PIEZA DE COLECCIÓN (Philip K. Dick)
Publicado en
enero 10, 2010
Lleva un traje muy raro —observó el chofer robot del transporte público. Deslizó la puerta a un lado y se detuvo ante el bordillo. ¿Qué son esas cosas redondas?
—Se llaman botones —explicó George Miller—. Tenían una utilidad y, al mismo tiempo, servían de adorno. Los llevo por la naturaleza de mi empleo.
Pagó al robot, tomó su maletín y se encaminó por la rampa a la Oficina de Historia. El edificio principal ya había abierto; hombres y mujeres ataviados con túnicas hormigueaban por todas partes. Miller entró en un ascensor privado, se embutió entre los inmensos controladores de la división precristiana y, al cabo de un momento, subió hasta su nivel, la Segunda Mitad del Siglo Veinte.
—Güenosdías —murmuró, cuando el controlador Fleming se reunió con él ante la vitrina del reactor atómico.
—Güenosdías —respondió Fleming con brusquedad—. Escuche, Miller, acabemos con esto de una vez por todas. ¿Qué pasaría si todo el mundo vistiera como usted? El gobierno ha promulgado severas leyes respecto a la indumentaria. ¿No puede olvidar sus malditos anacronismos de vez en cuando? ¿Qué lleva en la mano, por el amor de Dios? Parece un reptil del Jurásico aplastado.
—Es un maletín de piel de cocodrilo —explicó Miller—. Guardo en él mis útiles de estudio. El maletín era un símbolo de autoridad de los ejecutivos que vivieron a finales del siglo veinte. Al acostumbrarme a los objetos cotidianos de mi período de investigación, mi relación se transforma de simple curiosidad intelectual en genuina empatía. A menudo me subraya que pronuncio algunas palabras de manera extraña. Utilizo el acento de un ejecutivo norteamericano de la administración Eisenhower. ¿Capta?
—¿Eh? —murmuró Fleming.
—«Capta» era una expresión del siglo veinte. —Miller colocó sus útiles de estudio sobre el escritorio—. ¿Quiere algo? Si no, empezaré a trabajar. Cuento con pruebas fascinantes que, si bien los norteamericanos del siglo veinte colocaban a mano sus baldosas, no tejían sus prendas de vestir. Tengo la intención de cambiar la exposición en ese sentido.
—No hay peor fanático que un académico —graznó Fleming—. Va atrasado doscientos años. Inmerso en sus reliquias y artefactos, sus malditas réplicas de trivialidades desechadas.
—Me gusta mi trabajo —respondió Miller con humildad.
—Nadie se queja de su trabajo, pero existen otras cosas, además del trabajo. En esta sociedad, usted es una unidad político-social. ¡Vaya con cuidado, Miller! La Junta ha recibido informes sobre sus excentricidades. La devoción al trabajo está bien vista —entornó los ojos de forma significativa—, pero usted ha ido demasiado lejos.
—Debo lealtad a mi arte antes que a cualquier otra cosa —dijo Miller.
—¿A su qué? ¿Qué significa eso?
—Una palabra del siglo veinte. —Una expresión de superioridad apareció en el rostro de Miller—. Usted no es más que un burócrata sin importancia dentro de una inmensa maquinaria. Es una pieza de una totalidad cultural impersonal. Carece de criterio. Los hombres del siglo veinte poseían criterios propios, capacidad artística, el orgullo de la obra bien realizada. Estas palabras no significan nada para usted. Usted no tiene alma, otro concepto de la época dorada del siglo veinte, cuando los hombres eran libres y podían expresar sus opiniones.
—¡Cuidado, Miller! —Fleming palideció y bajó la voz, nervioso—. Malditos eruditos. Salga de sus cintas y enfréntese a la realidad. Si continúa hablando así, nos meterá a todos en un lío. Idolatre el pasado, si quiere, pero recuerde que está muerto y sepultado. Los tiempos cambian. La sociedad progresa. —Indicó con un gesto de impaciencia las piezas exhibidas en el nivel—. Sólo son réplicas imperfectas.
—¿Pone en tela de juicio mi investigación? —Miller estaba enfurecido—. ¡Esta exposición es impecable! La voy corrigiendo en función de los nuevos datos que surgen. Lo sé todo sobre el siglo veinte.
