con él era todos los días igualmente espantoso. Al verlo exactamente igual a como era durante su romance, exactamente igual a la imagen de él que había conservado en la memoria de su corazón, su mente y su cuerpo, el tiempo transcurrido y todos los sufrimientos experimentados desaparecían súbitamente, y el presente se unía al pasado, cerrando todas las llagas, y el ayer se convertía en hoy. Sentía unas ansias terribles de arrojarse en sus brazos, de estrecharlo contra su cuerpo, de reír y llorar, de besarlo, de olvidar la transformación sufrida por ella mientras él permanecía incólume, de creer en lo increíble, en los sueños, en una película proyectada al revés.
Pero era un mujer lúcida. Se miraba en su espejo antes de salir de su cuarto. Y cuando se encontraba con Roland, veía sobreimpresa sobre él su propia imagen encuadrada por los bordes rectangulares del espejo, incapaz de reflejar otra cosa que no fuera la verdad.
Y para juntar valor, murmuraba para sí las palabras que él le susurraba en otros tiempos, las palabras tontas y maravillosas del amor que aplicadas al tiempo presente se volvían despiadadas: “mi rosa, mi dulce flor, mi nube, mi jardín, la más bonita, tú eres la más bonita de todas”… Y entonces reía sarcásticamente y se sentía mejor.
Y día tras día, semana tras semana, con la ayuda de pequeñas pildoras, se acostumbraba a pasar horas en su compañía y a alejarse de él luego, para encontrarse otra vez y volver a separarse, como un hermano, un amigo, el amante de un sueño, un Tarzán del que se enamora una muchachita, un viejo camarada que la acompañó durante la travesía del desierto y en los jardines de Babilonia. Se entendían perfectamente, comprendían perfectamente y al mismo tiempo las mismas cosas, conservaban los mismos gustos y las mismas opiniones, pero no existía entre ellos el menor asomo de intimidad. Porque la intimidad es carnal.
Jeanne había buscado una ocupación, había tratado de integrarse a uno de los equipos que se dedicaba a investigaciones inéditas en todos los rumbos del conocimiento. Pero no lograba interesarse en nada. Ese mundo, cuya primera preocupación, su singularidad y su motivo eran vivir interminablemente, le resultaba totalmente ajeno a ella. La vida parecía haber perdido para ella todo interés. En cambio, lo único que le brindaba cierta tranquilidad era el constatar que permanecía refractaria al JL3. Durante las primeras noches esperó en vano advertir los síntomas de contagio, los destellos rojos en la obscuridad. No había sucedido nada y comenzaba a abrigar la esperanza de que no sucedería nada y de que continuaría envejeciendo. Los años que la habían marchitado, apagarían un poco más cada día el ardor de su pena y suavizarían las aristas dolorosas. Si bien Roland permanecería siendo joven, ella envejecería paulatinamente y se alejaría de él insensiblemente, como un barco que se aproxima al horizonte sobre un mar cada vez más calmo, hasta el momento en que se pierde de vista, apacible. Pero sabía que era una posibilidad algo frágil y que en cualquier momento el virus podía atacarla y paralizar su viaje.
Naturalmente, los biólogos y los médicos de la Isla habían buscado desde los primeros días y bajo la dirección de Bahanba, un antídoto contra el JL3. Valiéndose del virus y de su antídoto, si es que se lo encontraba, la humanidad podría quizás, utilizar la inmortalidad en vez de padecerla.
Pero los trabajos de Hamblain, de Galdós, de Ramsay, de Roland y de sus colegas rusos y chinos no habían tenido ningún resultado. El JL3, que había vencido al cáncer hasta entonces invencible, y que había obligado a retroceder a la muerte, se mostraba a su vez reacio a cualquier tentativa de domesticación o servidumbre. Una vacuna preparada por Galdós, el C41, había despertado ciertas esperanzas. Demoraba el contagio seis meses entre las ratas. Pero no tenía efecto alguno en el mono. Permitía el nacimiento de un principio de espiga en el maíz, pero los granos conservaban un tamaño semejante al de los de pimienta y no maduraban. El arroz y el trigo se mostraban totalmente indiferentes al tratamiento y seguían dando exclusivamente flores. Una planta de tomate había dado frutos durante veintiséis meses sin interrupción y al ser luego regada con el JL3 volvió a dar flores. Tres perros viejos y tres gatos viejos traídos desde Europa habían sido sometidos al tratamiento del C41 no bien llegaron. Pero a pesar de dicha vacuna, los gatos habían sido víctimas del contagio dentro del usual período de espera. Pero los perros habían reaccionado favorablemente, es decir que continuaron envejeciendo como todos los perros del Mundo, y unas aplicaciones directas de sangre contaminada no habían detenido su decrepitud. La hembra murió de un tumor de mama después de varios meses de sufrimientos; el cocker macho murió de un paro cardíaco y el caniche de una neumonía.
¿Cuál sería el efecto del C41 en el hombre? Ninguno, según lo hacían presumir las experiencias realizadas con los animales y las plantas. Había que pasar a la experimentación directa. Pero ¿quién se habría animado a proponerle a un recién llegado, virgen del JL3, servir de cobayo y arriesgar así su posibilidad de ser inmortal?
Pero Jeanne pidió que la vacunaran cuando se enteró, por intermedio de Roland, de la existencia del C41 y de su efecto sobre los perros.
Frend se escondió detrás del bisonte: Jeanne acababa de entrar al establo en compañía de Han y Annoa. Existían tantas posibilidades de que lo reconociera como las habría tenido él si no hubiera sabido quién era ella. Pero no quería correr riesgo alguno. El cuerpo del animal lo ocultaba completamente. Era el macho más grande que consiguieron encontrar en los Estados Unidos de Norteamérica y su tamaño aumentaba desde que llegó a la Isla y no volvió a correr. No se estaba volviendo obeso; simplemente crecía en todas las dimensiones. Frend se incorporó y dándole la espalda a Jeanne se dirigió hacia la puerta con un paso algo inseguro, la espalda arqueada y la cabeza inclinada. Se perdió entre los niños.
Jeanne no le prestó atención. El viento interior, el soplo de la Isla, se hacía sentir aun en el establo y mezclaba el olor del animal con el de la campiña artificial. La campana de la ciudadela sonó tres veces detrás de una colina imaginaria. Era como estar en una pradera borbónica durante una tarde de primavera, después de un chaparrón con sol.
Jeanne no había visto nunca al bisonte. Annoa fue la que lo mencionó incidentalmente. Y al enterarse de que no lo conocía, se puso a bailar de alegría ante la perspectiva de mostrárselo.
—¿Quieres quedarte quieta? —le dijo Jeanne—. ¡Piensa en lo que llevas dentro de ti! No hay que brincar como una cabra cuando se está embarazada…
—¿Qué es una cabra?
—¿No hay ninguna aquí?
—Pero, ¿qué es? ¿Brinca así?
—¡Quédate quieta! ¡Por favor! Bueno… Podremos comenzar con los ejercicios dentro de dos o tres días. Recibí los primeros folletos…
—¡Vamos a ver a José! ¡Ven a verlo! ¡Ven!
Cuando el bisonte llegó a la isla, sujeto con cadenas, atado por todos lados, echando espuma de rabia, no faltó un francés chistoso que lo bautizara con el nombre de José. Era indudablemente una broma liviana de los “librepensadores” de principios de siglo: José, cuya esposa María había tenido un hijo sin que él interviniera para nada en el asunto, era evidentemente el patrón de los cornudos… Cornudo, cuernos, bisonte, José… Eso es todo.
Le hizo recordar a Jeanne una anécdota que le contaba sonriendo su marido, pero con un dejo de vergüenza… Cuando era alumno de cuarto año en el colegio de Milon, su pueblo natal, situado en el límite norte de Provence, se había cruzado un día con el joven cura de la parroquia, flaco y vestido de negro, que caminaba a grandes trancos mientras su sotana raída flameaba al viento. Él, protestante y comunista como se es a los dieciséis años por vehemencia y generosidad ―hubiera sido izquierdista en el sesenta y ocho―, lanzó una risotada sarcástica e imitó el grito del cuervo:
—¡Coa! ¡Coa! ¡Coa!
El cura flaco se paró en seco, se le acercó de tres zancadas, lo miró a los ojos y con una voz furibunda le dijo:
—¡Jovencito! Cuando los cuervos andan por aquí, es porque la carroña no está muy lejos…
Y se alejó luego apresuradamente, pidiéndole perdón a Dios por su arrebato.
Jeanne experimentó una sorpresa que le cortó la respiración durante un momento: el gigantesco bisonte era blanco.
Se había vuelto blanco y manso como una oveja, quizá debido a las dosis masivas de hormonas femeninas que le administraban diariamente para anular sus impaciencias sexuales, o quizá por efecto del JL3 o de cualquiera de los antídotos del JL3 que se le habían inyectado experimentalmente. O quizás era consecuencia de su régimen alimenticio: se alimentaba con flores. No había pasto en la Isla, pero las flores, inmortales, exuberantes, se multiplicaban sin pausa. Era necesario cortarlas diariamente y destruirlas, y parte de ellas se utilizaban para alimentar al bisonte. Ya se había acostumbrado. Rumiaba carradas de margaritas, botones de oro, orquídeas, y toneladas de pétalos de rosa. ¿A qué se debía la repentina despigmentación de su pelo? El doctor Galdós habría estado muy contento de conocer la causa. Él fue quien solicitó a la Casa Blanca que enviaran un bisonte, pues estaba acostumbrado a realizar sus trabajos en Harvard con la sangre de estos animales. Pero el fenómeno que se produjo escapó a su control. Un día los ojos del bisonte comenzaron a volverse azules por el borde del iris y sus pelos comenzaron a blanquearse por las puntas, por todas partes al mismo tiempo. En seis meses se convirtió en una especie de cordero gigantesco y jorobado, con ojos color mosotas, y que se había hecho enlaciar el pelo.
Cuando Jeanne entró con Han y Annoa, estaba acostado en el medio del gran establo redondo, cuyo piso se elevaba ligeramente desde la periferia hacia su vientre. La enorme masa de la bestia echada coronaba la subida como una pirámide maya a la que da gran trabajo subir, por cualquiera de sus lados. Los niños pequeños se acercaban a él y trepaban por sus costados, sujetándose de sus mechones blancos, y una vez que llegaban arriba, se dejaban caer por la pendiente del animal en medio de grandes risas. Él rumiaba lentamente sus rosas, con la mirada perdida, en la nostalgia de las grandes manadas del pasado, galopando por las llanuras ilimitadas.
El animal se levantó, sin brusquedad, cuando Jeanne, Han y Annoa se acercaron a él, se sacudió luego como un perro mojado y los niños cayeron por sus flancos lanzando gritos de alegría. Dio vuelta la cabeza y miró melancólicamente a Jeanne. Ella lo miraba y no podía creer lo que veía. Pero ¿qué era imposible y qué era posible en ese lugar?
—¡Mierda! —dijo el radioperador del lanzamisiles—. Están todos chiflados… ¡Mira un poco lo que tengo que transmitirles!
Le mostró el libro abierto a su compañero Sialk, que entraba en la sala de transmisiones para llevarle unos cigarrillos. Sialk miró y dijo mierda a su vez. Ninguno de los dos comprendía el francés, pero ambos veían claramente la ilustración de la página ciento treinta y dos. Era una fotografía representando una mujer acostada en una cama de hospital, sujetando fuertemente un barrote, con las piernas separadas mientras un niño salía de su vientre. Miraron la siguiente ilustración: unas manos cubiertas con guantes de goma presentaban el horrible niño a su madre, mientras una tripa enroscada como un sacacorchos los unía todavía el uno al otro. Y la madre sonreía como si estuviera en la gloria. Sialk se sintió empalideceder y sus piernas se aflojaron. Se sentó en el otro extremo de la mesa de transmisión.
—¡Mierda! ¿Habías visto antes este horror?
—¿Dónde crees que puedo haberlo visto?… ¡Hay que decir que es una locura tener un hijo de esa forma!
—¿Y cómo quieres que los tengan?
—¡Qué sé yo! Se podría inventar algo. El progreso existe, ¿verdad?
Apoyó el libro abierto contra la pantalla del transmisor de televisión. Era un manual de partos sin dolor.
—No me parece muy agradable para los niños —dijo Sialk.
Jeanne había recuperado cierto interés en la vida al ocuparse de Annoa. Esa pareja inocente, de una pureza inmaculada, le traía a la memoria los deslumbrantes momentos de su amor por Roland cuando él y ella olvidaban familias y experiencias, y se sentían como en el principio de la creación.
Recordó los sufrimientos de su parto y decidió evitárselos a la muchachita dorada, que ostentaba muy ufana su pequeño vientre sin sospechar lo que le esperaba. Había asistido a partos siguiendo el método de Pavlov y le había parecido maravilloso. ¿Cómo había sido posible dejar a las mujeres aterrarse y desesperarse durante miles de años, cuando el dar a luz un hijo podía ser para la madre una alegría profunda y más consciente que la del amor? “Parirás con dolor”. ¿Qué viejo cura repugnante y misógino había podido adjudicarle a Dios esas palabras repugnantes y atroces?
No conocía suficientemente bien el sistema. La ginecología no era su especialidad. Le preguntó a Roland si no podría hacer que le mandaran un manual desde Francia. Una semana después, la televisión comenzaba a transmitir las páginas del texto y las ilustraciones.
Han se trepó al búfalo y se sentó a caballo sobre su cuello, entre la joroba y la abundante crin blanca como la nieve que coronaba su cabeza, y le hizo dar una vuelta alrededor del establo manejándolo de los cuernos. La dimensión de éstos era tal, que Han no podía sujetar al mismo tiempo sus extremos verticales si no abría los brazos en cruz.
—¡Hai! ¡hai! ¡hai! ¡hai! —exclamaba Han, taloneando con sus pies desnudos el cuello del animal.
Éste comenzó a trotar a lo largo de la pared circular lanzando un largo mugido. Parecía un trémolo de un contrabajo amplificado por mil altoparlantes. Jeanne se tapó las orejas con las manos. Los niños aullaron de placer y comenzaron a mugir a su vez. Annoa, recostada contra Jeanne, reía. Un muchacho negro sujetó con sus dos manos la cola blanca del bisonte mientras gritaba:
—Ro-zef! ¡Ro-zef!
Soltó luego su mano derecha y se la tendió a otro muchacho que se aferró a ella. No había transcurrido más de un minuto y una cadena de muchachos y chicas galopaban detrás de la cola del bisonte gritando su nombre tal como se pronunciaba en su idioma: ¡Ro-zef! ¡Ro-zef!… El bisonte trepó hacia el centro del establo, se detuvo al llegar a la parte más alta y doblando al mismo tiempo sus cuatro patas se dejó caer de golpe sobre su vientre. El suelo se estremeció. Los niños desnudos, fatigados por tanta diversión, se dejaron caer igual que el animal. Se produjo un instante accidental de silencio total, que duró solamente tres segundos, durante los cuales Jeanne oyó ese extraño ronroneo que ya había advertido varias veces cuando los ruidos de la isla hacían una breve tregua.
—¿Qué es lo que se oye roncar? ¿Qué es eso?
—Es el pulmón —respondió Annoa con una leve sorpresa.
Como si fuera posible ignorarlo…
El ocho de noviembre de 1960 John Fitzgerald Kennedy fue elegido presidente de los Estados Unidos de Norteamérica derrotando a Nixon por una mayoría de cien mil votos sobre sesenta y nueve millones de votantes. De acuerdo con la ley, recién asumió su cargo el veinte de enero de 1961. Al atardecer de ese día, cuando terminaron todas las ceremonias oficiales y la noche caía sobre Washington, Eisenhower, el presidente saliente, puso al tanto a su sucesor sobre la existencia del JL3 y de la comunidad del islote trescientos siete. Kennedy se sintió al mismo tiempo aterrado y entusiasmado. Había llegado a ser presidente casi a pesar suyo, empujado por la voluntad de su padre y la ambición del clan y porque su hermano mayor, Joe, que debió haber accedido a ese puesto en lugar de él, murió durante la guerra. Él era a su vez un gran herido de la guerra y del deporte. Como su columna vertebral fue prácticamente cortada en dos, debió someterse a una operación “a cielo abierto” en la que los cirujanos reemplazaron el disco de la quinta vértebra, que estaba roto, por un disco de acero. Fue operado nuevamente en 1954 y estuvo tan próximo a la muerte, que le fue administrada la extremaunción. Desde entonces vivía prisionero de un corsé de acero. El conocimiento universal del uso diario de dicho corsé, fue lo que obligó, poco después, a que los asesinos de Dallas apuntaran a su cabeza.
Pero ese atardecer del veinte de enero de 1961, John F. Kennedy, que acababa de alcanzar la cima del éxito, no sospechaba en absoluto el trágico destino que le esperaba. En cambio, acababa de enterarse de que al inmenso trabajo que suponía dirigir los destinos de la más poderosa nación del mundo, se agregaba la responsabilidad de salvar a la humanidad de un peligro inimaginable. Eisenhower le transmitió el temor de Kruschev respecto de una posible evasión del JL3 del islote y de su proyecto de expansión humana más allá de la tierra. El viejo general, que no tenía ninguna clase de imaginación, encontraba que dicho proyecto era un poco pueril, y algo folletinesco. Había otorgado créditos a. los técnicos y les había dado vía libre, pero se abstuvo de alentarlos.
Kennedy en cambio se embaló con la idea. Resumió su programa en dos palabras: Nueva Frontera. ¡Qué sentido profético adquiría súbitamente ese slogan electoral!
Decidió ver a Kruschev lo más pronto posible. Debían coordinar los esfuerzos de ambos, para evitar perder tiempo y dinero. En primer lugar recibió en Washington al primer ministro inglés, McMillan, desde el cinco hasta el ocho de abril y luego desde el once hasta el diecisiete al canciller alemán Adenauer.
Le preguntó al primero, que no sospechaba la gravedad del problema y al segundo, que estaba al tanto, si Europa podría tomar a su cargo una parte del programa espacial. La respuesta fue negativa.
De Gaulle, en plena crisis argelina, no pudo trasladarse a los EE.UU. Kennedy lo vio en primer término cuando llegó a Europa el treinta y uno de mayo. De Gaulle se había entrevistado con Adenauer en Bonn diez días antes. Le confirmó a Kennedy lo que le habían dicho sus anteriores interlocutores: los gastos que exigía el programa de expansión espacial sobrepasaban las posibilidades de los presupuestos europeos, aun unidos. Por otra parte, De Gaulle lamentaba profundamente la ausencia de Europa y sobre todo de Francia en la preparación de dicha aventura. Pero se inclinaba frente a la magnitud de las cifras.
Cuando Kennedy se encontró frente a Kruschev el tres de mayo en Austria, en la ciudad de Viena, la posición era clara: las dos grandes naciones eran las únicas que tendrían que hacerse cargo de despejar el camino futuro de la humanidad. Y de esa reunión de Viena, realizada durante los días tres y cuatro de junio de 1961, data el más fantástico acuerdo secreto de toda la historia humana: la división del sistema solar en dos zonas de influencia. Viena es el Yalta del espacio.
Pero Kennedy y Kruschev no eran Roosevelt y Stalin. Conscientes de la fragilidad de las ambiciones nacionalistas frente a la inmensidad de los peligros y las esperanzas, estaban decididos uno y otro a proyectar fuera de la tierra los conflictos que dividen a ésta. La división que esbozaron y que sería puesta a punto a medida que se realizaran los progresos técnicos, era una división de responsabilidades más que de imperialismos.
Decidieron que la Luna, demasiado próxima a la Tierra para que un predominio ruso o norteamericano no tuviera consecuencias políticas y militares, sería objeto de exploración de las dos partes, y dichas exploraciones servirían además como bancos de pruebas para el material y los hombres en previsión de viajes más lejanos.
Para ellos la cuestión no era recorrer el camino juntos. La urgencia del peligro exigía inspeccionar rápidamente los planetas susceptibles de recibir una implantación humana. Se dividieron las direcciones del cielo. Kennedy se encargó de Marte, y Kruschev de Venus. Este último aprovechó dicha ocasión para soltar una de sus habituales bromas pesadas, que hizo sonreír a Kennedy a pesar de los atroces dolores que le destrozaban su espalda.
Todo el mundo pudo apreciar después que los programas espaciales rusos y norteamericanos no se hacían la competencia, sino que se complementaban. El acuerdo sobrevivió a los dos K, aun cuando los Estados Unidos de Norteamérica comenzaron a ocuparse ellos también de Venus y la URSS de Marte. Once años después, los resultados eran los siguientes:
LA LUNA
Todos los grandes geólogos, físicos, químicos, bioquímicos y dietistas del mundo, incluidos los de la isla, analizan las muestras de rocas y partículas de polvo traídas por los astronautas norteamericanos y los robots soviéticos.
Problema a resolver: no queda en la Luna, si es que alguna vez lo hubo, ni aire ni agua, ni ninguna clase de alimento animal o vegetal. Nada. Nada más que piedritas. ¿Podrían enventualmente los hombres comer, beber y respirar esas piedritas?
La respuesta es afirmativa. Las rocas lunares contienen todos los ingredientes necesarios para la fabricación de aire, agua y alimentos sintéticos. Pero esa transformación exigiría la instalación en el lugar de una industria considerable. No resulta impensable si se tiene el tiempo suficiente.
El plan previsto es una “siembra” de la Luna. Máquinas perforadoras y transformadoras serían depositadas en el satélite en piezas separadas por medio de cohetes-robots (técnica rusa) a los que seguirían hombres (técnica norteamericana) que se encargarían de su montaje y de ponerlos en funcionamiento. Se buscará enterrarse bajo el suelo lunar y crear una especie de huevo estanco, en el interior del cual se generaría una atmósfera y donde los hombres y las máquinas podrían vivir obteniendo su subsistencia de las rocas en las que estarían enquistados. Otras estaciones similares serían construidas en las proximidades y luego unidas unas con otras, hasta ser finalmente agrandadas y convertidas en una única estación, proceso que se repetiría en numerosos puntos de la Luna, hasta que la técnica permitiera crear en la superficie una gravedad suficiente como para adicionarle una atmósfera exterior, agua, y por último, la vida.
Dicho programa exige mucho tiempo, siglos tal vez, muchísimo dinero, quizá la mayor parte de los presupuestos mundiales, y grandes fuentes de energía. El tiempo no les alcanza a los hombres en su calidad de individuos, pero no le falta a la humanidad, salvo si está amenazada de muerte por la inmortalidad.
La cantidad de dinero necesaria le impondría tal sacrificio a los seres humanos que solamente la amenaza de un peligro conocido podría inducirles a aceptarlo. Por lo tanto el plan sólo podría ser puesto en acción si el JL3 inunda la tierra. Los Grandes piensan que la humanidad, enloquecida de alegría al ver desaparecer la muerte y atemorizada de verla regresar bajo formas más espantosas, aceptaría entonces pagar lo necesario para encontrar un lugar donde establecerse fuera de su planeta natal.
