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febrero 25, 2010
Un muro se derrumba, seguido por otro y otro; con un trueno apagado, una ciudad se transforma en un montón de ruinas.
Sopla el viento de la noche.
El mundo yace en silencio.
Londres fue demolida en un día. Destruyeron Port Said. Arrasaron San Francisco. Glasgow desapareció.
Se fueron, para siempre.
Las maderas golpean suavemente en el viento, la arena gime y se eleva en pequeñas tormentas en el aire tranquilo.
Por el camino, hacia las ruinas descoloridas, viene el viejo sereno a abrir el portón en el alto alambrado de púas y mira adentro.
Allí a la luz de la luna yacen Alejandría y Moscú y Nueva York. Allí a la luz de la luna yace Johannesburg y Dublin y Estocolmo. Y Clearwater, Kansas, y Provincetown, y Río de Janeiro.
El viejo lo vio todo aquella misma tarde, vio el coche que rugía fuera de la cerca de alambre de púas, vio los hombres delgados y tostados por el sol en el coche, los hombres con sus lujosos trajes de franela negra, y sus centelleantes gemelos de oro, y sus deslumbrantes relojes pulsera de oro, y que acercaban a sus cigarrillos de boquilla de corcho unos encendedores con monogramas...
-Ahí está, caballeros. Qué desastre. Miren lo que ha hecho la tormenta.
-¡Sí, señor, qué lástima, señor Douglas!
-Quizás podamos salvar París.
-¡Sí, señor!
-¡Pero, demonios! Lo ha torcido la lluvia. ¡Echen todo abajo! ¡Limpien esto! Podemos aprovechar el terreno. ¡Envíen una cuadrilla de demolición hoy mismo!
-¡Sí, señor Douglas!
El coche rugió y se alejó.
Y ahora es de noche. Y el viejo sereno está adentro.
Recordó qué había ocurrido aquella misma tarde cuando llegó la cuadrilla.
Un martilleo, un desgarramiento, un repiqueteo; una caída y un rugido. ¡Polvo y trueno, trueno y polvo!
Y en el mundo entero se soltaron los clavos y vigas y yesos y las puertas y ventanas de celuloide mientras las ciudades caían ruidosamente una tras otra y descansaban inmóviles.
Un estremecimiento, un trueno que se apaga a lo lejos, y luego una vez más sólo el viento suave.
El sereno camina ahora lentamente por las calles desiertas.
Y de pronto está en Bagdad, y los mendigos ambulan en maravillosos harapos, y las mujeres de claros ojos de zafiro sonríen veladamente desde altas y delgadas ventanas.
El viento arrastra arenas y confetti.
Las mujeres y los mendigos desaparecen.
Y todo es otra vez caballetes, papel maché, telas pintadas y utilería con las letras del estudio, y detrás del frente de los edificios no hay más que noche, espacio y estrellas.
El viejo saca un martillo y unos pocos clavos largos de su caja de herramientas; mira alrededor hasta que encuentra una docena de buenas maderas y algunos decorados intactos. Y toma los brillantes clavos de acero entre sus dedos entumecidos, y son clavos sin cabeza.
Y empieza a armar Londres otra vez, martillando y martillando, madera a madera, pared a pared, ventana a ventana, martillando, martillando, más y más ruidosamente, acero sobre acero, madera en madera, madera contra el cielo, trabajando durante horas hasta medianoche, golpeando y arreglando y golpeando otra vez, interminablemente.
-¡Eh, oiga, usted!
El viejo se detiene.
-¡Usted, el sereno! -Un desconocido en traje de mecánico sale de las sombras-. Eh, ¿cómo se llama usted?
El viejo se vuelve.
-Smith.
-Bueno, Smith, ¿qué idea es ésa?
El sereno observa tranquilamente al desconocido.
-¿Quién es usted?
-Kelly, capataz de la cuadrilla de demolición.
El viejo asiente moviendo la cabeza.
-Ah. El que echa todo abajo. Ha trabajado mucho hoy. ¿Por qué no está en su casa jactándose?
Kelly carraspea y escupe.