Fleming meneó la cabeza.
—Es inútil.
Dio media vuelta y se encaminó a la rampa descendente.
Miller enderezó el cuello de la camisa y la corbata de vivos colores pintada a mano. Alisó su chaqueta azul a rayas, encendió una pipa con tabaco de dos siglos antes y devolvió la atención a sus herramientas.
¿Por qué Fleming no le dejaba en paz? Fleming, el representante oficioso de la gran jerarquía que se extendía como una telaraña pegajosa sobre todo el planeta. En el seno de cada unidad industrial, profesional y residencial. ¡Ay, la libertad del siglo veinte! Detuvo su reproductor de cintas un momento y sus facciones adoptaron una expresión soñadora. La excitante era de la virilidad y la individualidad, cuando los hombres eran hombres...
Fue entonces cuando, sumido en la belleza de su investigación, escuchó aquellos sonidos inexplicables. Provenían del centro de la exposición, de su complejo interior, cuidadosamente regulado.
Había alguien en su exposición.
Volvió a escuchar ruidos procedentes del fondo. Algo o alguien había burlado la barrera de seguridad dispuesta para mantener al público alejado. Miller cerró el reproductor y se levantó poco a poco. Se dirigió con sigilo hacia la exposición, temblando de pies a cabeza. Eliminó la barrera y trepó al pavimento de hormigón. Algunos visitantes parpadearon cuando el hombrecillo vestido de manera extraña se deslizó entre las réplicas auténticas del siglo veinte que componían la exposición y desapareció entre ellas.
Miller, con la respiración agitada, avanzó hacia un sendero de grava muy cuidado. Tal vez se trataba de otro teórico, un servil gusano de la Junta, que buscaba algo para desacreditarle. Una inexactitud aquí, un error sin importancia allí. Su frente se perló de sudor: la ira se convirtió en terror. Un macizo de flores a su derecha. Rosas Paul Scarlet y pensamientos poco crecidos. Después, el césped verde y húmedo. El reluciente garaje blanco, con la puerta subida a medias. La pulida parte posterior de un Buick de 1954..., y la casa.
Tenía que ir con cuidado. Si era alguien de la Junta, se enfrentaría a la jerarquía oficial. Quizá era un pez gordo. Quizá se trataba de Edwin Carnap, presidente de la Junta, la máxima autoridad de la rama neoyorkina del Directorio Mundial. Miller, tembloroso, subió los tres peldaños de cemento. Llegó al porche de la casa del siglo veinte que constituía el centro de la exposición.
Era una bonita casa; si hubiera vivido en aquella época, le habría gustado tener una igual. Tres dormitorios, una casa que imitaba el estilo de los ranchos californianos. Abrió la puerta principal y entró en la sala de estar. El hogar en un extremo. Alfombras color vino. Sofá y butaca modernos. Mesa de café de madera dura con superficie de cristal. Ceniceros de cobre. Encendedor y revistero. Lámparas de pie relucientes, de plástico y acero. Un librero. Televisor. Ventana panorámica con vistas al jardín. Atravesó la sala y salió al pasillo.
La casa estaba sorprendentemente completa. Bajo sus pies, el reactor del piso proyectaba una leve aura de calor. Echó un vistazo al primer dormitorio. Un tocador de señora. Cubrecama de seda. Sábanas blancas almidonadas. Pesadas cortinas. Un tocador. Frascos y tarros. Un enorme espejo redondo. Ropas invisibles en el interior del ropero. Una bata tirada sobre el respaldo de una silla. Zapatillas. Medias de nilón cuidadosamente colocadas al pie de la cama.
Miller continuó por el pasillo y se asomó a la siguiente habitación. Papel pintado de alegres colores: payasos, elefantes y acróbatas. El dormitorio de los niños. Dos camas para dos chicos. Aviones a escala. Una cómoda sobre la que descansaba una radio, un par de peines, libros de texto, banderines, una señal de «Prohibido Estacionar», fotos pegadas en el espejo. Un álbum de sellos.
Tampoco había nadie.
