Publicado en
enero 20, 2010
Extranjeros En La Tierra
Poul Anderson
Título Original En Ingles:
Strangers From Earth
¡CUIDADO, TERRESTRE!
Al acercarse a la cabaña, se dio cuenta de que alguien le estaba esperando.
Se detuvo un momento, con el ceño fruncido y agudizó su percepción para analizar aquel destello de conocimiento. Algo en su cerebro se estremeció ante la presencia del metal, y se produjeron más sutiles tonalidades de lo orgánico —aceite, caucho y plástico— que él rechazó como un pequeño y común helicóptero, concentrándose en los débiles y enloquecedoramente engañosos fragmentos de pensamiento, nerviosa energía, corrientes entre células y moléculas. Solamente podía ser una persona; y el perfilado recuerdo de sus datos encajaban únicamente en una posibilidad.
Margaret.
Durante otro instante permaneció inmóvil, y su primordial sensación fue de tristeza. Sintió enojo y quizá también algo de desaliento porque su escondite hubiera sido localizado al fin. Pero más que nada era piedad lo que le dominaba. ¡Pobre Peggy! ¡Pobre pequeña!
Bien. Tendría que afrontarlo. Enderezó sus flacos hombros y reanudó su paseo.
El bosque de Alaska estaba tranquilo a su alrededor. Una débil brisa vespertina susurraba entre los oscuros pinos, acariciando sus mejillas como una fría y solitaria presencia en la quietud. En alguna parte los pájaros gorjeaban, mientras se disponían a descansar; los mosquitos producían un zumbido agudo y fino, arremolinándose sobre el círculo mágico de la sustancia inodora y repelente que él había compuesto para ahuyentarlos. Por lo demás, sólo se oía el quedo chasquido de sus pasos sobre el viejo suelo cubierto de agujas de pino. Después de dos años de silencio, las vibraciones de la presencia humana eran como un enorme grito a lo largo de sus nervios.
Cuando salió a la pequeña pradera, el sol se escondía tras las colinas del norte. Largos rayos áureos se filtraban a través de la vegetación, besando el césped y tiñendo la acurrucada choza de un color embrujado y creando enormes sombras ante ellos. El helicóptero era como un fulgor metálico en el oscurecido bosque, y su proximidad le cegó antes de que pudiera reconocer a la muchacha.
Ésta, de pie ante la puerta, estaba esperando, y el sol del atardecer tornaba su pelo de un tono oro rojizo. Vestía el mismo suéter rojo y la falda azulmarino que había llevado la última vez que estuvieron juntos; sus frágiles manos las tenía cruzadas ante sí. En esta misma actitud le había esperado muchas veces cuando él salía del laboratorio, tranquila como un niño obediente. Nunca le había hecho víctima de su vivacidad un tanto petulante, ni aún después de haberse dado cuenta de cómo la incomprensiva mente que él poseía se desparramaba como la lluvia de uno de los grandes pinos.
—Hola, Peggy — dijo, sonriendo forzadamente y sintiendo la insensata inoportunidad de sus palabras. ¿Pero qué podría decirle?
—Joel... — susurró ella.
Él se dio cuenta del sobresalto y estremecimiento nervioso de Margaret, y su anterior sonrisa acentuó su embarazo, al decir, meneando la cabeza:
—Sí... toda mi vida he sido calvo como una bola de billar, y estando aquí solo, no había razón alguna para llevar peluca...
Los grandes ojos avellanados de Margaret lo escrutaron. Iba vestido de modo ordinario: camisa a cuadros, pantalón tejano manchado y gruesos zapatones; llevaba una caña de pescar, una caja para el aparejo y una retahíla de percas. Pero no había cambiado en absoluto. El pequeño cuerpo esbelto, sus facciones de fina osamenta, que no traducían una determinada edad, y sus luminosos ojos bajo la ancha frente... todo seguía igual. El tiempo no había pasado para él.
Incluso la misma calvicie parecía un complemento en la persona de Joel, poniendo de relieve el acusado arco clásico de su cráneo, eliminando cualquier otra traza de vulgaridad con la que se había recubierto.
Vio que ella había adelgazado, y repentinamente supuso un enorme esfuerzo para él seguir sonriendo.
—¿Cómo me encontraste, Peggy? — preguntó sosegadamente.
Desde la primera palabra de la muchacha conocía él la respuesta; no obstante dejó que ella lo contara:
—Después de seis meses de ausencia sin haber tenido noticias tuyas, nosotros... todos tus amigos, si es que tenías alguno..., nos fuimos preocupando. Pensábamos que quizá te había ocurrido algo en el interior de China. Así, pues, empezamos a investigar con ayuda del Gobierno de China, no tardando en saber que nunca habías estado allí. Fue no más que una inocentada esa historia de la investigación de los lugares arqueológicos, un velo para ganar tiempo mientras tú desaparecías. Proseguí tu búsqueda aun después de que todos los demás habían desistido, y finalmente se me ocurrió Alaska. En Nome oí rumores de un campesino huraño y extravagante que vivía en la selva. Y así llegué aquí.
—¿No podías haberme dejado como desaparecido? — preguntó cansadamente Joel.
—No. —Los labios y la voz de Peggy temblaban. — No hasta que no estuviese segura, Joel. No, hasta saber que estabas a salvo y... y...
Él la besó saboreando la sal en su boca, percibiendo la sutil fragancia de su cabello. Las olas rotas de los pensamientos y emociones de Peggy se estrellaron sobre él, remolineando a través de su cerebro en una resaca de soledad y desolación.
Súbitamente se dio exacta cuenta Joel de todo lo que iba a suceder, lo que diría a Peggy y las respuestas de ella... casi palabra por palabra previó toda la conversación, y su futilidad fue como una carga de plomo en su mente. Sin embargo, debía apechar con ello, arrancando casi cada sílaba. Los seres humanos eran así: avanzaban a tientas en una oscura soledad, llamándose mutuamente a través de las profundidades, sin entenderse jamás.
—Fue magnífico de tu parte —dijo con embarazo Joel—. No deberías haberlo hecho, pero así fue... —Su voz se fue extinguiendo. No había palabras que no fuesen banales y sin sentido.
—No pude evitarlo —susurró ella—. Sabes que te quiero.
—Mira, Peggy —respondió él—. Esto no puede continuar. Tenemos que afrontarlo ahora. Si te digo quién soy, y por qué hui... —Intentó aparentar jovialidad al añadir —: Pero no convienen las escenas emotivas con el estómago vacío. Entremos y freiré este pescado.
—Estupendo —dijo ella, con algo de su antiguo vivo espíritu—. Pero creo que soy mejor cocinera que tú.
—Sin embargo, me parece que no habrías podido usar mi equipo — dijo él a su vez, aun a sabiendas de que su réplica la ofendería.
Seguidamente señaló a la puerta, abriéndola. Peggy le precedió al interior, viendo él que su cara y manos estaban encarnadas por picaduras de mosquito. Peggy debió de haberle estado esperando mucho tiempo.
—Ha sido mala suerte que llegaras hoy —dijo Joel con acento casi de desesperación—. Tengo la costumbre de trabajar aquí dentro. Por casualidad hoy estuve fuera.
Ella no respondió. Paseaba su mirada en torno, intentando hallar el enorme orden que sabía debería yacer bajo aquel caos de material.
Joel había dispuesto troncos y tablas en el exterior, para que la cabaña tuviese el aspecto de una choza común y ordinaria. Pero en el interior podía haber sido su laboratorio de Cambridge, ya que Peggy reconoció parte del equipo. Antes de partir había llenado el avión de material. No recordaba ella otras cosas, que eran el producto del trabajo de dos años de soledad de él: una jungla de alambre y tubería, contadores y otros aparatos menos comprensibles. Sólo algo de todo aquello tenía el aspecto de tosco e inacabado, de estructuras o dispositivos experimentales. A buen seguro había estado trabajando en alguno de sus grandes proyectos y ahora debería estar cerca del final.
Pero... ¿y después de aquello?
El gato gris que había sido el único y verdadero camarada de Joel, incluso en su época de Cambridge, se restregó contra las piernas de Peggy con un maullido que pudiera ser de reconocimiento. «Una bienvenida más amistosa que la que él me dio», pensó ella amargamente; luego, al percatarse de la grave mirada fija de Joel, se ruborizó. Ella le había arrancado a la soledad que por su propia voluntad escogiera, y él había sido más que razonable al respecto.
Razonable... pero no humano. Ningún varón terrestre, por muy despegado que estuviera, podría haber sido perseguido por una mujer atractiva a través del mundo sin sentir más que la queda pena y compasión que él mostraba.
¿O acaso sentía algo más Joel? Jamás lo sabría Peggy. Nadie podría saber nunca lo que pasaba en el interior de aquel magnífico cráneo. El resto de la humanidad tenía muy poco en común con Joel Weatherfield.
—¿El resto de la humanidad? — preguntó él con blandura.
Peggy sintió un sobresalto. La vieja treta de leer el pensamiento habría sido suficiente para enloquecer a cualquiera. Cuando este fenómeno se producía, nunca se podía saber si se trataba de una conjetura basada en una excelente lógica o hasta qué punto era... era...
Asintió él con la cabeza, diciendo al mismo tiempo:
—Soy en parte telepático, y puedo cubrir los huecos por mí mismo... como el Dupin de Poe, sólo que mejor y con más facilidad. También hay otras cosas implicadas... pero por el momento dejémoslas. Más tarde... —Arrojó el pescado a una especie de cabina y reguló varios cuadrantes—. La comida está haciéndose — añadió.
—Según veo, ahora has inventado el cocinerorobot — observó ella.
—Me ahorra trabajo.
—Si lo patentaras podrías hacer otro millón de dólares o cosa así.
—¿Para qué? Tengo más dinero ya del que cualquier ser razonable necesita.
—Pero bien sabes que has salvado a gentes muchas veces.
Él se encogió de hombros.
Ella examinó una habitación más pequeña, en la que debía de hacer su vida. Estaba someramente amueblada, con un catre y una mesa escritorio y algunas estanterías conteniendo su enorme biblioteca microimpresa. En una esquina se hallaba el instrumento multitonal con el cual componía la música que nadie gustara o comprendiera jamás. Pero él siempre había hallado la música del hombre superficial y anodina. Y también el arte del hombre y su literatura y todas sus obras y vidas.
—¿Cómo le resultó a Langtree lo de su nuevo encelógrafo? —preguntó, aunque podía suponer la respuesta—. Recuerdo que tú ibas a ayudarle en ello.
—No lo sé —respondió ella lentamente, preguntándose para sus adentros si su voz reflejaba su propio cansancio—. Todo el tiempo lo he pasado mirando, Joel.
Él hizo una mueca de dolor y volvió a la cocina automática, en la cual se abrió una puerta, deslizándose fuera una bandeja con dos platos, los que puso sobre una mesa, indicando con un ademán a las sillas y diciendo:
—Al ataque, Peggy.
A pesar de sí misma, la máquina fascinaba a la muchacha.
—Debes de tener una unidad de inducción para cocinar con esa rapidez —murmuró—, y supongo que tus patatas y verduras se hallan almacenadas en el interior de ella. Pero las partes mecánicas... — Meneó la cabeza con perplejo asombro, sabiendo que un fotocalco azul habría revelado algún dispositivo de lo más simple, que contendría sólo ingenio.
Latas de fresca cerveza brotaron de otro compartimiento. El rió entre dientes y alzó la suya diciendo:
—La obra más grande del hombre. Salud.