Pero subsiste un problema muy serio: ninguna máquina puede funcionar, en la Luna o en cualquier otro lugar, sin una fuente de energía. Ahora bien, la Luna recibe por todos lados, catorce días de veintiocho, una cantidad incalculable e inagotable de energía solar, que le llega en estado bruto, sin haber sido filtrada, desnaturalizada o disminuida por ningún tipo de atmósfera. Por lo tanto es necesario aprender urgentemente a aprovechar la energía solar. Los gobiernos de Inglaterra, Francia, Alemania, Estados Unidos, Rusia y China impartieron instrucciones en ese sentido a sus investigadores. Pero en casi todas esas naciones, el poder oculto o manifiesto de las grandes compañías petrolíferas se opone legalmente o brutalmente a la realización de dichos trabajos. Por todas partes las investigaciones tropiezan con diversos obstáculos, materiales, financieros, administrativos o “accidentales”.
Un físico inglés y un electrónico francés que trabajaban de acuerdo en dicho problema, estuvieron al borde de alcanzar, a fines de 1970, el perfeccionamiento de una pintura que transformaría la luz solar en una corriente eléctrica de elevado rendimiento. El ingeniero Mattew L. se trasladó a París para reunirse con su colega francés Gérard T. Partieron el veintinueve de diciembre en el auto de este último rumbo a una casa de campo que T. había heredado de su familia, situada un poco al norte de Gassis. El sol invernal de las Bouches-du-Rhone les sería de gran valor para terminar la última etapa de sus trabajos.
El auto de Gérard T. era una berlina DS color “cáscara de huevo”. A las seis de la tarde quedaron bloqueados cerca de Avignon por la famosa tormenta de nieve que inmovilizó a diez mil autos en la autopista del valle del Ródano. Los dos ingenieros permanecieron en el auto, sin animarse a alejarse de sus legajos y de su material guardados en el baúl, y de las valijas ubicadas sobre el asiento posterior. Como el frío y la nieve aumentaban, Gérard decidió, en la mitad de la noche, ir a buscar víveres, bebidas calientes y mantas al pueblo más cercano.
La patrulla de rescate lo encontró en una zanja dos días después. Tenía una pierna rota y había muerto de frío en el agujero al que había caído. Mattew L. fue trasladado al hospital medio congelado e inconsciente. Cuando salió, al enterarse de la muerte de Gérard T. quiso recuperar los legajos y el material. Buscó la DS color “cáscara de huevo” en todos los depósitos a los que habían transportado los autos bloqueados. No pudo encontrarla por ningún lado. Mattiew L. regresó a Londres. Esos acontecimientos parecían haberlo traumatizado. Se comportaba como un drogado al que le falta la droga. Tuvo que volver al hospital y de allí lo trasladaron a una clínica psiquiátrica. Murió once días después.
En el Ilyushin que se estrelló cerca de Moscú en julio de 1972, ocasionando el mayor número de víctimas en la historia de la aviación, se encontraba el físico Blagomirov, que regresaba de Crimea con sus informes, instrumentos, y muestras de aleaciones realizadas por él y que al ser colocadas en cierto orden generaban una corriente eléctrica al ser expuestas al sol. Todo se quemó y se fundió en el incendio del avión.
El dieciséis de enero de 1971, dieciséis compañías petroleras se unieron para oponer un frente común a las exigencias de los países árabes productores del oro negro, pero hace mucho tiempo que existe una solidaridad oculta que actúa por todo el mundo contra lo que pueda resultar una amenaza para los intereses petroleros. El petróleo tiene ministros en todos los gobiernos, y la mayor parte de los servicios secretos trabajan para él sin saberlo. Se trata por cierto del petróleo, más que de los petroleros. Estos últimos se aprovechan de él, pero son sus sirvientes. El petróleo es una potencia en sí, una pesadilla. Domina todas las economías, inclusive las de los países socialistas. Provoca guerras, desde Biafra al Sinaí, mata, encarcela, corrompe. Puede tenerse la certeza de no equivocarse al achacarle al petróleo cualquier tipo de mala acción, por más monstruosa que sea. Bahanba decía que el petróleo es la sangre de Shiva. Un cristiano hubiera dicho la sangre del diablo.
Por falta de dinero y de energía, el proyecto de la Luna no ha pasado de ser un proyecto. Los Estados Unidos de Norteamérica interrumpieron su programa Apollo y la URSS ha diferido sus expediciones lunares.
VENUS
La URSS consiguió que varias sondas penetraran la espesa capa de nubes que rodea completamente a Venus impidiendo la observación directa del planeta.
Dichas sondas enviaron por radio breves informes, antes de ser destruidas no se sabe de qué forma. Los informes recibidos permiten sacar en conclusión que la atmósfera de Venus está compuesta por gases irrespirables y que la temperatura alcanza a seiscientos grados. Pero no se tiene la certeza absoluta. Como tampoco se puede afirmar que las sondas hayan sido destruidas por la elevada temperatura. Podrían haberse hundido en un mar de líquidos corrosivos, o destrozado contra el suelo o desintegrado por razones totalmente distintas. No se sabe prácticamente nada sobre Venus, pero existen motivos de sobra para suponer que es un planeta decididamente inhabitable para el hombre.
El programa ruso de exploración de Venus proseguirá hasta tener la certeza absoluta.
MARTE
Los Estados Unidos de Norteamérica han enviado numerosos satélites de observación alrededor de Marte. En noviembre de 1972 se hicieron públicos algunos resultados obtenidos de las observaciones realizadas por los instrumentos: puede haber existido vida sobre Marte, y quizás aún existe bajo formas indudablemente primitivas y diferentes de las conocidas en la Tierra. La conclusión secreta es que a los hombres les resultaría tan difícil instalarse allí como en la Luna.
LOS OTROS PLANETAS
Por primera vez en la historia de las observaciones astronómicas conocidas ―y quizás en la historia de la humanidad―, casi todos los planetas van a estar en conjunción, es decir “alineados” uno detrás de otro del mismo lado del Sol, a fines de los años ochenta. Los lentos, pesados y lejanos planetas del extremo del sistema solar están ya en marcha para esa cita excepcional. En el momento en que estén lo más cerca unos de otros, sus influencias se sumarán y la Tierra se verá dividida entre la suma de las atracciones de dichos planetas y la atracción del Sol. Es posible que se produzcan fenómenos climáticos excepcionales y que la órbita de la Tierra experimente modificaciones.
Los astrólogos han notado que solamente el planeta Júpiter se encontrará en ese momento del otro lado de la Tierra. Júpiter representa el orden establecido, las cosas tal cual son. Por lo tanto, el orden y la estabilidad estarán en oposición a todas las otras influencias. Los más importantes astrólogos del mundo prevén para ese momento cambios considerables en la vida de la humanidad. Todo cambiará y nada volverá a ser como antes. El astrólogo privado de Su Majestad Isabel II le comunicó sus temores. La reina lo interrogó detenidamente, tratando de averiguar si dichos cambios podrían provenir del JL3. Pero no logró sacar ninguna conclusión.
Los norteamericanos, contentándose con los datos astronómicos, enviarán una sonda espacial que aprovechando la alineación de los planetas externos pasará sucesivamente cerca de todos. Enviará informes durante veinte años a partir de fines de 1973, y luego, después de haber sobrepasado a Plutón, se alejará en el espacio galáctico, antes de regresar, dentro de unos cuantos siglos, como un obscuro cometa y lanzando tal vez algunas bocanadas de ondas con algunos huecos, mensajes sin sentido y que ya nadie tratará de comprender.
A pesar de toda la ciencia y del dinero gastado, el programa de expansión al sistema solar está todavía en tanteos y sorpresas. La humanidad se parece a un caracol que antes de animarse a salir de su concha asoma un cuerno, luego otro, con un ojo en el extremo de cada uno, se encuentra con vinagre, cenizas, llamas, se mete adentro rápidamente y luego recomienza la misma operación esperando la lluvia. Los Cuatro saben solamente una cosa: que el espacio que se extiende más allá de la Tierra es terriblemente hostil hacia el hombre y que va a tener que pasar mucho tiempo antes de que éste pueda abandonar su cuna.
Por lo tanto, hay que cuidar que de ninguna forma pueda salir de la Isla la menor partícula del virus.
—Bueno, por hoy basta. La próxima clase será dentro de tres días. ¿Qué día es hoy?
Las voces de los niños se elevaron en coro alrededor de Jeanne, como si fuera un gallinero en el que ha entrado una comadreja.
—¿Qué día, que día?
—No sabemos qué día…
—Es como todos los días.
—No existen los días.
—Hoy es hoy.
—Mañana es mañana.
—Dentro de tres días serán tres días.
Ella ya había logrado entender un poco el idioma de los niños y éstos comprendían el de ella sin ningún esfuerzo. Estaba sentada sobre el pasto en la posición del loto y Han y Annoa estaban acostados delante de ella. Han tenía tomada a Annoa por una mano y todos los otros niños que los rodeaban estaban acostados sobre el pasto y las flores, cada niña sujetaba la mano de un niño formando parejas accidentales, de todas las edades y de todos los colores.
Jeanne comenzó por darle las clases de parto sin dolor a la muchacha en su propio cuarto. Han asistía a ellas, como es conveniente. Y también porque no se separaba jamás de Annoa. Algunos niños los habían acompañado desde la primera clase. Asistieron tantos a la tercera clase, que desbordaban por la plaza, se treparon a la fuente e inclusive se metieron dentro de ella y escuchaban por la puerta abierta las palabras de Jeanne, maravillados, absortos, con las manos abiertas y esbozando los gestos que ella le indicaba a Annoa. Pero para ello era necesario acostarse y no tenían lugar suficiente para hacerlo. Los pájaros azules revoloteaban por encima de ellos piando y a veces alguno se posaba sobre una cabeza y lo picoteaba para divertirse.
No era cuestión de cerrar la puerta o de impedirles a los niños que fueran: iban adonde querían y eran dueños de su tiempo. Los adultos les daban consejos, les enseñaban cosas pero no les daban órdenes. Eso no formaba parte de su universo.
Para simplificar las cosas, Jeanne decidió dar las siguientes clases en el jardín redondo. Eligió la extensión de pasto más grande, que estaba rodeada por un círculo de mimosas. Para la sexta o séptima clase, todos los niños de la isla estaban allí, acostados sobre el pasto, trepados a los árboles, reunidos en grupos, sentados, arrodillados o parados, formando alrededor de Jeanne, Han y Annoa una corola semejante a la de una anémona de mar, que es a la vez una flor y un animal.
Jeanne se levantó y trató de salir del jardín, pero la masa movediza de los niños formaba una pared delante de ella. Se abría sin dificultad, pero se cerraba incesantemente. Era una multitud densa e inquieta, preciosa con su piel nueva y desnuda, pero una multitud al fin, cuya densidad era su característica natural. Había ya muchos allí, unos llegaban, otros se iban, pero siempre eran igualmente numerosos y eso no parecía incomodarles demasiado, no más que si fueran las uvas de un racimo, pero Jeanne se sentía como una abeja encerrada en el medio de todos. Tengo claustrofobia, se dijo para sus adentros. Pero no era eso y ella lo sabía. Era la densidad de población.
Había demasiados adultos y niños para el volumen que ocupaban. No podía dar jamás un paso ―salvo en las profundidades, donde estaban las máquinas― sin cruzarse con varias personas y cruzarse nuevamente con muchas otras al dar el paso siguiente y sentir que atrás de ella, a su derecha y a su izquierda caminaban otras tantas y ver delante de sí otras espaldas y otras nucas. Y por todas partes niños corriendo y deslizándose entre los adultos, rellenando los huecos con sus cabezas morochas y rubias, moviéndose a media altura de la corriente. Uno llegaba y era inmediatamente reemplazado por otro antes de irse nuevamente. A veces, al pasar, tocaba con su mano un hombro tibio o una cabellera fresca. Y a veces el niño tomaba su mano entre las suyas y la besaba o la frotaba contra su mejilla, reía y desaparecía…
La afluencia de gente en todas las calles de la isla hacía pensar en los corredores del subterráneo de París a las cinco de la tarde. Felizmente la gente no corría ni se empujaba, y en sus rostros no se veía esa expresión despavorida de los trabajadores del Mundo mientras se trasladan a toda prisa de su trabajo a sus hogares, siempre cansados, siempre empujados, siempre apurados, corriendo hacia la meta de sus vidas. Los habitantes de la Isla no eran indolentes sino tranquilos, no eran despreocupados sino desprovistos de preocupaciones. La multitud integrada por ellos no era agresiva ni indiferente; en cualquier momento era posible tropezar con una sonrisa o descubrir una mirada atenta. Pero era una multitud. Y no era posible ver su fin por ningún lado.
Jeanne sentía a veces unas ganas locas de lanzarse contra ella, de lanzarse a la carrera abriéndose camino con sus manos, como si estuviera luchando para salvarse de una correntada y tratara de aferrarse a la orilla desierta con ambas manos. Pero no existía ninguna orilla desierta. La isla era un recipiente colmado. La muchedumbre callejera constituía solamente una parte de su contenido. Había siempre una parte mucho mayor ocupada en distintas tareas ó realizando investigaciones en los locales.
Lo que impedía que Jeanne se sofocara era el viento, presente por todas partes, con ligeros remolinos o cabriolas y que traía súbitamente el sonido de la campana. El viento y la campana hacían desaparecer el techo y las paredes. Parecían provenir de un paisaje familiar, abierto, cuyo recuerdo perduraba y que encontraríamos ahí no más, a la vuelta de la esquina…
—Ustedes son demasiado numerosos —le dijo a Roland—. No debieron tener tantos hijos. Cuando aumenten de edad y tamaño van a estallar…
Él había venido a traerle una dosis de refuerzo del C41. Era un poco de liquido turbio encerrado en un tubo de ensayo tapado con un poco de algodón. Ella lo bebió en medio vaso de agua mezclado con un poco de miel. En los jardines de la isla se encontraban las colmenas más lindas del mundo y sus abejas tenían a su disposición una variedad enorme y permanente de flores. Las abejas se entendían bien con los niños, se posaban sobre ellos, libando en sus labios. Cuando se ponían molestas, los niños las espantaban con la mano agregando algunas palabras de reproche, como si se tratara de un amigo un poco pesado. Jamás las mataban, no les temían y ellas no les hacían daño.
Roland sonrió.
—“Nosotros” estallaremos. Siempre dices “ustedes”… Pero ahora tú formas parte de nosotros.
Ella inclinó la cabeza y respondió suavemente:
—No.
No, no formaba parte de “ellos”. Para eso hubiera sido necesario que desapareciera la brecha que existía entre ella y Roland. Y cada vez que Roland daba un paso hacia ella, retrocedía… Vivía en la isla y sabía que no podría salir de allí nunca más, pero había entrado como un proyectil y permanecía como un cuerpo extraño. Quizás ésa era la solución, esas pocas gotas de un caldo de cultivo que le permitirían escapar lentamente a la tortura de los recuerdos, alejarse paso a paso de la tentación de lo imposible y salir por fin de la isla por la única vía permitida… si es que quería permanecer entreabierta, por lo menos para ella.
—Hace tres meses y seis días que llegué. Y todavía no veo el color rojo por la noche.
—¿Estás contenta?
—Sí.
Roland se levantó del sillón color tabaco, que se plegó detrás de él. Comenzó a caminar de una a otra punta en el cuarto de Jeanne. “De una punta a otra” no era una gran distancia: tres pasos, media vuelta, tres pasos, media vuelta… Un departamento para un “investigador” aislado como Jeanne, significaba un cuarto pequeño, un escritorio minúsculo, un baño-cocina donde no se podía romper un huevo sin golpearse los codos contra las paredes y donde había que bañarse de pie. Y a la altura del cielo raso, las hendiduras por las que entraba y salía silenciosamente el viento.
—¿Te gustaría envejecer y morir?
—Ya he envejecido. Y no estoy contenta. Es todo.
—Pero yo también…―Se interrumpió. No, evidentemente eso no era verdad. Los años habían pasado para él, pero no había envejecido―. Sin embargo… me parece que tú eres la más joven de los dos. Yo sé que un día llegaré a tener mil años, y me siento como si ya los tuviera. En cambio tú, tú… todavía eres frágil como una muchachita. Quiero decir, como una muchachita del Mundo, una jovencita que se resfría y se enferma con gripe. Jeanne…
Le tendió las dos manos y se inclinó hacia ella. Ella estaba sentada en el borde de la cama; no se movió para nada y lo miró de arriba abajo con una mirada glacial, porque necesitaba helarse ella misma y ahogar esa llama de estúpida esperanza que de tanto en tanto se encendía por algún gesto o algunas palabras de Roland. Como la flor sobre el cadáver del Desconocido. Exactamente.
—No seas tonto.
—¡Tú eres la tonta!
Se sentó al lado de ella sobre la cama, a su izquierda, y rodeó tiernamente sus hombros con el brazo derecho. Ella sintió que el corazón daba un salto en su pecho. Esbozó un movimiento hacia adelante para liberarse, pero su coraje se esfumó y se dejó ir. Cerró los ojos y apoyó su cabeza contra el hombro de Roland.
—Roland… Roland, te lo ruego… No es posible. Lo sabes muy bien. Nunca podrás olvidar cómo era yo.
Él trató de constestarle, pero no había nada que decir. Nunca lo olvidaría. Y lo que no podía olvidar era justamente lo que trataba de encontrar otra vez… allí, en su brazo. Era ella… y ella estaba allí… Pero ¿dónde estaba la que él recordaba, dónde estaba ella? Para poder amar a Jeanne tenía que olvidarse primero de la Jeanne que recordaba…
No trató más de convencerse ni de convencerla. Se apoyaba contra ella como ella se apoyaba sobre él, cada uno con su propia pena y ambos con su pena común. Nadie habló, no había nada más que decir…, pero acababa de renacer algo de su vieja amistad. Simplemente la satisfacción de estar juntos compartiendo el calor de sus cuerpos apoyados uno contra otro, y el poder comprenderse sin necesidad de hablar.
Jeanne abrió los ojos. Ambos miraban la pared blanca frente a ellos, la pared para pintar, que había en todos los cuartos, y sobre la que uno podía pintar lo que quería y luego borrarlo o conservarlo. Jeanne no había pintado nada, la pared estaba blanca, y esperaba. Dos mariposas empujadas por el viento entraron por la puerta, que había dejado abierta a propósito. Tenían dos alas marrones y dos alas azules salpicadas por un centenar de pequeñas manchas blancas y redondas. Bailaban y palpitaban en el aire, girando cada una alrededor de la otra, como las dos manos del amor, y el viento suave las empujaba con él en su ronda: parecían una flor suspendida en el aire, una llama azul y marrón, una sola llama, eran dos, pero no se separaban y el viento que las había traído se las llevó.
Den se ponía una blusa de cualquier color, la primera que encontraba en el estante, para ir a trabajar a la sala de radios. Ese día sacó una blusa naranja un poco demasiado larga y demasiado amplia. La sala era grande y de forma rectangular, y la pared del fondo estaba ocupada totalmente por los aparatos conectados con el exterior, transmisores y receptores, télex y receptores de todas las cadenas de televisión, formando un damero de pequeñas pantallas cuyo tamaño no excedía al de una mano. Paralelas a las dos grandes paredes se alineaban las mesas de aprendizaje, de reparaciones, de investigaciones. Den, ayudado por dos muchachas y un muchacho más jóvenes que él, vestidos con blusones azules, amarillos y verdes, y por un pequeño completamente desnudo, daba los últimos toques a un transmisor de radio inventado por él. Tendría un alcance ilimitado, no pesaría casi nada, y realizaría emisiones en un centenar de longitudes de ondas a la vez. Para ponerlo a punto, Den había resuelto, franqueado y solucionado una cantidad de problemas técnicos que ni siquiera sabía que eran problemas, como tampoco sabía que era un genio.
—Cuando formemos parte del proyecto Galahad, partiremos con este equipo… Quizá no sea exactamente el mismo. Trataré de reducir su tamaño.
—¿Tú partirás con el proyecto Galahad?
—¡Por supuesto que iré!
—¿Y hasta dónde irás?
—No sé, lejos…
—¿Hasta la Luna?
—Mucho más lejos.
—¿Hasta el sol?
—Eso no es posible, te quemarías…
—¿Hasta Zimponpon?
—¿Qué es Zimponpon?
—Es una estrella que yo inventé, está más lejos que todo.
—Sí, quizás… Sí, creo que llegaré hasta Zimponpon.
—¿Me llevarás contigo?
—Te llevaré.
—¿Y cuando volvamos ya seré grande?
—Cuando se llega a Zimponpon no se puede volver atrás.
—¿Por qué?
—Porque no tienes ganas de volver.
—¿Por qué?
—Porque es tan lindo…
En el cielo raso se iluminó la pantalla chata de la televisión interna y apareció la cara de Bahanba. Comenzó a hablar en el idioma de los niños, pero se dirigía a todo el mundo. Y en toda la isla, los que estaban en sus casas, los que estaban en las calles o en los jardines, los que estaban trabajando, niños o adultos y que comenzaron a escucharlo algo distraídos, al cabo de unos instantes interrumpieron su trabajo o se detuvieron en su camino y aun los que dormían se despertaron para escucharlo. La totalidad de la isla, silenciosa, inmóvil, escuchaba a Bahanba anunciarles que iba a morir.
—El viento las lleva —dijo Jeanne—. ¿Las lleva adónde?
—Ven a verlo con tus propios ojos.
Siguieron a las mariposas. Atravesaron la isla por sus calles y pasadizos y encontraron otras mariposas en el aire. A medida que avanzaban aumentaba su número y se agregaban también abejas y otros insectos negros, dorados, azul eléctrico, amarillos, rojo vivo, vaquitas de San Antonio con sus lunares característicos, arrastradas por el ligero viento como si fueran copos. Cansados de su travesía se posaban a veces sobre los hombres o se aferraban a las paredes y al techo. Pero no bien reanudaban su vuelo, el viento pertinaz y suave los tomaba en sus manos y los llevaba más lejos.
Roland le explicó qué era el viento.
—No se podía correr el riego de que gérmenes del JL3 fueran proyectados hacia el exterior por una corriente de aire, una puerta abierta, una grieta. La primera preocupación de los primeros habitantes de la isla fue instalar un enorme ventilador al que luego agregamos otro más. Funcionan sin descanso. Producen una depresión constante en el interior de la isla. El aire exterior es el que entra por todas las salidas, los agujeros más pequeños o las puertas abiertas de par en par cuando recibimos los lanchones. El aire interior no puede salir. Estamos acercándonos a los ventiladores. ¿Puedes oírlos?
Se detuvieron. Y ella oyó por encima del ruido familiar de la multitud, uno mucho más fuerte, el ronroneo que la había intrigado a veces en los instantes de silencio. El pulmón, le había explicado Annoa…
—Es el pulmón de la isla —dijo Roland.
—Un pulmón inspira y espira. El aire que ustedes inspiran tienen que expulsarlo obligatoriamente.
—Ya verás.
Siguieron avanzando. La calle se transformaba en un corredor más angosto y cuyo techo bajaba progresivamente. El viento suave se hizo más fuerte, y luego impetuoso. Los insectos se estrellaban contra las paredes como un granizo fino y el viento arrastraba sus restos. Unos barrotes verticales cerraban el extremo del corredor, al desembocar en un recodo en otro corredor más grande. Jeanne vio a través de los barrotes otras aberturas semejantes, de tanto en tanto, sobre la pared de enfrente. De todas esas aberturas salía una nube de insectos multicolores, que eran absorbidos por una corriente de aire más fuerte, y arrastrados horizontalmente en un largo torbellino que giraba cada vez más rápido y desaparecía por un extremo que Jeanne no alcanzaba a ver. El ruido de los ventiladores se oía ahora muy cerca. Era un ruido nítido, enorme, áspero, como el de una inspiración interminable en la tráquea de un gigante, y también algo más que un ruido: entraba por los oídos pero salía por la nariz y la boca, dando la impresión de que trataba de sacar afuera y llevarse todo el interior del cuerpo, el aire de los pulmones también y todo lo demás, junto con las mariposas, escarabajos, las vaquitas de San Antonio, en un remolino cada vez más rápido hacia…
—¡Hacia el fuego! —exclamó Roland, por encima del ruido—. Ven, no nos quedemos aquí…
La tomó por los hombros, le hizo dar media vuelta y se alejaron de los barrotes inclinándose por la fuerza del viento que disminuía paulatinamente su violencia, volviéndose suave, una ligera brisa, una caricia, rozando el pelo, y salpicado aquí y allá por la mancha rauda y fugitiva de una mariposa de luz.