Miller examinó el moderno cuarto de baño, y también la ducha de azulejos amarillos. Atravesó el comedor, echó un vistazo al sótano, donde estaban la lavadora y la secadora. Después, abrió la puerta de atrás y examinó el patio trasero. Césped y el incinerador. Un par de árboles pequeños y, como fondo, la proyección en tres dimensiones de otras casas que se extendían hasta unas colinas azules increíblemente convincentes. Pero tampoco vio a nadie. El patio estaba vacío, desierto. Cerró la puerta y volvió sobre sus pasos.
Oyó risas en la cocina.
Una carcajada de mujer. Tintineo de cucharas y platos. Y olores. Tardó un momento en identificarlos, aunque era un erudito. Tocino y café. Y pastelillos calientes. Alguien estaba desayunando. Un desayuno del siglo veinte.
Continuó pasillo adelante, pasó frente a un dormitorio masculino, en que había zapatos y ropa tirada de cualquier manera, y se detuvo en la entrada de la cocina.
Una atractiva mujer cercana a la cuarentena y dos adolescentes estaban sentados alrededor de la pequeña mesa de plástico y cromo. Habían terminado de desayunar; los muchachos se removían impacientes. El sol que se filtraba por la ventana bañaba el fregadero. El reloj eléctrico señalaba las ocho y media. La radio canturreaba en un rincón. Una enorme cafetera descansaba en el centro de la mesa, rodeada de platos vacíos, vasos de leche y cubiertos.
La mujer vestía una blusa blanca y falda de tweed a cuadros. Ambos muchachos llevaban tejanos descoloridos, camisetas y zapatillas de tenis. Aún no habían reparado en su presencia. Miller estaba petrificado en la puerta, absorbiendo el sonido de las risas y la conversación.
—Tendrán que pedir permiso a su padre —estaba diciendo la mujer, con burlona gravedad—. Esperen a que vuelva.
—Ya nos lo dio —protestó uno de los chicos.
—Bueno, pues pídanselo otra vez.
—Por la mañana siempre está de mal humor.
—Hoy no. Ha dormido bien. La fiebre del heno no le ha molestado. El nuevo medicamento ha dado resultado. —Echó un vistazo al reloj—. Ve a ver qué está haciendo, Don. Llegará tarde al trabajo.
—Estaba buscando el periódico. —Uno de los muchachos tiró la silla hacia atrás y se levantó—. Ha vuelto a caer entre las flores.
Se volvió hacia la puerta y Miller se encontró cara a cara con él. Tuvo la impresión que el chico le resultaba familiar. Muy familiar, como alguien a quien conociera, pero más joven. Se preparaba para la inminente escena cuando el chico se detuvo con brusquedad.
—Caray, me has asustado —dijo el muchacho.
La mujer lanzó una rápida mirada a Miller.
—¿Qué estabas haciendo, George? —preguntó—. Ven a terminar tu café.
Miller entró poco a poco en la cocina. La mujer estaba terminando su café; los dos chicos se habían levantado y empezaban a asediarle.
—Dijiste que podía ir de campamento este fin de semana a Russian River con el grupo del colegio, ¿cierto? —preguntó Don—. Dijiste que pidiera prestado un saco de dormir en el gimnasio, porque el que tenía lo diste al Ejército de Salvación, ya que eres alérgico al kapok que llevaba.
—Sí —murmuró Miller, vacilante.
Don. Era el nombre del muchacho. Y su hermano, Ted. ¿Cómo lo sabía? La mujer se había levantado también y apilaba los platos sucios para llevarlos al fregadero.
—Han dicho que se lo habías prometido —dijo sin volverse. Los platos tintinearon en el fregadero y procedió a derramar sobre ellos escamas de jabón—. Me acordé de aquella vez en que querían conducir el coche y, por la forma en que lo dijeron, me dio la impresión que les habías dado permiso, pero no era así, por supuesto.
Miller se dejó caer en una silla. Jugueteó con su pipa. La depositó en el cenicero de cobre y examinó el puño de la chaqueta. ¿Qué estaba pasando? La cabeza le daba vueltas. Se puso en pie de repente y corrió hacia la ventana abierta sobre el fregadero.
Casas, calles. Las colinas lejanas. Gente. El telón de fondo tridimensional proyectado era muy convincente. ¿Qué estaba pasando?