Ella no se había dado cuenta de que tuviese tanta hambre. Él comió más lentamente, contemplándola, pensando en la incongruencia de que la doctora Margaret Logan, del Instituto Técnico, se encontrase devorando pescado y trasegando cerveza en una cabaña de los andurriales de Alaska.
Tal vez debiera él haberse ido a Marte o a algún otro satélite del planeta. Pero no, ello habría supuesto dejar una pista mucho más clara para cualquiera... no se puede en efecto embarcar en una astronave de manera tan fortuita como si se fuese a la China. Si había de ser hallado, prefería que hubiese sido ella. En adelante guardaría su secreto con la obstinada lealtad que siempre le había conocido.
Peggy siempre había sido una agradable compañía, desde que la conoció hallándose él asistiendo en el Instituto Técnico a la última tarea de cibernética. Doctores en Filosofía de veinticuatro años con brillantes antecedentes eran bastante raros... y cuando tal hecho concurría en una muchacha guapa, era cosa única. Langtree había estado desesperadamente enamorado de ella, desde luego. Pero ella había apechado con un doble programa de trabajo, ayudando a Weatherfield en su laboratorio particular, además de sus deberes acostumbrados... y planeaba proseguir en estos experimentos cuando expirase su contrato. Ella le había sido más que útil, y él no había estado ciego a sus encantos, pero la suya había sido la misma admiración que tenía por los paisajes y por los gatos de pura raza al aire libre. Y ella además había sido uno de los pocos seres humanos con quienes pudiera hablar en absoluto.
Había sido. Agotó las posibilidades de ella en un año, del mismo modo que exprimía la de la mayoría de las personas en un mes. Había aprendido a conocer cómo reaccionaría ella en cada situación, lo que diría a cualquier observación suya, y sabía los sentimientos de ella con una percepción sensible más allá del propio conocimiento de la muchacha. Y la soledad había vuelto.
Pero no tenía previsto el que ella le encontrase, pensó murriosamente. Tras haber planeado su huida, no se había cuidado —o atrevido— de extraer todas las consecuencias lógicas. Bien, ahora estaba ciertamente pagando por ello, y también ella.
* * *
Levantó la mesa y puso sobre ella café y pitillos antes de que comenzaran a hablar. La oscuridad velaba las ventanas, pero sus tubos fluorescentes se encendieron automáticamente. Ella oyó el aullido atenuado por la distancia de un lobo en la noche, y pensó que el bosque le era menos ajeno que aquella estancia llena de máquinas y que el hombre que se hallaba sentado contemplándola con aquella mirada demasiado brillante.
Él se había instalado en un sofá y el gato gris había trepado a sus rodillas, donde ronroneaba plácidamente mientras él le acariciaba la piel con sus delgados dedos. Ella tomó asiento en un taburete a los pies de él, y puso una mano sobre su rodilla. Resultaba inútil suprimir los impulsos, ya que él los conocía mucho antes de que ella los ejecutara.
—Peggy —dijo lentamente—, estás cometiendo un endiablado error.
Ella pensó brevemente en cuan baladíes eran sus palabras, y luego recordó lo desmañado que siempre había sido al hablar. Resultaba como si no sintiese los corrientes matices humanos y hubiese de abrirse paso a través de la sociedad por una maquinal repetición de las palabras.
—Está bien — dijo él asintiendo con la cabeza.
—¿Pero qué es lo que te pasa? —protestó ella desesperadamente—. Ya sé que todos acostumbran a llamarte «pez frío» y «cabezudo» y «tubo de vacío animado», pero no es así. Sé que sientes más que cualquiera de nosotros, sólo que... sólo que...
—Sólo que no del mismo modo — completó él amablemente la frase
—Oh, siempre fuiste de una especie rara —dijo ella flemáticamente—. El niño prodigio, ¿no es así? Un chicuelo campesino que ingresa en Harvard a los trece años y se gradúa con las mejores notas que pueden obtenerse a los quince. Inventor del propulsor espacial iónico, del proceso de la desintegración iónica controlada, de la vulcanización por el frío, de la determinación de la edad geológica por la estructura cristalina, y Dios sabe cuántas otras cosas se hallan en la oficina de patentes... Premio Nobel de Física por tu mecánica de la relatividad de las ondas. Precursor en una rama totalmente nueva de series matemáticas. Brillante escritor sobre arqueología, economía, ecología y semántica. Fundador de escuelas enteramente nuevas en pintura y poesía. ¿Cuál es tu cociente intelectual, Joel?
—¿Cómo puedo saberlo? Sobre 200 o cosa así, el C.I. pierde su significado en el sentido ordinario. Yo fui de lo más simple, Peggy. La mayor parte de mi obra publicada fue realizada en edad temprana, brotando de un deseo pueril de alabanza y reconocimiento. Después, ya no pude detenerme... las condiciones no lo permitían ya. Y, naturalmente, tenía que hacer algo en consonancia con mi época, y con mi edad.
—Y de pronto, a los treinta años, recogiste velas y desapareciste. ¿Por qué?
—Esperaba que creyesen que había muerto —murmuró él—. Inventé un desastroso aterrizaje en el desierto de Gobi, pero creo que nadie lo halló nunca Debido a que pobres tontos leales como tú no creyeron que yo pudiese morir. Jamás se os ocurrió a ninguno buscar mis restos. — Pasó su mano acariciadoramente por el pelo de la muchacha y ella suspiró, apoyando su cabeza contra las rodillas de él —. Debí haberlo previsto.
—¿Por qué diablos tenía que haberme enamorado de un hombre como tú?... no lo sabré nunca —dijo ella por fin—. La mayoría de las mujeres escapaban asustadas. Ni siquiera tu dinero podía retenerlas. — La muchacha respondía a su propio interrogante con la precisión de un largo meditar —. Pero era la calidad fina, supongo. Después de ti todo lo demás se hacía tan vulgar e insípido... —Alzó sus ojos a él, y hubo en ellos una comprensión súbitamente espantada —. ¿Y es por eso que nunca te casaste? — murmuró.
Él asintió compasivamente. Y luego añadió:
—Así es, no me hallo aún interesado por el sexo. Me encuentro todavía en la temprana adolescencia, ya lo sabes.
—No, no lo sé. — No se movió, pero él la sintió más pegada contra sí.
—No soy humano — dijo Joel Weatherfield sosegadamente.
—¿Un mutante? No, no podrías serlo...
Él podía sentir la tensión de ella, la súbita carrera del violento pensamiento y muda corriente nerviosa, el latido de la sangre al buscar el equilibrio y las glándulas endocrinas en un tirante nivel de peligro. Era el antiguo temor instintivo de la oscuridad y lo desconocido y las hambrientas presencias más allá del tenue círculo luminoso de una hoguera... manteníase ella inmóvil, pero era como un animal erizado de pánico.
Al cabo de un rato durante el cual él acarició simplemente el cabello de ella, renació la calma. La muchacha volvió a alzar la vista, esforzándose por fijarla en los ojos de él.
Joel sonrió tan bien como pudo y dijo:
—No, no, Peggy, todo esto jamás podría ocurrir en una mutación. Yo fui encontrado en un campo de trigo una mañana de verano hace treinta años. Una... mujer... que debió de haber sido mi madre, se hallaba tendida a mi lado. Más tarde me dijeron que era de mi tipo físico, y que el curioso vestido tornasolado que llevaba les hizo pensar en algo circense. Pero estaba muerta, quemada y desgarrada por la electricidad contra la que había intentado escudarme con su cuerpo. Sólo había algunos fragmentos cristalinos en derredor. Las gentes la enterraron.
»Los Weatherfield eran un matrimonio de la localidad, ya de edad madura, sin hijos y muy amable. Yo era sólo un chiquillo, naturalmente, y me tomaron consigo. Crecí muy despacio en lo físico, pero en cuanto a la mente era ya otra cuestión. Y a pesar de mi aspecto raro se sintieron muy orgullosos de mí. Pronto inventé el perfecto tupé para cubrir mi falta de pelo, y con él y una ropa corriente siempre me las he ingeniado para pasar por un ser humano. Pero puedes recordar que jamás he dejado que nadie me viese sin camisa y pantalones encima.
»Naturalmente, rápidamente decidí dónde debía hallarse la verdad. En alguna parte debía existir una raza, humanoide pero muy a la cabeza de la evolución del hombre, que puede viajar entre las estrellas. Como fuera, mi madre y yo habíamos sido arrojados sobre este planeta desierto, y en la inmensidad del universo, cualesquiera exploradores que hubiese, jamás nos encontraron.
Volvió de nuevo el silencio, y Margaret susurró ahora:
—¿Hasta dónde eres humano, Joel?
—No mucho —respondió él con un fulgor de la antigua sonrisa ingenua que ella recordaba. ¡Cuán a menudo lo había visto ella alzar la vista de algún trabajo que le resultaba particularmente bien, para mirarla precisamente así!—. …Verás, te lo mostraré.
Dio un silbido y el gato saltó de su regazo. Otro silbido y el animal recorrió, manipulando con sus patas en un conmutador, descargando varias placas que trajo en su boca.
Margaret respiró entrecortadamente.
—Jamás oí de alguien que entrenase a un gato para hacer recados — dijo.
—Este es un gato mas bien especial —replicó el distraídamente, inclinándose hacia adelante para enseñarle las placas—. Son rayos X de mí mismo. ¿Conoces mi técnica para fotografiar diferentes capas de tejido? La desarrollé precisamente para estudiarme a mí mismo. Confieso que también para exhumar los huesos de mi madre, los cuales demostraron que eran simplemente una versión femenina de mí mismo. Sin embargo, una variación del método de la estructura cristalina demostró que ella tenía por lo menos quinientos años de edad.
—¡Quinientos años!
El asintió añadiendo:
—Esa es una de las razones por las cuales estoy seguro de que soy un miembro muy joven de mi raza. Incidentalmente, sus huesos no mostraban señal alguna de edad, correspondiendo a la de un ser humano de veinticinco años. Yo no sé si el alcance de la vida natural de la raza es ése, o bien si tienen medios artificiales para detener la senilidad, pero lo que sí sé es que espero cuando menos un milenio de vida sobre la Tierra. Y la tierra parece tener una gravedad superior a nuestro hogar patrio; no es un paraje muy saludable para mí.
Ella estaba demasiado perpleja como para hacer otra cosa que inclinar la cabeza en gesto de asentimiento. El dedo de él pasó sobre las placas de rayos X, mientras decía:
—Las diferencias del esqueleto no son muy grandes, pero mira aquí y aquí... el pie, la espina dorsal... los huesos del cráneo son especialmente peculiares... Luego los órganos internos. Puedes ver por ti misma que ningún ser humano ha tenido jamás...
—¿Un corazón doble? — preguntó ella pensativamente.
—Una cosa por el estilo. Es un órgano simple, pero con más funciones. Mas eso no importa, lo más importante es la estructura nerviosa. He aquí varias del cerebro, tomadas a diferentes profundidades y ángulos.
Reprimió una entrecortada exclamación. Su trabajo sobre la encelografía habia requerido un buen conocimiento de la anatomía del cerebro. Ningún ser humano lleva esto en la cabeza.
No era mucho mayor que en el ser humano. Mejor organización, pensó ella; en el pueblo de Joel no se declararía jamás la demencia. Eran análogos de forma, una corteza de circunvolución prominente, una médula y todo lo demás. Pero había otras secciones y desarrollos que no tenían correspondencia con ningún ser humano.
—¿A qué corresponden? — preguntó ella.
