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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



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    LA CASA TORCIDA (Agatha Christie)

    Publicado en enero 20, 2010
    GUÍA DEL LECTOR

    En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra:

    BROWN (Laurencio): Joven preceptor de los nietos de Leónides. GAITSKILL: Abogado de la familia Leónides.
    GRAY: Doctor en medicina.
    HAVILAND (Edith): Anciana tía de los Leónides, hermana de la que fue primera esposa del viejo Arístides.
    HAYWARD (Arturo): Comisario de policía de Scotland Yard y padre de
    HAYWARD (Carlos): Joven y sesudo diplomático, novio de Sofía Leónides y protagonista de esta novela.
    LAMB: Sargento de policía.
    LEÓNIDES (Arístides): Anciano millonario y generoso, jefe de la familia, que en su totalidad con él convive.
    LEÓNIDES (Brenda): Joven y bella segunda esposa del anterior. LEÓNIDES (Clemencia): Esposa de Rogerio Leónides, dedicada a investigaciones científicas en el Instituto Lambert.
    LEÓNIDES (Eustaquio): Nieto de Arístides e hijo de Felipe y Magda. LEÓNIDES (Josefina): Hermana de Eustaquio, muchachita de unos catorce años, fea, desgarbada, pero sumamente despabilada. LEÓNIDES (Felipe): Segundo hijo de Arístides y padre de Sofía, Eustaquio y Josefina. Escritor de Historia.
    LEÓNIDES (Rogerio): Hijo mayor de Arístides, gerente de una sociedad de abastecimientos.
    LEÓNIDES (Sofía): Nieta mayor de Arístides e hija de Felipe; novia de Carlos Hayward. Bella y elegante muchacha, funcionaria del Ministerio de Asuntos Exteriores durante la guerra mundial.
    NANNIE: Vieja y fiel criada de la familia Leónides.
    TAVERNER: Inspector de policía.

    CAPÍTULO UNO

    Conocí a Sofía Leónides en Egipto, hacia el final de la guerra. Ocupaba un puesto administrativo bastante importante en uno de los departamentos del Ministerio de Asuntos Exteriores en ese país. La conocí primero en su aspecto oficial y pronto pude apreciar la eficiencia que la había llevado hasta aquel puesto, a pesar de su juventud (por aquella época acababa de cumplir veintidós años).
    Además de ser muy agradable a la vista, tenía la mente muy clara y un especial sentido del humor que me encantaba. Nos hicimos amigos. Resultaba muy fácil el hablar con ella y disfrutamos mucho las veces que salimos juntos a cenar o bailar.
    Todo esto ya lo sabía yo. Lo que no supe hasta que me destinaron a Oriente, al final de la guerra europea, era que estaba enamorado de Sofía y que quería casarme con ella.
    Estábamos cenando en el restaurante «Shepheard» cuando hice este descubrimiento. No fue para mí ninguna sorpresa, sino más bien el reconocimiento oficial de un hecho conocido hacía tiempo. La miré con ojos distintos pero todo lo que vi me era familiar desde mucho antes. Me gustaba todo en ella, el cabello oscuro y rizado, que brotaba orgulloso de su frente, el azul brillante de sus ojos, la pequeña barbilla, cuadrada y luchadora, la nariz recta. Me gustaba su traje gris claro, de buen corte, y la blusa blanca rizada. Todo su aspecto, tan inglés, me atraía poderosamente, después de tres años sin ver mi tierra natal. Nadie, pensé, podría ser más inglés. Y en el mismo momento en que pensaba así, se me ocurrió de pronto si Sofía sería inglesa como parecía. Era como la representación teatral de lo inglés, y la realidad no puede ser tan perfecta.
    Me di cuenta de que a pesar de la confianza con que nos habíamos hablado, discutiendo nuestras ideas, lo que nos gustaba y lo que nos disgustaba, lo futuro y las amistades y conocimientos comunes, Sofía nunca había mencionado ni su casa ni su familia. Ella sabía todo lo referente a mi persona (era, según indiqué anteriormente, una buena oyente); pero sobre ella, yo no sabía nada. Nunca hasta aquel momento había caído en la cuenta de ese hecho.
    Sofía me preguntó en qué estaba pensando.
    Yo le contesté la verdad:
    —En ti.
    —Comprendo —dijo. Y pareció como si realmente comprendiera.
    —Puede que no volvamos a vernos en un par de años —dije—. No sé cuándo volveré a Inglaterra. Pero tan pronto como vuelva, la primera cosa que haré será ir a verte para pedirte que te cases conmigo.
    Me oyó sin pestañear. Estaba allí sentada fumando, sin mirarme.
    Durante unos segundos me sentí nervioso, temiendo no me comprendiera.
    —Escucha —dije—. A lo que estoy completamente decidido es a no pedirte ahora que te cases conmigo. No resultará bien. Primero, puede que me dieras calabazas, y entonces sería muy desgraciado y probablemente me ataría a alguna mujer repugnante, sólo para curar mi vanidad. Y si no me dieras calabazas, ¿qué íbamos a hacer? ¿Casarnos y separarnos inmediatamente? ¿Ponernos en relaciones formales y prepararnos para una larga espera? No podría consentir que hicieras esto. Puede que encontraras otro hombre y que te sintieras obligada a ser «leal» conmigo. Hemos vivido en una atmósfera febril, en la que todo quería hacerse muy de prisa. Los matrimonios y los asuntos amorosos se hacían y deshacían a nuestro alrededor. Me gusta que vuelvas a casa, libre e independiente, que mires a tu alrededor, formes tu opinión del mundo de la posguerra y decidas qué es lo que quieres de él. Lo que hay entre tú y yo, Sofía, tiene que durar. No me interesa un matrimonio de otra clase.
    —Tampoco a mí —dijo Sofía.
    —Por otra parte —dije—, creo que tengo derecho a decirte... bueno, a decirte lo que siento.
    —Pero sin lirismos innecesarios, ¿verdad? —murmuró Sofía.
    —Pero, querida, ¿no comprendes? He tratado de no decirte que te quiero...
    Me detuvo.
    —Comprendo, Carlos. Y me gusta esa manera rara que tienes de hacer las cosas. Puedes ir a verme cuando vuelvas... si todavía lo deseas.
    Me tocó a mí el turno de interrumpir.
    —Sobre eso no hay ninguna duda.
    —Sobre todas las cosas queda siempre la duda. Siempre puede haber un factor incalculable que lo eche todo a rodar. Para empezar, no sabes mucho de mí, ¿verdad?
    —Ni siquiera sé en qué parte de Inglaterra vives.
    —Vivo en Swinly Dean.
    Asentí con la cabeza al oír el nombre del conocido barrio de las afueras de Londres, que se enorgullece de sus tres campos de golf.
    Sofía añadió suavemente, en un murmullo:
    —En una casita torcida....1
    Debí mostrar mi asombro porque ella pareció divertida y explicó, completando la cita:
    —«Y todos vivían juntitos en una casa torcida.» Así somos nosotros. No es que la casa sea pequeña precisamente.
    —¿Es muy numerosa tu familia? ¿Tienes hermanos y hermanas?
    —Un hermano, una hermana, madre, padre, un tío, una tía política, un abuelo, una tía abuela y una bisabuela.
    —¡Qué barbaridad! —exclamé ligeramente sorprendido.
    Ella se rió.
    —Claro que normalmente no vivimos todos juntos. La guerra y los bombardeos nos han reunido. Pero no sé —reflexionó, frunciendo el ceño—; puede que espiritualmente la familia haya vivido siempre junta, bajo la protección y mirada de mi abuelo. Tiene una gran personalidad mi abuelo. Tiene más de ochenta años y mide un metro cuarenta y cinco centímetros, y a su lado todo el mundo parece desdibujado.
    —Debe ser muy interesante —aventuré.
    —Lo es. Es griego, de Esmirna. Se llama Arístides Leónides. —Y añadió con un guiño—: Es inmensamente rico.
    —¿Crees que quedará algún rico cuando esto se acabe?
    —Mi abuelo seguirá siendo rico —dijo Sofía con convencimiento—. Por mucho que expriman a los ricos con impuestos, a él no le harán mella. Será él quien exprima a los exprimidores.
    Tras una corta pausa, añadió:
    —Me pregunto si te gustaría.
    —¿Te gusta a ti? —pregunté.
    —Más que nadie en el mundo —dijo Sofía.

    CAPÍTULO DOS


    Habían pasado más de dos años cuando volví a Inglaterra. No fueron años fáciles. Me carteé con Sofía y supe de ella con bastante frecuencia. Nuestras cartas no eran de amor, sino las de unos buenos amigos que exponen sus ideas y pensamientos y comentan sobre la vida diaria. Sin embargo, en lo que a mí respecta, y creo que a Sofía le ocurría lo mismo, nuestros sentimientos se habían hecho más fuertes y profundos.
    Volví a Inglaterra un día suave del mes de septiembre. Las hojas de los árboles parecían de oro a la luz del atardecer. El viento soplaba en ráfagas juguetonas. Desde el aeropuerto envié el siguiente telegrama:

    «Acabo de llegar. ¿Cenas conmigo esta noche en "Mario" a las nueve? Carlos.»

    Un par de horas más tarde estaba sentado leyendo el Times cuando pasando la vista por la sección social sorprendí el nombre de Leónides:

    «El 19 de septiembre, en Three Gables2, Swinly Dean, falleció Arístides Leónides, amado esposo de Brenda Leónides, a los 87 años. Su muerte ha sido muy sentida.»

    Inmediatamente después había otra pequeña esquela:

    «Leónides. De repente, en su residencia Three Gables, Swinly Dean, ha fallecido Arístides Leónides. Muy sentido por sus amantes hijos y nietos. Flores a la iglesia de Santa Elreda, Swinly Dean.»

    Me pareció muy extraño el hecho de que hubieran enviado al periódico dos esquelas. Debía de ser consecuencia de un error del periódico. Pero mi mayor preocupación era Sofía. Sin perder tiempo le mandé un segundo telegrama:

    «Acabo de enterarme de la muerte de tu abuelo. Lo siento mucho. Dime cuándo puedo verte. Carlos.»

    A las seis recibí un telegrama de Sofía, en casa de mi padre. Decía así:

    «Estaré en "Mario" a las nueve. Sofía.»

    La idea de volver a ver a Sofía me hacía sentirme nervioso y excitado. El tiempo se iba deslizando con desesperante lentitud. Veinte minutos antes de la hora señalada estaba ya en «Mario», esperando. Sofía sólo se retrasó cinco minutos.
    Siempre produce impresión el encontrarse de nuevo con una persona a quien no se ha visto desde hace mucho tiempo, pero que ha estado muy presente en nuestra imaginación. Cuando por fin apareció Sofía por la puerta giratoria, nuestro encuentro parecía completamente irreal. Iba vestida de negro y eso, por alguna extraña razón, me sobresaltó. La mayoría de las mujeres llevaban vestidos negros, pero me di cuenta de que lo de ella era luto y me sorprendió que Sofía fuera de las personas que llevan luto, ni siquiera por un pariente próximo.
    Tomamos unos combinados y después fuimos a buscar nuestra mesa. Hablamos muy de prisa y como febrilmente preguntando por los antiguos amigos de nuestra época de El Cairo. Era una conversación artificial, pero nos sirvió para vencer el aturdimiento por la muerte de su abuelo y Sofía dijo quedamente que había sido «muy repentina». Y otra vez volvimos a nuestros recuerdos. Empecé a sentirme intranquilo. Algo ocurría, algo, quiero decir, que no tenía nada que ver con la violencia natural de los primeros momentos del encuentro. Algo raro le ocurría a Sofía. ¿Iría a decirme que había encontrado otro hombre a quien quería más de lo que me había querido a mí? ¿Que lo que había sentido por mí había sido solamente «un error»?
    Sin saber por qué, no creí que se tratara de eso, pero no sabía lo que pasaba. Entretanto, continuamos con nuestra charla insustancial.
    Y entonces, de pronto, cuando el camarero dejaba el café en la mesa y se retiraba con una inclinación, todo volvió a su debido curso. Allí estábamos juntos Sofía y yo, como tantas otras veces, sentados ante una mesita en el restaurante. Era como si no existieran los años de separación.
    —¡Sofía! —exclamé.
    Y ella dijo inmediatamente:
    —¡Carlos!
    Suspiré aliviado.
    —¡Gracias a Dios que todo ha pasado! —dije—. ¿Qué era lo que nos ocurría?
    —Debía de ser culpa mía. Me estaba portando como una estúpida.
    —Pero ahora todo va bien, ¿verdad?
    —Sí, ahora todo va bien.
    Sonreímos. Yo dije:
    —¡Querida Sofía! ¿Cuando vas a casarte conmigo?
    Su sonrisa se desvaneció. Allí estaba otra vez aquello, fuera lo que fuese.
    —No sé —dijo—. No estoy segura de si podré algún día casarme contigo.
    —¡Pero Sofía! ¿Por qué no? ¿Es porque te parezco un extraño? ¿Quieres que te dé tiempo para acostumbrarte de nuevo a mí? ¿O es que hay otro? No... —me interrumpí—. Soy un estúpido. No es por ninguna de esas cosas.
    —No, no es nada de eso.
    Movió la cabeza. Yo esperé.
    —Es por la muerte de mi abuelo —dijo en voz baja.
    —¿La muerte de tu abuelo? ¿Pero por qué? ¿Qué diferencia hay porque haya muerto tu abuelo? No querrás decir que... no imaginarás que..., ¿es por dinero? ¿Es que no ha dejado dinero? Pero, querida mía, comprenderás que...
    —No es cuestión de dinero —me dirigió una sonrisa rápida—. Creo que no tendrías inconveniente en cargar conmigo con la camisa solamente, según el viejo dicho, y además mi abuelo nunca perdió un céntimo en su vida.
    —Entonces, ¿ocurre algo?
    —Es su muerte en sí misma... ¿Sabes, Carlos, que no creo que haya muerto de muerte natural? Creo que... que lo han matado.
    Me quedé mirándola.
    —¡Qué idea tan fantástica! ¿Cómo se te ha ocurrido?
    —No se me ocurrió. Para empezar, el médico estuvo muy extraño. No firmó el certificado de defunción. Y van a hacerle la autopsia. Está claro que sospechan algo anormal.
    No se lo discutí. Sofía tenía cabeza suficiente y podía confiarse en sus conclusiones. Le dije sinceramente:
    —Puede que tus sospechas sean completamente injustificadas. Pero dejando esto aparte, suponiendo que, efectivamente, estén justificadas, ¿qué tiene eso que ver con nosotros?
    —Puede tener que ver, según las circunstancias. Tú estás en el Cuerpo diplomático y ya sabes que son exigentes respecto a las esposas. No, por favor, no digas las cosas que estás deseando decir. Te crees obligado a decirlas, hasta creo que las sientes, y en teoría estoy de acuerdo. Pero soy orgullosa. Quiero que nuestro matrimonio sea conveniente para los dos, que no sea causa de un sacrificio de amor. Y, como te digo, puede que todo resulte bien...
    —¿Quieres decir que quizás el médico... se ha equivocado?
    —Aunque no se haya equivocado, no importa... con tal que el asesino sea quien debe de ser.
    —¿Qué quieres decir, Sofía?
    —Es horrible decir eso, pero creo que es preferible ser sincero.
    Se anticipó a mis palabras, diciendo:
    —No, Carlos, no voy a decir nada más. Puede que ya haya hablado demasiado. Pero decidí venir personalmente a verte y hacerte comprender. No podemos decir nada hasta que este asunto se haya aclarado.
    —Al menos dime de qué se trata.
    Ella negó con la cabeza.
    —No quiero.
    —Pero... Sofía.
    —No, Carlos. No quiero que nos veas desde mi ángulo. Quiero que nos veas sin influencias de ninguna clase, desde fuera.
    —¿Y cómo voy a hacerlo?
    Me miró con una luz extraña en sus ojos azules.
    —Tu padre te lo dirá —dijo.
    Le había dicho a Sofía en El Cairo que mi padre era comisario de Scotland Yard. Todavía ocupaba aquel puesto. Al oír sus palabras, un frío se apoderó de mí.
    —¿Es tan grave, entonces?
    —Eso creo. ¿Ves aquel hombre que está sentado cerca de la puerta, un tipo guapo, tranquilo, con aspecto de militar retirado?
    —Sí.
    —Estaba en el andén de Swinly Dean cuando cogí el tren.
    —¿Quieres decir que te ha seguido hasta aquí?
    —Sí. Creo que estamos todos..., ¿cómo se dice?, bajo vigilancia. Dieron a entender que haríamos bien en no dejar la casa. Pero yo tenía que verte —su pequeña barbilla cuadrada se adelantó en ademán de lucha—. Salí por la ventana del cuarto de baño y me deslicé por la cañería.
    —¡Mi vida!
    — Pero los policías son muy eficientes. Y además, claro, tenían el telegrama que te mandé. Bueno, no importa... estamos aquí, juntos... Pero de aquí en adelante tendremos que actuar por separado.
    Hizo una pausa y añadió:
    —Por desgracia, no hay duda de que nos queremos.
    —No hay la menor duda. Y no digas «por desgracia». Hemos sobrevivido a una guerra mundial, nos hemos librado milagrosamente de muchas muertes repentinas, y no veo por qué la muerte de un anciano... por cierto, ¿qué edad tenía?
    —Ochenta y siete años.
    —Sí, es cierto; lo decía el Times. Si quieres que te diga lo que yo pienso, creo que murió de viejo, y cualquier médico que se respete aceptaría el hecho.
    —Si hubieses conocido a mi abuelo —dijo Sofía—, te habría sorprendido el que pudiera morir, fuera en la forma que fuese.

    CAPÍTULO TRES


    Siempre había despertado en mí cierto interés el trabajo de mi padre, pero nunca hubiera creído que llegaría el momento en que me interesara directa y personalmente.
    Todavía no había visto al viejo3. Estaba fuera cuando yo había llegado y después de tomar un baño, afeitarme y mudarme, había salido a encontrarme con Sofía. Sin embargo, cuando volví a casa, Glover me dijo que estaba en su despacho.
    Sentado ante su mesa escritorio, examinaba, con el ceño fruncido, un montón de papeles. Se puso en pie de un salto cuando entré en la habitación.
    —¡Carlos! ¡Vaya, vaya; cuánto tiempo ha pasado!
    Nuestro encuentro, después de cinco años de guerra, hubiera desilusionado a un francés. Pero en realidad, aunque lo ocultáramos, estábamos sinceramente emocionados. El viejo y yo nos tenemos mucho cariño y nos comprendemos perfectamente.
    —Tengo un poco de whisky —dijo, sirviéndome—. Siento haber estado fuera cuando llegaste. Estoy abrumado de trabajo. Acaba de presentarse un caso endiablado.
    —¿El de Arístides Leónides? —pregunté.
    Inmediatamente frunció el ceño y me dirigió una rápida mirada inquisitiva.
    —¿Por qué dices eso, Carlos? —me preguntó con voz fría y cortés.
    —¿Tengo razón entonces?
    —¿Cómo te has enterado de este asunto?
    —Por información recibida.
    El viejo aguardó.
    —Mi información —dije— viene de la fuente misma.
    —Vamos, Carlos, cuéntamelo.
    —Puede que no te guste —dije—. Conocí a Sofía Leónides en El Cairo. Me enamoré de ella, voy a casarme con ella, y esta noche hemos cenado juntos.
    —¿Que ha cenado contigo? ¿En Londres? ¡No sé cómo se las habrá arreglado! Se le pidió a la familia... claro que muy cortésmente, que no saliera de casa.
    —Eso es. Pero Sofía se dejó caer por una tubería desde la ventana del cuarto de baño.
    Una fugaz sonrisa crispó los labios del viejo.
    —Parece una señorita de recursos —dijo.
    —Pero tus policías son muy competentes —dije—. Un tipo muy agradable, de aspecto militar, la siguió hasta el restaurante de Mario. Voy a figurar en los informes que te den: un metro sesenta y ocho centímetros, pelo castaño, ojos castaños, traje azul oscuro...
    Me miró con fijeza.
    —¿Es... cosa seria? —preguntó.
    Hubo un momento de silencio.
    —Sí, papá, es serio —afirmé y, tras una pausa, pregunté—: ¿Te importa?
    —No me hubiera importado... hace una semana. Es una familia bien situada, la chica tendrá dinero, y te conozco; sé que no pierdes la cabeza fácilmente. Pero ahora...
    —¿Ahora qué, papá?
    —Puede que todo vaya bien, si...
    —Si ¿qué?
    —Si el asesino es quien debe de ser.
    Era la segunda vez aquella noche que oía aquella frase. Empecé a interesarme.
    —¿Y quién es exactamente quien debe de ser?
    Me dirigió una mirada rápida.
    —¿Cuánto sabes tú de esto?
    —Nada.
    —¿Nada? —se sorprendió—. ¿No te lo contó la chica?
    —No. Dijo que prefería que yo lo viera todo... desde fuera.
    —¿Por qué diría eso?
    —¿No te parece clarísimo?
    —No, Carlos; no lo es.
    Empezó a pasearse por la habitación con el ceño fruncido. Había encendido un puro y lo había dejado consumir. Este detalle me mostró cuan preocupado estaba.
    —¿Qué es lo que sabes de la familia? —me espetó.
    —¡Diablos! Sé que había el viejo y un conjunto de hijos y nietos y parientes políticos. No entiendo bien los parentescos.
    Hice una pausa y continué:
    —Será mejor que me pongas en antecedentes, papá.
    Mi padre tomó asiento.
    —Sí. Pues bien, empezaré por el principio, con Arístides Leónides. Llegó a Inglaterra muy joven, cuando tenía veinticuatro años.
    —Era griego, de Esmirna.
    —¿Sabías eso?
    —Sí; pero es poco más o menos todo lo que sé.
    La puerta se abrió y entró Glover para decir que había llegado el inspector Taverner.
    —Es él quien se encarga del caso —dijo mi padre—. Será mejor que pase. Ha estado siguiendo la pista a la familia. Sabe de ellos más que yo.
    Pregunté si la policía local había acudido a Scotland Yard.
    —Está en nuestra jurisdicción. Swinly Dean pertenece al gran Londres.
    Hice un gesto de comprensión. Entró el inspector Taverner. Hacía muchos años que nos conocíamos. Me recibió con grandes muestras de afecto y me felicitó por haber regresado felizmente.
    —Estoy enterando a Carlos —dijo el viejo—. Corríjame si me equivoco, Taverner. Leónides vino a Londres en mil ochocientos ochenta y cuatro. Abrió en Soho un pequeño restaurante y le fue bien. Abrió otro restaurante. Pronto era dueño de siete u ocho. Todos alcanzaron un éxito rápido.
    —Nunca cometió un error en ninguno de sus negocios —dijo el inspector Taverner.
    —Tenía un don natural —corroboró mi padre—. Terminó por estar detrás de casi todos los restaurantes famosos de Londres. Entonces entró en el negocio en gran escala de suministros de banquetes para bodas, etcétera.
    —Estaba también detrás de otros muchos negocios —exclamó Taverner—. Compraventa de ropas, tiendas de bisutería barata, un montón de cosas. Claro que... —añadió pensativo— siempre fue un vivo.
    —¿Quiere usted decir que era un criminal? —pregunté.
    Taverner negó con la cabeza.
    —No, eso no; criminal no... pero sus métodos eran torcidos. Nunca hizo nada que estuviera fuera de la ley, pero era de esos tipos que siempre encuentran el medio de sortearla. De este modo, incluso en esta última guerra se puso las botas, ya viejo como era. Nunca hizo nada ilegal, pero tan pronto como se metía en algo, había que hacer una nueva ley; no sé si me entiendes. Pero para entonces, ya estaba él en otro asunto.
    —No resulta muy atractiva la descripción —dije.
    —Pues por raro que parezca era un hombre atractivo. Tenía una personalidad que hacía sentir su fuerza. Físicamente no era gran cosa, era un enano feo, pero con cierto magnetismo. Las mujeres se enamoraban de él.
    —Hizo un matrimonio sorprendente —dijo mi padre—. Se casó con la hija de un miembro de la nobleza campesina.
    Hice un gesto de sorpresa.
    —¿Por dinero?
    El viejo negó.
    —No; fue un matrimonio de amor. Le conoció con motivo de los preparativos para el banquete de boda de una amiga suya, banquete que sirvió Leónides, y se enamoró de él. Sus padres se enfadaron mucho, pero ella estaba decidida a conseguirlo. Ya he dicho que el hombre tenía su atractivo; había en él algo exótico y dinámico que la atrajo. Se aburría de muerte con los de su mundo.
    —¿Y fue un matrimonio feliz?
    —Muy feliz, por extraño que parezca. Claro que sus respectivos amigos no se trataban (en aquellos tiempos, todavía el dinero no borraba todas las diferencias sociales), pero no parece que eso les haya preocupado. Se hizo una casa de lo más absurda en Swinly Dean y allí vivieron y tuvieron ocho hijos.
    —Es una auténtica crónica de familia.
    —El viejo Leónides fue muy listo al escoger Swinly Dean. Empezaba entonces a estar de moda; todavía no existían ni el segundo ni el tercer campo de golf. Había allí una mezcla de personas ancianas, muy amantes de sus jardines y que simpatizaron con la señora Leónides, y ricos hombres de negocios que querían relacionarse con Leónides, de modo que pudieron escoger sus amistades. Creo que fueron muy felices hasta que ella murió de pulmonía, en mil novecientos cinco.
    —¿Dejándole ocho hijos?
    —Uno de ellos había muerto de niño. Dos de los hijos murieron en la última guerra. Una hija se casó y se fue a Australia, donde murió. Una hija soltera se mató en un accidente de automóvil. Otra murió hace un par de años. Todavía viven dos, el mayor, Rogerio, casado, sin hijos, y Felipe, que se casó con una conocida actriz, de la que tiene tres hijos: tu Sofía, Eustaquio y Josefina.
    —¿Y viven todos juntos en..., cómo se llama?, ¿Three Gables?
    —Sí. La casa de Rogerio Leónides y su esposa fue bombardeada al principio de la guerra. Felipe y su familia han vivido allí desde mil novecientos treinta y siete. Y hay también una tía mayor, la señorita de Haviland, hermana de la difunta señora Leónides. Al parecer, siempre ha odiado a su cuñado, pero cuando murió su hermana, consideró su deber aceptar la invitación del viudo de ir a vivir con él y criar a los niños.
    —Tiene un alto sentido del deber —dijo el inspector Taverner—. Pero no es de las personas que cambian de opinión respecto a los demás. Nunca le ha gustado Leónides y siempre ha desaprobado sus métodos.
    —Bien —dije—. Parece una familia bastante numerosa. ¿Quién cree usted que le ha matado?
    —Es muy pronto para decirlo —dijo—. Muy pronto.
    —Vamos, Taverner —dije—. Apuesto algo a que cree usted saber quién lo hizo. No estamos ante el tribunal, hombre.
    —No —dijo Taverner, sombrío—. Y puede que nunca lo estemos.
    —¿Quiere usted decir que puede que no haya sido asesinado?
    Taverner sacudió la cabeza.
    —No, eso no; fue asesinado, eso es seguro. Le envenenaron. Pero ya saben ustedes lo que pasa con estos casos de envenenamiento, que es muy difícil encontrar pruebas. Muy difícil. Puede ocurrir que todo señale en una dirección...
    —Ahí es donde quiero yo ir a parar. Lo tiene usted todo en su cabeza, ¿no es así?
    —En este caso hay un asesino muy probable. Parece clarísimo; la construcción es perfecta. Pero no sé, no sé. Es más difícil de lo que parece.
    Miré al viejo con expresión suplicante y él dijo lentamente:
    —Como sabes, Carlos, en los casos de asesinato la solución obvia suele ser la acertada. El viejo Leónides se volvió a casar, hace diez años.
    —¿A los setenta y siete?
    —Sí, y con una joven de veinticuatro.
    Lancé un silbido.
    —¿Qué clase de mujer?
    —Una joven que trabajaba en un salón de té. Una chica muy respetable y guapa, de una belleza anémica y apática.
    —¿Y es ella la probable asesina?
    —Usted verá, señor —dijo Taverner—. Tiene sólo treinta y cuatro años ahora, y ésa es una edad peligrosa. Le gusta la buena vida. Y hay un joven en la casa, preceptor de los nietos. No ha hecho la guerra, tiene malo el corazón, o algo así. Los dos son uña y carne.
    Le miré pensativo. Realmente, la situación resultaba muy conocida, y la segunda señora Leónides, según había recalcado mi padre, era muy respetable. Muchos crímenes se han cometido en nombre de la respetabilidad.
    —¿Con qué fue? —pregunté—. ¿Con arsénico?
    —No. No tenemos todavía el resultado del análisis, pero... el médico opina que se trata de eserina.
    —No es un veneno muy corriente, ¿verdad? Será fácil localizar al comprador.
    —En este caso, no. El veneno estaba en una medicina del muerto: gotas para los ojos.
    —Leónides padecía de diabetes —dijo mi padre—. Le ponían con regularidad inyecciones de insulina. La insulina se sirve en pequeñas botellas con una tapa de goma. Con una aguja hipodérmica se atraviesa la tapa de goma y se extrae el líquido.
    Adiviné lo que venía después.
    —Y en la botella no había insulina, sino eserina, ¿no es eso?
    —Exactamente.
    —¿Y quién le puso la inyección? —pregunté.
    —Su mujer.
    Comprendí entonces lo que Sofía quería decir con aquello de «si el asesino es quien debe de ser».
    Pregunté:
    —¿Se lleva bien la familia con la segunda mujer?
    —No. Tengo la impresión de que apenas se hablan.
    Todo parecía ir aclarándose cada vez más. Sin embargo, era evidente que el inspector Taverner no estaba satisfecho.
    —¿Qué no le gusta de todo esto? —le pregunté.
    —De ser ella, Carlos, le hubiera sido tan fácil sustituir después la botella por una de insulina... Realmente, si es la culpable, no puedo explicarme por qué diablos no lo hizo así.
    —Sí, parece lo indicado. ¿Hay mucha insulina en la casa?
    —¡Ah, sí, botellas vacías y llenas! Y si hubiese hecho lo que digo, habría una probabilidad entre diez de que el médico lo hubiera notado. Se sabe muy poco sobre los efectos del envenenamiento por eserina apreciables en la autopsia. Pero tal como hicieron las cosas, el médico examinó la insulina, por si la concentración no fuera la debida, o algo por el estilo, y claro, pronto se dio cuenta de que no era insulina.
    —Así que una de dos —dije pensativo— o la señora Leónides fue muy estúpida o muy hábil.
    —¿Qué quiere usted decir...?
    —Que puede contar con que usted saque la consecuencia de que nadie podría ser tan estúpido. ¿Es ésa la única alternativa? ¿No hay otros sospechosos?
    El viejo dijo quedamente:
    —Prácticamente todos en la casa pueden haberlo hecho. Había siempre gran cantidad de insulina, por lo menos la necesaria para quince días. Pudo sustituirse el contenido de uno de los frascos, dejándolo de nuevo en su sitio con la seguridad de que, más tarde o más temprano, se haría uso del veneno.
    —¿Y los frascos estaban al alcance de todos?
    —No, estaban cerrados con llave. Los guardaban en un estante del armario de las medicinas del cuarto de baño de Leónides. Todos en la casa entraban y salían a su antojo.
    —¿Hay alguien que tuviera un motivo de peso?
    Mi padre suspiró:
    —Querido Carlos, Arístides Leónides era inmensamente rico. Había dado parte de su dinero a la familia, es cierto, pero puede que alguien quisiera más.
    —Pero la actual viuda sería la persona que más necesitara dinero. ¿Tiene dinero el joven preceptor?
    —No. Es pobre como las ratas.
    Algo acudió a mi cerebro. Recordé la cita de Sofía y de pronto, toda la estrofa de la canción infantil:

    Érase un hombre torcido
    que anduvo una milla torcida.
    Encontró seis peniques torcidos
    junto a un portillo torcido.
    Tenia un gato torcido
    que cogió un ratón torcido,
    y todos vivieron juntos
    en una casita torcida.

    Le dije a Taverner:
    —¿Qué impresión tiene usted de la señora Leónides? ¿Qué opina usted de ella?
    Taverner replicó muy lentamente:
    —Es difícil de decir. Muy difícil. No es una persona fácil de comprender. Es muy callada, de modo que nunca se sabe lo que está pensando. Pero le gusta darse buena vida; juraría que no me equivoco en esto. Me recuerda a un gato, a un gato grande, ronroneante y perezoso... No es que yo tenga nada en contra de los gatos. No me disgustan...
    Suspiró.
    —Lo que necesitamos —dijo— son pruebas.
    Sí, pensé yo, todos necesitamos pruebas de que la señora Leónides había envenenado a su esposo. Sofía las necesitaba, yo las necesitaba y el inspector Taverner las necesitaba.
    Entonces reinaría la paz en nuestros corazones.
    Pero Sofía no estaba segura, yo no estaba seguro y me pareció que el inspector Taverner tampoco estaba seguro.

    CAPÍTULO CUATRO


    Al día siguiente me dirigí a Three Gables en compañía de Taverner. Mi posición era muy particular. Lo menos que podía decirse de ella era que no tenía nada de convencional. Pero el viejo nunca había sido muy amigo de convencionalismos.
    Yo gozaba de cierta reputación por haber trabajado con la Sección Especial de Scotland Yard en los primeros tiempos de la guerra.
    Claro que el asunto que nos ocupaba era completamente distinto, pero mis anteriores actuaciones me habían procurado, por decirlo así, cierto renombre oficial.
    —Si queremos tener alguna probabilidad de resolver este caso —dijo mi padre—, tenemos que conseguir que cante alguien en la casa. Tenemos que saber todo lo que se refiere a la familia. Tenemos que conocerles desde dentro, no desde fuera. Tú eres la persona indicada para conseguir esto.
    No me gustó la idea. Tiré la colilla de mi cigarrillo en el hogar de la chimenea y dije:
    —Que me convierta en un espía de la policía, ¿no es eso? Tengo que sonsacar a Sofía, la chica a quien quiero y que también me quiere y confía en mí, o al menos eso creo.
    El viejo se irritó y dijo en tono cortante:
    —Por el amor de Dios, no lo consideres desde el punto de vista tópico. Primero, tú no crees que tu chica haya asesinado a su abuelo, ¿verdad?
    —Claro que no. Ésa es una idea completamente absurda.
    —Muy bien. Tampoco lo creemos nosotros. Ha estado fuera durante varios años y siempre se ha llevado perfectamente con él. Tenía una renta muy saneada y creo que a él, por su parte, le hubiese encantado saberla en relaciones formales contigo y probablemente le hubiera dado una bonita dote. No sospechamos de ella. ¿Por qué habíamos de sospechar? Pero hay una cosa de la que puedes estar bien seguro; si este asunto no se aclara, la chica no se casará contigo. Por lo que me has dicho, estoy seguro de ello. Y fíjate en lo que te digo: éste es uno de los crímenes que quizá no se aclaren nunca. Podemos estar bastante convencidos de que la mujer y el chico se pusieron de acuerdo para cometer el crimen, pero probarlo es otra cosa. Por el momento, ni siquiera podemos presentar el caso al juez de Instrucción. Y a menos que consigamos pruebas concluyentes contra ella, siempre quedará la maldita duda. Comprendes, ¿verdad?
    Sí, lo comprendí.
    Entonces dijo el viejo con calma:
    —¿Por qué no decírselo a ella?
    —¿Quieres decir pedirle a Sofía que...? —me interrumpí.
    El viejo asintió con enérgicos movimientos de cabeza.
    —Claro, claro. No pretendo que te cueles en la casa sin decirle a la chica lo que te traes entre manos. Entérate de lo que dice ella de todo esto.
    Y por eso al día siguiente me dirigí en coche a Swinly Dean, en compañía del inspector Taverner y del sargento Lamb.
    Poco después de pasar el campo de golf cruzamos la verja que rodeaba a Three Gables, por donde me imagino habría antes de la guerra una monumental puerta de hierro. El patriotismo o la requisa despiadada la habían arrancado de allí. Subimos una larga avenida en curva, flanqueada de rododendros y salimos a una gran extensión de grava situada frente a la casa.
    ¡Parecía increíble! Me pregunté por qué le llamarían «Tres buhardillas». Once buhardillas hubiera sido un título más adecuado. Lo más curioso era que daba la impresión de ser una tergiversación, y me pareció comprender el motivo. Era, en realidad, como una casita de campo, una casita que hubiera crecido desproporcionadamente, y vista a través de una lente que ampliara la imagen de un modo gigantesco. Las vigas inclinadas, los tejados abuhardillados... eran exactamente la casita torcida del cuento, que había crecido como un hongo durante la noche.
    Sin embargo, comprendí la idea. Era la idea que tenía un hostelero griego de lo inglés. ¡El hogar de un inglés, en el tamaño de un castillo! Me pregunté qué habría pensado de la casa la primera señora Leónides. Supuse que no habría sido consultada ni le habrían enseñado los planos, sino que seguramente su exótico esposo se la habría ofrecido como una sorpresita. Y ella, ¿habría sentido un escalofrío de horror, o habría sonreído?
    Al parecer, su vida allí había sido muy feliz.
    —Abruma un poco, ¿verdad? —preguntó el inspector Taverner—. El viejo Leónides fue añadiendo edificaciones a la construcción original, haciendo, por decirlo así, tres casas separadas, con cocinas y todo lo demás. Por dentro está estupendo, equipado como un hotel de lujo.
    Sofía salió por la puerta principal. Iba sin sombrero y llevaba una blusa verde y una falda de tweed.
    Se paró en seco al verme.
    —¿Tú? —exclamó.
    —Sofía —dije—. Tengo que hablarte. ¿Dónde podemos ir?
    Creí por un momento que iba a hacer alguna objeción, pero cambió de idea y dijo:
    —Por aquí.
    Bajamos a través del césped. La perspectiva que se divisaba desde allí era hermosa: en primer término el campo de golf número 1 de Swinly Dean, detrás de un altozano cubierto de pinos y, al fondo, ya confuso y nebuloso, el paisaje campesino.
    Sofía me condujo a un jardín con rocas artificiales, un poco descuidado, donde había un banco rústico de madera muy incómodo, en el que nos sentamos.
    —Bueno, di —murmuró.
    Su voz era alentadora.
    Dije todo lo que tenía que decir, sin ocultar nada.
    Me escuchó con mucha atención. Su rostro no dejaba ver cuáles eran sus pensamientos, pero cuando puse punto final a mi relato, suspiró profundamente.
    —Es muy inteligente tu padre— exclamó.
    —El viejo tiene puntos de vista propios. A mí, personalmente, me parece una idea descabellada, pero...
    Me interrumpió.
    —No, no; la idea no tiene nada de descabellada. Es lo único que puede ayudarnos. Tu padre, Carlos, sabe exactamente lo que me preocupa. Lo sabe bastante mejor que tú.
    Con vehemencia súbita y casi desesperada, apretó con fuerza sus manos crispadas.
    —Tengo que conocer la verdad. Tengo que saber.
    —¿Por nosotros? ¡Pero... mi vida...!
    —No solamente por nosotros, Carlos. Tengo que saber por mi propia tranquilidad. ¿Sabes, Carlos?, anoche no te lo dije, pero la verdad es que tengo miedo.
    —¿Miedo?
    —¡Sí, miedo, miedo, miedo! La policía, tu padre, tú, todo el mundo cree que fue Brenda.
    —Las probabilidades...
    —Sí, sí, es probable, es posible. Pero cuando me digo «lo probable es que haya sido Brenda», me doy cuenta de que quiero engañarme a mí misma, porque en el fondo no lo creo.
    —¿No lo crees? —pregunté lentamente.
    —No lo sé. Lo has sabido todo desde fuera, como yo quería. Ahora te lo mostraré desde dentro. Sencillamente, no me parece que Brenda sea una persona así, no la creo capaz de hacer nada que pueda acarrearle algún peligro. Cuida demasiado de su persona.
    —¿Y qué hay de ese joven, Laurencio Brown?
    —Laurencio es un pusilánime. No tendría agallas para hacerlo.
    —No se sabe.
    —Es cierto. Nunca se sabe. Quiero decir que la gente a veces le sorprende a uno de un modo horrible. Se forma uno una idea de las personas y, algunas veces, esta idea es completamente equivocada. No siempre, mas sí algunas veces. Pero de todos modos, Brenda —negó con la cabeza— siempre ha estado tan dentro de su papel... Es lo que yo llamo una mujer de harén. Le gusta tumbarse, comer dulces, tener joyas y vestidos bonitos, leer novelas baratas e ir al cine. Y aunque parezca extraño, si se piensa que el abuelo tenía ochenta y siete años, creo que la tenía impresionada. Mi abuelo ejercía como un dominio sobre las personas, ¿sabes? Creo que era capaz de hacer que una mujer se sintiera como... una reina, la favorita del sultán. Siempre he creído que hacía a Brenda sentirse una mujer romántica y excitante. Siempre había sabido cómo tratar a las mujeres, durante toda su vida, y eso es una especie de arte, una práctica que no se pierde, por muy viejo que se sea.
    Dejé por un momento el problema de Brenda y volví a una frase de Sofía que me había desasosegado.
    —¿Por qué has dicho que tenías miedo? —pregunté.
    Sofía se estremeció ligeramente y se oprimió las manos, una contra otra.
    —Porque es cierto —dijo en voz baja—. Es muy importante, Carlos, que comprendas esto. Somos una familia muy extraña... Hay en nosotros crueldad... crueldad de diferentes clases. Esto es lo que más me atormenta: las diversas clases.
    Debió de ver, por mi expresión, que no había comprendido, porque siguió con vivacidad:
    —Trataré de expresar claramente lo que quiero decir. Mi abuelo, por ejemplo. Una vez que nos estaba contando cosas de cuando era muchacho, en Esmirna, mencionó, sin darle importancia, que había apuñalado a dos hombres. Había habido por medio una pelea, un insulto imperdonable... no sé, pero la cosa había ocurrido con toda naturalidad. Él había olvidado el asunto casi por completo. Pero resultó tan extraño oírlo así, inesperadamente, en Inglaterra...
    Hice un signo de comprensión.
    —Ésa es una de las clases de crueldad —continuó Sofía—. Ahora vamos con mi abuela. Apenas la recuerdo, pero he oído hablar mucho de ella. Creo que debe de haber tenido la crueldad que resulta de carecer por completo de imaginación. Sus antepasados eran apasionados en la caza del zorro, generales a la antigua, llenos de rectitud y arrogancia, pero que no sentían el menor escrúpulo en decidir sobre la vida y la muerte.
    —¿No queda muy atrás todo eso?
    —Sí, claro, pero es un tipo de hombre que siempre me ha asustado. Muy rectos, pero crueles. Y luego tenemos a mi madre. Es actriz, es encantadora, pero no tiene el menor sentido de la proporción. Es una de esas egoístas inconscientes, incapaces de mirar las cosas como no sea relacionándolas consigo misma. Y esto, a veces, puede resultar terrible. Y luego Clemencia, la mujer de tío Rogerio. Es una mujer de ciencia, trabaja en no sé qué investigación muy importante; también es cruel, de un modo frío e impersonal. Tío Rogerio es todo lo contrario, es el hombre más bueno y encantador del mundo, pero tiene un genio temible. Cuando le hierve la sangre no sabe lo que hace. Y mi padre...
    Hizo una larga pausa.
    —Mi padre —continuó lentamente— se contiene demasiado. Nunca se sabe lo que piensa. Nunca demuestra la menor emoción. Probablemente, es una especie de autodefensa inconsciente contra las orgías emocionales de mi madre, pero algunas veces... me preocupa algo.
    —Hijita mía —dije—, te estás torturando sin necesidad. Va a resultar que todos son capaces de cometer un asesinato.
    —Eso creo, hasta yo.
    —¡También tú!
    —No, Carlos, no puedes hacer de mí una excepción. Me figuro que podría matar a alguien. Pero de hacerlo, tendría que ser por algo que valiera realmente la pena.
    Me eché a reír, sin poderlo evitar. Sofía sonrió.
    —Puede que sea una tonta —dijo—, pero tenemos que descubrir la verdad acerca de la muerte de mi abuelo. Tenemos que hacerlo. Si hubiera sido Brenda...
    De pronto sentí lástima por Brenda Leónides.

