Publicado en
enero 21, 2010
Lester Del Rey
Título original: Pstalemate
Esta obra tenía que ir dedicada
a Judy-Lynn Benjamín,
una Primate de lo más agradable
Ahora, felizmente, lo está
a Judy-Lynn del Rey,
la más encantadora de las esposas
1 - Infierno
Martha despertó al oír el rumor sordo de unos pasos al otro lado de la puerta. Durante el breve instante que transcurrió antes de que retirase la tapa de la mirilla, sus ojos se entreabrieron ligeramente para examinar el espejismo de sala en que se encontraba.
Era pequeña pero cómoda, e imitaba la habitación privada de un lujoso sanatorio. Frente a una sólida puerta había una ventana de gruesos cristales desde la que no se podía percibir la noche del exterior. Una luz suave se cernía sobre la discreta jovialidad de los cortinajes y alfombras, sobre la silla tapizada, la mesa acolchada bajo el espejo que se incrustaba en la pared y la cama que casi lograba disimular su diseño funcional, hospitalario. Incluso había una imagen de ella misma, contrahecha, en el espejo: una figura corpulenta con pijama y bata floreados, recostada con las rodillas alzadas, observándose a sí misma con los ojos semiabiertos. Año tras año, los malvados habían ajado aquella imagen hasta que el cabello que rodeaba su rostro hosco y descuidado se había vuelto casi completamente gris. Si hubiera tenido la debilidad de seguir viviendo, ahora tendría una apariencia como aquella.
Las criaturas habían entrado sutilmente... y, como siempre, de un modo demasiado rápido para ella. En veinte de los años del Muchacho, nunca había logrado captarlas antes de que la Sala y la imagen estuvieran completas.
Oyó moverse la mirilla y cerró los ojos antes de que aquella cosa extraña pudiera verla. La pesada respiración le indicó que aquella vez se trataba del MacAndrews. Se abrió la puerta y escuchó los pesados pasos que avanzaban...
¡Henry!
...y la voz asmática, llena de reproches, con la sibilante amabilidad y preocupación que ella esperaba del MacAndrews.
—¿Y bien, Martha, qué me cuenta la enfermera? ¿Se niega a comer? No podemos seguir así, ya lo sabe. No querrá que volvamos a la alimentación forzosa, ¿verdad?
La voz hizo un alto, en espera de una respuesta, pero ella no iba a caer con tanta facilidad en el engaño de ponerse a discutir. A pesar de todas las tretas, había aceptado que el aparente control de su cuerpo no era sino otra ilusión, y ya estaba harta de los esfuerzos que hacían para convencerla de que no estaba muerta, sólo para quebrantar su resistencia y alcanzar así la parte de ella que la mantenía firmemente trabada entre aquel lugar y el túnel que llevaba al mundo.
Volvió a deslizarse por la rampa resbaladiza de su mente, hasta muy cerca del profundo pozo que bajaba, negro y oscuro, sin final. En alguna ocasión la había asustado; hubiera sido tan sencillo deslizarse y caer eternamente, dando vueltas y vueltas en aquellas profundidades, sin fondo que alcanzar, cayendo a plomo y cada vez más profundamente en la negrura de sí misma, mientras aquellas criaturas se apoderaban del lugar que había ocupado. Pero ya se había acostumbrado a ello y se retiraba a aquel rincón hasta que apenas le llegaba el murmullo de la voz del MacAndrews, todavía halagándola. ¡Qué estúpido! No iba a tragarse toda aquella comida llena de drogas para hacerla confesar, como tampoco iba a creerse todas aquellas mentiras que disponían a su alrededor. Ella se sabía muerta, sabía dónde se encontraba y que finalmente tendría que irse adonde ellos querían que fuese. Pero todavía no... ¡No antes de saldar su deuda con el Muchacho!
Al final, naturalmente, sería condenada por lo que se había hecho a sí misma. Quizás aquellas sólo fuesen criaturas inferiores que intentaban hacer con ella el trabajo que se les había encomendado. Pero no podrían enviarla más allá hasta que obtuvieran pruebas de que ella se lo había hecho en efecto a sí misma, o hasta lograr que lo admitiera mediante engaños. Todos sus intentos habían fracasado. Había resultado demasiado lista para ellos; había hecho que lo que le sucedió pareciese un accidente, había visto a través de las ilusiones de todos ellos y nunca confesaría. No iba a ir con ellos ni a sumergirse en las profundidades de sí misma mientras el Muchacho estuviera aún allí, afectado por la tara de ella.
¡Henry!
El leve sonido del MacAndrews al suspirar. Fue saliendo del pozo negro y aguardó, atenta a los pies que se arrastraban sobre la alfombra, al clic de la puerta y al sonido final de los pasos alejándose por el pasillo, a que el MacAndrews volviera a convertirse en lo que era en realidad. Una vez más había ganado.
Estaba segura de que habían deshecho la ilusión de habitación, pero se sentía demasiado cansada para mirar, consciente de lo inútil que sería. Mejor así, con la húmeda oscuridad a su alrededor en que reposar el cabello rizado, las bellas rosas en el jarrón, polvo y ceniza sobre la cabeza como una nube de fatalidad, por el menor pecado en el asiento posterior del entendimiento.
Se descubrió a sí misma asiéndose frenética a los muros resbaladizos que la estaban dejando caer en el foso sin fondo. Arañó y luchó hasta que halló la escala de los antiguos versos, los que le habían sido revelados tras el Cambio. Sintió el recuerdo estremecedor de lo extraño y las cosas comenzaron a escapar de su conciencia, pero en aquel momento ya había comenzado las palabras del poema que resumía sus necesidades, y las recitaba una y otra vez, escalando de nuevo hacia la estabilidad existente entre el pozo y el espejismo que se cernía tras ella:
Unidos en el odio, esperando saciados, resbalando en un sueño rastreador; humilde torpeza, confuso conjuro: destruye al cachorro que supone un estorbo.
Había ocasiones en que ya no podía entender aquellas palabras en absoluto, pero todavía servían. Destiladas de su mente frenéticamente evadida, las palabras todavía la mantenían, le permitían relajarse y caer en un estado que hubiera sido el sueño, de haber estado viva. Ya no podía hallar aquel descanso cuando su mente estaba excitada. En otra época, su mente abarcaba en todo momento al mundo en su totalidad, pero ahora sólo había aquel túnel hacia el Muchacho, y no podía alcanzarlo hasta que todo lo demás desaparecía de su mente y ésta quedaba en blanco; era entonces cuando podía pedir auxilio mediante el símbolo que había establecido. Era una apertura tan pequeña hacia él...
¡Henry!
Terrible, desesperada urgencia en su necesidad de regresar. Pero al fin apareció el lóbrego hilo, y pudo guiar sus pasos por el túnel que aquél marcaba. Se expandió por las distancias infinitas, nadando hacia el objetivo que una vez le fuera familiar. Poco a poco, en el túnel apareció cierta abundancia y amplitud. Luego surgieron unos caminos y un paisaje que le resultaron bien conocidos.
Por un instante, aquella sensación de familiaridad la tranquilizó, hasta que el horror que sentía ante lo que podía suceder, lo que iba a suceder, la desequilibró otra vez. Incluso allí le llegaban leves susurros de lo que le esperaba, aunque sus corrompidas facultades psíquicas ya no funcionasen siguiendo su voluntad o la conciencia de lo que la rodeaba.
Tomaban forma en ella los síntomas de una oscura posesión, unos síntomas que no deberían existir. Estaba el Hombre de Blanco, una sombría figura que venía del pasado y que comenzaba a comprender la norma del Muchacho. Había creído que el Hombre de Blanco había muerto hacía mucho tiempo, pero no era así. Hacía poco, su sombra había vuelto para entrometerse y causarle daño, como había hecho con los planes de ella sobre el Muchacho, cuando por primera vez fuera en busca de la Amada Muerte. Iban a dejar entrar otra vez al mal, aquel mal que el propio Hombre de Blanco había conjurado mediante lo desconocido. También estaba el Hombre Siniestro —con su ansia y sus oscuros deseos de un mal que no podía ser el suyo— y con él traía algo...
Se puso en tensión en aquella zona cerrada y durante un breve instante su mente pareció aclararse, lo que le permitió ver más cosas. Estaba la Chica, la Chica Corrompida. Corrompida porque le había robado al Muchacho, porque había guiado al Hombre de Blanco hasta él, porque le iba a conducir al horror.
Martha quiso llorar a causa del comportamiento de la Chica, pero sólo tenía lágrimas para su propia impotencia. Aun en esos instantes, se cernía sobre ella un velo demasiado espeso para su pobre mente muerta. Era como el polvo que presagia al viento, y no había nada que pudiera hacer directamente. ¿Iba a convertirse en nada su amor por el Muchacho? ¿Iba a negársele el deseo de que él muriera, deseo que sentía incluso al precio de una condenación cierta? Debía de haber algún modo imposible de llegar hasta él, de protegerle de todo lo que de otra forma sería inevitable, de esquivar de nuevo el mal cierto y presagiado. Pero estaba tan cansada, tan débil, y la cosa que le habían puesto en el cerebro le dolía tanto..
¡Henry!
Dolor.
2 - Escaleras
Mientras conducía su Citroen modificado por la calle Washington, Harry Bronson se daba cuenta de que era un estúpido por ocurrírsele siquiera la idea de detenerse en la reunión de los Primates, en lugar de dirigirse directamente a su casa. A ninguna persona sensata se le ocurría salir en una noche como aquella, en que la fuerte e inoportuna nevada había cubierto las calles de una capa de hielo, haciendo de Manhattan una zona catastrófica para todo lo que se moviera.
De ordinario, Harry no era nada aficionado a salir de su casa, ni siquiera cuando hacía buen tiempo, a pesar de que su recia complexión y su facilidad de movimientos confundían a los amantes de los deportes, los cuales le hacían propuestas que siempre eran mal recibidas. Su piel parecía tener un sano color, pero se quemaba terriblemente bajo el ardiente sol del verano. Sus ojos eran extremadamente sensibles, ajustados a unos niveles de luz más bajos de lo normal. Su cabello castaño tenía la finura del de un niño y se le enredaba por la cara al menor soplo de viento. Por último, durante un experimento con cohetes en la escuela se rompió la nariz, y desde entonces le dolía y le producía molestias al menor contacto con el aire frío. Por lo general, consideraba los rigores de la naturaleza algo tan poco placentero como cualquier esfuerzo atlético innecesario o como los juegos de salón.
Sin embargo, aquella tormenta se le echó encima inesperadamente, refutando todas las predicciones meteorológicas del día. Había escuchado los informes matutinos y decidido que ya no podía esperar más para hacerse con los duplicados de los informes de ingeniería que su socio, Sid Greenwald, se había dejado en casa por descuido. El lugar donde Sid vivía estaba a unos sesenta kilómetros, en Nueva Jersey, pero había calculado que aquello no le iba a representar más de dos horas al volante entre ir y volver. Además, Harry quería ver cómo se portaba el coche sobre la nieve, ahora que acababa de arreglar el motor.
No había contado con el accidente en cadena —justo en la salida de la autopista— de todos aquellos automóviles fabricados en Detroit, tan brillantes, tan superpotentes y tan faltos de una buena tracción, ni con la imbecilidad del conductor medio en las carreteras heladas.
Se había visto detenido durante más de dos horas, mientras lentamente se procedía a retirar los coches de la rampa helada que tenía ante sí. Luego, había decidido olvidarse de las carreteras principales, en las que el tráfico sería todavía muy denso, y se las había ingeniado para perderse por rutas secundarias. Cuando llegó a casa de Sid y encontró los papeles en los archivos de su socio, era ya noche cerrada. Había pensado pasar allí la noche, pero desistió al no encontrar nada que comer. Por suerte, de regreso las carreteras ya estaban casi libres de tráfico, pero eran casi las once cuando por fin cruzó el túnel Holland.
El semáforo se puso rojo y Harry comenzó a frenar con cautela, aunque no era necesario ningún control de tráfico en aquellas calles desiertas. Además, la patrulla más próxima debía de estar probablemente en algún agujero, tomando una buena cena caliente. Se inclinó hacia delante y contempló por el parabrisas la vieja calle, con su lóbrego y feo aspecto. Ni la oscuridad ni la nieve podían proporcionar un poco de belleza a las sórdidas casuchas y a los escuálidos restos de las antiguas factorías de productos cárnicos. La mayor parte de las ventanas estaban a oscuras, pero en el cuarto piso de uno de los edificios la luz encendida indicaba que los Primates estaban celebrando una sesión. No obstante, aquello no quería decir que nadie hubiera desafiado al mal tiempo. Dave y Tina Hillery asistían aunque hiciera mal tiempo, pues vivían en la misma planta del edificio. Fred Hemmet, a quien se suponía que Harry debía ver, estaría probablemente en su casa, metido en la cama.
Además, la breve nota del fabricante de coches deportivos indicaba simplemente que había encontrado a Sid Greenwald en Europa y que le proporcionaría más detalles durante la reunión de los Primates. No había indicio alguno de que se tratara de algo importante; el propio Sid habría enviado un cablegrama caso de haber surgido algún inconveniente o haber realizado un auténtico progreso en la tarea de colocar su motor a uno de aquellos fabricantes de coches extranjeros, tarea que le había mantenido ausente durante más de dos meses. Difícilmente habría utilizado Sid a Emmet como mensajero; el director era como mínimo un pelmazo, con una especial afición a la fuerza bruta y a la velocidad; y ahora, tras haber engullido los diseños de carreras de alemanes e italianos, sería aún peor.
Harry casi se había decidido a dirigirse a casa, cuando el semáforo se puso verde. Descubrió un lugar donde aparcar, casi libre de nieve y exactamente delante del edificio, y cambió de idea. Maniobró y cerró el contacto. El calentador aminoró hasta detenerse, y Harry tembló ante el quejido repentinamente audible del viento que soplaba fuera. Se revistió de valor, abrió la puerta y, atravesando con rapidez la capa de hielo, penetró en el vestíbulo, débilmente iluminado.
Flotaba allí un acre hedor a moho, a col hervida y a ropas en remojo. En las mugrientas paredes, el yeso se caía a pedazos, y los peldaños de la estrecha y retorcida escalera estaban desgastados. Harry hizo una mueca; le disgustaban las escaleras, y aquella era, además, deprimente por completo. A medio tramo, había una puerta sin cristales que habían sido reemplazados por una sábana desgarrada. En aquel momento, de detrás del lienzo, salían los chillidos de una mujer borracha, cuya voz se alzaba iracunda y grosera. Por un instante, sus alaridos bajaron de tono al oírse una fuerte bofetada, pero después continuaron con creciente volumen. Un perro se puso a ladrar, y luego un bebé comenzó a llorar, asustado.
Harry se encogió de hombros y empezó a subir las escaleras. No era la primera vez que oía la voz de la pobreza en ese lugar (¿o era sencillamente la de la humanidad?). Las voces se fueron perdiendo tras él mientras subía los inestables escalones. Débiles bombillas señalaban los rellanos, pero las puertas seguían oscuras y silenciosas. Una de ellas tenía un crucifijo luminoso y barato.
¡Henry!
La voz de sus pesadillas le gritó, haciéndole estremecer. Su mente quedó paralizada por un soplo de puro terror que le heló los pulmones y el corazón. Aguantó la respiración y se echó un peldaño hacia atrás, totalmente tenso ante aquel mismo horror que en ocasiones le había hecho despertarse de sus sueños, bañado en un sudor frío. ¡Tenía que irse de allí! Allá arriba le esperaba algo extraño a toda sensación humana, algo que nunca debía...
Se dominó. Pero le quedó un rescoldo de espanto, además de la sorpresa de que la voz hubiera llegado a él estando despierto; hasta entonces, la llamada siempre se había producido en plena noche, cuando dormía a pierna suelta y sin sueños. Respiró profundamente, se secó el sudor de la frente con la manga y comenzó a subir otra vez. Cuando llegó al piso superior, donde un rótulo escrito a mano indicaba la sede de los Primates, la agitación casi le había pasado por completo. Al otro lado de la puerta se oía un barullo de voces que indicaba que la reunión ya había comenzado. Por lo visto, el mal tiempo había servido de reto para los miembros del club. No había manera de predecir cuándo podía haber una buena concurrencia a las reuniones.
Volvió a dudar, obsesionado por la sensación de que no tenía nada que hacer allí; pero antes de que la inquietud le dominase, abrió la puerta y entró.
El viejo apartamento estaba totalmente lleno. El aire se podía cortar, a causa del humo, el calor bochornoso y el olor de las estufas de queroseno. El humo, como bien sabía Harry, procedía por entero de pipas y cigarrillos; era extraño, pero en aquellas reuniones no se producía nunca consumo de marihuana. Las ventanas y las sucias paredes estaban cubiertas en su mayor parte por metros y metros de telas baratas de variados diseños. Sillas desvencijadas y decrépitos sofás se alineaban en las paredes de las habitaciones, al otro lado de lo que en sus tiempos fuera la cocina, pero la mitad de los asistentes estaban de pie, en pequeños grupos.
Harry dejó su abrigo sobre una mesa en que se apilaban los de los demás, al tiempo que un hombre bajito y una muchacha alta y de busto exuberante cruzaban el recibidor en dirección a él, vestidos con varios suéters gruesos y chaquetas de riguroso invierno.
—Hola, Harry —dijo Dave Hillery, en tono alegre—. Justo a tiempo. Se nos están acabando los suministros.
Le tendió una caja con un letrero rojo escrito con tinta, que decía: Ninguna representación sin contribución.
—¿Qué me dices de echar en seguida una ojeada a mi máquina de escribir? Ahora ya funciona mal continuamente.
Harry asintió, recordando una promesa hecha con anterioridad, al tiempo que depositaba un par de dólares en la caja. En sus inicios, los Primates habían sido una organización de escritores de literatura fantástica, que disponía de una constitución y de unas obligaciones rígidas, pero todo aquello se había perdido hacía tiempo. En la actualidad, Harry y unos cuantos más se encargaban de pagar el alquiler del local, bastante bajo, y el único gasto era la cerveza. Ya no se llevaba ninguna lista formal de miembros. Aunque compuesta todavía en su mayor parte de escritores, artistas e ingenieros interesados en la literatura fantástica, los que acudían a las reuniones mensuales sólo estaban unidos por el placer común que les causaba la conversación como forma más elevada de entretenimiento. Se parecían a aquellos grupos de Greenwich Village de generaciones anteriores, pero carecían casi por completo de la afectación consciente y del refinado anticonvencionalismo que constituyó la imagen típica de las reuniones más avanzadas y modernas del Village.
—¿Hay algún rastro de Fred Emmett? —preguntó Harry.
Dave murmuró algo desde debajo de la mesa, donde se afanaba en reunir unas cuantas botellas de cerveza para meterlas en cajas. La ancha cara de Tina se convirtió en una divertida sonrisa al contestar:
—Nora Blay se le ha pegado. Sospecho que quiere descubrir si ha aprendido algo de las mujeres europeas.
—Ningún rastro. —Dave se irguió y comenzó a colocar las cajas con los envases en los robustos brazos de Tina—. Estuvo por aquí, pero Nora se lo llevó casi en seguida. Dijo que te llamaría más tarde para lo de Sid. ¿Es algo importante?
—¡Quién sabe! Lo más probable es que no lo sea.
Si el mensaje de Sid era para pedir más dinero, tendría que aguardar; Harry le había enviado ya todo lo que le pudo sacar a Grimes, el fideicomisario a quien se había encargado la custodia de su dinero.
Dave asintió y siguió a Tina con un par de botellas en la mano como parte proporcional de la carga. A los Hillery les faltaba por lo general el dinero con que contribuir a la cerveza, y a cambio se encargaban de ir a buscar las botellas, disfrutando probablemente con esa oportunidad de dejar de lado el estado de pobreza que voluntariamente habían escogido. Dave era un artista de primera categoría, pero prefería escribir novelas de cuarta categoría, a lo que Tina daba su obvia aprobación, como a todo lo que él hacía.
Harry suspiró y se dirigió a la habitación que daba a la calle, sintiendo por un instante un último aguijonazo de lo que le había llenado de pánico en la escalera. Sin embargo, allí dentro no había señal alguna de monstruos al acecho, sino un grupo bastante numeroso de personas de aspecto muy normal, a la mayor parte de las cuales veía y conocía desde hacía muchos años.
Unos minutos después, sin embargo, se dio cuenta de que su presentimiento era acertado y que el haber acudido al lugar había sido un error. No estaba de humor para una reunión de los Primates, y el tema principal de la conversación tampoco le ayudaba a convencerse de lo contrario, pues parecía centrarse en un relato aparecido en una revista sobre telepatía y otros fenómenos psíquicos, tema de moda en la literatura de ciencia ficción, y que a él le aburría tanto que ni siquiera leía los cuentos que lo trataban.
Incluso las conversaciones de los grupitos más dispersos parecían insípidas y demasiado conocidas: «.. Trata de utilizar una docena de altavoces de cinco pulgadas formando un inmenso bafle para reducir la distorsión de Doppler.. Igual que el uso que Parrish hace del azul en esas escenas de montañas. Yo empiezo con un baño de.. Lo único que busca Nora es la seguridad. Debe de tener algo que ver con la envidia del pene. Necesita tratar de destruir a todo hombre que conoce, con la esperanza de hallar a uno más fuerte que ella. Si lo puede doblegar, lo abandona. Si no lo consigue, se va endureciendo cada vez más. Siempre tiene más fuerza que. Y pasaron ambos plazos, y nada. ¡Y todo eso precisamente durante mi crisis económica anual! Así que resolví escribir treinta páginas de mecanografía cada día hasta tener completos los libros, sin importarme la cantidad de tonterías que pudieran salir. ¿Y sabéis qué dijo el editor...? Ni siquiera mi psicoanalista me cree. No, de verdad. Me dijo que el complejo de Electra que tengo no cubre...»
Harry abandonó rápidamente el último grupo, recordando el sonriente encuentro que había disfrutado con la muchacha que hablaba. Había cosas que la Electra original no había sabido. La llegada de Dave con más cerveza le ofreció unos momentos de descanso que agradeció, pero no pudo cambiar de humor. Por un instante se relajó al oír aporrear el maltrecho piano a un químico especialista en combustible para cohetes; el individuo trataba de acoplar un ritmo de boogie a un tema wagneriano, y le salía muy bien. Pero en aquel momento llegó un matemático muy respetado que había sido uno de los miembros originales del club y que ahora casi nunca asistía a las reuniones, y todo el mundo se olvidó del piano para enfrascarse en una discusión sin sentido sobre la telepatía en relación con la teoría de la información.
Harry se levantó y regresó a la cocina, lo que constituyó un nuevo error. La pieza estaba desierta, a excepción de un desconocido delgado y nervudo, vestido con una chillona chaqueta deportiva, y del doctor Philip Lawson, una figura alta de rostro esculpido a cincel, con un bigote negro y una espesa mata de cabello blanco como la nieve. Lawson era un miembro habitual que había sido apadrinado por Dave Hillery después de que en cierta ocasión el médico curara a Tina de una grave dolencia femenina sin cobrarle nada. En general, parecía un tipo agradable, pero Harry se sentía desconcertado ante su cordialidad casi excesiva. En muchas ocasiones había agotado sus disculpas ante el doctor, y ya comenzaba a repetirlas, cuando las frecuentes llamadas e invitaciones cesaron por fin.
Lawson alzó la cabeza y su rostro, grabado al agua fuerte, se transformó en una repentina sonrisa.
—¡Harry! Le presento a Ted Galloway, del Voice. Emmett le trajo aquí y le ha dejado abandonado. Ted, este es Harry Bronson, el inventor de ese nuevo motor, el hombre de quien Fred le ha estado hablando.
El periodista parecía ser una de esas nulidades humanas que Emmett descubría normalmente. Harry le estrechó la mano con cierta incomodidad, dándose cuenta de que lo que Emmett le pudiera haber adelantado sobre él se habría referido con más detalle al fondo fiduciario que permitía a Harry elaborar sus proyectos de motores que a la seriedad del trabajo en sí.
Sin embargo, Galloway parecía muy complacido, y más interesado en la reunión que en todo lo que se le hubiera contado anteriormente.
—Francamente, aquí estoy fuera de mi campo —confesó—. Por ello he pedido al doctor Lawson que me hiciera un pequeño resumen o historia del club.
—No deje que los Primates le impresionen demasiado —le indicó Harry, mientras abría otra cerveza. Todavía recordaba la confusión que él mismo padeciera cuando asistió a su primera reunión, diez años antes—. Algunas de las cosas que se dicen aquí están respaldadas por sólidas informaciones, pero la mayor parte son fanfarronadas. Tardará algún tiempo en discernir qué es bueno y qué no lo es. Sea como fuere, es una mera diversión. Hablar por hablar.
Lawson rió con una afabilidad que se contradecía con la tensa atención que reflejaban sus ojos.
—Exactamente lo que le decía yo, Harry. He estado completando las lagunas que hay en los trabajos sobre los poderes psíquicos... especialmente en la obra de Rhine. Tome asiento.
Harry iba a buscar una excusa, pero le salvó la entrada de Dave. El hombrecito irrumpió con un relato de los problemas que tenía con la máquina de escribir que Harry había prometido revisar. Lawson pareció contrariado, luego se encogió de hombros y se volvió de nuevo hacia Galloway.
El piso de Dave, al otro lado del pasillo, era sorprendentemente acogedor. La utilización, con escasos recursos pero de buen gusto, de las pinturas y cortinas, así como una inteligente iluminación, podían causar envidia a muchos que disponían de mejores materiales con que trabajar. El apartamento estaba ocupado ya por Tina y otros cinco, enfrascados en una partida de póquer. Debían de llevar un rato jugando, pues estaban absortos.
Tina recogió las apuestas y sonrió a Harry.
—¿Quieres jugar?
Harry movió negativamente la cabeza.
—Nunca toco las cartas. Siempre pierdo.
Era absolutamente cierto; hasta que lo dejó definitivamente, había conseguido batir un récord: el de no acertar nunca las manos que llevaban los demás. Siguió a Dave hacia el dormitorio-oficina donde tenía la vieja Adler, tomó las herramientas que aquél le ofrecía y se puso cómodo. Con una sola prueba vio que el problema era que el espaciador estaba mal ajustado. No había trabajado nunca con una Adler, y la facilidad con que se podía desmontar le fascinó. Al empezar a desenroscar la pieza del espaciador, Harry se sintió en paz por primera vez desde que acudiera a aquel lugar.
Había comenzado su educación en colegios de buen tono, pensados para convertirle en un ornamento, en un hombre de considerable atractivo pero sin ninguna utilidad clara para la sociedad. Sin embargo, le llamaron a filas y fue enviado al cuerpo de vehículos motorizados como ayudante de máquinas, posiblemente porque su desconocimiento del tema era absoluto. Allí descubrió que la mecánica era lo único que despertaba en él una auténtica pasión. Cuando se licenció, dejó Harvard para inscribirse en el M.I.T.
Tuvo mucha suerte al tener que alterar toda su escala de valores mientras aún estaba en edad de cambiar, aunque no se había sentido muy feliz durante los primeros meses en el servicio militar. Había entrado allí como un adolescente sin formar y se las había arreglado para salir como un adulto con personalidad suficiente para tomar decisiones por sí mismo y aceptar los resultados de ellas. El proceso por el que había pasado no le había resultado agradable, por supuesto, pero desde entonces había conocido a tantos que se negaban a enfrentarse a la realidad que en general se sentía contento de sí mismo.
Ahora sentía un vivo interés por la hechura de aquella vieja máquina. Apenas alzó la cabeza cuando Dave le trajo una taza de café y una lámpara que le permitiera trabajar mejor. Era una máquina de escribir muy hermosa aquella Adler, aunque vieja y desgastada. Acababa de montarla, tras limpiar la última mota de borrador, cuando oyó unos pasos que bajaban por las escaleras; algunos de los asistentes a la reunión se iban ya. La partida de póquer todavía seguía en pleno apogeo cuando fue a lavarse las manos y regresó a por su abrigo.
La mayor parte de los asistentes se habían ido, pero se acababa de iniciar una sesión musical en la sala que daba a la calle; un banjo y una guitarra se habían sumado al piano, y por encima de todos ellos sonaba, estrepitosa, una trompeta. La mejor razón para seguir utilizando aquel viejo local como lugar de reunión era que no se recibía queja alguna por el ruido. El trompetista señaló con el pulgar hacia la ventana y entonó unos compases de «Jingle Bells». Harry advirtió que había empezado a nevar otra vez: los copos, grandes y delicados, caían sobre el hielo en que se había convertido la nevada anterior.
En la sala central, Galloway y Lawson trataban de seguir las noticias en un transistor mientras Dave vociferaba por teléfono. El rostro del hombrecito denotaba preocupación hasta que vio a Harry. Entonces colgó el aparato y se abalanzó hacia él.
—Te estaba buscando. Oye, hace un tiempo de perros. Todo está atascado ahí fuera. ¿Qué hará ese maravilloso escarabajo de tracción delantera que tienes? ¿Funcionará?
Harry asintió. Las ruedas delanteras estaban preparadas para la nieve, y el vehículo era capaz de funcionar en cualquier sitio en que se hallara.
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque Manhattan está totalmente helado y los tipos del metro pretenden cortar el servicio para aprovecharse de la situación en las negociaciones del convenio. El autobús de la calle Ciento Setenta y Ocho no funciona; no hay nada que funcione, y el doctor Lawson tiene que regresar a Teaneck. Sé que es mucho pedir, pero...
Harry gruñó interiormente, pero sabía que no había escapatoria. Él mismo había provocado todo aquello; se había pasado al ponderar las maravillas de su automóvil cuando lo compró. Cortó las débiles protestas de Lawson y decidió que lo mejor sería parecer cortés pese a lo que sentía.
—¿Y usted, Galloway?
—Viene conmigo —repuso Lawson—. Le prometí enseñarle unas cosas que podría utilizar para uno de sus artículos. Sin embargo, creo que si utilizáramos un hotel para aguardar...
Estaba claro que era una excusa. Harry deseó que sus aseveraciones sobre lo encantado que se sentía al llevarles sonaran un poco más sinceras. Sin embargo, parecieron dar resultado y el doctor las recibió con una curiosa mirada de complacencia. Harry se abotonó el abrigo e hizo con la mano un gesto de despedida a todos los que seguían allí.
El estrépito de la trompeta se fue difuminando mientras bajaban las escaleras, y por último todo quedó en silencio, a excepción de los ronquidos de un borracho de nariz enrojecida que dormitaba frente a la puerta cubierta con la sábana. Harry pasó por encima de aquel cuerpo, tanteando cuidadosamente el peldaño siguiente.
¡Henry!
Sólo le salvó el hecho de que no hubiera una gran distancia hasta el rellano siguiente. Le fallaron los pies y cayó hacia adelante. Sin saber cómo, sus brazos encontraron la pared del rellano y eso impidió que cayese de cabeza. Sin embargo, el terror que le agarrotó durante unos segundos interminables nada tuvo que ver con la caída.
Al cabo de unos instantes comenzó a pasársele, esta vez con mayor rapidez que en la primera ocasión, y advirtió que los dos hombres le ayudaban a sostenerse. Meneó la cabeza con gesto brusco:
—Estoy bien. Fue sólo un resbalón.
—Le puede suceder a cualquiera, en este antro —asintió Lawson, con prontitud y seguridad profesional. Pero los ojos del doctor le inspeccionaban, y las manos que sostenían a Harry por los hombros estaban extrañamente tensas—. Ha tenido suerte al poder cogerse. ¿Está seguro de que se encuentra bien?
Harry asintió, al tiempo que observaba al borracho, que dormía imperturbable. Murmuró algo y se dirigió a la salida. El corazón le latía impetuosamente, y el sudor de la frente pareció helarse al contacto con el frío aire del exterior. Sin embargo, el viento glacial era al menos algo normal y vigorizante. Cuando hizo girar la llave en el contacto para arrancar, sus manos sólo se mostraron ligeramente inseguras. Un momento después, abrió la calefacción y notó que el grato calorcillo comenzaba a secar su húmeda piel.
Lawson todavía le estaba estudiando, aunque ahora parecía más relajado. En el asiento posterior, Galloway se balanceaba con aire satisfecho y emitía gruñidos de complacida sorpresa.
—¿Qué clase de coche es éste, Bronson? ¿Cómo se las arregla para tener este calor? Mi coche tarda quince minutos en producir un calor apreciable.
—Es un Citroen —respondió Lawson—. Imagino que esto de la calefacción tiene algo que ver con el motor de pistón libre de Harry. A estas alturas, es probable que al coche no le quede ni una pieza del motor original.
El respeto de Harry hacia el médico aumentó de repente. Sin embargo, movió negativamente la cabeza, contento al poder concentrarse en algo familiar.
—No, es el único cambio. ¿Por qué estropear un buen diseño poniéndole remiendos? Sin embargo, tiene razón: éste es el prototipo, hecho a mano, de nuestro nuevo motor.
Un pistón libre encendía el combustible entre dos pistones situados uno frente a otro que no funcionaban por sí mismos, sino que servían simplemente como fuente de gas explosivo supercalentado. Entonces se dejaba que se expandiera, enfriándolo lo suficiente para alimentar una simple turbina que proporcionaba la auténtica energía. Una de las ventajas que se habían añadido era que parte del gas podía ser desviado hacia un intercambiador que proporcionaba calor casi instantáneamente. La intuición de Lawson respecto al funcionamiento del mecanismo demostraba que era un tipo inteligente, con una comprensión de los principios mecánicos que iba mucho más allá de lo que se podía esperar al oír su conversación habitual.
En el parabrisas la nieve empezaba a derretirse, y Harry sacó el coche al hielo triturado de la calle, donde patinó un poco hasta que aquél captó el tacto de la nieve en las ruedas; aceleró un poco y las ruedas delanteras controlaron por completo el automóvil. Dio la vuelta por la Décima Avenida, con sus semáforos sincronizados, y adelantó a los escasos coches y camiones que transitaban por el asfalto con sus pesadas cadenas. Más frecuentes eran los coches abandonados a consecuencia de patinazos o choques. Al salir del centro, la nevada fue haciéndose más densa.
El puente estaba casi desierto, resbaladizo y traidor. Un viento desagradable soplaba a rachas sobre el río. En cuanto llegara a Nueva Jersey, pensó, la marcha sería más sencilla, puesto que el piso de la carretera habría estado menos transitado antes de la helada. Bajaron una suave colina hasta llegar a Teaneck y Lawson señaló una luz de neón frente a un caserón situado al lado de la carretera, y luego indicó un desvío. Al dar la vuelta, Harry observó que el anuncio ostentaba el nombre de Lawson.
—El anuncio del curandero —dijo el hombre, con tono más divertido que amargo—. También pago por anunciarme en los listines telefónicos de Manhattan, aunque no puedo ejercer allí. En el pasado fui cirujano, y de los buenos. En la actualidad, la mayor parte de mis pacientes son mujeres de más de cuarenta años. A las que están realmente enfermas las envío a otra parte; a las demás les hago espantosos diagnósticos y luego unas curaciones lentas y maravillosas que sólo yo puedo proporcionarles. Me compensa, como es lógico dadas mis tarifas, e incluso las ayuda a ellas en el plano psicológico. Así pues, ahora ya sabe lo que soy. Supongo que no querrá entrar a tomar una copa, ¿verdad?
Había sido una trampa premeditada, en la que una negativa sólo podría interpretarse como un insulto; Harry no vio manera de librarse dignamente de la invitación.
—No debería... —dijo.
Sin embargo, ya estaba apeándose del automóvil.
Lawson murmuró algo sobre el ama de llaves y la doncella, que debían de estar durmiendo, y empezó a guiarles hacia su estudio privado, situado en el piso superior, al que se llegaba por una hermosa escalera de nogal esculpida a mano. En aquel momento, por tercera vez, aquella voz de pesadilla gritó en el cerebro de Harry.
¡Henry!
Se asió con fuerza a la barandilla, luchando contra el incomprensible absurdo que acababa de gritar en su interior. En aquella ocasión reaccionó con más rapidez, y casi en seguida se le pasó. Lawson, empero, lo había visto todo, y le pasó el brazo por los hombros. Su voz mostró la preocupación que le embargaba, aunque aún conservaba parte de su sonrisa profesional.
—¿Es algo de los senos? —le preguntó, observando la nariz ligeramente torcida de Harry.
Éste se valió de la explicación que le facilitaba el médico y asintió rápidamente, mientras rechazaba la ayuda de su interlocutor. Quizá fuera un problema de senos, algún tipo de presión sobre un nervio; nunca había notado molestias de esa clase, pero al menos era algo más lógico que la creciente sensación de ser poseído por...
—Ya me encuentro bien.
—Le daré algo que le aliviará momentáneamente —decidió Lawson, mientras reanudaban la ascensión—. Pero será mejor que consulte a un médico, a uno mejor de lo que soy yo ahora, en el caso de que sigan dándole esos ataques. Pasen por aquí.
Les indicó una puerta del segundo piso y les introdujo en una salita decorada con cuero blanco y madera clara que daba a un dormitorio. Recogió los abrigos y luego preparó unas bebidas en el pequeño mueble bar. Echó un pellizco de unos polvos blancos en un vaso y se lo tendió a Harry.
—Es un sedante suave. No le impedirá conducir —le explicó.
Harry lo probó lleno de dudas, pero no encontró ningún sabor a droga, y el licor le ayudó a disipar los residuos de aquella pesadilla que acababa de vivir despierto. Se lo tragó. La tensión empezó a desaparecer, reemplazada por una sensación de vago bienestar. Sin embargo, no tuvo sensación alguna de amodorramiento. Quizá Lawson supiera lo que hacía.
El médico se había vuelto hacia Galloway y le señalaba un aparato de madera y latón, de tosca hechura, protegido por una cubierta de vidrio.
—Ésta es la máquina psiónica original. Diagnosis mágica. —Alzó la tapa y comenzó su demostración—. Se pone una gota de sangre del paciente, la sangre es vida, ¿saben?, en esta cazoleta y se tapa; es un truco para impresionar, claro. Luego se frota esta varilla con un pedazo de piel de gato y se toca aquí; con eso se carga el electroscopio hasta que las dos láminas de oro que posee se repelen y se separan. Entonces se coloca una mano en la placa de latón y se hace una serie de pases sobre el cuerpo de uno, el de uno mismo, no el del paciente, para legrar el efecto mágico completo, con la mano que queda libre. Cuando las láminas caen, ya está. ¿Comprenden el truco?
Galloway frunció el ceño sin saber qué contestar, pero Harry asintió.
—Claro. Funciona como un tosco detector de mentiras. Cuando uno cree que ha localizado el problema, las manos empiezan a sudar. Eso aminora la resistencia lo suficiente para que ese trasto se descargue a través de uno. Pero, ¿quién puede tragarse eso?
—La mayoría de mis pacientes. Utilizo uno de esos aparatos en mi consulta. Naturalmente, les efectúo también un reconocimiento habitual después, pero es precisamente esa parte la que les atrae y por la que me pagan. También ha convencido a un buen número de hombres deseosos de creer en los fenómenos psíquicos.
Harry volvió a llenar su vaso en el bar, al tiempo que estudiaba el sencillo aparato. Había oído hablar de él como prueba de los fenómenos psiónicos, pero nunca lo había visto. Resultaba reconfortante escuchar a Lawson hablar de él con tanta franqueza.
—Un nuevo ejemplo del deseo de creer que engaña hasta a los más observadores, ¿verdad? —le preguntó.
—¿Usted cree? —repuso Lawson con una sonrisa, mientras su rostro adquiría una expresión de profundo interés—. Harry, con este aparato he diagnosticado cosas que no podía explicarme sin él. Por cierto, no es demasiado sorprendente que así sea, pues funciona como un tablero ouija, que hace surgir lo que hay en el subconsciente del cerebro del que lo usa. Pero dígame cómo es posible que tal cerebro señale un tumor demasiado pequeño como para aparecer en las radiografías y que está totalmente enmascarado por otras cosas que justifican completamente y por sí solas los síntomas del paciente. Personalmente, considero que este pequeño artilugio es más digno de estudio que cualquier cosa que haya divulgado Rhine. Se puede argüir que funciona extrayendo lo que captamos por observaciones subliminales... pero en tal caso sería mejor que estudiáramos tales observaciones. ¡Es una lástima que no podamos hacer una demostración! Sin embargo, como le prometí a Ted, les demostraré cómo se hace el principal test de Rhine. Vengan por aquí.
Tomó de un estante un mazo de cartas y las extendió sobre la mesa. Había en ellas cinco tipos de símbolos muy sencillos —una cruz, un círculo, y otros—, y cinco cartas de cada uno de ellos.
—La probabilidad de acertar es de uno entre cinco. ¿Quiere probar usted, Ted? Harry puede ir sacando las cartas y usted intenta adivinar cuáles son. Yo iré tomando nota. Hágalo tres veces con todo el mazo y veamos qué resultado obtiene.
Harry se levantó, dejando su bebida. No tenía intención alguna de participar en aquel disparate, pero las cartas estuvieron en sus manos antes de que pudiera protestar. Lawson fue a por papel y lápiz y le hizo un gesto para que empezase. Galloway aguardaba impaciente. Maldita sea...
Luego comenzó a pasar cartas mientras Galloway las cantaba y Lawson comprobaba los aciertos y los fallos. Terminaron antes de lo que había pensado, y Galloway volvió la mirada hacia el doctor con una expresión de franca esperanza.
Lawson movió negativamente la cabeza.
—Catorce: entra en los límites normales del azar. Puede usted considerar como supersticiones esas percepciones de que me hablaba, Ted. En lo referente a fenómenos psi, es usted totalmente neutro, al menos según este test. ¿Qué le parece si hacemos ahora la prueba con Harry?
Al ver la dolida expresión de Galloway, Harry no se atrevió a oponerse al cambio de lugares. Al fin y al cabo, era sólo una broma. Fuera como fuese, los resultados serían únicamente producto del azar, no tendrían importancia alguna. Además, aquel test era muy elemental, y no como los conjuros que acostumbraban a contarse en las conversaciones que había escuchado en el club. Trató con toda franqueza de relajar su mente y empezó a responder con lo primero que le venía a la cabeza.
Lawson sumó el resultado con rostro inexpresivo mientras Galloway llenaba otra vez los vasos. Luego, el médico se dejó caer en el asiento situado frente a Harry y movió lentamente, su lápiz metálico hacia adelante y hacia atrás.
—Esta vez no he tenido que contar nada. Tiene un cero absoluto: ni una respuesta correcta.
Galloway estaba notoriamente complacido. Harry también.
—Supongo que eso indica que soy un cero absoluto para esto —dijo, tratando de hacer un chiste.
—Si no es un caso de pura suerte, y el resultado es demasiado bueno para pensar en ello, me temo que este cero absoluto prueba que está usted cargado hasta las orejas de poderes psi —le contestó el médico.
Galloway frunció el ceño, pero el médico asintió y dijo:
—Así es. Un resultado negativo es tan importante como uno positivo. Indica que la mente es capaz de adivinar las cartas, pero que o bien rehuye las respuestas correctas, o bien las encubre por alguna razón. Si no fuera así, sería de esperar que al menos hubiese acertado unas pocas. ¿Ha sido usted un niño prodigio? ¿Aprendió a hablar o a leer a una edad increíble, o algo por el estilo?
—No —respondió Harry. Luego suspiró. Inevitablemente, siempre surgía tarde o temprano alguna circunstancia que hacía necesario revelar la verdad; era algo a lo que ya tendría que haberse acostumbrado—. No lo sé. Mis padres murieron en un accidente, según me han contado, pero no lo recuerdo. Me parece recordar un incendio, quizás el coche se incendió, pero antes de eso nada. Entonces tenía diez años, y el primer recuerdo auténtico que tengo es el de mi tutor visitándome en el hospital y diciéndome que no debía preocuparme por nada. He pasado un sinfín de pruebas psicológicas, pero nadie ha podido decirme nada acerca de mi amnesia. Los primeros diez años de mi vida están simplemente en blanco.
Por lo menos, Lawson tuvo la delicadeza de no empezar a rezumar compasión por algo ya muy lejano en el tiempo y que ahora se relacionaba con Harry a un nivel que nada tenía que ver con las emociones. Asintió y dijo:
—Amnesia traumática. Es un caso raro, pues en la mayoría de las ocasiones resulta ser falsa, pero a veces sucede, y hasta puede ser permanente. Me pregunto si tendrá algo que ver con la actitud totalmente negativa que muestra hacia los fenómenos psi. Quizá sea un bloqueo fabricado por su subconsciente, porque tuviera usted algún presentimiento antes del accidente, confundiera causa y efecto y se creyera responsable de lo que sucedió. Probablemente, podría descubrirlo si me permitiera hipnotizarle y superar el bloqueo, lo que resultaría más sencillo que intentar curar la amnesia. ¿Querría mirar fijamente este lápiz y dejarme intentarlo?
—¡No!
—De acuerdo, de acuerdo —respondió Lawson, que pareció aceptar la respuesta como si la esperara—. En ese caso, mantenga la mirada apartada del lápiz, Harry, porque un objeto brillante como este lápiz moviéndose así, adelante y atrás, es casi lo más hipnótico que puede haber. Así es como funciona el hipnotismo. Se centra toda la atención de uno en algo que se mueve cadenciosamente y lo primero que uno nota es que no puede apartar la mirada. Resulta fácil dejar relajada la mente mientras el lápiz se mueve adelante y atrás.. Uno tiene conciencia de lo que sucede pero no le importa. Naturalmente, hasta que se siente sueño, uno se sabe completamente seguro... Seguro de descansar... El lápiz sólo le hace sentirse un poco dormido, cómodamente dormido.. Es fácil quedarse dormido cuando se está tan seguro... Tan seguro... Tanto sueño..
Harry sabía que estaba siendo hipnotizado. En ningún momento perdió la conciencia, pero se relajó más y más, al tiempo que se sentía deliciosamente seguro y dormido. Había en su estado una especie de sensación familiar. Oía la voz de Lawson y respondía sin pensar. La confortable voz de Lawson siguió hablándole durante un buen rato acerca de cómo podía encontrar las respuestas correctas, de cómo el bloqueo de su mente era algo que le había sido impuesto —y que no podía ayudarle en nada— y de cómo explicar toda la verdad le resultaría mucho más fácil. Todo le parecía muy cómodo y tranquilizador, y no había nada a lo que pudiera poner reparos. Una parte de su mente incluso se daba cuenta de que sus preocupaciones sobre las órdenes posthipnóticas no eran sino tonterías, pues Lawson no le estaba dando tales órdenes. Se daba perfecta cuenta de que estaba siendo hipnotizado, pero se sentía más bien a gusto. Lawson era un magnífico hipnotizador, decidió perezosamente. Debía haberlo dicho en voz alta, pues Lawson asentía, sonriente. Entonces, ante la tranquila sugerencia que éste le hiciera de que ya estaba totalmente despierto, se encontró otra vez plenamente consciente, bajo la mirada escrutadora de un Galloway perplejo y un Lawson sonriente.
El doctor dejó el lápiz.
—Un truco sucio, Harry. Le he obligado a ello, pero ya le he advertido de que carezco de ética médica. Ahora tengo curiosidad por saber lo bien que puede hacer el test con respuestas positivas. ¿Qué le parece? ¿O prefiere ceder a un arrebato de locura y hacerme pedazos?
Harry soltó un juramento para sí. Luego sonrió con ironía.
—Muy bien, doctor, caí en su trampa. Además, me ha entrado de repente la curiosidad; así que adelante con ese test.
En aquella ocasión, el test fue más elaborado. Lawson dio a Galloway una caja y le envió al baño a barajar las cartas; luego las puso otra vez en la caja y la selló. Después, tendió a Harry lápiz y papel y le instruyó para que escribiera lo primero que le pasara por la cabeza y siguiera hasta que no supiera qué poner. Aquella era una prueba de clarividencia, no de telepatía, y los resultados se comprobarían al abrir la caja; hasta entonces, nadie sabría cuál era el orden real de las cartas.
Harry contempló el papel e intentó imaginar alguno de los signos de antes. No se le ocurrió nada. Sólo pensaba en el dos de picas. Frunció el ceño, sonrió y escribió aquello. Escribiría cualquier loca idea que rondara su cabeza y luego vería qué pasaba con la prueba. Al fin y al cabo, aquello concordaba con las instrucciones que había recibido. Alzó el lápiz.. y el cinco de diamantes acudió a su mente. Aquella vez dudó, pero Lawson muy bien podía haber utilizado un tipo de mazo diferente, uno más grueso quizá, de modo que Harry podía haber percibido inconscientemente el cambio. A continuación apuntó un comodín y luego siguió a más velocidad, sin entretenerse en contar. Cuando no se le ocurrieron más imágenes, le entregó a Lawson el papel.
—¿Baraja de canasta? —preguntó.
El rostro de Galloway cambió de color, pero Lawson se limitó a asentir.
—Puede haberlo adivinado al oír cualquier leve ruido cuando Galloway las barajaba, pues un mazo doble es difícil de manejar —dijo el médico—. Veamos qué descubrimos en la caja antes de concederle crédito.
La primera carta era el dos de picas, la siguiente el cinco de diamantes, y la tercera un comodín. A la quinta carta, Harry estaba sudando. A la décima, tenía frío y se le revolvía el estómago. En la caja había ciento ocho cartas y al final, en el papel que tenía ante sí, había ciento ocho marcas que indicaban las respuestas acertadas.
—¿Cuáles son las posibilidades matemáticas de que suceda algo así? —preguntó Lawson, con voz queda.
El cerebro de Harry trató de hacerse una pequeña idea. Era una suma astronómica, una suma irreal. Más irreal aún que la posibilidad de la clarividencia. Más irreal que cierto diabólico...
—Quiero irme a casa —se oyó gritar a sí mismo, como si fuera un niño pequeño y perdido.
Estaba de pie y se dirigía a la puerta, a punto de bajar la escalera. Antes de que Lawson llegara hasta él y tratara de sujetarlo, ya había puesto el pie en el primer escalón.
—Quiero irme a casa.
—Bueno, muchacho, te llevaremos a casa.
La voz de Lawson venía desde una distancia increíblemente grande, extraña. Pero eso ya no importaba.
Algo en la mente de Harry pareció contraerse hasta convertirse en un túnel pequeño y hermético, para después dirigirse velozmente hacia el exterior, chocar con una frialdad dura e impenetrable, y regresar de rebote hacia él.