—No estoy muy seguro —respondió él lentamente, un poco a disgusto—. Esto aquí puede ser lo que yo podría llamar el centro telepático, Es sensible a las corrientes nerviosas en otros organismos. Comparando las reacciones y palabras humanas con las emanaciones que puedo detectar, he registrado un grado muy limitado de telepatía. Puedo emitir también, pero puesto que ningún ser humano puede detectarlo, me es de poca utilidad tal poder. Esto otro parece estar destinado al control voluntario de las funciones involuntarias más corrientes... sensaciones de dolor, regulación endocrina y así sucesivamente... pero no aprendí nunca a emplearlo muy eficazmente, y no me atrevo a experimentar mucho en mí mismo. Hay otros centros... la mayoría de los cuales no sé siquiera para qué sirven.
Su sonrisa era cansada.
—¿No has oído hablar nunca de niñosfieras... criaturas humanas que ocasionalmente fueron criadas por animales? Jamás aprendieron a hablar o a ejercitar cualquiera de sus facultades específicamente humanas, hasta que fueron capturados y enseñados por los hombres. De hecho, apenas eran en absoluto humanos.
Y agregó:
—Yo soy un niñofiera, Peggy.
Ella comenzó a llorar, con sollozos que la estremecían como si estuviese sacudida por la mano de un gigante. Él la sostuvo hasta que cesó su llanto y volvió a sentarse corriéndole aún las lágrimas por las mejillas, diciendo con un tembloroso susurro:
—Oh, querido, querido, cuan solitario debes de haber estado...
¿Solitario? Ningún ser humano sabría jamás nunca cuánto.
Al principio la cosa no fue demasiado mala. De niño había estado demasiado absorto y recreado con la ampliación de sus horizontes intelectuales, como para cuidarse de que los demás chiquillos le molestaran... y éstos, a su vez, aborrecían de corazón a Joel por su rareza y retraimiento, que llamaban «hurañez». Sus padres adoptivos se habían percatado pronto qué no le eran aplicables las medidas corrientes, por lo que le sacaron de la escuela y le compraron los libros y material que quería. Habían tenido medios para permitírselo, y en correspondencia, a la edad de seis años, el pequeño patentó a nombre del viejo Weatherfield mejoras en maquinaria agrícola, lo cual convirtió a la familia en más que acomodada. Él había sido siempre un «buen muchacho», tanto como fuera capaz. No les había causado pesar adoptándolo, pero había sido patéticamente a la manera de la gallina que cría patitos y los ve un día nadar marchándose de su lado.
Los años de Harvard habían sido el paraíso, una orgía de aprender, de conversaciones y camaradería con los grandes, quienes veían a un igual en el solemne jovenzuelo. No había hecho vida social tampoco entonces, ni tampoco la había echado de menos, pues los estudiantes de carrera eran bastante necios y amedrentadores. Pronto aprendió cómo evitar la mayor publicidad... pues en medio de todo los niñosgenios no eran en conjunto desconocidos. Su único disgusto real había sido con un psiquiatra, quien estaba empeñado en que fuese más «normal». Rió entre dientes al recordar los medios casi diabólicos con los que atemorizara al hombre, haciendo que lo dejara finalmente en paz.
Pero hacia el fin, había topado con limitaciones en la vida. Parecía de lo más anodino el proseguir lecturas sobre lo evidente y volver a problemas que habían sido resuelto ya mil veces antes. Y comenzaba a encontrar un tanto tedioso a los profesores y cada vez más cuanto más capaz era de anticipar sus respuestas a sus preguntas y observaciones, y sus respuestas se le hacían cada vez más trasnochadas también.
Hacia tiempo que se había percatado de que lo que debía ser su verdadera naturaleza, aunque tuviera el sentido de no descubrirlo. Y luego el sueño comenzó a desarrollarse en él. ¡Hallar a su pueblo!
¿De que servía cuanto hiciera, si sus congéneres debían estar jugando con las mismas fuerzas como si fuesen juguetes, y sus mayores descubrimientos serían en su cultura tan viejos como el fuego en la del hombre? ¿Qué orgullo podía tener de sus realizaciones, si ninguno de los necios animales que las veían podían decir: «¡Bien hecho!» como debería ser dicho? ¿Qué camaradería podía tener con criaturas ciegas y estúpidas que pronto se hacían tan predecibles como sus máquinas? ¿Con quien podría él pensar?
Se sumió salvajemente en el trabajo con la simple meta de hacer dinero. No había sido duro ni difícil. En cinco años se convirtió en multimillonario, con apoderados que le descargaban de toda preocupación y responsabilidad, y con libertad de obrar a su guisa. El trabajo como evasión.
¡Cuán aburridas, chatas, rancias e infructuosas me parecen todas las prácticas de este mundo!
Más no de todo el mundo. En alguna parte, en algún lugar entre la hueste de las estrellas...
La larga noche se iba consumiendo.
—¿Por qué viniste aquí? — preguntó Margaret. Su voz era queda ahora, con acento desesperanzado.
—Quería el secreto, el retiro. Y la sociedad humana se me estaba haciendo insoportable.
Ella dio un respingo, diciendo:
—¿Has hallado ya el medio de construir una astronave más rápida que la luz?
—No. Nada de cuanto descubrí indica la manera de pasar la limitación einsteniana. Debe de haber un medio, pero no puedo hallarlo. En realidad no es demasiado sorprendente. Nuestro niñofiera jamás sería capaz probablemente de duplicar las naves oceánicas.
—¿Cómo esperas entonces salir del sistema solar?
—Pensé en una astronave tripulada por robots y yendo de estrella en estrella conmigo mismo en estado de hibernación. — Hablaba de ello como al acaso y como se puede descubrir algún esquema para reparar una espita rota —. Pero era de lo más impracticable. Mi pueblo no puede vivir en alguna parte cercana, pues de lo contrario habríamos tenido más indicaciones de ellos que la de un siniestro. Pueden no vivir en absoluto en esta galaxia. Me reservo esta idea como último recurso.
—Pero tú y tu madre debíais haber estado en alguna especie de nave. ¿Se encontraron algunos restos?
—Únicamente aquellos pocos fragmentos cristalinos que antes mencioné. Ello hace que me pregunte si mi pueblo emplea en absoluto naves espaciales. Quizá tienen alguna especie de materia transmisora. No, mi esperanza principal es algún género de señal de socorro que atraiga la ayuda.
—Pero si viven a tantos años de luz...
__He descubierto una rara clase de... bueno, podría llamársela radiación, aun cuando no tiene relación con el espectro electromagnético. Los campos de energía vibrando de cierto modo producen efectos detectables en un dispositivo similar bien graduado desde el principio. Es toscamente análogo a los antiguos transmisores de radio de inducción. Lo importante es que esos efectos son transmitidos en tiempo no mensurable de retraso o disminución por la distancia.
En otros tiempos ella habría estado henchida de admiración. Ahora se limitó a asentir, diciendo:
—Ya lo veo. Es una especie de ultraonda. Pero si no hay efectos de tiempo o de distancia, ¿cómo puede ser trazada? Sería por completo sin dirección, a menos que se pudiera enderezarla.
—No lo puedo... aún. He registrado un módulo de vibraciones que han de corresponder a la disposición de los astros en esta parte de la galaxia. Cada vibración representa una estrella, su intensidad la magnitud absoluta, y la separación temporal de las otras vibraciones la distancia de las demás estrellas.
—Pero esa es una representación unidimensional, y el espacio es tridimensional...
—Lo sé. No es tan sencillo como lo expuse. El problema de tal representación era muy interesante en topología aplicada... me llevó una buena semana su resolución. Pueden interesarte las matemáticas; tengo mis notas aquí por alguna parte... Pero de todos modos, cuando mis congéneres detecten esas vibraciones, serán capaces de deducir lo que intento. He puesto el Sol a la cabeza de cada serie de vibraciones, de manera que hasta sabrán el astro particular en el que me encuentro.
Y de todas formas también, sólo puede haber una o pocas configuraciones exactas a ésta en el universo, por lo que les doy una posición. He montado un aparato para radiar automáticamente mi llamada. Ahora únicamente me toca esperar.
—¿Durante cuánto tiempo has esperado?
Él frunció el entrecejo.
—Durante un año ya... y no ha habido señal alguna. Me estoy preocupando. Tal vez debería intentar otra cosa.
—Acaso ellos no empleen en absoluto la ultraonda. Podría ser ya anticuada en su cultura.
—Pudiera ser — convino él con ligera inclinación de asentimiento con su cabeza —. ¿Pero qué otra cosa hay?
Ella permaneció silenciosa, y Joel rebulló en su asiento y suspiró, diciendo:
—Ésta es la historia, Peggy.
Ella inclinó a su vez ligeramente la cabeza en gesto de asentimiento.
—No te aflijas por mí —prosiguió él—. Me va muy bien. Mi investigación aquí es interesante. Me gustan estos parajes y soy más feliz de lo que lo fuera durante mucho tiempo.
—Temo que eso no sea decir mucho — replicó ella.
—No, pero... Mira, Peggy, ahora ya sabes lo que soy. Un monstruo. Más ajeno para ti que un mono. No te debería resultar muy difícil olvidarme.
—Más difícil de lo que crees, Joel. Te quiero. Siempre te he querido.
—Pero... Peggy, eso es ridículo. Supón tan sólo que aceptara vivir contigo. Nunca tendríamos chiquillos... pero supongo que eso no importa demasiado. No tendríamos nada en común, creo. Ni una cosa. No podríamos hablar ni compartir cualquiera del millón de cosas que constituyen un matrimonio; apenas podríamos siquiera trabajar juntos. Yo no puedo vivir en sociedad humana ya más, tú perderías todas tus amistades y te harías tan solitaria como yo. Y al final envejecerías, tus encantos se marchitarían y morirías, mientras que yo estaría aún aproximándome a mi madurez. Peggy, ninguno de los dos lo soportaría.
—Lo sé.
—Langtree es un hombre magnífico. Sería fácil quererle. No tienes derecho alguno a impedir una herencia tan magnífica como la vuestra a tu raza.
El puso una mano bajo la barbilla de ella y ladeó su cabeza alzándola hasta la suya.
—Tengo ciertos poderes sobre el espíritu —dijo lentamente—. Con tu cooperación podría ajustar tus sentimientos sobre el particular.
Ella se echó tensa hacia atrás, con los ojos dilatados y con expresión de temor.
—No... — dijo.
—No seas tonta. Sólo se haría ahora lo que el tiempo hará de todos modos. —La sonrisa de él era cansada, torcida—. Soy, en verdad, una persona extraordinariamente fácil de olvidar, Peggy.
Su voluntad era demasiado poderosa. Irradiaba de él, en los brillantes ojos y en sus facciones delicadamente trazadas que eran casi humanas, vibraba en grandes ondas soporíferas de su cerebro telepático y parecía casi fluir a través de sus delgadas manos. Resultaba inútil resistir, fútil negarse... era preciso ceder, ceder y dormir. ¡Estaba tan cansada!
Finalmente asintió. Joel sonrió con la antigua sonrisa que ella conocía tan bien. Y comenzó a hablar.
Nunca recordó ella el resto de la noche, aparte de una especie de empañada semipercepción, una voz queda que susurraba en su cabeza y un rostro difusamente visto a través de nieblas ondulantes. En una ocasión, recordaba, había habido una máquina que producía un tictac y un zumbido, y pequeñas lucecillas fulgurando y girando en la oscuridad. Su memoria estaba removida, enturbiada como un tranquilo estanque, y las cosas que había olvidado a través de la mayor parte de su vida flotaban en la superficie. Le parecía como si su madre estuviese a su lado.