-Hay una maquinaria en el escenario de Singapur que debo revisar. -Se seca la boca-. Bueno, Smith, ¿qué hace en nombre de Cristo? Deje ese martillo. ¡Está armándolo todo de nuevo! Nosotros lo tiramos abajo y usted lo levanta. ¿Está loco?
El viejo asiente.
-Quizás. Pero alguien tiene que levantar todo otra vez.
-Mire, Smith. Yo hago mi trabajo, usted hace el suyo, y todos felices. Pero no puedo tolerar que usted haga líos, ¿entiende? Le avisaré al señor Douglas.
El viejo asiente con un movimiento de cabeza.
-Llámelo. Que venga por aquí. Quiero hablar con él. Él es el loco.
Kelly se ríe.
-¿Está bromeando? Douglas no ve a nadie. -Sacude la mano, y luego se inclina a examinar el trabajo recién terminado de Smith-. ¡Eh, un minuto! ¿Qué clase de clavos está usando? ¡Clavos sin cabeza! ¡Deténgase! ¡Mañana tendremos un trabajo de todos los demonios, tratando de sacarlos!
Smith vuelve la cabeza y mira un momento al otro que se balancea.
-Bueno, ya se sabe que no es posible arreglar el mundo con clavos con cabeza. Son demasiado fáciles de sacar. Hay que usar clavos sin cabeza y meterlos bien adentro. ¡Así!
Le da al clavo de acero un golpe tremendo que lo hunde completamente en la madera.
Kelly se lleva las manos a la cintura.
-Le daré otra oportunidad. Deje de armar los escenarios y colaboraré con usted.
-Joven -dice el sereno, y sigue martillando mientras habla, y piensa, y habla otra vez-, cuando usted nació yo estaba ya aquí hacía tiempo. Yo estaba aquí cuando esto no era más que un prado. Y el viento corría en ondas por las hierbas. Durante más de treinta años vi cómo crecía esto, y era al fin todo el mundo. Viví aquí. Viví bien. Ahora, este es para mí el mundo real. El mundo de afuera, más allá de la cerca, es donde paso el tiempo durmiendo. Tengo un cuartucho en una callejuela y veo titulares y leo acerca de guerras y gente rara y mala. ¿Pero aquí? Aquí está el mundo entero, y todo es paz. Camino por las calles de este mundo desde 1920. La noche que me siento con ganas tomo un aperitivo en un bar de los Campos Elíseos. Puedo beber un buen jerez amontillado en la terraza de algún café de Madrid, si quiero. O si no, yo y las gárgolas de piedra de allí arriba, allá, mírelas, en lo alto de Notre Dame, podemos considerar graves cuestiones de Estado y tomar importantes decisiones políticas.
Kelly mueve una mano impacientemente.
-Sí, hombre, sí.
-Y ahora vienen ustedes y lo derriban todo y dejan sólo ese mundo de afuera que no ha aprendido lo más elemental sobre la paz, lo que yo sé por haber vivido en esta tierra cercada de púas.
Y ustedes vienen y lo destrozan todo y ya no hay más paz, en ninguna parte. Usted y sus demoledores tan orgullosos de sus demoliciones. ¡Destruyendo pueblos y ciudades y regiones enteras!
-Un hombre tiene que vivir -dice Kelly-. Tengo mujer e hijos.
-Eso dicen todos. Tienen mujer e hijos. Y siguen adelante, rompiendo, desgarrando, matando.
¡Tienen órdenes! Alguien lo ha mandado. ¡Tienen que hacerlo!
-¡Cállese y deme el martillo!
-¡No se acerque!
-Pero, viejo loco...
-¡Este martillo no sirve sólo para clavar!
El viejo hace silbar el martillo en el aire; el demoledor salta hacia atrás.
-Demonios -dice Kelly-, ¡ha perdido la razón! Llamaré a los estudios centrales. Pronto vendrá la policía. Dios mío, aquí está usted, construyendo cosas y diciendo locuras, ¿pero cómo sé que dentro de dos minutos no empezará a echar kerosene y encender fósforos?
-Yo no encendería ni un pedazo de leña en este lugar, y usted lo sabe -dice el viejo.