¡Henry!
Y otra cosa encerrada en su mente gritó y se sumergió en otro túnel que le llevó lejos, dándole vueltas entre lo infinito y lo infinitesimal. Se tambaleó, buscó a ciegas a Lawson en su impotencia, y por último se desplomó en la escalera, vomitando entre violentas contracciones de estómago, mientras perdía el conocimiento.
3 - Inclinación
Hacía mucho tiempo que Ted Galloway no contemplaba la aurora. La última vez había sido en la escuela superior con aquella chica —¿cómo se llamaba?—, la que se había casado con aquel joven rico de la Colgate. Por aquel entonces había llegado incluso a escribir un par de poemas sobre la aurora, bastante bonitos según recordaba. Eso había sido antes de saber que ya no se creía que la poesía tuviera que ser bella; lo que se escribía tenía que poseer el sesgo que considerase correcto el círculo de poetas establecidos, los que ganaban dinero escribiendo libros sobre las vidas de sus compinches. Naturalmente, él no había sido uno de ellos.
Suspiró, cansado, y se volvió para echar una ojeada al asiento trasero, donde se hallaba tendido el joven Bronson. Parecía dormir todavía. Cualquiera que fuese la droga que le había dado el doctor Lawson, era capaz de tumbar a un caballo. Igual que el medicamento que le había dado a él para su malestar. Todavía se sentía un poco raro, pero no le molestaban en absoluto la cabeza ni el estómago.
Volvió a mirar hacia el puente, a través del parabrisas del Citroen. A la luz del alba parecía distinto. Los colores adoptaban una suave transparencia y los contornos se fundían de un modo que ya casi había olvidado. «Corot», murmuró para sí.
Lawson redujo la marcha y dejó caer las monedas en la máquina automática del peaje. Parecía no haber oído al periodista, pero apenas reanudaron la marcha por el nivel inferior asintió visiblemente. Había poco tráfico, pero las carreteras estaban todavía sucias. Sin embargo, conducía aquel coche, al que no estaba acostumbrado, de un modo casi automático.
—Tiene razón, es como una de esas pinturas de Corot —asintió, sin un asomo de la altiva condescendencia que muchos hombres de su nivel de ingresos mostrarían ante un columnista del tres al cuarto que pretendiera hablar de arte—. ¿Ha conseguido el reportaje que buscaba, Ted?
Galloway sonrió con una mueca.
—Desde luego. Caso de que quiera usarlo. Un médico embustero que utiliza máquinas absurdas con mujeres menopáusicas. Algo cínico, claro, como se supone que han de ser mis artículos.
—Bien —repuso Lawson—. Si quiere, utilice mi nombre. No me causará daño alguno. La mayor parte de mis pacientes ya están advertidos contra mí, pero siguen acudiendo de todos modos.
Galloway suspiró. De vez en cuando, tenía ataques de ética. No podía poner en ridículo a un hombre que le gustaba. Embustero o no, Lawson parecía ser un tipo simpático. Después de que al muchacho se le pasara la excitación causada por la sesión de Clarividencia, Lawson había seguido cuidándole durante toda la noche; al menos había estado despierto y había velado el balbuceo delirante de Bronson cuando éste se había levantado para ir al baño.
Lo malo era que aquella noche no podía proporcionarle otra idea distinta para un artículo. Los Primates habían resultado ser muchísimo más normales de lo que había pretendido hacerle creer aquel pomposo Emmett; tal vez estuvieran chalados, pero no tenían el color que él necesitaba para el artículo. Y desde luego no podía presentarle al director lo del test de las cartas sin disponer al menos de mil testimonios por escrito asegurando qué había sucedido en realidad. El tema que más le gustaba al director era la astrología, no las cartas. No veía nada utilizable.
—¿Cuántas posibilidades cree que hay de que ocurra un hecho como el que hemos presenciado? —preguntó.
Lawson se encogió de hombros.
—Tanto da. Es un número demasiado alto. En teoría hay tantas probabilidades de que ocurra la primera vez como la billonésima. Pero a veces creo que las matemáticas no son el camino adecuado, y que las llamadas leyes de probabilidad se basan en la pura superstición. No parecen funcionar de modo consistente. ¿Cuál se considera la mano perfecta en el bridge?
—¿Eh? Trece picas, supongo.
—Hay otra mejor. Diez de un palo hasta el as, rey y reina, y los otros tres ases. Ponga todos los demás honores en la mano del adversario. En el caso de que uno quede vulnerable, se consiguen como mucho dos mil quinientos puntos para el gran slam, si va sin triunfos y está doblado y redoblado. No es divertido jugar así, pues está todo sobre el tapete, pero es una mano perfecta y las posibilidades de que salga son muy pocas. Sin embargo, he oído hablar de un abogado llamado Charles Grimes que la consiguió dos veces en un año.
—¿Cree entonces que esa maravilla que hemos visto con las cartas es simplemente una enorme casualidad? —preguntó Galloway.
Lawson se encogió de hombros otra vez y dobló por la avenida West End.
—Prefiero no creer nada. Aprendí matemáticas y los procesos aleatorios cuando era lo bastante joven como para creer en absolutos. Al mismo tiempo aprendí muchas cosas sobre ética médica, y me costó muchos años de experiencia madurar lo suficiente como médico para empezar a dudar de aquella ética que aprendí. Entonces hice cosas por las que antes habría crucificado a cualquier otro hombre. No hay nada que sea tan seguro como nos gustaría creer.
—Pero esa serie de aciertos con las cartas ha sido algo total y absoluto.
—Así parece. Se le puede llamar casualidad o se puede buscar una respuesta mejor, pero ¿cree usted que un hombre capaz de hacer una cosa así dejaría que otro hiciera pruebas con él? No, no querría que tal facultad se conociera, y desde luego preferiría hacer con ella cosas mejores en vez de juegos de cartas conmigo o con el grupo de Rhine.
Tenía sentido, y Galloway notó que le embargaba una súbita sensación de descanso. Frunció el ceño. Llegaba tarde para redactar su columna, que tenía que estar terminada al mediodía. Quizá si llamaba a un actuario de seguros que conocía y utilizaba lo sucedido la noche anterior como alegato contra las estadísticas calculadas por él, todavía podría cocerse una buena historia. Al menos tendría un punto de partida sobre el que trabajar. La mayor parte de sus lectores disfrutarían al ver por los suelos a un experto.
De todos modos, aquel asunto de que las cosas venían de tres en tres se suponía que era una superstición, pero él había comprobado en numerosas ocasiones que era cierto. Una vez había ganado la apuesta quíntuple en las carreras de caballos al día siguiente de acertar la doble. Aquello le había dado para un año en París, en un intento de escribir un libro serio. No había logrado nada, pero...
Estaban ahora en las primeras calles Setenta y Lawson encontró espacio para aparcar frente a un viejo y sólido edificio.
—Hemos llegado —anunció.
Bronson todavía parecía dormir, pero en cuanto el médico abrió la portezuela de atrás y le habló empezó a desperezarse. Su rostro era inexpresivo, pero siguió las órdenes con toda exactitud. Abrió los ojos, bajó del coche y echó a andar detrás de Lawson como un autómata; entraron en el edificio y tomaron el ascensor.
—Actúa como un zombi —comentó Galloway.
La boca de Lawson dibujó una amarga sonrisa.
—Por el momento —dijo— es un zombi. La droga que le he dado se utilizaba al principio para convertir a un individuo en lo que se ha dado en llamar «muertos vivientes», aunque la he refinado hasta lograr una dosis inocua que le permitirá recuperarse lentamente. He hecho gran número de investigaciones sobre drogas extrañas desde..., desde que me convertí en lo que soy.
Tomó el llavero de Bronson y abrió la puerta del piso de éste, dirigiéndose a continuación hacia el dormitorio, acompañado del joven sonámbulo.
Galloway se quedó en el recibidor y silbó quedamente mientras grababa en su mente el escenario en que se hallaba. El piso no era mayor que su propia buhardilla, pero allí terminaba toda semejanza. Aquel lugar olía a dinero y a un natural buen gusto, falto de ostentación. Aunque trabajara como un esclavo toda su vida, no podría lograr lo que Harry tenía sin necesidad de hacer el más mínimo esfuerzo. Con todo, no sentía ninguna envidia, pese a que le hubiera gustado poseer un par de cuadros de los que colgaban de la pared.
—¿No hay peligro si dejamos solo a Bronson? —preguntó a Lawson, cuando éste apareció por fin.
—Estará perfectamente hasta que vuelva a visitarle.
A pesar de aquella respuesta, en los ojos del médico se adivinaba una tensión contenida cuando se volvió hacia la puerta que acababa de cerrar.
—Se ve que hay algo más grave que lo sucedido con las cartas, Ted, y yo tendría que haberlo descubierto antes de someterlo a la hipnosis. Por lo que balbuceaba he deducido que está, diríamos atormentado por una pesadilla, por una mujer. Si no se hace algo rápidamente se encontrará en auténticas dificultades. ¡Qué tonto soy, maldita sea! Sólo un estúpido utiliza la hipnosis sin conocer todos los hechos que rodean al hipnotizado. ¿Le llevo a alguna parte?
Galloway parpadeó ante el repentino cambio de tema.
—¿En qué?
—En el coche de Harry. Me lo voy a llevar prestado, pues es el más adecuado para ir por carretera en estas circunstancias. Tengo que ir a un punto del norte del estado, a un sanatorio privado al parecer. Sin embargo, dispongo de tiempo suficiente para acercarle al centro.
Galloway le dio las gracias, pero prefirió marcharse andando y tomar el autobús de Broadway, con la excusa de que el aire frío le ayudaría a aclararse un poco. No se imaginaba pidiéndole a Lawson que parara por el camino para hacerse con el Morning Teíegraph antes de llegar a la oficina.
Resultó una idea muy acertada. Había un caballo, inscrito como Ultimo Favorito, que se cotizaba veinte a uno. Galloway tuvo el presentimiento de que su suerte estaba a punto de cambiar.
4 - Presentimiento
El zumbido del teléfono despertó a Harry, pero dejó de sonar antes de que fuera capaz de identificar el sonido. Abrió lentamente los ojos y llegó hasta él la luz del día que se filtraba por las rendijas de las contraventanas. Se sentía fatigado, como si hubiera pasado la noche trabajando en un diseño muy difícil. Sus pensamientos parecían envueltos en una capa de algodón.
Luego, comenzó a aclararse y le vinieron a la memoria los hechos por los que había pasado, junto a la difusa certeza de que Lawson y Galloway le habían acompañado y le habían dejado en la cama. Era sorprendente que aquel truco de salón con la baraja le hubiera afectado de tal modo, cuando sabía de varios magos que probablemente podían repetirlo. Debía de haber bebido demasiado. Sin embargo, no notaba los efectos de la resaca. De hecho, estaba empezando a sentirse sorprendentemente bien, como si una oscura presión hubiese desaparecido repentinamente de su cerebro.
El teléfono sonó otra vez y lo descolgó.
—Hola, Phil.
La voz de Lawson tenía un tono jovial y divertido.
—¿Conque por fin has despertado? ¿Sabes qué día es hoy, Harry?
—Claro. Lunes por la mañana.
—Qué va. Miércoles por la mañana. Has pasado cuarenta y ocho horas bajo la acción de un sedante. Ayer por la noche, cuando pasé por ahí para ver cómo seguías, tenías un aspecto excelente, por lo que supuse que hoy ya estarías de pie. ¿Cómo te sientes?
—Bien.
Harry comenzó a disculparse por los problemas que le había causado, pero el médico le interrumpió.
—Fue culpa mía, maldita sea. Debí haber advertido que tenías un poco de fiebre, antes de someterte a ese truco de la hipnosis. Ya te advertí que hace tiempo que no practico la medicina. Me temo que no estabas en condiciones de someterte a esos estúpidos trucos. Sea como fuere, me he llevado prestado tu coche durante este tiempo, así que creo que estoy en deuda contigo. —La voz de Lawson se hizo de repente más grave, con un evidente tono profesional—. Ahora ya debes estar perfectamente, Harry, pero tómatelo con calma. Desayuna en abundancia, toma mucha sal y luego quédate en casa y haz el vago todo el día. Seguramente no habrá ningún problema, pero en el caso de que notaras la más mínima sensación de vértigo, llámame. Estaré todo el día en la consulta. Te he dejado el número, aunque también lo puedes encontrar en el listín, por supuesto. ¿De acuerdo?
Harry le dio las gracias y se dispuso a seguir sus instrucciones respecto al desayuno. En la cocina había indicios de haber sido utilizada. Lawson debía de haberse cocinado algo mientras él estaba bajo los efectos de la droga, pero los platos habían sido lavados y ordenados más o menos como estaban. Harry se preparó café y luego se dedicó a buscar una baraja, que mezcló mientras se cocían los huevos pasados por agua. Luego se sentó con un papel y un lápiz para hacer una lista mientras tomaba el desayuno.
En aquella ocasión le pareció difícil captar sensación alguna respecto a las cartas, hasta el extremo de que tuvo que contar lo que apuntaba para verificar que hubiera cincuenta y dos anotaciones en la lista. Cuando comprobó ésta con las cartas de la baraja, encontró solamente tres respuestas correctas. Era algo más de lo que se podía esperar por puro azar, pero no lo bastante. No parecía haber traza alguna de precognición. Suspiró ligeramente y apartó las cartas, convencido por fin de que Lawson había practicado con él un truco de magia amateur.
Le esperaban el correo y los periódicos, y comprobó entonces que realmente era miércoles. No parecía haber nada importante. Uno de los sobres contenía una galerada del próximo artículo de Galloway. Le echó una mirada y lo encontró razonablemente ajustado a la verdad en lo poco que a él se refería; parecía que Galloway también había caído en el truco de Lawson, que era probablemente lo que el médico pretendía. El resto del artículo era el típico intento del profano de desacreditar la teoría de la probabilidad, y no estaba muy bien logrado. Dejó de lado el correo y decidió que era un buen día para descubrir por qué el magnetofón había comenzado de repente a deformar el sonido de un modo tan exagerado.
El teléfono le interrumpió de nuevo, en el preciso momento en que manipulaba con todo cuidado un resorte para colocarlo otra vez en la clavija correspondiente. Alzó la mano y el muelle salió disparado hacia algún punto de la sala. Masculló un juramento y fue a contestar.
—Hola, Nettie. ¿Qué tal por Florida?
Al otro lado del teléfono se oyó un grito sofocado.
—¿Cómo lo has adivinado? ¿Cómo has sabido dónde estaba? Ni siquiera mi esposo está enterado. Harry, si me estás espiando...
Harry se dijo a sí mismo que aquellas preguntas eran realmente curiosas. Mientras se estrujaba el cerebro tratando de encontrar una respuesta, recordó que hacía un rato también había sabido que era Lawson quien llamaba, antes de oír la voz del médico.
Al final, Nettie pareció olvidarse del tema, en especial porque estaba tan enfrascada en su reciente decisión de divorciarse que nada más le importaba. La escuchó hablar y hablar, intercalando de vez en cuando las respuestas adecuadas. Quedó libre por fin, después de invitarla a cenar un par de bistecs descongelados, si es que quería pasar a verle.
Cuando volvió junto al magnetofón todavía pensaba en aquel extraño suceso. Adivinar la llamada de Lawson tenía cierta lógica; el doctor querría saber cómo estaba y era fácil que llamara para enterarse. Sin embargo, la llamada de Nettie era algo muy distinto. Si hubiera sabido que ella estaba en la ciudad, podía haber adivinado que iría a visitar a su madre; pero aunque así fuera, ¿por qué pensar que le iba a llamar aquella mañana? A no ser que en la respiración de Nettie hubiera algo que pudiera reconocer por teléfono antes de que dijese nada. La vez siguiente procuró esperar un poco antes de utilizar el nombre del que efectuaba la llamada. Sin embargo, esta vez sólo se trataba de Fred Emmett, el cual no tenía nada importante que decir acerca de su reunión con Sid Greenwald; más que proporcionarle información, el hombre trataba de sonsacar detalles sobre lo que representarían los nuevos porcentajes de compresión para las carreras.
La comida con Nettie fue un pequeño error. Con un marido poco amistoso pero de gran solvencia económica, ella había sido para él una compañía bastante anodina, aunque agradable. Ahora, al optar por la libertad, había algo demasiado calculado en su manera de observarle a él y a su apartamento. Pero el temor adolescente a ser dirigido por la gente había sido mitigado desde entonces por la experiencia. La dejó charlar y charlar hasta medianoche, antes de hartarse de ella. Luego puso los platos en el lavavajillas, hizo unas cuantas pruebas rápidas en el magnetofón ya arreglado y decidió acostarse. Al día siguiente empezarían todas las dificultades.
Apartó esos pensamientos de su mente, maldiciéndola. ¿Todavía con la estúpida idea de que quizá tuviera dotes premonitorias?
El último pensamiento que tuvo fue el de que no iba a tener pesadillas ni habría voces llamándole por su nombre. Y así fue, aunque tuvo la extraña sensación de que algo trataba de colarse en su mente, algo con unas ideas que nada tenían que ver con las suyas. Se dio la vuelta, medio despierto, y la sensación pareció difuminarse.
La mañana siguiente comenzó bastante bien. Lawson llamó por teléfono y estuvo muy satisfecho con lo que Harry le contó. Galloway hizo también una llamada —que pareció verdaderamente sincera— interesándose por su salud. Luego, Tina Hillery bromeó con él acerca del artículo aparecido en Voice. En una ocasión, él le había tomado el pelo a ella sobre su obsesión con la astrología, por lo que aquella venganza no dejaba de ser una broma. Además, ella siempre disponía de buen número de chismorreos bien intencionados acerca de la vida y milagros de varios Primates. Cuando por fin colgó el teléfono, Harry seguía riendo de sus ocurrencias.
Sin embargo, tras la segunda taza de café notó que comenzaba a sentirse en tensión. Intentó liberarse de ella, pero su razón no parecía obedecerle. Aparentemente, ahora que su mente había tenido una prueba de que podía hacer milagros, se negaba a abandonar el tema y empezaba a intentar por sí misma hacer algunos más. Si algo desagradable salía de todo aquello, dispondría de una prueba más; si no sucedía nada, esperaría simplemente a que surgiera otra cosa más tarde. No era extraño que fuera tan difícil socavar la fe de individuos menos racionales. ¡Aún se vería a sí mismo bebiendo té en lugar de café, para leer el futuro en las hojas del poso!
Entonces, de pronto, algo pasó por su mente. Té... Sin embargo, no pudo seguir aquel pensamiento y su cerebro continuó dando vueltas a la idea que le preocupaba.
Estaba inclinado sobre el teléfono en el momento en que éste sonó de nuevo, y lo descolgó a la primera señal. No hubo, empero, posibilidad alguna de anticipar la identidad del que llamaba, pues antes de llevarse el auricular al oído ya escuchó la voz que espetaba:
—¿Henry? Aquí Charles Grimes. ¿Qué diablos significa todo lo que estamos recibiendo en la oficina? Al parecer, tu nombre figura en un periódico, en un artículo que habla de adivinación. Les podemos perseguir judicialmente por ello. ¿O no podemos?
—Me temo que no, tío Charles. —No había relación alguna de consanguinidad, pero aquel título de cortesía se había convertido ya en un hábito—. El reportaje de Galloway explica con bastante aproximación lo que pasó en realidad. Sea como fuere, no me perjudica.
—¿No te perjudica? ¡No le perjudica! —Resultaba patente que la confusión de Grimes crecía por momentos. Luego bajó el tono de voz, como si estuviera haciendo un tremendo esfuerzo por controlarse—. Muy bien, Henry. Muy bien. Si tú ves las cosas así.. Sin embargo, creo que será conveniente que te acerques por aquí. ¡Y no tardes todo el día! Tenemos que charlar un rato.
—Media hora —asintió Harry, colgando antes de que llegara hasta él la habitual advertencia de que no se retrasara ni un solo minuto.
Se sirvió otro café y se llevó la taza al baño. No tenía intención alguna de presentarse ante la pupila de Grimes, Ellen Palermo, con barba de tres días, y además una pequeña espera le recordaría a tío Charles que ya no podía seguir imponiéndole órdenes tajantes.
Durante los veinte años de que Harry tenía memoria, Grimes siempre había sido la voz de la autoridad. Fue Grimes quien explicó a un chiquillo amnésico y asustado los hechos que habían conformado su vida hasta aquel accidente, quien se preocupó por sus estudios y quien en ocasiones había pensado por él. Pero nunca había sido una relación pacífica. Incluso en «u período juvenil de rebeldía contra los mayores, Harry había advertido en múltiples ocasiones que el viejo desempeñaba su labor con la mayor honradez posible; sin embargo, había algo en él que destrozaba los nervios de Harry, y estaba seguro de que el sentimiento era recíproco. Desde la gran batalla desencadenada por la decisión de Harry de cambiar los estudios de derecho por los de ingeniería, se habían visto lo menos posible.
Por desgracia, el resultado era que ahora veía menos a Ellen. Ésta ya estaba bajo la tutela de Grimes antes que Harry, pero ambos habían ido a colegios diferentes y allí habían pasado la mayor parte del tiempo, hasta que Harry regresó del ejército. Entonces había encontrado a aquella muchachita descarada e insoportable transformada en una mujer tremendamente atractiva. No se la podía llamar bonita, pero sus ojos castaños estaban llenos de viveza y las ocasionales sonrisas que iluminaban su rostro habían acelerado el corazón de Harry desde el primer día. Durante una corta temporada, éste había creído que tal sentimiento era mutuo.
Luego ella pareció encerrarse en un caparazón. Siempre se las ingeniaba para estar demasiado ocupada para verle, excepto en los encuentros casuales, o cuando iba a ver a Grimes. Harry estaba seguro de que no se trataba de otro hombre, y él no parecía caerle mal a la muchacha, pero estaba claro que entre ambos había una extraña tensión. Él achacaba la culpa a la influencia de Grimes, aunque no tenía prueba alguna al respecto.
A pesar de todo, cuando visitaba al anciano abogado, conseguía a veces arreglárselas para ir con ella a comer; aquella podía ser una de tales ocasiones, por lo que se esmeró para tener el mejor aspecto posible.
Grimes era el propietario del edificio donde vivía Harry. Ocupaba un enorme apartamento en la última planta, al que se accedía por un ascensor privado. Todavía mantenía un bufete en el distrito financiero, pero pasaba la mayor parte del tiempo en su casa, donde Ellen se había hecho cargo gradualmente del trabajo de secretaria.
Grimes en persona contestó al comunicador y Harry vio que no era aquella una de las felices ocasiones en que tenía la oportunidad de ver a la muchacha. No había ni rastro de ella. El abogado no le dio tiempo para preguntar.
—¡Cuánto has tardado!
Harry se dispuso a responderle con sequedad, pero se contuvo antes de empezar. El anciano no tenía buen aspecto. Su cuerpo endeble parecía más delgado que nunca, y la piel de su rostro estaba apergaminada. Sólo su salvaje mata de pelo grisáceo mantenía su aspecto, e incluso ésta disminuía de tamaño, según pudo apreciar Harry por primera vez.
—Lo lamento, tío Charles —dijo.
Grimes suspiró, pero pareció algo más relajado tras aquella simbólica disculpa. Le indicó el camino hacia su despacho y le hizo tomar asiento en una silla dispuesta frente al escritorio. Cuando tomó asiento pareció indeciso por un instante. Tomó el recorte del Voice y luego lo dejó a un lado. Tensó sus finos labios. Después sacó una ficha amarillenta de un archivador y la entregó al joven.
—Éstos son tu madre y su compañero —dijo—. Hacían las demostraciones de poderes psíquicos más atrevidas de cuantas he visto en un escenario. Esta fotografía fue tomada cuando ella anunció que se retiraba para casarse con tu padre. Una vez esperé..., pero eso no es asunto tuyo.
Harry no había visto nunca un retrato de su madre. Estudió aquel viejo recorte de revista, sorprendido por la ausencia de toda emoción al ver la primera prueba real de la existencia de aquella persona. Sólo era para él la imagen de una mujer bastante bonita. Tenía relación con los diez años que había perdido totalmente, aquellos diez años de los que no le quedaban ni recuerdos ni emociones, y no con lo que había sido su vida real. Sus ojos repararon en el pie: «Palermo y Lavalle se separan».
—¡Palermo! —exclamó.
Grimes asintió.
—Nick Palermo, el padre de Ellen y el mejor amigo que nunca he tenido. Murió en un hospital para locos criminales adonde fue enviado por el asesinato de su esposa, a la que había amado profundamente. ¡No me vengas con que no hay nada perjudicial en todo ese asunto de lo extrasensorial!
—¡Pero si ellos lo hacían en los escenarios! —protestó Harry—. No tiene nada que ver con...
—¿Cómo que no? —A Grimes le temblaban las manos cuando retiró la fotografía y la introdujo en el archivador. En sus pálidas mejillas había dos brillantes manchas rojas—. Ellos creían de verdad en esas cosas. Ese es el diabólico peligro que presentan; son como el opio. Al principio sólo juegas con tus poderes, y al final acaban por poseerte. Hasta yo empezaba ya a creer en ellos. Comenzaron a urdir toda una vida a mi alrededor. Primero Palermo y Bronson, y luego otros que fueron encontrando. Yo sólo era al principio un abogado que les hacía de asesor financiero. Luego tuvieron una pequeña colonia. Y luego... luego se acabó. ¡Qué terrible, qué terrible! Al final regresé aquí con dos niños que mantener y proteger.
Echó hacia atrás la silla y se quedó de pie junto al escritorio, doblado hacia adelante, apoyando los nudillos en el borde de la mesa.
—¡Nada perjudicial! Henry, tu madre tuvo una visión de lo que iba a suceder, pero ¿eso la salvó? ¡No! Porque tenía que suceder de aquella manera o su visión hubiera sido equivocada, y a ella le importaban más esos presuntos poderes que cualquier otra cosa. Hizo que las cosas sucedieran tal como las había visto. ¡Tenía que hacerlo así! Y si ahora tú empiezas a hacer el tonto con esos asuntos...
Harry había escuchado todas aquellas revelaciones con una mezcla de sorpresa y de creciente compasión ante el patente trastorno que experimentaba el anciano. Sin embargo, la última frase le puso en guardia otra vez, pues recordó que en un tiempo Grimes había sido un reputado abogado de tribunales, en los que a menudo lograba inclinar al jurado hacia sus puntos de vista mediante el acertado uso de recursos emocionales, con los que lograba muchos veredictos favorables.
—¡Yo no estaba haciendo el tonto con nada! —replicó.
—¡Ni vas a hacerlo! —le interrumpió Grimes, sentándose de nuevo y mirando fijamente a Harry—. No vas a tener nada, absolutamente nada que ver con adivinaciones, tonterías extrasensoriales o cualquier otro asunto parecido, ¿me oyes? Nada de juegos. Nada de exhibiciones ante estúpidos periodistas. Y nada de seguir en contacto con ese Lawson. ¡Conozco a ese hombre! Antes era un médico muy bueno, antes de meterse en... Ahora no es una persona adecuada para que te asocies con ella.
—¿Y si no?
—Si no, te encontrarás sin un solo céntimo de la fundación —repuso Grimes con una ligera sonrisa y una mueca que hizo visibles sus apretados dientes—. Sabes perfectamente que controlo hasta el último céntimo de tu dinero, porque así elegí hacerlo. Y seguiré controlándolo hasta que me muera, mientras no lo ceda a alguien. Puedo dejarte sin un céntimo, y no creas que no soy capaz de hacerlo. Bueno, puedes llegar a conseguir una orden judicial para hacerte con ellos, pero eso te va a dejar sin nada durante años. ¡Años! 0 me prometes solemnemente dejar de inmediato esas estupideces, o estarás tan ocupada tratando de llevarte el pan a la boca que no te quedará tiempo para pensar en otra cosa.
—¿Supones que a partir de ahora tengo que aceptar que decidas hasta los amigos que he de tener? —preguntó Harry con estudiada calma. Sentía que la sangre acudía airada a su rostro al tiempo que su estómago se volvía duro y frío, pero intentó mantener un tono de voz natural.
—Lo que quiero es que dejes de lado a aquellos de los que no tendrías que serlo —repuso el anciano, con una sonrisa más amplia—. Empezando por ese amigo que te has hecho con tanta rapidez, ese Greenwald. A menos que tenga suficiente dinero para pagarse el pasaje de vuelta desde Europa, tendrás que deshacerte de él. Hasta ahora ya te has gastado una considerable fortuna en ese juguete tuyo y en el despilfarro que Greenwald está llevando a cabo para promocionarlo. No he dicho nunca ni una palabra...
—¡Siempre has estado diciendo cosas respecto a ese proyecto!
—No he dicho nunca ni una palabra, descontando algunos buenos consejos, para intentar quitarte de la cabeza esa idea de jugar a inventores. Pero si ahora te pones en contra mía, se acabó la asignación. Henry, no quiero que te vuelvas como Ellen.
—¿Qué ha pasado con ella? —preguntó rápidamente Harry.
—¡Qué más da! Se fue. hace unos meses. Y no trates de encontrarla. Es otra de las personas a las que no quiero que trates.
—Creo que esta vez te estás pasando de verdad con este pequeño esclavo tuyo —dijo Harry—. Nuestros padres se emplearon a fondo para encontrar un buen tutor, pero supongo que nunca imaginaron hasta dónde llegaría tu actuación como dictador de nuestras vidas.
Grimes se abalanzó hacia adelante abriendo la boca. Luego se obligó a volver atrás, como si tragara algo amargo.
—Tu padre sabía lo que hacía, jovencito. Todavía conservó el uso de la razón un tiempo después, después de lo que sucedió. Fue idea suya que tú nunca supieras nada de esos asuntos de percepción extrasensorial. Lo único que hago yo es cumplir la promesa que le hice. Lo prometí.. y cumplo mi palabra.
—Debes tener esas instrucciones escritas en algún sitio, supongo —sugirió Harry.
—No. —De repente pareció relajarse y asintió levemente con la cabeza. Mostró una sonrisa casi aprobatoria—. Tú ganas en eso. Pero te aseguro que voy a dejarte sin dinero a menos que obedezcas mis deseos respecto al tema. ¿Entendido?
—¡Vete al infierno! —le respondió Harry.
Grimes asintió otra vez.
—Ya conocía tus sentimientos respecto a mí desde hace mucho tiempo. Por desgracia, puede haber un camino todavía más sencillo... Puedes despedirte tú mismo, Henry.
La primera reacción de Harry apenas duró hasta llegar a su piso. El problema consistía en que él no tenía en realidad deseo alguno de desobedecer. Ni le gustaba el juego ni lo había practicado nunca, y hasta la Bolsa le dejaba totalmente aburrido. No tenía la más remota idea de cómo acercarse a los auténticos cultivadores de los fenómenos psi. No tenía razón alguna para buscar la compañía del doctor Lawson, por más amable que se hubiera mostrado con él tras las molestias que le había causado. Y ni siquiera sabía dónde podía estar Ellen. Parecía que podía ajustarse a las instrucciones recibidas del tío Charles simplemente por la imposibilidad de hacer otra cosa.
Harry también era lo bastante inteligente como para hacerse una ligera idea de lo que significaría para él tener que vivir con poco dinero. Cierto que tenía un título de ingeniero, pero el no haber hecho nada desde la licenciatura le resultaría extraño a cualquier potencial patrono. Incluso si conseguía un empleo, lo más seguro es que fuera incapaz de mantenerlo; nunca había desarrollado el hábito del trabajo que se requiere en todo empleo beneficioso. Podía trabajar como un loco en algo que le gustara, pero dudaba de poder mantenerse en un puesto rutinario.
No necesitaba comprobar su cuenta bancada. Durante su estancia en el ejército había crecido, pero la mayor parte de los fondos habían desaparecido cuando decidió enviar a Sid a Europa. Con lo que quedaba podía vivir todavía seis meses, si no había ninguna emergencia.
La emergencia ya se había presentado, como comprobó al abrir el correo. Había una carta de Greenwald en la que pedía más dinero.
También había un montón de cartas de maniáticos que habían leído el artículo de Galloway y habían sido lo bastante listos como para buscar su dirección en la guía telefónica.
Hojeó algunos de aquellos desvarios irracionales y lastimosos, y apenas miró el resto. ¿Podía ser cierto que hubiera tantas personas solitarias y faltas de afecto, cuya única esperanza residiera en hallar milagros en su propio interior? ¿Acaso tenían que poseer poderes parecidos a los divinos para probar que no eran meros animales, como parecían temer?
Sólo una de las cartas le dejó perplejo. El remitente había rodeado con un círculo parte del artículo y había escrito al margen, con toda limpieza, un comentario a tinta. Decía simplemente: «Dios tenga piedad de usted, señor Bronson». La carta venía firmada por «otra víctima como usted».
Podía haberse tratado de otra carta más de un maniático, de no haber sido por lo que le sucedió al leerla. Notó en su cabeza el lamento repentino de una mujer y en sus mejillas unas lágrimas que caían. Una sensación de vago terror le rozó y al instante se calmó. Las palabras parecieron formarse luego, poco a poco: «Ayudadnos. ¡Oh, Dios! ¡Ayúdanos a ambos! No dejes que nos cojan.»
Luego se acabó. Se tocó la cara con los dedos, pero no encontró rastro de las lágrimas que sintiera con tanta claridad.
¿Era algo psíquico? ¿O algo psicótico? Movió la cabeza. ¡Maldito Grimes! El viejo había intentado obviamente sugerirle que el primer estado llevaba al segundo. El escuchar en la mente palabras imaginarias sería en tal caso claramente psicótico, lo que parecía ser totalmente lógico. Sin embargo, aquella idea no cuadraba con el gran número de médiums que morían a edades avanzadas, sin mayor grado de locura que el que tuvieran al principio de sus vidas. Nettie había consultado a una vieja que creía poder ver la parte del tiempo llamada futuro, y la única psicosis visible que le encontró fue la excesiva necesidad de alcohol.
Con todo, Harry se daba cuenta de que se estaba desarrollando en él una persistente sensación de que podía ser capaz de ejercer poderes paranormales, lo que también cuadraba con la idea de Grimes de que la necesidad de lo psíquico se convertía en una obsesión. ¿Con qué pruebas contaba en realidad?
Podía descartar el acierto con las cartas; pudo haber algún tipo de truco, o pudo tratarse también de una coincidencia milagrosa, pero no tenía modo alguno de valorarlo. Estaba también la identificación de los que le llamaban por teléfono; aquello podía explicarse, quizá, pero tales explicaciones requerirían demasiadas especulaciones sin base. Había tenido el presentímiento de que aquél iba a ser un día agitado, pero muchos días lo eran, sin que finalmente resultaran tan malos como esperaba. Quizá debiera haber pensado que Grimes se encontraría molesto por la publicidad, no sabía a causa de qué extrañas manías.
La suma de todo aquello era igual a nada; no disponía de una base sólida para decantarse por un lado o por otro. Así pues, lo único lógico y racional que podía hacer era someterse a una prueba de la que no pudiera saber el resultado pero en la que éste le interesara lo suficiente como para poner en funcionamiento su mente. En tal caso, si conseguía la respuesta correcta, dispondría de alguna razón para seguir investigando; en caso de no acertar, se olvidaría de todo.
Ya sabía qué pregunta hacerse: ¿dónde estaba Ellen Palermo? Probablemente no había rastro de ella, pero ¿por qué preocuparse si podía hallar la respuesta por adivinación?
Se la representó en la mente e intentó situarla en un paisaje de fondo que le proporcionara una clave. Un número, una calle o algún edificio. Luego giró poco a poco sobre su silla, en un intento de hallar la dirección que pareciera correcta.
Al cabo de quince minutos se rindió. El problema no consistía en que su mente estuviera en blanco, sino en que los paisajes, direcciones y palabras surgían y se sucedían sin orden ni sentido. Le empezaba a doler la cabeza a causa del esfuerzo. Se preparó un café —estaba tomando demasiado café, desde luego— y se tomó un par de aspirinas. Su cabeza seguía pareciéndole extraña, como si unas cuantas células cerebrales se le hubiesen roto, pero el dolor desapareció.
Entonces sacó un gran mapa de la ciudad y lo extendió en el suelo. Con los ojos cerrados, empezó a moverse por encima, tratando de utilizar un lápiz como si fuera la varita de un radiestesista. La primera marca fue en medio del río Hudson, y durante un instante le afectó una profunda conmoción. Dominó de inmediato su alarmada reacción y probó otra vez. Al final, tenía la mayor parte del mapa cubierta de señales que se distribuían al azar alrededor de un punto central. Al parecer, era un completo fracaso como zahori.
Apartó el mapa a un lado, con una mezcla de alivio y de extraña desgana. Así que no era un superdotado psíquico. Simplemente, se había estado llenando la cabeza de porquería, y cuanto más tiempo siguiera en aquella situación, peor se sentiría.
Por último, encontró las llaves en el aparador donde Lawson debió dejarlas, se puso un abrigo ligero y bajó en ascensor hasta el garaje. El coche estaba recién lavado, libre de suciedad y de la sal de las carreteras, y observó que el depósito estaba lleno de gasolina. Había cosas, al menos, en las que Phil Lawson era un hombre admirable; nadie que mostrara tal respeto por la maquinaria podía ser malo del todo.
Al salir a la calle con el Citroen, advirtió que casi toda la nieve y el hielo habían desaparecido ya. El tiempo era ahora claro y la temperatura mucho más alta. No tenía ninguna idea concreta en la cabeza, y se dirigió al sur, para tomar el túnel de Lincoln y salir a Nueva Jersey. Quizá se dejaría caer por el taller, para ver si había llegado ya la nueva pieza que había pedido.
Cuando llevaba recorridas unas diez calles, tuvo la completa seguridad de que el Volkswagen canela que aparecía en su retrovisor le estaba siguiendo. Dio la vuelta por la siguiente calle en dirección este y la cruzó hacia Broadway, con el coche canela pegado aún a sus talones. ¡Maldición! Debería haber adivinado que Grimes sería tan puntilloso como para vigilar todos sus movimientos hasta que Harry prometiera obedecer sus dictados. Aunque no había razón alguna para esconder su visita al taller, no le hacía ni pizca de gracia la idea de que le continuaran espiando.
Harry continuó hasta la Novena Avenida y luego bajó hasta que se encontró en el laberinto del Village. Allí condujo al azar durante diez minutos. El otro coche todavía iba detrás, y Harry comenzó a comprender que no sabía cómo sacárselo de encima.
De repente, frenó y giró a la derecha. Tomó luego una curva cerrada a la izquierda y otra a la derecha. A media manzana giró por un callejón que no sabía ni que existiera y lo siguió sin dudar, hasta llegar a lo que parecía el final sin salida. En el último momento apareció un nuevo callejón lateral, y se las ingenió para dar la vuelta e introducirse en él. Pocos minutos después se dirigía a una de las entradas de la autopista del West Side, en dirección al norte. No había rastro alguno de su perseguidor.
Harry sonrió. No tenía ni la más remota idea de qué era lo que había sucedido realmente allá entre los callejones, ni de si se había metido en dirección contraria en alguna de aquellas callejas; simplemente, había sentido que debía ir a la derecha, y había funcionado. Quizá había ayudado a ello el estudio que antes hiciera del mapa, o quizá..
Dejó de lado aquella idea. Había hecho ya una prueba y le había salido un cero absoluto. ¡Basta ya de tanta tontería con el psiquismo!
Estaba muy ocupado recordando cómo se había comportado el vehículo para escapar y no se dio cuenta de la salida de la autopista por la calle Cuarenta y Dos. Se encogió de hombros. No importaba. Tomaría el puente por encima del río; era una ruta más larga, pero más segura a la hora de derrotar a un posible perseguidor, en el caso de que el coche canela todavía estuviera dando vueltas con la esperanza de encontrarle.
Como de costumbre, había un gran atasco de automóviles en la autopista, y se vio obligado a permanecer en su asiento hasta que por fin apareció la policía y se las ingenió para deshacer el lío. Nuevamente pensó en Ellen, y sus pensamientos no fueron muy agradables. Siempre había creído que Grimes la había adoptado legalmente. La idea de que estuviera por ahí viviendo por sí misma, con poco más para mantenerse de lo que él mismo tenía, no le causaba ninguna satisfacción.
Podía poner un anuncio en el periódico, pero tenía la casi total seguridad de que ella no llegaría a leerlo. Sin embargo, Grimes posiblemente lo encontraría. Así pues, aquella no era una buena solución. Debía de haber alguna manera de seguir el rastro a una joven que tenía que hallar empleo, incluso en una ciudad tan grande como Nueva York, pero Harry no tenía la más remota idea de cómo hacerlo.
Un poco más tarde pensó de repente en Galloway. ¡Por supuesto! El periodista quizá no supiera cómo encontrarla, pero seguro que sabría de alguien capaz de hacerlo. Parecía un tipo amable de verdad, y seguramente le encantaría ayudarle.
Resuelto por el momento aquel asunto, Harry se lo quitó de la cabeza y empezó a preguntarse dónde se hallaba. Evidentemente, no había tomado por el puente, aunque no llegaba a entender bien cómo se le había pasado por alto.
El puesto de peaje le permitió identificar la ruta. ¡Estaba en la autopista de Nueva Inglaterra, ya en Connecticut!
Se sintió irritado durante unos instantes, pero luego sonrió. Después de todo, sólo había salido a dar una vuelta en coche, para alejarse del apartamento. Tanto daba ir por aquella como por cualquier otra ruta. Recordó un restaurante muy agradable cerca de Wallingford. Se pararía allí a comer antes de regresar; cuando terminara de comer, el tráfico volvería a ser soportable. No estaba haciendo precisamente un recorrido de buenos paisajes, pero lo peor ya quedaba atrás.
Estaba claro que aquel no era su día. O bien algo extraño había sucedido con las señales de tráfico. Tenía la intención de girar para alcanzar la ruta 15, pero se encontró de lleno en la 91. A juzgar por lo que le estaba sucediendo, Harry pensó que probablemente se iba a encontrar dentro de poco en algún camino sin asfaltar y que se perdería en seguida si no llegaba a Meriden y volvía luego sobre sus pasos. Mientras consideraba esta cuestión, comenzó a darse cuenta de que, no sabía cómo, se había olvidado del almuerzo.
—Bien, Suzy —le dijo al Citroen—. Comeremos lo que sea. Pararemos en el primer restaurante que veamos.
No tenía mal aspecto, cuando se aproximó al aparcamiento. Había buen número de coches, algunos de ellos muy caros, y si restaurante era una antigua mansión reconstruida como solían serlo algunas posadas muy buenas de aquella zona.
No advirtió el tipo de lugar en que había entrado hasta acomodarse en la mesa señalada por la delicada y encantadora anfitriona. Era uno de aquellos lugares que utilizaban un exceso de ornamentación para adquirir un aspecto clásico, con el menú en imitación del inglés antiguo (escrito precavidamente con caracteres modernos, para que no hubiera posibilidad de error). Sin tener demasiada experiencia, adivinó que debía resultar muy apropiado para almuerzos de señoras y acontecimientos culturales semejantes. Se denominaba «Salón de té» y estaba especializado en elaborados cócteles.
Sorprendentemente, sin embargo, encontró buena y auténtica la sopa que le sirvieron. El panecillo estaba caliente. Harry decidió que quizá la confusión había terminado y comenzó a tranquilizarse. Detrás de él hubo un alboroto y un arrastrar de sillas cuando se sentó un grupo recién llegado. Sonrió levemente al oír los cócteles que iban pidiendo, y le indicó con desgana al camarero que le sirviera otro whisky con agua.
—Espera a intentarlo con ésta —decía atropelladamente la voz nasal de la mujer que había hecho la mayor parte del pedido—. No debes juzgar por lo que dicen las demás. Sé lo espantosas que suelen ser todas esas estúpidas. Pero ella.. ¡Vaya! ¡Debe de ser una psíquica! Tiene que ser una auténtica gitana. Quiero decir, ¿cómo si no pudo hablar a Wilbour de su hermano? ¿Y mi anillo? ¡Lo busqué por todas partes! Y cuando el fontanero lo encontró, hasta Wilbour reconoció...
La camarera, bastante joven y bonita, llegó entonces con el plato combinado de carne, pero él ya había oído bastante.
—¿Es cierto que tienen ustedes aquí una especie de adivinadora? —le preguntó.
—Sí, señor —sonrió la camarera, muy divertida, y le señaló una nota en la carta que le había pasado inadvertida—. Sólo que la llamamos lectora de las hojas de té. Está en el otro extremo de la sala, en la mesa grande de la izquierda.
Harry miró hacia allí y por fin localizó a la mujer, que vestía lo que evidentemente era la idea de algún diseñador sobre los vestidos de los zíngaros, con un tupido chal y un velo que le tapaba la cabeza. Le daba la espalda, pero se advertía por el movimiento de sus brazos que estaba agitando una taza.
—¿Le gustaría que acudiera a su mesa, señor? —preguntó la camarera.
Harry asintió, preguntándose por centésima vez por qué los restaurantes de Nueva York no podían encontrar chicas como las que a menudo veía en aquellos lugares apartados.
—¿Cuánto cuesta?
—Nada —rió quedamente la muchacha—. No podemos cobrar por ese servicio, aunque es costumbre dejar algo en la bandeja para ella. Y tendrá que pedir el té especial con hojas, que cuesta un dólar.
Nada barato. Quizás aquel lugar no se consideraba tan apartado después de todo. La carne resultó ser excelente y las verduras estaban crujientes, sin señal alguna de haber sido recalentadas. Harry disfrutó con la comida, incluido el postre especial del día que resultó ser pastel de manzana á la mode. Hasta el café era bueno. Se olvidó de la pretendida gitana hasta que la camarera se acercó con la tetera.
—Está con el grupo de detrás suyo —le dijo—. Pero dice que no tardará mucho.
Harry asintió.
—¿Es tan buena como dicen?
—Bien. —la muchacha hizo un leve movimiento de hombros— Eso creo. Aunque la señora Wientraub, que es la propietaria, se queja de que no diga cosas más agradables. Sin embargo, es una chica muy amable. No como la última que tuvimos. Bebía. —Hizo la suma total y dejó la cuenta sobre la mesa—. Si eso es todo, señor..., me retiraré.
Harry entendió la indirecta y pagó el total de la cuenta, a la que añadió una generosa propina. Luego no tuvo nada que hacer sino esperar. A falta de otra cosa con que matar el tiempo, probó el té; esperaba que fuera de baja categoría, pero el cocinero debía de ser inglés o irlandés. Era un té excelente, aunque un poco fuerte.
¡Y todo esto, pensó, a causa de Grimes! Dentro de algunos minutos, estaría sentado ante una mesa con una adivinadora. No era un gran acontecimiento, quizá, pero se suponía que era el gesto lo que contaba. No había perdido del todo el día.
En una ocasión escuchó un grito, reprimido con rapidez, desde la mesa en que estaba la mujer. Ahora hablaban tan bajo que no podía entender lo que decían, pero la adivinadora parecía estar causando una magnífica impresión. Hasta la mujer de la voz nasal hablaba casi en un susurro.
Luego notó que habían terminado por el tono de voz más tranquilo, mezclado con algunas risitas.
De repente, Harry adquirió plena conciencia de la situación. La sala estaba razonablemente llena y empezó a darse cuenta de que hacerse decir la buenaventura no quedaría como algo muy masculino. No sabía exactamente el porqué, pero estaba seguro de que tal sería la reacción. Cuando la chica se sentara junto a él, la atención de muchos estaría centrada en su mesa.
Se sirvió otra taza de té y hundió la cara en ella en el preciso memento en que el susurro de un vestido le indicó que la muchacha estaba tomando asiento frente a él.
—Se supone que no debe usted bebérselo, ¿sabe? —dijo, una vez sentada—. No es que importe mucho... ¡Harry!
Ellen Palermo iba tan maquillada que no la hubiera reconocido bajo el velo, pero la voz la había descubierto y le había hecho levantar la cabeza.
Ella no le dio oportunidad alguna de hablar.
—¡Vete de aquí, Harry! ¡Ahora mismo! ¡Y no vuelvas!
—Pero.
—¡No! No te puedo explicar nada, no aquí. Me pondré en contacto contigo tan pronto como pueda, pero ahora vete. ¡Por favor!
Harry asintió y se levantó, dejando la propina que ya tenía preparada en la bandeja. Pero salir no resultó tan sencillo.
Una mujer alta se acercó a él con una sonrisa forzada para preguntarle si todo había estado bien.
—Perfecto —le aseguró Harry—. Una comida excelente.
—¿Y la gitana? ¡Se va usted tan de prisa!
Harry la miró con otra forzada sonrisa.
—Una chica estupenda. Sólo quería que me respondiera a una pregunta.
Ella le dejó marchar con una sonrisa de porcelana ribeteada de duda.
Harry se alegró al dejarse caer en el asiento del automóvil, pero aguardó unos minutos antes de ponerlo en marcha. Bien, no le había mentido a la señora Wientraub, o quienquiera que fuese la dama. Sólo tenía una pregunta... y había obtenido la respuesta.
Se había propuesto a sí mismo un test para ver si tenía dotes precognitivas, basándose en la capacidad de encontrar a Ellen. Y la había encontrado del modo menos pensado —y sin intención alguna de acudir a aquel lugar—, tras recorrer un buen montón de kilómetros.
Se preguntó entonces por qué se sentía en aquel momento como un niño desamparado que se quisiera esconder del hombre del saco metiéndose bajo las sábanas. ¿Por qué había salido tan de prisa del restaurante en cuanto ella se lo había ordenado?
Sacó el coche del aparcamiento y se dirigió como una flecha hacia Manhattan.
5 - París
Sid Greenwald se había sentido encantado de abandonar Alemania y trasladarse a Francia a probar suerte. Sabía que se trataba de prejuicios, por supuesto, pero desde el momento en que había traspasado la frontera alemana no había podido evitar el pensar en aullidos de sirenas, y en Dachau. Naturalmente, aquello había sucedido una generación atrás, y las amistosas gentes que había conocido en su mayor parte no habían nacido aún cuando los judíos eran enviados a los hornos crematorios. Pero Sid había crecido en un ambiente de psicosis de horror y era difícil dominar aquellas viejas ideas. No podía evitar sentirse como una barra de jabón cuando oía hablar demasiado alemán.