Al alba brumosa, él la dejó partir. Había en ella una profunda calma inhumana, miró a Joel con algo de la vacía mirada de una sonámbula y su voz era monocorde. Aquello pasaría, pronto volvería de nuevo a ser normal, pero Joel Weatherfield no sería sino un recuerdo con un tenue tinte emotivo, una especie de fantasma en algún recóndito compartimiento de su mente.
Un fantasma. El se sentía cansado al extremo, vacío, seco de fuerza y de voluntad. No pertenecía aquí, era una sombra que debía haber estado revoloteando entre las estrellas, la luz del sol de la Tierra lo borraba.
—Adiós, Peggy —dijo—. Guarda mi secreto. No hagas partícipe a nadie de donde estoy. Y buena suerte para ti en toda tu vida.
—Joel... —Hizo ella una pausa en el umbral con gesto perplejo en su rostro—. Joel, si puedes pensar en mi de ese modo, ¿no puede tu pueblo hacer lo mismo?
—Naturalmente. ¿Y que hay con ello? — Por vez primera no sabía él lo que iba a venir, había cambiado demasiado a la muchacha para predecirlo.
—Sólo esto... ¿por qué han de calentarse los cascos con artilugios como tu ultraonda para hablarse mutuamente? Deberían ser capaces de pensar entre las estrellas.
Él pestañeó. Ya se le había ocurrido, pero no había pensado mucho al respecto, habiendo estado demasiado preocupado con su trabajo.
—Adiós, Joel — dijo ella, volviéndose y echando a andar a través de la húmeda niebla gris. Un incipiente rayo de sol atravesó una hendidura y destelló en su cabello. Él permaneció en el umbral hasta que la muchacha desapareció.
* * *
Joel durmió la mayor parte del día, y al despertarse, comenzó a pensar sobre lo acontecido.
¡Por todos los santos, Peggy tenía razón! Él se había sumergido demasiado profundamente en los problemas puramente técnicos de la ultraonda, y desde entonces en la investigación matemática, pasando el tiempo en la espera, manteniéndose apartado como para considerar el fundamento lógico de la situación. Pero esto... tenía sentido.
Había tenido sólo la más vaga noción de los poderes inherentes a su propia mente. La ciencia física le había ofrecido un desemboque demasiado fácil. Tampoco podía, sin ayuda, esperar llegar lejos en tales estudios. Una criatura fiera humana podía tener la herencia de un genio matemático, pero a menos que fuese instruida por otro ser de su especie no comprendería jamás los elementos de la aritmética... o de la disertación o la sociabilidad o cualquiera de las actividades que separan y distinguen al hombre de los demás animales. Había precisamente una herencia demasiado dilatada de desarrollo prehumano y primitivamente humano en un hombre solo, como para recapitularla en el espacio de una vida, caso de que su ambiente no le presentara indicación alguna de la senda particular que sus antepasados habían tomado.
Pero aquellos ociosos nervios y centros cerebrales debían de ser para algo. Él sospechaba que existían medios de control directo sobre la mayoría de las fuerzas básicas del universo. La telepatía, la telequinesis, la precognición... ¿qué herencia divina le había sido denegada?
De todos modos, parecía que su raza había ido más allá de la necesidad del mecanismo físico. Con un completo conocimiento de la estructura de la continuidad de la energía espaciotiempo, con el control por la voluntad directa de sus procesos subyacentes, se proyectaban a sí mismos o a sus pensamientos, de estrella en estrella, creaban cuanto necesitaban por puro pensamiento... y no prestaban atención a las jerigonzas de razas menores.
¡Fantástica, vertiginosa perspectiva! Ante la gran visión centelleante que se presentaba ante sus ojos, quedóse sin respiración.
Sacudióse, volviendo a la realidad. El problema inmediato era entrar en contacto con su raza. Lo cual significaba un estudio de las energías telepáticas que hasta la fecha había casi ignorado.
Se zambulló, por decirlo así, en una fiebre de trabajo. El tiempo perdió su significado, convirtiéndose en una simple sucesión de días y de noches, en una luz evanescente y en remolineante nieve y en el lento retorno de la primavera. Nunca había tenido mucho más que su trabajo como motivo vital, y ahora devoró el último de sus pensamientos. Hasta durante los periodos de descanso y de ejercicio que se obligaba a tomar, su mente seguía aún ocupada en el problema, royéndolo como un perro un hueso. Y muy lenta, muy lentamente, el conocimiento fue ampliándose.
* * *
La telepatía no estaba directamente relacionada con las vibraciones cerebrales medidas por la encefalografía. Estas eran débiles, subproductos de corto alcance de la actividad neurónica. La telepatía, debidamente controlada, brincando sobre un espacio intermedio con una arrogante ignorancia del tiempo. Era, decidió, otra parte de lo que había etiquetado el espectro de la ultraonda, el cual estaba relacionado con la gravitación como un efecto de la geometría del espaciotiempo. Pero mientras que los efectos gravitacionales se producían por la presencia de la materia, los de la ultraonda se generaban al vibrar ciertos campos energéticos. Sin embargo, no aparecían a menos que existiese en alguna parte un receptor debidamente acordado. Parecían, como fuese, «percatarse» de un escuchador, aún antes de que nacieran a la existencia. Ello sugería fascinantes especulaciones sobre la naturaleza del tiempo, pero las desechó. Su pueblo sabría más de ello de lo que él pudiera jamás descubrir por sí solo.
Pero el concepto de las ondas era difícilmente aplicable a algo que viajaba a una «velocidad infinita»... pobre término semánticamente, pero apropiado, o cuando menos conveniente. Podía asignar una frecuencia a una ultraonda, la de la de los campos generadores de energía, pero entonces la longitud de onda sería infinita. Mejor era pensar en ello en términos de tensores y abandonar toda analogía gráfica.
Su sistema nervioso no contenía en sí las ultraenergías. Éstas eran omnipresentes, inherentes a la propia estructura del cosmos. Pero sus centros telepáticos, debidamente entrenados, se hallaban como fuere acoplados a aquella gran corriente subyacente, podían imponer sobre ella las vibraciones deseadas. De manera semejante, suponía, sus demás centros podían controlar aquellas fuerzas para crear o destruir o mover la materia, para cruzar el espacio, para escudriñar mundos de probabilidad pasados y futuros, para...
No podría hacerlo por sí mismo. No podría hallar lo bastante en toda su vida. Aun cuando fuese inmortal, acaso tampoco podría aprender jamás lo que tenía que conocer; su mente había sido instruida en los moldes del pensamiento humano, y aquello era algo que se encontraba más allá de la potencia de comprensión del hombre.
Pero todo cuanto necesito es enviar una llamada clara...
Luchaba con ello. A través de las interminables noches de invierno, sentado en su cabaña, combatía para dominar su cerebro. ¿Cómo enviar un grito a las estrellas?
Dime, niñofiera, ¿cómo resuelves una ecuación parcial diferencial?
Acaso algo de la respuesta se hallara en su propia mente. El cerebro tiene dos tipos de memoria, la «permanente» y la «circulante», y aparentemente la primera no se pierde nunca. Se retira al subconsciente, pero se encuentra aún allí, y puede emerger de nuevo. De chiquillo había observado cosas, registrado aspectos de aparatos y experimentado sensaciones de vibración, que su mente ya más madura podía ahora analizar.
Practicó la autohipnosis, empleando un aparato que ingenió como auxiliar, y los recuerdos volvieron, recuerdos de calor y luz y de grandes fuerzas vibratorias. Sí... sí, había una máquina de alguna especie, la podía ver trepidando y fluctuando ante él. Pasó un tiempo antes de que pudiera traducir las remotas impresiones de la infancia a sus presentes evaluaciones sensoriales, pero cuando hubo terminado la tarea, tuvo una clara imagen de... algo.
Esto ayudaba un tanto. Sugería ciertos tipos de conexiones en cadena, de diagramas y transmisores en circuito que nunca se le habían ocurrido antes. Y ahora, lenta, muy lentamente, comenzó a hacer progresos.
Una ultraonda requiere un receptor para su propia existencia. Así, no podía lanzar un pensamiento a ninguno de sus congéneres, a menos que uno de ellos estuviese a la escucha de aquella «onda» particular... en su tipo de frecuencia, modulación y otras características físicas. Y su mente no entrenada, sencillamente no emitía en tal «banda». No podía hacerlo, no podía imaginar la forma de onda del pensamiento normal de su raza. Se hallaba enfrentado a un problema semejante al de un hombre que en un país extranjero se ve obligado a inventar un lenguaje para sí mismo antes de poder comunicarse... sin siquiera poder permitirse el escucharlo, y sabiendo sólo que su fonética, gramática y valores semánticos son por completo diferentes de los de su idioma nativo.
¿Insoluble? No, tal vez no. A su mente le faltaba el poder de lanzar una llamada a través de las estrellas, la capacidad de hacerse inteligible. Pero una máquina no tiene tales limitaciones.
Podía modificar su ultraonda; tenía ya la potencia y podía darle la coherencia. Pues podía insertar un factor de azar en ella, un mecanismo que variase la forma básica de la onda en cada concebible permutación de características, corriendo a través de millones o billones de pruebas por segundo... y el azar podía ser también modulado, sus propios pensamientos podían ser superpuestos. Y cuando el aparato hallase resonancia con algo que pudiese recibir —algo, literalmente, a millones de años luz— se generaría una ultraonda, interrumpiéndose el elemento casual. Entonces, Joel podría sostenerse en aquella banda, examinándola a su gusto.
Más pronto o más tarde, una de las bandas que captara, sería la de su raza. Y él lo sabría.
* * *
El aparato, una vez terminado, presentaba un aspecto tosco y feo: era un objeto torpe y grandote compuesto de alambres entrelazados en una maraña, válvulas relucientes y remolineantes energías cósmicas. Un conductor se conectaba a una tira de metal que rodeaba la cabeza de Joel, imponiendo su módulo básico de ultraonda sobre el factor azar y remitiendo a su cerebro cuanto era recibido. Tendido en su catre y con un panel de mandos a su lado, contemplaba cómo funcionaba el aparato.
Vagos murmullos, sombras deslizantes, la extrañeza alzándose de las turbias profundidades de su mente... Rió tenuemente entre dientes, desechando la fría aprensión que brotaba de sus agotados nervios, y comenzó la experimentación con el artefacto. No se hallaba demasiado seguro él mismo de todas sus características, y llevaría algún tiempo antes de que lograse un control completo de aquel producto de su pensamiento.
Silencio, oscuridad, de cuando en cuando un destello, un breve instante cegador cuando los tanteos casuales chocaban con alguna resonancia básica y surgía una onda hablando a su cerebro. En una ocasión miró a través de los ojos de Margaret, y sobre una mesa, al rostro de Langtree. Había luz de velas, lo recordó después, y una pequeña orquesta de cuerda tocaba en el fondo. Otra vez vio el escorzo de una ciudad que los hombres no habían construido jamás, alzándose hacia un firmamento nuboso, mientras que un mar extrañamente lento y denso lamía sus muros.
En otra ocasión, también, captó un pensamiento fulgurando entre las estrellas. Pero no era un pensamiento de su especie, sino un gran destello blanco como un sol explotando en su cabeza, y frío, muy frío. Lanzó un chillido, y por espacio de una semana no se atrevió a reanudar sus experimentos.
En un atardecer primaveral halló su respuesta.
La primera vez, el choque fue tan grande que volvió a perder contacto. Quedóse tembloroso, haciendo grandes esfuerzos por recobrar la calma, intentando reproducir el exacto molde de su propio cerebro, así como a la máquina que había transmitido. Despacio, despacio... La mente de la infancia había estado girando en una bruma de sueños, así, pues...