-Puede incendiar todo esto, demonios -dice Kelly-. Escuche, viejo, ¡no se mueva de aquí!
El demoledor da media vuelta y corre entre las aldeas y ciudades en ruinas y los soñolientos pueblos de dos dimensiones de aquel mundo nocturno, y cuando sus pisadas se apagan, se oye una música que el viento toca en los largos y plateados alambres de púas de la cerca, y el viejo martillea y martillea buscando maderas largas y alzando paredes hasta que jadea al fin, y siente que le estalla el corazón. Deja caer el martillo, y los clavos tintinean como monedas en el pavimento.
-Es inútil, es inútil -se dice el viejo a sí mismo-. No puedo levantarlo todo antes que vengan.
Necesitaría que alguien me ayudara y no sé que hacer.
El viejo deja el martillo en el camino y echa a caminar sin dirección fija, sin propósito, aparentemente, sólo pensando que desea dar un último paseo, mirar todo por última vez y despedirse de todo lo que es o era posible despedirse en ese mundo. Y camina con las sombras alrededor y las sombras que cruzan aquella tierra donde se ha hecho tarde realmente, y las sombras son de todo tipo y especie y tamaño, sombras de edificios y sombras de gente. Y el viejo no las mira directamente, pues podrían desaparecer. No, camina nada más, y atraviesa Piccadilly Circus..., el eco de sus pisadas..., o la Rué de la Paix..., un carraspeo..., o la Quinta Avenida..., y no mira a la derecha o la izquierda. Y a su alrededor, en umbrales oscuros y ventanas vacías, están sus numerosos amigos, sus buenos amigos, sus muy buenos amigos. A lo lejos el siseo y el vapor y el suave murmullo de una máquina de caffe espresso toda plata y cromo, y dulces canciones italianas..., el aleteo de unas manos en la oscuridad sobre las bocas abiertas de las balalaicas, un susurro de palmeras, un tamborileo y un repiqueteo y tintineo de campanas, y un sonido de manzanas que caen en la suave hierba nocturna y que es el movimiento de los pies desnudos de unas mujeres que bailan en círculos con el débil repiqueteo y el tintineo de las campanillas doradas. El crujido de granos de maíz triturados sobre negra piedra volcánica, el siseo de las tortillas sumergidas en aceite caliente, una boca que sopla y el abanico de una hoja de papaya y las chispas de mil luciérnagas se alzan desde uñas brasas encendidas; en todas partes caras y formas, en todas partes movimientos y gestos y fuegos fantasmales que hacen flotar en el aire, como en un agua ardiente, las mágicas caras de color de antorcha de unas gitanas españolas, las bocas abiertas que gritan canciones que hablan de la rareza y la extrañeza y la tristeza de vivir. En todas partes sombras y gente, en todas partes gente y sombras y cantos.
¿Sólo eso tan común..., el viento?
No. La gente está toda aquí. Están aquí desde hace muchos años. ¿Y mañana?
El viejo se detiene, y se lleva las manos al pecho.
No estarán más.
¡Una bocina!
Del otro lado de la cerca de alambre de púas..., ¡el enemigo! Del otro lado del portón un coche de la policía, pequeño y negro, y una gran limosina negra del estudio, a cinco kilómetros.
La bocina llama como una trompeta.
El viejo se toma de los travesaños de una escalera de mano y sube. El sonido de la bocina lo empuja hacia arriba, más y más. El portón se abre con un estruendo. El enemigo entra atropellándose.
-¡Allá va!
Las deslumbrantes luces de la policía brillan sobre las ciudades del prado; las luces revelan los tiesos telones de Manhattan, Chicago, y Chungkin. La luz se refleja en las torres de imitación piedra de la catedral de Notre Dame, y se fijan en una figurita que se mantiene en equilibrio en los aleros, y sube y sube hacia donde la noche y las estrellas giran lentamente.
-¡Allí está, señor Douglas, arriba!
-Dios mío. Pero es que un hombre no puede pasar la noche en una tranquila reunión sin que...
-¡Está encendiendo un fósforo! ¡Llamen a los bomberos!
