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febrero 21, 2010
I
Cubierto de gloria y de heridas en la Guerra de Sucesión, y sin blanca en la
faltriquera, como entonces acontecía a casi todos lo héroes, tornó un día a su
desmantelado castillo el noble barón de Mequinenza, con el fin de descansar de
las duras fatigas de los campamentos y de comerse en paz los pobres garbanzos
vinculados a su título.
Dos palabras sobre el batallador y otras dos sobre su guarida.
Don Jaime de Mequinenza, barón de lo mismo, capitán que había peleado por los
intereses de Luis XIV, era a la sazón un hombre de treinta y cinco años, alto,
hermoso, rudo, valiente, emprendedor, poco letrado pero locuaz en extremo, y muy
aficionado a las aldeanas bonitas. Añadid que era huérfano, unigénito y
solterón, y acabaréis de formar idea de nuestro hidalgo aragonés.
En cuanto a su castillo, era su vivo retrato en todo... menos en lo fuerte; mas
por lo que toca a soledad y pobreza y altanería, ¡vive Dios que no le iba en
zaga! Figuráoslo (y digo figuráoslo, porque ya se ha hundido) medio edíficado y
medio tallado en una roca que lamían de una parte las ondas del río Ebro, y que
se reclinaba por la otra sobre una montaña... que allá seguía remontándose a las
nubes.
Al pie de este peñasco había una docena de casas y chozas habitadas Por los
vasallos del barón, o sea por los labradores de los cuatro majuelos que
constituían sus Estados. De la aldea al castillo subíase por quince rampas que
terminaban en un foso provisto de su correspondiente puente levadizo. Alimentaba
de agua este foso una sangría hecha en el Ebro medía legua al Norte de la
fortaleza; sangría que, convertida en ruidoso torrente, volvía a precipitarse en
el opulento río.
ltem: enclavada también en un inaccesible flanco de la montaña, separada del
castillo por este salto de agua, y, como él, colgada sobre el Ebro, había otra
roca más pequeña, coronada por una cabaña y una huertecilla; especie de pensil
babilónico colocado allí por la temeraria mano del hombre.
Un ancho tablón de nogal enlazaba por vía de puente el castillo y la cabaña, de
modo que si imposible era llegar al primero, una vez alzado el rastrillo, más
imposible era llegar a la segunda, suprimido que fuera el tablón.
Ya hemos dicho que en la roca feudal vivía don Jaime de Mequinenza: falta decir
que en la roca feudataria habitaba un pescador de anguilas, que se estaba
haciendo rico merced al atrevido pensamiento que concibiera de formar su choza
en aquel solitario y amenazado paraje.
Damián, que así se llamaba el pescador, había ideado colgar del puentecillo una
vastísima red, al través de cuya dilatada manga saltase la cascada, sirviendo de
funda, por decirlo así, las mallas a las aguas. Mediante este artificio, todas
las anguilas que, arrastradas por la corriente, se veían obligadas a dar aquel
salto para volver al Ebro, que fue su cuna, quedaban presas en las redes de
Damián, quien las vendía en los pueblos circunvecinos a un precio tan corto como
corto era el trabajo que le costaba pescarlas.
Y pues ya conocemos el teatro de nuestra historia, pasemos a más íntimas
investigaciones.
II
Hemos dicho que Damián se estaba haciendo rico con tan estupendos copos; pero
hemos olvidado decir que Damián nunca tenía un cuarto. Y era que Damián, como
otros muchos hombres, había cometido la torpeza de casarse con una muchacha muy
linda, muy graciosa y muy amiga de componerse: con una coqueta natural, en una
palabra: o si queréis mejor, con una coqueta nativa.
Carmela, variante amoroso de Carmen: Carmelita (él la llamaba así) era una
rústica hija de aquella aldea, que ni sabía leer ni le hacía falta; pero que
hubiera tentado al mismo San Antonio si este anacoreta no estuviese auxiliado de
la Gracia de Dios. Y es que ella tenía toda la gracia del diablo.
Era rubia, como acontece siempre en casos semejantes; pequeñita de cuerpo,
apretada de carnes y más esbelta que un junco y que un mimbre. De la cintura
para arriba parecía una maceta de flores... ¡Qué pechazo!, ¡qué hombros!, ¡qué
garganta!, ¡qué cabeza!... Y de la cintura para abajo, ¡qué caderas!, ¡qué
andar!, ¡qué pisada!, ¡qué meneo! Blanca como la nieve, colorada como las tardes
de mayo, sana como el aire de aquellas alturas, amorosa como una codorniz
enjaulada; tenía un juego de boca, y una caída de ojos, y unas manos, y una
trenza y unos tobillos que, como dice Salvador, poeta de Granada, hablando de
los pies:
¡Desde allí al cielo!