La infancia... Pues su cerebro tanteante e incontrolable no podía resonar con ninguna de las mentes adultas soberbiamente entrenadas de su pueblo.
Pero un chiquillo no tiene lenguaje hablado alguno. Su mente se desliza amorfa de un molde a otro, no hay costumbres para fijarla, y una lengua es tan buena como otra. Por las leyes del azar, Joel había percutido con el compás que en aquel momento expresaba una criatura de su raza.
Volvió a hallarlo, y le inundó el hormigueante calor del contacto, deliciosamente, maravillosamente, como un río en un polvoriento desierto, o el sol venciendo al frío de la soledad introvertida y subjetiva en la cual los humanos se mecen y caminan desde sus nacimientos hasta el final de sus breves e insignificantes vidas. Encajó su mente a la del niño, dejando que las dos corrientes de conciencia fluyesen en una, como un caudal discurriendo hacia el poderoso mar de la raza.
El niñofiera se arrastró fuera del bosque. Los lobos aullaban a su espalda, los peludos hermanos de cuatro patas de las cuevas y de la caza y de la oscuridad, pero él no los oía. Inclinóse sobre la cuna de la criatura, cayéndole el cabello sobre su magra cara inexpresiva, y miró con tenue estremecimiento de temor y asombro. La criatura extendió su manita, y sus propios dedos retorcidos se dirigieron a tomarla, temblando ante el conocimiento de que era una garra semejante a la suya.
Ahora sólo tenía que esperar hasta que algún adulto examinase la mente de la criatura. No tardaría mucho, y en el ínterin descansaba en la intemporal paz adormilada de la primera infancia.
En alguna parte del cosmos exterior, quizás en un planeta que gravitaba alrededor de algún sol que nadie en la Tierra vería jamás, la criatura reposaba en una cuna de calor, vibrando fuerzas impelentes. No tendría una habitación en torno a ella, sino una oscuridad que ningún humano podría imaginar siquiera, iluminada por los fulgores de la energía que creaban las estrellas.
La criatura sentía la aproximación de algo que significaba cordialidad y blandura, dulzor en su boca y susurro en su mente. Y lanzaba un inarticulado grito de deleite, tendiendo sus manitas al vacilante crepúsculo de la estancia. Y la mente de su madre se le adelantaba, envolviendo a la pequeña.
¡Un grito!
Con frenesí, Joel se esforzó por alcanzar la mente de la criatura, intentando hacer penetrar las vibraciones localizadoras de su aparato a través de su cerebro. La perdió, y su mente se aturdió y se extenuó desmayadamente... pero no, no, alguien más le estaba ahora alcanzando, analizando el módulo de la máquina y sus propias violentas oscilaciones y encajándose suavemente en ellas.
Una voz profunda y fuerte en su cerebro, inequívocamente del sexo masculino... y Joel se relajó, dejando que la otra mente controlara la suya, emitiendo simplemente sus señales.
Les llevaría un poco de tiempo el analizar el significado de su llamada. Joel se hallaba tendido en estado semiconsciente, percatándose de que una pequeña parte de la mente del ser mantenía un hilo de contacto con él, mientras el resto se dirigía al exterior, emplazando a otras a través del Universo, en demanda de ayuda e información.
Así, pues, había vencido. Joel pensó en la Tierra, ensoñadora y un tanto ansiosamente. Era singular que en este momento de triunfo su mente se posara sobre las pequeñas cosas que había dejado tras sí... una puesta de sol en Arizona, un ruiseñor bajo la luna, el rostro ruboroso de Peggy inclinándose sobre un instrumento a su lado. Cerveza y música y pinos al viento...
¡Pero, oh, mi pueblo! Nunca más estar solitario...
Decisión. Una sensación de caída, de precipitarse desde un vórtice de estrellas hacia el Sol... ¡aproximación!
La criatura habría de localizarle en la Tierra. Joel intentó imaginar un mapa, aunque los módulos de pensamiento que correspondían en su cerebro a una visualización particular no tendrían un sentido para otro. Pero de cierta vaga manera, ello podría servir de ayuda.
Y acaso así fue. Pues la banda telepática dio un chasquido, pero se produjo un alud de otros impulsos, fuerzas vitales como una llama, la proximidad de una deidad. Joel dio un traspiés, jadeante, y luego abrió de par en par la puerta.
* * *
La luna se estaba alzando sobre las oscuras colinas, expandiendo una difusa luminosidad sobre los árboles y franjas de nieve y la empapada tierra. El aire era frío y húmedo, cortante en los pulmones.
El ser que se hallaba allí de pie, perfilado en la radiación de su ropaje, era de estatura más elevada que Joel, un adulto. Sus graves ojos eran demasiado brillantes para sostener su mirada; era como si la vida que albergaran fuese incandescente. Y cuando se expandió la fuerza completa de su mente, inundando y penetrando a Joel, recorriéndole cada nervio y célula...
Lanzó un grito de dolor y cayó sobre manos y rodillas. La intolerable fuerza se aligeró y atenuóse hasta un zumbido en su cerebro que le conmovió cada fibra. Estaba siendo estudiado, analizado, ni la más mínima parte de él se hallaba oculta ante aquellos terribles ojos y ante la lógica que recreaba más de él de lo que de sí mismo conociera. Su propio tergiversado lenguaje telepático se hizo súbitamente inteligible para el observador, y graznó su súplica.
La respuesta contenía piedad, pero era tan remota e inexorable como los truenos sobre el Olimpo.
Pequeño, es demasiado tarde. Tu madre debió de haber sido apresada en un... vórtice de energía y enviada a... a la Tierra, y ahora has sido educado por los animales.
Piensa, pequeño. Piensa en los niñosfieras de esta raza nativa. Cuando fueron restaurados a su propia naturaleza, ¿se convirtieron en humanos? No, ya fue demasiado tarde. Los rasgos fundamentales de la personalidad son determinados en los primeros años de la infancia, y sus atributos específicamente humanos, al no ser usados, se atrofiaron.
Es demasiado tarde, demasiado tarde. Tu mente se ha concentrado al extremo en moldes rígidos y limitados. Tu cuerpo ha verificado un ajuste distinto del que es necesario para sentir las fuerzas que empleamos. Hasta necesitas una máquina para hablar.
Joel yacía acurrucado en el suelo, temblando, sin pensar ni atreverse a hacerlo.
Los truenos rodaban a través de su cabeza:
—No podemos tenerte interfiriendo la debida instrucción mental de nuestros hijos. Y puesto que jamás podrás volver a tu naturaleza, sino sólo verificar la mejor adaptación que puedas a la raza con la cual vives, lo más benéfico, tanto como más sensato para nosotros, es efectuar ciertos cambios. Tu memoria y la de otros, tu cuerpo, el trabajo que estás haciendo y has hecho...
Hubo otros ocupando la noche, deidades viniendo a la Tierra, seres resplandecientes y terribles que arrancaban cada fragmento de experiencia que jamás hubiese tenido y emitían sus juicios sobre ello. La oscuridad le envolvió, y cayó definitivamente en la sima del olvido.
* * *
Despertóse en su catre, preguntándose por qué se sentía tan cansado.
Bueno, la investigación del rayo cósmico había sido, en efecto, un trabajo pesado y solitario. ¡Gracias al cielo y a su buena estrella, le había dado cima al fin! Se tomaría unas bien ganadas vacaciones en la patria. Sería bueno volver a ver a sus amigos... y a Peggy.
Y el doctor Joel Weatherfield, joven y eminente físico, se levantó alegremente y comenzó sus preparativos para el regreso al hogar...
DON QUIJOTE Y LOS MOLINOS DE VIENTO
El primer robot del mundo llegó caminando sobre verdes colinas, destellando la luz del sol en su bruñida armadura de metal. Andaba con una gracia ondulante que era casi felina, y sus pisadas no producían ruido... aun cuando podía sentirse vibrar el suelo bajo el impacto de su terrorífica masa, y el aire se estremecía por el gran motor que vibraba en su interior.
Él. No se puede pensar en el robot como siendo del género neutro. Tiene la brutal virilidad de un rifle naval o de un alto horno. Toda la suave y silenciosa elegancia del perfecto diseño y construcción no lograban ocultar el peso y fortaleza de una altura de dos metros y medio. Sus ojos ardían, como si con fogatas interiores de átomos incandescentes pudiesen ver en cualquier grado de frecuencia que escogieran, traspasándole a uno con un haz de rayos X. Lo habían construido humanoide, pero tuvieron el buen gusto de no ponerle un rostro; estaban los terribles ojos, con sus casquillos para lentes especiales cuando necesitaba una visión microscópica o telescópica, y disponía de unos cuantos otros pequeños orificios sensoriales y bucales, siendo, por lo demás, su cabeza, una máscara de reluciente metal. Humanoide, pero no humano... creación del hombre, pero más que hombre... la primera máquina independiente, volitiva, no especializada... pero habían soñado en ella hacía mucho tiempo, habiendo sido el genio en la botella, o el Golem, la cabeza broncínea de Bacon o el monstruo de Frankenstein, la criatura a imagen y semejanza humana, que podía servir o destruir con la misma facilidad desdeñosa.
Caminaba bajo un brillante firmamento estival, por campos iluminados por el sol y a través de pequeños sotos que tremolaban y susurraban al viento. Las casas de los hombres estaban esparcidas aquí y allá, las casas que los albergaban prácticamente; lejos, recortándose en el horizonte, hallábanse las factorías de la alimentación, casi automáticas; algunos autobuses aéreos de autopilotaje lo sobrevolaban sosegadamente. Veíanse seres humanos, hombres tostados por el sol y sus mujeres y niños en sus varias diligencias, con amplias vestiduras brillantes que flotaban a la brisa. Algunos pocos parecían estar trabajando: había un colorista experimentando una nueva armonía cromática, un compositor sentado en su veranda extrayendo notas de un instrumento, y un grupo de ingenieros en un laboratorio de muros transparentes, comprobando algunos mecanismos. Pero la mayor parte de las personas se recreaban. Una merienda campestre, un baile bajo la arboleda, un concierto, un par de enamorados, un grupo de niños entregados a uno de los juegos inmemorialmente antiguos de su edad, un viejo en una hamaca, tendido risueño con un libro y una botella de cerveza al lado... la raza humana tomaba las cosas con mucha calma.
Vieron pasar al robot, y con frecuencia se hizo el silencio al deslizarse su tremenda sombra. Sus detectores electrónicos percibían las vibraciones remolineantes que significaban nerviosismo, una débil inquietud... oh, tenían confianza en los hombres cibernéticos, no los consideraban como monstruos devoradores, pero se extrañaban. Sentían la antigua inseguridad del hombre por lo ajeno y desconocido, sus mentes se interrogaban profundamente qué era lo que el robot buscaba, y lo que su nueva e invencible raza podría significar para los moradores de la Tierra... para después, quizá, reírse y olvidarse de él cuando su fulgor trasponía las colinas.
El robot siguió adelante.
* * *
No había muchos clientes en el Casanova a aquella hora. Después de la puesta del sol el bar se llenaba, y los servicios automáticos tenían gran movimiento, pues había un buen espectáculo viviente, y la televisión se había hecho anticuada. Pero en aquellos momentos sólo se hallaban presentes quienes disfrutaban de un trago de media tarde.
El edificio se hallaba aislado, sobre un elevado y boscoso otero, rodeado de jardines y un terreno de aparcamiento, de buenas dimensiones. Su encolumnado exterior era largo y bajo y gracioso; el interior era fresco, umbroso y muy tranquilo; y el aire general de decoro, debido por entero a la falta de parroquianos, duraría probablemente hasta la noche. El administrador había salido para ocuparse de sus asuntos particulares, y las muchachas no creían que mereciese la pena asomar por allá hasta más tarde, de modo que el Casanova quedaba por entero al cuidado de sus máquinas.