En lo alto de Notre Dame, el sereno, mirando hacia abajo, protege el fósforo del viento suave, mira a la policía, los trabajadores, y el productor de traje negro, un hombre corpulento, que lo mira a su vez. Luego lleva lentamente el fósforo a la punta del cigarro, y lo enciende con lentas chupadas.
-¿Está el señor Douglas ahí abajo? -llama luego.
-¿Para qué me quiere? -responde una voz.
El viejo sonríe.
-¡Suba, solo! ¡Venga armado, si quiere! ¡Quiero charlar con usted!
En el vasto patio de la iglesia resuenan unas voces.
-¡No vaya, señor Douglas!
-Deme su pistola. Terminemos con esto y así podré volver a la fiesta. Protéjanme, no correré riesgos. No quiero que se quemen estos escenarios. Sólo en madera hay aquí dos millones de dólares. ¿Listos? Allá voy.
El productor sube muy arriba por los escalones nocturnos, hasta la media caparazón de Notre Dame donde el viejo se apoya en una gárgola de yeso, y fuma tranquilamente su cigarro. El productor se detiene, asoma el cuerpo por la abertura de una trampa, y apunta con la pistola.
-Muy bien, Smith. No se mueva.
Smith se saca lentamente el cigarro de la boca.
-No tenga miedo. No me pasa nada.
-No estoy muy seguro.
-Señor Douglas -dice el sereno-, ¿leyó usted el cuento del hombre que viaja al futuro y descubre que todos están locos? Todos. Pero como están todos locos, no saben que están locos.
Todos actúan del mismo modo y por lo tanto se creen normales. Y como nuestro héroe es el único cuerdo entre ellos, él es el anormal, el loco. Para ellos, por lo menos. Sí, señor Douglas, la locura es algo relativo. Depende de quien encierre a quién.
El productor maldice entre dientes.
-No he subido aquí para hablar toda la noche. ¿Qué quiere?
-Quiero hablar con el Creador. Es decir con usted, señor Douglas. Usted creó todo esto. Usted vino aquí un día y golpeó la tierra con una mágica libreta de cheques, y gritó: «¡Que se haga París!» Y París se hizo: calles, bistrós, flores, vino, puestos de libros al aire libre, y todo. Y golpeó las manos otra vez: «¡Que se haga Constantinopla!» Golpeó las manos mil veces, y cada vez hizo algo nuevo, y ahora cree usted que golpeando las manos una última vez puede convertir todo en ruinas.
Pero, señor Douglas, no es tan fácil.
-¡Soy dueño del cincuenta y uno por ciento de las acciones del estudio!
-¿Pero el estudio le pertenece realmente? ¿Se le ocurrió alguna vez venir aquí alguna noche y subir a esta catedral y ver qué mundo maravilloso creó usted? ¿Pensó alguna vez si no sería una buena idea sentarse aquí conmigo y mis amigos y beber con nosotros una copa de jerez amontillado?
Muy bien, sí, el amontillado huele y sabe a café, y parece café. Imaginación, señor Creador, imaginación. Pero no, usted nunca vino, nunca subió, nunca miró o escuchó o se preocupó. Hay siempre una fiesta en alguna parte. Y ahora, demasiado tarde, sin consultarnos, quiere destruirlo todo. Quizás sea dueño del cincuenta y uno por ciento de las acciones del estudio, pero no es dueño de ellos.
-¡Ellos! -grita el productor-. ¿Qué es esto de «ellos»?
-Es difícil explicarlo. La gente que vive aquí. -El sereno mueve la mano en el aire desierto hacia las medias ciudades y la noche-. Se han hecho tantos filmes aquí en estos años. Los extras caminaron vestidos por las calles, hablaron un millar de lenguas, fumaron cigarrillos y pipas de espuma de mar, y hasta narguiles persas. Bailarinas bailaron. Resplandecientes, oh, qué resplandecientes. Mujeres veladas sonrieron desde altos balcones. Desfilaron soldados. Jugaron niños.
Lucharon caballeros de armaduras de plata. Hubo anaranjadas tiendas de té. Se oyó el llamado de los gongs. Los barcos de los vikingos navegaron los mares interiores.