—El aire inspirado por los ventiladores inunda todo el interior de la isla y junta a su paso los insectos descuidados, para ser luego arrojado al exterior a través de una cortina de fuego. Es un conducto de veinte metros de largo donde reina una temperatura que sobrepasa los mil grados. No subsiste ningún microbio ni germen de ninguna clase. En un milésimo de segundo las mariposas se convierten en chispas, luego en cenizas y luego en nada.
»Por esas hembras adultas que incesantemente ponen huevos, cada día nacen en la isla varias centenas de millones de insectos. Importamos todas las variedades de pájaros insectívoros, pero no alcanzan. El viento hace lo demás. Ayudados por el DDT, el HCH, y cinco o seis productos similares con los que están sobresaturados los materiales de construcción de la isla, la tierra y las plantas, para luchar contra todos los otros insectos, los que excavan, se entierran, trepan, hormiguean, comen las plantas, pican a los hombres y los animales y se multiplican a una velocidad fantástica.
»Debimos inundar con ácido y secar con soplete todo un subsuelo de la isla en el que se habían metido unas hormigas salidas nadie sabe de dónde… Cuando llegó el bisonte, a pesar de todos los lavados y limpiezas que se le hicieron, tenía pulgas. No eran muchas, una docena tal vez. Tres semanas después, la isla estaba repleta. Ejércitos de pulgas trepaban por nuestras piernas. Todos los animales con pelos se rascaban hasta sacarse sangre. Pusimos un nuevo insecticida en el agua, el TCD. Todo el mundo bebió, animales y personas. Pasó a su sangre. Todas las pulgas que los picaron y bebieron la sangre murieron. Y las que no picaron a nadie, comieron tierra y pequeños restos saturados de DDT y HCH. Conseguimos exterminarlas. No queda ni una. Pero la batalla contra los insectos sigue siendo nuestra permanente preocupación. Todo lo que se come, bebe, respira o toca en la isla, está embebido de insecticida. De lo contrario, ya nos habrían aplastado y destruido. Por supuesto que dichos insecticidas son venenosos para el hombre. Pero ninguno de nosotros ni de las otras especies animales han sufrido hasta ahora por su efecto. Quizá se debe al virus, pero no sé…
»Los otros animales se multiplican también en un grado mayor al que podemos aceptar. Hemos tratado de crear un equilibrio natural, que cada especie coma otra especie, pero hay algunas que se salvan de cualquier otra. El mayor de todos los depredadores, el único destructor que mantiene realmente el equilibrio, es la muerte por vejez o epidemia. Aquí no existe. Estamos obligados a intervenir. Mira…
Roland le mostró a Jeanne una reja cerrada debajo de la cual pasaban unos rieles.
—Por aquí se envían todas las noches hacia el fuego los animales cuyo número es excesivo. Actuamos principalmente con los más jóvenes, y con los huevos tratándose de pájaros. Pero también estamos obligados a sacrificar a algunos adultos, para renovar la frescura de las especies. En primer lugar pasan a una cámara donde respiran un aire que los adormece y los vuelve insensibles; recién entonces se los transporta hasta las llamas. No queda residuo alguno.
»Todo lo que sale de la isla debe pasar por el fuego. Las aguas servidas, las cloacas, los desperdicios, todo lo que no sirve, objetos diversos, maderas, plásticos, aceros, los lanchones y el embalaje en que recibimos las mercaderías del mundo, todo pasa por temperaturas que llegan hasta los tres mil grados, antes de salir en forma de gas o humo y mezclarse con la niebla, o de caer fundidos, vitrificados, al fondo del océano.
—¿Todo eso para impedir que puedan escapar algunos vibriones de un millonésimo de milímetro?
—Para evitar que se escape uno solo.
Llegaron a una encrucijada donde corrían tres manantiales entre los árboles. Unas pantallas murales se iluminaron en lo alto de las seis paredes y la imagen de Bahanba reproducida seis veces, comenzó a hablar.
—Qusiera que todos me escucharan, y especialmente los niños. Voy a morir…
Roland se detuvo y apretó el brazo de Jeanne.
—¿Qué es lo que quiere decir?
Las palabras que acababan de oír ya no tenían sentido en la Isla. Los adultos que estaban por atravesar la encrucijada se detuvieron. El significado de esas palabras, que pesaban sobre los hombres desde la eternidad de los tiempos y cuya carga les había sido transmitida al dárseles la vida, había sido arrojado muy bajo, increíblemente bajo, al llegar a ese lugar. Y era precisamente el mismo hombre que había conseguido liberarlos de esa carga, el que decidía colocársela nuevamente sobre su espalda.
—Voy a morir.
Los adultos se detuvieron e interrumpieron sus conversaciones. Miraron las seis caras de Bahanba y escucharon. Los niños seguían con sus idas y venidas, pues esas palabras no significaban absolutamente nada para ellos. Pero Bahanba se dirigió nuevamente a ellos.
—Escúchenme, queridos niños…
Y entonces se detuvieron y los pájaros se posaron sobre las ramas y las fuentes como para escucharlo ellos también. Alguien presionó una piedra en una pared y el agua que corría se detuvo. Se oyó solamente el ruido de unas cuantas gotas, y luego nada más que el lejano murmullo del pulmón de la isla. En las seis imágenes Bahanba sonreía dulcemente con un dejo de fatiga.
—He sobrepasado el tiempo de vida acordado a un hombre que lucha y sufre en el mundo exterior al nuestro. Creo que, igual que él, ahora tengo el derecho de partir. La partícula a la que impartí vida por imprudencia… o quizás haya sido Vishnú el Conservador el que así lo quiso, me impide someterme a la vía natural que hasta ahora liberaba a los hombres y a los animales cuando su hora había llegado. No tengo derecho a herir con un arma o destruir con un veneno este cuerpo que me ha sido prestado por los dioses. Pero puedo detenerlo en su funcionamiento, dejando de alimentar los misteriosos motores que le imparten movimiento, que lo ayudan a restablecerse y a continuar su marcha.
»Esta tarde comenzaré nuevamente a ayunar, y esta vez proseguiré con el ayuno hasta que mi cuerpo libere a mi espíritu. Quiero que ustedes adquieran gradualmente la noción de que voy a partir, para que no se sorprendan en el momento en que la muerte se presente. Por lo tanto voy a suspender mi alimentación, pero seguiré bebiendo agua, que me lavará de las impurezas y mantendrá mi cuerpo hasta que se haya consumido totalmente la carne que infla su ilusión de ser, tal como el viento infla las velas de las barcazas que nos envía el Mundo. Creo que eso puede durar unas cuantas semanas, quizá dos meses, quizá más. Espero permanecer consciente hasta el fin.
»Les pido a los adultos que no se aprovechen de mi próxima debilidad para hacerme sufrir la tortura de una alimentación forzada. Respeten mi voluntad, no intervengan jamás. Se los ruego. A los niños, les pido que vengan a verme. Dentro de un momento, no bien termine de hablarles, haré mis abluciones, me acostaré sobre mi cama y no me moveré más. No vengan hoy, sino a partir de mañana, de a pocos cada vez, háblenme suavemente, quizá les conteste o quizá no lo haga, pero estaré con ustedes. Y verán cómo llega hacia mí, poco a poco, una muerte apacible. Es preciso que ustedes sepan cómo terminaba una vida en ese mundo que no es más el vuestro.
»Ustedes conocen solamente el aspecto feroz de la muerte: los animales devorados, los accidentes, la guerra que ven en las pantallas, los asesinatos de las películas brutales. Pero existe también la muerte natural, que algunos consideran como un fin, pero que para mí es un nuevo comienzo.
»La muerte puede ser muy dulce para el que sabe aceptar sin miedo y sin lucha ese momento inevitable. Espero que así me sea concedida. Cuando todo termine, les pido que entreguen mi cuerpo al fuego, y que ese día todos se regocijen, porque yo seré muy feliz.
La voz de Bahanba dejó de oírse simultáneamente en toda la Isla. Hubo un instante de un extraordinario silencio, en que hasta el mismísimo viento dejó de acariciar las cabelleras y las piedras.
Fue muy breve. La voz de Bahanba resonó nuevamente en todos lados, diciendo las siguientes palabras:
—Mis queridos niños, es preciso amar. Amar todo…
Y las pantallas se apagaron.
Los niños comenzaron otra vez a ayunar al mismo tiempo que Bahanba. Hicieron un gran esfuerzo por prolongar su ayuno más tiempo, los mayores aguantaron hasta el fin del tercer día y algunos inclusive hasta el cuarto. No estaban tristes porque no sabían qué era la muerte, es decir, la ausencia definitiva y repentina de una persona. No imaginaban que Gran-Ba podía desaparecer. Todas las mañanas amanecía el mismo número de personas en la Isla. Los adultos, los que les eran ajenos y los que sabían que eran sus padres, o solamente sus madres, estaban siempre iguales día tras día, año tras año, sin ningún signo de debilitamiento, de descenso hacia un fin. La muerte existía solamente entre los animales que se mataban entre ellos, o en las pantallas, pero cuando la historia terminaba y la pantalla se obscurecía, con toda seguridad aparecían otra vez.
Si Gran-Ba había decidido morir, era porque era el más inteligente de todos, porque sabía hacer cosas que los otros no sabían o no se animaban a hacer. Y como les había dicho que iba a ser muy feliz, los niños estaban contentos. Y esa tarde cantaron, bailaron y jugaron en los jardines como la primera vez.
Los adultos se pusieron en guardia en cuanto se dieron cuenta de que los niños pensaban ayunar, recomendándoles no jugar a los juegos del amor durante su ayuno.
A última hora del primer día, el doctor Fuller, un cirujano norteamericano de pelo blanco y cara rubicunda, apareció en las pantallas interiores y les explicó a los niños, por medio de esquemas, que una mujer acostumbrada a tomar regularmente productos anticonceptivos, como lo hacían todos los habitantes de la Isla al ingerir los alimentos diarios, si dejaba de tomarlos un solo día se volvía inmediatamente fecundable en un cien por ciento. Y les explicó además el mecanismo de la fecundación, que quizás algunos no conocían muy bien. Dibujó sobre un pizarrón los ovarios en color rosa, un gran óvulo en blanco, y un conjunto de espermatozoides como pequeños vibriones amarillos, lo que hizo reír en grande a los varones más jóvenes.
—Me dirijo a las niñas —dijo el doctor Fuller—. Si no quieren que les suceda lo mismo que a Annoa, rechacen a los varones… O si no, coman.
El consejo destinado a las niñas resultó desafortunado. Les parecía absolutamente maravilloso lo que le acontecía a Annoa.
La luz azul bañaba las flores y los niños dormidos o que todavía seguían jugando. Algunos pájaros lanzaban chillidos de sueño en los árboles, los arroyos susurraban risas ahogadas. Han cantaba en voz baja una canción dedicada a Annoa. Ella lo escuchaba, feliz como un fruto bañado por los rayos del sol. Su vientre redondo se expandía sobre el pasto, sobre ella. A veces sentía moverse, en el interior de esa parte de su cuerpo, algo que no pertenecía a él, que no era ella, que era ya alguien…
Han cantaba:
Eres la primera rosa
Eres la vela del barco
Eres el viento que me impulsa
Eres el arroyo y el mar…
Den se sentó cerca de Han, con su extraño instrumento que parecía una cigüeña con el cuello estirado, y pulsó suavemente las cuerdas como un suspiro.
Han cantaba:
Eres la milésima rosa
Eres la fuente de la mañana
Eres el pájaro que descansa
Eres la estrella y el jardín…
Luego se calló y apoyó su mejilla contra el tibio y prominente vientre de Annoa. Se incorporó súbitamente y al ponerse de pie exclamó:
—¡Lo siento! ¡Lo sentí! ¡Lo siento!
Se arrodilló rápidamente y apoyó su oreja contra Annoa, abriendo bien grandes los ojos y la boca, maravillado. Escuchaba. Los niños se aproximaban a su alrededor. Den suspendió la música. Han dijo muy suavemente:
—Lo oigo…
Una niñita le preguntó:
—¿Qué es lo que dice?
—No dice nada… Escucha…
Han se hizo a un lado, la niña se arrodilló en su lugar y se puso a escuchar.
—¡Ohl ¡Lo oigo! —exclamó asombrada.
Los otros niños le preguntaron:
—¿Qué es lo que dice?
Annoa reía. La niña les respondió:
—Escuchen… Escúchenlo…
Se arrodillaron y escucharon uno tras otro. Annoa dejó de reír para que pudieran oír mejor. Y los niños oían allí dentro, en el interior de Annoa, el débil y rápido latido de un corazón que no era el de ella. Y una frase corrió por todo el jardín:
—Tiene un corazón… Tiene un corazón…
Comenzaron a cortar las flores que veían, las rojas, rosadas, moradas, anaranjadas y las depositaron sobre el vientre de Annoa primero, y después sobre su pecho y por todas partes, hasta que Annoa se convirtió esa noche en una onda de luz redonda, inmóvil, dentro de la cual latían dos corazones.
El primero de agosto de 1963, el presidente Kennedy realiza una conferencia de prensa durante la cual se refiere a Berlín, dando por entendido que Moscú garantiza su seguridad; a Francia, a la que se niega a comunicar secretos atómicos si no vuelve a formar parte de la organización militar atlántica; a Sudáfrica, a la que los Estados Unidos no proveerá más de armamentos a partir del próximo año; a la inminente firma de un tratado de limitación de las experiencias nucleares y a otros variados temas.
Como es usual, los periodistas le formulan numerosas preguntas. Las contesta rápidamente, sin titubeos. Se muestra sonriente, decidido. En realidad sufre de terribles dolores en la espalda. Cada movimiento del torso representa una tortura. Pero ya demostró en varias circunstancias que sabe dominar el dolor.
Se apoya en las dos manos para levantarse de su sillón, sin por ello dejar de transmitir a las cámaras la imagen de un presidente joven y optimista. La imagen de un triunfador de antaño, que debe ser el triunfador del mañana. Las elecciones presidenciales se realizarán dentro de poco más de un año y su campaña electoral comenzará dentro de unos pocos meses.
Abandona la sala de prensa de la Casa Blanca para pasar a sus departamentos privados, donde lo esperan los médicos. Éstos le muestran las radiografías: el disco de acero insertado en su columna vertebral ha producido la inflamación de las dos vértebras contra las cuales se apoya. Además de ser dolorosa, dicha inflamación amenaza con convertirse en una infección. El presidente no debe olvidar que es un gran herido de la guerra. Ha exigido demasiado a su cuerpo y si continúa haciéndolo corre el peligro de provocar una catástrofe.
Los médicos le recetan antibióticos a título preventivo, un potente analgésico para combatir las crisis dolorosas y le ordenan un reposo inmediato y prolongado. Kennedy les da las gracias y agrega sonriendo que hará un esfuerzo para obedecerles. Ellos saben que no hará absolutamente nada, y le pronostican que si no les hace caso, el dolor y la enfermedad lo condenarán en corto lapso a un reposo mucho más serio y más prolongado.
Al quedarse solo, el presidente sujeta con ambas manos el borde de su escritorio y lo aprieta con fuerza, como si quisiera romperlo. Durante unos segundos permite que una mueca de dolor le desfigure el rostro, pero al rato recupera el dominio sobre su persona. ¿Descansar, cuando se es el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica? ¡Como si eso fuera posible! Extiende la mano hacia el vaso y la jarra de agua que tiene permanentemente sobre su escritorio y toma una dosis doble del analgésico que le recetaron.
Dos semanas después, nuevas radiografías demuestran que la inflamación ha desaparecido completamente. Los médicos que examinan al presidente lo encuentran en perfectas condiciones. No tiene ya ninguna clase de dolor, y él sugiere inclusive abandonar el corsé de acero. Los médicos lo disuaden, al mismo tiempo que lo felicitan por su vitalidad tan extraordinaria, que le ha permitido vencer la enfermedad. Gracias a la ayuda, por supuesto, del tratamiento recomendado por ellos… Pero, no obstante, hacen hincapié en que no le conviene abusar de sus recursos y le aconsejan tratar de reposar no bien se le presente una oportunidad. Él, riendo, promete esta vez cumplir con sus indicaciones.
Esto es lo que se sabe.
Cuando Samuel Frend ―que sabía otras cosas― llegó a la Isla y se enteró del secreto, formó poco a poco una hipótesis que aclaraba todas las dudas que su investigación en Dallas no había podido dilucidar. Era solamente una hipótesis, una hipótesis fantástica. Para confirmarla debería haber obtenido más información que la que le suministró el doctor Galdós. Se las había arreglado para conocerlo y mantenerse en cordiales relaciones con él. Era el abecé de la profesión que había ejercido durante toda su vida. Una tarde se instalaron al borde de la playa en lo alto de la Ciudadela, y platicaron amistosamente mientras mordisqueaban unos buñuelos hechos con flores. Galdós parecía tranquilo y comunicativo. Hablaba con cierta melancolía de su universidad, sus trabajos y sus alumnos. Frend le dijo que conocía Harvard y le dio algunos detalles. Galdós se volvió más comunicativo.
—¿Usted recibió el JL3 directamente de Bahanba? —le preguntó Frend.
—Así es. Yo fui el primero en identificarlo y fotografiarlo con mi flamante microscopio electrónico. Casi se me escapa; no esperaba encontrarme con un virus tan pequeño…
—Me pregunto… —dijo Frend. Simuló titubear y repitió—: Me pregunto si no quedará realmente nada en ninguna parte del mundo. ¿Usted destruyó absolutamente todo en Harvard?
El rostro de Galdós se cerró como una puerta de hierro.
—¡Naturalmente! ¡Qué pregunta!
—Sí, por supuesto. Pero me pregunto… si de haber estado yo en su lugar no le habría confiado una ampolla al presidente. Nunca se sabe cómo pueden evolucionar los acontecimientos. La humanidad, todo eso está muy bien, pero… hay que pensar también en el propio país. Suponga que Mao tenga una… Y los rusos. ¿En qué año abandonó los EE. UU.? ¿Quién era el presidente?..
—Eisenhower. ¡Un general! Tendría que haber estado loco…
—Me lo pregunto… No estoy seguro…
—¡Pues bien, yo sí!
Galdós se paró y se fue.
Cuando Frend hacía preguntas, le daba tanta importancia a la forma en que le contestaban como a la pregunta en sí. El tono de Galdós le permitía dudar de que éste hubiera dicho la verdad.
Frend sabía a qué errores pueden conducir la pasión científica o el patriotismo, y con mayor razón los dos juntos. Estaba convencido de que los sabios a los que Bahanba había revelado las propiedades del JL3 durante el viaje que realizó con Nehru, si no habían destruido el virus antes, en lugar de hacerlo después, debían haberse apresurado en reanudar sus experimentos para verificar las extraordinarias declaraciones que acababan de oír. Y en vez de quemar todo con ácido o fuego cuando debieron partir rumbo al islote trescientos siete, ¿no habrían confiado algunos, pensando en la ciencia o en su país, alguna preciosa y peligrosa muestra al único que estaba al corriente de su existencia…, es decir al jefe supremo del Estado?
Si Galdós hubiera confiado una ampolla del JL3 a Eisenhower antes de embarcarse junto con sus colaboradores en el avión que debía desaparecer “misteriosamente” en su ruta, podrían explicarse muchísimas cosas…
Después de la transmisión del mando el veinte de enero de 1961, Eisenhower le revela a Kennedy el secreto del JL3 y le entrega la ampolla que Galdós le confió a él. Kennedy la guarda en el cofre secreto de la Casa Blanca, y atareado por las numerosas ocupaciones de su cargo, no piensa más en ella. Al cabo de dos años de trabajos insensatos, sus dolores de espalda aumentan y se hacen insoportables. Los analgésicos le brindan solamente unos breves momentos de descanso. El primero de agosto de 1963, como ya lo vimos, sus médicos le dan a elegir entre un reposo inmediato y la amenaza de un desastre. Ingiere una doble dosis del analgésico y al recuperar momentáneamente la calma, se pone a reflexionar sobre la situación. Le es imposible someterse al reposo. Tampoco puede considerar la posibilidad de convertirse en un ser impotente y renunciar al poder en el preciso momento en que la nueva política nacional, mundial e inclusive planetaria, está en pleno auge. Tiene que encontrar una solución.
Lee y relee el informe que le entregó Eisenhower y los informes diarios provenientes del islote trescientos siete. Sabe que la característica básica del JL3 es aumentar a un grado máximo las defensas naturales del organismo. Sus efectos contra la vejez no son sino un aspecto particular de su acción general. Sabe además que los biólogos de la Isla trabajan sin descanso para encontrar un antídoto que inmunizaría contra el contagio. A lo mejor descubren esa vacuna dentro de unos días, unas semanas o algunos meses…
En 1963 los programas lunares norteamericanos y rusos están todavía muy lejos de su objetivo, a pesar de que franquean etapas a una velocidad en permanente aumento. Tanto en uno como en otro país, han sido asignadas sumas exorbitantes para dichos presupuestos. Kruschev y Kennedy saben, por supuesto, que la Luna no es Ucrania ni California y que no será precisamente mañana que podrán establecerse allí los primeros granjeros. Pero como todavía nadie ha llegado, uno se pregunta si… quién sabe… si el programa de exploración planetaria constituye realmente una esperanza.
Y Kennedy sabe que, a pesar de todos los tratados, el sistema solar en su integridad corre el riesgo de caer totalmente bajo la influencia de un bloque terrestre de un día para el otro, o en uno u otro siglo… Todo depende de los primeros años, o de los primeros meses. Si el presidente norteamericano se rinde vencido por su enfermedad, si cede su lugar al vicepresidente o a un adversario político, cede también frente a Kruschev, lo deja totalmente solo frente a la conquista del sistema solar.
El analgésico que Kennedy tomó en una dosis excesiva es, como todos los calmantes, una droga que afecta el cerebro y perturba el razonamiento, dando la sensación de que, al contrario, uno adquiere una gran lucidez. El presidente de los Estados Unidos de Norteamérica se ve confrontado por el inmenso peligro que corre el sistema solar. Ese peligro hipotético, y de todos modos bastante lejano, le parece ser, debido a su dimensión espacial, mucho más amenazador que el que corre hoy o mañana en la Tierra la humanidad entera ante el riesgo del contagio del JL3. Su subconsciente, estimulado indudablemente por su cuerpo que se rebela contra el dolor, interviene en la deformación de su razonamiento. Como así también la confianza que tiene en sí mismo, y la seguridad de que seguirá teniendo éxito en sus empresas y frente a los peligros que lo acechan.