—George, ¿qué ocurre? —preguntó Marjorie mientras se ataba alrededor de la cintura un delantal rosa de plástico y llenaba el fregadero de agua caliente—. Será mejor que saques el coche y vayas a trabajar. ¿No decías anoche que el viejo Davidson se queja que los empleados llegan tarde y se quedan charlando junto a la fuente de agua, desperdiciando el tiempo de la empresa?
Davidson. La palabra agitó la mente de Miller. Lo sabía, claro. Una diáfana imagen apareció ante él: un hombre alto, de cabello cano, delgado y sereno. Chaleco y reloj de cadena. Y la oficina, Suministros Electrónicos Unidos. El edificio de doce plantas situado en el centro de San Francisco. El quiosco de periódicos y tabaco en el vestíbulo. Los sempiternos bocinazos de los coches. Los estacionamientos abarrotados. El ascensor, lleno de secretarias de ojos alegres, jerseys ceñidos y perfumadas.
Salió de la cocina, caminó por el pasillo, dejó atrás su dormitorio, el de su mujer, y entró en la sala de estar. La puerta principal estaba abierta y salió al porche.
El aire era frío, agradable. Una luminosa mañana de abril. El césped aún estaba mojado. Los coches avanzaban por la calle Virginia hacia la avenida Shattuck. El tráfico matutino, gente camino del trabajo. Al otro lado de la calle, Earl Kelly agitó su Oakland Tribune mientras corría hacia la parada del autobús.
A lo lejos, Miller distinguió el puente de la Bahía, la isla Yerba Buena y la Isla del Tesoro. Más allá comenzaba San Francisco. Dentro de pocos minutos atravesaría el puente en su Buick, camino de la oficina, junto con otros miles de ejecutivos, vestidos con trajes azules a rayas.
Ted salió al porche.
—Entonces, ¿nos das permiso? ¿Podemos ir de campamento?
Miller se humedeció sus labios resecos.
—Ted, escúchame. Pasa algo raro.
—¿Como qué?
—No lo sé. —Miller deambuló por el porche, nervioso—. Hoy es viernes, ¿verdad?
—Claro.
—Me lo figuraba.
¿Cómo sabía que era viernes? ¿Cómo sabía lo demás? Pues claro que era viernes. Una semana larga y dura, el aliento de Davidson bañándole la nuca. Sobre todo el miércoles, cuando el pedido de la General Electric se había retrasado por culpa de una huelga.
—Voy a hacerte una pregunta —dijo Miller a su hijo—. Esta mañana..., ¿salí de la cocina para ir a recoger el periódico?
Ted asintió.
—Sí. ¿Y qué?
—Me levanté y salí de la habitación. ¿Cuánto tiempo estuve ausente? No mucho, ¿verdad? —Buscó las palabras precisas, pero su mente era un laberinto de pensamientos inconexos—. Estaba sentado a la mesa con todos ustedes, me levanté y fui a buscar el periódico. ¿Correcto? Y luego volví. ¿Correcto? —Su voz adquirió un tono de desesperación—. Por la mañana, me levanté y afeité. Tomé el desayuno. Pastelillos calientes y café. Tocino. ¿Correcto?
—Correcto —aprobó Ted—. ¿Y?
—Como cada día.
—Sólo comemos pastelillos calientes los viernes.
Miller cabeceó lentamente.
—Exacto. Pastelillos calientes los viernes. Porque tu tío Frank come con nosotros los sábados y domingos y no puede soportar los pastelillos calientes, de modo que dejamos de hacerlos los fines de semana. Frank es el hermano de Marjorie. Estuvo con los marines de la primera guerra mundial. Fue cabo.
—Adiós —dijo Ted, cuando Don salió—. Hasta la noche.
Los muchachos, cargados con sus libros de texto, se encaminaron hacia la moderna escuela secundaria situada en el centro de Berkeley.
Miller volvió a entrar en la casa y buscó de manera automática su maletín en el ropero. ¿Dónde estaba? Lo necesitaba, maldita sea. Guardaba en él la cuenta Throckmorton. Davidson exigiría su cabeza a gritos si la olvidaba en algún sitio, como en la cafetería True Blue, aquella vez que todos fueron a celebrar el triunfo de los Yankees en la liga. ¿Dónde demonios estaba?