    CAPÍTULO CINCO


    Por el sendero venía hacia nosotros una figura alta, andando a paso ligero. Llevaba puesto un viejo sombrero de fieltro, una falda deformada y un jersey muy pesado.
    —Tía Edith —dijo Sofía.
    La figura se detuvo una o dos veces, inclinándose sobre los linderos de flores, y luego se acercó a nosotros. Me puse en pie.
    —Tía Edith, éste es Carlos Hayward. Mi tía, la señorita de Haviland.
    Edith Haviland era una mujer de unos sesenta años. Tenía el cabello gris y descuidado; el rostro curtido y la mirada aguda y penetrante.
    —¿Cómo está? —me preguntó—. He oído hablar de usted. ¡Conque de vuelta de Oriente! ¿Cómo está su padre?
    Muy sorprendido, le dije que estaba muy bien.
    —Le conocí cuando era un chiquillo —dijo la señorita de Haviland—. Conocí también mucho a su madre. Se parece usted a ella. ¿Ha venido usted a ayudarnos o... a lo contrario?
    —Espero servirles de ayuda —dije, sintiéndome a disgusto.
    Ella asintió con un movimiento de cabeza.
    —No nos vendrá mal un poco de ayuda. Los policías andan por la casa como moscas. Por todos lados le atisban a uno. No me gustan algunos de ésos. Un chico que haya ido a un colegio decente no debería entrar en la policía. Vi el otro día al hijo de Moyra Kinoul parando el tránsito en Marble Arch4. Se siente una como si no supiera dónde está.
    Se volvió hacia Sofía.
    —Nannie pregunta por ti, Sofía. Algo de pescado.
    —Iré a telefonear —dijo Sofía.
    Se dirigió rápidamente a la casa. La señorita de Haviland tomó lentamente el mismo camino y yo acomodé mi paso al suyo.
    —No sé lo que haríamos sin estas criadas antiguas —dijo la señorita de Haviland—. Casi todo el mundo tiene una vieja Nannie. Lavan, planchan, guisan, limpian la casa... Son muy fieles. A ésta la cogí yo misma, hace ya muchos años...
    Se agachó y tiró con saña de unas hierbas enmarañadas y retorcidas.
    —¡Son horribles estas correhuelas! No hay hierbajos peores. Todo lo obstruyen, se enreda uno en ellas y como crecen bajo tierra, no hay manera de deshacerse de ellas ni a tirones.
    Con el tacón de su zapato trituró con saña la mata de hierbas.
    —Mal asunto, Carlos Hayward —dijo, mirando en dirección a la casa—. ¿Qué opina la policía? Me figuro que no debería preguntárselo a usted. Resulta muy extraño el pensar que Arístides haya sido envenenado. En realidad, hasta la misma idea de que esté muerto me extraña. Nunca me gustó, ¡nunca! Pero no puedo hacerme a la idea de que en estos momentos esté muerto... ¡La casa parece tan... vacía!
    No contesté. A pesar de su modo de hablar, tan cortado, Edith de Haviland parecía entregada a sus recuerdos.
    —Estaba pensando esta mañana... He vivido aquí mucho tiempo. Él me lo pidió. Siete hijos, y el pequeño sólo un año... No podía dejar que los criara un extranjero, ¿verdad? Un matrimonio absurdo, desde luego. Siempre he creído que Marcia debió de ser... bueno, embrujada. ¡Un extranjero pequeño, feo y vulgar! Me dio carta blanca, tengo que reconocerlo. Niñeras, institutrices, colegios... Y comida sana y apropiada para niños, no aquellos platos de arroz con especias que solía comer él.
    —¿Y ha estado usted aquí siempre, desde entonces? —pregunté.
    —Sí. Es extraño, en cierto modo... Me figuro que podría haberme marchado cuando los chicos crecieron y se casaron... Creo que le cogí apego al jardín. Y además, Felipe. Si un hombre se casa con una actriz, no puede esperar llevar una vida de hogar. No sé por qué las actrices tienen hijos. Tan pronto como el niño ha nacido, se van a actuar a Edimburgo o a algún lugar lo más remoto posible. Felipe hizo lo que debía hacer; se vino aquí con sus libros.
    —¿Qué hace Felipe Leónides?
    —Escribe libros, no sé por qué. Nadie tiene interés en leerlos. Todos son sobre detalles históricos, muy confusos. Usted no ha oído hablar nunca de ellos, ¿verdad?
    Tuve que admitirlo así.
    —Lo que pasa es que ha tenido demasiado dinero —dijo la señorita de Haviland—. La mayoría de la gente no puede ser extravagante porque ha de ganarse la vida.
    —¿No le dan dinero los libros?
    —Claro que no. Está considerado como una gran autoridad en determinadas épocas, y todo eso. Pero no tiene necesidad de vivir de los libros. Arístides le asignó unas cien mil libras, ¡una cantidad fantástica! Para evitar el pago de derechos reales a su muerte, Arístides los hizo a todos económicamente independientes. Rogerio dirige la sociedad Abastecimientos Reunidos. Sofía tiene una bonita asignación, y el dinero de los niños está en depósito.
    —¿De modo que nadie se beneficia especialmente con su muerte?
    La señorita de Haviland me dirigió una mirada extraña.
    —Sí, sí se benefician. Todos tendrán más dinero. Pero probablemente lo hubieran tenido de todos modos si lo hubieran pedido.
    —¿Tiene usted alguna idea de quién lo envenenó, señorita de Haviland?
    Ella replicó de un modo muy suyo:
    —No, no tengo la menor idea. Me preocupa mucho esto. No es agradable el pensar que tiene uno una especie de Borgia rondando por la casa. Me figuro que la policía se ensañará con la pobre Brenda. —¿No cree usted que tendrían suficiente razón si lo hicieran?
    —No sé qué decirle. Siempre me ha parecido una joven muy estúpida y vulgar. Llena de convencionalismos. No concuerda con mi idea de un envenenador. Sin embargo, si una joven de veinticuatro años se casa con un hombre que anda muy cerca de los ochenta, es evidente que se casa por dinero. Si las cosas hubieran seguido su curso normal, podía tener esperanzas de convertirse bastante pronto en una viuda rica. Pero Arístides era un viejo muy duro. Su diabetes no se agravaba. Parecía como si fuera a vivir cien años. Supongo que se habrá cansado de esperar...
    —En ese caso... —dije, y me detuve.
    —En ese caso —dijo la señorita de Haviland vivamente— la cosa no sería tan mala. Claro que habría una publicidad molesta, pero al fin y al cabo, no es de la familia.
    —¿No tiene ninguna otra idea? —pregunté.
    —¿Qué otras ideas voy a tener?
    Eso me preguntaba yo. Sospeché que en aquella cabeza, bajo el viejo sombrero de fieltro, había más de lo que yo sabía.
    Detrás de aquel modo de hablar cortado, casi inconexo, me pareció que trabajaba un cerebro muy agudo. Incluso llegué a pensar por un momento si la señorita de Haviland habría envenenado a Arístides Leónides...
    No parecía una idea descabellada. En mi imaginación conservaba aún el recuerdo del modo como había aplastado contra el suelo la correhuela, como un ensañamiento.
    Recordé la palabra que había empleado Sofía: crueldad. Miré de soslayo a Edith de Haviland.
    Dándole una razón que valiera la pena.. Pero, ¿qué razón valdría la pena para Edith de Haviland?
    Para contestar a esta pregunta tendría que conocerla mejor.

    CAPITULO SEIS


    La puerta principal estaba abierta. La cruzamos y nos encontramos en un vestíbulo extraordinariamente amplio. Los muebles eran sobrios, de roble oscuro, bien pulimentado y con relucientes clavos de bronce. Al fondo, donde debía aparecer la escalera, había un panel blanco y en él una puerta.
    —La parte de la casa de mi cuñado —dijo la señorita de Haviland—. El piso bajo es de Felipe y Magda.
    Cruzando una puerta a la izquierda, pasamos a un gran salón cuyas paredes tenían papeles de color azul pálido. Los muebles estaban tapizados de pesado brocado y en las mesas y en las paredes había colgadas fotografías y cuadros de actores y bailarines y bocetos y escenas de teatro. Sobre la chimenea colgaba un grupo de bailarinas de «ballet» de Degas. Había muchas flores, enormes crisantemos color castaño y grandes jarrones con claveles.
    —Querrá usted ver a Felipe, ¿verdad? —preguntó la señorita de Haviland.
    ¿Quería ver a Felipe? No tenía la menor idea. Todo lo que yo pretendía era ver a Sofía y ya lo había hecho. Había apoyado con entusiasmo el plan del viejo, pero ahora había desaparecido de la escena; seguramente andaría telefoneando a la pescadería, sin haberme indicado cómo debía proceder. ¿Debería presentarme ante Felipe Leónides como un hombre que ansiaba casarse con su hija, como un conocido que se presentaba de improviso, ¡y en qué momento!, o como un aliado de la policía?
    La señorita de Haviland no me dio tiempo de meditar su pregunta. En realidad, no era una pregunta, sino más bien una afirmación categórica. Me pareció que la señorita de Haviland era más aficionada a hacer afirmaciones categóricas que a interrogar.
    —Vamos a la biblioteca —dijo.
    Salimos del salón y me condujo a lo largo de un pasillo a través de otra puerta.
    Era un gabinete grande lleno de libros. No había libros únicamente en las estanterías, que llegaban al techo, sino en las sillas, en las mesas y hasta por el suelo. Y sin embargo, no daban sensación de desorden.
    El cuarto estaba frío. Eché de menos algún olor que había esperado sentir. Olía a la humedad de los libros viejos y un poco a cera. Segundos mis tarde caí en la cuenta de cuál era el olor que había echado en falta. Era el olor del tabaco. Felipe Leónides no era fumador.
    Estaba sentado detrás de su mesa y cuando entramos se levantó. Era un hombre alto, de unos cincuenta años y extraordinariamente guapo. Todo el mundo había insistido tanto en la fealdad de Arístides Leónides, que había esperado que su hijo fuera feo también. No estaba preparado para encontrarme con aquella perfección de facciones: la nariz recta, la impecable línea de la mandíbula, el pelo rubio, que empezaba a encanecer, peinado hacia atrás, dejando al descubierto la frente bien formada.
    —Éste es Carlos Hayward, Felipe —dijo Edith de Haviland.
    —¡Ah! ¿Cómo está usted?
    No podía decir si había oído o no hablar de mí. La mano que me tendió estaba fría. Su rostro no mostraba la menor curiosidad. Permaneció tranquilo y desinteresado y yo me sentí nervioso.
    —¿Dónde están esos horribles policías? —preguntó la señorita de Haviland—. ¿Han estado aquí?
    —Creo que el inspector jefe... —echó una mirada a una tarjeta que tenía sobre la mesa— Taverner vendrá pronto a hablar conmigo.
    —¿Dónde está ahora?
    —No tengo idea, tía Edith. Supongo que arriba.
    —¿Con Brenda?
    —No lo sé.
    Viendo a Felipe Leónides parecía completamente imposible que se hubiera cometido un asesinato cerca de él.
    —¿Se ha levantado Magda?
    —No sé. No suele levantarse antes de las once.
    —Eso es muy propio de ella —dijo incisiva Edith.
    Lo que me pareció muy de la señora de Felipe Leónides fue una voz que, hablando alto y muy rápidamente se acercaba muy de prisa a nosotros. La puerta detrás de mí se abrió bruscamente y una mujer entró en la habitación. No sé cómo se las arregló para dar la impresión de que, en lugar de una, eran tres las mujeres que habían entrado.
    Fumaba un cigarrillo sujeto a una boquilla larga y llevaba una negligé de raso color melocotón, cuyo borde levantaba con una mano. Por la espalda le caía una cascada de pelo dorado rojizo. Su rostro tenía el aspecto de desnudez casi escandalosa que tienen hoy en día las mujeres sin maquillaje. Sus ojos eran azules y enormes y hablaba muy rápidamente, con voz clara y atractiva y una pronunciación muy clara.
    —Querido, no puedo soportarlo, es que no puedo más. Piensa en la publicidad. Todavía no está en los periódicos, pero vendrá, naturalmente. Y es que no acabo de decidirme sobre lo que voy a ponerme para la sumaría. ¿Algo muy discreto? Pero negro no, yo diría que morado oscuro... Y no me queda ni un solo cupón para comprar la tela. He perdido la dirección de aquel hombre horrible que me la vendía... Ya sabes, es un garaje cerca de la avenida Shaftesbury. Y si fuera allá en el coche, la policía me seguiría y podrían hacerme toda clase de preguntas embarazosas, ¿verdad? Porque, ¿qué puede uno decirles? ¡Pero qué tranquilo eres, Felipe! ¿Cómo puedes estar tan tranquilo? ¿No te das cuenta de que ahora podemos dejar esta horrible casa? ¡Libres, libres! ¡Oh, qué mala soy, el pobre viejecito! Claro que en vida nunca lo hubiéramos dejado. ¿Verdad que nos quería con locura?, y eso a pesar de las dificultades que trató de crear entre nosotros la mujer de arriba. Estoy completamente segura de que si nos hubiéramos marchado, dejándoselo a ella, nos hubiera dejado sin un céntimo. Es una criatura horrible. Después de todo, nuestro pobre viejecito tenía casi noventa años y todos los lazos familiares del mundo no hubieran podido nada contra una mujer como ésa, aquí junto a él. ¿Sabes, Felipe? Creo que ésta sería una oportunidad magnífica de poner en escena la obra de Edith Thompson. Este asesinato nos daría mucha publicidad por anticipado. Bildenstein me dijo que podría conseguir el teatro Thespian; esa obra tan aburrida, en verso, sobre mineros, va a ser retirada en cualquier momento; y es un papel maravilloso. Ya sé que dicen que debo hacer siempre comedia, por la forma de mi nariz, pero yo te digo que se puede sacar mucha comedia de Edith Thompson; la comedia aumenta el «suspense». Ya sé exactamente cómo lo haría... vulgar, tonta, fingiendo hasta el último momento, y entonces...
    Extendió un brazo y el cigarrillo se cayó sobre la mesa de caoba de Felipe y empezó a quemar la madera. Felipe, impasible, lo cogió y lo tiró al cesto de los papeles.
    —Y entonces —susurró Magda Leónides, abriendo súbitamente los ojos y el rostro rígido— terror...
    La rigidez del miedo permaneció en su rostro durante unos veinte segundos, luego pareció relajarse, encogerse, y parecía una niña aturdida por completo, a punto de echarse a llorar.
    De pronto, como si pasaran una esponja por su rostro, desapareció de él toda emoción y, volviéndose hacia mí, me preguntó en tono práctico:
    —¿No cree usted que éste es el modo como debe interpretarse a Edith Thompson?
    Le dije que, en efecto, era así exactamente como debía interpretarse a Edith Thompson. En aquel momento recordaba sólo vagamente quién era Edith Thompson, pero tenía mucho interés en empezar bien con la madre de Sofía.
    —Parecida a Brenda, ¿verdad? —dijo Magda—. Nunca había pensado en eso. Es muy interesante. ¿Deberé hacérselo notar al inspector?
    El hombre sentado detrás del escritorio frunció ligeramente el entrecejo.
    —Verdaderamente, Magda, no es necesario que lo veas —dijo—. Yo le diré todo lo que quiera saber.
    —¿Que no lo vea? —dijo ella, alzando la voz—. Naturalmente que debo verle. ¡Querido Felipe, tienes tan poca imaginación! No te das cuenta de la importancia de los detalles. Querrá saber con exactitud cómo y cuándo ocurrió todo, y las pequeñas cosas que hemos notado y nos han llamado la atención...
    —Mamá —dijo Sofía, entrando en la habitación—, no le contarás al inspector un montón de mentiras...
    —Sofía, corazón.
    —Ya sé, mamaíta, que lo tienes todo preparado y que estás dispuesta a interpretar una escena maravillosa. Pero estás equivocada, completamente equivocada...
    —¡Tonterías! Tú qué sabes...
    —Sí lo sé. Tienes que interpretarla de un modo completamente distinto, mamaíta. Discreta, diciendo muy pocas cosas, reservándote toda información, en guardia para proteger a la familia.
    El rostro de Magda Leónides mostró la ingenua perplejidad de una niña.
    —Pero, hijita, ¿tú crees sinceramente que..?
    —Sí. Hay que cambiar por completo la escena.
    Al tiempo que una sonrisita complacida asomaba al rostro de su madre, dijo Sofía:
    —Te he hecho un poco de chocolate. Lo he dejado en el salón.
    —¡Ah, muy bien! ¡Estoy desfallecida!
    Se detuvo en la puerta.
    —¡No sabe usted —dijo, y sus palabras podían dirigirse lo mismo a mí que a la estantería detrás de mi cabeza— lo maravilloso que es tener una hija!
    Y de este modo tan teatral salió de la habitación.
    —Dios sabe lo que dirá a la policía —dijo la señorita de Haviland.
    —No te preocupes —dijo Sofía—. Interpretará la escena como le diga el director. Yo soy el director.
    Salió detrás de su madre, pero giró sobre sus talones para decir:
    —Papá, está aquí el inspector jefe Taverner, que quiere verte. No te importa que Carlos se quede, ¿verdad?
    Me pareció que en el rostro de Felipe Leónides asomaba una ligera expresión de asombro. Y no era para menos. Pero su natural falta de curiosidad me resultó muy ventajosa.
    —No, claro que no —dijo vagamente.
    El inspector jefe Taverner entró en la habitación. Su aspecto inspiraba confianza y sus ademanes rápidos y eficientes produjeron un efecto sedante.
    «Tan sólo una pequeña molestia —parecía decir— y nos marcharemos para siempre y nadie se alegrará más de ello que nosotros. No tenemos el menor deseo de andar rondando por aquí, se lo aseguro a ustedes...»
    No sé cómo se las arregló para dar esa impresión, sin decir una palabra, simplemente acercando una silla al escritorio, pero surtió el efecto apetecido. Me senté un poco aparte, discretamente.
    —Usted dirá, inspector —dijo Felipe.
    La señorita de Haviland dijo bruscamente:
    —¿Me necesita, inspector?
    —Por el momento no, señorita de Haviland. Después si pudiera hablar unas palabras con usted...
    —Naturalmente. Estaré arriba.
    Salió cerrando la puerta tras de sí.
    —Usted dirá, inspector —repitió Felipe.
    —Ya sé que tiene usted muchas ocupaciones y no le molestaré mucho rato. Pero puedo decirle confidencialmente que nuestras sospechas se han confirmado. Su padre no ha muerto de muerte natural. Su muerte fue el resultado de una dosis excesiva de fisostigmina, más conocida como eserina.
    Felipe hizo una inclinación de cabeza, sin demostrar ninguna emoción especial.
    —¿No le sugiere nada esto? —continuó el inspector Taverner.
    —¿Qué quiere que me sugiera? Mi opinión personal es que mi padre debe de haber tomado el veneno por equivocación.
    —¿Lo cree usted, realmente, señor Leónides?
    —Sí, me parece muy posible. Andaba muy cerca de los noventa años, recuérdelo, inspector, y su vista era ya muy defectuosa.
    —De modo que vació el contenido del frasco de sus gotas para los ojos en la botella de insulina... ¿De verdad le parece posible la idea, señor Leónides?
    Felipe no contestó. Su rostro estaba más desprovisto que nunca de expresión.
    Taverner continuó:
    —Hemos encontrado el frasco de la medicina de los ojos, vacío, en el cubo de la basura. No hay huellas dactilares. Eso en sí ya es extraño. Normalmente debía de haber habido huellas; las de su padre de seguro, y probablemente las de su esposa, o las del criado...
    Felipe Leónides levantó la vista.
    —¿Y el criado? —dijo—. ¿Qué hay de Johnson?
    —¿Insinúa usted que Johnson pudo ser el criminal? Desde luego, tuvo oportunidad. En cambio, si se piensa en el motivo ya es otra cosa. Su padre tenía la costumbre de darle una gratificación todos los años, y cada año aumentaba la cantidad. Su padre se expresó con toda claridad que esto era en lugar de cualquier cantidad que hubiera de dejarle en su testamento. Después de siete años de servicio, la gratificación había alcanzado una suma considerable y todavía seguía subiendo. Es evidente que a Johnson le interesaba que su padre viviera aún muchos años. Además, estaban en excelentes relaciones y su hoja de servicios es impecable. Es un criado sumamente activo y muy fiel —Hizo una pausa—. No sospechamos ni lo más mínimo de Johnson.
    Felipe contestó con voz desprovista de entonación:
    —Comprendo.
    —Y ahora, señor Leónides, ¿quiere usted hacerme una relación detallada de sus movimientos el día de la muerte de su padre?
    —Desde luego, inspector. Estuve aquí, en esta habitación, durante todo el día, con excepción de las comidas, naturalmente.
    —¿Vio usted a su padre?
    —Le di los buenos días después del desayuno, según era mi costumbre.
    —¿Estuvo usted solo con él entonces?
    —Mi... madrastra estaba en la habitación.
    —¿Era normal su aspecto?
    Con cierto matiz irónico, Felipe contestó:
    —No demostró tener conocimiento por anticipado de que iba a ser asesinado aquel día.
    —¿Está completamente separada de ésta la parte de la casa reservada a su padre?
    —Sí, el único acceso entre ésta y aquélla es la puerta del vestíbulo.
    —¿Suele estar cerrada esa puerta?
    —No.
    —¿Nunca?
    —No sé que se haya cerrado nunca.
    —¿Cualquier persona podía ir libremente de aquella parte de la casa a ésta?
    —Por supuesto. La separación es puramente doméstica.
    —¿Cómo se enteró de la muerte de su padre?
    —Mi hermano Rogerio, que ocupa el ala izquierda del piso de arriba, bajó corriendo a decir que a mi padre le había dado un ataque de repente. Respiraba con dificultad y parecía muy enfermo.
    —¿Qué hizo usted?
    —Telefoneé al médico, lo que a nadie se le había ocurrido, al parecer. El doctor no estaba en casa, pero le dejé recado de que viniera lo antes posible. Entonces subí.
    —¿Y luego?
    —Era evidente que mi padre estaba muy enfermo. Murió antes de que llegara el médico.
    La voz de Felipe no revelaba la menor emoción. Se limitó a hacer constar el hecho.
    —¿Dónde estaba el resto de su familia?
    —Mi esposa estaba en Londres. Volvió poco después. Creo que Sofía estaba fuera también. Los dos pequeños, Eustaquio y Josefina, estaban en casa.
    —Espero que no me interprete mal, señor Leónides, si le pido que diga exactamente cómo afecta a su posición económica la muerte de su padre.
    —Comprendo perfectamente que quiera usted conocer todos los hechos. Hace muchos años que mi padre nos emancipó económicamente. A mi hermano le hizo presidente y principal accionista de Abastecimientos Reunidos, su empresa más importante, y puso su dirección enteramente en sus manos. A mí me transfirió lo que consideró una suma equivalente, creo que fueron ciento cincuenta mil libras en valores y obligaciones, de tal modo que pudiera hacer uso del capital si lo deseaba. También les asignó cantidades muy generosas a mis dos hermanas, que han muerto hace algún tiempo.
    —Pero se reservó seguramente a sí mismo una buena fortuna...
    —No, realmente sólo había retenido para sí una renta relativamente modesta. Dijo que eso le haría tener interés en la vida. Desde entonces... —por primera vez, una pálida sonrisa surcó los labios de Felipe—, como consecuencia de varias operaciones llegó a ser todavía más rico de lo que había sido antes.
    —Usted y su hermano han venido a vivir aquí. ¿No fue eso resultado de... dificultades económicas?
    —En absoluto. Fue sólo cuestión de conveniencia. Mi padre nos había dicho siempre que seríamos bien recibidos si queríamos vivir con él. Por varias razones de orden familiar, esto me resultó conveniente. Además —añadió Felipe, meditativo—, yo quería muchísimo a mi padre. Vine aquí con mi familia en 1937. No pago alquiler, pero sí una parte proporcional de los impuestos.
    —¿Y su hermano?
    —Mi hermano vino aquí cuando su casa de Londres fue bombardeada en 1943.
    —Y ahora, señor Leónides, ¿tiene usted alguna idea de cuáles son las disposiciones testamentarias de su padre?
    —Una idea clarísima. Modificó su testamento en 1946. Mi padre no era hombre reservado. Tenía muy arraigado el sentimiento familiar. Nos reunió a todos en cónclave, y su abogado, que también estaba presente, nos explicó, a petición suya, los términos del testamento. Supongo que los conoce usted. Sin duda, el señor Gaitskill le habrá informado. En términos generales, le dejaba a mi madrastra cien mil libras, libres de derechos, además de la dote, muy generosa, que le había asignado al casarse. El resto del capital se dividía en tres partes, una para mí, otra para mi hermano y la tercera, en depósito, para los tres nietos. El capital es grande, pero los derechos reales, naturalmente, serán muy elevados.
    —¿Algunos legados a los criados o a obras de beneficencia?
    —Ningún legado. Los salarios pagados a los criados eran aumentados cada año si continuaban a su servicio.
    —Perdone mi pregunta, señor Leónides, ¿no está usted necesitado de dinero?
    —Los impuestos sobre la renta, como usted sabe, inspector, son muy elevados, pero mi renta cubre ampliamente mis necesidades y las de mi esposa. Además, mi padre nos hacía con frecuencia regalos muy generosos y, de surgir algún aprieto, nos hubiera ayudado inmediatamente.
    Felipe añadió con voz fría y clara:
    —Le aseguro, inspector, que no había razones económicas que me hicieran desear en modo alguno la muerte de mi padre.
    —Sentiría mucho, señor Leónides, que creyera usted que estoy insinuando algo por el estilo. Pero tenemos que llegar a todos los hechos. Y ahora, lo siento, pero tengo que hacerle algunas preguntas muy delicadas. Se trata de las relaciones entre su padre y su esposa. ¿Eran felices?
    —Que yo sepa, muy felices.
    —¿No había en algunas ocasiones disputas entre ellos?
    —No lo creo.
    —¿No había... una gran diferencia de edad entre ellos?
    —La había.
    —Perdone mi pregunta, ¿aprobó usted el segundo matrimonio de su padre?
    —No se solicitó mi aprobación.
    —Eso no es una contestación, señor Leónides.
    —Ya que insiste, le diré que el matrimonio me pareció... poco prudente.
    —¿Reconvino usted a su padre por ello?
    —Cuando me enteré era un hecho consumado.
    —Fue un golpe para usted, ¿no es cierto?
    Felipe no contestó.
    —¿No hubo nunca resentimiento entre ustedes por este asunto?
    —Mi padre tenía libertad absoluta de hacer lo que quisiera.
    —¿Han sido amistosas sus relaciones con la señora Leónides?
    —Por completo.
    —¿Es usted buen amigo suyo?
    —Nos vemos muy raramente.
    El inspector Taverner cambió el rumbo del interrogatorio.
    —¿Puede usted decirme algo del señor Laurencio Brown?
    —Siento no poder ayudarle. Lo contrató mi padre.
    —Pero fue contratado para dar clase a sus hijos, señor Leónides.
    —Cierto. Mi hijo ha padecido parálisis infantil, afortunadamente benigna, y no se consideró conveniente mandarlo a un colegio. Mi padre sugirió que el niño y mi hija menor, Josefina, tuvieran un profesor particular. En aquella época no había mucho donde escoger, ya que el profesor tenía que estar libre del servicio militar. Éste tenía una buena hoja de servicios; a mi padre y a mi tía, que siempre se ha cuidado mucho de los niños, les pareció bien, y yo di mi consentimiento. Debo añadir que no tengo reparo que poner a su sistema de enseñanza; ha sido un maestro recto y eficaz.
    —¿Cómo es que sus habitaciones no están aquí, sino en la parte de la casa destinada a su padre?
    —Había más sitio allí.
    —Siento tener que hacerle esta pregunta, pero ¿ha notado usted alguna vez muestra de intimidad entre Laurencio Brown y su madrastra?
    —No he tenido oportunidad de observar nada por el estilo.
    —¿Ha oído usted alguna murmuración o comadreo sobre este asunto?
    —No escucho murmuraciones ni comadreos, inspector.
    —Una actitud digna de encomio —aprobó el inspector Taverner—. ¿De modo que usted no ha visto nada malo, ni oído nada malo, ni tiene nada malo que decir?
    —Si quiere usted expresarlo así, inspector...
    El inspector Taverner se levantó.
    —Bien. Muchas gracias, señor Leónides.
    Le seguí discretamente fuera de la habitación.
    —¡Puf! —exclamó Taverner—. ¡Qué tipo más frío!

    CAPÍTULO SIETE


    —Y ahora —siguió Taverner— vamos a cambiar unas palabras con la esposa de Felipe Leónides. Su nombre en las tablas es Magda West.
    —¿Es buena actriz? —pregunté—. Conozco el nombre y creo que la he visto en varias obras, pero no puedo recordar cuándo ni dónde.
    —Es una de esas actrices que están muy cerca del éxito, sin llegar a alcanzarlo por completo —dijo Taverner—. En una o dos ocasiones se presentó en el West End haciendo el papel principal y se ha hecho un nombre en el Repertory de Edimburgo. Actúa mucho para los pequeños teatros de intelectuales y los clubs dominicales. Creo que la ha perjudicado mucho el no tener necesidad de ganarse la vida con el teatro. Ha podido permitirse el escoger demasiado, ir adonde le pareciera y de cuando en cuando, patrocinar una obra porque se encaprichaba por un papel... por regla general el papel menos adecuado para ella. El resultado es que se ha quedado un poco en la categoría amateur, en lugar de estar en la profesional. Y le advierto que es buena, sobre todo en comedia, pero a los directores no les gusta mucho; dicen que es demasiado independiente, enredadora, que fomenta peleas a su alrededor y disfruta haciendo un poco de daño. No sé hasta qué punto será esto verdad, pero no es muy popular entre los demás artistas.
    Sofía salió del salón y dijo:
    —Mi madre está aquí, inspector.
    Seguí a Taverner al salón. Por un momento me costó trabajo conocer a la mujer sentada en un sofá.
    Llevaba el cabello rubio rojizo en lo alto de la cabeza, al estilo eduardiano, y vestía un traje de chaqueta color gris oscuro, de buen corte, y una blusa plisada de color malva, cerrada en el cuello con un pequeño camafeo. Por primera vez aprecié el encanto de su nariz, deliciosamente respingona. Parecía completamente increíble que fuera la tormentosa criatura del negligé color melocotón.
    —¿El inspector Taverner? —inquirió—. Pase y siéntese. ¿Quiere fumar? Éste es un asunto espantoso. No acabo de comprenderlo...
    Habló con voz grave y desprovista de emoción; era la voz de una persona decidida a toda costa a mostrar dominio de sí misma.
    —Por favor —continuó—, dígame si puedo ayudarle en algo.
    —Gracias, señora Leónides. ¿Dónde se encontraba usted en el momento de la tragedia?
    —Me figuro que estaría de regreso de Londres, en coche. Había almorzado aquel día en el restaurante Ivy con una amiga. Después fuimos a una exposición de modelos. Tomamos una copa con otros amigos en el Berkeley y me volví a casa. Cuando llegué aquí, la casa estaba trastornada. Al parecer a mi suegro le había dado un ataque de repente. Estaba... muerto.
    Su voz tembló sólo un poquito.
    —¿Quería usted a su suegro?
    —Lo adoraba...
    Su voz subió de tono. Sofía enderezó, muy ligeramente, el cuadro del Degas. La voz de Magda volvió a su anterior tono amortiguado.
    —Le quería mucho —insistió con voz tranquila—. Todos le queríamos mucho. Era... muy bueno y generoso con nosotros.
    —¿Se llevaba usted bien con la señora Leónides?
    —No veíamos mucho a Brenda.
    —¿Por qué?
    —No teníamos mucho en común. ¡La pobre Brenda! La vida debe de haber sido dura con ella algunas veces.
    De nuevo alteró Sofía la posición del Degas.
    —¿De verdad? ¿En qué sentido?
    —¡Ah, no sé! —Magda movió la cabeza con una sonrisa triste.
    —¿Era feliz la señora Leónides con su esposo?
    —Sí, sí; eso creo.
    —¿No había disputas entre ellos?
    Otra vez aquel movimiento de cabeza, acompañado de la sonrisita tenue.
    —No lo sé realmente, inspector. La parte de la casa que ocupaban está separada de ésta.
    —¿No es cierto que ella y el señor Laurencio Brown eran muy buenos amigos?
    Magda Leónides se puso rígida. Sus ojos miraron con reproche a Taverner.
    —No creo que deba usted preguntarme cosas como ésa —dijo con dignidad—. Brenda es muy amiga de todo el mundo. Es una persona de natural afectuoso.
    —¿Le agrada a usted el señor Laurencio Brown?
    —Es muy callado. Muy agradable, pero su presencia apenas se nota. No lo he visto mucho, en realidad.
    —¿Es buen profesor?
    —Creo que sí. Pero no podría decírselo con seguridad. Felipe parece que está muy satisfecho.
    Taverner ensayó una táctica por sorpresa.
    —Siento hacerle esta pregunta, pero ¿cree usted que había relaciones amorosas entre el señor Brown y la señora Brenda Leónides?
    Magda se levantó. Su actitud era muy de grande dame.
    —Nunca he visto nada que probara semejante cosa —exclamó—. Realmente, inspector, creo que no debe usted hacerme esas preguntas. Es la esposa de mi suegro.
    Sentí deseos de aplaudir.
    El inspector se levantó también.
    —¿Es más bien una pregunta para hacer a los criados? —insinuó.
    Magda no contestó.
    —Gracias, señora Leónides —terminó el inspector, y salió de la habitación.
    —Lo hiciste maravillosamente, mamá —dijo Sofía a su madre con calor.
    Magda, con expresión pensativa, retorció un rizo detrás de su oreja derecha y se miró al espejo.
    —Sí —dijo—. Creo que ése era el modo de interpretar la escena.
    Sofía me miró.
    —¿No es mejor que vayas con el inspector? —preguntó.
    —Mira, Sofía, ¿qué quieres que yo...?
    Me detuvo. No podía preguntar abiertamente, en presencia de la madre de Sofía, cuál era con exactitud el papel que yo debía representar. Magda Leónides no había demostrado hasta entonces el menor interés por mi presencia; tan sólo se había fijado en mí como espectador de su mutis sobre las hijas. Podía haber sido un periodista, el prometido de su hija, un moscón de la policía, o incluso un empleado de la funeraria; para Magda Leónides, todos iban incluidos bajo el título general de «público».
    Mirándose los pies, la señora Leónides dijo con disgusto:
    —Estos zapatos no son apropiados. Son frívolos.
    Obedeciendo a la imperativa señal que me hizo Sofía con la cabeza, me apresuré a seguir a Taverner. Le alcancé en el vestíbulo exterior, cruzando la puerta en dirección a la escalera.
    —Voy arriba, a ver al hermano mayor —explicó.
    Le planteé mi problema sin más rodeos.
    —Escuche, Taverner. ¿Quién soy yo aquí?
    Pareció sorprenderle mi pregunta.
    —¿Que quién es usted aquí?
    —Sí. ¿Qué estoy haciendo aquí, en esta casa? Si alguien me pregunta, ¿qué contesto?
    —¡Ah, comprendo!
    Consideró un momento la cuestión. Después sonrió apaciblemente.
    —¿Le ha preguntado alguien?
    —Pues... no.
    —Entonces, ¿por qué no dejarlo así? Sin explicaciones. Ésta es una divisa estupenda. Sobre todo en una casa trastornada como está ésta. Todos están demasiado llenos de temores personales para ponerse a hacer preguntas. Le admitirán a usted con tal de que se muestre seguro de sí mismo. Es un gran error decir cosas cuando no hay necesidad de ello. ¡Hum! Ahora pasamos por esa puerta y subirnos la escalera. Nada está cerrado. ¡Ya se habrá dado usted cuenta de que todas estas preguntas que estoy haciendo son una paparrucha! No importa un comino quién estaba en casa y quién no estaba ni dónde estaba cada uno aquel día...
    —¿Por qué entonces...?
    Taverner continuó:
    —Porque eso al menos me da una oportunidad de mirarlos a todos ellos, de calibrarlos, de oír lo que tienen que decir y de esperar que, por casualidad, alguien me haga una indicación útil.
    Se quedó silencioso por un momento y luego murmuró:
    —Apuesto algo a que Magda Leónides podría decirnos mucho si quisiera.
    —¿Y sería digno de crédito lo que dijera? —pregunté.
    —¡Ah!, no —saltó Taverner—; no sería digno de crédito. Todo el mundo en esta maldita casa ha tenido medios y oportunidad de hacerlo. Lo que necesito es un motivo.
    En lo alto de la escalera una puerta cerraba el acceso al corredor de la derecha. En la puerta había un llamador de bronce, que el inspector Taverner hizo sonar discretamente.
    Un hombre, que debía de estar detrás de la puerta, abrió con rapidez sorprendente. Era un gigantón de aspecto torpe, de poderosos hombros, cabellos oscuros y en desorden y un rostro extraordinariamente feo, pero al mismo tiempo muy agradable. Nos miró y después retiró la vista rápidamente, de ese modo furtivo y embarazado que adopta con frecuencia la gente tímida pero decente.
    —Pasen —dijo—. Sí, pasen. Me marchaba... pero no importa. Pasen al cuarto de estar. Llamaré a Clemencia. ¡Ah, estás aquí, querida! Es el inspector Taverner. ¿Hay cigarrillos? Esperen un segundo, por favor.
    Chocó contra un biombo; le dijo en su atolondramiento: «Usted perdone», y salió de la habitación.
    Fue como si hubiese salido un abejorro y dejase tras de sí un silencio perceptible.
    La esposa de Rogerio Leónides estaba en pie junto a la ventana. Su personalidad y la atmósfera de la habitación en que nos hallábamos despertaron inmediatamente mi interés.
    Sin ningún género de duda, aquélla era su habitación.
    Estaba completamente seguro.
    Las paredes estaban pintadas de blanco, de blanco auténtico, no de color marfil o crema pálido, que es lo que se entiende generalmente por blanco en decoración de interiores. No había cuadros en ellas excepto uno sobre la chimenea, una fantasía geométrica en triángulos color gris oscuro y azul grisáceo. Apenas había muebles, sólo objetos útiles e indispensables, tres o cuatro sillas, una mesa recubierta de cristal y una pequeña estantería con libros. No había adornos. Había luz, espacio y aire. Era tan distinto del gran salón lleno de flores y brocados del piso de abajo, como la tiza del queso. Y la esposa de Rogerio Leónides era tan diferente de la de Felipe Leónides como pueda serlo una mujer de otra. Mientras Magda Leónides daba la impresión de poder ser, y con frecuencia lo era, por lo menos media docena de mujeres distintas, Clemencia Leónides, estaba seguro de ello, nunca podría ser sino ella misma. Era una mujer de personalidad muy aguda y definida.
    Supuse que tendría unos cincuenta años. Su cabeza era pequeña y bien formada y llevaba el cabello gris muy corto, pero le crecía de un modo muy bonito, que carecía de la fealdad que siempre he asociado a ese corte de pelo. Tenía un rostro inteligente y sensitivo y unos ojos gris pálido de una intensidad penetrante y extraña. Llevaba puesto un sencillo vestido de lana color rojo oscuro, que sentaba admirablemente a su esbeltez.
    Tuve la sensación inmediata de que era una mujer alarmante... Creo que me produjo esa sensación porque supuse que los principios por los que luchaba no podían ser los de una mujer ordinaria. Comprendí en seguida por qué Sofía había empleado la palabra crueldad refiriéndose a ella. La habitación estaba fría y me estremecí ligeramente.
    Clemencia Leónides dijo con voz suave y cultivada:
    —Siéntese, inspector. ¿Hay algo nuevo?
    —La muerte fue producida por eserina, señora Leónides.
    La señora Leónides dijo pensativa:
    —De modo que ha sido asesinado. ¿Supongo que no habrá posibilidad de que se trate de un accidente?
    —No, señora Leónides.
    —Por favor, inspector, sea usted muy amable con mi esposo. Esto le afectará mucho. Adoraba a su padre y siente las cosas muy intensamente. Es muy emocional.
    —¿Estaba usted en buenas relaciones con su suegro, señora Leónides?
    —Sí, muy buenas —y añadió con voz pausada—: No me gustaba mucho.
    —¿Por qué?
    —No me gustaban los objetivos de su vida... ni su modo de alcanzarlos.
    —¿Y la señora Brenda Leónides?
    —¿Brenda? No la he visto mucho.
    —¿Cree usted posible que hubiera algo entre ella y el señor Laurencio Brown?
    —¿Quiere usted decir... relaciones amorosas? No lo creo. Pero de haberlas habido tampoco lo hubiera sabido.
    Su voz no mostraba el menor interés.
    Rogerio Leónides volvió precipitadamente, produciendo de nuevo el efecto de un abejorro.
    —Me han entendido —dijo—. El teléfono. ¿Qué hay, inspector? ¿Qué hay? ¿Sabe usted algo de nuevo? ¿De qué ha muerto mi padre?
    —Ha muerto envenenado con eserina.
    —¿Sí? ¡Dios mío! ¡Entonces fue esa mujer! ¡No pudo esperar! La sacó del arroyo, o poco menos, y así se lo paga. ¡Lo asesinó a sangre fría! ¡Me hierve la sangre de pensar en ello!
    —¿Tiene usted alguna razón especial para pensar así? —preguntó Taverner.
    —¿Razón? ¿Quién iba a ser si no? ¡Nunca tuve confianza en ella, nunca me gustó! A ninguno de nosotros le ha gustado. ¡Felipe y yo nos quedamos aterrados cuando papá vino un día y nos dijo lo que había hecho! ¡A su edad! Fue una locura, una locura. Mi padre era un hombre extraordinario, inspector. De inteligencia estaba tan joven y vigoroso como si tuviera cuarenta. Todo lo que tengo en el mundo se lo debo a él. No pudo hacer por mí más de lo que hizo... nunca me falló. Fui yo quien le fallé a él... Cada vez que lo pienso...
    Se dejó caer pesadamente en una butaca. Su mujer se acercó a su lado, sin hacer ruido.
    —Vamos, Rogerio, basta ya. No te tortures.
    —Ya lo sé, mi vida, ya lo sé —cogió la mano de ella—. Pero... ¿cómo voy a estar tranquilo, cómo no voy a pensar en que...?
    —En que todos tenemos que conservar la calma, Rogerio. El inspector necesita nuestra ayuda.
    —Así es, señor Leónides.
    Rogerio gritó:
    —¿Sabe usted lo que me gustaría hacer? Me gustaría estrangular a esa mujer con mis propias manos. ¡Escatimarle al pobre viejo unos pocos años de vida! Si la tuviera aquí ahora mismo...
    Se puso en pie de un salto, temblando de rabia y extendiendo sus manos convulsas.
    —Sí, le retorcería el pescuezo, le retorcería el pescuezo...
    —¡Rogerio! —exclamó Clemencia con voz aguda.
    Él la miró confuso.
    —Lo siento, mi vida —se volvió hacia nosotros—. Tengo que disculparme. Mis sentimientos son más fuertes que yo. Lo... lo siento.
    Salió nuevamente de la habitación. Clemencia Leónides dijo con voz muy tenue:
    —En realidad es incapaz de matar una mosca...
    Taverner aceptó cortésmente la observación. Luego empezó con sus preguntas rutinarias.
    Clemencia Leónides contestó con exactitud y precisión.
    Rogerio Leónides había estado en Londres el día de la muerte de su padre, en Box House, las oficinas centrales de Abastecimientos Reunidos. Había vuelto temprano, por la tarde, y pasado algún tiempo con su padre, según su costumbre. Ella había estado, según solía, en el Instituto Lamben, en la calle Gower, donde trabajaba. Había vuelto a su casa un momento antes de las seis.
    —¿Vio usted a su suegro?
    —No. La última vez que le vi fue el día anterior. Tomamos café con él después de cenar.
    —Pero, ¿no le vio usted el día de su muerte?
    —No. Fui a sus habitaciones porque Rogerio recordó que se había dejado allí su pipa, una pipa que apreciaba mucho, pero como estaba en la mesa del vestíbulo de su padre, no tuve necesidad de molestarle. Con frecuencia dormitaba después de las seis.
    —¿Cuándo se enteró usted de que estaba enfermo?
    —Brenda vino corriendo. Pasaban uno o dos minutos de las seis y media.
    Estas preguntas, como yo ya sabía, carecían de importancia, pero me di cuenta de que examinaba con mucha atención a la mujer que las contestaba. Le hizo algunas preguntas acerca de la naturaleza de su trabajo en Londres. Ella dijo que estaba relacionado con los efectos radiactivos de la desintegración atómica.
    —¿Trabaja usted en la bomba atómica?
    —Mi trabajo no tiene nada de destructivo. El Instituto está realizando una serie de experimentos con fines terapéuticos.
    Cuando Taverner se levantó expresó su deseo de echar una ojeada a su parte de la casa. Pareció ligeramente sorprendida, pero accedió con prontitud a los deseos del inspector. El dormitorio, con sus dos camas, cubiertas de colchas blancas y sencillos objetos de tocador, me recordó nuevamente un hospital o una celda monástica. El cuarto de baño era también de una sencillez severa, sin instalaciones lujosas ni despliegues de productos de belleza. La cocina era desnuda, inmaculadamente limpia y equipada con toda clase de aparatos prácticos para ahorrar trabajo. Llegamos a continuación a una puerta, que Clemencia abrió, diciendo:
    —Éste es el estudio particular de mi marido.
    —Pasen, pasen —exclamó Rogerio.
    Lancé un ligero suspiro de alivio. Aquella austeridad inmaculada estaba haciéndome sentir mal. Éste era un cuarto intensamente personal. Había un escritorio de tapa rodadera, cubierto desordenadamente de papeles, pipas viejas y ceniza, con grandes butacones raídos y, cubriendo el suelo, alfombras persas. Por las paredes, fotografías algo borrosas de grupos: grupos de colegio, grupos militares, grupos de equipos de criquet, además de acuarelas de desiertos y alminares y botes de vela y vistas marinas. Resultaba un gabinete agradable, el de un ser querido.
    Rogerio, torpemente, sirvió bebidas y retiró libros y papeles de una de las sillas.
    —Está todo revuelto. Estaba vaciando los cajones, ordenando papeles viejos a fin de poder encontrarlos con facilidad.
    Él inspector no quiso beber. Yo sí, y Rogerio me entregó la copa, volviendo la cabeza al hacerlo, para hablar con Taverner.
    —Tiene que perdonarme. Mis sentimientos me hicieron perder la prudencia.
    Miró a su alrededor con expresión culpable, pero Clemencia Leónides no había entrado con nosotros en la habitación.
    —¡Es tan maravillosa! —dijo—. Me refiero a mi esposa. Durante todo esto ha estado espléndida, ¡espléndida! No puedo expresarles cuánto la admiro. Y lo ha pasado tan mal... tan mal. Me gustaría contárselo a ustedes. Su primer marido valía mucho... de cabeza, quiero decir, pero muy delicado, tuberculoso, para ser exactos. Creo que estaba haciendo un trabajo de investigación muy valioso en cristalografía. Era un trabajo mal pagado y tenía que ser muy exacto, pero él no pensó en dejarlo. Ella se convirtió en su esclava, lo sostenía, materialmente, sabiendo todo el tiempo que estaba muriéndose. Y sin una queja, sin una palabra de impaciencia. Siempre ha dicho que era feliz. Entonces él se murió y ella sufrió muchísimo. Por último, consintió en casarse conmigo. ¡Me sentí tan feliz de poder ofrecerle descanso y un poco de felicidad! Me gustaría que hubiera dejado de trabajar, pero naturalmente, durante la guerra creyó que era su deber continuar y parece que sigue pensando lo mismo. Pero es una esposa maravillosa, la esposa más maravillosa que un hombre puede tener. ¡Dios mío, qué suerte he tenido! Haría cualquier cosa por ella.
    Taverner dio una réplica adecuada y se embarcó de nuevo en las rutinarias y monótonas preguntas de costumbre:
    —¿Cuándo se enteró usted de que su padre estaba enfermo?
    —Brenda vino corriendo a llamarme. Dijo que mi padre estaba enfermo... había tenido un ataque... Había estado sentado con mi pobre padre tan sólo media hora antes. Entonces se encontraba perfectamente. Salí corriendo. Tenía la piel azul y jadeaba. Bajé corriendo a avisar a Felipe. Él telefoneó al médico. No pude... no pudimos hacer nada. Claro que entonces, ni se me pasó por la cabeza que todo fuera juego sucio.
    ¿Juego? ¿He dicho juego? ¡Dios mío, qué palabra para usar en estos momentos!
    Con cierta dificultad, Taverner y yo nos libramos de la atmósfera emocional del estudio de Rogerio Leónides y nos encontramos de nuevo en la puerta exterior, en lo alto de la escalera.
    —¡Puf! —exclamó Taverner—. ¡Qué contraste con el otro hermano! —y añadió, incongruente—: Son curiosas las habitaciones. Le dicen a uno mucho de la gente que las habita.
    Le di la razón y continuó:
    —También es curioso que unas personas se casen con otras, ¿verdad?
    No estaba seguro de si se refería a Clemencia y Rogerio o a Felipe y Magda. Sus palabras podían aplicarse igualmente a unos o a otros. Sin embargo, me pareció que ambos matrimonios podían clasificarse entre los felices. Desde luego, el de Rogerio y Clemencia lo era.
    —No me parece un envenenador, ¿y a usted? —preguntó Taverner—. Espontáneamente, diría que no. Claro que nunca se sabe. Pero ella concuerda más con el tipo. Una mujer sin escrúpulos. Puede que esté un poco loca.
    De nuevo le di la razón.
    —Pero no creo —dije— que fuera capaz de asesinar a una persona sólo porque no aprueba su estilo de vida ni sus fines. Puede que si realmente odiara al viejo... pero, ¿se cometen asesinatos por puro odio?
    —Muy pocos —dijo Taverner—. Yo nunca me he encontrado con ninguno. No, creo que es mucho más seguro continuar con Brenda. Pero sólo Dios sabe si seremos capaces de conseguir alguna prueba.

