Publicado en
febrero 25, 2010
La Lima de hoy es mucho menos alegre y viva, mucho menos humana y habitable que la que dejé hace tres largas décadas. Tal vez los ojos habituados no perciban la magnitud de las transformaciones; pero los míos, que son los de un hombre que algún día se puso el mundo por montera y, como un personaje cualquiera de Cavafis, se liberó y se fue, no salen aún del doloroso asombro y la zozobra total del retorno. Los veinte años de su tango son muchos, muchísimos años, créame, señor Gardel -que una cosa es con guitarra y otra con cajón-, y si yo encima les añado tres lustros más en los que Lima ha perdido casi todo su lustre, usted seguro que abre sus ojos de recién resucitado en Medellín e inmediatamente clama por un avión para estrellarse de nuevo con su repertorio y todo, más las rubias de Nueva York, Peggy, Betty, Nelly y Julie.
La gente le explica a uno que ahora Lima es chicha y se sigue de largo.
Chicha es el señor presidente, el tráfico, la música, el gusto, el clima, la televisión peruana, el patrioterismo, el equipo peruano de fútbol ("Jugaron como peruanos y perdieron", me explicó un experto, después de una de las tantas derrotas consecutivas de una selección en la que, increíble, juegan futbolistas que uno vio hace años en España, en equipos de segunda, de tercera; mientras un embajador sugería que se prohibieran las retransmisiones de partidos de fútbol extranjero para evitar comparaciones de goleada con eso que aquí aún llamamos fútbol, o que se le cambiara de nombre al fútbol jugado por peruanos en el Perú; y mientras un ex dirigente deportivo me decía que él había abdicado del fútbol nacional), chicha es el medio ambiente, chicha es el alma, chicha es la idiosincracia, chicha es la corrupción y chicha es la degradación moral, y por supuesto que son chicha los sociólogos que inventaron la palabra chicha.
Se trata, pues, de un circuito vicioso chicha y por ahí patea latas el hombre que regresó. No tiene los reflejos chicha, los mecanismos de defensa chicha, tampoco los mecanismos de ataque y ofensa y agresión chicha, mucho menos tiene los recursos deshumanizados de ver sin ver y de sufrir vacío de dolor o de volverse loco sin el sufrimiento de la demencia, ni mucho menos tiene la capacidad chicha de no ser asesinado por los decibeles salvajes del volumen chicha y los ruidos molestos que en Lima son todos y chicha. Para ello habría que saber montar a pelo el potro salvaje de la vulgaridad y la violencia, de la fealdad instalada en el barrio más feo y el más caro (ya no existe el barrio más bonito), del hambre y la miseria, del desempleo y el desamparo, del infame pacto de hablar eternamente a media voz (algo que puede llegar a ser preferible, en vista de lo mal que habla la gente, sobre todo en la televisión chicha,
que es casi toda), de los semáforos en que se exhiben todas las cortes de los milagros que en el mundo han sido y nos espera agazapado apenas el quinto asalto personalizado en lo que va del año. Hay asaltos y raptos al paso, al gusto, portátiles, con o sin dolor, tristes, teóricos y prácticos, anchos y ajenos. Todos son chicha. Chicha es la voz. La cátedra de ética y la cátedra de estética decidieron fusionarse por lo bajo, hasta desaparecer, por falta de supuestos y de presupuestos, por falta de todo.
Tal vez entonces nació lo chicha. Pero, bueno, mejor no me meto, porque no soy experto. Soy tan sólo una voz que clama en un desierto chicha.
Darle vueltas a un círculo hasta que se convierte en vicioso. Antes no era así y yo recuerdo mi visita a Lima, en 1989. Íbamos en una camioneta Land Rover, de la ONG Desco, "El socio" Raúl Guerrero, "El poeta hermano" Balo Sánchez León y "Mi ex" Pilar de Vega, en su primera visita al Perú.
