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enero 21, 2010
Tardó en aprender las lecciones que le dieron sus alumnos, pero jamás las olvidaría.
Por Barbara Sande Dimmit. Fotografía de Robin BowmanFRANK MCCOURT se sentó en un estrado del Centro Lincoln de Nueva York, y su cabello blanco resplandeció a la luz de los reflectores. A sus 66 años conservaba aún su rostro aniñado, y siempre que sonreía se le marcaban unas patas de gallo que salían de sus ojos color de avellana, ahítos de curiosidad. Estaba a punto de dirigir unas palabras a los alumnos de la promoción de 1997 de la escuela de enseñanza media Stuyvesant, donde había enseñado lengua y literatura inglesas durante 18 años. Era el día de la graduación.
Dejó vagar sus pensamientos mientras contemplaba el amplio salón. ¡He aprendido tanto de mis alumnos!, pensó. Mucho más de lo que yo les enseñé.FRANK MCCOURT nació en una familia pobre de Brooklyn, Nueva York, en 1930. Cuando tenía cuatro años, sus padres, Malachy y Angela, regresaron con sus hijos a la ciudad de Limerick, en su natal Irlanda, en busca de mejores oportunidades. Pero los tiempos —difíciles de por sí— y el alcoholismo de Malachy los hundieron más. El pequeño Frank vio morir a tres de sus hermanos, todavía niños, y los cuatro que sobrevivieron padecieron hambre y otras carencias. Malachy terminó por abandonarlos, y desde entonces la familia vivió de la beneficencia y la caridad. El hambre fue la eterna compañera de Frank. El chico estaba tan famélico, que un día se puso a lamer la grasa de un pedazo de periódico con que alguien había envuelto pescado y papas fritas. Durante su infancia, la primera vez que supo lo que era darse un baño diario, dormir entre sábanas limpias y comer tres veces al día fue una ocasión en que lo hospitalizaron por una fiebre tifoidea.
En la escuela, un maestro descubrió su capacidad y le dejó vislumbrar la posibilidad de mejorar su vida un día en que alabó su trabajo en clase. Tenía a la sazón 11 años. Sin embargo, a los 14 debió dejar la escuela para ayudar al sostenimiento de su familia. Aun así, leía cuanto libro le prestaban, sentado a menudo bajo un farol de la calle por las noches, pues en su casa no contaban con luz eléctrica.Cinco años después, en 1949, reunió a duras penas el dinero suficiente para comprar un pasaje a Estados Unidos. Se avergonzaba tanto de su pasado, que a cada rato lo reinventaba, y decía que su padre ocupaba el puesto más alto que cabía imaginarse en Limerick: cartero.—¡OIGA, MAESTRO! —bramó una voz. Frank McCourt escudriñó a los muchachos del salón. Corría el otoño de 1970 y era su primera semana de clases en una escuela situada en medio de una barriada de edificios todos derruidos de Manhattan. McCourt localizó al alumno que lo había llamado y le hizo una señal para que prosiguiera.—Usted habla muy chistoso—. ¿De dónde es?—De Irlanda —contestó McCourt. Llevaba más de diez años ejerciendo el magisterio, y ya no lo sorprendían esos interrogatorios. Pero había una pregunta en particular que lo seguía incomodando.—¿Dónde estudió la secundaria? —preguntó alguien más.Si les digo la verdad, se van a sentir superiores a mí, pensó. Me lo van a echar en cara. En particular temía que le hicieran un reproche que él se había hecho ya: Usted salió de la nada, así que no vale nada.Pero su corazón le susurró otra posibilidad. Le dijo que tal vez solamente buscaban formarse una imagen de su nuevo maestro. ¿Estoy dispuesto a correr el riesgo de que me humillen en público con tal de descubrirlo?—¡Vamos, díganos! ¿A dónde fue a la secundaria?—Nunca fui a la secundaria —respondió el profesor.—¿Lo expulsaron?Tenía razón, pensó. Es curiosidad. Les contó que, para trabajar, había dejado la escuela al terminar el segundo año de enseñanza media.—Entonces ¿cómo pudo ser maestro? —le preguntaron.—Cuando me vine a Estados Unidos —dijo—, empecé a soñar con un futuro mejor. Me encantaba leer y escribir, y dar clases era la profesión más encomiable que me podía imaginar. Un día en que me hallaba descargando reses en canal en los muelles, comprendí que ya estaba harto de ese trabajo. Para entonces había leído mucho, así que logré convencer a la Universidad de Nueva York para que me aceptaran.No le extrañó que su historia les hubiera fascinado. El grado de pobreza de los muchachos no se comparaba con la que él había padecido (ellos al menos tenían comida y luz eléctrica), pero reconocía de sobra el estigma de la menesterosidad en sus raídas vestimentas y percibía ese amargo sentimiento de vergüenza y de impotencia que a él lo embargó alguna vez. Si sus experiencias iban a contribuir a que hicieran a un lado el derrotismo de modo que él pudiera enseñarles algo, de buena gana se las contaría.Narrador nato, McCourt echó mano a su repertorio de anécdotas de su niñez. Los estudiantes lo escuchaban, embelesados por el crudo realismo de los detalles, y atraídos por algo que iba más allá de la curiosidad. Él los miraba a los ojos, y reconocía un poco de sí mismo en sus sobrias miradas.Como el humor había sido el arma con que su familia se había defendido de la miseria en Limerick, McCourt resolvió echar mano de él para describir aquellos días.