Bien es verdad que Alemania era ahora uno de los países más amigos de Israel, mientras que los franceses ni siquiera cumplían los contratos pagados por adelantado, pero eso era un asunto del gobierno francés, en tanto que el pueblo, los franceses, eran...
Sid ya no estaba muy seguro de lo que eran. Por lo menos, en Alemania e Inglaterra Sid había recibido un trato amable. Habían examinado el motor, habían discutido los informes del laboratorio y habían hablado de ingeniería. Aquí...
El señor Guerdin pasó una uña muy crecida sobre el gráfico del motor.
—Pero esta protuberancia no es.. estética; admitirá eso, ¿verdad?
Sid gruñó de impaciencia. Guerdin no hablaba mal el inglés, aunque su fuerte acento se hacía a veces difícil de seguir.
—La cámara de expansión alrededor del cilindro libre es lo que proporciona un índice de eficacia Carnot más alto que el de cualquier otro motor de combustión interna —comenzó a explicar.
Al trabajar con Harry, había aprendido lo suficiente de mecánica para mostrarse totalmente seguro de lo que estaba diciendo.
—¡Ah! —exclamó, conmovido, el señor Guerdin—, Carnot. Ese hombre era francés. Un genio, ¿no? Y esos inyectores. Nosotros utilizamos inyección por combustible. Los modelos americanos no la tienen, claro, porque su mecánica no logra mantener los inyectores bien ajustados. ¿Hein?
Sid suspiró y comenzó una vez más a explicar que aquel tipo de inyectores era tan simple y automático que no podía ofrecer problemas, que la cámara de precombustión que llevaba en la cabeza del pistón era lo que permitía el uso de gasolina de bajo octanaje y una mezcla grasa al uno por veinte para una combustión completa. Ahora, aquellos análisis de unos laboratorios independientes habían demostrado también que el nivel de contaminación estaba muy por debajo del mínimo de todas las especificaciones y regulaciones que pudieran surgir en un futuro.
—¡Contaminación, bah...! Francia no tiene problemas de contaminación. Todo radica en las viñas. Tendrían que plantarlas, viñas francesas, claro, por toda Norteamérica. ¡Entonces se acabaría la contaminación!
Guerdin exhaló el humo pestilente de un cigarrillo francés y sonrió con una mueca muy francesa:
—Además... Bien, hablemos de su motor. Hacer los cambios necesarios para su invento nos va a costar mucho dinero, ¿no?
—Y les ahorrará mucho más. Por eso encontrará en los planos el otro pistón en lugar de una turbina. Los pistones de doble acción son iguales a los de un motor de vapor. Si lo utiliza en su modelo de tracción delantera, puede suprimir el diferencial; un pistón irá directamente al eje. No hay transmisión, pues el par de arranque impide un bloqueo a toda velocidad, así que no necesita cambiar, y puede invertir el mecanismo moviendo las válvulas...
—A los conductores franceses —dijo el señor Guerdin, con profunda admiración— les encanta correr. Es una lástima.
—Pero lo único que yo pido es una entrevista con el ingeniero jefe de su fábrica. No tiene usted que dar su aprobación a nada por ahora.
—Precisamente —asintió el señor Guerdin, cuya experiencia en automóviles la había obtenido a lomos de un camello en el antiguo ejército francés—. Es una lástima. Sin embargo, mantenga la cabeza alta, como dicen ustedes.
Sid guardó sus papeles y gráficos bajo la mirada tolerante del francés y se dirigió a la sala de recepción, donde pudo secarse el sudor de la frente a sus anchas. Estaba comenzando a sentirse como la figura que reflejaba el espejo: un hombre un poco grueso, cansado y cercano ya a los cuarenta. Aquí, en Francia, ya no podía aparentar otra cosa.
La recepcionista le sonrió abiertamente.
—Lleva usted la cabeza baja —le dijo, en un inglés perfecto, con sólo un levísimo acento—. ¿Quiere una aguja para sostenerla, señor Greenwald?
Sid sonrió al notar el guiño de la muchacha, y su mirada pasó de la cara de la chica —una cara extraordinariamente atractiva—, al intercomunicador de su escritorio.
—No me dirá que...
—He oído todo lo que han hablado —le aseguró ella—. No tiene ninguna oportunidad de lograr lo que quiere, ¿sabe? Pude habérselo dicho, pero no conoce el lugar lo suficiente como para creerme.
—¿Por qué no conocernos mejor ante unas copas cuando salga? —le preguntó él, aunque sin poner demasiado empeño.
Las chicas nunca se lo habían disputado; aunque había oído hablar de las muchachas francesas, por supuesto, pero...
—Ya estoy libre. Sólo esperaba a que me lo pidieras —le contestó ella—. Hola, Sidney; yo soy Marie.
—Llámame Sid, como todo el mundo —repuso él automáticamente. La buena disposición de la muchacha le desconcertó—. Es un placer conocerte, Marie.
Era curioso lo que se podía llegar a decir ante un par de copas. Todo lo que había querido decirle a Guerdm salía ahora, sólo que ahora tenía sentido. La muchacha parecía comprenderlo todo.
—¿Y por qué no? —contestó a su sorprendida pregunta—. Me licencié en ingeniería con muy buenas notas. Hasta mis maestros se sintieron complacidos, aunque al principio ni me querían en sus clases. —Se encogió de hombros—. Pero, como puedes ver, soy también muy bonita. Por eso, cuando entré en esta empresa, me dijeron que mi cargo sería el de recepcionista. ¿Y tú? Tú sabes mucho, pero no eres ingeniero ni mucho menos. ¿Qué hacías en América?
—Llevaba un carrito de helados y vendía de puerta en puerta —admitió él—. Hasta que llegó Harry Bronson, que es mi socio.
Ella se las ingenió para mostrarse interesada. El padre de Sid había sido mecánico y Sid había heredado su taller. Lo había puesto en venta y Harry había aparecido por allí para echar una ojeada. Entonces, conversando sobre lo que necesitaba, Harry había revelado la idea del motor. Sid, que había crecido en un taller mecánico y que conocía todavía mejor que Harry las posibilidades prácticas del invento, había apuntado algunos cambios. Al final, habían sacado adelante el taller entre los dos, mientras Harry se preocupaba de los fondos, incluidos los de aquel viaje.
Sid hizo una mueca interiormente al llegar a ese punto Muy bien, tal vez hubiera derrochado un poco su dinero, pero no provenía exactamente del bolsillo de Harry. Con un tipo como el avaro Grimes a cargo del dinero, uno tenía que aprovechar lo que pudiera.
—Ahora dime por qué no tendré nunca una oportunidad con tu jefe —dijo Sid, para cambiar de tema.
Ella respondió con una sonrisa.
—Es culpa del coche que utilizas para las demostraciones, con el que te presentaste en la fábrica. Es inglés. Guerdin lo ha visto y ha querido vengar el honor mancillado de la República Francesa.
Diablos, pensó Sid, bien pudo haber sido eso. Habían ahorrado tiempo y dinero embarcando sólo el motor y montándolo luego en Inglaterra. Quizá debería haber cambiado el chasis y haber utilizado en Francia el de un Renault.
—Y supongo que tú no querrás montar en un coche inglés —sugirió él—. Digamos que para ir a comer a algún sitio.
—¡Sois tan lentos los americanos! —contestó Marie, al tiempo que tomaba el bolso y se levantaba—. Me moría de ganas de probarlo, pero tendrás que dejármelo llevar a mí. Después, claro, de que le haya echado una mirada al motor. Por otra parte, sé de un par de sitios para comer. Uno de ellos caro y refinado. Tendrás que llevarme primero a mi piso y esperar allí sin nadie con quien hablar mientras me cambio de ropa. Te sentirás muy aburrido porque vivo completamente sola, y me temo que tendremos que esperar a que se caliente el agua del baño y Pero el otro lugar es muy sencillo y agradable.
—Olvida el barato y olvídate también de los gastos. Vámonos.
Sid intentó, con toda la gallardía que pudo reunir, ofrecerle el brazo a la muchacha y se sintió agradablemente sorprendido al ver que ella se colgaba de él sin hacerle sentir incómodo.
Camino de su casa descubrió que era francesa de verdad, pues parecía conducir casi siempre con las manos fuera del volante, como todos los conductores franceses. Comenzaba a comprender por qué los automóviles franceses tenían el diámetro de giro más pequeño y los frenos mejores que los de cualquier otro coche del mundo.
Aquella noche aprendió mucho sobre París. En cierto modo, las historias que había leído sobre las francesas no resultaban muy exageradas.
6 - Fenómeno
Harry tuvo sueños agitados, aunque esta vez no fue la antigua pesadilla de otras ocasiones Algo vagamente horrible parecía roerle la cabeza, intentando apoderarse de su mente Lucho contra ello, pero tenía la voluntad minada por las drogas o el hipnotismo Intento gritar y se encontró sentado en su cama, bañado en sudor Redujo un poco el aire acondicionado de la habitación, y su ultimo sueño resulto ya bastante normal.
Cuando volvió a despertar era por la mañana y el teléfono estaba sonando.
—Muy bien, tío Charles —respondió— ¿Que sucede ahora?
Hubo un instante de silencio Luego llego por el aparato un suspiro largo y prolongado.
—¿Así que has dejado de disimular, Henry? Bien Se que viste a Ellen, contra lo que te ordene Te di mi palabra y la mantengo En fin, tienes pagada la casa durante ocho meses y el ultimo cheque que te enviare salió ayer, pero a partir de ahora no te voy a dar ni un céntimo, ni uno solo.
—Te estas figurando muchas cosas —le respondió Harry— ¡Despisté a tu espía!
—Cierto Y le despedí por ello Pero dispongo de otras fuentes de información Adiós, Henry.
Harry se sentó, atontado, dejando que la idea fuera haciéndose mas real No se sentía capaz de enfrentarse con las cosas antes de tomar un buen café y un desayuno decente (Maldita sea) Grimes debía de tener algún espía siguiéndole los pasos a Ellen Quizá por esa razón la muchacha le echo con tanta rapidez de allí Sena algo muy normal en Grimes, en el caso de que hubiera alquilado los servicios de una agencia, exigir que se cubrieran por completo todas las posibilidades.
Vio que ya había llegado el correo y abrió el sobre que contenía el cheque La asignación siempre había sido más que generosa. Con el piso pagado hasta final de contrato y con aquel dinero podía disponer sus fondos de manera que le cubrieran la vida durante un año entero, tiempo suficiente para encontrar algún empleo o para que el motor comenzara a devolver parte de lo que había costado. Pero no llegaría si tomaba en consideración la urgente petición de dinero que Sid hacía desde Europa.
Gruñó contra el café, que parecía tardar una eternidad, y comenzó a hacer tostadas en la plancha. No estaba de humor aquella mañana para ponerse a lidiar con huevos fritos.
¡Pasara lo que pasara, no iba a volver arrastrándose ante Grimes para rogarle! Y por otra parte, nada conseguiría con ello. El anciano se había dado cuenta de lo que significaba el que Harry reconociera inadvertidamente la identidad del comunicante antes de haberlo podido saber. ¡Aquella costumbre tenía que romperse!
Era divertido. Grimes se había referido claramente a la precognición como a un sinsentido, pero no había puesto en duda la capacidad de Harry para usarla. ¿Qué había sucedido en aquella «colonia», si es que había existido de verdad? ¿Qué pensaba y qué sabía Grimes en realidad?
«Insolente joven fenómeno», oyó decir en su cabeza a Grimes. Era una voz llena de cólera, pero también había una mezcla de otras emociones: desesperación, soledad y un curioso y poderoso anhelo. «Así le vea en el infierno. ¡Y a ella también! ¡Oh, maldita sea, maldito montón de fenómenos!»
O fue la voz la que se apagó, o el mismo Harry quien cortó. No quería saber más. Aquella amargura no debía ser compartida por nadie.
Así pues, tenía ambas facultades, ¡la precognición y la telepatía! Se fue haciendo a la idea hasta aceptarla. No tenía duda alguna. Sin embargo, sus facultades paranormales parecían funcionar a rachas, sin que él pudiera someterlas a su control. Ahí estaba lo malo. Era como si un hombre descubriera la electricidad sin conocerla: podría usar las chispas para encender el fuego necesario, pero también podría electrocutarse al no saber regular voltaje y amperaje. Quizá los símbolos de posesiones y temores que notaba en su cerebro fueran avisos subconscientes de su ignorancia y del peligro real de sus progresos.
Naturalmente, el hipnotismo podía ser un sistema de control. La primera vez que había obtenido un éxito total había sido después de que Lawson le sometiera a una sesión hipnotica. Pero si aquella era la solución, Harry no tenía la menor intención de utilizarla.
Una pregunta le venía constantemente a la cabeza: ¿Qué había sido de todas las demás personas dotadas de aquellas facultades? Debía de haber unas cuantas, a juzgar por el número de relatos de experiencias psi que circulaban. Parecía ser una facultad hereditaria, como una mutación que se hubiera ido consolidando durante varias generaciones. En tal caso, otras personas debían de tener en diversos grados alguna facultad psi, desde sólo unos ligeros toques a un desarrollo muy superior al suyo. ¿Qué había sido de ellas?
Bien, si el relato de Grimes era cierto, algunos habían resultado dañados por sus facultades paranormales. Algo les había llevado a la locura. Asimismo, si la que le había enviado la carta disponía también de tales poderes, las lágrimas que él había sentido y la desesperación que había en su súplica indicaban que no le habían hecho bien alguno.
Aun así, para que una mutación sobreviviera tenía que ofrecer algún beneficio. No pensaba que la telepatía pudiera resultar de mucho valor, aparte de satisfacer una curiosidad enfermiza, pero la precognición sí debía reportar ventajas. ¿Por qué ninguno de los que habían descubierto en sí mismos tales ventajas había hecho un anuncio público de sus facultades? ¿Por qué ninguno de ellos había acudido a lugares como la universidad de Duke, a comprobarlas de una vez por todas?
La siguiente taza de café le sentó bien. Llegó a la conclusión de que tales facultades tenían que ver con la información, y ello las enmarcaba en el campo cubierto por la teoría de la información. Nunca le había dedicado mucha atención, aparte de un rápido estudio del brillante trabajo inicial de Claude Shannon. Era hora de hacerse con unos cuantos conocimientos teóricos para dar sentido a los nuevos hechos que se le presentaban.
Dave Hillery contestó al teléfono y no tuvo dificultad alguna en identificar al matemático que Harry había oído discutir sobre telepatía en la anterior reunión de los Primates.
—Naturalmente. Es Bud Coleman. Espera un momento. Por casualidad está aquí, tratando de convencer a Tina de que el zodíaco está torcido. Te pongo con él.
La voz de Coleman pareció muy complacida.
—Claro que le recuerdo, querido muchacho. Carnot tiene el lugar que le corresponde en la historia de la termodinámica.
Estaba usted medio borracho, pero conversaba espléndidamente. ¿No había también algo sobre usted en el Voice?
—Así es —admitió Harry—. Eso fue lo que me hizo empezar a preguntarme si los fenómenos psi podrían encajar en el manejo de la información. ¿Requiere acaso una amplitud de banda imposible de obtener, o algo por el estilo?
Coleman parecía complacido con aquella conversación, pero quería hablarlo en persona.
—Prepare un poco de comida, muchacho, y vendré en seguida. Ya casi le he demostrado a Tina que el zodíaco actual no es el mismo que conocieron los caldeos. Ahora necesita tiempo para restaurar su fe en todo el asunto.
Coleman era un hombre alto y delgado, con bigote rubio y un enorme apetito. Parecía escuchar, aunque no cesaba un solo instante de comer. No interrumpió en ninguna ocasión el incesante monólogo de Harry. Descartó el argumento de la amplitud de onda con una sola frase.
—Suena bien para hablar con ingenieros, pero no es necesario como explicación, ¿sabe?
Era cierto que una señal que contuviera 5.000 bits de información por segundo requería una amplitud de onda de cinco kilohertzios, como una emisora de radio de onda media. Con aquello bastaba para transmitir al cerebro de otra persona cosas como palabras subvocalizadas. Sin embargo, si la señal tenía que ser irradiada desde las fibras nerviosas del cerebro, se hacía necesaria una frecuencia de miles de millones de ciclos por segundo, por lo que habría millones de canales en los que incidir.
—Eso no es problema, pero debemos partir de un espectro distinto del que conocemos —dijo el matemático, sonriendo ante la ceñuda mirada de Harry—. Un asado excelente, muchacho. Las señales normales de alta frecuencia no pueden atravesar el colchón líquido y los huesos que rodean al cerebro. Además, hemos explorado ya todo el espectro electromagnético, así que tenemos que suponer la existencia de un tipo diferente de onda para este asunto. Sin embargo, no hay modo de decir cuál podría ser la velocidad de propagación. No hay razón alguna por la que tengamos que limitarnos a nuestra vieja conocida, la velocidad de la luz. Puede que sea infinita, por supuesto, o puede que no tenga ninguna frecuencia, o que no sea en absoluto una onda, sino algo totalmente distinto. Por cierto, Harry, ¿hay algo personal en todo esto?
—¿Por qué?
—Simple curiosidad. No sería usted el primero. Uno de mis compañeros de habitación en la universidad tenía la propiedad de leerme el pensamiento. A menudo hacía que me trajera libros o comida de ese modo. Nunca fallaba.
—¿Qué se hizo de él? —preguntó Harry.
—Se fue a Wall Street, logró un gran éxito financiero y luego comenzó a volverse obsesivo. Un día saltó por una ventana.
Coleman rebuscó en el frigorífico, encontró un poco de jamón cocido y empezó a prepararse otro bocadillo. Luego miró a Harry y su rostro adquirió una expresión de seriedad.
—¡Oh, muchacho! ¡Así que era de verdad algo personal! Lo lamento, créame. Pero después de todo sólo se trata de un ejemplo. ¿En qué nombre estoy pensando?
—Parsifal —le respondió, ausente, Harry.
¿Es que todos los casos tenían que terminar con los mismos desastres mentales?
—Muy bien, Harry. Era efectivamente Parsifal. Lo sintonizó usted perfectamente.
—De acuerdo. Hablemos entonces de «sintonizar». ¿Cómo puede un hombre sintonizar el pensamiento de otro en concreto, con tantos millones de seres pensantes como existen por ahí? —preguntó Harry.
—No es problema. Lo más probable es que no se sintonice, sino que eso sea sólo un modo de hablar. Es como en la radio de frecuencia modulada, en la que un buen receptor puede recoger una señal y rechazar otra de la misma frecuencia sólo con que haya una diferencia de un decibelio, es decir, de un 20 por 100 de potencia. O como escuchar a una multitud. Un micrófono es incapaz de separar las voces individuales, pero una persona puede escuchar sólo una voz y cerrar sus oídos a todos los demás, aunque haya media docena gritando. Un discriminador consciente y orgánico puede no ser capaz de manejar más de dos canales a la vez, los mismos para todo el mundo, como las audiciones biaurales. ¿Posee usted también la premonición? Ese amigo mío también la tenía, a veces. Me dejaba siempre perplejo, hasta que por fin descubrí de qué se trataba.
Encontró los encurtidos y se sentó, satisfecho, alternando los bocados con sorbos de café muy azucarado. Harry se estremeció y apartó la mirada.
Coleman se echó a reír.
—No me haga caso. Se dice que tengo gustos muy peculiares, aunque los platos dulces mezclados con los ácidos no son tan raros. ¡Ah, sí! La precognición. No existe tal cosa.
Aguardó un instante la reacción de Harry y su sonrisa se hizo más amplia.
—No, es verdad. Sigue siendo sólo telepatía. Me apuesto lo que sea. Mire, muchacho, estamos hablando de un nuevo espectro de la información..., o así tiene que ser. Y si aceptamos esto, tenemos que llegar hasta el final y asumir que no funciona como el viejo espectro electromagnético que hemos venido utilizando. Éste no sólo se propaga por el espacio, sino por el tiempo, sea lo que sea. Eso significa que la potencia de la señal disminuirá con el cubo de la distancia en lugar del cuadrado, pero no tiene importancia. La medición de la sensitividad deberá hacerse en picovoltios. Sea como fuere, el transmisor más cercano al receptor de uno es su propio cerebro. Así pues, a veces uno puede leer su propia mente futura. Ésta cuida de ambos poderes con una elegante solución. Resulta un tanto paradójico, por supuesto: uno hace algo porque lo hizo antes, y lo hizo antes porque lo hace ahora... Pero, en fin, los círculos viciosos en el tiempo son un tema muy viejo en ciencia ficción.
Harry asintió.
—Así pues, uno sólo tiene premonición de aquellas cosas que quedan firmemente en su memoria futura, de lo que realmente le interesa, ¿es así?
—Efectivamente. Muy bien dicho. ¡Ah, cerveza! Creo que vi una botella por ahí. ¿Le importa? Por supuesto, no creo en muchos de esos relatos sobre seres psíquicos. La psicoquinesis o telequinesis —ya sabe, el control de objetos a distancia por la mente— no me interesa y no creo que exista. El cerebro tendría que encargarse del trabajo y suministrar la energía necesaria para que se produjera el movimiento. Incluso en el caso de que dispusiera del fósforo suficiente para hacerlo, habría gran cantidad de calor que no podría eliminarse al carecer el cuero cabelludo de glándulas sudoríparas. El idiota que intentara clavar un clavo o alzarse del suelo mediante el poder de la mente se encontraría en poco tiempo con una fiebre cerebral que le llevaría a la tumba.
Cuando Coleman decidió repentinamente que era hora de irse, la cabeza de Harry daba vueltas y sus oídos parecían silbarle.
Ahora disponía de un esquema teórico, en su mayor parte inútil desde el punto de vista funcional. O quizá no. Quizá la comprensión de la posibilidad de aquellos poderes había hecho desaparecer parte del shock y había aminorado al menos las posibilidades de que su cerebro perdiera su rumbo normal y fuera a parar a la locura. Por lo que parecía, aquel era el riesgo más grande.
Era un pensamiento terrible, con el que no quería enfrentarse de momento. En los relatos que había leído, todos los poderes extrasensoriales eran dones de ensueño, deseables, que lo daban todo sin sustraer nada a cambio. Lo malo nunca era mencionado. Sin embargo, rara vez la vida funciona de ese modo. El hombre siempre ha de pagar por lo que consigue. Pero si el precio era la locura...
Aquella palabra le causaba un terror amorfo. Significaba la pérdida de su propia identidad, pero de algún modo significaba mucho más, como si fuera la clave de todas sus pesadillas infantiles. Abandonó aquellos pensamientos y volvió a ideas más esperanzadoras.
Había aprendido una cosa, quizá por accidente. Captar el nombre que Coleman había pensado resultó muy sencillo, porque lo había hecho relajado, sin forzarse a adivinarlo. Ahora se daba cuenta de que todo le había venido de aquella manera. Cuando intentaba forzar los resultados, lo único que lograba era un terrible dolor de cabeza. El esfuerzo que representaba la concentración le vedaba de algún modo sus poderes. El truco consistía pues en relajarse, no en esforzarse.
Aquello representaba en cierto modo un progreso en el aprendizaje.
Consultó el reloj, calculando la hora que sería en París. Debía de ser por la tarde, lo que en parte era una incomodidad, pero estaba seguro, no sabía por qué, de que no iba a importar. Aquella vez tuvo mucho cuidado en no hacer ningún esfuerzo por obtener las respuestas. Simplemente alzó el auricular y pidió el comedor del Hotel la Républíque, dando el número de París. No era el hotel donde se hospedaba Sid. De hecho, no estaba seguro siquiera de haberlo oído nombrar alguna vez, aunque en cierta ocasión había pasado varios meses en París. Sin embargo, no iba a poner de nuevo en duda sus facultades.
Por fortuna, hablaba francés con fluidez y su acento era lo bastante bueno como para no ofender a quien respondiera, pues los franceses se comportaban siempre con muy poca amabilidad con los bárbaros extranjeros que no hablaban bien su lengua. ¿El señor Sidney Greenwald? ¿Podía deletrear el nombre, por favor? Ah, sí, el americano. Sí, efectivamente. El señor Greenwald sería avisado inmediatamente. Hubo una corta espera. Estaba claro que sólo debía de haber un americano y que no resultaba necesario buscar entre los clientes. Resultaba igualmente claro que aquél era un lugar sólo para los que podían pagarse el mejor servicio. Sid debía de volar a mucha altura.
—¡Harry! —Sid estaba sin respiración. Se le notaba ligeramente ebrio y confundido en extremo—. ¿Cómo me has encontrado? Ni yo mismo sabía hace apenas una hora que estaría aquí en este momento. ¿Qué pasa? ¿Algún problema grave?
—Nada que no podamos controlar. Grimes nos ha cortado los fondos, pero nos arreglaremos —le dijo Harry.
No había razón alguna para poner a Sid en un estado de incertidumbre que arruinara su utilidad, ni para crear estados de confusión innecesarios. Ideó una mentira.
—El tío Charles te ha colocado, al parecer, bajo investigación. Por eso supe dónde estabas. ¿Cómo te van las cosas a ti?
La voz de Sid sonó dudosa, con un ligero tono de disculpa. Así que había estado viviendo principescamente a cuenta de las dietas...
—Muy bien, Harry. ¡Me caso la semana que viene! Espera a que la veas. Es una ingeniero con una preparación formidable, que cabe perfectamente en nuestros negocios. Pero no hay ninguna oferta en relación con el motor.
—Me lo figuraba. Por eso te llamo, Sid. Quiero que regreses en seguida a Inglaterra. Debes hablar con Kónig mañana mismo, en la fábrica de Manchester.
—Ya he visto a Kónig. Y me voy a casar...
—Dile a Marie que os podéis casar en Inglaterra —sugirió Harry. Había sido un desliz involuntario, el usar el nombre de la chica, pero muy feliz. Tras ello, Sid no pondría en duda nada de cuanto dijera—. Kónig tiene un nuevo ingeniero y también un inversionista. Está a punto.
—Bueno... —comenzó a decir Sid.
Una voz femenina interrumpió la conversación.
—Sid estará en la oficina de Kónig mañana, señor Bronson. Y a mí me encantará casarme en Inglaterra. Díselo, Sid.
De modo que Sid tenía también un nuevo administrador, pensó Harry. Y por lo que oía, era excelente. Se echó a reír cuando Sid le aseguró que no habría el más mínimo retraso.
—¡Ah, Harry! Y respecto al dinero, no te preocupes. Yo..., en fin, tengo unos cuantos miles que podemos utilizar. Quiero decir que somos socios, ¿no?
—En efecto, Sid. Un beso a la novia de mi parte.
Aquello era para lo que servía la precognición, decidió Harry mientras colgaba. No tenía ninguna duda de que Konig firmaría una opción sobre el motor e invertiría el suficiente dinero en investigación como para convertirlo en un producto comercial. En tres días, Sid le llamaría para confirmarlo.
Se dio la satisfacción de tomar el último cheque de su asignación y devolverlo por correo a Grimes. Que el viejo tuviera ese disgusto. Al menos serviría para hacer tambalear la confianza que tenía en sí mismo y en su capacidad de intimidar a todo el mundo.
El resto del día los poderes de Harry parecieron adormecerse, como si hubiera utilizado al completo la energía necesaria. Ni siquiera adivinó quién era cuando sonó el teléfono y la voz de Nettie surgió otra vez por el auricular. Se deshizo de ella con un pretexto y se fue de compras; había pensado ir de todos modos, pero la visita de Coleman lo había convertido en una necesidad imperiosa. Luego tomó una buena comida, contempló un ruidoso espectáculo de televisión y renunció a pensar en nada más allá de lo normal. No le costó mucho, pues su mente se sentía cansada y tensa, como si alguno de sus centros estuviera agobiado por un esfuerzo extraordinario. Cuando se fue a la cama se sentía bastante satisfecho de sí mismo.
Lo estuvo mucho menos cuando despertó en mitad de la noche con la mente llena de los pensamientos de una niña de diez años, a la que raptaban una banda de matones. Poco a poco fueron disolviéndose mientras recuperaba la conciencia, pero el horror todavía permaneció vivo y agudo. Aquel sueño no tenía relación alguna con lo que había contemplado en la televisión. Entonces supo que se trataba de algo real, y tuvo un destello de precognición que le advirtió de que se producirían más situaciones como aquélla. Aquél había sido el soplo que había abierto el muro que su mente edificara en torno a sus poderes telepáticos. A partir de aquel momento, tales sucesos se irían incrementando rápidamente.
Todavía no tenía idea de cómo controlarlos. En apariencia, podía estimular los poderes mediante la relajación, pero cuando le golpeaba el destello exterior a él, ni la más rígida concentración podía hacerlo desaparecer.
Se suponía que debía existir un censor interno que suprimía cuidadosamente los pensamientos subconscientes de la propia mente cuando resultaban demasiado desagradables para la parte consciente del cerebro. Lo que ahora necesitaba era un censor contra los pensamientos de los demás. Sin embargo, no encontraba prueba alguna de que existiera tal censor, ni tampoco razón alguna por la que hubiera debido existir.
Al hombre le había costado medio millón de años por lo menos separar su yo de la bestia que llevaba dentro, y todavía no había logrado un trabajo muy perfecto. Digamos que habían pasado dos mil generaciones humanas mientras el hombre desarrollaba un censor contra su instinto animal, en tanto aquellos a quienes faltaba tal poder se veían abocados por ello a niveles cada vez más bajos de supervivencia. Si aquel trabajo estaba sólo a medio hacer..
Las posibilidades de que surgiera rápidamente un censor telepático no parecían ser demasiadas. A no ser que el censor inconsciente-consciente se hiciera cargo del trabajo.
Pasó casi todo el resto de la noche leyendo libros de psicología que siempre había querido mirar, pero no le fueron de gran ayuda. No había dos autores que estuvieran de acuerdo, y había incluso unos cuantos que consideraban un sinsentido incluso el concepto freudiano del censor o cualquier separación entre el consciente y el subconsciente.
Si Harry hubiera tenido que aprender ingeniería a partir de libros tan vagos y conflictivos como aquéllos, probablemente estaría todavía convencido de que la rueda debería tener forma de triángulo. La mente era el mecanismo más importante con el que tenía que tratar el hombre, pero el conocimiento sobre la misma estaba en un nivel anterior a la teoría del flogisto.
La noche siguiente no fue tan mala, en parte porque se agotó físicamente de forma consciente para adormecer sus sentidos. Pero hacia la madrugada una vaga sensación de angustia y violencia empezó a molestarle. Estaba justamente desperezándose cuando encontró su mente unida a la de un hombre en pleno mal viaje de LSD.
A Harry nunca le habían seducido las drogas. En general, le gustaba demasiado la realidad para querer deformarla, y le tenía a su mente demasiado respeto como para inducirla a grado alguno de locura temporal. Pero, incluso después de aquella experiencia indirecta, le fue imposible entender que alguien se arriesgara deliberadamente a aquel estado. No era además el primer mal viaje por el que pasaba el hombre; había recuerdos de experiencias aún peores.
De repente, Harry se dio cuenta con absoluta certeza de que él también tomaría LSD... más de una vez, y siempre con la intención de provocar las reacciones menos placenteras.
—Ni hablar —se dijo a sí mismo.
No era del tipo que escoge esos caminos.
Sin embargo, lo sabía. Y sabía que iba a tener que aceptar tal conocimiento o tendría que abandonar su recién adquirida certidumbre en la premonición. O funcionaba y tenía que creer en lo que averiguaba, o se había comportado como un estúpido al basar en ella todo el negocio de Sid y Kónig. No podía jugar con dos barajas.
Al final, aceptó el destello de conocimiento que había tenido, horrendo como parecía ser, pensando que habría una buena razón en su conducta futura. No podía intuir la razón, pero no importaba. Había muchas cosas que de niño había considerado horribles y que ahora formaban parte de sus placeres preferidos, desde comer serpientes a salir con chicas. Los riesgos terribles de ayer eran ahora agradables juegos, y algunos juegos de entonces parecían en el presente estúpidos y peligrosos. Decidió finalmente que su yo del futuro tendría más experiencias que el actual y que debía confiar en su juicio de entonces, más maduro.
En aquel momento, algo pareció clavarse en su mente con una espantosa explosión de mofas y risas. Alzó los brazos como para protegerse del golpe, pero la sensación desapareció casi al instante, dejándole solamente una vaga nota de extraña maldad.
Aquel día comenzó a aumentar la conciencia telepática de la violencia, incluso estando despierto; pero por la tarde aprendió a suprimir gran parte de la potencia de las emociones, simplemente negándose a sentirlas, del mismo modo que podía suprimir la conciencia de una conversación aburrida que se desarrollara a su lado cerrando mentalmente los oídos. Aquello le dio la primera esperanza de que finalmente podría relacionarse sin dificultades con el ambiente mental de Manhattan, contaminado de violencia. Pero no siempre funcionaba.
¿Cómo podía un hombre caminar con toda tranquilidad ante un edificio en el que unos padres jóvenes golpeaban brutalmente a un bebé? Harry había leído en los periódicos que tales cosas sucedían, y se había preguntado por qué no se denunciaban inmediatamente. Ahora sabía hasta qué punto resultaba imposible; no tenía ninguna prueba, ni modo de llegar a tiempo al lugar para hacerse con ellas. ¿Y qué hacer ante la violencia más sutil de la madre que destruía el amor de una muchacha por un hombre con mentiras perversas, solamente porque quería al hombre para ella?
Descubrió para su sorpresa que el buen juicio no estaba en los mejores barrios, sino en los sectores más pobres. Al parecer, la renuncia a la violencia que se daba entre los pobres fue lo que hizo el impacto de sus pensamientos telépatas más soportable y le dio medios de protección más efectivos.
Cuando llegó la llamada de Sid, fue para confirmar la realidad de la precognición. Konig se había echado prácticamente en brazos de Sid, llorando de alegría. El hombre le había estado buscando, temeroso de que ya estuviera en tratos con otra compañía. Se había firmado la opción, y tenía la casi absoluta seguridad de que estaría dispuesto un contrato definitivo en cuanto el motor pasara unas cuantas pruebas simples que Harry sabía que superaría con facilidad. Además, Sid había conseguido un sueldo como asesor.
Bueno, al menos Sid era feliz.
Harry intentó compartir su placer, pero éste no era como debiera haber sido. Finalmente, subió a su automóvil y se dirigió al taller. En la autopista, todo andaba bastante mal; por lo visto, había algo en la conducción que hacía salir a la bestia del interior de cada uno. Pero al menos aquella era una violencia interna, que tenía pocas oportunidades de llegar a exteriorizarse. Una vez en el taller, el nivel bajó a una cota soportable, porque había menos gente y porque estaban lejos de él, debilitando así las señales.
Pasó la noche y el día siguiente trabajando en varias ideas que podían proporcionarle algún tipo de pantalla contra la radiación mental, fuera lo que fuese. Era una búsqueda a ciegas a base de aciertos y errores, pues no disponía de hechos comprobados o teorías útiles sobre las que trabajar. No parecía haber diferencia entre los materiales conductores y los no conductores. Tomó un poco de material semiconductor y lo probó, pero o bien no bastaba, o bien el material resultaba inútil. Probablemente inútil, decidió.
Tampoco le dio mejor resultado colocarse alrededor de la cabeza una especie de casco electromagnético, emisor de frecuencias y ondas variadas. En realidad no había abrigado muchas esperanzas de interferir o suprimir pensamientos con aquellos métodos, pero había visto utilizar recursos parecidos en las novelas de ciencia ficción que había leído, y a veces los escritores daban con una buena idea por accidente.
Estuvo tentado de irse lejos de Nueva York, pues aquella solución le proporcionaba un cierto descanso. Sin embargo, Ellen había prometido ponerse en contacto con él y la única posibilidad de encontrarle era en su piso. Finalmente, montó en el Citroen y regresó.
Aquella tarde, en el apartamento, encontró una respuesta parcial. Venía en una botella marcada como «producto de Escocia». El alcohol parecía disminuir el nivel de los pensamientos que llegaban a él, casi en proporción directa a la cantidad que ingería. Cuando estuvo tan ebrio que ni siquiera pudo sacarse los zapatos antes de echarse sobre la cama, estaba tan muerto para todo lo psíquico o psiónico como lo había estado durante los días felices, antes de que Lawson le hipnotizara.
Sin embargo, al día siguiente lo pagó con creces. La resaca ya fue mala, pero la irritación nerviosa que le dejó el alcohol hacía que todo mensaje que recogía su mente le sacudiera con una intensidad al menos doble de la habitual.
No hizo caso alguno de la advertencia, pero la siguiente vez se controló, manteniéndose en un dulce estado de semiembriaguez que no interfería seriamente en sus procesos mentales pero que seguía rebajando considerablemente los impulsos externos, de modo que podía dominar fácilmente su reacción a la mayoría de éstos.
Quizás el antiguo anhelo del hombre por el alcohol tuviera una razón que nadie había sospechado. Todos los hombres debían de tener ligeros indicios de telepatía; había una pequeña prueba de ello en el modo de comportarse las multitudes enardecidas, en las que se actuaba de un modo que ningún individuo participante perdonaría o pasaría por alto, en otra situación. Si era así, la humanidad se encontraba sumergida en el repugnante mar formado por todo lo que se había pensado desde el inicio de los tiempos. Aquellos que habían sido un poco sensibles debían de haber juzgado irresistible el estado anestésico proporcionado por el alcohol. A Harry no le hacía mucha gracia la teoría, pero la archivó para dedicarle su pensamiento en el futuro.
Sabía que en su propio caso tendría que volver en muchas ocasiones a la bebida. Al menos, le proporcionaría un breve descanso. La única solución real era crear una tolerancia respecto a lo que afectaba a su mente. Y en aquello, se dijo, había una ligera prueba de que estaba haciendo progresos. Una niña llorando sobre su muñeca rota no era ya tan terrible como lo hubiera sido un par de días antes.
Era el contraataque, por supuesto. Los hombres tenían una larga experiencia en aprender a vivir bajo una violencia extrema. Quizá fuese un hábito terrible, pero se había hecho necesario para la supervivencia de la raza. Ahora, su antigua fuerza trabajaba en el interior de Harry. Tal vez el hombre perdió algo cuando superó su primitivo temor y horror ante las cosas que producían dolor, pero sin aquel cambio de valores la vida hubiera resultado demasiado horrible para ser afrontada.
Al final de aquella semana intentó pasar sin alcohol. No resultaba agradable, pero le fue posible. Durante un tiempo, las cosas parecieron ir mejor, exceptuando el hecho de que Ellen no había llamado.
Entonces comenzó un nuevo fenómeno, como si los trucos que su mente en evolución podía desarrollar nunca tuvieran fin. Empezó a tener leves visiones, con retazos de recuerdos de sus diez primeros años.
Su padre seguía siendo para él una persona sin forma ni rostro, pero ahora le parecía recordar que hablaba con él desde una gran distancia. No se trataba de algo parecido a una conversación telefónica, sino que era más cálido, más personal. Luego desfilaron por la mente de Harry fragmentos y escenas aparentemente relacionadas con una niña con la que jugaba..., algo referente a una fiesta de cumpleaños que no llegó a realizarse, una muñeca caída por un barranco y un paseo con un anciano, que podía haber sido su abuelo. Harry habría recibido con alegría este indicio de que remitía la amnesia que bloqueaba sus recuerdos, si no hubiera sido porque parte de éstos le eran terriblemente desagradables.
El lugar de su madre seguía vacío en esos recuerdos, pero le llegaban sonidos de cosas horribles que salían de una boca femenina y respuestas de un hombre, que sólo podía ser su padre. A veces las contestaciones de éste parecían cansinas y llenas de infelicidad; en ocasiones, eran tan desagradables como las de la mujer. Al parecer, Harry no lograba dar nitidez a sus recuerdos, pero «oyó» su nombre en varias ocasiones y no le gustó.
La mayor parte de los detalles estaban todavía escondidos en su subconsciente, y no disponía de ningún orden ni esquema para aproximarlos a la luz. Era como si unas cuantas células de su memoria estuvieran descargando de repente lo que habían acumulado, como si cada célula fuera un segmento completo de memoria, con sonido e imagen parciales; más que recuerdos normales, parecía una repetición filmada de la escena original.
El recuerdo más espectacular de todos fue mucho más completo. Era algo que le parecía haber llevado consigo incluso durante su amnesia, aunque hasta el momento no había estado seguro de si se trataba de algo real o no.
Estaba de pie en algún lugar, unas escaleras, una roca o una cuesta, y a su alrededor todo eran llamas y el sonido ávido del fuego. Tenía la nariz llena de humo y le parecía quedarse sin aire. Por encima de toda la imagen, le llegó la voz de una mujer que pasaba continuamente de ordenarle que se sometiera a gritar en señal de desafío contra algo horrible y temible, pero desconocido.
¡Henry!
La imagen desapareció con la misma rapidez que había venido, pero le dejó la frente perlada de sudor frío. La saliva parecía agolparse en su boca, licuada y amarga. Apenas tuvo tiempo de alcanzar el baño cuando comenzó a vomitar entre convulsiones. Incluso cuando tuvo vacío el estómago, continuaron las náuseas. Se quedó agarrotado en el suelo, junto a la taza del water, y apoyó la frente en los fríos azulejos, demasiado débil para moverse. Cuando recobró en cierta medida las fuerzas, sólo le sirvió para provocar más convulsiones en el estómago. Se dejó caer de nuevo, agotado.
Se dio vagamente cuenta de que el teléfono había estado sonando durante algún tiempo, varias veces. Con la esperanza de que fuera Ellen, se las arregló para aproximarse al teléfono y alzar el auricular del supletorio que había junto al baño.
—¡Señor Bronson! —Era la voz de la mujer que le envió aquella nota junto con el recorte del periódico, la voz que había lanzado aquel lamento desesperado y lleno de pena—. ¿Puedo ayudarle? Estoy frente a su casa, pero tiene la puerta cerrada.
—Dígale al portero que utilice su llave maestra —murmuró Harry—. Dígale... que le manda Joe.
Era una clave que compartía en sus tiempos de estudiante con unos cuantos amigos, cuando querían utilizar su apartamento para fiestas. Esperó que todavía siguiera en su sitio el viejo portero.
Luego oyó pasos que entraban en el recibidor y notó que los rudos brazos del portero le alzaban del suelo y le trasladaban a la cama. Harry se negó rotundamente a que llamaran a un médico.
—Sólo ha sido una borrachera y una vomitona —mintió.
Aquello pareció satisfacer al hombretón. Harry sabía que a la mujer no podía mentirle, pero no le importó.
Era una cosita menuda, como un pajarillo, de unos treinta años, con muchas más arrugas en el rostro de las que debería tener a su edad. Se negó a darle el nombre y a hablar mucho, aunque pasó la noche a su lado, cuidándole. No resultaban muy necesarias las palabras. Había un flujo que partía de ella sin palabras, un flujo en el que una sensación de angustia escondida quedaba casi totalmente disimulada por la compasión.
Por la mañana se fue, pero no antes de que él le hiciera la pregunta que consideraba más importante.
—¿Ha llegado a acostumbrarse a ello alguna vez, señorita?
—Una temporada —le dijo ella—. Y creo que, si se tiene suerte, uno puede llegar a resignarse. Creo que mi hermana lo logró. Siempre fue mucho más fuerte que yo.
Cuando ella extendió la mano para coger el abrigo, él se la estrechó.
—Me gustaría verla de nuevo... bajo otras circunstancias. ¿Dónde le parece?
—Imposible —repuso ella—. Mañana..., mañana ya no estaré aquí. Usted sabe cómo lo sé. Pero debe ser así. No me cogerán. Simplemente, no estaré aquí. Adiós, pues, señor Bronson.
Luego le besó en la frente con gran delicadeza y desapareció por el vestíbulo. Harry continuó tumbado, mudo de asombro ante el fugaz retazo de certidumbre que pasó por su mente. Al día siguiente aquella mujer estaría muerta. A ella tal posibilidad casi la hacía feliz.
Durante todo el día no hubo más recuerdos que le asaltaran. Cuidó de sí mismo con toda dedicación, y de vez en cuando se interrogó sobre el resto de imágenes que seguían sepultadas en lo más hondo de su mente, tan terribles que sólo una pequeña parte de ellas le había hecho enfermar. No era extraño que su cerebro se hubiera refugiado en la amnesia. Prefería seguir en aquel limbo, si le era posible, a enfrentarse con una realidad que presentía espeluznante.
Incluso sus funciones precognitivas y telepáticas parecían haber quedado amortiguadas por aquella violenta reacción de su mente a los recuerdos de la infancia. O bien se estaba acostumbrando a lo que sucedía. Vio que podía relajarse, aunque los gritos y horrores de otras mentes le tocaran en ocasiones. Con todo, le llegaban ahora más distantes y menos vividos.
Durante la semana siguiente continuaron en aquel nivel alejado. Harry no estaba seguro de si su mente se estaba volviendo insensible o si una parte de los pensamientos de la muchacha se había introducido en él. Todavía no comprendía lo suficiente la telepatía para saber si tal cosa era posible, aunque le parecía que la muchacha le había impuesto algún tipo de condicionamiento que le obligaba a evitar las notas necrológicas. No había querido que él supiera por completo cuál había sido su destino. Nunca lo conocería.
La muchacha había pagado el precio de sus dones; fuera cual fuese, estaba claro que era funesto.
Se había sentado a desayunar cuando le vino la revelación de su propio futuro. Tenía una taza de café en los labios y apenas pudo evitar que el líquido caliente se derramara en el suelo en lugar de sobre sus pantalones. Luego se quedó helado a causa de la conmoción.
Le vino con la total y absoluta certeza de que era parte de una verdadera premonición.
Era el horror que había sentido débilmente tras el sufrimiento y la decisión de la muchacha. Era lo que había notado en la mente de la mujer que gritaba en fútil desafío mientras él permanecía entre las llamas, en aquel recuerdo de su infancia. Era la amenaza que le había rozado levemente durante los sueños y que siempre había sido borrada por su mente consciente. Ahora surgía como una realidad espantosa, como una amenaza contra su futuro.
Primero vendría la locura. Iba a descender a un grado de locura galopante, igual que les había sucedido a su padre y a su madre. No había habido ningún accidente de coche, ahora lo sabía con certeza. Había ocurrido algo mucho peor. Una mente loca había planeado incluso su propia muerte. Ahora, las perversiones oscuras y desatadas de una mente que se volvía contra sí misma luchaban a través de él. Más allá de aquello sólo había un oscuro vacío sobre el cual la precognición parecía incapaz de proporcionarle más información.
Sin embargo, había existido una ligera sensación de acontecimientos posteriores e hizo un esfuerzo contra aquella barrera, llevado por una involuntaria necesidad de saber qué sucedería.
De repente, la oscuridad en que se hallaba pareció rasgarse por un instante.
Ya no era su propio yo lo que sentía, sino algo extraño, una entidad distinta de todo aquello que hasta entonces valorara en sí mismo. Era el mal definitivo, la posesión demoníaca, lo extraño, que pugnaba por hacerse con el control de su mente, por disolver su personalidad, por relegarle a un segundo plano y utilizar su cuerpo como una marioneta. Y él estaba indefenso. Incluso en aquel instante, la entidad extraña parecía darse cuenta de su estado y se extendía por sus canales telepáticos en busca de su mente. Notó motivaciones y valores tan anormales, tan distintos a los suyos, que no llegó a comprenderlos, aunque todo su ser los rechazaba salvajemente.
Quiso gritar, pero tenía la boca paralizada por el horror. Su mente era llevada de un lado a otro desesperadamente. Entonces, en aquel mismo instante, la conexión con la mente extraña se desvaneció, y sólo le quedó la certeza de que, no sabía cómo, seguía pendiente de él, esperándole.
Tres meses, le dijo su cerebro con la certeza que le daba la premonición. Disponía apenas de tres meses antes de pagar sus nuevos dones con la locura y con una pérdida de su propia personalidad que era mucho peor que cualquier concebible disolución de su yo en la muerte o en la locura.
7 - Puertas
Ellen Palermo dudó durante unos instantes ante la puerta, para asegurarse de que el hombre a quien buscaba estaba solo. Iba a llamar, pero luego extendió la mano y dio la vuelta al picaporte. Tal como ya sabía por adelantado, la puerta no estaba cerrada; la abrió lentamente hasta contemplar la habitación de hotel, con el suelo cubierto por los periódicos matutinos. John Cossino estaba sentado de espaldas a ella en una silla muy cómoda. En cuanto Ellen cerró la puerta, se volvió con un movimiento brusco.
—Soy Ellen Palermo, señor Cossino —le dijo—. Sé que el puesto no está cubierto, y creo que me debe usted algo, por lo menos, por ser mi padre quien era.
No hubo signo alguno de sorpresa en el rostro moreno y de finas facciones de su interlocutor, que se limitó a asentir con la cabeza.
—Creo que esperaba algo así, Ellen. En primer lugar, recuerda que en los viejos tiempos siempre me llamabas Johnny. Dejé la puerta abierta, ¿lo sabías?
—Sí, Johnny, lo sé. Y sospecho que no servirá de nada, pero tengo que intentarlo.
Cossino anunciaba su actuación como la prueba más patente de «telepatía mental», y cargaba sus peroratas con la jerigonza que utilizaba en aquellos tiempos la gente de Rhine. Sin embargo, seguía siendo la misma función cuya descripción había leído Ellen en las viejas libretas de notas de su padre. Cossino se había entrenado bajo los consejos del padre de Ellen durante algunos años, cuando sólo era el chico de los recados y aquél el rey retirado de los mentalistas. Ella era entonces una niña, pero todavía se acordaba.
Ahora Cossino tenía a su esposa enferma, probablemente muriendo poco a poco, y se veía en la obligación de buscar un sustituto para la actuación antes de comenzar la sesión siguiente.
—Muy bien, Ellen. Así que te he mentido por teléfono, ¿eh? Es verdad. El puesto todavía está libre, aunque tengo un par de muchachos que podrían hacerlo —dijo en un suspiro, tomando un cigarro y dedicándole su atención mientras proseguía—. Es más de lo que tú podrías hacer. ¡Oh, no me refiero a la apariencia! Tienes una figura perfecta, y en el escenario conseguirías un gran éxito. Pero no tienes ninguna oportunidad, aunque me duela decirlo.
Ellen respondió con una voz más aguda de lo que hubiera deseado. No le parecía bien rogarle a Johnny.