    CAPÍTULO OCHO


    Una doncella nos abrió la puerta del ala opuesta a la que acabábamos de dejar. Al ver a Taverner pareció asustada y ligeramente despectiva, al mismo tiempo.
    —¿Quieren ver a la señora?
    —Sí, por favor.
    Nos condujo a un gran salón y se marchó.
    Las dimensiones de la habitación eran las mismas que las del salón del piso de abajo. Había cretonas de colores muy alegres y cortinas de seda de rayas. Sobre la chimenea había un retrato que atrajo mi atención, no solamente por la mano maestra que lo había pintado, sino también por el rostro sorprendente del modelo.
    Era el retrato de un hombre pequeño, de ojos oscuros y penetrantes. Llevaba un casquete de terciopelo negro y tenía la cabeza hundida entre los hombros, pero la vitalidad y el poder de aquel hombre irradiaba desde la tela. Los ojos chispeantes parecían apresar los míos.
    —Ese es —dijo el inspector Taverner—. Pintado por Augustus John. Tiene personalidad, ¿verdad?
    —Sí —dije, y el monosílabo me pareció inadecuado.
    Comprendí entonces lo que Edith de Haviland había querido decir cuando habló de lo vacía que parecía la casa sin él. Éste es el Hombrecito Torcido que había hecho la Casita Torcida, y, sin él, la Casita Torcida había perdido su significado.
    —Aquélla es su primera mujer, pintada por Sargent —dijo Taverner.
    Examiné el cuadro, colocado entre dos ventanas. Tenía cierta crueldad, como muchos de los retratos de Sargent. Me pareció que el artista había exagerado algo la longitud del rostro, su indiscutible corrección y su vago parecido con la especie caballar. Era el retrato de una señora típicamente inglesa, de la buena sociedad campesina. Hermosa pero sin vida. Una mujer sorprendente para el pequeño déspota gesticulante que estaba sobre la chimenea.
    La puerta se abrió y entró el sargento Lamb.
    —He hecho lo que he podido para sonsacar a los criados —dijo—. No he conseguido nada.
    Taverner suspiró.
    El sargento Lamb sacó su libro de notas y se retiró al otro extremo de la habitación, donde se sentó discretamente.
    La puerta se abrió de nuevo y entró en la habitación la segunda esposa de Arístides Leónides.
    Iba vestida de luto, un luto muy raro y riguroso, que la envolvía hasta el cuello y las muñecas. Se movía con facilidad e indolencia y era evidente que el negro la favorecía. Su rostro tenía una belleza suave y llevaba su hermoso cabello castaño peinado de un modo muy complicado. A pesar del colorete, los polvos y los labios pintados, saltaba a la vista que había estado llorando. De su cuello colgaba un hilo de perlas muy gruesas, en una mano lucía una sortija con una gran esmeralda y en la otra un enorme rubí.
    También observé otra cosa en ella: parecía muy asustada.
    —Buenos días, señora Leónides —saludó Taverner tranquilamente—. Siento tener que molestarla de nuevo.
    —Ya me figuro que no podrá evitarse —respondió ella, con una voz desprovista de entonación.
    —Ya comprenderá usted, señora Leónides, que si desea que esté presente su abogado, está en su perfecto derecho.
    Me pregunté si comprendería el significado de esas palabras. Al parecer, no. Se limitó a decir, con expresión huraña:
    —No me gusta el señor Gaitskill. No quiero que venga. No lo necesito.
    —Puede usted tener su propio abogado, señora Leónides.
    —¿Debo hacerlo? No me gustan los abogados. Me confunden.
    —Eso es cosa suya —dijo Taverner, sonriendo de un modo automático—. ¿Continuamos, entonces?
    El sargento Lamb humedeció su lápiz. Brenda Leónides se sentó en un sofá, dando la cara a Taverner.
    —¿Ha descubierto usted algo? —preguntó.
    Observé que sus dedos retorcían una y otra vez, nerviosamente, en uno de los pliegues de su vestido de terciopelo chiffon.
    —Podemos afirmar sin lugar a dudas que su esposo ha muerto envenenado con eserina.
    —¿Quiere usted decir que le mataron aquellas gotas para los ojos?
    —Parece completamente cierto, que, cuando usted le puso al señor Leónides aquella última inyección, fue eserina lo que le inyectó, no insulina.
    —Pero yo no lo sabía. No tengo nada que ver con eso. De verdad que no, inspector.
    —Entonces alguien, deliberadamente, tiene que haber sustituido la insulina por las gotas para los ojos.
    —¡Qué cosa más horrible!
    —Sí, señora Leónides; horrible.
    —¿Cree usted que... alguien lo hizo intencionadamente? ¿O que fue un error? No puede tratarse de una... broma, ¿verdad?
    Taverner no contestó.
    —No creemos que se trate de una broma, señora Leónides.
    —Debe de haber sido uno de los criados.
    Taverner no contestó.
    —Sí, tiene que haber sido uno de ellos. No se me ocurre qué otra persona podía haberlo hecho.
    —¿Está usted segura de ello? Piense, señora Leónides. ¿No tiene usted ninguna idea? ¿No ha habido mala voluntad por parte de alguien? ¿Ninguna pelea, ningún resentimiento?
    Ella continuó mirándole con sus grandes ojos desafiantes.
    —No tengo la menor idea —contestó.
    —¿Dijo usted que había estado en el cine aquella tarde?
    —Sí... volví a las seis y media... era la hora de la insulina... Le... le... puse la inyección como de costumbre y entonces... se... se puso muy raro. Me quedé aterrorizada... Corrí junto a Rogerio... Ya se lo he dicho a usted antes. ¿Tengo que seguir repitiéndolo una y otra vez? —su voz se elevó histéricamente.
    —Lo siento mucho, señora Leónides. ¿Puedo ahora hablar con el señor Brown?
    —¿Con Laurencio? ¿Por qué? Él no sabe nada de todo esto.
    —De todos modos, me gustaría hablar con él.
    Brenda se lo quedó mirando con desconfianza.
    —Eustaquio está dando la lección de latín en el cuarto de estudios. ¿Quiere usted que venga aquí?
    —No... iremos nosotros allá.
    Taverner salió rápidamente de la habitación. El sargento y yo le seguimos.
    —La ha asustado usted demasiado, señor —dijo el sargento Lamb.
    Taverner lanzó un gruñido. Dirigiendo él la marcha, subimos unos escalones y seguimos a lo largo de un pasillo, hasta llegar a una gran habitación, con vistas al jardín. En ella, sentados delante de una mesa, estaban un joven rubio, de unos treinta años, y un muchacho de unos dieciséis, moreno y muy guapo.
    Levantaron la vista al entrar nosotros. Eustaquio, el hermano de Sofía, me miró a mí; Laurencio Brown fijó en Taverner una mirada agonizante.
    Nunca he visto a un hombre tan paralizado por el terror. Se puso en pie; luego volvió a sentarse.
    —Bue... buenos días, inspector —dijo, con voz que era casi un chillido.
    —Buenos días... —Taverner habló en tono cortante—. ¿Puedo hablar unas palabras con usted?
    —Sí, claro. ¡Encantado! Es decir...
    Eustaquio se levantó.
    —¿Quiere usted que me vaya, inspector?
    Su voz era agradable y un poco arrogante.
    —Podemos... podemos continuar con la clase más tarde —dijo el profesor.
    Eustaquio se encaminó lenta y descuidadamente hacia la puerta. Su andar era un poco rígido. Según cruzaba la puerta, su mirada se encontró con la mía, se pasó el dedo índice a través del cuello e hizo una mueca divertida. Luego cerró la puerta tras de sí.
    —Bien, señor Brown —dijo Taverner—, el análisis no deja lugar a dudas. Fue eserina lo que ocasionó la muerte del señor Leónides.
    —Yo..., ¿quiere usted decir que... que el señor Leónides fue asesinado? Tenía esperanzas de que...
    —Fue envenenado —dijo Taverner, cortando—. Alguien sustituyó la insulina por eserina.
    —No puedo creerlo... Es increíble.
    —La cuestión es, ¿quién tendría motivos para desear su muerte?
    —Nadie. ¡Nadie en absoluto!
    La voz del joven se alzó, excitada.
    —No desea usted que esté presente su abogado, ¿verdad? —preguntó Taverner.
    —No tengo abogado. No lo necesito. No tengo nada que ocultar... nada...
    —¿Se da usted cuenta de que lo que diga será tomado por escrito?
    —Soy inocente... Se lo aseguro, soy inocente.
    —No he insinuado lo contrario.
    Taverner hizo una pausa.
    —La señora Leónides era mucho más joven que su marido, ¿no es cierto?
    —Su... supongo que sí. Es decir, sí, claro.
    —Debe de haberse sentido sola algunas veces.
    Laurencio Brown no contestó, limitándose a humedecerse con la lengua los resecos labios.
    —Debe de haber sido agradable para ella tener viviendo en la casa a un compañero más o menos de su edad.
    —Yo... no, en absoluto... es decir, no sé.
    —A mí me parecía completamente natural que hubiera surgido entre ustedes dos un lazo de amistad.
    El joven protestó con vehemencia.
    —¡No hubo semejante lazo! ¡No lo hubo! ¡Nada de eso! ¡Ya sé lo que está usted pensando, pero no fue así! La señora Leónides ha sido siempre muy buena conmigo y yo he sentido por ella el mayor... el mayor de los respetos... pero nada más... nada más, se lo aseguro. ¡Es monstruoso! Soy incapaz de matar a nadie... ni de andar cambiando botellas, ni nada por el estilo. Soy muy sensible y excitable. La sola idea de matar es una pesadilla para mí. En el tribunal lo comprendieron... Tengo escrúpulos religiosos contra el matar. Trabajé en el hospital, en cambio... Estaba encargado de mantener el fuego de las calderas... era un trabajo muy pesado, no pude continuar en él, pero me dejaron reanudar mis clases. He hecho aquí lo que he podido con Eustaquio y Josefina, una niña muy inteligente, pero difícil. Y todos han sido muy bondadosos conmigo: el señor Leónides... la señora Leónides y la señorita de Haviland. Y ahora ocurre esta cosa tan horrible... ¡Y usted sospecha que yo, yo soy un asesino!
    El inspector Taverner se le quedó mirando con interés inquisitivo.
    —Yo no he dicho eso —hizo notar.
    —¡Pero lo piensa! ¡Sé que lo piensa! ¡Lo piensan todos! Me miran. No... no puedo continuar hablando con usted. No me encuentro bien.
    Salió precipitadamente de la habitación. Taverner volvió lentamente la cabeza para mirarme.
    —Bien. ¿Qué opina usted de él?
    —Está muerto de miedo.
    —Ya lo sé, pero, ¿es un asesino?
    —Si quiere que le diga mi opinión —dijo el sargento Lamb—, nunca tendría valor para cometer un asesinato.
    —No podría golpear a uno en la cabeza, o disparar una pistola —concedió el inspector—. Pero en este crimen, ¿qué es lo que hay que hacer? Manipular dos botellas y ayudar a un hombre viejo a salir de este mundo de manera relativamente poco dolorosa.
    —Algo así como eutanasia —explicó el sargento.
    —Y después, quizá, después de un período decoroso, casarse con una mujer heredera de cien mil libras exentas de derechos, que tiene ya a su nombre una cantidad parecida, y además perlas, rubíes y esmeraldas del tamaño de huevos. ¡En fin! —Taverner suspiró—. ¡Todo esto son teorías y conjeturas! Me las arreglé para asustarle, pero eso no prueba nada. Tiene tantos motivos para asustarse siendo inocente... De todos modos, dudo que haya sido él el que lo hizo. Es más probable que haya sido la mujer, sólo que, ¿por qué diablos no tiró la botella de insulina o no la lavó?
    Se volvió al sargento.
    —¿No le han contado los criados ninguna habladuría?
    —La doncella dice que se gustan.
    —¿En qué se funda?
    —En el modo como él la mira cuando ella le sirve el café.
    —¡Nos iba a servir de mucho ante el tribunal! ¿Nada de coqueteos?
    —Nadie los ha visto.
    —Apuesto a que, de haber algo, lo hubieran visto. Estoy empezando a creer que realmente no hay nada entre ellos —me miró—. Vuelva y hable con ella. Me gustaría saber qué impresión saca usted de la señora Leónides.
    Fui, no de muy buena gana, pero interesado al mismo tiempo.

    CAPÍTULO NUEVE


    Encontré a Brenda Leónides sentada exactamente donde la habíamos dejado. Me miró de un modo penetrante cuando entré.
    —¿Dónde está el inspector Taverner? ¿Va a volver?
    —Por ahora, no.
    —¿Quién es usted?
    Al fin me habían hecho la pregunta que había esperado toda la mañana.
    Contesté con algo que se aproximaba a la verdad.
    —Estoy relacionado con la policía, pero soy también un amigo de la familia.
    —¡La familia! ¡Son unos bestias! ¡Los odio!
    Me miró, con la boca contraída. Tenía una expresión huraña, asustada y enfadada.
    —Siempre se han portado muy mal conmigo... siempre. Desde el principio. ¿Por qué no había de casarme yo con su precioso padre? ¿Qué les importaba a ellos? Tenían todos dinero a montones. Él se lo dio. Ellos no hubieran tenido cabeza para hacerlo por sí mismos.
    »¿Por qué no ha de casarse un hombre de nuevo, aunque sea un poco viejo? —continuó Brenda—. Y realmente no era nada viejo... no estaba viejo. Yo le quería mucho. Le quería mucho —y me miró desafiante.
    —Comprendo —dije—. Comprendo.
    —Me figuro que usted no lo creerá, pero es cierto. Estaba harta de los hombres. Quería tener un hogar, quería alguien que se cuidara de mí y me dijera cosas bonitas. Arístides me decía cosas muy bonitas... y me hacía reír y era muy listo. Se le ocurrían toda clase de ideas estupendas para saltarse a la torera todas esas disposiciones estúpidas. Era muy listo, listísimo. No me alegro de que se haya muerto. Lo siento.
    Se recostó en el sofá. Se sonrió de un modo extraño, soñoliento, torciendo hacia un lado su ancha boca.
    —He sido feliz aquí. Me he sentido segura. Fui a todos esos modistos, a los que sólo conocía por lo que leía de lejos. Yo era tan buena como cualquiera, y Arístides me daba cosas muy bonitas.
    Extendió una mano, mirando el rubí que lucía en ella.
    Durante un instante, vi la mano y el brazo como la garra extendida de un gato y su voz me sonó como a ronroneo. Ella seguía sonriendo para sí misma.
    —¿Qué había de malo en esto? —preguntó—. Yo fui buena con él y le hice feliz —se inclinó hacia delante—. ¿Sabe usted cómo le conocí?
    Y continuó, sin esperar respuesta:
    —Estaba yo en el restaurante «Gay Shamrock». Él había encargado huevos revueltos con tostadas y cuando se los llevé, iba llorando. «Siéntese —me dijo— y cuénteme lo que le pasa.» «No puedo —le respondí—, me pondrían de patitas en la calle si hiciera una cosa así.» «No lo harán —me aseguró—; este lugar es mío.» Entonces le miré. Al principio me pareció un hombre tan extraño... pero ejercía como una especie de influjo. Se lo conté todo... Supongo que ya ellos se lo habrán contado... dando a entender que yo era una tirada, pero no lo era. He sido educada en muy buenos principios. Teníamos una tienda, una tienda de primera categoría, de bordados artísticos. Nunca he sido de esas chicas que tienen muchos novios y no se hacen respetar. Pero Perry era distinto. Era irlandés... y se marchaba muy lejos... Nunca me escribió ni volví a saber de él... Supongo que he sido una tonta. Pero ya no tenía remedio. Me encontraba en un apuro... como una pobre muchacha cualquiera.
    Su voz tenía un énfasis desdeñoso.
    —Arístides se portó estupendamente. Me dijo que todo se arreglaría. Dijo que se sentía muy solo y que nos casaríamos en seguida. Fue como un sueño. Y entonces me enteré de que era el poderoso señor Leónides. Era dueño de montones de tiendas, restaurantes y clubs nocturnos. Fue como un cuento de hadas, ¿verdad?
    —Sí, una especie de cuento de hadas —repetí con sequedad.
    —Nos casamos en una pequeña iglesia de la City5 y nos fuimos al extranjero.
    —¿Y el niño?
    Fijó en mí una mirada que parecía venir de muy lejos.
    —No hubo niño. Me había equivocado.
    Sonrió, con una sonrisa un poco torcida.
    —Me prometí a mí misma que sería para él una buena esposa, y lo fui. Le encargaba todas las comidas que le gustaban, me vestía con sus colores favoritos e hice cuanto pude para agradarle. Y fue feliz conmigo. Pero no pudimos librarnos de su familia. Siempre exprimiéndole y viviendo a costa de él. La señorita de Haviland... cuando nos casamos, me pareció que debía marcharse, y así se lo dije a Arístides. Pero me contestó: «Ha estado aquí durante tanto tiempo, que éste es ahora su hogar.» Lo cierto es que le gustaba tenerlos a todos a su alrededor, manejándolos a su antojo. Se portaron conmigo de un modo horrible, pero parecía que no lo notaba o no le importaba. Rogerio me odia... ¿Ha visto usted a Rogerio? Siempre me ha odiado. Está celoso. Y Felipe es tan estirado... nunca me habla. Y ahora pretenden que yo lo he matado. Pero no lo he matado. ¡No lo he matado! —Se inclinó hacia mí—. ¡Por favor, no lo he matado! Se lo aseguro.
    Me pareció muy patética su situación. En aquel momento, juzgué completamente inhumano el desprecio con que la familia Leónides había hablado de ella y su ansiedad por creer que era ella la que había cometido el crimen. Estaba sola, indefensa, acorralada.
    —Y si no yo, creen que fue Laurencio —continuó.
    —¿Qué me dice de Laurencio? —pregunté.
    —Me da muchísima pena Laurencio. Está delicado y no pudo ir al frente. No es que sea un cobarde, es que es demasiado sensitivo. He tratado de animarle y hacerle sentirse a gusto. Tiene que dar clase a esos horribles niños. Eustaquio está siempre burlándose de él; y Josefina... bueno, ya ha visto usted a Josefina. Ya sabe cómo es.
    Dije que todavía no conocía a Josefina.
    —Algunas veces, creo que esa niña no está bien de la cabeza. Es muy solapada y tiene una mirada muy extraña. A veces me da escalofríos.
    Yo no quería hablar de Josefina. Volví a Laurencio Brown.
    —¿Quién es? —pregunté—. ¿De dónde es?
    La torpeza de mis preguntas la hizo enrojecer.
    —No es nadie especial. Es exactamente como yo... ¿Qué vamos a poder nosotros contra todos ellos?
    —¿No cree usted que se está poniendo un poco histérica?
    —No, no. Quieren demostrar que ha sido Laurencio... o yo. Tienen a ese policía de su parte. ¿Qué puedo hacer yo?
    —No debe usted torturarse —dije.
    —¿Por qué no puede ser uno de ellos el que lo mató? ¿O alguien de fuera? ¿O uno de los criados?
    —No tenían motivo.
    —¡Ah, sí, el motivo! ¿Y qué motivo tenía yo? ¿O Laurencio?
    Dije, sintiéndome muy incómodo:
    —Pueden creer, me figuro, que usted y... Laurencio, están enamorados y que querían casarse.
    Brenda se enderezó en su asiento.
    —Es una maldad insinuar semejante cosa. Y falso. Nunca nos hemos dicho uno al otro nada de todo eso. Le he tenido lástima y he tratado de alegrarle. Hemos sido amigos; eso es todo. Me cree usted, ¿verdad?
    La creí. Es decir, creía que ella y Laurencio eran, como ella decía, sólo amigos. Pero también creí que, quizá sin darse cuenta, estaba enamorada del joven profesor.
    Con este pensamiento en mi imaginación, bajé a buscar a Sofía.
    Cuando me disponía a entrar en el salón, Sofía asomó la cabeza por una puerta al fondo del pasillo.
    —¡Hola! —dijo—. Estoy ayudando a Nannie con la comida.
    Me hubiera unido a ella, pero salió al pasillo, cerró la puerta tras de sí y cogiéndome del brazo me llevó al salón, que estaba vacío.
    —Bueno —dijo—. ¿Has visto a Brenda? ¿Qué te ha parecido?
    —Francamente —dije—. Me ha dado lástima.
    Sofía pareció divertida.
    —Ya —dijo—. Conque te ha cogido...
    Me sentí ligeramente irritado.
    —Lo que ocurre —dije— es que yo puedo comprender su punto de vista. Al parecer, tú no puedes.
    —¿Qué punto de vista?
    —Sinceramente, Sofía, desde que ha venido aquí, ¿ha habido alguien de la familia que fuera agradable con ella, o al menos correcto?
    —No, no hemos sido agradables con ella. ¿Por qué habíamos de serlo?
    —Por pura caridad cristiana, ya que no por otra cosa.
    —¡Vaya, Carlos, qué tono tan moral! Brenda debe de haber hecho muy bien su papel.
    —La verdad, Sofía..., no sé qué te pasa.
    —Que soy sincera y no ando fingiendo. Has podido ver el punto de vista de Brenda, según dices. Ahora echa una ojeada al mío. No me gustan esas mujeres que inventan una historia desgraciada para casarse con un viejo rico. Tengo perfecto derecho a que no me guste ese tipo de mujer y no hay razón en el mundo que me haga fingir lo contrario. Y si los hechos se escribieran fríamente en el papel, tampoco a ti te gustaría esa mujer.
    —¿Era inventada la historia?
    —¿Lo del niño? No sé. Mi opinión es que sí.
    —¿Y te duele que tu abuelo se haya dejado engañar?
    —¡Ah, no!, mi abuelo no se dejó engañar —Sofía se rió—. Mi abuelo nunca se dejó engañar por nadie. Quiso hacer el papel de gran señor con su mendiga. Sabía exactamente lo que hacía y todo salió tal como lo había planeado. Desde el punto de vista del abuelo, el matrimonio resultó un completo éxito... como todas sus demás operaciones.
    —¿Y el contratar a Laurencio Brown como profesor fue otro de los éxitos de tu abuelo? —pregunté irónicamente.
    Sofía frunció el ceño.
    —Pues mira, no estoy segura de que no haya sido también un éxito. Quería tener a Brenda contenta y divertida. Puede que pensara que las joyas y los trajes no eran suficientes. Puede que creyera que necesitaba también en su vida una historia romántica e inocente. Puede ser que calculara que una persona como Laurencio Brown, alguien verdaderamente manso, no sé si me entiendes, haría perfectamente el juego. Una hermosa amistad de las almas, teñida de melancolía, que hubiera evitado el que Brenda tuviera un amor auténtico con alguien de fuera. Creo a mi abuelo muy capaz de planear algo de este tipo. Era diabólico, ¿sabes?
    —Sí, debe de haberlo sido —dije.
    —Claro que él no podía prever que esta situación conduciría al asesinato... Y por eso —dijo Sofía, hablando con súbita vehemencia— es por lo que en realidad no creo, por más que lo desee, que ella lo mató. Si ella hubiera planeado asesinarle, o si ella y Laurencio lo hubieran planeado juntos, mi abuelo lo hubiese sabido. Supongo que todo esto te parecerá un poco rebuscado...
    —Te confieso que sí —dije.
    —Es que tú no has conocido al abuelo. Nunca hubiera sido cómplice de su propio asesinato. Conque así estamos. En un callejón sin salida.
    —Tiene miedo, Sofía —dije—. Tiene mucho miedo. Estoy convencido.
    —¿Del inspector Taverner y su alegre pandilla? Sí, la verdad es que son alarmantes. Me figuro que Laurencio se habrá puesto nervioso, ¿verdad?
    —Poco más o menos. Hizo una escena del peor gusto. No sé lo que podrá ver esa mujer en un hombre como ése, tan poca cosa, tan pusilánime.
    —¿No? Pues la verdad es que Laurencio tiene mucho sex-appeal.
    —Un canijo como ése... —dije, incrédulo.
    —¿Por qué pensáis siempre los hombres que el único tipo atractivo para el sexo contrario ha de ser el hombre de las cavernas? Laurencio tiene mucho sex-appeal... pero no me extraña que tú no lo aprecies —Me miró—. Brenda te ha atrapado bien.
    —No seas absurda. Ni siquiera es muy guapa. Y desde luego, no...
    —No trató de tentarte, ¿verdad? No, se contentó con que le tuvieras lástima. No es verdaderamente guapa, no es nada inteligente, pero tiene una condición muy característica y sobresaliente: es capaz de traer complicaciones. Ya lo ha hecho, entre tú y yo.
    —¡Sofía! —exclamé horrorizado.
    Sofía se dirigió hacia la puerta.
    —Olvídalo, Carlos. Tengo que cuidar de la comida.
    —Iré a ayudarte.
    —No, tú te quedas aquí. Nannie se aturdiría, teniendo «un caballero en la cocina».
    —Sofía —dije, cuando ya se marchaba.
    —¿Qué quieres?
    —Sólo un problema de servicio doméstico. ¿Por qué vosotros no tenéis criados y arriba nos abrió la puerta una mujer con gorro y delantal?
    —El abuelo tenía cocinera, segunda doncella, primera doncella y un ayuda de cámara. Le gustaba tener criados. Les pagaba muchísimo, claro, y así los encontraba. Clemencia y Rogerio tienen sólo una mujer que viene todos los días a limpiar. No quieren tener criados, mejor dicho, no quiere Clemencia. Si Rogerio no tomara al mediodía en la City una buena comida, se moriría de hambre. Para Clemencia, el comer se reduce a una lechuga, tomates y zanahorias crudas. Nosotros tenemos criados de cuando en cuando, entonces mamá hace una de sus demostraciones temperamentales y se marchan; luego tenemos asistentas durante una temporada y después vuelta a empezar. Ahora estamos en la etapa de las asistentas. Nannie es la permanente, y nos saca de nuestros apuros. Ahora ya lo sabes todo.
    Sofía salió. Me hundí en uno de los amplios butacones y me entregué a mis pensamientos.
    En el piso de arriba había visto la situación desde el lado de Brenda. Ahora, Sofía me la había mostrado desde el suyo. Vi claramente la justicia desde el punto de vista de la familia Leónides. Les molestaba la presencia en la casa de una extraña, que se había introducido en ella por medios que consideraban innobles. Estaban completamente en su derecho. Como había dicho Sofía, aquella historia, escrita, no hubiera resultado bonita...
    Pero había que considerar también el lado humano del asunto, que yo veía y ellos no. Ellos eran y habían sido siempre ricos, siempre habían estado bien situados. No tenían idea de las tentaciones de los derrotados. Brenda Leónides había deseado riquezas, y cosas bonitas y seguridad... y un hogar. Había afirmado que, a cambio, ella había hecho feliz a su anciano esposo. Me había inspirado compasión. Sí, verdaderamente, me había inspirado compasión. ¿Seguía sintiendo la misma compasión que entonces?
    Dos aspectos de la cuestión, dos puntos de visión distintos. ¿Cuál era el ángulo correcto...?
    Había dormido muy poco la noche anterior. Me había levantado temprano para acompañar a Taverner. Y en la atmósfera perfumada del salón de Magda, mi cuerpo se relajó en un butacón y mis párpados se cerraron.
    Pensando en Brenda, en Sofía, en el retrato de un anciano, mis pensamientos se deslizaron hacia una agradable confusión.
    Y me dormí.