¡Ay, Carmen, Carmela, Carmelita! ¿Qué había de hacer el pobre Damián sino
adorarte y esconderte en el pico de una roca, allí donde estabas defendida del
mundo por un castillo feudal, donde nadie podía visitarte de día sin que lo
viese todo el pueblo ni rondar de noche tu cabaña, como no fuese a quinientos
pies por debajo de ella?
Pero como las muchachas del mérito de Carmela coquetean consigo mismas cuando no
pueden coquetear con el prójimo, sucedía que, a pesar de vivir sola y sin ser
vista de nadie más que alguna noche por su marido, gastaba el precio de todas
las anguilas del Ebro en delantales, basquiñas, zarcillos, tumbagas y otras
cosas en que el pobre Damián no se fijaba nunca, dado que la pícara las usase
delante de él.
Penetrada quizás de su alta misión en el mundo, Carmela se adornaba todos los
días como para ir a un baile, y se sentaba a la puerta de su choza. Allí la
veían los pájaros, los tomillos y los cielos... ¡nada más! Pero ella esperaba
tranquila la hora de su destino. El castillo, única vecindad de la cabaña, se
hallaba completamente deshabitado (nos referimos al estado de las cosas antes de
la vuelta de don Jaime de Mequinenza), y desde el valle no se distinguía a la
pescadora sino como una gran flor de colores colgada en la ladera del abismo...
¡Por el aire, pues, debía venir el amante que esperaba Carmelita tan
emperejilada, suponiendo que Carmelita desease, en efecto, tener un amante!
-¿Con que Carmela no amaba a su marido? -exclamaréis acaso...
-¡Qué sé yo! Sólo puedo deciros que era muy bonita y vivía muy sola, pues Damián
pasaba la mayor parte del tiempo vendiendo anguilas por la comarca...
Además, él le tenía prohibido que bajase a la aldea durante sus ausencias, y
ella obedecía ciegamente a su marido... porque así lo manda Dios.. y porque no
le agradaban a tan pulida señora los rústicos y zafios aldeanos.
Me diréis que Damián era también un rústico y zafio aldeano y que, por
consiguiente, acabo de decir que no le gustaba a Carmelita...
¡Pues bien! ¡No le gustaba!
¿Ni cómo había de gustarle un hombre soez y mal vestido, con las manos llenas de
callos y espinas, quemado del sol, curtido por la lluvia y oliendo a pescado a
una vara de distancia, a ella tan pulcra, tan elegante, tan presumida como una
madrileña?
¡Es verdad que si el pobre pescador estaba poco compuesto consistía en que la
bella pescadora lo estaba mucho; es verdad que si el marido trabajara menos, a
fin de cuidar algo sus manos, la mujer tendría que trabajar más, echando a
perder las suyas; es muy verdad que con aquel pescado que olía tan mal se
pagaban aquellos jabones que olían tan bien ... ! Pero ¿quién hace reflexionar a
una mujer, y sobre todo a una mujer de diecinueve años, tan bonita, ligera y
graciosa como los siete colores del arco iris?
¡Ah! La gratitud es un sentimiento demasiado incómodo para una persona prendada
de sí misma, y la justicia, una idea demasiado seria para una muchacha que se
ríe sola. ¡Y Carmelita solía reírse a solas para ver sus dientes en el espejo!
Todo esto significa o quiere significar, en último resultado, que la bella
pescadora se enamoró de don Jaime Mequinenza desde que en La aldea cundió la voz
de que el caballero tornaba victorioso a su castillo...
Volvió don Jaime, en efecto, y como él la amaba ya en especie, según diría un
escolástico, no necesitó más que verla para adorarla con locura.
Damián, entretanto, pescaba anguilas.
Sin embargo, desde que el barón volvió a su castillo una vaga inquietud se había
despertado en el alma del celoso, y era que, por muy arraigada que estuviese en
su corazón y en el de toda su familia el respeto a sus naturales señores, no
podía menos de pensar en que don Jaime era muy enamorado y su mujer muy bonita,
y en que el castillo y la cabaña no estaban tan distantes como la cabaña y la
aldea, sobre todo teniendo en cuenta el enunciado puentecillo de nogal.
Aí es que Damián, pretextando tener reumatismo en una pierna, había tomado un
mozo que vendiese las anguilas por la comarca, y no abandonaba ya la cabaña sino
muy rara vez y por poco tiempo.
