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marzo 18, 2010
De Comandante Fontana a Yunká son veintidós leguas, un tirón nada despreciable. A caballo, bien montado, por el camino de las carretas, supone dos jornadas más o menos, tal vez dos y media para un soldado de agallas, y conocedor de la zona por añadidura.
Agalludo y baqueano, eso era el milico Julián Barboza, veterano del Regimiento de Caballería a cargo de la avanzada de fortines, en el último capítulo de la conquista del desierto formoseño, En la vieja y desteñida camisa de su uniforme no se cosía ninguna tira, aunque alguna vez pensaron en darle las jinetas de Cabo. ¡Pero para qué!, si la cara inexpresiva de Barboza era capaz de esbozar una sonrisa burlona y luego se iba a arrugar de indiferencia. Con tal que hubiera un buen rollo de tabaco y un frasco de caña blanca para despuntar el vicio, lo demás lo tenía sin cuidado.
Exactamente a las dos jornadas y media, con la increíble y misteriosa precisión de los baqueanos de ley, Barboza estaba a las puertas de Yunká, cuando al día le quedaba una cuarta de sol para hacerse de noche. Y como hacía calor, se dijo satisfecho que dentro de un rato estaría en la cocina prendido al amargo. Alentado por este pensamiento iba a bajarle guacha al tostado para apurar el último tramo, cuando una orden instintiva de la mano tiró las riendas y frenó al petiso en su tranco rendidor. ¿Misterios insondables? No. Es que huele lejos y justo el gaucho amasado a soles, estrellas y rocíos. Y esta vuelta el olfato le avisó casi a gritos que algo andaba mal en el fortín, mientras en un gesto desesperado estiraba la vista, procurando no aferrarse a las dudas que lo asaltaban.
Yunká estaba envuelto en una quietud irreal y brumosa como la tarde que se iba. Sin embargo no era un silencio de sosiego. Al contrario, una calma de aquellas que invitan a tantear el machete por las dudas. Se acercó hasta donde su cautela de soldado viejo le indicó que podía hacerlo. Pero fue lo suficiente para poder comprobar con angustia la certidumbre de lo que hasta unos instantes antes habían sido trágicas dudas, y tuvo dolorosa conciencia de que allí ya nada útil podía hacer.
Con el gesto contrariado, musitó como un rezo sin Dios:
—¡Oh, no, gran puta, no puede ser...!
Después regresó a la realidad. Hay que ser de estirpe para pensar con precisión y sangre fría ante el horror de la matanza y el degüello, resolver que es necesario volar en procura de ayuda, y calcular el fortín más próximo, ¿Pegaldá?. Sí, Pegaldá. Dieciocho leguas rodeando el monte. Ocho leguas cruzando por Estero Chico. Pero de dónde por Estero Chico, si era mala hora, el agua estaba muy alta para pasar a caballo, aparte de que la alimaña y el pirizal harían lo suyo. Y últimamente qué tantas razones, si nadie, que se supiera, había cruzado jamás el Estero Chico a pata limpia... Pegaldá por el rodeo del monte entonces.
Que los entendidos y bien ilustrados lo expliquen con el lenguaje justo. Pero cuando uno está rodeado lo siente en los huesos y en la sangre, y Barboza tuvo la certeza deque su astuta cautela de milico había fallado por esta vez. El sendero de las carretas ya estaba vigilado y por el rodeo del monte vio moverse a los infieles, sombras furtivas ondulando en la media luz del crepúsculo. Estaba rodeado y tanteó el fierro por instinto, pero de inmediato se acordó que había una misión que cumplir y que entonces no tenía ningún sentido alardear de macho para caer peleando. Es muy dujo atender razones, cuando la sangre pide a gritos atropellar apretando los dientes. Pero había que avisar y quedaba un solo camino: sobrevivir ocho leguas por el estero, el pirizal y lo demás.