Se enderezó poco a poco, a medida que recuperaba la memoria. Por supuesto. Lo había dejado junto a su escritorio, después de sacar las cintas de investigación, mientras Fleming le hablaba. En la Oficina de Historia.
Se reunió con su mujer en la cocina.
—Escucha —dijo con voz hueca—. Marjorie, creo que no voy a ir a la oficina.
Marjorie se giró en redondo, alarmada.
—George, ¿algo va mal?
—Estoy... muy confuso.
—¿Te ha vuelto a dar la fiebre del heno?
—No. Mi cabeza. ¿Cuál es el nombre de aquel psiquiatra de la ATP que trató al hijo de la señora Bentley cuando tuvo el ataque? —Rebuscó en su mente desorganizada—. Grunberg, creo. Del edificio Médico-Dental. —Caminó hacia la puerta—. Voy a verle. Algo va mal, muy mal. Y no sé lo que es.
Adam Grunberg era un hombre grande y fornido, casi cincuentón, de cabello castaño rizado y gafas de montura metálica. Cuando Miller terminó, Grunberg carraspeó, se frotó la manga de su traje Brooks Bros y preguntó con aire pensativo:
—¿Ocurrió algo cuando salió a buscar el periódico? ¿Algún accidente? Debería repasar esa parte con todo detalle. Se levantó de la mesa, salió al porche y empezó a buscar entre los arbustos. Y después, ¿qué?
Miller se acarició la frente.
—No lo sé. Todo es muy confuso. No recuerdo que buscara el periódico. Recuerdo que regresé a casa. A partir de ese momento, todo está claro. Pero lo anterior se mezcla con la Oficina de Historia y mi discusión con Fleming.
—Repita lo sucedido con su maletín.
—Fleming dijo que parecía un reptil del Jurásico aplastado y yo le respondí...
—No, me refiero a eso que lo buscó en el armario y no lo encontró.
—Miré en el armario y no estaba, desde luego. Lo dejé junto a mi escritorio, en la Oficina de Historia, en el nivel del Siglo Veinte. Al lado de mi exposición. —Una extraña expresión cruzó el rostro de Miller—. Santo Dios, Grunberg. ¿Se da cuenta que tal vez esto no sea más que una exposición? Usted y todos los demás... Puede que usted no sea real, sino una simple pieza de la exposición.
—Lo cual sería muy desagradable para todos, ¿verdad? —dijo Grunberg, con una leve sonrisa.
—La gente está muy segura que sus sueños son reales, hasta que despierta —replicó Miller.
—Por lo tanto, usted está soñando conmigo —rió Grunberg—. Supongo que debería darle las gracias.
—No estoy aquí porque usted me caiga especialmente bien, sino porque no puedo soportar a Fleming ni la Oficina de Historia.
—Este Fleming... —protestó Grunberg—. ¿Está consciente de haber pensado en él antes de salir a buscar el periódico?
Miller se levantó y empezó a pasear por el lujoso consultorio, entre las butacas forradas de piel y el enorme escritorio de caoba.
—Quiero hacer frente a la situación. Soy un objeto de la exposición. Una réplica artificial del pasado. Fleming dijo que me pasaría algo por el estilo.
—Siéntese, señor Miller —dijo Grunberg, con voz suave pero autoritaria. Siguió hablando cuando su visitante obedeció—. Entiendo lo que dice. Tiene la sensación que todo cuando le rodea es irreal. Una especie de escenario.
—Una exposición.
—Sí, una exposición de un museo.
—De la Oficina de Historia de Nueva York. Nivel R, el nivel del Siglo Veinte.
—Y, además de esta sensación general de... insubstancialidad, existen recuerdos específicos proyectados de personas y lugares ajenos a este mundo, otro plano que contiene a ésta; la realidad, podríamos decir, en la que este mundo no es más que una sombra.
—Este mundo no me parece una simple sombra. —Miller golpeó con violencia el brazo en su butaca—. Este mundo es completamente real. Eso es lo extraño. Entré para investigar unos ruidos y ahora no puedo salir. Dios Santo, ¿tendré que vagar por esta réplica el resto de mi vida?
