PESADILLAS (Fredric Brown)
Publicado en
enero 10, 2010
Se despertó cuando sonó la alarma del reloj, pero se quedó en la cama después de haberla parado, repasando cuidadosamente los planes para el asesinato que cometería esa noche.
Todos los detalles habían recibido una cuidadosa atención; esto sería el repaso final. Esa noche, a las ocho y cuarenta y seis minutos, sería un hombre libre, en todos los sentidos. Escogió ese momento de su cuadragésimo cumpleaños, porque era la hora exacta del día, o mejor dicho de la noche, en que nació. Su madre era muy aficionada a la astrología y, por eso, el momento de su nacimiento fue tan cuidadosamente registrado. Personalmente, él no era supersticioso, pero consideró halagador para su sentido del humor que su nueva vida empezara a los cuarenta años de edad, con precisión astrológica.
De todos modos, el tiempo corría. Como abogado especializado en administrar propiedades, pasaba por sus manos mucho dinero y, a veces, también parte se quedaba en ellas. Un año antes había tomado prestados cinco mil dólares y los empleó en un negocio que parecía un medio seguro de duplicar o triplicar la inversión, pero no fue así y perdió el dinero. Tomó prestado más dinero, para jugar, y de un modo o de otro recuperar la primera pérdida. Ahora debía ya más de treinta mil; el fraude apenas podría ocultarse algunos meses y no tenía ninguna esperanza de poder reemplazar el dinero perdido, dentro de ese plazo. Se dedicó cuidadosamente a reunir todo el dinero en efectivo que le fue posible sin despertar sospechas, haciendo ajustes parciales en las cuentas encomendadas a su cuidado, y para esa misma tarde la cantidad reunida sería de más de cien mil dólares, suficiente para pasar el resto de su vida.
Nunca lo atraparían. Planeó todos los detalles de su viaje, su destino, su nueva identidad y todo estaba a punto.
Tuvo que trabajar en ello durante varios meses.
La decisión de matar a su esposa fue un pensamiento secundario. El motivo era simple: la odiaba. Adoptó esa decisión cuando tomó la determinación de no ir nunca a la cárcel, de matarse si alguna vez era apresado. Por consiguiente, dado que moriría de todos modos si lo atrapaban, no tenía nada que perder dejando tras de sí una esposa muerta en vez de una viva.
Difícilmente pudo contener la risa al pensar en lo apropiado que había sido el regalo de cumpleaños que recibió de ella con un día de anticipación: una maleta nueva. También le habló de celebrar el cumpleaños encontrándose los dos en la ciudad, a las siete de la noche, para cenar. Estaba muy lejos de saber cuál sería la continuación de la fiesta. Planeaba llevarla a casa a las ocho cuarenta y seis y satisfacer su sentido del destino quedando viudo en ese preciso momento. Había además una ventaja práctica en asesinarla. Si la dejaba viva, ella se imaginaría lo sucedido y sería la primera en llamar a la policía cuando notase su ausencia por la mañana. Muerta, no encontrarían el cuerpo de inmediato, pues antes pasarían quizá dos o tres días, lo que le permitiría obtener más tiempo.
Las cosas marcharon sobre ruedas en la oficina; para la hora en que fue a encontrarse con su esposa, todo estaba listo. Ella se entretuvo mientras cenaban y tomaban algunas copas, y él empezó a preguntarse si llegarían a casa a las ocho cuarenta y seis. Era ridículo, lo sabía, pero resultaba un hecho de la mayor importancia que el momento de su libertad fuese entonces y no un minuto después. Miró su reloj.
Fallaría por medio minuto si esperaba hasta estar dentro de la casa. La oscuridad del pórtico era perfecta para realizar el crimen. La golpeó violentamente con la culata del arma mientras ella esperaba a que abriera la puerta. La tomó en sus manos antes de que cayera al suelo y se las arregló para sostenerla con un brazo, mientras abría la puerta y entraba.
Entonces accionó el interruptor y la luz amarilla inundó el salón. Antes de que pudieran ver que su esposa estaba muerta y que él la sostenía en pie, todos los invitados a la fiesta de cumpleaños gritaron:
¡Sorpresa!
PESADILLA EN AZUL
Despertó en la más brillante y azul mañana que hubiera visto. A través de la ventana de la recámara podía ver un cielo casi increíble. George se deslizó rápidamente fuera de la cama, bien despierto para no perder otro minuto de su primer día de vacaciones. Se vistió procurando no despertar a su esposa. Llegaron a la casa de campo, prestada por un amigo para que pasaran las vacaciones, bastante tarde la noche anterior, y Vilma llegó muy cansada del viaje; la dejaría dormir tanto como pudiera. Se llevó los zapatos a la estancia, para ponérselos allí.
