Publicado en
enero 20, 2010
Raymond Chandler nació en Chicago, en 1888. Tras el divorcio de sus padres, permaneció con su madre, con quien se trasladó a Inglaterra en 1895. Asistió a la escuela pública de Dulwich, una de las mejores de Inglaterra. A los diecisiete años abandonó Dulwich con profundos conocimientos de griego, latín, francés y alemán. En 1907 obtuvo el tercer lugar entre seiscientos candidatos para un puesto en el Almirantazgo británico, pero dimitió a los seis meses, cuando ya había escrito y publicado sus primeros poemas. Trabajó como reportero y escribió artículos en revistas literarias, pero el deseo de triunfar le impulsó, en 1912, a volver a Estados Unidos, donde realizó los más diversos trabajos, desde contable hasta dependiente de una mantequería. En 1917 se alistó en el ejército canadiense para combatir en la Primera Guerra Mundial. Terminado el conflicto, se estableció en California y se convirtió en ejecutivo de una empresa petrolera. En 1924 se casó con Pearl Eugenie Hurlburt, conocida como Cissy, dos veces divorciada y dieciocho años mayor que él, de quien nunca se separaría. En 1932, fue despedido de su puesto de ejecutivo por sus continuas borracheras y sus escándalos con secretarias de la empresa, lo que le obligó a plantearse seriamente su carrera de escritor. Publicó primero relatos cortos para revistas, principalmente Black Mask, y después novelas largas, en gran parte de las cuales utilizaba material de los relatos cortos, «canibalizaba» los relatos cortos para darles nueva forma en las novelas. De aquí pasó al mundo del cine, como guionista. A fines de 1954 murió Cissy, y Chandler ya alcoholizado, apenas intentó luchar contra su enfermedad. Murió en La Jolla, California, en 1959.
Título original:
THE HIGH WINDOW
Traducción de
EDUARDO GOLIGORSKY
Portada de
IBORRA & ASS.
Primera edición: Setiembre, 1987
© The Estáte of Raymond Chandler 1943
Traducción: © Editorial Bruguera, S.A. 1977
De la presente edición: © 1987, PLAZA & JANES EDITORES, S.A.
Virgen de Guadalupe, 21-33 Esplugues de Llobregat (Barcelona)
Printed In Spain — Impreso en España
ISBN: 84-01-92106-6 (Col. Gran Reno)
ISBN: 84-01-92963-6 (Vol. 106/3)
Depósito Legal: B. 32.723-1987
Impreso en Gráficas Roses — Cobalto, 7-9 — Barcelona
1
La casa estaba situada en Dresden Avenue, en el barrio Oak Knoll, de Pasadena, y era un edificio grande, sólido, de aspecto frío, con paredes de ladrillo color rojizo, techo de tejas y adornos de piedra blanca. Las ventanas del frente, en el piso superior, sobresalían y estaban rodeadas por numerosos ornamentos de piedra imitación rococó.
Desde la pared delantera bordeada por arbustos en flor, se extendía medio acre de hermoso césped verde que terminaba en un suave declive hacia la calle y pasaba alrededor de un enorme cedro como una ola verde y fresca rodeando una roca.
La acera y el camino del parque eran muy anchos y en este último había tres acacias blancas que valía la pena ver. Sobre la mañana se sentía un pesado perfume de verano y todo lo que crecía estaba perfectamente quieto en el aire irrespirable que flota allí en lo que ellos suelen llamar un día lindo y fresco.
Todo lo que sabía respecto a esa gente era que se trataba de una tal señora Elizabeth Bright Murdock y su familia, y que ella quería contratar a un detective privado, eficaz y limpio, que no dejase caer cenizas de cigarrillo en el piso y que nunca llevase más de una pistola. También sabía que aquélla era la viuda de un viejo chivo con bigotes llamado Jasper Murdock, que había ganado una fortuna ayudando a la comunidad, y cuya fotografía aparecía siempre en el diario de Pasadena en el día de su aniversario, con las fechas de su nacimiento y muerte, y el epígrafe: Su Vida Fue Su Lucha.
Dejé mi coche en la calle y subí por unas cuantas docenas de escalones de piedra enclavados en el césped verde, e hice sonar el timbre que estaba en la galería de ladrillos, debajo de un techo puntiagudo.
Una pared baja de ladrillo colorado corría a lo largo del frente de la casa, desde la puerta al camino del garaje. Al final del mismo, sobre un bloque de cemento, había un pequeño negro pintado con pantalones de montar blancos, una chaqueta verde y una gorra colorada. Sostenía un látigo. A sus pies se veía una argolla de hierro para atar caballos. Parecía un poco triste, como si hubiera estado esperando durante mucho tiempo y se estuviera desanimando. Me acerqué y le palmeé la cabeza mientras esperaba que alguien apareciera en la puerta.
Al cabo de un rato, una mujer madura y avinagrada, con uniforme de criada, entreabrió la puerta unos quince centímetros y me miró con desconfianza.
—Philip Marlowe —dije—. Vengo a ver a la señora Murdock. Estoy citado.
—¿A cuál de ellas?
—¿Eh?
—¿A qué señora Murdock? —preguntó ella, casi gritando.
—La señora Elizabeth Bright Murdock —respondí—. No sabía que había más de una.
—Pues así es —contestó bruscamente—. ¿Tiene una tarjeta?
La puerta seguía entreabierta unos quince centímetros. A través de la abertura asomó la punta de una nariz y una mano delgada y musculosa. Saqué mi billetera y extraje una de las tarjetas que tienen solamente mi nombre y la deposité en la mano. Le entregué mi tarjeta y cerró la puerta violentamente en mis narices.
Pasó mucho tiempo y la puerta se abrió de nuevo.
—Por aquí —dijo la mujer avinagrada.
Entré. La primera habitación era amplia, cuadrada y fría, y tenía el tranquilo aire de una capilla funeraria y algo de su olor. Tapices sobre las ásperas y vacías paredes estucadas, enrejados de hierro imitando balcones por la parte exterior de las altas ventanas, pesadas sillas talladas con asientos de felpa, respaldos tapizados y borlas doradas, sin brillo, colgando de los costados. En la parte trasera, una ventana del tamaño de una cancha de tenis con vidrios de color. Debajo de ella, puertas francesas con cortinas. Una vieja habitación, mohosa, rancia, mezquina, limpia y amarga. No parecía que nadie se hubiera acercado a ella o hubiera deseado hacerlo. Mesas con tablero de mármol de patas torcidas, relojes dorados, pequeñas estatuas de mármol de dos colores; una cantidad de basura que llevaría por lo menos una semana limpiar. Mucho dinero y todo desperdiciado. Treinta años atrás, en la rica y severa ciudad provinciana que era entonces Pasadena, ése debía haber sido un cuarto formidable.
Salimos de él y seguimos por un corredor y después de un rato, la mujer avinagrada abrió una puerta y me invitó a pasar.
—El señor Marlowe —anunció con voz desagradable, y se alejó apretando los dientes.
2
Era una pequeña habitación que daba al jardín posterior. Tenía una fea alfombra roja y marrón, estaba amueblada como una oficina y contenía lo que uno espera encontrar en una pequeña oficina.
Una muchacha rubia y frágil, con las gafas de carey, me miró.
Tenía sus manos puestas sobre las teclas pero sin ningún papel en la máquina. Me miró entrar en la habitación con la expresión rígida y tonta de una persona tímida posando para una fotografía. Cuando me indicó que me sentara noté que su voz era clara y suave.
—Soy la señorita Davis, la secretaria de la señora Murdock. Ella desea que usted me dé algunas referencias.
—¿Referencias?
—Por supuesto, referencias. ¿Le sorprende a usted?
Deposité mi sombrero sobre el escritorio y el cigarrillo sin encender sobre el ala del sombrero.
—¿Quiere usted decir que me mandó buscar sin saber nada acerca de mí?
Su labio tembló y se lo mordió. Yo no sabía si estaba asustada o molesta o si tenía dificultades en mostrarse austera. Pero no parecía feliz.
—Obtuvo su nombre del gerente de una sucursal del Banco de Seguros de California. Pero él no le conoce a usted personalmente —dijo ella.
—Prepare su lápiz —exclamé yo.
Ella lo levantó y me mostró que en ese momento le había sacado la punta y que estaba lista para empezar. Dije:
—Primero, uno de los vicepresidentes de ese mismo Banco, George S. Leake. Está en la oficina principal. Luego, el senador Huston Oglethorpe. Puede estar en Sacramento o en el edificio del Estado, en Los Ángeles. Después Sidney Dreyfus, hijo de la firma «Dreyfus Turner Swayne», abogados en el edificio de Títulos y Seguros. ¿Apuntó esto?
Ella escribía fácil y rápidamente. Asintió sin mirarme. La luz danzaba sobre su rubio cabello.
—Olíver Fry de la corporación «Fry-Frantz» de herramientas para pozos petroleros. Están en la calle 9a. al Este, en la zona industrial. Si quiere un par de policías, cuente con Bernard Ohls, de la oficina del fiscal del distrito, y el teniente detective Cari Randall, de la Oficina Central de Homicidios. ¿Cree que esto será suficiente?
—No se ría de mí —dijo ella—, yo sólo estoy haciendo lo que me dicen.
—No me estoy riendo de usted. ¿Hace calor, no es cierto?
—Para Pasadena no es caluroso —exclamó ella. Depositó la guía telefónica sobre el escritorio y se puso a trabajar.
Mientras ella buscaba los números y telefoneaba a uno y otro, me dediqué a estudiarla. Era pálida, con una especie de palidez natural. Parecía lo suficientemente sana. Su grueso cabello rubio cobrizo no era feo de por sí, pero lo llevaba tan tirante sobre su estrecha cabeza que casi no parecía cabello. Sus cejas eran finas y extrañamente derechas, más oscuras que su cabello, de un color casi castaño. Su nariz tenía un tinte blancuzco, de persona anémica. La barbilla era demasiado pequeña, muy aguda, y parecía inestable. No usaba maquillaje, sólo un poco de rojo en los labios. Los ojos, detrás de las gafas, eran muy grandes, azul cobalto, con el iris enorme y una expresión vaga; ambos párpados eran tirantes, de manera que los ojos tenían un aspecto ligeramente oriental. Era como si la piel de su rostro fuera naturalmente tan tensa que se los estirara a los costados. Toda la cara tenía una especie de encanto neurótico fuera de tono que sólo necesitaba algo de hábil maquillaje para ser llamativo. Usaba un vestido de lino de una pieza, mangas cortas y ningún ornamento. Sus brazos desnudos tenían vello y unas cuantas pecas.
No presté mayor atención a lo que ella decía por teléfono. Lo que le era dicho lo escribía en taquigrafía con diestros y fáciles trazos. Cuando finalizó, colgó la guía de un gancho, se levantó y alisó su vestido de lino sobre los muslos.
—Tenga la bondad de esperar un momento —murmuró, y se dirigió hacia la puerta.
A mitad de camino se detuvo, volvió y cerró uno de los cajones superiores del escritorio. Salió. La puerta se cerró. Se hizo el silencio. Del otro lado de la ventana zumbaban las abejas. A lo lejos oí el ruido de una aspiradora. Tomé el cigarrillo que había puesto en el ala del sombrero, lo sostuve en mi boca y me puse de pie. Di la vuelta al escritorio y abrí el cajón que ella había cerrado.
No era nada de mi incumbencia. Simple curiosidad. No tenía por qué importarme que ella tuviese una pequeña automática «Colt» en el cajón. Lo cerré y volví a sentarme.
Permaneció ausente unos cuatro minutos. Abrió la puerta, se detuvo en el umbral y dijo: —La señora Murdock lo recibirá ahora. Recorrimos más pasillos y ella abrió la hoja de una puerta vidriera doble y se hizo a un costado. Yo entré y la puerta se cerró detrás de mí.
Allí dentro había una oscuridad tal que al principio no pude ver nada, exceptuando la luz exterior que se filtraba entre espesos arbustos y cortinas. Entonces vi que el cuarto era una especie de solárium y que se había permitido que la vegetación lo ahogase por completo. Estaba decorado con alfombras de pasto y muebles de caña. Junto a la ventana había un sofá de caña. Tenía un respaldo curvo y almohadones suficientes como para rellenar un elefante, y sobre él estaba reclinada una mujer con un vaso de vino en la mano. Pude percibir el espeso perfume alcohólico de la bebida antes de que me fuera posible verla. Entonces mis ojos se acostumbraron a la luz y alcancé a distinguir sus rasgos.
Tenía una cara y un mentón de grandes proporciones. Su cabello gris estaba ordenado por una tosca permanente, y tenía una nariz dura y grandes ojos húmedos con tanta expresión humana como unas piedras mojadas. Tenía encaje en el cuello, pero éste habría estado adecuadamente colocado dentro de una camiseta de futbolista. Llevaba un vestido grisáceo, de seda. Sus gruesos brazos estaban desnudos y tenían lunares. En sus orejas lucía aros de azabache. A su lado había una mesa cubierta con un vidrio, y sobre ella una botella de oporto. Sorbía del vaso que sostenía y me miró por encima de él.
Yo estaba de pie. Ella me dejó en esa posición mientras terminaba su oporto. Apoyó el vaso sobre la mesa y se tocó los labios con un pañuelo. Entonces habló. Su voz tenía una calidad dura de barítono y daba la impresión de no tener nada que ver con desatinos.
—Siéntese, señor Marlowe. Por favor, no encienda ese cigarrillo. Soy asmática.
Me senté en una mecedora de caña v me metí el cigarrillo todavía apagado detrás del pañuelo que llevaba en el pequeño bolsillo exterior de la chaqueta.
—Nunca traté con detectives privados, señor Marlowe. No sé nada respecto de ellos. Sus referencias parecen satisfactorias. ¿Cuánto cobra?
—¿Para hacer qué, señora Murdock?
—Es un asunto muy confidencial, naturalmente. Nada relacionado con la Policía. Si tuviese algo que ver con la Policía, la habría llamado.
—Cobro veinticinco dólares por día, señora Murdock. Y los gastos, lógicamente.
—Me parece mucho. Debe ganar una cantidad enorme de dinero.
—No —respondí—. No es así. Naturalmente, usted puede contratar un detective por cualquier precio..., como un abogado. O un dentista. No soy una organización. Soy un hombre solo, y me ocupo de un solo caso por vez. Corro riesgos, a veces riesgos enormes, y no trabajo permanentemente. No, no creo que veinticinco dólares por día sea demasiado.
—Entiendo. ¿Y de qué tipo son los gastos?
—Detalles que surgen en una u otra ocasión. Uno no puede preverlos.
—Preferiría saberlo —dijo ella, acremente.
—Lo sabrá —contesté—. Lo tendrá todo escrito y bien detallado. Tendrá oportunidad de reclamar si no está de acuerdo.
—¿Y qué adelanto espera?
—Con cien dólares bastaría.
—Lo imagino —afirmó ella. Terminó su oporto y volvió a llenar el vaso sin detenerse siquiera a secar sus labios.
—Con personas que se encuentran en su situación, señora Murdock, puedo prescindir perfectamente del adelanto.
—Señor Marlowe —manifestó ella—, soy una mujer testaruda. Pero no deje que yo le asuste. Porque si yo puedo amedrentarlo, usted no me servirá de mucho.
Asentí y dejé que el viento llevara sus palabras.
—Mi asma —comentó sin interés—. Bebo este vino como remedio. Por eso no se lo ofrezco. El dinero no tiene especial importancia —prosiguió ella—. Una mujer que está en mi posición siempre tiene que pagar de más, y termina esperando que eso ocurra. Confío en que usted rendirá por lo que cobra. La situación es ésta. Me han robado algo de considerable valor. Quiero recuperarlo, pero deseo algo más que eso. Nadie debe ser arrestado. El ladrón resulta ser miembro de mi familia... pariente político —hizo girar el vaso con sus gruesos dedos y sonrió vagamente en la tenue luz del cuarto en penumbras—. Mi nuera —agregó—. Una muchacha encantadora... y dura como una tabla de roble —me miró con un nuevo brillo en los ojos—. Tengo un hijo que es un maldito idiota —prosiguió—. Pero lo quiero mucho. Hace aproximadamente un año contrajo matrimonio, sin mi consentimiento. Fue un error por parte de él porque es completamente incapaz de ganarse la vida, y no tiene más dinero que el que yo le doy. Y no soy muy generosa. La mujer que eligió, o que lo eligió a él, era cancionista de un club nocturno. Su nombre, bastante apropiado, es Linda Conquest . Han vivido en esta casa. No reñimos porque no permito que la gente riña conmigo en mi propio hogar pero no nos hemos entendido. Pagué sus gastos, le di un coche a cada uno de ellos, le pasé a la dama un presupuesto suficiente, aunque no demasiado pródigo, para su ropa y otros gastos. No hay duda alguna de que ella ha encontrado esta vida un poco aburrida. Indudablemente encontró aburrido a mi hijo. Yo misma lo tengo en ese concepto. Sea como fuere, partió muy bruscamente, hace aproximadamente una semana, sin dejar su nuevo domicilio ni despedirse.
Tosió, buscó un pañuelo y se sonó la nariz.
—Lo que robó —continuó— fue una moneda. Es una pieza de oro bastante rara llamada Doblón Brasher. Era el orgullo de la colección de mi marido. Esas cosas no me interesan, pero a él le atraían mucho. Conservé la colección intacta desde que murió hace cuatro años. Estaba en el piso superior, en una habitación cerrada, a prueba de fuego, en gabinetes también a prueba de fuego. Está asegurada, pero todavía no comuniqué su pérdida. No quiero hacerlo, si puedo evitarlo. Estoy segura de que Linda se la llevó. Se dice que la moneda vale más de diez mil dólares. Es un ejemplar original.
—Pero muy difícil de vender —comenté.
—Quizá. No lo sé. No descubrí la falta de la moneda hasta ayer. Tampoco la habría notado en ese momento, porque nunca me acerco a la colección, si no hubiese llamado un tal Morningstar, de Los Ángeles, que dijo ser numismático, y que preguntó si el Murdock Brasher, como él lo designó, estaba en venta. Mi hijo había recibido la comunicación. Contestó que no creía estuviera en venta, que nunca lo había estado, y que si el señor Morningstar llamaba en otro momento, quizá podría hablar conmigo. En ese momento no era posible, porque yo estaba descansando. El hombre asintió. Mi hijo le transmitió la conversación a la señorita Davis, quien me puso al tanto. Le pedí que ella llamase a ese hombre. Sentía una vaga curiosidad.
Sorbió otro poco de oporto, agitó el pañuelo y gruñó.
—¿Por qué sintió curiosidad, señora Murdock? —pregunté, por decir algo.
—Si el hombre era un numismático de reputación, tenía que saber que la moneda no estaba en venta. Mi esposo, Jasper Murdock, estipuló en el testamento que ninguna pieza de su colección podría ser vendida, prestada o hipotecada durante mi vida. No podría ser retirada de la casa, exceptuando por un daño al edificio que exigiese el traslado, y en este caso sólo con participación de los albaceas. Mi esposo —comentó sonriendo amargamente— parecía convencido de que yo debería haberme interesado más en sus fragmentos de metal mientras él vivía.
Afuera el día era hermoso, brillaba el sol, florecían los pimpollos, los pájaros cantaban.
Los coches pasaban por la calle con un sonido confortablemente distante. En la habitación en penumbras, con la mujer de rasgos duros y el olor a vino, todo parecía un poco irreal. Crucé mis piernas y esperé.
—Hablé con el señor Morningstar. Su nombre completo es Elisha Morningstar y tiene su oficina en el Edificio Belfont, en Ninth Street, Los Angeles. Le informé que la colección Murdock no estaba en venta, que no lo había estado nunca y que en lo que de mí dependía tampoco lo estaría en el futuro, y que me sorprendía que él no lo supiese. Él carraspeó, masculló algo y luego me preguntó si lo autorizaba a examinar la moneda. Respondí que no se lo permitía de ninguna manera. Me dio las gracias un poco secamente y cortó la comunicación. Parecía un hombre de edad avanzada.
Entonces subí a examinar personalmente la moneda, cosa que no hacía desde un año atrás. Había desaparecido de su lugar en uno de los gabinetes cerrados a prueba de fuego.
No hice ningún comentario. Ella volvió a llenar su vaso y tamborileó con sus gruesos dedos sobre el brazo del sofá.
—Probablemente usted podrá adivinar lo que pensé en ese momento —agregó.
—Quizás en lo que se refiere al señor Morningstar —contesté—. Alguien le había ofrecido la moneda en venta, y él supo o sospechó de dónde venía. La pieza debe ser muy poco común.
—Dentro de lo que se designa como ejemplar original es ciertamente algo muy poco común. Sí, a mí se me ocurrió la misma idea.
—¿Cómo podría haber sido robada? —pregunté.
—Muy fácilmente, por cualquier ocupante de la casa. Las llaves están en mi cartera, y ésta siempre queda en uno u otro lugar. Sería muy sencillo apoderarse de las llaves por el tiempo necesario para abrir una puerta y un gabinete y luego devolverlas. Es difícil para un intruso, pero cualquiera de las personas que están en la casa podría haberla robado.
—Entiendo. ¿Cómo comprobó que su nuera fue quien lo hurtó, señora Murdock?
—No lo comprobé... en términos estrictamente jurídicos. Pero estoy convencida de eso. Las criadas son tres mujeres que están aquí desde hace muchos, muchos años... desde antes que me casara con el señor Murdock, cosa que ocurrió hace sólo siete años. El jardinero no entra nunca en la casa. No tengo chófer, porque el coche lo manejan mi hijo o mi secretaria. Mi hijo no robó la moneda, primeramente porque no es tan tonto como para hacer eso con su propia madre, y además, porque si él la hubiese robado, le habría resultado muy fácil impedir que yo hablase con el señor Morningstar. La señorita Davis... sería ridículo. No tiene ese tipo. Demasiado tímida. No, señor Marlowe, Linda es la única que habría sido capaz de hacerlo, sólo por despecho. Y usted sabe lo que es esta gente de los clubs nocturnos.
—Es gente de toda clase... como el resto de nosotros —respondí—. Supongo que no habrá rastros de un ratero, ¿verdad? Se habría necesitado un tipo de métodos muy delicados para que robase una sola pieza de valor, de modo que eso está descartado. Sin embargo, sería mejor que echase un vistazo en el cuarto.
—Acabo de decirle, señor Marlowe, que la señora Linda Murdock, mi nuera, robó el Doblón Brasher.
—Suponiendo que sea así, señora Murdock, ¿qué quiere que haga?
—En primer lugar deseo que recupere la moneda. En segundo lugar pido un divorcio sin discusión para mi hijo. Y no estoy dispuesta a comprarlo. Me atrevo a creer que usted sabe cómo se hacen estas cosas.
—Quizá lo sepa —comenté—. Usted dice que la dama se mudó sin dejar su nuevo domicilio. ¿Eso significa que usted no tiene idea de su paradero?
—Exactamente.
—Una desaparición, entonces. Quizá su hijo tenga alguna idea que no le transmitió a usted. Tendré que verlo.
—Mi hijo no sabe nada. Ni siquiera sabe que el doblón fue robado. No quiero que sepa nada. Cuando llegue el momento, me ocuparé de él. Hasta entonces quiero que lo dejen en paz. Él hará exactamente lo que yo le indique.
—Eso no ha ocurrido siempre —comenté.
—Su boda —afirmó con tono desagradable— fue un impulso momentáneo. Luego trató de comportarse como un caballero. Yo no tengo esos escrúpulos.
—En California se necesitan tres días para llevar a cabo uno de esos impulsos momentáneos, señora Murdock.
—Jovencito, ¿acepta o no este trabajo?
—Lo acepto si me ponen al tanto de los detalles y me permiten llevar el caso adelante como lo crea conveniente. No lo acepto si usted piensa establecer un montón de reglas y condiciones que entorpecerían mi marcha.
—Éste es un delicado asunto de familia —exclamó ella, riendo ásperamente—. Y debe ser tratado con delicadeza, señor Marlowe.
—Si me contrata, obtendrá toda la delicadeza de la que soy capaz. Si ésta no le parece suficiente, quizá será mejor que emplee a otro detective. Por ejemplo, entiendo que usted no quiere que se inicie un caso contra su nuera. No soy lo bastante delicado para eso.
—Me servirá —dijo secamente—. Ojalá lo hubiese encontrado hace dos años, antes que él se casase con esa mujer.
Tocó un timbre, y la menuda rubia cobriza entró en la habitación con el mentón bajo, como si temiese que alguien le tirase un puñetazo.
—Extiéndele a este hombre un cheque por doscientos cincuenta dólares —le rugió la vieja bruja—. Cierra el pico y no hables con nadie de esto.
—Sabe que nunca comento sus asuntos privados, señora Murdock —gimió—. Sabe que no lo hago. Ni siquiera en sueños me atrevería a...
—Necesito una fotografía de la dama y algunas informaciones —dije, cuando la puerta se hubo cerrado.
—Busque en el cajón del escritorio —contestó la mujer, y sus anillos lanzaron destellos en la oscuridad cuando señaló con su dedo gris.
Me acerqué y abrí el único cajón del escritorio de caña, y saqué una fotografía que estaba sola en el fondo, boca arriba, mirándome con fríos ojos oscuros. Volví a sentarme con la fotografía, y la estudié. Cabellos oscuros con raya al medio y flojamente echados hacia atrás sobre una frente amplia. Una ancha boca despectiva con labios muy tentadores. Una linda nariz, ni demasiado pequeña ni demasiado grande. Huesos fuertes en todo el rostro. En la expresión faltaba algo. En un tiempo ese algo podría haber sido llamado aristocracia, pero ahora no sabía cómo designarlo. La cara parecía demasiado astuta y demasiado prevenida para su edad.
Sacudí la cabeza sobre la fotografía y la guardé en mi bolsillo, pensando que obtenía de ella más de lo que se podía esperar de un retrato, y eso a pesar de la luz escasa.
La puerta se abrió y la muchacha menuda con el vestido de hilo entró con un talonario de cheques y una estilográfica, y convirtió su brazo en un escritorio para que la señora Murdock firmase. Se irguió con una sonrisa tensa; la señora Murdock me señaló con un gesto brusco y la muchacha menuda arrancó el cheque y me lo entregó. Se detuvo junto al umbral, esperando.
Nadie le dijo nada, de modo que volvió a salir silenciosamente y cerró la puerta.
—¿Qué puede contarme acerca de Linda?
—Prácticamente nada. Antes de casarse con mi hijo compartía un departamento con una muchacha llamada Lois Magic, que también es una especie de actriz. Esta gente elige los nombres más extravagantes. Las dos trabajaban en un lugar llamado el «Idle Valley Club», sobre el Ventura Boulevard. Mi hijo Leslie lo conoce demasiado bien. No sé nada respecto a la familia o los orígenes de Linda. En una ocasión dijo que había nacido en Sioux Falls. Supongo que tenía padres. No me interesaba tanto como para tratar de averiguarlo.
—¿No conoce el domicilio de la señorita Magic?
—No, no lo conocí nunca.
—¿Podría saberlo su hijo... o la señorita Davis?
—Se lo preguntaré a mi hijo cuando venga. No lo creo. Puede preguntárselo a la señorita Davis. Estoy segura de que ella no lo sabe.
—Entiendo. ¿No conoce a ningún otro amigo de Linda?
—No.
—Es posible que su hijo esté todavía en contacto con ella, señora Murdock, sin que se lo haya dicho a usted.
Ella empezó nuevamente a ponerse púrpura. Levanté la mano e hice subir a mi rostro una sonrisa pacificadora.
—Después de todo, hace un año que están casados —comenté—. Debe saber algo respecto a ella.
—No meta a mi hijo en esto —bramó ella.
—Muy bien. Supongo que se llevó su coche, el que usted le regaló.
—Un cupé «Mercury» gris acerado, modelo 1940. La señorita Davis le dará el número de matrícula, si lo desea. No sé si se lo llevó.
—¿Sabe qué dinero y joyas tenía ella en su poder?
—No mucho dinero. Como máximo, un par de cientos de dólares —afirmó, y una mueca desagradable hizo aparecer profundos surcos alrededor de su nariz y de su boca—. A menos, naturalmente, que haya encontrado un nuevo amigo.
—Está bien —respondí—. ¿Alhajas?
—Un anillo de esmeraldas y diamantes de poco valor, un reloj «Longines» de platino con rubíes en la caja, un excelente collar de ámbar oscuro que fui lo bastante tonta como para regalarle yo misma. Tiene un cierre de diamantes con veintiséis piedras pequeñas, en forma de un diamante de baraja. Naturalmente, también tenía otras cosas. Nunca les presté mucha atención. Vestía bien, pero no llamativamente. Gracias a Dios tenía unas pocas pequeñas virtudes.
—¿Eso es todo lo que puede informarme, señora Murdock?
—¿No es suficiente?
—No, pero tendré que darme por satisfecho por el momento. Si descubro que no robó la moneda, ahí terminará la investigación en lo que a mí respecta. ¿Entendido?
—Ya hablaremos de eso —contestó ella rudamente—. La robó, sin lugar a dudas. Y no estoy dispuesta a perdonárselo. Métase eso en la cabeza, joven. Y espero que sea la mitad de lo duro que trata de parecer, porque estas chicas de los clubs nocturnos acostumbran tener amigos muy poco cordiales.
—Me gustan brutales —comenté—. Los más brutos son los de cerebro más pequeño. Le pasaré la información cuando tenga algo que comunicarle, señora Murdock. Creo que empezaré por el numismático. Me parece que ofrece una buena pista.
—No le resulto muy simpática, ¿verdad?
—¿Lo es para alguien? —pregunté, volviéndome para sonreírle, con la mano sobre el picaporte.
Ella echó la cabeza hacia atrás, abrió inmensamente la boca y lanzó una carcajada atronadora. En la mitad de esa explosión de hilaridad abrí la puerta, salí y la cerré con violencia. Recorrí el pasillo y golpeé la puerta entreabierta de la oficina, la empujé y miré hacia el interior.
Tenía los brazos doblados sobre el escritorio y el rostro oculto entre ellos. Estaba sollozando. Hizo girar la cabeza y me miró con los ojos empapados por las lágrimas. Cerré la puerta, me acerqué hasta su lado y le pasé un brazo sobre sus endebles hombros.
—Animo —exclamé—. Usted debería compadecerla. Ella se cree fuerte, y se rompe las espaldas para poder vivir a la altura de su fama.
La muchachita se irguió bruscamente, y se apartó de mi brazo.
—No me toque —pidió entrecortadamente—. Por favor. Nunca permito que los hombres me toquen. Y no diga esas cosas horribles sobre la señora Murdock.
Su rostro estaba encendido y mojado por las lágrimas. Sin las gafas, sus ojos eran muy hermosos.
Me puse en la boca el cigarrillo tan largamente demorado, y lo encendí.
—No quise ofenderlo... —murmuró ella—. Pero me humilla tanto... Yo sólo quiero servirla lo mejor posible.
Se sorbió las narices y sacó un pañuelo de hombre del escritorio, lo desplegó y se secó los ojos. En la punta que colgaba libremente vi las iniciales L. M. bordadas en púrpura. Lo miré y lancé el humo del cigarrillo hacia el rincón del cuarto, lejos de su cabello.
—¿Desea saber algo? —preguntó ella.
—Quiero que me dé el número de la matrícula del coche de la señora Linda Murdock.
—Es 2X 1111, un convertible «Mercury» gris, modelo 1940.
—Ella me dijo que era un cupé.
—Ése es el coche del señor Leslie. Son de la misma marca, año y color. Linda no se llevó el coche.
—Oh. ¿Y qué sabe usted acerca de una señorita Lois Magic?
—La vi una sola vez. Antes compartía su departamento con Linda. Vino con un señor... un señor Vannier.
—¿Quién es?
Ella miró hacia abajo, fijando la vista en el escritorio.
—Yo... ella vino con él. No lo conozco.
—Muy bien. ¿Cómo es la señorita Lois Magic?
—Es una rubia alta y bonita. Muy... muy atractiva.
—¿Quiere decir sensual?
—Bien... —murmuró ella, y se ruborizó intensamente—. Lo es en un sentido agradable y decente, si es que usted me entiende.
—La entiendo —contesté—, pero nunca llegué a nada con eso.
—Me lo imagino —afirmó ella desenfadadamente.
—¿Sabe dónde vive la señorita Magic?
Ella meneó la cabeza negativamente. Plegó con mucho cuidado su amplio pañuelo y lo guardó en el cajón del escritorio, el mismo en que tenía la pistola.
—Podría robar otro cuando ése esté sucio —dije.
Ella se recostó en la silla, colocó sus pequeñas manos muy cuidadas sobre el escritorio y me miró fijamente.
—Si yo estuviese en su lugar, no llevaría demasiado lejos esos modales fanfarrones, señor Marlowe. No conmigo, por lo menos.
—¿No?
—No. Y no puedo contestar más preguntas sin órdenes terminantes. Mi posición en esta casa es muy confidencial.
—No soy fanfarrón —manifesté—. Simplemente viril.
Ella tomó un lápiz e hizo un signo sobre un papel. Me sonrió vagamente, otra vez dominada por su compostura.
—Quizá no me gusten los hombres viriles —comentó.
—Usted es una chiflada —afirmé—, si es que sé lo que es eso. Adiós.
Salí de la oficina, cerré la puerta y recorrí nuevamente los pasillos vacíos y la enorme sala fúnebre y silenciosa, y salí por la puerta del frente.
Un pequeño cupé color arena se puso en marcha detrás de mí. No le presté atención. El hombre que lo conducía usaba un sombrero oscuro de paja con una llamativa cinta estampada y sus ojos estaban ocultos detrás de gafas oscuras, como ocurría con los míos.
Me dirigí a la ciudad. Doce manzanas después, el cupé color arena estaba todavía detrás de mí en una parada. Seguí y, por diversión, di vueltas alrededor de algunas manzanas. El cupé conservaba la distancia. Me metí por una calle con inmensos árboles, arrastré mi coche dando una violenta vuelta en forma de U y frené contra la acera.
El cupé se acercó cuidadosamente por la esquina. La cabeza rubia, bajo el sombrero de paja color cacao con su banda tropical, ni siquiera se volvió por mi camino. El cupé prosiguió su ruta y yo regresé por Arroyo Seco hacia Hollywood. Varias veces miré con cuidado pero no pude localizar más al cupé.
3
Yo tenía una oficina en el Edificio Cahuenga, sexto piso, al fondo del pasillo, con dos pequeñas habitaciones. Dejaba abierta una de ellas para que un cliente paciente me esperase sentado, si tenía un cliente paciente. En la puerta había un timbre que podía hacer funcionar y cortar desde mi privado santuario de meditaciones.
Miré dentro de la sala de espera. Estaba vacía de todo excepto de olor a polvo. Abrí una ventana, la puerta comunicante y fui al cuarto de más atrás. Cuatro sillas, una de ellas giratoria, un escritorio chato con tapa de vidrio lleno de nada, un calendario y un diploma enmarcado sobre la pared, un teléfono, un lavabo en un armario de madera manchada, una percha, una alfombra que era solamente algo sobre el piso, y dos ventanas abiertas, con cortinas que se plegaban y desplegaban como los labios de un dormido viejo desdentado.
El mismo tipo de casa que tuve el año pasado, y el anterior. Ni hermosa ni alegre, pero mejor que una tienda en la playa.
Colgué mi sombrero y mi chaqueta en la percha. Me lavé la cara y las manos con agua fría. Encendí un cigarrillo y deposité la guía telefónica sobre el escritorio. Elisha Morningstar figuraba en la calle 422 West Ninth, edificio Belfont 824.
Escribí la dirección y número telefónico. Tenía mi mano sobre el aparato. Cuando recordé que no había conectado la chicharra de la sala de espera, me incliné sobre el costado del escritorio y la hice funcionar.
Alguien acababa de abrir la puerta de la oficina exterior en ese momento.
Deposité el cuaderno de notas boca abajo sobre el escritorio y salí a averiguar de quién se trataba. Era un tipo delgado, alto, de aspecto satisfecho, con un arrugado traje tropical azul pizarra, zapatos blancos y negros, una camisa opaca color marfil y una corbata y un pañuelo de color azul violáceo.
Sostenía una larga boquilla negra en un guante blanco de piel de cerdo. Arrugaba su nariz a las revistas muertas que estaban sobre la mesa de la biblioteca, a las sillas, a la desgastada alfombra y al ambiente general de poco dinero.
Cuando abrí la puerta comunicante, dio un cuarto de vuelta y me miró con ojos soñadores y pálidos, puestos juntos a una estrecha nariz. Su piel estaba enrojecida por el sol y su cabello rojizo estaba estirado para atrás sobre un cráneo estrecho. La fina línea de su bigote era mucho más roja que su cabello.
Me examinó sin apuro y sin mayor placer. Echó delicadamente una bocanada de humo y habló con un ligero acento de burla.
—¿Usted es Marlowe?
Asentí.
—Estoy un poco desilusionado —dijo—. Más bien esperaba algo con uñas sucias.
—Entre —invité—. Podrá mostrar su ingenio estando sentado.
Mantuve abierta la puerta y él pasó delante de mí haciendo caer la ceniza sobre el piso con el dedo medio de su mano libre. Se sentó del lado del escritorio correspondiente al cliente, se quitó el guante de la mano derecha, lo dobló junto con el otro que ya se había sacado y los dejó sobre el escritorio. Golpeó el extremo de la larga boquilla en el que encajaba el cigarrillo, aplastó las cenizas hasta que dejaron de humear, metió otro cigarrillo en la boquilla y lo encendió con una gruesa cerilla color caoba. Se reclinó en su silla con la sonrisa de un aristócrata aburrido.
—¿Listo? —pregunté—. ¿Pulso y respiración normales? ¿No quiere una toalla fría en la cabeza o algo parecido?
—Un detective privado —dijo al fin—. Nunca había conocido a uno. Tengo entendido que es un oficio turbio. Espiar por las cerraduras, husmear escándalos, cosas por el estilo.
—¿Viene por cuestión de negocios, o por puro instinto aventurero? —pregunté.
—Me llamo Murdock. Quizás eso signifique algo para usted.
—Veo que no tardó en venir —comenté, y empecé a llenar la pipa.
—Tengo entendido que mi madre lo empleó para realizar un trabajo determinado —dijo lentamente—. Le ha dado un cheque.
Al terminar de llenar la pipa le acerqué la cerilla. Luego la arrojé y me recosté para echar humo sobre mi hombro derecho hacia la ventana abierta. No dije nada.
Él se inclinó un poco más hacia delante y dijo, seriamente:
—Sé que el ser enigmático forma parte de su oficio, pero no estoy adivinando. Me lo contó una pequeña lombriz, una sencilla lombriz de jardín, frecuentemente pisoteada, pero que de todos modos siempre consiguió sobrevivir... como yo mismo. Casualmente no estaba muy lejos de usted. ¿Eso ayuda a aclarar las cosas?
—Sí —asentí—. Suponiendo que yo le dé alguna importancia.
—Tengo entendido que usted fue contratado para hallar a mi esposa, Marlowe —dijo, aún más seriamente—. Haré un esfuerzo. Pero creo que usted no me gustará.
—Estoy gritando —respondí—. De rabia y dolor.
—Y si disculpa una frase vulgar, sus baladronadas apestan.
—Por ser usted quien lo dice, su frase es muy amarga.
Se recostó otra vez y me miró con ojos pálidos. Se agitó en la silla, tratando de ponerse cómodo. Mucha gente había tratado de ponerse cómoda en esa silla. Tendría que haberla probado. Quizás esa silla me estaba haciendo perder clientes.
—¿Qué interés puede tener mi madre en encontrar a Linda? —preguntó—. La odiaba. Quiero decir que mi madre odiaba a Linda. Linda se portaba muy decentemente con mamá. ¿Qué opina usted de ella?
—¿De su madre?
—Naturalmente. No ha conocido a Linda, ¿verdad?
—La secretaria de su madre tiene el empleo colgado de un pelo. Habla cuando no debe.
—Mamá no lo sabrá —exclamó él, sacudiendo violentamente la cabeza—. De todos modos, mamá no podría arreglárselas sin Merle. Tiene que tener alguien a quien mandar. Podría gritarle o incluso abofetearla, pero no vivir sin ella. ¿Qué opina de ella?
—Es atractiva... en un sentido anticuado.
—Me refiero a mamá —contestó, frunciendo el ceño—. Merle no es más que una simple chiquilla; lo sé.
—Su poder de observación me deja estupefacto —comenté.
—Respecto a mi madre —insistió él, pacientemente.
—Una estupenda vieja guerrera —afirmé—. Un corazón de oro, y oro enterrado profundamente.
—Pero, ¿por qué quiere encontrar a Linda? No lo entiendo. Y además, gasta su dinero. A mi madre no le gusta gastar dinero. Cree que el dinero forma parte de su piel. ¿Por qué quiere encontrar a Linda?
—No me lo pregunte a mí —respondí—. ¿Quién dijo que Quiere hallarla?
—Usted lo dio a entender. Y Merle...
—Merle es una romántica. Ella lo inventó. Cielos, se suena las narices con un pañuelo de hombre. Quizá sea el suyo.
—Eso es una tontería —murmuró, ruborizándose—. Oiga, Marlowe. Por favor, sea razonable y explíqueme qué significa todo esto. Me temo que no tengo mucho dinero, pero dispongo de un par de cientos...
—Debería sacudirlo —contesté—. Además, no tengo permiso para hablar con usted. Ordenes.
—¿Por qué, por amor de Dios?
—No me pregunte cosas que no sé. No puedo responderle. Y no me pregunte cosas que sé, porque no le daré las respuestas. ¿Dónde ha estado usted durante toda su vida? Si un hombre que se dedica a mi trabajo recibe una misión, ¿les cuenta a todos los curiosos los detalles de la misma?
—Debe haber mucha electricidad en el ambiente —comentó él torpemente—, para que un tipo con su ocupación rechace doscientos dólares.
De ahí tampoco podía sacar nada útil. Levanté su gruesa cerilla de caoba del cenicero y la miré. Tenía finos bordes amarillos y una inscripción blanca. Rosemont. H. Richards' 3... el resto estaba quemado. Doblé la cerilla, junté las dos mitades y la tiré al cesto de los papeles.
—Quiero a mi esposa —exclamó él súbitamente, y me mostró los bordes duros y blancos de sus dientes—. Parece cursi, pero es así.
—Los Lombardos siguen teniendo éxito.
Él dejó los dientes al descubierto y habló entre ellos.
—Ella no me quiere. No conozco ningún motivo particular para que sea de otra forma. La situación ha sido muy tensa entre nosotros. Ella estaba acostumbrada a una vida muy agitada. La nuestra... bueno, ha sido bastante aburrida. No hemos reñido. Linda es una persona fría. Pero no se divirtió mucho durante nuestro matrimonio.
—Usted es demasiado modesto —manifesté.
Sus ojos brillaron, pero conservó con aplomo sus modales suaves.
—Es inútil, Marlowe. Ni siquiera es nuevo. Oiga, usted parece ser un tipo decente. Sé que mi madre no invierte doscientos cincuenta dólares por capricho. Quizá no se trate de Linda. Quizás haya algo más. Quizá... —se interrumpió y luego habló muy lentamente, mirando mis ojos—, quizá se trate de Morny.
—Quizá —respondí alegremente.
Tomó sus guantes, golpeó el escritorio con ellos y volvió a dejarlos.
—Ahí estoy ciertamente en un aprieto —afirmó—. Pero no pensé que ella lo supiese. Morny debe haberla llamado. Me prometió que no lo haría.
—¿Cuánto le debe? —pregunté. Esto era sencillo.
No fue tan sencillo. Volvió a desconfiar.
—Si la llamó, se lo habría dicho. Y ella se lo habría repetido a usted —murmuró fríamente.
—Quizá no se trate de Morny —contesté, empezando a añorar el sabor de un trago—. Quizá la cocinera haya tenido un hijo con el repartidor de hielo. ¿Pero cuánto es, si se trata de Morny?
—Doce mil —contestó, mirando hacia abajo y ruborizándose.
—¿Amenazas?
Asintió.
—Dígale que se vaya a freír buñuelos —aconsejé—. ¿Qué clase de tipo es ése? ¿Asusta?
—Supongo que sí. Supongo que todos son como él. Antes era un «pesado» de cine. Buen mozo y con un tipo llamativo: un donjuán. Pero no se equivoque. Linda sólo trabajaba ahí, como los mozos y la orquesta. Y si la busca a ella, le costará mucho encontrarla.
—¿Por qué me costará mucho encontrarla? Espero que no esté enterrada en el jardín.
Se puso de pie con un relámpago de furia en sus ojos claros. Mientras estaba en esa posición, inclinado sobre el escritorio, movió la mano derecha con bastante agilidad e hizo aparecer una pequeña automática, calibre aproximadamente 25, con empuñadura de nogal. Parecía la hermana de la que había visto en el cajón del escritorio de Merle. El cañón que me apuntaba tema un aspecto de pocos amigos. No me moví.
—Si alguien trata de atropellar a Linda, tendrá que entendérsela antes conmigo —amenazó tensamente.
—Eso no será difícil. Será mejor que busque más artillería..., a menos que piense nada más que en las abejas.
Guardó la diminuta pistola en un bolsillo interior. Me dirigió una violenta mirada, cogió los guantes y se encaminó hacia la puerta.
—Pierdo el tiempo hablando con usted —dijo—. Todo lo que hace es bromear.
—Un momento —exclamé, y me puse de pie y di un rodeo al escritorio—. Quizá sería una buena idea que no le mencionase esta entrevista a su madre, aunque sólo sea por el bien de la muchacha.
—Teniendo en cuenta la cantidad de informaciones que obtuve —respondió él, asintiendo—, no merece ser mencionada.
—¿Es cierto lo que dijo acerca de los doce mil que le debe a Morny?
Él bajó la vista, luego la levantó, y por fin volvió a bajarla.
—El que consiga comprometerse por esa cantidad con Alex Morny —comentó— tiene que ser mucho más inteligente que yo.
—Casualmente —dije, sin acercarme siquiera a él—, no creo que usted esté preocupado por su esposa. Creo que sabe dónde está. Ella no huyó de usted. Si escapó de alguien, fue de su madre. —Él levantó la vista y se puso un guante. No pronunció ni una palabra—. Quizás ella consiga trabajo —agregué—. Y gane lo suficiente para mantenerlo. —Volvió a mirar el piso, giró el cuerpo un poco hacia la derecha, y el puño enguantado trazó un tenso arco por el aire hacia arriba. Aparté mi mentón de su camino, atrapé su muñeca y la empujé lentamente contra su pecho, apoyándome sobre él. Resbaló unos centímetros hacia atrás sobre el piso, y empezó a respirar con dificultad. Era una muñeca delgada. Mis dedos la rodeaban y se tocaban del otro lado—. ¿Cómo es que el viejo no le dejó dinero? —pregunté con una mueca—. ¿O acaso lo gastó todo?
Habló entre dientes, sin dejar de esforzarse por soltarse.
—Si eso puede ser de su maldita incumbencia y se refiere a Jasper Murdock, él no era mi padre. No me tenía simpatía y no me dejó un centavo. Mi padre se llamaba Horace Bright, perdió su dinero durante la crisis y saltó por la ventana de su oficina.
—Es fácil ordeñarlo —comenté—, pero da una leche muy poco sustanciosa. Lamento haber dicho que su esposa lo mantendría. Sólo quería hacerle perder el control.
Solté su muñeca y retrocedí. Él seguía respirando pesada y dificultosamente. Sus ojos brillaban de cólera, pero no levantó la voz.
—Bien, ya lo sabe. Si está satisfecho, me iré.
—Le hice un favor —dije—. Un tipo armado no debe ofenderse con tanta facilidad. Será mejor que deje el juguete.
—Eso es asunto mío —respondió—. Disculpe que haya tratado de pegarle. Probablemente no le habría dolido mucho si lo hubiese alcanzado.
—No se preocupe.
Abrió la puerta y salió. Sus pasos se perdieron en el corredor. Otro chiflado. Me golpeé los dientes con un nudillo siguiendo el ritmo de sus pisadas mientras pude oírlas. Luego volví al escritorio, miré mis notas y levanté el auricular.
4
Cuando el teléfono hubo sonado tres veces, en el otro extremo de la línea una voz femenina de tono infantil se filtró a través de una goma de mascar.
—Buenos días —dijo—. Oficina del señor Morningstar.
—¿El señor está?
—¿Quién lo llama?
—Marlowe.
—¿Él le conoce a usted, señor Marlowe?
—Pregúntele si quiere comprar antiguas monedas norteamericanas de oro.
—Un minuto, por favor.
Hubo una pausa necesaria para que una persona mayor, sentada en una oficina interior, fuese informada de que alguien quería comunicarse con él por teléfono. Entonces se oyó el ruido de un conmutador y habló un hombre. Tenía una voz seca. Casi podría haberse dicho reseca.
—Habla el señor Morningstar.
—Me dijeron que usted llamó a la señora Murdock, de Pasadena, señor Morningstar. Acerca de una cierta moneda.
—Acerca de una cierta moneda —repitió él—. Efectivamente. ¿Y bien?
—Tengo entendido que usted quería comprar la moneda en cuestión de la colección Murdock.
—¿De veras? ¿Y quién es usted, señor?
—Philip Marlowe. Detective privado. Trabajo para la señora Murdock.
—¿De veras? —dijo por segunda vez. Se aclaró cuidadosamente la garganta—. ¿Y respecto a qué quiere hablar conmigo, señor Marlowe?
—Acerca de la moneda.
—Pero me anunciaron que no estaba en venta.
—De todos modos quiero conversar con usted sobre el tema. Personalmente.
—¿De modo que ella cambió de idea acerca de la venta?
—No.
—Entonces me temo que no entiendo lo que usted desea, señor Marlowe. ¿De qué hablaremos? —preguntó, y ahora su tono fue de astucia.
Saqué el as de la manga y lo jugué con gracia lánguida.
—Lo interesante, señor Morningstar, es que cuando usted llamó, ya sabía que la moneda no estaba en venta.
—Interesante, sin duda —respondió él lentamente—. ¿Qué le hace pensar eso?
—Usted está en la especialidad, y no puede dejar de saberlo. Es de público conocimiento que la colección Murdock no puede ser enajenada mientras viva la señora Murdock.
—Ah —exclamó—. Ah. —Hubo una pausa, y luego—: A las tres —dijo—. Me agradaría recibirlo en mi oficina. Probablemente usted sabe dónde está situada. ¿Le conviene la hora?
—Estaré allí —contesté.
Colgué el auricular, volví a encender la pipa y me quedé mirando la pared. Mi rostro estaba rígido por los pensamientos o por algo que lo ponía rígido. Saqué del bolsillo la foto de Linda Murdock, la miré durante un rato, decidí que después de todo el rostro era bastante vulgar, y la guardé bajo llave en mi escritorio. Tomé la segunda cerilla de Murdock del cenicero y la observé. En ésta la leyenda decía: Top Row W. D. Wright '36.
La dejé caer nuevamente en el cenicero, preguntándome qué era lo que hacía que esto tuviese importancia. Quizá fuese una pista.