El productor sale por la puerta trampa y se sienta en las tablas del techo, y el arma le descansa más despreocupadamente en la mano. Parece mirar al viejo, primero con un ojo, luego con otro, y escucharlo con un oído y luego con el otro, y de cuando en cuando sacude un poco la cabeza.
El sereno continúa: -Y de algún modo, cuando se fueron los extras y los hombres con las cámaras y micrófonos y todos los equipos, y se cerraron los portones y se alejaron en grandes autos, de algún modo algo quedó de aquellos miles de personas distintas. Lo que habían sido, o habían pretendido ser, no desapareció. Los idiomas extranjeros, los trajes, lo que hicieron, lo que pensaron, sus religiones y sus músicas, y las cosas grandes y pequeñas siguieron aquí. Los paisajes de lejanos lugares. Los olores. El viento alado. El mar. Todo está aquí esta noche..., si usted escucha.
El productor escucha y el viejo escucha entre los pintados telones de la catedral, con la luz de la luna que enceguece las gárgolas de yeso, y el viento que hace murmurar las bocas de piedra falsa, y el sonido de mil tierras en la tierra de allá abajo que ese viento barre y cubre de polvo, mil minaretes amarillos y torres blancas como la leche y verdes avenidas aún intactas entre un centenar de nuevas ruinas; y en todo listones y alambres murmuran como una gran arpa de madera y acero que alguien toca en la noche, y el viento se lleva aquel sonido al cielo donde escuchan los dos hombres.
El productor ríe brevemente y sacude la cabeza.
-Ha oído -dice el sereno-. Ha oído, ¿no es cierto? Lo vi en su cara.
Douglas se mete la pistola en el bolsillo del chaleco.
-Si uno escucha esperando oír algo, lo oye. Cometí el error de escuchar. Usted debía haber sido escritor. Podía dejar sin trabajo a media docena de los mejores del estudio. Bueno, ¿qué dice? ¿Está dispuesto a bajar ahora?
-Parece usted casi amable -dice el sereno.
-No lo sé. Me arruinó una buena noche.
-¿Sí? Ésta no ha sido tan mala, ¿no es cierto? Un poco diferente, diría yo. Estimulante quizás.
Douglas ríe quedamente.
-Usted no es peligroso. Sólo necesita compañía. Aquí está su trabajo, y todo se va al diablo, y se siente solo. Sin embargo, no lo entiendo enteramente.
-No me diga que le he hecho pensar -dice el viejo.
Douglas gruñe.
-Cuando uno vive bastante en Hollywood, se conoce a toda clase de gente. Además, nunca estuve aquí arriba. Es un verdadero espectáculo como usted dice. Pero maldita sea si puedo comprender por qué llora usted estas telas y maderas. ¿Qué representan para usted?
El sereno se apoya en una rodilla y golpea con una mano la palma de la otra, subrayando sus argumentos.
-Mire. Como dije antes, usted llegó aquí hace años, dio una palmada, ¡y se alzaron trescientas ciudades! Luego añadió usted medio millar de otras naciones y estados y gentes y religiones y sistemas políticos entre los límites de la cerca de alambre. ¡Y las dificultades aparecieron! Oh, nada que uno pudiese ver. Todo estaba en el viento y los espacios intermedios. Pero eran las mismas dificultades del mundo de afuera: riñas y tumultos y guerras invisibles. Pero al fin las dificultades desaparecieron. ¿Quiere saber por qué?
-Si no lo quisiera no estaría aquí helándome.
Un poco de música nocturna, por favor, piensa el viejo, y mueve la mano en el aire como si tocase una hermosa música, la más indicada para acompañar lo que quiere decir.