Si toma el JL3 se curará, será fuerte, incansable. Y le quedarán once meses antes de volverse contagioso, once meses para que los laboratorios de la Isla descubran un antídoto. Ha realizado, cambiado y puesto en marcha tantas cosas en poco más del doble de once meses transcurridos desde que ocupa el poder…
Al sentir nuevamente otra violenta puntada, que lo obliga a doblarse en dos, no duda más. Cierra las puertas con llave y ordena por teléfono a su secretario que no lo molesten durante un cuarto de hora; abre el cofre secreto y saca de su interior una sencilla caja de cartón blanca rodeada por una banda elástica. Quita el elástico, levanta la tapa, deposita la caja sobre su escritorio y se sienta frente a ella. Levanta una pequeña capa de algodón y deja a la vista una ampolla de vidrio de un centímetro cúbico, apoyada sobre otra capa de algodón, y que contiene un líquido transparente. Ahí está la solución, clara y simple.
Y de repente se da cuenta de que no sabe cómo debe administrarse el JL3. ¿Por vía oral o inyectable? ¿Y qué clase de inyección? ¿Endovenosa, intramuscular, subcutánea?
La necesidad le suministra la respuesta: no tiene en su despacho ninguna jeringa hipodérmica…
Rompe un extremo de la ampolla, la inclina sobre el vaso, rompe el otro extremo, coloca nuevamente sobre la capa de algodón la ampolla vacía y los pedacitos de vidrio, se chupa los dedos por las dudas hayan recibido una microgota del virus, los seca con un Kleenex con el que luego hace una bolita, la guarda en la cajita, le agrega un poco de agua al vaso y bebe… Listo.
No tenía gusto a nada.
Kennedy no consideró siquiera durante un segundo su inmortalidad, sino solamente la posibilidad de adquirir una salud de hierro que le permitiera hacer frente a sus tareas y sus deberes.
Guarda el vaso y todos los restos de la operación en un gran sobre de papel muy duro y abre la puertita de un pequeño placard, dejando al descubierto el orificio de un conducto que llega directamente al incinerador. Allí es donde terminan ciertos expedientes, ciertos objetos que no deben ser vistos otra vez por nadie. Deja caer el sobre.
Es fácil imaginar lo que habrán sido para Kennedy las primeras horas subsiguientes. ¿Será eficaz la vía oral? ¿No habrá desperdiciado inútilmente un bien tan precioso? Pero al cabo de dos días los dolores de espalda disminuyen, y a la semana se siente literalmente resucitado. Todos recordamos las fotografías de sus últimos meses, en las que aparece resplandeciente de vida y juventud.
Por otra parte, dentro de ese lapso recibió el signo revelador: ve el color rojo durante la noche.
Uno de sus médicos, convencido de actuar en bien de la nación y del mismo Kennedy, comunica regularmente los resultados de sus visitas a uno de sus colegas del Pentágono. Éste es un miembro del servicio a cargo de supervisar las medidas concernientes a la salud y seguridad del presidente, sea quien sea. Los Grandes del Secreto tienen ubicados a tres hombres en dicho servicio. Y éstos los ponen inmediatamente al corriente de la súbita mejoría, casi milagrosa, de la salud de Kennedy. Un nuevo examen realizado a fines de agosto, confirma que no se trata de una mejoría sino de una cura. Dicha cura se hace sospechosa, porque es considerada a priori imposible. Además, la radio de la Isla recibió dos mensajes urgentes de Kennedy pidiéndoles que aceleren los trabajos para descubrir el antídoto del JL3. Finalmente, un mucamo de la Casa Blanca, creyendo colaborar con un reportero de Life que, curiosamente, le promete no publicar nada de lo que le dirá, le confía que el presidente ha hecho sacar de su cuarto todos los objetos, alfombras, detalles decorativos, cuadros, etc., que tenían el color rojo.
―¡Hasta dónde lo lleva la preocupación por la defensa: contra el comunismo! —exclama el hombre con admiración.
Para los Grandes ya no cabe duda alguna: Kennedy ha tomado el JL3.
Liberado de sus dolores, animado por una extraordinaria vitalidad, el presidente de los Estados Unidos se deja llevar al principio por la alegría de haber recuperado todo su poder intelectual y de haber adquirido una eficiencia en su trabajo y en sus decisiones, dignas del sitial que ocupa y del hombre que es. Pero muy pronto la clarividencia de su razón le muestra las enormes dimensiones de la responsabilidad que acaba de adquirir.
Aun en el caso de que la vacuna contra el JL3 esté lista a tiempo, y aun considerando su producción acelerada en grandes cantidades, ¿cómo hacer para administrársela a los pueblos sin decirles la verdad? Y si se les dice la verdad…, es evidente que se negarán a tomar la vacuna.
Al beber el contenido de esa pequeña ampolla Kennedy se ha convertido en una bomba mundial. Pero recién explotará dentro de diez meses. Ve con toda claridad la única solución posible, e inmediatamente comienza a tomar las medidas necesarias: prepara su sucesión…
En junio de 1964 cederá su lugar al vicepresidente Lyndon Johnson. De aquí a entonces, y gracias a la capacidad de trabajo que tiene en la actualidad, tiene tiempo de concretar a fondo y volver irreversibles las diferentes iniciativas de su política. En enero de 1964, de acuerdo con Kruschev y Mao, anunciará un acercamiento de los Estados Unidos con Rusia y China. Durante la primavera viajará a Moscú y en junio a Pekín. En el transcurso del segundo viaje, el avión del presidente de los Estados Unidos de Norteamérica se perderá en el océano.
La emoción que suscitará esa tragedia le asegurará a Johnson el triunfo en las elecciones de noviembre. Y Kennedy estará ya en la Isla. Espera poder seguir dirigiendo desde allí la política de su país, o por lo menos influirla, por intermedio de Johnson que estará enterado del informe guardado en el cofre secreto. Pero hay algo más entusiasmante todavía, y es que tendrá todo el tiempo a su disposición para preparar el futuro de la humanidad.
Kennedy en la Isla, Kennedy presidente de la Inmortalidad, Kennedy reapareciendo cuando llegue el momento de guiar a los hombres hacia un destino sin límites en el tiempo y en el espacio… No es el sueño de un paranoico, es un proyecto cuyos elementos concretos existen y él cree ser el hombre que precisa el destino para llevarlo a cabo.
Ya redactó la agenda destinada a Johnson en caso de accidente. Escribirá la última página el mismo día en que se embarque rumbo a la Isla, revelándole a su sucesor la verdad respecto de su decisión.
Pero los Grandes ya tomaron también su decisión de común acuerdo. No pueden permitir que un hombre, sea quien sea, ponga en peligro de contagiarse a toda la humanidad. Ninguno mencionó la posibilidad de que Kennedy se refugie en la Isla, pero todos pensaron en ello y algunos consideraron que sería un peligro tan grande como el otro. De todos modos no pueden titubear, por más horror que les inspire las medidas que deben tomarse.
Y aquí es donde interviene el “Señor Smith”, que no se sorprende mayormente por la misión que le han confiado. No sabe quién le paga. Sus conclusiones son contradictorias. Renuncia a saberlo. La suma que recibe y la que recibirá después le permitirán retirarse. Y desaparecer, lo que será prudente. Hace tiempo ya que ha preparado su retiro. Las órdenes que recibe son de actuar con toda urgencia. En efecto, los Grandes no tienen la seguridad de que el contagio demore cincuenta o cincuenta y dos semanas en manifestarse. La experimentación es demasiado reciente y muy poco importante como para tener la certeza. El señor Smith, que conoce en todos lados hombres dispuestos a todo, vuela rumbo a América y en pocos días asienta las bases de la acción. El cinco de octubre vuelve a Roma para explicarle el plan a su “contacto”. Éste es un funcionario inglés cuya madre es una rusa blanca. Está convencido de que actúa, por sentimientos anticapitalistas y una nostalgia hereditaria eslava, a las órdenes de una red soviética.
El siete de octubre los Grandes se consultan nuevamente y todos aceptan el plan, con la excepción de Adenauer. El diez presenta su renuncia como canciller del Reich y se retira de la vida política. El día doce, el señor Smith recibe en Méjico la señal de vía libre. Su “contacto” es esta vez un oficial norteamericano de origen tejano. Pero el señor Smith, cuyo oído conoce todos los acentos del mundo, descubre en su voz un imperceptible dejo germánico. Esa misma tarde, el señor Smith cruza nuevamente la frontera de los Estados Unidos.
El veintidós de noviembre a las doce y treinta y uno, desde una ventana del quinto piso del Texas Book Depository en Dallas, Lee Harvey Oswald dispara un primer proyectil que penetra en el cuello del presidente Kennedy. Otro tirador, instalado enfrente, detrás del talud de la vía del tren, hace fuego a su vez. Oswald tira por segunda vez. El segundo tirador también. Connelly está herido. Kennedy muerto.
Pero Oswald es un elemento peligroso, un inestable mental. Ha sido elegido únicamente por sus raras condiciones de tirador. Se deja capturar por la policía antes de que tengan tiempo de liquidarlo. Ruby se encargará de reparar dicho error. Mata a Oswald dos días después, en el propio local de la policía. A Ruby le ha sido asegurada su impunidad. Pero muere en la prisión. En cuatro años veinticinco personas que vieron, oyeron o supieron algo respecto de los acontecimientos de Dallas mueren accidentalmente, se “suicidan” o sufren “crisis cardíacas”.
Los resultados de la autopsia de Kennedy nunca fueron publicados. Su cuerpo fue incinerado. Su cerebro y su corazón, que habían sido conservados, desaparecieron.
A las siete de la tarde del miércoles dieciocho de octubre de 1972, aparece en la pantalla la imagen del doctor Lins, proponiendo una reunión. Su rostro delgado y parejo, con sus ojos color cielo, su calma y su sonrisa, le dan habitualmente el aspecto de un hombre de treinta años. Esa tarde representa diez años más. En realidad tiene sesenta y dos. Les pide a todos los médicos y biólogos que tengan a bien reunirse dos horas después en la sala circular. Hace gran hincapié en que todos se presenten.
Es un ginecólogo. Llegó en 1956 y trajo al mundo a casi todos los niños de la Isla, por el método clásico: inyección para retardar las contracciones, inyección para apresurarlas, anestesia para el parto: parto a la orden. Es sueco; habla en inglés empleando algunas palabras del idioma de los niños, suspira y desaparece.
Esos avisos televisados son bastante frecuentes. Los habitantes de la Isla se reúnen a menudo en grupos más o menos numerosos, según la gravedad del problema a examinar o el número de especialistas capaces de dar su opinión al respecto.
La sala de reuniones, situada debajo del jardín redondo, tiene la misma forma que éste. Una mesa redonda rodeada de veinticuatro sillas ocupa el centro del salón. La rodean a su vez dos círculos de mesas hasta un metro de distancia de la pared. Micrófonos ubicados por todas partes, una cámara en el techo, pantallas en las paredes, permiten que cada persona pueda oír y ver bien a los que hacen uso de la palabra.
Lins habla en primer lugar. La sala está repleta. No faltó ninguno de los médicos, luciendo sus características camisolas negras. Son siete. Su tiempo estaba dedicado diariamente a las investigaciones. No saben ya lo que es un enfermo, y los escasos accidentados, luego de una primera curación, se sanan solos. Había ciento catorce camisolas azules, las de los biólogos, dispersas entre otros curiosos, vestidos de todos los colores. Todas las sillas estaban ocupadas y numerosas personas permanecían de pie contra la pared. Algunos niños corrían sin hacer ruido entre los círculos contorneando la pared, o caminaban descalzos riendo. Algunos escuchaban recostados sobre las mesas. Las reuniones, cualquiera fuera su objeto, estaban abiertas para todos.
Roland se sentó cerca de Jeanne. La temperatura de la sala aumentaba; el viento se hizo un poco más fuerte, empujando algunas mariposas.
—Hace diez años que no sirvo para nada —dijo el doctor Lins—, pero creo que dentro de poco me voy a poner al día. Hace tres jornadas que realizo exámenes con diversas edades, y creo poder afirmar que por lo menos la mitad de las niñas entre los trece y dieciocho años están embarazadas…, lo que equivale a entre cien y ciento veinte nacimientos para el próximo mes de junio.
Los sabios de todas las disciplinas que estaban reunidos en ese lugar, eran, entre todos los sabios del mundo, los que habían experimentado las sorpresas más grandes, y a los que nada podía sorprender. No fue lo inesperado de la aseveración lo que les hizo lanzar exclamaciones, sino la inmediata realización de su gravedad.
—¿Está usted bien seguro de…? —preguntó Roland.
Fue interrumpido por la voz aguda de una niña. Era una pelirroja alta y flaca de más o menos quince o dieciséis años, tez luminosa y pelo largo y ondulado. De pie sobre una mesa, saltaba en el lugar cuando exclamó, presa de una gran excitación:
—¿Y yo, doctor, yo también? ¿Estoy embarazada yo también?
—¿Cómo te llamas?
—Mary Ouspensky.
Den, desnudo, piloteaba la cámara desde una burbuja de vidrio ubicada en el techo. Mientras Lins hojeaba sus informes, enfocó a Mary que se había tranquilizado y esperaba inmóvil, ansiosa. Y en todas las pantallas aparecieron sus dos manos delgadas y largas, cruzadas sobre su vientre hueco, como si tratara de protegerlo aun antes de saber. La cámara ascendió, se detuvo un segundo en sus pechos coronados de rosa, subió hasta su rostro inmóvil, atento, con los labios entreabiertos, en el momento en que la voz del doctor Lins anunciaba:
—Ouspensky, Mary: positivo. Sí, estás embarazada.
Los ojos verdes de Mary se asemejaron a unas esmeraldas atravesadas por un rayo de luz y su rostro se escapó de la pantalla. Saltó de una a otra mesa, ebria de alegría, exclamando:
—¡Den! ¡Díselo, Den! ¡Diles que estamos embarazadas!
Saltó por encima de las cabezas de los que estaban sentados. Sus pies desnudos se detuvieron un segundo sobre el cemento del piso, y luego salió corriendo hacia una de las puertas, a través de las brechas de los círculos, seguida por todos los niños que estaban en la sala y que gritaban, inclusive los varones, sin saber bien por qué.
Den apoyó su dedo en el botón de un conmutador y su voz y su rostro anunciaron en todos los rincones de la Isla, que el doctor Lins acababa de manifestar que estaban embarazadas la mitad de las jóvenes que ya habían dejado de ser niñas.
Enfocó luego al doctor Fuller, que acababa de tomar la palabra:
—Es una catástrofe… Temo ser el responsable… No debí haberles hecho esa advertencia… Fue una falta de psicología… ―Estaba colorado como un tomate, y su pelo blanco parecía una nube de humo sobre una fogata.
—¿Cómo iba a suponerlo? —dijo Galdós—. Las mujeres del Mundo tienen miedo de ese asunto…
—En el Mundo —interpuso Jeanne—, es una maldición para las adolescentes, y por lo menos una complicación para la mayoría de las mujeres de más edad…
—¡Pero aquí es una catástrofe!
—Para todos —dijo Roland—, no sólo para ellas… Ahí reside la diferencia.
—De todos modos —prosiguió diciendo Galdós, dirigiéndose a Fuller—, ya es demasiado tarde para que se desespere de esa forma. Y además, el problema se habría presentado en cualquier momento: la mayor parte de las jóvenes ya conocían el truco, sabían que bastaba con no ingerir los alimentos fabricados en la Isla… gracias a la que fue la primera en hacerlo. ¿Cómo es que se llama la pequeña china?
—Annoa —dijo Jeanne.
—Annoa, eso es. Qué nombre extraño…
—Es muy bonito.
—¿Es un nombre indio?
—Más bien esquimal.
—Nada de eso, es un nombre inventado…
Las voces se contestaban unas a otras por todos lados. La imagen de Annoa, por más que constituyera el centro del problema, brindaba un instante de descanso, postergaba el momento en que habría que enfrentarse a la realidad.
—Se parece a su nombre…
—¡Es muy bonita!
—¡Y a pesar de que está en el noveno mesl ¡No es tan fácil!
―¡Y además desnuda! Imaginen a una granjera de Texas desnuda durante el noveno mes… ¡Haría abortar a todas las vacas de su rancho!
Se oyeron unas cuantas risas que se silenciaron rápidamente, dejando lugar a un silencio total.
Abortar… Era la palabra que había surgido espontáneamente en la mente de todos, no bien se enteraron de la noticia. No existía otra solución. Estaban todos aterrados, pero las mujeres más que los hombres pues ellas pensaban además con su propia carne. Esos niños concebidos durante los tres días de septiembre eran los nietos de todos, aun de aquellos y aquellas que no tenían descendientes. Eran los hijos de la Isla, de la que ya formaban parte, y estaban unidos a todos los demás habitantes. Pero no había lugar para ellos en la industria hotelera.
El aspecto colectivo de ia solución inevitable la convertía en una masacre, en una carnicería. Hombres y mujeres callaban, llenos de espanto. Nadie osaba abrir la boca y pronunciar la palabra.
—Tal vez se podría… se podrían guardar algunos —dijo el doctor Fuller—. Todavía quedan unos pocos lugares…
—Usted habla como si se tratara de perritos —dijo Jeanne―. ¿Cuántos guardaremos? ¿Cuántos ahogaremos? Y… ¿cómo hará la selección?
El doctor Fuller se puso violeta.
—Me gustaría saber si usted puede proponernos alguna otra solución… ¡Nadie estaría más contento que yo en ponerla en práctica!
—Es simple —dijo Jeanne—: apretarnos un poco más. Compartir el cuarto con otro, o con dos más si fuera necesario.
—Es lo que estaremos obligados a hacer cuando los niños actuales crezcan —le dijo suavemente Roland—. La mayor parte de ellos vive en el jardín. Cuando quieran dormir en los cuartos, no habrá más remedio que apretarse.
El doctor Galdós se puso de pie para dar mayor énfasis a lo que quería decir.
—Es imposible, totalmente imposible contemplar el advenimiento de una nueva generación. Estamos ya en el límite de la capacidad. Si permitimos la llegada de esta nueva camada, si aumentamos nuestra densidad, que ya es a duras penas tolerable, no será solamente una multitud, sino un amontonamiento. No podremos evacuar suficientemente rápido los residuos, y para renovar el aire, tendremos que provocar una borrasca permanente en el interior de la Isla. Estaremos a la merced de una falla de un motor, de una demora de veinticuatro horas para el reaprovisionamiento de víveres. Viviremos permanentemente bajo la amenaza de la asfixia, del hambre y el envenenamiento.
»Y eso no es nada comparado con las consecuencias en el plano mental. No habrá jamás, en ninguna parte y para nadie un solo instante de soledad: se acabará el aislamiento de las parejas, se acabará el silencio, el descanso, la reflexión… La vida individual estará condenada a desaparecer. Los habitantes de la Isla y sobre todo ellos, nuestros niños, se convertirán en unas células cada vez menos móviles del organismo colectivo, y estarán permanentemente, noche y día, y cualquiera sea su ocupación, en contacto con sus vecinos. Desaparecerá todo lo que contribuye a crear el carácter personal de cada individuo. Tendremos por delante una eternidad de embrutecimiento, a menos que no estalle la furia y haga correr sangre para conseguir más espacio.
»Y si dejamos venir al mundo a esta primera serie, todas las jóvenes que todavía no están embarazadas harán todo lo posible para estarlo. Ni siquiera tendrán necesidad de pasar hambre para quedar embarazadas; les bastará solamente con alimentarse durante unos cuantos días con frutas, chocolates y todas las otras cosas que se traen del Mundo, ya que únicamente los alimentos fabricados aquí son los que contienen el anticonceptivo. Y pueden estar seguros de que ya han aprendido eso también. Y las que no lo sabían, lo saben ahora, después de haber escuchado mis palabras…
»De modo que no sólo tendremos cien nacimientos en junio, sino otros tantos antes de septiembre. Y si les divierte, repetirán la operación. Dos o tres niños cada una. Y sus hijos proseguirán con lo mismo… ¡Pero la Isla morirá antes, transformada en una torta!
»Les pido disculpas por expresarme en una forma un tanto brutal. Lo hago deliberadamente, para quitarles el sentimentalismo en el que están por caer. ¡Se trata de una cuestión de superviviencia! No para cada uno de nosotros, pues eso no tendría ninguna importancia, sino por la experiencia que realizamos en conjunto y que concierne a toda la humanidad. Y no sólo a la humanidad, sino a todas las formas de vida terrestre… ¡Y quizás a toda la vida del universo! ¿Y qué es lo que está poniendo en peligro a esa novedad prodigiosa, a ese impulso fantástico? Unas cuantas docenas de semillas recién germinadas.
»Se trata simplemente de impedir que se conviertan en algo más de lo que son: posibilidades casi abstractas, sin personalidad, sin forma, sin conciencia. Y eso puede hacerse en cuarenta y ocho horas. No debemos esperar ni un día más.
—Usted vio la alegría de esa jovencita —dijo Jeanne—. Están embarazadas porque así lo han querido. Tienen ganas de tener hijos.
—Lo han hecho como quien juega a la bolita ―dijo Galdós—. Porque les parecía divertido; es una novedad. No se dan cuenta de las consecuencias. No son idiotas; se lo explicaremos.
Los hombres y las mujeres, los que estaban sentados y los que estaban de pie permanecieron en silencio. Algunos inclinaban la cabeza en señal de aprobación, otros para manifestar sus dudas.
―Y esto no debe volver a ocurrir jamás —prosiguió diciendo Galdós—. Hay que volverlo imposible. Todos somos hombres de ciencia: no tengamos miedo de los hechos ni de las palabras. Debemos proceder en primer lugar y con toda la urgencia a… al… a la…
Pero no pudo pronunciar la palabra que, según él, no lo atemorizaba. Se quedó mudo, pronunció luego unas sílabas entrecortadas, respiró hondo, apretó los dientes con fuerza, y encontró una perífrasis que no evocaba ninguna imagen insoportable:
—Debemos neutralizar en primer lugar el peligro centrado en el elemento femenino, y a continuación volver inofensivo al elemento masculino. Nos hemos comportado como unos idiotas. Hemos encerrado entre nuestros muros un barril de pólvora, en este caso el vientre femenino, junto con un soplete, el sexo masculino, persuadiéndonos de que bastaba con mantener la pólvora húmeda para que no sucediera nada. Pues bien, la pólvora se secó y la explosión amenaza con estallar… Todavía es posible apagar el fuego antes de que las llamas se hagan más grandes. ¡Pero debemos proceder inmediatamente a extinguir el soplete! Quiero decir, esterilizar a todos los humanos de sexo masculino que viven en la Isla, todos, hombres grandes y niños, cualquiera sea su edad.
»La resección de los canales deferentes es una operación benigna que le deja al hombre toda su virilidad. No tenemos muchos cirujanos, pero los biólogos están acostumbrados a disectar animales. No es más difícil. Ellos podrán operar también. Y esto es lo que debemos proponer inmediatamente a la decisión general: supresión de los óvulos fecundados y neutralización definitiva de los genitales masculinos. La isla es un recipiente cerrado del que nadie debe salir para no poner en peligro al resto del mundo, pero en el interior del cual no pueden seguir apareciendo nuevas vidas. El contenido no puede superar en dimensiones al continente.