Y a fe, a fe, que, si hemos de decir la verdad, el pescador no andaba muy
descaminado en punto a temores...
Don Jaime y Carmelita estaban ya cansados de telégrafos, como se dice hoy, y
enamorados perdidamente uno de otra y otra de uno, como ha sucedido siempre
entre dos que se miran y no se hablan. El platonismo se les hacía insoportable,
la distancia inmensa, el puentecillo transitable... y esperaban con ansia el
primer viaje de Damián para tener una entrevista a solas; en todo lo cual habían
convenido por señas, y también por adivinación nada milagrosa ni extraordinaria.
Conque vamos al grano.
III
Era una tarde de mayo; una hermosa tarde.
Los dos esposos tomaban el sol a la puerta de su choza.
Aquel sol que se ponía hace siglo y medio es el mismo que todos conocéis.
Diremos, sin embargo, que aquella tarde se ocultaba tras las montañas con tanta
lentitud y majestad como si no pensara volver a salir nunca.
Era uno de esos momentos augustos en que parece que el tiempo se ha parado. Era
una de tantas fiestas de la naturaleza como no pasan a la historia; uno de esos
días radiantes y solemnes en que se cree que el mundo ha llegado por primera vez
al apogeo de su hermosura, y que todo el tiempo anterior ha sido un período de
adolescencia, así como todo el tiempo de ha de venir un descenso, un
desmejoramiento, un envejecer penoso que terminará en la nada. Era, en fin, esa
hora melancólica en que el ánimo suspenso asiste a la tragedia de la muerte del
día como a un espectáculo nuevo y que no ha de repetirse; hora en que, si por
acaso recordáis a los seres que conocisteis y murieron, os sentís avergonzados
de vivir una vida que ellos abandonaron.
Carmela y Damián miraban estáticos aquel sol cuyos últimos rayos teñían el
horizonte de no sé qué luz profética, que iba a reflejarse allá en su conturbado
espíritu. Por inculta y tosca que fuese su naturaleza, ambos sentían en aquel
instante, quizás por la excitación a que habían llegado sus almas, que la puesta
del sol no debía serles tan indiferente corno en los demás días; que era para
ellos aquella hora, hora critica y predestinada, hora de misterio o de
fatalidad. Y tal vez por lo mismo que su limitada inteligencia no les permitía
darse cuenta de lo que experimentaban ni analizar las informes imágenes de vida
y muerte, de pasadas venturas Y presentidos dolores que veían avanzar por el
Oriente a medida que el sol se hundía en el ocaso, era mayor la turbación y la
angustia de los dos criminales, que callaban, temerosos de revelarse sus
secretos, y ni se miraban ni extrañaban esta recíproca reserva.
Y es que, en ciertos momentos trágicos, se despierta en nosotros una facultad
más lúcida que la inteligencia e independiente del albedrío; y esta facultad,
que concibe y ejecuta por sí sola, había establecido ya, entre la esposa que
meditaba el-adulterio y el celoso que proyectaba el asesinato, un equilibrio, un
acuerdo mutuo, una especie de transacción que les servía de tácito convenio, o
indeliberada complicidad, para que ni el uno ni el otro extrañase un silencio
tan largo y tan injustificado a primera vista.
Cuando ya se puso el sol completamente ambos respiraron con fuerza, como quien
termina una tarea de muchas horas. El pacto estaba firmado. La resolución de los
dos era tan irrevocable como la muerte de aquel día que empezaba a agonizar...
Entonces se miraron ya sin miedo ni reserva.
Damián hizo más... Damián alzó los ojos al castillo con gran frescura, y saludó
al barón de Mequinenza, que tenía fija la mirada en Carmelita.
Esta saludó también al caballero con suma naturalidad.
Damián que lo viera, estiró sonriendo la pierna del reumatismo y exclamó,
volviéndose hacia su mujer:
-¡Pues, señor! Estoy completamente bueno. Me voy a dar una vuelta por la aldea.
Pasaré allí la noche, viendo sí cobro unos maravedises que me deben varios
labradores, y volveré mañana por la mañana temprano a recoger la pesca que caiga
esta noche. ¡Ea, Carmelita, quédate con Dios!
-Adiós, Damián... -dijo Carmelita maquinalmente.
Nunca se habían despedido los dos esposos de esta manera... Pero ni el uno ni el
otro repararon en ello.
Damián cogió el sombrero y un palo, atravesó el puente de nogal y penetró en los
fosos del castillo... en busca del sendero que bajaba a la aldea.