Saqué de mi billetera el cheque de la señora Murdock, lo endosé, extendí una papeleta de depósito y un cheque para cobrar, saqué mi talonario de cheques del cajón, lo ajusté todo con una goma y metí el bulto en mi bolsillo.
Lois Magic no figuraba en la guía telefónica.
Abrí la sección clasificada e hice una lista de la media docena de agencias teatrales que aparecían con letras grandes y las llamé. En todas había voces muy animadas que querían averiguar muchos detalles, pero o no sabían nada o no querían decirme nada acerca de la señorita Lois Magic, supuesta actriz.
Tiré la lista al cesto de papeles y llamé a Kenny Haste, un reportero de la sección policial del Chronicle.
—¿Qué sabes de Alex Morny? —le pregunté, una vez que terminamos de intercambiar bromas.
—Tiene un lujoso club nocturno con salón de juego en Idle Valley, a unas dos millas de distancia de la carretera, en dirección a las sierras. Trabajó en cine. Pésimo actor. Parece contar con mucha protección. Nunca oí que hubiese matado a nadie en la plaza pública a mediodía. Ni a ninguna otra hora. Pero no me gustaría apostar al respecto. t
—¿Peligroso?
—Podría serlo, en caso necesario. Todos esos tipos han visto películas y saben cómo debe comportarse el dueño de un club nocturno. Tiene un guardaespaldas que es un tipo muy interesante. Se llama Eddie Prue, mide un metro noventa y es flaco como una coartada auténtica. Tiene un ojo defectuoso a consecuencia de una herida de guerra.
—¿Morny es peligroso para las mujeres?
—No seas puritano, amigo. Las mujeres no lo llaman peligroso.
—¿Conoces a una chica llamada Lois Magic, supuestamente actriz? Una rubia alta y atractiva, según me contaron.
—No. Aunque por lo que oigo me gustaría conocerla.
—No bromees. ¿Conoces a alguien llamado Vannier? Ninguna de estas personas está en la guía telefónica.
—No. Pero podría preguntárselo a Gertie Arbogast, si quieres volver a llamar. Él conoce a todos los aristócratas de clubs nocturnos. Y a los granujas también.
—Gracias, Kenny. De acuerdo. ¿Dentro de media hora?
Respondió afirmativamente, y cortamos la comunicación. Cerré la oficina y salí.
En el extremo del corredor, en el ángulo de la pared, un joven rubio con un traje marrón y un sombrero de paja color cacao con una cinta tropical marrón y amarilla, estaba leyendo el diario con la espalda apoyada ! contra la pared. Cuando pasé frente a él bostezó, metió el diario debajo del brazo y se irguió.
Entró en el ascensor conmigo. Estaba tan cansado que apenas podía mantener los ojos abiertos. Salí a la calle y recorrí una manzana hasta el Banco, para depositar mi cheque y retirar un poco de dinero para gastos. Desde ahí fui al Tigertail Lounge, me senté en un reservado vacío, bebí un «Martini» y comí un sandwich. El tipo del traje marrón se había apostado en el extremo del bar, bebía «Coca-cola», se mostraba aburrido y apilaba monedas delante de él, acariciando cuidadosamente los cantos. Se había puesto nuevamente las gafas oscuras. Lo hacían invisible.
Comí el sandwich lo más lentamente que pude y luego volví a la cabina telefónica situada al final del bar. El hombre del traje marrón volvió la cabeza rápidamente y disimuló el movimiento levantando su copa.
Llamé al Chronicle.
—Muy bien —dijo Kenny Haste—. Gertie Arbogast me informó que Morny se casó no hace mucho tiempo con tu linda rubia, Lois Magic. No conoce a Vannier. Dice que Morny compró una casa más allá de Bel-Air, un edificio blanco sobre Stillwood Crescent Drive, cinco manzanas al norte de Sunset. Gertie dice que Morny la obtuvo de un granuja en bancarrota llamado Arthur Blake Popham, que fue sorprendido en una estafa por correspondencia. Las iniciales de Popham están todavía en los portones. Y quizá también en el papel del baño, dice Gertie. Era un tipo capaz de eso. Es todo lo que sabemos.
—Nadie podría pedir más. Muchas gracias, Kenny.
Corté la comunicación, salí de la cabina, me encontré con las gafas oscuras sobre el traje marrón debajo del sombrero de paja color cacao y vi cómo se volvían rápidamente.
Giré sobre los talones, entré en la cocina por una puerta de vaivén y seguí hasta el callejón, y luego me encaminé por éste hasta el parking donde había dejado el coche.
Ningún cupé color arena consiguió seguirme cuando partí en dirección a Bel-Air.
5
La carretera de Stillwood Crescent dibujaba una curva suave hacia el norte de Sunset Boulevard. Mucho más allá de la cancha de golf del Country Club de Bel-Air, el camino estaba flanqueado con paredones y rejas de residencias. Algunas tenían paredes altas, otras bajas, algunas verjas de hierro ornamental. Algunas eran un poco pasadas de moda y se conformaban con cercos altos. La calle no tenía acera. En ese barrio nadie caminaba. Ni siquiera el cartero.
La tarde era calurosa, pero no como en Pasadena. Había un perfume adormecedor de flores y sol, un silbido de maquinas de riego que giraban suavemente detrás de los muros y cercas, y un claro mordisquear de cortadoras de césped que se deslizaban delicadamente sobre las lomas plácidas y serenas.
Subí lentamente por la pendiente, buscando iniciales en los portones. El nombre era Arthur Blake Popham. A. B. P. serían las iniciales. Las encontré casi en la parte más alta, doradas sobre un fondo negro, los portones abiertos a un camino interior negro.
La casa era blanca y resplandeciente, y producía la impresión de ser completamente nueva, pero el parque estaba muy descuidado. Era bastante modesta para la zona, apenas catorce habitaciones y quizás una sola piscina. La pared estaba hecha de ladrillo, con el cemento chorreando por los intersticios porque así la habían diseñado. En lo alto del muro había una baja verja de hierro pintada de negro. El nombre A. P. Moray estaba grabado sobre el amplio buzón plateado de la entrada de servicio.
Estacioné mi coche en la calle y me dirigí por el camino interior de asfalto negro hasta la puerta lateral pintada de blanco, con manchas de color proyectadas por un alero de vidrios multicolores. Llamé con una enorme aldaba de bronce. A un costado de la casa un chófer estaba lavando un «Cadillac».
La puerta se abrió y un filipino de ojos duros con una chaqueta blanca me frunció el labio superior. Le entregué mi tarjeta.
—La señora Morny —dije.
Cerró la puerta. Pasó el tiempo, como pasa cada vez que hago una visita. El chorro de agua sobre el «Cadillac» producía un ruido refrescante. El chófer era un individuo menudo con pantalones de montar y una camisa manchada por el sudor. Parecía un jockey demasiado crecido y mientras trabajaba sobre el coche silbaba en forma parecida a la de un caballerizo que está limpiando un animal.
La puerta se abrió y el filipino me devolvió la tarjeta. No la acepté.
—¿Qué desea?
—Quiero ver a la señora Morny.
—No se encuentra en casa.
—¿No sabía eso cuando le entregué la tarjeta?
Separó los dedos y dejó caer al suelo el rectángulo de cartón. Sonrió, mostrándome un montón de dientes postizos baratos.
—Lo supe cuando ella me lo dijo.
Me cerró la puerta en las narices, no muy suavemente.
Levanté la tarjeta y caminé por el costado de la casa hasta el lugar donde el chófer lanzaba agua sobre el gran sedán «Cadillac» y quitaba el polvo con una esponja. Tenía los ojos enrojecidos y un mechón de pelo amarillento. Un cigarrillo apagado colgaba sobre un extremo de su labio inferior.
Me dirigió la rápida mirada de reojo de un hombre al que le resulta difícil meterse en lo que no le importa.
—¿Dónde está el patrón? —pregunté.
El cigarrillo se balanceó en su boca. El agua siguió corriendo suavemente sobre la pintura.
—Pregunta en la casa, Jack.
—Ya lo hice. Me cerraron la puerta en las narices.
—Eso me parte el corazón, Jack.
—¿Y la señora Morny?
—La misma respuesta, Jack. Yo apenas trabajo aquí. ¿Vendes algo?
Extendí mi tarjeta de manera que él la pudiera leer. Esta vez era una tarjeta comercial. Depositó la esponja sobre el estribo y la manguera en el suelo y fue a secarse las manos con una toalla que colgaba al costado de las puertas del garaje. Extrajo una cerilla de sus pantalones. La encendió e inclinó la cabeza hacia atrás para encender la colilla que tenía pegada a los labios. Sus pequeños ojos astutos miraron hacia uno y otro lado y se dirigió hacia atrás del coche efectuando un movimiento brusco de cabeza. Me acerqué hasta él.
—¿Cómo marcha el presupuesto de gastos? —preguntó en voz baja.
—Hinchado por la falta de actividad.
—Por cinco podría empezar a pensar.
—No quisiera darte tanto trabajo.
—Por diez podría cantar como cuatro canarios y una guitarra de acero.
—No me gustan esas orquestaciones lujosas.
—Habla claro, Jack —murmuró, volcando la cabeza hacia un costado.
—No quiero que pierdas tu empleo, hijo. Todo lo que deseo saber es si la señora Morny está en la casa. ¿Eso vale más de un dólar?
—No te preocupes por mi empleo, Jack. Mi situación es muy sólida.
—¿Gracias a Morny... o a alguna otra persona?
—¿Quieres saber eso por el mismo dólar?
—Dos dólares.
—No trabajas para él, ¿verdad? —inquirió, estudiándome con la mirada.
—Naturalmente.
—Eres un mentiroso.
—Naturalmente.
—Dame los dos dólares —exclamó.
Le di los dos dólares.
—Está en los fondos con un amigo —dijo—. Un buen amigo. Cuando se tiene a un amigo que no trabaja y un marido que lo hace, todo está arreglado. ¿Comprendes?
—Uno de estos días el que va a estar arreglado serás tú..., en una zanja de irrigación.
—Yo no, Jack. Yo soy despierto. Sé cómo se juega con ellos. Traté con esta clase de gente durante toda mi vida. —Frotó los dos dólares entre sus manos, los sopló, los dobló a lo largo y a lo ancho y los depositó en el bolsillo para reloj de sus pantalones—. Eso fue el primer plato. Ahora por cinco más...
Un cocker spaniel blanco bastante grande dio la vuelta al «Cadillac», patinó un poco sobre el cemento húmedo, mantuvo el equilibrio, chocó contra mi estómago y mis muslos con sus cuatro patas, me lamió la cara, saltó al suelo, corrió alrededor de mis piernas, se sentó entre ellas, sacó la lengua y empezó a carlear.
Pasé por encima de él, me apoyé contra el costado del coche y saqué el pañuelo.
—¡Aquí, Heathcliff! ¡Aquí Heathcliff! —llamó una voz masculina, y oí pisadas sobre una vereda de material.
—Ése es Heathcliff —informó el chófer con tono agrio.
—¿Heathcliff?
—Diablos, así es como llaman al perro, Jack.
—¿Cumbres Borrascosas? —pregunté.
—Ya vuelves a hablar en clave —se burló él—. Cuidado... tenemos compañía.
Levantó la esponja y la manguera y volvió a la tarea de lavar el coche. Me aparté de él, El cocker spaniel volvió a meterse inmediatamente entre mis piernas y casi me hizo tropezar.
—Aquí, Heathcliff —llamó la voz masculina con más fuerza y un hombre alto y moreno apareció por la abertura de una pérgola cubierta por rosas mosquetas.
Alto, de pelo negro y piel clara color oliva, ojos negros brillantes, dientes blancos, patillas, un bigote estrecho y negro. Las patillas muy largas, demasiado largas. La camisa blanca con las iniciales bordadas sobre el bolsillo, y pantalones y zapatos del mismo color. Un reloj pulsera que se curvaba alrededor de una muñeca delgada y oscura, sostenido por una cadena de oro; un pañuelo amarillo alrededor de un cuello delgado y bronceado.
Vio al perro acurrucado entre mis piernas y eso no le gustó. Castañeteó los largos dedos y exclamó con voz clara y dura:
—Aquí, Heathcliff. ¡Ven aquí en seguida!
El perro carleó y no se movió, excepto para recostarse un poco más cerca de mi pierna derecha.
—¿Quién es usted? —preguntó el hombre, clavándome la mirada.
Estiré la tarjeta. Dedos aceitunados la recibieron. El perro retrocedió silenciosamente entre mis piernas, se escurrió alrededor de la parte delantera del coche y desapareció en la distancia sin llamar la atención.
—Marlowe —dijo el hombre—. Marlowe, ¿eh? ¿Qué es esto? ¿Un detective? ¿Qué desea?
—Deseo ver a la señora Morny.
—¿No le dijeron que no estaba?
—Sí, pero no lo creo. ¿Usted es el señor Morny?
—No.
—Ése es el señor Vannier —informó el chófer a mi espalda, con una voz arrastrada, demasiado amable y con un tono de deliberada insolencia—. El señor Vannier es un amigo de la familia. Viene con mucha frecuencia.
Vannier miró por encima de mi hombro con una expresión furiosa en las pupilas. El chófer dio un rodeo al coche y escupió la colilla del cigarrillo con indiferente desprecio.
—Le dije al detective que el patrón no estaba aquí, señor Vannier.
—Entiendo.
—Le dije que la señora Morny y usted estaban aquí. ¿Procedí mal?
—Pudo no haberse metido en lo que no le importa —respondió Vannier.
—Me pregunto por qué diablos no pensé en eso —comentó el chófer.
—Vayase de aquí antes de que le rompa el pescuezo —siseó Vannier.
El chófer lo miró serenamente y luego volvió a la oscuridad del garaje, mientras empezaba a silbar. Vannier clavó en mí sus cálidos ojos coléricos y rugió:
—Le dijeron que la señora Morny no estaba en casa, pero eso no surtió efecto, ¿no es así? En otras palabras, la información no alcanzó a satisfacerlo.
—Si se necesitan otras palabras —contesté—, ésas podrían servir.
—Entiendo. ¿Podría informarme, con un pequeño esfuerzo, qué es lo que quiere discutir con la señora Morny?
—Preferiría explicárselo a ella personalmente.
—Quería hacerle entender que ella no desea verlo.
—Vigila su derecha, Jack —dijo el chófer desde atrás del coche—. Podría tener un cuchillo en ella.
La tez aceitunada de Vannier tomó el color de las algas resecas. Giró sobre los talones y habló con voz contenida.
—Sígame.
Se dirigió por el camino de ladrillos bajo el túnel de rosas y atravesó un portón blanco al final. Más allá había un jardín rodeado de paredes, atestado de parterres floridos, una cancha de badminton, un lindo espacio verde y un pequeño estanque de azulejos brillando furiosamente al sol. Al lado del estanque, un patio con lajas, arreglado con muebles de jardín azul y blancos, mesas bajas, sillas para recostarse con posapié y enormes almohadones. Sobre todo eso, una gran sombrilla azul y blanca, tan grande como una carpa pequeña.
Una rubia lánguida de largas piernas y tipo de corista descansaba en uno de los sillones, con sus pies levantados y apoyados sobre un posapié acolchado. Un vaso grande y empañado a la altura de su codo, cerca de un balde de plata para hielo y una botella de whisky. Nos miró perezosamente a medida que nos acercábamos sobre la hierba. Vista a una distancia de treinta pies, parecía algo muy bueno, pero a diez pies daba la impresión de ser algo hecho para ser visto de lejos. Su boca era muy ancha, sus ojos demasiado azules, el maquillaje demasiado vivido, el delgado arco de sus cejas era casi fantástico en su curva y extensión y el rimel era tan espeso que sus pestañas parecían rejillas de hierro en miniatura. Tenía puestos pantalones blancos, sandalias azules y blancas abiertas en la punta sobre sus pies desnudos con uñas pintadas color carmesí, una blusa de seda blanca, un collar de piedras verdes que no eran esmeraldas. Su cabello era tan artificial como el hall de un cabaret.
Sobre la silla, a su lado, había un sombrero de paja blanca con el ala del tamaño de una rueda de automóvil y una cinta de satén blanco para atarlo bajo el mentón. Sobre el ala del sombrero yacían unas gafas, con cristales del tamaño de roscas de confitería.
Vannier se acercó a ella y exclamó:
—Tienes que hacer volar a ese maldito chófer tuyo... y sin demora. De lo contrario, correrá el riesgo de que le parta el pescuezo en cualquier momento. No puedo acercarme a él sin que me insulte.
La rubia tosió suavemente, agitó un pañuelo sin usarlo para nada y dijo:
—Siéntate y descansa tu apostura. ¿Quién es tu amigo?
Vannier buscó la tarjeta, descubrió que la estaba sosteniendo en su mano y la tiró sobre sus piernas. Ella la levantó lánguidamente, pasó los ojos sobre la misma, los pasó sobre mí, suspiró y se golpeó los dientes con las uñas.
—Es corpulento, ¿verdad? Supongo que es demasiado grande para ti. í Vannier me miró sórdidamente. F —Muy bien, termine pronto con lo que sea. —¿Hablo con ella? —pregunté—. ¿O hablo con usted para que se lo traduzca al inglés?
La rubia se rió. Fue una oleada de risa argentina f que conservó intacta la naturalidad de una danza de burbujas. Una lengua diminuta jugó descaradamente sobre sus labios.
Vannier se sentó, encendió un cigarrillo de boquilla dorada y yo permanecí de pie, mirándolos.
—Busco a una amiga suya, señora Morny —anuncié—. Tengo entendido que compartió su departamento hace un año. Se llama Linda Conquest.
Vannier levantó los ojos, los bajó, los subió, los bajó. Volvió la cabeza y miró por encima de la piscina. El cocker spaniel llamado Heathcliff estaba allí sentado, mirándonos con el blanco de un ojo. Vannier hizo castañetear los dedos. —¡Aquí Heathcliff} ¡Aquí, Heathcliffl ¡Ven aquí! —Cállate —dijo la rubia—. El perro te odia. Por favor, dale un descanso a tu vanidad. —No me hables así —exclamó Vannier. La rubia se rió y le acarició el rostro con los ojos. —Busco a una muchacha llamada Linda Conquest, señora Morny —repetí.
—Eso oí —respondió la rubia, mirándome—. Estaba pensando. Creo que hace seis meses que no la veo. Se casó.
—¿Hace seis meses que no la ve?
—Eso es lo que dije, valentón. ¿Por qué quiere saberlo?
—Es una indagación privada que estoy haciendo.
—¿Acerca de qué?
—Acerca de un asunto confidencial —contesté.
—¡Qué interesante! —comentó brillantemente la rubia—. Hace una indagación privada acerca de un asunto confidencial. ¿Oíste eso, Lou? Pero no hay nada incorrecto en molestar a gente desconocida que no quiere tratar con él, ¿no es cierto, Lou? Y todo porque realiza una indagación privada acerca de un asunto confidencial.
—Entonces, ¿no sabe dónde se encuentra, señora Morny?
—¿No es eso lo que dije? —preguntó, y su voz se elevó un par de tonos.
—No. Usted dijo que creía que hacía seis meses que no la veía. No es exactamente lo mismo.
—¿Quién le contó que vivíamos juntas? —exclamó de pronto la rubia.
—Nunca revelo mis fuentes de información, señora Morny.
—Encanto, usted es lo bastante chiflado como para ser director de baile. Yo debo decirle todo, usted no debe decirme nada.
—La situación es muy distinta —respondí—. Soy una persona a sueldo que obedece instrucciones. Esa dama no tiene ningún motivo para ocultarse, ¿verdad?
—¿Quién la busca?
—Su familia.
—Vuelva a pensarlo. No tiene familia.
—Usted debe conocerla muy bien, si sabe eso —comenté.
—Quizás eso fuera en otro tiempo. Eso no prueba que la conozca ahora.
—Muy bien —manifesté—. La respuesta es que lo sabe, pero no quiere decirlo.
—La respuesta —intervino inesperadamente Vannier— es que usted no es visto con agrado aquí, y que cuanto antes se vaya, más satisfechos estaremos.
Seguí mirando a la señora Morny. Ella me guiñó el ojo y habló a Vannier.
—No seas tan hostil, querido. Tienes mucho atractivo, pero huesos pequeños. No estás preparado para tareas pesadas. ¿No es cierto, valentón?
—No lo pensé, señora Moray —contesté—. ¿Cree que su esposo podría ayudarme... o querría ayudarme?
—¿Cómo puedo saberlo? —preguntó ella, meneando la cabeza—. Inténtelo. Si usted no le resulta simpático, tiene tipos que sabrán cómo librarse de usted.
—Creí que podría decírmelo usted misma si quisiera.
—¿Cómo hará para hacérmelo querer? —inquirió, con una mirada insinuante.
—¿Cómo podría mostrárselo, con tanto público? —murmuré.
—Buena idea —afirmó ella, y sorbió de su vaso, mirándome por encima de él.
Vannier se incorporó lentamente. Su rostro estaba pálido. Metió la mano debajo de su camisa y habló despaciosamente, entre los dientes.
—Vayase, gorila. Vayase mientras todavía puede caminar.
—¿Dónde está su cultura? —pregunté, mirándolo sorprendido—. Y no me cuente que usa pistola con sus ropas deportivas.
La rubia se rió mostrando dos hileras de hermosos dientes fuertes. Vannier colocó la mano debajo del brazo izquierdo dentro de la camisa y apretó los labios. Sus ojos negros eran penetrantes y vacíos al mismo tiempo, como los de una víbora.
—Ya me oyó —dijo, casi con suavidad—. Y no me descarte demasiado pronto. Lo agujerearía tan rápidamente como enciendo una cerilla. Y luego lo arreglaría.
Miré a la rubia. Sus ojos estaban encendidos y su boca parecía sensual y ansiosa, mientras nos observaba.
Me volví y caminé por el césped, crucé el portón blanco y me alejé por el sendero de ladrillos, debajo de la pérgola de rosas. Llegué al extremo de ésta, volví silenciosamente al portón y los miré nuevamente. No sabía lo que iba a ver, ni si eso me interesaría cuando lo viese.
Lo que vi fue a Vannier prácticamente despatarrado sobre la rubia, besándola.
Sacudí la cabeza y seguí mi camino por el sendero. El chófer seguía trabajando con el «Cadillac». Había terminado el lavado y estaba frotando los vidrios y los niquelados con una franela. Di un rodeo y me coloqué a su lado.
—¿Cómo terminó? —me preguntó, por el costado de su boca.
—Mal. Me pisotearon —respondí.
Meneó la cabeza y siguió lanzando el silbido del caballerizo que lava a su animal.
—Será mejor que te cuides. Ese tipo está armado —anuncié—. O simula estarlo.
—¿Debajo de ese disfraz? —inquirió el chófer, riéndose—. No.
—¿Quién es este fulano Vannier? ¿A qué se dedica?
El chófer se irguió, dejó la franela sobre el marco de una ventanilla y se limpió las manos en la toalla que ahora tenía ajustada al cinturón.
—¿No es un poco peligroso... jugar con esta mujer en particular?
—Yo diría que sí —asintió—. Tipos distintos tienen ideas distintas sobre el peligro. A mí me asustaría.
—¿Dónde vive?
—En Sherman Oaks. Ella va allá... con demasiada frecuencia.
—¿Alguna vez te encontraste con una chica llamada Linda Conquest? Alta, pelo oscuro, atractiva, que cantaba en una orquesta.
—Por dos dólares, Jack, esperas demasiada información.
—Podría subirlo a cinco.
—No conozco a esa persona —respondió, sacudiendo la cabeza—. Por su nombre al menos. Aquí vienen muchas nenas, generalmente de primera categoría. No me las presentan —agregó sonriendo.
Saqué mi billetera y puse tres papeles de uno en su pequeña mano húmeda. Agregué una tarjeta comercial.
—Me gustan los tipos esmirriados —comenté—. Nunca parecen temer a nada. Ven a visitarme algún día.
—Quizá lo haga, Jack. Gracias. Linda Conquest, ¿eh? Tendré las orejas paradas.
—Hasta pronto —saludé—. ¿Tu nombre?
—Me llaman Shifty. Nunca supe por qué.
—Hasta pronto, Shifty.
—Hasta pronto. ¿Una pistola debajo del brazo... con esa ropa? Imposible.
—No lo sé —respondí—. Hizo un ademán. Y no me contrataron para tirotearme con desconocidos.
—Diablos, esa camisa que usa tiene sólo dos botones en la parte superior. Me fijé bien. Tardaría una semana en sacar un arma de ahí abajo.
Pero hablaba vagamente, preocupado.
—Supongo que fanfarroneaba —asentí—. Si oyes hablar de Linda Conquest, me gustaría conversar de negocios contigo.
—Muy bien, Jack.
Seguí por el camino de asfalto negro. Él quedó atrás, frotándose el mentón.
6
Di la vuelta a la manzana buscando un lugar donde aparcar, para poder subir un momento a la oficina antes de dirigirme hacia el centro.
Un «Packard» conducido por un chófer se apartó de la acera, frente a un estanco, a unos diez metros de la entrada de mi edificio. Ocupé el lugar libre, cerré la portezuela con llave y bajé. Sólo entonces noté que el coche frente al cual había aparcado era un cupé color arena que creía conocer. No tenía por qué ser el mismo. Había miles iguales a él. No había nadie en su interior. No había nadie cerca con un sombrero de paja color cacao y una cinta marrón y amarilla.
Me acerqué al cupé y miré la barra del volante. No tenía una placa para el registro de conductor. Escribí el número de la matrícula sobre el dorso de un sobre, por lo que pudiera ocurrir, y entré en el edificio. No estaba en el vestíbulo ni en el pasillo de mi piso.
Entré en la oficina, busqué la correspondencia en el piso sin encontrar nada, bebí un trago de mi botella y volví a salir. No me sobraba tiempo para llegar al centro antes de las tres.
El cupé color arena seguía aparcado y vacío. Subí a mi coche y me interné en la marea de vehículos.
Había pasado Sunset cuando me alcanzó. Seguí la marcha, sonriendo, y preguntándome dónde se había escondido. Quizás en el coche aparcado detrás del suyo.
No había pensado en eso.
Guié hacia el Sur hasta Third Street y seguí por ésta hasta el centro. Doblé por Seventh Street y Grand, y aparqué cerca de Seventh y Olive; me detuve a comprar cigarrillos que no necesitaba, y luego caminé hacia el Este por Seventh sin mirar hacia atrás. En Spring entré en el «Hotel Metropole», me acercé al mostrador en forma de herradura para encender un cigarrillo y luego me senté en uno de los viejos sillones marrones de cuero del vestíbulo.
Un hombre rubio, con traje marrón, gafas oscuras y un sombrero ya conocido, entró en el hotel y se encaminó indiferentemente hacia el quiosco de cigarrillos entre las macetas con palmeras y las arcadas estucadas. Compró un paquete y lo abrió sin moverse de allí, empleando ese tiempo para apoyar la espalda contra el mostrador y recorrer el vestíbulo con su ojo de lince.
Recogió las monedas sobrantes y fue a sentarse de espaldas a una columna. Se echó el sombrero sobre las gafas oscuras y pareció adormecerse con un cigarrillo apagado entre los labios.
Me puse en pie, caminé a través del salón y me dejé caer en el sillón vecino al de él. Lo miré por el rabillo del ojo. No se movió. Visto de cerca su rostro parecía joven, sonrosado y regordete, y la barba rubia estaba descuidadamente afeitada. Detrás de los vidrios oscuros sus pestañas se agitaron rápidamente. Su mano se apretó sobre la rodilla y arrugó la tela del pantalón. Tenía una verruga en la mejilla justo por debajo del párpado derecho.
Encendí una cerilla y acerqué la llama a su cigarrillo.
—¿Fuego?
—Oh..., gracias —exclamó muy sorprendido. Aspiró hasta que la punta se puso brillante. Sacudí la cerilla para apagarla, la tiré al tiesto con arena que tenía junto al codo y esperé. Me miró varias veces de reojo antes de hablar—. ¿No lo vi anteriormente en algún lugar?
—En Dresden Avenue, en Pasadena. Esta mañana.
Vi que sus mejillas adquirían un rojo más intenso que el natural. Suspiró.
—Debo ser pésimo —comentó.
—Vaya si lo es —asentí.
—Quizá sea el sombrero —dijo.
—El sombrero ayuda —respondí—. Pero no lo necesita.
—En esta ciudad es muy difícil ganar un dólar —afirmó amargamente—. No se puede hacer a pie, uno se arruina con las tarifas de los taxis si los usa, y si emplea su propio coche, siempre está donde uno no puede alcanzarlo con suficiente rapidez. Hay que mantenerse demasiado cerca.
—Pero no es necesario meterse en el bolsillo del tipo —contesté—. ¿Quería algo de mí, o no hace más que practicar?
—Pensé que descubriría si usted era lo bastante inteligente como para que resultase útil hablar con usted.
—Soy muy inteligente —manifesté—. Sería una lástima no hablar conmigo.
Miró cuidadosamente por encima del respaldo de su sillón y hacia ambos costados de donde estábamos sentados, y luego sacó una pequeña billetera de piel de cerdo. Me pasó una tarjeta nueva y brillante que extrajo de su interior. Decía: «George Anson Phillips. Investigaciones confidenciales. Edificio Seneger 212, North Wilcox Avenue 1924, Hollywood». Un número telefónico de Gleview. En la esquina superior izquierda había un ojo abierto con una ceja arqueada por la sorpresa y pestañas muy largas.
—No puede hacer eso —exclamé, señalando el ojo—. Es el símbolo de Pinkerton. Le quitará clientela.
—Oh, diablos —exclamó—. Lo poco que consiga, no le molestará.
Hice sonar una uña contra el cartón, apreté los dientes y metí la tarjeta en mi bolsillo.
—¿Quiere una de las mías... o ya ha completado su fichero con mi persona?
—Oh, lo conozco bien —respondió—. Era delegado en Ventura en la época en que usted se ocupó del caso Gregson.
Gregson era un estafador de Oklahoma City que había sido seguido a través de todo Estados Unidos por una de sus víctimas, durante dos años, hasta que se puso tan nervioso que mató al empleado de una gasolinera que lo confundió con un amigo. Eso parecía haber ocurrido hacía mucho tiempo.
—Continúe —dije.
—Recordé su nombre cuando lo vi esta mañana en su registro. De modo que cuando lo perdí en el camino me limité a buscar su oficina. Pensaba entrar y hablarle, pero eso habría sido una violación del secreto profesional. En la situación actual, no puedo evitarlo.
Otro chiflado. Con éste ya eran tres en un día, sin contar con la señora Murdock, que también podría resultar ser otro caso de chaleco.
Esperé mientras se quitaba las gafas oscuras, las limpiaba y echaba otro vistazo al vecindario. Luego agregó:
—Pensé que quizá podríamos llegar a un acuerdo. Uniríamos nuestras fuerzas, como se dice. Vi al tipo que entraba en su oficina, de modo que pensé que lo había contratado.
—¿Sabía quién era?
—Me ocupo de él —respondió, con tono chato y desalentado—. Y no consigo llegar a nada.
—¿Qué le hizo él a usted?
—Bien, estoy trabajando para su esposa.
—¿Divorcio?
Él miró cautelosamente a su alrededor y habló en voz baja:
—Eso dice ella. Pero yo lo dudo.
—Los dos lo quieren —comenté—. Cada uno de ellos busca algo contra el otro. Es gracioso, ¿verdad?
—No me gusta mucho mi parte. Un tipo me viene siguiendo desde hace un tiempo. Un tipo muy alto con un ojo raro. Me libro de él, pero después de un tiempo vuelvo a encontrarlo. Un tipo muy alto. Como un poste de un farol.
Un tipo muy alto con un ojo raro. Fumé pensativamente.
—¿ Tiene alguna relación con usted? —preguntó el hombre rubio con un poco de ansiedad.
Sacudí la cabeza y tiré mi cigarrillo al recipiente con arena.
—Nunca lo vi, que yo sepa —dije, y miré mi reloj pulsera—. Será mejor que nos reunamos a conversar sobre este asunto con más tranquilidad, pero ahora no puedo hacerlo. Tengo una cita.
—Lo haré con mucho gusto —contestó.
—De acuerdo. ¿En mi oficina, en mi departamento, en su oficina o dónde?
Se rascó la mandíbula mal afeitada con una uña mordisqueada.
—En mi departamento —dijo por fin—. No está en la guía telefónica. Déme esa tarjeta por un minuto.
La apoyó sobre la palma de su mano cuando se la entregué, y escribió lentamente con un lápiz de metal, humedeciéndose los labios con la lengua. A cada instante resultaba más joven. Ahora no parecía tener mucho más de veinte años, pero debía ser mayor, porque el caso Gregson había ocurrido hacía seis años.
Guardó el lápiz y me devolvió la tarjeta. El domicilio que había escrito era Departamentos Florence 204, Court Street 128.
—¿Es la Court Street de Bunker Hill? —pregunté, mirándolo con curiosidad.
Asintió, y su piel blanca se cubrió de rubor.
—No es un barrio muy elegante —dijo rápidamente—. Últimamente no he tenido mucha suerte. ¿Le desagrada?
—No, ¿por qué iba a desagradarme?
Me puse en pie y le tendí la mano. Él la estrechó y la soltó y yo la metí en el bolsillo trasero y froté la palma contra el pañuelo que tenía allí. Al mirar su rostro más de cerca vi que había una línea húmeda sobre su labio superior y que ésta continuaba al costado de su nariz. No hacía tanto calor como para eso.
Me dispuse a retirarme y entonces me volví para acercar mi cara a la de él.
—Prácticamente cualquiera puede burlarse de mí —manifesté—, pero para mayor seguridad, es una rubia alta con ojos descuidados, ¿verdad?
—Yo no los llamaría descuidados —contestó él.
—Y entre nosotros —agregué sin apartar mi rostro—, esta historia del divorcio es un cuento. Es algo completamente distinto, ¿verdad?
—Sí —dijo suavemente—, y algo que cuanto más lo pienso menos me gusta. Sírvase.
Sacó algo de su bolsillo y lo dejó en mi mano. Era una llave chata.
—No es necesario que espere en el pasillo, si por casualidad yo he salido. Tengo dos iguales. ¿A qué hora cree que irá?
—Alrededor de las cuatro y media, según calculo. ¿Está seguro de que quiere darme esta llave?
—Oh, pero si nuestro negocio es el mismo —exclamó, mirándome inocentemente o todo lo inocentemente que se puede mirar a través de un par de gafas oscuras.
Al llegar al extremo del vestíbulo miré hacia atrás. Estaba sentado tranquilamente, con el cigarrillo a medio fumar, apagado entre los labios, y con la cinta brillante marrón y amarilla de su sombrero tan poco llamativa como un anuncio de cigarrillos de la última página del Saturday Evening Pos?.
Estábamos en el mismo negocio. Por lo tanto, yo no lo engañaría. Como suena. Podía tener la llave de su departamento y entrar y ponerme cómodo. Podía usar sus pantuflas y beber su licor y levantar su alfombra y contar los billetes de mil que guardaba debajo de ella. Estábamos en el mismo negocio.
7
El edificio Belfont tenía ocho pisos sin nada en particular y estaba aplastado entre un amplio emporio de trajes de ocasión, con destellos verdes y cromados, y un garaje de tres pisos y sótano que hacía un ruido parecido al de las jaulas de los leones a la hora de comer. El pequeño vestíbulo, oscuro y angosto, estaba tan sucio como un gallinero. El tablero de inquilinos del edificio tenía muchos espacios vacíos. Sólo uno de los nombres significaba algo para mí, y ése ya lo conocía. Frente al tablero, un ancho cartel apoyado contra la pared de mármol falso anunciaba: «Espacio en alquiler adecuado para quiosco de cigarrillos. Dirigirse a la habitación 316.»
Había dos ascensores de jaula enrejada pero uno sólo parecía funcionar, y no estaba ocupado. En su interior había un viejo de mandíbula floja y ojos aguados, sentado en una lona doblada sobre un banco de madera. Daba la impresión de estar sentado allí desde la Guerra Civil, y de haber salido de la misma con bastante poca suerte.
Me coloqué junto a él y dije: «Ocho», y él luchó para cerrar las puertas, movió la palanca y nos arrastramos hacia arriba con fuertes sacudidas. El viejo respiraba dificultosamente, como si estuviese cargando el ascensor sobre la espalda.
Descendí en mi piso y empecé a caminar por el pasillo, y a mis espaldas el viejo se sonó las narices con los dedos, dentro de una caja llena de desperdicios.
La oficina de Elisha Morningstar estaba en el fondo, frente a la puerta de incendios. Dos habitaciones. Ambas puertas indicaban con letras trazadas con pintura negra sobre el vidrio esmerilado: «Elisha Morningstar, numismático.» En la más alejada se leía: «Entrada.»
Hice girar el picaporte y entré en un estrecho cuarto con dos ventanas, una pequeña v desvencijada mesa que sostenía una máquina de escribir, cerrada, varias vitrinas de pared con monedas deslustradas en soportes inclinados y con etiquetas amarillas escritas a máquina debajo de aquéllas, y una alfombra gris polvo tan raída que uno no podía notar sus jirones a menos que tropezase con uno.
Una puerta interior de madera estaba abierta en el fondo, frente a las vitrinas, detrás del pequeño escritorio. A través de la abertura llegaban los ruidos que hace un hombre cuando no está haciendo nada.
—Entre, por favor. Entre —llamó la voz seca de Elisha Morningstar.
Caminé y entré. La oficina interior era igual de pequeña pero tenía muchas más cosas. Una caja fuerte verde casi bloqueaba la primera mitad. Más atrás, una pesada y vieja mesa de ébano apoyada contra la puerta de entrada contenía algunos libros oscuros, revistas viejas y mucho polvo. En la pared posterior, una ventana estaba abierta unos pocos centímetros, sin que ello surtiera efecto sobre el olor a rancio. Había un perchero con un grasiento sombrero de fieltro negro, tres mesas de patas largas con tapas de vidrio y unas monedas debajo de ellas. En medio de la habitación, había un pesado escritorio recubierto de cuero oscuro. Tenía los elementos usuales de los escritorios y, además, unas balanzas de joyero bajo una campana de vidrio y tres lupas, dos grandes y una ocular sobre un cuadernillo de apuntes y junto a un pañuelo de seda amarilla ajado y manchado de tinta.
En un sillón giratorio ante el escritorio estaba sentado un anciano vestido con un traje gris oscuro, con solapas altas y demasiados botones por delante. Tenía algo de cabello blanco y canoso, que le crecía lo bastante largo como para hacerle cosquillas en las orejas. Una pelada gris pálida le sobresalía en medio del cráneo como una roca en un bosque. Y de las orejas le crecía pelusa lo bastante larga como para atrapar una polilla.
Tenía penetrantes ojos negros, con una bolsa de color marrón rojizo debajo de cada uno, rodeados de una red de arrugas y venas. Sus mejillas eran brillantes y su corta y afilada nariz tenía la marca de muchos golpes. Un cuello «Hoover» que ningún lavandero decente hubiera permitido en su local rozaba su nuez. Una corbata negra empujaba un pequeño nudo duro en la base del cuello, como un ratón listo para saltar de la cueva.
—Mi secretaria tuvo que ir al dentista —explicó—. ¿Usted es el señor Marlowe?
Asentí.
—Tenga la bondad de sentarse —dijo, e hizo un gesto por encima del escritorio, señalando una silla. Me senté—. Supongo que tendrá algo que lo identifique.
Se lo mostré. Mientras leía la tarjeta, lo olí desde el otro lado del escritorio. Tenía una especie de olor seco y rancio, como el de un chino bastante limpio.
Depositó mi tarjeta vuelta hacia abajo sobre su escritorio y cruzó sus manos sobre ella. Sus penetrantes ojos negros no perdían nada de lo que pasaba en mi cara.
—Bien, señor Marlowe, ¿en qué puedo serle útil?
—Hábleme del Doblón Brasher.
—Ah, sí —murmuró—. El Doblón Brasher. Una moneda muy interesante —levantó las manos del escritorio y formó una capilla con ellas, como un viejo abogado de familia que se dispone a presentar un asunto un poco complicado—. En ciertos aspectos es la más interesante y valiosa de todas las antiguas monedas norteamericanas... como indudablemente usted debe saber.
—Lo que yo no sé sobre las antiguas monedas norteamericanas casi podría llenar el Madison Square Garden.
—¿De veras? —exclamó—. ¿De veras? ¿Y quiere que yo se lo diga?
—Para eso he venido, señor Morningstar. —Es una moneda de oro que equivale aproximadamente a una pieza de oro de veinte dólares, y que tiene el tamaño de un medio dólar. Casi exactamente. Fue hecha para el Estado de Nueva York en el año 1787. No está acuñada. No hubo acuñaciones hasta 1793, cuando se inauguró la primera Casa de Moneda de Filadelfia. El Doblón Brasher fue fabricado probablemente por un proceso de moldeo a presión, y su fabricante fue un orfebre particular llamado Ephraim Brasher o Brashear. Donde el nombre ha sobrevivido, se escribe generalmente Brashear, pero no en el caso de la moneda. No conozco el motivo.
Me llevé un cigarrillo a la boca y lo encendí. Pensé que eso podría tener algún efecto sobre el olor rancio. —¿Qué es el proceso de moldeo a presión? —Las dos mitades del molde estaban grabadas en acero, en entalladura, naturalmente. Luego estas mitades eran montadas en plomo. Los medallones de oro eran apretados entre ellas en una prensa de monedas. Luego los bordes eran raspados para obtener el peso necesario y eran pulidos. La moneda no era acordonada. En 1787 no había fresadoras.
—Era un proceso muy lento —comenté. —Muy lento —asintió, moviendo su cabeza calva—. Y, teniendo en cuenta que en esa época no podía lograrse el endurecimiento superficial del acero sin distorsión, los moldes se gastaban y debían ser rehechos periódicamente, con pequeñas variaciones en el diseño que resultaban visibles con un fuerte aumento. Verdaderamente se podría asegurar que no hay dos monedas idénticas, juzgadas por métodos modernos de observación microscópica. ¿Está claro?
—Sí —contesté—. Hasta cierto punto. ¿Cuántas monedas de éstas hay, y qué valor tienen?
Deshizo la capilla de sus dedos y volvió a poner las manos sobre el escritorio, y las palmeó suavemente hacia arriba y abajo.
—No sé cuántas hay. Nadie lo sabe. Algunos centenares, mil, quizá más. Pero de ellas son muy pocos los ejemplares no circulados en lo que se llama condiciones originales. El valor varía de un par de miles para arriba. Diría que en el momento presente, después de la devaluación del dólar, un ejemplar no circulado, cuidadosamente tratado por un especialista conocido, podría alcanzar fácilmente los diez mil dólares o aún más. Tendría que tener una historia, naturalmente.
—Ah —exclamé, y dejé salir lentamente el humo de mis pulmones, y lo agité con la palma de la mano, para que no llegase al anciano sentado al otro lado del escritorio. No parecía un adepto al tabaco—. ¿Y cuánto se obtendría sin una historia y no tan cuidadosamente tratado?
—Eso permitiría suponer que la moneda fue obtenida ilegalmente —afirmó, encogiéndose de hombros—. Robada, o adquirida con un engaño. Naturalmente, quizá no fuera así. Las monedas antiguas aparecen en lugares extraños y en momentos extraños. En viejas cajas fuertes, en los cajones secretos de escritorios de las casas antiguas de Nueva Inglaterra. Reconozco que no es frecuente. Pero ocurre. Conozco el caso de una moneda muy valiosa que cayó del relleno de un sofá de crin que había sido restaurado por un anticuario. El sofá había estado en la misma habitación de la misma casa, en Fall River, Massachusetts, durante noventa años. Nadie sabía cómo había llegado allí la moneda. Pero en términos generales la posibilidad de robo sería muy seria. Especialmente en esta región del país.
Miró distraídamente hacia la esquina del cielo raso. Yo lo observé con una mirada no tan distraída. Parecía un hombre al que se le podía confiar un secreto... si era su propio secreto.
Bajó lentamente los ojos a mi altura y dijo:
—Cinco dólares, por favor.
—¿Cómo? —pregunté.
—Cinco dólares, por favor.
—¿Para qué?
—No sea absurdo, señor Marlowe. Todo lo que le acabo de decir está a su alcance en la biblioteca pública. En el Register de Fosdyke, en particular. Usted prefirió venir aquí y hacerme perder el tiempo contándosela. Por eso mi tarifa es de cinco dólares.
—¿Y suponiendo que no los pague? —pregunté.
—Los pagará —afirmó.
Los pagué. Saqué el billete de mi cartera y me puse de pie para inclinarme sobre su escritorio y estirarlo frente a él, cuidadosamente. Acaricié el papel con las puntas de los dedos, como si fuese un gatito.
—Cinco dólares, señor Morningstar —dije.
Abrió los ojos y miró el dinero. Sonrió.
—Y ahora —agregué—, hablemos del Doblón Brasher que alguien trató de venderle.
—Oh —exclamó abriendo más grandes los ojos—. ¿Alguien trató de venderme un Doblón Brasher? ¿Y por qué habría de hacerlo?
—Necesitaban dinero —contesté—. Y no querían que les hiciesen muchas preguntas. Sabían o averiguaron que usted se ocupaba de este negocio y que el edificio donde tenía su oficina era una pocilga miserable donde cualquier cosa podía ocurrir. Sabían que su despacho estaba en el extremo del pasillo y que usted era un hombre anciano que probablemente no intentaría ningún movimiento en falso... por cuidado a su salud.
—Parece que sabían muchas cosas —comentó Elisha Morningstar secamente.
—Sabían lo que necesitaban saber para poder realizar su negocio. Como usted y yo. Y nada de eso fue difícil de averiguar.
Se metió el dedo meñique en la oreja, hurgó en su interior y lo sacó con un poco de cera oscura. Lo limpió despreocupadamente sobre su chaqueta.
—¿Y deduce todo esto de la simple circunstancia de que yo llamara a la señora Murdock y le preguntara si su Doblón Brasher estaba en venta?
—Exactamente. Ella misma tuvo esa idea. Es lógico. Como le dije por teléfono, usted debía saber que la moneda no estaba en venta. Eso, si usted sabía algo sobre este negocio. Y veo que sabe.
Asintió apenas. No sonrió abiertamente, pero se mostró todo lo satisfecho que puede sentirse un hombre con un cuello duro.
—Se le ofrecería la moneda en venta —dije—, en circunstancias sospechosas. Usted querría comprarla, si podía obtenerla barata y tenía el dinero necesario para la transacción. Pero usted querría saber de dónde venía. Y aunque estuviese seguro de que la habían robado, la habría comprado igualmente, si podía conseguirla a un precio suficientemente bajo.
—De veras, ¿eh?, de veras —preguntó, aparentemente divertido, pero no es exceso.
—Claro que la habría comprado... de ser un numismático de renombre. Supongo que lo es. Al comprar la moneda... barata estaría protegiendo al dueño o a su asegurador de una pérdida total. Le pagarían con mucho gusto el importe de su gasto. Eso es algo que ocurre con frecuencia.
—Entonces el Murdock Braher fue robado —dijo abruptamente.
—No lo repita —intervine—. Es un secreto.
Esta vez faltó poco para que se hurgase la nariz. Se contuvo a tiempo. Optó por arrancar un pelo de uno de sus orificios, con un tirón rápido y una contracción. Lo levantó y lo miró. Luego me miró por encima de él y preguntó:
—¿Y cuánto pagará su cliente por la devolución de la moneda?
Me incliné sobre el escritorio y le dirigí una sonrisa sombría.
—Mil dólares. ¿Cuánto pagó usted?
—Creo que usted es un hombre muy inteligente —afirmó él. Luego crispó sus facciones, su papada se sacudió y su pecho empezó a dilatarse y contraerse y lanzó un ruido como el de un gallo convaleciente que aprende a cacarear nuevamente luego de una prolongada enfermedad.
Estaba riendo.
Se contuvo después de un rato. Su rostro volvió a suavizarse y sus ojos quedaron abiertos, negros, penetrantes y astutos.
—Ochocientos dólares —dijo—. Ochocientos dólares por un ejemplar no circulado del Doblón Brasher.
—Magnífico. ¿Lo tiene en su poder? Quedan doscientos dólares. Es bastante. Un negocio rápido, una ganancia razonable y nadie tiene problemas.
—No está en mi oficina —explicó—. ¿Me toma por un tonto? —extrajo de su chaleco un viejo reloj de plata con una cinta negra. Clavó sus ojos en él—. Digamos las once de la mañana —agregó—. La moneda podrá estar o no estar aquí, pero si me satisface su conducta, arreglaré la cuestión.
—Es satisfactorio —contesté, y me puse en pie—. De todos modos, tengo que conseguir el dinero.
—Que sea en billetes usados —murmuró casi en sueños—. De veinte. Y uno que otro de cincuenta no hará ningún daño.
Sonreí y me dirigí a la puerta. A mitad del camino me detuve y volví para apoyar ambas manos sobre el escritorio. Apoyé la cabeza sobre éste.
—¿Qué aspecto tenía ella?
Su expresión se mantuvo vacía.
—La muchacha que le vendió la moneda.
La expresión se hizo más vacía aún.
—Muy bien —dije—. No era una muchacha. Tuvo un socio. Un hombre. ¿Cómo era él?
Apretó los labios y volvió a construir la capilla con los dedos.
—Era un hombre de edad mediana, corpulento, de aproximadamente un metro setenta de estatura y alrededor de ochenta y cinco kilos. Dijo que se llamaba Smith. Usaba traje azul, zapatos negros, corbata verde y camisa del mismo color, sin sombrero. Tenía un pañuelo con borde marrón en el bolsillo exterior. Su cabello era castaño oscuro, con mechones grises. En la coronilla tenía una superficie calva del tamaño de un dólar y una cicatriz de unos cinco centímetros le atravesaba el costado de la mandíbula. Creo que del lado izquierdo. Sí, del lado izquierdo.
—No está mal —comenté—. ¿Y el agujero de su media derecha?
—Me olvidé de quitarle los zapatos.
—Fue muy descuidado.
No contestó nada. Nos miramos, mitad curiosos, mitad hostiles, como vecinos nuevos. Y de pronto volvió a lanzar su risa.
El billete de cinco dólares que le había dado estaba todavía sobre su lado del escritorio. Estiré la mano y lo tomé.
—Ahora no necesitará esto —manifesté—. Ya empezamos a hablar de miles.
Su risa cesó bruscamente. Luego se encogió de hombros.
—A las once de la mañana —insistió—. Y nada de triquiñuelas, señor Marlowe. No crea que no sé protegerme.
—Espero que lo sepa —respondí—, porque está jugando con dinamita.
Lo dejé y atravesé la oficina exterior vacía pisando fuertemente. Abrí la puerta y la cerré, permaneciendo adentro. Debería haber habido pasos en el corredor, pero el montante estaba cerrado y yo no había hecho mucho ruido con mis zapatos con suelas de goma. Rogué que recordase eso. Me escurrí por la raída alfombra y me coloqué detrás de la puerta, entre ésta y el pequeño escritorio cerrado. Era una treta infantil, pero a veces da resultado, especialmente después de una conversación animada, llena de mundanalidad e ingenio. Como una finta en el fútbol. Y si esta vez no tenía éxito, nos quedaríamos haciendo muecas el uno al otro.