»Creo que nadie se negará a hacer lo que debe. Yo mismo daré el ejemplo: mañana sin falta pasaré por la sala de operaciones. Les pido a las mujeres aquí presentes que hablen con las jóvenes embarazadas; ellas serán más convincentes que los hombres. Son nuestras hijas: no son retardadas mentales… Comprenderán inmediatamente lo estúpido que sería fabricar niños para verlos morir, y morir junto con ellos, dentro de diez o veinte años como mucho.
Jeanne se puso de pie a su vez.
—Soy la última que llegó a la Isla —dijo— y todavía no me he integrado del todo, y tengo además razones personales para mantenerme un poco apartada. Y tal vez por esa razón mi punto de vista sea a la vez más alejado y más objetivo. Me parece que no es necesario apresurarse tanto. Algunos de ustedes saben que yo solicité experimentar el C41. Ya ha pasado y con creces el periodo normal de contagio y hasta ahora no parezco haber sucumbido…, lo que induce a creer que el C41 es eficaz. Y si es eficaz, eso significa que quizás un día pueda considerarse la posibilidad de salir de la isla.
Hubo un murmullo general, salpicado de exclamaciones. Un pequeño hombre de piel amarilla dijo, con grandes sonrisas, que se necesitaría mucho tiempo para confirmar o invalidar la eficacia del C41. Pero esta situación era apremiante. La intervención programada para las jóvenes sería cada día más penosa moral y físicamente.
Galdós dio un puñetazo sobre la mesa.
—Los estudios, las esperanzas, los trabajo…, de acuerdo. ¡De acuerdo! Pero todo eso es el futuro. ¡Y para que ese futuro se logre es necesario estabilizar la Isla a partir de hoy mismo!
Un negro vestido con una camisola violeta se levantó. Era Davidson, el obispo católico.
—Lo que acabo de oír me ha llenado de horror —dijo—. No puedo dar mi aprobación para las medidas propuestas. Ustedes han cometido a veces el sacrilegio de llamar a la Isla el Paraíso… ¡Y ahora quieren convertirla en un Infierno!
Se oyó un crujido en los altoparlantes, seguido por un aullido. Un rostro despavorido desplazó la imagen del obispo de todas las pantallas de la Isla. Pedía socorro urgentemente.
Era el rostro de Han.
Annoa gemía y gritaba acostada sobre el pasto del jardín en medio de la luz azul de la noche. Las margaritas habían cerrado sus ojos blancos y el pasto estaba obscuro. Annoa era un bulto que se movía y gemía y de tanto en tanto lanzaba un grito desgarrador. Y Han, parado al lado de ella, con su cara y su pelo dorado iluminados por el proyector de la cámara de alerta, pedía socorro, suplicaba a todo el mundo que fuera a ayudarlo, ni siquiera sabía a quién llamaba: Annoa gritaba, Annoa sufría, a lo mejor eso era la muerte…
Los animales diurnos se despertaron al oír esos gritos que jamás habían escuchado, y huyeron en la obscuridad, aterrados, sus pupilas tan dilatadas que se confundían con el iris de sus ojos, chocando contra los troncos de los árboles, estrangulándose con las lianas de los arbustos, mientras los pájaros se estrellaban contra el techo y las paredes; los pequeños roedores nocturnos temblaban en el fondo de sus cuevas; un gato siamés cuyos ojos parecían dos estrellas, saltaba de rama en rama, en zigzag, totalmente enloquecido. El zorro levantó su largo hocico en dirección a la luna inexistente y comenzó a aullar.
Los jóvenes y las niñas acudían desde todos los rincones de la Isla, atraídos por ese grito y seguidos por los adultos. Jeanne fue la primera en llegar y comenzó a gritar a su vez, solicitando la luz del día. La luz blanca se encendió, el gato cayó sobre el pasto y se paró sobre sus patas rígidas, estiró la cola para arriba y arqueó su lomo. El zorro se calló. Jeanne se arrodilló junto a Annoa, enjugó con un manojo de hierba fresca su cara cubierta de transpiración, le sujetó la mano y con voz tranquila le dijo:
—Tranquilízate, mi pequeña, tranquilízate… Acuéstate largo a largo… Aflójate… Así… Muy bien… Respira, como aprendiste a hacerlo…
Annoa dejó de gemir y miró a Jeanne con un enorme interrogante en sus ojos.
—Sí —respondió Jeanne sonriendo—, sí… Es tu bebé que está por llegar…
—¡Oooh! —exclamaron los otros niños.
Y los adultos que se habían aproximado al lugar se retiraron discretamente. Inclusive el propio doctor Lins se retiró ante un gesto de Jeanne.
—¡Nuestro hijo está por llegar! —dijo Han.
Todos los días pensaba en ello y ahora se presentaba el momento de la realidad, y le parecía tan extraordinario que apenas podía creerlo. Se arrodilló del otro lado de Annoa y le tomó la otra mano.
—¡Annoa! ¡Annoa! ¡Es nuestro hijo que está por llegar!
Su voz no afirmaba: era más bien una pregunta, para averiguar si realmente eso era posible. Annoa le sonrió amorosamente y asintió con la cabeza. Ahora lo sabía y estaba preparada.
Y la frase comenzó a correr entre los niños y niñas:
—¡Nuestro hijo está por llegar! ¡Es nuestro hijo que está por llegar!
Se trompearon y empujaron de pura alegría, pero luego se tranquilizaron y se arrodillaron siguiendo el ejemplo de Han y de Jeanne.
Otra nueva contracción crispó el rostro de Annoa. Jeanne le dijo rápidamente:
—¡Respira! ¡Respira!
Annoa comenzó a jadear como le había enseñado Jeanne y todos los niños comenzaron a jadear junto con ella. Y poco a poco la contracción dejó de ser un sufrimiento para convertirse en un movimiento irresistible del cuerpo que empujaba hacia la luz una vida nueva.
Y cuando volvió a repetirse, Annoa empezó inmediatamente a jadear y no sintió ya ningún dolor. Todos los niños y niñas estaban acostados y jadeaban a la par de ella. Era su hijo el que estaba por llegar.
Eso duró casi la mitad de la noche. Los pájaros, creyendo que ya era de día, comenzaron a cantar. Los niños se dormían y se despertaban cuando llegaba el momento de respirar junto con Annoa, y Den los acompañaba a todos con su guitarra-cigüeña. A las tres de la mañana Jeanne dijo:
—Esta vez es la definitiva, mi pequeña, ahí está…
Y en la brecha abierta entre los muslos morenos apareció una mancha dorada, la cabeza del que estaba por llegar.
—¡Es rubio como su padre! —dijo Jeanne—. ¡Empuja, pequeña, empuja con ganas!
Annoa gemía de felicidad y por el esfuerzo. Una alegría enorme se deslizaba hacia la parte baja de su cuerpo y lo empujaba para salir y hacerse más grande todavía. Apretó la mano de Han y le clavó las uñas mientras gemía.
—¡Oh! Han… ¡Qué maravilloso es! ¡Qué maravilloso es!
Los niños y las niñas se habían agrupado frente a Annoa para ver llegar al bebé. La cabeza rubia salió. Un muchacho bastante grande se desmayó y cayó sobre el pasto. Han temblaba. El gallo azul con la cresta resplandeciente voló hasta posarse sobre el hombro de Den y lanzó un grito estridente para llamar al sol. El niño salió de las entrañas de Annoa. Jeanne lo recibió con sus manos abiertas y lo levantó para que su madre fuera la primera que viera su cara y su sexo.
Annoa, con voz débil, exclamó:
—Es una niña…
Lágrimas de felicidad corrían por su cara.
Jeanne levantó a la niñita por los pies y la golpeó en las nalgas para hacerle abrir los pulmones; la niña lanzó un grito parecido al de un gatito. Luego depositó a la criatura sobre el vientre que la había engendrado.
Cuando Nixon tomó el avión rumbo a Pekín en febrero de 1972, los países creyeron que se iniciaba una nueva era. El Asia comunista y el capitalismo occidental se tendían la mano. Llegarían a un entendimiento por encima de todas sus diferencias. Empezaba la verdadera pacificación del mundo.
La realidad era otra. El viaje de Nixon escondía dos finalidades, una de ellas conocida solamente por Brezhnev y la reina Isabel II y la segunda solamente por él…
En primer lugar tenía que averiguar si Mao había o no tomado el JL3, tarea que evidentemente no podía delegar en Kissinger. La salud resplandeciente, el largo baño en las aguas del Yang Tsé Kiang, a una edad en que el término medio de los hombres pueden tolerar a gatas un baño de pie, sus desapariciones seguidas por lozanas reapariciones, inquietaban a los Grandes desde hacía varios años. De Gaulle fue el primero en preguntarse si el jefe de China no habría seguido el ejemplo de Kennedy. Y si lo había hecho, no era por cierto corriendo el riesgo de contaminar a su pueblo, al que ya le costaba bastante trabajo mantener dentro de un límite de crecimiento fuera del cual lo amenazaba el hambre. Si se había permitido tomar el JL3 era porque sus biólogos habían encontrado la forma de dominar al virus y suprimir el contagio. Tenía que averiguarlo…
De Gaulle reconoció oficialmente a la China comunista y le hizo informar a Mao, con gran discreción, que aceptaría gustoso una invitación para viajar a Pekín. Estaba seguro de poder adivinarlo si veía frente a frente al jefe chino. Pero la invitación no llegó.
Cuando De Gaulle se retiró a Colombey, transmitió a Nixon, a Brezhnev y a la reina Isabel II sus temores respecto a Mao, depositando sobre sus espaldas el peso de su inquietud. Y luego murió.
Nixon lo relevó. Necesitó más de dos años para conseguir llegar a Pekín. Cuando llegó por fin el momento de tomar el avión rumbo a la capital de la China, otra preocupación, quizá más grave, se agregó a la que le había legado De Gaulle. Los informes de los servicios de espionaje y las fotografías transmitidas por el satélite fijo ubicado arriba del territorio chino, que el Pentágono “explotaba” como un servicio de urgencia en vez de enviarlas a aumentar las pilas de los archivos, llegaban a una misma conclusión: China estaba preparando algo.
Una región tan grande como la cuarta parte del estado de Texas estaba en plena transformación: el sudeste de Nanchang. Una multitud de obreros construían allí pistas de aterrizaje, vías de ferrocarril, hangares de dimensiones espectaculares, cavaban canales, subterráneos y silos. El Pentágono llegó inmediatamente a la conclusión de que se trataba de un inmenso campo de lanzamiento de cohetes intercontinentales destinados a los EE.UU., a Rusia o a ambos. Y trescientos doce misiles nucleares fueron desviados de su objetivo primitivo y apuntados hacia el sur de Nanchang.
Nixon los dejó hacer. Nunca se puede estar seguro… Pero él temía una cosa diferente. ¿No estaría China dispuesta a hacerse cargo bruscamente del relevo de los EE.UU. y de la URSS en el preciso momento en que el primero abandonaba el programa Apollo y el segundo disminuía la frecuencia de los Luna, para brindarle al resto del mundo una gigantesca sorpresa espacial? Era muy raro que no hubiera hecho hasta ahora ninguna tentativa de vuelos extra-atmosféricos y que no hubiera manifestado ningún tipo de curiosidad por los planetas. La rapidez con que había fabricado las bombas A y H demostraba bien a las claras que lo que la demoraba no eran problemas de orden técnico. Y en cuanto a los costos, esa expresión no tenía sentido en la República Popular China.
Nixon se zambulló en la historia de China y se enteró de que los chinos fueron los primeros astrónomos, antes que los propios caldeos, y miles de años antes que Occidente. Descubrió que fueron los inventores de los cohetes, los primeros en sondear los profundos misterios de la Tierra con sus sismógrafos a bolilla, los primeros en conocer las verdaderas lineas de fuerza del cuerpo humano, que no son ni los nervios, ni los huesos, ni las arterias, ni los músculos, sino los ejes según los cuales el óvulo fecundado se divide y se desarrolla para convertirse en un organismo terminado. Esas marcas de los pliegues y de los ejes del feto, son lo que los acupuntores llaman meridianos, que dejan perplejos y desorientados a los fisiólogos occidentales.
No era lógico que con semejante pasado China se desinteresara de la carrera del espacio. Era mucho más probable que, aprovechando todo su poderío y su secreto, estuviera en vías de preparar un lanzamiento extraordinario que dejaría a los cosmonautas rusos y a los astronautas norteamericanos a la altura de enanos. Las dimensiones de los preparativos registradas por el satélite eran fantásticas. Pero lo que estaba en juego también era fantástico. Al sincronizar sus esfuerzos en la conquista del espacio después de la entrevista de Kruschev y Kennedy en Viena, los dirigente rusos y norteamericanos comprendieron que en cualquier momento se estaría frente a una elección histórica, es decir, por el bloque más fuerte y más hábil en el momento indicado: el sistema solar sería comunista o capitalista.
Pero después de ver las fotografías de la región sur de Nanchang, Nixon se preguntaba si la opción no sería distinta: si el sistema solar sería blanco o amarillo.
Estaba decidido, como buen hombre de negocios norteamericano, a preguntarle a Mao sin ambages lo referente al espacio y al JL3. Estudió chino durante dos años. Sabía lo suficiente como para pronunciar algunas frases determinadas y para comprender una respuesta reducida a sí o a no. Por otra parte, sabía que Mao poseía ciertos rudimentos del idioma inglés. Y valiéndose de esta lengua intercambiaban por el teléfono directo las pocas palabras que a veces se hacían necesarias por los acontecimientos relacionados con la Isla.
Pero durante su estada en China, desde el veintiuno al veintiocho de febrero de 1972, no consiguió dialogar ni siquiera un minuto a solas con Mao… El presidente chino simuló, con grandes sonrisas, no comprender ni una sola palabra de inglés y no quiso separarse jamás de su intérprete. Evidentemente Nixon no podía hablar del JL3 frente a este último. Y ¿cómo podría poner sobre el tapete en su presencia, los informes que tenía sobre la región sur de Nanchang? Si Mao reconocía frente a un tercero que su territorio estaba siendo objeto de espionaje por otra potencia, lo que precisamente no ignoraba, le hubiera significado perder imagen.
Sin embargo, Nixon encontró la oportunidad de decírselo durante una conversación, bajo las apariencias de una broma:
—Me pregunto si usted no verá el color rojo durante la noche…
Mao sonrió de oreja a oreja y pronunció algunas palabras que el intérprete tradujo orgullosamente:
—¡China es roja, tanto de noche como de dia!
Cuando el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica regreso a su país, estaba tan informado como cuando salió de él. A lo mejor los trabajos realizados al sur de Nanchang se relacionaban con la instalación de la mayor base de lanzamiento de vehículos espaciales del mundo entero, o quizá se tratara simplemente de la infraestructura de una región industrial o un nuevo sistema de irrigación.
Y en lo que respecta a la salud de Mao, le había parecido demasiado espléndida para ser normal. Pero quizá mañana se recibiera la noticia de su súbita desaparición…
Decidió conversar de todo eso con Brezhnev. El antagonismo capitalista-marxista debía borrarse frente a la eventualidad de la implantación de las bases chinas en los planetas y de la transformación del sistema solar en un hormiguero amarillo. La solidaridad blanca debía ponerse en juego.
Nixon telefoneó a Brezhnev no bien llegó a Washington. Tres meses después viajaba rumbo a Moscú.
Jeanne hizo todo lo que debía hacerse. Han se acostó junto a Annoa, bien pegado a ella, y colocó a la hija de ambos entre ellos dos, en el hueco formado por la reunión de sus cuerpos. Los tres se durmieron al cabo de pocos minutos, compartiendo su calor y su felicidad.
A Jeanne le costaba mucho convencerse de que el recién nacido, completamente desnudo, no corría peligro de tomar frío, que ningún microbio podía atacarlo, que tenía más defensas que un cordero de un día o un gatito de una hora. Era un representante de la nueva especie humana, que no necesitaba protegerse contra las agresiones externas por espesores de ropa; era sana y natural, como lo habían sido quizás Adán y Eva. Lo que Bahanba había descubierto, ¿no sería por casualidad la inocencia, y la fuente de los orígenes de la vida? La humanidad se había convertido en un mar… ¿o en una ciénaga, tal vez? Jeanne dejó de hacerse todas esas preguntas, se acostó al lado del padre, de la madre y del niño y se durmió a la par de ellos.
La luz blanca se apagó suavemente. Todos los niños dormían, igualmente cansados que Annoa por el nacimiento de aquella a la que le había dado por nombre una mezcla del suyo y el de Han: Hannao.
La luz del día reapareció a la hora indicada. Cuando Jeanne abrió los ojos, Roland estaba de pie al lado de ella, sonriendo. Le tendió las manos, ella las tomó y él la ayudó a levantarse tirándola hacia él. Estaba por estrecharla entre sus brazos y ella estaba dispuesta a consentirlo cuando de repente pensó que debía tener un aspecto espantoso, al haber sido sorprendida así en su despertar.
Dio media vuelta, se escabulló y corrió hacia el arroyo. Se arrodilló, tomó agua con sus manos, se lavó la cara, sacudió la cabeza, pasó los dedos por su corto pelo y regresó corriendo hacia donde estaba Roland. Como no había dormido en su cuarto no había tomado ningún tranquilizante y, curiosamente, se sentía como liberada. A lo mejor era el resultado de haber dormido sobre el pasto, de haberse lavado con el agua pura o de haber colaborado para traer un niño al mundo.
Y recién entonces pensó en el recién nacido. Tomó el brazo de Roland entre sus dos manos y giró sobre sí misma para mirar a su alrededor. Descubrió a Annoa sentada debajo del tilo. Sujetaba a su hijita sobre el brazo izquierdo y con su mano derecha le ofrecía su pecho dorado, hinchado, deseoso de ser succionado. La pequeña boca sabía cómo hacerlo. Los labios se abrieron, la lengua se plegó formando un canal alrededor de la punta que se le ofrecía, chupó y la vida de la madre se deslizó dentro de la niña.
Han llegaba en ese momento, trayendo alimentos y flores. La mayor parte de las niñas y los jóvenes dormían todavía. Algunos se desperezaban y bostezaban. Alrededor de Annoa se había reunido una pequeña corte asombrada, que admiraba con un ojo y dormía con el otro. Un mirlo embrutecido por el cansancio, saltaba por el pasto sin mayor convicción, tratando de conseguir un gusano. El gato siamés se abalanzó sobre él, y se lo llevó.
De todas las flores brotaban los húmedos perfumes matinales que se entremezclaban en frescos y tibios remolinos. Jeanne sintió que penetraban en ella, como así también los colores y los pájaros. Durante unos segundos tuvo la sensación de haberse convertido ella en el jardín, que se despertaba en medio de una gran felicidad.
—Ya no te necesitan —dijo Roland—. Ven…
Y se dirigieron hacia la playa superior para tomar un desayuno realmente parisiense, con café, crema y croissants calientes. Roland le dijo entonces por qué había ido buscarla:
—El doctor Lins y algunos biólogos teníamos que consultar a Bahanba. Me gustaría que tú también vinieras. Será en cierto modo el fin de la reunión de ayer, interrumpida por Han. Necesitamos los consejos de Ba.
—¿Está todavía en condiciones de darlos?
—Apenas le quedan fuerzas para hablar, pero está al borde de la sabiduría total.
El espíritu de Bahanba flotaba sobre el agua. Lo único que había ingerido durante cinco semanas era un vaso de agua por día. El agua se traía especialmente para él, sin que lo hubiera pedido, de una fuente de las montañas Rocallosas, virgen de toda clase de polución y que brotaba del flanco sur del monte Assiniboine en Canadá.
Sentía que su cuerpo desaparecía poco a poco. Liberado finalmente gracias al ayuno de todo lazo afectivo por ese cuerpo personal, lo consideraba solamente como el lastre que sujetaba su alma a la tierra. Pero su peso disminuía hora tras hora. En la actualidad parecía una hoja seca, y dentro de poco tiempo no pesaría nada.
Bahanba contemplaba con apatía y favorablemente la aprobación del momento de su liberación. Su espíritu, que por fin se había convertido en el dueño de la situación, inspeccionaba todos los detalles de esta usina cuyas puertas por fin habían sido abiertas. Apreciaba su maravilloso funcionamiento, desde las importantes tareas realizadas por los órganos hasta las minúsculas ocupaciones de sus células y de los universos que integran cada una de ellas. El cuerpo, trampa purificadora, se parecía, en su conjunto y sus detalles a la Creación. Dios lo hizo para permitir que el alma se perfeccionara al pasar por él. Pero, ¿por qué hizo la Creación? ¿Acaso Dios necesitaba perfeccionarse? Pero, ¿qué es Dios? ¿Estará lo suficientemente pura el alma de Bahanba como para alcanzar dentro de poco ese conocimiento? ¿O tendrá que atravesar todavía mil veces mil vidas antes de confundirse con Él? Que suceda lo que debe suceder. Lo que es, es.
Galdós tenía la palabra y le exponía a Bahanba la situación imperante en la Isla. Parados al lado de Galdós y mirando la cama sobre la que estaba acostado el anciano estaban Hamblain, Lins, Sanderson, Ramsay, Acharya, Roland, Menchinov, el obispo negro Davidson, el atomista Linsay, el biólogo chino al que todos llamaban Ho, y Jeanne al lado de Roland. Y detrás de todos, Samuel Frend.
Bahanba permanecía inmóvil, con los ojos cerrados, acostado sobre su cama y vestido con su túnica blanca. Los movimientos respiratorios no eran visibles. Su piel, pegada a los huesos de su cara, le daba a esta última los rasgos de una momia de tres mil años de antigüedad. Los rasgos, pero no la apariencia, pues todavía se reflejaba en ella la vida. Sus cejas dibujaban una franja blanca sobre sus mejillas morenas. Su barba blanca brillaba y parecía correr como el agua de un manantial.
Bahanba los escuchaba al mismo tiempo que reconocía su cuerpo y meditaba. Y todo era la misma cosa.
Cuando Galdós terminó de hablar, el pecho de Bahanba se movió ligeramente, y todos los otros pechos dejaron de respirar. Veía claramente lo que sucedería si se tomaba alguna medida y veía también lo que sucedería si no se tomaba ninguna. Una u otra eventualidad sería un acontecimiento minúsculo y quizá necesario dentro del movimiento infinito del Ser. Ellos no lo comprenderían, pero tendría que tratar de decírselos. Sus labios se entreabrieron y los trece espectadores oyeron el susurro de su voz por encima del susurro del viento.
—El mundo se agita. La Isla se agita. El Paraíso permanece inmóvil… Lo que sucede no es lo que es. Hagan o no hagan, pero siempre dentro de la verdad…
Se calló y su respiración se hizo nuevamente imperceptible.
Sus visitantes salieron silenciosamente. Una vez que estuvieron en la calle, Galdós tomó nuevamente la palabra:
—¿Entendieron? Yo, absolutamente nada… Está empezando a desvariar. Debemos tomar una decisión sin contar con él y sin perder ni un minuto más. La Isla se agita… Sí, eso es bien cierto; ha comenzado a agitarse de una forma extraña. Y nosotros debemos apretar el freno a fondo. Ésa es la verdad. ¿Están todos de acuerdo? Voy a pedirles a los adultos que se pronuncien en favor o en contra. E inmediatamente les pediremos a las jóvenes que se presenten a ver a los médicos y a los biólogos. Es preciso resolver todo eso hoy, sin falta. ¿Piensan ustedes igual que yo?
Ni siquiera Jeanne encontró algo que decir. Se apretujó estremeciéndose contra Roland. Éste la reconfortó suavemente.