—Nosotros cenábamos normalmente pan y té —les dijo —. Mi madre solía decir: "Llevamos una dieta equilibrada: un sólido y un líquido. ¿Qué más podemos pedir?"Los chicos se rieron a carcajadas.Él se dio cuenta de que con su franqueza estaba ayudando a forjar un vínculo con los alumnos, quienes normalmente veían como adversarios a los maestros. Al mismo tiempo, cuanto más hablaba de su pasado, tanto mejor comprendía cómo éste lo había afectado.Un día llevó una grabadora al salón.—Vamos a hacer un ejercicio de redacción. Todos van a contar una historia en este aparato —anunció.Luego transcribió los relatos.Un chico describió una ocasión en que, al pasar frente a una ventana abierta cuando bajaba por las escaleras de emergencia, percibió un olor espantoso. "Había un cadáver en la cama", tecleó McCourt. "Estaba completamente putrefacto e hinchado".El maestro le devolvió el texto al día siguiente.—¿Lo ves? ¡Eres un escritor!—Sólo estaba hablando —objetó el chico—. Yo no escribí nada.—Te equivocas. Estas palabras salieron de tu cabeza. Me ayudaron a entender algo que era importante para ti. Eso es escribir. Ahora aprende a poner tus ideas en un papel.El muchacho sacó el pecho con orgullo.El incidente le trajo a la mente a McCourt algo que le había sucedido en la universidad. En un curso de redacción, el profesor le había pedido que describiera un objeto de su infancia. McCourt eligió la cama decrépita que compartía con sus hermanos. El niño habló de cómo los rasguñaba el duro relleno que se salía por las roturas del colchón y de cómo acababan amontonados en el centro pando mientras las pulgas les brincaban por todo el cuerpo. El profesor le puso un diez y le pidió que leyera en voz alta la composición.—¡No! —saltó McCourt, avergonzándose nada más de pensarlo. Pero por primera vez comenzó a ver su sórdida infancia, con todas sus miserias, traiciones y anhelos que aún lo atormentaban, como un tema digno de contarse. Quizá nací para eso: para ponerlo en una hoja de papel, pensó.En sus ratos libres, escribió ocasionalmente algunos artículos que aparecieron en diversos diarios y revistas. Pero su obra de mayor envergadura, unas memorias de 150 páginas que había escrito en 1966, seguían inconclusas. Ahora hojeaba las transcripciones de los ejercicios de sus alumnos. Ha-bía que pulirlos, ciertamente, pero tenían algo que les faltaba a sus escritos. Pretendo enseñarles a escribir, pensó, y yo mismo no he encontrado aún el secreto.SONÓ LA CAMPANA en la sala de maestros de la Escuela de Enseñanza Media Stuyvesant, en Manhattan. Cuando McCourt comenzó a dar clases en esta prestigiosa escuela pública en 1972, dijo de broma que por fin había llegado al paraíso. Año tras año, unos 13.000 aspirantes se disputaban cerca de 700 plazas. Y él gozaba desconcertando de tiempo en tiempo a tan brillantes alumnos.
—¿Qué cenaron anoche? —preguntó al inicio de una clase de redacción. Los estudiantes lo miraron de hito en hito como si hubiera perdido la chaveta.—¿Por qué les pregunto esto? Porque deben aprender a observar atentamente todos los detalles si quieren escribir bien.A medida que los estudiantes comenzaban a responder, McCourt los atosigaba con más preguntas.—¿Dónde cenaron? ¿Quién más estaba allí? ¿Quién levantó la mesa?En sus respuestas, el maestro pudo entrever una gran soledad en muchas familias, fragmentadas a menudo por el divorcio."Siempre discutimos en la mesa", decía uno. "Nunca comemos juntos", agregaba otro.Mientras los escuchaba, McCourt catalogaba mentalmente las diferencias y las semejanzas entre su niñez y la de ellos. Así comenzó a valorar más la compañía que había enriquecido los escasos alimentos que su madre, con grandes esfuerzos, les había puesto en la mesa.Esa noche estuvo un largo rato despierto en la cama, aprovechando su insomnio crónico. Se imaginó en una calle de Limerick y se puso a dar un paseo. Vio las tiendas y las tabernas, tomó nota de sus nombres y se detuvo a mirar los aparadores. Leyó los letreros de tráfico y reconoció a los transeúntes. Sin pensar en el tiempo, recorrió el Limerick de sus recuerdos reuniendo los detalles de la escenografía y el reparto del libro que se enconaba en su interior.Sin embargo, al intentar más tarde poner por escrito los viajes de la noche anterior, se paró en seco. Sabía que seguía reprimiéndose. Antes