Dio resultado. Durante un rato no ocurrió nada, excepto una nariz que fue sonada. Entonces volvió a repetir sólo su risa. Luego se aclaró la garganta. Crujió el sillón giratorio y se oyeron pisadas.
Una sucia cabeza blanca se asomó al cuarto, unos cinco centímetros más allá del borde de la puerta. Permaneció allí suspendida y luego se animó. Por fin fue retirada y cuatro uñas sucias rodearon el borde de la puerta y tiraron. Ésta se cerró. Empecé a respirar nuevamente y apoyé la oreja contra el tabique de madera. El sillón giratorio volvió a crujir. Marcó un número en el teléfono. Yo me estiré hacia el instrumento colocado junto a la máquina de escribir y levanté el auricular. En el otro extremo de la línea empezó a sonar la campanilla. Sonó seis veces. Por fin, una voz de hombre exclamó: —¿Hola?
—¿Departamentos Florence?
—Sí.
—Querría hablar con el señor Anson, del departamento dos-cero-cuatro.
—Espere. Veré si está.
El señor Morningstar y yo esperamos. Por la línea llegaron los ruidos ensordecedores de una radio que transmitía un partido de béisbol. No estaba cerca del teléfono, pero era bastante estrepitosa.
Entonces oí el ruido hueco de pisadas que se acercaban y el áspero roce del auricular al ser levantado y la voz dijo:
—No está. ¿Quiere dejar algún mensaje?
—Llamaré más tarde —respondió el señor Morningstar.
Colgué el auricular rápidamente y crucé a toda velocidad hacia la puerta de entrada. La abrí silenciosamente como un copo de nieve al caer, la cerré en la misma forma, deteniendo su peso a último momento, para que el «click» del pestillo no pudiera ser oído a más de un metro de distancia.
Respiré fuertemente al marchar por el pasillo, escuchándome a mí mismo. Apreté el botón del ascensor. Luego saqué la tarjeta que el señor George Anson Phillips me había dado en el vestíbulo del hotel Metropole. No la miré en el verdadero sentido de la palabra. No necesitaba mirarla para recordar que ahí estaba escrito «Departamento 204, Departamentos Florence, Court Street 128». Permanecí jugando con ella mientras el viejo ascensor subía por el hueco, esforzándose como un camión cargado de guijarros en una curva cerrada.
Eran las cuatro menos diez.
8
Bunker Hill es la ciudad vieja, la ciudad perdida, la ciudad miserable, la ciudad del delito. En un tiempo, en un tiempo muy lejano, era el distrito residencial de más categoría de la metrópoli, y todavía quedaban algunas de las mansiones góticas de rompecabezas, con amplios porches y paredes cubiertas con cornisas de puntas redondas y con ventanas esquineras sobre las cuales se levantaban torreones en punta. Ahora son todas pensiones, los pisos de parquet están rayados y gastados a través del en otros tiempos brillante pulido, y las anchas escaleras están oscurecidas por los años y por el barniz barato depositado sobre generaciones de polvo. En las habitaciones altas las dueñas flacas discuten con inquilinos poco formales. En los amplios y frescos porches del frente están sentados ancianos con caras que parecen batallas perdidas, estirando los zapatos agrietados al sol y mirando hacia el vacío.
Dentro y alrededor de las viejas casonas hay restaurantes poblados de moscas, y fruterías italianas y casas de departamentos baratos y pequeñas bombonerías donde se pueden comprar cosas aún peores que los caramelos. Y hay hoteles de ínfima categoría donde sólo firman los registros personas llamadas Smith y Jones y donde el sereno nocturno es mitad perro guardián y mitad alcahuete.
De las casas de departamentos salen mujeres que deberían ser jóvenes pero que tienen caras que parecen cerveza rancia; hombres con sombreros echados sobre los ojos y miradas rápidas que estudian la calle por encima de la mano cerrada que protege la llama de la cerilla; intelectuales vencidos con toses de cigarrillo y sin dinero en el Banco; polizontes con rostros de granito y ojos que no parpadean; adictos y vendedores de drogas, gente que no se parece a nada en particular y lo sabe, y de vez en cuando incluso hombres que van a trabajar. Pero éstos salen temprano, cuando las anchas aceras agrietadas están desiertas y cubiertas todavía por el rocío.
Llegué antes de las cuatro y media, aunque no con mucho adelanto. Aparqué en el extremo de la calle, donde el tren funicular sube dificultosamente la cuesta de arcilla amarillenta desde Hill Street, y caminé por Court Street hasta los Departamentos Florence. El frente era de ladrillos oscuros, con tres pisos, con las ventanas más bajas a la altura de la vereda y cubiertas con persianas herrumbradas y sucias cortinas de alambre tejido. La puerta de entrada tenía un amplio vidrio en el que todavía quedaba bastante del nombre como para ser leído. La abrí y bajé por tres escalones con bordes de bronce y llegué a un pasillo cuyas dos paredes laterales podían ser tocadas sin necesidad de estirar mucho los brazos. Puertas sombrías con números pintados con pintura sombría. Una cabina al pie de la escalera, con un teléfono público. Un cartel: «Encargado, dto. 106.» Al fondo del pasillo había una puerta persiana y en el callejón trasero estaban alineados cuatro cubos de desperdicios, sobre los cuales danzaban las moscas bajo los rayos del sol.
Subí la escalera. La radio que había escuchado por el teléfono seguía escupiendo el partido de béisbol. Leí los números y me dirigí hacia el frente. El departamento 204 estaba a la derecha y el partido de béisbol llegaba justamente desde el lado opuesto del corredor. Golpeé, no obtuve respuesta, y golpeé con más fuerza. Detrás de mi espalda tres Dodgers salieron del juego ante una oleada de ruido sintético de multitudes. Golpeé por tercera vez y miré por la ventana del extremo del corredor mientras buscaba en el bolsillo la llave que me había dado George Anson Phillips.
Al otro lado de la calle había una empresa de pompas fúnebres italiana, pulcra, serena y severa, con ladrillos pintados de blanco, situada al nivel de la acera. «Pompas Fúnebres Pietro Palermo». La leyenda verde de un cartel luminoso atravesaba la fachada con aire casto. Un hombre alto vestido de negro salió a la puerta del frente y se apoyó contra la pared blanca. Parecía muy buen mozo. Tenía una tez oscura y una atractiva cabeza de cabellos de color gris acerado cepillados hacia atrás. Sacó lo que desde esa distancia parecía una cigarrera de plata o platino y esmalte negro, la abrió lánguidamente con dos largos dedos marrones y escogió un cigarrillo de boquilla dorada. Guardó la cigarrera y encendió el cigarrillo con un encendedor de bolsillo que parecía hacer juego con la pieza anterior. Volvió a guardar el encendedor, cruzó los brazos y miró el vacío con ojos entrecerrados. Una delgada espiral de humo se levantaba de la punta de su cigarrillo inmóvil y subía frente a su rostro, tan fino y recto como el humo de una fogata que agoniza al amanecer.
Otro bateador quedó fuera de juego detrás de mi espalda, en el partido de béisbol. Dejé de observar al alto italiano, introduje la llave en la puerta del departamento 204 y entré.
Empujé la puerta del baño. Se abrió unos treinta centímetros y luego se atascó. Fruncí la nariz y pude sentir que las aletas se ponían rígidas al aspirar el olor áspero, penetrante y acre que llegaba del otro lado de la puerta. Me apoyé contra ésta. Cedió un poco, pero volvió a cerrarse, como si alguien la estuviese empujando contra mí. Metí la cabeza por la abertura.
El piso del baño era demasiado corto para él, de modo que sus rodillas estaban levantadas y colgaban flojamente hacia fuera y su cabeza estaba apretada contra el zócalo de madera del otro extremo, no levantada, sino fuertemente comprimida. Su traje marrón estaba un poco arrugado y sus gafas oscuras sobresalían de su bolsillo delantero en una posición poco segura. Como si eso importase. Su mano derecha estaba cruzada sobre su abdomen, la izquierda estaba caída sobre el piso, con la palma hacia arriba y los dedos un poco curvados. Sobre el lado derecho de su cabeza había una herida con sangre coagulada entre los cabellos rubios. Su boca abierta estaba llena de sangre, de color escarlata brillante.
La puerta era detenida por su pierna. Empujé con fuerza, me escurrí por la abertura y entré. Me agache para apoyar los dedos sobre el costado de su cuello, contra la carótida. No sentí ningún latido, ni siquiera un susurro. Absolutamente nada. La piel estaba helada. No debía estar helada. Yo pensé que lo estaba me incorporé y apoyé la espalda contra la puerta y cerré los puños y aspiré el olor de la pólvora. El partido de béisbol seguía desarrollándose, pero a través de dos puertas parecía muy lejano.
Lo miré. No hay nada en eso, Marlowe, nada en absoluto. Aquí no hay nada para ti, nada. Ni siquiera lo conocías. Vete, vete pronto.
Me aparté de la puerta y la abrí y volví por el corredor hasta la sala. Desde el espejo me miró un rostro. Un rostro. tenso, crispado. Le di la espalda rápidamente y saqué la llave chata que me había dado George Anson Phillips, la froté entre mis palmas húmedas y la deposité junto a la lámpara.
Limpié las huellas del picaporte interior al abrir la puerta, y las del exterior al cerrarla. Los Dodgers ganaban siete a tres, durante la primera mitad del octavo tiempo. Una mujer que parecía bastante bebida estaba cantando Frankie y Johnny en la versión casera, con una voz que ni siquiera el alcohol lograba mejorar. Una profunda voz de hombre le gruñó que se callase y ella siguió cantando; hubo un movimiento rápido por el piso, un golpe y un grito y ella dejó de cantar y el partido de béisbol siguió jugándose.
Me metí el cigarrillo en la boca, lo encendí y volví a bajar la escalera. Me detuve en el ángulo semioscuro del pasillo mirando el cartelito que decía: «Encargado, dt. 106.»
Fui un estúpido por el solo hecho de mirarlo. Lo miré durante un minuto largo, mordiendo el extremo del cigarrillo entre mis dientes.
Me volví y recorrí el pasillo hacia el fondo. Una chapa esmaltada indicaba sobre una puerta: «Encargado.» Golpeé.
9
Alguien empujó una silla hacia atrás, arrastró los pies, y la puerta se abrió.
—¿Usted es el encargado?
—Sí —respondió la misma voz que había oído por teléfono, hablando con Elisha Mornigstar.
Sostenía un vaso vacío y manchado en la mano. Parecía que alguien hubiese guardado peces de colores en él. Era un tipo flaco con pelos rojos y cortos que formaban una punta que penetraba en la frente. Tenía una cabeza larga y angosta llena de una astucia vulgar. Sus ojos verdosos miraban desde abajo de las pestañas anaranjadas. Sus orejas eran grandes y quizá se habrían sacudido si las sorprendía un vendaval. Tenía una nariz suficientemente larga como para meterse en todo. Toda la cara tenía una expresión veterana. Era una cara que sabría guardar un secreto, una cara que mantenía la forzada compostura de un cadáver en la Morgue, —¿El señor Anson? —pregunté. —Dos-cero-cuatro. —No está en su departamento. —¿Qué quiere que haga... que ponga un huevo? —Muy bueno —respondí—. ¿Se le ocurren todos los días o es que hoy es su cumpleaños?
—Vayase —dijo—. Desaparezca —empezó a cerrar la puerta. Volvió a abrirla para agregar—: Ahueque el ala. Esfúmese.
Cuando hubo aclarado el concepto suficientemente, volvió a empujar la puerta.
Yo me apoyé contra ella. £1 hizo otro tanto de su lado. Esto juntó nuestros rostros. —Cinco dólares —murmuré.
Eso lo conmovió. Abrió la puerta súbitamente y tuve que adelantarme rápidamente para no golpearle el mentón con la cabeza. —Entre —invitó.
Una sala con una cama turca. Todo de acuerdo con lo especificado, incluyendo la pantalla desgarrada de la lámpara y el cenicero de vidrio. Este cuarto estaba pintado de un olor amarillo yema de huevo. Todo lo que necesitaba era algunas gordas arañas negras pintadas sobre el amarillo para ser el ataque biliar de cualquier mortal.
—Siéntese —indicó, cerrando la puerta. Me senté. Nos miramos el uno al otro con la expresión inocente de un par de vendedores de coches usados.
—¿Cerveza? —preguntó. —Gracias.
Abrió dos latas, llenó el vaso manchado que había estado sosteniendo y se dispuso a tomar otro en parecidas condiciones. Dije que bebería de la lata. Me la alcanzó.
—Diez centavos —anunció. Se los di.
Los guardó en su chaleco y siguió mirándome. Acercó una silla y se sentó en ella, apartó sus huesosas rodillas y dejó caer entre ellas su mano vacía.
—No me interesan sus cinco dólares —afirmó. —Me alegro —contesté—. Sinceramente, no pensaba dárselos.
—Un bromista —comentó—. ¿Qué ocurre? Ésta es una casa respetable. Aquí no ocurren cosas raras.
—Y tranquila además —manifesté—. Arriba casi se pueden oír los graznidos de un águila.
Su sonrisa fue amplia, de más o menos un centímetro.
—No es fácil divertirme —dijo.
—Igual que la reina Victoria —respondí.
—No le entiendo.
—No espero milagros —contesté. Esa conversación carente de significado tenía un efecto reanimador para mí, creando un ambiente tenso y nervioso.
Saqué mi billetera y escogí una tarjeta. No era la mía. Decía: «James B. Pollock, Compañía de Seguros Reliance, Agente de Zona.» Traté de recordar las facciones de James B. Pollock y dónde lo había conocido. No lo logré. Le pasé la tarjeta al pelirrojo.
La leyó y se rascó la punta de la nariz con una de sus puntas.
—¿Un mal pájaro? —preguntó, con sus ojos verdes clavados en mi cara.
—Joyas —respondí, e hice un ademán con la mano.
Le dio que pensar. Mientras meditaba yo traté de averiguar si eso le preocupaba. Parecía que no.
—Ocurre de vez en cuando —confesó—. No se puede evitar. Sin embargo, no me produjo esa impresión. Tenía un aspecto blando.
—Quizá me equivoque —murmuré. Le describí a George Anson Phillips, George Anson Phillips vivo, con su traje marrón y las gafas oscuras y el sombrero de paja color cacao con la cinta estampada marrón y amarilla. Me pregunté qué se había hecho del sombrero. No estaba allá arriba. Debía haberse librado de él por creerlo demasiado llamativo. Pero su cabeza rubia lo era igualmente, aunque no tanto—, ¿Le parece que se trata de él?
El pelirrojo dedicó bastante tiempo a rumiar la respuesta. Finalmente hizo un gesto afirmativo, mientras sus ojos verdes me observaban atentamente, y la delgada mano fuerte levantaba la tarjeta hasta su boca y la pasaba sobre sus dientes como si fuera una vara sobre un cerco de postes.
—No me pareció un delincuente —dijo—. Pero diablos, los hay de todas las especies y tamaños. Hace un mes que se aloja aquí. Si me hubiese parecido sospechoso, no lo habría dejado estar tanto tiempo.
Tuve bastante éxito en mi esfuerzo por no reírme en sus narices.
—¿Qué le parece si registramos su departamento mientras él no está?
—Al señor Palermo no le gustaría —contestó, meneando la cabeza.
—¿El señor Palermo?
—Es el dueño. Vive enfrente. También es dueño de la empresa de pompas fúnebres. Tiene este edificio y muchos otros. Prácticamente es el dueño del distrito, si es que usted me entiende —contrajo el labio y abanicó el párpado derecho—. Tiene influencias. No es un tipo al que se pueda atropellar.
—Bien, mientras aumenta sus influencias o juega con un «fiambre» o hace lo que diablos se le ocurra en este momento, subamos y revisemos el departamento.
—No haga que me enoje con usted —dijo lacónicamente el pelirrojo.
—Eso me preocuparía como un dos por ciento de nada —respondí—. Subamos a registrar el departamento —repetí, y tiré la lata de cerveza al cesto de papeles y la vi rebotar y rodar a través de la mitad del cuarto.
El pelirrojo se irguió súbitamente, separó los pies, se frotó las manos y se mordió el labio inferior.
—Usted habló de un billete de cinco —murmuró.
—Eso ocurrió hace horas —contesté—. Lo pensé mejor. Vamos a registrar el departamento.
—Repita eso y... —su mano derecha subió hacia su labio.
—Si piensa sacar una pistola recuerde que eso no le gustará al señor Palermo.
—Al diablo con el señor Palermo —rugió, con tono súbitamente furioso, mientras su rostro se cargaba bruscamente de sangre.
—Al señor Palermo le agradará conocer la opinión que usted tiene de él.
—Oiga... —dijo el pelirrojo muy lentamente, bajando la mano a un costado y doblándose hacia delante a la altura de las caderas y adelantando la cara hacia mí lo más bruscamente que pudo—. Oiga. Yo estaba sentado aquí, bebiendo una o dos cervezas. Quizá tres, quizá nueve. ¿A quién diablos le importa? No molestaba a nadie. Era un lindo día. Parecía que sería una linda tarde... y de pronto llega usted —agitó la mano violentamente.
—Vamos a registrar el departamento —repetí.
Adelantó sus dos puños convertidos en mazas. Al final del movimiento abrió las manos, estirando los dedos todo lo que pudo. Su nariz se crispó.
—Si no fuese por el empleo... —murmuró. Yo abrí la boca—. ¡No lo diga! —exclamó.
Se puso el sombrero, pero no la chaqueta, abrió un cajón y sacó un manojo de llaves, pasó frente a mí para abrir la puerta y se detuvo en el umbral, haciéndome una seña con el mentón. Su rostro todavía parecía un poco furibundo.
Recorrimos el pasillo y subimos por la escalera. El partido de béisbol había terminado y ahora se escuchaba música bailable. Música bailable a todo volumen. El pelirrojo escogió una de las llaves y la introdujo en la cerradura del departamento 204. Por encima del estrépito de la orquesta, en el departamento situado a nuestras espaldas una voz de mujer chilló súbitamente con tono histérico.
El pelirrojo retiró la llave y me miró mostrando los dientes. Atravesó el angosto corredor y golpeó la puerta de enfrente. Tuvo que golpear fuertemente y durante un largo rato antes de que le prestasen atención. Entonces la puerta fue abierta y una rubia de cara afilada, con pantalones escarlata y un pullóver verde nos miró con ojos enrojecidos, uno de los cuales estaba amoratado en tanto que el otro había sido golpeado varios días atrás. También tenía un cardenal alrededor del cuello y su mano sostenía un vaso alto lleno con un líquido ambarino.
—Cállese, y pronto —ordenó el pelirrojo—. Demasiado escándalo. Y no volveré a pedírselo. La próxima vez vendré con la ley.
La mujer miró por encima del hombro y gritó para cubrir el ruido de la radio.
—¡Eh, Del! ¡El tipo dice que nos callemos! ¿Quieres pegarle?
Una silla crujió, el ruido de la radio se apagó bruscamente y un hombre corpulento, moreno y de mirada sombría apareció detrás de la rubia, la apartó de su paso con un brazo y adelantó su cara hacia nosotros. Necesitaba un afeitado. Tenía puestos los pantalones, zapatos y una camiseta.
Afirmó los pies en el umbral, dejó escapar un poco de aire por la nariz, con un silbido, y dijo:
—Vuelen. Acabo de comer. Y la comida fue pésima. No quiero que nadie me lleve por delante.
Estaba muy borracho pero lo soportaba muy bien, como un veterano.
—Ya me oyó, señor Hench —insistió el pelirrojo—. Baje el tono de la radio y suspenda las peleas. Y que sea pronto.
—Oiga, monigote —exclamó el tipo llamado Hench, y descargó con fuerza el pie derecho.
El pelirrojo no esperó a que lo pisaran. Su cuerpo delgado retrocedió velozmente y el manojo de llaves despedido cayó al suelo detrás de él y chocó contra la puerta del departamento 204. La mano derecha del encargado se movió rápidamente y apareció con una cachiporra de cuero.
—¡Ah! —bramó Hench, y tomó dos grandes manojos de aire con sus manos peludas, las convirtió en puños y golpeó fuertemente el espacio vacío.
El encargado le pegó en la cabeza y la muchacha volvió a chillar y volcó el vaso de licor en la cara de su amigo. No sé si lo hizo porque ahora no corría peligro o porque se equivocó sinceramente.
Hench giró a ciegas con la cara empapada, se tambaleó y arremetió a través del cuarto en una carrera que amenazaba con hacerlo caer de bruces a cada paso. La cama estaba volcada. Hench la encontró con una rodilla y metió la mano debajo de la almohada.
—Cuidado... la pistola —grité.
—También puedo arreglar eso —respondió el pelirrojo entre dientes y metió la mano derecha, que ahora estaba vacía, debajo de su chaleco abierto.
Hench estaba caído de rodillas. Se levantó sobre una de ellas con una corta pistola negra en la mano derecha, sin aferraría por la culata, sino sosteniéndola sobre la palma de la mano.
—¡Suéltela! —ordenó tensamente el encargado, y entró en el cuarto.
La rubia saltó rápidamente sobre su espalda y le rodeó el cuello con sus largos brazos, gritando desesperadamente. El pelirrojo trastabilló y maldijo y agitó su propia pistola.
—¡Despáchalo, Del! —chilló la rubia—. ¡Despáchalo pronto!
Hench, con una mano sobre la cama y un pie sobre el suelo, con ambas rodillas dobladas y sosteniendo la pistola negra sobre la palma de la mano derecha, se incorporó lentamente y habló con voz gutural.
—Éste no es mi revólver.
Le quité al pelirrojo el arma, que ahora no le servía de nada, y me adelanté, dejando que él se librase como mejor pudiese de la rubia que tenía sobre la espalda. Una puerta golpeó en el pasillo y oí ruido de pasos que se acercaban.
—Suéltela, Hench —ordené.
Él me miró, y sus extrañados ojos oscuros parecieron súbitamente sobrios.
—No es mi arma —repitió, extendiéndola bajo su vista—. El mío es un revólver «Colt» corto, calibre 32.
Le arrebaté la pistola. No trató de impedírmelo. Se sentó sobre la cama, se frotó lentamente la cabeza y arrugó la cara como si estuviese concentrado en sus pensamientos.
—¿Dónde diablos...? —murmuró, y su voz se perdió y sacudió la cabeza.
Olí el arma. Había sido disparada. Saqué el cargador y conté las balas en los pequeños orificios laterales. Había seis. Con uno en la recámara, el total era de siete. Ésta era una automática «Colt» calibre 32, de ocho tiros. Había sido disparada. Si no habían vuelto a cargarla, habían gastado una bala.
El pelirrojo ya se había librado de la rubia. La había lanzado sobre una silla y se estaba limpiando un rasguño de su mejilla. Sus ojos verdes estaban cargados de ira.
—Será mejor que llamemos a la Policía —dije—. Esta pistola ha sido disparada y es hora de que usted sepa que hay un cadáver en el departamento de enfrente.
Hench me miró estúpidamente y habló con voz serena y razonable:
—Hermano, sencillamente ésta no es mi pistola.
La rubia sollozó en forma un poco teatral y me mostró una boca abierta crispada por el dolor y la simulación. El pelirrojo salió silenciosamente del cuarto.
10
—Herido en la garganta por una bala de punta redondeada y de calibre mediano —afirmó el teniente detective Jesse Breeze—. Balas como las que tenemos en esta pistola, y de un calibre como el de esta pistola —balanceó el arma en su mano, el arma que Hench había dicho que no era de él—. El proyectil se desvió hacia arriba y probablemente chocó con la parte posterior de su cráneo. Sigue dentro de su cabeza. Hace dos horas que este hombre está muerto. Manos y cara frías, pero el cuerpo sigue tibio. No hay rigidez. Fue golpeado con algo duro antes de ser asesinado. Probablemente con la culata de la pistola. ¿Tiene todo esto algún significado para ustedes, chicos y chicas?
El diario sobre el que estaba sentado crujió. Se quitó el sombrero y se secó la frente y la parte superior de su cabeza, casi calva. La franja de cabellos claros que le rodeaba la coronilla estaba humedecida y oscurecida por el sudor. Volvió a ponerse el sombrero, un panamá de copa chata, quemado por el sol. No era un sombrero de este año, quizá tampoco lo era del año anterior.
Era un hombre corpulento, casi panzón que usaba zapatos blancos y marrones, medias caídas y pantalones blancos con delgadas rayas negras, una camisa abierta en el cuello, dejando ver algunos pelos que crecían en lo alto de su pecho, y una chaqueta que a la altura de sus hombros no era más ancha que un garaje doble. Podía tener cincuenta años de edad y el único rasgo suyo que sugería su profesión de policía era la mirada tranquila, imperturbable e inmutable de sus prominentes ojos celestes, una mirada que no tenía intenciones de ser dura pero que cualquiera, exceptuando un policía, habría considerado dura. Debajo de sus ojos, atravesando la parte superior de sus mejillas y el puente de su nariz había un ancho sendero de pecas, como un campo minado en un mapa de guerra.
Estábamos sentados en el departamento de Hench, con la puerta cerrada. Hench se había puesto la camisa y, abstraído, hacía el nudo de su corbata con gruesos dedos que temblaban. La muchacha permanecía acostada en el lecho. Tenía la cabeza envuelta con algo verde, un bolso a su lado y una corta chaqueta de ardilla a sus pies. Su boca estaba entreabierta, tenía la cara pálida y con una expresión sorprendida.
—Si la idea es que el tipo fue asesinado con la pistola que estaba debajo de mi almohada, la acepto —intervino Hench—. Podría haber sido. No es mi arma y nada de lo que ustedes puedan pensar me hará decir que lo es.
—Suponiendo que sea así, ¿qué ocurrió? —preguntó Breeze—. Alguien robó su arma y la remplazó por ésta. ¿Cuándo, cómo, y qué clase de juguete era el suyo?
—Salimos aproximadamente a las tres y media para comer algo en la cantina de la esquina —explicó Hench—. Eso será fácil de comprobar. Debemos habernos olvidado de echar llave a la puerta. Habíamos bebido un poco en exceso. Creo que hacíamos mucho ruido. Estábamos escuchando el partido de béisbol por la radio. Supongo que la apagamos cuando salimos: No estoy seguro. ¿Tú lo recuerdas? —inquirió, mirando a la muchacha que permanecía acostada en silencio—. ¿Lo recuerdas, querida?
La mujer no lo miró ni le contestó. —Está borracha —comentó Hench—. Yo tenía un revólver, un «Colt» calibre 32, el mismo calibre que el de esta pistola, pero era un revólver no una automática. Le falta un fragmento a la culata de goma. Un tipo llamado Morris me lo dio hace tres o cuatro años. Trabajábamos juntos en un bar. No tengo permiso pero tampoco llevo el arma encima.
—En la forma en que ustedes bebían —manifestó Breeze—, y con un revólver debajo de la almohada, tarde o temprano alguien iba a recibir un plomo. Usted debería saberlo.
—Diablos, ni siquiera conocía a ese tipo —exclamó Hench. Su corbata ya estaba anudada aunque pésimamente. Estaba sobrio y muy nervioso. Se incorporo y tomó una americana que estaba tirada sobre la cama, se la puso y volvió a sentarse. Vi cómo sus dedos temblaban mientras encendía un cigarrillo—. No sabemos cómo se llama. No sabemos nada respecto a él. Lo vi dos, quizá tres veces en el pasillo, pero ni siquiera me habló. Supongo que es el mismo tipo. Tampoco estoy muy seguro de eso.
—Es el hombre que vivía ahí —intervino Breeze—. Veamos, ahora... ese partido de pelota era una retransmisión hecha por el estudio, ¿no es así?
—Empieza a las tres —dijo Hench—. Desde las tres hasta más o menos las cuatro y media, y a veces hasta más tarde. Salimos durante la última mitad del tercer tiempo. Estuvimos fuera durante un tiempo y medio, quizá dos. De veinte minutos a media hora. No más.
—Calculo que lo mataron antes de que ustedes salieran —comentó Breeze—. La radio habría ahogado el ruido de la pistola. Deben haber dejado la puerta sin llave. O quizás abierta.
—Podría ser —contestó Hench cansadamente—. ¿Lo recuerdas, encanto?
La muchacha acostada se negó nuevamente a contestarle o a mirarlo.
—Dejaron la puerta abierta o sin llave —contestó Breeze—. El asesino los oyó salir. Entró en su departamento, dispuesto a deshacerse del arma, vio la cama, atravesó el cuarto y metió la pistola debajo de la almohada. E imaginen su sorpresa. Encontró otra arma que lo estaba esperando. Y se la llevó. Pero si quería deshacerse de la pistola, ¿por qué no lo hizo en el lugar del crimen? ¿Por qué se arriesgó a entrar a otro departamento con ella? ¿A qué se debe ese juego?
Yo estaba sentado en la esquina del sofá, junto a la ventana. Puse mi parte diciendo:
—Supongamos que cerró la puerta del departamento de Phillips antes de pensar en librarse del arma. Supongamos que al recobrarse de la emoción de su asesinato, se encontró en el pasillo empuñando todavía la pistola. Debe haber querido deshacerse en seguida de ella. Y si la puerta del departamento de Hench estaba abierta y los oyó alejarse por el pasillo.
—No digo que no sea así —gruñó Breeze, después de mirarme un momento—. Estoy haciendo hipótesis —volvió nuevamente su atención hacia Hench—. Así que ahora, si ésta resulta ser el arma que mató a Anson, tendremos que tratar de encontrar su revólver. Mientras lo hacemos, deberemos tenerlos a usted y a su amiguita a nuestro alcance. Entiende eso, ¿verdad?
—No tendrán gente que pueda sacudirme con bastante fuerza para hacerme cambiar mis palabras... —murmuró Hench.
—Podemos intentarlo —respondió Breeze sencillamente—. Y quizá sea mejor que empecemos en seguida. Se puso de pie, se volvió y tiró al suelo los diarios arrugados que estaban sobre la silla. Se acercó a la puerta, luego giró sobre los talones y se quedó mirando a la muchacha acostada.
—¿Se siente bien, señorita, o quiere que llame a una policía femenina?
La muchacha no le contestó.
—Necesito un trago —dijo Hench—. Necesito un trago ahora mismo.
—No mientras yo lo esté mirando —contestó Breeze, y salió al corredor.
Hench atravesó el cuarto, se metió en la boca el pico de una botella y bebió a grandes tragos el alcohol. Bajó la botella, miró lo que quedaba en ella y se acercó a la muchacha. Le tocó el hombro.
—Despierta y toma un poco —le gruñó. La muchacha miraba el techo. No le contestó ni mostró haberle oído.
—Déjela en paz —ordené—. Sufre una crisis. Hench vació la botella, la dejó cuidadosamente a un lado, y miró nuevamente a la mujer. Luego le volvió la espalda y clavó la vista en el suelo, con el ceño fruncido.
—Diablos, ojalá pudiese recordar mejor —masculló entre dientes.
Breeze volvió al cuarto con un joven y animoso detective vestido de civil.
—Éste es el teniente Spangler —anunció—. Él los llevará. En marcha, ¿eh?
Hench se acercó a la cama y sacudió a la muchacha por el hombro.
—Arriba, nena. Tenemos que ir a pasear.
La muchacha giró los ojos sin mover la cabeza, y lo miró lentamente. Levantó los hombros del lecho, puso una mano bajo su cuerpo, pasó las piernas sobre el costado y se levantó, golpeando el pie derecho como si tuviese calambres.
—Es duro, nena..., pero ya sabes cómo es —murmuró Hench.
La muchacha se llevó una mano a la boca y se mordió el nudillo del meñique, mirándolo con expresión vacía. Luego movió súbitamente la mano y lo golpeó en la cara con todas sus fuerzas. Por fin corrió dificultosamente hacia la puerta.
Hench no movió un músculo durante largo rato. Afuera había un confuso ruido de hombres hablando. Abajo, en la calle, un confuso ruido de autos. Hench encogió y enderezó sus pesados hombros hacia atrás lanzando una lenta mirada alrededor de la habitación como esperando no verla otra vez. Luego se dirigió hacia afuera pasando frente al joven detective de cara fresca.
El detective salió con Hench, y Breeze y yo nos quedamos adentro, mirándonos intensamente.
11
Al cabo de un rato Breeze se cansó de mirarme y sacó un cigarro del bolsillo. Rompió el sobre de celofán con un cortaplumas, cortó la punta del cigarro y lo encendió cuidadosamente, haciéndolo girar en la llama, y sosteniendo la cerilla lejos de él mientras observaba pensativamente el vacío y chupaba el cigarro para asegurarse que estaba encendido como él quería que lo estuviese.
Entonces apagó la cerilla agitándola muy lentamente y estiró la mano para depositarla sobre el antepecho de la ventana abierta. Luego volvió a mirarme.
—Usted y yo nos entenderemos —dijo.
—Magnífico —respondí.
—Usted no lo cree —manifestó—. Pero será así. Pero no porque yo le haya tomado una súbita simpatía. Es la forma en que trabajo. Todo a la vista. Todo razonable. Todo tranquilo. No como esa mujer. Ésas son las zorras que se pasan la vida buscando líos, y cuando los encuentran la culpa la tiene el primer tipo al que pueden echarle el guante.
—Él le pegó un par de golpes —comenté—. No creo que eso haya aumentado el cariño que sentía por él.
—Veo que usted sabe mucho sobre mujeres —respondió Breeze.
—El no saber mucho sobre ellas me ayudó en mi negocio —afirmé—. Soy una persona de mentalidad amplia.
Él asintió y estudió el extremo de su cigarro. Sacó una pequeña hoja de papel de su bolsillo y leyó lo que estaba escrito en ella.
—Delmar B. Hench, 45 años, camarero de bar, desocupado. Maybelle Manters, 26 años, bailarina. Es todo lo que sé respecto a ellos. Tengo la sospecha de que no hay mucho más que saber.
—¿No cree que él mató a Anson? —pregunté.
—Hermano —contestó Breeze mirándome sin mucha alegría—, acabo de llegar aquí —sacó una tarjeta de su bolsillo y volvió a leer—: James B. Pollock, Compañía de Seguros Reliance, Agente de la Zona. ¿Qué significa esto?
—En un barrio como éste no conviene usar el verdadero nombre —le informé—. Anson tampoco lo hacía.
—¿Qué tiene de malo este barrio?
—Prácticamente todo.
—Lo que me gustaría saber —intervino Breeze— es lo que usted conoce respecto al muerto.
—Ya se lo conté.
—Cuéntelo nuevamente. La gente me dice tantas cosas que lo confundo todo.
—Sé lo que leí en su tarjeta, que su nombre es George Anson Phillips, que decía ser detective privado. Estaba frente a mi oficina cuando salí a almorzar. Me siguió a través de la ciudad, hasta el vestíbulo del «Hotel Metropole». Yo lo atraje hasta allí. Hablé con él y confesó que me había estado siguiendo y dijo que lo había hecho para saber si yo era lo bastante inteligente como para ofrecerme un negocio. Ésos son cuentos, con toda seguridad. Probablemente todavía no había decidido lo que debía hacer, y esperaba que algo lo decidiese. Agregó que estaba ocupándose de un asunto, que se mareó y que quería asociarse con alguien, quizá con alguien que tuviese un poco más de experiencia que él, si es que él tenía alguna. Por la forma en que procedía no parecía tenerla.
—Y el único motivo por el que lo eligió a usted —me interrumpió Breeze— es que hace seis años usted trabajó en un caso en Ventura, mientras él era delegado allí.
—Ésa es mi historia —respondí.
—Pero no tiene por qué casarse con ella —dijo Breeze calmosamente—. Siempre puede darnos una mejor.
—Ésta es bastante buena —afirmé—. Quiero decir que es bastante buena en el sentido de que es bastante mala como para ser cierta.
Asintió con un movimiento de su gran cabezota.
—¿Qué ideas tiene usted sobre todo esto? —inquirió.
—¿Investigo el domicilio comercial de Phillips?
Hizo un ademán negativo.
—Mi impresión es que descubrirá que lo contrataron porque era un ingenuo. Lo emplearon para que ocupase este departamento con un nombre falso, y para hacer algo que resultó no ser de su agrado. Estaba asustado. Quería un amigo, quería ayuda. El hecho de que me eligiese después de tanto tiempo y conociéndome tan poco demuestra que no estaba relacionado con muchas personas dedicadas a la investigación privada.
Breeze sacó su pañuelo y volvió a secarse la cabeza y la frente.
—Pero eso no explica por qué tuvo que seguirlo como un cachorro perdido, en lugar de dirigirse abiertamente a su oficina y plantearle el problema.
—No, no lo explica —asentí.
—¿Puede explicarlo usted?
—No, sinceramente no.
—¿Y cómo intentaría hacerlo?
—Ya le he explicado en la única forma que puedo hacerlo. No estaba decidido a hablarme. Esperaba que algo determinase su actitud. La determiné yo, al dirigirme a él en primer lugar.
—Es un argumento muy sencillo —comentó Breeze—. Es tan sencillo que apesta.
—Quizá tenga razón.
—Y como resultado de esta breve conversación en el vestíbulo del hotel, el tipo, un completo desconocido para usted, lo invita a su departamento y le entrega la llave. Porque quiere hablar con usted.
—Sí —contesté.
—¿Por qué no habló con usted en ese momento?
—Yo tenía una cita.
—¿Negocios?
Hice un ademán afirmativo.
—Entiendo. ¿En qué está trabajando?
Meneé la cabeza y no contesté.
—Esto es un asesinato —manifestó Breeze—. Tendrá que informármelo.
Volví a menear la cabeza. Se ruborizó un poco.
—Oiga... —exclamó tensamente—. Tiene que hacerlo.
—Lo lamento, Breeze —respondí—. Pero a esta altura de los acontecimientos no estoy convencido de eso.
—Naturalmente, usted sabe que puedo encerrarlo como testigo material del hecho —comentó él con indiferencia.
—¿Con qué fundamento?
—Con el fundamento de que usted encontró el cadáver, que le dio un nombre falso al encargado de la casa y que no explicó satisfactoriamente sus relaciones con el muerto.
—¿Lo hará? —inquirí.
—¿Tiene abogado? —preguntó el detective, con una sonrisa burlona.
—Conozco a muchos picapleitos. No tengo uno contratado permanentemente.
—¿A cuántos de los comisionados conoce personalmente?
—A ninguno. O más exactamente, hablé con tres de ellos, pero quizá no me recuerden.
—¿Pero tiene buenas relaciones en la oficina del alcalde y cosas parecidas?
—Hábleme de ellas —dije—. Me gustaría conocerlas.
—Oiga, compañero —exclamó seriamente—. Usted debe tener amigos en alguna parte. Eso es indudable.
—Tengo un buen amigo en el despacho del sheriff, pero preferiría no mezclarlo en esto.
—¿Por qué? —preguntó, arqueando las cejas—. Quizá necesitará amigos. Una palabra favorable de un policía de confianza puede dar excelentes resultados.
—No es más que un amigo personal —respondí—. No vivo montado sobre sus espaldas. Si yo me meto en líos, eso no lo favorecerá en nada.
—¿Y la División Homicidios?
—Está Randall —contesté—. En un tiempo trabajé con él en un caso. Pero no me tiene mucha simpatía.
Breeze suspiró y apoyó los pies sobre el piso, haciendo crujir los diarios que había tirado de la silla.
—¿Todo esto es cierto... o está jugando con trampa? Me refiero a los tipos importantes que conoce.
—Es cierto —afirmé—. Pero lo aprovecho lo mejor que puedo.
—No es inteligente el decirlo.
—Yo creo que sí.
Apoyó su gigantesca mano pecosa sobre la parte inferior de su cara y apretó. Cuando retiró la mano, quedaron marcas rojas redondas sobre sus mejillas como consecuencia de la presión del pulgar y los otros dedos. Miré cómo se desvanecían las manchas.
—¿Por qué no vuelve a su casa y me deja trabajar? —preguntó Breeze coléricamente.
Me puse en pie y me encaminé hacia la puerta. Breeze habló a mis espaldas.
—Déjeme su domicilio —indicó. Se lo di y él lo anotó—. Hasta pronto —dijo cansadamente—. No salga de la ciudad. Necesitaremos su declaración... quizás esta noche.
Salí. En el rellano de la escalera había dos polizontes uniformados. La puerta del departamento de enfrente estaba abierta y un técnico dactiloscópico estaba trabajando. Abajo encontré otros dos agentes, uno en cada extremo del pasillo. No vi al encargado pelirrojo. Salí por la puerta del frente. Una ambulancia se estaba apartando de la acera. A ambos lados de la calle se habían formado corrillos, aunque no tan numerosos como los que se habrían congregado en otros barrios.
Empecé a caminar. Un tipo me tomó por el brazo y preguntó:
—¿Qué ocurrió, Jack?
Me deshice de él sin contestarle ni mirarlo y seguí caminando hacia mi coche.
12
Eran las siete menos cuarto cuando entré en la oficina, encendí la luz y levanté un papel del piso. Era una nota del Servicio de Mensajeros Puma Verde, informando que tenían un paquete para mí y que me sería enviado cuando lo pidiese, a cualquier hora del día o de la noche. La puse sobre el escritorio, me quité la americana y abrí las ventanas. Saqué una media botella de «Oíd Taylor» de un cajón del escritorio y bebí un sorbo, paladeándolo. Luego me senté sosteniendo la fresca botella por el cuello y preguntándome qué impresión produciría ser un detective de la División Homicidios y encontrar cadáveres sin inmutarse, sin tener que salir limpiando los picaportes, sin preguntarse cuánto se podía contar sin dañar a un cliente y cuánto se podía ocultar sin meterse uno mismo en un lío. Decidí que eso no me gustaría.
Levanté el auricular del teléfono y miré el número escrito en la nota. Llamé y me di a conocer. Me contestaron que me enviarían inmediatamente el paquete. Respondí que lo esperaría.
Permanecí fumando. Diez minutos más tarde golpearon la puerta, ésta se abrió y entró un muchacho uniformado que recibió mi firma y me entregó un pequeño paquete cuadrado, que no tenía más de seis centímetros de ancho, si llegaba a eso. Le di una moneda y oí cómo volvía silbando al ascensor.
La etiqueta tenía mi nombre y domicilio escritos con tinta, en una imitación bastante buena de letras de imprenta, grandes y finas. Corté el hilo que unía la etiqueta a la caja y abrí el delgado papel marrón. Dentro había una caja de cartón barato, forrada con papel marrón y con una estampilla que decía «Made in Japan». Era una de esas cajas que uno podía comprar en una tienda japonesa para guardar un pequeño animal tallado o una pieza de jade. La tapa cubría todo el alto de la caja y ajustaba perfectamente. Le retiré y vi papel de seda y algodón.
Cuando hube apartado el relleno me encontré con una moneda de oro, aproximadamente del tamaño de un medio dólar, lustrosa y brillante como recién salida de la acuñación.
La cara vuelta hacia arriba mostraba un águila con las alas desplegadas, con un escudo en el lugar del pecho y las iniciales E. B. grabadas en el ala izquierda. Alrededor de esto había un círculo de puntos, y entre éstos y el borde pulido de la moneda estaba la leyenda Et Pluribus Unum. Abajo se leía la fecha 1787.
Volví la moneda sobre la palma de mi mano. Era pesada y fría, y sentí que mi piel estaba húmeda debajo de ella. La otra cara mostraba un sol naciente o poniente detrás del agudo pico de una montaña, luego un círculo doble de algo que parecían hojas de roble, y por fin más latín: Nova Eboraca Columbia Excelsior. En la parte inferior de esta cara, en mayúsculas más pequeñas, aparecía el nombre Brasher.
Estaba mirando el Doblón Brasher.
No había otra cosa en la caja ni en el papel. Tampoco encontré un mensaje. La escritura a mano no significaba nada para mí. No conocía a nadie que la usara.
Llené hasta la mitad una bolsa vacía de tabaco, envolví la moneda en papel de seda, la ajusté con una goma, la metí en la tabaquera, y la cubrí con más tabaco. Corrí el cierre y guardé la bolsa en mi bolsillo. Metí el papel, el hilo, la caja y la etiqueta en un fichero, volví a sentarme y marqué en el teléfono el número de Elisha Mornigstar. La campanilla sonó ocho veces en el otro extremo de la línea. No obtuve respuesta. Yo no había esperado eso. Colgué el auricular, busqué a Elisha Mornigstar en la guía y descubrí que no aparecía su domicilio particular, no figuraba en la sección Los Angeles ni en la de los suburbios.
Saqué del escritorio el correaje de la pistolera, me lo ajusté y metí en ésta mi automática «Colt» calibre 38. Me puse el sombrero y la americana, volví a cerrar las ventanas, guardé el whisky, apagué las luces y tenía abierta la puerta de la oficina cuando llamó el teléfono.
La campanilla tenía un sonido siniestro, sin ninguna razón aparente más que para los oídos para los cuales sonaba. Yo estaba de pie, seguro y tenso, con los labios en una media sonrisa. Más allá de la ventana cerrada, las luces de neón brillaban. El aire muerto no se movía. Afuera el corredor estaba quieto. La campanilla sonaba firme y fuertemente en la oscuridad.
Volví, me incliné sobre el escritorio y atendí. Hubo un ruido seco, un zumbido en la línea y después nada. Apreté la horquilla y permanecí en la penumbra, inclinado, sosteniendo el auricular con una mano y apretando la horquilla con la otra. No sabía qué esperaba.
La campanilla volvió a sonar. Hice un ruido con la garganta y volví a poner el auricular contra mi oreja, sin decir nada.
Así quedamos los dos en silencio, quizá separados por millas de distancia, sosteniendo un teléfono y respirando y escuchando sin oír nada, ni siquiera esa respiración.
Por fin, después de lo que pareció un rato muy largo, llegó el susurro remoto de una voz que decía tenuemente, sin ningún tono:
—Peor para usted, Marlowe.
Luego se repitió el «clic» y el zumbido en la línea; yo corté la comunicación, atravesé nuevamente la oficina y salí.
13
Guié hacia el Sunset, di algunas vueltas sin alcanzar a saber si alguien estaba tratando de seguirme, y por fin aparqué cerca de un bar y entré en su cabina telefónica. Eché una moneda y le pedí a la operadora que me comunicase con un número de Pasadena. Me indicó cuánto dinero debía poner en la ranura.
La voz que me atendió fue fría y angulosa.
—Residencia de la señora Murdock.
—Habla Philip Marlowe. Con la señora Murdock, por favor.
Me pidieron que esperara. Una voz suave pero muy clara dijo:
—¿Señor Marlowe? La señora Murdock está descansando en este momento. ¿Puede informarme de qué se trata?
—No debió habérselo contado.
—¿Yo... quién...?
—A ese tipo en cuyo pañuelo usted llora.
—¿Cómo se atreve?
—Perfecto —respondí—. Ahora déjeme hablar con la señora Murdock. Es necesario.
—Muy bien, lo intentaré.
La voz suave y clara se alejó y esperé un largo rato. Quizá tuvieron que levantarla de los almohadones y sacarle la botella de oporto de sus duras garras grises y pasarle el teléfono. De pronto alguien se aclaró la garganta en la línea. Pareció un tren de carga al atravesar un túnel.
—Habla la señora Murdock.
—¿Podría identificar el objeto del que hablábamos esta mañana, señora Murdock? Quiero decir si podría distinguirlo de otros parecidos.
—¿Es que hay otros parecidos?
—Debe haberlos. Docenas, centenares, por lo que llegué a saber. De todos modos, docenas. Naturalmente, no sé dónde están.
—No sé mucho al respecto —contestó ella, y tosió—. Entonces supongo que no podría identificarlo. Pero en las circunstancias actuales...
—A eso quiero llegar, señora Murdock. La identificación parece depender de la posibilidad de seguir la historia del objeto hasta que vuelva a su poder. Por lo menos para ser convincente.
—Sí, supongo que sí. ¿Por qué? ¿Sabe dónde está?
—Morningstar afirma que lo vio. Dice que le fue ofrecido en venta... tal como usted sospechó. No quiso comprarlo. Asegura que el vendedor no era una mujer. Éso no significa nada, porque me dio una descripción detallada de esa persona que o fue inventada, o fue una descripción de alguien a quien conocía muy íntimamente. De modo que el vendedor pudo haber sido una mujer.
—Entiendo. Ahora eso no tiene importancia.
—¿No tiene importancia?
—No. ¿Tiene algo más que agregar?
—Quiero hacer otra pregunta. ¿Conoce a un tipo joven y rubio llamado George Anson Phillips? Es más bien corpulento, usa un traje marrón y un sombrero oscuro de paja con una cinta llamativa. Hoy vestía así. Dijo ser un detective privado.
—No lo conozco. ¿Por qué habría de saber quién es...?
—No lo sé. Entra en escena por algún motivo. Creo que fue el que trató de vender el objeto. Cuando yo salí, Morningstar quiso ponerse en comunicación con él. Me escabullí en su oficina y oí la llamada.
—¿Cómo dijo?
—Me escabullí.
—Por favor, no trate de hacerse el ingenioso, señor Marlowe. ¿Algo más?
—Sí, acepté pagarle a Morningstar mil dólares por la devolución del... objeto. Dijo que podría conseguirlo por ochocientos...
—¿Tendría inconveniente en informarme dónde obtendrá el dinero?
—Bien, no eran más que palabras. Este Morningstar es un pájaro interesante. Ése es el idioma que entiende. Y además quizás usted habría querido pagarlo. Yo no tengo interés en persuadirla para que lo haga. Siempre podría recurrir a la Policía. Pero si por algún motivo usted no quisiese tratar con la Policía, la única forma de recuperar el objeto sería... comprándolo nuevamente.
Quizás habría seguido así por un largo rato, sin saber bien lo que quería decir, si ella no me hubiese interrumpido con un ruido parecido al ladrido de una foca.
—Ahora todo esto es completamente innecesario, señor Marlowe. He decidido olvidar el asunto. La moneda me ha sido devuelta.
—Espere un momento —pedí.
Deposité el teléfono sobre el estante, abrí la puerta de la cabina y asomé la cabeza afuera, llenando el pecho con lo que en ese bar usaban en lugar de aire. Nadie se fijaba en mí. El dueño del negocio, vestido con un traje azul claro, hablaba con un cliente por encima del mostrador. Un muchacho limpiaba los vasos. Dos chicas jugaban con un billar automático. Un tipo alto y flaco con una camisa negra y un pañuelo amarillo en el cuello hojeaba una pila de revistas. No parecía un pistolero.
Cerré la puerta de la cabina, volví a tomar el auricular y dije:
—Una rata me estaba mordiendo el pie. Ya arreglé el asunto. De modo que la recuperó. Muy simplemente. ¿Cómo?
—Espero que no esté muy desilusionado —comentó ella con su tono de barítono—. Las circunstancias son un poco extrañas. Quizá decida explicárselas y quizá no. Puede visitarme mañana por la mañana. Pero como no deseo continuar la investigación, guardará su adelanto como pago por sus servicios.
—Permítame que entienda bien esto —la interrumpí—. ¿Usted recibió verdaderamente la moneda... no se trata de una simple promesa?