—La solución nos parece monstruosa porque es un elevado número de chicas, pero individualmente no es gran cosa. Y para los óvulos no es nada.
Galdós se instaló frente a la cámara más cercana y lanzó un llamado general. Repitió todo desde el principio, para beneficio de las que no habían escuchado las explicaciones de la víspera; expuso las conclusiones a las que se había llegado, propuso la neutralización inmediata de los óvulos fecundados, les pidió a los adultos que reflexionaran y a los que se oponían a su propuesta que se lo hicieran saber al doctor Lins antes de esa noche. Los niños serían convocados después a dar su opinión, ya que eso les concernía.
Ningún adulto había manifestado su opinión cuando llegó la hora de la luz azul.
Pero los niños no habían esperado para manifestar su opinión. No hicieron otra cosa más que expresarla alegremente durante todo el día con gritos y cantos. Las muchachas embarazadas querían conservar su niño y las que no lo estaban querían estarlo. Los jóvenes habían pintado flores y pájaros sobre los vientres chatos de las muchachas y éstas trenzaron cinturones de flores alrededor de las cinturas de los muchachos, con guirnaldas y nidos para adornar y glorificar su sexo, que fabricaba los niños. Ninguna de ellas comía ya nada que fuera elaborado en la Isla, y repetían constantemente el acto de amor. En toda la Isla tenía lugar una pujante fiesta de la vida, un lento torbellino de creación que tenía como centro el jardín circular y en el centro del jardín el recién nacido, que todavía no tenía ni un día de vida.
Cada uno de los niños de la Isla se acercó una o varias veces durante el día para mirarlo, hablarle o contemplarlo en silencio. Y todos se maravillaban al verlo tan pequeño, tan feo, tan bonito, y al pensar que había nacido del cuerpo de su madre, donde su padre había depositado la semilla. Un movimiento ininterrumpido giraba alrededor del niño, acercándose a él y alejándose luego. Era como un sol que no sabe lo que es, que no sabe quién es, y que gracias a su ignorancia e inocencia atrae el amor y lo brinda.
Cuando obscureció, los jóvenes y las muchachas habían prácticamente olvidado lo que les había pedido Galdós…, tan falso, inverosímil, desechable y sin importancia les había parecido.
Los trece se reunieron otra vez en el cuarto de Galdós. Apenas cabían. Se sentaron como pudieron, sobre la cama, en las sillas, sobre el escritorio. Jeanne permaneció de pie para hablar. Quería convencerlos y tal vez convencerse ella misma.
—Ahora sabemos que las muchachas no irán a ver a los médicos. ¿Qué haremos entonces? ¿Obligarlas? ¿Y cómo? ¿La Isla de la libertad va a renegar de ella? ¿Se transformarán los adultos en policías?
Miró por turno a los demás. Frend estaba sentado en un rincón, lo más lejos de ella que le había sido posible. Ella lo miró a los ojos, él bajó ligeramente los párpados, ella tuvo una extraña impresión que casi la impulsó a mantener fija su mirada, pero siguió hablando y sus palabras la desviaron a otra cara.
—¿No podríamos experimentar una vez más con el C41, ya que parece ser eficaz, y considerar la posibilidad de que la Isla pueda ser abierta en un futuro próximo, veinte años… tal vez menos? ¿Y dejar venir al mundo la tercera generación, considerando solamente las dificultades y no un desastre total?
La escucharon en silencio. Jeanne parada allí frente a ellos era la prueba viviente de una solución posible. Una solución de una posible pero peligrosa efectividad científica y que por otra parte parecía imponerse irremediablemente. No era una certeza; era apenas el asomo de una esperanza… pero estaban agotados por la inquietud, habían perdido la costumbre de enfrentarse a problemas urgentes y de experimentar tribulaciones, tenían ganas de compartir la alegría de los niños aun sabiendo cómo era de insensata.
—Pues bien —dijo Galdós—, no veo qué otra solución podemos contemplar. Nos hacen falta todavía ciertos técnicos a los que habíamos renunciado por falta de espacio, pero hay que hacerlos venir inmediatamente y abocarlos al perfeccionamiento del C41. Dentro de tres meses lo sabremos.
»Tres meses…, más la demora necesaria para que lleguen.
—Dios quiera —dijo Lins— que usted tenga razón, señora.
Se separaron en medio de una euforia artificial que disimulaba la angustia a la que llegaba su lógica. Era un día de alegría, los niños habían cantado a la felicidad y a la vida, había que creer en los niños, aun si era un absurdo. Por esta vez había que ceder al sentimiento y no a la razón. Mañana habría tiempo para las reflexiones.
Roland le preguntó a Jeanne si aceptaría ir a comer a su departamento para festejar juntos ese día, que podría haber sido de duelo y se había transformado en uno de alivio. Ella lo tomó del brazo sin decir nada y lo acompañó.
Pasaron por el jardín. Muchos niños ya estaban dormidos, pero otros seguían cantando todavía. Había unas cuantas fogatas encendidas. Encontraron a Han y a Annoa sentados junto al fuego, mientras su hija dormía sobre el pasto entre los dos. Den canturreaba una canción que hablaba de una cabellera color fuego. Mary estaba acostada cerca de él y lo escuchaba y miraba. Se preguntaba a sí misma si él sería el padre del niño que esperaba. Si tenía que elegir alguno, lo elegiría a él. La luz azul y dorada de las llamas se reflejaba en sus ojos verdes. Roland cortó un manojo de rosas y cuando llegaron a su cuarto las colocó en un florero frente a la pantalla de la televisión, luego de cortar todos sus circuitos. No quería saber nada más esa noche de lo que sucedía en la Isla o en el Mundo. Las rosas eran carnosas, exuberantes y rojas como la sangre y la alegría.
Jeanne pidió por teléfono unas cosas inusitadas: una sartén, lechuga, aceite, huevos frescos, estragón, crema, una trufa, fresas… Cinco minutos después lloraba de alegría al ver emerger de la pared la mesita rodante con todo lo que había pedido. Roland pidió a su vez una botella de champaña, y mientras tanto ella se puso a preparar una omelette espumosa, suculenta, tal como las que tanto les habían gustado en el departamento de la calle Vaugirard.
Bebieron el champaña brindando por la felicidad de los demás y la propia. Jeanne se tranquilizó y parecía casi feliz. Estaba segura ahora de haberse liberado poco a poco de la angustia de los años que la perseguían, y quería creer, aunque más no fuera por esa noche, que seguía siendo la misma Jeanne de antaño y que tal como Roland, no había cambiado un ápice. Era una noche de fiesta, una noche un poco loca. Se sentó de espaldas a la lámpara y al espejo. Evidentemente mañana sería otro día.
Mañana… Mañana estaría ocupada con las renacientes preocupaciones de la Isla. Y para mitigarlas siempre estaban a mano los tranquilizantes. Y después llegaría pasado mañana, ya un poco menos penoso y cada día subsiguiente más tranquilo, cada día que para ella representaría realmente un día de vida. Esta noche no volvería a repetirse, era una noche única, una noche como las de Vaugirard, que se alzaba desde el pasado. Roland, sentado frente a ella, era el mismo Roland, le hablaba con la misma voz baja y cálida que expresaba su deseo con las mismas palabras llenas de ternura; la Isla no existía, la omelette estaba deliciosa y las fresas dulces y perfumadas eran una auténtica expresión de la primavera. Y llegó el momento que temía y que esperaba desde casi la tercera parte de su vida. Roland apagó la luz blanca. Ella apagó la luz azul. Quería contar con la grande y obscura protección de la noche para que Roland olvidara la Jeanne actual y recordara la Jeanne de antaño. Ella no le permitiría descubrir a Jeanne y echarla de menos. Tendrían solamente esa noche y luego ella se alejaría de él poco a poco, en el tiempo iluminado por esta última alegría robada, rumbo a la paz…
Él la tomó entre sus brazos y besó con ternura su cara ardiente, por todos los rincones, inclusive sus labios cálidos. La obligó a abrirlos con gran suavidad, y ellos cedieron. Sus bocas conservaban el gusto de las fresas.
Jeanne cerró los ojos para impedir que brotaran de ellos lágrimas de felicidad y de fatiga. Cuando los volvió a abrir tuvo la sensación de que sus lágrimas chocaban contra una llama. Movió la cabeza y vio un destello semejante al de una brasa atizada por el viento…
Súbitamente comprendió. Vio el ramo inmóvil, las maravillosas rosas coloradas en todo su esplendor…
—¡Roland! ¡Roland! ¡Veo las rosas…!
Se liberó de sus brazos y se alejó de él a reculones.
—¡Jeanne!
—¡Qué horror!
No pensó en lo que representaba para la Isla el fracaso del C41, ni en las soluciones forzadas que deberían adoptarse: estaba totalmente invadida por un pensamiento que excluía a cualquier otro, por la certeza y la imagen atroz de saber que tendría veinte años más que él por toda la eternidad.
Se sintió como un animal atrapado en una trampa y buscó la salida para huir, la puerta… Y muy cerca de ella vio la manija roja.
La hizo girar y salió. Al llegar a la calle se echó a correr.
La calle estaba sumergida en la noche azul, pero llena de marcas rojas que nunca había visto: palabras y flechas para indicar las direcciones, círculos para señalar el objetivo de las cámaras y los parlantes de los micrófonos, rayas rojas para indicar el borde de las fuentes y los troncos de los árboles y, diseminados por todas partes, dibujos infantiles, animales con patas rígidas, seres humanos con los dedos separados y en cada puerta su número correspondiente y la manija en forma de huevo… Y mariposas rojas que eran arrastradas por el suave viento de la noche.
El camino más corto que la conducía a su cuarto era atravesando el jardín. Cuando llegó allí se paró en seco, y perdió el aliento al contemplar su llameante esplendor. Luego comenzó a caminar lentamente entre los grupos de niños dormidos que formaban racimos de luz sobre el fondo obscuro del pasto. Esos niños y esas niñas… Todas esas espléndidas niñas que cumplirían un día dieciocho años y los conservarían eternamente. Y a lo mejor sus hijas se les reunirían y permanecerían jóvenes como ellas. Y Roland entre esas muchachas, Roland, un hombre de treinta años entre los adolescentes, hombre raro y duro como un diamante…
Y ella, una muestra absurda de una era caduca en que la carne cambiaba al mismo tiempo que el espíritu, espécimen conservado por el JL3 como si estuviera en un frasco con formol, indestructiblemente la misma con sus veinte años de más, esos años malditos en los que se había desgastado en búsquedas…
Y de repente, acudieron a su memoria las tentativas de rapto en París y en Londres. La primera vez quisieron llevársela porque se la creía contaminada, pero la segunda vez era indudablemente Roland que había pedido que la llevaran a la Isla, de la misma forma en que había hecho llevar allí a sus hijos. Nunca se lo había dicho para no lastimarla más con otro disgusto. Ni siquiera le había hablado de sus hijos, por delicadeza, y para que no hiciera asociación de ideas. Si se hubiera dejado raptar, ¡hoy en día seria joven! Se había defendido con obstinación y estúpidamente, ¡había matado para defenderse contra la eterna juventud y la felicidad!
Lanzó un gemido de horror y prosiguió su carrera. Al llegar a la entrada del jardín tropezó con un hombre vestido de negro que permanecía inmóvil y que le pidió disculpas. Ella lo reconoció: era Lins.
—No hay nada que hacer —le dijo—. El C41 no dio resultado. Veo el color rojo… estoy contaminada… el virus ganó… ¡y yo perdí!
El doctor Lins era el único ginecólogo de la Isla. Su profesión le había inspirado una ternura, compasión y admiración, que aumentaban año tras año, por la mujer y los maravillosos misterios de su cuerpo. La mujer trampa, la mujer atrapada, la portadora de la flor que atrae y del taller que la fabrica, la mujer, cualesquiera sean sus amores, su independencia, su inteligencia, su belleza, es solamente una máquina productora de personas, y dicha máquina redonda, frágil, sólida, genial, está rodeada por formas sublimes o rechazantes, una piel de seda o como papel de lija, una mente limitada o abierta, pechos deliciosos o inexistentes, todo un conjunto de instrumentos de un ingenio divino cuya única razón de ser es servir a la fábrica donde se elabora la vida.
Y precisamente porque tenía pleno conocimiento de todas esas cosas, el doctor Lins sentía, desde el primer día en que realizó los análisis, una compasión infinita por esas muchachas que él había recibido en sus manos cuando nacieron de otras mujeres, y que se habían convertido a su vez en mujeres y a través de las cuales los instintos irresistibles de la especie habían comenzado otra vez a hacer correr la corriente de la vida interrumpida arbitrariamente por los adultos. Al obedecer a los llamados y a las alegrías de sus cuerpos y al regocijarse de saberlos habitados, se habían encarrilado nuevamente en el sendero recto de la naturaleza, y demostraban ser más mujeres que sus propias madres, dominadas por la razón. Y gracias a ellas la vida seguiría cumpliendo con su deber, que era precisamente continuar con la fabricación de la especie.
Se había aproximado a observarlas angustiado en medio de la noche azul, como si todas fueran sus hijas. Y con cierta esperanza también, una esperanza en la que no se animaba a creer: ¿no sería tan sólo un engaño la resolución tomada durante la reunión de esa noche, un plazo que habían decidido otorgarse frente a la desagradable intervención? ¿O sería tal vez una puerta abierta?
Las palabras de Jeanne la cerraron brutalmente. La forma en que corría alejándose, sin titubear, entre los obstáculos, le confirmó que lo que había dicho era verdad, y que había ingresado a la comunidad de hombres y mujeres para los que la noche no es exactamente la noche, y la muerte algo muy distinto de la muerte. Echó una última mirada al jardín azul adornado con flores y niños llenos de luz. A dos pasos de él, un muchacho y una niña dormían uno junto al otro, enfrentándose, algo encorvados, con la posición que adopta el niño en el interior de la madre, con las rodillas un poco alzadas, las manos cerca de la cara, como dos paréntesis de carne. Le pareció reconocer a la muchacha: era una de las niñas más jóvenes que estaban embarazadas. Tenía justo trece años. Era inocente y bonita.
El doctor Lins suspiró y se fue, con la cabeza gacha. La vida continúa, se expande y desparrama sin tener en cuenta las circunstancias. Alcanzarían su propia destrucción al proseguir aquí con su multiplicación… Sí, no cabía duda, desgraciadamente no quedaría más remedio que hacerlas abortar. Como era un ginecólogo, no tenía miedo de esa palabra. Era sólo un término técnico. Lo que lo horrorizaba era el acto. Lo había practicado solamente una vez, con una madre en peligro de muerte. Aquí todas las madres estaban en peligro de muerte, y la totalidad de la comunidad junto con ellas.
Había que actuar inmediatamente. No tenían derecho de perderse en discusiones. Cada día que transcurría hacía más penosa la operación para todos y para cada una de ellas. Pero… ¿qué operación?
Era el único que se había hecho la pregunta: ¿cómo? Es fácil decir que hay que hacer abortar a más de cien muchachas, pero no es tan fácil hacerlo. Sobre todo cuando las muchachas no quieren.
Samuel Frend se levantó a medianoche, como lo hacía casi todas las noches, para beber un vaso de agua. Una hora después lo despertó un fuerte dolor en el vientre acompañado por unos espasmos que le revolvían el estómago. Vomitó, se enjuagó la boca y bebió otro vaso de agua acompañado por una tableta de aspirina. El dolor y los espasmos se calmaron. Frend jamás había tenido semejantes síntomas durante su agitada vida. Se preguntaba si alguien habría descubierto su identidad y estaría tratando de envenenarlo. Pero… ¿con qué? No era muy probable, pero tampoco era imposible. Tenía la frente húmeda y los músculos del vientre doloridos cuando se durmió nuevamente, mientras pasaba revista a sus actividades de la víspera, tratando de adivinar quién y cómo le había administrado el veneno.
Lo despertaron nuevos dolores. La pantalla de la televisión se iluminó justo cuando abría los ojos y comenzaron a sonar los timbres de un llamado general. Antes de salir corriendo al baño tuvo tiempo de ver aparecer el busto de un hombre vestido con la camisola roja de los químicos. Lo había visto anteriormente, pero no sabía cómo se llamaba.
Mientras los retortijones de su estómago vacío lo mantenían inclinado sobre el lavatorio, oyó la voz del hombre que exclamaba:
—¡No beban! ¡No beban agua! ¡El agua está envenenada! ¡No beban ni de las canillas, ni de las fuentes, ni de los arroyos! ¡No beban agua!
Hizo sonar otra vez prolongadamente el llamado de alerta general dirigiéndose especialmente a los niños del jardín, solicitándoles que despertaran a los que dormían, repitió su aviso y contó rápidamente lo que le había sucedido. Y los niños y adultos que habían bebido agua durante la noche, reconocieron los síntomas que habían experimentado, tal como los reconoció Frend. Pero como el hombre de la televisión era un químico, tuvo un reflejo de químico. Al no saber en qué podía haber ingerido el tóxico que le retorcía las entrañas, comenzó por analizar el agua de la canilla. Y he aquí lo que descubrió:
—El agua contiene un cuerpo extraño. No sé qué es, no he tenido tiempo de hacer análisis más detallados. Pero puedo decirles que el agua se enturbia o toma color con ciertos reactivos, en vez de permanecer incolora. No creo que se trate de un veneno peligroso, pues no estaría aquí hablándoles; pero hace daño, como lo saben todos los que han bebido agua. Fui al depósito central para sacar una muestra, y el agua del depósito contiene ese cuerpo extraño. Por lo tanto, está desparramado por toda la Isla. ¡No beban agua en ningún lado! No sé cómo ese producto ha podido mezclarse con el agua. De todos modos, lo que debe hacerse, y me dirijo a los técnicos a los que les concierne, es cerrar el depósito, y conectar directamente la usina que fabrica agua dulce con la sala de bombas. La distribución será algo irregular, pero dentro de pocas horas podremos beber, y mientras tanto el depósito se habrá vaciado y limpiado. Los otros químicos y yo…
Una voz angustiada se susperpuso a la suya.
—¡Por favor! ¡Retírese! Tengo algo que decir respecto del agua. Sé lo que ha pasado… Cédame su lugar…
El químico pareció sorprendido y luego su imagen desapareció. La cara demacrada del doctor Lins apareció en todas las pantallas de la Isla.
—Yo fui quien envenenó el agua —dijo.
Frend estaba otra vez en cama. Los espasmos disminuían en intensidad y frecuencia. Se enjugó la frente y siguió observando la imagen de Lins.
—Esperaba que gracias a la llegada de la mañana y los desayunos, todo el mundo, o por lo menos las personas para las que estaba destinado, hubieran ingerido dicho producto antes de descubrir que era transportado por el agua. Lamento mucho que haya sido dada la voz de alerta. Pero antes que nada, quiero tranquilizarlos: el producto no resulta tóxico en la proporción en que está diluido. Provoca simplemente contracciones del diafragma, y en la mujer contracciones del útero lo suficientemente fuertes como para expulsar un óvulo fecundado.
»Sí, se trataba de provocar el aborto de las jóvenes embarazadas… porque ha muerto la esperanza que nos sustentaba. No existe antídoto contra el contagio de la inmortalidad: ¡el C41 ha fracasado! La señora Jeanne Corbet ha experimentado los síntomas de contagio esta misma noche. Ella fue la que me avisó. Y ella misma se encargará de decírselo a ustedes… Señora Corbet, usted debe estar escuchándome, en cualquier parte que se encuentre… ¿Quiere usted confirmar mis declaraciones?
Hubo un silencio. Lins escuchaba, esperaba, y a medida que el silencio se prolongaba su cara se demacraba más.
—¡Señora Corbet, se lo ruego, esto es muy serio! ¿Quiere repetir aquí, frente a todo el mundo, lo que me dijo esta noche? Que está contaminada, que ve el color rojo en la obscuridad…
Y superpuesto al rostro de Lins, apareció la cara de Jeanne, transparente, un poco fuera de foco. Tenía la mirada fija, y sus ojos y rasgos algo descoloridos por la superposición de imágenes. Parecía un fantasma, su voz era sólo un susurro, pero todos la oyeron.
La voz de Roland vibró en los altoparlantes:
—¿Dónde estás, Jeanne? ¡Jeanne, te estoy buscando! Dime.
La imagen de Jeanne se desvaneció. Mary la pelirroja, acostada sobre el pasto del jardín, cerca del arroyo, se retorcía agarrándose el vientre con las manos. Se había despertado una hora antes y había bebido agua.
—Asumí mis responsabilidades de médico —dijo el doctor Lins—. Era la única forma de obligar a las jóvenes a renunciar a sus embarazos. Y todavía es posible. Les pido que no vacíen el depósito de agua. Les pido a los técnicos que no conecten la usina con las bombas. Se precisan once días para renovar completamente el agua del depósito. Nadie podrá quedarse tanto tiempo sin beber… Les pido a los adultos que vigilen el depósito y la usina. ¡La Isla debe beber esa agua para su salvaguardia! Todos sufriremos… Más o menos… Las mujeres más que los hombres, y las jóvenes embarazadas más que las otras… Pero cuando termine, ya no existirá más peligro alguno para la Isla. Les pido perdón a las que perderán el hijo que querían conservar. Creo que es justo que todos suframos un poco por ese crimen que estoy por cometer en nombre de todos…
Davidson, el obispo negro, saltó completamente desnudo de su cama y comenzó a insultar a la pantalla:
—¡Protestante! ¡Hipócrita! ¡Asesino! ¡Sádico! ¡Que Dios te enrosque las tripas alrededor del cuello! ―Cayó de rodillas—. ¡Perdón, Señor! ¡Perdón! ¡Perdóname, y perdónalo! ¡Perdona a esos niños, perdónanos a todos, porque no sabemos lo que hacemos! ¡No sabemos nada, nada, nada! Nada más que Tú eres el Señor…
Comenzó a sollozar, se persignó, se puso de pie, y bañado en lágrimas se dirigió al baño, abrió la canilla y bebió dos vasos de agua.
La misión de Samuel Frend no consistía en intervenir en los acontecimientos de la Isla. Pero vio con tal claridad el acto breve y decisivo que se imponía, que inmediatamente actuó su reflejo profesional. Se vistió, haciendo muecas cada vez que recrudecían los dolores, sacó de su placard un paquete de cigarrillos y una lapicera a bolilla, salió y se dirigió corriendo hacia la usina de agua. Varios adultos, convencidos por el doctor Lins, se dirigían apresuradamente en la misma dirección.
Frend conocía bien la usina de transformación del agua salada en dulce. Trabajó allí durante un tiempo, como lo había hecho en los otros centros vitales de la Isla. Cuando llegó al gran salón azul, se encontró con una violenta escaramuza en la que un grupo de adultos de todos colores se enfrentaba contra unos adolescentes, muchachos y especialmente muchachas, que trataban de llegar a las llaves de la válvula que conectaba directamente la usina a la sala de bombas.
No era exactamente una escaramuza, pues nadie estaba armado y los adultos se contentaban con formar una barrera y tratar de rechazar a sus atacantes; pero ninguno de ellos se animaba a golpear esas carnes tiernas, esas carnes desnudas que pertenecían a sus hijos y a sus hijas. Éstas, en cambio, estaban enfurecidas: arañaban, mordían y una de ellas fue la primera en esgrimir un arma. Aferró una llave inglesa que colgaba de la pared y golpeó. Una herida se abrió en un rostro y la sangre comenzó a brotar. Se oyó un estruendo de gritos feroces y las otras muchachas y los jóvenes tomaron cuanta cosa encontraron y en pocos instantes abrieron una brecha para llegar a la válvula.