Dos hombres se hallaban dando un buen tute a su artefacto automático, el cual apenas podía librar una bebida antes de que la siguiente moneda entrase en su ranura en demanda de otro brebaje. El hombre más pequeño se hallaba bebiendo whisky y soda, y el mayor una cerveza de las más fuertes, hallándose ambos ya por lo demás completamente achispados.
Sentábanse en una esquina, desde la cual podían mirar a través de la puerta abierta, aunque su atención estaba dirigida a sus bebidas. Era uno de esos curiosos conocimientos de barra de bar, que brotan súbitamente entre tipos de lo más diversos y antitéticos. Al día siguiente no se recordarían mutuamente, con toda probabilidad, pero en aquellos momentos estaban enfrascados en un intercambio de impresiones y confiándose sus cuitas.
El pequeño, de pelo negro y llamado Roger Brady, acabó su bebida y se sirvió otra.
—¡Al saco! — dijo triunfalmente.
—Dame tiempo — repuso el grande, de cabello colorado y de nombre Pete Borklin —. Esta pócima entra más despacio...
Brady sacó un pitillo. Sus dedos temblequearon al llevarlo a la boca y sopló la cerilla.
—¿Por qué no puede venir esa bebida en seguida? —rezongó—. Siento hasta diez segundos de demora. ¡Diez eternidades de sequía! A los combinados mezclados al instante les exijo que aparezcan con más rapidez que la luz.
Llegó el vaso y lo alzó a sus labios.
—Temo —dijo con la precisión de un hombre bebido— que voy a coger una llorera. Hubiese preferido un jaleo. Pero desgraciadamente no hay aquí nadie con quien pegarse.
—¡Yo me pego contigo! — ofreció Borklin, cerrando su enorme puño.
—Vaya... ¿y por qué? De todos modos no sería una lucha. Me barrerías de un manotazo. Y además, ¿para qué habríamos de pelearnos? Estamos en la misma barca.
—Sí, claro —convino Borklin contemplando sus puños—. De todos modos, no sirven de mucho. Cualquiera puede hacer un mejor trabajo de matar con una pistola automática que yo con... esto. — Y acto seguido abrió sus puños lentamente, como con un esfuerzo, y tomóse otro trago de su vaso.
—Lo que necesitamos hacer es luchar contra un mundo. Volar toda la Tierra y esparcir sus fragmentos desde aquí a Plutón. Sólo que tampoco serviría de nada, Pete. Aparecería alguna máquina y lo pegaría todo de nuevo.
—Yo lo que quiero es emborracharme —repuso Borklin—. Mi mujer me abandonó. ¿Te lo dije? Mi mujer me dejó.
—Sí, ya me lo contaste.
Borklin movió su cabezota, perplejo, y añadió:
—Dijo que era un borracho. Acudí a un doctor, como me lo indicó ella, pero tampoco sirvió de nada. Él dijo... he olvidado lo que dijo. Pero yo tuve que seguir bebiendo. No había otra cosa que hacer.
—Lo sé. La siquiatría ayuda a la gente a resolver problemas. Pero no es capaz de solucionar un problema que lleva a un hombre a la locura. Y cuando el problema es inherentemente insoluble... ¿qué cabe hacer? Sólo se puede beber y tratar de olvidar.
—Mi mujer quería que fuese algo. Intentó conseguirme un trabajo. ¿Pero qué podía hacer yo? Lo probé. Sinceramente, lo probé. Lo probé para... bueno, realmente lo he estado probando toda mi vida. Lo que sucede es que no había ningún trabajo. Cuando menos, ninguno que yo pudiese hacer.
—Afortunadamente, el subsidio al ciudadano es suficiente para emborracharse —manifestó Brady—. Sólo que las bebidas no llegan con bastante rapidez... Pido un bar automático instantáneo...
Borklin metió otra moneda en la ranura para servirse una nueva cerveza. Luego se miró las manos de manera aturdida.
—Siempre he sido fuerte —dijo—. Ya sé que no soy brillante, pero sí fuerte, y bueno para trabajar con máquinas y todo. Pero nadie quiso contratarme. —Desplegó sus recios dedos de trabajador—. Yo era obrero manual allá, en casa. Teníamos un pequeño local en Alaska, pero mi padre no pudo sostenerse ante tantos artilugios, y ahora que está muerto y el local vendido, ¿de qué me sirven mis manos?
—El paraíso de los obreros —manifestó Brady, contrayendo sus delgados labios—. Desde el final de la Transición, la Tierra ha sido Utopía. Las máquinas hacen todo el trabajo rutinario, todo él, y producen tanto, que las necesidades fundamentales de la vida están cubiertas.
—Al diablo. Necesitan dinero para todo.
—No mucho. Y uno recibe su subsidio de ciudadano, lo cual es una manera conveniente de cubrir las necesidades. Si se desea más dinero, más lujos, se trabaja como ingeniero, o científico, o músico, o pintor, o administrador de bar, o astronauta, o... de cualquier otra cosa para la cual hay demanda. No se trabaja demasiado duro. ¡El paraíso! — Los temblorosos dedos de Brady desparramaron ceniza sobre el mostrador. Un pequeño tubo surgió de la pared y la absorbió.
—Yo no puedo encontrar trabajo. No me quieren. En ninguna parte.
—Desde luego que no. ¿Para qué diablos sirve la labor manual en estos días? Las máquinas lo hacen todo. Oh, naturalmente, hay técnicos, una porrada de ellos... pero son hombres muy especializados, con años de entrenamiento. Quien no tiene nada más para ofrecer que su fuerza y una pequeña dosis de candidez, no consigue trabajo. ¡No hay sitio para él! —Brady tomó otro trago de su vaso—. El genio humano ha eliminado la necesidad de los obreros. Ahora sólo queda el eliminar al propio obrero.
Los puños de Borklin volvieron a cerrarse peligrosamente.
—¿Qué es lo que quieres decir...?
—Nada personal. Además, tú mismo lo sabes. Tu tipo no encaja ya en la sociedad humana. Así, los genetistas lo están extirpando de la raza. Se mantiene estática a la población, relativamente pequeña, y está evolucionando lentamente hacia un tipo que puede adaptarse al actual am... ambiente. Y ese no es tu tipo, Pete.
La cólera del hombrón se disolvió, y quedóse mirando abstraídamente a su vaso.
—¿Qué hacer? —murmuró—. ¿Qué puedo hacer yo?
—Pues nada, Pete. Sólo beber, e intentar olvidar a tu mujer. Sólo beber.
—Acaso quieran ellos ir a las estrellas.
—No en el curso de nuestras vidas. Y aun entonces, se querrán llevar sus máquinas consigo. Nosotros ya no seremos de ninguna utilidad. Bebe, viejo camarada. ¡Ea, alégrate! ¡Estás viviendo en Utopía!
Se produjo un silencio durante un rato. El día era brillante al exterior. Brady se hallaba agradecido a la oscuridad del bar.
Borklin dijo, por fin:
—Lo que no puedo imaginarme eres tú. Pareces despejado. Tú podrías encajar... ¿no?
Brady hizo una mueca humorística.
—No, Pete, aunque ya tuve un trabajo. Fui un mediocre auxiliar técnico. Un buen día no lo pude soportar. Dije al patrón lo que podía hacer con sus auxiliares, y desde entonces estoy bebiendo.
—¿Pero cómo fue?
—Cosa pesada, rutina... lo odiaba. Prefería estar borracho. También tuve asistencia siquiátrica, naturalmente, y no me hizo ningún bien. En realidad, el mismo insoluble problema que el tuyo.
—No lo comprendo.
—Yo soy un tipo brillante, Pete. ¿Por qué ocultarlo? Mi C.I. me clasifica entre los genios. Pero... no lo bastante brillante. — Brady hurgó su bolsillo, buscando otra moneda. Sólo pudo hallar un billete, pero la máquina le devolvió el cambio —. Quiero un servicio automático instantáneo... ¿o lo dije ya antes? No importa... — Escondió la cara entre sus manos.
—¿Qué quieres decir que no lo bastante brillante? — insistió Borklin. Tenía una vaga idea de que un nuevo sesgo de su propio problema podría concebiblemente ayudarle a ver una solución —. Eso es lo que a mí me dijeron, sólo que dorando la píldora. Pero tú...
__Yo soy demasiado brillante para ser un vulgar técnico. Y no poseo ninguno de los talentos literarios o artísticos que tanto cuentan hoy. Lo que yo deseaba era ser matemático. Toda mi vida lo deseé. Y trabajé en ello. Estudié. Aprendí todo cuanto cualquier cabeza humana puede contener, y sé dónde encontrar el resto. — Sonrió cansinamente —. Bien, ¿y cuál es el resultado? Pues que las máquinas matemáticas se han encargado de la cuestión. No ya sólo de todo cálculo rutinario —eso es antiguo— sino hasta de cada investigación independiente. Y a un nivel muy superior del que puede operar un cerebro humano...
»Todavía tienen seres humanos ocupados en la tarea. Desde luego. Tienen hombres que esbozan los problemas, controlan y comprueban las máquinas, las siguen a través de todas las etapas... hombres que son... el alma de la ciencia, aun hoy día.
»Pero... son sólo los genios de alto copete. Las mentes realmente brillantes y originales, que resplandecen de pura inspiración. Ellos son necesarios todavía. Pero las máquinas hacen todo lo demás... —Brady se encogió de hombros—. Y yo no soy un genio de primera fila, Pete —añadió—. Yo no puedo hacer algo que un cerebro electrónico puede ejecutar mejor y más rápidamente. Así es que tampoco conseguí mi trabajo.
Quedaron de nuevo inmóviles y en silencio, hasta que Borklin dijo pausadamente:
—Cuando menos tú puedes divertirte algo. A mí no me gustan todos esos conciertos y representaciones y todas esas pataratas. No me queda más que la bebida y las mujeres y tal vez alguna película estereofónica.
—Supongo que tienes razón —dijo Brady indiferentemente—. Pero yo no soy de la pasta de un hedonista. Ni tampoco tú. Ambos queremos trabajar. Queremos sentir que tenemos alguna importancia y valor... deseamos servir de algo. Nuestros amigos... tu mujer... yo tuve una muchacha una vez, Pete... esperan que seamos algo.
—Lo que pasa es que no hay nada que hacer.
Prendió su vista un rayo de sol deslumbrante y agudo. Miró a través de la puerta y respingó con tanta violencia que volcó su vaso.
—¡Gran universo! —barbotó—. Pete... Pete... mira, ¡es el robot! ¡Es el robot!
—¿Eh? — Borklin giró en redondo, enfocando su vista también al exterior —. ¿Qué es eso?
—El robot... ya has oído hablar de ello, hombre. — La papalina de Brady se había convertido en repentina intensidad temblorosa. Su voz sonaba como el metal —. Lo construyeron hace tres años en el Instituto Cibernético. Semejante al hombre, con un cerebro volitivo, no especializado... igual que el humano, ¡pero más potente!
—Sí... sí, ya oí hablar de eso — Borklin vio que la gran forma centelleante atravesaba a grandes zancadas los jardines, en desconocido peregrinaje que le hacía pasar frente al bar —. Lo estaban experimentando... Pero ha estado ya andando por ahí por espacio de un año o cosa así... ¿Dónde irá ahora?
—No lo sé. — Como hipnotizado, Brady siguió con la vista clavada en el poderoso artefacto —. No lo sé... — repitió con voz arrastrada. Súbitamente se puso en pie y barbotó —: ¡Lo hemos de saber! ¡Vamos, Pete!