-Porque usted unió Boston a Trinidad -dice suavemente-, y parte de Trinidad se metió en Lisboa, y parte de Lisboa entró en Alejandría, y Alejandría se unió a Shanghai con unos cuantos clavos y clavijas, y lo mismo Chattanoga, Oshkosh, Oslo, Sweet Water, Soissons, Beirut, Bombay y Port Arthur. Usted dispara contra alguien en Nueva York y el hombre se tambalea y cae muerto en Atenas. Usted recibe un soborno político en Chicago y alguien es encarcelado en Londres. Usted cuelga un negro en Alabama y tienen que enterrarlo en Hungría. Los judíos muertos de Polonia llenan las calles de Sidney, Portland y Tokio. Le clava un cuchillo en el estómago a un hombre en Berlín y le sale por la espalda a un granjero de Memphis. Todo está cerca, tan cerca. Por eso hay paz aquí. Estamos tan apretados, que tiene que haber paz, o nada quedaría en pie. Un incendio nos destruiría a todos, y no importaría quien lo provocara, o por qué. Así que esta gente, los recuerdos, o como quiera llamarlo, que están aquí, viven tranquilos, y éste es su mundo, un buen mundo, un magnífico mundo.
El viejo se detiene, se pasa la lengua por los labios y toma aliento.
-Y mañana -dice- usted va a destruirlo.
El viejo se queda en cuclillas un rato más, luego se incorpora y contempla las ciudades y las mil sombras de esas ciudades. La gran catedral de yeso cruje y se balancea en el aire de la noche, hacia adelante y hacia atrás, con las mareas del verano.
-Bueno -dice Douglas al fin-, este..., ¿bajamos ahora?
Smith asiente con un movimiento de cabeza.
Douglas desaparece, y el sereno escucha cómo Douglas baja y baja por los negros escalones.
Entonces, luego de un pensativo titubeo, se toma de la escalera, se murmura algo a sí mismo, y empieza el largo descenso en la oscuridad.
Todos se han ido; la policía del estudio y unos pocos trabajadores y algunos jefes menores. Sólo queda un coche grande y negro que espera detrás de la cerca de alambre de púas mientras los dos hombres hablan en las ciudades del prado.
-¿Qué va a hacer ahora? -pregunta Smith.
-Volver a mi fiesta, supongo -dice el productor.
-¿Será divertida?
-Sí. -El productor titubea-. ¡Claro que será divertida! -Mira la mano derecha del sereno-.
No me diga que encontró el martillo del que me habló Kelly. ¿Empezará a construir otra vez? ¿No abandona, eh?
-¿Abandonaría usted si fuese el último constructor y todos los otros fuesen demoledores?
Douglas echa a caminar junto con el viejo.
-Bueno, quizás vuelva a verlo, Smith.
-No -dice Smith-. No estaré aquí. Todo esto no estará aquí. Si usted vuelve otra vez, será demasiado tarde.
Douglas se detiene.
-Demonios, ¿qué quiere que yo haga?
-Algo muy simple. Conserve todo esto. Deje estas ciudades en pie.
-¡No puedo! Maldita sea. Razones de negocios. Tiene que desaparecer.
-Un hombre con buen olfato para los negocios y un poco de imaginación puede encontrar alguna buena razón para salvar esto -dice Smith.
-¡Me espera el coche! ¿Cómo saldré de aquí?
El productor pasa por encima de un trozo de mampostería, se abre paso entre unas ruinas, aparta maderas, se apoya un momento en fachadas de yeso y telones. Cae polvo del cielo.
-¡Cuidado!
El productor se tambalea envuelto en una nube de polvo y ladrillos. Anda a tientas, tropieza, y el viejo lo toma por el brazo y tira hacia adelante.
-¡Salte!
Saltan, y medio edificio se desmorona en lomas y montañas de maderas y papeles. Un enorme capullo de polvo se abre en el aire.
-¿Se encuentra bien?
-Sí. Gracias, gracias. -El productor mira el caído edificio. El aire se aclara-. Probablemente me ha salvado la vida.
-No lo creo. Casi todos esos ladrillos son de papel maché. Sólo hubiera recibido unos golpes y cortaduras.
-Gracias, de todos modos. ¿Qué edificio era ése?
-Una torre normanda. No se acerque al resto. Puede caerse también.
-Tendré cuidado. -El productor se acerca lentamente-. ¡Pero podría echar abajo todo este condenado edificio con una sola mano! -Hace la prueba; el edificio se inclina y estremece y gime.
El productor se aparta rápidamente-. Podría derribarlo en un segundo.
-Pero no lo hará -dice el sereno.