Frend, que estaba en la otra punta de la sala, rompió el papel que recubría su paquete de cigarrillos y lo hizo un bollo: era un explosivo plástico. Lo pegó en el sitio que había elegido y le plantó su lapicera a bolilla luego de haberla regulado: era un detonador.
Vio que llegaban más jóvenes y adultos y que se reanudaba la batalla con un mayor número de combatientes, en las proximidades de la válvula. Salió rápidamente por la escalerilla que conducía a la puerta trampa del techo. No bien dio unos cuantos pasos afuera, oyó el ruido de la explosión, que hizo estremecerse el suelo que pisaba. Acababa de poner fuera de uso la bomba que chupaba el agua de mar y la conducía hasta la usina.
Cuando encontró el primer puesto transmisor, tapó el ojo de la cámara con su mano para que no lo vieran y habló por el micrófono.
—¡Dejen de pelear, es inútil! La bomba de alimentación de la usina acaba de estallar. ¡El agua de mar no llega más! Será necesario por lo menos una semana para arreglarla, o recibir otra bomba. La única agua que queda es la del depósito… ¡Tenemos que beberla para salvar la Isla!
Un grupo de jóvenes llegó a la carrera. Frend se calló y huyó hacia su cuarto.
Roland buscaba a Jeanne. No estaba en su cuarto y nadie la había visto más que en la pantalla. Volvió otra vez al jardín. Fue rechazado por un grupo de niños pequeños que salían de allí y lo agredieron a puñetazos. Una niña le agarró la mano derecha y se la mordió. Gritó de sorpresa y dolor, consiguió soltarla y le dio una cachetada. La niña aulló. Los chicos lo hicieron caer, y lo pisotearon. Sus talones desnudos eran duros como astas. Un golpe en la garganta le cortó la respiración. Tenía la sensación de ser pisoteado por corderos. Con un revés de su brazo hizo caer a unos cuantos, se paró, empujó a los otros y entró en el jardín a la fuerza.
No había dado más de dos pasos cuando comprendió que era imposible ir más lejos. La multitud de niños se agitaba como las abejas de una colmena que acaban de golpear, y de ellos brotaba la misma clase de ruido colectivo, agudo, enfurecido, amenazador.
Mary gemía y gritaba acostada en el centro de un grupo, cerca del arroyo. Den, arrodillado al lado, trataba de calmarla. Pasó su brazo alrededor de ella y la ayudó a pararse. Tenía la impresión de que sufriría menos si caminaba. Cuando estuvo de pie, unas gotas de sangre corrieron entre sus piernas. Den la depositó nuevamente sobre el suelo, alzó sus brazos con los puños cerrados y lanzó un prolongado grito de furia.
Eran las siete de la mañana en el islote trescientos siete y la luz del día brillaba en la ciudadela. La noche obscura reinaba todavía sobre el océano, alrededor de la Isla, y una bruma inmóvil contribuía a hacerla más espesa, mientras los barcos del almirante Kemplin giraban como elefantes ciegos, buscando a tientas con sus radares la cola del de adelante y lanzando berridos de inquietud a intervalos.
En la cabina del portaaviones en el que había pasado esa noche, el almirante terminaba de beber una taza de café en polvo disuelto en agua demasiado caliente. Se había quemado la punta de la lengua y estaba furioso; la afeitadora eléctrica que estaba usando zumbaba como un inmundo moscardón; otra noche abominable que no terminaba nunca y a la que sucedería un día corto sumergido en la niebla, que ni siquiera tendría tiempo de ver, antes de que cayera nuevamente la noche. Podía considerarse como muy afortunado si lograba pasar solamente cinco o seis horas sin entrar en el interior del barco. Y como si eso fuera poco, los cretinos de los rusos con sus “pesqueros” y esos gusanos chinos con sus “juncos”, que se acercaban continuamente, como si trataran de hacerse abordar intencionalmente, haciéndose abrir un rumbo, para colgarle un sucio incidente sobre su espalda.
Desde una semana atrás, los radares habían registrado cinco en la niebla, tres “pesqueros” y dos “juncos”. Pero ¿qué demonios pensaban? ¿Que estaban en carnaval, con esos camuflajes idiotas? ¿A quién pensaban engañar?
Gracias a Dios que la semana próxima se marchaba. Terminada su misión, le tocaría a otro manejar la calesita. Dos meses de vacaciones, reposo… Iría a Texas: arena y sol, ¡y ni una gota de agua! Ni la menor sospecha de brumas en el horizonte.
Frend atrancó la puerta cuando llegó a su cuarto, abrió el placard, hizo saltar el camuflaje de su instalación y se aseguró que todo estaba en condiciones de funcionar. Manipuló los controles de la pantalla de televisión de su cuarto para recibir las distintas imágenes enviadas por las cámaras de la Isla. Vio vaciarse la sala azul de la usina y vio a los adultos que transportaban a los heridos y a los quizá muertos. Vio el jardín, que parecía un hormiguero. Los niños llegaban por todos lados y se reunían alrededor de Han y de Den.
La misión de Frend no consistía en inmiscuirse en la vida de la Isla sino en realizar diversas instalaciones; era tarea ya había sido realizada. Y también debía informar a los Grandes en caso de una crisis seria. Era lo que se disponía a hacer. Y se guardaría muy bien de mencionar su intervención en la usina del agua. El agente más leal sólo rinde cuentas de lo que le parece conveniente.
Sacó del fondo de su escondite la caja misteriosa y comenzó a transmitir en morse, utilizando el botón amarillo.
El jefe del servicio de receptores de la Casa Blanca se despertó en la mitad de la noche al oír la transmisión de la radio de guardia y se encargó de hacer despertar al presidente Nixon.
El día terminaba en Moscú; Brezhnev salía del Kremlin en el auto negro de la presidencia, cuando sonó el teléfono ubicado al alcance de su mano. Lo atendió y le ordenó al chofer que diera media vuelta.
En Pekín, Mao había tenido, como de costumbre, una mañana muy ocupada que estaba por concluir con una conferencia con sus tres consejeros agrícolas en su gabinete de trabajo. Un secretario entró, trayéndole un mensaje escrito a mano. Con una gran sonrisa, Mao les dijo a los tres hombres que les agradecía mucho sus consejos y los despidió, como así también al secretario.
—¡Jamás! ¡Jamás! ¡Jamás! —exclamó una muchacha—. ¡Jamás! ¡Jamás! ¡Jamás!
Eso significaba “jamás renunciaré a mi hijo, jamás beberé esa agua que lo va a destruir, jamás me inclinaré ante la decisión de los adultos, jamás trataré de entender sus razones”.
Todos los niños de la Isla estaban ahora reunidos en el jardín, los más pequeños y los adolescentes, y los varones y niñas de diez a doce años a los que no les concernía el problema del embarazo, gritaban con tanto entusiasmo como los mayores. Pero intercalando unas risas de tanto en tanto, pues para ellos era como un juego. Las muchachas embarazadas, o las que creían estarlo, se debatían con gritos y ademanes contra el muro invisible que las encerraba. Ellas no querían, no querían obedecer, y sin embargo estarían obligadas a hacerlo.
La sed comenzaba a hacerse sentir. Todavía no era una verdadera sed, sino la obsesión del agua familiar que corría allí frente a todos, cantarina entre el pasto y las flores, y que no podían, y no debían beber.
Los muchachos, inquietos y tensos, sentían crecer en su interior un sentimiento hasta ahora desconocido: era un impulso, unas ansias que los hacían estremecer, como se estremecen en los bosques y en las sabanas los jóvenes machos de las manadas en el momento en que entran en celo las hembras y cuando grandes bandadas de pájaros vuelan gritando sobre el horizonte. Era algo que sentían en los músculos, en la garganta, en la sangre: una desesperación por correr, gritar, golpear. Era el efervescente nacimiento de los instintos de migración y violencia.
—¡Hay que matarlos a todos! ¡A todos! —exclamó un muchacho moreno con el pelo trenzado—. ¡A todos!
Han exclamó con idéntica fuerza que el otro:
—¿Y eso para qué servirá? ―Estaba parado delante de un romero grande como un árbol, enteramente cubierto de millares de flores azules; sujetaba a su hija con su brazo izquierdo y con el derecho rodeaba la cintura de Annoa, que se apretujaba contra él y lo miraba. Habló más serenamente, dirigiéndose a todos los que lo escuchaban—. Cuando estén todos muertos, seguiremos teniendo el agua del depósito y no tendremos más remedio que beberla.
—Y entonces, ¿qué hacemos? —exclamó una niña.
—¡Hay que irse! —dijo Han. Y su voz subió de tono hasta convertirse nuevamente en un grito—. ¡Con todos los botes cerrados, y los inflables que no han pasado todavía por el fuego! ¡Ahí cabremos todos! Si nos quedamos, perderemos a nuestros hijos… ¡Hay que salir de la Isla! ¡Irse de aquí!
Obtuvo como respuesta un alarido de alegría y aprobación. Unas cuantas voces inquietas se alzaron cuando se tranquilizó.
—¡Van a disparar sobre nosotros!
—Los barcos…
—Van a destruirnos…
—¡Nos bombardearán si pasamos las boyas!
Sabían muy bien qué era disparar, bombardear, destruir; lo habían visto mil veces en la televisión, pero también habían visto los espacios ilimitados, los autos, los aviones y el cohete Apollo, las calles de Nueva York y de París con su tropel de vehículos y sus torres que alzaban hacia el cielo. El cielo, el cielo, el verdadero cielo sin techo, los autos que se dirigían hacia el horizonte, los aviones que despegaban, el Concorde semejante a un pájaro, los B52 con sus bombas, ¡pan-pan-pan-pan-vrramb-boum! El volante en las manos, el pie sobre el acelerador, ¡vrrrr!, ¡vrrang!… Lanzarse contra la vidriera, abandonar el suelo, ascender hacia la luna, las estrellas, largar las bombas…¡Ruido! ¡Espacio! ¡Lugar! ¡Aire! ¡Afuera de las paredes, afuera, afuera!
—Nunca hemos tratado de atravesar la segunda línea de boyas —exclamó Han—. No se animarán a disparar contra nosotros. Les diremos que somos los niños desnudos, y entonces no dispararán… ¡Hay que salir! ¡Inmediatamente!
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —exclamaron los muchachos y las chicas.
Y se echaron a correr hacia todas las puertas del jardín. Vieron agitarse la imagen horrorizada del doctor Galdós, que se dirigía a ellos con vehemencia desde todas las pantallas de televisión de las calles…, pero no le prestaron atención ni oyeron lo que les decía. Les suplicaba que no trataran de salir. Los iban a matar, a matar, a matar… Repetía incesantemente la palabra y algunos la oyeron entre sus gritos de alegría, pero solamente prestaban atención a su alegría, a su partida, al viaje. Por fin iban a ingresar al Mundo fabuloso, iban a salir. Inmediatamente.
Jeanne estaba arrodillada junto a la cabecera de la cama de Bahanba. Le había hablado largamente al cuerpo yaciente que ya no pesaba prácticamente nada, y cuya presencia llenaba el cuarto con un peso enorme, el peso de un diamante, de la luz, de la estrella, un peso que en vez de aplastar, levantaba. Le contó toda su historia, sus búsquedas, sus luchas, su voluntad, su esperanza, su desesperación al llegar a la Isla, su resignación y finalmente su rebelión en el momento en que vio las rosas rojas durante la noche. Y después que le contó todo, siguió hablando, volviendo a empezar, y repitiéndose, quejándose como un niño al que le han dado una paliza, dejando por fin exteriorizarse todos sus sufrimientos, libres de ese terrible silencio solitario en el que estaban encerrados desde hacía diecisiete años, dentro de una celda de hierro. Era un alivio físico, un gran lavaje, un derrumbe. Seguía hablando, y las palabras que brotaban de su boca no precisaban siquiera tener algún significado. Era un veneno que eliminaba, un conglomerado de parásitos destructores que echaba fuera de su cuerpo.
Cuando se llenaron las once barcas, alineadas unas contra otras a lo largo del pequeño muelle circular, quedaba todavía la mitad de los niños sin embarcar. Den estaba entre ellos.
—¡Vayamos a buscar los botes! —exclamó.
Había siete botes y sabía dónde se guardaban. No sabía cómo haría para inflarlos, pero ése era un problema secundario que solucionaría de algún modo. El viento soplaba por todas partes; ya encontraría la forma de hacer entrar el viento en los botes inflables. Todos los que estaban en el muelle siguieron a Den hasta el depósito.
Los cuatro hombres armados que custodiaban la salida del lago, hablaron, gesticularon, protestaron para impedir que los niños subieran a los botes, pero no dispararon contra ellos. No podían disparar contra sus propios hijos.
Han había ocupado la barca más pequeña, junto con Annoa y su hijita nacida el día anterior. Las otras diez barcas, las grandes, estaban llenas de borde a borde.
Y entonces los hombres que no pudieron evitar nada, hicieron lo que debían hacer: colocaron sobre las barcas las tapas transparentes y los cerraron con llave, porque los que salían en las barcas no debían tener la posibilidad de abrirlas cuando estaban fuera de la Isla. Y los niños los dejaron hacer porque eran los rituales a los que estaban acostumbrados. Los motores eléctricos ronronearon, las barcas blancas herméticas pasaron una detrás de la otra por la esclusa, recibieron la lluvia de ácido y salieron al acéano.
Jeanne dejó de hablar.
Después de haberse desembarazado de todos los recuerdos y de todas sus penas, volvía a descubrirlos en su interior, íntegros, intactos, con sus garras y sus filos y esa certidumbre que nada podría cambiar: seguiría siendo veinte años mayor que él durante toda la eternidad.
Se levantó lentamente, miró a Bahanba y a media voz dijo:
—¿Qué hacer?
No era una pregunta, pero esperó con todo durante unos instantes una respuesta. Bahanba no dijo nada. Parecía un dios muerto de la muerte de los dioses, que es la forma suprema de la vida. La había oído, oía todo y sabía todo. Pero no hablaba más. El que lo interrogaba y estaba en condiciones de recibir su respuesta, la encontraba en su silencio. Jeanne escuchó, esperó y no recibió nada. Desamparada, se levantó, miró con inquietud la cara reducida a su estructura ósea, los ojos cerrados que se hundían hacia una visión interior y no vio ni comprendió nada. Él no era más que un espíritu; ella era carnal y sangrante. Salió, alzó la cabeza y avanzó siguiendo a las mariposas arrastradas por el viento.
Frend permanecía en su cuarto, sin apartar la vista de la pantalla y la mano de su transmisor, informando sin cesar a los Tres, a los que había alertado. Cada uno de los Grandes estaba solo en su despacho donde, minuto a minuto, sendos ordenanzas atléticos y estúpidos ―exactamente iguales pero con tres uniformes diferentes― les alcanzaban la traducción alfabética de los mensajes recibidos en Morse.
Frend transmitía directamente, no tenía tiempo de codificar. Pero los servicios que captaron sus mensajes creyeron que estaban codificados y buscaron en vano cuál podría ser el significado de frases como, por ejemplo: “Los niños desnudos salieron en las barcas cerradas”.
Frend transmitía en inglés. Brezhnev y Mao entendían perfectamente. Frente a cada uno de los tres estaba ubicado un teléfono directo y el cofre que Frend les había entregado.
El bisonte blanco bebía inclinado sobre el bebedero en el establo redondo de la Isla.
Las barcas se encontraron rodeadas por la niebla y la noche no bien salieron del canal. No tenían compás ni brújula. El tablero de a bordo tenía solamente una radio transmisora y receptora y un único cuadrante, en el que una flecha luminosa y móvil indicaba permanentemente la dirección de la Isla y la entrada del canal. Pues esas barcas no hablan sido destinadas a la navegación en alta mar, sino para volver siempre a la Isla.
Dejaron de verse en cuanto las rodeó la bruma. La de Han era la última. Han, parado frente al volante, tranquilo, absorbido por la gris obscuridad que derramaba enormes lágrimas sobre el techo transparente, no se sentía perdido en absoluto. Sentía con su cuerpo, como lo sienten los pájaros, que el mundo que buscaba, el mundo del cielo libre y del sol, estaba a su izquierda. Viró lentamente hacia el sur.
El ulular de la alerta resonó al mismo tiempo en todos los barcos que realizaban la Ronda. El almirante Kemplin se abalanzó hacia la pasarela del portaaviones. El hombre apostado en el radar comenzó a retransmitirle, en cuanto lo vio, todos los informes.
—Han salido de la Isla once objetos no identificados. Diez grandes y uno pequeño. Los grandes avanzan en dirección al oeste, rumbo a las boyas; el pequeño está virando rumbo al sur…
El almirante adoptó súbitamente un tono glacial y ordenó:
—Que despeguen los helicópteros. Que sigan con el radar a los once objetos, los sobrevuelen y se preparen para lanzar el napalm. Aviones en vuelo, girar sobre los objetivos. Aviones listos para decolar, proceder al despegue. Embarcaciones de la primera línea: alistar las baterías de lanzallamas. Embarcaciones de segunda y tercera categorías, idéntica consigna.
La barca que encabezaba la fila, navegó hacia el oeste y franqueó la primera línea. Una muchacha desnuda empuñaba el volante.
Las boyas estaban ocultas por la obscuridad de la noche y por la niebla. Prosiguió sin desviar el rumbo. De repente la noche se tiñó de un rojo y un verde violentos y una voz metálica exclamó por el receptor ubicado en el interior de la barca:
—¡Regresen al lugar que abandonaron! ¡Regresen al lugar de donde salieron o los destruiremos! ¡Den media vuelta o los destruiremos!
Los niños se levantaron asustados de los bancos y exclamaron:
—¡Somos los niños desnudos!
La muchacha que empuñaba el volante habló por el transmisor:
—¡Somos los niños de la Isla, déjennos pasar!
Otras cinco barcas alcanzaron a la primera. Atravesaron la segunda línea de boyas, formando un abanico de menos de doscientos metros. Y los muchachos y las chicas que empuñaban los volantes repetían:
—¡Somos los niños de la Isla! ¡Déjennos pasar!
Las otras barcas venían detrás, y en los transmisores de diez barcas, diez voces repetían la misma frase con la misma tranquilidad y la certeza de ser escuchados. Eran voces de niños a los que nunca nadie había hecho mal alguno.
Sobre la pantalla del radar, las diez barcas que no se veían aparecían como una flotilla casi ordenada que proseguía a una velocidad resuelta rumbo al oeste. Los pilotos de los aviones y de los helicópteros y los artilleros que en los barcos apuntaban con los lanzallamas, con el ojo fijo sobre su mira fluorescente y las orejas ocultas por enormes auriculares, escuchaban el concierto de esas voces frescas, de esas voces que decían:
—Somos los niños…
—Somos los niños de la Isla…
—¡Déjennos pasar!
Y luego oyeron la voz del almirante, que ordenaba:
—¡Abran fuego!
El infierno cayó desde el cielo. Ríos de fuego atravesaron la bruma y corrieron, brotaron y explotaron sobre las barcas, alrededor de ellas y debajo de ellas. El plástico se fundió y ardió con explosiones verdes. Los hombres que volaban y los que navegaban oyeron en sus auriculares aullidos de dolor y de espanto y luego nada más. La cámara ubicada en lo alto de la antena de la Ciudadela reflejó en todas las pantallas la imagen de la noche transformada en un volcán apocalíptico. El espeso manto de niebla, iluminado desde abajo, se estremecía hasta el horizonte. Pústulas de fuego reventaban la niebla en el centro infernal en el que se concentraban las explosiones, y subían como árboles brotados hacia las estrellas, formando un bosque oscilante de luz y de horror. En la base del fuego no habla más barcas ni niños. El mar ardía.
Un silencio terrible reinaba en el interior de la Isla. Los adultos parados inmóviles frente a las pantallas de televisión, rígidos, tensos, como en estado de catalepsia, miraban agitarse las llamaradas de colores de ese abominable espectáculo. Los niños que estaban aún en el depósito, dejaron los botes que se disponían a inflar, miraron la gran pantalla ubicada sobre la pared del fondo y se pusieron a temblar. Una muchacha cruzó los brazos sobre su vientre y comenzó a gemir. El moreno con trenzas exclamó:
—¡Hay que matarlos! ¡Hay que matarlos! ¡Matarlos!
Den se paró de un salto sobre un cajón.
—¡Tenemos que pedir ayuda! Tenemos que llamar al Mundo, para que vengan a liberarnos. ¡Bastará con contarles la verdad! ¡El tesoro que se les oculta aquí! ¡El fin de la muerte! Bastará con que vengan para conseguir la inmortalidad… ¡Todos los que vengan se verán librados de la muerte! ¡Bastará con decírselo! ¡Van a venir de todas partes! ¡En aviones! ¡En barcos! ¡Todos los aviones y todos los barcos del Mundo convergirán aquí! Para volverse inmortales. ¡El Mundo entero acudirá! ¡Bastará con que se entere! Voy a hacer un llamado con mi transmisor y contarles todo. ¡Van a venir, y nos salvarán!
Tomó una barra que se utilizaba para abrir los cajones. La esgrimió en dirección a la puerta. Fue como si el depósito explotara. Los muchachos y las jóvenes se armaron con cuanto objeto encontraron y corrieron detrás de Den, lanzando alaridos de furia. El técnico de guardia en la sala de radio, ubicado frente a las diversas pantallas, cortó la imagen exterior no bien vio a Den, y envió la imagen del depósito a través de todos los circuitos. Y los adultos recibieron de esta forma brutal el anuncio de lo que les esperaba.
El almirante persistía con su actitud glacial, pero gotas de sudor corrían por su rostro. No quería saber qué era lo que acababa de destruir. Desde lo alto del puente de mando había oído las voces provenientes de las barcas y que decían:
—¡Somos los niños desnudos!
Pero él no debía prestar oídos ni tratar de comprender el significado de esas palabras. Tenía que cumplir órdenes. Justamente por eso, por lo que acababa de hacer, era que lo habían asignado a ese lugar, con todos esos barcos que daban vueltas en medio de la niebla y los helicópteros vacíos ahora, como mosquitos que acaban de desovar, y esos aviones que proseguían lanzando llamas a las llamas desde lo alto del cielo.
Pero quizá todavía no había terminado de cumplir con su deber: un último punto luminoso se desplazaba por las pantallas de los radares. Había puesto rumbo al sur, pero se detuvo en el momento en que ocurrieron las explosiones, antes de llegar a las boyas. Viró en dirección a la Isla, se detuvo otra vez, y en esos momentos contorneaba la Isla en sentido inverso a la primera fila de barcos de la Ronda.
Han no pudo resignarse a obedecer la flecha luminosa y entrar otra vez en la Isla. Sentía, sabía que debía partir. Sabía también que si atravesaba la línea de boyas correría la misma suerte que las otras barcas y sus ocupantes. Y entonces, esperando nadie sabe qué quimérica oportunidad, se puso a dar vueltas alrededor de la Isla, cuya silueta se recortaba en la bruma iluminada por el resplandor del incendio… como una paloma puesta en libertad que da tres vueltas en el cielo sobre el pueblo antes de enfilar directamente hacia el país que la espera, y hacia las escopetas de los cazadores.