—Indudablemente, no. Y me estoy cansando. Por lo tanto...
—Un momento, señora Murdock. No es tan sencillo como usted cree. Han ocurrido muchas cosas.
—Podrá contármelas por la mañana —respondió ella con tono cortante, y colgó el auricular.
Salí de la cabina y encendí un cigarrillo con dedos torpes. Atravesé nuevamente el local. El dueño estaba solo en el mostrador. Le sacaba punta a un lápiz con un pequeño cortaplumas, muy concentrado en su tarea y con el ceño fruncido.
—Ése es un lindo lápiz y está muy afilado —le dije.
Levantó la vista, sorprendido. Las chicas del billar automático me miraron sorprendidas. Me adelanté y me miré en el espejo que había detrás del mostrador. Tenía una expresión sorprendida.
—Un whisky doble —pedí, sentándome en uno de los taburetes.
El mozo pareció sorprendido.
—Disculpe, señor, pero esto no es una taberna. No servimos bebidas alcohólicas. Podrá comprar una botella en el mostrador de los licores.
—De modo que es así —exclamé—. O mejor dicho, que no es así. Tuve una sorpresa. Estoy un poco turbado. Déme una taza de café claro y un sandwich de jamón con pan negro. No, será mejor que todavía no coma. Adiós.
Bajé del taburete y me dirigí hacia la puerta en medio de un silencio que era tan estrepitoso como una tonelada de carbón cayendo en una caldera. El hombre de la camisa negra y el pañuelo amarillo me sonreía por encima del New Republic.
—Debería dejar esas pamplinas y clavar el diente en algo sólido, como una revista picaresca —le dije, para mostrarme cordial.
Salí. Detrás de mí, alguien comentó:
—Hollywood está lleno de ellos.
14
Se había levantado un viento que movía las copas de los árboles y al hamacar el alumbrado de la acera hacía arrojar sombras que parecían lava derretida. Doblé con el coche y me dirigí otra vez hacia el Este.
La casa de empeños estaba en Santa Mónica, cerca de Wilcox, un pequeño lugar antiguo acariciado suavemente por las olas del tiempo. En la vidriera del frente había de todo lo que se pudiera pensar; desde un equipo de moscas para pescar truchas dentro de una cajita de madera, hasta un órgano portátil; desde un coche de bebé hasta una cámara fotográfica con una lente de cuatro pulgadas; desde un impertinente en un desteñido estuche de felpa hasta un «Colt» 44 del modelo que todavía se fabrica para las autoridades del Oeste que aprendieron a disparar con sus abuelos.
Entré en el negocio. Una campana sonó sobre mi cabeza. Alguien en el fondo arrastró los pies por el suelo y se sonó la nariz. Los pasos se acercaron. Un judío viejo con un birrete negro apareció detrás del mostrador sonriéndome tras unos lentes recortados.
Saqué mi tabaquera, extraje el Doblón Brasher de su interior y lo deposité sobre el mostrador. La vidriera era transparente y yo me sentí desnudo. No había gabinetes ocultos con escupideras labradas a mano y puertas que se cierran herméticamente por sí solas.
El viejo tomó la moneda y la levantó en su mano.
—Oro, ¿verdad? Quizás usted sea coleccionista de oro —dijo, guiñando el ojo.
—Veinticinco dólares —contesté—. Mi esposa y los niños tienen hambre.
—Oh, eso es terrible. Parece oro, por el peso. Oro puro, o quizá también con platino —lo pesó despreocupadamente en una pequeña balanza—. Es oro —confirmó—. ¿De modo que quiere diez dólares?
—Veinticinco dólares.
—¿Qué podría hacer con esto por veinticinco dólares? ¿Venderlo acaso? Quizás aquí haya oro por valor de quince dólares. Muy bien. Quince dólares.
—¿Tiene una buena caja fuerte?
—Señor, en este negocio encontrará las mejores cajas fuertes que se puedan comprar. No tiene nada de qué preocuparse. Quedamos en quince dólares, ¿verdad?
—Extienda el recibo.
Lo escribió en parte con la pluma y en parte con la lengua. Le di mi verdadero nombre y domicilio. Departamentos Bristol. North Bristol Avenue 1634, Hollywood.
—Vive en ese barrio y necesita quince dólares prestados —comentó tristemente el viejo, y arrancó la mitad de mi recibo y contó el dinero.
Me dirigí a la botica de la esquina, compré un sobre y pedí prestado un lápiz. Me mandé el recibo a mí mismo.
Me sentía vacío y hambriento por dentro. Fui hasta Vine para comer, y luego volví a ponerme en marcha. El viento seguía aumentando de intensidad y era más seco que antes. El volante me producía una impresión áspera bajo los dedos y sentía tirantes y contraídos los orificios de mi nariz.
Las luces estaban encendidas en algunos edificios altos. La tienda verde y cromada de la esquina era un mar de resplandor. En el Edificio Belfont algunas ventanas estaban iluminadas, pero no muchas. La misma antigualla estaba sentada en el ascensor sobre su lona plegada, mirando fijamente al frente con expresión vacía, casi sumado a la historia.
—Supongo que usted no sabrá dónde puedo comunicarme con el encargado del edificio —le dije.
Volvió la cabeza lentamente y miró por encima de mi hombro.
—Oí contar que en Nueva York tienen ascensores que zumban. Suben treinta pisos en un solo tirón. A toda velocidad. Eso ocurre en Nueva York.
—Al diablo con Nueva York. A mí me gusta esto —respondí.
—Se debe necesitar un verdadero artista para manejar esos carros.
—No se engañe, abuelo. Todo lo que hacen esos muñecos es apretar botones, decir: «Buenos días, señor», y mirarse sus lindas caras en los espejos del ascensor. En cambio, se necesita un hombre para manejar este armatoste. ¿Está satisfecho?
—Trabajo doce horas por día —informó—. Y me alegro de eso.
—No deje que el sindicato se entere.
—¿Sabe lo que puede hacer el sindicato? —preguntó. Le dije que no. Me lo dijo. Luego levantó los ojos hasta que casi me miraron—. ¿No lo vi antes en algún lugar?
—Cuando le pedí noticias acerca del encargado del edificio —expliqué.
—Hace un año se rompió las gafas —contó el viejo—. Pude haberme reído. Casi lo hice.
—Sí. ¿Dónde podría encontrarlo a esta hora de la noche?
Me miró un poco más fijamente.
—Oh, ¿el encargado del edificio? Está en su casa, ¿no es cierto?
—Sí, probablemente. O fue al cine. ¿Pero dónde está su casa? ¿Cómo se llama?
—¿Desea algo?
—Sí —contesté, y apreté el puño dentro del bolsillo y me contuve para no gritar—. Quiero el domicilio de uno de sus inquilinos. El inquilino cuyo domicilio busco no está en la guía. Me refiero a la dirección que tiene cuando no está en su oficina. Usted sabe, su casa.
Saqué las manos y las moví por el aire, trazando lentamente las letras c-a-s-a.
—¿Cuál? —preguntó el viejo tan directamente que me dejó estupefacto.
—El señor Morningstar.
—No está en su casa. Todavía está en su oficina.
—¿Está seguro?
—Claro que estoy seguro. No me fijo mucho en la gente. Pero él es viejo como yo, y le presto atención. Todavía no bajó.
—Ocho —dije, subiendo al ascensor.
Cerró las puertas e iniciamos el difícil trayecto. No volvió a mirarme. Cuando la caja se detuvo y yo salí no me habló ni se fijó en mí. Permaneció sentado, con la mirada perdida, sobre la lona y el taburete. Cuando doblé en la esquina del corredor seguía allí. Y su rostro había recuperado su expresión vacía.
Al final del corredor, dos puertas mostraban la luz encendida. Eran las dos únicas que estaban a la vista. Me detuve afuera para encender un cigarrillo y escuchar, pero no oí ningún ruido que indicase actividad. Abrí la puerta marcada «Entrada» y penetré en la estrecha oficina con el escritorio cerrado. La puerta de madera seguía entreabierta. Me acerqué a ella, la golpeé y llamé:
—Señor Morningstar.
No hubo respuesta. Silencio. Ni siquiera el ruido de respiración. Los pelos se erizaron en mi nuca. Di un rodeo a la puerta. La luz del techo se reflejaba sobre la campana de vidrio de las balanzas, sobre la madera lustrada alrededor de la cubierta de cuero del escritorio, sobre el costado de éste, sobre un zapato negro de puntera cuadrada, que estaba rematado por una media blanca de algodón.
El zapato estaba en un ángulo extraño señalando la esquina del techo. El resto de la pierna estaba detrás de la caja fuerte. Cuando avancé por la habitación, me pareció estar caminando por el barro.
Estaba encogido sobre la espalda. Muy solo, muy muerto.
La puerta de la caja fuerte estaba abierta y las llaves colgaban de la cerradura del compartimiento interior. Un cajón metálico estaba salido. Ahora estaba vacío. Quizás en un tiempo había habido dinero en su interior.
Nada más parecía haber cambiado en la habitación.
Los bolsillos del viejo estaban vueltos hacia fuera, pero no lo toqué, excepto cuando me incliné y apoyé la mano contra el rostro violáceo. Era como tocar el vientre de un sapo. La sangre manaba del costado de su frente, donde había sido golpeado. Pero esta vez no había olor a pólvora en el aire, y el color morado de su piel indicaba que había muerto de un síncope cardíaco, debido probablemente al miedo o a otra emoción. Eso no bastaba para que no fuese un asesinato.
Dejé las luces encendidas, limpié los picaportes y bajé por la escalera de incendio hasta el sexto piso. Mientras caminaba, leí los nombres escritos en las puertas, sin tener ningún motivo para ello. «H. R. Teager, laboratorios dentales»; «L. Pridview, contador público»; «Dalton y Rees, copias a máquina»; «Doctor E. J. Blaskowitz», y debajo del nombre, en letras más pequeñas, «especialista quiropráctico».
El ascensor subió protestando y el viejo no me miró. Su rostro parecía tan vacío como su cerebro.
Llamé al Receiving Hospital desde la esquina, sin dar ningún nombre.
15
Las piezas del ajedrez, de hueso blanco y rojo, estaban alineadas y listas para la batalla, y tenían ese aspecto emocionante, competente y complicado que siempre tienen al comienzo del juego. Eran las diez de la noche, yo estaba cómodo en mi departamento, tenía una pipa en la boca, un vaso a un costado y no había nada en mi mente exceptuando dos asesinatos y el misterio de cómo la señora Elizabeth Bright Murdock había recuperado su Doblón Brasher mientras yo todavía lo tenía en el bolsillo.
Abrí un librito de torneos forrado en papel y editado en Leipzig, escogí un atrayente gambito de reina, moví el peón blanco a reina cuatro y entonces sonó el timbre de la puerta.
Di un rodeo a la mesa, levanté el «Colt» 38 del escritorio de roble y fui hasta la puerta, manteniéndolo apretado contra mi pierna derecha.
—¿Quién es?
—Breeze.
Volví al escritorio para dejar el arma antes de abrir la puerta. Breeze parecía tan grande y pesado como siempre, pero un poco más cansado. El detective joven y de rostro fresco llamado Spangler estaba con él.
Me empujaron al interior de la habitación sin demostrar que estaban haciendo eso, y Spangler cerró la puerta. Sus brillantes ojos juveniles viajaron en una y otra dirección, mientras Breeze posaba por un largo rato los suyos, más viejos y duros, sobre mi cara. Luego pasó junto a mí y se dirigió hacia el sofá.
—Echa un vistazo —dijo por un costado de la boca.
Spangler se apartó de la puerta y cruzó el cuarto hasta el comedor, miró en su interior, cruzó en sentido contrario y pasó a la sala. La puerta del baño chirrió, y sus pisadas siguieron aún más lejos.
Breeze se quitó el sombrero y se secó su cabeza casi calva. A la distancia las puertas se abrían y cerraban. Hasta las de los armarios. Spangler volvió.
—No hay nadie aquí —informó.
Breeze asintió y se sentó, dejando su panamá en un costado.
Spangler vio la pistola sobre el escritorio.
—¿Me permite mirar? —preguntó.
—Váyanse los dos al diablo —respondí.
Spangler se acercó al arma y arrimó el cañón a su nariz, oliendo. Quitó el cargador, hizo saltar la cápsula de la recámara, la tomó y la metió en el cargador. Dejó este último sobre el escritorio y colocó la pistola en forma tal que la luz entrara por el extremo abierto de la recámara. Sosteniéndola en esa forma miró por el interior del cañón.
—Un poco de polvo —dijo—. No mucho.
—¿Qué esperaba hallar? —inquirí—. ¿Rubíes?
—Diría que esta arma no fue disparada en las últimas veinticuatro horas. Estoy seguro de eso.
Breeze asintió, se mordió el labio y exploró mi cara con sus ojos. Spangler volvió a armar la automática, la dejó a un costado y fue a sentarse. Se metió un cigarrillo entre los labios, lo encendió y lanzó satisfecho una nube de humo.
—De todos modos sabemos muy bien que no fue un calibre 38 largo —afirmó—. Uno de esos cañones atravesaría una pared. Sería imposible que el proyectil quedara dentro de la cabeza de un hombre.
—¿Se puede saber de qué están hablando? —pregunté.
—De lo acostumbrado en nuestro oficio —explicó Breeze—. Asesinato. Siéntese. Serénese. Me pareció oír hablar aquí dentro. Quizá fuera en el departamento vecino.
—Quizás —asentí.
—¿Siempre tiene una pistola sobre su escritorio?
—Excepto cuando está debajo de mi almohada —contesté—. O debajo de mi brazo. O en el cajón de mi escritorio. O en algún lugar donde no recuerdo haberla guardado. ¿Eso le resulta de alguna utilidad?
—No vinimos aquí para proceder con violencia, Marlowe.
—Magnífico —exclamé—. Y por eso se mete en mi departamento y tocan cosas de mi propiedad sin pedirme autorización. ¿Qué hacen cuando proceden con violencia? ¿Me derriban y me pegan puntapiés en la cara?
—Oh, diablos —murmuró Breeze, y sonrió. Le devolví la sonrisa. Todos sonreíamos. Entonces agregó—: ¿Puedo usar su teléfono?
Se lo señalé. Marcó un número y habló con alguien llamado Morrison.
—Habla Breeze desde el... —dijo y miró el número grabado en el teléfono y lo leyó en voz alta—. Cuando quieran. Marlowe es el nombre. Sí. Dentro de cinco o diez minutos.
Cortó la comunicación y volvió al sofá.
—Apuesto a que no adivina por qué estamos aquí...
—Yo siempre espero la visita de los hermanos —contesté.
—El asesinato no es nada gracioso, Marlowe.
—¿Quién dijo que lo era?
—¿No le parece que se comporta como si lo pensase?
—No lo noté.
Miró a Spangler y se encogió de hombros. Luego contempló el piso. Por fin levantó la vista lentamente, como si los ojos le pesasen, me miró nuevamente. Ahora yo estaba sentado junto a la mesa de ajedrez.
—¿Juega mucho al ajedrez? —inquirió, mirando las piezas.
—Mucho no. A veces me entretengo con una partida, mientras pienso.
—¿No se necesitan dos personas para jugar al ajedrez?
—Reproduzco torneos que han sido archivados y publicados. Hay mucha literatura sobre el ajedrez. A veces resuelvo problemas. Éstos no son de ajedrez propiamente dicho. ¿Para qué hablamos de ajedrez? ¿Un trago?
—Ahora no —contestó Breeze—. Hablé con Randall acerca de usted. Lo recuerda muy bien, en relación con un caso ocurrido en la playa —movió los pies sobre la alfombra, como si estuviesen muy cansados. Su viejo rostro macizo estaba gris y arrugado por la fatiga—. Aseguró que usted no mataría a nadie. Dijo que usted es un buen tipo, de confianza.
—Muy amable —comenté.
—Afirma que usted prepara un buen café y que se levanta un poco tarde por las mañana y que sabe conversar muy ingeniosamente y que debemos creer todo lo que declare, siempre que sea confirmado por cinco testigos independientes.
—Que se vaya al infierno —exclamé.
Breeze asintió como si yo hubiese dicho exactamente lo que él quería que dijese. No sonreía y no se mostraba severo, no era más que un tipo corpulento y macizo que se ocupa de su trabajo. Spangler había reclinado la cabeza contra el respaldo del sillón y tenía los ojos entrecerrados y miraba el humo de su cigarrillo.
—Randall dice que debemos cuidarle. Dice que usted no es tan inteligente como cree ser, pero que es un tipo al que se le ocurren ciertas cosas, y un tipo así puede traer muchos más líos que un tipo inteligente. Eso es lo que dice él, como usted comprende. A mí me parece una persona derecha. Me gusta que todo esté claro. Por eso se lo cuento.
Le contesté que era muy amable al proceder así.
Sonó el teléfono. Miré a Breeze, pero él no se movió. De modo que estiré el brazo y atendí. Era una voz femenina. Me pareció vagamente conocida, pero no pude identificarla.
—¿Habla el señor Philip Marlowe?
—Sí.
—Señor Marlowe, estoy en un grave aprieto, muy grave. Necesito verlo urgentemente. ¿Dónde puedo encontrarme con usted?
—¿Esta noche? —pregunté—. ¿Con quién estoy hablando?
—Mí nombre es Gladys Crane. Vivo en el «Hotel Normandy», en Rampart. ¿Cuándo podrá...?
—¿Acaso quiere que vaya allá esta noche? —inquirí, pensando en la voz, tratando de situarla.
—Yo... —la comunicación se cortó. Permanecí con el auricular en la mano, frunciendo el ceño, mirando a Breeze por encima de él. Su rostro estaba completamente desprovisto de interés.
—Una chica dice que está en un aprieto —comenté—. La comunicación se cortó.
Seguí apretando la horquilla a la espera de que volviera a sonar la campanilla. Los dos policías permanecían inmóviles y sumidos en el mayor silencio. Demasiado callados, demasiado inmóviles.
La campanilla sonó nuevamente. Yo levanté la horquilla y dije:
—Desea hablar con Breeze, ¿verdad?
—Sí —respondió una voz de hombre, con un tono un poco sorprendido.
—Muy bien, sigan con las tretas —manifesté, y me levanté del sillón y pasé a la cocina. Oí que Breeze hablaba muy brevemente y luego siguió el ruido del auricular al ser depositado sobre la horquilla.
Retiré la botella de «Four Roses» del armario de la cocina, junto con tres vasos. Saqué hielo y ginger ale del refrigerador y preparé tres cócteles y los puse en una bandeja y dejé la bandeja sobre la mesa que Breeze tenía frente a su sofá. Tomé dos de los vasos, le di uno a Spangler y me llevé el otro a mi sillón.
Spangler sostuvo el vaso dubitativamente, apretando su labio inferior entre el pulgar y el índice, mirando a Breeze para saber si podía aceptar la bebida.
Breeze me estudió fijamente y por fin suspiró. Luego tomó el vaso, lo probó, volvió a suspirar, sacudió la cabeza hacia los costados, con una vaga sonrisa, como la de un hombre al que se le da una bebida que necesita imperiosamente, y a quien el primer sorbo le parece una zambullida en un mundo más limpio, más soleado, más luminoso.
—Me parece que usted es bastante despierto, señor Marlowe —comentó, y se reclinó en el sofá, completamente sosegado—. Creo que podremos entendernos.
—En esa forma no —contesté.
—¿Cómo? —preguntó y juntó las cejas. Spangler se inclinó hacia delante en su sillón y se mostró despierto y atento.
—Haciendo que las zorras perdidas me llamen y me pasen su canción para que usted pueda decir que ellas confesaron reconocer mi voz en algún lugar, en algún momento.
—El nombre de la chica es Gladys Crane —afirmó Breeze.
—Eso es lo que ella dijo. Nunca lo oí nombrar.
—Muy bien —respondió Breeze—. Muy bien —me mostró la palma de su mano pecosa—. No queremos hacer nada que no sea legal. Esperamos que usted tampoco lo haga.
—¿Que no haga qué?
—Que no trate de hacer nada que no sea legal. Como ocultarnos una pista.
—¿Por qué no habría de ocultarles algo, si quiero? —inquirí—. Ustedes no me pagan mi sueldo.
—Oiga, Marlowe, no fanfarronee.
—No fanfarroneo. No tengo ganas de fanfarronear. Sé lo suficiente acerca de los polizontes como para no fanfarronear con ellos. Cante su parte y no trate de tirarme más carnadas como la de esa llamada telefónica.
—Nos estamos ocupando de un caso de asesinato —dijo Breeze—. Tenemos que tratar de solucionarlo en la mejor forma posible. Usted encontró el cadáver. Usted había hablado con ese tipo. Él le había pedido que lo visitase en su departamento. Le dio su llave. Usted aseguró que no sabía qué era lo que él iba a contarle. Pensamos que quizá si usted tenía tiempo para meditarlo conseguiría recordarlo.
—En otras palabras, en la primera ocasión yo mentía —comenté.
—Usted ya ha visto lo suficiente para saber que la gente miente siempre en los casos de asesinato —respondió Breeze, con una sonrisa cansada.
—En ese caso el problema consiste en la forma en que usted logrará saber cuándo dejaré de mentir.
—Cuando lo que diga empiece a resultar lógico, quedaremos satisfechos.
Miré a Spangler. Estaba tan echado hacia delante que casi se había salido del sillón. Parecía que estuviese por saltar. No se me ocurrió ningún motivo para que saltase, de modo que deduje que debía estar excitado. Observé nuevamente a Breeze. Éste, en cambio, estaba tan excitado como podía estarlo un agujero en la pared. Tenía entre sus gruesos dedos uno de sus cigarros envueltos en celofán, y estaba desgarrando la envoltura con su cortaplumas. Miré cómo retiraba el papel y cortaba el extremo del cigarro con la hoja y luego guardaba el cortaplumas, después de haber limpiado cuidadosamente el filo contra el pantalón. Lo vi raspar una cerilla de madera y encender cuidadosamente el cigarro, haciéndolo girar en la llama; luego apartó la cerilla del cigarro sin apagarla y chupó hasta que se convenció de que estaba bien encendido. Después apagó la cerilla, agitándola, y la dejó junto al sobre de celofán, sobre la tapa de vidrio de la mesa. Por fin se echó hacia atrás, tiró de una pernera de su pantalón y fumó tranquilamente. Cada uno de sus movimientos había sido una copia exacta de los realizados al encender el cigarro en el departamento de Hench y de los que debía efectuar cada vez que encendía un cigarro. Pertenecía a esa clase de hombres, y eso lo hacía peligroso. No tanto como un hombre inteligente pero mucho más que otro apresurado y excitado como Spangler.
—Nunca vi a Phillips antes del día de hoy —dije—. No cuento la ocasión en que según él nos conocimos en Ventura, porque no lo recuerdo. Lo encontré en la forma que expliqué. Me estuvo siguiendo y yo lo abordé. Quería hablar conmigo, me dio su llave, yo fui a su departamento, usé la llave para entrar cuando no obtuve respuesta... todo según sus indicaciones. Estaba muerto. Se llamó a la Policía y luego de una serie de acontecimientos o incidentes que no tenía ninguna relación conmigo fue hallada una pistola bajo la almohada de Hench. El arma había sido disparada. Yo le dije eso y es cierto.
—Cuando usted lo encontró —me interrumpió Breeze— fue al departamento del encargado, un tipo llamado Passmore, y lo hizo subir con usted sin decirle que había muerto. Le dio a Passmore una tarjeta falsa y habló acerca de unas alhajas.
—Con personas como Passmore y en casas como ésa, siempre conviene proceder con cautela. Estaba interesado en Phillips. Pensé que si Passmore no sabía que estaba muerto, quizá me contaría algo que no habría dicho si hubiese sabido que la Policía lo iba a interrogar poco después. Eso es todo.
Breeze bebió un poco de su cóctel y aspiró de su cigarro.
—Hay algo que quería aclarar —manifestó finalmente—. Todo lo que usted nos contó puede ser perfectamente cierto, y sin embargo, podría no estar diciendo la verdad. ¿Me entiende?
—No —respondí yo, que lo había entendido muy bien.
Tamborileó sobre su rodilla y me estudió con una mirada lenta. No era hostil, ni siquiera desconfiado. Era un hombre tranquilo que cumplía con su deber.
—Por ejemplo... Usted está realizando un trabajo. No sabemos de qué se trata. Phillips jugaba al detective privado. Él tenía una misión. Lo estaba siguiendo. ¿Cómo podemos saber, a menos que usted lo explique, que los trabajos de ustedes dos no tenían alguna relación? Y si es así, eso nos interesa. ¿Entiende?
—Ésa es una forma de verlo —contesté—. Pero no es la única y tampoco la mía.
—No lo olvido. Pero tampoco olvido que hace mucho que estoy en esta ciudad, más de quince años. Vi pasar muchos casos de asesinato. Algunos fueron resueltos, otros no pudieron ser descifrados, y algunos que pudieron serlo no lo fueron. Y uno o dos o tres de ellos fueron resueltos equivocadamente. Se le pagó a alguien para que cargase con la culpa y es muy probable que eso fuese sabido o fundadamente sospechado. Y olvidado. Pero pasemos eso por alto. Ocurre, pero no con frecuencia. Consideremos un caso como el de Cassidy. Lo recuerda, ¿verdad?
—Estoy cansado —murmuró Breeze, mirando su reloj—. Olvidemos el caso Cassidy. Ajustémonos al caso Phillips.
—Quiero llegar a una conclusión —insistí meneando la cabeza—. Y esto es muy importante. Tome el caso Cassidy. Cassidy era un hombre muy rico, un multimillonario. Tenía un hijo adolescente. Una noche la Policía fue llamada a la casa y el joven Cassidy estaba caído de espaldas en el suelo, con la cara ensangrentada y un orificio de bala en el costado de la cabeza. Su secretario estaba caído, también de espaldas, en un baño vecino, con la cabeza apoyada contra la segunda puerta del baño, la que conducía a un pasillo y con un cigarrillo consumido entre los dedos de su mano izquierda, apenas una colilla que le había chamuscado la piel. Una pistola estaba caída junto a su mano derecha. Tenía una herida en la cabeza, pero no de contacto. Había bebido mucho. Cuatro horas habían transcurrido desde el momento de las muertes y el médico de la familia había estado en la casa durante tres de ellas. ¿Y qué conclusión saca usted del caso Cassidy?
—Asesinato y suicidio durante una borrachera... —contestó Breeze, suspirando—. El secretario tuvo una crisis y mató al joven Cassidy. Lo leí en los periódicos, o en alguna parte. ¿Eso es lo que quería que dijese?
—Lo leyó en los diarios —intervine—, pero no fue así. Lo que es más, usted sabía que no fue así, y el fiscal del distrito sabía que no fue así y los agentes del fiscal fueron retirados del caso a las pocas horas. No hubo indagatoria. Pero todos los reporteros de las secciones policiales y todos los polizontes de todas las divisiones de homicidios de la ciudad sabían que había sido Cassidy quien había tirado antes, que Cassidy había estado deliberadamente ebrio, que el secretario había tratado de contenerlo, infructuosamente, y que, por último quiso escapar pero no fue lo bastante rápido. La de Cassidy era una herida de contacto y la del secretario no. El secretario era zurdo y tenía el cigarrillo en la mano izquierda cuando lo mataron. Aunque uno use normalmente la mano derecha, no cambia de mano el cigarrillo y mata a un hombre sin soltar la colilla. Quizás hagan eso en Vencedores del Crimen, pero los secretarios de los millonarios no lo hacen. ¿Ya qué se dedicaron la familia y el médico durante las cuatro horas que tardaron en llamar a la Policía? Arreglaron la escena para que sólo hubiese una investigación superficial. ¿Y por qué no se hicieron pruebas con nitratos en las manos? Porque no querían saber la verdad. Cassidy era demasiado importante. Pero ése también fue un caso de asesinato, ¿no es cierto?
—Los dos estaban muertos —murmuró Breeze—. ¿Qué diablos importaba quién mató a quién?
—¿Alguna vez se detuvo a pensar que el secretario de Cassidy podía tener una madre, una hermana o una novia... o las tres cosas? ¿Que ellas tenían su orgullo y su confianza y su amor por un muchacho que fue convertido en un borracho paranoico porque el padre de su jefe tenía cien millones de dólares?
Breeze levantó lentamente su vaso, terminó el cóctel sin prisa, y lo depositó pausadamente sobre la mesa. Spangler estaba rígido en su asiento, con los ojos brillantes y los labios separados en una especie de sonrisa rígida.
—Vaya al grano —dijo Breeze.
—Mientras ustedes no sean dueños de sus propias almas —expliqué—, no lo serán de la mía. Hasta que pueda confiar en ustedes en cualquier ocasión, en cualquier momento y condición, para que busquen la verdad y la encuentren y dejen caer los despojos donde sea... hasta que llegue ese momento, tengo derecho a escuchar a mi conciencia y proteger a mi cliente en la mejor forma posible. Hasta que esté seguro de que ustedes no le harán a él tanto daño como bien le harán a la verdad. O hasta que me lleven ante alguien que pueda hacerme hablar.
—Usted me produce en parte la impresión de un hombre que quiere consolar a su conciencia —afirmó Breeze.
—Diablos —exclamé—. Tomemos otro trago. Y luego podrán hablarme acerca de esa muchacha con la que me hicieron conversar por teléfono.
—Era una vecina de Phillips —declaró Breeze sonriendo—. Una tarde lo oyó conversar con un tipo junto a la puerta. Durante el día trabaja como acomodadora en un cine. Por eso pensamos que quizá convenía hacerle escuchar su voz. No piense más en eso.
—¿Qué clase de voz era?
—Una voz poco cordial. Ella dijo que no le gustó.
—Supongo que fue eso lo que le hizo pensar en mí.
Tomé los tres vasos y los llevé a la cocina.
16
Cuando llegué allí me había olvidado de quién había usado cada uno de los vasos, de modo que lavé los tres y los sequé, y me disponía a llenarlos nuevamente cuando llegó Spangler y se detuvo a mi lado.
—No se preocupe —comenté—. Esta noche no usaré cianuro.
—No juegue demasiado con el viejo —aconsejó tranquilamente junto a mi nuca—. Conoce más triquiñuelas de las que usted imagina.
—Muchas gracias.
—Oiga, me gustaría leer algo sobre el caso Cassidy —dijo—. Parece interesante. Debe haber ocurrido antes de mi época.
—Fue hace mucho tiempo —respondí—. Y no ocurrió nunca. Estaba bromeando.
Puse los vasos sobre la bandeja, los llevé nuevamente a la sala y los repartí. Me llevé el mío a mi sillón, detrás de la mesa de ajedrez.
—Otra farsa —dije—. Su socio se mete en la cocina y me da consejos a espaldas de usted acerca del cuidado que debo tener por las triquiñuelas que usted conoce y que yo no sospecho que conoce. Tiene la cara más adecuada para eso. Sincero y cordial como un recién nacido.
Spangler se sentó sobre el borde de su sillón y se ruborizó. Breeze lo miró con indiferencia, sin dar a entender nada.
—¿Qué averiguó respecto a Phillips? —pregunté.
—Sí —murmuró Breeze—. Phillips. Bien, George Anson Phillips es un caso patético. Creyó que era detective, pero parece que no consiguió que nadie opinase como él. Hablé con el sheriff de Ventura. Dijo que George era un buen muchacho, quizá demasiado bueno para resultar un buen polizonte, aunque hubiese tenido seso. George hacía lo que le ordenaban, y lo hacía muy bien, siempre que le indicasen con qué pie tenía que empezar y cuántos pasos debía dar en cada dirección y detalles como ésos. Pero no se desarrolló mucho, si es que usted me entiende. Era uno de esos polizontes que detienen a un ladrón de gallinas si lo ve robar las gallinas y el tipo se cae al escapar y se golpea la cabeza contra un poste o algo duro y se desmaya. De lo contrario el asunto puede resultar un poco complicado, y George tendría que volver a la oficina para pedir instrucciones. Bien, después de un tiempo, eso aburrió al sheriff, y le quitó el puesto a George.
Breeze bebió un poco más de su cóctel y se rascó el mentón con una uña del pulgar que parecía la hoja de una pala.
—Después de eso George trabajó en un almacén de Simi para un tipo llamado Sutcliff. Era un negocio con créditos, con libretas para cada cliente, y era ahí donde George complicaba las cosas. Se olvidaba de anotar la compra o la anotaba en una libreta equivocada, y algunos corregían el error y otros dejaban que George lo olvidase. De modo que Sutcliff decidió que quizá George tendría más éxito en otra actividad, y el muchacho se vino a Los Angeles. Había recibido algún dinero, no mucho, pero sí lo suficiente como para obtener una licencia y conseguir una participación en una oficina. Estuve allí. Lo que tenía era un escritorio con un tipo que asegura vender tarjetas de Navidad. Se llama Marsh. Si George tenía un cliente el arreglo era que Marsh debía salir a pasear. Marsh dice que no sabe dónde vivía George y que éste no tenía clientes. O sea, a la oficina no llegó ningún trabajo del que Marsh se enterase. Pero George puso un anuncio en el diario y quizás haya sacado un cliente de ahí. Supongo que fue así, porque hace exactamente una semana Marsh encontró un mensaje en su escritorio en el que George le decía que faltaría de la ciudad por unos pocos días. Ésa es la última noticia que tuvo de él. George fue a Court Street y alquiló un departamento con el nombre de Anson y fue asesinado. Y eso es todo lo que sabemos hasta ahora respecto a George. Es un caso patético.
Me miró fijamente y sin curiosidad, y se llevó el vaso a los labios.
—¿Qué sabe de ese anuncio?
Breeze dejó el vaso y sacó un delgado trozo de papel de su billetera y lo depositó sobre la mesa. Yo me acerqué, lo tomé y lo leí. Decía: ¿Por qué preocuparse? ¿Por qué sufrir dudas o turbaciones? ¿Por qué dejarse corroer por la sospecha? Consulte a un investigador sereno, cuidadoso, confidencial, discreto. George Anson Phillips. Glenview 9528.
Volví a dejar el papel sobre la mesa.
—No es peor que otros muchos anuncios personales —dijo Breeze—. No parece estar dirigido a la clientela más seria.
—Se lo escribió la chica de la oficina —explicó Spangler—. Dijo que tuvo que esforzarse para contener la risa, pero a George le pareció correcto. Ocurrió en la oficina del Chronicle de Hollywood Boulevard.
—Eso lo averiguó rápido —comenté.
—No nos resulta difícil obtener informaciones —respondió Breeze—. Excepto quizá de usted.
—¿Y Hench?
—No hay nada respecto a él. Él y la chica estaban de juerga. Bebían un poco y cantaban un poco y se peleaban un poco y escuchaban la radio y salían a comer periódicamente, cuando se acordaban de eso. Creo que eso ya duraba desde hace varios días. Es mejor que lo hayamos interrumpido. La chica tiene los dos ojos lastimados. Quizás en el round siguiente Hench le habría partido el cuello. El mundo está lleno de escorias como Hench... y su amiga.
—¿Y el arma que Hench dijo que no era de él?
—Es la empleada para el asesinato. Todavía no tenemos el plomo, pero encontramos la cápsula. Estaba debajo del cuerpo de George y coincide. Disparamos otras dos y comparamos las marcas del percutor.
—¿Cree que alguien la colocó debajo de la almohada de Hench?
—Naturalmente. ¿Qué motivo tenía Hench para matar a Phillips? No lo conocía.
—¿Cómo sabe eso?
—Lo sé —contestó Breeze, abriendo las manos—. Oiga, hay cosas que uno conoce porque las tiene escritas. Y las otras que sabe porque son lógicas y tienen que ser así. Uno no mata a alguien y luego arma un escándalo para atraer la atención, mientras tiene el arma bajo la almohada. La muchacha estuvo con Hench durante todo el día. Si Hench hubiese despachado a alguien, ella lo sabría. Pero no sabe nada. Y si lo supiese, cantaría. ¿Qué es Hench para ella? Un tipo con quien divertirse, nada más. Oiga, olvide a Hench. El tipo que cometió el crimen oyó el ruido de la radio y supo que eso cubriría el disparo. Pero de todos modos desmayó a Phillips y lo arrastró al baño y cerró la puerta antes de matarlo. No estaba borracho. Cuidaba sus pasos y se ocupaba de sus problemas. Salió, cerró la puerta del baño, y cesó el ruido de la radio. Hench y la chica salieron a comer. Así es como ocurrió.
—¿Cómo sabe que apagaron la radio?
—Me lo dijeron —explicó Breeze tranquilamente—. Hay más gente viviendo en esa pocilga. Desengáñese, apagaron la radio y salieron. El asesino abandonó el departamento y vio que la puerta de Hench estaba abierta. Tenía que estarlo, porque de lo contrario no se habría fijado en ella.
—La gente no deja abierta la puerta de sus departamentos. Especialmente en barrios como ése.
—Los borrachos lo hacen. Los borrachos son descuidados. Sus mentes no funcionan bien. Y piensan en una sola cosa por vez. La puerta estaba abierta, quizá muy poco, pero abierta. El asesino entró y dejó su arma en el lecho y encontró otra allí. Se la llevó, para empeorar la situación de Hench.
—Pueden buscar el revólver.
—¿El de Hench? Lo intentaremos, pero Hench dice que no sabe el número. Si lo encontramos, eso podría ayudarnos. Pero lo dudo. Trataremos de averiguar algo sobre la pistola que tenemos, pero usted sabe cómo son estas cosas. Uno llega hasta cierto punto y cree que todo se va a aclarar, y de pronto la pista termina en un punto muerto. ¿No se le ocurre algún otro detalle que podríamos conocer y que le resultaría útil para su trabajo?
—Estoy cansado —contesté—. Mi imaginación no funciona muy bien.
—Hace un rato marchaba magníficamente —comentó Breeze—. Con el caso Cassidy.
No le dije nada. Volví a llenar mi pipa, pero estaba demasiado caliente para encenderla. La dejé sobre el borde de la mesa para que se enfriara.
—La verdad —continuó Breeze— es que no sé qué hacer con usted. No lo imagino ocultando intencionadamente una pista de un asesinato. Y tampoco lo imagino sabiendo tan poco como dice saber.
Nuevamente permanecí en silencio.
Breeze se inclinó para revolver la punta de su cigarro contra el cenicero hasta que lo apagó. Vació su vaso, se puso el sombrero y se incorporó.
—¿Cuánto tiempo piensa permanecer callado...? —preguntó.
—No lo sé.
—Deje que le ayude. Le concedo tiempo hasta el mediodía de mañana, que es un poco más de doce horas. De todos modos, no recibiré el informe post-mortem antes de entonces. Le doy ese plazo para que consulte con su cliente y decida hablar claro.
—¿Y después de entonces?
—Después hablaré con el capitán de detectives y le contaré que un investigador privado llamado Philip Marlowe oculta pruebas que yo necesito para aclarar un asesinato, o que estoy convencido de que lo hace. ¿Y qué ocurrirá? Creo que lo encerrará con tanta rapidez que se le quemarán los pantalones.
—Aja —murmuré—. ¿Registró el escritorio de Phillips?
—Sí. Era un muchacho muy ordenado. No tenía nada, excepto una especie de Diario. Y ahí tampoco había nada, excepto la historia de cómo fue a la playa o llevó a una chica al cine sin conseguir animarla mucho. O cómo estuvo sentado en su oficina sin que llegasen clientes. En una ocasión se enojó por el lavado de la ropa y llenó una página entera. Generalmente no eran más que tres o cuatro renglones. Un solo detalle me llamó la atención. La letra de imprenta.
—¿Letra de imprenta? —pregunté.
—Sí, hecha con pluma y tinta. No son caracteres grandes, como los de la gente que trata de disimular su escritura. Son pequeñas letras de imprenta muy bien trazadas, como si le hubiera resultado más fácil escribir en esa forma que en cualquier otra.
—No escribió así en la tarjeta que me dio —comenté.
Breeze pensó en eso durante un instante y luego asintió.
—Es cierto. Quizá fuese así. Tampoco había un nombre en el Diario en la primera página. Quizá la letra de imprenta era un juego al que se dedicaba consigo mismo.
—¿Como la taquigrafía de Pepys? —inquirí.
—¿Qué era eso?
—Un diario que un hombre escribió en clave, hace mucho tiempo.
Breeze miró a Spangler, que estaba frente a su sillón, vaciando las últimas gotas de su vaso.
—Será mejor que nos vayamos —dijo Breeze—. Este tipo está inventando otro caso Cassidy.
Spangler dejó su vaso sobre la mesa y los dos se dirigieron hacia la puerta. Breeze arrastró un pie y me miró de reojo con la mano sobre el picaporte.
—¿Conoce alguna rubia alta?
—Tendré que pensarlo —contesté—. Espero que sí. ¿Cómo es de alta?
—Alta, simplemente. No sé cuál es la estatura. Excepto que tendría que ser alta para un tipo que también es alto. Un italiano llamado Palermo es el dueño de la casa de departamentos de Court Street. Fuimos a visitarle a su empresa de pompas fúnebres situada enfrente. También es propietario de ese negocio. Afirma que a eso de las tres y media vio salir a una rubia alta de la casa de departamentos. El encargado, Passmore, no recuerda a ningún inquilino que pueda ser catalogado como una rubia alta. El italiano dice que era linda. Le doy valor a sus palabras porque nos dio una descripción bastante buena de usted. No vio entrar a la rubia sino simplemente salir. Usaba pantalones y una chaqueta. Y un turbante. Pero tenía abundantes cabellos rubios claros que sobresalían por debajo de éste.
—No me sugiere nada —contesté—. Pero recuerdo otra cosa. Anoté el número de la matrícula del coche de Phillips sobre el dorso de su sobre. Probablemente eso le permitirá obtener su domicilio anterior. Iré a buscarlo.
Permanecieron allí mientras yo iba a sacarlo del bolsillo de la americana que estaba en el dormitorio. Le pasé a Breeze el trozo de sobre y leyó lo que estaba escrito en él y lo guardó en su billetera.
—De modo que acaba de ocurrírsele la idea, ¿eh?
—Efectivamente.
—Bien, bien —murmuró—. Bien, bien.
Los dos se alejaron por el pasillo en dirección al ascensor meneando la cabeza.
Cerré la puerta y volví a mi segundo vaso casi intacto. Era demasiado suave. Lo llevé a la cocina y le agregué más alcohol y permanecí allí teniéndolo en la mano y mirando por la ventana hacia el cielo azul oscuro. El viento parecía haberse intensificado nuevamente. Chocaba contra la ventana que apuntaba al norte y se oía un martilleo pesado y lento en la pared del edificio, como el de un cable grueso golpeando el estuco entre los aislantes.
Probé mi cóctel y lamenté haberle echado más whisky. Lo volqué en la pileta, tomé un vaso limpio y bebí un poco de agua helada.
Tenía doce horas para aclarar una situación que todavía no había empezado a entender. Debía optar entre eso o entregar a una cliente y dejar que la Policía hurgase en su vida y en la de toda su familia. Contraten a Marlowe y la casa se le llenará de polizontes. ¿Por qué preocuparse? ¿Por qué sufrir dudas o turbaciones? ¿Por qué dejarse corroer por la sospecha? Consulten a un investigador chiflado, descuidado, torpe y disipado. Philip Marlowe, Glenview 7537. Visíteme, y conocerá a los mejores policías de la ciudad. ¿Por qué desesperarse? ¿Por qué sentirse solo? Llame a Marlowe y verá llegar el camión celular.
Eso tampoco me conducía a ninguna parte. Volví a la sala y acerqué una cerilla a la pipa que ya se había enfriado sobre el borde de la mesa de ajedrez. Aspiré lentamente el humo, pero seguía teniendo el olor de la goma caliente. La dejé a un lado y permanecí en el centro del cuarto, tirando de mi labio inferior y haciéndolo restallar contra mis dientes.
Sonó el teléfono. Levanté el auricular y atendí con un gruñido.
—¿Marlowe? —preguntó una voz que era un susurro áspero y bajo. Era un susurro áspero y bajo que habría oído anteriormente.
—Muy bien —dije—. Hable, quienquiera que sea. ¿A quién pertenece el bolsillo en el que metí ahora la mano?
—Quizá sea un tipo inteligente —afirmó el áspero susurro—. Quizá le guste hacerse un bien a usted mismo.
—¿Cuánto bien?
—Digamos que unos quinientos dólares de bien.
—Formidable —exclamé—. ¿Y qué tengo que hacer para eso?
—No meter las narices —respondió la voz—. ¿Quiere hablar sobre eso?
—¿Dónde, cuándo y con quién?
—Idle Valley Club. Morny. En cualquier momento que llegue.
—¿Quién es usted?
Una risita tétrica llegó por la línea.
—Pregunte en la entrada por Eddie Prue.
Se cortó la comunicación. Yo colgué el auricular.
Eran casi las once y media cuando saqué el coche del garaje y me dirigí hacia Cahuenga Pass.
17
Aproximadamente a veinte millas al norte del paso, una ancha avenida con flores en las aceras se curvaba hacia el pie de las sierras. Seguía durante cinco manzanas y luego moría... sin una casa en toda su extensión. Desde su final, un camino de asfalto se perdía en las serranías. Éste era Idle Valley.
Rodeando un saliente de la primera colina había un edificio bajo, blanco, con techo de tejas al costado del camino. Tenía un porche techado y un cartel luminoso en el cual se leía: «Patrulla de Idle Valley». Los portones abiertos estaban apoyados sobre los salientes del camino. En medio de éste un cartel blanco y cuadrado decía: «Stop» en letras brillantes. Otro reflector iluminaba el espacio de camino frente al cartel.
Me detuve. Un hombre uniformado, con una estrella y un revólver en la pistolera de cuero trenzado sostenida por el correaje, miró mi coche y después una tabla colocada sobre un poste. Luego se acercó al automóvil.
—Buenas noches. No tengo su coche. Éste es un camino privado. ¿De visita?
—Voy al club.
—¿A cuál?
—Al Idle Valley Club.
—Ochenta y siete setenta y siete. Así es como lo llamamos aquí. ¿Se refiere al club del señor Morny?
—Efectivamente.
—Supongo que usted no es socio.
—No.
—Tendré que hacer averiguaciones. Hablaré con algún miembro o con alguien que viva en el valle. Todo es propiedad privada, como usted comprenderá.
—Nada de rateros, ¿eh?
—Nada de rateros —respondió sonriendo.
—Me llamo Philip Marlowe —dije—. Vengo a visitar a Eddie Prue.
—¿Prue?
—Es el secretario del señor Morny. O algo parecido.
—Espere un minuto, por favor.
Se acercó a la puerta del edificio y habló. En el interior, otro hombre uniformado llamó por teléfono. Un coche se acercó por detrás del mío e hizo sonar el claxon. El tecleo de la máquina de escribir salía de la puerta abierta de la oficina de patrullaje. El hombre que había hablado conmigo miró al coche que hacía sonar el claxon y le hizo señas para que entrara. Se deslizó a mi lado y aceleró hacia la oscuridad. Era un largo sedán convertible, abierto, color verde, con tres mujeres de aspecto mareado en el asiento delantero, con olor a cigarrillo, cejas arqueadas y expresiones groseras. El coche brilló al dar la vuelta en una curva y desapareció.
El hombre uniformado volvió y apoyó una mano sobre la portezuela del coche.
—Muy bien, señor Marlowe. Preséntese al agente que está en el club, por favor. Una milla más adelante, a la derecha. Hay un parking y el número está en la pared. Nada más que el número. Ochenta y siete setenta y siete. Por favor, preséntese al agente de guardia.
—¿Por qué tengo que hacer eso? —pregunté.
Era muy tranquilo, muy amable y muy firme.
—Tenemos que saber exactamente adonde va. Se hacen muchos esfuerzos para proteger a Idle Valley.
—¿Y si no me presentase a él?
—¿Está burlándose de mí? —inquirió, y su voz adquirió un acento más rudo.
—No. Simplemente quería saber.
—Un par de coches patrulleros empezarían a buscarlo.
—¿Cuántos miembros tiene la patrulla?
—Disculpe —respondió—. Una milla y a la derecha, señor Marlowe.
Miré la pistola que colgaba de su cadera y la insignia especial prendida a su camisa.
—Y a esto le llaman democracia —comenté.
Miró hacia atrás y luego escupió sobre el suelo y apoyó la mano sobre el marco de la ventanilla del coche.
—Quizás usted no sea el único —dijo—. Conocí a un tipo que pertenecía al John Reed Club . Eso era en Boyle Heights.
—Tovarich —contesté.
—El problema de las revoluciones —filosofó— es que caen en malas manos.
—De acuerdo —asentí.
—Por otra parte —continuó—, ¿podría haberlas peores que las de los monigotes con billetes que viven aquí?
—Quizás usted vivirá también alguna vez aquí... —respondí.
—No viviría ni aunque me pagasen cincuenta mil al año —exclamó, escupiendo nuevamente—, y aunque me dejasen dormir con pijamas de raso y con un collar de perlas rosadas alrededor del cuello.
—No me gustaría hacerle esa oferta —manifesté.
—Hágala en cualquier momento —dijo—. De día o de noche. Hágame la oferta y verá lo que consigue con eso.
—Bien, seguiré mi viaje y me presentaré ante el agente del club —informé.
—Dígale que puede escupirse en la pernera izquierda del pantalón. Dígale que yo dije eso.
—Lo haré.
Un auto se acercó por detrás e hizo sonar la bocina. Puse el coche en marcha. Una limousine oscura de media manzana de largo me hizo apartar del camino con su bocina y pasó a mi lado con un ruido de hojas secas.
En esa zona el viento era tranquilo y la luz de la luna en el valle era tan clara que las sombras negras parecían haber sido grabadas.
A la vuelta de la curva se extendía frente a mí todo el valle. Mil casas blancas construidas arriba y abajo de las colinas, diez mil ventanas iluminadas y las estrellas pendiendo cortésmente sobre ellas sin acercarse demasiado a causa de la patrulla.
El muro del edificio del club que miraba hacia el camino era blanco y negro, sin puerta de entrada, sin ventanas en la planta baja. El número era pequeño pero la luz fluorescente de color violáceo lo hacía brillar: 8777. Nada más. Al costado, bajo los reflectores, había hileras de autos alineados sobre el liso asfalto. Servidores en limpios uniformes se movían en la luz.
El camino daba la vuelta hacia atrás. Un porche profundo de cemento, cubierto por una marquesina de vidrio y cromo pero con luces muy tenues. Me bajé del coche y me entregaron un vale con el número de la matrícula. Lo llevé hasta un pequeño escritorio en el que estaba sentado un hombre uniformado y lo deposité frente a él.
—Philip Marlowe —anuncié—. Visitante.
—Gracias, señor Marlowe. —Anotó mi nombre y el número. Me devolvió mi vale y levantó un teléfono.
Un negro, con un uniforme cruzado de lino blanco, charreteras doradas y una gorra con una ancha banda dorada, me abrió la puerta.
El hall daba la impresión de ser una película musical de alto costo. Mucha luz y brillo, mucho decorado, mucha ropa, mucho sonido, un reparto de estrellas y un argumento lleno de originalidad y empuje. Bajo la suave iluminación indirecta la pared parecía no terminar nunca como perdida en suaves y lascivas estrellas titilantes. Se podía caminar sobre la alfombra sin flotadores.