    CAPÍTULO DIEZ


    Volví al estado consciente tan gradualmente, que al principio no me di cuenta de que había estado durmiendo.
    A mi olfato llegó el olor de las flores. Delante de mí parecía flotar en el espacio una burbuja blanca y redonda. Tardé unos minutos en darme cuenta de que era un rostro humano lo que yo miraba, un rostro suspendido en el aire, a unos 30 ó 60 centímetros de mí. Según fui recobrando mis facultades, la visión se hizo más precisa. El rostro recordaba al de un duende, era redondo, la frente abombada, el cabello peinado hacia atrás y los ojos negros, pequeños y brillantes como cuentas de cristal. Pero, decididamente estaba unido a un cuerpo, a un cuerpo pequeño y flaco. Aquello me miraba muy seriamente.
    —¡Hola! —dijo.
    —¡Hola! —contesté parpadeando.
    —Soy Josefina.
    Ya había hecho yo esa deducción. La hermana de Sofía, Josefina, tendría, a mi parecer unos once o doce años. Era una niña condenadamente fea con un gran parecido a su abuelo. Me pareció muy posible que tuviera también su inteligencia.
    —Tú eres el novio de Sofía —dijo Josefina.
    Reconocí la exactitud de esta observación.
    —Pero has venido aquí con el inspector Taverner. ¿Por qué has venido con el inspector Taverner?
    —Es amigo mío.
    —¿Sí? No me gusta. No pienso decirle nada.
    —¿Nada de qué?
    —De lo que sé. Sé muchas cosas. Me gusta saber cosas.
    Se sentó en el brazo del butacón y continuó con su minucioso examen de m¡ rostro. Empecé a sentirme molesto.
    —Mi abuelo ha sido asesinado. ¿Lo sabías?
    —Sí —dije—. Lo sabía.
    —Fue envenenado con e-se-ri-na —Pronunció la palabra con mucho cuidado—. Es interesante, ¿verdad?
    —Puede que sí.
    —Eustaquio y yo estamos muy interesados. Nos gustan las novelas policíacas. Siempre he querido ser detective. Ahora estoy haciendo de detective. Estoy reuniendo pistas.
    Me pareció que era una chiquilla morbosa.
    Volvió a la carga.
    —El hombre que ha venido con el inspector Taverner es también detective, ¿verdad? Los libros dicen que siempre se conoce un detective de paisano por sus botas. Pero este detective va calzado con gruesos zapatos de antílope.
    —El viejo estilo ha cambiado —dije.
    Josefina interpretó esta observación de acuerdo con sus ideas.
    —Sí —dijo—. Supongo que ahora habrá aquí muchos cambios. Iremos a vivir a Londres, en una casa a la orilla del río. Mamá hace mucho que lo deseaba. Le gustará mucho. A papá no creo que le importe, si sus libros van con él. Antes no podía permitirse ese lujo. Perdió mucho dinero con «Jezabel».
    —¿Jezabel? —pregunté.
    —Sí. ¿No la has visto?
    —¡Ah! ¿Era una obra de teatro? No, no la he visto. Estaba en el extranjero.
    —No duró mucho en el cartel. La verdad es que fue un fracaso de espanto. No creo que mamá sea el tipo adecuado para interpretar Jezabel, ¿y tú?
    Hice un balance de mis impresiones de Magda. Ni con la negligé color melocotón ni con el traje sastre sugería en absoluto la idea de Jezabel, pero estaba dispuesto a creer que había otras Magdas todavía desconocidas para mí.
    —Puede que no —dije, con cautela.
    —El abuelo siempre había dicho que sería un fracaso. Dijo que no pondría ningún dinero en una de esas obras histórico—religiosas. Dijo que nunca sería un éxito en taquilla. Pero mamá se había empeñado. A mí personalmente no me gustaba mucho. No se parecía nada a la historia de la Biblia. Quiero decir que Jezabel no era mala, como en dicho libro. Era muy patriota y buena persona. La tiraban por una ventana. Sólo que no venían los perros a comérsela. Fue una lástima, ¿verdad? La parte que más me gusta es cuando los perros se la comen. Mamá dice que no pueden tenerse perros en el escenario, pero yo no veo por qué. Se podrán utilizar perros amaestrados —Y citó, deleitándose—: «Y los perros se la comieron toda, menos las palmas de las manos.» ¿Por que no se comieron las palmas de las manos?
    —No tengo idea —dije.
    —¿Verdad que es raro que los perros fueran tan remilgados? Los nuestros no lo son. Comen cualquier cosa.
    Josefina se quedó rumiando este misterio bíblico durante algunos segundos.
    —Siento que la obra haya sido un fracaso —dije.
    —Sí. Mamá estaba disgustadísima. Las críticas fueron terribles. Cuando las leyó se echó a llorar y estuvo llorando todo el día y le tiró a Gladys la bandeja del desayuno y Gladys se marchó. Fue muy divertido.
    —Veo que te gusta el drama, Josefina —dije.
    —Le hicieron la autopsia al abuelo —dijo Josefina— para saber de qué había muerto. A la autopsia le llaman P.M. y resulta muy confuso, ¿verdad que sí?, porque P.M. también quiere decir Primer Ministro. Y pasado meridiano6 —añadió pensativa.
    —¿Sientes que se haya muerto tu abuelo? —pregunté.
    —No mucho. No le quería mucho. No me dejó estudiar ballet.
    —¿Querías aprender ballet?
    —Sí, y mamá me dejaba estudiar, y a papá no le importaba, pero el abuelo dijo que no valdría.
    Se dejó resbalar por el brazo del butacón, se quitó los zapatos y trató de ponerse en lo que creo se llama técnicamente «puntas».
    —Claro que hay que tener zapatos apropiados —explicó—, y aun así, a veces, se hacen unos abscesos horribles en la punta de los dedos.
    Se puso de nuevo los zapatos y preguntó inesperadamente:
    —¿Te gusta esta casa?
    —No estoy muy seguro —dije.
    —Me figuro que ahora la venderán. A no ser que Brenda siga viviendo aquí. Y supongo que tío Rogerio y tía Clemencia no se marcharán ya.
    —¿Se iban a marchar? —pregunté, sintiendo que mi interés se despertaba.
    —Sí. Se marchaban el martes, a un país extranjero. Se iban en avión. Tía Clemencia se compró una de esas maletas de peso pluma.
    —No sabía nada de que se marchaban al extranjero —dije.
    —No —dijo Josefina—. Nadie lo sabía. Era un secreto. No pensaban decírselo a nadie hasta después. Pensaban dejar una nota para el abuelo.
    Y añadió:
    —No iban a dejar la nota clavada en el acerico. Eso sólo ocurre en los libros anticuados; lo hacían las mujeres cuando dejaban a sus maridos. Pero ahora sería una estupidez, porque nadie tiene acericos.
    —Claro que no. Josefina, ¿sabes por qué... se marchaba tu tío Rogerio?
    Me dirigió una mirada atravesada y astuta.
    —Creo que lo sé. Tiene algo que ver con la oficina de tío Rogerio en Londres. Creo, no estoy segura, que ha hecho un desfalco.
    —¿Qué es lo que te hace pensar así?
    Josefina se acercó a mí y sentí su respiración agitada.
    —El día que el abuelo fue envenenado, tío Rogerio había estado encerrado con él en su cuarto durante mucho tiempo. Estuvieron hablando mucho. Tío Rogerio decía que nunca había valido para nada, que le había fallado, y que no era tanto por el dinero en sí, que era la sensación de que no era digno de confianza. Estaba hecho polvo.
    Miré a Josefina con sentimientos encontrados.
    —Josefina —dije—, ¿no te han dicho nunca que es muy feo escuchar detrás de las puertas?
    —Claro que sí. Pero si uno quiere enterarse de cosas, hay que escuchar detrás de las puertas. Apuesto algo a que el inspector Taverner lo hace. ¿Tú no lo crees?
    Me quedé considerando la cuestión. Josefina continuó con vehemencia:
    —Y de todos modos, si él no escucha, el otro sí, el de los zapatos de antílope. Y miran los escritorios de la gente y leen sus cartas y se enteran de todos sus secretos. ¡Sólo que son tontos! ¡No saben dónde tienen que mirar!
    Josefina habló con fría superioridad. Había sido estúpido por mi parte el sugerirlo. La desagradable niña continuó:
    —Eustaquio y yo sabemos muchas cosas, pero yo sé más que él. Y no pienso decírselas. Dice que las mujeres no pueden ser buenos detectives. Pero yo digo que sí que saben. Voy a escribirlo todo en un cuaderno y entonces, cuando la policía esté completamente desconcertada, me presentaré y les comunicaré: «Yo puedo deciros quién lo mató.»
    —¿Lees muchas novelas policíacas, Josefina?
    —Verdaderas montañas.
    —Y me figuro que crees saber quién ha matado a tu abuelo.
    —Sí, creo que lo sé; pero tengo que encontrar algunas pistas más —Hizo una pausa y añadió—: El inspector Taverner cree que fue Brenda, ¿verdad?, o Brenda y Laurencio juntos, porque están enamorados.
    —No debes decir estas cosas, Josefina.
    —¿Por qué no? Están enamorados.
    —No puedes saberlo.
    —Sí que puedo. Se escriben cartas de amor.
    —¡Josefina! ¿Cómo lo sabes?
    —Porque las he leído. Unas cartas muy sentimentales. Claro que Laurencio es un sentimental. Tenía demasiado miedo para ir a la guerra. Se metió en un sótano, a encender calderas. Cuando caían bombas por aquí, se ponía verde... completamente verde. Eustaquio y yo nos reíamos horrores.
    No sé lo que hubiera contestado, porque entonces oímos el ruido de un coche que se detenía. En un momento, Josefina estuvo en la ventana, apretando contra el cristal su nariz de porrón.
    —¿Quién es? —pregunté.
    —Es el señor Gaitskill, el abogado del abuelo. Me figuro que viene por lo del testamento.
    Jadeando de excitación, salió corriendo del cuarto, sin duda para reanudar sus actividades de sabueso.
    Magda Leónides entró en la habitación y, con gran sorpresa por mi parte, se acercó y cogió mis manos entre las suyas.
    —Querido amigo —dijo—, gracias a Dios que está usted aquí todavía. ¡Es tan necesaria la presencia de un hombre!
    Me soltó las manos, cruzó la habitación, hacia una butaca de alto respaldo cuya posición alteró ligeramente, echó una ojeada a su imagen en el espejo y luego, cogiendo una caja de esmalte de encima de la mesa, se quedó pensativa, abriéndola y cerrándola.
    Era una «pose» muy atractiva.
    Sofía asomó la cabeza por la puerta y advirtió en un susurro:
    —¡Gaitskill!
    —Lo sé —dijo Magda.
    Segundos más tarde, Sofía entraba en la habitación, acompañada de un hombre de baja estatura y mediana edad, y Magda dejó la caja de esmalte y se acercó a saludarle.
    —Buenos días, señora Leónides. Voy arriba. Parece que hay algún error sobre el testamento. Su esposo me ha escrito bajo la impresión de que el testamento estaba en mi poder. Yo tenía entendido, por el propio señor Leónides, que estaba en el Banco. ¿Usted no sabrá nada de esto?
    —¿Del testamento del pobre viejecito? —Magda abrió unos ojos llenos de asombro—. No me diga que esa malvada de arriba lo ha destruido.
    —Vamos, señora Leónides —El abogado la amenazó con un dedo—. Nada de suposiciones temerarias. Se trata únicamente de averiguar dónde lo guardaba su padre político.
    —¡Pero si se lo mandó después de firmado...! ¡Claro que se lo mandó! Nos lo dijo él.
    —Creo que la policía ha revisado los papeles privados del señor Leónides —dijo el señor Gaitskill—. Hablaré con el inspector Taverner.
    Y salió de la habitación.
    —Hijita —exclamó Magda—, lo ha destruido. Sé que estoy en lo cierto.
    —No digas tonterías, mamá. No iba a hacer una estupidez como ésa.
    —No sería ninguna estupidez. Si no hay testamento, lo coge ella todo.
    —Sí... Aquí vuelve el señor Gaitskill.
    El abogado entró nuevamente en la habitación. El inspector Taverner venía con él y detrás de Taverner les seguía Felipe.
    —Tenía entendido, por lo que me dijo el señor Leónides —estaba diciendo el señor Gaitskill—, que había guardado el testamento en el Banco para tenerlo seguro.
    Taverner negó con la cabeza.
    —Me he puesto en comunicación con el Banco. No tienen documentos privados del señor Leónides, aparte de unas obligaciones que le guardaban.
    Felipe dijo:
    —Puede que Rogerio o tía Edith... Sofía, ¿quieres decirles que vengan?
    Pero Rogerio Leónides, convocado con los demás a la reunión, no pudo ayudar.
    —¡Pero esto es absurdo... completamente absurdo! —declaró—. Mi padre firmó el testamento y dijo claramente que iba a mandárselo por correo al día siguiente al señor Gaitskill.
    —Si mi memoria me es fiel —dijo el señor Gaitskill, recostándose en su asiento y entornando los ojos—, fue el veinticuatro de noviembre del año pasado cuando envié un proyecto de testamento, redactado de acuerdo con las instrucciones del señor Leónides. Aprobó el proyecto, me lo devolvió y, en su oportunidad, le envié el testamento para su firma. Después de un lapso de una semana, me atreví a recordarle que aún no había recibido el testamento debidamente firmado por él y por los testigos, preguntándole si deseaba hacer alguna alteración. Declaró estar completamente satisfecho y añadió que, después de haberlo firmado, había enviado el testamento a su Banco.
    —Todo esto es cierto —dijo Rogerio con vehemencia—. Fue hacia fines de noviembre del año pasado, ¿te acuerdas, Felipe? Nos reunió a todos una tarde y nos leyó el testamento.
    Taverner se volvió hacia Felipe Leónides.
    —Sí —dijo Felipe.
    —Fue como en La herencia de los Voysey —dijo Magda, suspirando con satisfacción—. Siempre he creído que los testamentos son tan dramáticos...
    —¿Y usted qué dice, señorita Sofía?
    —Sí —dijo Sofía—. Lo recuerdo perfectamente.
    —¿Y las cláusulas del testamento? —preguntó Taverner.
    El señor Gaitskill estaba a punto de contestar a su manera precisa, pero Rogerio Leónides le tomó la delantera.
    —Era un testamento sencillísimo. Electra y Joyce habían muerto y sus dotes habían vuelto a mi padre. El hijo de Joyce, William, había muerto en Birmania, en acción de guerra, y el dinero que dejó había ido a parar a su padre. Felipe, yo y los chicos éramos los únicos parientes que le quedábamos, según nos explicó mi padre. Le dejaba cincuenta mil libras, exentas de derechos, a tía Edith; cien mil libras exentas de derechos y esta casa a Brenda, o en su lugar una casa adecuada que se le compraría en Londres, como ella prefiriera. El resto se dividía en tres partes iguales: una para mí, otra para Felipe, y la tercera a repartir entre Sofía, Eustaquio y Josefina; la herencia de los dos últimos quedaba en depósito hasta su mayoría de edad. Creo que era así, ¿verdad, señor Gaitskill?
    —Esas son, en términos vulgares, las cláusulas del testamento que yo redacté —convino el señor Gaitskill, mostrando cierta aspereza por no habérsele permitido hablar por sí mismo.
    —Mi padre nos lo leyó —dijo Rogerio—. Preguntó si nos gustaría hacer algún comentario. Naturalmente, no hubo comentarios.
    —Brenda hizo un comentario —indicó la señorita de Haviland.
    —Sí —dijo Magda, con expresión satisfecha—. Dijo que no podía resistir el oír hablar de muerte a su adorado Arístides. Le «producía escalofrío», dijo. Y que, muerto él, no querría ni tan siquiera un céntimo de su horrible dinero.
    Ésa fue una observación cruel y mordaz. Comprendí de pronto cuan profunda era la aversión que Edith de Haviland sentía hacia Brenda.
    —Una distribución de su capital muy justa y razonable —aceptó el señor Gaitskill.
    —Y después de leerlo, ¿qué ocurrió? —preguntó el inspector Taverner.
    —Después de leerlo —dijo Rogerio— lo firmó.
    Taverner se inclinó hacia delante.
    —¿Exactamente cómo y cuándo lo firmó?
    Rogerio volvió la vista a su mujer, como pidiendo ayuda. Clemencia habló, en respuesta a aquella mirada. El resto de la familia pareció contento de que lo hiciera.
    —¿Quiere usted saber exactamente lo que ocurrió?
    —Sí, por favor, señora Leónides.
    —Mi padre político dejó el testamento en su escritorio y pidió a uno de nosotros, a Rogerio creo, que tocara el timbre. Rogerio así lo hizo. Cuando se presentó Johnson, en respuesta a la llamada, mi padre político le pidió que fuera a buscar a Juana Woolmer, la primera doncella. Cuando los dos estuvieron aquí, firmó el testamento y les dijo a ellos que pusieran su firma debajo de la suya.
    —Es el modo correcto de proceder —afirmó el señor Gaitskill—. El testamento debe ser firmado por el testador en presencia de dos testigos, quienes deben estampar sus firmas en el mismo tiempo y lugar.
    —¿Y después? —preguntó Taverner.
    —Mi padre político les dio las gracias y ellos se fueron. Seguidamente cogió el testamento, lo metió en un sobre alargado y dijo que se lo enviaría al señor Gaitskill al día siguiente.
    —¿Están todos de acuerdo —pidió Taverner, mirando a su alrededor— en que ésta es la relación exacta de lo ocurrido?
    Se oyeron murmullos de asentimiento.
    —Dijo usted que el testamento estaba en el escritorio. ¿A qué distancia de él estaba cada uno de ustedes?
    —No muy cerca. Puede que el más próximo estuviera a unos cinco o seis metros.
    —Cuando el señor Leónides les leyó el testamento, ¿estaba sentado delante del escritorio?
    —Sí.
    —¿Se levantó o se separó del escritorio, después de leer el testamento y antes de firmarlo?
    —No.
    —¿Pudieron los criados leerlo cuando firmaban?
    —No —dijo Clemencia—. Mi padre político colocó una hoja de papel sobre la parte superior del documento.
    —Con muy buen criterio —dijo Felipe—. El contenido del testamento no era de la incumbencia de los criados.
    —Ya —dijo Taverner—. A menos que... No comprendo.
    Con un movimiento rápido, mostró un sobre alargado y se inclinó hacia el abogado para entregárselo.
    —Eche una ojeada a esto —dijo—, y dígame lo que es.
    El señor Gaitskill sacó del sobre un documento doblado y se quedó mirándolo con vivísimo asombro, dándole vueltas y más vueltas entre las manos.
    —Esto —dijo— es sorprendente. No lo entiendo en absoluto. ¿Me permite que le pregunte dónde estaba?
    —En la caja de caudales, entre los demás papeles del señor Leónides.
    —Pero ¿qué es? —preguntó Rogerio—. ¿A qué viene todo esto?
    —Éste es el testamento que yo redacté para que su padre lo firmara, Rogerio, pero... no lo comprendo, después de lo que han dicho todos ustedes... no está firmado.
    —¿Qué? Bueno, será sólo un borrador.
    —No —dijo el abogado—. El señor Leónides me devolvió el borrador original. Entonces yo redacté el testamento, este testamento —lo golpeó con el dedo—, y se lo envié para que lo firmara. Según lo que han declarado ustedes, lo firmó en presencia de todos, y dos testigos añadieron sus firmas. Y, sin embargo, este testamento no está firmado.
    —¡Pero es imposible! —exclamó Felipe Leónides, con mayor animación de la que hasta entonces vi yo en él.
    Taverner preguntó:
    —¿Tenía buena vista su padre?
    —Sufría de glaucoma. Para leer, naturalmente, usaba cristales gruesos.
    —¿Tenía puestas las gafas aquella tarde?
    —Por supuesto. No se las quitó hasta después de haber firmado, ¿verdad?
    —Así es —dijo Clemencia.
    —¿Y están todos ustedes seguros de que nadie se acercó al escritorio antes de la firma del testamento?
    —Ya me hace dudar —dijo Magda, entornando los ojos—. ¡Si pudiéramos ver de nuevo la escena...!
    —Nadie se acercó al escritorio —atajó Sofía—; y el abuelo estuvo todo el tiempo sentado ante él.
    —¿Estaba el escritorio en la misma posición en que está ahora? ¿No estaba cerca de una puerta, una ventana o una cortina?
    —Estaba donde está ahora.
    —Estoy tratando de imaginar cómo pudo haberse efectuado una sustitución —explicó Taverner—, porque ha debido de ocurrir algo parecido. El señor Leónides tenía el convencimiento de que firmaba el documento que acababa de leer en voz alta.
    —¿No pueden haber sido borradas las firmas? —preguntó Rogerio.
    —No, señor Leónides. Hubieran quedado señales. Hay otra posibilidad. Este no es el documento enviado al señor Leónides por el señor Gaitskill y que firmó en presencia de ustedes.
    —Todo lo contrario —dijo el señor Gaitskill—. Puedo jurar que éste es el documento original. Hay una pequeña falta en el papel, en la esquina superior de la izquierda, que, con cierta imaginación, recuerda un aeroplano. Me fijé entonces en ella.
    Los miembros de la familia se miraron unos a otros desconcertados.
    —Un conjunto de circunstancias curiosísimas —dijo el señor Gaitskill—. En toda mi experiencia, no hay ningún precedente.
    —Todo esto es imposible —dijo Rogerio—. Estábamos todos aquí. Sencillamente, no pudo haber ocurrido semejante cosa.
    La señorita de Haviland dejó oír una tosecita seca.
    —A nada conduce perder el tiempo diciendo que algo que ha ocurrido no puede haber ocurrido —observó—. ¿Cuál es ahora la situación? Eso me gustaría saber.
    Gaitskill se convirtió inmediatamente en el abogado cauteloso.
    —La situación tendrá que ser examinada con todo cuidado —dijo—. Este documento, naturalmente, anula todos los testamentos anteriores. Hay muchos testigos que vieron al señor Leónides firmar lo que con toda seguridad creía de buena fe que era este testamento. ¡Hum! Muy interesante. Un verdadero problema legal.
    Taverner lanzó una mirada a su reloj.
    —Siento haberles hecho retrasar la comida.
    —¿No se queda usted a comer, inspector? —preguntó Felipe.
    —Gracias, señor Leónides; pero tengo que ver al doctor Gray, en Swinly Dean.
    Felipe se volvió al abogado.
    —¿No come usted con nosotros, Gaitskill?
    —Gracias, Felipe, no.
    Todos estábamos de pie. Me acerqué discretamente a Sofía.
    —¿Me voy o me quedo? —murmuré.
    —Será mejor que te vayas —dijo Sofía.
    Salí de la habitación sin hacer ruido, detrás de Taverner. Josefina estaba haciendo girar una puerta recubierta de paño verde, que daba acceso a la parte de atrás de la casa. Parecía como si algo estuviera divirtiéndola mucho.
    —Los policías son tontos —dijo.
    Sofía salió del salón.
    —¿Qué has estado haciendo, Josefina?
    —Ayudando a Nannie.
    —Creo que has estado escuchando detrás de la puerta.
    Josefina le hizo una mueca y se marchó.
    —Esa niña es un verdadero problema —dolióse Sofía.

    CAPÍTULO ONCE


    Entré en el despacho de mi padre, en Scotland Yard, y encontré a Taverner terminando de relatar lo que había sido, al parecer, una historia muy triste.
    —Y eso es lo que hay —estaba diciendo—. Los he vuelto al revés a todos ellos y ¿qué es lo que consigo? Nada en absoluto. Y todo lo que hemos sacado en limpio en contra de la viuda y su amiguito es que él ponía ojos de cordero cuando ella le servía el café.
    —Vamos, vamos, Taverner —dije—. Voy a ponérselo mejor.
    —Conque sí, ¿eh? Bueno, señorito Carlos, ¿qué es lo que ha conseguido usted?
    Me senté, encendí un cigarrillo, me recosté en mi asiento y se lo conté todo.
    —Rogerio Leónides y su esposa planeaban marcharse al extranjero el próximo martes. Rogerio y su padre tuvieron una entrevista tormentosa el día de la muerte del padre. El viejo Leónides se había enterado de que algo andaba mal y Rogerio admitía su culpabilidad.
    Taverner se puso como la grana.
    —¿De dónde diablos ha sacado usted todo eso? —preguntó—. Si fue por medio de los criados...
    —No lo he sabido por los criados —dije—. Lo he sabido por un agente de investigación privada.
    —¿Qué quiere usted decir?
    —Y he de decir que, de acuerdo con los cánones de las mejores novelas policíacas, él, o ella, ha derrotado por completo a la policía. Y creo también —continué— que mi detective privado esconde en la manga algunas cosas más.
    Taverner abrió la boca y volvió a cerrarla. Quería hacer tantas preguntas al mismo tiempo que no sabía por dónde empezar.
    —¡Rogerio! —bufó—. ¿De modo que Rogerio es un mal bicho, no es así?
    Sentí cierta repugnancia al contarlo. Me había agradado Rogerio Leónides. Recordando su cuarto de trabajo, confortable y acogedor, y su propio encanto afable, me desagradó la idea de lanzar tras él a los sabuesos de la justicia. Naturalmente, era posible que toda la información de Josefina fuera falsa, pero no lo creía yo así.
    —¿De modo que se lo ha dicho la chiquilla? —dijo Taverner—. Parece estar enterada de todo lo que ocurre en la casa.
    —Los niños suelen enterarse de todo —dijo mi padre secamente.
    De ser cierta esta información cambiaba todo el asunto. Si Rogerio había estado malversando fondos de Abastecimientos Reunidos, según había insinuado Josefina confidencialmente, y si su padre lo había descubierto, hubiera sido de una importancia vital el hacer callar al viejo y abandonar Inglaterra antes de que se descubriera la verdad. Era posible que Rogerio hubiera contraído responsabilidad criminal.
    Quedó decidido que, sin pérdida de tiempo, había que hacer una investigación en los asuntos de Abastecimientos Reunidos.
    —Si corre la noticia, habrá un escándalo mayúsculo —observó mi padre—. Es una empresa muy importante. Hay muchos millones metidos en ella.
    —Si realmente el negocio está hundido, tenemos lo que necesitamos —dijo Taverner—. El padre llama a Rogerio. Rogerio se derrumba y confiesa. Brenda Leónides estaba fuera, en el cine. Lo único que Rogerio tiene que hacer es dejar el cuarto de su padre, entrar en el cuarto de baño, vaciar un frasco de insulina y volverlo a llenar con la solución concentrada de eserina, y ahí lo tiene. O puede que lo haya hecho su mujer. Fue a la otra ala de la casa aquel día, después de volver de Londres; dice que fue a buscar una pipa que Rogerio había dejado allí. Pero pudo haber ido a manipular con la medicina antes de que Brenda viniera de la calle y le pusiera la inyección. Hubiera sido muy capaz de hacerlo con toda frialdad.
    Yo asentí.
    —Sí, me la imagino a ella como la autora real del hecho. Tiene serenidad suficiente para cualquier cosa. Y no creo realmente que Rogerio hubiera pensado en utilizar el veneno... Ese ardid de la insulina tiene algo de femenino.
    —Ha habido muchos hombres envenenadores —indicó mi padre fríamente.
    —Sí, señor, ya lo sé —dijo Taverner.
    —De todos modos, no creo que Rogerio encaje en el tipo de envenenador.
    —Prichard —le recordó al viejo— hacía buenas mezclas.
    —Lo dejaremos en que los dos intervinieron en el asunto.
    —Pero que la intervención de lady Macbeth fue mayor —dijo mi padre cuando Taverner se marchaba—. ¿Te parece a ti una lady Macbeth, Carlos?
    Volví a ver con la imaginación la ligera y grácil figura, de pie junto a la ventana de la austera habitación.
    —No exactamente —dije—. Lady Macbeth era fundamentalmente ambiciosa. No creo que Clemencia Leónides lo sea. No creo que desee las riquezas o le importen.
    —Pero en cambio, ¿podría importarle, hasta la desesperación, la seguridad de su marido?
    —Eso sí. Y desde luego, podría ser... cruel.
    «Diferentes tipos de crueldad...» Eso era lo que Sofía había dicho.
    Levanté la vista y vi que mi padre me observaba.
    —¿Qué te preocupa, Carlos?
    Pero no se lo dije entonces.
    Me llamaron al día siguiente y me encontré a Taverner y a mi padre juntos.
    Taverner parecía satisfecho de sí mismo y ligeramente excitado.
    —Abastecimientos Reunidos está en muy mala situación —confesó mi padre.
    —Irá a la bancarrota en cualquier momento —añadió Taverner.
    —Ya he visto que anoche las acciones bajaron mucho —observé—. Pero esta mañana parece que se han recuperado algo.
    —Hemos tenido que andar con mucho cuidado —dijo Taverner—. Ni averiguaciones directas ni nada que cause pánico o ponga nervioso a nuestro fugitivo caballero. Pero contamos con ciertas fuentes privadas de información y lo que hemos sabido a este respecto es terminante. Abastecimientos Reunidos está al borde del desastre. Le es completamente imposible hacer frente a sus compromisos. Parece ser que desde hace años lo han dirigido muy mal.
    —¿Rogerio Leónides?
    —Sí. Ha tenido plenos poderes.
    —Y ha cogido dinero...
    —No —atajó Taverner—. No creemos que lo haya hecho. Para hablar con franqueza, puede que sea un asesino, pero no creemos que sea un estafador. Sinceramente, lo que ha sido es... tonto. Parece que no tenía el menor discernimiento. Se lanzaba a empresas arriesgadas cuando debía retraerse, y ha dudado y se ha retraído cuando debía arriesgarse. Ha delegado poderes en las personas que menos lo merecían. Es un tipo confiado, y ha confiado en quien no debía. En todo momento, en cada ocasión, ha hecho lo contrario de lo que debía hacer.
    —Hay personas así —dijo mi padre—. Y no es que sean realmente tontas. No saben juzgar al prójimo, esto es todo. Y se entusiasman con cualquiera cuando no es el momento indicado.
    —Un hombre así no debería meterse en negocios —cortó Taverner.
    —Y probablemente no se hubiera metido —dijo mi padre— de no ser por la circunstancia familiar de ser hijo de Arístides Leónides.
    —El asunto iba viento en popa cuando el viejo lo puso en manos de su hijo. ¡Pudo haber sido una mina de oro! Parecía que lo único que tenía él que hacer era sentarse y dejar que el negocio marchara por sí solo.
    —No —mi padre negó con la cabeza—. Ningún negocio marcha por sí solo. Siempre hay que tomar decisiones, despedir a un hombre, contratar a otro... Pequeñas cuestiones que requieren sagacidad. Y, al parecer, Rogerio Leónides ha tomado siempre el camino equivocado.
    —Eso es cierto —dijo Taverner—. Por otra parte, es un hombre fiel. Conservaba en la empresa tipos completamente inútiles, sólo porque les tenía afecto o porque llevaban allí mucho tiempo. Y de cuando en cuando tenía ideas disparatadas e irrealizables, y se empeñaba en ponerlas en práctica a pesar del enorme desembolso que suponían.
    —Pero, ¿no hizo nada fuera de la ley? —insistió mi padre.
    —No, nada criminal.
    —Entonces, ¿por qué cometer el asesinato? —pregunté.
    —Puede que haya sido tonto y no un bribón —dijo Taverner—. Pero el resultado era el mismo... o casi el mismo. Lo único que podía haber salvado a Abastecimientos Reunidos del desastre era una cantidad de dinero verdaderamente colosal, lo más tarde el... —consultó su librito de notas— el próximo miércoles.
    —¿Una cantidad de dinero como la que iba a heredar, o la que pensaba que iba a heredar, por el testamento de su padre?
    —Exacto.
    —Pero no hubiera podido obtener esa suma en dinero.
    —No. Pero hubiera conseguido crédito. Es lo mismo.
    El viejo hizo una señal de asentimiento.
    —¿No hubiera sido más sencillo ir al viejo Leónides y pedirle ayuda? —sugirió.
    —Creo que lo hizo —dijo Taverner—. Creo que eso fue lo que la niña oyó. Supongo que el viejo se negó categóricamente a meter más dinero en un mal negocio. Sería muy suyo.
    Me pareció que Taverner tenía razón en este punto. Arístides Leónides había rehusado apoyar la obra de Magda; había dicho que no tendría éxito de taquilla. Los acontecimientos habían demostrado que tenía razón. Era un hombre generoso con su familia, pero no de los que tiran el dinero en empresas improductivas. Y Abastecimientos Reunidos era un asunto de cientos de miles de libras. Se negó categóricamente, y lo único que podía salvar a Rogerio era la muerte de su padre.
    Sí, era evidente que había un motivo.
    Mi padre consultó su reloj.
    —Le he dicho que venga aquí —dijo—. Llegará de un momento a otro.
    —¿Rogerio?
    —Sí.
    —¿Quieres venir a mi casa?, dijo la araña a la mosca —murmuré.
    Taverner me miró escandalizado.
    —Le haremos todas las advertencias que son del caso —dijo con severidad.
    La escena estaba dispuesta y el taquígrafo preparado. Poco después sonó el zumbador y Rogerio Leónides entraba en la habitación.
    Entró, anhelante y torpe, tropezando con una silla. Como en otras ocasiones, me recordó a un gran perro amistoso. Al mismo tiempo, me convencí absolutamente de que no había sido él quien había llevado a cabo el cambio de la insulina por la eserina. Hubiera roto el frasco, derramado el líquido o hecho fracasar la operación de un modo u otro. No. Había sido Clemencia la que había actuado, aunque Rogerio hubiera estado en antecedentes.
    Habló atropelladamente.
    —¿Querían verme? ¿Han descubierto algo? Hola, Carlos, no le había visto. Es usted muy amable en haber venido. Pero dígame, por favor, sir Arturo...
    Un hombre tan agradable, tan sumamente agradable... Pero muchos asesinos habían sido hombres agradables, según sus asombrados amigos habían dicho después. Sintiéndome Judas, le dirigí una sonrisa de salutación.
    Mi padre adoptó una actitud circunspecta, fríamente oficial. Se dijeron las frases de rigor: declaración... sería anotada... no estaba obligado... un abogado...
    Rogerio Leónides las rechazó todas con su característica vehemencia impaciente.
    Sorprendí la sonrisa sardónica del inspector Taverner y por ella adiviné cuáles eran sus pensamientos.
    «Esos tipos... siempre seguros de sí mismos. No pueden cometer un error. ¡Son demasiado inteligentes!»
    Me senté discretamente en una esquina y escuché con interés.
    —Le he pedido que venga aquí, Leónides —dijo mi padre—, no para darle las últimas noticias, sino para solicitar información de usted, información que usted ha retenido con anterioridad.
    Rogerio Leónides pareció aturdido.
    —¿Retenido? ¡Pero si les he dicho a ustedes todo... absolutamente todo!
    —Creo que no. ¿Sostuvo usted una conversación con el muerto en la tarde de su fallecimiento?
    —Sí, sí; tomé el té con él. Se lo he dicho a ustedes.
    —Sí, nos lo ha dicho usted; pero no nos ha dicho de qué hablaron.
    —Pues hablamos.
    —¿De qué?
    —De cosas corrientes de la casa, de Sofía.
    —¿Y no mencionaron ustedes a Abastecimientos Reunidos?
    Creo que hasta entonces, en mi interior, había mantenido la esperanza de que Josefina hubiera inventado toda la historia. Si era así, mi esperanza se desvaneció en el acto.
    El rostro de Rogerio se transformó, pasando en un momento de la ansiedad a algo que estaba muy cerca de la desesperación.
    —¡Dios mío! —dijo. Y se dejó caer en una butaca, escondiendo el rostro entre las manos.
    Taverner sonrió como un gato satisfecho.
    —¿Admite usted, señor Leónides, que no ha sido franco con nosotros?
    —¿Cómo ha llegado a enterarse? Creí que no lo sabía nadie... No me explico cómo ha podido saberlo nadie...
    —Tenemos medios para enterarnos de estas cosas, señor Leónides —A sus palabras siguió una pausa solemne—. Creo que comprenderá usted ahora que es mejor que nos diga la verdad.
    —Sí, sí. Claro. Se la diré. ¿Qué quieren ustedes saber?
    —¿Es cierto que Abastecimientos Reunidos está al borde del desastre?
    —Sí. Ya no puede evitarse por más tiempo. La quiebra es inevitable. Si mi padre hubiera muerto sin saberlo... Me siento tan avergonzado... tan cubierto de ignominia...
    —¿Hay posibilidades de que se siga acción criminal?
    Rogerio se enderezó con viveza.
    —No, en absoluto. Habrá quiebra... pero será una quiebra honrosa. A los acreedores se les pagará hasta el último penique, si invierto en ello mi capital, cosa que haré. No, si siento vergüenza es por haber fallado a mi padre. Él confió en mí. Puso en mis manos esa empresa, la más importante y su preferida entre todas las demás. Nunca intervino, nunca me preguntó lo que hacía. Puso toda su confianza en mí... Y yo le fallé.
    Mi padre dijo fríamente:
    —Ha dicho usted que no había posibilidad de causa criminal. ¿Por qué entonces habían planeado usted y su esposa marcharse al extranjero sin comunicar su intención?
    —¿También saben eso?
    —Sí, señor Leónides.
    —Pero ¿no comprenden? —Se inclinó hacia delante, ansiosamente—. No podía presentarme ante él con la verdad. Hubiera parecido como si pidiera dinero, como si quisiera que me sacara a flote otra vez. Él me... me quería mucho. Hubiera querido ayudarme. Pero yo no podía... no podía continuar... hubiera vuelto a embrollar las cosas... No valgo para nada. No tengo habilidad. No soy como mi padre. Siempre he sabido que no lo era. He hecho tentativas, pero en vano. He sido tan desgraciado... ¡Dios mío! ¡No saben ustedes lo desgraciado que he sido! Tratando de salir del atolladero, con la esperanza de poder arreglar las cosas y de que mi pobre padre no se enterara nunca. Y entonces se acabó... se acabaron mis esperanzas de evitar la quiebra. Clemencia, mi esposa, lo comprendió y estuvo de acuerdo conmigo. Trazamos el plan. No decir nada a nadie, marcharnos y dejar que la tormenta estallara después. Le dejaría una carta a mi padre contándoselo todo, diciéndole lo avergonzado que estaba y pidiéndole que me perdonara. ¡Ustedes no saben lo bueno que ha sido siempre conmigo! Pero entonces sería demasiado tarde para que pudiera hacer nada. Eso era lo que yo quería. No pedirle ayuda, ni siquiera que pudiera pensar que se la pedía. Empezar de nuevo por mis propios medios en algún otro lugar. Vivir sencilla v humildemente. Cultivar la tierra, café, frutas... Cubrir las necesidades elementales de la vida. Sería duro para Clemencia, pero aseguró que no le importaba. Es maravillosa... sencillamente maravillosa.
    —Ya —La voz de mi padre era seca—. ¿Y qué fue lo que le hizo cambiar de opinión?
    —¿Cambiar de opinión?
    —Sí. ¿Qué le decidió ir a pedir ayuda a su padre, a pesar de todo?
    Rogerio se le quedó mirando.
    —¡Si no fui!
    —¡Vamos, señor Leónides!
    —Está usted completamente equivocado. No acudí a él. Fue él quien me hizo llamar a mí. Se había enterado no sé cómo, en la City. Supongo que oiría algún rumor. Claro que él siempre lo sabía todo. Alguien se lo había dicho. Me acorraló y, claro, me derrumbé... Se lo conté todo. Le dije que no era por el dinero, sino porque había confiado en mí y yo le había fallado.
    Rogerio tragó saliva convulsivamente.
    —¡Mi padre querido! —dijo—. No pueden imaginarse lo bueno que fue conmigo. No me hizo ningún reproche. Sólo tuvo palabras de bondad. Le dije que no quería ayuda, que prefería que no me ayudara, que lo mejor era que me marchara, como había planeado. Pero no quiso escucharme. Insistió en salvarme... en sacar a flote a Abastecimientos Reunidos.
    Taverner dijo, mordaz:
    —¿Pretende usted que creamos que su padre tenía intención de ayudarle económicamente?
    —Desde luego. Escribió en el mismo momento a sus corredores, dándoles instrucciones.
    Debió ver la incredulidad en los rostros de los dos hombres, porque enrojeció.
    —Escuchen —dijo—. Todavía tengo la carta. Iba a echarla al correo, pero claro, luego con... con la conmoción y el jaleo, se me olvidó. Seguramente la tengo aquí.
    Sacó su billetero y empezó a rebuscar en él. Finalmente encontró lo que quería. Era un sobre arrugado con el sello puesto. Me incliné y vi que estaba dirigida a los señores Greatorex y Hanbury.
    —Lean ustedes mismos, si no me creen —dijo.
    Mi padre rasgó el sobre. Taverner se puso detrás de él. Yo no vi la carta entonces, pero la vi más tarde. Les daba instrucciones a los señores Greatorex y Hanbury para que hicieran unas inversiones y solicitaba para el día siguiente la presencia de un miembro de la firma para darle órdenes respecto a los asuntos de Abastecimientos Reunidos. Parte de la carta me resultó ininteligible, pero su propósito era evidente: Arístides Leónides se disponía a levantar de nuevo a Abastecimientos Reunidos.
    Taverner dijo:
    —Le daremos un recibo de esta carta, señor Leónides.
    Rogerio cogió el recibo, se levantó y dijo:
    —¿Desean algo más? Ahora ya ven ustedes cómo ocurrió todo, ¿verdad?
    Taverner dijo:
    —El señor Leónides le dio esta carta y usted le dejó. ¿Qué hizo entonces?
    —Fui corriendo a mi parte de la casa. Mi esposa acababa de regresar. Le dije lo que mi padre se proponía hacer, lo maravillosamente que se había portado. Yo... la verdad es que casi no sabía lo que hacía.
    —¿Y cuánto tardó su padre en ponerse enfermo, después de eso?
    —Déjeme que piense... puede que media hora, o una hora. Brenda entró corriendo. Estaba espantada. Dijo que mi padre tenía un aspecto muy raro. Yo... salí corriendo con ella. Pero ya se lo he dicho a ustedes antes.
    —En su anterior visita, ¿fue usted al baño contiguo al cuarto de su padre?
    —Creo que no. No... no, estoy seguro de que no fui. Pero no es posible que ustedes piensen que yo...
    Mi padre sofocó la súbita indignación de Rogerio. Se levantó y estrechó su mano.
    —Gracias, señor Leónides —dijo—. Ha sido usted una gran ayuda. Pero debía usted habernos contado antes todo esto.
    La puerta se cerró tras Rogerio. Me levanté y me acerqué a la mesa de mi padre para leer la carta.
    —Puede que sea una falsificación —dijo Taverner, esperanzado.
    —Puede —dijo mi padre—; pero no lo creo. Me parece que tendremos que aceptar los hechos. El viejo Leónides estaba dispuesto a sacar a su hijo del atolladero. Mejor lo haría el pobre por sí mismo que Rogerio después de muerto su padre, sobre todo si ahora resulta que no se encuentra el testamento y que, por consiguiente, la herencia de Rogerio será objeto de controversia. Habrá demoras y dificultades. Tal como están las cosas, la quiebra no puede evitarse. No, Taverner. Rogerio Leónides y su esposa no tenían motivos para quitar de en medio al viejo. Al contrario... —se detuvo y repitió—: al contrario.
    —¿Qué está pensando, señor? —preguntó Taverner.
    El viejo dijo lentamente:
    —Si Arístides Leónides hubiese vivido sólo veinticuatro horas más, Rogerio se hubiera salvado. Pero no vivió veinticuatro horas. Murió de repente y trágicamente en poco más de una hora.
    —¡Hum! —dijo Taverner—. ¿Cree que alguien de la casa quería que Rogerio se arruinara? ¿Alguien con intereses opuestos a los suyos? No parece probable.
    —¿Cuál es la situación en lo que se refiere al testamento? —preguntó mi padre—. ¿Quién hereda en realidad el dinero del viejo Leónides?
    Taverner dejó escapar un suspiro de enojo.
    —Ya sabe usted cómo son los abogados. Es imposible sacar de ellos una respuesta clara. Hay un testamento anterior, hecho cuando se casó con la segunda señora Leónides. En él se le deja a ella la misma cantidad, algo menos a la señorita Haviland y el resto a Felipe y Rogerio. Yo creía que si el testamento no estaba firmado, el viejo tendría valor legal, pero parece que no es tan fácil como eso. Para empezar, el nuevo testamento revoca al anterior y hay testigos de que lo firmó y la «intención del testador». Si resulta que Leónides murió ab intestato, es cuestión de cara o cruz. Entonces la viuda, al parecer, lo coge todo... o la renta vitalicia, en cualquier caso.
    —¿De modo que si el testamento no aparece, Brenda Leónides es probablemente la persona que más se beneficiaría con ello?
    —Sí. Si ha habido manganilla en esto, parece probable que esté ella en el fondo del asunto. Y está clarísimo que ha habido engaño, pero que me aspen si veo cómo pudo hacerse.
    Yo tampoco lo veía. Es posible que estuviésemos completamente obtusos. Pero, claro, mirábamos el asunto desde un ángulo equivocado.

    CAPÍTULO DOCE


    A la salida de Taverner siguió un corto silencio.
    Luego dije:
    —Papá, ¿cómo son los asesinos?
    El viejo me miró pensativo. Nos comprendíamos tan bien el uno al otro que supo con exactitud lo que andaba por mi cabeza al hacer la pregunta. Y contestó a ella muy seriamente:
    —Sí —dijo—. Eso es importante ahora, muy importante... para ti. Estás ya muy relacionado con el asesinato. No puedes seguir mirándolo desde fuera.
    Siempre me habían interesado, como aficionado, algunos de los casos más espectaculares de que se había ocupado el Departamento de Investigación Criminal, pero, como había dicho mi padre, me habían interesado desde fuera, contemplándolos, por decirlo así, desde la barrera. Pero ahora, como Sofía había comprendido más rápidamente que yo, el asesinato se había convertido en factor dominante de mi vida.
    El viejo continuó:
    —No sé si seré yo la persona indicada para contestar a tu pregunta. Podría ponerte en contacto con un par de psiquiatras de los que trabajan para nosotros. Esto es rutina para ellos. O Taverner te puede dar nuestros informes secretos. Pero creo que lo que tú quieres es oír lo que yo, personalmente, como resultado de mi experiencia sobre criminales, pienso de este asunto, ¿verdad?
    —Eso es lo que quiero —dije, agradecido.
    Mi padre trazó con el dedo un pequeño círculo en la tapa del escritorio.
    —¿Cómo son los asesinos? Algunos de ellos —una sonrisa melancólica asomó a su rostro— han sido unos chicos extraordinariamente simpáticos.
    Creo que me sobresalté ligeramente.
    —Sí, sí, muy simpáticos —dijo—. Tipos corrientes, como tú y como yo, o como el que acaba de salir, Rogerio Leónides. El asesinato, ¿sabes?, es un crimen de aficionados. Hablo, naturalmente, de la clase de asesinatos a que tú te refieres, no de las faenas de los gángsters. Muchas veces, estos hombres agradables y corrientes dan la impresión de que hubieran sido sorprendidos por el asesinato, casi por accidente. Se encontraban en una situación muy difícil o deseaban algo apasionadamente, dinero o una mujer, y mataron para conseguirlo. El freno que nos detiene a la mayoría de nosotros no actúa sobre ellos. Un niño convierte su deseo en acción sin remordimiento. Un niño se enfada con su gatito, dice «te mataré» y le golpea en la cabeza con un martillo... ¡y luego se le destroza el corazón porque el gatito no vuelve a la vida! Muchos niños tratan de sacar de su cochecito a su hermano menor para «ahogarlo» porque les roba la atención de los mayores o porque les molesta en sus juegos. Llegan, a edad muy temprana, a un grado en el que saben que eso está «mal», es decir, que si lo hacen los castigarán. Más tarde, sienten que está mal. Pero sospecho que algunas personas no maduran normalmente. Saben que el asesinato es malo, pero no lo sienten. Como resultado de mi experiencia, no creo que ningún asesino se haya arrepentido realmente... Puede que sea ésta la marca de Caín. Los asesinos son seres aparte, son «diferentes»; el asesinato es malo, pero no para ellos, para ellos es necesario; la víctima «se lo ha buscado»; era «la única solución».
    —¿Crees —pregunté— que si alguien odiara al viejo Leónides, le hubiera odiado, digamos, durante mucho tiempo, sería ésta una buena razón para, en el momento actual, matarlo?
    —¿Puro odio? Me parece muy poco probable —Mi padre me miró con curiosidad—. Cuando dices odio, supongo que quieres decir antipatía llevada al exceso. El odio por celos, que tiene su raíz en el amor y en el desengaño, es diferente. Constantina Kent, lo dijo todo el mundo, quería mucho al hermanito a quien mató. Pero al parecer quería para ella la atención y el cariño que se ponía en él. Creo que la gente mata con mayor frecuencia a los que quiere que a los que odia. Posiblemente porque sólo aquellos a quienes uno quiere de verdad pueden hacer intolerable nuestra vida.
    «Pero todo esto no te ayuda gran cosa, ¿verdad? —continuó—. Si he interpretado bien tus sentimientos, lo que tú quieres es algún distintivo, alguna señal universal que te ayude a señalar a un asesino dentro de una familia aparentemente normal y agradable.
    —Sí, eso es.
    —Me pregunto si habrá un denominador común. ¿Sabes? —Se detuvo—. Si lo hay, creo que es la vanidad.
    —¿La vanidad?
    —Sí. Nunca he encontrado un asesino que no fuera vanidoso... Nueve veces de cada diez, es su vanidad lo que los lleva a la ruina. Aunque tengan miedo de que los cojan, no pueden evitar el pavonearse y alardear y, por regla general, están convencidos de que han sido demasiado listos para que los cojan. Y hay otra cosa: el asesino necesita hablar.
    —¿Hablar?
    —Sí. ¿No comprendes? El haber cometido un asesinato les deja en una gran soledad. Al asesino le gustaría contárselo todo a alguien... y no puede. Y eso hace que lo desee aún más. Y así, si no puede hablar de cómo lo hizo, al menos puede hablar del crimen, discutirlo, exponer teorías, analizarlo.
    En tu lugar, Carlos, yo buscaría eso. Vuelve allí y mézclate con todos ellos y hazlos hablar. Claro que no será coser y cantar. Inocentes o culpables, todos se alegrarán de tener la oportunidad de hablar con un extraño, porque a ti pueden decirte cosas que no pueden decirse entre ellos. Pero creo posible que adviertas cierta diferencia. La persona que tiene algo que ocultar no puede permitirse en absoluto el lujo de hablar. Bien lo sabían los muchachos del Servicio Secreto durante la guerra. Si eran capturados, decían su nombre, grado y número, pero nada más. Los que pretenden dar falsa información casi siempre cometen algún error. Hazlos hablar a todos y busca ese desliz o que alguien se delate a sí mismo.
    Le dije lo que me había dicho Sofía acerca de la crueldad que había en el seno de la familia, de diferentes clases de crueldad. Mi padre demostró mucho interés.
    —Sí —dijo—. Tiene razón tu chica. La mayoría de las familias tienen una tara, un tendón de Aquiles. Con una de estas debilidades puede uno entendérselas, por regla general, pero no con dos de diferente especie. Muy interesante esto de la herencia. Consideremos, por ejemplo, la insensibilidad de los Haviland y lo que podamos llamar la falta de escrúpulos de los Leónides porque, aunque, sin escrúpulos, son bondadosos. Pero piensa en un descendiente que hereda ambos rasgos. ¿Comprendes lo que quiero decir?
    No había considerado el asunto según ese aspecto. Mi padre continuó:
    —Pero no debo preocuparte con esto de la herencia. Es un tema muy complicado y difícil. No, hijo mío, ve allá y déjales que te hablen. Tu Sofía tiene toda la razón en una cosa: sólo la verdad os dejará satisfechos a ella y a ti. Tenéis que saber.
    Y añadió, al dejar yo la habitación:
    —Y ten cuidado con la niña.
    —Josefina? Quieres decir que no le deje saber lo que me traigo entre manos...
    —No, no quise decir eso. Quise decir que... la cuides. No queremos que le ocurra nada.
    Me quedé mirándole.
    —Vamos, Carlos, comprende que en algún lugar de la casa hay un asesino que mata a sangre fría. Esa niña, Josefina, parece que sabe casi todo lo que allí pasa.
    —Es cierto que sabía todo lo de Rogerio, aunque sacó la consecuencia de que era un estafador. Su relato de lo que escuchó parece completamente correcto.
    —Sí, sí. Las declaraciones de los niños son siempre las mejores. Siempre me fío de ellas. Claro que ante un tribunal no sirven. Los niños no pueden resistir las preguntas directas. Se ponen a mascullar o adoptan una expresión estúpida y dicen lo que no saben. Cuando están mejor es cuando se ponen a presumir. Así es como conseguirás saber más de ella. No empieces a hacerle lo que la niña hizo contigo, presumir. De ese modo no contestará a tus preguntas. Haz como que crees que no sabe nada. Eso la hará hablar.
    Y añadió:
    —Pero cuida de ella. Puede que sepa demasiado para la seguridad de alguien.