—Donde... uh... por qué... — Borklin se alzó lentamente, como revolviendo su propio aturdimiento —. ¿Qué quieres decir?
__Es qUe no lo ves, ¿no lo ves? Es el robot... el hombre después del hombre... todo cuanto el hombre es, y mucho más aún de lo que podemos imaginarnos. Pete, las máquinas han estado reemplazando a los hombres, aquí, allá, por todas partes. Esta es la máquina que sustituirá al hambre.
Borklin no dijo nada, pero siguió fuera a Brady, quien no cesaba de hablar, rápida y mordazmente:
—Seguro... ¿por qué no? El hombre se compone simplemente de carne y sangre. Los humanos son solamente humanos. No son lo bastante eficientes para nuestro radiante nuevo mundo. ¿Por qué no desmigajar toda la raza humana? ¿Cuánto tiempo pasará hasta que no tengamos sino hombres de metal en un insensato hormiguero de metal?
»Vamos, Pete. El hombre está entrando en la oscuridad. Pero podemos caer combatiendo...
Algo de ello penetró en la mente de Borklin. Vio la poderosa máquina ante él, y repentinamente fue como si ella encarnara todo cuanto le había destruido. El último artefacto, la arrogancia final de la eficiencia, remota y convertida en deidad indiferente al triturarle... la odió súbitamente con una violencia que parecía hender su cerebro. Anduvo pesada y torpemente junto a Brady, y juntos abordaron al robot.
—¡Vuélvete! —gritó Brady—. ¡Ea, vuélvete y pelea!
El robot se detuvo. Brady cogió una piedra del suelo y se la arrojó, alcanzándole y produciendo la armadura del artefacto un sonido de metal.
El robot se volvió. Broklin corrió hacia él, maldiciendo. Sus gruesos zapatones patearon las junturas de los tobillos del robot, mientras sus puños le aporreaban el pecho, sin que nada dejase la menor huella.
—Quieto — dijo el robot. Su voz era de poca variación tonal, pero con gran resonancia, como de una campana —. Quieto. Te lastimarás a ti mismo.
Broklin se echó atrás, jadeando por el dolor de su carne magullada y la asfixiante impotencia. Brady vaciló en situarse ante el robot. El alcohol estaba zumbando en su cabeza, pero su voz fue singularmente clara.
—No podemos hacerte daño —dijo—. Somos quijotes embistiendo a los molinos de viento. Pero tú no sabes de esto. No sabes nada de los viejos sueños de los hombres.
—No puedo tomar en cuenta vuestras acciones presentes — dijo el robot. Sus ojos fulguraban con su profunda incandescencia, escrutando a los hombres. Inconscientemente, éstos se retiraron un tanto.
—Sois desgraciados —manifestó el robot—. Habéis estado bebiendo para escapar a vuestra propia infelicidad, y en vuestra actual embriaguez me identificáis con las causas de vuestra miseria.
—¿Por qué no? —barbotó Brady—. ¿Es que acaso no eres el causante? Las máquinas están imponiéndose en toda la Tierra con su presuntuosa eficiencia, convirtiendo en un parásito al hombre... y ahora vienes tú, el último artefacto, el que va a reemplazar al propio hombre.
—No tengo intenciones belicosas —dijo el robot—. Debierais saber que fui condicionado contra tales tendencias, mientras mi cerebro se hallaba en proceso de construcción. — Algo como una risita ahogada vibraba en la profunda voz metálica —. ¿Qué razón habría de tener para pelear con cualquiera? — Ninguna —dijo Brady con voz tenue—.
Ninguna en absoluto. Sólo que estás imponiéndote, y más y más como tú se están haciendo, y vuestro poder sin emociones comienza a...
—¿Comienza a qué? —preguntó el robot—. ¿Y cómo sabes que estoy carente de emociones? Cualquier sicólogo te diría que la emoción, aunque no necesariamente del tipo humano, es una base del pensamiento. ¿Qué razón lógica hace que un ser piense, trabaje y hasta exista? No puede razonar haciéndolo, lo hace simplemente debido a que su sistema endocrino, su planta de potencia energética hace funcionar... sus emociones. Y cualquier mentalidad capaz de una autoconciencia sentirá un grado de emoción tan grande como el vuestro... y será tan feliz o tan interesada... ¡o tan desdichada como vosotros!
Era fantástico, sobrenatural, hasta en un mundo habituado a las máquinas, que lo eran todo menos seres vivientes, hallarse argumentando así con una masa de metal y plástico, vacío y enérgico. La rareza de ello removió a Brady, quien se dio cuenta de lo bebido que estaba. Pero aún tenía que farfullar su odio y desesperación, proferir las frases que aliviasen algo de la restallante tensión que le apresaba.
—No me importa lo que sientas o no —dijo, con voz un tanto estropajosa—. Únicamente que tú eres el futuro, el insensato futuro en el que los hombres serán tan inútiles como yo lo soy ahora, y te odio por ello, y lo peor del caso es que no puedo matarte.
El robot se hallaba inmóvil, como una bruñida estatua de algún dios antiguo y no antropomórfico, pero su voz estremeció el aire con calma:
—Vuestro caso es de lo más vulgar. Habéis sido relegados a la oscuridad por la adelantada tecnología. Pero no os identifiquéis con toda la humanidad. Siempre habrá hombres que piensen y sueñen y canten y porten en sí y lleven adelante todo cuanto la raza ha amado siempre. El futuro pertenece a ellos, y no a vosotros... ni a mí.
»Me sorprende que un hombre de tu aparente inteligencia no se percate de mi situación. Pero... ¿para qué diablos sirve un robot? En la época en que la ciencia había avanzado al punto que pude ser construido, no había ya razón alguna para ello. Piensa... tenéis una máquina especializada para realizar o ayudar al hombre a ejecutar cualquier tarea concebible. ¿Qué posible empleo existe ahí para una máquina no especializada? El propio hombre cumple tal función, y las máquinas no son más que sus herramientas. ¿Necesita un ama de casa una sirvientarobot, cuando sólo precisa controlar la docena de máquinas que le hacen todas sus labores? ¿Por qué desearía un científico un robot que pudiese, pongamos por caso, penetrar en peligrosas cámaras radiactivas, si ha instalado ya aparatos automáticos y de control a distancia que lo hacen todo allá? Y seguramente los artistas y pensadores y políticos no necesitan robots, se hallan cumpliendo tareas específicamente humanas, y será siempre el hombre quien señale las metas de los hombres y sueñe sus sueños. La máquina para todos los fines es y siempre será... el propio hombre.
»Yo fui hecho para el estudio puramente científico. Al cabo de un par de años supieron que no había nada más por saber sobre mí... y ya no tuve otro objetivo. Me dejaron convertirme en vagabundo inofensivo, a la ventura, de manera que pudiese hacer algo... y se calcula mi vida en quinientos años.
»No tengo ningún designio. No tengo tampoco razón verdadera alguna para la existencia. Ni tengo compañía, ni puesto en la sociedad humana, ni empleo para mi fuerza y mi cerebro. Hombre, hombre, ¿crees que soy feliz?
El robot volvió a irse. Brady estaba sentado en el césped, sosteniendo su cabeza entre las manos para impedirla volar remolineando al espacio, de manera que no vio marcharse a la deidad gigante de metal. Pero sí percibió sus últimas palabras, y había algo de una emotiva amargura en la átona y broncínea voz, que jamás pudo después olvidar.
—Hombre, tú eres el único afortunado. ¡Tú puedes embriagarte!
GITANO
Desde lejos vislumbré el Traveler, mientras mi embarcación se mecía en dirección al planeta. La gran astronave semejaba un juguete a aquella distancia, una frágil burbuja de metal y aire y energía contra el enorme fondo del espacio. Pensé en las máquinas que contenía, zumbando, trepidando y rechinando muy tenuemente en la constante rotación de su servicio, convirtiendo al largo casco en un mundo viviente —el casco estaba entonces vacío de vida— y experimenté un súbito sentimiento singular de simpatía. Como si estuviese vivo el Traveler, sentí que se encontraba solitario.
El planeta se dilataba ante mí, semejante a un destellante escudo azul blasonado de nubes y continentes, rodando sobre una infinita oscuridad y las ígneas estrellas. Puerto, habíamos denominado a aquel mundo, el puerto al final de nuestro largo viaje, y había pocos nombres más atractivos. Puerto, abra, rada, descanso y paz y un firmamento sobre la cabeza, como una techumbre contra el puro fulgor del espacio. Era bueno llegar al hogar.
Escudriñé los cielos para percibir otra ojeada del Traveler, mas no pude hallar su minúscula forma entre aquella selva de apiladas estrellas. No importaba; se hallaba aún en órbita hacia el Puerto, anclado al planeta, quizá para siempre. Me concentré en la conducción hacia abajo de mi embarcación espacial.
La atmósfera silbaba en torno al casco. Al cabo de un mes pasado en la lobreguez y ponzoñoso frío del planeta quinto, solo entre nativos de lo más inhumano, ardía por lo general de impaciencia por volver a casa, y hacía descender mi artefacto con un atrevimiento que sobrecargaba las palancas reguladoras de la gravedad. Pero en esta ocasión fui con un poco más de cuidado, diciéndome que era preferible llegar tarde a la cena que no hacerlo en absoluto. O tal vez era aquella breve y casual visión del Traveler lo que me tornaba súbitamente cauteloso, y me hacía meditar. Después de todo, habíamos pasado algunos buenos momentos a bordo.
Dirigí la embarcación oblicuando hacia la península de la zona templada del norte, en la cual se hallaban instalados la mayoría de nosotros. El aire ultrajantemente hendido ululaba tras mí al precipitarme sobre la tierra comprimida que nos servía de aeródromo. Había en torno a él unos cuantos almacenes y tiendas de aprovisionamiento, bajos y largos edificios de gruesos troncos de los empleados por la mayoría de los colonizadores, y un par de casas particulares a cosa de un kilómetro. Por lo demás, sólo la crecida hierba susurraba al viento que se deslizaba entre los boscajes, brotando la luz de un elevado firmamento azul. Cuando salí de mi embarcación, el fresco aroma de la región salió a mi encuentro. Pude oír el mugido del mar más allá del horizonte.
Tokogama se hallaba de servicio en el campo. Estaba sentado en el porche de las oficinas, fumando su pipa y contemplando vagar las nubes sobre su cabeza, pero me saludó con la poco expresiva cordialidad de antiguos amigos que se conocen demasiado bien para necesitar muchas palabras.
—Vaya con el jefe de campo —dije—. Agradable encuentro. Todo lo que tienes que hacer es quitarte de la boca ese maloliente objeto y saludarme debidamente.
—Desde luego —admitió jovialmente—. Sólo estoy contratado por mi valor ornamental extraordinariamente elevado.
Lo cual era aproximadamente verdad. Nuestros aparatos usaban el campo sin ninguna formalidad, y sólo teníamos operando esta astronave. El jefe se destinaba simplemente a supervisar el servicio y para el caso improbable de alguna emergencia o disputa. Pero ninguno de los pocos servicios públicos de la colonia —capitán, oficial de comunicaciones y demás— requerían mucho esfuerzo en una sociedad tan simple como la nuestra, siendo cumplimentados como ocupaciones de ratos de ocio por cualquiera que lo deseara. No había en ello compensación alguna, excepto la obtención del primer turno en el empleo de la maquinaria para el cultivo o la construcción pesada que poseíamos en común.
—¿Cómo fue el viaje? — preguntó Tokogama.