En la parte trasera había una escalera de cromo y esmalte blanco de anchos escalones alfombrados. A la entrada del comedor, un rollizo jefe de camareros estaba parado negligentemente con una faja de satén sobre sus pantalones y unos cuantos menús dorados bajo el brazo. Tenía ese tipo de cara que puede tornarse de una sonrisa cortés a la furia sin mover un músculo.
La entrada del bar estaba a la izquierda. Éste era oscuro y silencioso y un camarero se movía como una mariposa contra el tenue brillo de la cristalería apilada. Una rubia alta y hermosa, con un vestido que parecía agua de mar rociada con polvo de oro, salió del baño para damas retocándose los labios y se volvió en la arcada, canturreando algo.
El ritmo de una rumba llegó a través de la arcada y ella sacudió su cabeza dorada, siguiendo el compás y sonriendo. Un hombre bajo y gordo con rostro rubicundo y ojos brillantes la esperaba con una capa de piel blanca sobre el brazo. Hundió sus gruesos dedos en el brazo desnudo de ella y le dirigió una sonrisa que más parecía una mueca.
Una camarera con un pijama chino color de flor de durazno se acercó a tomar mi sombrero y a desaprobar mi indumentaria. Sus ojos parecían extraños pecados.
Una vendedora de cigarrillos se acercó por el pasillo. Usaba un penacho en la cabeza, ropas como para ocultar detrás de un mondadientes, y una de sus hermosas y largas piernas desnudas era plateada y la otra dorada. Tenía la expresión desdeñosa de una mujer que arregla sus citas a larga distancia.
Entré en el bar y me senté en un taburete tapizado de cuero. Los vasos tintineaban suavemente, las luces brillaban tenues, había voces contenidas que susurraban palabras de amor, o sobre el diez por ciento, o sobre lo que sea que susurren en lugares como ése.
Un hombre alto, buen mozo, con un traje gris cortado por un ángel, se levantó súbitamente de una pequeña mesa situada junto a la pared y empezó a insultar a uno de los camareros que atendían el mostrador. Maldijo con voz fuerte y clara un largo minuto, pronunciando aproximadamente nueve palabras que generalmente no son empleadas por hombres altos y buenos mozos con trajes grises bien confeccionados. Todos dejaron de hablar y lo miraron en silencio. Su voz cortó el ritmo de la rumba como una pala corta la nieve.
El camarero permaneció completamente inmóvil, mirando al hombre. Tenía cabellos ondulados y una tez clara y tibia y ojos cautelosos y muy separados. No se movió ni habló. El hombre alto dejó de maldecir y salió del bar. Todos lo siguieron con la mirada, excepto el camarero.
El camarero se trasladó lentamente a lo largo del mostrador hasta el lugar donde yo estaba sentado y permaneció con la vista clavada en el vacío, sin nada en el rostro, excepto su palidez. Luego se volvió hacia mí Y dijo:
—¿Qué desea, señor?
—Quiero hablar con un individuo llamado Eddie Prue.
—¿Y con eso?
—Trabaja aquí —agregué.
—¿Qué hace? —preguntó. Su voz era perfectamente equilibrada y seca como la arena seca.
—Creo que es el que camina detrás del patrón. Si es que usted me entiende.
—Oh, Eddie Prue —exclamó y colocó lentamente un labio sobre el otro y trazó pequeños círculos cerrados sobre el mostrador con su servilleta—. ¿Su nombre? —Marlowe.
—Marlowe. ¿Quiere tomar algo mientras espera? —Un «Martini» seco estará bien. —Un «Martini». Seco. Muy, muy seco. —Muy bien.
—¿Lo comerá con una cuchara o con cuchillo y tenedor?
—Córtelo en rebanadas —respondí—. Lo pincharé. —Mientras va a la escuela —dijo—. ¿Quiere que le ponga una aceituna en la maleta?
—Tíremela a la nariz —contesté—. Quizás eso le haga sentirse mejor.
—Gracias, señor —murmuró—. Un «Martini» seco. Se alejó tres pasos y luego volvió y se inclinó sobre el mostrador, y me dijo:
—Me equivoqué con una bebida. Ese caballero me lo estaba informando. —Lo oí.
—Lo decía como los caballeros dicen esas cosas. Como los grandes personajes le señalan a uno sus pequeños errores. Y usted lo oyó.
—Sí —contesté, preguntándome cuánto duraría esto. —Se hizo oír... el caballero. Y entonces vengo yo y prácticamente le insulto a usted. —Me di cuenta —respondí.
Levantó uno de sus dedos y lo miró pensativamente. —Tal cual —murmuró—. Un perfecto desconocido. —Son mis grandes ojos marrones —afirmé. Tienen una expresión cordial.
—Gracias, compañero —dijo, y se alejó tranquilamente.
Le vi hablar por un teléfono colocado en el extremo del mostrador. Luego le vi agitar una coctelera. Cuando volvió con el «Martini», ya se había serenado.
18
Llevé el vaso a una pequeña mesa próxima a la pared y me senté allí y encendí un cigarrillo. Pasaron cinco minutos. La música que nos llegaba había cambiado de ritmo sin que yo lo notara. Una muchacha estaba cantando. Tenía un hermoso tono de contralto que le caía hasta los tobillos y era agradable escucharla. Estaba cantando Ojos negros y la orquesta que se encontraba detrás de ella parecía estar durmiéndose.
Cuando terminó, hubo una salva de aplausos y algunos silbidos.
Un hombre de la mesa vecina le dijo a su compañero:
—Linda Conquest volvió a la orquesta. Me contaron que se casó con un tipo rico de Pasadena, pero el asunto no cuajó.
—Linda voz —contestó la chica—. Si a uno le gustan las canzonetistas.
Empecé a levantarme pero una sombra cayó sobre mi mesa y un hombre apareció a mi lado.
Era un hombre inmenso con una cara estropeada y un ojo derecho helado, con el iris nublado y la mirada fija de la ceguera. Era tan alto que tuvo que agacharse para apoyar la mano sobre el respaldo de la silla que estaba frente a mí. Permaneció estudiándome en silencio y yo seguí sorbiendo lo que quedaba de mi cóctel y escuchando la voz de contralto que interpretaba otra canción. Los clientes parecían ser partidarios de la música cursi. Quizá todos estaban cansados de tratar de adelantarse al tiempo en los lugares donde trabajaban. —Soy Prue —dijo el hombre, con su áspero susurro. —Eso me pareció entender. Usted quiere hablar conmigo, yo quiero hablar con usted, y con la chica que acaba de cantar. —Vamos.
En el extremo posterior del bar había una puerta cerrada. Prue la abrió y la mantuvo así para dejarme pasar y luego subimos por una escalera alfombrada que estaba a la izquierda. Un largo corredor con varias puertas cerradas. Al final del mismo una estrella gigante cruzada por la trama de una pantalla. Prue golpeó una puerta próxima a la pantalla, la abrió y se hizo a un costado para que yo entrase.
Era una especie de oficina cómoda, no muy amplia. Junto a la puerta vidriera había un sillón tapizado y un hombre con un smoking blanco sentado en él, de espaldas a la habitación, mirando hacia fuera. Tenía cabellos grises. También había una gran caja fuerte negra y cromada, algunos ficheros, un globo de vidrio sobre un estante, un pequeño bar empotrado y el acostumbrado escritorio con el acostumbrado sillón de cuero y respaldo alto detrás de él.
Me fijé en los adornos que había sobre el escritorio. Los objetos eran los usuales y la mayoría de cobre; una lámpara de cobre, un posalápices, un cenicero de vidrio y cobre con un elefante de cobre sobre el borde, un abrecartas de cobre, un termo de cobre sobre una bandeja del mismo metal y esquineros de cobre en la carpeta del secante. Había también un florero de cobre con un ramo de arvejillas de un color casi cobrizo. Había demasiado cobre.
El hombre sentado frente a la ventana se volvió y me mostró que estaba en la cincuentena y tenía suaves cabellos de color gris ceniciento y abundantes, y un rostro agradable sin nada extraordinario en él, exceptuando una corta cicatriz en la mejilla izquierda que casi producía el efecto de un profundo hoyuelo. Reconocí el hoyuelo. Me habría olvidado del hombre. Recordé que lo había visto en películas mucho tiempo atrás, quizás hacía diez años. No sabía cuáles habían sido las películas ni sus temas ni lo que él hacía en ellas, pero recordaba ese oscuro rostro atractivo y la cicatriz. En aquella época su cabello era negro.
Se acercó a su escritorio, se sentó, levantó el abrecartas y se pinchó con su punta la yema del pulgar. Me miró sin ninguna expresión y preguntó:
—¿Es usted Marlowe?
Hice un gesto de asentimiento.
—Siéntese —indicó, y yo me senté. Eddie Prue se acomodó en un sillón contra la pared y levantó del piso las patas delanteras del mismo.
—No me gustan los polizontes —dijo Morny.
Me encogí de hombros.
—No me gustan por muchas razones —continuó—. No me gustan en ninguna forma y en ningún momento. No me gustan cuando molestan a mis amigos. No me gustan cuando obligan a mi esposa a recibirlos.
No hice ningún comentario.
—No me gustan cuando interrogan a mi chófer o cuando se envalentonan con mis huéspedes.
No hice ningún comentario.
—En resumen —afirmó—, no me gustan.
—Empiezo a entender lo que quiere decir —respondí.
Se ruborizó y sus ojos brillaron.
—Por otra parte, quizás en este momento usted pueda serme útil. Quizá le convenga colaborar conmigo. Sería una buena idea. Le resultaría beneficioso no entrometerse.
—¿Con cuánto me beneficiaría?
—Lo beneficiaría con tiempo y salud.
—Creo haber oído antes ese disco —manifesté—. No recuerdo qué nombre tenía.
Dejó el abrecartas, abrió una gaveta del escritorio y sacó un botellón de cristal tallado. Volcó el líquido en un vaso, bebió de él, volvió a tapar el botellón y lo dejó sobre el escritorio.
—En mi negocio —dijo—, los valentones se consiguen a diez centavos la docena. Y los aspirantes a valentones vienen a un centavo la gruesa. Ocúpese de sus asuntos yo me ocuparé de los míos, y no tendremos líos.
Encendió un cigarrillo. Su mano tembló un poco.
Miré a través de la habitación al hombre alto, sentado en forma inclinada contra la pared como un holgazán en un almacén de pueblo. Estaba sentado sin efectuar ningún movimiento. Sus largos brazos colgando y su surcada cara gris llena de nada.
—Alguien habló algo referente a dinero —le dije a Morny—. ¿Qué es eso? Ya sé a qué se deben las fanfarronadas. Usted está tratando de convencerse a usted mismo de que podrá asustarme.
—Si me habla así —exclamó Morny—, es probable que termine usando botones de plomo en su chaleco.
—Qué idea —comentó—. El pobre viejo Marlowe con botones de plomo en el chaleco.
Eddie Prue hizo un ruido seco con la garganta, que podría haber sido una risa.
—Y en cuanto a meterme en mis asuntos y no en los suyos —agregué, puede resultar que mis asuntos y los suyos estén un poco mezclados. No por culpa mía.
—Mejor que no sea así —respondió Morny—. ¿En qué sentido puede ocurrir eso? —continuó, levantando los ojos rápidamente y volviéndolos a bajar.
—Bien, por ejemplo su gorila aquí presente me llama por teléfono y trata de matarme de miedo. Y más tarde me llama nuevamente y habla de quinientos dólares y de lo mucho que me convendría venir aquí y hablar con usted. Y, por ejemplo, el mismo gorila u otro que se le parece, lo cual es difícil seguía a un colega mío al que mataron esta tarde, en Court Street, barrio de Bunker HUÍ.
Morny apartó el cigarrillo de sus labios y entrecerró los ojos para mirar la punta encendida. Cada movimiento, cada gesto, estaba sacado del catálogo.
—¿A quién mataron?
—A un tipo llamado Phillips, un muchachito rubio. A usted no le habría gustado. Era un espión —expliqué y le describí a Phillips.
—Nunca lo oí nombrar —respondió Morny.
—Y también, por ejemplo, una rubia alta que no vivía ahí fue vista cuando salía de la casa de departamentos, poco después que lo mataron —agregué.
—¿Qué rubia alta? —inquirió con la voz un poco cambiada. Ahora tenía un tono de urgencia.
—Eso no lo sé. Fue vista, y el hombre que la vio podría identificarla si volviese a encontrarla. Naturalmente, ella no tenía por qué tener alguna relación con Phillips.
—¿Este fulano Phillips era un detective?
—Ya se lo dije dos veces —asentí.
—¿Por qué lo mataron y cómo?
—Lo golpearon y le pegaron un tiro en su departamento. Nosotros no sabemos por qué lo mataron. Si lo supiésemos, probablemente sabríamos quién fue el culpable. Por eso se complica la situación.
—¿Quiénes son «nosotros»?
—La Policía y yo. Yo lo encontré muerto, y por eso tuve que quedarme ahí.
—¿Qué le contó a la Policía? —preguntó Morny.
—Muy poco. De las primeras palabras que usted pronunció cuando yo llegué, deduzco que sabe que estoy buscando a Linda Conquest. La esposa de Leslie Murdock. La encontré. Está cantando aquí. No sé por qué eso tenía que ser un secreto. Creo que su esposa o el señor Vannier podrían habérmelo dicho. Pero no lo hicieron.
—Lo que mi esposa le pueda contar a un detective —contestó Morny— usted podría meterlo en el ojo de una pulga.
—Indudablemente ella tiene sus motivos —asentí—. Sin embargo, ahora eso no tiene mucha importancia. Casualmente no tiene importancia que vea a Linda Conquest. De todos modos me gustaría hablar un poco con ella. Si a usted no le molesta.
—Supongamos que me moleste —respondió Morny.
—Creo que igualmente hablaría con ella —manifesté. Saqué un cigarrillo del bolsillo, lo hice girar entre los dedos y admiré las cejas gruesas y todavía oscuras de mi interlocutor. Tenían una forma agradable, una curva elegante.
—Le pregunté qué le dijo a la Policía —repitió.
—Lo menos que pude. Este muchacho Phillips me pidió que fuese a visitarlo. Me dio a entender que estaba demasiado sumergido en un trabajo que no le gustaba y necesitaba ayuda. Cuando llegué allí estaba muerto. Se lo conté a la Policía. No creyeron que ésa fuese toda la historia. Probablemente no lo sea. Tengo tiempo hasta mañana al mediodía para completarla. Eso es lo que trato de hacer.
—Perdió el tiempo al venir aquí —afirmó Morny.
—Tengo la impresión de que me pidieron que viniese.
—Puede volver al infierno cuando lo desee —dijo Morny—. O puede hacer un trabajito para mí... por quinientos dólares. En cualquiera de los dos casos, no nos meta a Eddie y a mí en las conversaciones que tenga con la Policía.
—¿De qué clase de trabajo se trata?
—Usted estuvo en mi casa esta mañana. Debiera imaginárselo.
—No me ocupo de divorcios —respondí.
—Amo a mi esposa... —murmuró, palideciendo—. Hace sólo ocho meses que estamos casados. No quiero divorciarme. Es una chica estupenda y por regla general sabe la hora que es. Pero creo que en este momento está jugando con un pájaro peligroso.
—¿Peligroso en qué sentido?
—No lo sé. Eso es lo que quiero que averigüe.
—Permita que aclare esto —dije—. ¿Me contrata para que realice un trabajo... o para que deje de realizar otro para el que ya estoy empleado?
Prue volvió a sonreír desde su asiento.
Morny se sirvió más whisky y se lo echó rápidamente al garguero. El color volvió a su cara. No me contestó.
—Y aclaremos otro punto —continué—. A usted no le importa que su esposa mariposee, pero no quiere que lo haga con alguien llamado Vannier. ¿Es así?
—Confío en su corazón —respondió él lentamente—•. Pero no confío en su sentido común. Póngalo en esos términos.
—¿Y quiere que consiga algo contra ese fulano Vannier?
—Quiero que averigüe qué se trae entre manos.
—Oh. ¿De modo que se trae algo entre manos?
—Creo que sí. No sé qué es.
—¿Cree que sí... o quiere creer que sí?
Me miró fijamente por un momento, luego abrió el cajón del medio de su escritorio, metió la mano en el mismo y me tiró un papel doblado. Yo lo tomé y lo desplegué. Era una copia a carbón de un recibo. «Compañía de Artículos para Dentistas Cal-Western», y un domicilio. La factura era por «30 libras cristobolita "Kerr" $ 15,75» y «25 libras albastone "White" $ 7,75,» más impuestos. Estaba hecho a nombre de «H. R. Teager, Will Cali», y sellada «Pagado». Estaba firmada en una esquina: «L. G. Vannier.»
La dejé sobre el escritorio.
—Se le cayó del bolsillo una noche que estuvo aquí —explicó Morny—. Hace diez días. Eddie la cubrió con una de sus patas y Vannier no notó que la había perdido.
Miré a Prue luego a Morny y por fin a mi dedo pulgar.
—¿Acaso esto debe tener algún significado para mí...?
—Creí que era un detective inteligente. Pensé que podría descubrirlo.
Volví a mirar el papel, lo doblé y lo guardé en mi bolsillo.
—Supongo que no me lo daría a menos que significara algo —comenté.
Morny fue hasta la caja fuerte negra y cromada apoyada contra la pared y la abrió. Volvió con cinco billetes nuevos abiertos entre sus dedos como una mano de póquer. Los alisó borde con borde, los estiró un poco y los tiró sobre el escritorio delante de mí.
—Aquí están sus quinientos —dijo—. Saque a Vannier de la vida de mi esposa, y recibirá una cantidad igual. No me interesa cómo lo haga y no quiero saber qué métodos empleará. Pero hágalo.
Toqué los billetes nuevos y crujientes con un dedo hambriento. Luego los alejé.
—Podrá pagarme cuando... y si realizo el trabajo —manifesté—. Esta noche recibiré mi adelanto en la forma de una corta entrevista con Linda Conquest.
Morny no tocó el dinero. Levantó el botellón cuadrado y se sirvió otro vaso. Esta vez llenó también uno para mí, y me lo pasó por encima del escritorio.
—Y en cuanto al asesinato de Phillips —agregué—, Eddie siguió al muchacho durante un tiempo. ¿Quiere decirme por qué?
—No.
—El problema en un caso como éste es que la información puede venir de otra fuente. Cuando un asesinato llega a los diarios, uno nunca sabe lo que surgirá de eso. Si ocurre una cosa parecida, usted me culpará a mí.
—No lo creo —contestó mirándome fijamente—. Cuando usted entró estuve un poco violento, pero usted sabe defenderse. Correré un riesgo.
—Gracias —dije—. ¿Puede explicarme por qué hizo que Eddie me llamase para asustarme?
Bajó la vista y tamborileó sobre el escritorio.
—Linda es una vieja amiga mía. El joven Murdock estuvo aquí esta tarde para verla. Le informó que usted estaba trabajando para la vieja Murdock. Ella me lo contó a mí. No sabía qué clase de misión era. Usted dice que no acepta divorcios, de modo que la vieja no pudo haberlo contratado para un asunto de esa clase.
Con las últimas palabras levantó la vista y me miró.
Yo le devolví la mirada y esperé.
—Supongo que no soy más que un tipo al que le gustan sus amigos —prosiguió—. Y que no quiere que sean molestados por los polizontes.
—Murdock le debe dinero, ¿no es verdad?
—No discuto esos temas —respondió, frunciendo el ceño. Terminó su whisky, sacudió la cabeza y se puso en pie—. Enviaré a Linda para que hable con usted. Tome su dinero.
Se dirigió hacia la puerta y salió. Eddie Prue estiró su largo cuerpo, se levantó, me dirigió una mirada sombría que no significaba nada, y siguió a Morny.
Encendí otro cigarrillo y volví a mirar la factura de la compañía de artículos para dentistas. Algo se agitó vagamente en lo más recóndito de mi mente. Me acerqué a la ventana y miré a través del valle. Un coche subía por una colina hacia una gran mansión con una torre, la mitad de la cual era de ladrillos de vidrio con luces detrás de ellos. Los faros del coche pasaron sobre ella y doblaron hacia un garaje. Las luces se apagaron y el valle pareció más oscuro.
Linda Conquest entró por la puerta abierta que estaba a mis espaldas, la cerró y permaneció mirándome con un brillo frío en sus ojos.
19
Se parecía y no se parecía a su retrato. Tenía la amplia boca fría, la nariz corta, los grandes ojos helados, el cabello con la ancha raya blanca en el medio. Usaba una chaqueta blanca sobre el vestido, con el cuello levantado. Tenía las manos metidas en los bolsillos y un cigarrillo colgaba de su boca.
Parecía mayor, sus ojos eran más duros y sus labios producían la impresión de haberse olvidado de sonreír. Sonreían sólo cuando cantaba, con una mueca artificial. Pero en reposo eran finos, apretados y coléricos.
Se acercó al escritorio y permaneció mirando hacia abajo, como si estuviese contando los adornos de cobre. Vio el botellón de cristal tallado, le quitó la tapa, llenó un vaso y lo vació con una rápida inclinación de su muñeca.
—¿Es usted el hombre llamado Marlowe? —preguntó contemplándome. Apoyó las caderas contra el borde del escritorio y cruzó los tobillos.
Dije que yo era el hombre llamado Marlowe.
—Estoy segura de que usted no me resultará simpático en absoluto —comentó ella—. De modo que recite su papel y ahueque el ala.
—Lo que me gusta en este lugar es que todo se ajusta al catálogo —afirmé—. El polizonte del portón, el negro de la puerta, las chicas del guardarropa y los cigarrillos, el ricachón fofo, gordo y sensual con la corista alta y aburrida, el caballero bien vestido, borracho y terriblemente grosero que insulta al mozo, el tipo silencioso con pistola, el dueño del club nocturno con el suave cabello gris y sus modales de película de segunda categoría, y ahora usted, la belleza alta y morena, con la mueca despectiva, la voz ronca y el vocabulario fanfarrón.
—¿De veras? —preguntó ella, volvió a ponerse el cigarrillo entre los labios y le dio una chupada lenta—. ¿Y qué me cuenta del bromista entrometido, con chistes pasados de moda y la sonrisa conquistadora?
—¿Y qué es lo que me da el derecho a hablar con usted? —inquirí.
—Morderé el anzuelo. ¿Qué ocurre?
—Quiere que lo devuelva. Inmediatamente. Tiene que ser pronto o habrá líos.
—Yo creí... —empezó a decir, y se cortó en seco. Vi como borraba de su rostro la súbita muestra de interés, para lo cual jugó con su cigarrillo e inclinó la cara sobre éste—. ¿Qué quiere que le devuelva, señor Marlowe?
—El Doblón Brasher.
Me miró y asintió, recordando... haciéndome ver que recordaba.
—Oh, el Doblón Brasher.
—Apuesto a que lo había olvidado por completo —comenté.
—Bien, no. Lo vi un par de veces —contestó—. Dice que quiere que se lo devuelva. ¿Eso significa que ella cree que yo me lo llevé?
—Sí, exactamente eso.
—Es una sucia vieja embustera —exclamó Linda Conquest.
—Lo que usted piensa no la convierte a usted en embustera —corregí—. Sólo a veces hace que esté usted equivocada. ¿Lo está ella?
—¿Qué motivo podría haber tenido yo para llevarme su estúpida moneda?
—Bien... vale mucho dinero. Ella cree que quizás usted necesita dinero. Tengo entendido que no era demasiado generosa.
—No —respondió con una risita tensa y burlona—. La señora Elizabeth Bright Murdock no puede ser calificada como muy generosa.
—Quizás usted se lo haya llevado para vengarse —dije, esperanzadamente.
—Quizá debería pegarle una bofetada —contestó ella. Apagó el cigarrillo en la pecera de cobre de Morny, rompió la colilla distraídamente con el abrecartas y la dejó caer en el cesto de los papeles.
—Pasando a temas quizá más importantes —le dije—, ¿le concederá el divorcio?
—Por veinticinco mil dólares —manifestó ella, sin mirarme—. Con mucho gusto.
—No ama a ese hombre, ¿verdad?
—Usted me enternece, Marlowe.
—Él la quiere. Después de todo, usted se casó con él.
—Caballero, no crea que no pagué por ese error —afirmó, mirándome cansadamente. Encendió otro cigarrillo—. Pero una mujer tiene que vivir. Y no siempre es tan fácil como parece. Una chica puede equivocarse, casarse con quien no debe, entrar en una familia en la que no debió entrar, buscando algo que no encontrará ahí. Tranquilidad o lo que sea.
—Pero no necesita amor para hacerlo —comenté.
—No quiero ser demasiado cínica, Marlowe. Pero a usted le sorprendería saber cuántas muchachas se casan para encontrar un hogar, especialmente las chicas que tienen los músculos de los brazos cansados de tanto luchar para alejar a los optimistas que vienen a estos burdeles.
—Usted tenía un hogar y lo abandonó.
—Me resultaba demasiado caro. Esa vieja arpía saturada de oporto hacía el negocio demasiado difícil. ¿Qué opina de ella como dienta?
—Las tuve peores.
—¿Vio lo que hace con esa muchacha? —preguntó, sacando una hebra de tabaco de su labio.
—¿Se refiere a Merle? Noté que la trataba con prepotencia.
—No es sólo eso. La tiene armando muñecas. La chica tuvo algún susto y la vieja bruta aprovechó su efecto para dominar a esa muchacha por completo. En público le grita, pero cuando están solas es capaz de acariciarle los cabellos y susurrarle al oído. Y la chiquilla tiembla.
—No entendí muy bien todo eso —dije.
—La muchacha está enamorada de Leslie, pero no lo sabe. Emocionalmente tiene diez años de edad. Uno de estos días ocurrirá algo raro en esa familia. Me alegra saber que no estaré allí.
—Usted es una mujer inteligente, Linda —asentí—. Y es dura y astuta. Supongo que cuando se casó con él pensaba que había conseguido algo de mucho valor.
—Pensé que por lo menos serían unas vacaciones —contestó, frunciendo el labio—. Ni siquiera fue eso. Es una mujer hábil y sin escrúpulos, Marlowe. Lo que le hace hacer a usted no es lo que ella le dice. Se trae algo entre manos. Cuide sus actos.
—¿Sería capaz de matar a un par de hombres?
Ella se rió.
—No bromeo —agregué—. Un par de hombres fueron muertos, y por lo menos uno de ellos está relacionado con las monedas antiguas.
—No lo entiendo —dijo, mirándome fijamente—. ¿Asesinados, quiere decir?
Asentí.
—¿Se lo contó a Morny?
—Le hablé de uno de ellos.
—¿Se lo contó a la Policía?
—Acerca de uno de ellos. El mismo del que le hablé a Morny.
Ella recorrió mi rostro con sus ojos. Nos miramos el uno al otro. Ella estaba un poco pálida, o quizá simplemente cansada. Pensé que su cara estaba más blanca que antes.
—Usted está inventando esa historia —murmuró entre dientes.
Sonreí y asentí. Entonces ella pareció serenarse.
—¿Y respecto al Doblón Brasher? —pregunté—. Usted no se lo llevó. Muy bien. ¿Y en qué queda el divorcio?
—Eso no es nada de su incumbencia.
—Efectivamente. Bien, gracias por hablar conmigo. ¿Conoce a alguien llamado Vannier?
—Sí —contestó, y su rostro se endureció—. No muy bien. Es amigo de Lois.
—Un excelente amigo.
—Uno de estos días podrá ser el protagonista de un amable funeral.
—He oído indirectas en ese sentido —respondí—. Ese tipo tiene una cualidad extraordinaria. Cada vez que pronuncio su nombre, mi interlocutor se hiela.
Ella me miró en silencio. Me pareció que una idea estaba aleteando detrás de sus ojos, pero si era así, no surgió. Dijo serenamente:
—Si no deja en paz a Lois, es seguro que Morny matará a ese hombre.
—Eso seguirá. Lois cae con la primera insinuación. Cualquiera puede verlo.
—Quizás Alex sea la única persona que no lo ve.
—De todos modos, Vannier no tiene ninguna relación con mi trabajo. No está ligado con los Murdock.
Ella levantó una comisura de su boca.
—¿No? —exclamó—. Permítame que le informe de algo. No tengo por qué contarlo, pero soy una chica muy sincera. Vannier conoce a Elizabeth Bright Murdock, y la conoce muy bien. Vino una sola vez a la casa cuando yo estaba allí, pero llamó muchas veces por teléfono. Atendí algunas de las comunicaciones. Siempre pidió hablar con Merle.
—Bien... eso es extraño —comenté—. Con Merle, ¿eh...?
Ella se inclinó para aplastar el cigarrillo y nuevamente destrozó la colilla y la dejó caer en el cesto de los papeles.
—Estoy muy cansada —dijo de pronto—. Por favor, vayase.
Permanecí allí un momento, mirándola intrigado.
—Buenas noches, y gracias —murmuré por fin—. Buena suerte.
Salí y la dejé con las manos en los bolsillos de la chaqueta blanca, la cabeza gacha y la mirada clavada en el piso.
Eran las dos cuando llegué a Hollywood, guardé mi coche y subí a mi departamento. El viento había dejado de soplar, pero el aire tenía todavía la sequedad y la tenuidad del desierto. La atmósfera del departamento estaba espesa, y el humo del cigarro de Breeze la había empeorado aún más. Abrí las ventanas y ventilé las habitaciones mientras me desvestía y vaciaba los bolsillos de mi traje.
De ellos cayó, junto con otras cosas, la factura de la compañía de artículos para dentistas. Seguía pareciendo un recibo extendido a un tal H. R. Teager por 30 libras de cristobolita y 25 de albastone.
Puse la guía telefónica sobre el escritorio de la sala y busqué a Teager. Entonces el recuerdo confuso se aclaró. Su domicilio era West Ninth Street 422. La dirección del Edificio Belfont era West Ninth Street 422.
Laboratorio Dental de H. R. Teager era el nombre que había leído en una de las puertas del sexto piso del Edificio Belfont cuando había salido de la oficina de Elisha Morningstar por la escalera trasera.
Pero también los Pinkerton duermen, y Marlowe necesitaba mucho, mucho más descanso que los Pinkerton. Me acosté.
20
En Pasadena hacía tanto calor como el día anterior y la gran casona oscura de ladrillos rojos de la Dresden
Avenue parecía igualmente fresca y el pequeño negro pintado, esperando en el jardín, parecía igualmente triste. La misma mariposa se posó sobre el mismo arbusto de hortensias, o quizá parecía el mismo. El mismo aroma pesado de estío flotaba en la mañana, la misma mujer agria atendió mi llamada.
Me condujo por los mismos corredores al mismo solárium sin sol. En él la señora Elizabeth Bright Murdock estaba sentada en el mismo sofá de caña y cuando entré en el cuarto se estaba sirviendo un vaso de lo que parecía ser la misma botella de oporto, aunque probablemente ésta era la nieta de la anterior.
La criada cerró la puerta, yo me senté y puse el sombrero sobre el piso, como el día anterior, y la señora Murdock me dirigió la misma mirada penetrante.
—¿Y bien? —dijo.
—Las cosas marchan mal —respondí—. La Policía me busca.
Se puso tan roja como un trozo de carne cruda.
—Aja. Yo creí que era más competente.
—Cuando salí de aquí ayer por la mañana —continué, pasando por alto su frase—, un hombre me siguió en un cupé. No sé qué estaba haciendo aquí ni cómo llegó. Supongo que me siguió hasta su casa, pero tengo mis dudas al respecto. Me libré de él, pero volví a encontrarlo en el pasillo de mi oficina. Volvió a seguirme, de modo que lo invité a explicar el motivo, y dijo que sabía quién era yo que él necesitaba ayuda, y me pidió que fuese a su departamento de Bunker Hill a hablar con él. Fui, después de haber visitado al señor Morningstar, y encontré al hombre asesinado de un tiro en el piso de su baño.
La señora Murdock sorbió un poco de oporto. Quizá su mano se estremeció un poco, pero la luz era demasiado tenue en la habitación como para poder afirmarlo con certeza. Se aclaró la voz.
—Continúe.
—Su nombre era George Anson Phillips. Un tipo joven, rubio, bastante tonto. Aseguró ser detective privado.
—Nunca lo oí nombrar —declaró fríamente la señora Murdock—. Nunca lo vi, por lo menos sabiéndolo, y no sé nada respecto a él. ¿Pensó que lo había contratado para que lo siguiese?
—No sé qué pensar. Habló de que uniésemos nuestras fuerzas y me dio la impresión de estar trabajando para algún miembro de su familia. Él no lo dijo con esas palabras.
—No era así. Puede estar seguro de eso —afirmó ella, y su voz de barítono resultó tan rotunda corno una piedra.
—Tengo la impresión de que usted no sabe tanto como cree acerca de su familia, señora Murdock.
—Sé que interrogó a mi hijo, contrariando mis órdenes —dijo ella fríamente.
—Yo no lo interrogué a él. Él me interrogó a mí. O trató de hacerlo.
—Luego hablaremos de eso —intervino ella ásperamente—. ¿Qué me dice de ese hombre al que encontró muerto? ¿Sus líos con la Policía fueron provocados por él?
—Naturalmente. Quieren saber por qué me seguía, en qué estaba trabajando, por qué me habló, por qué me invitó a ir a su apartamento y por qué fui. Pero eso es sólo la mitad de la historia.
Ella terminó su oporto y llenó otro vaso.
—¿Cómo sigue su asma? —pregunté.
—Mal. Continué su relato.
—Vi a Morningstar. Ya se lo conté por teléfono. Él aseguró no tener el Doblón Brasher, pero confesó que se lo habían ofrecido y dijo que podía conseguirlo. Tal como yo se lo comuniqué a usted. Y usted me contestó que se lo habían devuelto, y que ahí terminaba todo.
Esperé, pensando que ella me contaría alguna historia acerca de la forma en que había recuperado la moneda, pero se limitó a mirarme por encima del vaso.
—De modo que llegué a una especie de arreglo con el señor Morningstar para pagarle mil dólares por la moneda...
—Usted carecía de autoridad para hacer eso —ladró ella.
Asentí, manifestando mi acuerdo con sus palabras.
—Quizá yo quería engañarlo —respondí—. Y sé que me estaba engañando a mí mismo. De todos modos, después de lo que usted me dijo por teléfono, traté de comunicarme con él para informarle que quedaba cancelado el negocio. En la guía telefónica está sólo la dirección de su oficina. Ahí me dirigí. Llegué demasiado tarde. El ascensorista me dijo que estaba todavía en su despacho. Estaba caído boca arriba sobre el piso, muerto. Aparentemente fue el resultado de un golpe en la cabeza y la sorpresa. Los viejos mueren con facilidad. Quizás el impacto no había estado destinado a asesinarlo. Llamé al Receiving Hospital, pero no di mi nombre.
—Ésa fue una medida muy inteligente —comentó.
—¿De veras? Fue algo reflexivo pero yo no lo llamaría inteligente. Quiero ser amable, señora Murdock. Espero que usted entienda eso a pesar de sus modales bruscos. Pero dos asesinatos fueron cometidos en un período de pocas horas y yo encontré los dos cadáveres. Y las dos víctimas estaban relacionadas, en alguna forma, con su Doblón Brasher.
—No le entiendo. ¿También el más joven de los dos?
—Sí. ¿No se lo expliqué por teléfono? Pensé que lo había hecho.
Fruncí el ceño, recapacitando. Sabía que le había hablado de eso.
—Quizá —respondió ella tranquilamente—. No estaba prestando mucha atención a lo que usted decía. Además, el doblón ya había sido devuelto. Y usted parecía un poco ebrio.
—No estaba ebrio. Quizás estaba un poco sorprendido, pero no borracho. Usted toma todo esto con mucha calma.
—¿Qué quiere que haga?
—Yo ya estoy complicado en un asesinato —dije, después de lanzar un suspiro—, porque encontré el cadáver y lo comuniqué a la Policía. Quizá me relacionen con otro, por haber hallado el cadáver y no haberlo informado. Y esto es mucho más grave para mí. A pesar de todo, dispongo hasta el mediodía de hoy para revelar el nombre de mi cliente.
—Eso —contestó ella, siempre demasiado serena para mi gusto— sería una violación del secreto profesional. Estoy segura de que no lo hará.
—Le agradecería que deje en paz ese maldito oporto, y se esfuerce por entender mi posición —le grité.
Ella pareció vagamente sorprendida, y apartó el vaso... unos diez centímetros.
—Este tipo Phillips —continué— tenía un permiso de detective privado. ¿Cómo es que encontré su cadáver? ¿Por qué me siguió y yo le hablé y él me invitó a ir a su departamento? Y cuando llegué allí estaba muerto. La Policía sabe todo esto. Quizás incluso lo crean. Pero no creen que la relación entre Phillips y yo sea una coincidencia. Sospechan que hay una conexión más profunda entre Phillips y yo, e insisten en saber lo que estoy haciendo, para quién estoy trabajando. ¿Está claro eso?
—Usted encontrará una solución para el caso... —dijo ella—. Naturalmente, supongo que me costará un poco más de dinero.
Sentí como si me estuviesen pellizcando alrededor de la nariz. Tenía la boca reseca. Necesitaba aire. Aspiré profundamente y volví a zambullirme en ese tanque de grasa que estaba sentado frente a mí sobre un sofá de caña, tan impasible como el presidente de un Banco que se niega a conceder un crédito.
—Trabajo para usted —exclamé—, ahora, esta semana, hoy. La semana próxima según espero estaré trabajando para otra persona. Y la semana siguiente para un tercer cliente. Para poder hacer eso debo mantenerme en términos relativamente cordiales con la Policía. No es necesario que me amen pero tienen que estar razonablemente seguros de que no los engaño. Supongo que Phillips no sabía nada sobre el Doblón Brasher. Suponga incluso que lo sabía, pero que su muerte no tuvo ninguna relación con ese asunto. De todos modos debo decirle a la Policía lo que sé respecto a él. Y ellos interrogarán a quien quieran interrogar. ¿No entiende eso?
—¿La ley no le da el derecho de proteger a un cliente? —me interrumpió ella—. Si no lo hace, ¿qué ventaja tiene una persona que contrata a un detective privado?
Me puse en pie, di un rodeo a mi silla y volví a sentarme. Me incliné hacia delante y me apreté las rodillas con las manos, hasta que me brillaron los nudillos.
—La ley, sea lo que fuere, es una cuestión de toma y daca, señora Murdock. Como la mayoría de las cosas.
Aunque tuviese el derecho a permanecer callado, a negarme a hablar, y consiguiese hacerlo con éxito, ése sería el fin de mi carrera. Sería un tipo marcado para los líos. En una u otra forma me arruinarían. Yo valoro su negocio, señora Murdock, pero no lo suficiente como para degollarme por usted y sangrar sobre sus rodillas.
Ella tomó el vaso y lo vació.
—Me parece que usted complicó bastante las cosas —afirmó ella—. No encontró a mi nuera y no halló al Doblón Brasher. Pero encontró a un par de hombres muertos con los que no tengo ninguna relación, y arregló todo perfectamente para que deba contarle a la Policía todos mis asuntos personales y privados con el fin de protegerse de su propia incompetencia. Eso es lo que veo. Si me equivoco, le ruego que me corrija.
Se sirvió un poco más de vino, lo tragó demasiado rápidamente y sufrió un ataque de tos. Su mano temblorosa apoyó el vaso sobre la mesa, derramando el líquido. Se dobló hacia delante en el sofá y la cara se le puso púrpura.
Me levanté de un salto, me acerqué a ella y descargué sobre su carnosa espalda un golpe que habría hecho temblar al Ayuntamiento.
Ella lanzó un largo gemido estrangulado, contuvo la respiración y dejó de toser. Apreté una de las llaves de su dictáfono, y cuando alguien respondió, con tono fuerte y metálico, exclamé:
—¡Tráigale pronto un vaso de agua a la señora Murdock!
Luego volví a soltar la llave.
Me senté y la vi recobrarse. Cuando su respiración se hizo rítmica y dejó de ser forzada agregué:
—Usted no es recia. Sencillamente cree serlo. Ha vivido demasiado tiempo con personas que la temen. Espere a que se encuentre con la ley. Esos muchachos son profesionales. Usted no es más que una aficionada malcriada.
La puerta se abrió y la criada entró con una jarra de agua y un vaso. Los dejó sobre la mesa y salió.
Le serví a la señora Murdock un vaso de agua y se lo puse en la mano.
—Tómelo a sorbos, y no de un trago. No le gustará el sabor, pero no le hará daño.
Ella sorbió, y luego bebió la mitad del vaso. Por fin lo dejó a un lado y se secó los labios.
—Pensar que entre todos los polizontes que pude haber elegido —exclamó roncamente— escogí al hombre que me atropellaría en mi propia casa.
—Eso tampoco la llevará a ningún lugar —dije—. No nos sobra tiempo. ¿Qué será lo que le contará a la Policía?
—La Policía no significa nada para mí. Absolutamente nada. Y si les da mi nombre consideraré eso como una inmunda violación de mi confianza.
Ahora estábamos nuevamente donde habíamos empezado.
—El asesinato lo cambia todo, señora Murdock. Usted no puede tapar un caso de asesinato. Tendremos que explicar por qué y para qué me contrató usted. No lo publicarán en los diarios. Mejor dicho no lo harán si lo creen. Indudablemente no se convencerán de que usted me empleó para investigar a Elisha Morningstar sólo porque él la llamó y quiso comprar el doblón. Quizá no averigüen que usted no podría haber vendido la moneda, aunque lo hubiese deseado, ya que no estaba autorizada, porque es probable que no piensen en eso. Pero no creerán que contrató a un detective privado sólo para investigar a un posible comprador. ¿Por qué habría de hacerlo?
—Eso no es cosa mía, ¿no es cierto?
—No. No podrá desembarazarse de la Policía en esa forma. Tiene que convencerlos de que es franca y sincera y no tiene nada que ocultar. Mientras crean que esconde algo, no la dejarán nunca en paz. Cuénteles una historia razonable y comprensible, y se irán satisfechos. Y la historia más razonable y comprensible es siempre la verdad. ¿Hay alguna objeción a que ésta sea expuesta?
—Todas las objeciones posibles —respondió ella—. Pero eso no parece tener mucha importancia. ¿Deberemos decir que sospeché que mi nuera robó la moneda y que yo estaba equivocada?
—Sería lo mejor.
—¿Y que me fue devuelta y la forma en que ocurrió eso?
—Sería lo mejor.
—Eso va a humillarme inmensamente.
Me encogí de hombros.
—Usted es un bruto sin sentimientos —exclamó ella—. Es un pescado de sangre fría. Usted no me gusta. Lamento mucho el haberlo conocido.
—Comparto su dolor.
Ella apretó la palanca con un grueso dedo y ladró por el dictáfono:
—Merle. Dile a mi hijo que venga inmediatamente. Y creo que será conveniente que tú también vengas con él.
Soltó la palanca, juntó sus dedos gordos y dejó caer pesadamente las manos sobre sus muslos. Sus ojos en sombras miraron hacia el cielo raso.
—Mi hijo se llevó la moneda —murmuró ella con voz calmada y triste—. Mi hijo. Mi propio hijo, señor Marlowe.
No contesté nada. Permanecimos allí mirándonos el uno al otro. Pocos minutos después entraron los dos, y ella les ordenó con un bramido que se sentasen.
21
Leslie Murdock vestía un traje verdoso y su cabello parecía húmedo, como si acabase de tomar una ducha. Se sentó inclinado hacia delante, mirando las punteras de sus zapatos y haciendo girar un anillo en su dedo. No tenía su larga boquilla negra, y parecía un poco desamparado sin ella. Incluso su bigote parecía más caído que en mi oficina.
Merle Davis no había cambiado desde el día anterior. Probablemente siempre estaba igual. Su cabello cobrizo estaba estirado con idéntica fuerza, sus lentes con montura de carey parecían tan grandes y vacíos como antes, los ojos que había atrás resultaban igualmente vagos. Tenía puesto el mismo vestido de hilo con mangas cortas, sin ninguna clase de adorno, ni siquiera aros.
Tuve la curiosa sensación de estar viviendo nuevamente algo que ya había ocurrido.
—Muy bien, hijo —dijo tranquilamente la señora Murdock, sorbiendo su oporto—. Cuéntale al señor lo que ocurrió con el doblón. Me temo que deberá saberlo.
Murdock me miró rápidamente, y luego bajó de nuevo la vista. Su boca se contrajo. Cuando habló, su voz carecía de tono, era un sonido chato y cansado, como si fuese un hombre que hacía una confesión después de una agotadora batalla con su conciencia.
—Como le dije ayer en su oficina, le debo a Morny mucho dinero. Doce mil dólares. Más tarde lo negué, pero es cierto. Los debo. No quería que mamá lo supiese. Él me presionaba para que le pagara. Supongo que sabía que finalmente tendría que confesárselo, pero fui lo bastante débil como para querer ponerle punto final. Tomé el doblón, echando mano de las llaves una tarde en la que ella dormía y Merle había salido. Se lo di a Morny y él accedió a retenerlo como garantía, porque le expliqué que él no podría obtener doce mil dólares por el doblón a menos que pudiese dar su historia y demostrar que había llegado a su poder por medios legales.
Dejó de hablar y me miró para ver cómo lo estaba tomando. La señora Murdock tenía los ojos prácticamente clavados en mi rostro. La muchacha contemplaba a Murdock con los labios separados y una expresión de sufrimiento en sus facciones.
—Morny me dio un recibo —continuó Murdock—, en el que accedía a retener la moneda como fianza y a no venderla sin previo aviso. Era algo parecido. No sé muy bien hasta qué punto era legal. Cuando Morningstar llamó y preguntó por la moneda, sospeché inmediatamente que Morny estaba tratando de venderla o que por lo menos pensaba hacerlo y trataba de obtener una valuación de alguien que entendía de monedas antiguas. Me asusté mucho.
Levantó su mirada y me hizo una mueca. Tal vez la de quien ha estado muy atemorizado. Entonces tomó su pañuelo, secó su frente y se sentó hundiendo la cabeza entre sus manos.
—Cuando Merle me contó que mamá había empleado a un detective... y mamá me prometió no regañar a Merle por esto, aunque ella no debió haber hecho lo que hizo... —miró a su madre. La vieja arpía apretó las mandíbulas y se mostró hosca. La muchacha todavía lo estaba contemplando a él, y no parecía preocupada por lo que pudiese ocurrirle. Él continuó—: Entonces estuve seguro de que había notado la ausencia del doblón y lo había contratado por ese motivo. No creí que lo hubiese llamado para que buscase a Linda. Yo siempre supe dónde estaba mi esposa. Fui a su oficina para tratar de averiguar algo. No tuve mucho éxito. Ayer por la tarde fui a ver a Morny, y hablamos de eso. Al principio se rió en mi cara, pero cuando le expliqué que ni siquiera mi madre podría vender la moneda sin violar las cláusulas del testamento de Jasper Murdock y que ella lo denunciaría a la Policía cuando yo le contase dónde se encontraba la moneda, Morny cedió. Se levantó, fue hasta la caja fuerte y sacó la moneda y me la entregó sin decir una palabra. Le devolví su recibo y él lo rompió. Luego traje el doblón a casa y le conté la verdad a mi madre.
—¿Morny le amenazó? —pregunté, en el silencio que se hizo a continuación.
—Dijo que quería su dinero y que lo necesitaba, y que me diese prisa para reunirlo —manifestó Murdock, sacudiendo la cabeza—. Pero no se mostró amenazante. Sinceramente, fue muy decente... teniendo en cuenta las circunstancias.
—¿Dónde ocurrió esto?
—En el Idle Club Valley, en su oficina privada.
—¿Eddie Prue estaba ahí?
La muchacha apartó la vista de la cara de él, y me miró a mí.
—¿Quién es Eddie Prue? —inquirió la señora Murdock ásperamente.
—El guardaespaldas de Morny —respondí—. Ayer no desperdicié «todo» mi tiempo, señora Murdock —agregué, y luego miré a su hijo, esperando la respuesta.
—No, no lo vi —contestó—. Naturalmente, lo conozco. Basta encontrarlo una vez para recordarlo. Pero ayer no estaba allí.
—¿Eso es todo? —pregunté.
—¿No es suficiente...? —exclamó agriamente su madre.
—Quizá... —murmuré—. ¿Dónde está la moneda ahora?
—¿Dónde cree que puede estar? —ladró ella.
Casi se lo dije para verla saltar. Pero logré contenerme.
—Entonces esto parece ponerle punto final al asunto —comenté.
—Besa a tu madre, hijo, y vete —dijo la señora Murdock pesadamente.
Él se levantó obedientemente, se acercó a ella y la besó en la frente. Ella le palmeó la mano. Él salió del cuarto con la cabeza gacha y cerró la puerta con movimientos lentos.
—Será mejor que se lo dicte tal como lo contó —le indiqué a Merle—, y que usted haga una copia de la declaración y le pida que la firme.
La muchacha pareció sorprendida. La vieja rugió:
—No hará nada parecido. Vuelve a tu trabajo, Merle. Quería que escuchases esto. Pero si vuelvo a descubrir que violas mis secretos, sabes lo que ocurrirá.
La chica se puso en pie y le sonrió con los ojos brillantes.
—Oh, sí, señora Murdock. No lo haré nunca. Nunca. Puede confiar en mí.
—Espero que sea así —contestó la arpía—. Vete.
Merle salió silenciosamente.
Dos grandes lagrimones se formaron en los ojos de la señora Murdock y rodaron lentamente por la piel de elefante de sus mejillas, llegaron a las aletas de su carnosa nariz y siguieron por sus labios. Ella buscó un pañuelo, los secó y luego se secó los ojos. Guardó el pañuelo, tomó su vaso de vino y dijo plácidamente:
—Quiero mucho a mi hijo, señor Marlowe. Mucho. Esto me hiere profundamente. ¿Cree que tendremos que contarle esta historia a la Policía?
—Espero que no —contesté—. Le costará mucho trabajo hacer que la crean.
Su boca se abrió y sus dientes brillaron en la penumbra. Cerró los labios y los apretó fuertemente, mientras me miraba con la cabeza gacha.
—¿Qué quiere significar con eso? —exclamó. —Lo que dije. La historia no parece cierta. Tiene una cualidad demasiado sencilla, prefabricada. ¿Se le ocurrió a él, o la pensó usted y se la enseñó?
—Señor Marlowe —afirmó ella con tono cortante—, usted está pisando terreno muy poco firme.
—¿No nos ocurre eso a todos? Muy bien, supongamos que es cierta. Morny lo negará, y volveremos a estar en el principio. Morny tendrá que negarla, porque de lo contrario se vería complicado en un par de asesinatos.
—¿Hay algo que haga improbable que ésta sea la verdadera situación? —bramó ella.
—¿Cree que Morny, un hombre con capital, protección y cierta influencia, se complicaría en un par de muertes para evitar verse envuelto en algo tan sencillo como es vender una garantía? Para mí eso carece de sentido.
Ella me miró y no hizo ningún comentario. Le sonreí, porque por primera vez le iba a gustar algo de lo que yo decía.