-Oh, ¿no? ¿Qué importa una torre francesa menos a estas horas?
El viejo lo toma por el brazo.
-De una vuelta hasta el otro lado de la torre.
Van al otro lado.
-Lea ese letrero -dice Smith.
El productor enciende su encendedor, alza la llama, y lee: -Banco Nacional de Mellin Town. -Hace una pausa-. Illinois -lee, muy lentamente.
El edificio se alza a la dura luz de las estrellas y la luz tierna de la luna.
-De un lado -Douglas mueve la mano como en una escala musical- una torre francesa. Del otro lado -da siete pasos a la derecha y siete a la izquierda, mirando de costado- Banco Nacional.
Banco. Torre. Torre. Banco. Bueno, maldita sea.
Smith sonríe y dice: -¿Todavía quiere echar abajo la torre francesa, señor Douglas?
-Un minuto, un minuto, espere, espere.
De pronto, Douglas empieza a ver los edificios que se alzan ante él. Gira lentamente, alzando y bajando los ojos, y mirando de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Mira aquí, mira allá, ve esto, ve aquello, examina, clasifica, separa, y reexamina. Echa a caminar en silencio. Cruzan las ciudades del prado, entre hierbas y flores silvestres, y llegan a unas ruinas y semirruinas y se meten entre ellas, y llegan a unas avenidas y ciudades y pueblos y entran en ellos.
Inician un recital que no se interrumpe mientras pasean. Douglas preguntando, el sereno respondiendo, Douglas preguntando, el sereno respondiendo.
-¿Qué es esto por aquí?
-Un templo budista.
-¿Y del otro lado?
-La cabaña donde nació Lincoln.
-¿Y aquí?
-La iglesia de San Patricio, Nueva York.
-¿Y el reverso?
-¡Una iglesia ortodoxa de Rostov!
-¿Qué es esto?
-¡La puerta de un castillo en el Rhin!
-¿Y adentro?
-¡Un despacho de bebidas gaseosas en la ciudad de Kansas!
-¿Y aquí? ¿Y aquí? ¿Y allá? ¿Y qué es aquello? -pregunta Douglas-. ¡Qué es esto! ¡Qué veo allá! ¡Y allí!
Parece como si estuviesen corriendo y precipitándose y gritando por las ciudades, aquí, allí, en todas partes, arriba, abajo, adentro, afuera, subiendo, descendiendo, hurgando, moviendo, abriendo y cerrando puertas.
-¡Y esto, y esto, y esto, y esto!
El sereno dice todo lo que hay que decir.
Sus sombras corren adelante en las estrechas callejuelas, y las avenidas tan anchas como ríos de piedra y arena.
Describen un gran círculo mientras hablan, y al fin vuelven al punto de partida.
Callan otra vez. El viejo guarda silencio pues lo ha dicho todo, y el productor guarda silencio para escuchar y recordar y ordenar todo en su mente. Distraídamente, busca tanteando su cigarrera. Tarda un minuto en abrirla, observando sus propios movimientos, pensando en ellos, y al fin se la ofrece al sereno.
-Gracias.
Encienden pensativamente los cigarrillos. Fuman y miran el humo que se pierde en el aire.
-¿Dónde está ese maldito martillo suyo? -dice Douglas.
-Aquí -dice Smith.
-¿Tiene clavos?
-Sí, señor.
Douglas chupa largamente su cigarrillo y echa una bocanada de humo.
-Muy bien, Smith. A trabajar.
-¿Qué?
-Ya me ha oído. Clave lo que pueda, en sus horas de trabajo. La mayor parte de lo que se ha derrumbado está ya perdido. Pero los trozos y pedazos que concuerden y queden bien, clávelos.
Gracias a Dios aún hay mucho en pie. Tardé mucho tiempo en darme cuenta. Un hombre con olfato para los negocios y un poco de imaginación, dijo usted. Éste es el mundo, dijo usted. Debí haberlo visto hace años. Aquí está todo dentro de la cerca, y yo demasiado ciego para ver que podía hacerse con esto. La Federación Mundial en mi propio patio y yo destruyéndola a puntapiés. Dios me ampare, pero necesitamos más locos y más serenos.