Habíamos paseado barriadas desde El Agustino hasta Los Barracones del Callao, sí, habíamos paseado barriadas o villas miseria o conventillos, y no "pueblos jóvenes" (el pacto fame de hablar en vol alta y llamar a las cosas por su verdadero nombre), y ahora íbamos por los tugurizantes barrios altos, cuando nos detuvimos a mostrarle a la viajera española cómo en el Perú de fines de la hecatombe Alán García la gente trocaba una casa contra dos Volkswagen usados, e incluso abusados, anunciando una realidad en la que todo limeño también es taxista o, mejor dicho, todo taxista también conoció un tiempo mejor y una Lima que se fue.
Breve paréntesis. Yo no sé si este dato es chicha o no, pero Lima es la única ciudad del mundo en que los taxistas persiguen a los transeúntes hasta el mismo interior de su casa, a ver si cambian de idea y de itinerario. Uno camina seguido por unas bocinitas chicha, diría yo, no sé
si bien o mal; chichamente, en todo caso.
-Mira, Pilar -le explicaban los expertos a la viajera española, y le señalaban la fachada de una casa ya llevada por el viento, en cuya fachada habían escrito a tizazos lo del trueque Dos Volkswagen-Casa.
La viajera miró, como quien se desangra, y yo, que llevaba ya mucho rato debatiéndome entre la basura y la angustia, decidí cambiar de itinerario y enrumbar por el primer atajo que nos acercara a algún lugar limpio y bien iluminado donde luchar contra la sed y el nihilismo. Pero resultó que andábamos algo perdidos y tuvimos que consultar. Dos seres gordos en camiseta sin mangas color blanco-cemento se asomaban pésimamente mal jubilados por la ventana que quedaba entre Se cambia esta casa y Por dos Volkswagen. Usaban unos anteojos de marcos muy gruesos y lentes como vitrales de catedral en invierno. Pero vieron u oyeron que andábamos medio perdidos y cerraron la ventana antes de salir y acercarse a nuestro Land Rover para ofrecernos sus buenos oficios. Uno de ellos, lo recuerdo, estornudó, y usaba un pañuelo a tono con su camiseta, en lo que a falta de lavandería se refiere. Luego se cedieron la palabra ordenadamente, en su afán de explicarnos cómo se llegaba desde su callejuela color pañuelo inmemorial hasta el lugar de cinco estrellas en que soñábamos con encontrar alivio a tanto trajín de la mirada. Parafraseando al poeta:
habíamos partido casi de madrugada y no habíamos encontrado lugar donde posar los ojos que no fuera recuerdo de la muerte. La muerte de una ciudad, en este (o)caso.
Pero en medio de tanto polvo húmedo, tanto gris, tanto deterioro, esos gordos miopes y mal jubilados nos hablaron en una maravillosa lengua castellana y con una desaparecida cortesía limeña y universal. Fue un lujo, fue un milagro, fue un espejismo. Y fue un instante de muy frágil y
perecedera maravilla, como si por la esquina estuviese doblando ya el huracán de miseria que habría de hacer que esos dos caballeros de otrora cubierto y mantel, de lejanos cuello y corbata, modales Carreño, pero para modales los de mi tiempo, al fin y al cabo, y educación y decencia todas,
desaparecieran para siempre de la superficie de la tierra, como los linajes condenados a Cien años de soledad.
-Ya eso no hay -le dijo, con tono triste, solitario y final, Balo, "El poeta", a Pilar, la viajera española.
-Viejos limeños -enfatizó Raúl Guerrero, "El socio", agregando: Vástagos jubilados de una extirpe en vías de rápida extinción. Deberías aprovechar para tomarles una foto antes de que se acaben.
En estos albores de siglo XXI en que he regresado a Lima, a veces pienso que, cual Diógenes con su linterna, yo debería caminar con una pancarta que dijera: Busco viejos limeños. Lo malo, claro, es que muy probablemente me robarían la pancarta.