—Encontré a su nuera, señora Murdock. Me resulta un poco extraño que su hijo, que parece estar bajo su completo control, no le haya informado dónde estaba. —No se lo pregunté —contestó ella con un tono extrañamente sereno.
—Está de nuevo donde empezó, cantando con la orquesta del Idle Valley Club. Hablé con ella. En cierta forma, es una muchacha muy dura. No le tiene mucha simpatía. No me habría resultado difícil creer que ella se había llevado verdaderamente la moneda, en parte por rencor. Y me resultaba un poco menos difícil creer que Leslie lo sabía o lo descubrió, e inventó esa historia para protegerla. Asegura que está muy enamorado de ella.
La vieja sonrió. No fue una sonrisa hermosa, pues estaba en el lado menos apropiado de la cara. Pero fue una sonrisa.
—Sí —comentó ella suavemente—. Sí. Pobre Leslie. Podría haberlo hecho. Y en ese caso... —se interrumpió y su sonrisa se ensanchó hasta que se hizo extática—, en ese caso mi querida nuera podría estar complicada en los asesinatos.
Durante un cuarto de minuto la contemplé mientras gozaba con esa idea.
—Y eso le daría a usted una gran alegría —dije.
Ella asintió, siempre sonriendo, captando la idea antes de notar la dureza de mi tono. Entonces sus facciones se pusieron rígidas y sus labios se unieron fuertemente. Entre ellos y sus dientes murmuró:
—No me gusta su tono. No me gusta nada su tono.
—Lo comprendo —contesté—. A mí tampoco me gusta. No me gusta nada. No me gusta esta casa, ni usted, ni el ambiente de temor que reina aquí, ni el rostro exprimido de esa chiquilla, ni ese monigote de hijo que tiene, ni este caso, ni la verdad que me cuentan sobre él, ni las mentiras que me cuentan sobre él, ni...
Entonces ella empezó a chillar. Los ruidos brotaron de un rostro contraído por la furia, mientras sus ojos encendidos de odio despedían fuego.
—¡Vayase! ¡Salga inmediatamente de esta casa! ¡No se quede ni un instante! ¡Vayase!
Me puse en pie, levanté mi sombrero de la alfombra y dije:
—Con mucho gusto.
Le dediqué una especie de mueca cansada, me dirigí hacia la puerta, la abrí y salí. La cerré cuidadosamente, reteniendo el picaporte con una mano rígida y dejando que el pestillo se colocase suavemente en su lugar.
No tenía ningún motivo para hacer esto.
22
Oía pasos que venían hacia mí. Se me llamó por mi nombre pero seguí hasta el medio del living. Entonces me detuve, di media vuelta y le permití aproximarse; jadeante, con sus ojos tratando de saltar por sus gafas y con su tembloroso cabello cobrizo atrapando traviesas lucecillas provenientes de las altas ventanas.
—¡Señor Marlowe! ¡Por favor! Por favor, no se vaya. Ella lo necesita. ¡Se lo aseguro!
—Rayos y truenos. ¿Con qué color se pintó hoy los labios? y le queda muy bien.
—¡Por favor! —exclamó, tirándome de la manga.
—Al diablo con ella. Dígale que se tire al río. Marlowe también puede enojarse. Dígale que se tire a dos ríos si uno no la aguanta.
Vi su mano sobre mi manga y la palmeé. Ella la retiró rápidamente y pareció sorprendida.
—Por favor, señor Marlowe. Ella está en un aprieto. Le necesita.
—Yo también estoy metido en un lío —gruñí—. Metido hasta las orejas. ¿Por qué llora?
—Oh, yo la quiero mucho. Sé que es brusca y dominante, pero su corazón es de oro puro.
—Al diablo con su corazón también —respondí—. Espero no intimar bastante con ella como para que eso tenga alguna importancia. Es una vieja embustera. Ya la aguanté demasiado. Creo que indudablemente está en un aprieto, pero yo no estoy en un negocio de excavación. Necesito que me cuenten las cosas.
—Oh, estoy segura de que si usted fuese un poco paciente...
Le pasé el brazo por los hombros, sin pensarlo. Ella dio un salto de un metro y sus ojos se encendieron de pánico.
Permanecimos mirándonos el uno al otro, respirando ruidosamente, yo con la boca abierta, como está con demasiada frecuencia, ella con los labios apretados y con un temblor en las pequeñas aletas pálidas de su nariz. Su rostro estaba tan pálido como se lo permitía su escaso y mal aplicado maquillaje.
—Oiga —dije lentamente—. ¿A usted le ocurrió algo cuando era pequeña?
Ella asintió, muy rápidamente.
—Un hombre la asustó, ¿verdad?
Ella volvió a asentir. Se mordió el labio inferior con sus pequeños dientes blancos.
—¿Y desde entonces se ha comportado así?
Ella permaneció inmóvil, sin perder su palidez.
—No le haré nada que la asuste —le prometí—. Nunca.
Sus ojos se inundaron en lágrimas.
—Si la toqué —expliqué—, fue como tocar una silla o una puerta. No significó nada para mí. ¿Eso está claro?
—Sí —dijo ella, consiguiendo articular una palabra después de mucho esfuerzo. El pánico seguía latente en la profundidad de sus ojos, detrás de las lágrimas—. Sí.
—Con eso quedo descartado —murmuré—. Soy una persona que sabe controlarse. Ya no tiene que preocuparse por mí. Ahora tomemos a Leslie. Él piensa en otras cosas. Sabe que se puede confiar en él... en el asunto al que nos referimos. ¿Verdad?
—Oh, sí —exclamó ella—. Ya lo creo.
Leslie era una garantía. Para ella. Para mí era un montón de barro.
—Tomemos ahora a ese viejo tonel de vino —continué—. Es ruda y tosca y cree que puede comer paredes y escupir ladrillos y le ladra en mil oportunidades, pero es fundamentalmente decente con usted, ¿verdad?
—Oh, sí, señor Marlowe. Era lo que quería hacerle entender...
—Naturalmente. ¿Entonces por qué no lo olvida? ¿Todavía ronda por aquí... el que la asustó en esa forma?
Ella se llevó una mano a la boca y se mordió la parte carnosa de la base del pulgar, mirándome por encima del mismo, como si fuese un balcón.
—Está muerto —respondió—. Se cayó... desde... desde... una ventana.
La interrumpí con mi mano derecha.
—Oh, ese tipo. Oí hablar de él. ¿No puede olvidarlo?
—No —contestó ella, sacudiendo la cabeza con seriedad, detrás de la mano—. No puedo. No logro olvidarlo. La señora Murdock me pide siempre que lo olvide. Me habla horas y horas diciéndome que lo olvide. Pero es imposible.
—Sería mejor que ella cerrase su pico durante horas y horas —rugí—. Es así como mantiene viva la llaga.
Eso la sorprendió y pareció herirla un poco.
—Oh, eso no es todo —dijo—. Yo era su secretaria. Ella era su esposa. Fue su primer marido. Naturalmente, ella tampoco lo olvida. ¿Cómo podría hacerlo?
Me rasqué la oreja. Eso parecía ser una evasiva. Su expresión no revelaba mucho, excepto que me producía la impresión de que ella no se daba cuenta de que yo estaba allí. Yo era una voz que llegaba de alguna parte, pero muy impersonal. Casi una voz que sonaba en su propia cabeza.
Entonces tuve una de mis extrañas y frecuentemente disparatadas sospechas.
—Oiga —pregunté—, ¿hay alguna persona a la que usted conozca y que tenga ese efecto sobre usted? ¿Una persona que le produzca esa impresión más que con otra?
Ella miró a su alrededor. Yo la observé a ella. No había nadie debajo de una silla ni espiándonos por una puerta o una ventana.
—¿Por qué debo contárselo? —inquirió, respirando con dificultad.
—No tiene obligación de hacerlo. Proceda como mejor le parezca.
—¿Me promete que no se lo repetirá a nadie, a nadie en el mundo..., ni siquiera a la misma señora Murdock?
—A ella menos que a nadie. Se lo prometo.
Ella abrió la boca y una extraña sonrisita de confianza apareció en su rostro. Y entonces todo cambió. Su garganta se heló. Dejó escapar un sonido gutural. Sus dientes castañetearon.
Quise apretarla fuertemente, pero tuve miedo de tocarla. Permanecimos inmóviles. No ocurrió nada. Seguimos inmóviles. Yo era tan útil como el huevo roto de un colibrí.
Entonces se volvió y echó a correr. Oí sus pisadas que se alejaban por el pasillo. Una puerta se cerró.
La seguí por el corredor y llegué a la puerta. Estaba sollozando detrás de ella. Me detuve allí y escuché su llanto.
No podía hacer nada por ella. Me pregunté si había alguien que pudiera hacer algo por ella.
Volví al solárium, golpeé la puerta y metí la cabeza adentro. La señora Murdock estaba sentada como la había dejado. No parecía haberse movido.
—¿Quién está asustando a esa chiquilla? —pregunté.
—Salga de mi casa —siseó ella entre sus gruesos labios.
No me inmuté. Entonces ella se rió roncamente.
—¿Usted se considera un hombre inteligente, señor Marlowe?
—Bien, es algo que no me sobra —contesté.
—¿Qué le parece si lo averigua usted mismo?
—¿Usted lo pagará?
—Posiblemente —dijo, encogiéndose de hombros—. Eso depende. ¿Quién puede saberlo?
—Usted no ha comprado nada —respondí—. De todos modos, tendré que hablar con la Policía.
—Yo no compré nada —manifestó ella—, y todavía no pagué nada. Excepto por la devolución de la moneda. Estoy dispuesta a aceptar ésta por el dinero que ya le di. Ahora vayase., Usted me aburre. Enormemente.
Cerré la puerta y volví sobre mis pasos. No se oían sollozos detrás de la otra puerta. Un silencio total. Salí.
Abandoné la casa. Me quedé allí, escuchando cómo el sol chamuscaba la hierba. Un coche se puso en marcha en los fondos y un «Mercury» gris apareció por el camino lateral de la casa. El señor Leslie Murdock lo conducía. Cuando me vio, se detuvo.
Descendió del coche y se acercó rápidamente a mí. Estaba bien vestido. Ahora era una gabardina color crema, ropas nuevas, zapatos blanco y negro, con punteras negras bien lustradas, una chaqueta deportiva con cuadros blancos y negros muy pequeños, pañuelo blanco y negro, camisa color crema, sin corbata. Unas gafas oscuras de color verdoso estaban posadas sobre su nariz.
Se colocó cerca de mí y habló con una voz de tono algo tímido.
—Supongo que usted me considera un pillo de siete suelas.
—¿Por lo que contó respecto al doblón?
—Sí.
—Eso no afectó en absoluto la opinión que tenía sobre usted —contesté.
—Bien...
—¿Qué es lo que quiere que le diga?
Encogió sus hombros bien rellenos en un ademán despectivo. Su tonto bigotito rojizo brilló bajo el sol.
—Supongo que me gusta agradar.
—Lo lamento, Murdock. Me agrada que quiera tanto a su esposa. Si es que de eso se trata.
—Oh. ¿No creyó usted que yo estaba diciendo la verdad? Quiero decir..., ¿pensó usted que yo estaba contando todo eso para protegerla?
—Existía esa posibilidad.
—Entiendo —murmuró. Metió un cigarrillo en la larga boquilla negra, que sacó de detrás del pañuelo de la chaqueta—. Bien, supongo que debo convencerme de que no le resulto simpático —agregó, y el ligero movimiento de sus ojos fue perceptible detrás de las gafas verdes, como peces moviéndose en un estanque profundo.
—Es un tema tonto —respondí—. Y sin importancia. Para nosotros dos.
—Lo comprendo —dijo tranquilamente. Acercó una cerilla al cigarrillo y aspiró—. Disculpe mi torpeza al haberlo comentado.
Giró sobre los talones, volvió a su coche y subió a él. Lo miré alejarse antes de moverme. Entonces me acerqué al negrito pintado y le palmeé la cabeza un par de veces antes de irme.
—Hijo —murmuré—, en esta casa tú eres el único que no está chiflado.
23
El altavoz de la pared lanzó un gruñido y una voz dijo:
—KGPL. Probando. —Luego siguió un «click» y enmudeció.
El teniente detective Jesse Breeze estiró los brazos hacia arriba y bostezó.
—Llega un par de horas tarde, ¿no es verdad? —comentó.
—Sí —contesté—. Pero le dejé a usted un mensaje diciendo que me retrasaría. Tuve que ir al dentista.
—Siéntese.
Tenía un pequeño escritorio desordenado en una de las esquinas de la habitación. Estaba sentado en el ángulo que formaban el escritorio y las paredes. A su izquierda una alta ventana desnuda y a su derecha una pared con un gran calendario a la altura de sus ojos. Los días pasados estaban tachados cuidadosamente con un suave lápiz negro de manera que Breeze, mirando el calendario, sabía exactamente qué día era.
Spangler estaba sentado oblicuamente en un escritorio más pequeño y mucho más ordenado. Tenía un secante verde y un tintero de ónix y un pequeño almanaque de bronce y una concha marina llena de cenizas, cerillas y colillas de cigarrillos. Se encontraba tirando plumas contra el almohadón de un sillón que había apoyado contra la pared, como un lanzador de cuchillos mexicano que practica su puntería sobre un blanco. En esa función era un fracaso. Las plumas se resistían a clavarse.
La habitación tenía ese olor remoto, sin corazón, ni sucio ni limpio, ni lo suficientemente humano que siempre tienen esas habitaciones. Désele al departamento de Policía un edificio nuevo y en tres meses sus habitaciones tendrán ese mismo olor. Debe de haber algo simbólico en ello.
Un reportero policial neoyorquino escribió una vez que cuando uno pasa más allá de las luces verdes del recinto de la estación policial, se sale de este mundo y se entra en un lugar más allá de la ley.
Me senté. Breeze sacó del bolsillo un cigarro envuelto en celofán, y volvió a empezar la rutina con el mismo. Le seguí detalle por detalle y vi que era precisa, sin variantes. Aspiró el humo, apagó la cerilla y exclamó:
—Eh, Spangler.
Spangler volvió la cabeza y Breeze hizo otro ademán. Se sonrieron el uno al otro. Breezer me señaló con el cigarro.
—Mira cómo suda —dijo.
Spangler tuvo que mover sus pies con el fin de girar lo necesario como para verme sudar. Si yo estaba transpirando, no me di cuenta de ello.
—Ustedes son tan simpáticos como un par de pelotas de golf perdidas —comenté—. ¿Cómo diablos lo logran?
—Olvide sus chistes —me interrumpió Breeze—. ¿ Estuvo muy atareado esta mañana?
—Bastante —contesté.
Todavía estaba sonriendo. Spangler también seguía sonriendo. Aquello que Breeze parecía saborear era algo que lamentaba tragar.
Por fin carraspeó, dejó que su rostro pecoso adoptara una expresión más seria, volvió la cabeza lo necesario para no mirarme sin por eso dejar de verme, y habló con voz vaga y vacía.
—Hench confesó.
Spangler giró en redondo para observarme. Se inclinó hacia delante sobre el borde de su silla y sus labios quedaron entreabiertos por una sonrisa de éxtasis que era casi indecente.
—¿Que tuvieron que usar con él... un hacha?
—No.
Los dos permanecieron en silencio, mirándome.
—Un italiano —informó Breeze.
—¿Un qué?
—¿Está usted contento? —preguntó Breeze.
—¿Me lo va a contar, o piensa quedarse sentado mostrando su gordura y su satisfacción y viendo lo contento que yo estoy?
—Nos gusta ver a un tipo contento —afirmó Breeze—. Es una oportunidad que no tenemos con frecuencia.
Me metí el cigarrillo en la boca y lo balanceé hacia arriba y abajo.
—Usamos un italiano para hacerlo hablar —explicó Breeze—. Un italiano llamado Palermo.
—Oh, ¿saben una cosa?
—¿Qué?
—Acabo de comprender cuál es el defecto de la conversación entre polizontes.
—¿Cuál?
—Creen que cada una de sus palabras es una revelación.
—¿Quiere enterarse... o se conforma con bromear? —inquirió Breeze.
—Quiero enterarme.
—Pues entonces fue así. Hench estaba borracho. Quiero decir que estaba borracho por dentro, y no sólo en la superficie. Delirantemente borracho. Había estado viviendo así durante semanas. Prácticamente había dejado de comer y dormir. Nada más que alcohol. Había llegado al punto en que el alcohol no le embriagaba, sino que lo mantenía sobrio. Era el último lazo que tenía con el mundo verdadero. Cuando un tipo llega a ese estado y uno le saca la bebida y no le da nada para calmarlo, se convierte en un loco perdido.
Yo no dije nada. Spangler todavía tenía la misma mirada erótica en su cara joven. Breeze golpeó el costado de su cigarro y no cayó ceniza; volviéndolo a poner en su boca, continuó:
—Es un caso psicópata, pero no queremos ningún caso psicopático para nuestro asunto. Lo queremos bien claro. Queremos un tipo que no tenga ningún antecedente psicopático.
—Creí que usted estaba seguro de que Hench era inocente.
—Eso ocurrió anoche —asintió Breeze, con un gesto vago—. O quizá yo estaba bromeando un poco. De todos modos, por la noche se produjo la explosión. Hench perdió el control. Entonces lo llevaron al hospital y lo cargaron de drogas. El médico de la cárcel se encargó de ello. Eso queda entre usted y yo. No habrá drogas en los antecedentes. ¿Me entiende?
—Con demasiada claridad —respondí. —Sí —murmuró, y pareció desconfiar un poco de mi tono, pero estaba demasiado concentrado en su tema para perder el tiempo con eso—. Bien, esta mañana se encontraba muy bien. La droga todavía seguía haciendo efecto, el tipo estaba pálido pero tranquilo. Fuimos a visitarlo. ¿Cómo marcha todo, muchacho? ¿Necesita algo? ¿Alguna cosita? Se la conseguiremos con mucho gusto. ¿Lo tratan bien aquí? Usted conoce el argumento.
—Sí, lo conozco —contesté.
Spangler se relamió los labios en una forma desagradable.
—Y después de un rato abre la boca lo suficiente como para decir: «Palermo». Ése es el nombre del italiano que tiene la empresa de pompas fúnebres de la acera de enfrente y es dueño de la casa de departamentos. ¿Recuerda? Sí, recuerda. Es el que dijo algo acerca de una rubia alta. Ésas son pamplinas. Esos italianos tienen rubias altas en el cerebro. En grupo de doce. Pero este Palermo es importante. Hice averiguaciones. Ahí tiene todos los votos. Es un tipo al que no se puede atropellar. Bien, yo no pienso atropellarlo. Le digo a Hench: «¿Acaso Palermo es amigo suyo?», y él contesta: «Traigan a Palermo». Entonces volvemos a esta pocilga y le telefoneamos a Palermo y éste promete que vendrá en seguida. Perfectamente. Llega en seguida. Le hablamos así: «Hench quiere verlo, señor Palermo.» «No sé por qué. Es un pobre tipo —comenta Palermo—. Un buen tipo. Creo que de confianza. Si quiere verme, no tengo inconveniente. Lo veré. Lo veré a solas. Sin polizontes delante.» Yo digo: «Está bien, señor Palermo», vamos al hospital y Palermo habla con Hench y nadie los escucha. Después de un rato, Palermo sale y dice: «Muy bien, polizonte. Confesó. Quizá yo le pague el abogado. Me gusta el pobre tipo.» Tal como le cuento.
No hice ningún comentario. Hubo una pausa. El altavoz de la pared pasó un boletín y Breeze irguió la cabeza, escuchó diez o doce palabras y luego dejó de prestarle atención.
—Entonces entramos con un taquígrafo y Hench nos cuenta la historia. Phillips le arrastró el ala a la chica de Hench. Eso ocurrió anteayer, en el pasillo. Hench estaba en el cuarto y lo vio, pero Phillips entró en su departamento y cerró la puerta antes de que Hench pudiera salir. Pero Hench quedó enojado. Le pegó a la muchacha en el ojo. Pero eso no le satisfizo. Empezó a pensar, como piensan los borrachos. Se dijo que ese tipo no podía arrastrarle el ala a su chica. Él se encargaría de darle una lección. Entonces se mantiene alerta para sorprender a Phillips. Ayer por la tarde vio entrar a Phillips en su departamento. Le dijo a la chica que saliese a pasear. Ella no quiso irse, y entonces Hench le pegó en el otro ojo. Entonces ella obedeció. Hench golpeó la puerta de Phillips y éste la abrió. Eso sorprendió un poco a Hench, pero yo le expliqué que Phillips lo esperaba a usted. De todos modos, la puerta se abrió y Hench entró v le dijo a Phillips lo que pensaba y lo que iba a hacer, y Phillips se asustó y sacó la pistola. Hench lo golpeó con una cachiporra. Phillips cayó y Hench no quedó satisfecho. Uno le pega a un tipo con una cachiporra y éste cae, ¿y uno qué tiene? Ni satisfacción ni venganza. Hench levantó la pistola del suelo, y estaba muy borracho y disconforme, cuando Phillips lo tomó por el tobillo. Hench no sabe por qué hizo lo que hizo entonces. Tiene las ideas muy confusas. Arrastró a Phillips al baño y lo liquidó con su propia pistola. ¿Qué le parece eso?
—Me encanta —respondí—. ¿Pero qué satisfacción obtuvo Hench con eso?
—Bien, usted sabe cómo es un borracho. De todos modos, lo liquidó. Como usted sabe ésa no es el arma de Hench, pero no lo puede hacer pasar por un suicidio. Eso no le habría brindado ninguna satisfacción. Entonces Hench se lleva la pistola y la mete debajo de su almohada y toma su propio revólver y se deshace de él. No quiso decirnos dónde lo ocultó. Probablemente se lo pasó a algún granuja del barrio. Entonces se encuentra con su chica y almuerzan.
—Eso fue un toque emocionante —comenté—. Poner la pistola debajo de su almohada. A mí nunca se me hubiese ocurrido la idea.
Breeze se reclinó hacia atrás en su sillón y miró el cielo raso. Spangler, ya terminada la diversión, hizo girar su asiento y tomó un par de plumas y lanzo una contra el almohadón.
—Analícelo en esta forma —continuó Breeze—. ¿Cuál es el efecto de esa treta? Vea cómo lo hizo Hench. Estaba borracho, pero era astuto. Encontró el arma y la mostró antes de que hallasen muerto a Phillips. Primero recibimos la idea de que debajo de la almohada de Hench aparece una pistola que mató a un tipo, o que por lo menos había sido disparada, y luego encontramos el cadáver. Creímos la historia de Hench. Parecía razonable. ¿Qué motivo podíamos tener para pensar que un individuo sería tan tonto para hacer lo que hizo Hench? Carece de sentido. Entonces pensamos que alguien había metido la pistola debajo de la almohada de Hench, se había llevado el arma de éste y la había ocultado. Suponiendo que Hench hubiese escondido el arma criminal en lugar de la suya, ¿su situación habría sido más favorable? En el estado en que se encontraban las cosas, habríamos sospechado de él. Y en esa forma no nos habría hecho concebir una idea previa respecto a él. En la forma que lo hizo, nos llevó a pensar que era un borracho inofensivo que salió de su departamento dejando la puerta abierta, y que alguien lo había hecho cargar con la pistola.
Esperó con su boca apenas abierta, el cigarro frente a ella, sostenido por una dura mano pecosa, y sus pálidos ojos azules llenos de una velada satisfacción.
—Bien —manifesté—, pero si de todos modos iba a confesar, no veo que eso haya sido de mucha utilidad. ¿Tratará de defenderse?
—Naturalmente. Creo que sí. Supongo que Palermo puede sacarlo con una condena de homicidio simple. Pero no puedo estar seguro de eso.
—¿Qué interés tiene Palermo en ayudarlo?
—Le tiene simpatía a Hench. Y Palermo es un tipo al que no se puede atropellar.
—Entiendo —respondí, y me puse de pie. Spangler me miró de reojo, con las pupilas brillantes—. ¿Y la chica?
—No quiere decir nada. Es inteligente. No podemos hacerle nada. Fue un trabajito muy cuidado. Usted no protestaría, ¿verdad? Cualquiera que sea su negocio, seguirá siendo suyo. ¿Me entiende?
—Y la muchacha es una rubia alta —comenté—. No de las más frescas, pero sigue siendo una rubia alta. Aunque una sola. Quizás a Palermo no le importe.
—Diablos, nunca pensé en eso —exclamó Breeze. Lo meditó un momento y lo desechó—. No tiene fundamento, Marlowe. Le falta categoría.
—Limpia y sobria no se puede prever —contesté—. La categoría es algo que se disuelve fácilmente con el alcohol. ¿Era eso todo lo que quería contarme?
—Creo que sí —dijo, e irguió el cigarro en forma tal que me apuntó a los ojos—. Aunque no crea que no me gustaría oír su historia. Pero supongo que no tengo derecho a insistir en eso, tal como se encuentran ahora las cosas.
—Usted es muy amable, Breeze —exclamé—. Y usted también, Spangler. Les deseo que puedan gozar de las cosas más bellas de la vida.
Me miraron salir, los dos con la boca un poco abierta.
24
El señor Pietro Palermo estaba sentado en una habitación que hubiera parecido exactamente una sala victoriana si no fuera por un escritorio de ébano de tapa corrediza, un tríptico sagrado en marcos dorados y un gran crucifijo de ébano y marfil. Contenía un sofá herradura y sillas con armazones de ébano tallado y cubiertas de respaldo de fino encaje. Había un reloj de bronce dorado sobre la repisa de mármol gris verdoso de la chimenea, un reloj de péndulo en la esquina y algunas flores de cera bajo una campana de cristal, sobre una mesa ovalada, con tablero de mármol y elegantes patas curvas. La alfombra era gruesa y llena de agradables ramos de flores. Había una vitrina con una colección de diversos objetos (y estaba bastante llena), pequeñas tazas de fina porcelana, figurillas de cristal y porcelana, un surtido de marfil y palo de rosa oscuro, platillos pintados, un conjunto de saleros americanos primitivos y cosas por el estilo.
Largas cortinas de encaje colgaban a través de las ventanas pero la habitación estaba orientada hacia el sur y había mucha luz.
Desde la habitación de Pietro Palermo se veían las ventanas del departamento donde había sido asesinado George Anson Phillips.
El alto italiano de tez oscura y la hermosa cabeza de cabellos de un gris acerado leyó mi tarjeta y dijo:
—Tengo que atender un negocio dentro de doce minutos. ¿Qué desea, señor Marlowe?
—Soy la persona que encontró ayer al hombre muerto en la casa de enfrente. Era un amigo mío.
—Eso no es lo que le dijo a Luke —comentó, después que sus fríos ojos negros me estudiaron durante un rato.
—¿Luke?
—Es el encargado de la casa.
—No me gusta hablar mucho con desconocidos, señor Palermo.
—Es una buena costumbre. Pero, entonces, ¿cómo habla conmigo?
—Usted es una persona de prestigio, un hombre importante. Puedo conversar con usted. Usted me vio ayer. Me describió a la Policía. Con gran precisión, según me contaron.
—Sí, veo mucho —afirmó con indiferencia.
—Ayer vio salir de ahí a una mujer rubia y alta.
—Ayer no —respondió—. Eso ocurrió hace dos o tres días. Les dije a los polizontes que fue ayer. —Hizo castañetear sus largos dedos—. Los polizontes, ¡bah!
—¿Vio ayer a algún desconocido entrar o salir, señor Palermo?
—Hay una puerta trasera —contestó—. También está la escalera del segundo piso.
Miró su reloj de pulsera.
—Entonces no hay nada en eso —murmuré—. Esta mañana usted habló con Hench.
Él levantó la vista y la paseó lentamente sobre mi rostro.
—Los polizontes le contaron eso, ¿eh?
—Me contaron que consiguió que Hench confesara. Dijeron que él era amigo de usted. Naturalmente, no sabían qué grado de amistad existía.
—Hench confesó, ¿eh? —preguntó, con una sonrisa súbita y resplandeciente.
—Pero Hench no mató a nadie —contesté.
—¿No?
—No.
—Eso es interesante. Continúe, señor Marlowe.
—La confesión es ridícula. Usted consiguió que la hiciera por motivos que usted conocerá.
Se puso en pie, se dirigió a la puerta y llamó:
—Tony.
Volvió a sentarse. Un italiano bajo y de aspecto amenazador entró al cuarto, me miró y se sentó en una silla de respaldo alto, junto a la pared.
—Tony, este hombre es el señor Marlowe. Toma la tarjeta.
Tony se acercó a buscar la tarjeta y se sentó nuevamente.
—Mira bien a este hombre, Tony. No lo olvides, ¿eh?
—Deje eso de mi cuenta, señor Palermo —respondió Tony.
—Era un amigo de usted, ¿eh? —inquirió Palermo—. Un buen amigo, ¿eh?
—Sí.
—Es lamentable. Sí. Es lamentable. Le diré algo. El amigo de un hombre es el amigo de un hombre. Por eso se lo contaré. Pero no se lo repita a nadie. Y menos a esos malditos polizontes, ¿entendido?
—De acuerdo.
—Es una promesa, señor Marlowe. Es algo que no debe olvidar. ¿No lo olvidará?
—No lo olvidaré.
—Tony no lo olvidará a usted. ¿Entiende lo que quiero decir?
—Le doy mi palabra. Lo que usted me cuente quedará entre nosotros.
—Eso está bien. Perfectamente. Yo provengo de una familia grande. Muchas hermanas y hermanos. Un hermano resultó muy malo. Casi tan malo como Tony.
Tony sonrió.
—Muy bien; este hermano vive escondido. En la casa de enfrente. Tiene que mudarse. Muy bien; los polizontes llenan el edificio. Eso está mal. Preguntan demasiadas cosas. No es bueno para el negocio. No es bueno para el hermano malo, ¿entiende?
—Sí —contesté. Entiendo.
—Muy bien. Este Hench no sirve para nada, pero es un pobre tipo, borracho, sin trabajo. No paga el alquiler pero yo tengo mucho dinero. Entonces, le digo: «Oiga, Hench, confiese. Usted está enfermo. Seguirá así durante dos o tres semanas. Irá al tribunal. Yo le conseguiré un abogado. Usted dice que la confesión no tuvo valor. Estaba borracho. Los malditos polizontes quedarán atascados. El juez lo largará y entonces usted viene a mí y yo me ocuparé de usted. ¿De acuerdo?» Entonces Hench dijo que aceptaba, que confesaría. Eso es todo.
—Y dentro de dos o tres semanas el hermano malo estará lejos de aquí —continué yo—, y la pista se habrá enfriado y probablemente la Policía abandonará el caso del asesinato de Phillips. ¿Es así?
—Sí —respondió Palermo, y volvió a sonreír. Fue una sonrisa cálida y brillante, como el beso de la muerte.
—Eso descarta a Hench, señor Palermo —dije—, pero no me ayuda mucho en lo que respecta a mi amigo.
Sacudió la cabeza y volvió a mirar su reloj. Me puse en pie. Tony me imitó. Él no iba a hacer nada. Pero era mejor estar en pie. Uno se mueve con mayor rapidez.
—El defecto de los pájaros como ustedes —comenté— es que hacen misterios de cosas insignificantes. Tienen que dar la contraseña antes de morder un trozo de pan. Si fuese al Departamento y les contase a los muchachos lo que usted me dijo, se me reirían en la cara. Y yo me reiría con ellos.
—Tony no se ríe mucho —afirmó Palermo.
—La tierra está llena de gente que no se ríe mucho, señor Palermo —agregué—. Debería saberlo. Usted pone a muchos de ellos donde están.
—Es mi negocio —contestó él encogiéndose de hombros.
—Cumpliré mi promesa —manifesté—. Pero si usted llega a dudar al respecto, no trate de hacer negocios conmigo. Porque en mi barrio soy un tipo muy conocido y si tuviese que hacer el negocio con Tony, eso correría por cuenta de la casa. No habría ganancias.
—Estuvo muy bueno —exclamó Palermo, riéndose—. Tony. Un funeral... por cuenta de la casa. Muy bueno.
Se puso de pie y me tendió la mano. Una mano fuerte y cálida.
25
En el vestíbulo del Edificio Belfont, en el único ascensor que tenía la luz encendida, sobre un trozo de lona doblada, estaba sentada inmóvil la misma reliquia de ojos húmedos mostrando la imitación de un hombre olvidado.
—Sexto —dije, entrando a la caja y colocándome a su lado.
El ascensor se puso bruscamente en movimiento e inició la trabajosa marcha. Se detuvo en el sexto, yo salí y el viejo se asomó fuera de la caja para escupir y habló con voz opaca.
—¿Qué ocurre?
Giré rígidamente, como un muñeco sobre una plataforma rotatoria. Lo miré.
—Hoy lleva un traje gris —comentó.
—Efectivamente —respondí—. Sí.
—Es lindo —manifestó—. También me gustaba el azul que llevaba ayer.
—Continúe —dije—. Hable hasta el final.
—Usted subió hasta el octavo —afirmó—. Dos veces. La segunda fue más tarde. Llamó al ascensor desde el sexto. Poco después llegaron los muchachos vestidos de azul.
—¿Alguno de ellos está ahora arriba?
Meneó la cabeza. Su rostro estaba tan vacío como un terreno baldío.
—No les conté nada —respondió—. Ahora es demasiado tarde para hablar de eso. Me comerían las tripas.
—¿Por qué?
—¿Por qué no se lo conté? Al diablo con ellos. Usted me habló con amabilidad. Muy poca gente hace eso. Diablos, yo sabía que usted no tuvo nada que ver con el asesinato.
—Lo juzgué mal —dije—. Muy mal.
Saqué una tarjeta y se la pasé. Él sacó del bolsillo unas gafas con montura metálica, las acomodó sobre la nariz y mantuvo la tarjeta a treinta centímetros de ellas. La leyó lentamente, moviendo los labios, me miró por encima de las gafas y me devolvió el rectángulo de cartón.
—Será mejor que la guarde —murmuró—. Por si me descuido y se me cae. Supongo que la suya debe ser una vida muy interesante.
—Sí y no. ¿Cómo se llama usted?
—Grandy. Llámeme Abuelo. ¿Quién lo mató?
—No lo sé. ¿Vio a alguien que subiera o bajara... alguien que pareciera fuera de lugar en este edificio o que le resultara desconocido?
—No me fijo en muchas cosas —contestó—. A usted lo vi por casualidad.
—Una rubia alta, por ejemplo, o un hombre alto y delgado, con patillas, de unos treinta y cinco años.
—No.
—Todo el que subiese o bajase tendría que viajar en el ascensor.
—Sí —asintió él con un gesto—. A menos que hubiese usado la escalera de incendios. Ésta desemboca en un callejón, donde hay una puerta con candado. La persona tendría que haber entrado por ese lado, pero hay escaleras detrás del ascensor hasta el segundo piso. Desde ahí se puede pasar a la escalera de incendios. Eso es todo.
—Señor Grandy —dije—. ¿Aceptaría usted cinco dólares, no como un soborno, sino como una muestra de aprecio de un sincero amigo?
—Hijo, los cinco dólares los usaría tan rápido que la barba de Lincoln quedaría empapada de sudor.
Le pasé el billete y lo miré de reojo. Efectivamente, tenía la efigie de Lincoln.
Lo dobló varias veces y lo guardó en las profundidades de su bolsillo.
—Usted es muy amable —manifestó—. Espero que no haya pensado que lo hacía por dinero.
Meneé la cabeza y me encaminé por el corredor leyendo nuevamente los nombres: «Doctor E. J. Blaskowitz, especialista quiropráctico»; «Dalton y Rees, copias a máquina»; «L. Pridview, contador público». Cuatro puertas sin letrero. «Mensajerías Moss.» Otras dos puertas sin letrero. «H. R. Teager, laboratorios dentales.» Estaba igual que las oficinas de Morningstar dos pisos más arriba, pero las habitaciones estaban dispuestas de forma distinta. Teager tenía una sola puerta y había más espacio, de pared entre ésta y la siguiente.
El picaporte no giró. Golpeé. No obtuve respuesta. Golpeé con más fuerza, con idéntico resultado. Volví al ascensor. Seguía en el sexto piso. El abuelo Grandy me miró mientras me acercaba, como si nunca me hubiera visto antes.
—¿Sabe algo acerca de H. R. Teager? —le pregunté.
—Corpulento, maduro, ropas gastadas, uñas sucias como las mías. Ahora que lo pienso, hoy no lo vi.
—¿Cree que el encargado me dejaría entrar a su oficina para echar un vistazo?
—El encargado es muy curioso. No se lo aconsejo.
Giró la cabeza muy lentamente y miró a un costado de la caja. Sobre su cabeza una llave grande colgaba de un anillo de metal. Una llave maestra. Grandy volvió la cabeza a su posición normal, se levantó del taburete y dijo:
—Precisamente en este momento tengo que ir al baño.
Fue. Cuando la puerta se cerró tras de él, saqué la llave del ascensor y volví a la oficina de H. R. Teager, abrí la puerta y entré.
Dentro encontré una pequeña antesala, sin ventanas, en la que, cuando la amueblaron, se habían ahorrado muchos gastos. Dos sillas, un cenicero de pie de alguna taberna de ínfima categoría, una lámpara de pie sacada del sótano de alguna droguería, una mesa de madera barata sobre la cual había varias revistas viejas. La puerta se cerró automáticamente detrás de mí, y el cuarto se oscureció, exceptuando la poca luz que entraba por el vidrio esmerilado. Tiré de la cadena de la lámpara y me dirigí hacia la puerta interior en la que se leía: «H. R. Teager. Privado.» No estaba cerrada con llave.
Dentro encontré una oficina cuadrada con dos ventanas sin cortinas, orientadas hacia el Este, y antepechos muy sucios. Había un sillón giratorio y dos sillas de respaldo recto, ambas de madera barata, y también había un escritorio chato y cuadrangular. Encima de éste no había nada, excepto un viejo secante y un tintero ordinario, y un cenicero redondo de vidrio con cenizas de cigarro en su interior. Los cajones del escritorio contenían algunos formularios polvorientos, unos pocos ganchos de alambre, gomas, lápices gastados, plumas, secantes usados, dos sellos de dos centavos y algunos papeles con membrete, sobres y talonarios de facturas.
El cesto de los papeles estaba lleno de desperdicios. Empleé casi diez minutos en la detenida revisión del contenido. Después de este lapso quedé convencido de algo en lo que había pensado antes; H. R. Teager tenía un pequeño negocio para varios dentistas de barrios poco prósperos de la ciudad, dentistas de esos que tienen consultorios pobres en los segundos pisos de las tiendas, y a los que les falta tanto la habilidad como los elementos para realizar su propio trabajo de laboratorio, trabajo que prefieren encomendar a hombres como ellos antes que a los grandes y eficientes laboratorios que no les concederían crédito.
Averigüé algo más. El domicilio particular de Teager era Toberman Street 1354, B, según lo leí en un viejo recibo de gas.
Me incorporé, volqué todo nuevamente en el cesto y me dirigí hacia la puerta de madera marcada «Laboratorio». Tenía una cerradura «Yale» nueva y la llave maestra no calzó en ella. Eso era todo. Apagué la lámpara de la antesala y salí.
El ascensor había bajado nuevamente. Lo llamé y cuando llegó pasé junto a Grandy, ocultando la llave, y la colgué sobre su cabeza. El aro tintineó contra los barrotes. El viejo sonrió.
—Se fue —informé—. Debe haber sido ayer por la noche. Me parece que llevó muchas cosas. Su escritorio quedó casi vacío.
—Llevaba dos maletas —asintió Grandy—. Sin embargo, no me fijé en ello. Casi siempre lleva una valija. Creo que va a buscar y entregar trabajos.
—¿Qué clase de trabajos? —pregunté mientras el ascensor bajaba. Ése era un tema de conversación como cualquier otro.
—Dientes que no calzan —respondió el abuelo Grandy—. Para pobres viejos bastardos como yo.
—No se fijó en ello —comenté cuando las puertas se abrieron en el vestíbulo—. Usted no se fijaría en el color del ojo de un colibrí a veinte metros de distancia. No se fijaría mucho.
—¿Qué hizo? —inquirió, sonriendo.
—Iré a su casa a averiguarlo —contesté—. Creo que lo más probable es que haya salido de viaje con rumbo desconocido.
—Cambiaría mi lugar por el de él —murmuró el viejo—. Aunque sólo haya llegado a San Francisco y allá lo detengan, cambiaría mi lugar por el de él.
26
Toberman Street. Una calle ancha y polvorienta, alejada de Pico. El número 1354, B, correspondía un departamento de un primer piso que miraba hacia el Sur, en un edificio blanco y amarillo, de madera. La puerta de entrada estaba en el porche, junto a otra marcada 1352, B. Las entradas a los departamentos bajos estaban en ángulo recto, una frente a la otra a lo ancho del porche. Seguí tocando el timbre, aun después de convencerme de que nadie respondería. En un barrio como ése siempre hay un curioso, experto en husmear a sus vecinos.
La puerta del 1354, A, no tardó en abrirse, y una mujer menuda y de ojos brillantes asomó la cabeza. Su pelo negro había sido lavado y ondulado y estaba convertido en una masa intrincada de horquillas.
—¿Busca a la señora Teager? —preguntó con voz chillona.
—Al señor o a la señora.
—Anoche se fueron de vacaciones. Cargaron las maletas y salieron tarde. Me pidieron que suspendiera la leche y el diario. No disponían de mucho tiempo. Fue un viaje un poco súbito.
—Gracias. ¿Qué clase de coche tienen?
El enternecedor diálogo de una novela de la radio llegó desde el interior de la casa y se estrelló contra mi rostro como una toalla mojada.
—¿Usted es amigo de ellos? —preguntó la mujer de ojos brillantes, y en su voz la desconfianza estaba tan manifiesta como la cursilería lo estaba en la radio.
—No tiene importancia —dije con tono recio—. Todo lo que queremos es nuestro dinero. Hay muchas formas de averiguar qué coche llevaron.
La mujer inclinó la cabeza, escuchando.
—Ésa es Beula May —me informó con una sonrisa triste—. No quiere ir al baile con el doctor Byers. Era lo que yo me temía.
—Oh, diablos —exclamé, y volví a mi coche y guié hasta Hollywood.
La oficina estaba vacía. Abrí la habitación interior, levanté las persianas y me senté.
Otro día que llegaba a su fin, con la atmósfera opaca y cansada, con el pesado rumor de los vehículos que pasaban por la avenida mientras Marlowe bebía whisky en su oficina y revisaba la correspondencia. Cuatro anuncios; dos facturas; una linda postal en colores de un hotel de Santa Rosa donde me había alojado durante cuatro días el año anterior, mientras me ocupaba de un caso; una carta larga y mal escrita a máquina de un tipo llamado Peabody, de Sausalito, quien, en términos generales y un poco oscuros me informaba que una muestra de la escritura de un sospechoso revelaría, una vez sometida al análisis de Peabody, las íntimas características emocionales del individuo, clasificadas de acuerdo con los sistemas de Freud y Jung.
En el interior había un sobre franqueado y con el domicilio ya escrito. Mientras arrancaba el sello y tiraba la carta y el sobre, tuve la visión de un patético viejo de cabellos largos, sombrero negro de felpa y corbata negra de lazo meciéndose en un porche raquítico frente a una ventana escrita, mientras por la puerta que tenía a su costado salía el olor de jamones y repollo.
Suspiré, volví a rescatar el sobre, escribí su nombre y domicilio en otro, doblé un billete de un dólar dentro de una hoja de papel y escribí sobre la misma: «Convénzase de que ésta es la última contribución.» Firmé con mi nombre, cerré el sobre, le pegué un sello y me serví otro vaso.
Llené la pipa y la encendí, y me senté a fumar. Nadie entró, nadie llamó, nadie pasó, a nadie le importó si yo me moría o me iba a El Paso.
El murmullo del tránsito se apagó poco a poco. El cielo perdió su resplandor. Al Oeste debía estar rojo. Un cartel luminoso temprano se encendió a una manzana de allí diagonalmente por encima de los techos. El ventilador traqueteaba monótonamente en la pared de un café del callejón. Un camión fue cargado, dio marcha atrás y se alejó bramando por la avenida.
Por fin sonó el teléfono. Levanté el auricular y la voz dijo:
—¿Señor Marlowe? Habla el señor Shaw, del Bristol.
—Sí, señor Shaw. ¿Cómo se encuentra?
—Muy bien, gracias, señor Marlowe. Espero que usted también esté bien. Aquí hay una señorita que pide que la dejen entrar en su departamento. No sé el motivo.
—Yo tampoco, señor Shaw. No di ninguna orden al respecto. ¿Dio su nombre?
—Oh, sí. Se llama Davis. Merle Davis. Está..., ¿cómo podría explicarlo...?, al borde de la histeria.
—Déjela entrar —exclamé inmediatamente—. Estaré allí dentro de diez minutos. Es la secretaria de una dienta. Es una cuestión de negocios.
—Naturalmente. Oh, sí. ¿Quiere... eh... que me quede con ella?
—Como a usted le parezca —contesté y corté la comunicación.
Al pasar frente a la puerta abierta del lavabo vi un rostro rígido por la excitación reflejado en el espejo.
27
Cuando hice girar la llave de mi puerta y entré, vi que Shaw ya se estaba levantando del sofá. Era un hombre alto, con gafas y alta cabeza calva que producía la impresión de que sus orejas hubieran resbalado hacia abajo.
La muchacha estaba sentada en mi sillón, detrás de la mesa de ajedrez. No hacía nada. Se limitaba a estar allí, sentada.
—Ah, por fin llegó, señor Marlowe... —exclamó Shaw—. Sí, efectivamente. La señorita Davis y yo mantuvimos una conversación muy interesante. Le estaba hablando que originariamente procedo de Inglaterra. Ella no... eh... no me dijo de dónde procede ella —agregó, cuando ya estaba a mitad de camino hacia la puerta.
—Ha sido usted muy amable, señor Shaw.
—De ningún modo —canturreó él—. De ningún modo. Y ahora me iré. Posiblemente mi cena...
—Es usted muy gentil —insistí—. Le estoy muy agradecido.
Hizo una inclinación de cabeza y salió. El extraño brillo de su sonrisa pareció flotar en el aire después que la puerta se cerró.
—Hola —saludé.
—Hola —respondió ella. Su tono era muy sereno, muy serio. Tenía puestos una chaqueta y una falda de hilo marrón, un sombrero de paja de ala ancha y copa baja, con una cinta marrón de terciopelo que hacía juego perfectamente con sus zapatos y con los bordes de cuero de su bolso de hilo. El sombrero estaba inclinado en un ángulo demasiado atrevido para ella. No usaba gafas.
Si exceptuaba su rostro, su aspecto no habría llamado la atención. En primer lugar sus ojos tenían una expresión extraña. Se veía demasiado campo blanco alrededor de todo el iris, y en ellos había una mirada obsesionada. Cuando se movían lo hacían de una forma tan rígida que casi se podía oír un crujido. Su boca se había convertido en una línea apretada en las comisuras, pero la parte central de su labio superior se levantaba sobre los dientes, hacia arriba y afuera, como si finos hilos adheridos a él lo tironearan. Subía tanto que parecía imposible, y entonces toda la parte inferior de su rostro sufría un espasmo, y cuando éste terminaba su boca quedaba perfectamente cerrada, y luego el proceso se reiniciaba lentamente. Además de esto, algo raro ocurría con su cuello, de modo que su cabeza era atraída lentamente hacia la izquierda aproximadamente en un cuarto de circunferencia. Ahí se detenía, el cuello se contraía y la cabeza volvía a deslizarse hasta el punto originario.
La combinación de estos dos movimientos, sumados a la inmovilidad de su cuerpo, las manos fuertemente entrelazadas sobre las rodillas y la mirada fija de sus ojos bastaban para crispar los nervios de cualquier persona.
Había una lata de tabaco sobre el escritorio. Entre ella y su silla estaba la mesa de ajedrez con las piezas en la caja. Saqué la pipa de mi bolsillo y me acerqué a llenarla de la lata de tabaco. Esta actitud me puso del otro lado de la mesa de ajedrez. Su bolso estaba sobre el borde de la mesa, frente a ella y a su costado. Se sobresaltó cuando me acerqué, pero después estuvo como antes; hasta que hizo un esfuerzo por sonreír.
Llené la pipa, froté una cerilla de papel, la encendí y permanecí allí, sosteniendo la cerilla después de haberla apagado.
—No tiene puestas sus gafas —comenté.
Ella habló. Su voz era tranquila, controlada.
—Oh, las uso sólo en la casa y para leer. Están en mi bolso.
—Ahora está en la casa —dije—. Debería ponérselas.
Tomé despreocupadamente el bolso. Ella no se movió. No miró mis manos. Sus ojos estaban fijos en mi rostro. Giré el cuerpo un poco cuando abrí el bolso. Saqué el estuche de las gafas del interior y lo deposité sobre la mesa.
—Póngaselas —indiqué.
—Oh, sí, me las pondré —respondió—. Pero creo que tendré que quitarme el sombrero...
—Sí, quíteselo —dije.
Mientras ella hacía esto, saqué la pistola de su bolso y la metí en el bolsillo trasero de mi pantalón. No creo que me viera. Parecía ser la misma automática «Colt» calibre 25 con la culata de nogal que había visto en el cajón superior de la derecha de su escritorio el día anterior.
—Bien, ya estamos aquí —manifesté, volviendo al sofá y sentándome en él—. ¿Qué quiere que hagamos ahora? ¿Tiene apetito?
—Estuve en la casa del señor Vannier —dijo.
—Oh.
—Vive en Sherman Oaks. En el extremo de Escamillo Drive. Precisamente al fondo.
—Probablemente —respondí sin saber por qué, y traté de lanzar una voluta de humo, pero no lo conseguí. En mi mejilla un nervio estaba empezando a vibrar como una cuerda. Eso no me gustaba.
—Sí —continuó ella, con su voz monótona, mientras su labio superior seguía sufriendo sus extrañas crispaciones y su mentón giraba para volver luego a su posición primitiva—. Es un lugar muy tranquilo. Ya hace tres años que el señor Vannier vive ahí. Antes vivía en las colinas de Hollywood, en Diamond Street. Otro hombre compartía su departamento, pero no se llevaban bien, según explicó el señor Vannier.
—Creo comprender eso también —respondí—. ¿Cuánto hace que conoce al señor Vannier?
—Ocho años. No lo conozco muy bien. He tenido que llevarle un paquete... periódicamente. A él le gustaba que lo entregara personalmente.
Volví a probar la voluta de humo. Inútil.
—Naturalmente, nunca le tuve mucha simpatía —agregó—. Temía que él... temía...
—Pero no lo hizo —la interrumpí.
Por primera vez su rostro adquirió una expresión humana y natural: sorpresa.
—No —contestó—. No lo hizo. Verdaderamente no lo hizo. Pero tenía puesto el pijama.
—Descansaba —expliqué—. Pasaba toda la tarde con el pijama puesto. Bien, hay tipos que gozan de toda clase de suerte, ¿no le parece?
—Uno tiene que saber algo —afirmó seriamente—. Algo que haga que la gente le pague dinero. La señora Murdock se ha portado estupendamente conmigo, ¿no es cierto?