-Sabe usted -dice el sereno-, me estoy poniendo viejo y raro. No se burlará de un hombre viejo y raro, ¿no es cierto?
-No haré promesas que no pueda cumplir -dice el productor-. Pero le prometo que haré lo que pueda. Hay una posibilidad para que podamos seguir adelante. Sería una hermosa película, sin duda. Podemos hacerla toda aquí, dentro de la cerca. No habrá dudas sobre el argumento tampoco.
Usted lo ha sugerido. Es suyo. No será difícil poner a algunos escritores a trabajar en él. Buenos escritores. Quizá algo corto, veinte minutos, pero podemos mostrar todas las ciudades y países aquí, sosteniéndose y apoyándose unos en otros. Me gusta la idea. Me gusta mucho, créame. A cualquier hombre del mundo que le mostremos la película, le gustará también. No podrán hacerla a un lado, será demasiado importante.
-Es bueno oírlo hablar así.
-Espero seguir hablando así -dice el productor-. No se puede confiar en mí. Ni yo mismo me tengo confianza. Demonios, un día estoy excitado, deprimido el otro. Quizá tenga usted que darme algún martillazo en la cabeza, de cuando en cuando.
-Me complacerá mucho -dice Smith.
-Y si hacemos la película -dice el hombre más joven- supongo que usted podrá ayudar.
Conoce los escenarios mejor que nadie. Cualquier sugerencia que usted quiera hacer, será bien recibida. Luego, después de hacer el film, supongo que no le importará a usted que echemos abajo el resto del mundo, ¿de acuerdo?
-Le doy mi permiso -dice el sereno.
-Bueno, soltaré los sabuesos unos pocos días y veré qué pasa. Enviaré un equipo de filmación mañana a ver qué podemos utilizar como escenario. Enviaré algunos escritores. Quizá pueda proporcionar usted toda la charla. Demonios, demonios, esto irá adelante. -Douglas se volvió hacia la puerta-. Mientras tanto, use su martillo todo lo posible. Ya lo veré a usted. Dios mío, ¡estoy helado!
Caminan de prisa hacia el portón. En el camino, el viejo encuentra su valija donde la ha dejado horas antes. La toma, saca el termo, y lo sacude.
-¿Qué le parece un trago antes de irse?
-¿Qué tiene ahí? ¿Un poco de ese amontillado del que me habló?
-1876.
-Bebamos un poco, sí.
El viejo abre el termo y vierte el líquido humeante en el vaso.
-Sírvase -dice.
-Gracias. A su salud. -El productor bebe-. Está muy bueno. Ah, está realmente bueno.
-Quizás sabe a café, pero puedo asegurarle que nunca se embotelló amontillado mejor.
-Puede asegurarlo de veras.
Los dos hombres beben el líquido caliente entre las ciudades del mundo, a la luz de la luna, y el viejo recuerda algo: -Hay una vieja canción muy apropiada para este momento, una canción de bebedores, me parece, una canción que cantamos todos los que vivimos de este lado de la cerca, cuando nos sentimos de acuerdo, cuando yo escucho bien, y el viento mueve los hilos telefónicos. Dice así: «Todos vamos a casa por el mismo camino, una misma colección, en una misma dirección, todos vamos a casa por el mismo camino.
Así que no hay por qué separarse, y subiremos juntos como las hojas de la hiedra por la pared del viejo jardín...» Acaban de beber el café en medio de Port-au-Prince.
-¡Eh! -dice el productor de pronto-. ¡Cuidado con ese cigarrillo! ¡No querrá quemar todo el maldito mundo!
Los dos hombres miran el cigarrillo y sonríen.
-Tendré cuidado -dice Smith.
-Hasta luego -dice el productor-. Llegaré realmente tarde a esa fiesta.
-Hasta luego, señor Douglas.
La aldaba del portón se abre y se cierra, las pisadas mueren, la limosina se pone en marcha y se aleja a la luz de la luna dejando atrás las ciudades del mundo y la figura de un viejo que se alza entre las ciudades del mundo, y saluda con una mano.
-Hasta luego -dice el sereno.
Y luego, sólo el viento.
F I N