El asunto era llegar hasta el estero. Trescientos metros no son nada pero valen una vida y la angustia de un triste mensaje. En un gesto decisivo lo tendió al tostado al galope en bárbara carrera con la muerte, que montada en pelo y aullando odio buscaba cortarle la escapada. Los cascos retumbaron siniestros y desacompasados como un pentagrama enloquecido en la soledad y el silencio. Galopó otros doscientos metros en el barro maloliente de la orilla y, entrando medio de costado, tal vez para no morir dando la espalda, les ganó de mano, y se hundió con el sol hacia el oeste, hacia a esperanza de Fortín Pegaldá.
Cuando el agua alcanzó los cueros liberó el petiso del recado y se llevó el cojinillo por las dudas. Después, y con una palmada se separó de su guapo tostado que en lecho fangoso, del estero no podía prestar grandes servicios, y cuyo inevitable andar ruidoso iba a tener acento de peligro y traición.
En la oscuridad el oído alerta auscultaba el jadear de los infieles, cuando la loca carrera del estero iniciaba su capitulo final. Sería una lucha terrible, sin cuartel, a muerte. Torpes, pero tenaces y crueles los indios. Despierto, ágil de mente, viejo zorro de la soledad y de las sombras el milico Julián Barboza, en una noche tremenda pero aliada. Noche sin estrellas, noche tapada, para rumbear tan sólo fiado al instinto y al olfato nativo.
Y las horas comenzaron a rodar. Sombras y ruidos en el pirizal. Los ruidos los oía, era un desafinado coro de murmullos, voces preñadas de salvajes amenazas. Las sombras las presentía, sabía que estaban en acecho. ¿Pero a qué distancia?: cien, cincuenta, diez metros. ¡Diez metros! Empuñó el machete con mano crispada y se envolvió el cojinillo en el brazo izquierdo listo para la pelea. ¿Pelear? qué idea tan absurda. Contra cuántos en todo caso: veinte, cuatro, ninguno. ¿Ninguno?, ilusiones.
El agua le daba a la cintura, estaba fría y aunque no veía nada, sabia que era turbia y que las lampalaguas viscosas y zigzagueantes se deslizaban con el murmullo lúgubre de la maleza impacientando todos los sentidos.
Barboza era agalludo como el que más. Pero una cosa es desafiar el peligro de día, cara a cara, muriendo frente al sol, y muy otra es en la noche, extraña aliada, pero al mismo tiempo oscura, traicionera y emboscada. El miedo a lo desconocido es pegajoso y se adhiere a la carne sin piedad mientras los nervios duelen en la piel. Y en esta encrucijada no hay remedio, como no sea un buen pedazo de tabaco, y otro trago de caña para entonar el ánimo.
Luego vienen las dudas, tan amargas como la realidad: no estaría caminando inútilmente. Quién podía asegurar que la indiada no le había cortado el crece y lo estaba esperando al final del estero, allí donde comienza el espartillo, para liquidarlo sin piedad a sólo media legua de Pegaldá. Y la sola idea de una frustración en las mismas puertas del ansiado destino lo subleva más que la posibilidad de la propia muerte.
Las horas se van arrugando como la piel entumecida y mojada de Barboza, y la noche, terrible amiga, se le fuga inexorable. La niebla rastrera, opaca y húmeda, inviolable sudario de los esteros que eterna¬mente cubre las aguas misteriosas al filo del alba, aparece como un fantasma gris. Ahora sabe que le quedan dos horas más o menos y después el día cruel lo habrá delatado y el indio, tenaz y mortal, caerá sobre su humanidad. Lo degollarán. Pero antes va a partir dos cabezas por lo menos. Va a morir peleando, a lo toro...
Tal vez cuando ha rapiña vuele sobre el macabro festín, de Pegaldá vengan a ver de qué se trata, y ruega porque en su gesto sellado por la muerte quede impresa la desesperación del mensaje. Es una dolorosa esperanza cuando quedan dos horas para jugar a todo o nada, a vida o muerte. Dos horas y el coraje que se quiere achicar como la noche, cuando un aletear de aves espantadas le indica claramente que está cerca de «El Garzal», a legua y media de la salvación y del socorro. Pero también sabe que jamás llegará a tiempo. Suda. El sudor le corre por los ojos. Y sabe que vienen. Tenaces, inmutable el gesto, sin tregua ni compasión.