—Ya lo creo —respondí—. ¿Cuánto le llevaba hoy al señor Vannier?
—Nada más que quinientos dólares. La señora Murdock dijo que no disponía de más y en realidad tampoco podía pagar esa cantidad. Dijo que eso tendría que terminar. No podía seguir. El señor Vannier siempre prometía que terminaría, pero nunca cumplió.
—Siempre proceden así.
—Sólo quedaba una solución. En realidad, hace años que lo sé. Yo soy la culpable, y la señora Murdock ha sido muy buena conmigo. No podía colocarme en una situación peor de la que estaba, ¿no es cierto?
Levanté la mano y me froté fuertemente la mejilla, para calmar el nervio. Ella se olvidó de que no le había contestado y siguió hablando:
—Por eso lo hice. Estaba vestido con el pijama, con un vaso junto a él. Me sonreía burlonamente. Ni siquiera se puso en pie para hacerme entrar. Pero había una llave en la puerta de entrada. Alguien la había dejado allí. Estaba... estaba... —la voz se atascó en su garganta.
—Estaba en la puerta —dije—. Y así pudo entrar.
—Sí —asintió ella, y nuevamente pareció sonreír—. En realidad no hay mucho que agregar. Ni siquiera recuerdo haber oído el ruido. Pero tiene que haberlo habido, naturalmente. Un ruido muy fuerte.
—Supongo que sí.
—Me acerqué mucho a él, para no errar —explicó ella.
—¿Y qué hizo el señor Vannier?
—No hizo nada. Pareció seguir burlándose. Bien, eso es todo. No quise volver a la casa de la señora Murdock y crearle más problemas. A ella y a Leslie —su voz bajó de tono al pronunciar el nombre y permaneció suspendida, y un tenue estremecimiento le recorrió el cuerpo—. Por eso vine aquí —agregó—. Y cuando usted no contestó al timbre, encontré la oficina y le pedí al encargado que me dejase entrar para esperarlo. Pensé que usted sabría lo que se debe hacer.
—¿Y qué tocó en la casa mientras estuvo allí? —pregunté—. ¿Puede recordarlo? Quiero decir, además de la puerta de entrada. ¿Se limitó usted a entrar y salir de la casa sin tocar nada dentro?
Ella pensó un momento, y su rostro dejó de contraerse.
—Oh, recuerdo una cosa. Apagué la luz. Antes de irme. Era una lámpara. Una de esas lámparas que iluminan hacia arriba. La apagué.
Asentí y le sonreí. Una sonrisa, Marlowe, alegría.
—¿A qué hora ocurrió esto..., hace cuánto tiempo?
—Oh, antes que viniese acá. Vine en coche. Usé el de la señora Murdock. Ése acerca del cual usted me interrogó ayer. Me olvidé de decirle, que ella no se lo llevó cuando se fue. ¿O se lo dije? Sí, ahora recuerdo que se lo dije.
—Veamos —murmuré—. De todos modos tardó media hora en llegar aquí. Hace aproximadamente una hora que está en mi departamento. Entonces salió aproximadamente a las cinco y media de la casa del señor
Vannier. Y apagó la luz.
—Efectivamente —respondió, y volvió a asentir, muy animadamente. Satisfecha por haberlo recordado—. Apagué la luz.
—¿Quiere beber algo? —le pregunté.
—Oh, no —exclamó, meneando fuertemente la cabeza—. Nunca bebo nada.
—¿Tiene inconveniente en que beba yo?
—De ninguna manera.
Me puse en pie, y la estudié fijamente. Su labio seguía subiendo y su cabeza girando, pero ya no tanto. Era como un ritmo que se estuviese apagando.
Era difícil saber hasta qué punto debía llegar. Quizá cuanto más hablase mejor sería. Nadie sabe mucho acerca del tiempo de absorción de una crisis.
—¿Dónde está su casa? —inquirí.
—Yo... vivo con la señora Murdock. En Pasadena.
—Me refiero a su verdadero hogar. Donde está su familia.
—Mis padres viven en Wichita —explicó—. Pero yo no voy nunca allí. A veces escribo, pero hace años que no les veo.
—¿A qué se dedica su padre?
—Tiene un hospital para gatos y perros. Es veterinario. Espero que no tengan que enterarse. No supieron lo que ocurrió en la otra ocasión. La señora Murdock se lo ocultó a todos.
—Quizá no tengan que saberlo tampoco ahora... —respondí—. Voy a beber algo.
Di un rodeo por atrás de la silla, fui a la cocina y me preparé un cóctel que era un cóctel. Lo bebí de un trago y saqué la pequeña pistola de mi bolsillo trasero. Vi que tenía puesto el seguro. Olí el cañón, saqué el cargador. Había un proyectil en la recámara, pero era una de esas armas que no disparan cuando no tienen puesto el cargador. La coloqué en forma tal que pude mirar dentro de la recámara. El proyectil colocado en la misma era de otro calibre y estaba atascado. Parecía un calibre 32. Los que estaban en el cargador eran del tamaño apropiado. Armé nuevamente la automática y volví a la sala.
No había oído ningún ruido. Ella se había deslizado hacia delante, y estaba caída frente al sillón, sobre su lindo sombrero. Estaba desmayada.
La estiré un poco y le quité las gafas y me aseguré de que no se asfixiaba con la lengua. Introduje mi pañuelo doblado por la comisura de la boca para que tampoco se la mordiese al volver en sí. Fui hasta el teléfono y llamé a Cari Moss.
—Habla Phil Marlowe, doctor. ¿Tiene más pacientes o ya ha terminado?
—Terminé —contestó—. Iba a salir. ¿Ocurre algo?
—Estoy en mi casa —expliqué—. Departamento Bristol cuatro-cero-ocho, si es que no lo recuerda. Aquí tengo a una chica que acaba de desmayarse. No me asusta el desvanecimiento, sino que temo que cuando despierte esté desequilibrada.
—No le dé alcohol. Ahora salgo para allá.
Colgué el auricular y me arrodillé junto a ella. Empecé a frotarle las sienes. Abrió los ojos. Su labio empezó a levantarse. Le quité el pañuelo de la boca. Ella me miró y dijo:
—Estuve en casa del señor Vannier. Vive en Sherman Oaks. Yo...
—¿ Tiene inconveniente en que la alce y la deposite sobre el sofá? Usted me conoce... Soy Marlowe, el monigote que siempre anda preguntando lo que no debe.
—Hola —murmuró ella.
La levanté. Se puso rígida, pero no protestó. La deposité sobre el sofá y estiré la falda sobre sus piernas y le puse una almohada debajo de la cabeza y levanté su sombrero. Parecía una torta. Hice todo lo posible para volver a armarlo y lo dejé sobre el escritorio.
Ella me miraba por el rabillo del ojo mientras hacía esto.
—/Llamó a la Policía? —preguntó con voz suave.
—Todavía no —contesté—. Estuve demasiado ocupado.
Ella pareció sorprendida. No estuve muy seguro, pero tuve la impresión de que también se sintió un poco herida.
Abrí el bolso y le volví la espalda, para guardar nuevamente el arma en él. Mientras lo hacía, miré lo que guardaba allí. Las cosas de siempre, un par de pañuelos, lápiz labial, una polvera de plata y esmalte rojo, un monedero con cambio y billetes de un dólar.
No había cigarrillos ni cerillas ni entradas para el teatro.
Abrí el compartimiento del fondo, que tenía un cierre automático. Allí estaba su permiso de conducir y un fajo de billetes, diez de cincuenta. Los revisé. Ninguno de ellos era nuevo. Debajo de la goma que los ajustaba había un papel doblado. Lo saqué, lo abrí y lo leí. Estaba cuidadosamente escrito a máquina, con fecha de ese día. Era un recibo común, y una vez firmado, comprobaría la entrega de quinientos dólares. «Pago a Cuenta.»
Parecía que ahora nadie lo firmaría. Guardé el dinero y el recibo en mi bolsillo. Cerré el bolso y miré hacia el sofá.
Ella estaba mirando hacia el cielo raso y repitiendo las contracciones con su rostro. Fui al dormitorio y saqué una manta para echarle encima.
Luego pasé a la cocina para llenar otro vaso.
28
El doctor Cari Moss era un hombre robusto con un bigote al estilo Hitler, ojos saltones y la calma de un glaciar. Dejó el sombrero y el maletín en una silla, se adelantó y miró a la muchacha acostada sobre el sofá.
—Soy el doctor Moss —dijo él—. ¿Cómo se encuentra usted?
—¿No es de la Policía? —inquirió ella.
Él se inclinó, le tomó el pulso y luego se irguió y observó la respiración.
—¿Dónde le duele, señorita...?
—Davis —informé—. Merle Davis.
—Señorita Davis.
—No me duele nada —contestó ella, mirándolo—. Ni... ni siquiera sé por qué estoy así acostada. Pensé que usted era un policía. Maté a un hombre.
—Bien, ése es un impulso humano normal —dijo él sin sonreír—. Yo maté a docenas.
Ella levantó el labio y giró la cabeza.
—Usted sabe que no tiene por qué hacer eso —afirmó él, muy delicadamente—, Usted siente una contracción nerviosa aquí y allá, y la aumenta y la dramatiza. Si lo desea, puede controlarla.
—¿De veras? —susurró ella.
—Si lo desea —repitió él—. No es necesario. De todos modos, no tiene importancia. No duele nada, ¿eh?
—No —contestó ella, meneando la cabeza.
Él le palmeó el hombro y pasó a la cocina. Yo lo seguí. Se apoyó contra la pileta y me dirigió una fría mirada.
—¿Cuál es la historia? —preguntó.
—Es la secretaria de una dienta. Una señora Murdock de Pasadena. La dienta es bastante bruta. Hace aproximadamente ocho años, un hombre quiso conquistar a Merle. No sé por qué métodos. Entonces... no quiero decir inmediatamente, sino aproximadamente en ese momento, él se cayó o saltó por una ventana. Desde entonces ella no puede tolerar que ningún hombre la toque... ni en la forma más inocente.
—Aja —murmuró, y sus ojos saltones siguieron escrutando mi rostro—•. ¿Ella cree ser la responsable de que ese hombre haya saltado por la ventana?
—No lo sé. La señora Murdock es la viuda de ese hombre. Volvió a casarse y su segundo esposo también murió. Merle se quedó con ella. La vieja la trata como algunos padres torpes tratan a una criatura malcriada.
—Ya entiendo. Regresiva.
—¿Qué es eso?
—Crisis emocional, y el subconsciente trata de huir a la niñez. Si la señora Murdock la riñe bastante, pero no demasiado, eso aumentará su tendencia. Identificación de la subordinación infantil con la protección infantil.
—¿Tenemos que hablar de eso? —gruñí.
—Oiga, compañero —dijo, con una sonrisa tranquila—. La chica es obviamente una neurótica. En parte eso es inducido y en parte es deliberado. Quiero decir que goza con ello. Aunque no se dé cuenta de ello. Sin embargo, eso no tiene una importancia inmediata.
—¿Y esa afirmación de que mató a un hombre?
—Se trata de un hombre llamado Vannier, que vive en Sherman Oaks. Parece que había chantaje. Merle debía llevarle dinero, periódicamente. Le temía. He visto al tipo. Un individuo desagradable. Ella fue a visitarlo esta tarde y dice que lo mató.
—¿Por qué?
—Afirma que no le gustó la forma en que le sonreía.
—¿Con qué lo mató?
—Tenía una pistola en el bolso. No me pregunte el motivo. No lo sé. Pero si lo mató, no fue con eso. El arma tiene un proyectil de otro calibre en la recámara. No puede ser disparada en esas condiciones. Además, no fue disparada.
—Esto es demasiado complicado para mí —comentó—. No soy más que un médico. ¿Qué quiere que haga con ella?
—Además —continué, sin hacer caso de la pregunta—, ella dice que la lámpara estaba encendida, y eran las cinco y media de una hermosa tarde de verano. Y el tipo tenía puesto el pijama y había una llave en la cerradura de la puerta. Y él no se levantó para hacerla entrar. Se quedó sentado con una especie de sonrisa en los labios.
—Oh —exclamó e hizo un ademán con la cabeza. Metió un cigarrillo entre sus gruesos labios y lo encendió—. Si espera que le diga si ella cree verdaderamente que lo mató, no puedo hacerlo. A través de su descripción, deduzco que el hombre ya estaba muerto, ¿verdad?
—Yo no estuve allí. Pero eso parece obvio.
—Si ella supone que lo mató y no está fingiendo..., ¡y cielos, cómo fingen estas personas!, eso significa que la idea no fue nueva para ella. Dice que ella llevaba una pistola. Quizá tenga un complejo de culpa. Quiere ser castigada, quiere expiar un crimen real o imaginario. Nuevamente le pregunto qué desea que haga con ella. No está enferma, no está loca.
—No volverá a Pasadena.
—¡Oh! —exclamó, y me miró con curiosidad—. ¿Tiene familia?
—En Wichita. El padre es veterinario. Lo llamaré, pero ella tendrá que permanecer aquí esta noche.
—No sé qué decir. ¿Ella confía en usted como para pasar la noche en su departamento?
—Vino por propia voluntad, y no de visita. Supongo que confía en mí.
Él se encogió de hombros y tiró de los bordes de su tosco bigote negro.
—Bien, le daré un calmante y la acostaremos en la cama. Y usted podrá pasearse por el cuarto luchando con su conciencia.
—Tengo que salir —dije—. Debo ir allí a ver qué ocurrió. Y ella no puede permanecer sola aquí. Y ningún hombre, ni siquiera un médico, la acostará en la cama. Llame a una enfermera. Yo dormiré en otra parte.
—Phil Marlowe —comentó—. El Galahad apolillado. Muy bien. Me quedaré aquí hasta que llegue la enfermera.
Volvimos a la sala y telefoneamos al Registro de Enfermeras. Luego él llamó a su esposa. Mientras lo hacía, Merle permaneció sentada en el sofá, con las manos entrelazadas sobre la falda.
—No sé por qué la lámpara estaba encendida —dijo ella—. La casa no estaba oscura. No tan oscura.
—¿Cuál es el nombre de su padre?
—Wilbur Davis. ¿Por qué?
—¿Quiere comer algo?
—Eso quedará para mañana —intervino el médico desde el teléfono—. Probablemente éste no sea más que un momento de calma —terminó su llamada, colgó el auricular, fue hasta su maletín y volvió con un par de cápsulas amarillas en la mano, sobre un trozo de algodón. Trajo un vaso de agua, le pasó las píldoras y le dijo—: Tráguelas.
—No estoy enferma, ¿verdad? —preguntó, mirándolo.
—Trague, chiquilla, trague.
Ella las tomó, se las puso en la boca, aceptó el vaso de agua y bebió.
Me puse el sombrero y salí.
Mientras bajaba en el ascensor recordé que en su bolso no había encontrado llaves, de modo que descendí en la planta baja y me dirigí hacia la puerta de Bristol Avenue. No me resultó difícil hallar el coche. Estaba pésimamente aparcado a medio metro de la acera. Era un convertible «Mercury» gris, y su número de patente era 2X1111. Recordé que era el número del coche de Linda Murdock.
Un llavero de cuero colgaba de la cerradura. Subí al convertible, puse en marcha el motor, comprobé que tenía bastante gasolina, y partí. Era un cochecito muy veloz. En Cahuenga Pass tuvo las alas de un pájaro.
29
Escamillo Drive describía tres curvas en cuatro manzanas, sin que yo viese ningún motivo para ello. Era un camino muy angosto, con un promedio de cinco casas por manzana, y estaba bordeado por una ladera árida y marrón, en la que nada crecía en esa época, exceptuando las artemisas y unos pocos arbustos. En su quinta y última manzana, Escamillo Drive describía otra curva hacia la izquierda, llegaba a la base de la colina y moría sin protestar. En esta última manzana había tres casas, dos en los lados opuestos de su comienzo y otra en su punto final. Ésta era la de Vannier. Mis faros me mostraron que la llave seguía en la puerta.
Era un estrecho bungalow tipo inglés con techo alto, ventanas frontales, un garaje al costado y una roulotte al lado del garaje. La luna iluminaba tranquilamente el pequeño parque. Un gran roble crecía cerca del porche. No había luz en la casa, por lo menos ninguna visible desde el frente.
Por la disposición del terreno no parecía improbable que hubiera una luz encendida durante el día en el living-room. Debería ser una casa oscura excepto durante la mañana. Como nido de amor el lugar tenía sus ventajas, pero como residencia para un chantajista no me parecía gran cosa. La muerte súbita puede acontecer en cualquier lugar. Vannier lo había hecho demasiado fácil.
Doblé por el camino de la casa, retrocedí hasta quedar apuntando en dirección contraria al final de la calle y luego guié hasta la esquina y aparqué allí. Volví a la casa caminando por la calzada porque no había acera. La puerta del frente estaba hecha con tablas de roble unidas con hierros y niveladas en las junturas. En lugar de picaporte había una aldaba. La cabeza de una llave plana sobresalía de la cerradura. Apreté el timbre y la campanilla produjo ese sonido remoto de un timbre que llama por la noche en una casa vacía. Di un rodeo a un roble y apunté con mi linterna de bolsillo por entre las hojas de la puerta del garaje. El coche estaba allí. Fui hasta los fondos de la casa y vi el pequeño patio sin flores, rodeado por un muro bajo de piedra. Otros tres robles, una mesa y un par de sillas de metal debajo de uno de ellos. Un incinerador de desperdicios más atrás. Dirigí la luz hacia la roulotte antes de volver al frente. No parecía haber nadie en ella. La puerta estaba cerrada.
Abrí la puerta de entrada del chalet y dejé la llave en la cerradura. No iba a cambiar nada en la casa. Lo que estaba, estaba. Sólo quería asegurarme. Tanteé la pared en busca del conmutador de la luz, lo encontré y lo moví. Lamparillas pálidas colocadas por parejas en la pared se encendieron alrededor de todo el cuarto mostrando la lámpara de pie de la que me había hablado Merle, así como otras cosas. Fui a encender dicha lámpara y volví a apagar las luces de la pared. El artefacto tenía una gran lámpara invertida dentro de una pantalla de porcelana transparente. Se podían obtener tres intensidades distintas de luz. Hice girar el conmutador hasta que la luz alcanzó su mayor potencia.
El cuarto corría desde el frente hasta el fondo, con una puerta trasera y una arcada al frente y a la derecha. Pasando por ésta se llegaba a un pequeño comedor. Dicha arcada estaba cerrada por cortinas parcialmente corridas. Éstas eran pesadas y de brocado verde pálido, y distaban mucho de ser nuevas. La chimenea estaba en el centro de la pared de la izquierda, con estantes para libros, sin empotrar, enfrente y a los costados de ella. Dos sofás formaban un ángulo en los rincones del cuarto y había una silla dorada, otra rosada, otra marrón, y otra marrón y dorada con un escabel.
Sobre el escabel se veían las perneras amarillas de un pantalón pijama, tobillos desnudos y pies calzados en pantuflas de cuero verde oscuro. Mis ojos subieron a partir de los pies, lenta y cuidadosamente. Una bata de seda estampada verde oscura, atada con un cinturón con borlas, abierta por encima del cinturón para mostrar un monograma sobre el bolsillo del pijama. Un pañuelo esmeradamente colocado en dicho bolsillo aparecía en la forma de dos puntas rígidas de tela blanca. Un cuero amarillo. La cabeza vuelta hacia un costado apuntaba hacia un espejo de la pared. No había duda de que el rostro tenía una mueca burlona.
El brazo y la mano izquierda estaban apretados entre una rodilla y el costado de la silla, el brazo derecho colgaba fuera de ella, y las puntas de los dedos tocaban la alfombra. Tocaban también la culata de un pequeño revólver, aproximadamente de calibre 32, que prácticamente no tenía cañón. El lado derecho de la cara estaba apoyado contra el respaldo de la silla, pero el hombro derecho estaba teñido de marrón oscuro por la sangre y un poco de ésta había caído sobre la manga. También había llegado a la silla. Sobre ésta en gran cantidad.
No me pareció que la cabeza hubiese tomado esa posición naturalmente. A algún espíritu sensible no le había gustado su lado derecho.
Levanté mi pie y empujé suavemente el escabel hacia un costado, y los talones de las pantuflas se deslizaron dificultosamente sobre su superficie, y no con ella. Ese hombre estaba duro como una tabla. Estiré la mano y le toqué el tobillo. El hielo nunca fue tan frío.
Sobre una mesa a su derecha había un vaso medio vacío y un cenicero lleno de colillas y ceniza. Tres de aquéllas tenían marcas de lápiz labial. Rojo chino brillante. Lo que usaría una rubia.
Había otro cenicero junto a otra silla. En él había cerillas y mucha ceniza, pero no colillas.
En la atmósfera del cuarto un perfume bastante pesado luchaba con el olor de la muerte, y perdía.
Husmeé por el resto de la casa, encendiendo y apagando luces. Dos dormitorios, uno de ellos amueblado con madera clara, el otro con arce rojo. El más claro parecía estar desocupado. Había un lindo baño, con azulejos color de canela y violáceos, y una ducha con una puerta de vidrio. La cocina era pequeña. En el fregadero había muchas botellas. Muchas botellas, muchos vasos, muchas impresiones digitales, muchas pruebas. O nada, según cómo se encarara el caso.
Volví a la sala y permanecí en el centro del cuarto respirando con la boca lo más abierta posible y preguntándome cuál sería el resultado cuando entregase este cadáver. Cuando entregase éste y dijese que yo era el tipo que había encontrado a Morningstar y había huido. El resultado sería bajo, muy bajo. Marlowe, tres asesinatos. Marlowe, casi sumergido entre cadáveres. Y ninguna explicación lógica, razonable, cordial de su parte. Pero eso no era lo peor. Apenas hablase, dejaría de ser una persona libre. Tendría que dejar de hacer cualquier cosa que estuviera haciendo y de descubrir cualquier cosa que estuviera descubriendo.
Cari Moss podría mostrarse dispuesto a proteger a Merle con el manto de Esculapio, hasta cierto punto. O quizá pensaría que le resultaría mejor para el futuro desahogar lo que tuviera en el pecho, fuera lo que fuere.
Volví a la silla ocupada por el cadáver, apreté los dientes y tomé un mechón de sus cabellos para apartar su cabeza del respaldo. La bala le había entrado por la sien. El escenario podía adecuarse a un suicidio. Pero las personas como Vannier no se suicidan. Un chantajista, incluso un chantajista asustado, tiene una sensación de poder y eso le agrada.
Solté la cabeza y la dejé ir donde quisiera y me incliné para frotarme la mano contra la alfombra. Al agacharme vi el ángulo del marco de un cuadro debajo del estante inferior de la mesa que Vannier tenía a un costado. Di un rodeo a ésta y lo tomé con un pañuelo.
El vidrio estaba rajado. Se había caído de la pared. Alcancé a ver el pequeño clavo. Deduje cómo había ocurrido eso. Alguien colocado a la derecha de Vannier, quizás inclinado sobre él, alguien a quien conocía y no temía, había desenfundado súbitamente un arma y le había disparado un tiro en la sien derecha. Y entonces, sorprendido por la sangre o como resultado del recular del revólver, el asesino había saltado contra la pared y había derribado el cuadro. Éste había caído debajo de la mesa. Y el asesino había sido bastante cauteloso o había estado demasiado asustado y no lo había tocado.
Lo miré. Era un pequeño cuadro, desprovisto de todo interés. Un tipo con jubón y calcetines largos, con encaje sobresaliendo de sus mangas y con uno de esos sombreros de terciopelo, redondos e hinchados, con una pluma. Estaba asomado a una ventana, muy inclinado hacia fuera y aparentemente llamaba a alguien que estaba abajo. Esta parte de abajo no aparecía en el cuadro. Era una reproducción en color de algo que nunca había sido necesario.
Miré a mi alrededor. Había otros cuadros, dos acuarelas bastante buenas, grabados... Este año los grabados están pasados de moda, ¿o acaso no? Media docena en total. Bien, quizás al tipo le gustaban los cuadros. ¿Qué importancia tenía eso? Un hombre asomándose por una ventana alta. Mucho tiempo atrás.
Miré a Vannier. El no podía ayudarme. Un hombre asomado a una ventana alta, mucho tiempo atrás.
Al principio el toque de la idea fue tan liviano que casi lo perdí. Apenas el roce de una pluma. O de un copo de nieve. Una ventana alta, un hombre asomado... mucho tiempo atrás.
Entró en su lugar. Estaba tan caliente que hervía. Fuera de una ventana alta, hacía mucho tiempo... hacía ocho años... un hombre asomado... demasiado... un hombre que cae... hacia su muerte. Un hombre llamado Horace Bright.
—Señor Vannier —dije, con un tono de admiración—, esta parte la jugó muy bien.
Di vuelta al cuadro. Sobre la parte posterior había escritas fechas y cantidades de dinero. Fechas de los últimos ocho años, cantidades en su mayoría de quinientos dólares, unas pocas de setecientos cincuenta dólares, dos de mil dólares. Las sumas estaban escritas con números pequeños, y el total ascendía a once mil dólares. El señor Vannier no había recibido el último pago. Había caído muerto cuando había llegado. No era cantidad grande de dinero, repartida en ocho años. La cliente del señor Vannier había discutido mucho.
El cartón del dorso estaba adherido al marco con púas de acero para discos. Dos de ellas se habían caído. Separé el cartón, para lo cual tuve que romperlo un poco. Entre el mismo y el cuadro había un sobre blanco. Cerrado, sin ninguna anotación. Lo abrí. Contenía dos fotografías cuadradas y un negativo. Aquéllas eran idénticas. Mostraban a un hombre asomado demasiado afuera por una ventana, con la boca abierta y gritando. Sus manos estaban sobre el borde de los ladrillos del antepecho. Detrás de su hombro se veía una cara de mujer.
Era un hombre delgado, moreno. Su rostro no estaba muy claro, ni tampoco el de la mujer colocada detrás de él. Estaba asomándose por la ventana y gritando o llamando la atención.
Tenía la fotografía delante de mí. Y sin embargo no tenía ningún significado. Sabía que debía tenerlo.
El hombre no se estaba asomando. Se caía.
Guardé todo nuevamente en el sobre, doblé el cartón y también lo metí en mi bolsillo, junto con el sobre. Oculté el marco, el vidrio y el cuadro en un armario, debajo de unas toallas.
Un coche se detuvo frente a la casa. Oí pisadas que se acercaban. Me oculté detrás de las cortinas de la arcada.
30
La puerta del frente se abrió y luego se cerró sin ningún ruido.
El silencio flotó en el aire como el aliento de un hombre en la atmósfera helada, y luego hubo un grito, que terminó en un gemido de desesperación.
—Ni mal ni bien —dijo una voz de hombre, tensa por la furia—. Vuelve a probar.
—¡Dios mío, es Louis! —exclamó la voz de mujer—. ¡Está muerto!
—Quizá me equivoque —afirmó el hombre—. Pero sigo creyendo que apesta.
—¡Dios mío! Está muerto, Alex. Haz algo... por favor... ¡haz algo!
—Sí —respondió la voz dura y tensa de Alex Morny—.
Debiera hacer algo. Debiera hacer que te quedaras como él. Con sangre y todo lo demás. Debería dejarte igualmente fría, igualmente podrida. No, eso no es necesario. Ya lo estás. Igualmente podrida. Ocho meses de matrimonio y me engañas con una piltrafa como ésa. ¡Cielos! ¿Por qué habré tenido que cargar con una zorra como tú?
Cuando terminó su discurso casi gritaba.
La mujer lanzó otro gemido.
—No me hagas perder el tiempo —exclamó Morny amargamente—. ¿Para qué crees que te traje aquí? No engañas a nadie. Hace semanas que te estoy vigilando. Anoche estuviste aquí. Yo ya estuve hoy. Vi todo lo que hay que ver. Tu lápiz labial en los cigarrillos, el vaso del que bebiste. Puedo verte, sentada sobre el brazo de su silla, acariciando su cabello y metiéndole luego un plomo mientras él todavía estaba ronroneando. ¿Por qué?
—Oh, Alex..., querido..., no digas cosas horribles...
—La antigua Lillian Gish —afirmó Morny—. La Lillian Gish de la primera época. Ahórrate la agonía, nena. Tengo que saber cómo arreglar esto. ¿Para qué diablos crees que vine? Para mí ya no vales ni un tizón del infierno. Ya no, nena, ya no, mi precioso querido rubio ángel asesino. Pero me preocupo por mí y por mi reputación y mis negocios. Por ejemplo, ¿se te ocurrió limpiar el revólver?
Silencio. El ruido de una bofetada. La mujer gimió. Estaba dolorida, terriblemente dolorida. Herida en el fondo de su alma. Lo representaba bastante bien.
—Oye, ángel —rugió Morny—. No me hagas comedias. Yo trabajé en cine. Sé lo que son las comedias. Deja eso a un lado. Me explicarás cómo hiciste eso aunque tenga que arrastrarte de los cabellos por la habitación. Bien..., ¿limpiaste el arma?
De pronto ella se rió. No era una risa natural, pero era clara y tenía un tintineo agradable. Entonces dejó de reír, con igual brusquedad.
—Sí —contestó su voz.
—¿Y el vaso que usabas?
—Sí —repitió. Ahora se mostraba muy serena, muy fría.
—¿Y dejaste sus impresiones en el revólver?
—Sí.
—Quizá no se dejen engañar —murmuró, después de pensar un momento en silencio—. Es casi imposible dejar las impresiones de un muerto en un arma, en forma convincente. No tiene importancia. ¿Qué más limpiaste?
—Na... nada. Oh, Alex. Por favor, no seas tan brutal.
—Basta. ¡Basta! Muéstrame cómo lo hiciste, en qué posición te encontrabas, cómo sostenías el arma.
Ella no se movió.
—No te preocupes por las impresiones —dijo Morny—. Yo dejaré otras mejores. Mucho mejores.
Ella pasó lentamente frente a la abertura de las cortinas y la vi. Usaba pantalones de gabardina verde claro, una chaqueta color ciervo, un turbante escarlata con una serpiente de oro. Su rostro estaba surcado por las lágrimas.
—¡Levántalo! —le gritó Morny—. ¡Muéstrame!
Ella se agachó junto a la silla y se irguió con el arma en la mano y los dientes desnudos. Apuntó con el revólver a través de la abertura de las cortinas, en dirección al lugar de la habitación donde se encontraba la puerta.
Morny no se movió, no emitió ningún sonido.
—No puedo hacerlo —jadeó—. Debería matarte, pero no puedo.
La mano se abrió y el revólver golpeó sordamente contra el piso.
Morny pasó rápidamente frente a la abertura de las cortinas, y apartó a un lado a la mujer y con el pie empujó el revólver hasta donde había estado antes.
—Tú no pudiste hacerlo —dijo él ásperamente—. No pudiste hacerlo. Ahora mira.
Sacó un pañuelo y se inclinó para levantar el revólver. Apretó algo y el tambor se abrió. Metió la mano derecha en su bolsillo y sacó un proyectil, haciendo girar el metal bajo las puntas de los dedos, y lo metió en un cilindro. Repitió esta operación otras cuatro veces, cerró el tambor, volvió a abrirlo, lo hizo girar un poco para colocarlo en determinada posición. Dejó el arma sobre el piso retiró la mano y el pañuelo y se irguió.
—No pudiste matarme —se burló— porque en el tambor no había nada más que una cápsula vacía. Ahora está cargado nuevamente. Los cilindros están en la posición debida. Un tiro fue disparado. Y tus impresiones digitales están sobre el arma.
La rubia estaba inmóvil, y lo miraba con ojos desencajados.
—Me olvidé de decirte —manifestó él suavemente— que yo limpié el arma. Pensé que sería mucho mejor estar seguro de que tus impresiones estaban en ella. Estaba bastante seguro de que lo estaban, pero quería estar muy seguro. ¿Entiendes?
—¿Vas a entregarme? —preguntó la muchacha tranquilamente.
Él tenía la espalda vuelta hacia mí. Su sombrero de fieltro estaba inclinado sobre los ojos. No podía verle la cara. Pero pude imaginar su mueca cuando dijo:
—Sí, ángel, te voy a entregar.
—Entiendo —contestó ella, y lo miró fijamente. De pronto apareció una severa dignidad en su rostro.
—Voy a entregarte, ángel —repitió él lentamente, espaciando las palabras como si gozara con su representación—. Algunas gente me compadecerá y otra se burlará de mí. Pero eso no afectará mi negocio. No lo afectará en absoluto. Ésa es una de las ventajas de mi especialidad. Un poco de propaganda no hace daño.
—De modo que ahora para ti no soy más que un valor publicitario —dijo ella—. Dejando a un lado, naturalmente, el peligro de que quizás hubiesen sospechado de ti.
—Efectivamente —contestó él—. Efectivamente.
—¿Y qué acerca de mi motivo? —inquirió ella, siempre tranquila, siempre con la vista levantada y tan severamente desdeñosa que él no entendió su expresión.
—No lo sé —contestó él—. No me interesa. Tú tenías relaciones con él. Eddie te siguió hasta una calle de Bunker Hill donde te encontraste con un tipo rubio con un traje marrón. Le diste algo. Eddie te dejó a ti y siguió al tipo hasta una casa de departamentos vecina. Trató de continuar espiándolo, pero tuvo la impresión de que el fulano lo había visto, y debió dejarlo. No sé qué significaba eso. Pero sé una cosa. Ayer en esa casa de departamentos asesinaron a un muchacho llamado Phillips. ¿Sabes algo al respecto, encanto?
—No puedo saber nada de eso —respondió la rubia—. No conozco a nadie llamado Phillips, y aunque parezca extraño no decidí matar a alguien sólo para divertirme un poco.
—Pero asesinaste a Vannier, querida —intervino Morny, casi con amabilidad.
—Oh, sí —exclamó ella—. Naturalmente. Nos estábamos preguntando cuál fue el motivo. ¿Ya encontraste algunos?
—Eso lo arreglarás con los polizontes —rugió él—. Llamémosle una pelea de enamorados. Llámalo como más te guste.
—Quizá —dijo ella— cuando estaba borracho se parecía un poco a ti. Quizás ése fue el motivo.
—Ah —murmuró él, y contuvo el aliento.
—Más buen mozo —prosiguió ella—. Más joven, con menos barriga. Pero con la misma maldita mueca de autosuficiencia.
—Ah —dijo Morny, y estaba sufriendo.
—¿Eso te conforma? —inquirió ella, suavemente.
Él se adelantó y blandió su puño. La alcanzó en el costado de la cara y ella cayó sentada, con una larga pierna estirada delante de ella, una mano en la mandíbula y sus ojos muy azules mirando hacia arriba.
—Quizá no debiste haber hecho esto —siseó ella—. Quizás ahora no siga tu juego.
—No te preocupes, lo seguirás. No podrás hacer otra cosa. Lo sacarás barato. Diablos, lo sé. Con tu figura. Pero tendrás que aguantarlo. Tus impresiones digitales están sobre el revólver.
Ella se puso en pie lentamente, con la mano sobre la mandíbula.
—Sabía que estaba muerto —dijo ella, sonriendo—. La que está en la puerta es mi llave. Estoy dispuesta a ir al Departamento y confesar que lo maté. Pero no vuelvas a ponerme tu blanca mano encima... si quieres que cuente mi historia. Sí, estoy decidida a entregarme a la Policía. Me sentiré mucho más segura con ellos que contigo.
Morny se volvió v yo vi la dura mueca de su rostro y las contracciones del hoyuelo de su cicatriz. Pasó frente a la abertura de las cortinas. La puerta del frente volvió a abrirse. La rubia permaneció un momento inmóvil, miró el cadáver por encima del hombro, se estremeció y salió de mi campo visual.
La puerta se cerró. Pisadas por el sendero. Las portezuelas del coche se abrieron y cerraron. El motor se puso en marcha y el coche se alejó.
31
Después de un largo rato salí de mi escondite y volví a estudiar la sala. Me adelanté, levanté el revólver y lo limpié cuidadosamente. Luego lo dejé de nuevo sobre el piso. Tomé las tres colillas con manchas de rouge que estaban en el cenicero, las llevé al baño y las hice desaparecer por el inodoro. Luego busqué el segundo vaso con las impresiones digitales de ella. Este vaso no existía. Llevé a la cocina el que tenía líquido hasta la mitad, lo lavé y lo sequé con un repasador.
Entonces vino la parte más desagradable. Me arrodillé sobre la alfombra junto a la silla, levanté el arma y tomé la mano rígida y caída. Las impresiones no serían perfectas, pero serían impresiones y no las de Lois Morny. El revólver tenía una culata de goma estriada, con un pedazo saltado del lado izquierdo, por debajo del tornillo. Ahí no quedarían huellas. Una impresión del índice sobre el lado derecho del cañón, dos dedos sobre la guardia del disparador, una huella del pulgar sobre la parte chata del lado izquierdo, detrás del tambor. Bastante bien.
Eché una última mirada a mi alrededor.
Disminuí la lámpara a su menor intensidad. Todavía brillaba demasiado sobre el rostro muerto de rasgos amarillos. Abrí la puerta del frente, saqué la llave, la limpié y volví a meterla en la cerradura. Cerré la puerta, limpié la aldaba y recorrí nuevamente la manzana que me separaba del «Mercury».
Regresé a Hollywood, cerré el coche y me encaminé hacia la puerta del Bristol, entre los dos automóviles aparcados.
Un áspero susurro me habló desde las sombras. Salía de un coche. Pronunció mi nombre. El largo rostro oscuro de Eddie Prue flotó cerca del techo de un pequeño «Packard», detrás del volante. Estaba solo en su interior. Me apoyé sobre la portezuela del coche y miré hacia adentro.
—¿Cómo marchan las cosas, detective?
Tiré la cerilla al suelo y le lancé el humo a la cara.
—¿Quién perdió el recibo de la compañía de artículos para dentistas que me dio anoche? —pregunté—. ¿Vannier o algún otro?
—Vannier.
—¿Qué tenía que hacer yo con él? ¿Adivinar la historia de un tipo llamado Teager?
—Los tipos tontos no me resultan simpáticos —dijo Eddie Prue.
—¿Por qué tenía que tenerlo en el bolsillo, para dejarlo caer? —inquirí—. Y si se le cayó, ¿por qué no se lo devolvió? En otras palabras teniendo en cuenta que soy estúpido, explíqueme por qué una factura de artículos para dentista tiene que excitar tanto a la gente como para que contrate detectives privados. Especialmente un tipo como Morny, al que los detectives privados no le gustan.
—Morny tiene una buena cabeza —afirmó Eddie Prue fríamente.
—Es el tipo para el que inventaron la frase «tan ignorante como un actor».
—Olvide eso. ¿No sabe para qué se usan esos materiales para dentistas?
—Sí. Lo averigüé. El albastone lo usan para hacer moldes de dientes y cavidades. Es muy duro, de grano muy fino y retiene los detalles más ínfimos. El otro material, la cristobolita, es empleada para derretir cera en un modelo invertido de cera. Se utiliza porque resiste altas temperaturas sin distorsión. Dígame que no entiende de qué estoy hablando.
—Supongo que sabe cómo se hacen los puentes de oro —comentó Eddie Prue—. Lo sabe, ¿verdad?
—Hoy dediqué dos horas a aprenderlo. Soy un experto. ¿Qué gano con eso?
Permaneció un rato en silencio y luego dijo:
—¿Alguna vez lee el diario?
—De vez en cuando.
—No creo que haya leído que un viejo llamado Morningstar fue despachado en el Edificio Belfont, en Ninth Street, dos pisos más arriba de la oficina de este H. R. Teager. No lo leyó, ¿verdad?
No le contesté. Me miró durante un rato más largo, luego estiró la mano hacia el tablero de instrumentos y apretó el arranque. El motor del coche se puso en marcha y empezó a soltar el freno.
—Nadie puede ser tan estúpido como usted simula ser —afirmó—. Nadie lo es. Buenas noches.
El coche se apartó de la acera y se encaminó hacia Franklin. Cuando desapareció, yo sonreía a la distancia.
Subí hasta el departamento, hice girar la llave y abrí la puerta unos centímetros. Luego golpeé suavemente. Hubo un movimiento adentro. La puerta fue abierta por una muchacha de aspecto robusto con una cinta negra en la gorra de su uniforme blanco de enfermera.
—Soy Marlowe. Vivo aquí.
—Pase, señor Marlowe. El doctor Moss me explicó.
Cerré la puerta lentamente y hablé en voz baja.
—¿Cómo se encuentra? —pregunté.
—Está durmiendo. Ya estaba amodorrada cuando llegué. Soy la señorita Lymington. No sé mucho respecto a ella, excepto que su temperatura es normal y su pulso todavía es un poco rápido, pero se está calmando. Un trastorno mental, según tengo entendido.
—Encontró a un hombre asesinado —expliqué—. Eso le produjo una crisis. ¿Está bastante dormida como para que entre y saque algunas cosas para ir a un hotel?
—Oh, sí, si no hace ruido. Probablemente no se despertará. Y si se despierta, eso no tendrá importancia.
—Aquí hay café, tocino, huevos, pan, jugo de tomate y licor —dije, poniendo un poco de dinero sobre el escritorio—. Cualquier otra cosa tendrá que pedirla por teléfono.
—Ya investigué sus provisiones —contestó ella, sonriendo—. Tenemos todo lo necesario hasta después del desayuno de mañana. ¿Ella se quedará aquí?
—Eso lo decidirá el doctor Moss. Creo que volverá a su casa apenas pueda. Su hogar está muy lejos de aquí, en Wichita.
—No soy más que una enfermera —manifestó ella—, pero creo que no sufre nada que una buena noche de sueño no pueda curar.
—Una buena noche de sueño y un cambio de compañía —afirmé, pero eso careció de significado para la señorita Lymington.
Atravesé el corredor y miré dentro del dormitorio. Le habían puesto un pijama mío. Estaba prácticamente boca arriba, con un brazo fuera de las mantas. La manga del pijama estaba levantada doce centímetros o más. La pequeña mano que aparecía por el extremo de la manga estaba apretada en un puño. Su rostro parecía cansado, pálido y muy sereno. Hurgué en el armario y saqué una maleta y algunas otras cosas. Cuando me disponía a retirarme miré nuevamente a Merle. Sus ojos se abrieron y miraron fijamente el cielo raso. Luego se movieron lo necesario para verme y una vaga sonrisa curvó las comisuras de sus labios.
—Hola —murmuró con una voz débil, agotada y fina, una voz que sabía que su poseedora estaba en cama y tenía una enfermera y todo lo necesario.
—Hola.
Me acerqué a ella y la miré, con mi pulida sonrisa iluminando mis rasgos.
—Me encuentro bien —susurró—. Me encuentro bien, ¿no es cierto?
—Naturalmente.
—¿Ésta es su cama?
—No tema, no la morderé.
—No tengo miedo —respondió ella. Una mano se deslizó hacia mí y quedó con la palma vuelta hacia arriba, esperando que la tomaran. Lo hice—. No le temo a usted. Ninguna mujer le temerá nunca, ¿no es así?
—Dicho por usted —respondí—, supongo que eso pretende ser un elogio.
Sus ojos sonrieron y luego recuperaron su expresión de seriedad.
—Le mentí —dijo—. No maté a nadie.
—Lo sé. Estuve allí. Olvídelo. No piense en eso.
—La gente siempre dice que una debe olvidar las cosas desagradables. Pero eso es imposible. Y es un poco tonto pedir que una lo haga.
—Muy bien —contesté, simulando estar ofendido—. Soy tonto, ¿qué le parece si sigue durmiendo?
Ella volvió la cabeza hasta que sus ojos se clavaron en los míos. Me senté sobre el borde del lecho, sosteniendo su mano.
—¿Vendrá la Policía? —inquirió.
—No. Y trate de no lamentarlo.
—Usted debe pensar que soy una grandísima boba —murmuró ella, frunciendo el entrecejo.
—Bien... Quizá...
Un par de lágrimas se formaron en sus ojos y surgiendo de ellos, rodaron suavemente por sus mejillas.
—¿La señora Murdock sabe dónde me encuentro?
—Todavía no. Iré a decírselo.
—¿Tendrá que contarle... todo?
—Sí. ¿Por qué no?
—Ella entenderá —dijo dulcemente, y giró la cabeza hacia el otro lado—. Sabe la cosa horrible que hice hace ocho años. Esa cosa espantosa y horrible.
—Sí —asentí—. Por eso le estuvo pagando a Vannier durante todo este tiempo.
—Dios mío —exclamó ella, y sacó la otra mano de debajo de las mantas y retiró la que yo le estaba tomando para poder estrujarlas una contra otra—. Lamento que lo haya sabido. Ojalá no se hubiera enterado. Nunca lo supo nadie más que la señora Murdock. Mis padres tampoco lo saben. Me duele que usted lo haya descubierto.
La enfermera apareció en el vano de la puerta y me miró con expresión severa.
—Creo que ella no debería hablar tanto, señor Marlowe. Sería mejor que usted se retirara.
—Oiga, señorita Lymington, hace dos días que yo conozco a esta muchacha. Usted hace dos horas que está con ella. Esto le hace mucho bien.
—Podría provocarle otro... eh... espasmo —dijo, evitando mi mirada.
—Bien, si tiene que sufrirlo, ¿no le parece mejor que sea ahora, cuando usted está aquí, así termina con eso? Vaya a la cocina y sírvase un trago.
—Nunca bebo en horas de trabajo —manifestó fríamente—. Además, podrían olerme el aliento.
—Ahora trabaja para mí. Todos mis empleados deben emborracharse periódicamente. Además, si cena bien, nadie le husmeará el aliento.
Ella me dirigió una sonrisa y salió nuevamente del cuarto. Merle había escuchado esto como si hubiese sido una interrupción frívola a un drama muy serio. Estaba un poco molesta.
—Quiero hablarle de eso —dijo ella, casi sin aliento—. Quiero...
Estiré la mano y la coloqué sobre las dos que ella tenía entrelazadas.
—Páselo por alto. Lo sé. Marlowe lo sabe todo... excepto cómo ganar lo necesario para vivir decentemente. Ahora volverá a dormir y mañana la llevaré a Wichita... a visitar a sus padres. La señora Murdock pagará los gastos...
—Oh, qué buena es —exclamó ella, con los ojos dilatados y brillantes—•. Siempre fue buena conmigo.
—Es una santa —asentí sonriéndole, mientras me levantaba de la cama—. Una santa. Ahora iré a visitarla y tendremos una amable conversación entre dos tazas de té. Y si no se duerme ahora mismo, no le permitiré que confiese más asesinatos.
—Usted es horrible —dijo—. No me gusta.
Giró la cabeza en otra dirección, metió los brazos debajo de las mantas y cerró los ojos.
Me dirigí hacia la puerta. Al llegar allí me volví rápidamente para mirar hacia atrás. Ella tenía un ojo abierto y me estaba observando. Le hice una mueca y lo cerró rápidamente.
Volví a la sala, le dediqué a la señorita Lymington lo que quedaba de mi mueca y salí con mi maleta.
Fui hacia Santa Mónica Boulevard. La casa de empeños todavía estaba abierta. El anciano del alto gorro negro pareció sorprendido al ver que podía rescatar tan pronto mi prenda. Le expliqué que así eran las cosas en Hollywood.
Sacó el sobre de la caja fuerte, lo abrió, recibió mi dinero y el recibo y depositó la reluciente moneda de oro sobre la palma de su mano.
—Esto es tan valioso que me duele devolvérselo —dijo—. El trabajo de orfebrería es muy bello, muy bello.
—Y el oro que hay en la moneda debe valer veinte dólares —respondí.
Se encogió de hombros y sonrió, y yo guardé la moneda en mi bolsillo y le di las buenas noches.
32
La luz de la luna caía como una sábana blanca sobre el jardín, excepto debajo del cedro, donde aparecía una espesa oscuridad de terciopelo negro. Estaban encendidas las luces de dos ventanas del piso bajo, y las de una habitación superior. Subí por los escalones de piedra y apreté el timbre.
Una mujer canosa, rubicunda, que no había visto antes abrió la puerta.
—Soy Philip Marlowe —dije—. Quería ver a la señora Murdock. La señora Elizabeth Murdock.
—Creo que está acostada —respondió la mujer, mirándome con expresión dubitativa—. Me parece que no podrá verla.
—Sólo son las nueve.
—La señora Murdock se acuesta temprano —contestó, y empezó a cerrar la puerta.
—Es algo referente a la señorita Davis —dije—. Algo importante. ¿Podría transmitirle eso?
—Lo intentaré.
La puerta se abrió y la mujer dijo:
—Puede entrar.
La seguí a través de la gran sala desierta. Una única luz tenue brillaba en una lámpara, y su resplandor casi no llegaba a la pared opuesta. El ambiente estaba demasiado tranquilo, y hacía falta renovar el aire. Recorrimos el pasillo hasta el final y subimos por una escalera con .la baranda tallada y con un poste rematado por un bolo donde ésta terminaba. Arriba había otro corredor, con una puerta abierta en el fondo.
Me encontraba en una gran sala con muchos cortinajes, paredes empapeladas en azul y plata, un diván, una alfombra azul y puertas-ventanas abiertas sobre un balcón. En éste había un toldo. La señora Murdock estaba sentada en una silla con almohadones. Frente a ella, una mesa para cartas. Tenía puesta una bata acolchada. Su cabello parecía alborotado. Jugaba un solitario. Tenía el mazo en su mano izquierda. Depositó una carta sobre la mesa y movió otra antes de mirarme.
Entonces dijo:
—¿Y bien?
Me acerqué y observé el juego; era Canfield.
—Merle está en mi departamento —informé—. Sufrió una crisis nerviosa.
Sin mirar dijo:
—¿Y qué es una crisis nerviosa, señor Marlowe?
—Un caso de capricho, como suelen llamarlo —dije.
Ella movió una carta y luego otras dos, rápidamente.
—¿Nunca hace trampa en ese juego? —inquirí.
—No es divertido si se hace trampa —respondió ásperamente—. Y lo es muy poco si no se hace. ¿Qué es lo que dijo acerca de Merle? Nunca permaneció fuera de la casa en esta forma. Estaba empezando a preocuparme.
—No es necesario que tema por ella —afirmé—. Llamé a un médico y a una enfermera. Está dormida. Había ido a ver a Vannier.
—Señor Marlowe —dijo ella—, será mejor que usted y yo aclaremos las cosas. En primer lugar cometí un error al llamarlo. Eso se debió a mi repugnancia a ser tomada por una bestezuela inescrupulosa como Linda. Pero habría sido mucho mejor que no removiese el asunto. La pérdida del doblón habría sido mucho más fácil de tolerar que su presencia. Aun cuando no lo hubiese recuperado.
—Pero lo recuperó —comenté.
—Sí, lo recuperé. Ya sabe en qué forma.
—Yo no lo creí.
—Yo tampoco —respondió ella tranquilamente— El tonto de mi hijo estaba cargando con la culpa de Linda. Creo que ésa es una actitud infantil.
—Usted parece poseer el don de rodearse con gente que tiene esas actitudes.