—Debe saber que su sensación es común a casi todos los seres humanos, sobre todo en períodos de gran tensión. A propósito, ¿dónde estaba el periódico? ¿Consiguió encontrarlo?
—En lo que a mí concierne...
—¿Le supone una causa de irritación? Veo que reacciona con violencia a la sola mención del periódico.
Miller meneó la cabeza, agotado.
—Olvídelo.
—Sí, una fruslería. El repartidor tira descuidadamente el diario, que va a parar entre los arbustos, no al porche. Usted se irrita. Sucede una y otra vez. Nada más empezar el día, antes de ir a trabajar. Al parecer, simboliza a pequeña escala las frustraciones de su trabajo. De toda su vida.
—Personalmente, me importa un comino el periódico. —Miller consultó su reloj—. Me voy. Son casi las doce. El viejo Davidson pedirá mi cabeza a gritos si no estoy en la oficina a las... —Se interrumpió—. Otra vez.
—Otra vez, ¿qué?
—¡Todo esto! —Miller señaló la ventana—. Este lugar. Este maldito mundo. Esta exposición.
—Se me ocurre una idea —dijo el doctor Grunberg—. Se la explicaré, a ver qué le parece. Rechácela sin ambages si no le gusta. —Levantó sus ojos astutos y profesionales—. ¿Ha visto alguna vez a niños jugando con cohetes espaciales?
—Señor —respondió Miller—, he visto cargueros espaciales comerciales que transportaban mercancías entre la Tierra y Júpiter, y aterrizaban en el espaciopuerto de La Guardia.
Grunberg sonrió.
—Escúcheme con atención. Una pregunta. ¿El trabajo le agobia?
—¿Qué quiere decir?
—Sería estupendo vivir en el mundo del futuro. Los robots y los cohetes se encargarían de hacer todo el trabajo. Usted podría arrellanarse en un sillón y descansar. Sin preocupaciones, cansancios ni frustraciones.
—Mi cargo en la Oficina de Historia trae consigo muchas preocupaciones y frustraciones. —Miller se levantó con brusquedad—. Escuche, Grunberg, o esto es una exposición en el nivel R de la Oficina de Historia, o yo soy un ejecutivo de clase media que se inventa una fantasía como válvula de escape. En este momento, soy incapaz de decidir. En un momento dado pienso que esto es real, y al siguiente...
—Podemos decidirlo con suma facilidad.
—¿Cómo?
—Usted buscaba el periódico. Siguió el camino particular y penetró en el jardín. ¿Dónde estaba? ¿En el camino, en el porche? Trate de recordar.
—No hace falta. Estaba en el pavimento. Había saltado por encima de la barandilla y dejado atrás las barreras de seguridad.
—En el pavimento. Regrese a ese punto. Localice el lugar exacto.
—¿Por qué?
—Para demostrarse a usted mismo que no hay nada al otro lado.
Miller respiró hondo.
—¿Y si lo hay?
—Es imposible. Usted mismo lo ha dicho: sólo uno de los mundos puede ser real. Este mundo es real. —Grunberg descargó su puño sobre el macizo escritorio de caoba—. Ergo, no encontrará nada al otro lado.
—Sí —dijo Miller, tras un momento de silencio. Una peculiar expresión se pintó en su rostro—. Ha descubierto el error.
—¿Qué error? —preguntó Grunberg, estupefacto—. ¿Qué...?
Miller se encaminó hacia la puerta del despacho.
—Empiezo a comprenderlo. Estaba planteando una pregunta equivocada, al intentar decidir qué mundo era el real. —Dirigió una sonrisa desprovista de humor al doctor Grunberg—. Ambos son reales, por supuesto.
Tomó un taxi y volvió a casa. No había nadie. Los chicos estaban en el colegio y Marjorie había ido de compras al centro. Esperó hasta asegurarse que nadie miraba desde la calle y bajó por el camino particular hacia el pavimento.
Encontró el lugar sin la menor dificultad. Distinguió un leve brillo en el aire, justo al borde del estacionamiento. A través de él vio formas confusas.
Tenía razón. Ahí estaba, completo y real. Tan real como el pavimento que pisaba.