El pequeño Tommy, su hijo de cinco años, salió bostezando de la recámara más chica, donde había dormido.
— Quieres desayunar? — le preguntó George. Y cuando Tommy asintió, le dijo
— Vístete pues, y alcánzame en la cocina.
George fue a la cocina; pero, antes de empezar a desayunar, salió a la puerta exterior y miró los alrededores; cuando llegaron, estaba ya oscuro y sólo por referencias conocía el lugar. Ahora aparecía ante sus ojos el bosque virgen más hermoso de lo que se imaginara. La casa de campo más cercana, según le dijeron, estaba a una milla de distancia, al otro lado de un lago de regular tamaño. No alcanzaba a ver el lago, debido a los árboles, pero el camino que empezaba en la puerta de la cocina conducía hasta sus orillas, a menos de un cuarto de milla de distancia. Su amigo le dijo que era bueno para nadar y para pescar. La natación no le interesaba a George; no tenía miedo al agua, pero tampoco le gustaba en forma especial, y nunca aprendió a nadar. Su esposa sí era una buena nadadora y también lo era Tommy; un verdadero pescadito.
Tommy le dio alcance; para el chico, la idea de estar vestido era ponerse un traje de baño, lo cual no le tomó mucho tiempo.
— Papito — propuso —, vamos a ver el lago antes de comer, eh?
— Muy bien — aceptó George.
No tenía hambre y, para cuando regresaran, quizá Vilma estaría despierta ya.
El lago era hermoso, de un azul más intenso que el del cielo, y terso como un espejo. Tommy se arrojó alegremente a las aguas, y George le pedía que se quedara cerca de la orilla.
— Puedo nadar bien, papito. Muy bien.
— Sí, pero tu madre no está aquí. Mantente cerca.
— El agua está tibia, papito.
Allá lejos, George vio saltar a un pez. Después del desayuno vendría con su caña para tratar de pescar una trucha.
Le dijeron que la vereda que corría a lo largo de la orilla conducía a un lugar, un par de millas más adelante, donde se podrían rentar botes. Trató de distinguir a lo lejos ese embarcadero.
Repentinamente hubo un grito de angustia:
— ¡Papito, mi pierna...!
George se dio vuelta y vio desaparecer la cabeza de Tommy, a unas veinte yardas de distancia. Debía tratarse de un calambre, pensó frenéticamente; Tommy era capaz de nadar muy bien.
Durante un segundo estuvo a punto de arrojarse al agua, pero se dijo que de nada serviría ahogarse también. Si pudiera avisar a Vilma habría alguna posibilidad...
Corrió hacia la casa. Un centenar de yardas antes empezó a gritar, a todo pulmón:
¡Vilma!
Cuando llegaba ya a la cocina, ella salía vestida todavía en pijama. Corrió tras él, de regreso al lago, y pronto le dio alcance, dejándolo atrás hasta llegar al borde del lago con una ventaja de cincuenta yardas, para arrojarse a las aguas y nadar vigorosamente hacia el punto donde apareció durante un momento la parte posterior de la cabeza del niño flotando en la superficie.
Vilma llegó en unas cuantas brazadas y alcanzó el lugar y entonces, al enderezar el cuerpo para regresar, George pudo ver con horror, un horror reflejado también en los ojos azules de su esposa, que ella estaba de pie sobre el fondo del lago, abrazando a su hijo muerto, ahogado en sólo noventa centímetros de agua.
PESADILLA EN BLANCO
Se despertó de pronto, preguntándose por qué dormía si no quería hacerlo. Echó una rápida ojeada a la esfera luminosa de su reloj de pulsera. Los números, que brillaban en una oscuridad casi absoluta, le indicaron que pasaban unos minutos de las once. Había descansado; fue suficiente una breve cabezada. Se había quedado dormido en el sofá, menos de media hora antes. Si su esposa realmente quería estar con él, habría de ser más tarde. Tendría que esperar hasta estar segura de que la condenada hermana de él estuviera dormida, profundamente dormida.
Resultaba una situación ridícula. Sólo llevaban casados tres semanas, volvían de la luna de miel, y era la primera vez que dormía solo durante ese tiempo. Y todo porque su hermana Débora había insistido absurdamente en que pasaran la noche en su apartamento. Cuatro horas más de viaje y hubieran llegado a casa, pero insistió tanto Débora que tuvieron que aceptar. Después de todo, se confesó, una noche de abstinencia no le vendría mal; de hecho, estaba fatigado y sería mucho mejor aprovechar esta oportunidad para conducir descansado y fresco a la mañana siguiente.