    CAPÍTULO TRECE


    Fui a la Casa Torcida, como yo la llamaba para mí, con cierto sentido de culpabilidad. Aunque había repetido a Taverner las confidencias de Josefina acerca de Rogerio, no había dicho nada de su afirmación de que Brenda y Laurencio se escribían cartas de amor.
    Me disculpé ante mí mismo fingiendo creer que todo era pura invención y que no había razón para creer que fuera verdad. Pero lo cierto es que había experimentado una extraña repugnancia a acumular nuevas pruebas en contra de Brenda Leónides. Me había afectado el patetismo de su posición en la casa, rodeada de una familia hostil y sólidamente unida contra ella. Si tales cartas existían, no había la menor duda de que Taverner y sus esbirros las encontrarían. Me desagradaba proporcionar nuevas sospechas en contra de una mujer en situación difícil. Además, me había asegurado solemnemente que no había nada de todo eso entre ella y Laurencio y me sentía más inclinado a creerla a ella que a Josefina, el gnomo malicioso. ¿No había dicho la misma Brenda que Josefina «no estaba en sus cabales»?
    Recordé la inteligencia de los ojos negros de Josefina, brillantes como cuentas, y sofoqué el molesto convencimiento de que la niña estaba muy en sus cabales.
    Había telefoneado a Sofía para preguntarle si podía volver a su casa.
    —Sí, Carlos; ven, por favor.
    —¿Qué tal van las cosas?
    —No sé. Muy bien. Siguen registrando. ¿Qué buscan?
    —No tengo idea.
    —Todos estamos poniéndonos muy nerviosos. Ven lo antes que puedas. Me volveré loca si no hablo con alguien.
    Le dije que iría inmediatamente.
    No había nadie a la vista cuando el taxi se acercó a la puerta principal. Pagué el taxi y, después que se hubo marchado, me quedé dudando si llamar al timbre o entrar sin llamar. La puerta principal estaba abierta.
    Mientras estaba allí, dudando, sentí un ligero ruido detrás de mí. Volví la cabeza vivamente. Josefina, con el rostro medio oculto tras una manzana enorme, estaba de pie en el portillo del seto de boj y me miraba.
    Al volver yo la cabeza, se marchó.
    —¡Hola, Josefina!
    No contestó, sino que desapareció tras el seto. Crucé la calzada y la seguí. Estaba sentada en el rústico e incómodo banco, junto al estanque de las carpas doradas, balanceando las piernas y dando mordiscos a su manzana. Sobre la esfera rosada de la fruta, sus ojos me miraban sombríos y con expresión hostil.
    —He vuelto otra vez, Josefina —dije.
    Era un modo de empezar muy torpe, pero el silencio de Josefina y su mirada me resultaban enervantes.
    Con excelente sentido de la estrategia, no me contestó en seguida.
    —¿Está buena la manzana? —pregunté.
    Esta vez, Josefina tuvo la condescendencia de contestar. Su respuesta consistió en una sola palabra.
    —Fofa.
    —Es una pena —dije—. No me gustan las manzanas fofas.
    Josefina contestó, despectiva:
    —A nadie le gustan.
    —¿Por qué no me has contestado cuando te dije hola?
    —Porque no quise.
    —¿Y por qué no?
    Josefina apartó la manzana de su cara, para dar mayor claridad a su acusación.
    —Fuiste a la policía y cantaste.
    —¡Ah! —me cogió de sorpresa—. ¿Quieres decir... sobre...?
    —Sobre tío Rogerio.
    —Pero todo irá bien, Josefina —le aseguré—. Todo irá perfectamente. Ellos saben que no ha hecho nada malo... es decir, que no cogió dinero, ni nada por el estilo.
    Josefina me lanzó una mirada irritada.
    —¡Qué idiota eres!
    —Perdona.
    —No estaba preocupada por tío Rogerio. Es que no es así como debe trabajar un detective. ¿No sabes que nunca se dice nada a la policía hasta el final de todo? ¿No lo sabes?
    —¡Ah, comprendo! —dije—. Lo siento, Josefina. De verdad, lo siento mucho.
    —No es para menos —reprochó—. Confié en ti.
    Volví a decir que lo sentía mucho. Josefina pareció ablandarse un poco. Dio a la manzana dos mordiscos.
    —Pero la policía lo hubiera descubierto todo —dije—. Tú... yo... no podríamos haber guardado el secreto.
    —¿Te refieres a que va a ir a la quiebra?
    Como de costumbre, Josefina estaba bien informada.
    —Me figuro que en eso acabará.
    —Van a hablar de eso esta noche —dijo Josefina—. Papá, mamá, tío Rogerio y tía Edith. Tía Edith le daría su dinero, sólo que todavía no lo tiene, pero no creo que papá se lo dé. Dice que si Rogerio se ha metido en un lío, la culpa es sólo suya y que por qué se va a tirar más dinero en un asunto perdido, y mamá no querrá ni oír hablar de ello porque quiere que papá ponga el dinero para la obra de Edith Thompson. ¿Sabes lo de Edith Thompson? Estaba casada, pero no quería a su marido. Estaba enamorada de un chico llamado Bywaters, que vino en un barco, y bajó por otra calle, a la salida del teatro, y le dio una puñalada en la espalda.
    Me maravillé de nuevo ante el conocimiento de Josefina, tan vasto y completo, así como de su sentido dramático para presentar en pocas palabras los hechos sobresalientes, aunque una gramática más bien confusa oscureciera el relato.
    —Muy bonito —dijo Josefina—; pero me figuro que la obra no se parecerá nada. Será otra vez como «Jezabel» —suspiró—. Me gustaría saber por qué los perros no se comieron las palmas de las manos.
    —Josefina —dije—, me has confesado que estabas casi segura de quién era el asesino.
    —Sí, ¿y qué?
    —¿Quién es?
    Me lanzó una mirada de desprecio.
    —Comprendo —dije—. ¿No quieres decírmelo hasta el último capítulo? ¿Ni aunque te prometa no decírselo al inspector Taverner?
    —Sólo me faltan unas cuantas pruebas más —dijo Josefina—. De todos modos —añadió, tirando al estanque el corazón de la manzana—, no te lo diría. Tú eres un Watson7.
    Me tragué el insulto.
    —Muy bien —dije—. Soy un Watson. Pero hasta a Watson se le daban los datos.
    —¿Los qué?
    —Los datos, los hechos. Y entonces él sacaba de ellos deducciones equivocadas. ¿No te divertiría mucho verme sacar deducciones falsas?
    Por un momento, a Josefina le tentó la idea. Luego movió la cabeza negativamente.
    —No —dijo. Y añadió—: De todos modos, no me gusta mucho Sherlock Holmes. Es muy anticuado. Iba en cochecito de dos ruedas.
    —¿Y qué hay de aquellas cartas? —pregunté.
    —¿Qué cartas?
    —Las cartas que se escribían Laurencio Brown y Brenda, según me has dicho.
    —Lo inventé yo —dijo Josefina.
    —No te creo.
    —Sí, lo inventé. Muchas veces lo hago. Me divierto.
    Me quedé mirándola fijamente. Ella sostuvo la mirada.
    —Mira, Josefina. Conozco un hombre en el Museo Británico que sabe mucho de la Biblia. Si me entero por él de por qué los perros no comieron las palmas de las manos de Jezabel, ¿me dirás lo que sabes de esas cartas?
    No muy lejos de nosotros, una ramita se quebró con un chasquido agudo. Josefina dijo, en tono desprovisto de interés:
    —No, no te lo diré.
    Acepté mi derrota. Ya algo tarde, recordé el consejo de mi padre.
    —Bueno —dije—; estaba bromeando contigo. Claro que de verdad no sabes nada.
    Los ojos de Josefina chispearon, pero resistió la atracción del cebo.
    Me levanté.
    —Voy dentro, a buscar a Sofía —dije—. Ven conmigo.
    —Me quedo aquí —dijo Josefina.
    Sin ninguna ceremonia, la puse en pie de un tirón. Pareció sorprendida y como si fuera a protestar, pero se rindió de bastante buen grado, en parte, sin duda alguna, porque quería observar las reacciones de la familia ante mi presencia.
    En aquel momento, no habría podido decir por qué deseaba con tanta ansiedad que me acompañara. Fue al cruzar la puerta principal cuando caí en la cuenta: el motivo de mi ansiedad era el chasquido de una ramita.

    CAPÍTULO CATORCE


    Del salón grande salía un murmullo de voces. Estuve dudando, pero no entré. Anduve al azar por el pasillo y, movido por un impulso repentino, empujé la puerta giratoria. Detrás, el pasillo estaba oscuro, pero, de pronto, una puerta se abrió, dejando ver una amplia cocina iluminada. En el umbral se hallaba una anciana bastante voluminosa. Tenía atado alrededor de la cintura un delantal blanco muy limpio y en el momento en que la vi comprendí que todo iba bien. Es la sensación que siempre produce una de estas buenas criadas antiguas. Tengo treinta y cinco años, pero me sentí exactamente como si fuera un niño de cuatro.
    Que yo sepa, Nannie nunca me había visto, pero dijo en seguida:
    —Es usted el señor Carlos, ¿verdad? Venga a la cocina y le daré una taza de té.
    Era una cocina grande y alegre. Me senté junto a la mesa del centro y Nannie me trajo una taza de té y dos galletas dulces en un plato. Más que nunca, me sentí como si estuviera de nuevo en el cuarto de niños. Todo iba bien y ya no sentía miedo a la oscuridad y a lo desconocido.
    —La señorita Sofía se alegrará de que haya usted venido —dijo Nannie—Está poniéndose muy excitada —y añadió, con desaprobación—: Todos están muy excitados.
    Miré por encima de mi hombro.
    —¿Dónde está Josefina? Entró conmigo.
    Nannie hizo con la lengua un ruidito de desaprobación.
    —Escuchando detrás de Tas puertas y escribiendo cosas en ese estúpido cuadernito que lleva consigo —dijo—. Debía de haber ido al colegio y jugar con niñas de su edad. Se lo he dicho a la señorita Edith y ella está de acuerdo conmigo, pero para el señor, está mejor aquí en su casa.
    —Le tendrá mucho cariño —dije.
    —Se lo tenía, señor. Los quería mucho a todos.
    Me mostré ligeramente sorprendido, preguntándome por qué ponía tan decididamente en el pasado el cariño de Felipe por su hija. Nannie vio mi expresión, y sonrojándose ligeramente, dijo:
    —Al decir el señor, me refería al anciano señor Leónides.
    Antes de que pudiera contestar, se abrió la puerta precipitadamente y Sofía entró:
    —¡Ay, Carlos! —dijo, y continuó rápidamente—: Nannie, me alegro tanto de que haya venido...
    —Ya lo sé, rica.
    Nannie recogió unas ollas y unos cazos y salió con ellos de la cocina, para fregarlos en alguna dependencia interior, cerrando la puerta al salir.
    Me levanté y me acerqué a Sofía. La rodeé con mis brazos y la estreché contra mí.
    —Estás temblando, mi vida —dije—. ¿Qué te pasa?
    Sofía dijo:
    —Tengo miedo, Carlos. Tengo miedo.
    —Te quiero —dije—. Si pudiera sacarte de aquí...
    Se separó de mí y negó con un movimiento de cabeza.
    —No, eso es imposible. Tenemos que terminar con esto. Pero no me gusta, Carlos. No me gusta pensar que alguien... alguien de esta casa... alguien a quien veo y hablo cada día, mata a sangre fría y con premeditación...
    No supe qué contestarle. A una persona como Sofía no puede animársela con frases sin sentido.
    —El no saber debe de ser lo peor —concedí.
    —¿Sabes lo que me horroriza de todo esto? —dijo en un susurro—. Que acaso no lo sepamos nunca...
    Pude imaginar fácilmente lo horrible de esa pesadilla... Y me pareció muy probable que nunca llegara a saberse quién había matado al señor Leónides.
    Y esto me recordó también una pregunta que había querido hacer a Sofía sobre un punto que había despertado mi interés.
    —Dime, Sofía —dije—. ¿Cuántas personas en la casa sabían lo de las gotas de eserina para los ojos, quiero decir: a) que tu abuelo las tenía, y b) que eran venenosas y cuál era la dosis fatal?
    —Ya sé adonde quieres ir a parar, Carlos. Pero no sirve de nada. Todos lo sabíamos.
    —Sí, bueno, de un modo vago; pero quiero decir con precisión...
    —Todos lo sabíamos con precisión. Estábamos todos arriba un día con mi abuelo para tomar café, después del almuerzo. Le gustaba tener a toda la familia a su alrededor, ¿sabes? Los ojos le habían estado molestando mucho. Brenda cogió la eserina, para ponerle una gota en cada ojo, y Josefina, que siempre está haciendo preguntas sobre todas las cosas, dijo: «¿Por qué dice "Gotas para los ojos. No Tomarlas" en la botella? ¿Qué ocurriría si tomaras toda la botella?» Y el abuelo sonrió y dijo: «Si Brenda se equivocara y me inyectara las gotas en lugar de la insulina... sospecho que daría una boqueada, se me pondría la cara azul y moriría, porque mi corazón ya no es muy fuerte.» Y Josefina dijo: «¡Oh!» y el abuelo continuó: «De modo que tenemos que ir con cuidado de que Brenda no me ponga una inyección de eserina, en lugar de insulina, ¿verdad?».
    Sofía hizo una pausa de breves momentos y luego continuó:
    —Todos estábamos allí, escuchando. ¿Comprendes...? ¡Todos lo oímos!
    Comprendí. Suponía que se habría necesitado cierto conocimiento de la especialidad. Pero ahora resultaba que el viejo Leónides había, por decirlo así, suministrado el bosquejo de su propio asesinato. El asesino no había tenido que idear un plan, ni organizar ni inventar nada. La propia víctima había procurado un método sencillo de causarle la muerte.
    Suspiré profundamente. Sofía, adivinando mis pensamientos, dijo:
    —Sí, es horrible, ¿verdad?
    —¿Sabes, Sofía? —dije lentamente—. Se me ocurre una cosa.
    —¿Sí?
    —Que tienes razón, que no pudo haber sido Brenda. No podía haberlo hecho así, exactamente, habiéndolo oído todos y sabiendo que lo recordaríais.
    —No lo sé. Es un poco torpe en ciertos aspectos.
    —No tan torpe como para eso —dije—. No, no puede haber sido Brenda.
    Sofía se apartó de mí.
    —No quieres que sea Brenda, ¿verdad? —preguntó.
    ¿Qué podía contestar yo? No podía, no, no podía decir categóricamente: «Sí, espero que sea Brenda.»
    ¿Y por qué no podía? ¿Era tan sólo el saber que Brenda estaba completamente sola en un campo; y en el otro, en pie de guerra, la poderosa familia Leónides, con su intensa animosidad? ¿Era caballerosidad? ¿Compasión hacia el más débil, hacia el indefenso? La recordaba sentada en el sofá, con sus costosas ropas de luto, su voz desesperada y sus ojos llenos de miedo.
    Nannie volvió del fregadero muy oportunamente. No sé si notaría que entre Sofía y yo había cierta tensión.
    Dijo en tono reprobatorio:
    —Hablando de asesinatos y cosas por el estilo. Hay que olvidarse de eso, es lo que yo digo. Dejárselo a la policía. Eso es asunto de ellos, no de ustedes.
    —¡Ah, Nannie! ¿No te das cuenta de que alguien de la casa es un asesino?
    —Tonterías, señorita Sofía; se me acaba la paciencia. ¿No está la puerta principal abierta todo el tiempo, todas las puertas abiertas, nada cerrado, como llamando a los ladrones y escaladores?
    —Pero no puede haber sido un ladrón, no han robado nada. Además, ¿por qué iba a entrar un ladrón a envenenar a nadie?
    —No he dicho que fuera un ladrón, señorita Sofía. Sólo he dicho que todas las puertas estaban abiertas. Puede haber entrado cualquiera. Si quiere que le diga mi opinión, creo que fueron los comunistas.
    Nannie movió la cabeza con satisfacción.
    —¿Pero a santo de qué iban a querer los comunistas envenenar al pobre abuelo?
    —Bueno, todo el mundo dice que están detrás de todo lo que pasa. Pero si no fueron los comunistas, fíjese en lo que le digo, fueron los protestantes.
    Con el aire de quien ha dicho la última palabra, Nannie desapareció por segunda vez en dirección al cuarto de fregar.
    Sofía y yo nos reímos.
    —Una católica de la vieja escuela —dije.
    —¿Verdad que sí? Vamos, Carlos, vamos al salón. Hay una especie de cónclave familiar. Había sido proyectado para esta noche, pero empezó prematuramente.
    —Será mejor que no me inmiscuya, Sofía.
    —Si es que vas a entrar algún día en la familia, mejor es que antes nos veas cuando nos quitamos los guantes.
    —¿De qué se trata?
    —De los asuntos de Rogerio. Al parecer, ya has andado tú metido en ellos. Pero estás loco al pensar que Rogerio hubiera sido capaz de matar al abuelo. ¡Si lo adoraba...!
    —En realidad, no he creído que lo hubiera hecho Rogerio. Creí que podía haberlo hecho Clemencia.
    —Sólo porque yo te metí la idea en la cabeza. Pero también en eso te equivocas. No creo que a Clemencia le importara un bledo el que Rogerio perdiera todo su dinero. Creo incluso que se alegraría. Siente una pasión extraña por carecer de todo. Anda, vamos.
    Cuando Sofía y yo entramos en el salón, las personas que estaban hablando callaron de repente. Todo el mundo nos miró.
    Estaban todos allí. Felipe sentado en un butacón tapizado de brocado rojo, entre las dos ventanas, el hermoso rostro convertido en una máscara fría y rígida. Parecía un juez a punto de dictar sentencia. Rogerio estaba sentado a horcajadas sobre un gran cojín, junto a la chimenea. Se había revuelto el pelo entre los dedos y lo tenía todo alborotado. La pernera izquierda de su pantalón estaba encogida y su corbata torcida. Estaba sofocado y con aspecto de haber estado discutiendo. Clemencia se sentaba detrás de él y su delicada figura parecía demasiado pequeña para la gran butaca mullida. Su mirada no se fijaba en ninguno de los presentes, sino que parecía estar estudiando los paneles de la pared con expresión desapasionada. Edith estaba sentada, muy erguida, en un sillón orejero. Hacía una labor de punto, con energía sorprendente, manteniendo los labios muy apretados. Lo más hermoso para la vista que había en la habitación era el grupo que formaban Magda y Eustaquio. Parecían un retrato de Gainsborough. Estaban sentados en el sofá, uno al lado del otro, el muchacho, moreno y hermoso, con expresión sombría, y junto a él, con uno de los brazos extendidos a lo largo del respaldo del sofá, Magda, la duquesa de las Tres Buhardillas, con un vestido en tafetán muy pintoresco, y uno de sus pequeños pies, calzados con zapatillas de brocado, extendido delante de ella. Felipe frunció el ceño.
    —Sofía —dijo—, perdona; pero estamos discutiendo, muy detenidamente, asuntos de familia de índole privada.
    Las agujas de la señorita de Haviland sonaron una contra otra. Me disponía a disculparme y retirarme de la habitación, pero Sofía se me adelantó, diciendo con voz clara y decidida:
    —Carlos y yo pensamos casarnos. Quiero que esté aquí.
    —¿Y por qué no? —exclamó Rogerio, saltando de su cojín con energía explosiva—. ¡No me cansaré de decirte, Felipe, que no hay en todo esto nada privado! Mañana o pasado lo sabrá todo el mundo. De todos modos, amigo mío —se acercó a mí y puso amistosamente una mano en mi hombro—, usted ya lo sabe todo. Estaba allí esta mañana.
    —Dígame —exclamó Magda, inclinándose hacia delante—. ¿Cómo es Scotland Yard? Siempre se lo pregunta uno. ¿Hay una mesa? ¿Un escritorio? ¿Butacas? ¿Qué clase de cortinas? Supongo que no habrá flores... ¿Y habrá un dictáfono?
    —Cállate, mamá —dijo Sofía—. Has dicho a Vavasour Jones que suprimiera la escena de Scotland Yard. Dijiste que era un anticlímax.
    —Hacía que la obra pareciera demasiado una comedia policíaca —añadió Magda Leónides—. Decididamente. «Edith Thompson» es drama psicológico, o drama apasionante... ¿Cómo os parece que suena mejor?
    —¿Estaba usted allí esta mañana? —me preguntó Felipe con voz cortante.
    Aumentó mi convencimiento de que mi presencia no era bien recibida, pero la mano de Sofía se agarraba a mi brazo. Clemencia me acercó una silla.
    —Siéntese —dijo.
    Le dirigí una mirada agradecida y acepté.
    —Podéis decir lo que os parezca —dijo la señorita de Haviland, al parecer continuando la conversación donde la habían dejado—, pero yo pienso que debemos respetar los deseos de Arístides. Cuando todo esto del testamento se resuelva, por lo que a mí respecta, mi herencia está a tu entera disposición, Rogerio.
    Rogerio se tiró frenéticamente de los cabellos.
    —¡No, tía Edith! ¡No! —gritó.
    —Me gustaría poder decir lo mismo —dijo Felipe—, pero hay que considerar todos los factores...
    —Querido Felipe, pero, ¿no lo comprendes? No cogeré un penique de nadie.
    —¡Claro que no lo hará! —saltó Clemencia.
    —De todos modos, Edith —dijo Magda—, si lo del testamento se arregla, tendrá su parte.
    —Pero no puede arreglarse a tiempo, ¿verdad? —preguntó Eustaquio.
    —Tú no sabes nada de estas cosas, Eustaquio —dijo Felipe.
    —El chico tiene toda la razón —exclamó Rogerio—. Ha puesto el dedo en la llaga. Nada puede evitar el desastre. Nada.
    Habló con una especie de fruición.
    —En realidad no hay que discutir —dijo Clemencia.
    —Además, ¿qué importa? —preguntó Rogerio.
    —Yo diría que importa muchísimo —replicó Felipe, apretando los labios.
    —No —dijo Rogerio—. ¡No! ¿Hay algo que tenga importancia comparado con el hecho de que nuestro padre ha muerto? ¡Mi padre ha muerto! Y nosotros nos sentamos aquí a discutir asuntos de dinero.
    Un ligero tinte rosado coloreó las mejillas de Felipe.
    —Sólo tratamos de ayudarte —dijo secamente.
    —Ya lo sé, Felipe, querido, ya lo sé. Pero nadie puede hacer nada. Conque asunto terminado.
    —Me figuro —dijo Felipe— que yo podría allegar cierta cantidad de dinero. Los valores han bajado mucho y parte de mi capital está colocado de tal forma que no puedo tocarlo: la dote de Magda y demás, pero...
    Magda contestó rápidamente:
    —Pero si no puedes allegar el dinero, querido. Sería absurdo el intentarlo y... no muy justo para los niños.
    —¡Os digo que no estoy pidiendo nada a nadie! —gritó Rogerio—. Ya estoy ronco de tanto decirlo. Estoy conforme con que las cosas sigan su curso.
    —Es cuestión de prestigio —dijo Felipe—. Del prestigio de nuestro padre, del nuestro.
    —No era un negocio familiar. Era exclusivamente mío.
    —Sí —remachó Felipe mirándolo—. Era exclusivamente tuyo.
    Edith de Haviland se levantó y exclamó:
    —Creo que ya hemos discutido bastante sobre esto.
    En su voz había esa nota de auténtica autoridad que nunca dejaba de producir efecto.
    Felipe y Magda se levantaron. Eustaquio salió despacio de la habitación y observé la rigidez con que se movía. No es que fuera precisamente cojo, pero su andar era quizá vacilante.
    Rogerio cogió del brazo a Felipe y dijo:
    —Has sido muy bueno al pensar siquiera en semejante cosa.
    Los dos hermanos salieron juntos.
    Magda murmuró:
    —¡Tanto alboroto!
    Y le siguió, y Sofía dijo que tenía que ocuparse de mi habitación.
    Edith de Haviland se quedó recogiendo su labor. Me miró y creí que iba a hablarme. En su mirada había una expresión que era casi una llamada. Sin embargo, cambió de opinión y salió con los demás.
    Clemencia se había acercado a la ventana y miraba hacia el jardín. Me acerqué a su lado y ella volvió ligeramente la cabeza hacia mí.
    —Gracias a Dios que se ha terminado todo esto —dijo, y añadió con disgusto—: ¡Qué absurda es esta habitación!
    —¿No le gusta?
    —No puedo respirar en ella. Siempre huele a polvo y a flores podridas.
    Me pareció que su opinión sobre el salón era injusta. Pero comprendí lo que quería decir: la habitación era decididamente un interior.
    Era un cuarto femenino, exótico, muelle, aislado contra las inclemencias del tiempo. No era una habitación en la que un hombre pudiera relajarse, leer el periódico, fumar una pipa y poner los pies en alto. Sin embargo, yo lo prefería a la abstracta expresión de sí misma que era el cuarto de Clemencia. En conjunto, prefiero un «boudoir» a la sala de operaciones.
    Clemencia dijo, mirando con gran detenimiento a su alrededor:
    —Está decorado como un escenario, como fondo para que Magda represente sus escenas —me miró—. Se da usted cuenta de lo que hemos estado haciendo, ¿verdad? Acto segundo: Reunión Familiar. Magda lo preparó todo. No tenía ningún objeto. No había nada que hablar, nada que discutir. Todo está resuelto... terminado.
    No había tristeza en su voz... Había más bien satisfacción. Sorprendió mi mirada.
    —¡Oh, usted lo comprende! —dijo impaciente—. ¡Somos libres, por fin! ¿No se da usted cuenta de que Rogerio ha sido desgraciado, terriblemente desgraciado durante muchos años? Nunca tuvo la menor disposición para los negocios. Le gustan otras cosas, como los caballos, las vacas y hacer pequeños trabajos de campo. Pero adoraba a su padre, todos lo adoraban. Eso es lo malo de esta casa: demasiada familia. No quiero decir que el padre fuera un tirano, o los oprimiera, o los intimidara. No era así. Les daba dinero y libertad. Los quería mucho y ellos nunca dejaron de quererle.
    —¿Hay algo de malo en ello?
    —Yo creo que sí. Yo creo que cuando los hijos han crecido, uno debe separarse de ellos, anularse, escurrirse, obligarles a que le olviden a uno.
    —¿Obligarles? ¿No cree que es una medida demasiado drástica? ¿No es tan mala la coerción en un sentido como en otro?
    —Si él no hubiera adquirido una personalidad tan fuerte...
    —Una personalidad no se adquiere —dije—. Se tiene. Él la tenía.
    —Tenía demasiada para Rogerio. Rogerio le adoraba. Hacía todo lo que su padre quería que hiciera: quería ser la clase de hijo que su padre deseaba. Y no pudo. Su padre le cedió Abastecimientos Reunidos, su mayor orgullo y satisfacción, y Rogerio se esforzó en seguir las huellas de su padre. Pero no tenía esa habilidad especial. En cuestiones de negocios, Rogerio es... sí, lo diré sin ambages, es un tonto. Y sufrió muchísimo por eso. Ha sido muy desgraciado durante muchos años, luchando, viendo cómo todo se venía abajo, teniendo de pronto «ideas» maravillosas y «planes» que siempre resultaban mal y ponía las cosas peor de lo que estaban. Es algo espantoso el sentirse un fracasado año tras año. Usted no sabe lo desgraciado que ha sido. Yo sí lo sé.
    De nuevo volvió hacia mí su rostro.
    —Usted creyó y, hasta se lo insinuó a la policía, que Rogerio había matado a su padre... ¡por dinero! Usted no sabe lo... lo ridícula que es esa idea.
    —Ahora lo sé —dije humildemente.
    —Cuando Rogerio supo que no podía retardar más el desastre, que la bancarrota era inevitable, se sintió en realidad aliviado. Sí, aliviado. Le preocupaba el que su padre lo supiera, pero nada más. Estaba deseando empezar nuestra vida.
    Su rostro se estremeció ligeramente y su voz se dulcificó.
    —¿Adonde iban a ir ustedes? —pregunté.
    —A la Barbada. Un primo lejano mío murió hace poco y me dejó una pequeña tierra allá. ¡Nada de importancia! Pero es un sitio adonde ir. Hubiéramos sido muy pobres, pero nos hubiéramos ganado la vida..., lo que se dice vivir cuesta muy poco. Hubiéramos estado juntos, libres de preocupaciones y lejos de todos ellos.
    Suspiró.
    —Rogerio es ridículo. Le preocupaba yo, el que yo fuera pobre. Debe de tener muy arraigada la actitud de Leónides hacia el dinero. Cuando mi primer marido vivía, éramos terriblemente pobres, y Rogerio cree que yo fui tan valiente, tan maravillosa. No se da cuenta de que yo era feliz, verdaderamente feliz. Nunca he vuelto a ser tan feliz. Y sin embargo... nunca he querido a Ricardo como quiero a Rogerio.
    Entornó los ojos. Me di cuenta de la intensidad de sus sentimientos.
    —Conque ya lo ve usted, yo nunca hubiera matado a nadie por dinero. No me gusta el dinero.
    Tuve la seguridad de que sentía lo que decía. Clemencia Leónides era una de esas raras personas sobre quienes el dinero no ejerce ninguna atracción. Les disgusta el lujo, prefieren la austeridad y desconfían de las riquezas.
    Sin embargo, hay muchas personas a quienes el dinero no atrae por sí mismo, pero pueden ser tentadas por el poder que confiere.
    —Puede que a usted no le interese el dinero para usted misma —dije—, pero bien administrado, el dinero puede servir para hacer muchas cosas interesantes. Puede dotar centros de investigación científica o de carácter semejante, por ejemplo.
    Me había figurado que Clemencia sería una fanática de su trabajo, pero se limitó a decir:
    —Dudo que las dotaciones sirvan para gran cosa. Por regla general, no se gasta bien el dinero. Las cosas de verdadero interés suele llevarlas a cabo alguien con entusiasmo, capacidad y visión natural. Los equipos costosos, el entrenamiento y la experimentación no obtienen los resultados que serían de esperar. Suele aprovecharse de ellos quien no debe.
    —¿Le importaría dejar su trabajo cuando vayan a la Barbada? —pregunté—. Porque supongo que se irán, de todos modos...
    —Sí, sí, tan pronto la policía nos deje. No me importará en absoluto dejar mi trabajo. ¿Por qué había de importarme? No me gustaría permanecer ociosa, pero en la Barbada no estaré ociosa.
    Y añadió con impaciencia:
    —¡Si todo esto se pusiera pronto en claro y pudiéramos marcharnos!
    —Clemencia —dije—, ¿tiene usted alguna idea de quién lo hizo? Suponiendo que ni usted ni Rogerio han intervenido en este asunto, y realmente no veo razón para que lo hicieran, seguramente usted, tan inteligente, tendrá alguna idea sobre quién lo hizo.
    Me dirigió una mirada extraña, rápida y oblicua. Cuando habló, su voz había perdido su espontaneidad y parecía turbada.
    —No pueden hacerse suposiciones. Es anticientífico —exclamó—. Sólo puedo decir que Brenda y Laurencio son los más sospechosos.
    —¿De modo que cree usted que fueron ellos?
    Clemencia se encogió de hombros.
    Se quedó un momento como escuchando, luego salió de la habitación, cruzándose en la puerta con Edith de Haviland. Edith se dirigió a mí directamente.
    —Quiero hablar con usted —dijo.
    Las palabras de mi padre acudieron a mi mente. ¿Sería esto...?
    Pero Edith de Haviland continuó:
    —Espero que no haya formado usted una opinión falsa —dijo—. Me refiero a Felipe. Felipe es difícil de entender. Puede que le haya parecido a usted frío y reservado, pero no es así, en absoluto. Es su actitud externa. No puede evitarlo.
    —Realmente, yo no había pensado... —empecé.
    Pero ella continuó rápidamente:
    —Hace un momento... con lo de Rogerio. No es que le escatime el dinero. Nunca ha sido mezquino en estas cuestiones. En el fondo es muy bueno... siempre lo ha sido..., pero hay que entenderle.
    La miré, al menos eso espero, con la expresión del que está dispuesto a comprender. Ella continuó:
    —En parte, creo que es por haber sido el segundo de los hermanos. Es frecuente que los hijos segundos tengan algo especial; empiezan con una desventaja. Felipe adoraba a su padre. Desde luego, todos sus hijos adoraban a Arístides y él los adoraba a todos. Pero Rogerio era su mayor orgullo y alegría, por ser el mayor, el primero. Y creo que Felipe se resintió de ello. Se encerró en sí mismo. Se aficionó a los libros, al pasado y a cosas que no tuvieran ninguna relación con la vida diaria. Debió sufrir... los niños sufren...
    Hizo una pausa y continuó:
    —Lo que quiero decir es que siempre ha estado celoso de Rogerio. Creo que quizá ni él mismo se da cuenta, pero que el hecho de que Rogerio se haya hundido por completo... ¡oh!, es horrible decir estas cosas, y estoy completamente segura de que él no se da cuenta, pero creo que quizá Felipe no lo sienta tanto como debiera.
    —Quiere usted decir que le produce cierta satisfacción el que Rogerio haya hecho el ridículo...
    —Sí —dijo la señorita de Haviland—. Eso es exactamente lo que quiero decir.
    Y añadió, frunciendo ligeramente el ceño:
    —Me dolió que no le ofreciera ayuda a su hermano inmediatamente.
    —Pero, ¿por qué había de hacerlo? —dije—. Al fin y al cabo, Rogerio lo estropeó todo. Es un hombre hecho y derecho y no tiene hijos. Si estuviera enfermo o verdaderamente necesitado, naturalmente, su familia le hubiera ayudado, pero no tengo la menor duda de que Rogerio prefiere mil veces empezar de nuevo por sus propios medios.
    —¡Claro que sí! Lo único que le preocupa es Clemencia. Y Clemencia es una criatura extraordinaria. Le gusta de verdad carecer de comodidades y tener para tomar el té una sola taza en condiciones. Modernismo, supongo. No tiene sentido del pasado ni de la belleza.
    Su mirada aguda me miró de arriba abajo.
    —Todo esto es una prueba horrible para Sofía —dijo—. Me duele mucho que, tan joven, se vea mezclada en este asunto. Los quiero mucho a todos, a Rogerio y a Felipe, y ahora a Sofía, Eustaquio y Josefina. Mis queridos niños, los hijos de Magda. Sí, los quiero muchísimo a todos.
    Hizo una pausa y añadió con voz cortante:
    —Pero cuidado; esto raya en idolatría.
    Giró bruscamente sobre sus talones y se marchó. Tuve la impresión de que con su última frase había querido decir algo cuyo sentido no comprendía.

    CAPÍTULO QUINCE


    —Tu cuarto está listo —dijo Sofía.
    Estaba de pie a mi lado mirando al jardín que presentaba un aspecto frío y gris con los árboles medio desnudos balanceándose al viento. Sofía se hizo eco de mis pensamientos al decir:
    —¡Qué desolado está!
    Mientras estábamos allí mirando, una figura salió del jardín rocoso a través del seto de tejo y poco después la siguió otra. Las dos figuritas grises tenían un aspecto inmaterializado en la luz mortecina.
    La primera de las dos figuras era Brenda Leónides. Iba arropada en un abrigo gris de chinchilla y había algo felino y furtivo en su modo de andar. Se deslizaba en la luz crepuscular con una especie de gracia misteriosa.
    Pude ver su rostro cuando pasó por delante de la ventana. Iba sonriendo a medias con la sonrisa torcida que había llamado mi atención.
    Unos minutos más tarde Laurencio Brown, delgado y encogido, se deslizó también en la luz del crepúsculo. No puedo expresarlo de otro modo. No parecían dos personas andando, dos personas que vienen de dar un paseo. Había algo furtivo e inmaterializado en ellos como si fueran dos fantasmas.
    Me pregunté cuál de los dos pies habría hecho sonar una ramita, si el de Brenda o el de Laurencio.
    —¿Dónde está Josefina?
    —Seguramente con Eustaquio, en el cuarto de estudio.
    Sofía frunció el ceño.
    —Me preocupa Eustaquio, Carlos —dijo.
    —¿Por qué?
    —Es tan irritable y tan raro... Ha cambiado mucho desde aquella desgraciada parálisis. No sé lo que tiene en la cabeza. Algunas veces parece como si nos odiara a todos.
    —Lo más probable es que se le pase. Esto es sólo una crisis.
    —Sí, supongo que sí. Pero me preocupa un poco, Carlos.
    —¿Por qué, corazón?
    —Creo que será porque ni mi padre ni mi madre se preocuparon nunca por nada. No son como los demás padres.
    —Puede que sea mejor así. Hay más hijos que sufren porque se ocupen sus padres demasiado de ellos que porque no se ocupen.
    —Eso es cierto. ¿Sabes? Nunca lo había pensado hasta que volví del extranjero, pero mis padres forman una pareja muy extraña. Mi padre, viviendo en un mundo lleno de oscuridades históricas, y mi madre pasándolo estupendamente con sus escenas teatrales. Esa payasada de esta tarde fue obra exclusivamente de mamá. No había ninguna necesidad de esa reunión. Sencillamente, quería representar la escena de la reunión familiar. Se aburre aquí y tiene que crear su drama.
    Por un momento tuve una visión fantástica. Vi a la madre de Sofía envenenando alegremente a su anciano suegro, para observar directamente una escena de asesinato, interpretando ella el papel principal.
    ¡Vaya idea más divertida! La deseché como tal, pero me dejó un poco intranquilo.
    —A mamá hay que vigilarla constantemente —dijo Sofía—. ¡Nunca se sabe lo que está tramando!
    —Olvídate de tu familia, Sofía —dije con firmeza.
    —Me encantaría poder hacerlo, pero es un poco difícil en estos momentos. Yo era feliz en El Cairo, cuando me había olvidado de todos ellos.
    Recordé que Sofía nunca había mencionado ni su hogar ni su familia.
    —¿Es por eso por lo que nunca me habías hablado de ellos? —pregunté— ¿Porque querías olvidarlos?
    —Creo que sí. Todos nosotros hemos vivido siempre demasiado unidos. Nos... nos queremos demasiado. No somos como otras familias, donde todos se detestan. Eso debe de ser muy desagradable, pero casi es peor vivir todos atados por efectos encontrados.
    Y añadió:
    —Creo que era eso lo que quería expresar cuando dije que vivíamos todos en una casita torcida. No quería decir que fuera torcida en el sentido de poco honrada. Creo que quería decir que no habíamos crecido con independencia, manteniéndonos en pie, derechos, por nosotros mismos. Todos estamos un poco retorcidos y enroscados unos a otros.
    Recordé a Edith de Haviland aplastando con el pie unos hierbajos del camino al añadir Sofía:
    —Como correhuelas.
    De pronto apareció Magda, abriendo la puerta súbitamente y exclamando:
    —Pero, hijos, ¿por qué no encendéis las luces? Casi no se ve.
    Encendió las luces de las paredes y de las mesas, entre los tres corrimos las pesadas cortinas color de rosa y nos encontramos en la habitación cerrada, oliendo a flores. Dejándose caer en el sofá, Magda exclamó:
    —Qué escena más sorprendente, ¿verdad? ¡Qué enfadado estaba Eustaquio! Me dijo que todo aquello era una indecencia. ¡Qué raros son los chicos!
    Suspiró.
    —Rogerio es un sol. Me gusta cuando se revuelve todo el pelo y empieza a tropezar con las cosas. ¿Verdad que Edith tuvo una buena idea al ofrecerle su herencia? Y tenía intención de hacerlo, no es que fuera sólo un gesto, no. Pero fue una completa estupidez. Podía haber hecho que Felipe se creyera obligado a hacer lo mismo. Por supuesto, Edith haría cualquier cosa por la familia. Hay algo sumamente patético en el amor de una solterona por los hijos de su hermana. Algún día interpretaré el papel de una de esas sacrificadas tías solteronas. Inquisitivas, obstinadas y sacrificadas.
    —La vida debe de haber sido dura para ella después de la muerte de su hermana —dije, rehusando ser arrastrado a discutir otro de los papeles de Magda—. Desagradándole tanto el viejo Leónides...
    —¿Que le desagradaba? ¿Quién le ha dicho eso? Estaba enamorada de él.
    —¡Mamá! —exclamó Sofía.
    —No me contradigas, Sofía. Naturalmente, como eres joven crees que el amor sólo es cosa de dos jóvenes guapos, a la luz de la luna.
    —Me dijo que siempre le había tenido antipatía.
    —Probablemente eso era cierto cuando vino aquí. Se había enfadado con su hermana por casarse con él. Me figuro que habrá habido siempre cierto antagonismo entre ellos, pero ¡ya lo creo que estaba enamorada de él! Hijita, sé muy bien lo que me digo. Claro que siendo la hermana de su difunta esposa y todo eso no hubiera podido casarse con ella, y me figuro que ni le pasó por la imaginación, y probablemente tampoco a ella. Se contentaba con criar a los niños y con pelearse con él. Pero no le gustó que se casara con Brenda. ¡No le gustó nada!
    —Tampoco os gustó ni a papá ni a ti —replicó Sofía.
    —¡No, claro que nos disgustó mucho! ¡Naturalmente! Pero a Edith le disgustó mucho más. Hijita, la he sorprendido a veces mirando a Brenda de un modo...
    —¡Vamos, mamá! —atajó Sofía.
    Magda le dirigió una mirada afectuosa y medio culpable, la mirada de una niña traviesa y malcriada.
    Continuó, sin darse cuenta al parecer de la falta de ilación de sus palabras:
    —He decidido que Josefina debe ir al colegio.
    —Josefina? ¿Al colegio?
    —Sí. A Suiza. Me ocuparé de eso mañana. Creo que debemos mandarla fuera en seguida. Es muy malo para ella el verse mezclada en un asunto tan horrible como éste. Se está poniendo muy morbosa. Lo que necesita es otras chicas de su edad, vida de colegio. Siempre lo he pensado.
    —El abuelo no quería que fuera al colegio —elijo Sofía lentamente—. Era completamente contrario a ello.
    —El querido viejecito nos quería a todos aquí bajo su dominio. Las personas muy mayores suelen ser muy egoístas en este sentido. Una niña debe andar con otras niñas. Y Suiza es tan saludable, con los deportes de invierno, al aire y una comida muchísimo mejor que la que tenemos aquí.
    —Será difícil ir a Suiza ahora, ¿no es cierto?, con todas esas disposiciones sobre la moneda —dije.
    —Eso son tonterías, Carlos. Hay una especie de mercado negro para estudiantes, o se hace un intercambio con una chica suiza... Hay muchos medios de hacerlo. Rodolfo Alistair está en Lausanne. Le telegrafiaré mañana para que se encargue de todo. ¡Podemos mandarla, si no surge algún impedimento, a finales de esta semana!
    Magda ahuecó el cojín, nos sonrió, se dirigió a la puerta y se quedó un momento de pie, volviendo la cabeza de un modo encantador.
    —Hay que pensar sólo en los jóvenes —dijo de un modo delicioso—. Siempre deben ser ellos los primeros. Y pensad en las flores, queridos, las gencianas azules, los narcisos...
    —¿En octubre? —preguntó Sofía.
    Pero Magda se había marchado.
    Sofía dejó escapar un suspiro exasperado.
    —La verdad es que mamá constituye una verdadera prueba —dijo—. Se le ocurren de pronto esas ideas y manda miles de telegramas y todo tiene que arreglarse en un momento. ¿Por qué tanta excitación y tanta prisa en mandar a Josefina a Suiza?
    —Puede que haya algo de cierto en lo que dice del colegio. Creo que el tratar a otras niñas de su edad le hará mucho bien a Josefina.
    —El abuelo no lo creía así —dijo Sofía con obstinación.
    Me sentí ligeramente irritado.
    —Querida Sofía, ¿crees sinceramente que un señor de más de ochenta años es la persona más indicada para juzgar lo que le conviene a una niña?
    —Sabía mejor que nadie lo que le convenía a cada uno en esta casa —dijo Sofía.
    —¿Mejor que tu tía Edith?
    —No, puede que no. Ella prefería el colegio. Concedo que Josefina se está poniendo muy difícil; ha cogido la horrible costumbre de andar espiando. Pero creo que eso es únicamente porque juega a los detectives.
    ¿Era sólo la preocupación por el bienestar de Josefina lo que había causado la súbita decisión de Magda? Josefina estaba demasiado enterada de cosas que habían ocurrido antes del asesinato y que, desde luego, no eran de su incumbencia. Una vida de colegio, saludable, y mucho deporte, probablemente le harían mucho bien. Pero me dio qué pensar la precipitación y urgencia de Magda... Suiza estaba muy lejos.