Los bordes del círculo cortaban una larga barra metálica. La reconoció: era la barandilla de seguridad que había saltado para entrar en la exposición. Al otro lado se encontraba el sistema de barreras de seguridad. Desconectado, por supuesto. Y más allá, el resto del nivel y los muros más alejados del edificio de Historia.
Avanzó con cautela y se internó en la niebla. Brillaba a su alrededor, brumosa y oblicua. Las formas adquirieron una mayor definición. Una figura móvil ataviada con una túnica azul oscuro. Un curioso que examinaba las piezas exhibidas. La figura prosiguió su camino y se desvaneció. Vio su escritorio. El reproductor de cintas y las herramientas de trabajo. Junto al escritorio estaba su maletín, exactamente donde lo había dejado.
Mientras sopesaba la posibilidad de pasar por encima de la barandilla y tomar el maletín, apareció Fleming.
Un sexto sentido aconsejó a Miller retroceder hacia la neblina. Tal vez se debió a la expresión de Fleming. En cualquier caso, Miller se encontró de nuevo sobre el pavimento, antes que Fleming se detuviera junto a la grieta, el rostro congestionado, los labios retorcidos en una mueca de indignación.
—Miller, salga de ahí —dijo con voz estrangulada.
Miller lanzó una carcajada.
—Sea buen chico, Fleming. Tíreme el maletín. Es esa cosa de aspecto extraño que hay junto a mi escritorio. Se la enseñé antes, ¿recuerda?
—¡Deje de decir tonterías y escúcheme! Se lo digo muy en serio. Carnap lo sabe. Me vi en la obligación de informarle.
—Bien por usted. El leal burócrata.
Miller se encogió para encender su pipa. Inhaló y expulsó una gran bocanada de humo gris por la grieta. Fleming tosió y retrocedió.
—¿Qué es eso?
—Tabaco. Una de las cosas que hay aquí. Una sustancia muy común en el siglo veinte. Usted no sabe nada de él. Su período es el siglo segundo antes de Cristo. El mundo heleno. No sé si le gustará mucho. Las instalaciones sanitarias eran deficientes, y la media de vida, corta.
—¿De qué está hablando?
—En comparación, la esperanza de vida de mi período es muy alto. Tendría que ver sus cuartos de baño. Azulejos amarillos. Y ducha. No tenemos nada parecido en los aposentos de ocio de la Oficina.
—En otras palabras —gruñó Fleming—, piensa quedarse ahí.
—Es un lugar agradable —reconoció Miller—. Mi posición es superior a la media, por supuesto. Se la voy a describir. Tengo una mujer muy atractiva. El matrimonio está permitido en esta era, incluso santificado. Tengo dos hijos estupendos, ambos varones, que irán a Russian River este fin de semana. Viven conmigo y con mi mujer; se hallan bajo nuestra custodia absoluta. El Estado carece de poder a ese respecto. Tengo un Buick nuevo de trinca y...
—Ilusiones —barbotó Fleming—. Fantasías psicóticas.
—¿Está seguro?
—¡Maldito idiota! Siempre supe que su ego era demasiado regresivo para enfrentarse a la realidad. Usted y sus retrocesos anacrónicos. A veces me avergüenzo de ser un teórico. Ojalá me hubiera dedicado a la ingeniería. —Fleming torció los labios—. Usted está loco. Se encuentra en medio de una exposición artificial, que pertenece a la Oficina de Historia, un amasijo de plástico, cables y postes. La réplica de una época pretérita. Una imitación. Y prefiere vivir ahí antes que en el mundo real.
—Muy extraño —dijo Miller en tono pensativo—. Tengo la impresión de haber oído algo muy parecido hace poco. ¿Conoce por casualidad a un tal doctor Grunberg? Es psiquiatra.
El director Carnap llegó sin previo aviso con su cohorte de ayudantes y expertos. Fleming se apresuró a retroceder unos pasos. Miller se encontró frente a frente con una de las figuras más poderosas del siglo veintidós. Sonrió y extendió la mano.
—Maldito imbécil —masculló Carnap—. Salga antes que le saquemos a rastras. Si nos obliga, está acabado. Ya sabe lo que se hace con los psicóticos avanzados. Significará la eutanasia para usted. Le doy la última oportunidad de abandonar esa exposición falsa...