Por supuesto, el apartamento de Debie sólo tenía un dormitorio y él sabía de antemano, antes de aceptar su invitación, que no podría acceder a su ofrecimiento de dormir fuera y dejarles a él y a Betty en la habitación. Hay formas de hospitalidad que uno no puede aceptar, ni siquiera de nuestra dulce y cariñosa hermana soltera. Pero estaba seguro, o casi seguro, que Betty esperaría a que Débora se durmiera para ir a reunirse con él, aunque fuera breve el momento de intimidad, ya que se sentiría cohibida pensando que algún ruido podía despertar a su cuñada.
Seguramente vendría, por lo menos para darle un beso de buenas noches, y quizá se arriesgara a ir un poco más lejos, como él estaba decidido a hacer. Por esa razón la esperaba en silencio.
Claro que ella vendría, sí... la puerta se abrió despacio en la oscuridad y se cerró de nuevo silenciosamente, oyéndose únicamente el chasquido de la cerradura y el suave roce de la negligeé o camisón, o lo que fuera, al caer al suelo. Un momento más tarde, el cuerpo desnudo se estrechaba contra el suyo y la única conversación fue un murmullo.
— Querido... — y después no fueron necesarias más palabras.
Ninguna palabra durante los interminables minutos que pasaron hasta que la puerta se abrió nuevamente, esta vez dejando pasar una luz blanca y delineando, con blanco horror, la silueta de su esposa de pie en el marco de la puerta comenzando a gritar.
PESADILLA EN GRIS
Se despertó sintiéndose maravillosamente bien, bajo el cálido y brillante sol de primavera. Se había quedado dormido durante algo menos de media hora, según pudo deducir por el ángulo de las sombras que formaba el sol y que apenas habían cambiado.
El parque se veía hermoso con el verdor de la primavera, más suave que el del verano; el día resultaba magnifico y él era joven y estaba enamorado. Locamente enamorado, maravillosamente enamorado. Y feliz en su amor: la noche anterior, sábado, se había declarado a Susana y ella le aceptó, más o menos. No le dio un sí definitivo, pero le invitó para que esa tarde le conociese su familia, y le dijo que deseaba que ellos le quisieran y él a ellos. Si eso no significaba la aprobación, ¿entonces qué era? Se habían enamorado casi a primera vista, y por eso aún ni siquiera conocía a sus padres.
¡Oh, la dulce Susana, con los suaves cabellos castaños, la graciosa naricilla, las pecas marcadas y los grandes ojos de color café!
Era la mujer más maravillosa que uno pudiera desear.
Bueno, ya era tarde: Susana le había citado a esa hora. Se levantó del banco y, como sentía los músculos un poco entumecidos por la siesta, bostezó voluptuosamente. Se dirigió hacia la casa, que quedaba a unas manzanas de la suya.
Subió los escalones y llamó a la puerta. Esta se abrió y por un segundo se imaginó que la propia Susana salía a abrirle, pero no fue así. Probablemente se trataba de su hermana; Susana había mencionado que tenía una hermana un año menor que ella.
Se inclinó y se presentó, preguntando por Susana. Le pareció que la muchacha le miraba con extrañeza. Después le dijo:
— Pase, por favor. Ella no está en este momento, pero si gusta aguardar en la sala...
Esperó en la sala. Le extrañó que ella hubiera salido.
Entonces oyó la voz de la chica que le había recibido, hablando en el vestíbulo y, con explicable curiosidad, se levantó y fue a la puerta para escuchar. Parecía estar hablando por teléfono.
— Harry, por favor ven enseguida y trae contigo al doctor. Sí, es el abuelo... No, no es otro ataque al corazón. Es como la vez que le dio amnesia y pensó que la abuela aún vivía. No, no es demencia senil, Harry, es sólo amnesia, pero esta vez la cosa es peor. Cincuenta años menos... su memoria es la de cuando aún no se había casado con la abuela...
Repentinamente viejo, envejecido cincuenta años en cincuenta segundos, lloró en silencio, recostado en el marco de la puerta.
PESADILLA EN ROJO
Se despertó sin saber que había despertado hasta que el segundo temblor, sólo un minuto después del primero, sacudió la cama ligeramente y derribó los objetos que había sobre la mesilla.