Repasa febrilmente los acontecimientos en amarga y dolorosa síntesis: «El Garzal», legua y media, dos horas. No hay escapatoria. Entonces una idea entre ridícula y escalofriante invade su mente afiebrada. Madurada a la sombra del mangrullo y chupando un mate en la cocina tibiecita parecería una locura, pero ahora tiene validez. Cualquier cosa vale cuando quedan dos horas y el salvaje acecha sin piedad. Tantea entre las garzas de plumaje húmedo y aprisiona una por el cogote. En el frasco queda hasta medio litro de caña que el garguero reseco está reclamando hace rato. Pero ahora hay otras urgencias y entonces rocía por completo el cuerpo palpitante de la garza, mientras hurga en el bolsillo superior de la guerrera, lo único seco que le queda a su sufrida vida miserable.
El rasguido del fósforo contra el machete sonó en la hora silente de la última jugada, como un rugido feroz y desesperado.
La garza enloquecida levantó vuelo como una diabólica aparición. Una bola de fuego, trazando la parábola del infierno en la postrer negrura de la noche, iluminó con siniestro resplandor rojizo el estero y el pirizal, permitiendo intuir las grotescas siluetas en fuga. Las aguas quietas y turbias atraparon por un instante reflejos de sangre, en tanto los aullidos de espanto que llegaban nítidos, se fueron alejando poco a poco.
Con los ojos saturados de penumbras, procurando en un último y desesperado esfuerzo reconocer los perfiles del fortín, las piernas cansadas y endurecidas de agua y fango, Barboza quemaba el postrer cartucho, siempre hacia el oeste con la fe invencible por llegar.
Su presencia a las puertas de Pegaldá fue como una aparición fantasmal en la indecisa luz del alba en un día plomizo y sin sol. Lo rodeó la milicada muda de estupor.
Barbudo, harapiento, empapado hasta los huesos, cubierto de barro y con los ojos enrojecidos de taladrar tinieblas, Barboza vaciló sobre sus piernas. Nadie preguntó nada, porque todos adivinaron que había algo grande e inexplicable en esa misteriosa presencia que surgió del estero antes jamás vencido.
El Sargento del Fortín apareció en chancletas acomodándose los tiradores. No hubo saludo militar. Barboza tenía ha boca reseca. El sargento nunca fue locuaz, y menos ahora, confuso, sorprendido y somnoliento. El diálogo se desarrolló escueto y sin rodeos:
—Un malón arrasó por completo Fortín Yunká...
—¡Un malón en Yunká! ¡Mierda!, si parece cosa de mandinga.
—Pensaba venir por el rodeo del monte pero me cortaron camino y tuve que cruzar a pata por Estero Chico.
—¡A pata por Estero Chico! ¡Cosa de mandinga!
—Me persiguieron hasta «El Garzal» y me hubieran liquidado al clarear si no fuera por...
Barboza titubeó, y para ganar tiempo ensayó una escupida de espesa saliva. El sargento estalló de impaciencia:
—¡Por qué, carajo digo!
Lo de Yunká era una cruel tragedia, y las cosas no estaban para risas. Barboza contrajo su cara arrugada y cerró con fuerza los ojos. El cuerpo le temblaba convulso, como si se riera de contrabando, escondido bajo el cuero curtido. Dijo la única respuesta que le salió de adentro:
—¡Cosas de mandinga...!
Después se relajó por completo y quedó con los ojos llenos, cuajados de horizontes y desgracias y a lo mejor se le humedeció hasta el barro seco de las pestañas. Pero ninguna lágrima rodó por sus mejillas, porque al milico de la frontera el llanto se le va de a poco en sudor y sangre. Lo de Yunká le dolía en el alma pero nadie se lo iba a leer en el rostro, toda vez que la cara de Barboza era inexpresiva mascando un pedazo de tabaco.
Después se sonó las narices con los dedos.
Barboza sangraba como los gauchos de ley. Para adentro.
FIN