había pretextado el respeto a su madre, a quien le habría mortificado ver impresos los episodios más oscuros y lacerantes de su niñez. Pero ella había fallecido en 1981, y la excusa ya no tenía razón de ser.Por lo menos, los fragmentos que recordaba le daban vida a los relatos que contaba en clase. "Todo el mundo tiene una historia que contar", afirmaba. "Escriban, con el corazón en la mano, acerca de lo que conocen. Escarben en su interior", insistía. "¡Encuentren su propia voz y bailen su propia danza!"Los viernes, los chicos leían sus composiciones en voz alta. Para animarlos, él les leía algunos fragmentos de la pila de cuadernos que había escrito. "Usted tuvo una infancia muy interesante, maestro", le decían. "¿Por qué no escribe un libro?" Era exactamente lo mismo que él les decía a ellos: "Parece que puede sacarle más jugo a esa historia. Escarbe más..."McCourt tenía más de 50 años y se daba cuenta perfectamente del paso del tiempo. Pero, a pesar de la creciente frustración que sentía por no haber concluido su libro, jamás se cansaba de los trabajos de sus alumnos.Con los años, algunos escritores talentosos pasaron por sus clases. Laurie Gwen Shapiro, cuya primera novela va a publicarse en la primavera, fue una de ellos. McCourt estaba convencido de que ella no daba todo lo que podía, confiada en sus habilidades técnicas.—Tú tienes madera para mucho más —le dijo cierto día—. ¿Por qué no intentas escribir algo que te importe de veras?Casi al final del semestre, McCourt dejó el texto de Laurie —con la más alta calificación— sobre su pupitre.—Si Laurie nos leyera su trabajo —le dijo a la clase—, creo que nos beneficiaría a todos.Laurie empezó a leer la semblanza de un amor nublado por la ira y la vergüenza. Hablaba de su padre, que tenía parálisis parcial, y del resentimiento que le causaba su incapacidad para jugar con ella y para ayudarla a andar en bicicleta. El papel se agitaba en sus manos temblorosas, y el maestro comprendió que estaba sufriendo. La chica admitía también que le abochornaba la cojera de su padre. Estas palabras, concluyó McCourt, fueron arrancadas del fondo de su alma.Cuando Laurie terminó, anegada en llanto, sus condiscípulos la ovacionaron. McCourt paseó la vista alrededor del salón, con los ojos empañados en lágrimas.Todos estos jóvenes te han dado una gran lección de valor, se dijo. ¿Cuándo seguirás su ejemplo?EN OCTUBRE DE 1994, Frank McCourt, ya jubilado, se sentó a leer el nuevo principio de su libro, que había escrito unos cuantos días antes y aún le parecía aceptable. Pero había muchas páginas en blanco por delante. ¿Y si nunca lo logro?, se preguntó.
Vio arder los leños en la chimenea y casi pudo oír las voces de sus ex alumnos: voces de enojo, de derrota, de confusión... "Es inútil, profesor. No sirvo para esto".Entonces, el escritor Frank McCourt oyó al maestro Frank McCourt darle ánimos: Claro que sí. Escarba más. Encuentra tu propia voz y baila tu propia danza.Garabateó unas líneas más. "Me encuentro en un campo de juegos en Classon Avenue, en Brooklyn, con mi hermano Malachy. Él tiene dos años, y yo, tres. Estamos en el subibaja". Con la inocente voz de un niño indefenso, incapaz de comprender o de controlar el mundo circundante, McCourt contó su historia de pobreza y abandono.En septiembre de 1996, Angela's Ashes ("Las cenizas de Ángela") apareció en las librerías. Al cabo de unas semanas, su agente le habló por teléfono notablemente emocionado: el libro había sido muy bien acogido por la crítica y se estaba vendiendo como pan caliente. El 7 de abril de 1997 recibió la llamada más sorprendente de todas: Angela's Ashes había ganado el galardón literario más codiciado del país: el premio Pulitzer.Mc Court apoyó las manos en el atril al terminar su discurso de entrega de diplomas en el Centro Lincoln.—Cuando comencé a dar clases, los muchachos me preguntaron qué quería decir un poema —contó—. Les contesté: 'No sé más de lo que ustedes saben. Tengo algunas conjeturas. ¿Qué conjeturas tienen ustedes?' Entonces comprendí que todos vamos en el mismo barco. ¿Qué es lo que sabe cualquier persona?"Así que, cuando salgan hoy de aquí, queridos condiscípulos —pues yo sigo siendo uno de ustedes—, ¡recuerden que no saben nada! Los felicito por tener toda una vida por delante para aprender".Los estudiantes se pusieron de pie y empezaron a aplaudir. No lo creo, pensó, conmovido. En los meses que llevaba dando conferencias y firmando libros, había recibido numerosos elogios, pero éste... éste casi lo hizo llorar. Es la culminación de todo, pues viene de ellos.La ovación cesó mucho después de que Frank McCourt —el maestro que había tardado en aprender sus propias lecciones pero que jamás las olvidaría— volvió a ocupar su asiento.