    CAPÍTULO DIECISÉIS


    El viejo había dicho:
    —«Déjalos que hablen.»
    A la mañana siguiente, mientras me afeitaba, consideré los resultados obtenidos.
    Edith de Haviland había hablado conmigo, me había buscado con ese propósito determinado. Clemencia había hablado conmigo, ¿no había hablado yo con ella? Magda, en cierto sentido, había hablado conmigo, es decir, yo había formado parte de su público. Sofía, naturalmente, había hablado conmigo. ¿Sabía yo más del asunto después de lo que me habían contado? ¿Había alguna palabra, alguna frase significativa? Más aún, ¿había alguna señal de aquella vanidad anormal en la que mi padre había hecho hincapié? Yo no la veía.
    La única persona que no había mostrado el menor deseo de hablar conmigo sobre ningún tema era Felipe. ¿No era eso, en cierto sentido, anormal? Debía saber ya que yo deseaba casarme con su hija. Sin embargo, continuaba comportándose como si yo no estuviera en la casa. Probablemente le desagradaba mi presencia. Edith de Haviland le había disculpado. Había dicho que era su «actitud externa». Se había mostrado preocupada por Felipe. ¿Por qué?
    Me puse a analizar al padre de Sofía. En todos los sentidos, era un reprimido. Había sido un niño celoso y desgraciado. Le habían hecho encerrarse en sí mismo. Se había refugiado en el mundo de los libros, en el pasado histórico. Su estudiada frialdad y reserva podían ocultar una pasión intensa. El hecho de que con la muerte de su padre obtuviera ventajas económicas me pareció un motivo completamente inadecuado; ni por un momento pensé que Felipe Leónides fuera capaz de matar a su padre por no tener tanto dinero como desearía tener. Pero puede que hubiera una profunda razón psicológica que le hiciera desear la muerte de su padre. Felipe había ido a vivir a casa de su padre y, más tarde, como resultado de los ataque aéreos, Rogerio había ido también allí y Felipe había tenido que ver todos los días cómo su hermano era el preferido de su padre... ¿Habrían llegado las cosas a tal punto en su mente torturada que el único consuelo posible para él hubiera sido la muerte de su padre? ¿Y si esa muerte le fuera atribuida a su hermano mayor? Rogerio andaba mal de dinero, al borde del desastre. No estando enterado de la última entrevista de Rogerio con su padre ni del ofrecimiento de este último, ¿no habría pensado Felipe que, con motivos tan poderosos, se sospecharía inmediatamente de Rogerio? ¿Sería tan grave el desequilibrio mental de Felipe como para llevarle a cometer un asesinato?
    Me corté la barbilla con la cuchilla y lancé una exclamación.
    ¿Qué diablos estaba yo tratando de hacer? ¿Haciendo recaer el asesinato en el padre de Sofía? ¡Vaya acción más bonita! No era para eso para lo que Sofía quería que yo fuera a su casa.
    ¿O... sería para eso? Tras la llamada de Sofía, había habido algo oculto durante todo el tiempo. Si de su mente no se apartaba la sospecha de que su padre era el asesino, nunca consentiría en casarse conmigo, por si su sospecha era cierta. Y siendo Sofía, la Sofía valiente de ojos claros, tenía que desear la verdad, pues la incertidumbre hubiera sido una eterna barrera entre los dos. ¿Acaso no me había dicho: «Demuestra que esta idea horrible que tengo no es cierta, pero si es cierta, demuéstramelo de modo que pueda saber lo peor y afrontarlo»?
    ¿Sabía o sospechaba Edith de Haviland que Felipe era culpable? ¿Qué había querido decir con aquello de «esto raya en idolatría»?
    ¿Y qué había querido decir Clemencia cuando me miró de aquel modo
    extraño, al preguntarle yo de quién sospechaba y contestarme: «Brenda y Laurencio son los más sospechosos»?
    Toda la familia deseaba que Brenda y Laurencio fueran los culpables, tenían la esperanza de que lo fueran, pero en realidad no lo creían...
    Y, naturalmente, podía equivocarse toda la familia y ser, al fin y al cabo, Laurencio y Brenda los culpables.
    O podía haber sido Laurencio y no Brenda...
    Ésta hubiera sido una solución mucho mejor.
    Froté suavemente mi barbilla cortada y bajé a desayunarme, decidido a tener cuanto antes una entrevista con Laurencio Brown.
    Y mientras tomaba mi segunda taza de café, se me ocurrió pensar por primera vez que la Casa Torcida estaba ejerciendo su influencia también en mí. Yo también deseaba encontrar, no la solución verdadera, sino la que más me satisfacía.
    Después de desayunar crucé el vestíbulo y subí la escalera. Sofía me había dicho que encontraría a Laurencio dando clase a Eustaquio y Josefina en el cuarto de estudio.
    Titubeé en el rellano de la escalera, delante de la puerta de la habitación de Brenda. ¿Llamaría o entraría sin llamar? Decidí considerar aquella parte de la casa como perteneciente al hogar de los Leónides, no como la residencia privada de Brenda.
    Abrí la puerta y entré. Todo estaba en silencio. No parecía haber nadie. La puerta del gran salón a mi izquierda estaba cerrada. A mi derecha, dos puertas abiertas dejaban ver un dormitorio y el baño contiguo. Sabía que ése era el baño contiguo al dormitorio de Arístides Leónides, donde se guardaban la eserina y la insulina.
    La policía había terminado ya de inspeccionar el baño. Empujé la puerta y me metí dentro. Entonces caí en la cuenta de lo sencillo que le habría sido a cualquiera de la casa, o a cualquiera de fuera, subir y entrar sin ser visto en el cuarto de baño.
    Me quedé en el baño, mirando a mi alrededor. Estaba equipado suntuosamente, con baldosas relucientes y una bañera empotrada en el suelo. A uno de los lados había aparatos eléctricos, una parrilla, un cacito, un tostador, todo lo que puede necesitar el ayuda de cámara de un anciano señor. Junto a la pared había un armario esmaltado de blanco. Lo abrí. Dentro había utensilios médicos, dos frascos de medicina, un baño para los ojos, un cuentagotas y unas cuantas botellas con etiquetas. Aspirina, ácido bórico, yodo, vendas, etc. En un estante aparte, colocadas en fila, las botellas de insulina, dos agujas hipodérmicas y una botella de alcohol. En un tercer estante había una botella con la inscripción «Tabletas. Tómese una o dos por la noche, según prescripción facultativa.» Sin duda en ese estante había estado el frasco de las gotas para los ojos. Estaba todo a la vista, bien ordenado, de modo que el acceso al armario fuera fácil en caso de una prisa... Y había sido fácil también para el asesino.
    Pude haber hecho lo que hubiera querido con las botellas, salir sin hacer ruido y bajar de nuevo la escalera, sin que nadie supiera que yo había estado allí. Todo esto, naturalmente, no era ninguna novedad, pero me hizo ver claramente lo difícil que era la labor de la policía.
    Sólo el culpable o culpables podrían darnos la información que necesitábamos.
    «Atúrdalos —me había dicho Taverner—. Póngalos en danza. Que crean que nos traemos algo entre manos, demostrando mucha actividad. Si lo hacemos así, más tarde o más temprano nuestro criminal dejará de estarse quieto, tratará de ser más inteligente todavía, y entonces... ya lo tendremos.»
    Bueno; hasta ahora el criminal no había respondido al tratamiento.
    Salí del cuarto de baño. Seguía sin haber nadie a la vista. Continué a lo largo del pasillo. Pasé el comedor a la izquierda y el dormitorio y el baño de Brenda a la derecha. Por el baño andaba una de las doncellas. La puerta del comedor estaba cerrada. Desde un cuarto más lejano oí la voz de Edith de Haviland telefoneando al inevitable pescadero. Una escalera de caracol conducía al piso superior. Subí por ella. Sabía que arriba estaba el dormitorio y el saloncito de Edith de Haviland, dos cuartos de baño más y el cuarto de Laurencio Brown. A continuación, otra vez los escalones, que terminaban en la gran habitación construida sobre las dependencias de los criados, en la parte de atrás, y que se utilizaba como cuarto de estudio.
    Me detuve junto a la puerta. Desde donde estaba podía oír la voz de Laurencio Brown, que hablaba en tono ligeramente alto.
    Creo que la costumbre de Josefina de husmear debía de ser contagiosa. Sin el menor rubor, me recosté contra el quicio de la puerta y escuché.
    Estaba dando una lección de historia y la época de que se trataba era el Directorio.
    Según escuchaba, mis ojos se abrieron de asombro. Me sorprendió considerablemente el descubrir que Laurencio Brown era un profesor magnífico.
    No sé por qué me sorprendí tanto. Al fin y al cabo, Arístides Leónides había sabido siempre escoger a los hombres. A pesar de su aspecto insignificante, Laurencio Brown tenía el don supremo de poder despertar el entusiasmo y la imaginación de sus alumnos. El drama de Termidor, el decreto de proscripción contra los partidarios de Robespierre, el esplendor de Barras, la astucia de Fouché, Napoleón, joven teniente de artillería, medio muerto de hambre... Todos estos personajes vivían.
    De pronto, Laurencio se detuvo, hizo unas preguntas a Eustaquio y Josefina y les hizo representar primero un personaje y luego otro de los del drama. Aunque no consiguió mucho de Josefina, cuya voz sonaba como si estuviera constipada, Eustaquio parecía completamente distinto de su irritable modo de ser habitual. Demostró tener inteligencia y el agudo sentido de lo histórico que, sin duda alguna, había heredado de su padre.
    Entonces oí el ruido de sillas. Me retiré hasta los escalones y aparentemente me disponía a bajarlos cuando la puerta se abrió.
    Salieron Eustaquio y Josefina.
    —¡Hola! —los saludé.
    Eustaquio pareció sorprenderse al ver que yo estaba allí.
    —¿Quería usted algo? —preguntó empleando un tono más bien cortés.
    Josefina, sin interesarse por mi presencia, pasó por mi lado.
    —Sólo quería ver el cuarto de estudio —dije débilmente.
    —¿No lo vio usted el otro día? En realidad es sólo un sitio para niños. Antes era el cuarto de jugar. Todavía hay muchos juguetes.
    Me abrió la puerta y yo entré.
    Laurencio Brown estaba de pie junto a la mesa. Levantó la vista, enrojeció, murmuró algo entre dientes, en respuesta a mi saludo, y salió apresuradamente de la habitación.
    —Le ha asustado usted —dijo Eustaquio—. Se asusta con mucha facilidad.
    —¿No le tienes simpatía?
    —¡Ah, sí!, no es mal chico. Completamente estúpido, por supuesto.
    —Pero no es mal profesor, ¿verdad?
    —No, la verdad es que es muy interesante. Sabe una barbaridad. Le hace ver a uno las cosas desde un ángulo distinto. Yo no sabía que Enrique VIII había escrito versos, a Ana Bolena, claro, y versos muy aceptables.
    Durante unos minutos hablamos de temas como la poesía «El viejo marinero», de Chauser, las complicaciones políticas que siguieron a las Cruzadas, el concepto medieval de la vida y el hecho, sorprendente para Eustaquio, de que Oliverio Cromwell hubiera prohibido la celebración de la Navidad. Tras los modales despectivos y malhumorados de Eustaquio, existía, según pude apreciar, una mente curiosa e inteligente.
    Muy pronto empecé a comprender la causa de su mal humor. Su enfermedad había sido para él, no sólo una tremenda prueba, sino también un retroceso y un motivo de reprensión, precisamente en el momento en que estaba disfrutando de la vida.
    —Iba a formar parte del equipo del colegio en el curso siguiente. Es muy duro tener que quedarse en casa y dar clase con una niña tonta como Josefina. Sólo tiene doce años.
    —Pero no daréis las mismas lecciones, ¿verdad?
    —No, claro; ella no da matemáticas superiores ni latín. Pero no le gusta a uno tener el mismo profesor que una chica.
    Traté de apaciguar su dolido orgullo masculino con la observación de que Josefina era una niña muy inteligente para su edad.
    —¿Lo cree usted así? A mí me parece una estúpida. Está como loca con todo eso de los detectives... anda por ahí metiendo las narices en todas partes y escribiendo en un cuadernito negro y haciendo ver que está descubriendo muchas cosas. Es una niña tonta y nada más —dijo Eustaquio con altivez. Después añadió—: En cualquier caso, las chicas no pueden ser detectives. Ya se lo he dicho a ella. Creo que mamá tiene razón, y cuanto antes la manden a Suiza, mejor.
    —¿No la echarás de menos?
    —¿Echar de menos a una pequeña de su edad? —dijo Eustaquio en tono altanero—. Desde luego que no. ¡Qué barbaridad! ¡Esta casa es el colmo de los colmos! Mamá, siempre corriendo de aquí a Londres y de Londres aquí, obligando a los autores sumisos a que rehagan sus obras para ella y armando jaleos horribles sin ningún motivo. Y papá encerrado en sus libros y algunas veces sin oírle a uno siquiera, cuando se le habla. No sé por qué habré tenido que cargar con semejantes padres, tan raros. Y luego tío Rogerio, tan lleno de vitalidad que hay que echarse a temblar. Tía Clemencia no es mala, no le molesta a uno, pero algunas veces pienso que está un poco tocada. Tía Edith puede pasar, pero es vieja. Esto se ha vuelto un poco más alegre desde que Sofía ha regresado, aunque a veces es muy dura. Pero somos una familia extraña, ¿no le parece?, con una abuela lo bastante joven para ser mi tía o mi hermana mayor. Este ambiente le hace a uno sentirse completamente estúpido.
    Comprendí hasta cierto punto sus sentimientos. Recordé, muy confusamente, mi exagerada sensibilidad cuando tenía la edad de Eustaquio, mi horror a parecer, por cualquier motivo, distinto de los demás, o a que mis parientes más próximos se salieran de lo corriente.
    —¿Y qué me dices de tu abuelo? —pregunté—. ¿Le tenías cariño?
    Una expresión extraña cruzó rápidamente por el rostro de Eustaquio.
    —El abuelo —dijo— era decididamente antisocial.
    —¿En qué sentido?
    —Sólo pensaba en el lucro. Laurencio dice que eso está muy mal. Y era muy individualista. Todo eso tiene que desaparecer, ¿no lo cree usted así?
    —Bueno —dije brutalmente—; él ha desaparecido ya.
    —Creo que ha sido mejor así —dijo Eustaquio—. No quiero parecer insensible, pero a esa edad no puede uno realmente gozar de la vida.
    —¿No gozaba él de la vida?
    —No podía. Y en cualquier caso, era hora de que terminara. Él...
    Eustaquio se interrumpió al entrar de nuevo Laurencio Brown en el cuarto de estudio.
    Laurencio empezó a revolver en unos libros, pero me pareció que me observaba con el rabillo del ojo.
    Miró su reloj y dijo:
    —Por favor, Eustaquio, tienes que estar aquí otra vez a las once en punto. Hemos perdido demasiado tiempo estos últimos días.
    —Bien, señor.
    Eustaquio se dirigió perezosamente a la puerta y salió, silbando.
    Laurencio Brown me dirigió otra mirada penetrante. Se humedeció los labios una o dos veces. Me convencí de que había vuelto al cuarto de estudio con la sola idea de hablar conmigo.
    Poco después, tras haber permanecido un rato quitando libros de los estantes y volviéndolos a poner, pretendiendo que buscaba un libro que no encontraba, habló:
    —¡Hum! ¿Qué tal van las cosas? —dijo.
    —¿A quién?
    —A la policía.
    Su nariz se contraía nerviosamente. Un ratón en una ratonera, pensé; eso parecía exactamente: un asustado ratón en una ratonera.
    —No me hacen confidencias —dije.
    —¡Ah! Creí que su padre era comisario de policía.
    —Y lo es —dije—. Pero, como es natural, no va a traicionar secretos oficiales.
    Intencionadamente hablé con voz pomposa.
    —Entonces, no sabe usted cómo... que... si... —empezó a divagar—. No van a hacer ninguna detención, ¿verdad?
    —Que yo sepa, no. Pero de todos modos, como le digo, yo no lo sabría.
    «Póngalos en danza», había dicho el inspector Taverner; «atúrdalos». Pues bien, Laurencio Brown estaba completamente aturdido. Empezó a hablar rápida y nerviosamente.
    —Usted no sabe lo que es esto... La tensión... No saber qué..., es decir, entrando y saliendo, haciendo preguntas... Preguntas que no parece que tengan nada que ver con el asunto...
    Se interrumpió. Yo esperé. Ya que quería hablar, que hablara.
    —¿Estaba usted allí cuando el inspector hizo aquella monstruosa insinuación el otro día? Sobre la señora Leónides y yo... Fue monstruoso... ¡Le hace a uno sentirse tan indefenso! Uno no puede evitar que la gente piense cosas. Y todo es una malvada mentira. Sólo porque ella es... era... mucho más joven que su marido. La gente tiene una imaginación horrible, una imaginación horrible... Pienso... no puedo evitar el pensar que todo esto es una conspiración.
    —¿Una conspiración? Esto es, verdaderamente, muy interesante.
    Era interesante, pero no en el sentido que él le dio.
    —La familia, ¿sabe?, la familia del señor Leónides, nunca me ha tenido simpatía. Siempre han estado muy distanciados conmigo. Siempre he tenido la impresión de que me despreciaban.
    Sus manos empezaron a temblar.
    —Sólo porque ellos han sido siempre ricos... y poderosos. Me miraban con desprecio. ¿Qué era yo para ellos? Sólo el profesor. Sólo un desgraciado que no fue a la guerra por escrúpulos de conciencia. Y tenía escrúpulos de conciencia. Sí, los tenía.
    No dije nada.
    —Muy bien —estalló—. ¿Y qué si... tenía miedo? Miedo de hacerlo mal, miedo de que cuando fuera a apretar el gatillo no me decidiera a hacerlo. ¿Como puede tener uno la seguridad de que el hombre que va a matar es un nazi? Puede que fuera un buen chico, un campesino, sin tendencias políticas, llamado a filas para servir a su patria. Creo que la guerra es mala. ¿Entiende?
    Continué en silencio. Me pareció que mi silencio estaba consiguiendo mas que cualquier frase de contradicción o asentimiento. Laurencio Brown estaba discutiendo consigo mismo y, al hacerlo, descubría gran parte de su ser.
    —Todo el mundo se ha reído de mí siempre —su voz se estremeció—. Parece que tengo el don de ponerme en ridículo. No es que me falte valor, realmente, pero siempre lo hago todo mal. Entré en una casa en llamas para rescatar a una mujer que decían había quedado encerrada dentro. Pero me perdí en seguida y el humo me hizo perder el sentido y a los bomberos les costó mucho trabajo el encontrarme. Les oí decir: «¿Por qué este estúpido no nos lo habrá dejado hacer a nosotros?» No me sirve de nada el esforzarme; todo el mundo está contra mí. Quienquiera que sea el que haya matado al señor Leónides, se las arregló de modo que se sospechara de mí. Alguien lo mató para causar mi perdición.
    —¿Y qué me dice de la señora Leónides? —pregunté.
    Enrojeció. De pronto pareció más hombre y menos ratón.
    —La señora Leónides es un ángel —bufó—; un ángel. Su dulzura, su bondad para con su anciano esposo, han sido maravillosas. Relacionarla a ella con el envenenamiento es cosa de risa, de risa. Y ese inspector es tan torpe que no lo ve.
    —Está prevenido en contra de ella —repuse—, porque tiene en su archivo muchos casos de ancianos esposos envenenados por sus dulces y jóvenes esposas..
    —¡El muy imbécil! —dijo Laurencio Brown con ira.
    Se acercó a una estantería de libros colocada en una esquina y empezó a revolver entre ellos. Me pareció que ya no podría sacar nada más de él, y salí lentamente de la habitación.
    Mientras avanzaba a lo largo del pasillo, se abrió una puerta a mi izquierda y poco faltó para que Josefina cayera encima de mí. Surgió tan repentinamente como un demonio en una antigua pantomima.
    Tenía la cara y las manos sucias y de su oreja izquierda colgaba una tela de araña.
    —¿Dónde has estado, Josefina?
    Atisba a través de la puerta entreabierta. Un par de escalones conducía a un espacio rectangular abuhardillado, en cuya semioscuridad se veían varias tinajas.
    —En el cuarto de las cisternas.
    —¿Qué has ido a hacer al cuarto de las cisternas?
    Josefina contestó brevemente, en tono práctico:
    —Investigar.
    —Pero, ¿qué diablos tenías que investigar entre las cisternas?
    A esto, Josefina se limitó a contestar:
    —Tengo que lavarme.
    —Evidentemente.
    Josefina desapareció a través de la puerta del baño más próximo. Miró hacia atrás y dijo:
    —Opino que ha llegado la hora del segundo asesinato, ¿verdad? En los libros hay siempre otro asesinato, aproximadamente a estas alturas. Alguien que sabe algo es sacado de en medio antes de que pueda hablar.
    —Lees demasiadas novelas policíacas, Josefina. En la vida real no ocurren esas cosas. Y si en esta casa hay alguien que sabe algo, no parece que tenga muchas ganas de hablar.
    La respuesta de Josefina me llegó muy confusa por el ruido del agua que corría de un grifo.
    —Algunas veces saben cosas que no saben que saben.
    Parpadeé, tratando de comprender el sentido de sus palabras. Luego, dejando a Josefina con sus abluciones, me dirigí al piso de abajo.
    En el momento en que cruzaba la puerta exterior, que conducía a la escalera, Brenda salió del salón precipitadamente y sin ruido.
    Se me acercó y puso una mano en mi brazo, levantando la vista para mirarme.
    —¿Qué hay? —preguntó.
    Era la misma solicitud de información que había hecho Laurencio; únicamente variaban las palabras. Y su frase, tan corta, resultó de mucho más efecto.
    Moví la cabeza.
    —Nada —dije.
    Dejó escapar un suspiro prolongado.
    —Estoy tan asustada... —dijo—. Estoy tan asustada, Carlos...
    Su temor era auténtico. En aquel reducido espacio, se me transmitió a mí. Quise tranquilizarla, ayudarla. De nuevo sentí una dolorosa impresión al verla tan sola en un ambiente hostil.
    Tenía motivos sobrados para gritar: ¿Quién está conmigo? ¿Quién me ayudará?
    ¿Y cuál hubiera sido la respuesta? ¿Laurencio Brown? Y, sin embargo, ¿qué era Laurencio Brown? No era un refugio. Era un débil barquichuelo.
    Los recordé a los dos tal como los había visto la noche anterior, viniendo del jardín, como a la deriva.
    Quise ayudarla. Lo deseaba intensamente. Pero no podía decir ni hacer gran cosa. Y muy dentro de mí me sentía culpable y molesto, como si me estuvieran observando los ojos despectivos de Sofía. Recordé cuando me había dicho: «¡Conque te ha cogido!...»
    Y Sofía no veía la situación, no quería verla, desde el ángulo de Brenda. Sola, con la sospecha de asesinato pesando sobre ella, sin nadie de su parte.
    —Mañana en la encuesta —dijo Brenda—. ¿Qué... qué ocurrirá?
    En ese punto pude tranquilizarla.
    —Nada —dije—. No se preocupe por eso. Será aplazada, para que la policía siga investigando. Sin embargo, probablemente la Prensa se desatará. Hasta ahora no ha habido en los periódicos la menor insinuación de que no se trate de una muerte natural. Los Leónides tienen mucha influencia. Pero al aplazarse la encuesta, la danza empezará.
    ¡Qué cosas tan extraordinarias se dicen! ¡La danza! ¿Por qué habré escogido esa palabra precisamente?
    —¿Se... se portarán muy mal?
    —Yo, en su lugar, no les concedería ninguna entrevista. Mire, Brenda, debe usted tener un abogado.
    Retrocedió con un grito de espanto, y yo continué:
    —No, no; no es lo que usted cree. Pero necesita alguien que se encargue de sus intereses y que la aconseje sobre su modo de proceder, y le diga lo que debe decir y hacer y qué no —Me miró con desamparo, y añadí—: Está usted muy sola.
    Su mano apretó mi brazo con más fuerza.
    —Sí —dijo—. Usted se da cuenta de ello. Me ha ayudado usted mucho, Carlos, mucho...
    Bajé la escalera con una cálida sensación de satisfacción... Entonces vi a Sofía, de pie junto a la puerta principal. Me habló con voz fría y seca.
    —¡Cuánto has tardado! —dijo—. Te han telefoneado de Londres. Tu padre te necesita.
    —¿En Scotland Yard?
    —Sí.
    —¿Qué querrán de mí? ¿No lo han dicho?
    Sofía negó con la cabeza. Sus ojos estaban llenos de ansiedad. La atraje hacia mí.
    —No te alarmes, mi vida —dije—; volveré pronto.
    Dejó escapar un suspiro prolongado.

    CAPÍTULO DIECISIETE


    La atmósfera en el despacho de mi padre era un poco forzada. El viejo estaba sentado detrás de su mesa y el inspector Taverner se recostaba contra el marco de la ventana. En la butaca de las visitas se sentaba el señor Gaitskill, que parecía irritado.
    «...con una extraordinaria falta de confianza», estaba diciendo con acritud.
    —Claro, claro —dijo mi padre, apaciguador—. ¡Ah, hola, Carlos!, has llegado muy pronto. Ha ocurrido algo sorprendente.
    —Algo sin precedentes —dijo el señor Gaitskill.
    Era evidente que algo había molestado al pequeño abogado, llegándole al alma. Detrás de él, el inspector Taverner me sonrió.
    —¿Me permite que reconstruya los hechos? —dijo mi padre—. El señor Gaitskill recibió esta mañana una comunicación sorprendente, Carlos. La comunicación procedía del señor Agradopoulos, propietario del restaurante «Delfos». Es un hombre muy viejo, griego de nacimiento, y en su juventud, Arístides Leónides le ayudó y le dio su amistad. Agradopoulos ha continuado siempre muy agradecido a su amigo y benefactor y parece ser que Arístides Leónides tenía mucha fe en él.
    —Nunca hubiera creído que Leónides fuera de una naturaleza tan reservada y desconfiada —dijo el señor Gaitskill—. Claro que tenía muchos años, puede decirse que estaba ya chocho.
    —La nacionalidad tira —dijo mi padre suavemente—. Ya ve usted, Gaitskill, cuando uno llega a viejo, nuestros pensamientos se detienen con frecuencia en los días y en los amigos de la juventud.
    —Pero los asuntos de Leónides habían estado en mis manos desde hacía bastante más de cuarenta años —dijo el señor Gaitskill—. Cuarenta y tres años y seis meses justos.
    —¿Qué ha ocurrido? —pregunté.
    El señor Gaitskill abrió la boca para hablar, pero mi padre se le anticipó.
    —El señor Agradopoulos declaraba, en su comunicación, que obedecía ciertas instrucciones de un amigo: Arístides Leónides. Abreviando, hace cosa de un año, el señor Leónides le había confiado un sobre sellado, que el señor Agradopoulos enviaría al señor Gaitskill inmediatamente después de la muerte del señor Leónides. En caso de que el señor Agradopoulos muriera primero, su hijo, ahijado del señor Leónides, se encargaría de seguir las mismas instrucciones. El señor Agradopoulos se disculpa por haberse retrasado, pero explica que ha estado enfermo con pulmonía y no se enteró de la muerte de su antiguo amigo hasta ayer por la tarde.
    —Todo este asunto es de lo más antirreglamentario —dijo el señor Gaitskill.
    —Cuando el señor Gaitskill hubo abierto el sobre sellado y se hubo enterado de su contenido, creyó su deber...
    —Teniendo en cuenta las circunstancias que concurren... —dijo el señor Gaitskill.
    —Dejarnos ver el contenido del sobre. Se trataba de un testamento, debidamente firmado por el testador y los testigos, y una carta explicatoria.
    —¿De modo que al fin ha aparecido el testamento? —dije.
    El señor Gaitskill se puso purpúreo.
    —No es el mismo testamento —vociferó—. Éste no es el documento que yo redacté a petición del señor Leónides. Éste ha sido escrito por su propia mano, cosa muy peligrosa para un lego en la materia. Parece que el señor Leónides se propuso hacerme quedar como un tonto de remate.
    El inspector Taverner se esforzó en sembrar un poco de calma en la reunión.
    —Era un señor muy anciano, señor Gaitskill —dijo—. Cuando llegan a viejos ya sabe usted que suelen volverse raros; no tontos, claro, pero sí un poco excéntricos.
    El señor Gaitskill lanzó un resoplido.
    —El señor Gaitskill nos telefoneó —dijo mi padre— y nos enteró de lo más importante del testamento y yo le pedí que viniera y trajera los dos documentos. También te llamé a ti, Carlos.
    No vi muy claro el porqué yo había sido llamado. Me parecía un proceder muy poco ortodoxo por parte de mi padre y de Taverner. Me hubiera enterado de lo del testamento a su debido tiempo y, en realidad, el modo como el viejo Leónides había dejado su dinero no tenía nada que ver conmigo.
    —¿Es diferente este testamento? —pregunté—. Es decir, ¿dispone de su fortuna de distinto modo?
    —De modo muy distinto, indudablemente —dijo el señor Gaitskill.
    Mi padre me miraba. El inspector Taverner evitaba cuidadosamente el mirarme. Me sentí intranquilo, sin saber por qué...
    Algo rondaba sus mentes, algo de lo que yo no tenía ni idea.
    Miré a Gaitskill con expresión interrogante.
    —No es cosa mía —dije—, pero...
    —Naturalmente, las disposiciones testamentarias del señor Leónides no son un secreto. Creí mi deber poner primeramente los hechos en conocimiento de la policía, y que ellos me indicaran cuál debía ser mi proceder ulterior. Tengo entendido —hizo una pausa— que hay... digamos cierto entendimiento sentimental entre la señorita Sofía Leónides y usted.
    —Quiero casarme con ella —dije—; pero no consiente en formalizar nuestras relaciones por el momento.
    —Muy sensato —dijo el señor Gaitskill.
    Yo no era de la misma opinión. Pero no era momento de entrar en discusiones.
    —Por este testamento —dijo el señor Gaitskill— fechado el veintinueve de noviembre del año pasado, el señor Leónides, después de un legado de cien mil libras a su esposa, deja todos sus bienes, muebles e inmuebles, a su nieta, Sofía Catalina Leónides.
    Lancé un sonido entrecortado. Había esperado cualquier cosa menos eso.
    —¡Lo deja todo a Sofía! —exclamé—. ¡Qué cosa más extraordinaria! ¿Da alguna razón para ello?
    —Expresa sus razones con toda claridad en la carta explicatoria —dijo mi padre, y cogiendo una hoja de papel del despacho ante el que se sentaba, continuó—: ¿Tiene usted algo que objetar a que Carlos lea esto?
    —Estoy en sus manos —dijo el señor Gaitskill fríamente—. La carta da una explicación, y puede que una excusa de la extraordinaria conducta del señor Leónides.
    El viejo me entregó la carta. Estaba escrita con tinta muy negra y con una letra pequeña y enmarañada. La escritura indicaba carácter e individualismo. No parecía en absoluto la letra de un anciano, excepto, quizá, por el cuidado de formar las letras, característico de una época ya pasada, cuando la caligrafía tenía gran valor.


    Querido Gaitskill:

    Se quedará usted atónito al recibir esta carta y, probablemente se ofenderá. Pero tengo mis razones para obrar de un modo que puede que le parezca innecesariamente reservado. Hace mucho tiempo que creo en el individuo. En cada familia, lo he observado siendo un muchacho y no lo he olvidado nunca, hay siempre un carácter fuerte y, por regla general, es a esta persona a quien corresponde cuidar y llevar la carga del resto de la familia. En mi familia, yo fui esa persona. Vine a Londres, me establecí aquí, sostuve a mi madre y a mis ancianos abuelos en Esmirna, salvé a uno de mis hermanos de las garras de la Ley, liberé a mi hermana de un matrimonio desgraciado, y así sucesivamente. Dios se ha servido concederme una larga vida y he podido vigilar y cuidar a mis hijos y a los hijos de mis hijos. Muchos de ellos me han sido arrebatados por la muerte; los demás, tengo la satisfacción de poder decir que están bajo mi techo. Cuando yo muera, la carga que he llevado sobre mis hombros debe recaer sobre otra persona. He pensado en dividir mi fortuna, con la mayor equidad posible, entre los que quiero, pero, de hacerlo así, al final no se obtendría una verdadera igualdad. Los hombres no nacen iguales, para compensar las diferencias de la naturaleza hay que enderezar la balanza. En otras palabras, alguien debe sucederme, debe llevar sobre sus hombros la responsabilidad del resto de la familia.
    Después de un detenido examen, no considero a ninguno de mis hijos apto para cargar con esta responsabilidad. Mi queridísimo hijo Rogerio carece por completo de sentido comercial y, aunque se hace querer, es demasiado impulsivo para tener juicio claro. Mi hijo Felipe tiene demasiada poca confianza en sí mismo para hacer nada que no sea retirarse ante la vida. Eustaquio, mi nieto, es muy joven y no creo que tenga ni el sentido, ni el buen juicio necesarios. Es insolente y se deja influir muy fácilmente por las ideas del primero que conoce. Creo que sólo mi nieta Sofía posee las cualidades requeridas. Tiene inteligencia, buen juicio, valor, una mente justa e imparcial, y según creo, espíritu generoso. A ella encomiendo el bienestar de la familia y el de mi buena cuñada Edith de Haviland, a la que agradezco profundamente su devoción de toda la vida para con la familia.
    Todo esto justifica el documento adjunto. Lo que es más difícil de explicar, más difícil de explicárselo a usted, mi viejo amigo, es la estratagema de que me he valido. Me pareció conveniente que la distribución que hago de mi dinero no fuera motivo de conjeturas y no tengo intención de enterar a mi familia de que Sofía será mi heredera. Teniendo en cuenta que mis dos hijos han recibido ya fortunas considerables, no creo que mis disposiciones testamentarias les pongan en posición humillante.
    Para evitar cualquier curiosidad o conjeturas, le pedí que me redactara un testamento. Reuní a los miembros de mi familia y les leí el testamento. Lo puse en mi escritorio, coloqué sobre él un pliego de papel secante e hice llamar a los criados. Cuando vinieron, corrí un poco hacia arriba el papel secante, dejando ver la parte inferior de un documento, firmé y les hice firmar a ellos. No necesito decir que el testamento que ellos y yo firmamos era el que ahora adjunto y no el que usted había redactado y yo leído en voz alta.
    No tengo esperanzas de que comprenderá usted los motivos que me indujeron a valerme de esta estratagema. Solamente le pido que me perdone por no haberle puesto al corriente de todo. A un hombre tan viejo como yo le gusta tener sus secretitos.
    Gracias, querido amigo, por la cuidadosa atención con que se ha ocupado siempre de mis asuntos. Transmítale a Sofía todo mi cariño y pídale que cuide de la familia y la libre de daño.
    Con todo afecto.
    arístides leónides.


    Leí con mucho interés el curiosísimo documento.
    —¡Extraordinario! —comenté.
    —De lo más extraordinario —corroboró el señor Gaitskill, levantándose— Repito que mi viejo amigo el señor Leónides debió haberse confiado a mí.
    —No, Gaitskill —dijo mi padre—; Leónides era un vivo. Le gustaba, por decirlo así, hacer las cosas por procedimientos torcidos.
    — Eso es cierto, señor —dijo el inspector Taverner—. Era un vivo, donde los haya.
    Habló con calor.
    Gaitskill salió de la habitación con expresión digna y sin dejarse ablandar. Había sido herido hasta lo más hondo de su ser profesional.
    —Le ha dolido mucho —dijo Taverner—. «Gaitskill Callum & Gaitskill.» Trabajaban para él media docena de firmas de abogados. Era un vivo.
    —Y nunca más vivo que cuando hizo su testamento —dijo mi padre.
    —Hemos sido unos tontos —insistió Taverner—. Si se piensa en ello, la única persona que podía haber hecho trampa con el testamento era el propio viejo. Ni nos pasó por la imaginación que quisiera hacerlo.
    Recordé la sonrisa de superioridad de Josefina al decir:
    «Los policías son unos tontos.»
    Pero Josefina no había estado presente cuando la lectura del testamento. Y aunque hubiera estado escuchando detrás de la puerta, lo que no me extraña nada, no hubiera podido adivinar lo que su abuelo estaba haciendo. ¿Por qué, entonces, aquellos aires de superioridad? ¿Qué era lo que sabía para poder decir que los policías eran unos tontos? ¿O estaría presumiendo otra vez, y nada más?
    Sorprendido por el silencio reinante, levanté la vista con ansiedad. Mi padre y Taverner me observaron. No sé lo que vi en su actitud que salté en tono de reto:
    —Sofía no sabe nada de esto. Nada en absoluto.
    —¿No? —dijo mi padre.
    No pude saber con seguridad si se trataba de una afirmación o de una pregunta.
    —Se quedará estupefacta.
    —¿Sí?
    —Estupefacta.
    Siguió una pausa. Luego, el teléfono de la mesa de mi padre sonó, lo que me pareció una esperanza inesperada.
    —¡Diga!
    Levantó el micrófono, escuchó y luego dijo:
    —Póngame con ella.
    Me miró.
    —Es tu chica —dijo—. Quiere hablar con nosotros. Es urgente.
    Me apoderé del teléfono.
    —¿Sofía?
    —¿Eres tú, Carlos? Se trata de... Josefina.
    Su voz se quebró ligeramente.
    —¿Qué le pasa a Josefina?
    —Le han dado un golpe en la cabeza. Tiene conmoción. Está... está bastante mal... Dicen que a lo mejor no se salva...
    Me volví hacia los otros dos.
    —A Josefina le han herido gravemente de un golpe en la cabeza —dije.
    Mi padre se apoderó del teléfono y dijo severamente:
    —¡Te dije que vigilaras a esa niña...!

    CAPÍTULO DIECIOCHO


    Minutos más tarde, Taverner y yo corríamos en dirección a Swinly Dean en un rápido coche de la policía.
    Recordé a Josefina surgiendo de entre las cisternas y la ligereza con que había observado que «había llegado la hora del segundo asesinato». La pobre niña no tenía ni idea de que la víctima probable del «segundo asesinato» era ella misma.
    Acepté sin reservas la censura tácita de mi padre. Evidentemente, debía haber vigilado a Josefina. Aunque ni Taverner ni yo teníamos una pista real sobre la personalidad del asesino del viejo Leónides, era muy posible que Josefina la tuviera. Lo que yo había tomado por tonterías de niña y ganas de presumir podía muy bien haber sido algo completamente distinto. Siendo su ocupación favorita el andar husmeando y espiando, Josefina podía haberse enterado de algo a lo que ella misma no daba su verdadero valor.
    Recordé la ramita que había crujido en el jardín.
    Había sentido entonces vagamente que el peligro estaba cerca y había actuado de acuerdo con esa sensación, pero luego me había parecido que mis sospechas eran melodramáticas e irreales. Por el contrario, debía haberme dado cuenta de que se había cometido un asesinato, de que el asesino, quienquiera que fuese, había arriesgado su vida y de que, por consiguiente, no vacilaría en repetir el crimen si con ello garantizaba su seguridad.
    Puede que Magda, por un vago instinto maternal, se hubiera dado cuenta de que Josefina estaba en peligro, y ésa podía haber sido la causa de la urgencia febril y repentina con que quería enviar a la niña a Suiza.
    Sofía salió a recibirnos cuando llegamos. Josefina, dijo, había sido enviada en una ambulancia al Hospital General de Market Basing. El doctor Gray les haría saber, tan pronto como fuera posible, el resultado del examen radioscópico.
    —¿Cómo ocurrió? —preguntó Taverner.
    Sofía nos condujo hacia la parte posterior de la casa y a través de una puerta, hasta llegar a un pequeño patio abandonado. En una esquina había una puerta entreabierta.
    —Es una especie de lavadero —explicó Sofía—. Hay un agujero cortado cerca del fondo de la puerta y Josefina ponía el pie dentro de él y se columpiaba de un lado para otro.
    Recordé que yo también me columpiaba en las puertas cuando era niño.
    El lavadero era pequeño y estaba oscuro. Había en él cajas de madera, mangas de riego viejas, algunas herramientas de jardín abandonadas y varios muebles rotos. Junto a la puerta, por el interior, había un bloque de mármol en forma de león, de los que se usan para asegurar las puertas.
    —Lo usamos para asegurar la puerta principal —explicó Sofía—. Deben de haberlo dejado en equilibrio en la parte superior de la puerta.
    Taverner levantó una mano hacia el borde superior de la puerta. Era una puerta baja, sólo treinta centímetros más alta que su cabeza.
    —Una trampa —dijo.
    Hizo pruebas con la puerta, moviéndola de un lado para otro. Después se inclinó sobre el bloque de mármol, pero no lo tocó.
    —¿Ha tocado alguien esto?
    —No —dijo Sofía—. No he dejado que nadie lo tocara.
    —Muy bien. ¿Quién la encontró?
    —Yo. No vino a comer a la una. Nannie estaba llamándola. Había pasado por la cocina, en dirección a las caballerizas, alrededor de un cuarto de hora antes. Nannie dijo: «Está jugando a la pelota, o columpiándose otra vez en esa puerta.» Yo dije que iría a buscarla.
    Sofía hizo una pausa.
    —¿Dice usted que tenía la costumbre de jugar de esa manera? ¿Quién conocía este hecho?
    Sofía se encogió de hombros.
    —¿Quién más usaba este lavadero? ¿Los jardineros acaso?
    Sofía negó con la cabeza.
    —Casi nunca entra nadie aquí.
    —¿Y no se ve desde la casa este pequeño patio? —Taverner recapituló—. Cualquiera puede haber salido furtivamente de la casa o deslizarse por el frente y preparar la trampa. Pero sería arriesgado...
    Se interrumpió, mirando a la puerta y moviéndola suavemente de un lado a otro.
    —No era nada seguro. O se acertaba o se fallaba. Y más probable era fallar que acertar. Pero la niña no tuvo suerte y le dio.
    Sofía se estremeció.
    Taverner escudriñó el suelo, donde había varias marcas profundas.
    —Parece como si alguien hubiera estado haciendo pruebas antes... para ver exactamente cómo caería... El ruido no se oiría desde la casa...
    —No, no hemos oído nada. No teníamos idea de que hubiera ocurrido nada malo hasta que vine aquí y la encontré tendida boca abajo... con las piernas y los brazos abiertos... —La voz de Sofía se quebró ligeramente—. Tenía sangre en el pelo.
    —¿Es suya aquella bufanda? —preguntó Taverner, señalando una bufanda de lana a cuadros, tirada en el suelo.
    —Sí.
    Utilizando la bufanda, cogió con cuidado el bloque de mármol.
    —Puede que haya huellas dactilares —dijo, pero habló sin mucha esperanza—, aunque me inclino a pensar que el que lo hizo fue... cuidadoso.
    Se volvió hacia mí y dijo:
    —¿Qué mira usted?
    Estaba mirando una silla de cocina, de madera, con el respaldo roto, que estaba entre los trastos. En el asiento de la silla había unos fragmentos de tierra.
    —Es curioso —dijo Taverner—. Alguien se puso de pie en esta silla, con los pies llenos de fango. ¿Por qué?
    Movió la cabeza.
    —¿Qué hora era cuando la encontró usted, señorita Leónides?
    —Debía ser la una y cinco.
    —Y Nannie la vio salir alrededor de veinte minutos antes. ¿Quién fue la última persona de la que se sepa que estuvo en el lavadero antes de eso?
    —No tengo idea. Probablemente la propia Josefina. La he visto columpiarse en la puerta esta mañana, después del desayuno.
    Taverner hizo una señal de asentimiento.
    —De modo que entre esa hora y la una menos cuarto, alguien puso la trampa. ¿Dice usted que ese trozo de mármol es el que usan ustedes para asegurar la puerta principal? ¿Tiene usted idea de cuándo faltó de su sitio?
    Sofía negó con la cabeza.
    —La puerta no ha estado abierta hoy en todo el día. Ha hecho demasiado frío.
    —¿Tiene idea de dónde ha estado cada uno esta mañana?
    —Yo salí a dar un paseo. Eustaquio y Josefina estuvieron en clase hasta las doce y media, con un descanso a las diez y media. Mi padre, creo que ha estado toda la mañana en la biblioteca.
    —¿Y su madre?
    —Salía de su cuarto cuando yo volvía de mi paseo, a eso de las doce y cuarto. No se levanta muy temprano.
    Entramos de nuevo en la casa. Seguí a Sofía a la biblioteca. Felipe estaba sentado en su silla de costumbre, pálido y con aspecto cansado. Magda, acurrucada contra sus rodillas, lloraba silenciosamente. Sofía preguntó:
    —¿Han telefoneado del hospital?
    Felipe negó con la cabeza. Magda sollozó.
    —¿Por qué no me han dejado ir con ella? Mi niña... mi niñita fea. Y yo la llamaba cara de mono y ella se enfadaba tanto. ¿Cómo he podido ser tan cruel? Y ahora se morirá. Estoy segura de que se morirá.
    —Calla, querida, calla —gimió Felipe.
    Me sentí fuera de lugar en esta escena familiar de ansiedad y dolor. Me retiré en silencio y salí al encuentro de Nannie. Estaba sentada en la cocina, llorando silenciosamente.
    —Es un castigo que me manda Dios por las cosas malas que he estado pensando. Un castigo, eso es lo que es.
    No me esforcé en tratar de comprender el significado de sus palabras.
    —La maldad ha entrado en esta casa. Eso es lo que ocurre. Yo no deseaba ni verlo ni creerlo. Pero ver es creer. Alguien ha matado al amo y ese alguien ha tratado de matar a Josefina.
    —¿Pero por qué iban a intentar matar a Josefina?
    Nannie separó de los ojos una esquina de su pañuelo y me miró de un modo penetrante.
    —Usted sabe bien cómo era ella, señorito Carlos. Le gustaba enterarse de las cosas. Siempre ha sido así, hasta cuando era así de pequeñita. Se escondía debajo de la mesa de comer y escuchaba lo que decían las muchachas y se lo echaba en cara. Eso le haría sentirse importante. Ya ve usted, la señora no le hacía mucho caso. No era guapa, como los otros dos. Siempre fue feúcha la pobrecita. La señora solía llamarla monito. Siempre se lo he censurado a la señora, porque creo que esto hizo que la niña se volviera amargada. Pero encontró una defensa extraña en descubrir cosas de los demás y en hacerles ver que las sabía. Y eso es peligroso cuando un envenenador no anda lejos.
    Sí, había sido peligroso. Y eso trajo a mi memoria otra cosa. Pregunté a Nannie:
    —¿Sabe usted dónde guardaba un cuadernito negro, un cuadernito de notas, o algo así, donde escribía Josefina sus cosas?
    —Ya sé a lo que se refiere, señorito Carlos. Se traía muchos misterios con ese libro. Muchas veces la he visto chupando el lápiz y escribiendo en el librito y volviendo a chupar el lápiz. Yo le decía: «No hagas eso, te vas a envenenar con el plomo», y ella decía: «¡Qué va! ¡Si no es plomo; si es carbón!», aunque yo no veo cómo puede ser carbón, porque si se llama a una cosa lápiz de plomo, está claro que es porque tiene plomo8.
    —Eso sería lo natural —concedí—; pero lo cierto es que ella tenía razón—Josefina siempre tenía razón—. ¿Y que hay de ese librito? ¿Sabe usted dónde lo guardaba?
    —No tengo la menor idea, señor. Era muy solapada para algunas cosas.
    —¿No lo tenía con ella cuando la encontraron?
    —¡Oh, no, señorito Carlos! No estaba allí.
    ¿Habría cogido alguien el cuadernito de notas? ¿O lo habría escondido ella en su cuarto? Se me ocurrió ir a mirar. No estaba muy seguro de cuál era el cuarto de Josefina, pero mientras estaba en el pasillo, dudando, me llamó la voz de Taverner:
    —Venga aquí —dijo—. Estoy en el cuarto de la niña. ¿Ha visto usted algo parecido?
    Crucé la puerta y me quedé mudo de asombro.
    Parecía que por el pequeño cuarto hubiera pasado un huracán. Los cajones de la cómoda estaban abiertos y su contenido desparramado por el suelo. A la camita le habían quitado las ropas y el colchón. Las alfombras estaban hechas un montón, las sillas patas arriba, los cuadros descolgados de la pared y las fotografías arrancadas de sus marcos.
    —¡Cielo santo! —exclamé—: ¿Con qué objeto habrán hecho todo esto?
    —¿Usted qué opina?
    —Alguien estaba buscando algo.
    —Exactamente.
    Miré a mi alrededor y lancé un silbido.
    —¿Pero quién pudo...? Yo diría que nadie pudo haber entrado aquí y hacer todo eso sin ser visto ni oído.
    —¿Por qué no? La señora Leónides se pasa la mañana en su habitación haciéndose las manos, telefoneando a sus amigas y probándose sus vestidos. Felipe se sienta en la biblioteca a leer sus libros. La criada está en la cocina, pelando patatas y judías verdes. En una casa donde cada uno sabe las costumbres de los demás, es muy fácil... Y le diré una cosa: cualquiera de la familia pudo haber hecho este trabajito... pudo haber puesto la trampa para la niña y revolver el cuarto de este modo. Pero alguien que tenía prisa, alguien que no tenía tiempo de rebuscar sosegadamente.
    —¿Dice usted que cualquiera de la familia?
    —Sí, ya lo he comprobado. Todos tienen un rato más o menos largo del que no pueden dar cuenta, Felipe, Magda, la criada, su novia... Arriba, lo mismo, Brenda se pasó la mayor parte de la mañana sola. Laurencio y Eustaquio tuvieron media hora de descanso, de diez y media a once; usted estuvo con ellos parte del tiempo, pero no todo. La señorita de Haviland estaba sola en el jardín. Rogerio en su estudio.
    —Únicamente Clemencia estaba en Londres en su trabajo.
    —No, ni siquiera ella está fuera de esto. Se quedó hoy en casa con dolor de cabeza... estuvo sola en su cuarto, con el dolor de cabeza. Cualquiera de ellos, cualquiera. ¡Y no sé cuál de ellos ha sido! No tengo la menor idea. Si supiera qué es lo que buscaban aquí...
    Sus ojos recorrieron rápidamente el cuarto en desorden.
    —Y si supiera si lo han encontrado...
    Algo se despertó en mi cerebro, un recuerdo...
    Taverner me ayudó al preguntarme.
    —¿Qué estaba haciendo la niña la última vez que la vio usted?
    —Espere —dije.
    Me precipité fuera de la habitación y escaleras arriba. Crucé la puerta de la izquierda y subí al último piso. Abrí de un empujón la puerta del cuarto de las cisternas, subí los dos escalones e, inclinando la cabeza, ya que el techo era bajo y abuhardillado, miré con todo cuidado a mi alrededor.
    Al preguntarle lo que había estado haciendo allí, Josefina me había dicho que «investigando».
    No pude comprender entonces lo que había investigado en un desván de telarañas y tinajas de agua. Pero ese desván sería un buen escondrijo. Me pareció probable que Josefina hubiese estado escondiendo algo allí, algo que ella sabía muy bien que no tenía derecho a retener. De ser así, no costaría mucho tiempo encontrar lo que fuera.
    Me llevó exactamente tres minutos. Escondido detrás del mayor de los depósitos, del interior del cual salía un siseo que añadía a la atmósfera una nota de misterio, encontré un paquete de cartas, envueltas en un trozo roto de papel castaño.
    Leí la primera de las cartas:

    ¡Ay Laurencio, mi amor, mi vida! Fue maravilloso anoche, cuando leíste aquella poesía. Sabía que iba dedicada a mi, aunque no me mirabas. Arístides dijo: «Lee usted bien el verso.» No sospechó cuáles eran nuestros sentimientos. Mi vida: Estoy convencida de que todo va a arreglarse pronto. Entonces tendremos la satisfacción de que no haya sabido nada, de que haya muerto feliz. Ha sido bueno conmigo. No quiero que sufra. Pero la verdad es que no creo que vivir sea un placer después de los ochenta años. Yo no querría vivir. Pronto estaremos juntos para siempre. Será maravilloso cuando pueda decirte: «Mi adorado esposo...» Amor mío, hemos sido el uno para el otro. Te quiero, te quiero... Nuestro amor no tiene fin, yo...