Ella volvió a tomar las cartas y estiró la mano para poner un diez negro sobre un caballero rojo. Ambas barajas estaban abiertas. Luego se volvió hacia una mesita que tenía a su costado, sobre la cual se encontraba el oporto. Bebió un poco, dejó el vaso y me dirigió una mirada dura y fija.
—Tengo la impresión de que usted va a mostrarse insolente, señor Marlowe.
—No soy insolente —respondí, meneando la cabeza—. Simplemente sincero. No me porté tan mal con usted, señora Murdock. Usted recuperó su doblón. Yo logré que la Policía no la molestara... hasta ahora. No hice nada respecto al divorcio, pero encontré a Linda... aunque su hijo supo siempre dónde se encontraba, y creo que no tendrá dificultades con ella. Sabe que cometió un error al casarse con Leslie. Sin embargo, si usted no cree que ha obtenido valiosas...
Ella murmuró algo y jugó otra carta. Sacó un as de diamante.
—El maldito as de trébol está sepultado. No lograré sacarlo a tiempo.
—Deslícelo del mazo —aconsejé— cuando usted no esté mirando.
—¿No sería mejor que siguiese hablándome de Merle? —inquirió ella con calma—. Y no se vanaglorie demasiado si descubrió algunos secretos de la familia, señor Marlowe.
—No me vanaglorio de nada. Esta tarde usted envió a Merle a casa de Vannier, con quinientos dólares.
—¿Y si lo hubiese hecho? —preguntó ella, y se sirvió otro poco de oporto y lo sorbió, mirándome fijamente por encima del vaso.
—¿Cuándo se los pidió él?
—Ayer. No pude sacarlos del Banco hasta hoy. ¿Qué ocurrió?
—Vannier la está chantajeando desde hace ocho años, ¿verdad? ¿Es por algo que ocurrió el 26 de abril de 1933?
Una especie de pánico parpadeó en la profundidad de sus ojos, pero fue algo muy lejano, muy borroso, casi como si hubiese estado allí durante mucho tiempo y ahora se hubiese asomado por un segundo.
—Merle me contó algunas cosas —dije—. Su hijo me explicó cómo murió su padre. Hoy leí las colecciones de los diarios. Muerte accidental. Había habido un accidente en la calle debajo de su oficina y mucha gente estaba asomada a las ventanas. Él se estiró demasiado. Algunos hablaron de suicidio porque estaba arruinado y tenía un seguro de vida de cincuenta mil dólares a nombre de su familia. Pero en la indagatoria se portaron amablemente y pasaron por alto eso.
—¿Y bien? —preguntó ella. Su voz era dura y fría, ni un graznido ni una exclamación. Una voz helada, pétrea, perfectamente controlada.
—Merle era la secretaria de Horace Bright. En cierta forma era una chiquilla extraña, demasiado tímida, nada sofisticada, de mentalidad infantil, le gustaba dramatizar las cosas; tenía ideas muy anticuadas respecto a los hombres y detalles parecidos. Supongo que en algún momento él tuvo un arrebato y trató de hacerle el amor, con lo que la aterrorizó terriblemente.
—¿Sí? —dijo la vieja arpía, y ése fue otro frío y duro monosílabo.
—Meditó sobre ese asunto y concibió algunas ideas criminales. Encontró una oportunidad y pasó detrás de él. Cuando estaba en la ventana. ¿Hay algo en eso?
—Hable claro, señor Marlowe. Puedo resistir las palabras claras.
—Santo cielo, ¿lo quiere más claro? Ella empujó a su patrón por la ventana. En dos palabras, lo asesinó. Y eso pasó inadvertido. Con su ayuda.
Ella miró su mano izquierda apretada sobre el mazo de cartas. Asintió. Su mentón bajó un centímetro y volvió a subir.
—¿Vannier tenía pruebas? —pregunté—. ¿O acaso vio casualmente lo que ocurría y tiró el anzuelo y usted le pagó un poco de vez en cuando para evitar el escándalo... y porque verdaderamente apreciaba a Merle?
Ella jugó otra carta antes de contestar.
—Habló acerca de una fotografía —contestó ella—. Pero nunca lo creí. No podría haberla tomado. Y si la hubiese tomado... me la habría mostrado.
—No, no lo creo —afirmé—. Habría sido algo demasiado casual aunque hubiese tenido una cámara en la mano debido a los acontecimientos que se estaban desarrollando en la calle. Pero entiendo que no se haya atrevido a mostrársela. En algunos aspectos usted es una mujer muy dura. Quizás haya temido que usted lo hiciera eliminar. Quiero decir que esa idea podía habérsele ocurrido a él, a un delincuente. ¿Cuánto le pagó?
—Eso no le... —empezó a decir, pero luego se interrumpió y se encogió de hombros. Una mujer fuerte, enérgica, curtida, sin escrúpulos y capaz de aguantar todo. Era lo que ella creía—. Once mil dólares, sin contar los quinientos que le envié esta tarde.
—Ah. Usted se portó muy bien, señora Murdock... si se tienen en cuenta todas las circunstancias.
—Mi marido tuvo la culpa —respondió ella, haciendo un ademán muy vago con la mano—. Estaba borracho. No creo que le hiciera daño, pero como usted dice, la asustó terriblemente. No... no puedo ser severa con ella. Bastante se culpó a sí misma durante estos años.
—¿Ella debía llevarle el dinero a Vannier?
—Ésa era la idea que tenía ella de su penitencia. Un castigo muy extraño.
—Creo que se ajusta a su carácter —comenté—. Más tarde usted se casó con Jasper Murdock y conservó a Merle a su lado y la cuidó. ¿Alguien más lo sabe?
—Nadie. Solamente Vannier. Indudablemente, él no se lo habría contado a nadie.
—No, no lo creo. Bien, ahora todo ha terminado. Vannier está muerto...
Ella levantó los ojos lentamente y me miró durante un largo rato. Su cabeza gris era una roca en lo alto de una montaña. Por fin bajó las cartas y apretó fuertemente el borde de la mesa con sus manos. Los nudillos brillaban.
—Merle vino a mi departamento mientras yo estaba fuera —expliqué—. Le pidió al encargado que la dejara entrar. Él me telefoneó y yo contesté afirmativamente. Fui hacia allá sin perder un minuto. Ella me dijo que había matado a Vannier.
Su respiración era un tenue susurro en el silencio del cuarto.
—Tenía una pistola en la cartera. Dios sabe por qué. Supongo que debía creer que era una forma de protegerse de los hombres. Pero alguien diría que fue Leslie, la había inutilizado. Ella me confesó que había matado a Vannier y se desmayó. Llamé a un médico amigo mío. Fui a la casa de Vannier. Había una llave en la puerta. Estaba muerto en una silla, muerto desde hacía mucho tiempo, duro, frío. Muerto desde mucho antes de que Merle hubiese llegado allí. Ella no lo asesinó. Su confesión no fue más que una dramatización. El médico me explicó su proceso mental, pero no la cansaré contándoselo. Supongo que usted lo entiende muy bien.
—Sí. Creo que lo entiendo —respondió—. ¿Y ahora?
—Está en la cama, en mi departamento. Hay una enfermera con ella. Le telefoneé al padre de Merle a larga distancia. Él quiere que su hija vuelva a su casa. ¿Tiene usted algo que objetar?
Ella se limitó a seguir mirándome.
—Él no sabe nada —agregué rápidamente—. Ni de esto ni de lo anterior. Estoy seguro de eso. Simplemente quiere que ella vuelva. Creo que la llevaré yo mismo. Me parece que ahora tengo esa responsabilidad. Necesitaré los últimos quinientos dólares que Vannier no recibió... para los gastos.
—¿Y cuánto más? —preguntó ella brutalmente.
—No diga eso. Usted sabe que no se trata de eso.
—¿Quién mató a Vannier?
—Parece que se suicidó. Un revólver en su mano derecha. Herida de contacto en la sien. Morny y su esposa estuvieron allí mientras me encontraba yo. Me escondí. Morny quiso hacer que su esposa cargase con el fardo. Ella andaba en líos con Vannier. Y probablemente ella cree que el culpable es él, o que él ordenó que lo mataran. Pero las apariencias son de un suicidio. La Policía ya debe haber llegado allí. No sé a qué conclusión llegarán. Nosotros tenemos que mantenernos quietos y esperar los resultados.
—Hombres como Vannier no se suicidan —comentó ella amargamente.
—Eso es como decir que las chicas como Merle no empujan a la gente por la ventana. No significa nada.
Nos miramos el uno al otro, con esa hostilidad interior que había estado latente desde el primer momento. Después de un instante me levanté de la silla y me acerqué a la puerta-ventana. Abrí la persiana y salí al balcón. La noche nos rodeaba, tenue y silenciosa. La luz lechosa de la luna era fría y clara, como la justicia que soñamos pero no encontramos.
Abajo los árboles proyectaban pesadas sombras bajo la luna. En medio del jardín había una especie de segundo jardín rodeado por el primero. Capté el reflejo de una fuente ornamental. Junto a ella, un diván hamaca de lona. Alguien estaba recostado en él, y al mirar hacia abajo vi la punta encendida de un cigarrillo.
Volví al cuarto. La señora Murdock jugaba nuevamente al solitario. Me acerqué y estudié las cartas.
—Sacó el as de trébol —comenté.
—Hice trampa —respondió ella, sin levantar la vista.
—Hay algo que deseaba preguntarle —dije—. Este asunto del doblón sigue oscuro, debido a un par de asesinatos que parecen carecer de sentido ahora que lo recuperó. Lo que quiero saber es si el Doblón Brasher de la familia tiene algo capaz de permitir que un experto, un hombre como Morningstar, pueda identificarlo.
Ella meditó, permaneciendo inmóvil, sin mirarme.
—Sí. Quizás haya algo. Las iniciales del orfebre, E. B., están sobre el ala izquierda del águila. Me contaron que generalmente están sobre el ala derecha. Ése es el único detalle que se me ocurre.
—Creo que eso puede bastar. Usted recuperó la moneda, ¿no es cierto? Quiero decir si eso no fue algo que inventó para que yo dejara de husmear.
—En este momento está en la sala donde guardo la colección —respondió, levantando rápidamente la vista y volviendo a bajarla—. Si puede encontrar a mi hijo, él se la mostrará.
—Bien, voy a despedirme. Por favor, haga guardar en una maleta las ropas de Merle y envíelas a mi departamento mañana por la mañana.
Su cabeza volvió a levantarse bruscamente.
—Joven, usted se muestra muy prepotente conmigo.
—Hágalas guardar en una maleta —repetí—. Ya no necesita a Merle... ahora que Vannier ha muerto.
Nuestras miradas se encontraron y permanecieron clavadas la una en la otra durante un largo rato. Una extraña sonrisa tiesa curvó las comisuras de sus labios. Luego su cabeza bajó y su mano derecha tomó la carta superior del mazo que tenía en la mano izquierda, la puso boca arriba y sus ojos la miraron, y finalmente la agregó a la pila de cartas no jugadas que tenía a un costado. En seguida dio vuelta a la carta siguiente, tranquilamente, con calma, con una mano tan firme como un poste de piedra bajo los efectos de una suave brisa.
Atravesé el cuarto y salí. Cerré la puerta suavemente, recorrí el pasillo, bajé por la escalera, crucé el corredor de la planta baja, pasé frente al solárium y a la pequeña oficina de Merle y entré en la sala fuera de uso y de atmósfera pesada, que me hacía sentir como un cuerpo embalsamado con sólo estar en ella.
Las puertas vidrieras del fondo se abrieron, y Leslie Murdock entró y se detuvo, mirándome.
33
Su traje estaba arrugado y su cabello desordenado. Su pequeño bigote rojizo parecía tan fútil como siempre. Las sombras bajo sus ojos eran casi cavernas.
Llevaba su larga boquilla negra, vacía, y permaneció golpeándose con ella la muñeca izquierda. Yo no le resultaba simpático, y él no quería verme, no quería hablar conmigo.
—Buenas noches —dijo fríamente—. ¿Se va?
—Todavía no. Antes quiero conversar con usted.
—No creo tener nada de qué hablar con usted. Y estoy cansado de estas charlas.
—Oh, sí tiene de qué conversar. De un hombre llamado Vannier.
—¿Vannier? Apenas le conozco. Lo he visto alguna vez. Lo que sé de él no me agrada.
—Lo conoce un poco mejor que eso.
Entró en el cuarto y ocupó uno de los sillones atré-vete-a-sentarte-en-mí, y se inclinó para apoyar el mentón en su mano izquierda, y miró hacia abajo.
—Muy bien —dijo cansadamente—. Hable. Tengo la impresión de que se mostrará brillante. Un despiadado torrente de lógica e intuición y toda esa bazofia. Como el detective de una novela.
—Naturalmente. Tomando las pruebas, pieza por pieza, juntándolas en un claro diseño, extrayendo una clave misteriosa que tenía oculta en el bolsillo, analizando los motivos y caracteres y mostrándolos muy distintos de lo que cualquiera, incluyéndome a mí, creía que eran hasta este momento maravilloso, para señalar finalmente con gesto de mundanal cansancio al menos prometedor de los sospechosos.
—El que en consecuencia se pone pálido como el papel —agregó él, levantando la vista y casi sonriendo—, echa espuma por la boca y saca una pistola de la oreja derecha.
—Efectivamente —dije, sentándome cerca de él y sacando un cigarrillo—. Alguna vez tendremos que hacer ese juego juntos. ¿Tiene usted una pistola?
—Encima, no. Tengo una. Usted ya lo sabe.
—¿La tenía anoche, cuando visitó a Vannier?
Se encogió de hombros y mostró los dientes.
—Oh, ¿de modo que anoche visité a Vannier?
—Creo que sí. Deducción. Usted fuma cigarrillos «Virginia Benson and Hedges». Dejan una ceniza dura que conserva su forma. Un cenicero de la casa contenía una cantidad suficiente de esos pequeños cilindros grises como para dar cuenta de por lo menos dos cigarrillos. Pero no había colillas en el cenicero. Porque usted fuma con boquilla, y ésta deja unas colillas diferentes de las otras. Y por eso usted las sacó de allí. ¿Le gusta?
—No —respondió con calma. Volvió a mirar el piso.
—Ése es un ejemplo de deducción. Un mal ejemplo. Porque quizá no había colillas y si las hubo fueron retiradas, eso podría deberse a que tenían lápiz labial. De un tono determinado que por lo menos indicaría el color del cabello de la fumadora. Y su esposa tiene la costumbre de tirar las colillas al cesto de los papeles.
—No meta a Linda en esto —ordenó él fríamente.
—Su madre sigue creyendo que Linda se llevó el doblón y que su historia acerca de haberlo robado para entregárselo a Morny fue un pretexto para protegerla.
—Dije que no meta a Linda en esto —repitió él. Los golpes de la boquilla negra contra sus dientes producían un ruido seco y rápido, como una clave telegráfica.
—Con mucho gusto —contesté—. Pero yo no creí su historia por otro motivo. Éste...
Saqué el doblón y lo coloqué bajo sus ojos, sobre la palma de mi mano.
—Esta mañana, cuando usted contaba su historia, esto estaba depositado en una casa de compraventa de Santa Mónica Boulevard, para su protección. Me fue enviado por un aspirante a detective llamado George Phillips. Un tipo ingenuo que se dejó meter en un lío por su poca cabeza y su ansia de conseguir trabajo. Un muchacho rubio con un traje marrón que usaba gafas oscuras y un sombrero bastante llamativo. Conducía un «Pontiac» de color arena, casi nuevo. Usted debe haberlo visto en el pasillo de mi oficina ayer por la mañana. Me había estado siguiendo y quizás antes lo había estado siguiendo a usted.
—¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó auténticamente sorprendido.
—Dije que quizá lo había hecho. No estoy seguro de ello. Quizás haya estado vigilando esta casa. Me empezó a seguir desde aquí, y no creo que lo hubiese estado haciendo antes. —Yo todavía tenía la moneda en la mano. La miré, la volví sobre su otra cara lanzándola al aire, miré las iniciales E. B. grabadas en el ala izquierda y la guardé—. Quizás había estado vigilando la casa porque lo habían contratado para vender una moneda antigua a un viejo numismático llamado Morningstar. Y este anciano sospechó de dónde venía la moneda, y se lo dijo a Phillips, o se lo dio a entender y también intuyó que había sido robada. Casualmente en esto último estaba equivocado. Si su Doblón Brasher está arriba, entonces la moneda que Phillips debía vender no había sido hurtada. Era una falsificación.
Sus hombros se estremecieron leve y rápidamente, como si sintiese frío. Exceptuando eso, no se movió ni cambió de posición.
—Me temo que después de todo, ésta se está convirtiendo en una de esas largas historias —comenté, con bastante suavidad—. Lo lamento. Será mejor que la organice un poco. No es un relato agradable, porque hay dos asesinatos en él, y quizá tres. Un hombre llamador Vannier y otro llamado Teager tuvieron una idea. Teager era un técnico dental con oficinas en el Edificio Belfont, donde también se encontraba establecido el viejo Morningstar. La idea consistía en falsificar una moneda de oro antigua y valiosa, no tan preciosa como para que resultase imposible venderla, pero lo bastante como para que valiese mucho dinero. El método que idearon era aproximadamente el que emplea un técnico dental para hacer un puente de oro. Se necesitaban los mismos materiales, los mismos aparatos, la misma destreza. O sea, querían reproducir exactamente un modelo en oro haciendo una matriz con un fino cemento blanco y duro, llamado albastone, haciendo luego una réplica del modelo de esa matriz en la cera de moldear, completándola en sus menores detalles e invirtiendo luego la cera, como la llaman, en otra clase de cemento llamado cristobolita que tiene la propiedad de resistir altas temperaturas sin sufrir distorsión. Se deja un pequeño orificio para que salga la cera, agregando una punta de acero que es retirada cuando el cemento se asienta. Entonces el molde de cristobolita es expuesto a una llama hasta que la cera se derrite y sale por el pequeño orificio, dejando un molde hueco del modelo original. Este molde es aplicado a un crisol en una centrífuga y el oro derretido es introducido en él desde el crisol por la fuerza centrífuga. Luego la cristobolita, todavía caliente, es colocada bajo agua fría y se desintegra, dejando el núcleo de oro con una punta de oro que representa la pequeña abertura. Esta excrecencia es limada, el material es limpiado con ácido y es pulido, y usted tiene, en este caso, un Doblón Brasher completamente nuevo hecho de oro sólido e igual al original. ¿Entiende cuál es mi idea?
Él asintió, y se pasó una mano por la frente.
—La habilidad que requiere este proceso —continué—• es exactamente la que tiene un técnico dental. El trabajo no serviría para monedas corrientes, si las tuviéramos de oro, porque el material y el proceso costarían más de lo que valdría dicha pieza. Pero para una moneda de oro cuyo valor estriba en su antigüedad, resultaba muy conveniente. Y eso es lo que hicieron. Pero necesitaban un modelo. Ahí es donde usted entra a participar. Usted se llevó el doblón, pero no para Morny. Se lo entregó a Vannier, ¿no es cierto?
Él miró el piso y permaneció en silencio.
—Hable —dije—. En estas circunstancias no es nada muy grave. Supongo que él le prometió dinero, porque usted lo necesitaba para pagar sus deudas de juego y su madre no se lo daba. Pero tenía sobre usted un dominio mayor que ése.
Entonces levantó la vista, rápidamente, muy pálido con una expresión de horror en los ojos.
—¿Cómo supo eso? —preguntó casi con un susurro.
—Lo descubrí. Me contaron algo, investigué otro poco y adiviné el resto. Más tarde llegaré a eso. Ahora Vannier y su socio han hecho un doblón y quieren probarlo. Deseaban saber si su mercadería resistiría la inspección de un hombre que entendía de monedas antiguas. Entonces Vannier tuvo la idea de contratar a un incauto y hacer que tratase de venderle la falsificación al viejo Morningstar, a un precio bastante bajo como para que el viejo creyese que había sido robado. El incauto que eligieron fue George Phillips, en respuesta a un tonto anuncio que él publicó en los diarios para conseguir clientes. Creo que Lois Morny fue la intermediaria entre Vannier y Phillips, por lo menos al principio. No creo que ella estuviese enterada del plan. Le pidieron que le entregase un paquete a Phillips. Quizás en su interior estaba el doblón que Phillips debía tratar de vender. Pero cuando se lo mostró al viejo Morningstar, pisó en falso. El viejo conocía las colecciones de monedas y las piezas raras. Probablemente sospechó que el doblón fuera auténtico (se habrían necesitado muchos análisis para demostrar que no lo era), pero la forma en que estaban grabadas las inciales del orfebre era muy particular y le sugirió que ése podía ser el Murdock Brasher. Llamó a esta casa y trató de comprobarlo. Eso intrigó a su madre, que descubrió que había desaparecido la moneda. Sospechó de Linda, a la que odia y me contrató para que la recuperase y obligase a Linda a conceder un divorcio sin alimentos.
—No quiero divorciarme —exclamó Murdock acaloradamente—. Nunca pensé en eso. Ella no tenía derecho... —se interrumpió e hizo un gesto desesperado y lanzó una especie de sollozo.
—Perfectamente, eso lo sé. Bien, el viejo Morningstar asustó a Phillips, que no era inescrupuloso sino simplemente tonto. Consiguió sacarle al muchacho su número telefónico. Escuché cómo el viejo llamaba a Phillips a su casa, espiando cuando Morningstar creía que yo había salido de su oficina. Yo acababa de ofrecerle mil dólares para rescatar el doblón, y Morningstar había aceptado la oferta, pensando que podría sacarle la moneda a Phillips, ganar él mismo un poco de dinero y hacer que todo terminase bien. Mientras tanto Phillips estaba vigilando esta casa, quizá para comprobar si entraba y salía la Policía. Me vio, vio mi coche, leyó mi nombre en el registro y casualmente sabía quién era yo. Me siguió, tratando de decidirse a pedir mi ayuda, hasta que lo interpelé en un hotel y masculló algo acerca de haberme conocido en un caso en Ventura cuando él era delegado allá, y me dio a entender que estaba en un aprieto que no le gustaba y que un tipo alto con un ojo raro lo estaba siguiendo. Ese era Eddie Prue, guardaespaldas de Morny. Morny sabía que su esposa se entendía con Vannier y le hizo seguir. Prue vio que ella se encontraba con Phillips cerca de su casa, en Court Street, Bunker Huí, y luego siguió a Phillips hasta que le pareció que éste le había descubierto, cosa que era cierta. Y Prue o alguien que trabajaba para Morny, puede haberme visto entrar en el departamento de Phillips en Court Street. Por ese motivo trató de asustarme por teléfono y luego me pidió que fuese a visitar a Morny.
Dejé la colilla de mi cigarrillo en el cenicero de jade, miré la cara sombría y triste del hombre que tenía sentado frente a mí y seguí machacando.
—Ahora volvemos a usted. Cuando Merle le contó que su madre había contratado a un detective, eso lo asustó. Creyó que ella había notado la ausencia del doblón y vino corriendo a mi oficina y trató de sacar algo en limpio. Muy despectivo, muy sarcástico al llegar, muy interesado por su esposa pero muy preocupado. No sé qué es lo que usted creyó haber descubierto pero se comunicó con Vannier. Tenía que recuperar rápidamente la moneda, y devolvérsela a su madre junto con alguna historia. Se encontró en algún lugar con Vannier y éste le entregó nuevamente un doblón. Lo más probable es que sea otra falsificación. Era lógico que se quedase con el auténtico. En este momento Vannier ve que su plan corre peligro de naufragar antes de haber sido puesto en marcha. Morningstar ha llamado a su madre y ella me ha contratado. Morningstar ha olido algo. Vannier va al departamento de Phillips, entra por los fondos y discute con Phillips, tratando de averiguar qué es lo que éste sabe. Phillips no le confesó que ya me había enviado el doblón falsificado escribiendo el domicilio con una letra de imprenta que más tarde también apareció en el diario que guardaba en su oficina. Deduzco esto del hecho de que Vannier no trató de recuperarlo de mis manos. Naturalmente, no sé qué le dijo Phillips a Vannier, pero lo más probable es que lo acusara de estar ejecutando alguna maniobra ilícita, que afirmara que sabía de dónde provenía la moneda y que iría a contárselo a la Policía o a la señora Murdock. Y Vannier desenfundó un arma lo golpeó en la cabeza y lo mató. Lo registró a él y al departamento y no encontró el doblón. Entonces fue a la oficina de Morningstar. Éste tampoco tenía la moneda falsificada, pero probablemente Vannier creyó que estaba en su poder. Golpeó al viejo en el cráneo con la culata del arma y revisó la caja fuerte, quizás halló algún dinero, quizá no encontró nada, pero de todos modos dejó rastros que hacían pasar lo ocurrido por un asalto. Entonces el señor Vannier llegó a su casa, todavía un poco preocupado porque no había recuperado el doblón, pero con la satisfacción de una tarde bien empleada. Un par de asesinatos perfectos. Quedaba usted.
34
Murdock me miró tensamente, y luego sus ojos bajaron otra vez a la boquilla negra que todavía tenía apretada en la mano. La metió en el bolsillo de la camisa, se puso bruscamente de pie, apretó las muñecas una contra otra y volvió a sentarse. Sacó un pañuelo y se secó la cara.
—¿Por qué yo? —preguntó con voz áspera.
—Usted sabía demasiado. Quizá se había enterado de la existencia de Phillips, quizá no. Eso depende de lo complicado que estuviese en el asunto. Pero usted sí sabía que había alguien llamado Morningstar. El plan había fracasado y Morningstar había sido asesinado. Vannier no podía quedarse sentado, esperando que usted se enterase de eso. Tenía que cerrarle la boca muy, pero que muy bien. Pero para eso no debía matarlo. Casualmente, éste habría sido un paso en falso. Pondría fin al poder que tenía sobre su madre. Ella era una mujer fría, poco escrupulosa, codiciosa, pero si él le hacía daño a usted la convertiría en una fiera. No le habrían importado las consecuencias.
Murdock levantó la vista. Trató de dar a sus ojos una expresión vacía y de estupefacción. Apenas logró que pareciesen opacos y asustados.
—¿Mi madre... qué...?
—No trate de engañarme más de lo necesario —lo interrumpí—. Estoy cansado de que la familia Murdock se burle de mí. Merle vino esta tarde a mi departamento. Ahora está allí. Había ido a la casa de Vannier a entregarle dinero. Una cuota del chantaje. Se le estaba pagando desde hacía ocho años. Usted sabe el motivo.
Él no se movió. Sus manos estaban sobre sus rodillas, rígidas por la tensión. Sus ojos casi habían desaparecido en las órbitas. Eran ojos de condenado.
—Merle encontró muerto a Vannier. Vino a mi departamento y dijo que ella lo había matado. No nos ocupemos del motivo por el que ella cree que debe confesar los asesinatos de otras personas. Fui a su casa y descubrí que estaba muerto desde la noche anterior. Estaba rígido como un muñeco de cera. Había un revólver caído en el piso junto a su mano derecha. Era un arma que había oído describir, un arma que había pertenecido a un hombre llamado Hench, que vivía en el departamento situado frente al de Phillips, del otro lado del corredor. Alguien dejó allí la pistola que había matado a Phillips y se llevó el revólver de Hench. Éste y su amiga estaban borrachos y habían dejado abierto su apartamento. No se ha probado que era el revólver de Hench, pero eso ya se hará. Si lo es, y Vannier se suicidó, eso relaciona a Vannier con la muerte de Phillips. Lois Morny también lo liga con Phillips aunque en otra forma. Si Vannier no se suicidó y yo no creo que lo haya hecho, quizás eso lo relacione igualmente con Phillips. O puede complicar a otra persona con Phillips, a una persona que también mató a Vannier. Hay motivos por los cuales esta idea no me agrada.
Murdock levantó la cabeza.
—¿No? —preguntó, con una voz sorpresivamente clara. Había una nueva expresión en su rostro, algo brillante y resplandeciente, y al mismo tiempo un poco tonto. La expresión de un hombre débil y orgulloso.
—Creo que usted mató a Vannier —dije.
Él no se movió y la expresión brillante no desapareció de su rostro.
—Usted fue a visitarlo ayer por la noche. Él lo llamó. Le dijo que estaba en un aprieto, y que si lo detenían, él se ocuparía de hundirlo a usted también. ¿No dijo algo parecido?
—Sí —respondió Murdock tranquilamente—. Algo exactamente igual. Estaba borracho y un poco enardecido y daba la impresión de tener una sensación de poder. Casi se vanagloriaba. Afirmó que si lo metían en la cámara de gas, yo estaría sentado a su lado. Pero eso no fue todo lo que dijo.
—No. Él no quería sentarse en la cámara de gas y en ese momento no veía ninguna razón clara para que eso ocurriese, si usted mantenía la boca cerrada. Por eso jugó el as del triunfo. El poder que tenía sobre usted, lo que le obligó a robar el doblón y entregárselo (aun cuando también le hubiese prometido dinero), era algo que afectaba a Merle y a su madre. Yo lo sé todo. Su madre confesó lo poco que yo no había deducido. Ése era el dominio que había tenido en primer lugar sobre usted, y era el más fuerte. Porque permitía que usted se justificase ante usted mismo. Pero anoche quiso tener una influencia aún mayor. Y entonces le contó la verdad y le dijo que tenía pruebas.
Él se estremeció, pero consiguió mantener en su rostro su expresión de orgullo.
—Le pegué un tiro —exclamó, con tono casi satisfecho—. Después de todo, ella es mi madre. —Nadie podrá negarle eso. Se puso en pie muy erguido, muy alto. —Me acerqué a la silla en la cual estaba sentado, me agaché y le puse el arma contra la cara. Él tenía un revólver en el bolsillo de su bata. Trató de apoderarse de él, pero no llegó a tiempo. Yo se lo quité. Volví a guardar mi pistola en mi bolsillo. Apoyé el cañón de la otra arma contra el costado de su cabeza y le dije que lo mataría si no me entregaba esa prueba. Empezó a sudar y a balbucear que había estado bromeando. Amartillé el revólver para asustarlo más.
Se interrumpió y estiró una mano. Ésta temblaba pero cuando la contempló, el temblor cesó. La dejó caer a su costado y me miró fijamente en los ojos.
—El revólver debía ser muy sensible. Se disparó solo. Yo salté contra la pared y derribé un cuadro. Esa acción se debió a mi sorpresa, pero al mismo tiempo evitó que la sangre me manchase. Limpié el arma, la rodeé con sus dedos y luego la deposité sobre el piso junto a su mano. Murió instantáneamente. Salvo la primera hemorragia, apenas sangró. Fue un accidente.
—¿Por qué estropearlo? —pregunté con una mueca burlona—. ¿Por qué no dejarlo como un limpio y honrado asesinato?
—Eso es lo que ocurrió. Naturalmente, no puedo probarlo. Pero creo que igualmente lo habría matado. ¿Y la Policía?
Me puse en pie y me encogí de hombros. Me sentía cansado, agotado, exhausto y sacudido. La garganta me dolía de tanto hablar y los sesos me latían por el esfuerzo que tenía que hacer para mantener mis pensamientos en orden.
—No sé nada de la Policía —respondí—. Ellos y yo somos muy buenos amigos, debido a que creen que oculto algo que sé. Y Dios sabe que tienen razón. Quizá lleguen hasta usted. Pero si no fue visto, si no dejó ninguna impresión digital, e incluso si la dejó, si no tienen ningún otro motivo para sospechar de usted y pedirle sus huellas dactiloscópicas para compararlas, quizá nunca piensen en su persona. Si se enteran de lo ocurrido con el doblón, y de que era el Murdock Brasher, no sé cuál será su situación. Todo depende de la opinión que se formen de usted.
—Si no fuese por mi madre eso no me importaría mucho —murmuró él—. Siempre fui un fracasado.
—Y por otra parte —continué, pasando por alto las cursilerías—, si el revólver es verdaderamente muy sensible y usted consigue un buen abogado y explica la verdad, ningún jurado le condenará. A los jurados no les gustan los • chantajistas.
—Es una lástima —dijo él—, porque no me encuentro en situación de usar ese argumento. No sé nada acerca del chantaje. Vannier me explicó cómo ganaría dinero con facilidad, y yo lo necesitaba con urgencia.
—No —contesté—. Si lo ponen en la disyuntiva de tener que hablar del chantaje, usted lo hará. Su madre lo obligará. Si hay que elegir entre su cabeza y la de ella, confesará todo.
—Es horrible •—dijo él—. Es horrible hablar de eso.
—Usted tuvo mucha suerte con ese revólver. Toda la gente que conocemos jugó con él borrándole las impresiones digitales, y poniéndole otras. Incluso yo mismo puse algunas en el arma, para seguir la moda. Es difícil cuando la mano está rígida. Pero tuve que hacerlo. Morny estuvo allí y obligó a su esposa a dejar las de ella. Cree que ella mató a Vannier, y probablemente ella sospecha lo mismo de él.
Él se limitó a mirarme. Me mordí el labio. Me sentí rígido como un trozo de vidrio.
—Bien, creo que ya es hora de irme —manifesté.
—¿Quiere decir que no me hará pagar mi crimen? —preguntó, y su tono volvió a hacerse un poco altanero.
—No lo denunciaré, si es que a eso se refiere. Fuera de ello, no le garantizo nada. Si me veo complicado en el asunto tendré que enfrentar la situación. No se trata de una cuestión de moralidad. No soy un polizonte ni un confidente ni un miembro del tribunal. Usted dice que fue un accidente. Muy bien, lo fue. Yo no fui testigo. No tengo pruebas ni en uno ni en otro sentido. He estado trabajando para su madre, y todo derecho a mi silencio que eso le otorgue será respetado. Ella no me resulta simpática, y usted tampoco. No me gusta esta casa. Su esposa no me gustó. Pero aprecio a Merle. Es un poco tonta y morbosa, pero también es una criatura dulce. Y sé lo que tuvo que sufrir con esta maldita familia durante los últimos ocho años. Y sé que ella no empujó a nadie por la ventana. ¿Eso lo explica todo?
Él lanzó un sonido gutural, pero no articuló nada.
—Voy a llevar a Merle a su casa —continué—. Le pedí a su madre que mañana por la mañana envíe sus ropas a mi departamento. Por si ella se olvida, o se distrae con su solitario, ¿se ocupará de que eso se haga?
Él asintió torpemente. Luego habló con una voz extrañamente fina.
—¿Se irá... así? Ni... ni siquiera le di las gracias. Un hombre que apenas conozco... que corre esos riesgos por mí... No sé qué decir...
—Me voy como lo hago siempre —contesté—. Con una sonrisa alegre y un ligero saludo con la mano. Y con un profundo y sincero deseo de no volver a verlo en una pecera. Buenas noches.
Le volví la espalda. Me acerqué a la puerta y salí. Cerré con un ruido suave y firme del pestillo. Un lindo y suave final a pesar de todo lo anterior desagradable. Por última vez acaricié la cabeza del negrito pintado. Luego caminé hacia mi coche a través del largo parque entre arbustos y cedros inundados de luz de luna.
En el «Plaza» pedí una habitación y, una vez allí, comencé a servirme whisky.
Igual que cualquier borracho vulgar de dormitorio. Cuando bebí lo suficiente como para entorpecer mi cerebro hasta hacerlo dejar de pensar, me desvestí y me metí en la cama, y al cabo de un rato no lo suficientemente corto, me dormí.
35
Eran las tres de la tarde y había cinco maletas junto a la puerta de mi departamento, alineadas sobre la alfombra. Ahí estaba mi maleta amarilla de cuero de vaca, raspada en ambos costados de tantos apretujones que había recibido en los portaequipajes de los coches. Había dos lindas maletas para avión, ambas con las iniciales L. M., también había otra negra, imitación morsa, con las iniciales M. D., y la última era una de esas pequeñas maletas de cuero que se pueden comprar en las tiendas por un dólar cuarenta y nueve.
El doctor Cari Moss acababa de salir maldiciéndome porque había tenido que hacer esperar a su clientela de hipocondríacos de esa tarde. El olor dulzón de su cigarro envenenaba la atmósfera. Estaba analizando en lo que quedaba de mi mente, lo que él contestó cuando le pregunté cuánto tardaría Merle en curarse.
—Depende de lo que entienda por curarse. Siempre tendrá un exceso de tensión nerviosa y una falta de emociones animales. Siempre respirará en atmósferas viciadas. Sería una monja perfecta. El ensueño religioso, con su estrechez, sus emociones estilizadas y su inflexible pureza, habría sido un perfecto desahogo para ella. En las condiciones actuales probablemente terminará siendo una de esas vírgenes de rostro avinagrado que se sientan detrás de los escritorios de las bibliotecas públicas y anotan las fechas en los libros.
—No es tan grave —había respondido yo, pero él se limitó a sonreírme con su rostro astuto y salió del departamento—. Y además, ¿cómo sabe que son vírgenes? —agregué yo, dirigiéndome a la puerta cerrada. Pero eso no me condujo a nada.
Encendí un cigarrillo y me acerqué a la ventana y después de un rato ella salió del dormitorio y se quedó mirándome, con sus ojos rodeados por manchas oscuras y su compuesto rostro pálido sin ningún maquillaje, exceptuando el carmín de los labios.
—Póngase colorete en las mejillas —le indiqué—. Parece la doncella de nieve después de una noche difícil con la flota pesquera.
Entonces ella se retiró y se puso colorete. Cuando volvió a salir, miró el equipaje y dijo suavemente:
—Leslie me prestó dos de sus maletas.
—Sí —respondí, y la observé. Parecía muy linda. Llevaba puestos unos pantalones de cintura alta, color óxido, zapatos abiertos y una blusa estampada marrón y blanco y un pañuelo anaranjado. No tenía puestas las gafas. Sus grandes ojos claros color de cobalto tenían una expresión un poco mareada pero no más de lo que se podía esperar. Su cabello estaba fuertemente estirado, pero eso era algo que yo no podía evitar.
—Lo he molestado —murmuró—. Lo lamento mucho.
—Pamplinas. Hablé con su padre y su madre. Están muy contentos. Le vieron solamente dos veces en ocho años y casi creían que la habían perdido.
—Me encantará estar un tiempo con ellos —contestó Merle mirando la alfombra—. La señora Murdock ha sido muy amable al dejarme ir. Nunca pudo estar mucho tiempo sin mí —agregó. Movió las piernas como si se preguntase qué hacer con ellas mientras usaba los pantalones, aunque éstos eran de ella y quizá ya había tenido que enfrentar antes ese problema. Por fin juntó las rodillas y entrelazó las manos encima de ellas.
—Lo poco que tengamos que conversar —afirmé—, o lo que usted quiera contarme, será mejor que lo pongamos ahora sobre el tapete. Yo no quiero viajar a través de medio país con una ruina nerviosa a mi lado.
—Anoche... —empezó ella, mordiéndose un nudillo.
—Usemos un poco el viejo ácido —manifesté—. Anoche usted me confesó que había matado a Vannier, y luego lo negó. Sé que no lo hizo. Eso está terminado. Ella bajó el nudillo, me miró fijamente, con serenidad y compostura y las manos que tenía sobre las rodillas no mostraron ninguna tensión.
—Vannier estaba muerto mucho antes de que usted llegara. Usted fue a entregarle una cantidad de dinero en nombre de la señora Murdock.
—No... en nombre mío —corrigió—. Aunque naturalmente el dinero era de la señora Murdock. Le debo más de lo que podré pagarle en toda mi vida. Es verdad que no me paga mucho, pero eso no alcanza a...
—El que no le pague un buen sueldo —la interrumpí ásperamente— es un toque característico, y el que usted le deba más de lo que podrá pagarle en toda su vida es más cierto que poético. Se necesitaría a todo el equipo de los Yankees con dos palos de batear para cada jugador para darle lo que se merece. Sin embargo, ahora eso no tiene importancia. Vannier se suicidó porque se vio descubierto realizando un trabajo sucio. Eso es terminante y definitivo. La forma en que usted se comportó fue más o menos una representación. Usted sufrió una severa crisis nerviosa al ver en un espejo la mueca de su cara sin vida, y este shock se mezcló con otro muy antiguo y usted lo dramatizó según su modalidad un poco desequilibrada.
Ella me miró tímidamente y movió su cabeza cobriza, como si estuviese asintiendo.
—Y usted no empujó a Horace Bright por ninguna
ventana —agregué.
—Yo... yo... —balbuceó y su mano subió hasta su boca y permaneció allí, y sus ojos muy dilatados me miraron por encima de ella.
—No haría esto —afirmé—, si el doctor Moss no me hubiese asegurado que no le haría daño, y será mejor que lo aclaremos ahora. Creo que quizás usted supone que mató a Horace Bright. Tuvo un motivo y una oportunidad y sospecho que por un segundo tuvo un impulso para aprovechar esta última. Pero eso no está en su carácter. En el último momento usted se habría contenido. Pero en ese mismo instante, algo hizo crisis y usted se desmayó. Él cayó, naturalmente, pero no fue usted quien lo empujó.
Me interrumpí por un momento, y vi que su mano bajaba para unirse nuevamente con la otra, y las dos se entrelazaron y tiraron con fuerza la una de la otra.
—La hicieron creer que lo había empujado —continué—. Eso fue hecho con cuidado, con deliberación y con esa serena falta de escrúpulos que sólo se encuentra en cierto tipo de mujer cuando trata con otra mujer. Ahora uno no pensaría en los celos al ver a la señora Murdock, pero si ése fue el motivo, ella lo tuvo. Y tuvo otro mejor: cincuenta mil dólares del seguro, todo lo que quedaba de una fortuna arruinada. Ella tenía por su hijo ese extraño amor salvaje y egoísta que tienen esas mujeres. Es fría, amarga, sin escrúpulos, y la usó a usted sin lástima ni piedad, por si Vannier hablaba alguna vez. Usted fue un chivo emisario para ella. Si quiere salir de esa pálida vida infraemocional que ha estado llevando tiene que comprender y creer lo que le estoy diciendo. Sé que es difícil.
—Es completamente imposible —afirmó ella con tranquilidad, mirando el puente de mi nariz—. La señora Murdock ha sido siempre maravillosa conmigo. Es cierto que nunca lo recordé muy bien, pero usted no debe decir esas cosas horribles sobre la gente.
Saqué el sobre blanco que había estado detrás del cuadro de Vannier. Dos fotografías y un negativo. Me coloqué frente a ella y puse una copia sobre su falda.
—Mírela. Vannier la tomó desde la acera de enfrente.
—Pero si es el señor Bright —exclamó ella, al mirarla—. No es una buena fotografía, ¿verdad? Y la señora Murdock... entonces era la señora Bright... está detrás de él. El señor Bright parece enojado.
Ella levantó la vista con una expresión serena.
—Si ahí aparece enojado —manifesté—, debería haberlo visto unos segundos después, cuando se estrelló.
—¿Cuando qué?
—Oiga —dije, y ahora hubo una especie de desesperación en mi voz—, ésa es una instantánea donde se ve a la señora Elizabeth Bright Murdock empujando a su primer marido por la ventana de su oficina. El que está cayendo. Mire la posición de sus manos. Está gritando de miedo. Ella está detrás de él, con el rostro endurecido por la rabia... u otra cosa. ¿No lo entiende? Ésta es la prueba que Vannier tuvo durante estos años.
Los Murdock nunca la vieron, nunca creyeron que existiera. Pero se equivocaban. La encontré anoche, por una casualidad tan grande como la que permitió tomar la fotografía. Y ése fue un destino justo. ¿Ahora me cree?
Ella volvió a estudiar la instantánea y luego la dejó.
—La señora Murdock ha sido siempre muy buena conmigo —afirmó.
—Usted era su tabla de salvación —respondí con la voz medida y tensa de un director de escena durante un mal ensayo—. Ella es una mujer inteligente, cruel, paciente. Conoce sus complejos. Incluso gasta un dólar para conservar un dólar, que es algo que pocas personas como ella hacen. Le concedo ese mérito. Me gustaría premiárselo con un rifle para elefantes pero mi buena educación no me lo permite.
—Bien, eso es todo —murmuró ella, y vi que había oído una palabra de cada tres, y que no creía lo que había escuchado—. No debe mostrarle eso nunca a la señora Murdock. Le afectaría enormemente.
Me puse en pie, le quité la fotografía y la rompí en pequeños fragmentos que tiré al cesto de los papeles.
—Quizás usted lamente que haya hecho esto —le dije, sin agregar que tenía otra copia y un negativo—. Quizás una noche... dentro de tres meses... o dentro de tres años, usted se despertará por la noche y comprenderá que le conté la verdad. Y quizás entonces deseará volver a ver esa fotografía. Y, quizá, también me equivoque respecto a eso. Quizás usted quede muy desilusionada al comprobar que en realidad no mató a nadie. Está bien. En cualquiera de las dos formas está bien. Ahora bajaremos a la calle, nos instalaremos en mi coche y viajaremos hasta Wichita para visitar a sus padres. Y no creo que usted vuelva a casa de la señora Murdock, pero también es posible que me equivoque respecto a esto. De todos modos, no volveremos a hablar de este asunto. Ya no.
—No tengo dinero —manifestó ella.
—Dispone de quinientos dólares que le envió la señora Murdock. Los tengo yo en el bolsillo.
—Oh, ha sido inmensamente bondadosa —exclamó.
—¡Que el infierno la trague! —rugí yo v fui a la cocina y bebí un último trago antes de marcharnos.
36
Estuve ausente durante diez días. Los padres de Merle eran gente imprecisa, bondadosa, paciente, que vivían en una vieja casa de madera en una calle tranquila y oscura. Lloraron cuando les conté la parte de la historia que creí que debían conocer. Dijeron que estaban satisfechos de tenerla nuevamente con ellos y que la cuidarían bien y se culparon de lo ocurrido y yo dejé que lo hicieran.
Cuando partí, Merle llevaba puesto un delantal y tenía en la mano un palo de amasar. Salió a la puerta frotándose las manos contra el delantal, me besó en la boca y empezó a llorar, y volvió corriendo a la casa, dejando la puerta vacía hasta que su madre ocupó ese espacio con su ancha sonrisa satisfecha.
Cuando vi desaparecer la casa tuve una extraña sensación como si hubiese escrito un poema muy bueno y lo hubiese perdido y no pudiese recordarlo.
Al llegar de regreso visité al teniente Breeze y le pregunté cómo marchaba el caso Phillips. Lo habían resuelto limpiamente, con la necesaria mezcla de inteligencia y suerte que uno siempre necesita. Después de todo, los Morny no se presentaron nunca a la Policía, pero alguien llamó por teléfono, informó que había habido un disparo en la casa de Vannier y cortó rápidamente la comunicación. Al experto en dactiloscopia no le gustaron mucho las impresiones digitales del arma de modo que buscaron nitratos de pólvora en la mano de Vannier. Cuando los hallaron decidieron que efectivamente se trataba de un suicidio. Entonces a un detective llamado Lackey, que trabajaba en la División Central de Homicidios, se le ocurrió ocuparse un poco del revólver, y descubrió que una descripción del mismo había sido distribuida y que un arma muy parecida era buscada en relación con el asesinato de Phillips. Hench lo identificó, pero, lo que fue mejor, encontraron la mitad de sus huellas dactilares sobre el costado del gatillo de donde no habían sido borradas por completo.
Con estos datos en su poder, y con un juego de impresiones digitales de Vannier mejor que el que yo había podido producir, fueron nuevamente al apartamento de Phillips y también al de Hench. Encontraron la mano izquierda de Vannier en la cama de Hench y uno de sus dedos en la cara inferior de la palanca de desagüe del lavabo de Phillips. Luego empezaron a trabajar entre el vecindario con fotografías de Vannier, y probaron que había estado dos veces en el callejón y por lo menos tres veces en una calle lateral. Lo curioso fue que nadie lo había visto en la casa de departamentos, o no quisieron admitirlo.
Ahora todo lo que les faltaba era un motivo. Teager se lo dio cuando lo detuvieron en Salt Lake City en momentos en que trataba de venderle un Doblón Brasher a un numismático, quien pensó que era genuino pero robado. Tenía una docena de ellos en su hotel, y uno resultó ser el verdadero. Contó toda la historia y mostró una pequeña marca que había usado para identificar al auténtico. No sabía dónde lo había conseguido Vannier y nunca lo descubrieron porque en los diarios aparecieron bastantes noticias como para atraer al dueño, pero éste no se presentó. Y la Policía dejó de preocuparse por Vannier una vez que quedó establecido que era el asesino. Dejaron su muerte como un suicidio, aunque tenían algunas dudas.
Después de un tiempo pusieron en libertad a Teager porque no creyeron estuviese enterado de los crímenes cometidos y todo lo que tenían contra él era un intento de estafa. Había comprado el oro legalmente, y la falsificación de una moneda en desuso del Estado de Nueva York no estaba contemplada por las leyes federales. El Estado de Utah no se interesó en él.
Nunca habían creído en la confesión de Hench. Breeze dijo que la había usado para hacerme hablar, en caso de que yo ocultara algo. Sabía que no me habría quedado callado si hubiese tenido pruebas de que Hench era inocente. Eso tampoco le sirvió de nada a Hench. Lo hicieron reconocer por varios testigos y le cargaron cinco asaltos a tabernas, que él había cometido en complicidad con un italiano llamado Gaetano Prisco, y en uno de los cuales un hombre había muerto de un tiro. Nunca descubrí si Prisco era pariente de Palermo, pero de todos modos lo capturaron.
—¿Le gusta? —me preguntó Breeze, cuando me hubo contado todo esto, o lo que había ocurrido.
—Hay dos puntos que no están claros —dije—. ¿Por qué huyó Teager y por qué Phillips vivía en Court Street con un nombre falso?
—Teager huyó porque el ascensorista le informó que el viejo Morningstar había sido asesinado, y él olió algo malo. Phillips se hacía llamar Anson porque la compañía de créditos estaba buscando su coche y él estaba prácticamente en bancarrota y desesperado. Esto explica por qué se complicó en algo que desde el primer momento tuvo que haberle parecido dudoso.
Breeze me acompañó hasta la puerta. Apoyó una mano pesada sobre mi hombro y apretó.
—¿Recuerda el caso de Cassidy del que nos habló a Spangler y a mí la noche en que le visitamos?
—Sí.
—Usted le dijo a Spangler que el caso no había existido. Lo hubo... con otro nombre. Yo trabajé en él.
Retiró la mano de mi hombro.
—Pensando en el caso Cassidy —agregó— y en la impresión que me produjo, a veces le concedo a un tipo una oportunidad que quizá no merecería verdaderamente. Una ínfima parte, de entre los sucios millones, devuelta a un tipo que trabaja, como yo... o como usted.
Era de noche. Volví a mi casa, me puse mi ropa más vieja y más cómoda, coloqué las piezas sobre el tablero de ajedrez, me preparé un cóctel y me concentré en otra jugada de Capablanca. Se requerían cincuenta y nueve movidas. Ese ajedrez hermoso, frío, sin remordimientos, casi tétrico en su silenciosa implacabilidad.
Cuando hube terminado escuché por un momento los ruidos que entraban por la ventana abierta y aspiré el perfume de la noche. Luego llevé mi vaso a la cocina, lo llené con agua helada y permanecí frente al fregadero sorbiéndola y mirándome la cara en el espejo.
—Tú y Capablanca —dije.
FIN