—Todavía conozco bien este trabajo. Recuerda que solía practicar el número contigo ante mi padre. Y he seguido practicándolo, supongo que para mantener vivo su recuerdo. Pruébame, Johnny.
—Muy bien —repuso él. Se levantó y tomó su equipo de actuar, al tiempo que se dirigía hacia el rincón opuesto de la habitación—. Cierra los ojos, querida. Ahora, ¿puedes decirme, concéntrate, qué es lo que tengo en la mano?
—Un billetero —contestó ella. Era una prueba muy simple, aunque el truco estaba en dos letras que le daban la clave para saber de qué se trataba. No se descuidaba nunca en el sistema Palermo—. Veo un monedero, un monedero marrón.
Él siguió adelante, y Ellen fue respondiendo automáticamente, pero con las pausas, dudas y repentinas certezas de una actuación bien ensayada. Le preguntó una cosa más, tomándola esta vez por sorpresa.
—Perlas —dijo ella.
—Perlas, cariño —repuso Cossino. Sin embargo, su rostro se había apagado repentinamente y movía la cabeza—. Perlas era en lo que estaba pensando, pero no te había dado la clave. Esta vez lo estabas adivinando de verdad, y ésa es la razón por la que tu madre no hizo nunca esta actuación, y por la que Nick Palermo tuvo que dejar de hacerla. Tú lees las mentes, no las claves, y así nunca podría salir bien.
No, ella sabía que nunca iría bien. El público notaba las cosas. A la gente le gustaba que la engañaran con habilidad, pero si vieran cualquier desliz que les hiciera creer que sus mentes podían ser leídas de verdad, les entraría un gran pánico, lo que provocaría el fracaso de aquel espectáculo y de cualquier otro acto mentalista. Hacía mucho tiempo que su padre se lo había explicado. Sin embargo, todavía se resistía a rendirse.
—Hubo un tiempo en que no me habrías tratado así.
Cossino negó con la cabeza suavemente.
—No, Ellen. Sigo tan agradecido como entonces, pero ya no soy un niño; sé que no estaría bien —suspiró—. Si hubieras sido como somos los demás...
—No creo que hayas sabido nunca cuáles son nuestras facultades, Johnny —respondió ella.
—Lo sé. Lo he sabido desde los primeros meses. Nunca me preocupó. ¿Qué le importaba a un novato como yo? Ambos espectáculos eran una especie de magia. Sólo pude aprender uno; el otro no lo he sabido nunca. Ya basta. —Se sentó otra vez y la miró con ojos atormentados—. Fuiste una niña sincera, Ellen. Supongo que no tratarías de engañarme a menos que las cosas estuvieran muy mal. ¿Te falta dinero?
Ellen negó con la cabeza.
—No, todavía me queda un poco. No quiero un préstamo, sino un trabajo a mi medida.
Al final, le contó todo lo que había intentado para conseguir una cierta seguridad. Su último empleo había sido, por segunda vez, de gitana en un restaurante. Y no había sido un éxito. Los clientes se habían sentido muy complacidos al principio. Luego hubo algunos que se preocuparon un poco, lo que significaba que no volverían más. Al final, había intentado decir las cosas según su conveniencia, pero de un modo u otro siempre acababan en lo mismo. Por eso la habían despedido. Ahora la agencia de colocaciones estaba sobre aviso y ya no la mandarían a otro sitio.
—Además —dijo, para añadir a su defensa—, el tío Charles no nos va a prestar ayuda. La señora Weintraub se puso muy nerviosa cuando los espías del tío aparecieron por allí haciendo preguntas. Pensó que yo debía ser una especie de comunista buscada por el F.B.I.
Cossino apagó el cigarro.
—Sí, nunca sale bien tratar de engañar al destino. Además, veo que el viejo Grimes no ha cambiado sus métodos. Odiaba a todo el mundo, excepto a mí. Me ayudó en cierto modo a establecerme, ¿sabes? Así, pues, querida, ¿qué vas a hacer ahora?
—Dar media vuelta y fastidiarme. ¿Qué si no?
—Sí, quizá sea lo mejor.
Hizo una pausa. Luego la abrazó.
—Pero, en nombre de Dios, sigue en contacto conmigo, querida. No te olvides otra vez de Johnny.
Encontró un taxi en la esquina, por casualidad, y lo tomó. Dio la vieja dirección.
Así que todo había terminado. Había pasado más de diez años escondiendo y disimulando sus poderes, conteniendo todo lo que llevaba en su interior mientras sus poderes crecían y crecían, hasta que ya no pudo retenerlos más. Luego, aquella conmoción final que la incapacitó para seguir fingiendo..
El tío Charles también había sufrido cuando estaba con ella, intentando disimular lo que sabía. Quizá por eso se comportaba con tanta rudeza con respecto al pasado y a lo que ella tenía por delante. Sin embargo, Ellen no podía aprobar sus planes para salvarla. No quería el retiro o el tratamiento que el anciano pretendía. Por eso había intentado abandonarlo, para vivir por sí misma. Y ahora volvía a aquel lugar, tal como el viejo le predijo que haría.
Quizás ahora quisiera el tío llegar a algún compromiso. Estaba más que dispuesta a negociar con él y a transigir tanto como él. Acaso ya no le importara tanto como cuando se fue. Había transigido demasiado. Un poco más ya no tendría importancia.
Sin embargo, aquello no duraría mucho de todos modos. Y cuando ya no pudiera seguir luchando por mantenerse lúcida, quizá conviniera tener cerca a alguien que todavía conservara un poco de razón.
Bajó del taxi. Ante los ascensores dudó un instante. Había uno que llevaba directamente al piso que durante tanto tiempo compartió con Grimes, y cuya llave todavía tenía en el bolsillo. Los otros dos llevaban al lugar donde vivía Harry.
Se sentía atormentada, en parte por lo que le había prometido acerca de ponerse en contacto con él, aunque en realidad no había pensado en ningún momento mantener tal promesa. Pero en cuanto hubo avanzado un paso hacia lo que creía ser el ascensor de Harry, dio media vuelta y se retiró.
Había llegado a la conclusión definitiva años atrás, cuando notó por primera vez lo atraída que se sentía por él; nunca se permitiría herirle dejando que él la amara. Quizá también tenía el riesgo de acabar como ella, pero Ellen sabía con absoluta certeza lo que le esperaba.
Se volvió y anduvo resueltamente hacia el ascensor privado, con la llave en la mano. En aquel instante se quedó helada, mientras su rostro palidecía con una máscara de desesperación.
—¡No! —musitó—. ¡No, Harry, no!
Se quedó apoyada en la pared entre los dos ascensores, con el corazón galopante, hasta que se abrió una puerta. Alguien intentó salir, pero ella se introdujo entre un montón de paquetes y pulsó el botón de cerrar la puerta antes de que el hombre pudiera hacer otra cosa que gruñir de enojo.
Un momento después, estaba junto a la puerta del apartamento de Harry, gritándole con la mente.
8 - Dos
La taza resbaló de la mano de Harry y se estrelló contra el suelo, donde los pedazos se esparcieron sobre la mancha oscura del café. Tenía que limpiar todo aquello, pensó. Le gustaba tener la cocina bien limpia. Su brazo descendió hasta quedar colgando —totalmente laxo— a un costado, con la mano describiendo un breve arco, como un péndulo. Luego, gradualmente, fue doblando el cuerpo hacia adelante.
Era todo muy interesante, como si contemplara la descripción que en una ocasión había leído de un caso de catatonía. A continuación, empezaría quizás a doblar las rodillas en posición fetal. No, no iba a suceder tal cosa. Notaba las piernas tan laxas como el resto del cuerpo. Le parecía estar resbalando hacia el borde de la silla.
Todo aquello era muy alarmante, por supuesto. Se suponía que iba a perder el control de sí mismo tres meses más tarde, no en aquel momento. Tenía el don de la precognición, del que era un caso realmente excepcional, pero no podía luchar contra la precognición si ahora se derrumbaba. Eso sería hacer trampa. De todos modos, ¿qué eran tres meses?
Escuchó en el cerebro un grito e inmediatamente llamaron con insistencia a la puerta. Era para él, supuso. Alguien quería verle. ¿Quería él ver a alguien? Consideró la cuestión con seriedad. Sí, había querido ver a Ellen. Pero la había ido a ver y ella no había querido verle a él.
—¿Ellen? —preguntó en voz alta.
—Sí, Harry. ¡Harry!, déjame entrar. ¡No puedes quedarte ahí solo en ese estado! No, ahora que he venido.
—Vete, Ellen. Ya me pondré en contacto contigo más tarde.
—Harry, por favor. Puedes llegar hasta la puerta. Inténtalo. ¡Te lo ruego, Harry!
Era divertido lo real que parecía todo, como si fuera una auténtica conversación. Mejor aún. Él podía ver por los ojos de ella, podía ver el número de la puerta. Nunca había gozado antes de una visión tan aguda al mirar por los ojos de otro. Las cosas parecían distintas vistas con los ojos de una chica. No parecían ver del mismo modo las curvas ni las rectas. Pensó que era muy extraño que siguieran dándoles los mismos nombres.
—Eres un cobarde, Harry —prosiguió la voz que sonaba en su cerebro—. Venga, te reto a que te levantes. ¡Te desafío dos veces!
—Nunca acepto los desafíos —contestó él con toda seriedad.
Algo iba mal allí. Había un recuerdo que todavía no había recuperado, y que sin embargo encajaba a la perfección con los restantes fragmentos que ya conocía. Había una niña y un pequeño arroyo. Y él se había mojado del todo. Con mucho cuidado cerró su mente a aquel recuerdo. Había conseguido recordar todo lo que había querido, y sus memorias le habían hecho enfermar. Ahora no quería ponerse enfermo otra vez.
Era divertido, pero no recordaba haberse sentado en el suelo. Le dolía la rabadilla, como si se hubiese caído. Quizá se había caído. ¿Un fenómeno caído? «Y las criaturas del infierno vieron a los hijos de la Tierra, que eran justos y buenos.» No, aquello no estaba bien; aquella cita no era correcta. A no ser que saliera en algún cuento. Quizás el autor la había escrito mal adrede. Entonces la cita estaba bien. Y lo correcto no lo era y lo erróneo estaba bien.
Regresión. Eso era lo que le sucedía. Estaba simplemente en un proceso regresivo. Iba a volver atrás, atrás todo el camino hasta el principio, y una vez allí nada lo podría coger. Así se reiría de todos.
Se miró la pierna en actitud distraída y se preguntó por qué la sentía mojada. No estaba cerca del café. No tenía por qué estar mojada. ¡Ah!
Sí, era la regresión. Su vejiga ya había completado su parte. Había oído hablar de todo aquello que ahora le sucedía. Tenía que haber hablado a Ellen del asunto. Ya no tenía que aceptar el reto. No tenía que caer en el arroyo. Ya estaba mojado.
—¿Ellen? —dijo.
No obtuvo respuesta. No importaba. Pronto sería demasiado joven para ir con chicas. Igual podía volver a jugar a médicos. Yo te enseño si tú me enseñas. Era un juego muy bonito, pero no tan divertido como para merecer los azotes que le habían dado.
—Así es —le dijo a su pierna mojada— como empiezan todas las dificultades. Cientos de adultos se divierten azotándonos por lo que nos gusta. Eso hace que tengamos revueltos el sexo y el dolor. Nos convierte en sádicos o masoquistas. Ahí debe ser donde empiezan todas las perversiones.
Pensó en sus zapatos. Antes siempre era capaz de atarse los cordones, pero ahora no tenía. No importaba. Se quitó los zapatos. Tenía los pantalones mojados. Se los quitó a continuación. Los calzoncillos le costaron más. Tuvo que levantarse para quitárselos, pero la camisa le resultó más fácil. Los botones eran fáciles de arrancar si tiraba de ellos con suficiente fuerza.
Se tumbó en el suelo mojado, experimentando. Dio golpes al horno con un pie y así se deslizó unos centímetros. Luego pudo apoyar los dedos de los pies en el suelo y seguir deslizándose. Sin embargo, necesitaba más humedad. Trató de procurársela, pero no sucedió nada.
Fue entonces cuando se descubrió a sí mismo. El médico del ejército había querido circuncidarlo, pero se alegraba de haberse negado. Era mucho mejor de aquel modo, con la piel colgando de modo que pudiera deslizarse adelante y atrás. Se sentía bien.
Oyó cómo se abría la puerta y se quedó quieto, sintiéndose culpable. Sabía qué sucedía cuando le cogían de aquella manera. La mujer que no podía ver le pegaría y le hablaría del pecado.
—No —gimoteó—. No me azotes. No lo haré más.
Pero sólo se trataba de Ellen, que acababa de introducir la llave maestra en la cerradura. Debía de tener frío. Temblaba toda ella, aunque no tenía la carne de gallina.
—No me pegarás, ¿verdad, Ellen?
—No, Harry. Nadie te azotará.
Parecía querer seguir allí, asida al viejo fregadero, con una sonrisa que era casi una mueca. Tenía un color extraño en el rostro, y sus ojos se desviaban a un lado cada vez que le miraban. Sin embargo, las palabras que le enviaba al cerebro eran cálidas.
—Sigue haciéndolo si eso te hace sentir mejor.
—Se hace grande, ¿lo ves?
Ella desvió la mirada por un segundo.
—Sí, ya lo veo. Pero ese suelo está hecho un asco y te vas a cortar con esa porcelana. ¿Por qué no vamos al baño y me dejas llenar la bañera? Allí será aún mejor.
Aquella era una buena idea, concedió Harry. Lo probaría debajo del agua. Tendría que haber pensado en ello, pero nunca se le ocurrían aquellas ideas. Ellen siempre había sido más rápida que él. Seguramente por eso la mujer que no podía ver la había llamado niña horrible. Sin embargo, no era tan horrible. Una vez la había mordido y no le había sabido a horrible.
—De todos modos, era una niña horrible —le dijo Ellen—. Y cuando creció se hizo todavía peor, porque se convirtió en una mujer agradable y horrible. Se volvió una remilgada de mierda. Harry, lo siento. Lo siento. No puedo..
Entonces se fue. Harry oyó correr el agua en la bañera, así que todo iba bien. Quizá tendría hasta un pato de plástico. No, aquello no encajaba. No había regresado todavía tan lejos, aún no. Pero apostaría a que lo lograba si quería. Probablemente, podía volver atrás hasta el principio. Lo único es que entonces no se divertiría mucho, porque sería demasiado joven.
Ellen regresó con una gran toalla que utilizó para cubrirlo, pero le hacía cosquillas y se la quitó, dejándola a un lado, donde comenzó a empaparse en el líquido que había por el suelo.
Al menos, ahora ella ya no temblaba tanto. Se arrodilló junto a él y lo asió por los hombros.
—Harry, no tengo fuerza suficiente para levantarte. Te ayudaré, pero tienes que poner de tu parte. Por favor, Harry, tenemos que meterte en el baño.
—Iré si me llevas cogido del mango —respondió él.
Harry pensó por un momento que Ellen iba a pegarle por fin. Tenía la cara otra vez de aquel color tan especial, y se le escapaba entre los dientes un sonido áspero. Sin embargo, la chica asintió.
—Muy bien, Harry. Lo intentaré.
Harry sintió que la cabeza le daba vueltas mientras intentaba ponerse de rodillas, y al levantarse las piernas parecieron a punto de fallarle.
—Creo que estoy un poco enfermo, Ellen —dijo—. Me siento muy débil.
Ella negó enérgicamente con la cabeza.
—No, Harry. Sólo te lo parece. Eres muy fuerte. Nadie más podría haber soportado todo lo que se te ha echado encima. ¡Pasar quince años de vida en el transcurso de un mes! ¡Oh, les mataría!
—Matar es pecado..., creo —respondió él en tono juicioso—. ¡Huy, me estás estirando demasiado!
Ellen emitió otra vez aquel curioso sonido, pero cuando guió al muchacho hacia el baño pasaba con firmeza el brazo sobre los hombros de éste. Le costó a Harry entrar en la bañera, pero en cuanto la agradable disminución de peso del agua aceptó su cuerpo, se sintió mucho mejor.
—Ahora tú también estás toda sucia —advirtió a Ellen—. También necesitas un buen baño.
—Bien, me bañaré más tarde.
—No. Ahora.
¿Por qué tenía que hacerla llorar una cosa así? No había llorado ni cuando la mordió, a pesar de que estaba terriblemente furiosa con él. Él también comenzó a llorar, y le dijo:
—No te quiero hacer nada, Ellen. De verdad, no quiero hacerte nada.
—No, querido, ya lo sé. Es culpa mía. He sentido en mí a gente mala y me he dejado llevar por ellos; por eso no me encuentro bien. Nunca me he sentido bien desnuda, al menos hasta ahora.
Encontró un pañuelo de papel y se secó las lágrimas. Sus hombros se enderezaron gradualmente y sonrió a Harry. Esta vez era una sonrisa de verdad.
—¿De veras quieres que me meta ahí dentro contigo? Muy bien, allá voy.
Las chicas, pensó él, eran muy divertidas. Todavía no se había quitado la ropa y ya comenzaba a temblar otra vez. Él nunca temblaba, ni siquiera en su frío dormitorio durante el invierno, hasta que estaba completamente desnudo. Los chicos debían ser mucho más listos para aquellas cosas que las muchachas. Además, ¿por qué le daba la espalda cuando se quitaba la ropa? Era una estupidez. Estaba tan desnuda por un lado como por el otro. Se preguntó en qué estaría pensando...
Aquello sí que era divertido. Ya sabía cómo averiguar los pensamientos de otro. Hacía apenas un rato había sentido lo que ella estaba pensando. Era...
Ellen se volvió de repente.
—¡No, Harry! No intentes recordar eso. ¡Oh, Dios, dale tiempo! ¡No le dejes enterarse todavía! ¡Harry!
—¿Sí, Ellen?
—Harry. Recuerda..., recuerda cuando jugábamos a médicos en el porche. Yo me quitaba el vestido para que tú me examinaras. ¿Te acuerdas?
—Decías que el estetoscopio estaba demasiado frío —asintió él, en tono de duda—. Y a mí me azotaban, lo recuerdo.
—Ahora no hay nadie que nos venga a azotar, Harry. Podemos jugar a lo que queramos. Mira, yo no voy a pegarte. Ni tú a mí. Y no hay nadie más. Puedes..., puedes incluso tocarme.
Él lo hizo y ella gritó.
Él se echó hacia atrás y empezó a decirle que lo sentía si es que le había hecho daño. Pero un instante después, ella estaba ya en la bañera con él y le cogía la cabeza con las manos y lloraba otra vez, estrechándolo contra ella. Las chicas hacían cosas idiotas, pensó Harry. Sin embargo, se sintió bien con aquel contacto. Ahora, Ellen era mucho más interesante que cuando jugaban bajo el porche. Había más cosas que ver.
—No te haré nada que tú no quieras —le dijo—. Me gustas, Ellen.
—Y yo te quiero, cariño. De verdad —respondió Ellen. Echó la cabeza hacia atrás, todavía con una gran tensión, aunque con una ligera sonrisa. Luego volvió a ponerse seria—. Harry, puedes hacer lo que quieras. Todo lo que quieras. No hagas caso de cómo me comporte. Estoy un poco chalada, y sospecho que es porque soy una chica. Lo sé muy bien, pero no puedo hacer nada por evitarlo. Sin embargo, aprenderé.
Harry extendió, lleno de duda, un dedo y ella pareció adquirir una actitud aún más rígida; a pesar de ello, esta vez no gritó. Harry se señaló luego a sí mismo.
—Yo también tengo. Mira. Sólo que los míos son muy pequeños.
—Ya lo sé —repuso ella; le tocó ligeramente y él se echó a reír—. No puedo evitar que los míos sean mucho mayores, Harry. Así son los de las chicas cuando crecen.
Pero para entonces él ya había perdido el interés por el tema. Estaba estudiando los dedos de los pies de la muchacha donde los podía ver, junto a sus costados. Eran muy delgados y se curvaban hacia dentro. Debía de ser a causa de aquellos zapatos tan ajustados que llevaban las chicas.
—Hace algún tiempo podía leer las mentes —aseguró.
—Y volverás a hacerlo.
—No, quiero decir hace mucho tiempo. Podía hablar con mi padre cuando él estaba lejos. Era precoz.
—Entonces me lo dijiste, pero no te creí. Yo no pude hacerlo hasta los catorce años, y entonces empezó muy poco a poco. Debes de haber sido muy brillante, Harry. ¿Recuerdas a tu padre?
El muchacho lo intentó, pero no evocó nada. Sólo había un cuerpo remoto y vago, sin rostro visible, y la sensación de algo fuerte y cálido.
—No. Ellen, ¿eres tú de verdad de verdad la misma niña con la que jugaba?
—De verdad de verdad, cariño.
Ellen alzó la mano y se asió al borde de la bañera mientras él exploraba su cuerpo con el dedo gordo del pie, pero el contacto no pareció molestarla tanto esta vez.
El agua se estaba enfriando, y se sintió muy contento cuando Ellen sugirió que ya bastaba. Le ayudó a secarse mientras se afanaba por mantenerse en pie, y luego le dejó utilizar la toalla para secarle a ella la espalda. Harry se quedó mirando el agua que se iba por el desagüe.
—Te apuesto a que puedo hacer una cosa que tú no eres capaz de hacer —la retó.
Sin embargo, ya no era tan hábil como recordaba haber sido. Incluso esforzándose, no le fue posible orinar más allá de un metro de distancia. Se rindió, disgustado.
—Es mejor que no te pongas otra vez esas ropas. Están sucias. Puedes ponerte uno de mis pijamas.
Harry esperaba que Ellen comenzaría a protestar por tener que llevar ropas de chico, pero esta vez pareció gustarle la idea y fue al dormitorio a buscarle otro para él.
—Espera aquí, Harry. Todavía tengo que limpiar la cocina.
Él asintió, al tiempo que intentaba recordar algo. Por fin le vino a la memoria.
—Por eso no me ha salido bien. Ya había orinado en el suelo, allí en la cocina.
—Ya lo he visto —repuso ella.
Pero no parecía disgustada en absoluto. Era una chica adorable. Además, era suave y adorable cuando le había dejado que la estrechara contra él.
Cuando salió de la habitación, la cocina ya estaba limpia y él se sentía un poco mejor. Ellen había encontrado algunas cosas en el frigorífico y colocaba unos cazos y una sartén en el fuego. Dijo algo de una tortilla y Harry asintió. Le habían enseñado a comer lo que le pusieran delante sin hacer preguntas.
—No te vuelvas a marchar, Ellen —le pidió cuando ella empezó a servir la comida en los platos—. Me gusta que estés aquí.
—Muy bien, cariño. A mí también me gusta estar aquí.
Harry comía, pero apenas se enteraba del sabor de lo que engullía. Algo le estaba sucediendo, algo que le resultaba más interesante. Estaba creciendo. Había empezado a sucederle justo al salir del baño. La regresión estaba dando marcha atrás. Con el cambio vino una oleada de turbación por todo lo que había dicho y hecho frente a ella. Vio que ella le estudiaba detenidamente y se dio cuenta de que le estaba leyendo la mente. Sin embargo, él la rehuyó, tratando de mantener la nueva seriedad que había reemplazado a su anterior humor juguetón.
—¿Por qué he olvidado tantas cosas, Ellen? —preguntó.
Ella todavía le estaba estudiando, pensativa, y tardó en responder. Frunció ligeramente el ceño mientras pensaba en algo. Por fin, suspiró y dijo:
—Muy bien, trataré de contestarte en parte. ¿Cuántos años tienes ahora, Harry?
Él respondió sin pensar:
—Doce, supongo.
—Sí, ya eres lo bastante mayor. Ya sabes lo que les pasó a mi padre y a mi madre... Sí, ya veo que el tío Charles te lo contó. Mi madre fue la que le pidió a mi padre que hiciera lo que hizo, creo. No estaba allí, Harry. Estaba contigo, jugando no sé dónde. Justo después, el tío Charles me llevó a Nueva York. Entonces yo tenía ocho años, así que poco más sé, a no ser lo que luego me ha ido contando él. ¿Sabes tú algo de tus padres?
Harry movió la cabeza con gesto de duda.
—Me dijeron que habían muerto en un accidente de coche, pero ahora ya no me lo creo. Es algo peor. Creo que ella intentó matarme en un incendio. Cuéntamelo.
—Tu padre era un famoso cirujano al que llamaban de todas partes para consultarle. Le recuerdo casi como a un extraño. Era además el único hombre con barba que había visto hasta entonces. Tu madre y él eran primos hermanos. Creo que ella pensaba que su matrimonio era un pecado. Antes de casarse, había sido la compañera de actuación de mi padre..., pero creo que eso ya lo sabes.
—Y se volvió loca —terminó Harry.
Algo espantoso se agitó en lo más profundo de su mente, pero casi al instante Ellen se colocó detrás de él y le obligó a volver la cabeza y a apoyarla en su pecho.
—No, Harry. Todavía no. Todavía tienes doce años. Tendrás tiempo suficiente después.
—Eres muy buena conmigo. —La oscuridad se retiraba otra vez, aunque ambos sabían que volvería. Harry prosiguió el relato—. Se volvió loca y quiso matarme, ¿no es verdad?
—Sí, Harry. Un par de meses después de lo que les sucedió a mis padres, y estando tu padre ausente, tu madre prendió fuego a la casa y te retuvo dentro con ella. Pero tu padre se enteró y regresó a tiempo de rescataros a ambos de las llamas. Nadie pudo comprender cómo lo hizo, pero lo consiguió. En cambio, tu madre nunca se recuperó. Luego se la llevaron.
—¿Y mi padre me llevó con él?
—Creo que sí. A un pequeño hospital privado donde te curaron las quemaduras. Además..., bueno, no sé muy bien qué sucedió, pero sospecho que hizo un experimento contigo. Algo en que se mezclaban ciertas drogas y la hipnosis. Si era verdad que tanto tú como él podíais leer la mente, y ya veo que sí..., bueno, creo que pudo llegar hasta el centro de la tuya. Allí bloqueó tus recuerdos y también tus facultades paranormales. Lo hizo para salvarte, Harry.
—¿Qué fue de él? —preguntó Harry, que notaba en aquellos momentos un despertar de recuerdos que llenaban los vacíos de su memoria.
El shock que padeció a causa del trato que su madre le diera había causado en él un bloqueo parcial que su padre simplemente había canalizado y profundizado.
—Le dijo a tío Charles que iba a encerrarse en una institución psiquiátrica. Para entonces ya se sabía medio psicótico también, aunque nadie podría culparle por eso, supongo.
Aquello facilitó a Harry una imagen más completa de su pasado, suficiente para que dejara de ahondar. Ya tenía bastante en qué pensar.
—Luego vinieron todos los psiquiatras —dijo—. Recuerdo a algunos todavía. Siempre haciendo pruebas y preguntando las mismas estupideces. No dejaban que me mezclara con los demás chicos en la escuela, ¿sabes? Les daba un poco de miedo lo que denominaban mi «delicado equilibrio», mi «potencial inestabilidad». Pensaban que podían esconder sus ideas detrás de aquellas palabras altisonantes. ¡Pero yo era hijo de un médico! Mucho mejor hubiera sido dejarme solo. Se lo dije a tío Charles, pero éste nunca me ha hecho caso.
—A veces sí —repuso ella—. A mí al principio me escuchaba. Quería adoptarme legalmente, pero yo quise seguir siendo la hija de mi padre y nunca me obligó a cambiar en lo que a eso se refería. Él siempre ha querido ser bueno con nosotros, Harry. Es una persona muy honrada, de verdad, aunque también tiene sus problemas. Luego, cuando cumplí los catorce..
Se levantó y comenzó a echar los platos en el fregadero, preparándose para limpiarlos al viejo estilo.
—Entonces fue cuando me di cuenta de que podía leer la mente de los demás —prosiguió, dándole la espalda—. No te estarás aburriendo, ¿verdad?
Harry no contestó. Si ella leía las mentes, no tenía por qué responder. Ella volvió el rostro hacia él por un instante y se rió de sus pensamientos.
—Ocurrió poco a poco. Al principio, sólo un presentimiento de tanto en tanto. Sin embargo, ya sabía lo que podía sucederme, por mis padres y por los tuyos, así que no fue una conmoción tan fuerte. Al menos, no lo fue hasta que llegaron esas cosas tan desagradables. Los hombres y las mujeres, pensando en... Bueno, yo ya sabía cosas del sexo y todo eso; tu madre había charlado largamente conmigo sobre ello y sobre el pecado, aunque la mía nunca había mencionado el tema. Un día pregunté a tío Charles algo que no sabía siquiera que fuera malo, y así fue como lo descubrió. Bueno, creo que tuvo miedo por mí. De hecho, me propinó un sermón y me hizo prometer que abandonaría la telepatía. ¡Como si eso fuera posible! Pero él quería engañarse, y lo logró.
Ellen había estado limpiando el mismo plato durante casi toda la parrafada. Por fin, lo enjuagó y tomó otro.
—Me sentía terriblemente confusa, pues sabía cosas que no llegaba a comprender. Cuando aprendí a cerrarme a alguna de las peores, ya no lo pasé tan mal. Lo más divertido era en el colegio cuando nos hacían alguna prueba. Siempre encontraba a alguien que sabía la respuesta.
—Eso es hacer trampa —protestó él. Luego hizo una mueca al ver que la sonrisa de Ellen indicaba que se estaba comportando como un niño.
—Claro que sí, pero a mí me parecía natural, y además estudiaba de verdad las lecciones. Las cosas que aprendía de los demás se me quedaban mejor grabadas que las que estudiaba por mi cuenta. Procuré escondérselo a tío Charles, y me pareció tan natural que ni siquiera llegaba a plantearme la moralidad o inmoralidad de mi acción. No era muy brillante en las predicciones, pero en cambio aprendí a leer casi todas las mentes. Creí que era una buena cosa..., hasta hace unos meses.
—¿Qué sucedió?
—Aprendí algo horrible, Harry. Algo demasiado horrible para contárselo a un niño de doce años.
—Creo que yo también sé algo parecido. Y voy a tener que volver atrás hasta el principio, me temo.
Ella asintió, y los platos ya no fueron una excusa para no mirarle a la cara.
—Ya lo sé, cariño. Pero todavía no, por favor. Quédate donde estás un poco más. Lo necesitas, y yo también. Déjame ser..., déjame ser tu hermana mayor un rato más, hasta que pruebe lo que tengo que probar.
—No pareces muy feliz —le dijo.
—No, es verdad, Harry —corroboró ella. Sin embargo, dibujó una sonrisa y le apartó el pelo de la frente—. Pero aún seré más infeliz si te dejo crecer y enfrentarte con lo que te espera de un modo distinto a éste. Créeme.
Luego hizo un gesto con los hombros y le obligó a levantarse de la silla.
—Es hora de dormir, Harry.
—¡Pero si todavía hay luz!
—Ya lo sé, pero has pasado un día agotador, y te sentará muy bien echarte y relajarte. Por favor...
Harry la siguió, consciente de que algo iba mal. Lo descubrió cuando vio que la muchacha le preparaba la cama.
—Yo dormiré en el sofá —decidió—. Tú puedes quedarte en la cama.
Había una ternura muy especial en la sonrisa que ella le dedicó; la muchacha movió la cabeza en señal de negativa. Dio vuelta a las sábanas con gran cuidado y palmeó con una mano el lado derecho de la cama.
—Tú dormirás aquí, Harry. Yo dormiré a la izquierda. Tiene que ser así. Sí, estoy segura de que sí.
En aquella ocasión no se volvió de espaldas mientras dejaba caer al suelo el pijama. Harry dudó, indeciso sobre lo que debía hacer. Sus ojos querían escudriñar el cuerpo de la muchacha, pero tenía miedo de que ella le descubriera mirándola. Se llevó los dedos a los botones de su camisa, pero los volvió a bajar. Sin embargo, advirtió que ella le daba su asentimiento con la cabeza y se desvistió de mala gana, consciente de que se estaba ruborizando intensamente. Ella esperó que él se metiera entre las sábanas antes de cerrar firmemente las persianas. Harry notó cómo se deslizaba a su lado. Ellen tosió ligeramente, y un momento después estaba firmemente apretada contra él.
—¿Cuántos años tienes ahora, Harry?
Él se sorprendió ante su propia respuesta, automática e inmediata:
—Catorce.
—Es una edad maravillosa —le aseguró ella—. Es una edad muy dulce para un muchacho, creo. Al menos para algunos muchachos, según los pensamientos que he leído. Además, tú eres un muchacho muy agradable, Harry.
—Tú no quieres hacer eso, ¿verdad? —protestó él, notando que ella temblaba cuando él pasaba el brazo tímidamente por su cuerpo.
—No —dijo ella, con toda sinceridad—. Una parte de mí se siente enferma, pero de todos modos quiero hacerlo, por muchas y variadas razones.
Ellen le besó, con los labios tan tensos como los del muchacho; luego se dulcificaron, como si lo estuviera guiando.
—Han sido tantas experiencias ajenas... —le dijo suavemente—. Sin embargo, es diferente cuando le suceden a una misma. Sé tanto y al mismo tiempo tan poco...
Lo abrazó levemente, tranquila y agradable. Él estaba a su lado, desesperadamente deseoso de hacer muchas cosas, pero incapaz de ningún avance. Fue la mano de Ellen la que tomó la suya y la guió. Él la notaba tensa, pero cada vez menos. Por fin, la vio relajada otra vez.
—No estarás solo, Harry. No estarás solo ni un momento mientras vayas creciendo otra vez. Serás parte de mí, y yo estaré en tu mente, antes incluso de que tú puedas estar en la mía otra vez. Cuerpo y alma, Harry. Nunca más solo, nunca más.
Ella se le acercó y le guió hasta que tuvo encima el cuerpo del muchacho y éste pudo entrar en ella, forzándola ligeramente. Harry la oyó gemir, esta vez de dolor, pero los brazos de Ellen le mantuvieron firmemente apretado contra ella. Poco a poco, los pensamientos de la muchacha iban entrando en la mente de Harry. Eran ideas turbulentas, que por momentos pasaban de una sensación de disgusto y repulsión a una sensación de calor que le rodeaba por completo, igual que el cuerpo de la muchacha rodeaba el suyo.
De repente, los recuerdos de Harry saltaron del presente y le invadieron unas oleadas enfermizas de miedo y horror ante lo que con toda certeza le deparaba el futuro. Sin embargo, en aquella ocasión parecieron menos fuertes, y además contaba con otra mente a su lado, con una voz que le decía que sus pensamientos no eran reales, que no podían serlo, que lo único real era lo que sucedía allí y entonces.
Harry se había quedado helado, inmóvil, pero de nuevo la sentía moverse debajo de él, obligándole a una respuesta física con un esfuerzo que él sólo podía intuir remotamente. Entonces hubo una repentina oleada de triunfo en los pensamientos de Ellen, que sin esfuerzo alguno se asía a él y le respondía.
El horror al futuro fue alejándose de Harry cuando se dejó llevar por aquella excitación física que le dejaba sin energía para pensar. Los estados infantiles a los que había acudido para protegerse desaparecieron también, aunque conservó el recuerdo de lo sucedido.
Los pensamientos de Ellen le alcanzaron otra vez, guiados y canalizados, pero con una sensación de amor demasiado real para dejar lugar a la duda.
—Duerme, cariño. No pienses más, amor mío.
Su cerebro estaba ya cayendo en el letargo que precede al sueño, y los pensamientos de Ellen fueron como una suave canción de cuna. Trató de besarla, notó que ella se movía para recibir sus labios, y por último se sumió en un estado de relajación, con la mente en blanco, sin ninguna visión y ningún sueño que perturbaran su paz.
Cuando despertó, todo estaba muy tranquilo y oscuro. Su mente tanteó los acontecimientos que se habían sucedido en las horas anteriores y finalmente tuvo una idea clara de todo. La visión de su suerte final todavía seguía presente, pero muy amortiguada. Notó las caderas de Ellen con su brazo, que reposaba sobre el cuerpo de la muchacha.
Tanteó los pensamientos de ella, pero no encontró nada, sólo el vacío más absoluto. Algo le había despertado, sin embargo. Intentó recordar si había captado alguna mente mientras dormía.
Emitió un sordo gruñido, se dio la vuelta y empezó a tranquilizar su mente, tapando y rechazando las palabras que intentaban deslizarse por ella y permitiendo tan sólo que alcanzara su conciencia la imagen vaga de un niño y una niña junto a un arroyo. A su lado, el cuerpo de Ellen se retorció ligeramente, como si volviera la cabeza. Él, sin embargo, mantuvo aquel pensamiento en lo más hondo de su mente e intentó seguir respirando como si estuviera dormido.
La cama tembló levemente y escuchó la levísima respiración de la joven.
Su mano encontró el interruptor de la lámpara y dio la luz al tiempo que se incorporaba para observar el rostro de Ellen. Ésta estaba acurrucada entre las sábanas con los brazos alrededor de la cabeza, pero Harry los apartó con suavidad hasta ver su rostro. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados y los labios desfigurados por el rastro de innumerables lágrimas.
—Abre tu mente —le ordenó Harry.
Ella hizo un rápido gesto de negativa, intentando esconder de nuevo la cara.
—Ábrela, o entraré y te obligaré a hacerlo —la amenazó. No tenía idea de si lo que decía era posible, y sólo el pensar en hacerlo iba contra su ética personal, pero trató de que Ellen no se diera cuenta de ello—. Ábremela y podrás guardarte tus pensamientos personales. Si tengo que obligarte, tendrás que dejarme tomar lo que yo quiera.
—Podrías hacerlo —decidió ella—. Sí, creo que eres lo bastante fuerte para ello. De acuerdo, Harry.
Gran parte de sus pensamientos conscientes todavía seguían bien guardados, pero Harry encontró lo que quería saber.
—¿Tan terrible te parecí? ¿De verdad? —le preguntó, conmovido.
Ellen gritó, en tono de protesta:
—¡No, tú no! Tú nunca, Harry. ¡Soy yo! Yo te respondí total y plenamente. Pero eso es lo terrible. Ahora soy tan repugnante como todos esos que he sentido. No soy diferente. ¡También yo soy un animal!
—Es mejor eso que ser un vegetal —apuntó él—. ¿Tengo que suponer que si me hubieras odiado todo el rato, pero hubieras seguido haciendo el amor por pura obligación hacia mí, hubiese sido un acto hermoso y sin pecado?
Ella asintió, tratando de mostrar sus pensamientos a la mente de él con toda la franqueza posible. Sin embargo, no había conceptos comunes que poder confrontar. ¡Maldita sea! Al final del acto, le había querido y había igualado su pasión por él con la que Harry sentía por ella. Fue entonces, mientras realmente compartían su amor el uno por el otro, cuando él se había visto impulsado a creer que aquel acto era el ideal más alto de una relación adulta. Por otra parte, aquel acto sexual no había estado falto de amor, sino todo lo contrario.
—Vamos a ser un matrimonio de película, mientras dure.
Aquello la hizo incorporarse, tan sorprendida que ni siquiera notó los ojos de Harry que recorrían su cuerpo con franco deleite.
—¡No, no te puedes casar conmigo! ¡Nunca, Harry! —protestó.
—En condiciones normales, no te lo pediría en este momento, pero he tenido un buen ejemplo del valor que posees, Ellen. Creo que es más que suficiente el que te arriesgues a lo que me va a suceder. Y durante estos tres meses..., bueno, puedo dejarte sola. Todavía no soy del todo una bestia furiosa.
—No es eso. No es nada de eso —dijo ella. Suspiró y añadió—: Ahora he bajado totalmente la guardia, Harry.
Aquella vez entró con suavidad en su mente, hasta descubrir el nudo de horror y miedo que antes había mantenido fuera de su alcance. Al llegar a aquel punto, rompió el contacto y se cogió la cabeza con las manos.
El tipo de locura y el momento aproximado en que ésta llegaría eran casi los mismos para ambos. Tres meses, y se les echaría encima aquella cierta y terrible locura. Sin embargo, más allá de aquel punto, la mente de la muchacha aparecía oscura y era imposible leerla; había la leve sensación de un terrible peligro, pero éste no se resolvía en la completa posesión por un ente extraño, como Harry había observado en su propia mente. Sólo era algo, algo que acechaba...
Quizá, como ella misma dijera, su capacidad precognitiva fuera débil, incapaz de llegar más allá de la conmoción producida por la locura. O quizá, como Ellen había creído cuando captó la sombra del horror que se escondía tras la mente de Harry, el Ser Extraño no era sino otra ilusión paranoica más de su propia mente. Sin embargo, no podía aceptar tal idea. Aquella presencia extraña no podía ser una proyección de su propia imaginación. Era un ser lúcido y cuerdo, horrible y grotescamente cuerdo, hasta un punto que ninguna mente humana normal podía igualar.
Trató de esconder la dirección de sus pensamientos y fingió aceptar las explicaciones de Ellen.
—¿Cuánto hace que lo sabes?
—Con seguridad, varios meses. Por eso no pude seguir disimulando ante tío Charles. Sin embargo, he ido adquiriendo conciencia de ello poco a poco, durante los últimos tres o cuatro años. No me vino de repente, como a ti. Tuve tiempo para irme acostumbrando.
—¿Es que todos los que están dotados de poderes extrasensoriales tienen que acabar locos?
—Tío Charles no ha encontrado ni uno que haya escapado a la locura entre todo el grupo originario que estudió. Todos terminaron locos, Harry.
Se abrazó a él, y en aquella oportunidad no tembló ni se echó atrás, y buscó en él un descanso igual al que ella le ofrecía.
—El tiempo que nos queda es casi idéntico para ambos, por lo que he podido calcular, e incluso las intuiciones de nuestro destino parecen encajar casi por completo. ¿Podría existir tal similitud si ello no significara que compartiremos nuestras vidas de ahora en adelante?
Ellen lo pensó y luego movió negativamente la cabeza contra su pecho desnudo.
—Pero es que no tengo tiempo de cambiar, de aprender. No puedo prometer que seré para ti una auténtica esposa. Además..., además nunca podremos atrevernos a tener hijos.
—Claro que no —asintió él con firmeza—. Pero quédate conmigo. Aquí hay espacio suficiente para hacer los arreglos que quieras. O también puedo conseguir un sofá-cama para el cuarto de estar. No me dejes, Ellen.
Ella se acurrucó todavía más contra él.
—Eso ya te lo he prometido, cariño. ¿No lo recuerdas? Te lo prometí cuando sólo eras un chiquillo caído en un suelo lleno de suciedad.
—Un niño realmente horrible, por lo que recuerdo.
—Sí —admitió ella—. Y yo también fui una niña horrible, ¿verdad? Entonces te llevé realmente por el mal camino. ¿Qué me sucedió?
—Lo mismo que a mí. Que a ambos nos educaron los que pasan por ser los adultos de este mundo.
Tras aquello se callaron, mientras él la mecía suavemente, sintiendo la tersura de su piel junto a la suya.
—Grimes tiene que saberlo. No le gustará, pero tiene derecho a saber que estamos juntos. Eso quiere decir que tendremos que hacerlo legal, Ellen, no importa lo que pienses. Así pules, mañana haremos una solicitud de pruebas sanguíneas y luego compraremos una licencia. Después, tendré que empezar a buscar una manera de salir de esto. De hecho, no sabemos qué sucede más allá del momento, o quizá del eón, no podemos saberlo, de la locura. Ni siquiera mi capacidad adivinatoria ha obtenido resultado cuando se trata de esta cuestión. Tengo que intentar aprender. Tenemos tres meses. A veces, cuando es necesario, se logran hacer muchas cosas en ese tiempo.
Notó que la mente de Ellen le apoyaba, pero que no había en ella esperanza alguna. Y también se dio cuenta de que en realidad sólo estaba soplando contra el viento. No obstante, no podía quedarse cruzado de brazos y dejar que las cosas siguieran su curso. Un hombre tenía que luchar contra su destino, aunque no pareciera haber esperanza alguna de vencerlo.
—Sólo tres meses —murmuró ella.
Echó para atrás la cabeza y tomó la de él entre sus manos, con fuerza, buscando sus labios. Todavía entonces una náusea le recorrió el cuerpo, pero se enfrentó a aquella sensación y la hizo desaparecer sin que Harry llegara a enterarse de que había existido. En su mente había amor, y en su cuerpo una creciente pasión.
La fusión en cuerpo y mente de Harry compensó la respuesta dividida de Ellen, la aceptó como era, y se volcó sobre ella para envolverla del mismo modo que ella le recibía a él.
9 - Hogar
El doctor Byron Coleman, miembro de la Royal Society y poseedor de mil títulos y honores más, echó una última mirada a la sala que durante tanto tiempo había sido su hogar. Rebuscó en los cajones del desvencijado archivo, miró el armario y abrió el botiquín, que estaba sobre el lavabo manchado de orín. Sólo había allí una navaja de afeitar, pasada de moda, y la echó a la papelera; con casi absoluta seguridad, en el lugar al que se dirigía no le dejarían tenerla.
—Ésta es, Peter. Yo llevaré la otra maleta.
La asió y tomó la libreta que tenía en la mesa, la cual estaba llena de señales y golpes. Siguió al viejo empleado por la raída alfombra del recibidor y las escaleras. Fuera, la limusina estaba aparcada junto al bordillo. A su lado había un chófer uniformado.
Peter colocó los bultos en el portamaletas, pero se negó a aceptar el billete que le tendió.
—Lamento verle marchar, Bud —dijo—. Después de catorce años, le vamos a añorar por aquí.
—Catorce años —asintió Bud—. ¡Cómo vuela el tiempo, según dicen! En fin, compañero, ¡cuídese!
Estrechó la nudosa mano que Peter le tendía con gesto grave, observó una vez más el viejo hotel y subió al coche.
—¿Tiene la dirección, James?
—Sí, doctor Coleman. Tengo instrucciones muy precisas.
—Excelente. Por cierto, ¿cuál es su nombre auténtico?
El chófer se permitió una ligera sonrisa y volvió la vista hacia él:
—James es mi verdadero nombre, señor. El automóvil se puso en marcha con gran suavidad, a pesar del pavimento desigual del decadente barrio. Bud se arrellanó en el mullido asiento. Había terminado, o casi. Ahora sus libros serían remitidos a la biblioteca de los Primates y sus cosas personales a los amigos que sabrían apreciarlas. Había una caja de buen bourbon que iba a enviarle a Peter, y sólo le quedaba la libreta con las cartas, gráficos, historiales y preguntas. Luego una placentera travesía hacia el sur y una excelente comida en la Canvasback Inn de Delaware. Después, más carreteras, en su mayoría rurales, y llegar a tiempo para una última charla con el director, antes de buscar sus aposentos auténticamente privados y dejar la puerta definitivamente cerrada tras él. Incluso sería capaz de dormir como un tronco aquella última noche, seguro. Ave atque vale!
Como todo lo que valía la pena hacer bien, arreglar aquello le había resultado costoso. Sin embargo, en aquel momento, al observar la tranquila eficacia del chófer, se sentía satisfecho de que no hubiera ningún fallo en el servicio que había contratado.
La limusina frenó ante un bloque de pisos del West End y quedó aparcado en doble fila con la seguridad que sólo un vehículo como aquél podía mostrar. Bud esperó que le abrieran la puerta y entonces se apeó con la libreta bajo el brazo.
—Quizás estaré un rato aquí, James.
—Sí, doctor Coleman. Me encontrará esperando aquí cuando salga.
Podía haber enviado antes la libreta, cuando tuvo la seguridad de que el muchacho había redescubierto sus poderes, pero ahora se alegraba del retraso. Tenía curiosidad por ver la nueva novia que se había echado Bronson, y además Tina Hillery nunca había sido de fiar en asuntos importantes. Sabía menos de Ellen que de la mayor parte de mutantes que había descubierto. En aquel momento, mientras ella mantenía abierta la puerta y él se presentaba, Coleman se sintió satisfecho. Harry había hecho una buena elección.
La muchacha había experimentado un gran cambio, de la niña descarada y de rizos ensortijados que conociera a la mujer que era ahora, pero pensó que todavía hubiera sido capaz de reconocerla. Por un momento, sin embargo, el recordarse el uno al otro no fue mutuo, pues ella pareció un tanto perpleja.
Ellen le invitó a pasar y le explicó que Harry volvería pronto.
—¿Puedo ofrecerle algo de comer, doctor?
—Por favor, querida, llámeme Bud —le corrigió. Rió levemente—. Ah, claro, ya veo que Harry le ha hablado de mi apetito. Pero no, querida, esta vez nada de comida. Ni siquiera una botella de cerveza. No puedo quedarme mucho rato. Sólo me he dejado caer por aquí para dejarle a Harry mis notas sobre un asunto que nos interesa a ambos. Me voy de la ciudad, ¿sabe?, y mucho me temo que no voy a volver. Es una molestia increíble eso de empaquetar las cosas para echarlas al correo, así que pensé en traerla yo mismo.
—Gracias. Parece que hay aquí un tremendo volumen de trabajo —dijo ella, desconcertada. Sin embargo, su ceño fruncido no era consecuencia de la libreta que reposaba en la mesilla de café que les separaba—. Pero no puede ser que haya escrito todo esto desde que ha conocido a Harry.
—No, no, por Dios. Me ha llevado años, la mayor parte de mis años de adulto, a pesar de que soy mayor de lo que parezco. Se diría que coleccionar datos sobre los telépatas imitantes que he podido localizar ha sido una obsesión para mí. ¡Oh, vamos, querida, no parezca tan sorprendida! Harry debe haberle hecho saber que comparto su secreto. Ellen movió la cabeza en señal de negativa. —No era eso. Sólo le estaba recordando. Usted es el profesor de Yale que vino a visitar al doctor Bronson para ver a su esposa. Y tras su muerte, siguió usted viniendo. Regaló a Harry una navaja de bolsillo con un mango verde, el día de su cumpleaños.
—¿De verdad? Es cierto, querida. Lo había olvidado. —Sonrió al recordar la anécdota—. Entonces fue cuando empecé está libreta. Siempre quise que fuera para el hijo del doctor Bronson, en el caso de que recobrara su poder.
—Pero.. ¡No puede ser que usted también...! Si fuera usted uno... uno de nosotros, lo hubiera sabido al instante.
Sin darse cuenta, Ellen se había sumergido todavía más en su sillón, como si tratara de restablecer alguna distancia entre ambos.
—¿Está segura? —le preguntó.