Roland se dirigió hacia donde yacía Bahanba y se enteró, por intermedio de su sirviente, de que Jeanne había estado allí pero que ya se había ido. Salió nuevamente a la calle, y no había avanzado más que unos pocos metros cuando recibió el impacto de las imágenes de lo ocurrido en el mar. Se quedó inmóvil de asombro y comprendió que todo lo que habían tratado de proteger en ese rincón del mundo, todos sus proyectos, todas sus esperanzas y una cierta idea respecto de la libertad y la felicidad iban a ser destruidas, porque un horror semejante al que había presenciado no podía seguir impune. Todos eran inocentes, pero todos tendrían que pagar. Y súbitamente supo dónde encontrar a Jeanne. Comenzó a correr en el preciso momento en que Den y los otros niños salían vocifereando del depósito.
Corrieron como un torrente de lava hacia el centro de la Isla, al lugar donde estaba la sala de radios. Rompían, arrancaban, destruían todo lo que encontraban a su paso. Entraban en los cuartos, rompían los espejos para fabricarse puñales y espadas, protegiendo sus manos con géneros y sábanas rotas. Se dirigieron a las cocinas para armarse con los enormes cuchillos. Cada adulto que encontraban era atacado como por una manada de lobos. Asustados, sobrepasados en número, los adultos se defendían apenas, refrenados por un reflejo ancestral que les impedía herir a sus hijos. Caían muertos, acuchillados, y la horda, el enjambre, la jauría de niños, los pisoteaba y proseguía su camino, impulsados por su furia y una ira y odio colectivos que sumergían los móviles y la razón.
Mujeres, madres, hablaban por la televisión, llamando a sus hijos por su nombre, suplicándoles que se tranquilizaran, que abandonaran su proyecto de hacer un llamado por la radio. La imagen del obispo negro apareció en las pantallas, encima de las otras imágenes de las batallas de los pasadizos. Estaba arrodillado y se golpeaba el pecho.
—¡Mea culpa! ¡Somos culpables! ¡Todos somos culpables! ¡Les pedimos perdón! ¡Pero no vayan más lejos! ¡Repudien la violencia! ¡Sean dulces como Jesús! ¡Acepten el sufrimiento y el sacrificio de vuestros hermanos! ¡Tiren las armas y recen junto conmigo!
Sintió un espasmo, llevó las manos a su vientre y se retorció. Nadie lo había escuchado. Los niños oían solamente el bullir de su sangre y sus propios gritos. Se abalanzaban hacia la sala de radio, destruyendo todo lo que se interponía en su camino.
El doctor Lins apareció frente a ellos con los brazos separados desbordante de amor y piedad.
—¡Hijos míos! ¡Hijos míos!
Una muchacha le clavó una vara en la boca. Lo degollaron y lo cortajearon en mil pedacitos, y cada uno de ellos lo pisó al alejarse corriendo.
Jeanne vio el incendio del mar y la insurrección de los niños, y ambos actos de violencia se plasmaron en el fondo de su ser con el absurdo y el horror de su propia situación. Se puso en marcha nuevamente siguiendo la dirección del viento, que la conducía hacia donde ella quería: a los corredores cerrados por las rejas. Recorrió unos cuantos antes de encontrar la reja debajo de la cual pasaban los rieles. Una cerradura cerca del techo, fuera del alcance de los niños, la mantenía cerrada. Jeanne levantó el brazo, hizo girar la manija y entró en un lugar en el que no había viento y donde reinaba la paz.
Se encontró con Roland, que estaba esperándola.
Unos hombres reunidos por Galdós hacían frente al ataque de Den y los niños mayores, en la calle que conducía a la sala de radio. Los adultos habían levantado una barricada con los bancos y las mesas del taller. Llegaba hasta el techo y retumbaba bajo los golpes que le asestaban los atacantes.
Los especialistas en electrónica que estaban en el lugar buscaban el transmisor de Den para destruirlo. Había muchísimos transmisores guardados en cajas y sobre los estantes, terminados y sin terminar, y de todas las dimensiones. Como no sabían cuál de ellos era, comenzaron a romperlos a todos. Pero tuvieron que interrumpir su tarea para correr hacia la barricada, que amenazaba con caerse.
El bisonte había bebido más de veinte litros de agua. El dolor se hizo presente de repente en su barriga, como si mil ratas estuvieran mordiéndolo. Lanzó un alarido formidable, semejante al de un león y un elefante juntos. Se oyó por toda la Isla, y durante un instante los niños y los hombres interrumpieron su lucha para escucharlo. Oyeron ruidos y gemidos y creyeron que era la batalla que se reanudaba, y los niños se lanzaron nuevamente al ataque. Arremetieron contra la barricada con una viga de hierro. La barricada volaba en pedazos y retrocedía. Pero los hombres agregaban sin cesar nuevos materiales por detrás.
El bisonte, loco de dolor, agachó la cabeza y arremetió con sus cuernos contra el tigre que le devoraba sus entrañas. Pulverizó la puerta del establo, se lanzó contra una pared, pasó a través de una mampara de vidrio, entró en el laboratorio de química y salió envuelto en llamas y humo, destrozando la puerta de hierro. Echó a correr por una de las calles. Su mole iba de punta a punta. Pisoteaba todo lo que encontraba en el suelo, combatientes y heridos, pero el dolor de sus entrañas subsistía y no podía atraparlo. Desembocó en un cruce, arrancó dos fuentes y aplastó a una niña contra la puerta de un ascensor. El agua comenzó a correr por las calles y el viento sopló con más fuerza para evacuar el humo del laboratorio en llamas.
El almirante, lívido de ira reconcentrada, miraba la pequeña mancha verde que en un breve lapso completaría su tercera vuelta alrededor de ia Isla. ¿Qué hacían esos idiotas? ¿No podían acaso volver a sus casas? Pero mientras estuviera ocupado en vigilar la barca que navegaba, no podía pensar en las que ya no navegaban más…
Los helicópteros habían hecho acopio de una nueva carga de napalm, y volaban alrededor de la Isla en el mismo sentido que la barca de Han pero un poco más afuera, más allá de las boyas.
Han miró a Annoa y sonrió. Estaba sentada al lado de él y tenía a su hijita apoyada sobre sus rodillas. Sonrió. No tenía miedo. Él extendió su mano izquierda hacia ella, ella la tomó con sus dos manos y apoyó su frente, luego su mejilla y después sus labios en la palma de su mano. Han miraba el tablero de a bordo: la flecha indicaba que la entrada de la Isla estaba a su izquierda. Por lo tanto, el sur estaba adelante. Comprendió que su decisión no se demoraría mucho más tiempo.
Roland esperaba a Jeanne en el medio de la larga sala ovalada donde la pequeña vía que pasaba por debajo de la reja se dividía en seis ramales secundarios que se reunían en el otro extremo de la sala para formar solamente dos. Éstos penetraban en un corredor largo que tenía una ligera pendiente. En la punta del corredor rugía el reflejo insostenible del fuego.
Tres vías estaban vacías y las otras tres ocupadas por unas vagonetas volcables, largas y bajas. Unos animales dormían en las vagonetas. Animales de todas las especies, de todas las edades y de todos los tamaños, ramos de margaritas cerradas, ardillas y pájaros con las alas abiertas, racimos de gatitos y de conejos, de chinchillas y hámsters dorados, una gacela con un ciervo, un manto espeso de violetas y primaveras, carradas de madreselvas, la copa de un manzano que nunca dio manzanas y cuyas flores se cerraban por primera vez. Era una muestra del paraíso que dormía. Eran las sobras correspondientes a una noche en el Paraíso.
Ligeras volutas de humo azul, transparente como el de los cigarrillos, terminaban de esfumarse, dejando detrás de ellas un olor a vainilla y a pasto cortado. En cuanto Jeanne lo aspiró, sintió que el pesado fardo de recuerdos desagradables e inclusive el peso de su cuerpo se hacía más liviano. Vio una vagoneta vacía que avanzaba por el corredor y se detenía luego de internarse por una de las vías libres. Una vagoneta llena avanzó rumbo al corredor y comenzó a bajar. Estaba repleta de enormes geranios color escarlata y pájaros azules y amarillos. El fuego brillaba al final del corredor. Roland se acercaba hacia ella lentamente, tendiéndole las manos.
Frend veía en su pantalla que la barricada de la calle de la radio cedía poco a poco bajo los golpes furiosos de la banda dirigida por Den. Su misión no consistía en intervenir, pero pensó que quizá todavía existía una posibilidad de salvar algo. Habló por el micrófono de la televisión de la Isla.
La barca de Han completaba la tercera vuelta de la Isla pero no inició la cuarta. Han fijó el timón en dirección SSE, y se sentó al lado de Annoa. Le tomó la mano y ella inclinó la cabeza sobre su hombro.
El observador del radar en el puente de mando anunció:
—El objeto avistado navega en dirección sursudeste rumbo a la primera línea de boyas.
El almirante se enjugó la frente e impartió las órdenes.
El bisonte se había arrancado un cuerno contra una pared de cemento. Ahora le dolía la cabeza además de la barriga y su furia se había duplicado. El viento arrastraba el humo, los pájaros, las mariposas y lenguas de fuego. Cuando el bisonte llegó a la entrada de la calle de la radio, vio objetos que se movían y se abalanzó contra ellos. Aplastó a los niños, derrumbó la barricada y entró como una tromba en la sala, llevando a Den, que se había agarrado a sus crines ennegrecidas por el fuego y enrojecidas por la sangre.
Den se dejó caer al suelo, en donde corría el agua. Sabía muy bien dónde estaba su transmisor. Se abalanzó hacia él, lo agarró con ambas manos y corrió hacia donde salía la antena. Galdós se abalanzó sobre él. El bisonte destrozaba el taller.
Una muchacha sujetó a Galdós los brazos por la espalda y lo mordió en el cuello. El hombre lanzó un alarido y soltó a Den. El bisonte atacaba a los niños, a los adultos y a las mesas. El humo penetraba por los conductos del viento, trayendo ramilletes de mariposas en llamas. Den conectó su transmisor a la antena. Lo rodearon unos cuantos niños enfrentados a los adultos, los que a su vez los atacaban sin resquemor, golpeándolos con herramientas y con las patas de las mesas. El bisonte pasó, arrancando un racimo de combatientes y salió al galope con un niño empalado en su cuerno sangriento.
La voz de Frend resonaba por toda la Isla:
—¡Suspendan inmediatamente la lucha! ¡Si hacen uso del transmisor, la Isla será destruida! ¡Si hacen uso del transmisor, la Isla será destruida!
Roland y Jeanne lo oyeron, así como todos los que no luchaban. Pero nadie lo oyó en medio del griterío de la sala embravecida… salvo Den, quizá, pero eso no cambió para nada el asunto.
—¡La Isla será destruida! ¡La Isla será destruida! ¡La Isla será destruida!
La frase rebotaba contra las paredes, resonaba en los pasadizos del fuego, y llegaba hasta donde estaban Roland y Jeanne, multiplicada y aumentada por los ecos. Los animales inocentes dormían.
—Mi amor… —dijo Roland—. El tiempo va a terminar.
Había llegado frente a ella y la tomó suavemente en sus brazos. Ella se puso rígida, pero luego cerró los ojos y se aflojó. Dejó de luchar. Ya no habla más tiempo para la batalla. Había dejado de oír el ruido del fuego y la voz que anunciaba el fin. Lo único que oía era la voz de Roland.
— Ya no hay más tiempo. Nada nos separará nunca más. El tiempo ha dejado de existir para nosotros. Nunca nos hemos separado…
Era la verdad, y ella así lo comprendió. Los brazos que la estrechaban eran los mismos de antaño. Jamás se habían abierto para dejarla ir. Ella lo volvía a sentir tal como había sido siempre. Él no había cambiado. Y ella tampoco. Era ayer y era hoy. No existía ya el tiempo perdido. No existía más el tiempo.
—Estamos en la casa de la calle Vaugirard. En nuestra cama. Tú te levantaste para beber; yo seguía durmiendo. Dormí durante tanto tiempo… Y ahora que vuelves, acabas de despertarme. Es ahora…
—Ahora…
Ella se movió ligeramente para adoptar la posición justa contra él, apoyada todo a lo largo de su cuerpo, la posición que era la suya desde la eternidad. Estaban parados uno en brazos del otro, en medio de ese ambiente adornado por los pájaros, las flores y las mansas bestias que dormían. Inmóviles. Como ellos. Inmóviles confundidos en un abrazo, juntos. Formando un solo ser.
Den consiguió conectar su micrófono. Protegiendo el transmisor con su cuerpo e insensible a los golpes, exclamó:
—¡Llamando a todo el mundo! ¡Llamando a todo el mundo!
Frend comprendió que había llegado el momento de concretar su misión. Dejó de hablar por el micrófono de la Isla y apoyó nuevamente su mano sobre el botón amarillo de la caja. Envió en Morse la señal de peligro definitivo. La repitió y prosiguió repitiéndola.
En el otro extremo del mundo, una mano bien cuidada se aproximó a un cofre abierto y presionó el botón que contenía.
Frend vio que se encendía la primera lámpara.
La barca de Han transpuso la primera línea de boyas. Su receptor comenzó a vociferar:
—¡Regresen al lugar de donde partieron o los destruiremos! ¡Regresen al lugar de donde salieron!
La barca no alteró su rumbo: prosiguió derecho hacia el SSE, en dirección a la segunda línea de boyas.
La segunda luz se encendió.
Den exclamó por su micrófono:
—¡Es un llamado al mundo! ¡Socorro! ¡Socorro! Éste es el islote…
Frend no vio encenderse la tercera luz.
Durante los primeros trescientos milésimos de segundo, cuando el filamento comenzó a calentarse, el transmisor ubicado en el pequeño placard entró en funcionamiento y envió hacia las profundidades de la Isla la señal preparada por Frend. La señal llegó con la velocidad de la luz al dispositivo detonante que había instalado sobre la bomba atómica. Ésta esperaba en las entrañas de la Isla desde hacía diecisiete años. Era precisamente lo que esperaba.
Los labios de Jeanne y Roland acababan de unirse por encima del tiempo.
Estaban en la parte superior del Arco de Triunfo, parados, abrazados, reunidos en el azul del cielo por encima de la gente, por encima de la ciudad, por encima de toda la Tierra. Y el cielo se convirtió en una orgía de luz dorada que se apoderó de ellos.
La Isla se volvió transparente como una bombilla de luz e iluminó la niebla en cien kilómetros a la redonda. Una profusión de ondas borró las imágenes de todos los radares de la Ronda, interfirió las transmisiones radiales y enloqueció a los instrumentos. Helicópteros, aviones, barcos, se encontraron súbitamente ciegos y sordos en medio de la noche y la bruma que brillaban como un incendio. Se impartieron toda clase de órdenes en medio de una terrible confusión, se arrojaron bombas, el napalm volvió a encenderse, los lanzallamas entraron en acción, los barcos chocaron unos contra otros, los helicópteros se estrellaban contra el mar en llamas.
Un radioaficionado de Rockhampton, Australia, captó un llamado emitido en un idioma que no entendía muy bien. Era una mezcla de palabras de distintos idiomas. Comprendió la palabra inglesa “help”. Era un pedido de socorro que se interrumpió bruscamente. No consiguió localizar su origen. Consultó a varios corresponsales de diversas partes del mundo, pero nadie había oído nada.
La Isla brilló en medio de la niebla durante once días. Cuando ésta por fin se disipó, al cabo de dos semanas, se vio que el cemento blanco de la Ciudadela se había vuelto negro.
Los Estados Unidos de Norteamérica publicaron un comunicado anunciando que, de acuerdo con el plan de investigaciones nucleares pacíficas, se había realizado exitosamente una explosión de una carga atómica controlada, ubicada en las profundidades del islote trescientos siete, perteneciente al archipiélago de las Aleutianas. Todo se había desarrollado de acuerdo con lo previsto.
Mayo de 1968. París espera, agotado, asustado. Francia, terriblemente inquieta, espera sin comprender lo que sucede. El mundo espera con gran curiosidad. De Gaulle va a hablar. La juventud se levantó en armas en un sector de París. ¿Por juego? ¿Por nerviosismo? ¿Por política? ¿Sabrá ella misma cuáles fueron las razones que la impulsaron a hacerlo? Como conclusión, le pidieron a De Gaulle que se fuera. En lugar de contestarles, desapareció durante dos días. Más adelante se sabrá que fue a ver a Massu. Pero nadie podrá decir exactamente para qué.
He aquí la razón de dicho viaje.
Cuando De Gaulle recibió de manos del coronel P. la ampolla que le había sido robada a Kruschev, la guardó en su caja fuerte personal del Elíseo. Pero durante los años subsiguientes, tuvo varias veces la prueba de que ninguna de las cajas de seguridad del Elíseo estaban al abrigo de las investigaciones de los servicios secretos. ¿Cuáles? Sin duda los suyos. No se robaba nada, pero se inspeccionaba. A lo mejor era para averiguar todo, con el objeto de poder protegerlo mejor. Quizá…
Desde el primer momento en que la tuvo en su poder, marcó la etiqueta con tres caracteres cirílicos. El único que los había visto era el coronel P., y el hombre estaba muerto.
Pero esta ampolla sin nombre debía intrigar a los visitantes curiosos que examinaban sus papeles creyendo no dejar rastros. ¿Y si alguno de ellos decidía, un día cualquiera, tomar una muestra para averiguar de qué se trataba? No era por cierto imposible. Era arriesgado. Pero los riesgos no los asustaban. Al contrario, los excitaban. Sobre todo cuando son tontos. De Gaulle lo sabía. Cambió varias veces de lugar la ampolla y acabó, tal como Kruschev, llevándola permanentemente sobre su persona, guardada en un estuche. Y eso lo fastidiaba.
Por fin encontró la solución. Para él solamente existía una forma de ser hombre, y era ser un soldado. Eso significaba probidad, dureza, sencillez, claridad. Nada de problemas. Massu era el soldado por excelencia. Le otorgó un mando en Alemania, lo nombró general y le confió la ampolla diciéndole que en caso de que fuera necesario debería sacrificar hasta el último soldado para defenderla. Y destruirla inmediatamente con fuego, antes de morir. Por fin pudo dormir tranquilo.
El Mayo del ’68 lo sorprendió. “Habían” aprovechado su ausencia para hacer estallar esta revolución de estudiantes, que haría estremecerse, y quizá rodar por el suelo, a esa Francia que le había costado tanto trabajo edificar nuevamente. ¿Habían? ¿Quiénes? ¿Quién odiaba a Francia desde siempre y ahora más que nunca, ya que no bien comenzaba a reaccionar volvía a declinar? Inglaterra, por supuesto, que había provocado ya la revolución contra los reyes, movilizado a Europa en contra del Emperador, ocupado las repúblicas con los francmasones… ¿O quizá los Estados Unidos, que no admitían que alguien rehusara inclinarse frente al dólar? Inglaterra, Estados Unidos, de todos modos era prácticamente la misma cosa, los anglosajones, los anglos, los sajones, enemigos de Francia aun antes que los romanos.
A no ser que los chinos…
De Gaulle estaba cansado, y no veía ya muy claramente las soluciones. Enfrentarse, una vez más… Sí, por supuesto, el alma estaba siempre dispuesta, pero el cuerpo cansada hacía que la mente se demorara más en comprender bien las cosas. Setenta y ocho años, las secuelas de la operación, los órganos que funcionan mal, los músculos que se aflojan, las articulaciones que rezongan, cuando sería necesario tener la misma juventud que todos ellos para poder reaccionar con idéntica velocidad…
Entonces pensó en la ampolla y comprendió a Kennedy.
No rejuvenecería, pero se convertiría en un viejo robusto. En lugar de tener que arrastrar a su cuerpo, éste lo arrastraría a él. Podría, una vez más, sacar a Francia por el cuello del pantano en el que las otras naciones y los mismos franceses trataban de hundirla permanentemente. ¿Y el contagio? Veremos más adelante. Era preciso que esa semana, mañana mismo, estuviera en condiciones de hacer lo que debía hacer.
Partió en búsqueda de Massu y volvió con la ampolla. Esa fue la razón de su viaje.
Acaba de anunciar que hablará esa noche. Sus partidarios esperan con gran inquietud. Sus adversarios y sus enemigos, contentos de antemano, esperan también. Los jóvenes esperan, un tanto sorprendidos de haber producido tanta alharaca y tanto efecto…
Su médico personal, expresamente llamado, espera en el cuarto de al lado. El equipo de televisión instaló todos sus aparatos en el salón habitual y espera. Él está encerrado solo en su despacho. El estuche que contiene la ampolla está colocado sobre un secante. De Gaulle está de pie, con la cabeza muy derecha, las manos unidas por debajo de su vientre pesado, los ojos cerrados, y reza…
—¿Tengo derecho a hacerlo, Dios mío?
Sabe muy bien que tiene derecho. Siempre supo que tenía derecho; no es eso lo que lo hace titubear y lo impulsa a mantener este diálogo con la cúpula.
—Dios mío, soy un hombre viejo, cansado de tantas esperanzas y decepciones. Me convertiré en un viejo que no quiere morir. Ya están cansados de mí… Me odiarán, y acabarán matándome. Y a lo mejor Tú ya has decidido hacerme gozar de Tu paz… ¿Debo interferir con Tu decisión? Dios mío, es por el bien de Francia. Dame el valor necesario…
No puede decirse que alguna vez le haya faltado valor. Pero en esta oportunidad, ¿será bueno o malo para Francia? ¿No sería mejor que él se alejara, en lugar de hacerse odiar por los franceses?
Y entonces se permite recordar la amenaza, alejada voluntariamente de su mente: el contagio. Si toma el contenido de la ampolla se volverá contagioso. El hecho de que haya permitido a su mente considerar semejante pensamiento significa que ya ha tomado su decisión. No tomará la ampolla.
Pero… ¿y si Mao la tomó? ¿Si es inmortal? ¿Si todos los que lo rodean, si poco a poco todos los chinos…?
De Gaulle abre los ojos y levanta la cabeza hacia el techo.
—Pues, bien, Tú proveerás… Cada uno con su tarea.
Despide a su médico y se dirige al salón donde lo espera la televisión. Va a proceder a grabar su mensaje:
—Me quedo.
Lo que significa que eligió partir, como todos los mortales.
Nadie sabe qué pasó con la ampolla que De Gaulle no utilizó. No se la devolvió a Massu. Tampoco la dejó en el Elíseo. ¿La habrá destruido? ¿La habrá llevado a Colombey? ¿La habrá entregado a alguien? ¿La habrá escondido en su propiedad? ¿Sabe algún miembro de su familia de qué se trata y dónde está? ¿O al recibir la intempestiva visita de la muerte, no tuvo tiempo de disponer de ella?
Si no la destruyó, en algún lugar de Francia hay una semilla de inmortalidad contenida en un vidrio frágil que nadie sabe qué o quién puede romper, sabiendo o sin saberlo.
Nixon trató en vano de averiguar si la onceava barca, la que estaba a punto de franquear la segunda línea de boyas, se quemó o no. La bomba explotó y los instrumentos se descompusieron en el preciso momento en que se disponían a hacer fuego contra ella.
Dos helicópteros cayeron y el mar ardió durante horas en el lugar donde debía haber estado. Cuando se impartió nuevamente la orden, no apareció absolutamente nada en las pantallas de los radares. Las patrullas aéreas buscaron cada vez más lejos, pero no encontraron nada.
Salvo un gran junco chino que salía de la cortina de niebla y que navegaba bajo el sol en dirección sur-sudeste.
FIN