Descubrió que estaba totalmente despierto y que probablemente no sería capaz de volver a dormirse. Miró al dial luminoso del reloj y vio que eran ya las tres en punto: la mitad de la noche. Salió de la cama y caminó en pijama hasta la ventana. Estaba abierta, una fría brisa la cruzó y él pudo ver luces titilantes y parpadeantes en el negro cielo, a la vez que escuchaba los sonidos de la noche. Por alguna parte, campanas ¿A aquella hora? ¿Advertían de algún desastre? ¿Se habría producido un terremoto, en algún punto cercano, y de él provenían los ligeros temblores? ¿O quizá se acercaba un verdadero terremoto y las campanas advertían a la gente para que saliera de las casas y se quedara a salvo al aire libre?
Súbitamente, no a causa del miedo, sino por algún extraño impulso que no quiso analizar, deseó estar en cualquier parte menos allí. Y echó a correr.
Corrió, bajando al vestíbulo y cruzando la puerta principal, apresurándose silenciosamente, descalzo, por la ancha calzada que conducía a la entrada del jardín. A través de la puerta, llegó a un campo... ¿un campo? ¿Desde cuándo había una pradera justa al salir de su casa? Especialmente una como aquella, con postes, tan gruesos como si fueran telefónicos, cortados a su altura. Antes de que pudiera organizar sus pensamientos y se preguntase dónde estaba, quién era él mismo y qué estaba haciendo allí, se produjo otro temblor. Este fue más violento: le hizo tambalearse y trastabilló hasta uno de los postes; chocó con él y se hizo daño en el hombro; salió despedido en otra dirección, y estuvo a punto de caerse definitivamente. ¿Qué era aquel extraño impulso que le obligaba a ir hacia... dónde?
Pero, en aquel momento, se produjo el terremoto más grande de todos; el suelo pareció levantarse bajo sus pies, le sacudió y acabó cayendo de espaldas mirando a un cielo monstruoso en el que repentinamente apareció con brillantes letras rojas una palabra. La palabra era FALTA y, mientras la miraba, las demás luces empezaron a titilar, las campanas dejaron de sonar y allí terminó todo.
PESADILLA EN VERDE
Se despertó plenamente consciente de su decisión: la gran decisión que había tomado mientras reposaba la noche anterior, tratando de dormir. Tendría que mantenerla sin flaquear si quería sentirse nuevamente como un hombre, como un hombre completo. Tendría que ser firme al pedirle el divorcio a su esposa o todo se perdería y nunca volvería a reunir el valor necesario. Ahora veía claro que, ya desde el principio mismo de su matrimonio seis años atrás, resultaba inevitable que las cosas llegaran a este estado.
Estar casado con una mujer más fuerte que él, más fuerte en todos los sentidos, no sólo era intolerable sino que lo convertía progresivamente, en un indefenso y débil ratón. Su mujer podía ganarle en todo, y lo hacía. Una atleta como era, podía derrotarlo con facilidad en tenis, en golf, en todo. Podía montar y patinar mejor que él; conducir un automóvil con más pericia. Experta en casi todo, le hacía parecer un torpe jugador de bridge, de ajedrez e incluso de póker, al cual jugaba como una consumada profesional. Y lo que era aún peor: gradualmente ella tomó las riendas de sus negocios y asuntos financieros y los llevó a una prosperidad económica que él jamás se hubiera atrevido a imaginar. No existía una sola faceta en la cual su ego, o lo poco que quedaba de él, no hubiera sido lastimado y golpeado durante los años de matrimonio.
Hasta ahora, hasta que Laura llegó. Dulce, delicada y pequeña, Laura estaba de visita en su casa y era todo lo contrario de su esposa: frágil y menuda, adorablemente indefensa y dulce. Estaba loco por ella y sabía que era su salvación. Casándose con Laura sería nuevamente un hombre. Estaba seguro que se casaría con él; tenía que hacerlo, era su única esperanza. Tenía que ganar, no importaba lo que su esposa dijera o hiciese.
Se bañó y se vistió rápidamente, temiendo la próxima escena con su esposa, pero ansioso de afrontarla con el poco valor que le quedaba. Bajó las escaleras y la encontró sola, desayunando en la mesa.
Ella levantó la vista, y comentó:
— Buenos días, querido. Laura ha terminado de desayunar y ha salido a dar un paseo. Le pedí que lo hiciera, para poder hablar contigo a solas.
Bien, pensó él sentándose en el lado opuesto. Su esposa notó lo que le ocurría y trató de facilitar las cosas trayendo el asunto a colación.
William, quiero divorciarme. Sé que esto será un golpe para ti, pero... Laura y yo nos amamos y vamos a marcharnos juntas, lejos de aquí.
FIN