Durante unos instantes más mantuvo el flujo de pensamientos superficiales que servían mejor para salvaguardar su mente que cualquier otro método consistente en dejarla en blanco. Luego empezó a abrir algunos de sus recuerdos y pensamientos a la penetración de Ellen.
—La mente humana tiene sus limitaciones, querida, pero sabe utilizar algunos trucos cuando resulta necesario.
Su propia evolución había sido la primera en constar en sus registros, aunque sólo era un mutante por parte de sus abuelos. Sus poderes todavía por pulir habían tenido un buen comienzo, antes de que su padre muriera en un desastre minero y su madre sufriera un colapso fatal al enterarse de la noticia. Luego habían transcurrido los años del orfanato, siempre lleno a rebosar y escaso de fondos. Había sido para él una escuela muy dura, que le enseñó a conformarse y a disimular ante los no dotados, a dominarse incluso interiormente. La larga lucha mantenida con el entorno había dado mayor profundidad y refinamiento a su habilidad para ocultar cualquier diferencia que pudiera no ser aceptada por las inteligentes personas normales con las que había escogido vivir.
Empezó a cerrar su mente a la de Ellen y a construir de nuevo la barrera que le servía de escudo. Pero antes de que terminara de hacerlo notó que ella, que hasta aquel momento había parecido recorrer sus pensamientos tranquila y confiada, penetraba profunda y repentinamente más allá de donde le había permitido llegar.
—¡Oh, Bud! —gritó Ellen, de rodillas ante él, asiéndole las manos con fuerza—. ¡No puede ir allí usted solo! ¡Deje que Harry y yo vayamos con usted!
Él soltó una de sus manos para echar hacia atrás el cabello que caía sobre la frente de la muchacha y luego le alzó la barbilla hasta que los ojos de Ellen vieron la sonrisa que todavía iluminaba su rostro.
—Los médicos me tratarán bien, querida. Ya me he preocupado de ello. Y creo que allí nada, nada en absoluto, me molestará. Mira otra vez, y ahora más profundamente.
Coleman no había vuelto a sentir otra mente absolutamente libre dentro de la suya desde que muriera su esposa, y casi había olvidado lo que se sentía. Guió suavemente los avances de Ellen, sin negarse a nada, haciendo hincapié en lo que consideraba importante y ella pasaba por alto. Al fin todo terminó y se sintió solo consigo mismo otra vez.
—No tiene miedo —dijo ella, maravillada—. No tiene ni pizca de miedo. ¡Hasta eso es capaz de aceptar!
—Hasta eso —repitió él. Luego suspiró y se levantó, ayudándola a hacer lo mismo—. Ahora tengo que irme. ¿Me acompañarás hasta la puerta, verdad? Es más, no creo que le importe mucho a Harry si me das un beso de despedida. Después de todo, querida, hace mucho tiempo que te conozco.
Todo había ido muy bien, pensó, mientras el ascensor le llevaba abajo.
Se instaló cómodamente en el coche, que le aguardaba, e hizo un gesto de asentimiento cuando el chófer volvió a su puesto. Sí, todo había ido muy bien.
—Bueno, James —dijo—. Ya puedes llevarme a casa.
10 - Búsqueda
Harry, sentado ante la mesa de la cocina, se levantó, estiró sus músculos agarrotados y echó una mirada al reloj. Se había dado cuenta de que la luz del sol llevaba un rato filtrándose por la ventana, pero no había advertido lo avanzado que estaba ya el día. Había estado sumergido entre los papeles del doctor Coleman más tiempo del previsto. No era raro que se sintiera tan dolorido. Puso café a calentar y se dirigió de puntillas hacia el dormitorio, donde Ellen reposaba.
Su esposa estaba acurrucada en su lado de la cama, pero una leve pátina de las vagas imágenes de su sueño le alcanzó, descubriéndole que estaba pasando una de sus noches más tranquilas. El mes anterior había resultado muy duro para ella. Ahora, sin embargo, parecía estar camino de vencer la tortuosa batalla que libraba consigo misma. La breve visita del doctor Coleman parecía haberle dado, de algún modo, más fuerza para enfrentarse a lo que era en realidad. Su sueño era confuso, pero bastante apacible. Incluso dormida, parecía darse cuenta de que sus mentes estaban en contacto; se estiró levemente y algo cálido y suave se extendió con dulzura hacia él.
Bien, Harry siempre se había preguntado qué había de bueno en la telepatía. Ahora lo sabía.
El olor a café quemado le sacó de su ensimismamiento y le hizo regresar a la cocina. Con gesto mecánico, vació la cafetera y la limpió para usarla otra vez.
El aroma del café echado a perder debió despertar a Ellen. La oyó ir al baño y retiró su mente de ella. Ellen se negaba a levantar cualquier barrera mental, incluso cuando era normal hacerlo, como parte de su lucha consigo misma. No obstante, la primera semana de casados había bastado para establecer qué áreas era importante mantener en la intimidad, y Harry las respetaba ahora sin ser siquiera consciente de ello.
Ellen apareció con muy poca ropa encima, miró sorprendida al reloj y luego a la mesa en la que Harry había estado trabajando. Sus pensamientos se preocupaban por él y por su falta de sueño, pero no hizo ningún comentario. Se sirvió un vaso de zumo de naranja antes de empezar a preparar el desayuno.
—Te oí llegar, pero no pude levantarme —dijo a Harry—. Era terriblemente tarde, mucho después de la hora de cierre de la biblioteca. ¡Oh, Harry! Fuiste a ver a esa tal Jamieson. ¿Fue muy horrible?
—No resultó agradable —admitió él.
Le abrió la mente lo suficiente como para que se hiciera una idea general.
Coleman había descubierto cerca de doscientos imitantes, de los que había hecho historiales detallados, pero unos diez años antes había vuelto a las consideraciones teóricas, con el resultado de que la mayor parte de las notas eran de poco valor ahora, con semejante lista de nombres por localizar. La señora Jamieson era, al parecer, una de las pruebas más esperanzadoras de recuperación. Por dos veces había sido internada en una institución, pero había progresado lo suficiente para ser dada de alta, y las notas indicaban que todavía conservaba sus poderes telepáticos.
Por desgracia, ahora resultaba que sí los había tenido, pero que ya no conservaba conciencia de ellos. Había fragmentado su cerebro y había bloqueado sus poderes paranormales, aunque eran lo único que le había permitido evitar las consecuencias de su búsqueda enfermiza de satisfacción en aquel mundo sombrío. Lo que Harry había hallado en el fondo de su mente no le proporcionaba la respuesta a ninguno de los problemas que tenía planteados. La mujer vivía aterrorizada por algo, pero aquella amenaza le resultaba demasiado borrosa para precisarla, y no podía distinguir si se trataba de algo no humano. Fuera como fuese, estaba totalmente seguro de que la mujer pronto sería incapaz de fingir que estaba cuerda. Con mucha suerte, acabaría encerrada en una sala para violentos.
—Te dije que me la dejaras a mí. Las mentes femeninas son más fáciles de escrutar para una mujer. Iba a verla hoy —protestó Ellen, mientras colocaba la comida en la mesa.
Harry echó sal en los huevos y empezó a comer como un autómata, al tiempo que negaba con la cabeza.
—Claro. Tendría que dejártelos todos a ti. Cariño, quizá no sea una torre roqueña como Bud Coleman, e incluso reconozco que cada vez que recibo una auténtica conmoción me derrumbo, pero todavía no soy tan débil como para esconderme detrás de ti cada vez que se ha de hacer algo.
—No eres débil, querido —aseguró la muchacha—. Ya te lo he dicho muchas veces. Casi todos nosotros tenemos dificultad para aprender en diez o quince años lo que tú has tenido que asimilar en apenas un par de meses. No pienso que seas débil, ni Bud lo creía tampoco. Él pensaba que tú eras el único que tenía alguna posibilidad de hallar una solución, pero a pesar de ello no puedes hacerlo todo tú solo.
—Más bien parece que no puedo hacer nada. Si al menos dispusiera de un año —empezó a decir por milésima vez.
Pero no era así: apenas le quedaban dos meses de cordura. Ya había pasado casi un mes en lo que ahora reconocía que habían sido, básicamente, esfuerzos inútiles.
—Será mejor que duermas un poco —sugirió ella.
Acabó de colocar los platos en el lavavajillas y le siguió hacia la habitación para vestirse de calle.
Harry la volvió a observar, consciente otra vez de que ella estaba realizando grandes progresos en su esfuerzo por dominarse. Comenzaba a disfrutar del placer que él sentía al mirarla, y hubo incluso un asomo de provocación en su manera de pedirle que le abrochara el cierre de la cremallera. Ellen notó su aprobación y sonrió. Luego se puso rápidamente seria otra vez.
—¡Ah, Harry, me olvidaba! Anoche llamó tío Charles. Quiere verte.
—No necesito para nada su maldito dinero —le contestó Harry.
Para los dos meses que le quedaban, se las podía arreglar muy bien con lo que tenía, incluso sin el dinero que finalmente iba a recibir de Inglaterra por la opción sobre el motor. No obstante, suspiró y se rindió a los deseos de Ellen. —Está bien, está bien. Le iré a ver cuando me levante. Ellen le dio un beso, con la mente preocupada ya por la búsqueda, desesperantemente lenta, que le esperaba entre los periódicos microfilmados de la biblioteca. Harry advirtió vagamente el placer que ella sintió al encontrar en seguida un taxi, pero la perdió mientras volvía a darle vueltas a sus problemas.
Todavía no disponía de clave alguna para identificar lo que denominaba el Ente Extraño. En las notas de Coleman no había encontrado ningún indicio, ni tampoco pruebas definitivas en ninguna otra mente. Tras la locura que había presentido por todas partes había siempre una vaga amenaza, el miedo a un cambio terrible, pero nada definido como lo que en su propia visión había aparecido como real. Todavía recordaba el horror que sintiera, aunque le resultara imposible recordar qué era en esencia lo que había originado su repulsión.
Sin embargo, parecía relacionarse de algún modo con la locura que probablemente era el sino de todos aquellos que había aprendido a denominar mutantes. Quizá la locura fuese el resultado de la amenaza de posesión por algún agente extraño; parecía posible. Había cosas que ninguna mente cuerda podía soportar. En tal caso, la retirada a la locura podía significar una verdadera defensa contra la posesión, al hacer inservible aquella mente para el Ente Extraño. Por otro lado, cabía la posibilidad de que la locura fuera en sí misma una trampa que dejara a la mente indefensa contra lo que trataba de conquistarla. No disponía de pruebas de que mente alguna hubiera pasado por una fase de locura y hubiera sido ocupada entonces por una presencia extraña, pero aquello podía significar también que ésta era demasiado inteligente para ser detectada.
Intentó imaginar en qué debía consistir aquella amenaza extraña, pero no había manera de averiguarlo. Los escritores de literatura fantástica hablaban de la posesión por mentes inmortales, por criaturas más allá del espacio y del tiempo, y por casi cualquier cosa, incluidos los verdaderos demonios. Lo que recordaba de la premonición que había tenido le hacía dudar de que el Ente Extraño fuera humano, pero no tenía modo de saber de qué se trataba.
Respecto a la idea de Ellen de que se trataba simplemente de otra ilusión de su naciente locura, fingía aceptarla, al menos en lo que concernía a las conversaciones entre ambos. Además, en cierto modo tenía que tratar así ese asunto. Había una gran cantidad de datos referidos a la locura de los que hasta cierto punto podía sacar conclusiones, pero no había nada sobre mentes extrañas. Fuera como fuese, el estallido de la locura iba a llegar antes de la otra amenaza, por lo que se veía obligado a buscar una manera de vencerla. Luego, si es que lograba de algún modo pasarla, podría empezar a preocuparse por los horrores que se le presentaran como siguiente amenaza. Hasta entonces, todo parecía inútil.
Suspiró, fatigado, e intentó apartar de sí las preocupaciones, levantando de nuevo una barrera que obstruyera el paso a los pensamientos. Se fue quedando dormido. Ahora controlaba sus poderes de un modo que antes le hubiera parecido imposible. Sólo llegaban a él unos ligeros impulsos de fondo, procedentes de la masa de miseria humana que le rodeaba, y algunos sueños propios un tanto intranquilos.
De repente se encontró erguido en la cama mientras un grito resonaba en su mente junto al chirrido de las ruedas metálicas de un ferrocarril suburbano que intentaba desesperadamente frenar. Bruscamente, todo acabó...
La señora Jamieson había estallado mucho antes de lo que había creído, y con mucha más violencia. Tuvo plena conciencia de ello, así como de que su reciente entrevista con la mujer debía haber sido la causa de que ésta rompiera las barreras que había levantado contra sí misma. Harry luchó contra su reacción adolescente de culpabilidad, con el convencimiento de que en aquel caso la muerte había sido lo mejor para ella, pero aquel pensamiento sólo le tranquilizó a medias.
El reloj indicaba que había dormido menos de tres horas, pero ya no hubo más descanso para él. Se levantó y avanzó dando traspiés hacia la cocina, donde recalentó el café. Le supo amargo.
Sonó el teléfono y levantó el auricular sin esforzarse en esconder que había sabido por adelantado quién era el que llamaba.
—Hola, tío Charles. Estaba a punto de pasar a verte.
—¡Oh! —Una corta pausa, como si aquellas palabras tan educadas hubieran sorprendido al anciano—. Henry, ¿puedes leerme el pensamiento desde donde estás?
—¡Creí que considerabas todo eso como meras tonterías! —repuso Harry, mientras cambiaba de lado el aparato para tomar la taza de café con la mano derecha. Luego decidió responder en serio—. Sí que puedo, pero no pretendo hacerlo, a menos que me obligues a ello. ¿Qué es lo que quieres?
—Dos cosas. En primer lugar, agradecerte la invitación de boda que me enviaste. No asistí, porque no me gusta ir donde no soy bien recibido.
—Pudiste haber venido —le aseguró Harry.
No era el modo más cortés de decírselo, pero resultaba difícil romper las costumbres establecidas.
No obstante, Grimes pareció aceptar el intento.
—Bien. También quería darte algunos consejos sobre tus asuntos. Adivino que estás tratando de encontrar información sobre ciertas personas. Creo que andas completamente equivocado en cuanto al método a seguir. Tampoco me gusta que utilices a Ellen para entrevistarlas. Si quieres, puedes irte al infierno como más te guste, Henry, pero ella es una chica decente y no tienes derecho a involucrarla en tus sucios asuntos.
—Y tú no tienes derecho a hacer que la sigan. ¡Ahora es mi esposa, maldita sea!
—¡En ese caso, trátala como a tal, y no como a una sierva a sueldo! No, espera. —Grimes hizo una pausa y tosió antes de volver a adoptar un tono de voz más contenido—. Henry, esta vez no quiero discutir contigo. No voy a decirte lo que tienes que hacer, sino cómo hacer las cosas del mejor modo posible sin involucrarla a ella. Los dos sois torpes aficionados. Cuando no se sabe cómo hacer bien una cosa, se recurre a un experto. Para eso existen los investigadores privados. ¿Por qué no buscas uno?
Harry gruñó. Hubiera querido darse una patada a sí mismo. Grimes tenía toda la razón. Tanto él como Ellen eran aficionados, y no disponían de tiempo suficiente para aprender a dar con las personas e informaciones que buscaban. Había sido un idiota por no haber buscado desde el principio la colaboración de alguien experimentado.
Grimes pareció interpretar erróneamente el retraso de Harry en contestar.
—Busca alguno en el listín de teléfonos si no confías en los míos. Si te preocupa lo que pueda costarte, diles que me envíen la factura y yo la pagaré.
Aquel era, por supuesto, el punto básico de la conversación, pensó Harry. El anciano seguía siendo muy listo. Él pagaría, y quien pagaba mandaba. Con una fuente de información interna como aquella, podría espiarlos mucho mejor que utilizando investigadores que no estuvieran en contacto directo con él y Ellen.
—Lo pensaré —concedió, intentando dar un tono dubitativo a su voz—. Pero, ¿por qué tendría que hacer caso de tu consejo cuando nunca hasta ahora he podido conseguir de ti ninguna información que me interesara?
—Porque lo hago para ayudar a Ellen, y no a ti, cachorro desagradecido. ¿Qué información quieres?
—Sólo algunos datos. Por ejemplo, el anciano que Ellen y yo recordamos que jugaba con nosotros en aquella colonia ¿era uno de nuestros abuelos?
Grimes emitió un bufido.
—Debes referirte a mi tío. Era un vagabundo despreciable al que yo tenía que mantener, pero a vosotros siempre os gustaba ir con él. Nunca os comportabais de aquel modo conmigo. De todos modos, si lo que quieres es saber algo de vuestros abuelos, no me vengas con tantas indirectas y pregúntame lo que quieras saber. No puedo decirte mucho. Los abuelos de Ellen nunca salieron en la conversación. Los padres de tu padre murieron en un accidente ferroviario cuando eran muy jóvenes. Esta vez el accidente es auténtico, por lo que he podido saber. Sin embargo, los de tu madre... Bueno, se volvieron locos por una extraña religión y se fueron con sus seguidores, dejando a tu madre al cuidado de una tía. También dejaron tras de sí una serie de historias muy extrañas. Tu madre era todavía muy joven, pero me temo que el incidente dejó huellas en su memoria. Una vez traté de seguirles el rastro, pero pareció como si se hubiera desvanecido.
La voz del anciano había empezado a adoptar el tono de quienes recuerdan el pasado como si acabara de tener lugar, pero al llegar a aquel punto se volvió aguda otra vez.
—¿Qué más quieres saber?
—¿Dónde está la Casa de Reposo de Idle Hollow?
Al otro lado del teléfono pudo oírse una risa divertida.
—Así que has descubierto que tu madre sigue viva, ¿eh? Sin embargo, la información te ha llegado con quince años de retraso, Henry. Eso prueba que necesitas un experto. Ese lugar liquidó el negocio, y la trasladé. De todos modos, ¿qué piensas hacer? ¿Ir a visitarla? ¡No lo hagas!
—¿Por qué?
—Muy bien, ve a verla entonces. Quizá te convenga ver en qué clase de aguas cenagosas andas metido. Diré a mi secretaria que te prepare la dirección del lugar, así como una carta que te autorice, como hijo suyo, a verla. Te lo haré llegar todo junto. Y ahora... ¿qué me dices de la agencia de detectives?
—Contrataré uno —asintió Harry, aceptando tácitamente la presunción del anciano de que la información le había sido regalada como parte de un pacto.
Harry colgó y volvió a estudiar las primeras anotaciones de Coleman. Había advertido que el principal interés de éste había sido la construcción de una teoría, pero después había pensado que la primera colección de datos sobre telépatas podía tener para él un interés mucho más inmediato. Ahora, sin embargo, ya no podía fiarse. Si el breve historial de su madre era tan antiguo, ¿qué utilidad tenía todo lo demás? Su padre constaba en la lista como desaparecido sin rastro tras ser dado de alta después de unas sesiones de shock, pero en diecisiete años, ¿podía haber seguido sin dejar rastro alguno? Harry no encontraba ningún signo de que Coleman hubiera repasado los datos originales, para revisarlos o para poner al día los historiales.
Extrajo el listín de páginas amarillas del armario y volvió las hojas hasta dar con la columna de investigadores privados. Le sorprendió la cantidad de nombres que aparecían en la lista. Ya no albergaba ninguna duda en cuanto a la necesidad de aquella ayuda. Por fortuna, el dinero de la opción sobre el motor le permitiría pagarla él mismo.
¿Cómo podía alguien elegir a uno entre aquella lista tan extensa? La respuesta le llegó en un repentino destello premonitorio. Volvió la página. Había una sola línea dedicada a Robert Gordon, cuya dirección quedaba mucho más cerca que la de casi todas las demás agencias. La voz de una mujer con ligero acento extranjero contestó a su llamada y le dio una cita inmediata.
La oficina resultó ser una sola habitación en la planta baja de un edificio, con una puerta privada que daba al vestíbulo. No encontró a ninguna secretaria de lujo, ni ninguna gabardina doblada sobre una silla, ni botellas vacías de licor, ni pistolas automáticas cargadas. Tampoco el hombre que le tendió la mano y le indicó que tomara asiento parecía salido de una de aquellas películas policíacas. Robert Gordon era un negro bastante fornido, de edad y altura medianas, que cojeaba ligeramente y cuya sonrisa era la habitual en los negocios, enmarcada en un rostro agradable pero anodino.
El hombre se reclinó en su asiento y estudió pensativo a Harry. Luego asintió con la cabeza.
—Creo que recuerdo su nombre, señor Bronson. En este negocio hay que recordarlo todo. Antes trabajaba para la agencia que contrata habitualmente su tío, el señor Grimes. Bueno, eso hace que sepa bastante sobre usted, lo que me ahorra el tiempo necesario para comprobar que no quiere usted esta información para cualquier propósito ilegal. Es un buen comienzo. Entró a continuación en el detalle de los servicios que ofrecía y de las tarifas correspondientes, con la natural presunción de que el dinero no significaba nada para Harry, como hubiera sido cierto en otro tiempo. Sus servicios a tiempo completo se basaban en una especie de tarifa por horas puerta a puerta, más gastos. No resultaba barato, pero la cifra que le indicó era considerablemente menor de lo que Harry había esperado.
Concluido aquel asunto, Gordon tomó el sobre que contenía la lista de nombres de Coleman, con la información adicional que Harry había acumulado, y empezó a revisarla, haciendo preguntas ocasionales, hasta que por fin estuvo seguro de lo que deseaba Harry. Hizo un gesto de asentimiento.
—Tenga la seguridad de que podré ocuparme de la mayor parte del trabajo, señor Bronson. Sin embargo, para ir a un par de esos barrios le resultaría más conveniente recabar la ayuda de un investigador de raza blanca. Puede optar entre arreglarlo usted mismo o permitirme hacer una especie de subcontrato.
Harry pensó que probablemente importaba poco. Si salía algo que mereciese la pena, querría comprobarlo personalmente, lo que podría hacer mediante telepatía.
—Creo que será mejor que lleve usted mismo el asunto del modo que crea más conveniente —decidió, agradecido. Vio una breve sonrisa de satisfacción en el rostro de Gordon—. ¿Cuándo cree que tendrá algo?
—Con un poco de suerte, no tardaremos mucho. —Gordon había dispuesto los informes en varias pilas. Señaló la más grande—. Todos estos son pura rutina. Generalmente, los paso a personas especializadas en este tipo de búsqueda partiendo de datos antiguos; es más rápido y barato. Pondré a trabajar a varios al mismo tiempo. Recibirá usted sus informes completos, junto con un resumen efectuado por mí mismo. Digamos que dentro de un par de días ya tendremos el primer informe.
Empezó entonces a pedir a Harry más detalles de lo que quería saber realmente. A éste le resultó difícil suministrárselos sin hablar demasiado. No obstante, Gordon pareció aceptar hasta las evasivas más obvias con una simple mirada ligeramente divertida. Un área de la investigación que había estado preocupando grandemente a Harry fue apenas mencionada por el investigador, que no le concedió la más mínima importancia.
—Hace un par de años, la Universidad de Columbia efectuó un programa de investigación sobre estas comunas. Posiblemente, las respuestas que usted busca estarán ahí. Conseguirá una copia del resultado final y se la enviaré con mi informe.
Al dirigirse a su casa, Harry se sintió aliviado por primera vez desde que conociera su inevitable destino. Todavía le esperaba una ingente cantidad de trabajo que hacer en menos de dos meses, por supuesto, pero al menos había descargado de sus espaldas y de las de Ellen la mayor parte del trabajo mecánico. El principal problema consistía ahora en que en realidad no tenía idea alguna de qué curso seguir; hasta el momento no había hallado ni rastro de persona alguna que hubiera recuperado la cordura sin convertirse en un simple saco de carne a consecuencia de los tratamientos de shock. Por otra parte, valoraba en lo que valía la opción de Bud Coleman a permanecer loco el resto de sus días.
Emitió un grito mental dirigido a Ellen, aunque no esperaba respuesta alguna. Ya lo había intentado antes, pero el límite de distancia que podía abarcar deliberadamente no parecía ser superior a un kilómetro. En aquella ocasión, sin embargo, recibió una débil contestación; probablemente, ella no había recibido el mensaje completo pero advirtió que su esposa se dirigía hacia él, que era lo único que pretendía. Le contaría todo el asunto mientras fuera acercándose a casa.
Grimes había mantenido su palabra. Encontró un sobre en el buzón. Contenía un mapa dibujado a mano y los impresos que le permitirían entrar en la casa de reposo adonde había sido trasladada su madre, y que se encontraba situada en el norte del estado. Memorizó rápidamente el mapa y calentó un poco de café. A continuación guardó los papeles en el bolsillo interior de la chaqueta.
Las notas de Coleman estaban aún sobre la mesa y volvió automáticamente a ellas, aunque ya no esperaba encontrar muchas novedades. Resultaba obvio que las anotaciones estaban terriblemente atrasadas, y el elaborado tratamiento matemático de sus teorías no le proporcionaba gran ayuda, por mucho que llegara a probar y a explicar la historia y el desarrollo de los poderes psíquicos en personas como él. Aquellos años de estudio no le habían servido de nada finalmente.
La segunda parte de las anotaciones estaba dedicada a la teoría de Bud, o quizá se trataba sólo de una pura especulación, pues había claros indicios de que éste no estaba totalmente satisfecho con sus trabajos. Harry no pudo valorar los gráficos de los genes y las señales de posibles fracturas en la estructura del ADN. Sin embargo, la idea básica parecía ser coherente, y no era muy complicada.
En algún momento cercano al cambio de siglo había tenido comienzo una mutación más entre algunos miembros de la raza humana. No había nada extraño en ello, ya que las mutaciones se producían continuamente, aunque la mayor parte eran de paca importancia y a menudo resultaban inviables. Se había descubierto recientemente que algunas enfermedades y casi todas las drogas podían producir cambios en el plasma germinal. Sin embargo, aquel cambio había sido complejo y había afectado a más de un gen, con una serie de resultados variables al azar. Según lo entendía Harry, parecía ser tres el número de generaciones que fueron necesarias para estabilizar por completo el resultado de aquel cambio. La mutación resultante era recesiva, pero aquel dato carecía de importancia; los que poseían la mutación en un grado suficiente, tendían automáticamente a juntarse con otros de su misma condición, en una especie de atracción por sus iguales mentales. Los poseedores de facultades paranormales encontraban compañeros de su misma especie o permanecían solteros. Como los gráficos de Coleman parecían mostrar que había ciertas áreas similares de probables mutaciones en la mayor parte del material hereditario de los hombres, no resultaba sorprendente que se hubieran producido muchas mutaciones semejantes a partir del gen mutante que provocó el cambio original, al tiempo que éste debía darse espontáneamente en otra buena cantidad de seres humanos.
A Harry le había sorprendido lo que, según la teoría, podía ser el agente causante de la mutación. Coleman lo había investigado y había llegado a señalar como tal agente a cierto hidrocarburo volátil asimilado por la atmósfera a partir del petróleo crudo. Parecía, pues, erróneo situar el momento del inicio de la mutación a finales del siglo pasado, pues en época tan temprana el automóvil todavía no tenía gran difusión. No obstante, la enciclopedia confirmó las cifras de la libreta. Antes del motor de combustión interna, el petróleo había sido una fuente valiosa de queroseno. Se habían destilado millones de barriles, y las fracciones más ligeras y volátiles se habían quemado o evaporado en la atmósfera como sobrante de la producción de combustible destinado a cocinas y lámparas. Las condiciones en que se había efectuado la destilación habían sido las ideales para producir los hidrocarburos más adecuados para desencadenar la mutación.
En realidad, la necesidad de gasolina, compuesta por las partes más volátiles del petróleo, posiblemente había hecho decrecer la cantidad de agentes provocadores de la mutación en los genes que poblaban el aire en la actualidad. Si todavía seguía teniendo lugar la mutación, debía resultar menos completa que antes; el cambio ya había tenido lugar, y sólo el tiempo decidiría si se podía convertir en la norma de la raza humana o si sería finalmente rechazado, como sucedió con los incontables caminos evolutivos que habían resultado ser callejones sin salida.
Coleman había especulado sobre si la telepatía era un don que la raza humana había poseído desde el principio en casos raros y de modo incontrolado, pero lo consideraba improbable en el momento presente, pues, de ser así, la raza debería estar contaminada por incontables casos de personas nacidas con algún rastro de mutación, pero insuficiente para producir resultados útiles.
Era una pieza maestra de labor teórica, que podía perfectamente ser verdad. Sin embargo, no le había proporcionado ningún nuevo conocimiento en lo tocante a si había algún modo de cambiar el hecho de que los telépatas —al menos hasta donde había investigado Coleman— se volvieran inevitablemente locos, y a menudo con los más horribles agravantes. Las notas de Coleman no proporcionaban indicación alguna de que fuera posible suprimir la inestabilidad mental de las facultades básicas conferidas por la mutación genética.
Había unas cuantas insinuaciones de que tal aberración había dado como resultado, en algunos de los casos más antiguos, el terror a una supuesta posesión demoníaca, pero las notas siguientes no consideraban seriamente tal posibilidad. Respecto a aquel punto, el trabajo resultaba totalmente inútil.
En muchos aspectos, las teorías de Coleman hacían aún más desesperado el caso. Si la locura era sólo una reacción a la tensión provocada por las facultades psíquicas, podría ser tratada mediante la relajación de tal tensión, con la utilización de drogas, hasta que se lograra una adaptación final. En cambio, si la inestabilidad era inherente, si era una cuestión de la estructura básica de las células, no había nada que Harry pudiera hacer. La ciencia todavía era incapaz de manipular artificialmente los factores genéticos del hombre, ni siquiera en casos mucho menos complejos de retrasos mentales. Si las tensiones que llevaban a la locura eran debidas al miedo o la posesión, o eran provocadas por el Ente Extraño —fuera lo que fuese— para facilitar esta posesión, cualquier respuesta normal se hacía imposible.
Harry había decidido ya que su única esperanza era tratar primero la locura, pues parecía preceder a la otra amenaza. Si podía hallar el modo de atravesar sin daños graves aquel período de locura, quizás pudiera, con una mente cuerda y estable, enfrentarse a lo que viniera a continuación.
Tenía que haber alguna respuesta. Tenía que encontrar a alguien que hubiera pasado todo el proceso y que se hubiera curado o recuperado de alguna manera. Con aquellos conocimientos y la facultad de entrar en la mente de un mutante relajado, todavía se veía capaz de guiar, suave y positivamente, los pensamientos aberrantes de la locura hasta llegar a la cordura. Pero aquello era como buscar instrucciones para la doma del unicornio... ¡Primero tenía que encontrar al unicornio!
Hasta entonces, las únicas curaciones que había visto no le servían. 0 eran aparentes como la de la señora Jamieson y proporcionaban una imagen superficial de cordura a expensas de un estado interno de locura más profundo, o dejaban al individuo sin rastro alguno de sus facultades psíquicas. Las drogas tranquilizantes producían un efecto beneficioso sólo por un tiempo. Las crueles terapias capaces de envejecer los recuerdos y de destruir la locura parecían echar a perder también, totalmente, el delicado mecanismo mental de la telepatía. Los tres casos de curación que Harry había descubierto hasta entonces estaban convencidos de que la facultad que habían poseído sólo había sido una fantasía. Eran ahora totalmente normales en cuanto a poderes y actitudes, pero en su interior lo eran mucho menos. Les faltaba algo interno, y su mente se daba cuenta de ello, de un modo vago y miserable. En efecto, ahora eran como vegetales, por muy bien que pasaran el test de inteligencia.
Harry se preguntó por un instante cómo habría quedado su propio padre tras el largo tratamiento de shock al que se había sometido, según las anotaciones de Coleman. Se encogió de hombros y apartó aquel pensamiento de su cerebro. Durante un segundo se había formado en su mente una remota imagen, pero desapareció antes de que pudiera concretarla.
Llegó Ellen y formuló unas cuantas preguntas mientras penetraba en los recuerdos de Harry con el permiso tácito de éste.
—Es bonita la esposa de Gordon —dijo—. ¿Coreana, verdad?
Harry frunció el ceño e intentó recordar. No lo había notado conscientemente, pero ahora recordaba vagamente a una mujer pequeña y sonriente que había entrado con unas cuantas hojas mecanografiadas mientras Gordon repasaba el material que él le había llevado. Al parecer, Ellen había observado sus recuerdos y extraía de ellos más detalles de los que él había sido consciente. Era uno de aquellos trucos para evitar la penetración mental a los que sólo poco a poco iba acostumbrándose.
Entonces Ellen asintió y fue a cambiarse. Aceptó la decisión de Harry de ir a la casa de reposo, como aceptaba otras muchas cosas. Algún día, cuando por fin se desvanecieran sus fobias, todo aquello tendría que cambiar... si les daba tiempo para ello. Pero hasta entonces la mente de Ellen representaba a ésta como una mujer incompleta, y por tanto sólo medio humana. Él guiaba, y ella le seguía. A Harry eso le molestaba e intranquilizaba, pues sabía perfectamente las grandes cualidades que poseía la mente de la muchacha, pero había decidido esperar pacientemente, tal como ella se obligaba a aceptar su molestia sin signos externos.
También entraba en juego otro factor: Bud Coleman había afirmado que las facultades de Harry eran la única esperanza para los mutantes. Ellen lo había aceptado, aunque Harry no veía razones que apoyaran el aserto. Hasta aquel momento había sufrido crisis gravísimas cada vez que su mente se veía desbordada por algo; en cambio, su contribución al hallazgo de alguna solución había sido perfectamente nula.
—No te parece bien que visite a mi madre, ¿verdad? —le dijo con palabras—. ¿Por qué vienes, entonces?
—Será un viaje agradable —respondió ella.
Hasta Harry llegó la sensación agradable y seductora del satén resbalando sobre sus caderas..., una sensación que nunca podía cansar a una mente masculina.
Fue un viaje agradable. Hacía más calor del que correspondía a aquella época del año, con lo que el día parecía primaveral. Sin embargo, algo más allá de la ciudad, la blancura de la nieve todavía cubría el campo. Los árboles estaban moteados por la nieve, que les hacía parecer como salidos de un cuento de hadas, y el aire era vigorizante, con un sabor inmediatamente apreciado por cualquiera que estuviera acostumbrado a los niveles de contaminación de Manhattan. Al dirigirse hacia el norte evitaron los vientos ponzoñosos que arrastraban las nieblas químicas de las instalaciones de Nueva Jersey. Harry había abandonado a propósito la autopista y conducía por carreteras secundarias, en una zona ondulada llena de granjas y vacas.
Ellen estaba sentada junto a la ventana, cuyo cristal había bajado. El viento hacía ondear el pañuelo que llevaba al cuello y mecía hacia atrás sus cabellos. Harry conducía automáticamente, convertido casi en una parte de la maquinaria que le rodeaba, sonriendo esporádicamente cuando la suspensión acusaba la presencia de algún bache particularmente fastidioso. Era un período de descanso para ambos, y lo necesitaba terriblemente. Por unos instantes, las oscuras nubes del futuro parecieron retirarse más allá de sus horizontes mentales.
Un pensamiento particularmente desagradable, procedente de una de las casas alineadas a lo largo de la carretera, alejó de ellos la paz. Ellen dio un salto y su rostro palideció cuando el sobresalto hizo revivir sus recuerdos. Llegó a su mente la imagen del hombrecillo retorcido que había encontrado en la biblioteca.
Harry le envió una interrogación mental, y ella se abrió a él.
Se maldijo por haberla enviado allí. Grimes tenía razón. ¡No tenía por qué enviar a Ellen a hacer su trabajo sucio!
El desagradable hombrecito no había dicho nada; ni siquiera había intentado acercársele. Sin embargo, sus pensamientos habían sido un caos de pura maldad. Sin duda era también un mutante que debía de estar loco desde hacía mucho tiempo. Su paranoia, empero, estaba enmascarada por una astucia que le hacía útil para el floreciente negocio de las drogas; además, su estado de locura le protegía. Estaba a salvo en su maldad, pero su mente hablaba entrecortadamente y emitía lamentos y gritos en su interior, cargado con todo el odio de los diablos menores a los que servía siempre temeroso de que otros imitantes le descubrieran. Hubiera matado a Ellen de no haber sido por el miedo aún mayor que le inspiraban sus amos.
Quizá los mutantes debían ser barridos de la raza humana; quizá no era un camino a seguir por la humanidad. Harry se sacó el pensamiento de la cabeza. No podía estar seguro de todos los hechos, y menos aún de su interpretación, viniéndole de fuente tan indirecta. Un análisis falso de los hechos verídicos sería todavía peor que una interpretación correcta de los errores.
La mayoría de mutantes que Harry había visto eran personas esencialmente honradas, más aún de lo que parecía ser normal entre la humanidad. Por lo menos, lo eran antes de que la tensión de su inestabilidad interna les llevara a la locura. Además, aunque los poderes psíquicos podían causar grandes males, lo mismo se podía decir de cualquiera de los progresos que el hombre había hecho a lo largo de su historia, desde el fuego hasta una química que producía tanto drogas destructoras como antibióticos salvadores.
El campo, con sus vacas y pastos, estaba cambiando. Llegaban a una zona de ricas haciendas. Ya no había prados rodeados por simples cercas junto a la carretera, ni campos de rastrojos en los que ya se había recolectado el maíz, almacenado en multitud de silos. En aquellos parajes, la campiña abundaba en bosques bien cuidados, con árboles que bajaban hasta la carretera ocultando la mayor parte de las mansiones que allí se asentaban en paz y recogimiento. Los pocos coches que se veían en la zona eran caros, menos algunos que en cierto modo parecían ostentosamente pequeños y baratos. Muchas propiedades tenían setos alrededor, algunos formando elegantes figuras que debían requerir equipos enteros de hombres para su cuidado.
Harry redujo la marcha y observó la numeración de los buzones. Estaban ahora junto a una hilera de abetos tan espesos que resultaba imposible ver nada a su través. Sólo se abrían en el punto en que una verja maciza de hierro forjado interrumpía el camino. Harry contempló la tranquila escena y avanzó hacia la verja. El portero era un hombre educado y de hablar lento, pero muy concienzudo al revisar los papeles y hacer una llamada por el teléfono instalado en la caseta. Tras esto, se les acercó, sonriente y todavía más educado, y oprimió el botón que les permitió pasar la verja.
—He visto las facturas —dijo Ellen, confirmando los pensamientos de Harry—. Le cuesta más esto a tío Charles que la cantidad que te solía mandar —suspiró—. La mayor parte sale de su propio dinero. Creo que en un tiempo debió de estar enamorado de ella.
Un asomo de tal sentimiento había aparecido cuando Grimes enseñó a Harry el retrato de su madre. Sin embargo, no era asunto suyo. Sus pensamientos iban subiendo de tensión ante lo que le esperaba allí dentro.
Todo transcurrió bastante bien al principio. Comprobaron otra vez sus papeles en la sala de recepción, que bien podía haber sido el vestíbulo de una posada suiza de categoría. Luego fue llevado a presencia de alguien llamado MacAndrews —claramente un médico, pese a que era llamado consejero— por unos pasillos con suaves alfombras. MacAndrews tenía su despacho en el ala más distante del edificio principal.
En aquel lugar no había uniformes, excepto uno militar que debía de pertenecer a un visitante. Harry trató de mantener el control de sus poderes para asegurarse de que ninguno de los pensamientos de aquel lugar afectara a su mente, pero de todos modos llegó a él lo suficiente para darse cuenta de que la relación entre el personal y los enfermos era muy intensa. Entonces, algo oscuro y viscoso se coló en su mente y tuvo que luchar desesperadamente para mantener su calma exterior y obligar a retroceder aquellas imágenes tan desagradables.
—Será mejor que me permita ir delante —sugirió suavemente MacAndrews.
Sin esperar respuesta, el médico se movió hacia el fondo del pasillo.
Apenas llegaron frente a una de las puertas cuando un aullido rasgó el cerebro de Harry. Otro, más débil, resonó en sus oídos. Algo se apoderó de él, le sorbió a través de un túnel infinito y luego le vomitó. Un pánico desgarrador le colapso las entrañas, mientras su cerebro parecía congelarse como un bloque de hielo seco, hielo con un fuego oscuro en su interior. Se tambaleó y trató de asirse a las paredes para mantenerse en pie.
MacAndrews estaba de nuevo a su lado, ayudándole a conservar el equilibrio. Estaba muy claro que aquel hombre era ciego en cuanto a la telepatía, pero tenía en el rostro una sorprendente expresión de plena comprensión.
—Me temo... —empezó a decir, pero luego no se molestó en terminar.
Desde alguna parte, siguiendo una señal que Harry no había visto, apareció otro hombre que se dirigió hacia la puerta con paso tranquilo. MacAndrews empezó a guiar a Harry hacia el exterior, hacia la sala de recepción.
En la mente de Harry había una mujer que gritaba, lloraba y pugnaba por esconderse, pero que podía contemplarse claramente en un espejo situado sobre una mesa acolchada. A su lado, en el espejo, estaba la figura deformada y grotesca de Phil Lawson que la amenazaba. Harry se vio a sí mismo vestido de niño. Ellen pareció crecer ante sus ojos, deforme, lasciva y mala. La imagen se hizo borrosa y cada vez más rápida, derramando horribles podredumbres cadavéricas, símbolos de oscuridad y muerte.
«Destruye al cachorro que supone un estorbo.» Harry se encontraba en las escaleras de una casa, y un incendio prendía en los cortinajes, luego en los muebles, y más tarde corría por la alfombra, mientras invadía su nariz un fuerte olor a humo y queroseno. Él gritaba y trataba de subir más arriba, lejos del humo y del fuego. Sin embargo, una mujer, que era una versión más joven de la que aparecía en el espejo, le agarraba por las rodillas, tirando de él, incitándole a respirar profundamente el humo para desafiar al diablo, sonriendo con horrible desesperación. Estaba atrapado en sus brazos...
—¡Harry!
La voz mental de Ellen desgarró la imagen, dirigida hacia su mente por un poder mayor del que sabía que la muchacha poseía. Harry se agarró a los pensamientos de Ellen, apoyándose en ella para recuperar la estabilidad. De repente, el horror desapareció. Ante él, sólo hubo los escalones que llevaban desde la zona de recepción a su automóvil y la mano de Ellen sobre su brazo, guiándole. MacAndrews se alejaba, dando a Ellen una recomendación final que Harry no pudo comprender. Luego se sentó en el asiento del acompañante mientras Ellen ponía el automóvil en marcha, sin que importara mucho la poca familiaridad de la muchacha con los mandos, pues efectuaba sus movimientos según lo que iba leyendo en la mente de él. La enorme verja se abrió de nuevo ante ellos y otra vez se encontraron en la carretera.
Ellen empezó a frenar al llegar a la primera curva, pero Harry estaba recuperando ya su control.
—Ya estoy bien, Ellen.
Notó que su mente le examinaba y empezaba a relajarse, al constatar que él volvía a recuperar las fuerzas.
—¿Quieres conducir tú, Harry?
—No.
Ella lo estaba haciendo tan bien como él, y además todavía tenía las manos débiles a causa de la tensión acumulada. La conmoción, no obstante, había pasado ya.
—Hubo una época en que era una mujer adorable, aunque siempre me odiara —dijo Ellen al deslizarse por su mente otra vez, durante unos instantes, la imagen de la mujer del espejo.
Harry asintió, dejando salir lentamente los recuerdos de su infancia de la zona bloqueada de su cerebro, que finalmente había derribado la barrera durante tantos años levantada. La mayor parte de las imágenes estaban todavía incompletas. Martha Bronson había sido una mujer adorable, tan adorable y fría como una estatua antigua. El padre de Harry había sido también un hombre muy guapo. Todavía seguía siendo un hombre atractivo, aunque el rostro de quien el mundo conocía ahora como doctor Philip Lawson estaba mucho más surcado de arrugas que en los recuerdos de Harry.
—Así pues, ése ha sido el final de sus caminos —dijo Harry en tono áspero.
Para su madre, la locura, una llamarada de horror que igualaba la glacial reserva que había sido su cordura. Ni siquiera la locura había hecho desaparecer del todo sus facultades psíquicas, sino que había dejado retazos de las mismas para poner de relieve la decadencia de su espíritu y para hacerla consciente de lo terrible de su destino.
Para aquel hombre, en quien ahora reconocía a su padre.
Philip Bronson había sido quizás el cirujano más dotado de su época, ayudado por las facultades extrasensoriales que había utilizado con la ética más escrupulosa para ayudar a los que estaban necesitados de ellas. Ahora, bajo el nombre de Philip Lawson, estaba curado de su locura... y de todo cuanto en su interior había tenido algún valor para él.
Harry recordó la casa del médico, su resplandeciente rótulo de neón y su doliente cinismo al referirse a sus actuales prácticas carentes de ética, su necesidad de denigrarse a sí mismo para evitar que su invitación fuera rechazada por el hijo que ya no se atrevía a reconocer como tal.
Aquellas eran las dos alternativas que tenían la mayor parte de los mutantes, cuyos poderes no habían buscado ni podían evitar. Y eran las que Ellen y él tendrían que afrontar en un plazo de apenas dos meses...
11 - Odio
Gordon oyó cómo Kim metía en la cama al más pequeño de sus hijos, en la parte posterior de la vivienda, y su rostro se iluminó por unos instantes ante los familiares sonidos. Recobró su seriedad habitual y siguió con su lento ir y venir por la sala que había convertido en su despacho. Casi distraídamente, notó que la cadera le dolía aquella noche más de lo habitual. En los últimos tiempos, apenas le molestaba. Los médicos habían hecho un gran trabajo con él cuando el balazo le hizo añicos la articulación, obligándole a causar baja en el cuerpo. Quizá se debiera al tiempo.
Había pasado el día en los peores barrios bajos de Newark. Le habían recordado demasiado la chabola donde él naciera, antes de que su madre se trasladara hacia el norte, a Harlem. Sin embargo, no todos los recuerdos eran malos. Un niño disfruta casi con cualquier cosa, sobre todo si sus amigos están en las mismas circunstancias económicas que él. En aquel tiempo no había televisión que les explicara cómo vivían otros de su misma edad.
Quizá sería mejor abandonar aquel caso. Sus sospechas empezaban a hacerle sentirse estúpido. El joven Bronson era, no obstante, un hombre con quien daba gusto trabajar, que pagaba rápidamente y sin protestar. Era un dinero fijo, un trabajo fijo que duraba ya casi un mes, y lo iba a necesitar para los períodos de carestía.
Kim entró con unos cuantos vasos limpios para el pequeño mueble bar que tenía en el despacho y Gordon sonrió de nuevo. Su esposa era lo único bueno que había sacado de todo aquel lío en Corea, donde le habían mandado mediante engaños cuando acababa de prometérsele una beca para estudiar en la Facultad de Derecho. Allí había terminado la primera etapa de sus sueños. Cuando volvió, con Kim y un bebé, era ya muy tarde para empezar a estudiar otra vez, y trató de salir adelante con cualquier cosa, hasta que su antiguo coronel le encontró trabajo. Así había pasado catorce años lidiando con lo más fino de Nueva York, hasta que le acertó la bala de aquel joven delincuente.
Oyó pasos al otro lado de la puerta que había hecho instalar en el despacho y se dirigió hacia ella antes de que sonara el timbre.
—Mete las narices en tus propios asuntos —se dijo a sí mismo.
Siempre había sido éste su lema, y no era cosa de olvidarlo ahora. No era asunto suyo lo que hubiera tras el trabajo encomendado por Bronson. Quizá resultara inevitable hacerse alguna pregunta, pero no tenía que dedicarse a descubrirlo, sino a cumplir con su trabajo.
—Lamento haberle tenido levantado hasta tan tarde —se disculpó Bronson al entrar.
—Usted paga —le dijo Gordon, sonriendo tranquilamente, en una respuesta automática. Sin embargo, aquella vez le costó más de lo habitual—. Lo tengo todo en mi escritorio, así que si hace el favor de sentarse aquí... A menos que quiera llevarse los papeles inmediatamente.
Ya sabía cuál iba a ser la respuesta. Bronson querría tenerle cerca mientras estudiaba los papeles. A veces había notas marginales que sólo salían en la conversación porque el cliente las consideraba importantes. Observó a Bronson, que se inclinaba sobre el escritorio, y se encaminó al sofá que había junto a una de las paredes, procurando no ponerse en la línea directa de visión de su cliente... Como si eso tuviera alguna importancia.
Todavía no pudo sentarse con comodidad.
—¿Quiere beber algo? —preguntó.
Bronson asintió con aire ausente y Gordon se acercó al bar y sacó unos vasos y un recipiente para el hielo que Kim acababa de llenar.
«¿Bourbon o Scotch?»
—Scotch con agua, por favor —respondió Bronson.
Lo cierto era que Gordon no había formulado la pregunta en voz alta. La había gritado mentalmente, pero no había salido de sus labios sonido alguno.
Ahora estaba seguro. Todas sus dudas se veían confirmadas.
Terminó de preparar la copa por mera costumbre muscular. La bebida para él todavía fue más sencilla de preparar: no tomó nada. Se alegró de que su mano no temblara al dejar el vaso de Bronson delante de éste sin hacer ruido. El dolor de la cadera se le hacía insoportable por momentos, pero regresó al sofá y se tumbó en él sin permitir que ningún quejido saliera de sus labios.
¡Adivinadores del pensamiento! ¡Un grupo de chalados adivinadores del pensamiento! ¡Un maldito grupo de blancos adivinadores del pensamiento!
Trató de eliminar la palabra «blanco» de su cerebro, pero le resultó imposible.
«Si te oigo decir otra vez esa palabra, te voy a teñir de blanco hasta que parezcas un montón de nieve.» Era el eco de la voz cansada de su madre. En su mente se materializó su imagen, así como los montones de basura de las calles, el reguero de agua que corría por la escrofulosa pared en el lugar donde se había reventado la cañería, el taconeo estentóreo de los zapatos nuevos del recaudador por el viejo vestíbulo. ¡Un blanco!
Y ahora los blancos tenían ese nuevo truco de leer los pensamientos. ¿Quiénes eran los así dotados? Los blancos, siempre los blancos. Ningún blanco le iba a dar tal poder a un negro.