    Seguía mucho más, pero no deseé seguir leyendo.
    Con expresión sombría, bajé la escalera y lancé el paquete a las manos de Taverner.
    —Es posible —dije— que fuera esto lo que nuestro desconocido amigo andaba buscando.
    Taverner leyó unos cuantos pasajes, lanzó un silbido y revolvió entre las distintas cartas.
    Después me miró con la expresión del gato al que acaban de dar un plato de deliciosa crema.
    —Bien —dijo suavemente—. Esto acaba con Brenda Leónides. Y con Laurencio Brown. De modo que habían sido ellos, al fin y al cabo...

    CAPÍTULO DIECINUEVE


    Mirando hacia atrás, me parece extraño que mi compasión y mi simpatía por Brenda Leónides desaparecieran tan de pronto y por completo al encontrar sus cartas, las que había escrito a Laurencio Brown. ¿Sería que mi vanidad no pudo soportar la revelación de que amaba a Laurencio Brown con una pasión ciega y almibarada y que me había mentido deliberadamente? No lo sé. No soy un psicólogo. Prefiero creer que fue el pensar en la pequeña Josefina, golpeada sin piedad y sin correr el menor riesgo, lo que terminó con mi simpatía.
    —Mi opinión es que Brown colocó la trampa —dijo Taverner—, y eso explica lo que me desconcertó.
    —¿Qué fue lo que le desconcertó?
    —Pues que me pareció que era una cosa muy tonta. Mire, supongamos que la niña se apoderó de esas cartas. Lo primero que hay que hacer es tratar de recuperarlas. Pero no pueden recuperarlas, porque no las encuentran. Entonces, lo único que puede hacerse es quitar a la niña de en medio para siempre. Ya han cometido un asesinato y no tienen remilgos en cometer otro. Saben que le gusta columpiarse en una puerta de un patio que no se usa para nada. Lo ideal sería esperarla detrás de la puerta y, al entrar, golpearla en la cabeza con un atizador de la lumbre, una barra de hierro o un trozo de manguera. Todo estaba allí al alcance de la mano. ¿Por qué andar jugando con un trozo de mármol y colocarlo en lo alto de la puerta, lo que tenía tantas probabilidades de fallar como de acertar, y, aun en el caso de que acertara a darle, podía hacer el trabajo a medias, que es lo que en realidad ocurrió?
    —Bueno —dije—; ¿cuál es la respuesta?
    —Al principio, la única idea que tuve fue la de que se había hecho con la intención de que encajara en la coartada de alguien. Alguien tendría una buena coartada para la hora en que Josefina era golpeada. Pero esta idea no sirve, primero, porque no parece que nadie tenga la menor coartada, y, segundo, porque alguien tendría que buscar a la niña a la hora de comer y encontrarían la trampa y el bloque de mármol y todo el procedimiento saltaría a la vista. Claro que si el asesino hubiera retirado el bloque de mármol antes de que la niña fuera encontrada, nos hubiéramos quedado completamente desconcertados. Pero tal como está la cosa, no tiene el menor sentido.
    Extendió las manos.
    —¿Y cuál es su explicación actual?
    —El factor personal, la idiosincrasia. La idiosincrasia de Laurencio Brown. No le gusta la violencia, no puede obligarse a sí mismo a cometer un acto de violencia. Le sería literalmente imposible colocarse detrás de la puerta y golpearla. Sí podría, en cambio, colocar la trampa, marcharse y no ver el resultado.
    —Sí, comprendo —dije lentamente—. Otra vez lo de la eserina en la botella de insulina, ¿verdad?
    —Exactamente.
    —¿Cree usted que lo hizo sin que Brenda lo supiera?
    —Eso explicaría por qué ella no se deshizo de la botella de insulina. Claro que pueden haberse puesto de acuerdo entre ellos, o puede haber sido ella la que pensara en la treta del veneno. Una muerte fácil y agradable para su anciano y cansado esposo y mandarle al mejor de los mundos. Las mujeres no tienen ninguna fe en que las cosas mecánicas funcionen bien. Y tienen razón. Yo creo que lo de la eserina fue idea de ella, pero que hizo que su humilde esclavo la pusiera en práctica. Es una de esas personas que evitan el hacer nada equívoco ellas mismas. Así pueden quedarse con la conciencia tranquila.
    Hizo una pausa y continuó:
    —Con estas cartas creo que el juez de instrucción dirá que puede iniciarse la acción. Les va a costar trabajo explicarlas. Y luego, si la niña se pone bien, volverá la alegría al jardín del Edén.
    Me miró de reojo.
    —¿Cómo se siente uno al estar comprometido con un millón de libras aproximadamente?
    Retrocedí. Con la excitación de las últimas horas había olvidado los últimos acontecimientos relacionados con el testamento.
    —Sofía no lo sabe todavía —dije—. ¿Quiere usted que se lo diga?
    —Tengo entendido que Gaitskill va a dar la mala, o buena noticia, mañana, después de la indagatoria.
    Taverner hizo una pausa y me miró pensativo.
    —Me pregunto —dijo— cómo reaccionará la familia...

    CAPÍTULO VEINTE


    El informe se desarrolló tal como yo había predicho, y fue aplazado a petición de la policía.
    Estábamos contentos porque la noche anterior habían llegado noticias del hospital de que las heridas de Josefina eran mucho menos graves de lo que se había temido y que su restablecimiento sería rápido. Por el momento, dijo el doctor Gray, no se autorizaban visitas, ni siquiera la de su madre.
    —Su madre menos que nadie —me había dicho Sofía—. Se lo especifiqué bien al doctor Gray. De todos modos, él conoce a mamá.
    Debí mostrar mi disconformidad porque Sofía dijo vivamente:
    —¿Qué es lo que desapruebas?
    —La verdad, una madre...
    —Me gusta ver que tienes ideas antiguas y hermosas, Carlos. Pero todavía no sabes de todo lo que es capaz mi madre. La pobre no puede evitarlo, pero tendría que representar una sublime escena dramática. Y las escenas dramáticas no son muy indicadas para una convaleciente de heridas en la cabeza.
    —Piensas en todo, ¿verdad, mi vida?
    —Bueno, alguien tiene que pensar, ahora que el abuelo no está.
    Me quedé mirándola, considerando que la perspicacia del viejo Leónides no le había fallado. El peso de su responsabilidad estaba ya sobre los hombros de Sofía.
    Terminada la pesquisa, Gaitskill nos acompañó a los Three Gables. Se aclaró la garganta y dijo pomposamente:
    —Es mi deber hacerles a ustedes una declaración.
    A este fin, la familia se reunió en el salón de Magda. Yo sentía en aquellos momentos la agradable sensación de estar entre bastidores. Sabía por anticipado lo que Gaitskill tenía que decir.
    Me dispuse a observar la reacción de cada uno.
    Gaitskill fue breve y cortante. Dominó perfectamente cualquier muestra de disgusto o molestia personales. Leyó primero la carta de Leónides y después el testamento.
    Era muy interesante observar la escena. Lo único que hubiera deseado era que mis ojos pudieran estar en todas partes al mismo tiempo.
    No presté mucha atención a Brenda y Laurencio. Las disposiciones de este testamento con respecto a Brenda eran las mismas. Observé primero a Rogerio y Felipe, y luego a Magda y Clemencia.
    Mi primera impresión fue la de que todos ellos se portaban muy bien.
    Los labios de Felipe estaban muy apretados y recostaba su hermosa cabeza contra el respaldo de la butaca alta en la que se sentaba. No habló.
    Magda, por el contrario, rompió a hablar tan pronto como Gaitskill hubo terminado, y su voz llena surgió en oleadas sobre la aguda del abogado, como una pleamar que inundara un riachuelo.
    —Pero, querida Sofía, ¡qué extraordinario, qué romántico! ¡Hay que ver el querido viejecito, qué astuto y qué solapado, como un niñito travieso! ¿No tuvo confianza en nosotros? ¿Pensó que nos enfadaríamos? Nunca demostró querer a Sofía más que a los demás. Realmente, esto es de lo más dramático.
    De pronto, Magda se puso en pie, levantándose con ligereza, se acercó, danzando, a Sofía y le hizo una magnífica reverencia de corte.
    —Doña Sofía, vuestra anciana madre, enferma y sin un céntimo, os pide una limosna.
    Adoptó un tono quejumbroso propio de los barrios bajos londinenses y continuó:
    —Dame una perrita, guapa. Tu pobrecita mami quiere ir al cine.
    Su mano crispada tiraba con apremio de Sofía.
    Felipe, sin moverse, dijo por entre sus labios apretados:
    —Por favor, Magda, no hay necesidad de hacer payasadas.
    —¡Ah, Rogerio! —exclamó Magda, volviéndose de pronto a Rogerio—. ¡Pobrecito Rogerio! Papaíto iba a ayudarle y entonces, antes de que pudiera hacerlo, se muere. Y ahora Rogerio se queda sin nada. Sofía —se volvió hacia ella en tono imperioso—, tienes que hacer algo por Rogerio.
    —No —dijo Clemencia. Se había adelantado un paso, con expresión desafiadora—. No debe hacer nada. Absolutamente nada.
    Rogerio se acercó a Sofía, bamboleándose como un oso afectuoso, y le cogió las manos con cariño.
    —No quiero ni un penique, querida Sofía. Tan pronto como este asunto se aclare, Clemencia y yo nos vamos a las Indias Occidentales a vivir una vida sencilla. Si alguna vez me encuentro muy apurado, acudiré al jefe de la familia —dijo sonriendo de un modo cautivador— pero hasta entonces, no quiero ni un penique. En realidad, querida Sofía, yo soy una persona muy sencilla; pregúntaselo a Clemencia.
    Le interrumpió una voz inesperada. Era la voz de Edith de Haviland.
    —Todo esto está muy bien —dijo—, pero tienes que pensar un poco en las apariencias. Si tú vas a la quiebra, Rogerio, y te marchas al fin del mundo sin que Sofía te tienda una mano, habría muchas habladurías malintencionadas, que serían muy desagradables para Sofía.
    —¿Qué importa la opinión pública? —preguntó Clemencia con desprecio.
    Y Rogerio asintió:
    —Ya sabemos que a ti no te importa, Clemencia —dijo Edith de Haviland, cortante—; pero Sofía vive en este mundo. Es una chica inteligente y de buen corazón y no tengo la menor duda de que Arístides estuvo acertado al elegirla a ella para depositaria de la fortuna familiar, aunque el pasar por encima de sus dos hijos vivos parezca un poco extraño a nuestras ideas inglesas; pero creo que sería muy lamentable que se corriera por ahí la voz de que Sofía no había mostrado la menor generosidad, dejando que Rogerio fuera al desastre sin tratar de ayudarle.
    Rogerio se acercó a su tía, la rodeó con sus brazos y la abrazó.
    —Tía Edith —dijo—, eres un ángel y una luchadora empedernida, pero no acabas de entender. Clemencia y yo sabemos lo que queremos y lo que no queremos.
    Clemencia se quedó en pie ante ellos, desafiándolos. Sus mejillas estaban rojas.
    —Ninguno de vosotros —dijo— comprende a Rogerio. Nunca le habéis comprendido. Y no creo que lleguéis a comprenderle nunca. Vamos, Rogerio.
    Salieron de la habitación y el señor Gaitskill empezó a aclararse la garganta y a ordenar sus papeles. Su semblante expresaba desaprobación. Era evidente que le había desagradado mucho la escena precedente.
    Finalmente, mi vista se fijó en Sofía. Estaba de pie junto a la chimenea, con la barbilla levantada y la mirada tranquila, erguida y muy guapa. Acababa de heredar una inmensa fortuna, pero no pude menos de pensar en lo sola que se había quedado de pronto. Entre ella y su familia acababa de alzarse una barrera. En adelante estaba separada de ellos. Me pareció que se daba cuenta de este hecho y lo afrontaba. El viejo Leónides sabía que dejaba una carga sobre sus hombros y ella lo sabía también. El había creído que los hombros de su nieta eran lo bastante fuertes para soportar la carga, pero en aquel momento sentí por ella una compasión indecible que ni yo mismo sabía explicarme.
    Todavía no había dicho ni una palabra; en realidad, no le habían dado ni tiempo para ello, pero muy pronto se vería obligada a hablar. Tras el afecto de su familia, sentía ya una hostilidad latente. Incluso en la jocosa escena de Magda me pareció advertir una malicia sutil. Y todavía había otros sentimientos más turbios que no habían salido a la luz.
    El señor Gaitskill se aclaró la garganta y empezó su discurso, preciso y mesurado:
    —Permítame que la felicite, Sofía —dijo—. Es usted una mujer muy rica. No le aconsejaría a usted ninguna... ¡hum...! acción precipitada. Puedo adelantarle la cantidad necesaria para los gastos que se presenten. Si desea discutir disposiciones para el futuro, con mucho gusto le aconsejaré, según mi leal entender. Entrevístese conmigo en «Lincoln's Inn» cuando haya tenido tiempo de reflexionar.
    —Rogerio... —empezó Edith de Haviland con obstinación.
    El señor Gaitskill se apresuró a interrumpir.
    —Rogerio —empezó— debe valerse por sí mismo. Es un hombre hecho y derecho... cincuenta y cuatro años creo que tiene. Y Arístides Leónides tenía razón, no es un hombre de negocios. Nunca lo será —miró a Sofía—. Si quiere usted reorganizar Abastecimientos Reunidos, no se haga ilusiones de que Rogerio pueda dirigirla con éxito.
    —No me ha pasado por la imaginación el reorganizar Abastecimientos Reunidos —dijo Sofía.
    Fueron sus primeras palabras. Su voz era decidida y práctica.
    —Sería una estupidez hacerlo —añadió.
    Gaitskill la miró por debajo de sus cejas y sonrió para sí. Luego dijo adiós a todos y se marchó.
    Hubo unos segundos de silencio, como para darse cuenta de que estaban en familia.
    Luego Felipe se puso en pie.
    —Tengo que volver a la biblioteca —dijo—. He perdido mucho tiempo.
    —Papá... —atajó Sofía en tono casi suplicante.
    La sentí estremecerse y retroceder al volver Felipe hacia ella una mirada fría y hostil.
    —Perdona si no te felicito —dijo—. Pero esto ha sido para mí una impresión muy fuerte. Nunca hubiera creído que mi padre me humillara de este modo, que no considerara toda una vida de devoción... sí, de devoción.
    Por primera vez el hombre auténtico surgía tras la máscara de fría reserva.
    —¡Dios mío! —exclamó—. ¿Cómo ha podido hacerme esto a mí? Siempre fue injusto conmigo... siempre.
    —No, no Felipe; no debes pensar eso —exclamó Edith de Haviland—. No consideres esto como un nuevo desaire. No lo es. Cuando la gente se hace vieja, se vuelve por naturaleza hacia los más jóvenes... Te aseguro que sólo fue por eso... y además, Arístides tenía un gran sentido comercial. Le he oído decir muchas veces que pagar dos cuotas de derechos reales...
    —Nunca me quiso —dijo Felipe con voz baja y ronca—. Siempre Rogerio, Rogerio... Bueno, al fin —una extraordinaria expresión de odio desfiguró de pronto sus hermosas facciones— se dio cuenta de que Rogerio era un tonto y un fracasado. También lo suprimió a él.
    —¿Y yo qué? —dijo Eustaquio.
    Casi no me había fijado en Eustaquio hasta aquel momento, pero entonces le vi temblar bajo una violenta emoción. Tenía el rostro encendido y me pareció ver lágrimas en sus ojos. Su voz se elevó, temblorosa.
    —¡Es una vergüenza! —exclamó, colérico—. ¡Una maldita vergüenza! ¿Cómo se atrevió mi abuelo a hacerme esto a mí? ¿Cómo se atrevió? Yo era su único nieto. ¿Cómo se atrevió a pasar por encima de mí en favor de Sofía? No es justo. Le odio. Le odio. No le perdonaré mientras viva. Era un viejo brutalmente tiránico. Deseaba su muerte. Quería salir de esta casa. Quería ser dueño de mis actos. Y ahora tengo que aguantar que Sofía me maneje y me fastidie, y encima hacer el tonto. Quisiera morirme...
    Su voz se quebró en un sollozo y se precipitó fuera de la habitación.
    Edith de Haviland hizo restallar la lengua.
    —Carece de dominio —murmuró.
    —Comprendo exactamente cómo se siente —exclamó Magda.
    —Estoy segura de ello —dijo Edith con remarcada acritud.
    —¡Pobrecito mío! Debo ir a su lado.
    —Vamos, Magda.
    Edith se apresuró a salir tras ella.
    Sus voces se apagaron a lo lejos. Sofía continuaba mirando a Felipe. Me pareció que suplicaba con la mirada. De ser así, su súplica no obtuvo respuesta. Felipe la miró fríamente, de nuevo dueño de sí.
    —Una jugada muy hábil, Sofía —dijo, y salió de la habitación.
    —Ha sido muy cruel lo que ha dicho —exclamé—, Sofía...
    Extendió hacia mí sus manos y la cogí entre mis brazos.
    —Esto es demasiado para ti, querida.
    —Comprendo muy bien lo que siente —dijo Sofía.
    —El diablo de tu abuelo no debía haberte metido en esto.
    Sofía enderezó sus hombros.
    —Creyó que podría con ello. Y puedo. Pero quisiera... quisiera que a Eustaquio no le doliera tanto.
    —Se le pasará.
    —¿Tú lo crees? No lo sé. Es de esos que rumian las cosas terriblemente. Y me resulta insoportable el que mi padre se sienta herido.
    —Tu madre lo tomó muy bien.
    —Le importa muy poco. Cree normal acudir a una hija a pedirle dinero para presentar obras de teatro. Antes de que des media vuelta estará detrás de mí para que patrocine la de Edith Thompson.
    —¿Y qué vas a decirle? Si eso hace...
    Sofía se desprendió de mis brazos y echó la cabeza hacia atrás.
    —¡Le diré «no»! La obra no vale nada y el papel no es para mamá. Sería tirar el dinero.
    Me reí suavemente, sin poderlo evitar.
    —¿Por qué te ríes? —preguntó con recelo.
    —Estoy empezando a comprender por qué tu abuelo te dejó el dinero. No desmientes tu casta, Sofía...

    CAPÍTULO VEINTIUNO


    Durante ese tiempo, lo único que sentía era que Josefina estuviera fuera. ¡Hubiera disfrutado tanto!
    Su restablecimiento fue rápido y se la esperaba en casa de un día para otro, pero sin embargo se perdió otro acontecimiento de importancia.
    Estaba en el jardín rocoso una mañana con Sofía y Brenda, cuando a la puerta principal se acercó un coche del que bajaron Taverner y el sargento Lamb. Subieron los escalones y entraron en la casa.
    Brenda se quedó inmóvil, la vista fija en el coche.
    —Son esos hombres —dijo—. Vuelven otra vez, y yo creía que ya habían abandonado el asunto, creí que todo había terminado.
    La vi estremecerse.
    Se había unido a nosotros unos diez minutos antes envuelta en su abrigo de chinchilla. «Si no tomo un poco de aire —había dicho— y no hago un poco de ejercicio, me volveré loca. Si cruzo la verja del jardín, siempre hay un periodista esperando para echarse sobre mí. Es como estar sitiada. ¿Es que va a durar esto toda la vida?»
    Sofía había dicho que suponía que los periodistas se cansarían pronto.
    —Puedes salir en el coche —había añadido.
    —Ya te he dicho que necesito hacer un poco de ejercicio.
    Luego había dicho bruscamente:
    —Sofía, has echado a Laurencio. ¿Por qué?
    Sofía había contestado con calma:
    —Tenemos otros planes para Eustaquio. Y Josefina se marcha a Suiza.
    —Has dado a Laurencio un disgusto enorme. Cree que no tienes confianza en él.
    A esto Sofía no había contestado y en aquel momento llegó el coche de Taverner.
    Allí, de pie, tintando bajo el húmedo aire otoñal, Brenda musitó:
    —¿Qué es lo que quieren? ¿Por qué han venido?
    Creí saber por qué habían venido. No le había dicho nada a Sofía de las cartas que había encontrado junto a la cisterna, pero sabía que habían ido a manos del juez de instrucción.
    Taverner volvió a salir de la casa y, cruzando la calzada y el césped, se dirigió hacia nosotros. El temblor de Brenda se hizo más violento.
    —¿Qué es lo que quiere? —repitió nerviosamente—. ¿Qué es lo que quiere?
    Y entonces Taverner llegó junto a nosotros. Habló en tono oficial, cortante, y empleó frases de rigor.
    —Tengo una orden de arresto contra usted. Se le acusa de haber suministrado eserina a Arístides Leónides el diecinueve de septiembre último. Es mi deber advertirla que lo que diga podrá utilizarse contra usted en el juicio.
    Entonces Brenda se desmoronó. Gritó, se agarró a mí y exclamó:
    —¡No, no; no es cierto! Carlos, dígales que no es cierto. Yo no lo hice. No sé nada de todo esto. Todo es un complot contra mí. No les deje que me lleven. Le digo que no es cierto... No es cierto... Yo no he hecho nada...
    Era horrible... horrible. Traté de calmarla, hice que soltara mi brazo y le dije que tenía que tranquilizarse, que yo le buscaría un buen abogado y que él lo arreglaría todo.
    Taverner la cogió suavemente por el codo.
    —Vamos, señora Leónides —dijo—. No quiere ponerse el sombrero, ¿verdad? Entonces, nos iremos en seguida.
    Ella se echó hacia atrás mirándome con sus ojos de gato enormemente abiertos.
    —Laurencio —dijo—. ¿Qué le han hecho ustedes a Laurencio?
    —El señor Laurencio Brown está también arrestado —exclamó Taverner.
    Entonces Brenda se derrumbó. Su cuerpo pareció desplomarse y encogerse. Las lágrimas corrieron por sus mejillas. Se marchó mansamente con Taverner a través del césped en dirección al coche. Vi a Laurencio Brown y al sargento Lamb salir de la casa. Todos ellos entraron en el coche y éste arrancó.
    Dejé escapar un suspiro prolongado y me volví a Sofía. Estaba muy pálida y con expresión de dolor.
    —Es horrible, Carlos —dijo—. Es horrible.
    —Sí.
    —Tienes que conseguirle un abogado de los mejores... el mejor que haya.
    —No se da uno cuenta —dije— de cómo son estas cosas. Nunca había visto arrestar a nadie.
    —No, no tiene uno idea.
    Nos quedamos en silencio. Yo pensaba en el terror desesperado que expresaba el rostro de Brenda. Su expresión me había parecido familiar y de pronto comprendí por qué: era la misma expresión que había visto en el rostro de Magda Leónides el día de mi primera visita a la Casa Torcida, cuando había estado hablando de la obra de Edith Thompson.
    —Y entonces —había dicho— ¡terror...! ¿No les parece?
    Terror, un terror primitivo, eso era lo que había expresado el rostro de Brenda. Brenda no tenía espíritu de lucha. Me extrañó que hubiera tenido el valor de cometer un asesinato. Pero quizá no lo había tenido. Posiblemente había sido Laurencio Brown, con su manía persecutoria y su personalidad vacilante, el que había vaciado el contenido de una botellita en otra botellita, un acto bien sencillo, para liberar a la mujer que amaba.
    —Conque ya se acabó todo —murmuró Sofía.
    Suspiró profundamente y luego preguntó:
    —Pero ¿por qué los han arrestado ahora? Creí que no había suficientes pruebas.
    —Han aparecido nuevas pruebas. Cartas.
    —¿Quieres decir cartas de amor entre ellos?
    —Sí.
    —¡Qué estúpidas son algunas personas al guardar esas cosas!
    —Sí, en efecto; qué estúpidas. Y no les sirve de nada la experiencia ajena. No hay vez que no se abra un periódico que no se encuentre uno con algún ejemplo de esa clase de estupidez, de la pasión de conservar la palabra escrita, la seguridad escrita del amor.
    —Es horrible, Sofía —dije—; pero no se consigue nada con preocuparse. Al fin y al cabo, esto es lo que hemos estado deseando todo el tiempo, ¿verdad? Esto es lo que dijiste aquella noche en el restaurante de Mario. Dijiste que todo iría bien con tal de que el asesino de tu abuelo fuera quien debía de ser. Te referías a Brenda, ¿verdad? ¿O a Laurencio?
    —Por favor, Carlos, me haces sentirme odiosa.
    —Pero es que debemos tener cabeza. Ahora podemos casarnos, Sofía. No puedes apartarme por más tiempo.
    Me miró fijamente. Hasta entonces no me había dado cuenta de lo azules que eran sus ojos.
    —Sí —dijo—. Supongo que ahora quedamos fuera de esto. Estamos fuera... ¿Estás seguro?
    —Querida Sofía, ninguno de vosotros tenía el menor motivo.
    Su rostro palideció de pronto.
    —Excepto yo, Carlos. Yo tenía motivo.
    —Sí, claro —me sorprendí de pronto—. Pero en realidad, no. Tú no sabías lo del testamento.
    —Sí lo sabía, Carlos —dijo en un susurro.
    —¿Qué?
    La miré, sintiendo un frío repentino.
    —Durante todo el tiempo he sabido que mi abuelo me dejaba a mí el dinero.
    —Pero ¿cómo?
    —Me lo dijo. Una o dos semanas antes de ser asesinado. Me dijo de pronto: «Te dejo a ti todo el dinero, Sofía. Tú deberás cuidar de la familia cuando yo desaparezca.»
    Le miré fijamente.
    —No me lo dijiste.
    —No. Cuando todos explicaron lo del testamento y de que él lo había firmado, pensé que a lo mejor se había equivocado, que se imaginaba que me había dejado a mí el dinero, y nada más. O que si había hecho un testamento dejándome a mí el dinero, habría desaparecido y no aparecería nunca. Yo no quería que apareciera... Tenía miedo.
    —¿Miedo? ¿De qué?
    —Supongo que... por el asesinato.
    Recordé la mirada de terror de Brenda, su pánico salvaje e irracional. Recordé también el pánico que Magda había conjurado voluntariamente cuando se imaginó interpretando el papel de una asesina. En la mente de Sofía no cabía el pánico, pero era realista y podía ver claramente que el testamento de Leónides la hacía sospechosa. Creí comprender mejor entonces su negativa a formalizar nuestras relaciones y su insistencia en que descubriera la verdad. Sólo con la verdad se conformaba, había dicho. Y recordé la pasión, la ansiedad con que había hablado.
    Habíamos dado vuelta en dirección a la casa y, de pronto, al llegar a un determinado lugar, recordé algo más que Sofía había dicho.
    Había dicho que quizá fuera capaz de asesinar a alguien, pero que, de hacerlo, tendría que ser por algo que valiera la pena.

    CAPÍTULO VEINTIDÓS


    Al volver un recodo del jardín rocoso, Rogerio y Clemencia vinieron hacia nosotros a paso vivo. El traje de tweed, con bolsillos de cartera, le sentaba a Rogerio mejor que su ropa normal de hombre de negocios. Parecía ansioso y excitado. Clemencia fruncía el ceño.
    —¡Hola!, los dos —dijo Rogerio—. ¡Por fin! Creí que no iban a arrestar nunca a esa malvada. No sé qué estarían esperando. Bueno, ya los han agarrado, a ella y a su despreciable amigo, y espero que los ahorquen a los dos.
    El ceño de Clemencia se acentuó y dijo:
    —¡No seas salvaje, Rogerio!
    —¿Salvaje? ¡Bah, tonterías! Envenenan premeditadamente y a sangre fría a un anciano confiado y desvalido, y cuando me alegro de que hayan cogido a los asesinos y de que paguen su crimen, dices que soy un salvaje. Te aseguro que de buena gana estrangularía a esa mujer con mis propias manos —Y añadió—: Estaba con usted cuando vino la policía a buscarla, ¿verdad? ¿Cómo se portó?
    —Fue horrible —dijo Sofía en voz baja—. Estaba loca de miedo.
    —Bien merecido lo tiene.
    —No seas vengativo —dijo Clemencia.
    —Ya lo sé, querida; pero es que tú no comprendes. No era tu padre. Yo quería a mi padre. ¿No lo entiendes? ¡Lo quería!
    —Ya es hora de que lo vaya entendiendo —dijo Clemencia.
    —No tienes imaginación, Clemencia. Supón que fuera yo el envenenado...
    La vi bajar los párpados rápidamente y crispar las manos.
    —No digas esas cosas ni en broma —dijo vivamente.
    —No te preocupes, mi vida; pronto saldremos de todo esto.
    Tomamos la dirección de la casa. Rogerio y Sofía iban delante y Clemencia y yo cerrábamos la marcha.
    —Supongo que ahora... nos dejarán marchar —dijo.
    —¿Tiene usted tantos deseos de marcharse? —pregunté.
    —Todo esto me está agotando.
    La miré sorprendido. Me devolvió la mirada con una sonrisa pálida y desesperada y haciendo con la cabeza una señal de asentimiento.
    —¿No se da usted cuenta, Carlos, de que mi lucha es constante? Lucho por mi felicidad, por la de Rogerio. He pasado tanto miedo a que su familia le convenciera de que se quedara en Inglaterra... de que continuáramos mezclados con todos ellos, ahogados por lazos familiares. Tuve miedo a que Sofía le ofreciera una renta y de que se quedara en Inglaterra para que yo disfrutara de mayor comodidad y más diversiones. Lo malo de Rogerio es que no se aviene a razones. Se le meten las ideas en la cabeza, y nunca las ideas adecuadas. No entiende nada. Y es lo bastante Leónides para pensar que la felicidad para una mujer está unida a las comodidades y al dinero. Pero yo lucharé por mi felicidad; sí, lucharé. Sacaré a Rogerio de aquí y le daré la vida para la que está mejor dispuesto, con la que no se sentirá fracasado. Lo quiero para mí, lejos de todos ellos... muy lejos.
    Había hablado en voz baja y apresurada, con una especie de desesperación que me asustó. No me había dado cuenta de lo sobreexcitada que estaba. Como tampoco de cuan desesperado y absorbente era su amor por Rogerio.
    Me trajo a la imaginación la extraña frase de Edith de Haviland. Había dicho con una entonación especial que «aquello rayaba en idolatría». Me pregunté si estaría pensando en Clemencia.
    Rogerio, pensé, había amado a su padre más de lo que nunca podría querer a nadie, más incluso que a su mujer, a pesar de lo mucho que la quería. Por primera vez comprendí cuan urgente era el deseo de Clemencia de tener a su marido para ella sola. Comprendí que su amor por Rogerio constituía toda su existencia. Era su hijo, al mismo tiempo que su esposo y su amante.
    Un coche se acercó a la puerta principal.
    —¡Vaya! ¡Ahí está Josefina! —dije.
    Josefina y Magda salieron del coche. Josefina traía una venda alrededor de la cabeza, pero aparte de eso, tenía un aspecto saludable.
    Dijo en seguida:
    —Quiero ver mi carpa —y se acercó corriendo hacia nosotros y el estanque.
    —¡Querida! —exclamó Magda—, es mejor que entres primero y descanses un poco, y puede que te hiciera bien un poquito de sopa.
    —No fastidies, mamá —dijo Josefina—. Estoy muy bien y odio la sopa de sustancia.
    Magda se quedó indecisa. Yo sabía que Josefina estaba en condiciones de salir del hospital desde hacía varios días y que sólo por indicación de Taverner había continuado allí. No quería arriesgar la vida de Josefina hasta que sus sospechosos estuvieran seguros y bajo llave.
    Le dije a Magda:
    —Me permito opinar que el aire fresco le hará bien. Iré con ella y la vigilaré.
    Alcancé a Josefina antes de que llegara al estanque.
    —Han ocurrido muchas cosas mientras has estado fuera —dije.
    Josefina no contestó. Oteó el estanque con ojos miopes.
    —No veo a Fernando —dijo.
    —¿Quién es Fernando?
    —La de cuatro colas.
    —Ésa es una especie muy cómica. Me gusta aquella dorada, brillante.
    —Ésa es muy corriente.
    —La que no me gusta mucho es aquella blanca, como apolillada.
    Josefina me lanzó una mirada de desprecio.
    —Ésa, precisamente, cuesta muchísimo. Mucho más que las carpas.
    —¿No quieres saber lo que ha ocurrido durante tu ausencia, Josefina?
    —Me figuro que ya lo sé.
    —¿Sabías que ha sido encontrado otro testamento y que tu abuelo le dejó su dinero a Sofía?
    —Me lo dijo mamá. Pero de todos modos, ya lo sabía.
    —¿Quieres decir que te has enterado en el hospital?
    —No; quiero decir que sabía que mi abuelo había dejado a Sofía todo su dinero. Le oí cuando se lo decía.
    —¿Otra vez escuchando?
    —Sí. Me gusta escuchar.
    —Es una cosa vergonzosa, y recuerda esto: el que escucha, su mal oye.
    Josefina me miró de un modo extraño.
    —Oí qué le dijo a Sofía de mí, si es a eso a lo que te refieres.
    Y añadió:
    —Nannie se pone negra si me coge escuchando detrás de las puertas. Dice que esas cosas no las hacen las señoritas.
    —Y tiene razón.
    —¡Bah! —exclamó Josefina—. En estos tiempos no hay señores. Eso dicen en los programas de cara al público. Dicen que es an-ti-cua-do —pronunció la palabra con mucho cuidado.
    Cambié de tema.
    —Has llegado a casa un poco tarde para el gran acontecimiento —dije—. El inspector Taverner ha arrestado a Brenda y a Laurencio.
    Esperaba que Josefina, como detective aficionada que era, se hubiera emocionado con esta información, pero se limitó a decir una vez más, con su irritante tono aburrido:
    —Sí, ya lo sé.
    —No puedes saberlo. Acaba de ocurrir ahora mismo.
    —El coche se cruzó con nosotros en la carretera. El inspector Taverner y el detective de los zapatos de antílope iban dentro, con Brenda y Laurencio. Conque me supuse que los habían arrestado. Supongo que les habrán hecho las recomendaciones de rigor. Tienen que hacerlo.
    Le aseguré que Taverner había actuado de completo acuerdo con la ética profesional.
    —Tuve que decirle lo de las cartas —dije disculpándome—. Las encontré detrás de la cisterna. Te hubiera dejado que se lo dijeras tú, pero, por entonces, estabas herida.
    Josefina se llevó con cuidado la mano a la cabeza.
    —Debían haberme matado —dijo con complacencia—. Ya te dije que era hora de que se cometiera el segundo asesinato. La cisterna era un sitio horrible para esconder las cartas. Lo adiviné en seguida, un día en que vi a Laurencio saliendo de allí. Porque él no es de esos hombres mañosos, que andan con plomos y cañerías, de modo que tenía que haber estado escondiendo algo.
    —Pero yo creí que... —me interrumpí al oír la voz de Edith de Haviland, que llamaba autoritariamente:
    —Josefina, Josefina; ven aquí en seguida.
    —Más rollo —gruñó—; pero será mejor que me vaya. Con tía Edith no hay más remedio.
    Salió corriendo a través del césped. La seguí más despacio.
    Después de un breve intercambio de palabras, Josefina entró en la casa. Me uní a Edith de Haviland en la terraza.
    Aquella mañana representaba cumplidamente su edad. Me sorprendieron las líneas de cansancio y sufrimiento de su rostro. Parecía agotada y vencida. Vio mi expresión preocupada y trató de sonreír.
    —A esa niña no parece haberle hecho mucho daño su aventura —dijo—. Debemos cuidarla mejor de aquí en adelante. Aunque... supongo que ya no hará falta.
    Suspiró, añadiendo:
    —Me alegro de que todo se haya terminado. ¡Pero qué espectáculo! Si a uno le arrestan por asesinato, hay que tener al menos cierta dignidad. No puedo soportar a las personas como Brenda, que se derrumban y chillan. No tienen arrestos. Laurencio Brown parecía un conejo acorralado.
    Se me despertó un confuso sentimiento de compasión.
    —¡Pobres diablos! —dije.
    —¡Sí... pobres diablos! Supongo que tendrá cabeza y se ocupará de sí misma. Quiero decir, buenos abogados y todo eso.
    Era extraña, pensé, la escrupulosa preocupación de todos ellos para que Brenda tuviera la mejor defensa, sintiendo por ella tanta aversión.
    Edith de Haviland continuó:
    —¿Cuánto durará todo?
    Repuse que no lo sabía con exactitud. Se haría la acusación en el tribunal policíaco y probablemente serían condenados a juicio. Calculé que esto llevaría unos tres o cuatro meses, y si eran declarados culpables, habría apelación.
    —¿Cree usted que serán declarados culpables? —preguntó.
    —No lo sé. No sé exactamente cuántas pruebas tiene la policía. Hay unas cartas.
    —¿Cartas de amor? ¿Eran amantes, entonces, como tantos pensábamos?
    —Estaban enamorados.
    Su rostro se ensombreció aún más.
    —No me gusta esto, Carlos. No me gusta Brenda. En otro tiempo, la aborrecí mucho. He dicho de ella cosas mordaces. Pero ahora... quiero que tenga toda la ayuda posible. Arístides lo hubiera querido así. Creo que es mi deber ocuparme de que... de que a Brenda se le dé lo que es de justicia.
    —¿Y Laurencio?
    —¡Ah, Laurencio! —se encogió de hombros con impaciencia—. Los hombres deben valerse por sí mismos. Pero Arístides nunca nos perdonaría si...
    Dejó la frase sin terminar. Luego continuó:
    —Debe de ser casi hora de comer. Será mejor que entremos.
    Le expliqué que me iba a Londres.
    —¿En su coche?
    —Sí.
    —¡Hum! ¿Me lleva con usted? Tengo entendido que nos dejan salir de la ratonera.
    —Claro que la llevo; pero creo que Magda y Sofía van a Londres después de almorzar. Irá usted más cómoda con ellas que en mi dos plazas...
    —No quiero ir con ellas. Lléveme con usted y no hable mucho de ello.
    Me quedé sorprendido, pero hice lo que me pedía. No hablamos mucho durante el camino. Le pregunté dónde la dejaba.
    —En la calle Harley9.
    Noté una ligera aprensión, mas preferí no decir nada.
    —No, es demasiado temprano —continuó—. Déjeme en Debenhams. Comeré algo allí y más tarde iré a la calle Harley.
    —Espero que... —empecé y me detuve.
    —Por eso no he querido venir con Magda. Lo dramatiza todo. Haría muchos aspavientos.
    —Lo siento mucho —dije.
    —No tiene por qué sentirlo. Mi vida ha sido buena. Muy buena —se sonrió, de pronto—. Y no se ha terminado todavía.