—Lo siento —dijo Miller—, pero no es una exposición.
El rotundo rostro de Carnap expresó una repentina sorpresa. Durante un breve instante, su pose desapareció.
—Aún se empeña en sostener...
—Esto es una puerta temporal —dijo Miller con serenidad—. No puede sacarme, Carnap. No puede alcanzarme. Estoy en el pasado, a doscientos años de distancia. He viajado a un continuo existencial anterior. Encontré un puente y escapé de su continuo. Y no hay nada que pueda hacer al respecto.
Carnap y sus expertos se sumieron en una veloz conferencia técnica. Miller aguardó con paciencia. Tenía mucho tiempo; había decidido que no aparecería por la oficina hasta el lunes.
Al cabo de un rato, Carnap volvió a aproximarse a la grieta, con cuidado de no pasar por encima de la barandilla.
—Una teoría interesante, Miller. Eso es lo más extraño de los psicóticos: racionalizan sus fantasías y las integran en un sistema lógico. A priori, su concepto es convincente, consistente, pero...
—Pero, ¿qué?
—Pero no es verdadero. —Carnap había recuperado su confianza; daba la impresión que el diálogo le satisfacía—. Usted piensa que ha vuelto al pasado. Sí, la exposición es muy precisa. Su trabajo siempre ha sido excelente. Ninguna otra exposición iguala la autenticidad de los detalles.
—Intento hacer mi trabajo lo mejor posible —murmuró Miller.
—Usted llevaba prendas arcaicas y se expresaba con términos arcaicos. Hizo todo lo posible por proyectarse hacia el pasado. Se dedicó en cuerpo y alma a su trabajo. —Carnap dio unos golpecitos con el dedo sobre la barandilla—. Sería una pena, Miller. Sería una terrible pena destruir una réplica tan auténtica.
—Entiendo lo que quiere decir —respondió Miller, al cabo de unos instantes—. Estoy de acuerdo con usted, desde luego. Me siento muy orgulloso de mi trabajo. Detestaría verlo destruido, pero no le servirá de nada. Sólo conseguirá cerrar esta puerta temporal.
—¿Está seguro?
—Por supuesto. Esta exposición es un simple puente, un vínculo con el pasado. Atravesé la exposición, pero ya no estoy en ella. He trascendido la exposición. —Sonrió con los labios apretados—. Su destrucción no me afectará, pero aísleme de su mundo, si así lo desea. No tengo la menor intención de regresar. Ojalá pudiera ver este lado, Carnap. Es un bonito lugar. Libertad, oportunidades. Gobierno limitado, responsable ante el pueblo. Si no le gusta su trabajo, lo deja. Aquí no hay eutanasia. Pase, le presentaré a mi mujer...
—Le atraparemos —dijo Carnap, y también a sus invenciones psicóticas.
—Dudo que alguna de esas «invenciones psicóticas» esté preocupada. Grunberg no lo estaba. No creo que Marjorie esté...
—Ya hemos iniciado los preparativos de demolición —explicó Carnap con calma—. No lo haremos de golpe, sino pieza por pieza. Así tendrá la oportunidad de apreciar nuestro método científico y artístico de volar en pedazos su mundo imaginario.
—Pierde el tiempo —dijo Miller.
Se volvió, bajó por el pavimento, se internó por el sendero de grava y llegó al porche.
Se acomodó en la butaca de la sala de estar y conectó el televisor. Después, entró en la cocina y sacó de la nevera una lata de cerveza bien fría. Regresó a la confortable sala de estar.
Mientras se sentaba ante el televisor, reparó en algo enrollado sobre la mesita de café.
Sonrió con ironía. Era el periódico de la mañana, que había buscado con tanto ahínco. Marjorie lo había entrado junto con la leche, como de costumbre. Y se había olvidado de decírselo, por supuesto. Bostezó, satisfecho, y lo tomó. Lo desdobló y leyó los grandes titulares en letra negra:
Rusia descubre la bomba de cobalto,
capaz de destruir el mundo entero
FIN
Título Original: Exhibit Piece © 1954.