Gordon se sirvió también un trago y el sabor penetrante del bourbon cortó por unos instantes la autocompasión que había despertado en su interior. A pesar de todo, no podía tranquilizar sus pensamientos; ni siquiera era capaz de eliminar el viejo lenguaje callejero que aprendiera de niño.
Mutaciones, claro. Había leído algo sobre el asunto; por sus investigaciones, debía haber adivinado que se trataba de eso. Mutaciones blancas. Entre sus ancestros negros no debía haber genes mutados para adivinar el pensamiento, y tampoco en los de Kim. Harry Bronson y su esposa blanca podían tener una docena de hijos, y todos ellos leerían las mentes de las personas, pero el pequeño Timmy, y Buzz y Trina, sus hijos, que dormían en las habitaciones contiguas, no tendrían nunca aquella magia a su alcance No teman unos padres blancos que les otorgaran la herencia de aquel poder anormal desde el día mismo de nacer ¡Que uno de ellos metiera una bala en la cadera de un blanco y ya se vena la indulgencia del juez!
Emitió un gruñido de disgusto y bebió el resto del licor ¡No, maldita sea¡Aquel cerdo que le hiño era blanco, pero a quien había intentado matar era al compañero de Gordon, que también era blanco, por culpa de los temblores de aquel adicto privado de su droga, la bala había ido a dar en su carne negra Y los blancos del tribunal, que le habían negado la prorroga por motivo de estudios, no habían sabido siquiera que fuera negro.
Tema demasiados amigos blancos y demasiadas buenas experiencias junto a blancos para odiarlos ahora Ya había olvidado todas aquellas tonterías raciales antes de irse a Corea Le había jurado a su madre en el lecho de muerte que nunca odiaría a nadie, y lo había dicho en serio Además, también había vivido según prometiera.
Bronson echo a un lado una de las hojas, disgustado, y alzo la mirada hacia donde estaba sentado Gordon Murmuro algo, en voz tan baja que no se entendió nada.
Gordon se descubrió súbitamente de pie, asintiendo con la cabeza de la manera habitual en él.
—Si, señor, si, jefe —noto que decían en silencio sus labios.
Si, jefe, tiene razón, jefe, gracias, jefe.
E incluso aquí en el norte, cuando tema doce años «Si te veo otra vez peleando con blancos, te voy a dejar los huesos molidos, ¿me oyes? Porque yo no educo descarados, ni aquí ni en ninguna parte Si los blancos te dicen algo, tu les con testas con una sonrisa y con mucha educación» ¿Doce años? Empezaron a agolparse en su mente recuerdos de su ultimo curso de instituto, cuando regresaba a casa con uno de sus pocos compañeros de curso blancos «¡Nadie te llama nunca "hombre"! ¡Nunca! Siempre sucede lo mismo te llaman "chico" No importa que no hagas caso, que te lo tomes todo bien Nunca eres un hombre, ¿entiendes?»
Ahora los tema metidos en su cerebro Pero ni siquiera allí podría tratarlos nunca como a iguales.
Algún día cuando tuvieran el secreto de la mutación posee rían una ventaja que nadie les podría arrebatar. Entonces habría igualdad de derechos..., ¡igualdad para todos los blancos!
Anduvo cojeando hasta la ventana al tiempo que luchaba por reprimir el grito que se estaba formando en su interior. De no sabía dónde, surgió un brazo que le rodeó los hombros, y una mano blanca le asió y le ayudó a mantenerse en pie.
Se volvió lentamente y enterró su rostro en el hombro blanco de Bronson, golpeándose las piernas con sus puños negros, rebosante de odio contra el odio que creía haber dejado atrás media vida antes.
12 - Extraño
La sesión de tarde del simposio de psicopatología química estaba a punto de dar comienzo, y parte de la multitud de sabios y estudiosos empezaba a moverse hacia la sala de conferencias o se alejaba en pos de otros asuntos de su competencia. Harry no vio a ninguno de los que le hubiera interesado encontrar. Miró el reloj, suspiró de acuerdo a un nuevo hábito que estaba adquiriendo, y se dirigió al bar.
Tiempo, pensó con amargura. Era ahora el lastre constante de sus pensamientos. Los meses se habían consumido y sólo quedaban por delante unos cuantos días para desarrollar aquella tarea imposible. No sabía con certeza cuántos días, pero con seguridad demasiado pocos. Por alguna extraña razón, ni Ellen ni él podían precisar con exactitud la fecha exacta de su crisis final; era como si todo el asunto estuviera rodeado de una especie de vaguedad imposible de desvelar incluso con la más aguda percepción. Sin embargo, el día estaba terriblemente próximo.
Encontró al doctor Hirsch, abrazando su sexto combinado y rezumando importancia, así como un penetrante olor a licor de albaricoque. El psiquiatra alzó levemente la mirada al aproximarse Harry. El hombre que se había encargado del tratamiento de Harry cuando era un niño en estado de shock y amnésico había resultado ser, simplemente, un hombre muy aburrido, y no el terrorífico que su recuerdo le había dibujado. Se había mostrado casi patéticamente contento de que le recordaran cuando recibió la nota de Harry. Ahora colaboraba en los propósitos de éste, presentando a su antiguo paciente a los demás psicólogos y psiquiatras asistentes al congreso. Harry se creyó obligado a despedirse educadamente de él, aunque quizá estaba ya demasiado enturbiado por el alcohol para apreciarlo.
—¡Ah! —Hirsch golpeó cinco veces la mesa con el índice y luego asintió—. ¡Ah, sí! Bronson. ¿Ha sacado algo en claro? Me parece que poco habrá podido hacer charlando toda la mañana con todos esos... químicos. Carecen de sensibilidad, muchacho. Son todos pura jerga técnica y fórmulas. Es lo que siempre digo, no se puede poner una mente humana en un tubo de ensayo ni en informes sobre el papel. —Cambió de dedo y dio ahora cinco golpes con el anular—. ¿Le di a usted una copia del artículo que escribí sobre su caso?
Harry le tranquilizó, le dio las gracias y se alejó lo más rápido que pudo. Cuando pasó por la sala de conferencias, la encontró medio llena, aunque eran pocos los que atendían a la charla sobre los precursores de la serotonina. Había una mesa adicional cubierta de muestras de nuevas empresas farmacéuticas, pero Bob Gordon ya había recogido todo lo pertinente el día anterior, y en aquellos momentos estaría buscando cualquier pista con los expertos en farmacología.
Ellen se unió a él en el vestíbulo y su mente se acurrucó cómodamente en la de Harry mientras éste la tomaba del brazo. Automáticamente, buscaron cada uno los pensamientos del otro para descubrir cualquier cosa que pudiera resultarles de utilidad. Luego se rindieron al mismo tiempo. Ella había estado rondando entre los asistentes poco importantes, mientras él utilizaba a sus conocidos para acercarse al grupo de los que eran considerados importantes por sus propios compañeros. Sin embargo, aquella mañana de trabajo había resultado ser una nueva pérdida de tiempo.
Había sido, como mucho, una empresa desesperada, una esperanza con pocas posibilidades de verse realizada, desde el momento en que habían comprobado que a la reunión no asistía ningún mutante. Según las estadísticas, tenía que haber al menos un hombre con estudios de psicología que fuera mutante o que estuviera lo bastante predispuesto en favor de éstos como para comprenderles y ofrecerles ayuda en la solución de su problema. Era otra oportunidad en la que buscaban la asistencia de un experto, una vez reconocidas sus limitaciones de aficionados.
Sin embargo, en aquel asunto no parecían existir tales expertos. Los hombres asistentes a la conferencia carecían totalmente de poderes extrasensoriales. Por lo que parecía, la propia falta de facultades para comprender a los hombres que les rodeaban les había llevado al estudio fútil y formal de alguna rama de la psicología. Si alguno de ellos había tratado a algún paciente que fuera mutante, sus mentes no mostraban signo alguno de que hubieran advertido la más mínima diferencia entre la psicosis del mutante y la normal. Por supuesto, no había ni un asomo de técnicas curativas que fueran más allá del atiborramiento de drogas, que nunca daba buen resultado, o del tratamiento de shock, que era demasiado drástico para que los poderes mutados pudieran sobrevivir.
Todos los caminos parecían llevar a callejones sin salida. La conmoción que Gordon sufriera al descubrir la verdad había resultado inquietante, pero a largo plazo había probado ser beneficiosa; una vez superada la hostilidad inicial, su conocimiento más profundo de lo que se buscaba había facilitado en grado sumo el trabajo en equipo de los mutantes y el investigador. Sin embargo, el resultado sólo había sido un aumento en el número de fallos comprobados. Habían ampliado la lista de Coleman, sin que todavía hubieran encontrado pruebas de algún caso curado. Se habían revisado incluso los informes de místicos y practicantes de religiones y cultos, que proporcionaron unas pocas adiciones al número auténtico de mutantes, sin progreso alguno de otro tipo. Los que tenían dotes suficientes para que se les llamara mutantes, o bien morían jóvenes —a veces de modo sospechoso—, o acababan en el laberinto de la locura. No parecía haber excepciones.
En cierto modo, aquello tenía su lado bueno. No había ningún caso que fuera víctima de ningún Ente Extraño, por lo que Harry iba aceptando gradualmente la idea de que no se había completado todavía ninguna posesión. Sin embargo, de poco le servía. Podía ser un signo incipiente de paranoia el asumir que él fuera el primero o bien el único que tenía que hacer frente a tal amenaza, pero era la única respuesta que cuadraba con los hechos de que disponía. Otros mutantes habían sentido un miedo grotesco del que sus mentes se veían obligadas a huir, pero tales temores tenían forma de diablos, entes humanos o fantasías que no guardaban ningún tipo de relación con la sensación extraña e inhumana que durante unos instantes él había llegado a sentir.
Sus ocultos pensamientos se vieron rotos por la sensación de gran tensión que le llegó desde Ellen. Había permanecido ligeramente unido a su mente, dejándola que le guiara por la calle mientras él mezclaba sus pensamientos con sus preocupaciones. Hacía ya tiempo que habían descubierto que una sola mente era suficiente para ocuparse de asuntos automáticos, tales como circular por las calles. Ahora, Harry advertía que estaban en medio de una gran masa de gente que andaba presurosa por la calle Cuarenta y Dos; la inquietud de Ellen estaba relacionada con aquel hecho. Comenzó a sondearla con delicadeza, pero ella movió la cabeza en señal de negativa y se adelantó hacia el autobús que se acercaba.
Normalmente, Harry hubiera insistido en tomar un taxi. Los autobuses resultaban siempre incómodos, aunque sabía que Ellen los tomaba a menudo cuando no iba con él, pero sorprendió una ligera insistencia en la mente de la muchacha, así como una especie de temor cuidadosamente difuminado. Se encogió de hombros y la siguió, autobús adentro, hasta unos asientos libres en la parte posterior del vehículo.
Cuando llegaron a la Octava Avenida, Harry estaba ya incómodamente consciente de las razones de Ellen para insistir de aquel modo tan desusado. Los asientos se habían llenado rápidamente, y había ya algunas personas de pie, pero los asientos de delante y detrás del suyo seguían vacíos. Cuando por fin se ocuparon, los pasajeros se mostraron curiosamente inquietos; el gordo que tenía delante se volvió a contemplar a Harry y pareció confuso al no encontrar nada extraño. A la parada siguiente, pasó precipitadamente de su asiento a otro que acababa de quedar vacío.
Durante las semanas anteriores, sin saber cómo, la mente de Harry había adquirido una gran habilidad para bloquear casi todos los pensamientos externos que le llegaban. Bajó ahora ligeramente la barrera, y la volvió a alzar en seguida. Había bastado con aquel breve destello; no encontraba una razón concreta, pero a su alrededor había una intranquilidad y una sensación inequívoca de hostilidad que superaba el normal resentimiento de los seres humanos ante cualquier persona desconocida. Además, en cuanto el autobús empezó a vaciarse, los asientos que rodeaban al suyo volvieron a quedar vacíos.
—Entonces, ¿no me estoy volviendo psicótica? —preguntó Ellen.
Era evidente que ella también había advertido la reacción de la gente a su alrededor y había tenido miedo de que fuera una obsesión suya, un preludio de la locura.
Harry le envió un sentimiento tranquilizador, pero también él estaba más preocupado de lo que aparentaba.
Una de las psicosis más normales era la sensación de sentirse odiado por los que le rodeaban a uno. ¿Y si la reacción de la gente estuviera justificada por los hechos? Cuando por fin se detectaba la paranoia en una persona, había muchas posibilidades de que su manera de actuar hiciera sentirse mal de verdad a muchos de los que la rodeaban. ¿Era lo que habían notado una muestra de psicosis? ¿Había alguna prueba concreta de que su sensación hubiera sido anterior a aquel distanciamiento de la gente?
El homo sapiens se siente incómodo ante aquellos que no se ajustan a su concepción de lo humano, como lo demuestran los ataques de los obreros de la construcción a los llamados hippies. No se trataba de un asunto ideológico, o mejor dicho, tenía una docena de objetivos distintos a ése; se trataba de un asunto más sutil, de estilo y concepción de vida. En algún momento reciente, Ellen y él habían adoptado, al parecer, una serie de actitudes que los apartaban de los demás, quizá porque estaban creando un verdadero lazo de unión entre ellos que no podía ser compartido por el resto de la humanidad. Ahora eran rechazados. Pronto, quizá, serían objeto de una franca y abierta hostilidad.
¿Era aquella una de las presiones que hacían inevitable la locura para los mutantes? Harry no podía asegurarlo. De todos modos, había una razón más simple. Sus lecturas le habían hecho ver claramente que había una circunstancia más cierta que ninguna otra a la hora de provocar una crisis mental: cuando se presentaba un problema que debía resolverse ineludiblemente y no se encontraba solución posible, casi todos los individuos se veían forzados a la locura. Cuando la propia locura era el problema insoluble...
Ellen emitió un grito sofocado y asió con fuerza la mano de Harry al tiempo que su mente se cerraba en un nudo de disgusto casi impenetrable. No obstante, la súbita corriente de sorpresa había transmitido suficiente información a Harry para que éste se levantara del asiento al tiempo que ella lo hacía y la siguiera hacia la puerta de salida.
Un hombrecillo arrugado entraba en aquel instante en el autobús. Sus ojillos hundidos y rasgados lanzaron una mirada a su alrededor. Localizaron a Ellen y se detuvieron en ella, mientras una corriente de aterrorizadas especulaciones pasaban raudas por su mente enferma.
Harry había comprendido ya que aquella era la retorcida criatura cuyos malvados pensamientos habían molestado tanto a Ellen en la biblioteca. Estaba claro que el hombre la había reconocido, y su mente le estaba transmitiendo un mensaje de odio, mezclado con la sospecha de que ella le estuviera siguiendo. El hombrecillo empezó a avanzar hacia Ellen cuando por fin se abrió la puerta de salida.
Harry captó el comienzo de un pensamiento y se volvió con rapidez para enfrentarse a aquellos ojos enfurecidos. Antes le resultaba difícil llegar plenamente a la mente de Ellen, incluso con el consentimiento de ésta. El tiempo y la práctica parecían haber mejorado su poder. Ahora, su mente encontró la barrera del otro, la rompió, se introdujo en aquella mente retorcida y la escudriñó de una breve ojeada. Notó que el hombre trataba de agredirle mentalmente, frenó su ataque y concentró sus propios pensamientos en una respuesta rápida y contundente. Luego bajó del autobús mientras el hombrecillo quedaba paralizado y tenía que sentarse a tumbos en un asiento, preso de un pánico rastrero.
Ellen debía haber seguido el episodio, pero la concentración a la que había sometido su mente sólo le había permitido conocer los detalles más acusados del enfrentamiento. Ahora caminaba a su lado con un ligero temblor. Por fin reaccionó y comenzó a tratar de sacudirse los recuerdos cargados de repugnancia que le llenaban la cabeza.
—¡Y dices que eres débil! —dijo a Harry. Él respondió con una sonrisa, reconociendo que había cierto placer en su reacción ante las palabras de su esposa, pero advirtiendo también cuan falta de defensas había estado la debilidad del hombrecillo. Incluso había algo más que eso; en un momento determinado había notado...
Se sacudió de encima la idea y se interrogó sobre el hombrecillo de mente retorcida. Aquélla, pensó con amargura, era la tercera alternativa: volverse loco, pero retener tanto los poderes mutantes como la habilidad suficiente para funcionar sin ser reconocido como loco. En aquel caso no se había producido lucha alguna para evitar la locura, sino que ésta había sido bien recibida. La psicosis no le había producido una conmoción, sino un ansia de utilizarse a sí mismo para vengar todos sus fracasos en la vida.
Si hubiera sólo cien como aquél en toda la raza, la mutación podría considerarse una perversión de la humanidad que merecía ser eliminada. Aquel hombre era astuto, pero esencialmente mezquino y estúpido. Un telépata con una maldad más lúcida podría encontrar con toda certeza el modo de vengarse plenamente de las ilusorias injusticias cometidas contra él. Debían de existir agencias gubernamentales donde sería muy bien recibido un espía mental, y donde sus ligeras deformaciones de los hechos podían provocar un holocausto de enormes dimensiones.
La diferencia de idioma era un obstáculo a la hora de leer el pensamiento, pero en modo alguno permanente. Los pensamientos sólo podían leerse con claridad en la lengua que el lector conocía, pero con sólo unas cuantas semanas de práctica en otro idioma, cabía lograr la fluidez suficiente para desentrañar el significado básico de cualquier mensaje. Harry ya había comenzado a hacerse con unas nociones de español antes de aprender a controlar la recepción de los pensamientos provenientes del exterior.
Casi habían llegado al edificio donde estaba su hogar cuando oyeron un chirriar de frenos delante suyo. Harry alzó la mirada y vio un coche que aparcaba precipitadamente junto a la acera. Sonrió al ver el rostro preocupado del conductor y se dirigió hacia el coche mientras Ellen entraba en el edificio. La sonrisa de Harry se hizo más amplia cuando el hombre se percató de su presencia junto a él.
—Tomé el autobús al salir de la reunión —explicó al sorprendido investigador—. Bajamos en Columbus Circle y vinimos andando el resto del camino. Escríbalo así en su informe. No se perdió nada.
El hombre de la agencia contratada por Grimes dudó, y acabó por devolverle la sonrisa.
—Gracias, señor Bronson. Creí que le había perdido por ahí. ¿Le dijo Bob Gordon que yo le seguía?
Harry asintió, aunque ya no necesitaba que nadie le informara de aquellas cosas; había sondeado la agencia de detectives y ahora comprobaba cada mañana, de un modo rutinario, las listas de investigadores y a quién debían seguir. La habilidad de leer las mentes a distancias cada vez mayores parecía haber crecido paralelamente a la adquisición de un poder cada vez más perfeccionado para suprimir todos los pensamientos no deseados que llegaban hasta él. Aquella promesa de su poder futuro que sugiriera su facultad de conversar a larga distancia con su padre cuando era niño, estaba llegando al punto máximo de desarrollo. Harry habría disfrutado de su creciente habilidad si no hubiera sabido con absoluta certeza que no tendría el tiempo suficiente para desarrollarla por completo.
Cuando entró en el piso, Ellen estaba ocupada con la lista de la compra pero ya había puesto el café a calentar. Esperó hasta que estuvo en su punto y luego se dejó caer en una silla junto a ella, valorando el incidente del autobús. Harry notó que la mente de ella tocaba levemente la suya para saber qué deseaba comer, pero la mayor parte del contacto se realizaba por debajo del nivel consciente; a aquellas alturas, ella podía rastrear su apetito mejor que él mismo. Le hizo gracia que hubiera decidido ir a la tienda en lugar de telefonear para que le trajeran lo necesario. Ir de compras y cocinar eran las principales maneras de descargar las crecientes tensiones de su matrimonio.
Cuando Ellen se hubo marchado, Harry se enfrentó consigo mismo más profundamente de lo que había querido hacerlo mientras la mente de su esposa estaba tan cerca de la suya. Se había sentido atemorizado por la potencia para el mal que había demostrado el hombrecillo. Ahora se daba cuenta del peligro que su propia mente representaría si sus pensamientos llegaban a ser aberrantes. Estaba seguro de que sus poderes mentales, ya muy superiores a los de los demás, seguían creciendo aún con toda rapidez. Hasta el momento se había mostrado muy precavido en el uso de los mismos, pero ¿podría mantener siempre el mismo autocontrol? En unos cuantos días, cuando le llegara la locura, ¿perdería los poderes, o los utilizaría de modo perverso en la violencia que rodea tan de cerca la vida de los hombres?
Era demasiado poco lo que sabía sobre la mutación. La mayoría de los mutantes que había identificado y que todavía estaban cuerdos parecían esencialmente mucho más decentes y honrados de lo habitual en la humanidad. Había encontrado pocos deseos de poder que pudieran resultar peligrosos. Quedaban sin embargo la señora Jamieson y el hombre del autobús. ¿Cuántos más debía de haber con tendencia a hacer el mal?
Durante la comida hubo poca comunicación entre él y Ellen. Notaba el esfuerzo interior de su esposa por arrinconar la sensación de horror que había provocado en su parte animal el contacto con el hombrecillo retorcido; respetó su deseo de mantener sus pensamientos en privado, igual que ella le había dejado exponer sus propias cuestiones sin intervenir. Sin embargo, aquello provocó una sensación temporal de aislamiento entre ambos que resultó muy desagradable. Harry vio con satisfacción que ella terminaba de lavar los platos y se iba a la cama y entonces decidió volver al despacho de Gordon. El informe sobre las drogas que se indicaban en los folletos ya debía de estar preparado.
Harry estaba camino de Broadway cuando notó por primera vez que algo iba mal. Dudó y envió una sonda interrogante hacia Ellen. Estaba dormida, despreocupada, pero la sensación de peligro seguía presente. Dio media vuelta y empezó a correr mientras se aproximaba de nuevo al edificio. Cruzó la entrada y se dirigió a toda prisa hacia un estrecho callejón que había en la parte posterior.
El hombrecillo era una sombra inmóvil, agazapada en la escalera de incendios bajo el dormitorio de Ellen. En aquel instante, al reconocer a Harry, se levantó de pronto y bajó la barrera mental con la que había estado intentando ocultar sus intenciones.
Llevaba la cabeza cargada de anfetaminas y le movía una oleada concentrada de furia y deseo de venganza. Aquellos dos habían estado espiando a Ziggy; iban tras él. Pero él había rastreado sus mentes y ahora iban a pagar. Primero la mujer, en cuanto rompiera la ventana. Ziggy la cogería antes de que el hombre pudiera impedirlo.
No había tiempo para acercarse físicamente. Harry lanzó sus pensamientos contra él, tratando de enfrentarse con la inmundicia que rebosaba de aquella mente infecta. Pero en aquella ocasión Ziggy no estaba desprevenido. Sus defensas cedieron un poco, pero estaba mentalmente preparado para resistir, aupado por su triunfo y por las drogas que amortiguaban su miedo.
Harry lanzó toda la furia que le daba su desesperación en un esfuerzo por parar a la criatura. Vio que el pie se movía, y concentró contra él todos sus pensamientos, asiéndolo...
De pronto se encontró tendido en el suelo, derrumbado, mirando hacia arriba sin poder hacer nada, mientras el horror se apoderaba de él por completo. El Ente Extraño de su premonición estaba en su cabeza, se hacía con el control de su mente y le apartaba de sí mismo. Se le había acabado la telepatía, y se veía encerrado en un rincón de su propia mente, impotente por completo.
Desde el fondo de la mente que había sido suya, Harry intentó gritar una súplica a la presencia que le acababa de poseer. Pero el horror extraño que había sentido durante unos breves instantes estaba ahora fuera de su alcance. Quien le poseía le había dejado incomunicado, le había cortado todo contacto con otras mentes. Sólo advertía la presión de un poder implacable que estaba más allá de su comprensión.
No podía mantener el control de sus músculos, pero seguía viendo y oyendo. Sus ojos se volvieron sin que interviniese su voluntad y enfocaron a Ziggy. De repente, el velo que cubría la percepción de Harry se alzó lo suficiente para que le fuera posible leer algunos de los pensamientos del hombrecillo, aunque todas las demás mentes siguieron cerradas para él.
Ziggy se relamía por anticipado mientras balanceaba la pierna con la que iba a golpear la ventana que le separaba de la mujer. Sin embargo, la patada nunca llegó a completarse. El píe descendió grácilmente hasta colocarse junto al otro. Con una soltura que hasta entonces nunca había mostrado, se alejó de la ventana y empezó a descender los escalones de metal que llevaban de rellano en rellano.
La conmoción que aquello produjo en la mente de Ziggy transformó ésta en un completo vacío. Luego su cerebro se llenó de rabia y trató de revolverse con sus perversos poderes. Fue un esfuerzo inútil. Siguió bajando con elegancia los peldaños y algo empezó a ocurrir en su mente perversa. Comenzó a difuminársele la capacidad telepática, como si fuera sorbida a través de un agujero en su cerebro. Al llegar al primer piso, no le quedaba ni rastro de su poder.
A continuación empezaron a disolverse sus recuerdos, desde el más antiguo, avanzando año tras año. Perdió su niñez, sus años de adolescente, y luego los de su pervertida edad adulta. Babeaba y maldecía mientras descendía los tramos de escalera. En todo instante, sin embargo, una parte de su mente quedaba intacta para advertirle de lo que estaba perdiendo. Por suerte, la percepción que Harry tenía de la tortura que embargaba al hombrecillo había ido decreciendo. Sólo los ojos y los oídos le contaron lo que le sucedía a Ziggy cuando éste completó el último tramo de su largo descenso. El hombrecillo cayó desde allí al suelo con la misma soltura extraña que había utilizado para bajar la escalera. Quedó de pie, erecto y quieto, formulando fútiles maldiciones. Luego su cuerpo se desplomó pesadamente y las maldiciones se convirtieron en un grito desgarrador y falto de todo sentido. Después, se fue dando tumbos, con un rostro vacío e inerte.
Harry se obligó a superar el malestar que la escena había provocado en su mente y reunió fuerzas en un intento de prepararse para la batalla que tendría que librar para recuperar el control de sí mismo. Estaba temblando a causa de la humedad y el frío del suelo, y le dolía un hombro debido a la presión que ejercía sobre el mismo un trozo de cascote. Intentó sentarse... y su cuerpo obedeció sus deseos.
El Ente Extraño se había ido; otra vez se encontraba a solas consigo mismo.
Se encogió sobre su propio cuerpo, temiendo algún tipo de trampa. Su paisaje mental estaba perturbado, trastornado por la presencia extraña que comenzaba a desdibujarse. No había, empero, signo alguno de cualquier otra presencia. Buscó con suavidad la mente de Ellen. La halló durmiendo tranquilamente. Los horripilantes sucesos que acababan de tener lugar habían quedado totalmente ignorados por su parte.
Quiso desesperadamente ir con ella, buscar su consuelo y rehacer su estabilidad, pero comprendió que no tenía que hacerla cargar con tal responsabilidad. Se puso de pie y trató de dominarse hasta que al fin tuvo suficiente control de sí mismo para recorrer tambaleándose el callejón y salir más allá del alcance de sus sueños dormidos.
Encontró un restaurante casi vacío en Broadway y entró; pidió un café y se lo tomó en la intimidad de un apartado.
No comprendía nada de lo sucedido. El Extraño le había poseído sin esfuerzo alguno mientras su mente estaba ocupada en Ziggy. A continuación, sin ninguna razón aparente, se había desvanecido simplemente en el futuro de donde había surgido.
¿El futuro? Ponderó la idea, en busca de alguna prueba. No encontró ninguna, aunque estaba completamente seguro de que su idea era correcta. Aquel ente no existía en el presente. Vagaba por el futuro, esperándole, y podía surgir de aquel futuro y utilizarle con un poder incomparable, que aún le tenía temblando de horror en su fuero interno.
Coleman había sugerido que la precognición era sólo telepatía a través del tiempo, que permitía a un hombre leer sus propios pensamientos futuros. En tal caso, debía ser teóricamente posible que una mente futura actuara en el pasado. Quizás alguno de sus propios recuerdos actuara de tal modo. Sin embargo, leer una mente no era lo mismo que hacerse con el control total de la misma.
¿Y con qué propósito? ¿Por qué había actuado en él el Extraño? Más aún, ¿por qué después se había esfumado sin más? ¿A qué distancia se hallaba en el futuro?
Harry no tenía manera de saber la respuesta, ni pudo descubrir nada más acerca de la naturaleza de la posesión. Debían quedar algunos rastros en su cerebro, pero no podía obligarse a aceptarlos. Su mente comenzaba ya a intentar eliminar cualquier tipo de recuerdo que hubiera conservado. Quizá dejar de lado todo el asunto era lo mejor que podía hacer; su débil esperanza de victoria frente a la prevista locura difícilmente podía apoyarse en un proceso interminable de preguntas sin respuesta.
Todo lo que había ganado era la creencia incierta de que el riesgo de la posesión iba más allá de la amenaza de la locura. Tenía que luchar contra la primera antes de empezar a preocuparse por la segunda.
Se encogió de hombros y salió del restaurante, dirigiéndose una vez más al despacho de Gordon.
Kim le recibió.
—Hola, Harry. Bob está haciendo café. Le esperaba.
La mujer sabía de sus facultades extrasensoriales, pero no parecía concederles ningún tipo de importancia. Revoloteó por la habitación, tranquila y sonriente como siempre, hasta que se aseguró de que Harry estaría cómodo. Éste oyó la voz de Gordon desde la parte posterior de la vivienda, donde se afanaba por meter en la cama al más pequeño de sus hijos.
El investigador entró unos minutos después con una bandeja. Sirvió una taza a Harry y luego llenó otra para él; era un café negro y espeso, con mucho azúcar.
—Lo único que Kim no sabe hacer es un buen café —dijo—. ¿Ha revisado el informe que le envié? No hay nada, Harry.
Éste ya había echado un vistazo al informe sobre la única droga que había parecido ligeramente prometedora, al ofrecer la esperanza de controlar algunas formas de esquizofrenia sin provocar una sedación demasiado acusada como efecto secundario. Las anotaciones de Gordon indicaban que podía ser eficaz para mitigar el síndrome de Méniére, enfermedad desconocida para Harry, y contra los mareos producidos por los viajes, pero que había resultado negativa en todas las demás pruebas de laboratorio. El informe anterior había resultado un engaño. En realidad, el producto no era mejor que la mayoría de los tranquilizantes que se utilizaban en las psicosis.
—¿Cómo ha logrado conseguir estos informes? —le preguntó Harry.
Había tenido que aceptar ya tantos fracasos que uno más difícilmente podía hacerle mella.
—El bioquímico jefe es un militante. Cuando le hice saber que quien me había disparado era un cerdo blanco, me adoptó como a un hermano del alma. Este informe está a punto de publicarse; no han tenido tiempo aún de rectificar el anterior.
Gordon dudó un momento y suspiró levemente.
—¿Cuánto tiempo cree que me necesitará todavía, Harry? Verá... ¡Bueno, diablos, eche un vistazo y véalo por sí mismo!
Quedaba claro que Gordon tenía la intención de llegar hasta el amargo final, con la esperanza de ofrecer alguna ayuda.
Sin embargo, Harry no veía que pudiera hacer mucho más. Además, ahora los de Acmé querían contratar a Gordon para un trabajo industrial que duraría una larga temporada. Representaba una buena cantidad. Sin embargo, Gordon todavía esperaba que Harry encontrara una buena excusa para mantenerle a su servicio, aunque ello echara por el suelo la seguridad que el otro empleo le ofrecía. Entre ambos hombres había crecido, casi imperceptiblemente, un sentimiento de amistad que ni siquiera necesitaba traducirse en palabras.
—Será mejor que acepte el trabajo de Acmé —le dijo Harry.
Encontró la última factura entre los papeles y miró las cifras. Faltaba en ella un buen número de conceptos, sobre todo por las horas extras, como aquélla, pero Harry ya lo esperaba. Extendió un cheque por el importe total sin hacer comentario alguno y observó cómo Gordon lo guardaba en el cajón.
—Kim siempre sabe dónde encontrarme —dijo el investigador—. En cualquier ocasión, Harry.
—Estaré en contacto con usted, si puedo —le prometió Harry.
El detective asintió sin pronunciar palabra, con la mano en el picaporte.
—Hágalo —le dijo, antes de cerrar.
Harry se encontró en la oscura calle y sintió que el futuro se cernía sobre él. Normalmente, el presente se suma al pasado de cualquier hombre, pero ahora cada retazo del presente parecía arrancarle una parte de sí mismo. Hasta la precognición se negaba a manifestársele, como si no hubiera nada en el futuro que pudiera proporcionarle algún recuerdo; más aún, como si no hubiera nada que su mente pudiera aceptar.
Entonces recordó una premonición que todavía no se había cumplido. Parecía ser una buena ocasión para ocuparse de ello. Todavía no estaba de humor para regresar junto a Ellen. Gruñó y dio la vuelta en dirección a una avenida donde hallar un taxi que le llevara al centro de la ciudad. En cierta ocasión, había intentado rechazar el acontecimiento que ahora se disponía a buscar. Sin embargo, su horror ante el mismo había disminuido mucho en comparación con otras cosas, y no encontraba ahora otra alternativa. Ya no podía asegurar que su yo futuro pudiera tener alguna vez mejores razones para tomar la decisión que ahora estaba a punto de convertir en realidad, pero como no había nada que pareciera ofrecer una respuesta mejor, no había razón para preocuparse más. De todos modos, si la precognición era cierta no tenía manera de evitar la acción que iba a emprender, y le parecía más correcto estar dispuesto a ella en vez de tener que depender más tarde de recursos precipitados.
La habilidad de los expertos había demostrado ser tan sólo el arte torpe de unos hombres impotentes que daban tumbos en la oscuridad. Las drogas de la farmacopea legal le resultaban inútiles. Quizá se iba a ver obligado a intentar los experimentos de los locos y los remedios de los escapistas desesperados.
Dave y Tina Hillery se mostraron encantados de verle, en cuanto pudo convencerlos de que no se había equivocado de día y que no iba a ninguna reunión de los Primates. Durante más de media hora se sintió relajado y casi recuperó su antigua manera de ser. Luego, el cotilleo de Tina comenzó a aburrirle y descubrió que una sola botella de la cerveza barata de Dave le bastaba. El último libro de Dave se vendía muy bien, cosa sorprendente, pero la pobreza consciente y asumida del escritor no podía verse rota por algo tan simple como el dinero.
Dave escuchó boquiabierto a Harry cuando éste le descubrió el motivo real de su visita. Luego su rostro se endureció.
—De ninguna manera. No es que tenga muchos prejuicios, ya lo sabes, pero se trata de algo que más vale no probar, del recurso de los débiles en un mundo que no se atreven a disfrutar por sí mismos. Es como un dios en polvo, pero resulta que el dios aparece después con cuernos y rabo.
—Bueno —dijo tranquilamente Harry—. Imagino que podré conseguirlo por medio de Galloway. Los últimos artículos que ha escrito hablaban de las drogas y su mundo.
—¡Galloway! Todo lo que ha escrito lo sacó de mí, y además lo entendió todo mal. No sabría distinguir una hoja macho de una hembra, ni el hachís de la hierba. No me fiaría nada de la droga que ése te pueda conseguir. Ahí está el gran problema. Ahora hay más género mezclado con estricnina del que podrías imaginar.
—Por eso tengo que acudir a vosotros —insistió Harry. Notó que la resistencia de Dave comenzaba a ceder y se volvió hacia Tina—. Siento mucho molestaros, pero yo siempre había pensado que Dave podía establecer mejores contactos que nadie.
Dave se negaba a tragar el cebo. No necesitaba probarse nada a sí mismo, y mucha gente admitía que él sabía más sobre lo que una vez fuera el Village que ninguno de los que vivían allí. Tina, empero, fue poniéndose gradualmente del lado de Harry. Al final, Dave se rindió. Tomó el dinero a regañadientes y silbó de admiración ante la cantidad que Harry le pidió.
—¡Pero no puedes utilizar todo eso de una vez! ¿Qué sucede? ¿Acaso vas a ir a una de esas fiestas locas de Fred Emmett? Oí que su grupo se dedica a colocarse, desde que Nora Blay fue a vivir con él. ¿No estarás moviéndote con ese par de tipos, verdad?
Harry se encogió de hombros.
—¿Importa eso? Si es que lo quieres saber, no veo a Nora desde hace tiempo. Me siento todavía muy satisfecho con mi matrimonio.
—Bueno, bueno. Es asunto tuyo, Harry.
Dave comenzó a calcular cuidadosamente, echando una ojeada a un calendario repleto de anotaciones que tenía sobre la mesilla del teléfono.
—Hachís, semillas, mescalina, LSD... Puedo conseguir todo eso, pero lo bueno anda hoy en día muy escaso, según he oído.
Hay mucho que es puro veneno. Un tipo tuvo hace poco un ataque de apendicitis a causa de las convulsiones que le dieron y estaba tan drogado que ni se enteró. Incluso el ácido puro puede ser bastante arriesgado; hay gente que le da un mal viaje con cualquier cosa. Bueno, si insistes... Ven a verme pasado mañana y posiblemente tenga algo.
Tina esperaba que Harry se quedara un rato más a hacer vida social, pero éste fue salvado de más cotilleo y cerveza por la llegada de otros dos Primates que venían dispuestos a enzarzarse en una sesión de crítica literaria con Dave. Dejó que éste le prestara un libro sobre drogas repleto de recomendaciones y ejemplos, pero que también proporcionaba instrucciones detalladas para su uso. A continuación, Harry se las ingenió para escurrir el bulto.
Cuando llegó a casa, Ellen estaba durmiendo todavía. Su mente estaba atormentada por unas vagas sensaciones de algo repugnante, pero no preocupada por Ziggy ni por nada que sintiera respecto a Harry. Éste emitió un sentimiento general de calor y afecto hacia ella y notó que Ellen lo recibía y caía de nuevo en un reposo más tranquilo. Cerró la puerta del recibidor y empezó a preparar el inevitable café. Mientras esperaba, echó un vistazo al libro de Dave. Las advertencias no hacían sino confirmar sus prevenciones contra los psicodélicos, pero dejó de lado su repugnancia y memorizó cuidadosamente los detalles de su uso. Luego puso el libro en un lugar apenas visible, entre sus libros técnicos, y volvió a la taza de café.
Bajo sus pensamientos, la sensación de multitud de otras mentes formaba una fina capa en la suya. El temor, la angustia, el odio... Emociones como éstas rompían bruscamente como burbujas sobre la superficie oscura de su cerebro. Había un sentimiento de desagrado hacia la humanidad, pero su mayor experiencia le había enseñado a notar y admirar la grandeza y el potencial para el desarrollo de la mente humana, así como a no tener en cuenta al animal todavía subyacente en su herencia racial. En aquel momento un pensamiento claro y diáfano tocó su mente.
Venía de un muchacho que apenas había comenzado a darse cuenta de sus poderes mutantes y que recientemente había conocido a una chica que tenía su misma facultad. Hasta entonces no había tenido ninguna precognición de la locura; casi con toda seguridad, eso vendría más tarde. Ahora, la llama encendida en la mente del muchacho ardía limpia, con una extraña dulzura que parecía casi el punto perfecto de desarrollo del poder mental que Harry había acariciado en sueños.
Se inclinó hacia adelante y se sirvió otra taza de café mientras tomaba en consideración otra vez la naturaleza de su especie. Su experiencia se limitaba a un pequeño número de individuos, la mayor parte de los cuales eran ya lo bastante viejos como para tener una idea de lo que parecía ser su inevitable destino. ¿Cómo habían sido realmente los mutantes al principio?
Descubrió con sorpresa que cerrar su mente a las personas normales y mantenerla abierta solamente a los pensamientos de otros mutantes le resultaba mucho más sencillo de lo que había imaginado en sus inciertas teorías. Si era cierto que los pensamientos irradiaban en algún extraño espectro de frecuencias, los mutantes debían utilizar una banda o polarización diferente, aunque había una coincidencia parcial entre ésta y la frecuencia normal. Al tantear en busca de otros pensamientos mutantes, éstos sobresalieron con gran facilidad del gran fondo que representaban los del resto de la humanidad. Su alcance era todavía limitado, pero ya lo bastante grande como para cubrir los cinco municipios que formaban la ciudad.
La cantidad de mentes mutantes que lograba distinguir era tan sólo una pequeñísima porción de la población total, pero mayor de lo que esperaba. Había muchos que sólo tenían ligeros indicios de su facultad paranormal, como si ni siquiera la tercera generación hubiera conseguido estabilizar la mutación. Asimismo, muchos eran jóvenes.
Harry descubrió con amargura la razón de la crecida proporción de jóvenes. La muerte y el soplo de la locura quedaban justo un poco más allá de la frontera de la juventud, siempre al acecho para destruir o quemar las facultades paranormales en un espeluznante horror. Hasta un rápido repaso le dio a entender que no había razón para dudar del pesimismo que meses de investigación habían engendrado en él. No había una sola mente que hubiera llegado a la madurez sin mostrar una sombra de locura, ni tampoco encontraba ninguna que hubiera sanado de la misma.
Tampoco había ninguna, aparte de él, que mostrara trazas de haber reconocido en su interior a algún Ente Extraño. Muchas tenían un turbio horror al futuro, pero en todos los casos se explicaba como parte de sus propias fantasías anormales. Una vez más, Harry se veía obligado a decidir que era, al menos hasta donde él sabía, el único que corría el riesgo de sufrir una posesión demoníaca de su mente futura.
Un par de veces notó una débil respuesta, como si otra mente notara su sondeo, y en ambas ocasiones se retiró rápidamente. En la mayor parte de los casos, sin embargo, los otros parecían tener un poder menor que el suyo y podía sondear sin que su presencia fuera advertida.
Finalmente, un fuerte dolor de cabeza le obligó a detenerse. Tenía una sensación en el cerebro como si lo hubiese obligado a pasar por un embudo. Encontró una aspirina y la ingirió con otra taza de café, mientras repasaba lo que acababa de aprender.
Había encontrado el mal, pero en grado mucho menor del que esperaba. Muy pocos de los mutantes eran pervertidos, y en su mayoría pertenecían a la segunda generación; había algo que identificaba a cada una de las generaciones mutantes. Una de las mentes le había parecido sólo un poco menos anormal que la de Ziggy, pero había caído ya en un grado demasiado profundo de impotencia. De hecho, y por lo que Harry alcanzaba a saber, no había existido ninguna amenaza realmente peligrosa por parte de ningún mutante hasta que comenzaron a degenerar en estados psicóticos de varios tipos. E incluso entonces, generalmente sufrían manías persecutorias que sólo resultaban peligrosas para los que se relacionaban de modo íntimo e inmediato con ellos.
La cuestión ética quedaba así resuelta, al menos en general. Básicamente, la mutación no representaba peligro alguno para la humanidad en lo que se refería a poderes desatados por mentes desquiciadas; muy al contrario, parecía como si la solidaridad natural de los mutantes les llevara a escalar un gran peldaño respecto a la procedencia animal de la raza humana. Los escasos niños precoces que tenían poderes suficientemente patentes como para ser detectados se mostraban singularmente libres de la maldad interna del resto de la humanidad.
Si aquellos niños pudieran ser preservados de la locura.
Harry suspiró al notar una vez más la presión de los problemas que debían solucionarse y para los que no había respuesta. La única manera segura de producir la estabilidad entre los mutantes eran educar a los niños fuera de cualquier conflicto con la sociedad normal. Sin embargo, ello requería en primer lugar una generación de adultos estables que les guiaran, y ésta sólo se podía producir con una educación estable desde niños...
En la época presente, incluso a los niños normales les resultaba bastante difícil alcanzar la madurez, aun con la experiencia de miles de generaciones adultas para guiarles y estando rodeados toda su vida por aquellos que ya habían hecho el cambio.
Notó que la mente de Ellen le buscaba. Se había despertado a medias y había tanteado la cama con la mano, sin encontrarle. Ahora le buscaba.
Le mandó un mensaje tranquilizador, enjuagó la cafetera y la taza y se dirigió a la habitación. Ellen ya se había dormido otra vez, dejándole espacio en el lecho. Harry se deslizó con cuidado entre las sábanas, se volvió hacia ella y colocó suavemente el brazo sobre su cintura, mientras notaba cómo los pensamientos de su mujer se sumergían en el descanso del sueño profundo.
Para su sorpresa, también su mente pareció empezar a relajarse casi instantáneamente. Harry había pensado que, después de la tensión y de tantas tazas de café, iba a pasar un buen rato despierto en la cama, pero en cuanto cogió el ritmo de Sueño de la mente de Ellen, la suya propia se tranquilizó y fue sincronizándose con aquélla.
Cuando luchó por despertarse, tres horas después, había otro ritmo impuesto en su mente. Boqueaba en busca de aire y de sus ojos caían lágrimas, mientras el corazón le latía frenéticamente. Por fin se controló y obligó a su mente a hacerse con la situación.
—¡Harry! ¡Oh, Harry, todavía no!
Era el grito asustado de Ellen a su lado.
Se dominó por completo y movió la cabeza.
—No es mi locura —le aseguró, al tiempo que le abría su mente para convencerla.
Había sido la mente de una mutante con la que no había entrado nunca en contacto. Y aquella mutante se había introducido voluntariamente en él durante la primera ocasión en que había tenido conciencia de que la locura que durante tanto tiempo había esperado caía sobre ella. Había resultado un momento de lucidez racional todavía más terrible que las aberraciones de los días precedentes. Era el final de la esperanza de que, pese a la certeza absoluta que otorgaba la precognición, tal cosa nunca podría sucederle a ella.
Y en aquel desespero, Harry pudo reconocer en sí mismo igual esperanza sin fundamento. Durante tres meses había sabido con absoluta certeza que una oscura demencia le arrancaría de todo futuro, pero siempre había mantenido una esperanza básica de que las cosas no podían, no debían ser de aquel modo, que tal cosa nunca podría sucederle a él.
Arrancó de su mente aquellos pensamientos y se volvió hacia Ellen. No la había engañado con el cambio de sus pensamientos. La muchacha notó lo que Harry deseaba para ella y, como siempre, intentó seguirlo, dispuesta a aceptar los ritmos mentales relajados que ahora trataba de imponerle para hacerla dormir otra vez. En pocos minutos comenzó a tener éxito. Ellen se durmió, aunque sus pensamientos errabundos indicaban que su preocupación sólo se había pospuesto. Harry se deslizó fuera de la cama sin hacer ruido, se vistió y volvió a la mesa de la cocina. Esta vez no quería café, pero la fuerza de la costumbre le incitó a realizar todos los movimientos que habitualmente hacía para prepararlo. Se sentó, jugueteando con la taza, y reflexionó sobre aquel nuevo suceso.
Se dio cuenta de que en aquella oportunidad él mismo había provocado la situación. Al esforzarse en buscar otras mentes mutantes y separarlas de la corriente general de pensamientos que le rodeaba, había ampliado sus facultades paranormales a un nuevo estadio. Debería haberlo advertido por el terrible dolor de cabeza, que ya en otras ocasiones había acompañado avances similares. Todavía mantenía fuera de su plano consciente los pensamientos de las mentes normales, pero el flujo de las mentes mutantes, más fuerte, llegaba a él por separado e iba a perseguirle hasta que su mente aprendiera lentamente a amortiguarlo y hacerlo desaparecer como a los otros. Nuevamente, se veía sumergido en un mar constante de pensamientos e impresiones extrañas e intrusas.
Incluso mientras permanecía sentado dando vueltas a la nueva situación, los pensamientos llegaban sin cesar a su conciencia. Una huérfana del Bronx se preguntaba cómo explicar el desliz que había revelado su conocimiento de los fraudes que realizaba su padre adoptivo. Un joven padre de Brooklyn intentaba hallar una manera de explicarle a su hijo por qué los demás chicos de la escuela no debían saber nunca lo que era capaz de hacer. Una pareja que paseaba junto al río, en Nueva Jersey, estaba haciendo planes, casi con tranquilidad, sobre cómo darse muerte antes de que la locura les dejara desvalidos. El cirujano de un gran hospital buscaba el modo de convencer a sus colegas de que los síntomas que había leído en la mente de uno de los pacientes eran auténticos.
¡Y en Delaware Bud Coleman gritó de repente!
Harry se retiró antes de que llegara a él la imagen completa. La recepción hubiera tenido que ser imposible debido a la distancia, pero el azar debía haber traído a su mente el destello, demasiado potente para que hubiera posibilidad de error. Por suerte no se repitió, ni hubo ninguna otra evidencia de telepatía a larga distancia. Harry no hubiera podido resistir más allá de un breve instante de un rapto tan frenético y salvaje.
Harry pensó en amortiguar su percepción mediante el alcohol, pero rechazó la idea. Le quedaba muy poco tiempo para desperdiciarlo en embrutecerse; era mejor luchar por preservar sus propios pensamientos entre la confusión de impresiones extrañas que apagarse a sí mismo otra vez. Al menos tenía una ventaja, a aquella hora casi todo el mundo estaba durmiendo. Tendría menos enemigos a los que enfrentarse en aquellas primeras horas de aprendizaje.
Lo fue haciendo poco a poco, utilizando lo poco que sabía de cómo había desarrollado la pantalla protectora contra los pensamientos normales. Comenzó por suprimir todas las influencias externas, hasta la presencia de Ellen. Lentamente, pareció hacerse con el control. Cuando la aurora comenzó a iluminar débilmente la ventana de la cocina, notó que había logrado algunos progresos.
Entonces se concedió un descanso y dejó que se relajaran los agarrotados músculos que habían acompañado su lucha mental.
De nuevo, los pensamientos extraños le acosaron. Esta vez llegaban en mayor número, pues los que habían estado durmiendo empezaban a despertar y reanudaban sus preocupaciones cotidianas. Haciendo un esfuerzo, era casi capaz de hacerlos desaparecer, pero tal presión le arrebataba la mayor parte de sus poderes y le dejaba muy poca energía para pensar en otras cosas.
Calentó el café que, de modo inconsciente, había estado deseando durante la última hora y los ruidos familiares de Ellen al despertarse e ir al baño se grabaron en su mente. Los conocidos hábitos de la vida diaria le resultaban extrañamente reconfortantes. Por un momento, las cosas le parecieron casi normales. Todavía registraba los pensamientos externos, pero ahora se encontraban enterrados bajo los hábitos familiares de su propio pensamiento.
Entonces, de repente, en el preciso instante en que se sentaba a tomar el café, hubo en su mente otra presencia.