    CAPÍTULO VEINTITRÉS


    Hacía varios días que no veía a mi padre. Le encontré ocupado en otros asuntos no relacionados con el caso Leónides y fui en busca de Taverner.
    Taverner estaba disfrutando de un breve descanso y accedió a salir conmigo a tomar una copa. Le felicité por haber resuelto el caso y aceptó mi felicitación, pero su actitud distaba de ser alegre.
    —Bueno, ya se terminó todo —dijo—. Hay base para el juicio. Nadie puede decir que no la hay.
    —¿Cree usted que conseguirá que los declaren culpables?
    —Eso no puede saberse. Sólo contamos con pruebas de indicios, como ocurre en casi todos los casos de asesinato. Depende mucho de la impresión que causen en el jurado.
    —¿Son muy comprometedoras las cartas?
    —A primera vista, son bastante condenatorias. Hay alusiones a la época en que puedan vivir juntos, después de muerto el marido de ella. Frases como «ahora ya no falta mucho». Pero fíjese en lo que le digo: la defensa tratará de presentar estas frases de modo completamente distinto: el marido era tan viejo, que, naturalmente, podían con razón tener esperanzas de que muriera. No se menciona expresamente el asesinato, pero hay ciertos pasajes que podrían significar eso. Depende del juez que tengamos. Si es el viejo Carberry, los tratará sin piedad. Es siempre muy recto en lo que se refiere a los amores ilícitos. Supongo que a ellos los defenderá Eagles, o Humphrey Kerr. Humphrey es magnífico en estos casos, pero le gusta que su defendido tenga una buena hoja de servicios de guerra, o algo por el estilo, que le ayude en su trabajo. Un hombre que no va al frente por escrúpulos de conciencia va a estropear su estilo. La cuestión es ésta: ¿Causarán buena impresión en el jurado? Estos dos no son realmente tipos simpáticos. Ella es una mujer guapa que se casó con un hombre muy viejo por su dinero, y Brown es un escrupuloso neurótico. El crimen resulta tan familiar, tan de acuerdo con los patrones, que cuesta mucho trabajo creer que no lo hayan cometido. Claro que pueden decidir que lo cometió él y ella no sabía nada, o por el contrario que ella lo cometió sin saberlo él, o que los dos juntos lo hicieron.
    —¿Y usted qué cree?
    Me miró con una cara inexpresiva.
    —Yo no creo nada. Presenté los hechos, se enviaron al juez de instrucción y se decidió que había base para la acción criminal. Eso es todo. Conque ya lo sabe, Carlos.
    Pero yo no sabía. Comprendí que, por alguna razón, Taverner estaba descontento.
    Hasta tres días más tarde no me desahogué con mi padre. Tampoco él me había mencionado el caso. Había habido como una barrera entre los dos y creí conocer el motivo. Pero yo tenía que derribar aquella barrera.
    —Vamos a hablar sin rodeos —dije—. Taverner no está satisfecho con la solución del caso Leónides, ni tú tampoco lo estás.
    Mi padre movió la cabeza y dijo lo mismo que Taverner había dicho:
    —Ya no está en nuestras manos. Hay base para el proceso. Eso no puede negarse.
    —Pero ni tú ni Taverner creéis que son culpables...
    —Eso lo decidirá el jurado.
    —¡Por amor de Dios! —exclamé—. No te libres de mí con términos técnicos. ¿Qué es lo que creéis, los dos, personalmente?
    —Mi opinión personal no vale más que la tuya, Carlos.
    —Sí que vale. Tú tienes más experiencia.
    —Entonces seré sincero contigo. La verdad es que... no sé.
    —¿Puede que sean culpables?
    —Ah, sí.
    —Pero, ¿no estás seguro de que lo sean?
    —¿Cómo puede uno estar seguro?
    —No andes con rodeos conmigo, papá. Otras veces has estado seguro, ¿verdad? ¿Completamente seguro? ¿Sin que te quedara ni sombra de duda?
    —Algunas veces, sí. No siempre.
    —Desearía con toda mi alma que estuvieras seguro esta vez.
    —Y yo también.
    Nos quedamos en silencio. Yo pensaba en aquellas dos figuras deslizándose por el jardín al anochecer, las figuras de dos personas abandonadas, perseguidas y atemorizadas. Desde el principio, habían tenido miedo. ¿No sería esto señal de que sus conciencias no estaban tranquilas?
    Pero me contesté a mí mismo: «No forzosamente.» Brenda y Laurencio tenían miedo a la vida, no tenían confianza en sí mismos, en su habilidad para evitar el peligro y la derrota. El amor culpable que conduce al asesinato era algo tan familiar, que ya se veían envueltos sin remedio.
    —Vamos, Carlos —dijo mi padre, con voz grave y cariñosa—. Hablemos claro. Todavía piensas que uno de los Leónides es el verdadero culpable, ¿verdad?
    —No tengo seguridad. Sólo tengo dudas...
    —No, lo crees. Puedes estar equivocado, pero lo crees.
    —Sí —dije.
    —¿Y por qué?
    —Porque... —consideré la cuestión, tratando de ver claro dentro de mí—, porque... —sí, eso era—, porque ellos mismos lo creen así.
    —¿Que ellos mismos lo creen? Eso es interesante. Muy interesante. ¿Quieres decir que cada uno sospecha de los demás o que sabe realmente quién lo hizo?
    —No estoy seguro —dije—. Todo está muy confuso. Creo que, en general, tratan de ocultarse a sí mismos lo que saben.
    Mi padre asintió.
    —Rogerio, no —dije—. Rogerio cree sinceramente que fue Brenda y sinceramente desea que la ahorquen. Es... es un alivio estar con Rogerio, porque es sencillo y categórico y no tiene reservas mentales. Pero los otros dan explicaciones, están intranquilos, insisten en que me asegure de que Brenda tenga la mejor defensa posible, de que se le den también todas las ventajas... ¿Por qué?
    Mi padre contestó:
    —Porque en lo más íntimo de sus corazones, no creen que sea culpable... Sí, es lógico.
    Luego preguntó en voz baja:
    —¿Quién puede haber sido? ¿Has hablado con todos ellos? ¿Quién es el más probable?
    —No lo sé —dije—. Y el no saberlo me está poniendo frenético. Ninguno de ellos encaja en la idea que uno se forma del asesino, y, sin embargo, tengo la impresión... Sí, tengo la impresión de que uno de ellos es un asesino.
    —¿Sofía?
    —No. ¡Por Dios, no!
    —La posibilidad de que haya sido Sofía está en tu imaginación, Carlos... Sí, no lo niegues. Con mucha más fuerza porque no quieres reconocerlo. ¿Y qué hay de los otros? ¿Y Felipe?
    —De haberlo hecho, habría sido por un motivo de lo más fantástico.
    —A veces los motivos son fantásticos... o insignificantes. ¿Qué motivo podía tener Felipe?
    —Está terriblemente celoso de Rogerio, toda su vida lo ha estado. La preferencia de su padre por Rogerio hizo que Felipe se encerrara en sí mismo. Rogerio estaba al borde del desastre y el viejo se enteró y prometió levantarlo de nuevo. Supongamos que Felipe se enteró. Si el viejo muriera aquella noche, no ayudaría a Rogerio y Rogerio se arruinaría por completo. Ya sé que es absurdo...
    —No, no lo es. No es normal, pero ocurre. Es humano. ¿Y Magda?
    —Es muy infantil. Desorbita las cosas. Pero nunca hubiera pensado que pudiera estar envuelta en este asunto, si no hubiera sido por el modo tan repentino en que quería mandar a Josefina a Suiza. No pude menos de pensar que tenía miedo de algo que la pequeña Josefina supiera o pudiera decir...
    —Y entonces a Josefina le parten la cabeza.
    —¡Eso no puede haberlo hecho su madre!
    —¿Por qué no?
    —Pero, papá, una madre sería incapaz...
    —Carlos, Carlos, ¿has leído alguna vez los informes de la policía? Ocurre muchas veces que una madre empieza a aborrecer a uno de sus hijos. Sólo a uno... puede querer mucho a los demás. Suele haber alguna asociación mental, alguna razón, pero generalmente cuesta trabajo llegar a ella. Esa aversión, cuando existe, es inmoderada.
    —Llamaba a Josefina cara de mono —admití de mala gana.
    —¿Y no le importaba a la niña?
    —No lo creo.
    —¿Quién queda? ¿Rogerio?
    —Rogerio no mató a su padre. Estoy completamente seguro.
    —Absolveremos a Rogerio entonces. Y su mujer... ¿cómo se llama? ¿Clemencia?
    —Sí —dije—. Si mató al viejo Leónides fue por una razón muy extraña.
    Le conté mis conversaciones con Clemencia. Le dije que era posible que, en su deseo exagerado de sacar de Inglaterra a Rogerio hubiera envenenado premeditadamente al viejo Leónides.
    —Había persuadido a Rogerio de que se marchara sin decir nada a su padre. Entonces el viejo se enteró. Iba a apoyar a Abastecimientos Reunidos. Clemencia vio frustrados todos sus planes y esperanzas. Y la verdad es que quiere a Rogerio desesperadamente... con idolatría.
    —Estás repitiendo lo que dijo Edith de Haviland.
    —Sí. Y Edith es otra de las personas a quienes creo capaces de haberlo hecho. Pero no sé por qué. Lo único que creo es que podría tomarse la justicia por su mano, de tener un motivo que le pareciera bueno y lo bastante fuerte. Es de esa clase de personas.
    —¿Y también deseaba que Brenda tuviera la defensa adecuada?
    —Sí. Eso podría ser por motivos de conciencia. No creo ni por un momento que, si ha cometido el crimen, intente culparles a ellos.
    Probablemente no. Pero, ¿hubiera sido capaz de golpear a la niña, a Josefina?
    —No —dije lentamente—. Eso no puedo creerlo. Y esto me recuerda que Josefina me dijo algo que tengo en la cabeza, pero no puedo recordar lo que es. Se me ha olvidado. Pero es algo que no encaja en donde debía encajar. Si pudiera recordarlo...
    —No importa. Ya lo recordarás. ¿Tienes alguna idea sobre alguien o algo más?
    —Sí —dije—. ¿Qué sabes de la parálisis infantil? Me refiero a sus efectos sobre el carácter.
    —¿Eustaquio?
    —Sí. Cuanto más pienso en ello, más me parece que Eustaquio reúne todas las condiciones. Su aversión y su resentimiento contra su abuelo, su carácter extraño y variable... No es normal. Es el único de la familia al que puedo imaginarme golpeando a Josefina con la mayor frialdad, si supiera algo de él... y es muy probable que sepa algo de él. Esa chica lo sabe todo. Lo escribe en un cuadernito...
    Me detuve.
    —¡Dios mío! —dije obedeciendo a un recuerdo—. ¡Qué estúpido soy! —¿Qué ocurre?
    —Ahora sé dónde estaba nuestra equivocación. Taverner y yo dimos por sentado que el desorden del cuarto de Josefina, el frenético registro, era obra de alguien que buscaba las cartas. Creí que Josefina las había cogido y escondido en el cuarto de las cisternas. Pero cuando estaba hablando conmigo el otro día, me dijo bien claramente que había sido Laurencio el que las había escondido allí. Le vio salir del cuarto de las cisternas y anduvo husmeando por allí hasta que encontró las cartas. Entonces, naturalmente, las leyó. ¡Muy suyo! Pero las dejó en seguida en el sitio en que estaban.
    —¿Y bien?
    —¿No comprendes? El autor del registro del cuarto de Josefina no podía buscar las cartas. Tenía que buscar otra cosa.
    —¿Y esa cosa...?
    —Esa cosa era el cuadernito de pasta negra donde escribe el resultado de sus actividades detectivescas. ¡Eso era lo que buscaba! Creo también que esa persona, quienquiera que fuera, no encontró lo que buscaba. Creo que Josefina lo tiene todavía. Pero en ese caso...
    Hice ademán de levantarme de mi asiento.
    —En ese caso —dijo mi padre— todavía no está a salvo. ¿Es eso lo que ibas a decir?
    —Sí. No estará fuera de peligro en tanto no salga para Suiza. Ya sabes que tienen el propósito de mandarla allá.
    —¿Y ella quiere ir?
    Consideré la cuestión.
    —Creo que no.
    —Entonces probablemente no se ha ido —dijo mi padre secamente—. Pero creo que tienes razón en lo del peligro. Será mejor que vayas allá.
    —¿Eustaquio? —exclamé con desesperación—. ¿Clemencia?
    Mi padre dijo suavemente:
    —Para mí, los hechos señalan claramente en una dirección. Me extraña que tú no lo veas. Yo... me parece que todo trasluce.
    Glover abrió la puerta y dijo, dirigiéndose a mí:
    —Perdone, señor, le llaman por teléfono. Es la señorita Leónides desde Swinly Dean. Es urgente.
    Parecía una horrible repetición. ¿Habría sido víctima Josefina de un nuevo atentado? ¿Y habría acertado esta vez el asesino?
    Corrí al teléfono.
    —¿Sofía? Soy Carlos.
    La voz de Sofía me llegó con una especie de fría desesperación.
    —Carlos, todavía no se ha terminado esto. El asesino sigue aquí.
    —¡Por Dios! ¿Qué quieres decir con eso? ¿Qué ocurre? ¿Es... Josefina?
    —No es Josefina. Es Nannie.
    —¿Nannie?
    —Sí. Ha sido el chocolate... el chocolate de Josefina; no lo tomó y lo dejó en la mesa. Nannie pensó que era una lástima desperdiciarlo y se lo tomó.
    —¡Pobre Nannie! ¿Está muy mal?
    La voz de Sofía se quebró.
    —¡Ay, Carlos, ha muerto!

    CAPÍTULO VEINTICUATRO


    La pesadilla empezaba de nuevo.
    Mientras Taverner y yo salíamos de Londres en dirección a Swinly Dean, iba pensando en eso. Era como una repetición de nuestro primer viaje.
    De cuando en cuando, Taverner lanzaba una maldición.
    En cuanto a mí, repetía una y otra vez, estúpidamente y sin provecho alguno:
    —De modo que no han sido Brenda y Laurencio. No han sido Brenda y Laurencio.
    ¿Habría creído yo sinceramente que habían sido ellos? Me había alegrado tanto de creerlo, de huir de otras posibilidades más siniestras...
    Se habían enamorado, se habían escrito cartas tontas, románticas y sentimentales, se habían recreado en la esperanza de que el anciano esposo de Brenda muriera pronto, feliz y contento... Pero llegué incluso a dudar de que hubieran deseado vivamente su muerte. Tuve la sensación de que la desesperación y las ansias de un amor desgraciado les satisfacían tanto o más que la vulgar vida de matrimonio. No creía que Brenda fuera realmente apasionada. Era demasiado anémica, demasiado apática. Era romance lo que ella deseaba ardientemente. Y pensé que también Laurencio era de los que disfrutan más con las privaciones y vagos sueños de una felicidad futura que con las satisfacciones reales de la carne.
    Habían sido cogidos en una trampa y, aterrorizados, no habían tenido la inteligencia suficiente para encontrar la salida. Laurencio, con una estupidez increíble, ni siquiera había destruido las cartas de Brenda. Probablemente, Brenda había destruido las suyas, puesto que no habían sido encontradas. Y no había sido Laurencio el que había puesto el bloque de mármol en equilibrio sobre la puerta del lavadero. Había sido otra persona, cuyo rostro continuaba oculto tras una máscara.
    Nos acercamos a la puerta de la casa. Taverner salió del coche y yo le seguí. En el vestíbulo había un hombre de paisano a quien yo no conocía. Saludó a Taverner y éste se lo llevó aparte.
    Me llamó la atención un montón de maletas que había en el vestíbulo. Los bultos tenían las etiquetas puestas y estaban dispuestos para la marcha. Mientras contemplaba el equipaje, Clemencia bajó la escalera y cruzó la puerta del fondo, que estaba abierta. Llevaba puesto el mismo vestido rojo, un abrigo tweed y un sombrero rojo de fieltro.
    —Llega usted a tiempo de decirnos adiós, Carlos —dijo.
    —¿Se marchan?
    —Nos quedamos esta noche en Londres. Nuestro avión sale mañana temprano.
    Estaba tranquila y sonriente, pero me pareció advertir en su mirada una depresión vigilante.
    —¡Pero no podrán irse ahora!
    —¿Por qué no? —preguntó con voz dura.
    —Con esta muerte...
    —La muerte de Nannie no tiene nada que ver con nosotros.
    —Puede que no. Pero de todos modos...
    —¿Por qué dice usted «puede que no»? No tiene nada que ver con nosotros. Rogerio y yo hemos estado arriba, terminando de hacer el equipaje. No bajamos ni una sola vez durante el tiempo en que el chocolate estuvo en la mesa del vestíbulo.
    —¿Puede usted probarlo?
    —Yo puedo responder por Rogerio. Y Rogerio puede responder por mí.
    —No es suficiente. Son ustedes marido y mujer, recuérdelo.
    Clemencia montó en cólera.
    —¡Es usted insoportable, Carlos! Rogerio y yo nos vamos... a vivir nuestra propia vida. ¿Por qué íbamos a querer envenenar a una vieja inofensiva y estúpida que nunca nos ha hecho daño alguno?
    —Puede que no fuera a ella a quien ustedes pretendieran envenenar.
    —Todavía es más inverosímil que envenenemos a una niña.
    —Eso depende en gran parte de la niña, ¿no es cierto?
    —¿Qué quiere usted decir?
    —Josefina no es una niña como las demás. Sabe muchas cosas, a cuál más significativas, de todo el mundo. Le...
    Me interrumpí. Josefina había aparecido por la puerta que conducía al salón. Estaba comiendo la inevitable manzana y, por encima de la rosada redondez de la fruta, sus ojos brillaban con una especie de placer morboso.
    —Nannie ha sido envenenada—dijo—. Como el abuelo. Qué emocionante, ¿verdad?
    —¿No lo sientes? —pregunté severamente—. Tú la querías, ¿verdad?
    —No mucho. Siempre estaba regañándome por una cosa o por otra. Siempre estaba encima de uno.
    —¿Tú quieres a alguien, Josefina? —preguntó Clemencia.
    Josefina volvió hacia Clemencia sus ojos llenos de regocijo maligno.
    —Quiero a tía Edith —dijo—. Quiero mucho a tía Edith. Y querría a Eustaquio si no fuera tan bruto conmigo y tuviera interés en saber quién ha hecho todo esto.
    —Será mejor que dejes de andar averiguando cosas, Josefina —dije— Es peligroso.
    —No necesito averiguar nada más —contestó Josefina—. Lo sé todo.
    Hubo un momento de silencio. La mirada de Josefina, grave e imperturbable, estaba fija en Clemencia. Un sonido que me pareció un suspiro prolongado llegó a mis oídos. Giré rápidamente sobre mis talones. Edith de Haviland permanecía en pie, a mitad de la escalera, pero no creí que fuera ella la que había suspirado. El sonido había llegado de más allá de la puerta por la que Josefina acababa de pasar.
    Me encaminé vivamente hacia esa puerta y la abrí de un empujón. No había nadie a la vista.
    Sin embargo, me quedé muy preocupado. Alguien había estado detrás de la puerta y había oído las palabras de Josefina. Volví sobre mis pasos y cogí a Josefina por un brazo. Seguía comiendo su manzana y mirando a Clemencia con fijeza. Detrás de su seriedad me pareció que había como una cierta satisfacción perversa.
    —Vamos, Josefina —dije—. Vamos a hablar tú y yo.
    Me figuro que Josefina hubiera querido protestar, pero yo no estaba dispuesto a soportar tonterías. La arrastré a la fuerza hasta la parte de la casa donde ella vivía. Había allí un pequeño cuarto que no se utilizaba y donde podríamos estar bastante seguros de no ser molestados. La llevé allí, cerré firmemente la puerta y la hice sentar en una silla. Yo cogí otra silla y la acerqué, colocándome frente a ella.
    —Ahora, Josefina —dije—, me lo vas a contar todo. ¿Qué es exactamente lo que sabes?
    —Muchas cosas.
    —Sobre eso no tengo la menor duda. Debes de tener la mollera llena hasta desbordar de información, venga o no venga al caso. Pero tú sabes perfectamente lo que quiero decir. ¿No es cierto?
    —Claro que sí. Yo no soy idiota.
    No sé si el desprecio era para mí o para la policía, pero no le presté atención y continué:
    —¿Sabes quién puso el veneno en el chocolate?
    Josefina asintió con un movimiento de cabeza.
    —¿Sabes quién asesinó a tu abuelo?
    Josefina asintió nuevamente.
    —¿Y quién te golpeó en la cabeza?
    Por tercera vez Josefina asintió.
    —Entonces vas a contármelo todo... y ahora mismo.
    —No.
    —Tienes que hacerlo. Hay que comunicarle a la policía hasta los datos más insignificantes que hayas descubierto.
    —No le diré nada a la policía. Son estúpidos. Creyeron que la culpable era Brenda... o Laurencio. Yo no fui tan estúpida como todo eso. Yo sabía muy bien que no habían sido ellos. Durante todo el tiempo he tenido una idea, y entonces hice una especie de prueba... y ahora sé que tengo razón.
    Terminó en tono triunfal.
    Le pedí al cielo paciencia y volví a empezar.
    —Escucha, Josefina, ya sé que eres inteligentísima —Josefina pareció agradecer el cumplido—. Pero no te servirá de mucho el ser inteligente si no estás viva para disfrutar de esta circunstancia. ¿No ves, tonta, que mientras sigas guardando tus secretos de este modo estúpido estás en peligro inminente?
    Josefina asintió, satisfecha.
    —Claro que estoy en peligro.
    —Ya por dos veces te has librado de milagro. Uno de los atentados por poco acaba contigo. El otro le ha costado la vida a otra persona. ¿No comprendes que si continúas contoneándote por la casa y proclamando a voz en grito que sabes quién es el asesino se repetirán los atentados y tú u otra persona morirá?
    —En algunos libros matan a una persona después de otra —me informó Josefina con deleite—. Acaba uno por saber quién es el asesino porque es la única persona que queda.
    —Esto no es una rueda policíaca. Esto es Three Gables, Swinly Dean, y tú eres una niña tonta que ha leído más de lo que conviene. Me dirás todo lo que sabes, aunque tenga que sacudirte hasta que lo sueltes.
    —Puedo decirte una mentira.
    —Puedes, pero no lo harás. ¿Qué es lo que estás esperando?
    —Tú no entiendes —dijo Josefina—. A lo mejor no lo digo nunca. Puede que... que le tenga cariño a esa persona.
    Hizo una pausa, como para dejar que esto penetrara bien en mí.
    —Y si lo digo —continuó— lo haré como es debido. Sentaré a todo el mundo a mi alrededor y entonces expondré las pistas, todo el asunto, y de pronto diré: «Tú fuiste...»
    Extendió dramáticamente el dedo índice y en ese momento entró Edith de Haviland en la habitación.
    —Echa el corazón de la manzana en el cesto de los papeles, Josefina —dijo Edith—. ¿Tienes pañuelo? Tienes los dedos pegajosos. Voy a llevarte en el coche —Me dirigió una mirada de inteligencia, como diciendo: «Estará más segura fuera de aquí por una hora o así.» Como Josefina parecía rebelarse, Edith añadió—: Iremos a Longbridge a tomar un helado.
    Los ojos de Josefina se iluminaron y dijo:
    —Dos.
    —Ya veremos —respondió Edith—. Ahora ve a ponerte el sombrero y el abrigo y tu bufanda azul oscuro. Hace frío fuera. Carlos, será mejor que la acompañe a buscarlos. No la deje usted. Tengo que escribir unas notas.
    Se sentó ante el escritorio y yo salí de la habitación, escoltando a Josefina. Aun sin la recomendación de Edith me hubiera pegado a Josefina como una lapa.
    Estaba convencido de que la niña estaba en un peligro muy próximo.
    Cuando mi vigilancia del arreglo de Josefina tocaba a su fin entró Sofía en la habitación. Pareció asombrarse mucho al verme.
    —Pero, Carlos, ¿te has convertido en niñera? No sabía que estabas aquí.
    —Voy a Longbridge con tía Edith —dijo Josefina, dándose importancia—. Vamos a tomar unos helados.
    —¡Brrr! ¿En un día como éste?
    —Los helados están riquísimos siempre —dijo Josefina—. Cuando tienes frío dentro, te sientes más caliente por fuera.
    Sofía frunció el ceño. Parecía preocupada y me impresionaron su palidez y los círculos que bordeaban sus ojos.
    Volvimos al saloncito de mañana. Edith estaba secando dos sobres y se puso en pie con ligereza.
    —Saldremos ahora mismo —dijo—. Le he dicho a Evans que saque el «Ford».
    Rápidamente se dirigió al vestíbulo y nosotros la seguimos.
    De nuevo se fijó mi vista en las maletas y en sus etiquetas azules. Por alguna oscura razón despertaron en mí una vaga inquietud. El «Ford 10» esperaba enfrente de la casa.
    —Hace un día muy agradable —dijo Edith de Haviland, poniéndose los guantes y dirigiendo una mirada al cielo—. Frío..., pero sano. Un día típico de otoño inglés. ¡Qué hermosos están los árboles con sus ramas desnudas recortándose contra el cielo... y una o dos hojas doradas colgando!...
    Se quedó silenciosa unos segundos. Luego se volvió y besó a Sofía.
    —Adiós, querida —dijo—. No te preocupes demasiado. No hay más remedio que enfrentarse con ciertas cosas y soportarlas.
    Luego dijo:
    —Vamos, Josefina.
    Y subió al coche. Josefina montó tras ella.
    Las dos agitaron la mano mientras el coche arrancaba.
    —Creo que tiene razón y que es mejor mantener a Josefina por un rato lejos de todo esto. Pero tenemos que obligar a esa chiquilla a que diga lo que sabe, Sofía.
    —Lo más probable es que no sepa nada. Está sólo presumiendo. A Josefina le gusta darse importancia.
    —No es eso sólo. ¿Saben qué veneno era el que había en el chocolate?
    —Creen que es digitalina. Tía Edith toma digitalina para el corazón. Tenía arriba en su habitación una botella llena de tabletas. Ahora la botella está vacía.
    —Debía tener esas cosas bajo llave.
    —Y las tenía. Supongo que no le sería difícil a alguien saber dónde guardaba la llave.
    —¿Alguien? ¿Quién?
    Volví a mirar el montón de maletas.
    —No pueden marcharse —dije de pronto, y en voz alta—. No puede permitírseles que se vayan.
    Sofía pareció sorprendida.
    —¿Rogerio y Clemencia? Carlos, no creerás...
    —Bueno, ¿qué piensas tú?
    Sofía extendió las manos en ademán desvalido.
    —No sé, Carlos —murmuró—. Lo único que sé es que... la pesadilla ha empezado otra vez...
    —Es cierto. Esas mismas palabras venía diciéndome yo al venir hacia aquí con Taverner.
    —Porque esto es exactamente como una pesadilla. Moviéndonos entre personas que conocemos, mirándoles a la cara... y de pronto las caras se transforman y lo que uno mira no es una persona conocida, sino alguien extraño, extraño y cruel... Vamos fuera, Carlos —gritó—, vamos fuera. Hay menos peligro fuera... Tengo miedo de estar en esta casa.

    CAPÍTULO VEINTICINCO


    Nos quedamos largo rato en el jardín. Por una especie de acuerdo tácito, no hablamos de la tragedia que pesaba sobre nosotros. En cambio, Sofía habló con afecto de la muerta, contándome cosas que habían hecho de niños, de lo que habían jugado con Nannie y de viejas historias que la anciana solía contarle sobre Rogerio, su padre y los otros hermanos y hermanas.
    —Era como si fueran sus hijos, ¿sabes? Volvió con nosotros para ayudarnos durante la guerra, cuando Josefina era muy pequeña y Eustaquio un niñito muy gracioso.
    Para Sofía estos recuerdos eran como un bálsamo y la obligué a hablar.
    Me pregunté qué estaría haciendo Taverner. Seguramente haciendo preguntas a la familia. Arrancó un coche en el que iba un fotógrafo de la policía y otros dos hombres y poco después llegó una ambulancia.
    Sofía se estremeció ligeramente. Poco después se marchó la ambulancia y comprendimos que el cuerpo de Nannie había sido llevado para la autopsia.
    Y continuamos en el jardín, ora sentados, ora paseando y hablando. Nuestras palabras eran un refugio contra nuestros pensamientos.
    Por último, estremeciéndose, dijo Sofía:
    —Debe ser muy tarde... casi es de noche. Tenemos que entrar en casa. Tía Edith y Josefina no han vuelto... Ya debían estar aquí...
    Un vago malestar se despertó en mí. ¿Qué había ocurrido? ¿Estaría Edith manteniendo a la niña deliberadamente lejos de la Casa Torcida?
    Entramos. Sofía corrió las cortinas. La chimenea estaba encendida y el gran salón tenía una belleza irreal y una suntuosidad de tiempos ya pasados. En las mesas había grandes jarrones con crisantemos bronceados.
    Sofía llamó, y una sirvienta, a quien reconocí por haberla visto con anterioridad en el piso de arriba, trajo el té. Tenía los ojos enrojecidos y moqueaba continuamente. También observé que tenía un modo rápido de mirar por encima del hombro, como si estuviera sobresaltada.
    Magda se unió a nosotros, pero a Felipe le llevaron el té a la biblioteca. Aquel día, Magda representaba el papel de una imagen hierática del dolor. Habló muy poco.
    —¿Dónde están Edith y Josefina? —dijo en una ocasión—. Es muy tarde para estar fuera.
    Y lo dijo en tono preocupado.
    Yo también sentía que mi intranquilidad aumentaba por momentos. Pregunté si Taverner continuaba en la casa y Magda me dijo que creía que sí. Fui en su busca y le dije que estaba preocupado por la señorita de Haviland y la niña.
    —Cuando tenga noticias se las comunicaré —dijo.
    Se dirigió inmediatamente al teléfono y dio ciertas instrucciones.
    Le di las gracias y volví al salón. Sofía estaba allí con Eustaquio. Magda se había ido.
    —Cuando sepa algo nos lo dirá —dije a Sofía.
    Sofía dijo en voz baja:
    —Algo ha ocurrido, Carlos. Algo tiene que haber ocurrido.
    —Pero, Sofía, querida, no es tan tarde, realmente.
    —¿Por qué te preocupas? —dijo Eustaquio—. Probablemente habrán ido al cine.
    Salió de la habitación con su andar perezoso.
    —Puede que haya llevado a Josefina a un hotel —dije a Sofía—, o a Londres. Creo que se daba perfecta cuenta de que la niña estaba en peligro... quizá viera este peligro con más claridad que nosotros.
    Sofía contestó con una expresión sombría que no pude comprender:
    —Me besó al despedirse...
    No comprendí bien lo que quería decir con aquella observación incoherente. Pregunté si Magda estaba preocupada.
    —¿Mamá? No, está bien. No tiene el sentido de la hora. Está leyendo una nueva obra de Vavasour Jones llamada «La mujer manda». Es una obra de crímenes muy divertida... una Barba Azul femenina. A mi modo de ver plagia «Arsénico y encaje antiguo», pero hay un buen papel femenino, una mujer que tiene la manía de llegar a ser viuda...
    No contesté y seguimos allí, sentados, fingiendo leer.
    Eran las seis y media cuando Taverner abrió la puerta y entró en el salón. La expresión de su rostro nos preparó para lo que tenía que decirnos.
    Sofía se puso en pie.
    —¿Qué hay? —preguntó.
    —Lo siento. Tengo malas noticias para usted. Envié una alarma general para localizar el coche. Un motorista informó que había un coche «Ford» de matrícula parecida a aquélla dejando la carretera principal en Flackpurt Heat y metiéndose en el bosque.
    —¿No... iría camino de la cantera de Flackpurt?
    —Sí, señorita Leónides —hizo una pausa y continuó—: El coche fue encontrado en la cantera. Las dos ocupantes estaban muertas. Le gustará saber que la muerte fue instantánea.
    Era Magda, de pie en el umbral de la puerta. Su voz se elevó en un quejido.
    —Josefina!... ¡Mi niña!
    Sofía se acercó a ella y la rodeó con sus brazos.
    —Espera un momento —exclamé.
    ¡Había recordado algo! Edith de Haviland había escrito dos cartas en el escritorio y había salido al vestíbulo con ellas en la mano.
    Pero no las llevaba en la mano cuando entró en el coche.
    Salí al vestíbulo y me dirigí corriendo a la gran arca de roble. Encontré las cartas en el fondo del arca, medio escondidas tras una tetera de bronce.
    La de encima iba dirigida al inspector Taverner.
    Entregué la carta a Taverner, que me había seguido, y él rasgó el sobre. Poniéndome detrás de él leí su contenido, muy breve.

    Espero que esta carta sea leída después de mi muerte. No quiero entrar en detalles, pero acepto toda la responsabilidad por las muertes de mi cuñado Arístides Leónides y de Janet Rowe «Nannie». Por la presente declaro solemnemente que Brenda Leónides y Laurencio Brown son inocentes del asesinato de Arístides Leónides. El doctor Miguel Chavase, de la calle de Harley, número 783, puede informarles de que mi vida sólo podría prolongarse varios meses más. Prefiero terminar de este modo y librar a dos inocentes de ser acusados de un asesinato que no han cometido. Me hallo en pleno uso de mis facultades y tengo conciencia plena de lo que escribo.
    edith elfrida de haviland.

    Al terminar la carta me di cuenta de que también Sofía la había leído, no sé si con conocimiento de Taverner o sin él.
    —¡Tía Edith! —murmuró Sofía.
    Recordé a Edith de Haviland aplastando con saña las correhuelas contra el suelo. Recordé mis primeras sospechas, casi fantásticas. Pero, ¿por qué?
    Sofía expresó perfectamente mis sentimientos antes que yo.
    —Pero ¿por qué Josefina? ¿Por qué se llevó con ella a Josefina?
    —¿Y por qué hizo lo demás? —pregunté—. ¿Qué motivos tenía?
    Pero mientras decía esto comprendí la verdad. Lo vi todo claramente. Me di cuenta de que todavía sostenía en la mano la segunda carta. La miré y vi mi nombre en ella.
    Pesaba más y era más dura que la otra. Creo que antes de abrir el sobre sabía lo que había dentro. Rasgué el sobre y el pequeño cuadernito de Josefina cayó al suelo. Lo recogí abierto por la primera página y leí...
    Como si viniera de muy lejos, oí la voz de Sofía, clara y reprimida.
    —Estábamos completamente equivocados —exclamó—. Edith no lo hizo.
    —No —contesté.
    Sofía se acercó más a mí y murmuró:
    —Fue... Josefina, ¿verdad?... Sí, Josefina.
    Juntos miramos el primer párrafo del cuadernito de notas, escrito con una letra infantil y sin formar:

    «Hoy maté al abuelo.»

    CAPÍTULO VEINTISÉIS


    Después habría de preguntarme cómo había podido estar tan ciego. La verdad había sido evidente desde el principio. Josefina y sólo Josefina llenaba todos los requisitos. Su vanidad, sus aires de superioridad, su deseo de hablar, su repetición constante de que ella era muy inteligente y la policía muy estúpida...
    Nunca la había tomado en consideración porque era una niña. Pero ha habido niños asesinos, y este asesinato precisamente estaba muy dentro de las posibilidades de una niña. Su propio abuelo había indicado el método exacto... prácticamente se lo había dado todo hecho. Lo único que tenía que hacer era evitar dejar huellas dactilares, y eso tenía que saberlo, por ligero que fuera su conocimiento de literatura policíaca. Y todo lo demás había sido una mezcolanza de cosas cogidas al tuntún de las novelas policíacas. El cuadernito de notas, el andar buscando pistas, su insistencia en que no diría nada mientras no estuviera segura...
    Y, por último, el atacarse a sí misma. Hazaña casi increíble, teniendo en cuenta que pudo haberse matado fácilmente. Pero, infantilmente, no había considerado semejante posibilidad. Ella era la heroína. La heroína no muere. Sin embargo, en este episodio había habido una pista: las marcas de tierra en el asiento de la silla del lavadero. Josefina era la única persona que hubiera tenido que subirse a una silla para colocar el bloque de mármol en el borde superior de la puerta. Era evidente que había fallado más de una vez, de ahí las marcas profundas del suelo, y pacientemente se había subido de nuevo y lo había vuelto a colocar, cogiéndolo con su bufanda para no dejar huellas dactilares. Y entonces el bloque de mármol había caído y ella había estado a un paso de la muerte.
    ¡El plan era perfecto para causar la impresión deseada! ¡Estaba en peligro, «sabía algo», había sido atacada!
    Comprendí cómo, deliberadamente, había llamado mi atención sobre su presencia en el cuarto de las cisternas. Y antes de dirigirse al lavadero había consumado el artístico desorden de su habitación.
    Pero cuando volvió del hospital, cuando se encontró con que Brenda y Laurencio habían sido arrestados, debió sentirse descontenta. El asunto había terminado, y ella, Josefina, quedaba fuera de la escena.
    Conque cogió la digitalina del cuarto de Edith y la puso en su propio chocolate, dejando la taza sin tocar en la mesa del vestíbulo.
    ¿Sabía que Nannie lo tomaría? Posiblemente. Por lo que había dicho aquella mañana, estaba resentida con Nannie por haberla regañado. ¿Habría sospechado la anciana la verdad, con su experiencia de toda una vida dedicada a los niños? Creo que Nannie sabía, que había sabido siempre, que Josefina no era normal. Su mente se había desarrollado rápidamente, mientras que su sentido moral no había alcanzado el desarrollo normal. Puede ser también que los diversos cargos de la herencia, lo que Sofía había llamado «crueldad» de la familia, se hubieran presentado en olla conjuntamente.
    Había tenido la crueldad autoritaria de la familia de su abuela, y el egoísmo cruel de Magda siempre viendo las cosas desde su punto de vista. También, siendo sensitiva como Felipe, había sufrido por el estigma de ser el patito feo. Por último, por sus venas había corrido el retorcido sentido moral del viejo Leónides. Había sido digna nieta de Leónides, se había parecido a él en inteligencia y en astucia, pero mientras el amor de él se había desbordado sobre su familia, el de ella se había vuelto hacia sí misma.
    Pensé que el viejo Leónides debía de haber comprendido lo que nadie de la familia había visto: que Josefina podía ser un peligro para los demás y para sí misma. La había alejado de la vida de colegio porque tenía miedo de lo que pudiera hacer. La había protegido y guardado en su casa, y entonces comprendí por qué había instado a Sofía a que cuidase de Josefina.
    La súbita decisión de Magda de enviar a Josefina al extranjero, ¿no había sido también miedo por la niña? Quizá no un miedo consciente, pero sí un vago instinto maternal.
    ¿Y Edith de Haviland? ¿Habría sospechado primero, luego temido y por fin conocido la verdad?
    Miré la carta que tenía en la mano.

    Querido Carlos:

    Esto es confidencial para usted y para Sofía, si así lo desea. Alguien tiene que saber la verdad. Encontré el cuadernito adjunto en la caseta del perro que está detrás de la puerta del fondo. Lo guardaba allí. Confirma lo que yo sospechaba. Puede que lo que voy a hacer sea bueno o malo. No lo sé. Pero en cualquier caso, mi vida se acerca a su fin y no quiero que la niña sufra como creo sufriría si tuviera que dar cuenta al mundo de lo que ha hecho.
    Entre los hermanos suele haber uno que «sale torcido».
    Si obro mal, que Dios me perdone, pero lo hago por amor.
    Dios os bendiga a los dos.
    edith de haviland.


    Dudé sólo un momento y luego entregué la carta a Sofía. Juntos abrimos de nuevo el cuadernito negro de Josefina.

    «Hoy he matado al abuelo.»

    Pasamos las páginas. Era una composición sorprendente. Supongo que le interesaría mucho a un psiquiatra. Era un exponente tan claro de la furia de un egoísta frustrado... En el cuaderno estaba expuesto el motivo del crimen, lamentablemente infantil y desproporcionado.

    «El abuelo no me deja dar clases de ballet, de modo que he decidido matarlo. Entonces iremos a vivir a Londres, y a mamá no le importará que aprenda ballet.»

    Sólo copio algunas de las notas, todas muy significativas.

    «No quiero ir a Suiza, no iré. Si mamá me hace ir, la mataré también a ella, sólo que no puedo conseguir el veneno.»

    «Eustaquio me ha disgustado mucho hoy. Dice que sólo soy una niña, que no valgo para nada y que mis investigaciones son una tontería. No me creería tonta si supiera que fui yo la que cometió el asesinato.»

    «Quiero a Carlos, pero es idiota. Todavía no he decidido a quién le achacaré el crimen. Puede que a Brenda y Laurencio. Brenda es mala conmigo, dice que estoy un poco tocada, pero me gusta Laurencio; me habló de Carlota Corday, que mató a una persona en el baño. No fue muy lista.»

    La última nota era extraordinariamente significativa.

    «Odio a Nannie... La odio... La odio... Dice que soy sólo una niña pequeña. Dice que ando presumiendo. Está consiguiendo que mamá me mande al extranjero... Voy a matarla también. Creo que la medicina de tía Edith podrá matarla. Si hay otro asesinato, entonces la policía volverá y todo será emocionante otra vez.»

    «Nannie se ha muerto. Me alegro. Todavía no he decidido dónde esconderé la botella con las píldoras. A lo mejor en el cuarto de tía Clemencia, o si no, en el de Eustaquio. Cuando sea vieja y me muera dejaré este cuadernito dirigido al Jefe de policía y verán que he sido una criminal muy grande.»

    Cerré el libro. Sofía lloraba con desconsuelo.
    —¡Oh, Carlos, Carlos, es horrible! ¡Era un pequeño monstruo... y sin embargo... y sin embargo, es tan terriblemente patético!
    Estos habían sido también mis sentimientos.
    Había querido a Josefina... Todavía hoy siento afecto por ella... Uno no deja de querer a una persona porque esté tuberculosa o tenga otra enfermedad grave. Josefina era, como Sofía había dicho, un pequeño monstruo, pero era un pequeño monstruo lleno de patetismo. Había nacido con una tara mental, y era la «niña torcida» de la casita torcida.
    —Si... hubiera vivido, ¿qué hubiera ocurrido?
    —Supongo que la hubieran enviado a un reformatorio o a una escuela especial. Más tarde la hubiesen soltado... aunque puede también que la declararan deficiente mental. No sé.
    Sofía se estremeció.
    —Es mejor así. Pero tía Edith... no me gusta que ella cargue con la culpa.
    —Ella lo quiso así. No creo que se haga público. Supongo que cuando Brenda y Laurencio vayan a ser juzgados, no habrá cargos contra ellos y serán absueltos.
    »Y tú, Sofía —dije en distinto tono y cogiendo sus manos entre las mías—, te casarás conmigo. Acabo de enterarme que me destinan a Persia. Nos iremos los dos allá y olvidarás la Casita Torcida. Tu madre puede proteger autores teatrales y tu padre comprar más libros y Eustaquio irá pronto a la Universidad. No te preocupes más por ellos. Piensa en mí.
    Sofía me miró directamente a los ojos.
    —¿No te da miedo casarte conmigo, Carlos?
    —¿Por qué había de darme miedo? En la pobrecita Josefina se reunió todo lo peor de la familia. A ti, Sofía, creo firmemente que te ha sido dado todo lo bueno y generoso que hay en la familia Leónides. Tu abuelo te tenía en un gran concepto y parece haber sido un hombre que rara vez se equivocaba. Levanta la cabeza, mi vida, el futuro es nuestro.
    —Sí, Carlos. Te quiero y me casaré contigo y te haré feliz. —Miró al cuadernito—. ¡Pobre Josefina...!
    —¡Pobre Josefina! —repetí yo.

    —¿Cuál es la verdad, Carlos? —preguntó mi padre.
    Yo nunca le miento al viejo.
    —No fue Edith de Haviland, papá —dije—, fue Josefina.
    Mi padre hizo con la cabeza una señal de asentimiento.
    —Sí —exclamó—. Hace algún tiempo que lo creía así. ¡Pobre niña...!

    FIN

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