Pasan los meses, los años, los siglos (a veces uno se impacienta), y hasta el día de hoy tan sólo he encontrado a dos viejos limeños desde que regresé. De raza negra los dos y en muy distintas circunstancias de caballerosidad y gracia, y en escenas tan divertidas como entrañables. Al primero lo cerré con mi automóvil, entrando a la avenida Javier Prado Este, y me estaba gesticulando mentamadreramente y cual educado loco con sordina, eso sí, desde su camioneta llevada por el viento, cuando me reconoció. Y reconocerme y saludarme por la ventana fueron una y la misma cosa: "¡El escritor internacional!", "¡La eminencia nacional!", gritó aquel negro de consuetudinaria edad, produciéndome ipso facto esa depresiva tristeza, ese daño oscuro que produce verse convertido en una suerte de "Poeta oficial al que todo el mundo saluda por la calle", según los versos inolvidables de rabia y dureza, del mexicano Eduardo Lizalde.
Contra frase como éstas, créanme, no hay Prozac que valga.
Y, sin embargo, no fue así, esta vez, porque aquel hombre no era un indiscreto, un metiche chicha, tampoco un curioso cualquiera. Era un señor. Un viejo limeño. Y un segundo después ya lo tenía ante la ventana de mi auto, disculpándose a mares, con los más sabrosos y cultos peruanismos, con toda la buena educación y la gracia del mundo. Aquel caballero era una dama y terminamos abrazados y cediéndonos el paso, también a mares, mientras atrás el mundo chicha se disponía a exterminarnos con la violencia de sus bocinazos e insultos. Y fue una corta vida feliz y ya inexistente la que viví al ver que aquel viejo caballero terminaba arrancando su desvencijada camioneta y aceptaba que el escritor le cediera a él el paso, en vista de que era el escritor el que lo había cerrado. Fue un milagro.
Al segundo limeño viejo me lo encontré cuando ya yo era prácticamente propiedad de su gigantesca mano derecha. Por lo moreno, gordo, grande, rizado y canoso, creí que era "El zambo" Cavero, el genial cantante criollo. Pero recuerdo que me dijo su nombre, y se apellidaba Espinosa. El
nombre de pila se me ha borrado, o es que nunca lo llegué a oír, pues ya dije que ese caballero inmenso se había hecho prácticamente de mi persona, como un futbolista (no peruano, claro está) se hace de un balón y lo desaparece entre la defensa del adversario.
El hombre andaba paseando con su nieta por la avenida La Paz, en Miraflores, y quería que la niñita también estrechara la mano del escritor, mientras a éste le iba aconsejando:
-Váyase del Perú, señor Bryce. Créame lo que le digo. Váyase. Usted ya cumplió con la patria...
Yo intentaba reclamarle mi mano. Misión imposible.
-Y sobre todo no converse con nadie. Con nadie, señor Bryce.Váyase. Yo sé lo que le digo. No converse con nadie porque lo van a querer corromper.
Con nadie, señor Bryce. Hágame caso, por favor, señor. Yo sé lo que le digo. Mire, mi nombre es ¿? Espinosa. Búsqueme. Llámeme cuando decida hacerme caso. Y créame que es por su bien.
-Mi mano, señor Espinosa, se lo suplico.
-Soy yo quien suplica, señor Bryce. Y por su bien. Créame. Yo soy un hombre de bien que pasea con su nietecita. ¿O no, mi hijita? Ya lo sabe usted. Váyase, señor Bryce. Y si quiere yo lo llevo al aeropuerto.
Besé a la niña con cariño, mientras lograba extraer mi mano de aquella mano inmensa, inmensamente afectuosa y preocupada. A veces pienso que los viejos limeños tenemos un sexto sentido que nos permite reconocernos con tan sólo dos o tres palabras. Y a veces siento que mi mano aún sigue entre la inmensa mano de un hombre que quiso decirme algo con todo el cariño del mundo. Y siempre que voy al aeropuerto miro a mi lado para ver si, por milagro, la persona que me está llevando es el señor Espinosa. El señor Espinosa, viejo limeño, linaje condenado.
FIN