No era una posesión demoníaca. No era el horror del Ente Extraño, no era miedo. Era una llamada que llegaba a él y que sabía podía rechazar. Pero no tuvo necesidad de hacerlo.
Hubo una gran onda de algo desagradablemente extraño que arrastró toda su psique y que hizo desaparecer todas las demás intrusiones, como si hubieran sido borradas de la existencia. Harry notó una sensación de distancias increíbles y de tremendos abismos que separaban lo que rodeaba a aquella presencia de todo lo que había conocido. Parecía ser débil e inestable, pero con un aura de certidumbre y poder inmensos tras ella.
No había palabras, ni imágenes. Fuera lo que fuese, era tan inhumano que no había conceptos directos que pudieran tender un puente entre las diferencias que los separaban. A pesar de ello, había tras aquella incoherencia una sensación de cálido apoyo, una sensación de amistad que no podía esconder la falta de símbolos conceptuales. También había soledad, y un enorme y convincente deseo de contacto que parecía un grito que cruzara inmensas distancias.
La presencia permaneció por unos segundos en su mente y luego empezó a retirarse, con una sensación de disgusto libre de todo resentimiento y la promesa implícita de una próxima vuelta, una sensación de probar una y otra vez. Cuando Harry estuvo en condiciones de traducir la respuesta emocional que había quedado en él, se dio cuenta de que aquella próxima venida tendría lugar muchos años después.
Ellen estaba junto a la puerta, mirándole, y se volvió rápidamente hacia ella.
—¿Lo has oído?
—No —dijo moviendo la cabeza, al tiempo que le miraba perpleja—. Descubrí algo en tu mente, pero era...
Se detuvo, y Harry notó su total falta de comprensión.
La corriente de pensamientos externos había vuelto y exigía su control consciente para suprimirla. Se permitió recibirlos para buscar en alguna otra mente imitante algún rastro de la señal que acababa de llegarle. No había ninguno. Ninguna otra mente parecía haber sido afectada. Sin embargo, estaba totalmente seguro de que la presencia no había sido una aberración de su propia mente. Aunque estuviera totalmente loco, no podría haber concebido nada semejante a aquello.
—¿Qué fue, Harry? —preguntó Ellen.
Él movió la cabeza, en un desesperado intento de evocar la sensación de la presencia que iba desapareciendo de su mente con tanta rapidez.
—¡La cordura total! —le dijo—. En alguna parte, no sé cómo, una raza ha logrado nuestros mismos poderes y ha aprendido a mantenerse cuerda, con una cordura y una salud increíbles. ¡Dios mío, cuánto tiempo deben llevar sanos y con el control total de sí mismos! ¡Puede hacerse, Ellen!
Entonces le volvieron las dudas. En algún lugar, se había logrado... una vez. En algún rincón del universo no sólo había Entes Extraños que devoraban mentes, sino también seres que no habían errado. Sin embargo, aquella impresión de soledad que recibiera llevaba con ella un conocimiento más amargo, que implicaba que el logro de aquella raza había sido único. ¿Cuántas razas de cuántas estrellas habían hallado el camino a los poderes extrasensoriales, sólo para quedar abortadas o para terminar perdiéndose a causa de la herencia social que llevaba a sus poseedores a la locura? ¿Cuántos genios debían haber luchado por hallar la respuesta, y habían fallado?
Intentó despejar la mente otra vez para pensar, para utilizar aquel nuevo conocimiento de que era posible el éxito como escabel que le acercara a la respuesta. Sin embargo, las demás mentes mutantes se afanaban ahora por toda la ciudad y sus pensamientos chocaban y se mezclaban con los suyos, debilitaban su capacidad de concentración en cualquier línea de razonamiento, y sólo le permitían utilizar deliberadamente el control de su cerebro en mantenerlos a raya, un control que requería tanto esfuerzo que no le quedaban reservas para elaborar alguna idea clara.
La decisión que había estado incubando durante horas le llegó entonces, inesperadamente, aunque como consecuencia lógica de su anterior aceptación. Era una elección desesperada, pero...
Ellen saltó y dejó caer al suelo el vaso de naranjada al leer en la mente de su marido lo que éste se proponía hacer.
—¡No, Harry! ¡Así no!
Los propios temores de Harry hicieron eco a la aflicción de Ellen. Sin embargo, ya no había otra esperanza.
13 - Poder
El reloj indicaba las dos de la mañana cuando puso en funcionamiento la placa calorífica situada bajo un pequeño recipiente lleno de agua. Poco después ésta empezó a hervir y sonó un zumbido. Charles Grimes emitió un gruñido y se acercó tambaleante hacia el interruptor. Luego empezó a luchar consigo mismo por despertarse. Dejó caer una bolsa de té en el agua hirviente, esperó un momento y bebió a sorbos la infusión. Mientras le hacía efecto, alcanzó las gafas, se las puso y comenzó a vestirse.
Había habido una época en que no necesitaba té y en que estaba dispuesto al instante para empezar su viaje nocturno. Ahora éste era sólo un viejo ritual que le obligaba a arrastrar su cuerpo extenuado. Con todo, la costumbre le llevó al ascensor y los dedos sólo le temblaron ligeramente al dar la vuelta a la llave colocada en la ranura que había debajo de la hilera de botones.
El ascensor privado descendió silencioso mientras las luces indicaban los pisos que iban dejando atrás. Se apagó la última luz y el aparato descendió todavía un piso más, al que nadie sino él tenía acceso. Se abrió la puerta y Grimes atravesó un pequeño vestíbulo. Tanteó otra cerradura muy complicada, la abrió y volvió a cerrar tras él la pesada puerta.
Habían pasado quince años desde que comprara el edificio. Los contratistas que habían excavado aquel pequeño sótano para él debían haber olvidado todos los detalles muchos años atrás. Nadie más había tenido nunca noticia de su existencia, a no ser que alguno de aquellos condenados fenómenos le hubiera leído la mente, a pesar de sus esfuerzos por no pensar nunca en aquel lugar cuando había uno de ellos en las cercanías.
¡Quince años! No había dejado de acudir allí ni una sola noche, tanto si estaba sano como si estaba enfermo. Sabía que se trataba de un asunto estúpido, aunque seguía y seguiría insistiendo, posiblemente hasta que le enterraran. No tenía nada más. No es que se mereciera más. Cualquiera que entregara su corazón a una pandilla de fenómenos y a sus hijos se merecía lo que él.
Se hundió en una cómoda butaca en un rincón de las ásperas paredes de hormigón de la sala y depositó la mirada en la única figura visible allí situada. El suelo era una plancha maciza de cemento. En el centro, apoyado en múltiples capas de goma y fieltro, había un discreto pedestal que sostenía el plato de un tocadiscos de excepcional calidad, perfectamente preparado para absorber las vibraciones. Sobre él se asentaba una campana de cristal en cuyo interior había un vacío tan perfecto como el que podía lograr la máquina más avanzada. Tenía que ser un buen vacío, pensó; meter allí todo el equipo le había costado muy caro cuando lo instaló.
Dentro de la campana se alzaba un pequeño cilindro de cobre; había sobre él una bola de estiropor del tamaño de una canica, colocada en una pequeña depresión del cilindro. Era el objeto más liviano que se podía encontrar. Descansaba allí con absoluta seguridad de que ninguna vibración podría hacerla caer. Y sin embargo una simple mota de polvo que la tocara podría derribarla, de no ser porque ninguna mota de polvo podía llegar hasta allí.
No había más instrumentos a la vista, y aparte de esto la sala parecía desnuda. El rayo de luz que la bola interrumpía en su viaje hacia un ojo electrónico situado al otro lado era demasiado pequeño para advertirlo. Las cámaras y aparatos de grabación que lo guiaban eran sólo pequeños agujeros en las paredes.
Grimes se levantó y gruñó ligeramente al notar una punzada de la ciática. Siguiendo un ritual, se dirigió a las clavijas ocultas y comprobó cintas, grabadoras y monitores. Todo estaba debidamente, y sus comprobaciones de rutina sólo demostraron que la maquinaria funcionaba a la perfección. Así tenía que ser.
En una ocasión llegó a creer que la bola se había movido. Entonces subió a su piso sumido en éxtasis, pero la noche siguiente, cuando recobró sus sentidos, comprobó los monitores y sólo pudo hallar las líneas rectas, sin ondulación alguna. Había aceptado la evidencia y se había dado cuenta de que sólo fue su mente la que vio las ondulaciones, debido a la presión interna. Desde entonces, no había permitido que tales engaños provocados por el deseo enturbiaran sus esfuerzos mentales.
Tomó asiento otra vez en la vieja butaca, descansó el cuerpo en los cojines, dejó que su cabeza se relajara cómodamente y centró los ojos en la bolita blanca. No necesitaba ya relojes para contar la hora que duraba el ritual.
Había pasado ya todas las fases de esfuerzo imaginables. Había intentado la concentración total, las fases de control mental aprendidas de la mística y las religiones, dejar la mente en blanco por completo. Ahora, simplemente, provocaba en su mente el pensamiento de lo que deseaba y dejaba que la cabeza se le llenara de todo lo que quisiera.
Le habían asegurado que era completamente nulo para la telepatía y había aceptado aquel hecho. Palermo y Bronson estaban demasiado abiertos a cualquier otro fenómeno, en aquella época, para haberle mentido. Les había dejado envolverse en sus propias magias mientras él ejercitaba su talento natural en inversiones y en el manejo del dinero, al tiempo que les protegía de cualquier problema legal. A su manera, había sido tan bueno como ellos, tanto que ellos nunca hubieran salido adelante sin él.
A pesar de todo, no le habían podido engañar. Bajo su amistosa apariencia externa, nunca le habían considerado su igual. Siempre se habían mofado de él, incluso cuando se mataban entre ellos, cuando se volvían locos, cuando le entregaban a sus pobres hijos para que él se hiciera cargo de ellos tras su desaparición. Ellos tenían poderes, y él no. ¡Para lo que les habían servido!
Phil Bronson había sido el peor, siempre ostentando su ética médica como si ésta le hiciera superior a él, cuyo código legal era tan rígido como la ética de cualquier médico. Había parecido cambiar cuando le soltaron, pero era evidente que ya no podía citar la ética, dedicándose a lo que se dedicaba. Sin embargo, Grimes no quería que le tomara el pelo otra vez; cuando Bronson, ahora Lawson, había acudido a él para reclamarle la tutoría de su hijo, le había echado sin contemplaciones.
Sólo Palermo había sido diferente. Grimes sonrió con amargura. Todavía le resultaba doloroso aceptar el pensamiento de que aquella amistad hubiera terminado.
Y los chicos... ¡Maldición, bien lo había intentado! Ningún hombre hubiera podido hacer más, ni haber recibido menos agradecimiento por ello. La tara había resultado demasiado honda. Quizá Martha había tenido razón. Lo había llamado una tara, y ella debía saber por qué.
Se irguió en el asiento sin quitar los ojos de la bola. Su suspiro resonó amortiguado por toda la sala. Muy bien, ¡qué diablos!
Todavía se pondría otra vez en ridículo, probablemente, si ellos se lo proponían. Si los chicos tenían el suficiente buen sentido para acudir a él con honradez..., pero nunca lo harían. También estaban dotados. ¡Para el bien que les iba a hacer a ellos, igualmente!
Comenzó a levantarse, disgustado por los pensamientos que acudían a él aquella noche. Se encogió de hombros, consciente de que todavía no había pasado la hora, y se volvió a sentar, echando una mirada a la bola.
Como dudando, la pequeña esfera tembló, pareció dar unas sacudidas y rodó fuera del cilindro hasta caer al fondo de la campana.
Grimes notó que el sudor le cubría el rostro. Las manos se le agarrotaron contra la silla como si estuvieran sujetas allí por argollas de acero, y las piernas le dolieron al tensarlas. Parecía tener un gran hoyo en el centro de la cabeza que crecía y se hacía cada vez más profundo, absorbiendo todos sus pensamientos. Al fin reventó y dejó tras él un vacío aún mayor.
La pequeña bola estaba parada. De repente se puso en movimiento otra vez. Se levantó un centímetro. Volvió a alzarse. En esta ocasión subió poco a poco hasta llegar a la altura del borde superior del cilindro y se colocó de nuevo con toda limpieza en su lugar.
Grimes exhaló explosivamente el aire de sus pulmones. El corazón le galopaba y le parecía como si su cabeza estuviera ardiendo. La mano temblorosa que se llevó a la sien estaba muy fría, aunque tal vez se debiera a un estado febril. Cerró un momento los ojos y luego los abrió otra vez. La bola seguía en la cima del cilindro.
¡Maldito loco! Naturalmente, no se había movido nunca; simplemente estaba donde siempre había estado. ¡Lo había imaginado todo!
Las indicaciones de los monitores le contradijeron. Las líneas mostraban ahora una serie de ondulaciones y picos. Cuando pasó de nuevo la cinta de video, la escena mostró la bola cayendo, llegando al suelo y luego haciendo el camino a la inversa hasta colocarse en su lugar, exactamente como él lo había visto.
Esta vez su suspiro fue muy leve. Empezó a dar una vuelta muy lenta a la sala. Destruyó las cintas grabadas y borró la grabación del video. Una a una, apagó las luces y los monitores hasta que la sala quedó a oscuras y en silencio. Topó con la puerta y salió, dejándola abierta. Tomó el ascensor hasta su piso.
Todavía quedaba una taza de té. Sorbió el líquido frío con deleite y buscó el teléfono. Hubo una larga espera después de marcar, pero finalmente oyó una voz soñolienta que le respondía.
—Hola, Phil —dijo en tono tranquilo—. Aquí Charles Grimes. Creo que será mejor que nos veamos tan pronto como pueda llegar aquí. Parece ser que los chicos se han metido en algún tipo de problema.
14 - Escape
Dave Hillery estaba de un humor chispeante, aunque probablemente hacía años que no se levantaba tan temprano. Su hora de acostarse era habitualmente el alba. Tendió el paquete de drogas a Harry sin hacer ningún comentario. Cualquier tipo de desaprobación que pudiera sentir quedaba compensado por el entusiasmo con el que se entregaba al juego de policías y ladrones al que parecía creer que estaban jugando. Concordaba con aquel romanticismo adolescente que probablemente era el responsable del número de ventas cada vez mayor de sus libros. Harry le había dicho que la policía no intervenía para nada en ese asunto, pero prefería no creerle.
Mientras les guiaba por las escaleras del viejo edificio casi iba de puntillas. La puerta del sótano gruñó y chirrió como si protestara; Dave echó una mirada a hurtadillas. Bajaron unos escalones inseguros y avanzaron a través de montones de basura hasta lo que quedaba de una salida al exterior. Había una estrecha callejuela que Harry nunca había visto. Un abollado y viejo Peugeot estaba aparcado allí. Apenas quedaba espacio entre las puertas y la pared de cemento del callejón.
Dave llegó hasta el final del mismo y regresó asintiendo con la cabeza.
—Todo limpio, chicos. Buena suerte, Harry. —Movió la cabeza cuando Harry empezó a darle las gracias—. No hay tiempo, muchacho. ¡Largo!
Se introdujo a toda prisa en el sótano, casi de puntillas todavía, mientras Ellen se acomodaba al volante de aquel trasto que Dave se había encargado de conseguir de algún amigo. Sonrió levemente, abandonando por un instante su depresión. Sabía tan bien como Harry que el único hombre que les había seguido hasta allí estaba todavía sentado en su automóvil, vigilando sin gran concentración el Citroen aparcado cerca de él. Les había seguido durante tanto tiempo y con tan pocos motivos que probablemente ni siquiera se había fijado en la gran maleta que Harry llevaba.
A aquella hora había poco tráfico por el túnel Lincoln, exceptuando algunos camiones. Ninguna señal de que les siguieran. El aspecto del coche dejaba mucho que desear, pero el motor parecía sólido. Ellen puso el coche a ciento diez cuando llegaron a la autopista. Sin embargo, el breve asomo de diversión se había desvanecido rápidamente. Sabía lo que Harry pensaba hacer, pero había mostrado su desaprobación y notaba ahora como un nudo en el estómago. Sin embargo, se había visto obligada a reconocer que no había otro camino a seguir. La locura que era su destino se había convertido en una amenaza que podía caerle encima en cualquier momento.
Cuando llegaron a la carretera del Garden State, bordeada de árboles, empezó a decrecer paulatinamente la presión de los pensamientos de otros mutantes. La distancia no era una protección segura, pero la mayor parte de las señales intrusas se fundían en un vago ruido de fondo que, unos pocos kilómetros más adelante, dejó de molestar a Harry. Se detuvieron y cambiaron de asiento. Era un descanso sentirse otra vez lo bastante seguro para conducir, sin el peligro de que una emoción violenta le obnubilara en un momento inoportuno.
Probablemente, podrían haberse desplazado a la casa desierta de Sid Greenwald sin necesidad de esconderse, pero Harry estaba harto de que le siguieran y no deseaba interrupciones fastidiosas en lo que se disponía a hacer. Ni siquiera había informado a Sid de que iban a utilizar su casa, aunque era difícil que eso importara, puesto que Sid iba viento en popa con su matrimonio y su nuevo empleo con Konig, y su trabajo con el prototipo no le dejaba tiempo para regresar a América. Dave, naturalmente, había insistido en no enterarse de adonde se dirigían, así que nadie podía saber su paradero.
Pararon solamente en un supermercado, para adquirir los alimentos que Ellen había apuntado en una lista, y luego siguieron hacia la casa. Estaba situada al final de un pequeño camino polvoriento y en mal estado, rodeado por completo de árboles. Tras la casa, a cierta distancia, había un antiguo polvorín del ejército, y el vecino más cercano quedaba separado por una maraña de árboles y arbustos. Sid nunca se había relacionado mucho con los que vivían por los alrededores, por lo que resultaba muy posible que nadie llegara a enterarse de que la casa volvía a estar ocupada.
Ellen suspiró cuando entró en aquel lugar, siguiendo a Harry. Éste se había acostumbrado al aspecto que ofrecía la vivienda, pero cuando la contempló con los ojos de su esposa se dio cuenta de lo revuelta que estaba. Como casero, Sid era de lo más desastroso, y eso era lo mínimo que podía decirse de él. El lugar estaba abandonado a la suciedad, las telarañas y la oscuridad desde hacía meses.
Harry se sintió satisfecho de haber seguido pagando las facturas de la luz y demás servicios. Puso en marcha el reductor de humedad instalado en el sótano y encendió la caldera de la calefacción durante un rato, para ahuyentar aquel clima húmedo y frío que penetraba hasta los huesos. Cuando regresó, ella se había puesto ropa de trabajo y ya estaba buscando los útiles de limpieza. Harry murmuró una vaga disculpa que ella ignoró Ambos consideraron que las condiciones en que se hallaba la casa podían resultar convenientes. El trabajo distraería a Ellen, y mantendría su atención un tanto alejada de lo que más temía. Todo lo que le impidiera un contacto excesivo con él resultaba una especie de bendición.
Relajó completamente la guardia y buscó alguna otra mente mutante por los alrededores En apariencia, había tenido más suerte de la que cabía esperar. Los únicos trazos que reconoció fueron los de algunas familias lo suficientemente alejadas como para no representar peligro alguno. A aquellas alturas, Harry iba consiguiendo un mínimo control automático; se sentía capaz de habérselas con unos cuantos pensamientos intrusos Con todo, esa ausencia de presión era la primera promesa favorable que encontraba en su camino.
Empezó a poner en condiciones la pequeña habitación donde solía dormir cuando visitaba a Sid. En el suelo había una alfombra bastante decente. Acolchó los agudos cantos del alféizar cubriéndolos con goma espuma clavada con chinchetas, desmontó el cerrojo a fin de evitar cualquier peligro para su inte gridad física y, al mismo tiempo, la posibilidad de abrir la puerta desde el interior. Finalmente, arrastró desde el salón un sillón cargado de objetos y lo colocó en el centro de la alfombra Satisfecho con las medidas de seguridad adoptadas, procedió a abrir el paquete con las drogas que Dave le había conseguido Para su alivio, cada sustancia estaba claramente rotulada con la caligrafía de Dave.
—¡No! —La cara de Ellen aparecía pálida bajo las manchas de suciedad. Le estaba contemplando desde la puerta de la habitación. Se dirigió hacia él, pero se detuvo a medio camino. Luchó brevemente entre su deseo de aceptar los consejos de Harry y su ansia por protegerle. Ganó la protección, enmascarada en una leve sonrisa que resultaba totalmente inhabitual en ella—. El almuerzo estará listo dentro de unos minutos, Harry. Espera hasta después de haber comido.
—No —repuso él llanamente.
Estaba en plena lucha consigo mismo y no había tiempo para discusiones. Comentó con ella el hecho de que las drogas tendrían mejor efecto en un estómago vacío, y Ellen vio tan claro como él que no quedaba mucho tiempo.
Ya en alguna ocasión se había rendido a los deseos de ella y había malgastado todo un día ensayando la única alternativa que ella le sugiriera. Había intentado que compartieran las mentes más profundamente que nunca, forzando la suya a penetrar en el horror de la locura que Ellen había previsto para sí misma. Si hubiera logrado eliminar el miedo a la locura que tanto contribuía a la propia locura de su esposa, ésta podría haberle ayudado luego a él.
El esfuerzo, sin embargo, había fracasado miserablemente. El miedo les había llegado a los dos al mismo tiempo, y cada una de sus mentes había estallado en una reacción de respuesta que no hizo sino inflamar la llama del temor hasta límites insoportables para ambos. En aquella ocasión, Ellen apenas había llegado a rozar el recuerdo del Ente Extraño y se había apartado de él, horrorizada. Hubieron de transcurrir varias horas antes de que sus mentes pudieran rozarse otra vez.
Lo único que surgió de aquella experiencia fue un débil indicio de un posible conocimiento. Harry llegó a la conclusión, gracias a pequeños signos de diferencia en sus premoniciones, de que el ataque que sufriría Ellen iba a llegar un tiempo antes que su propia sensación de horror, aunque no podía precisar cuándo. Aquel factor, así como el hecho de que Ellen siempre dijera que los poderes de Harry eran mayores que los suyos, había contribuido a persuadirle de que debía ser él quien corriera el nesgo con las drogas.
Ellen suplico con la mirada un instante mas, mientras su mente se debatía indecisa Luego se rindió, desesperada, bajó los hombros, pero su rostro cobro nueva energía Echó a un lado la bayeta, salió un momento y regreso con un sillón que coloco frente a él.
—Entonces no permitiré que me dejes fuera —le dijo—. Me quedare sentada aquí.
—Verlo todo puede ser aun peor que experimentarlo, Ellen Supongamos que no puedes soportarlo.
El rostro de la muchacha era la viva imagen de la resolución.
—¡Lo soportaré!
Harry acepto, pues, su presencia y trato de no pensar en ello Había muchas otras cosas que había decidido no tener en cuenta, y aquello no era sino una pequeña dificultad mas Comenzó los preparativos, repasando todas las decisiones que había tomado.
En el mejor de los casos, aquello era como estar encerrado en un sótano tratando de pegarle un tiro a un gato negro, que posiblemente no estaba allí, con una pistola antigua cargada con perdigones y sin saber siquiera hacia donde apuntaba el cañón.
Solo tema el esbozo de una teoría que no se basaba en ninguna evidencia autentica, o quizá fuera solamente la esperanza de no haber perdido aun toda esperanza Había partido del pensamiento de que existía alguna manera de inmunizar la mente contra la locura Se podía inmunizar el organismo contra muchas enfermedades a base de inocular pequeñas dosis de las mismas, en forma algo mitigada ¿Por que no iba a ocurrir igual con la mente?
En los libros de los psiquiatras mas honestos no había encontrado nada que tendiera a confirmar aquellas ideas tan descabelladas, pero se había sentido incapaz de dejarlas de lado Algunas drogas podían crear estados psicoticos temporales, mas o menos directamente relacionados con la verdadera locura y —por regla general— el que las tomaba se recuperaba de sus efectos con encomiable rapidez De hecho, algunos casos de esquizofrenia parecían coincidir con la presencia de ciertas sustancias químicas en el cerebro.
El mal viaje que en una ocasión le llego desde una mente ajena no había resultado tan horroroso como el que había sentido a través de la precognición. Sin embargo, había tenido suficientes similitudes como para animarle en sus especulaciones. Si podía provocar pequeños ataques de horror de los que lograba recuperarse, por lo menos estaría actuando con su cerebro al igual que un médico trata la rabia mediante una serie de pequeñas inyecciones de virus debilitados.
Ellen se había interesado en el tema como una cuestión puramente teórica. Incluso había sugerido la posibilidad de ser ella misma la que se sometiera a la experiencia. Ninguno de los dos sabía nada a ciencia cierta sobre el origen o duración de la prevista locura. Existían algunas posibilidades de que el horror no fuera sino un viaje particularmente malo, y que los espasmos de la droga en el cerebro fueran lo único que faltaba para que se cumpliese la premonición. No había forma de saber si el ataque que la droga iba a desencadenar sería suficiente para echar a perder sus facultades extrasensoriales, pero parecía menos peligroso que los efectos de la locura auténtica que temían.
Ellen se arrepintió de haberlo sugerido cuando vio que Harry estaba decidido a intentarlo. Sin embargo, esa idea proporcionaba una razón adicional para efectuar el experimento, por lo que Harry se había negado a abandonar sus planes.
No había solución alguna al problema de la posesión por el Extraño. Sin embargo, Harry había resuelto dejar de lado esa cuestión hasta haber superado el riesgo de la locura. Su primer deber era para con Ellen. Si podía protegerse hasta que ella estuviera a salvo, aceptaría cualquier peligro que le aguardara después.
Se sorprendió buscando evasivas mientras sus pensamientos daban un repaso a su intimidad. Durante un segundo tuvo la sospecha de que Ellen estaba utilizando sus poderes para retrasarle, pero no halló señal de ello en la mente de su esposa. Se había encerrado en sí misma con desesperada determinación, aceptando simplemente lo que él había decidido hacer. La resolución que mostraba hizo avergonzarse a Harry de su tardanza en tomar las drogas.
La mezcla que había ideado reflejaba la misma ignorancia y absurda fe en que basaba su propio plan. Había elegido una combinación de drogas que debería proporcionarle, según esperaba, un gran viaje con numerosas alucinaciones. Una vez preparada, la única manera de comprobar sus teorías era tomándosela.
Había tres cápsulas. Las tragó rápidamente y contuvo la respiración hasta que le llegaron al estómago. Había previsto fumar el hachís a continuación, pero había olvidado la pipa; a falta de mejor idea, se limitó a añadir un poco a las demás drogas de la mezcla. No tenía ni idea de si funcionaría o si iría incluso demasiado bien, pero ya estaba en su interior y no había modo de volverse atrás.
El reloj del salón, que funcionaba con pilas, resultaba ahora claramente audible en el silencio de la casa. Llegaba débilmente a sus oídos. Aparte de ello, no sucedía nada. Se acomodó en el sillón y procuró relajarse tanto como pudo. El tictac parecía sonar cada vez más fuerte, pero advirtió que sólo se trataba de una ilusión provocada por tener su atención fija en él. Agitándose, pensó que podría haber traído el reloj a la habitación, para poderlo ver. Pasó un rato más y le pareció que las drogas tendrían que comenzar ya a hacerle efecto, pero no detectó cambio alguno.
Sólo existía el tictac del reloj, el leve susurro del viento fuera de la casa y, en una ocasión, una tierna mirada de Ellen, que parecía no haber movido un solo músculo. Harry atendió al ritmo del reloj y se preguntó vagamente por qué habría comprado Sid uno que marcara un tres por cuatro. Tampoco mantenía muy bien aquel ritmo. Estaba acelerando. Normalmente, aquello era imposible, claro; debía de ser su propia tensión, que afectaba al reloj y lo hacía ir más de prisa. Era la primera vez que se enteraba de que poseía aquel poder. La telequinesia..., el control de objetos a distancia. Interesante.
Notó los pies muy alejados de él, y los miró. No parecían estar más lejos que de costumbre, aunque mostraban un tono más brillante del que deberían tener. Sin embargo, todo seguía la misma pauta. Los colores eran brillantes, mucho más vividos de lo que jamás hubiera visto. Debía de ser el aire limpio del campo, que dejaba pasar toda la luz del sol.
La parte de su mente que no estaba ocupada en contemplar sus zapatos ponderó aquello, junto con su conocimiento previo de que la viveza extrema de los colores era una reacción corriente a los alucinógenos. ¡Las drogas habían surtido efecto, y estaba viajando! Se sentía bien, y el hecho de saber que todo se debía a unas drogas no importaba; los colores seguían siendo fabulosos.
Ahora detectaba un movimiento en su zapato derecho. Los lazos se movían solos, al ritmo de bolero que marcaba el reloj.
Un lazo hacía de minutero y el otro era el segundero, y ambos se agitaban dando vueltas. La lengüeta del zapato se interponía entre los lazos, doblaba la punta hacia arriba e intentaba detenerlos.
No le gustó el comportamiento de la lengüeta. Intentó sacarse el zapato. Al cabo de un instante advirtió que primero debía desatárselo. Se detuvo, dudando en interrumpir la danza de los lazos. Sin embargo, éstos habían dejado de moverse. Tiró de uno. En esta ocasión el zapato salió despedido, describiendo una lenta curva en el aire. Cayó a unos palmos de distancia y empezó a arrastrarse de vuelta hacia él. Se arrastraba sin cesar, pero la alfombra se movía en dirección opuesta, impidiendo que se acercase. Notó que la silla caía ante el movimiento de la alfombra.
Empezó a llorar a causa del zapato que no podía recuperar. Alzó una mano y el brazo se estiró y estiró. Entonces se encontró en el suelo, no supo cómo, con el zapato en las manos. Era inmenso, era todo un zapato. Nunca había visto realmente cómo era un zapato, y lo contempló en estado de trance. Era la esencia de la «zapatitud». Lentamente, le dio la vuelta entre las manos, admirando el resplandor del alma de aquel zapato. Su percepción entró en el zapato y pasó a su través, hasta que lo pudo notar por completo, en todo su ser. Poco a poco llegó a él un descubrimiento que le resultó maravilloso. Era su zapato, el suyo, ¡y podía ponérselo! Comenzó a hacerlo.
Entonces vino la luz. Era la blancura, el resplandor, la suavidad y la agudeza. Todo era una luz blanca maravillosa. La luz estaba en todas partes, en el interior de las paredes, a través de ellas y más allá de ellas. Era infinita, y podía contemplar cada una de sus maravillosas partes. Su visión se fue haciendo más y más amplia, y a su alrededor todo fue luz.
A través de la luz, llegó a él la presencia. Era una voz sin sonido, una voz que era pura luz. Vino a él y le rodeó por completo. Podía oír la voz que le llamaba, y se recogió en sí mismo, esperando.
La respuesta al problema —algún problema debía haberle preocupado— era muy simple, muy clara. Era la respuesta a cualquier problema. Podía distinguir el paso de los átomos en la luz, y la voz de la luz que lo explicaba todo, que le contaba los problemas de los átomos y las soluciones. Fue magnífico descubrir que aquella misma fórmula maravillosa era aplicable a todos sus problemas.
Se sumergió en la luz, dejó que él mismo se hiciera parte de ella y, conforme se iba entregando a la luz, le llenó una enorme lucidez respecto a todas las cosas. Se dobló y dio la vuelta, librándose de la escoria que había en su ser, sacudido por la necesidad de ser libre. Entonces se convirtió en luz, y flotó..., flotó...
—¡Harry!
El sonido llegaba a él, áspero e insistente. Alzó las manos inconscientemente para taparse los oídos, pero la voz siguió llegando a él.
—¡Harry! ¡Por favor, Harry!
Su pecho robusto notó algo que le oprimía y sobre sus ojos cayó una luz pálida y desagradable. Empezó a protestar, y de repente se irguió al reconocer las vagas formas del rostro de Ellen junto a él.
—¡Un papel! —gruñó con una urgencia tan apremiante que atravesó la niebla que invadía su cerebro y obligó a los labios a modular las palabras—. ¡Papel y lápiz! ¡Rápido!
Ellen frunció el ceño y salió en busca de lo solicitado mientras él se concentraba y trataba de conservar en su memoria la respuesta hasta poderla poner por escrito. Había parecido muy segura, muy simple. Ahora, sin embargo, comenzaba a difuminarse más allá de lo que podía recordar, y los detalles se alejaban de él cuanto más trataba de darles forma en palabras. Cuando Ellen volvió sólo le quedaba una vaga sensación. Contempló el lápiz y la libreta de notas con la mente en blanco, luchando por retener siquiera un retazo de certidumbre. Sin embargo, nada quedó de la respuesta. Fue como un sueño que había tenido una vez, en el que hablaba en un brillante latín y del que acabó despertando para acudir a un examen sobre César sin tener ningún conocimiento nuevo de esa lengua.
En aquel momento, el mundo real se abrió a sus ojos, con un siniestro aspecto de retorcida solidez. Se encontraba en una cama del dormitorio principal y a su lado estaba Ellen, con el rostro tenso a causa de la preocupación. La luz del sol que llegaba, mortecina, a través de las contraventanas, indicaba que ya estaba avanzada la tarde.
—Me siento bien —aseguró a su esposa, aunque no totalmente convencido de tener razón.
Alzó una mano y la colocó sobre el muslo de Ellen, obligando a sus cansados músculos a acariciarla cariñosamente. La muchacha le tendía una taza de café, y quiso ayudarle a bebería. Harry ya se sentía capaz de sentarse en la cama y tomar la taza de su mano. El café le pareció curiosamente falto de sabor, pero lo terminó.
—¿Fue muy... horrible?
Él movió cuidadosamente la cabeza, en señal de negativa. Todavía no tenía deseos de poner en contacto directo sus mentes.
—No. No, maldita sea. Me ha parecido maravilloso. Quedé totalmente convencido de que tenía la respuesta. ¿Cómo he llegado hasta aquí, Ellen? ¿Qué ha sucedido?
La primera parte de la respuesta estaba muy clara en su recuerdo, pero el elemento tiempo divergía, y los detalles eran también diferentes.
—Comenzaste a emitir una especie de arrullo. Te echaste al suelo como un bebé y avanzaste a gatas hasta el zapato. Cuando por fin lo tuviste en las manos, te sentaste y lo estuviste mirando más o menos media hora. Tu mente era tan... tan infantil, que no pude seguirte la mayor parte del tiempo. No sé cómo, me obligaste a salir de tu interior; fue como si hubiera una sábana de nieve ante tus pensamientos y yo no pudiera atravesarla en absoluto. ¡Fue terrible! Tenías una expresión en la mirada como si estuvieras iluminado. Te quedaste ahí sentado una eternidad, helado como una estatua. Entonces empezaste a agitarte y vomitaste sobre ti mismo. Creí que te morías. No supe qué hacer, excepto limpiarte y arrastrarte hasta aquí. Una vez te metí en la cama pareció que te quedabas dormido, así que decidí dejarte descansar.
Harry captó en la mente de Ellen algunas impresiones del esfuerzo que había tenido que realizar para trasladarle de sitio y para cambiarle las ropas. No recordaba haber vomitado, pero llevaba una camisa limpia y el sabor amargo de su boca le confirmó lo que ella le contaba. Se sentó en la cama y obligó a su pierna, que parecía estar aletargada, a apoyarse en el suelo. Intentó luego rodear a Ellen con sus brazos y confortarla, pero aquel esfuerzo le resultó excesivo.
—Sin embargo, me despertaste —señaló.
Se levantó. Esperaba algo parecido a la resaca o a la sensación de malestar habitual después de vomitar, pero no se produjo nada de eso. Sus extremidades parecían bastante fuertes, a pesar de la sensación de moverse en una espesa gelatina.
Ellen asintió con gesto de tristeza.
—Estuviste ahí tumbado horas y horas. Al final empecé a preocuparme. Sea como fuere, Harry, tengo preparada una magnífica comida para ti.
Lo último en que él pensaba era en comida, pero asintió mientras se dirigía al baño. Notaba la cabeza pesada, y le fallaba ligeramente la coordinación motriz; la luz parecía mortecina y desagradable a sus ojos, con un desvaído tono amarillento. Menos mal que había pagado las facturas de electricidad y agua, pensó torpemente mientras dejaba correr el agua fría por la bañera. El escalofrío de la inmersión provocó en su cuerpo una conmoción menor de lo habitual, pero el resultado fue suficiente para hacerle sentirse un poco más humano.
Cuando llegó a la sala, la comida estaba ya en la mesa y todo tenía un aspecto limpio y mucho más acogedor y hogareño de lo que nunca había visto. Hizo un esfuerzo consciente por sonreír a Ellen en señal de aprobación, decidido a actuar de un modo razonable y normal. Sin embargo, la comida sólo le representó una molestia con la que deseaba terminar lo más rápidamente posible, aunque no tuvo ninguna sensación de náusea.
Por lo que había leído, sabía que las drogas producen pocos efectos secundarios físicos, pero se había equivocado al aceptar aquel hecho. Notaba una sensación de resaca psicológica que le hacía recordar los síntomas externos de alguna enfermedad.
Parecía estar desconectado de su cuerpo, y tenía la mente entumecida. Con todo, no se había reducido la sensación de desastre inminente que flotaba en el entorno, como una nube oscura que cubriera su conciencia y entorpeciera sus menores esfuerzos por pensar. El conocimiento de que la solución imaginada no era más que una fantasía sin sentido producida por las drogas había destruido su capacidad de mantener alejada la amenaza que tanto temía. En aquel instante, tenía la impresión de que todos los intentos de mantener cualquier esperanza eran inútiles.
—De postre hay helado —sugirió Ellen—. O pastel, pero me temo que no está muy bueno.
Harry denegó con la cabeza, pero aceptó el café que Ellen le servía. Luego levantó la mirada cuando ella dio la luz de la cocina y se acercó a la ventana a correr las cortinas. Por lo visto, la sensación temporal todavía parecía un tanto deformada; antes de que acabara de cerrar las cortinas vio que las sombras bajo los árboles eran ya azuladas, con el color de la tarde. Ellen las contempló un instante y a continuación cerró la ventana con gesto de cansancio.
Durante toda la comida se había mostrado muy tranquila, y Harry había creído que se debía a que aceptaba el humor en que él se encontraba. Sin embargo, ahora la observaba por primera vez desde que despertara, sabedor de que su silencio era más que una respuesta. Tenía los labios apretados y su rostro parecía una máscara carente de toda expresión.
Tanteó delicadamente su mente. Había un velo sobre sus pensamientos, constituido en su mayor parte por pensamientos intrascendentes, como la mancha de suciedad del fregadero, la urgente necesidad de dar una barrida al suelo, y la comida que había quedado en el congelador hasta estropearse. Traspasó aquellos pensamientos superficiales durante un instante, y en seguida se echó atrás. Con aquel rápido contacto, Harry advirtió que su esposa estaba totalmente ensimismada, edificando frente a él una barrera deliberada que le mantenía apartado de sus pensamientos íntimos.
Harry podía haber penetrado hasta el fondo de su mente, pero la costumbre del respeto mutuo le impidió hacerlo. Ella notó su retirada y le sonrió levemente, aunque sin hacer nada por abrirse a una inspección más profunda.
—¿Te sientes bien? —preguntó Harry, dándose cuenta de que la pregunta era poco adecuada.
Ellen había sufrido demasiado, observando su conducta aberrante, para encontrarse ni remotamente en su estado normal. Había jurado que podía soportarlo, y así había sido, pero a un precio que Harry sólo podía apreciar en parte. La joven asintió, y sus miradas se cruzaron por un instante.
—Supongo que sí. ¿Por qué no te echas un rato y descansas mientras yo lavo los platos?
—He perdido demasiado tiempo —le contestó él—. Tengo que prepararme para intentarlo otra vez.
Ante esta respuesta, la muchacha frunció el ceño, inició una protesta y por último se encogió de hombros, con ademán tenso.
—Me gustaría que esperases hasta mañana —dijo simplemente.
Había en su voz tan poca esperanza de que le hiciera caso que Harry se quedó dubitativo, casi dispuesto a acceder a su deseo. Sin embargo, algo en su mente le dijo que quedaba poco tiempo, demasiado poco. La sensación era apremiante y no dejaba lugar a dudas. Extendió las manos para tomar las de ella entre las suyas, en una muda disculpa. Ella no respondió en absoluto a su presión; Harry se levantó, con una sensación de culpa que se repartía casi por igual entre la conciencia del esfuerzo al que todavía tendría que someterla y el tiempo que ya estaba perdiendo. Al salir, oyó como limpiaba la mesa y abría el grifo del fregadero. La normalidad de ambas acciones fue para él un descanso.
El reloj de pilas del comedor le llamó la atención y lo descolgó de la pared. Lo llevó al dormitorio pequeño y lo colocó de forma que pudiera observarlo desde el sillón en que se dejó caer a continuación.
El tictac aumentó repentinamente de volumen, con un mensaje que captó con total claridad:
«Mal... ya... mal... ya... mal...»
Trató de apartarlo de su atención consciente. Encontró un almohadón y lo colocó bajo el reloj para amortiguar el ruido.
Cerró las contraventanas y conectó la lámpara, sonriendo al ver una mancha húmeda en la alfombra, allí donde debía de haber vomitado. La habitación resultaba poco grata en su vaciedad, y el acolchado del alféizar parecía ahora ridículo. Los preparativos no habían sido más que un esfuerzo inútil, como tendría que haber sabido por sus lecturas. Los viajes ocasionados por las drogas podían tener alguna similitud con ciertas formas de locura, pero rara vez producían actos de violencia o autolesiones deliberadas. Quizás hubiera adoptado todas aquellas precauciones a causa de sus prejuicios emocionales, o bien por un deseo inconsciente de retrasar la experiencia.
Ahora ya había desaparecido todo el temor que antes pudiera tener. No hubo nada horrible en las aberraciones inducidas por las drogas, ni sentía ninguna aversión hacia la idea de revivir las sensaciones que había conocido.
Maldijo la precipitación de su propia mente. ¡Maldición, tenía que haber habido horror en el viaje que acababa de realizar! Todo el objeto de la experiencia consistía en provocarse un estado simulado de terrible locura, no en experimentar una serie de gratificantes ilusiones. Cuanto menos temor le causara el viaje, más lejos estaría de su objetivo. A largo plazo, el mayor peligro de las drogas debía radicar en la seducción que, como cantos de sirena, podían ejercer sus poderes ilusorios, que empañaban la realidad y destruían el juicio necesario para enfrentarse con la vida. Sin embargo, sus problemas no tenían nada que ver con efectos a largo plazo. Para él, el auténtico peligro residía en el tiempo que transcurría, pues su único buen viaje era tener uno malo.
Algo surgió en su mente, demasiado pasajero para dejar más que una leve impresión. Miedo, horror... Pero la impresión había sido humana, sin nada extraño.
Se le hizo un nudo en el estómago al tiempo que se le disparaba el cerebro, buscando la locura que quizás empezaba ya a mostrarse. Al instante se relajó levemente, dándose cuenta de que la impresión le había llegado del exterior. Era un síntoma de locura, pero no de su propia mente.
Envió una sonda hacia Ellen, en un nuevo ataque de pánico. Sin embargo, los pensamientos de la muchacha estaban como la última vez que los tocara, replegados en un estado de concentración que no aceptaba su intromisión. Notó el correr del agua caliente sobre el plato que ella sostenía, y se sintió relajado otra vez. Estaba acabando de limpiar la vajilla, siguiendo una rutina que resultaba familiar y conveniente para los excitados nervios de su esposa.
Entonces cayó en la cuenta de que la casa de Sid sólo distaba algunos kilómetros de una institución mental del estado. La impresión que recibiera debía de haber partido de alguno de los enfermos allí internados, quizás incluso de un mutante, dado lo repentino y potente de la experiencia.
Dejó que su conciencia enterrara la impresión mediante un rápido y ágil cambio de pensamiento. En cierta época había creído que toda la locura debía parecerse a la que había sentido mediante la premonición, pero las lecturas y el impacto mental de losjcerebros aberrantes le habían demostrado que la verdad era muy diferente.
Sólo los mutantes parecían caer de repente en la locura. En realidad, este era un término erróneo, simplemente una definición legal, pero no parecía existir otro mejor. Así pues, lo llamaban locura. Entre los seres humanos normales, los no mutantes, la locura llegaba generalmente de modo gradual; no solía producirse ninguna transición brusca. Mucho antes de poder ser reconocidos como enfermos por la sociedad, sus pensamientos ya divergían de la realidad por lo menos en algún aspecto. Sus frustraciones y temores deformaban sus pensamientos, levemente al principio, y sus psicosis a menudo tardaban años en madurar lo suficiente para afectar a su conducta externa. Había varios patrones de conducta bastante reconocibles. Incluso la esquizofrenia, una reacción de los jóvenes ante la tensión producida por el paso de la adolescencia al modo de pensar adulto, mostraba síntomas que la hacían reconocible en sus fases primarias.
Bud Coleman había descubierto que los imitantes diferían en lo repentino del comienzo de sus locuras y había intentado formular una teoría que lo explicara, pero sus notas finales mostraban una falta total de resultados. Quizá se tratara de un factor decisivo, pero no había logrado nunca interpretarlo.
Harry estaba seguro de que se trataba de un caso de feedback positivo. La mente sabía que se estaba volviendo loca, por lo que tenía miedo; el miedo desesperado llevaba a la locura, y la locura alimentaba el miedo. El cerebro acababa sobrecargado y entraba en oscilación, como un oscilador electrónico cuya salida se conectara a la entrada. Y como en todos los casos de feedback positivo, el proceso era rápido en extremo. Naturalmente, si había algún modo de aplicar un feedback negativo para contrarrestarlo...
Había estudiado aquel desesperante problema demasiadas veces. En esta ocasión se encogió de hombros y lo apartó de sí. Su mente seguía un tanto preocupada por el breve destello que había recibido, pero la forzó a concentrarse en las necesidades más inmediatas con que se había de enfrentar.
Había probado una mezcla de drogas con la esperanza de que así se aseguraría una situación extrema. Había fallado. Esta vez sería mejor usar una dosis mayor de una sola droga. Por ser el LSD el que ofrecía mayores posibilidades de tener un mal viaje, era lógico que lo escogiera, si es que había alguna lógica en todo aquel asunto.
Otros factores también parecían estar de su parte. Sólo se hallaba parcialmente recuperado de su primera experiencia, y su resistencia a un mal viaje podía estar reducida. Además, la vaga depresión que aún notaba podía servir para estimular respuestas menos placenteras; en el caso del alcohol, por lo menos, la actitud del bebedor afectaba el humor que la droga inducía.
Encontró las drogas donde las había dejado y seleccionó la dosis que le pareció adecuada. Según lo que había leído, estaba un poco por encima de los límites normales. La tomó en el baño, tragándola con el agua de un vaso que olía ligeramente a pasta dentífrica. Regresó entonces al sillón y se sentó a observar el reloj.
Ellen entró en silencio, secándose las manos con una toalla. Esta vez no protestó, pero se dirigió, estólida, a la silla que había frente a él y se hundió en ella. Retorcía la toalla y sus nudillos estaban blancos. La cara era inexpresiva, pero los ojos parecían huecos oscuros bajo la áspera luz de la lámpara del techo.
Harry intentó alcanzar la mente de Ellen, pero fue rechazado por un escudo sometido a un control más rígido de lo que hubiera podido esperar de ella.
—No me voy, no puedo irme a la cama y dejarte así —le dijo llanamente.
Harry quedó sorprendido; había podido leer su deseo incluso a través de aquel escudo rígido e impenetrable que alzara en torno a sus pensamientos.
—¡Oh, Harry!
Era un grito de desesperación y abandono. Con él, la mente de Ellen pareció abrirse durante un instante para enviar un mensaje comprimido de amor y de unidad con él. Luego cerró otra vez su escudo e hizo desaparecer sus pensamientos. Tras aquel mensaje intuyó algo que apenas había podido captar y que ahora le importunaba. Pensó en abrirse camino a la fuerza entre sus barreras, pero la idea le repugnaba. Además, no estaba ahora en condiciones de hacer una prueba de poderes.
Esta vez no hubo alteración en el tictac del reloj, ni tampoco cambio aparente en la velocidad con la que se movían las manecillas. Echó la cabeza atrás y contempló con los ojos cerrados a Ellen y el reloj que tenía detrás. Se sentía curiosamente libre, tanto de temores como de expectación.
El reloj la rodeó lentamente, sin molestarla. Ahora Ellen era sólo un corazón entre sus pétalos, y el minutero se movía sobre ella en una caricia suave y prolongada. Desde su altura, Harry la miró, atrayéndola hacia sí cada vez que parecía perderse en la distancia. Ellen pareció querer escapar a su protección refugiándose en el reloj, y él frunció el ceño, obligándola a regresar.
Ahora flotaba tranquilamente y se balanceaba ligeramente con el esfuerzo de controlar el movimiento pendular del reloj. Ellen que iba y venía hacia él. Luego aumentó su control y mantuvo la distancia firmemente, por más que Ellen se agitara intentando escapar.
Se extendió en busca de su mente, y la resistencia que ella opuso fue débil ante el poder que la alcanzó. Su escudo se hizo trizas, como una nube de tinta en pequeñas gotas que se diseminaron hacia el exterior, pareciendo absorber parte de la luz. Las distantes paredes de la sala eran ahora más confusas, con manchas oscuras allí donde habían ido a dar las gotas de tinta.
Por el rabillo del ojo vio una gota que empezaba a moverse. Se inclinó desde su alta posición, pero el movimiento se detuvo antes de que pudiera enfocarla con la vista. Ahora otra gota comenzaba a desplazarse por la oscuridad del túnel en la pared.
Flotó tranquilamente, dejando que la vista se expandiera. Poco a poco, su visión se fue ampliando hasta que observó todo lo que había a su alrededor. Incluso podía ver la silla en la que había estado sentado. Allí había una cara que miraba hacia arriba, su propia cara, pero más joven y llena de un temor extraño. En los túneles de las paredes había más caras, y las tres nuevas estaban enquistadas en el reloj, igual que el pálido rostro de Ellen, que le miraba fijamente. Entre los cuatro rostros había unas líneas, unos trazos oscuros de un rojo apagado que les daba la forma de un mándala que diera vueltas lentamente a su alrededor, ondulando las líneas, girando y envolviéndole.