Todavía doraba el sol en el pico de una montaña muy distante.
IV
Ocho horas después estaba el sol de vuelta en la puerta de la cabaña.
Toda la tristeza y seriedad con que se puso el día anterior habían sido pura
farsa.
Allí se hallaba otra vez, más alegre que nunca, rubio como unas candelas,
trepando por el cielo con la misma indecisión que si fuera la vez primera que
hacía el viaje, y esparciendo vida y alboroto dondequiera que penetraban sus
rayos. Brillaba el agua, cacareaban las gallinas, rasgábanse las brumas del Ebro
como velos de gasa, volaban los pájaros más perezosos y bullían los ganados y
los pastores en el fondo de los valles.
Era, en efecto, el mismo sol, el cual, durante aquellas ocho horas de ausencia,
había atravesado el Océano, dado las doce en América, servido de dios a los
idólatras del mar Pacífico, alumbrado algunos matrimonios en la China, tostado
las especias de¡ Indostán, besado las piedras del Santo Sepulcro y marcado la
hora de la muerte a algunos griegos modernos, y venía ahora, todo lleno de
curiosidad, a saber qué había sido de aquellos dos pescadores del Alto Aragón
que dejó sentados la tarde antes a la puerta de su cabaña.
En cuanto a Damián, podemos decir que también se hallaba aquella mañana más
contento que la tarde anterior, si hemos de juzgar por lo juguetón y alegre que
subía las rampas del castillo, seguido de otros pescadores de la aldea, cantando
la jota más villana que ha producido aquel país.
Llegaron al puente levadizo, que estaba ya levantado; atravesaron la fortaleza,
que aún yacía en silencio, y llegaron a la explanada fronteriza a la cabaña de
Damián.
-¡Bien ruge la cascada! -dijo un pescador.
-¿Y el puentecillo? -preguntó Damián.
-íEs verdad! ¡Mira... mira... se ha desmoronado por las dos cabezas!... Es que
se ha hundido.
-¡Cómo ha podido ser? ¡Un tablón de nogal tan largo y tan pesado!
-Tendré que comprar hoy otro... -repuso Damián indiferentemente-. ¡Conque,
chicos, ayudadme a sacar este par de copos antes que sea más tarde!
Y reanudando su interrumpida canción, empezó a tirar de las redes.
-¡Diablo! ¡Cómo pesa! -exclamó un pescador---. ¡Oh, has hecho buen negocio!
-¡Lo menos diez arrobas! -dijo un segundo-. ¡Buena pesca!
-¡Ya lo creo! -añadió otro---. ¡Habrá pescado el puente de nogal!
Damián se sonrió.
-¡Decís que ese copo pesa? -gritó entonces otro pescador, que tiraba de 'la
segunda red-. ¡Pues ésta no se queda atrás! ¡Lo menos tiene doce arrobas!...
-Buen par de peñones habrán entrado en las mangas! -dijo un envidioso.
Damián estaba sombrío, trémulo, cubierto de sudor.
-¡Conque un copo pesa tanto como el otro!... -murmuró por lo bajo-. ¡No puede
ser!...
Y con lentos pasos se dirigió a la cabaña...
En esto empezó a aparecer el primer copo.
Dentro de él se hallaba, en efecto, el tablón de nogal; pero no entero, sino la
mitad exactamente.
¡Era indudablemente que el puentecillo había sido aserrado aquella noche!
Aún no se habían respuesto los pescadores de su asombro cuando retrocedieron
espantados y dando gritos.
A estos gritos respondió en la cabaña como un eco, un gemido terrible, pavoroso,
sepulcral...
Y Damián apareció en la puerta, con los cabellos erizados y la mirada estúpida,
riendo como una furia escapada del infierno.
Los pescadores habían visto en el fondo de la primera red el cadáver de don
Jaime...
Damián había encontrado desierta su choza e intacto el lecho de Carmelita...
¡Y era que Carmelita estaba dentro de la segunda red, con la otra mitad del
puente de nogal!
-¡Ella también! ¡No contaba yo con tanto! ¡No quería yo eso! ¡Quería guardarla
para mí, aunque fuera mala! ¡Ella también! ¡También mi Carmen! ¡Buena pesca!
-Vito Damián entre salvajes risotadas y con toda la fuerza de sus pulmones.
Y corrió a encerrarse en la cabaña.
Cuando la justicia entró a prenderlo halló que estaba armado de un serrucho,
cortándose la mano derecha y gritando con infernal alegría:
-¡Buena pesca! ¡Buena pesca!
Estaba loco.
FIN