Los obligó a desaparecer, y todos los rostros se fueron lentamente, todavía dando vueltas. Ahora eran una trampa oscura que empezaba a aniquilar la luz en el enorme espacio que le rodeaba y que le empezaba a aspirar hacia un embudo rojo que giraba y succionaba bajo él.
Se alzó por encima de la trampa, luchando contra una resistencia que le absorbía y que subía tras él. Sin embargo, sus poderes eran todavía demasiado grandes. Se liberó de la trampa y ascendió sin cesar al vacío que se cernía sobre él, hasta que a su alrededor todo fue vacío. Al liberarse, comprendió que todo había sido un truco utilizado en su contra. La trampa no había sido para él, sino para la luz. Ahora, cuando toda ella había sido absorbida, él flotaba en la oscuridad absoluta, desligado de estrellas y planetas. No había luz alguna, y la tentación de utilizar sus poderes le había llevado más allá del universo, a la gran oscuridad a la que no había llegado ningún dios.
Extendió su mente hacia adelante, penetrando más allá del infinito. Pero no había ninguna esperanza. El vacío se extendía en todo su derredor, y sus límites iban tan rápido y lejos como su mente.
Ya no flotaba libremente. Estaba cayendo. Su cuerpo se precipitaba hacia abajo, acelerando salvajemente, arrastrado por una fantástica atracción. Notaba que el vacío le quemaba el rostro debido a la velocidad de la caída. En algún lugar, debajo de él, unos retazos de oscuridad aún más absoluta le atraían, abriéndose y cerrándose, y abriéndose otra vez como anticipándose a su caída.
Aspiró profundamente, con desesperado esfuerzo, pero no encontró aire con que llenar los pulmones. A su alrededor sólo había un vacío repugnante. La humedad de los labios y los ojos y la saliva de la boca se evaporaron de inmediato en tiras de vapor oscuro. Unas partículas salieron en persecución de los restos de vapor, siguiéndolos hacia sus ojos, mientras el pecho se le colapsaba poco a poco y el cuerpo parecía salírsele por la garganta.
Y debajo de él, más negro que la oscuridad del vacío, yacía el Ente Extraño, tendiendo hacia él sus dendritas absorbentes, babeantes de expectación...
¡Desde algún lugar, un grito llegó hasta él! La oscuridad se desvaneció, dejándole inundado por una nube de un gris mortecino. En algún rincón de su mente, Harry se alzó y trató de acercarse al grito. Sin embargo, el gris se hizo más espeso en torno a él, envolviéndole en capas de algo que no le proporcionaba más sensación que la de una tensión extrema.
Entonces se rindió. Era la culpa suya. Había pecado. Tenía el alma tan manchada como el cuerpo, manchado más allá de todo lo humano o lo divino. Su mancha era demasiado profunda, demasiado extensa.. ¡Algo gimió y balbuceó!
La pátina gris se evaporó, y se encontró sentado en un sillón de una sala de paredes estrechas, inundada por una pálida luz. Sus ojos se fijaron en una silla vacía y en las manecillas heladas de un reloj. Su vista era un túnel abierto frente a él, y no podía volverse ni levantarse.
Algo se movió a sus pies, pero le resultó imposible mirar hacia abajo. Algo respiraba ásperamente.
Algo volvió a gritar a la vez en su mente y en sus oídos. —¡Ellen!
El grito fue un lamento de dolor que se rompió en su garganta. De su interior extrajo una desconocida reserva de energías, las suficientes para apartar su mirada del reloj y obligar al cuello a doblarse. Un infierno más allá de lo imaginable tiraba de él, pero sus músculos obedecieron las órdenes de su voluntad.
Ellen vacía en el suelo con las piernas dobladas bajo el cuerpo y el rostro vuelto de lado hacia él. Tenía la boca deformada en una tensa mueca de horror y los ojos abiertos, con una expresión helada. Sus manos eran garras que se asían a la alfombra y un poco de sangre rezumaba de aquellos puntos de su piel que sus propios esfuerzos habían herido.
En aquellos momentos, en la mente de Ellen ya no había escudo protector alguno. Sus pensamientos se dirigían a gritos hacia él, y en ellos el horror y el miedo se filtraban a través del caos de drogas y recuerdos que ocupaba el cerebro de Harry.
La tensión que le había producido contemplar los horrores y fantasías del viaje de Harry había rebasado lo que podía resistir. Ahora se cumplía su visión de la locura, pero el auténtico horror consistía en que una débil chispa de la verdadera Ellen sabía de su locura y desesperadamente se alzaba hacia él en busca de ayuda.
Harry comenzó a moverse hacia ella. La habitación pareció hincharse y empezar a dar vueltas a su alrededor. De nuevo estaba moviéndose a través de una ilusión.
15 - Retraso
La avenida de entrada a la llamada casa de reposo estaba sumida en la oscuridad cuando el doctor Philip Lawson cruzó la verja al volante de su automóvil. En algunas ventanas se veían luces encendidas. Aparcó en una zona reservada a los vehículos cerca del edificio principal y se dirigió a la anciana figura que estaba sentada a su lado.
—¿Habías estado antes aquí, Charley?
Grimes apartó los papeles que había estado estudiando, ya sin esperanza alguna, y negó con la cabeza en un gesto cortante.
—No. Me guío por los informes que me llegan con regularidad. Ella no me soportaba, Phil. Yo era para ella el Siniestro, incluso antes de que aquello sucediera. Pero no podía hacer menos por ella. No hubiera soportado la cura que tú sufriste.
Lawson bajó, le dejó atrás y se dirigió, a través del cuidado césped, hacia la entrada principal. En el mostrador había una mujer a la que jamás había visto, pero en esta ocasión le estaba esperando. El doctor MacAndrews estaba esperándole en la salita privada que la enfermera le había indicado. El médico bostezaba sobre una taza de café y una carpeta llena de papeles. Desdeñó con un gesto de la mano las disculpas que Lawson le presentaba por haberle levantado a aquellas horas y le tendió los papeles.
¡Era extraño cómo aquel gesto comunicaba el respeto de un médico honrado hacia otro de su misma condición! Había pasado mucho tiempo desde que el doctor Lawson dejara de encontrar otra cosa que disgusto por parte de quienes en un tiempo fueron sus iguales, aunque las enfermedades imaginarias que él trataba tuvieran raíces más profundas que los tumores que aquellos exploraban. Al menos, MacAndrews lo entendía, aunque no lo aprobara del todo.
No había nada en los informes de Martha Bronson que no hubiera estado ya en el que Grimes había recibido. Su larga espera estaba a punto de terminar. Había en su cerebro un tumor inoperable que ya amenazaba ciertas zonas vitales. De todos modos, ahora parecía algo más racional, durante los períodos en que le permitían recuperar la conciencia.
Sabía ahora que aquel último viaje para amenazarla con los terrores ligados a sus fantasías casi no tenía objeto; incluso sin su intervención, ella había tenido bien pocas ocasiones de invadir la mente de su hijo. Y quizá, después de todo, tampoco había importado.
—¿Puedo verla ahora, Mac? —preguntó.
MacAndrews asintió de mala gana.
—Supongo que sí, Phil. Pero está bajo una fuerte sedación. Puedo recuperarla, pero...
Lawson comprobó otra vez los papeles para ver qué droga utilizaban y a continuación palpó la bolsa que había traído.
—No es problema. Tengo aquí algo que la despertaría de una anestesia total.
MacAndrews comenzó a protestar, pero acabó por encogerse de hombros con gesto cansado. Le abrió camino por los pasillos, hasta el gran vestíbulo de la parte trasera. De repente, se detuvo y se volvió para mirar a Lawson frente a frente.
—¿Cuánto recuerdas? —preguntó.
—Lo suficiente para saber lo que se sentía, lo bueno que era al principio —repuso Lawson—. Nada más. ¿Y tú?
MacAndrews pareció contraerse durante un instante. Luego su rostro se distendió otra vez.
—Ni siquiera eso. Me temo que esperé demasiado. De no haber sido por ti, y por algunos indicios que tuve por tu esposa, creería que todo fue sólo parte de mis fantasías. ¡Diablos!
—Ha sido mejor así —le aseguró Lawson.
Era la amarga verdad, como le habían enseñado mil noches de inútil tensión, hasta que su búsqueda de drogas extrañas le diera con qué cubrir sus necesidades.
MacAndrews asintió vagamente y pareció cambiar de tema. Alzó la pequeña tapadera de un visor y echó una mirada, con la fluidez de una vieja costumbre. Luego abrió la puerta con la llave e indicó a Lawson que pasara, mientras él se quedaba junto a la entrada.
Martha dormía su sueño embotado a causa de las drogas, con el cuerpo hinchado y desnudo bajo la sábana. La suave iluminación de la sala le resultaba adecuada, pero no podía esconder del todo las terribles heridas infligidas por el tiempo.
La miró sin particular emoción. Una vez había sido su esposa, una esposa más cercana a él de lo que ningún ser humano normal pudo nunca concebir. Pero jamás había existido una auténtica proximidad; aquella mujer había guardado para sí sus terroríficos pensamientos, le había negado su mente con tanta meticulosidad como le había querido negar todo lo demás.
Ahora se inclinó sobre ella, separando la sábana para inyectarle la droga exótica que mejor servía a sus propósitos. Cuando hubo terminado, se sentó al pie de la cama para esperar su respuesta.
Todo el amor de que Martha había sido capaz lo había destinado a su hijo. Había sido un amor posesivo. Y Philip Bronson también había dejado que el muchacho lo representara todo para él. El joven Harry había sido un prodigio, muy superior a lo que podía esperarse. Se había establecido un lazo entre ellos dos casi en el mismo instante en que el muchacho rompió a hablar. En aquella mente joven no parecía haber una gran dosis de clarividencia, quizá porque los cambios de su personalidad en desarrollo se producían con demasiada rapidez como para permitir una fácil armonía con el futuro, pero sus facultades telepáticas habían resultado fenomenales. Bronson se había atrevido a esperar que la fuerza y el talento de su hijo bastarían para superar lo que Coleman había empezado a considerar el destino habitual de su especie.
Luego había sobrevenido la traición de Martha al muchacho en medio del horror de su pretendida inmolación, mientras él, Philip, estaba tan hundido en la desesperación de saber cuál era el destino que le esperaba que casi no había alcanzado a darse cuenta de lo que ella iba a intentar. Había llegado demasiado tarde para proteger al muchacho del shock que le supuso estar en la mente de su madre durante aquella escena de horror, y casi no llegó a tiempo ni de salvarle físicamente.
Al mirar hacia atrás, Lawson no podía valorar todavía lo cuerdas que habían sido sus acciones en aquel entonces. No obstante, había luchado honradamente, en los límites de su tambaleante razón, para encontrar un medio de salvar la torturada mente de su hijo. Sus primeros esfuerzos habían resultado baldíos, dada la íntima conexión que todavía existía entre el muchacho y Martha. Al final, le había obligado a bloquear tanto la memoria como los talentos extrasensoriales, y lo había logrado apenas en el tiempo de que disponía. Fue precisamente el último día en que todavía conservaba su lucidez cuando entregó el muchacho a Charley Grimes, con instrucciones precisas que debían preservar lo que había hecho en él. Y más tarde, tras los años terribles pero semiborrosos de la recuperación, se había visto obligado a aceptar la decisión de Grimes de seguir ocupándose del muchacho.
Había esperado que los poderes paranormales suprimidos acabaran por desaparecer, que recuperaran gradualmente su fuerza completa dentro de una mente lo bastante madura y adulta para manejarlos con seguridad. Había representado un fuerte golpe para él darse cuenta de que las facultades de Harry seguían enterradas en su cerebro. No había creído los informes de Coleman hasta que se las ingenió para entrar en los Primates y estudiar a su hijo por sí mismo.
Lawson suspiró, al ver el primer cambio en la respiración de Martha mientras la droga hacía su efecto. ¿Durante cuánto tiempo podía un hombre al que se habían arrebatado sus poderes seguir jugando a ser dios? ¿Cuántos errores había cometido?
¿Podía un cirujano dejar que su hijo anduviera por la vida sin visión a causa de unas cataratas que se podían extirpar?
La respuesta le había parecido muy simple, a pesar de los riesgos, cuando utilizó trucos e hipnotismo para extraer los bloqueos que con tanto cuidado había construido. Sin embargo, ahora...
¿Es que la droga no iba a funcionar nunca en aquel desecho de mujer?
Estaban todas las notas que Harry había dejado para que se leyeran en cuanto Grimes irrumpiera en el apartamento con la esperanza de encontrar una pista sobre el lugar en que se hallaba en aquel momento. Harry siempre había guardado copiosas notas de sus pensamientos mientras hacía los deberes escolares, y aquel hábito había perdurado toda su vida. Los papeles no le habían revelado nada de dónde estaba, pero sí muchas otras cosas, aunque nada estaba demasiado claro. Locura, posesión, algo sobre un Ente Extraño...
Maldito Hillery y sus estúpidos juegos. Y maldito dos veces el detective que había dejado que los chicos escaparan a su vigilancia. Quizá no había nada que se pudiera hacer por Harry y Ellen, pero tenía que intentarlo. Tenía que llegar allí.
Martha se estiró por fin. Abrió los ojos y se le quedó contemplando, murmuró algo ininteligible y alzó una mano en el viejo signo de protección contra el mal. Él se inclinó aún más, intentando entender lo que decía. Desvariaba; hablaba del Hombre de Blanco, el símbolo que le representaba a él en su locura. Lawson le habló con dulzura, llamándola por su nombre, tratando de animarla.
En cierta época Philip había sabido con toda seguridad lo que quería, pero ahora estaba ciego y dependía hasta de aquel resto amargo de lo que fuera su esposa. Y ella todavía estaba en condiciones de decirle lo que quería saber, si le venía en gana.
Martha contuvo la respiración y su expresión se aclaró. En esta ocasión no parecía sentir el miedo que la había hecho gritar durante el último encuentro entre ambos.
—Estoy muerta —dijo Martha, muy tranquila.
—Ya lo sé, Martha —asintió él. Hacía ya mucho tiempo que había logrado descifrar algunas de las fantasías que poblaban sus pesadillas—. Pero todavía no te dejarán marchar. No, hasta que encuentren al Muchacho. A él también hay que limpiarlo de todo pecado. Ya lo sabes, ¿verdad, Martha?
Ella asintió pesadamente. Lawson había previsto una larga sesión, pero Martha parecía exhausta y casi contenta de responder a la llamada correcta.
—Está cerca del río, en medio de los árboles —dijo lentamente—. No puedo decir más. Ya lo sabrás. Si no eres uno de ellos, ya lo sabrás.
El río tenía que ser el Hudson, pues no había muchos árboles en ninguna otra dirección. Aquello significaba el estado de Nueva Jersey. Allí había dos posibles lugares, si recordaba bien lo que Grimes le había contado. Tenía que ser uno de los dos.
Abrió la puerta e hizo un gesto de asentimiento a MacAndrews. Pero Martha empezó a gritar de repente con una fuerza terrible.
—¡Demasiado tarde! —gritaba—. El Hombre de Blanco llega demasiado tarde. ¡Siempre demasiado tarde! ¡Demasiado tarde!
16 - Regreso
Harry divisó el sofá de la sala de estar justo frente a él, rodeado de sombras que gritaban. Se inclinó sobre el mueble, protegiendo el peso que llevaba entre los brazos del cieno que rezumaba del techo. El sofá se retiró ante su avance, y pareció fundirse por un lado y flotar por el otro.
Dejó en blanco la mente ante los gritos desesperados que parecían provenir de sus brazos y que llegaban a lo más hondo de sus recuerdos, que atravesaban inmensos golfos hacia algo que él había conocido. Entonces lo vio; desde la puerta de entrada hasta el sofá sólo había ocho pasos. Dio uno, luego otro, siempre contando con todo cuidado. El sofá aún seguía retirándose, pero al dar el octavo paso algo le golpeó la pierna. Trató de concentrar su mente y volvió a mirar. Aquella vez, el sofá estaba justo frente a él. Se movía, pero ya no se alejaba de él.
Depositó con todo cuidado en el sofá lo que llevaba en los brazos y descubrió que se trataba del cuerpo de Ellen. La cara de la joven estaba retorcida y sus brazos se debatían salvajemente, mientras a Harry le dolían terriblemente los suyos, llenos de arañazos. ¿Se trataba de una fantasía más o eran auténticos? Enfocó los ojos con gran detenimiento y decidió que las tiras rojas de la piel eran auténticos rasguños provocados por las uñas de Ellen. Realmente, se estaba comportando de una manera muy extraña.
Lo que había sucedido en realidad le llegó en un terrible instante de certidumbre. No se trataba de una alucinación. Ellen se había vuelto loca, y él se la había encontrado en el suelo, en pleno ataque. La había levantado para llevarla al dormitorio, pero sin que supiera cómo se había equivocado de camino. No importaba mucho, decidió; serviría el sofá de aquella sala, pues ahora parecía que Ellen estaba más tranquila.
Envió hacia ella una sonda mental. Su mente encontró aquello tan terrible que una vez, mediante la precognición, supo que iba a suceder. Sin embargo, el horror previsto por él sólo era una leve imagen de la realidad que tenía ahora presente.
Los pensamientos de Ellen le hirvieron en la mente, en una súplica de ayuda y un grito agudo de temor hacia él. Harry la oyó gritar, notó que su propia garganta se contraía en un áspero rugido y en aquel instante su mente pugnó por liberarse del contacto con la de ella. Aquello resultaba excesivo, ninguna mente cuerda podía obligarse a bucear en las profundidades de aquel horror.
A través de los pensamientos de Ellen avanzaba furtivo el pitecántropo, con sus lascivos instintos sexuales y sus temores a desconocidos y horripilantes demonios. El hombre de Neanderthal gritaba su pavor supersticioso mientras la noche caía sobre él, y su astuta mente pensaba en hechos oscuros que siguieron a su fiesta canibalesca. El civilizado Calígula observaba el asesinato de sus parientes, temeroso pero apegado al trono y a la calidad de dios que le iba a llevar a la tumba.
Bajo todo aquello se extendían profundidades sin imágenes ni consciencia, que se hundían en el fango de los vómitos primordiales.
Harry quería devolver, pero tenía el estómago demasiado tenso a causa de la conmoción para que las arcadas tuvieran lugar.
No se trataba de paranoia tal como la había estudiado, ni de ningún tipo de esquizofrenia que hubiera descubierto. Era la fuente básica de toda locura, demasiado tenebrosa para ponerle nombre o para describirla. Y con todo, el horror provenía de la parte de consciencia que todavía funcionaba en ella, que todavía tocaba la persona que antes fuera. En algún lugar, la Ellen que él había amado estaba mezclada con todo lo demás que había en su mente, y ella se daba cuenta..
¡Gran Dios, si se daba cuenta!
Se dejó caer al lado de la muchacha y sus músculos se mantuvieron en contacto con el recipiente que contenía aquella enorme muestra de horror. Alzó un brazo, empero, y lo pasó alrededor de ella, con la esperanza de que lo que quedaba de la Ellen anterior notara y conociera su mensaje, aunque aquel contacto le produjera también el miedo y aquellas otras reacciones de disgusto que tan bien conocía. Lo único que Harry podía hacer era esperar; no podía obligarse a penetrar otra vez en aquella mente para comprender.
De las sombras de la habitación, allí donde terminaba el límite de su visibilidad, unas sombras comenzaron a tomar cuerpo. Las paredes se combaban hacia adentro y traían algo con ellas...
Notó en la boca el sabor de la sangre. Se acababa de morder en su intento de recuperar el control sobre sí mismo. El sudor le bajaba a gotas sobre los ojos y se retorció y gruñó, enfrascado en su lucha. Entonces las paredes volvieron a ser sólidas y normales, y todas las extrañas formas desaparecieron. Se quedó en el suelo, jadeando y esforzándose por mantener el control.
Estaba seguro de que Ellen había recibido un aviso. El breve destello de locura que había sentido mientras se preparaba para el segundo viaje debía de haber provenido de su mente. Aquella era la razón por la que Ellen le había mantenido apartado de sus pensamientos y por la que había construido aquel escudo de protección en torno a su mente. Ellen se había dado cuenta de que le llegaba lo que temía y ya había notado los primeros toques. Y aun así se había doblegado a su voluntad y había intentado seguir controlándose para observarle durante su viaje con las drogas y su locura inducida. Se había sentado frente a él, sumando el miedo que sentía por él al que sentía por sí misma, y no había utilizado para nada la única razón que le hubiera hecho abandonar aquel plan estúpido. Y al final, Ellen se había derrumbado. Sin embargo, había mantenido su batalla ella sola hasta el último segundo, sin tratar ni por un instante de imponerle a él sus peticiones.
Y ahora, cuando ella le necesitaba como ninguna mujer necesitara nunca a un hombre, él no era sino una distorsión de sí mismo, abandonado al control de un producto químico que podía aportar unos débiles dioses a los ateos temerosos, pero que nunca podría proporcionar la verdad o la fuerza con que enfrentarse a la realidad.
El efecto de la droga no daba señales de debilitarse, y Harry no encontraba la manera de esperar hasta que empezara la bajada, y mucho menos hasta que estuviera en condiciones de recuperar el control de sí mismo. Cada segundo que pasaba para él era un eón de destrucción en la mente de Ellen. No sabía de ningún antídoto o medio de acabar con la presión a que le tenía sometido la droga.
Se apretó desesperadamente contra Ellen, abriendo su mente, en la que ahora no podía ni siquiera confiar, a lo que de otro modo no tenía manera de conocer. Había sentido en ocasiones la mente de otros que utilizaban drogas, y había leído también todo lo que encontró sobre el tema, pero en su memoria no halló respuesta alguna. Tenía que fiarse de lo que saliera intuitivamente de sí, sabiendo además que ni siquiera podía confiar en ello, dado su estado.
Algunos hombres eran capaces de liberarse de la influencia del alcohol en casos de tensión extrema, por lo menos durante un breve lapso de tiempo. Incluso los locos supuestamente incurables podían en ocasiones enfrentarse a situaciones de emergencia con cortos períodos de pensamiento racional. Harry recordó vagamente algo sobre unos hombres que en pleno viaje de ácido eran capaces de volver a la normalidad cuando querían. Sin embargo, nadie tenía ni idea de cómo podían lograrlo.
No obstante, él ya había dado el primer paso. Se había dado cuenta de que su mente estaba sometida a alucinaciones y se había obligado a sí mismo a negarles el control sobre su mente. ¿Pero lograría mantener aquel estado de alerta mientras intentaba pensar en qué más tenía que hacer?
Luchó consigo mismo para obligar a su mente a mantenerse en un plano al que no afectara la droga que había tomado. Observó las paredes, y las vio sólidas y normales. En el límite de su consciencia había oscuras premoniciones, pero en cuanto se enfrentó con ellas parecieron deshacerse en la nada. Durante unos instantes se sintió completamente él mismo, pero debilitado, tremendamente inseguro acerca del tiempo que lograría mantenerse bajo control.
No podía pensar conscientemente en qué hacer. Tenía que estudiar con detalle todos sus pasos, pero sabía que no podría atreverse ni con el primer movimiento; la atención consciente a lo que tenía enfrente podía cegar su voluntad y enviarle a un terror insoportable.
¡Café! Su cuerpo se lo pidió intensamente, aunque sabía que posiblemente le sentaría mal. Aquella exigencia de su cuerpo sólo era un intento de retrasar la acción unos instantes más, pero la fuerza de la costumbre insistía en que debía fortalecerse con aquel estimulante antes de empezar cualquier esfuerzo.
Se separó del sofá y se dirigió a la cocina, esforzándose en mantener estable el suelo por el que andaba. Encontró medio llena la cafetera y se sirvió el frío líquido en una taza. Lo bebió sin leche ni azúcar, se sirvió otra vez y lo engulló precipitadamente. Por último, odiando cada paso que daba, volvió a la sala de estar y a la figura retorcida de Ellen, tendida en el sofá. Utilizó el cinturón para atarle las manos con firmeza, la empujó hacia la pared, y se derrumbó a su lado.
Su mente se sumergió en la de ella. Habían desaparecido las sordinas que amortiguaban sus emociones, dejándola sin control ante la imparable reacción del feedback positivo. El primer contacto se convirtió en una invasión demoníaca, una lasciva orgía de violaciones y torturas, un terror que iba más allá de lo tolerable.
A regañadientes, Harry abrió sus propias percepciones, buscando lo que tenía que encontrar. La repugnancia y todos los temores y angustias de una vida, los raptos de violencia y los odios, todo se extendió por su interior. Se daba cuenta de que todas sus desconocidas y remotas esperanzas estaban ahora fuera de lugar. No había modo de encontrar ninguna razón que pudiera usar dentro de ella contra la sinrazón de su locura. No bastaba ningún tipo de persuasión mental. Lo que en aquellos instantes pasaba por la cabeza de Ellen no podía ya responder o adecuarse a lo normal. Sólo una drástica operación de cirugía psíquica le podía proporcionar la salvación.
La distorsión que albergaba la mente de Ellen comenzó a luchar contra él. Nunca se había dado cuenta antes de lo fuerte que era la mente de Ellen. Ahora sentía el poder completo de su desesperación revolviéndose contra su intrusión. Su mente parecía arrastrarse, con las garras fuertemente apretadas contra el lecho de roca de sus células animales, y quedarse quieta, presta a repelerle. No podía maniobrar allí dentro, ni absorber lo que rodeaba su conciencia. Al final, acabó por ser expulsado.
Debía de haber estado gritando, pues tenía un dolor desgarrador en la garganta y los pulmones aspiraban vertiginosamente en busca de aire. Había ido demasiado lejos. Así nunca iba a poder hacer lo que debía.
Tenía que hacerlo. Pero le resultaba imposible según la ética, según la moral, según los sentimientos de humanidad. Ningún hombre debía tratar de aquel modo a otra mente viviente. Sólo un sádico subhumano se atrevería a desfigurar el cuerpo de otra persona. Y no digamos la mente.
¡No! La ética y la sensibilidad más elevadas de su padre cirujano habían exigido que cortara inexorablemente hasta la última traza de enfermedad. Incluso sin anestesia, sin consentimiento del paciente, sin entrenamiento ni conocimiento... ¿Pero es que había alguien con más conocimiento de aquel caso que él?
Todo lo que de valioso y absoluto había en su interior estaba revuelto en la confusión, paralizado en su Armagedón particular. Lo bueno era malo, y lo malo era bueno. Notó que su mente se tambaleaba y daba vueltas...
Y algo hizo acto de presencia en su cerebro. Era algo con valores deformados, de una inhumanidad implacable... Algo extraño a todo. Era su Ente Extraño, que le reclamaba ahora que su mente se dividía y no tenía ningún interés en combatir su presencia.
Se encerró en sí mismo, determinado a no ser rechazado otra vez. Sin embargo, en esta ocasión no hubo intento alguno de hacer presión sobre él, ni de obligarle a perder el control. Era la más sutil de las invasiones. Los valores extraños se introducían en sus juicios opuestos, realizando uniones donde no debería haberlas. La presencia hacía enmudecer la enorme fuerza que había sentido unos instantes antes, y se iba convirtiendo cada vez en algo menos extraño a él..., o él a lo que le invadía. Lo único que podía notar con seguridad era el poder que nacía en él, una fuerza concreta y determinada que su propia mente encontraba al buscar en sí misma. Una fuerza que podía utilizarle, poseerle, dominarle..
Ellen se movió y Harry se volvió para mirarla. Se encogió de hombros, y notó la fuerza de la determinación, la inhumana seguridad de la mente que tenía dentro de la suya. Suspiró. Nada importaba ahora en realidad, aparte de su desesperada necesidad de salvar a Ellen. Ningún precio parecía demasiado alto si lo lograba. ¡Que ella se salvara y aceptaría incluso que el mismo diablo se lo llevara!
Le gritó una súplica silenciosa a su Ente Extraño y se abrió en aceptación total de su presencia.
En aquel mismo instante terminó su batalla interior. Era un ser estricto, animado por un solo propósito. Ya no tenía cuerpo ni nombre, ni podía notar otra cosa sino la oscuridad con la que debía enfrentarse y el propósito que tenía que cumplir.
Todavía encontró resistencia en la mente de Ellen cuando quiso penetrar otra vez, pero ésta comenzó a desmoronarse casi en el mismo instante ante la fuerza de su determinación. La mente de Harry avanzó inmisericorde, haciéndola retroceder hasta que no existieron barreras a su invasión.
Encontró lo más recóndito del horror que atenazaba a la muchacha y lo tomó. La soledad infantil y desamparada de Ellen pasó a él, y su mente gimió y farfulló con desespero, abandono y total desamparo. Harry asumió cada parte de aquel dolor hasta estremecerse de agonía. Dejó penetrar la angustia hasta que la furia ardió en su interior como una nova. Encontró el odio y todos aquellos venenos repugnantes, resumidos, de mil generaciones, e hizo de ellos una fiesta en su recuerdo.
Desde una distancia irreconocible le alcanzó levemente una mente perturbada que le distrajo por un instante. Un viento sopló sobre él y le heló el cuerpo sudoroso. Las cosas parecieron asirse a él, tratando de arrancarlo de su lugar. Harry tensó los brazos iy apartó de sí aquella percepción exterior que le acosaba.
No tenía palabras para lo que debía hacer. Los símbolos de tales nombres o verbos no existían, pero en ningún momento de faltó aquella fuerza interior que se había apoderado de él y que ahora rompía y doblaba uniones sinápticas, quemaba bancos de memoria y empezaba a alterar y reestructurar la mente de quien había sido la única persona a la que se atreviera a amar por completo. Ya no había nada de extraño para la mente extraña en que se había convertido. Si la premonición le hubiera advertido por completo de aquello, Harry hubiera optado por refugiarse voluntariamente en la locura. Pero ahora iba a proseguir, frío e implacable, hasta que el trabajo estuviera terminado.
Entonces la autoconsciencia que había podido mantener escapó a su control. Su yo se difuminó y por último se cerró en un vacío interior terrible y caótico.
Poco a poco, fue volviendo a la consciencia con la sensación de que había pasado mucho tiempo. Mantuvo su grado de consciencia en un punto bajo y mortecino. Sin embargo, una luz colocada cerca de sus ojos le forzó a abrirlos. Vio que provenía de la ventana, que estaba abierta y a través de la cual se veía la hierba movida por el viento. Tenía frío en la piel, y olía a flores.
Detrás de él se oía a alguien con la respiración muy agitada. Empezó a volverse y notó que todos los músculos le dolían intensamente. Una mano se posó sobre su frente.
—Son las once, hijo, las once de la mañana. Has estado dormido más de diez horas —dijo una voz con tono tranquilizador—. ¿Cómo te sientes?
Harry hizo un ligero movimiento, gruñendo al mismo tiempo. Le dolía cada rincón de su cuerpo, pero el peor punto parecía ser el centro del diafragma. Vio que estaba tumbado en un sofá del salón de la casa de Greenwald. Un hombre estaba sentado en la silla que había a su lado, y reconoció el rostro cansado del doctor Philip Lawson.
—Todavía no lo sé —respondió con franqueza.
Tenía dolor de garganta y la voz ronca; sin embargo, por alguna razón no parecía dar importancia a su condición física. Comenzó a repasar su estado mental, pero había un velo en torno a sus pensamientos y tenía una extraña repugnancia a mirar detrás.
—¿Te sientes con fuerzas para levantarte e ir hasta la cocina?
Asintió. Notaba las piernas flojas, pero fueron ganando en solidez cuando empezó a utilizarlas. Tomó asiento donde Lawson le indicó y alzó entonces la mirada rápidamente, mientras Grimes colocaba una humeante taza de café frente a él.
—Te sentirás mejor con un poco de esto en el estómago, Henry —dijo el abogado, con su rostro arrugado en una especie de sonrisa—. Lo he hecho yo mismo.
No tenía muy buen sabor, pero estaba fuerte y caliente. Harry lo bebió con un gesto de agradecimiento.
—¿Qué sucede?
—Lee tú mismo la respuesta —sugirió Lawson, mientras le señalaba la frente.
En su rostro había una expresión cansina. Grimes se envaró y volvió rápidamente al fuego en el que estaba calentando agua para el té.
Harry abrió su mente, alcanzando tan sólo los pensamientos superficiales del doctor, como había aprendido a hacer con todos aquellos que carecían de poderes mutantes. Pero Lawson había sido en un tiempo un mutante; tenía la mente abierta, con un cuadro de imágenes sorprendentemente bien organizado.
«¿Todavía puedes sondearme?»
El pensamiento le llegó bajo pero lleno de intensidad.
Harry asintió. Se sorprendió al recordar que el esfuerzo al que se había sometido tenía que haberle significado una pérdida de facultades. Los hechos superficiales resultaban claros y finalizaban con dos hombres que llegaban a medianoche e irrumpían en la casa, para encontrarle rígido como una estatua, con Ellen apretada en sus brazos.
—¿Y Ellen? —preguntó con viveza.
La mano de Lawson le presionó contra la silla.
—Tranquilo, hijo. Ahora duerme por efecto de un sedante, y no creo que debamos molestarla. Cuando recobró la conciencia, parecía algo asustada de ti, así que la trasladamos al dormitorio. Actúa de un modo confuso, aunque sus respuestas son claramente racionales. Creo que está totalmente bien.
—¡Ahora vuelve a ser una niña! —protestó Grimes.
Lawson sonrió levemente al abogado y recuperó sus maneras profesionales.
—Naturalmente. Es una reacción normal ante un trauma psicológico profundo, Charley. Se recuperará con el tiempo y un buen reposo. Sea como fuere, necesitará la ayuda de Harry.
Grimes frunció el ceño, pero no replicó. Tomó su taza de té y les dejó, dirigiéndose al dormitorio a vigilar a Ellen.
¡Una niña! Harry consideró aquellas palabras sin creerlas. Aquello debía significar que era ahora la niña que hubiera sido si la locura de sus padres no hubiera tenido nunca lugar y si no hubiera descubierto toda aquella fealdad. O también podía significar que había perdido tanto de sí misma que nunca podría superar su inferioridad mental. Él podía determinar cuál de las dos cosas sucedería, pero su mente se negaba a sondear, misteriosamente segura de que debía esperar.
Lawson se sentó con gesto tranquilo mientras Harry servía dos tazas más de aquel turbio café. Echó azúcar con gran cuidado, mientras contemplaba la taza. Por último, se encogió de hombros y alzó la vista al tiempo que todas las líneas de su rostro se endurecían.
—Harry podría ayudarla —repitió el médico—. Sí, Harry.
Pero, ¿lo harás? Anoche te di un sedante especial. Bueno, lo necesitabas, pero lo que me interesaba eran sus efectos secundarios, sobre todo después de leer todas esas notas que dejaste en casa. Necesitaba saber si tú eres mi hijo, un loco o un monstruo inhumano. Todavía no lo sé. La droga no te hizo ningún efecto.
Bajó los ojos otra vez, como si quisiera evitar hallarse con lo que se negaba a encontrar.
—Harry, ¿quién eres tú?
El velo que había cubierto la mente de Harry se rasgó y pudo recordarlo todo. Recordó qué había sido en realidad lo que fluyera dentro de él. Era algo demasiado grande para hacerse con ello de una sola vez, pero él lo había aceptado, se había adaptado y se había convertido por fin en ello. Una parte consistía en lo que durante años había crecido en su interior, y otra parte sólo en promesas incumplidas de lo que había de crecer. Era una red terriblemente enmarañada de valores cambiantes, incluso fluidos, pero siempre era él mismo.
Lo había entendido todo en una única explosión de comprensión total. Luego había empezado a expulsarlo, a cerrarse en sí mismo, reservándose para un posterior estudio y acomodación. Deliberadamente esta vez, volvió atrás hasta que no fue sino lo que su padre podría aceptar o lo que su previo esquema social podía admitir.
Encontró los ojos ansiosos de Lawson y dejó escapar una sonrisa de tranquilidad.
—Ningún filósofo podría contestar esa pregunta. Pero soy Harry Bronson, un hombre razonablemente cuerdo, sin ningún monstruo extraño en el cerebro.
—¿Tratas de convencerme de que todas tus premoniciones eran erróneas? No me lo tragaré, Harry. ¡Recuerdo lo suficiente para saber perfectamente...!
—No. Todos los hechos que presentí sucedieron realmente —sonrió de nuevo Harry—. El único error fue la interpretación de tales hechos. ¿No me dijiste tú en una ocasión que el mayor riesgo de la medicina era la interpretación falsa de los síntomas verdaderos?
Aquellas palabras hicieron desaparecer parte de la tensión del rostro de Lawson. Éste se echó para atrás en su silla, y se empezó a relajar al alcanzar la pipa y el tabaco.
—Exacto, hijo. Los hombres comprueban sus datos y normalmente llegan a estar de acuerdo en los hechos, pero siguen llenando campos de batalla, asilos, prisiones y cementerios por las malas interpretaciones que les dan. Sí, me parece una frase perfecta. Las interpretaciones falsas son el pecado más mortífero de la humanidad. Hum... ¿Y la locura?
—La conmoción y el horror del viaje fueron reales, pero eran visiones de la locura de Ellen. Mi mente estaba tan unida a la suya entonces que no podía distinguirla. Sin embargo, debí haberlo imaginado. No hay dos mentes humanas que puedan volverse locas exactamente de la misma manera, como parecía suceder en nuestro caso.
¿Y tu demonio..., el Ente Extraño que experimentaste? Harry sonrió con ironía, recordando su horror, pero incapaz ya de comprenderlo. También tenía que haberlo adivinado; sus meditaciones sobre la madurez y los cambios que viviera de niño durante la regresión debían haberle proporcionado la respuesta.
—Fue real... y extraño, supongo. Pero no existía ningún monstruo exterior a mí. Sólo era una sombra proyectada desde el futuro de lo que soy o seré yo mismo.
Suspiró al ver la falta de comprensión en el cerebro de Lawson. En su estado actual, encogido sobre sí mismo, era algo que también él encontraba difícil entender por completo. A pesar de todo, intentó dar forma a sus pensamientos y explicarlos de un modo que el otro pudiera aceptar.
Dé niño, cuando vivía en un eterno presente de deseos y de controles exteriores, nada le podía resultar más extraño que los valores y conducta de los adultos. ¿Por qué tenía que hacer un hombre multitud de cosas que no le gustaban sólo para hacer feliz a una chica, o dejar que ella gobernara su vida, cuando él era mucho más fuerte que ella? ¿Por qué se había de arriesgar en una guerra, en el trabajo o en medio del tráfico, si le asustaba subir a un simple tronco en una apuesta? ¿Por qué no podía un niño comer manzanas verdes cuando el adulto bebía una porquería de sabor horrible, que siempre le hacía vomitar? ¿Por qué poner el dinero en el banco de otro cuando el niño quería muchas cosas que se podían comprar con él?
En su adolescencia, también supo de la responsabilidad, la responsabilidad de los hombres de mentes extrañas que gobernaban los asuntos, que debían ser malvados porque rechazaban las soluciones más simples y obvias. Él no podía entender por qué los adultos se reían de él porque viajaba miles de kilómetros en coche a fin de participar en el entierro del motor destrozado de otro coche, y acabar así simbólicamente con la contaminación. El cambio de las certidumbres de la adolescencia a la complejidad de la madurez les resultaba tan difícil a los adolescentes que muchos se retiraban a la esquizofrenia o a modelos autoritarios que tomaran las responsabilidades que ellos no podían asumir. Quizá la mayor parte acababa finalmente por aprender a vivir con la realidad, pero sólo una minoría aceptaba el hecho de que la realidad no era algo fijo ni seguro. Sin embargo, habían crecido en un mundo en el que mil generaciones habían construido una tradición adulta y donde se había hecho todo el esfuerzo posible para instaurar desde niños en sus mentes el deseo de llegar a adultos.
No existían ejemplos que guiaran el desarrollo de Harry, ningún mutante adulto que estudiar y al que aceptar gradualmente. Nunca había advertido aquella falta de madurez pues, según las normas de la sociedad no mutante, él ya era un adulto.
En efecto, había sido un niño obligado a enfrentarse con su yo maduro del futuro. Y el horror no había residido en lo que de erróneo viera en sus valores, sino en el hecho de que fuera él mismo, una identidad que no podía aceptar y que tenía que esconder de su propia conciencia.
—¿Así que nunca existió ningún peligro real para ti? —preguntó Lawson en tono dubitativo. Luego movió la cabeza—. No, eso no es correcto. El sobrevivir a un accidente no prueba que no existiese peligro. Pero, ¿y con la precognición?
—La precognición no echa por la borda el viejo problema del libre albedrío, no más que las habituales leyes de causa y efecto —le respondió Harry. No pudo explicar por qué había puesto aquel ejemplo tan paradójico, pero sabía que era cierto—. ¡El peligro fue real, demasiado real!
El precio del don recibido era el don mismo, además del bien y del mal resultantes de él. Era un antiguo precio que sólo cambiaba en el grado. Los hombres habían conseguido una inteligencia superior a la de cualquier otro animal, pero sus sufrimientos y cargas eran tantas como sus ventajas y placeres. El precio de cualquier aumento de conciencia era inherente a tal conciencia.
No le sorprendía que los demás se hubieran vuelto locos. La tensión producida por la percepción extrasensorial sólo podía ser dominada por una nueva madurez, y aquella madurez era extraña y horrible en comparación con todo aquello que se les había enseñado. No había ninguna respuesta aceptable a aquel problema. Tanto éste como la contestación se alimentaban el uno al otro, producían entre sí un feedback positivo, que aumentaba la tensión y aseguraba una locura repentina y prevista mucho antes de su llegada.
Él había sobrevivido a duras penas, principalmente por pura suerte. El bloqueo amnésico le había permitido enfrentarse y resolver su integración en la madurez antes del siguiente problema que tenía que afrontar, en lugar de tener que cubrir ambas exigencias a un tiempo. Incluso las drogas le habían ayudado, aunque las razones por las que las había usado no habían resultado correctas; habían hecho caer sus normas fijas hasta el punto de debilitar su resistencia a otras maneras de pensar. Incluso entonces, sus propias necesidades no le hubieran hecho posible aceptar su madurez; había sido la necesidad de ayudar a Ellen la que finalmente le había obligado a cruzar la barrera.
—Tuve suerte —decidió en voz alta.
—No, suerte, no. ¡Fortaleza! —En la sonrisa de Lawson había una gran satisfacción, y en su mente un fulgor de orgullo—. Siempre pensamos que eras el más fuerte de todos nosotros, y teníamos razón. Admite tu fuerza, hijo, y alégrate de ella. Te necesitamos. Te hemos esperado mucho tiempo para que nos guíes a nuestro futuro.
Harry inició una protesta. Entonces vio el ansia escondida en la mente de su padre y no replicó.
—Muy bien. Quizá tengas razón, padre. A no ser que sólo haya aplazado mi locura y ésta me aguarde todavía.
—Mira adelante y lo verás —sugirió Lawson—. ¿Para qué, si no, sirve la premonición?
La prueba parecía obvia. No habría una verdadera sensación de seguridad hasta que estuviera seguro. Dudó y por un momento sintió temor al riesgo. Por el momento no había nubes oscuras sobre su mente, y la sensación de descanso era un bien precioso. Meditó las palabras de Lawson, las consideró. Quizá no era la precognición lo que tenía aquel valor para la supervivencia, después de todo; podía reducirse a algo que sólo podía denominarse postcognición, la facultad de extenderse hacia el pasado para actuar sobre el, como su yo futuro le había ayudado a habérselas con la mente retorcida de Ziggy. Quizá...
El futuro se abrió en calma ante él. Le llegaba como un recuerdo, con una comprensión parcial de lo que había sucedido con anterioridad, y una imagen y un sonido tan diáfanos como si hubiera estado viviendo allí. No había, sin embargo, sensación de identidad en lo que recibía; de algún modo, estaba apaciblemente bloqueado respecto a todo cuanto pensara su futuro yo.
Lawson dio un salto y contuvo la respiración en una violenta conmoción emotiva. Harry se dio cuenta de que su visión estaba siendo compartida por su padre. Se utilizaba una fuerza sutil pero enorme, que abría los viejos canales de las facultades perdidas hasta el momento. A continuación, dejó que toda su conciencia fluyera hacia la premonición.
El invierno terminaba otra vez y había desaparecido ya el hielo, pero la angosta cañada estaba todavía demasiado fría para bañarse o andar en ella. Él estaba acostado sobre la hierba joven, protegido del fresco viento que soplaba detrás suyo. Al otro lado de un pequeño puente había una vieja casa de madera, añeja de tiempo y recuerdos. Sus ojos se pasearon por ella y por los campos que la rodeaban.
El balbuceo de un niño alcanzó entonces sus oídos y se volvió para mirar más allá de la cañada, hacia una pequeña cala. Allí estaba su hijo de tres años, con un pie en la arena y el otro en el agua. El niño miraba a su abuelo, intentando determinar por los pensamientos que pasaban por la cabeza de Lawson si la amenaza de castigo había sido en serio. Alzó el piececito y lo hundió con estrépito y felicidad en el agua, mientras Lawson corría hacia él, entre juramentos y sonrisas.
Harry sintió una sensación muy ligera dentro de sí. Entonces desapareció el balbuceo infantil. De mala gana, aunque con rapidez, los pies del chiquillo salieron del agua helada y corrieron a los zapatos que se había quitado. Harry se acomodó nuevamente al tibio sol, y contempló la extensión de sus tierras. Era un lugar de descanso, un lugar al que un hombre podía volver en triunfo o a buscar alivio de la fatiga, un refugio o un hogar.
Hubo una sensación de algo que se abría, y de nuevo apareció la presencia Otra vez se le acercó con aquella sensación de inconmensurable distancia y los abismos inimaginables. Se le acercó con su búsqueda solitaria e inacabable, extendiéndose suavemente hacia él. Era algo totalmente extraño, aunque cálido, con un sentido de amistad superior a todo lo que la humanidad había aprendido.
Por un instante, pareció pasar de largo, pero luego volvió, intensa y súbitamente consciente de que él estaba allí.
No hubo comunicación. No existían todavía puentes por los que encauzar las diferencias de pensamiento ni había claves para un intercambio de conceptos. Sólo había un encuentro y una identificación.
La presencia se unió a él por un segundo, enviando una sensación que Harry traducía como un próximo encuentro. Hubo algo que podría haber sido el afecto exultante de un padre ante su inteligente hijo, y luego la presencia se fue.
La precognición de Harry fue desapareciendo, dejando tras sí tan sólo un leve recuerdo. Se quedó mirando a su padre y advirtió que los ojos de Lawson estaban llenos de lágrimas. Entonces le llegó la comprensión completa de lo que había visto y se levantó de pronto echando hacia atrás la silla en un movimiento brusco.
—¡Ellen!
No había visto signo alguno de ella en la visión, aunque el niño debía de ser suyo.
No obstante, el rostro de Grimes no reflejaba ninguna preocupación fuera de lo normal cuando el abogado alzó la vista hacia ellos en el momento de entrar en el dormitorio.
Ellen estaba en la cama. Tenía el rostro de un niño dormido. Sus labios estaban amoratados a causa de las lesiones que ella misma se había infligido, y sus dedos reposaban envueltos en vendas. La habían lavado y llevaba el pelo suelto y peinado hacia atrás. No se advertía tensión alguna en ella.
Harry dirigió hacia ella sus pensamientos con gran suavidad. El infierno por el que había pasado y los brutales medios empleados para hacerla regresar podían haber acabado con sus poderes, al igual que los tratamientos de shock habían destruido los de Lawson. Su mente estaba tranquila ahora, y con un sueño rítmico que parecía natural. Entonces su mente reconoció la de él. Harry le dedicó una bienvenida que no necesitaba palabras y ella se volvió hacia él. Si antes le había tenido miedo, éste había desaparecido por completo.
La respuesta de Ellen parecía menos pletórica y muy debilitada, pero la fuerza podría recuperarse, en tanto sus poderes no se perdieran por completo. Sondeó un poco más, siempre con mucho cuidado, y encontró cicatrices y zonas que habían sido cerradas, como si fueran demasiado dolorosas para utilizarlas. En resumen, Ellen estaba en paz consigo misma.
Entonces abrió los ojos, se irguió en la cama y les miró durante un minuto. Asintió y les sonrió, con la sonrisa infantil que aparecía en su sueño. Sin embargo, la presencia de su mente en la de Harry fue mayor entonces, y pareció sacar fuerzas de él.
—Hola, Harry —dijo—. No soporto este lugar. Quiero volver a nuestro hogar.
Harry asintió y le sonrió, mientras Grimes daba su aprobación.
—Bien, cariño —le dijo Harry—. Nos iremos. Hemos terminado aquí y volveremos a casa en cuanto haga las maletas.
El interludio había terminado.
17 - Amén
El profesor Harris contemplaba detenidamente la gran rata gris en la jaula que tenía ante sí, mientras asentía con impaciencia a las nerviosas explicaciones que profería el joven Jones. La rata los miraba con calma, sin buscar sus ojos ni tampoco retirando los suyos.
—Ésta no se va a volver loca —repetía Jones—. Lo hemos probado todo. Jenny, la señorita Simpson, quiero decir, pensó que debíamos haber cometido algún error, así que la pusimos en el segundo lote y volvió a pasarlo todo. ¡Pero no reacciona! Mire las demás de esa jaula grande. Todas cayeron en shock. En cambio ésta..
Harris asintió otra vez e intentó aparentar interés. Ya había leído el informe. Habían probado todo tipo de presión y de castigo inesperado con aquella rata llamada Muley. La sometieron a una confusión de recompensas y castigos, mezclaron comida y descargas eléctricas, es decir, convirtieron la vida de la pobre bestia en un infierno. A pesar de ello, Muley se negaba a cooperar; simplemente, había aceptado los antojos del destino y se limitaba a esperar.
Harris cortó el torrente de palabras.
—Muy bien, Jones. Puede librarse de las otras.
—¿Y Muley?
—¿Muley? —Harris sonrió mirando a la rata, y empezó a abrir la jaula—. No, Jones. Demasiado sencillo para él. Durante veinte años, he esperado encontrar una de su tipo. Tengo muchísimas cosas especiales para él.
Muy especiales, pensó. ¡Pobre Muley!
Tomó a la rata en sus manos y salió, acariciando con gesto aprobador su piel grisácea. Muley le devolvió la mirada con gran tranquilidad.
FIN