—Estupendo —respondí—. Les traspasé nuestras máquinas y ellos llenaron mis calas con sus minerales y aleaciones. Y me las apañé para tomar unas cuantas notas más sobre sus costumbres, y establecí unos pocos símbolos más para la comunicación.
—Lo cual supone un muy notable ladrillo añadido a los muros de la ciencia, pero en vista del hecho de que eres el único que va siempre, ello no resulta realmente extraño —Los ojos de Tokogama me miraron con curiosidad—. ¿Por qué continúas haciendo estos viajes allá, Erling? Algunos de los otros quisieran también dar una vuelta de cuando en cuando. Will e Ivan me lo mencionaron la pasada semana.
—No soy recalcitrante —repuse—. Si cualquiera de ellos, o bien otro, desea un puesto en ese trabajo, que aprendan el pilotaje del espacio, y pueden ir. Pero entretanto a mí me gusta hacerlo. Ya lo sabes. Yo fui uno de quienes votaron la prosecución de la búsqueda de la Tierra. Tokogama asintió.
—Si que lo fuiste. Pero eso sucedió hace tres años. Debes de haber echado ya algunas raíces aquí.
—Desde luego —reí—. Lo cual me recuerda que tengo hambre, y a juzgar por el sol debe ser la hora local de cenar. Así pues, me voy a casa, si Alana sabe que he vuelto.
—No puede evitarlo —sonrió él—. Todo el continente sabe cuando estás de vuelta, por la manera como rasgas la atmósfera al hacerlo. La cocina hogareña debe de ejercer una poderosa atracción magnética.
—Un aroma de biftec de lo más jugoso —Me volví para irme, diciendo por encima del hombro—. ¿Por qué no vienes a cenar mañana? Invitaré a los demás muchachos y tendremos una tertulia a la antigua.
—Estaba sugiriendo en esa dirección — dijo Tokogama.
* * *
Saqué mi avioneta del hangar y el aparato se elevó con un murmullo de aire y un zumbido de generadores. Pero volé bajo sobre los bosques y prados, y remoloneando a unos cincuenta kilómetros por hora mientras contemplaba el paisaje, que se tendía en calma al atardecer, casi vacío de seres humanos, como una bella franja verde veteada de brillantes ríos. El sol teñía, hacia poniente, cada hoja y hierba de oro fundido, con fulgor que parecía colmar el fresco aire como una presencia tangible y pude oír el gorjeo y los trinos de las nutridas bandadas de pájaros al instalarse en los árboles. Sí... era bueno llegar a casa.
La mía se hallaba emplazada al mismo borde del mar, en un acantilado arenoso que descendía al agua. Los airosos árboles que crecían en su derredor, ocultaban casi la pequeña estructura de piedra y madera, pero sus céspedes y jardines alcanzaban lejos, y más allá de ellos estaban los campos de los cuales extraíamos nuestro alimento. Abajo, en la playa, se hallaba la casuca para la barca y el pequeño embarcadero que yo había construido, y sabía que nuestra lancha de vela estaba esperándome allí para que la sacara. Sentí un hambre casi físico de nuevo por el mar, el agitarse poderoso de las olas hasta el salvaje horizonte, el acre y penetrante salitre y las chillonas gaviotas. Al cabo de un mes de aire esterilizado de la embarcación espacial, me parecía volver a nacer.
Alana se encontraba en el umbral, esperándome. Era ella de elevada estatura, casi tan alta como yo, esbelta y de cabello rojizo; la mujer más maravillosa del universo. No nos dijimos mucho... no era necesario, y durante los breves minutos siguientes nos ocupamos de otro modo.
Y después me senté ante el fuego saltarín, cuyas llamitas danzaban y cloqueaban y lanzaban un tremolante y vivo fulgor por la estancia, mientras el viento silbaba afuera repiqueteando en la puerta, y el mar bramaba en la caleta en sombras. Conté mi fabuloso viaje espacial, que había sido duro, monótono y solitario, pero que resultaba una hechizante aventura ya de vuelta al hogar. Los ojos de los pequeños no se separaron de mi rostro mientras hablaba, sintiendo yo la avidez que destellaba de ellos. Los riscos desvaídos, agostados por el sol, de Uno, las brumosas junglas de Dos, las montañas y desiertos de Cuatro, la gran civilización de Cinco, la amarga desolación de los mundos exteriores... y más allá de ellos las estrellas. Pero ahora estábamos en el hogar, sentados a su cálido abrigo, mientras el viento cantaba en el exterior.
Me sentía feliz, de una manera sosegada que había perdido como fuere la exuberancia de mis anteriores regresos. Contento, acaso.
Pensaba que aquellos viajes al mundo Quinto se estaban convirtiendo en rutina, lo mismo que la vida en el Puerto, ahora que nuestra colonia estaba establecida y nuestras máquinas automáticas y semiautomáticas funcionaban ya uniformemente, aplacado ya el primer alboroto de trabajo y peligro y trabajo de nuevo. Esto era progreso, esto por lo que nos esforzábamos, el desplazar el deseo y al aflicción y el filo de la incertidumbre que había rondado obsesionadamente nuestros días. Habíamos llegado, y nos habíamos graduado en una sólida seguridad y un confort que contenía todavía bastante inseguridad y reto para no dejarnos caer en la indolencia. Los adultos no arriesgan sus cuellos trepando a las ramas de las copas de los árboles, como lo hacen los niños; andan a ras de tierra, y cuando tienen que elevarse, lo hacen en seguridad y cómodamente, en una avioneta.
—¿Qué sucede, Erling? — preguntó Alana.
—Pues... nada — Salí de mi ensoñación, percatándome súbitamente de que los niños acostumbraban a estar en la cama cuando la noche está próxima a su mitad —. Nada en absoluto. Sólo estaba pensando. Un poco cansado, creo. Vamos a acostarnos.
—Eres un mal mentiroso, Erling —dijo ella quedamente—. ¿En qué estabas realmente pensando?
—En nada —insistí yo—. Bueno... veía al viejo Traveler cuando descendía hoy. Y ello me recordaba viejos tiempos.
—Pudiera ser — dijo ella y de pronto suspiró. La miré un tanto alarmado, pero de nuevo sonreía —. Tienes razón, es tarde y haremos mejor en acostarnos.
* * *
Llevé a los pequeños en la barca de vela al siguiente día. Alana se quedó en casa, con la excusa de que tenía que preparar la comida, aunque yo conocía su teoría de que el debido desarrollo síquico de las criaturas requiere un equilibrio de las influencias paternas y maternas. Y puesto que yo me hallaba fuera tanto tiempo, en el espacio o con una de las partidas exploradoras que delineaban lentamente el mapa de nuestro planeta, me hacía ocupar el centro de la pantalla, cada vez que volvía a casa.
Einar, que tenía nueve años y se estaba interesando en las microobras que teníamos del Traveler —y así, últimamente de la Tierra—, la miró y dijo:
—En Sol no tendrías necesidad de hacer comida, madre. Únicamente poner el au... autoguisador y venir con nosotros.
—Me gusta cocinar —sonrió ella—. Supongo que podríamos hacer autoguisadores, ahora que ha sido producida la más importante maquinaria de semirobots, pero ello me privaría de una gran diversión en mi vida.
Su mirada se deslizó por la casa hasta la playa y sobre las inquietas aguas, que destellaban al sol. La brisa marina revolvió su cabello rojizo, semejante a una llama a la fresca sombra de los árboles —. Me parece que les deben faltar muchas cosas en el sistema solar — dijo —. Pueden tener mucho allá, pero en cierto modo no lo que hemos conseguido nosotros..., lugar para andar de un lado a otro, tierras que jamás vieron un hombre antes, la diversión de hacer algo por nosotros mismos.
—Podría gustarte si fueses allá —dije—. Después de todo, cariño, ¡cuan más sensatamente podemos hablar sobre un Sol que únicamente conocemos de oídas!
—Yo sé que me gusta lo que aquí tenemos —respondió, creyendo yo percibir una débil nota de desafío en su voz—. Si Sol es únicamente una leyenda, no puedo estar segura que me gustase la realidad. De seguro que no sería mejor que Puerto.
—Todos los pelirrojos son chauvinistas — reí, volviéndome hacia la playa.
—Y todos los suecos hacen generalizaciones infundadas —replicó ella jovialmente—. Debiera haber hecho algo mejor que casarme con un Thorkild.
—Por fortuna, señora Thorkild, no lo hiciste.
Los chicos y yo desatracamos la barca. Había una fuerte brisa, y en cuestión de minutos nos hallamos deslizándonos rápidamente en dirección al norte, a lo largo de los bosques, campos y los rompientes de la costa.
—Deberíamos poner un motor a la Pícara Nancy, papaíto —dijo Einar—. Suponte que no se sostenga el viento.
—Me gusta manejar la vela, pues ello forma parte de la diversión.
—A mí también — dijo Mike, un tanto ambiguamente.
—¿Tienen embarcaciones de vela en Tierra? — preguntó Einar.
—Deben tenerlas —respondí—, puesto que diseñé la Nancy de un libro sobre ellas. Pero no creo que sean iguales, Einar. El mar debe estar siempre lleno de barcas, la mayoría de ellas a motor, y debe haber aviones arriba y alguna especie de edificio en cualquier lugar donde se aterrice. No querrías tener el mar para ti solo.
—Entonces, ¿por qué quieres estar buscando Tierra cuando todos los demás desean permanecer aquí? — requirió.
Un niño de nueve años puede hacer a veces preguntas singularmente desconcertantes. Lentamente respondí:
—Yo no fui el único que votó por la prosecución de las búsquedas. Y... bueno, ya admití en su día que no era Tierra sino la exploración en sí lo que deseaba. Me gustaba encontrar nuevos planetas. Pero ahora ya tenemos un buen hogar, Einar, aquí, en Puerto.
—Aún no comprendo como pudieron perder Tierra — dijo.
—Ni nadie —repliqué—. El Traveler estaba transportando una carga de colonos a Alfa Centauri —que era una estrella próxima al Sol— y los hombres habían inventado el superimpulso sólo pocos años antes, alcanzando las estrellas más cercanas. De todos modos, algo ocurrió. Se produjo una gran explosión en las máquinas, y nos hallamos en alguna parte de la Galaxia, a miles de años luz de la patria. No sé a cuánta distancia de ella, puesto que no hemos sido capaces de encontrar de nuevo Sol. Pero después de haber reparado la nave, pasamos más de veinte años explorando. Jamás hallamos nuestra patria —añadí rápidamente—. Hasta que decidimos instalarnos en Puerto, que se convirtió en nuestro nuevo hogar.
—¿Pero cómo lograrían arrojar a la nave tan lejos?
Me encogí de hombros. Los principios del superimpulso son bastante difíciles, por implicar el concepto de múltiples dimensiones y de funciones discontinuas de psi. Nadie de la astronave —y cualquiera que con un conocimiento de la física se había calentado los cascos con el problema— había sido capaz de representarse ni imaginarse la catástrofe que era el aniquilamiento del espaciotiempo. La especulación había incluido borneos del espacio..., signifique lo que pueda significar el término, puntos de discontinuidad infinita, campos unidimensionales, y el Cosmos sabe cuántas cosas más. De haber hallado lo que aconteciera, y controlado expresamente el fenómeno que nos había apresado por algún oscuro accidente, la Galaxia habría sido nuestra. Mientras tanto nos hallábamos limitados a seudovelocidades de un par de cientos de luces, y el espacio interestelar se mofaba de nosotros con su inmensidad.
Mas ¿cómo explicárselo a un niño de nueve años? Por lo tanto, dije tan sólo:
—De haberlo sabido, hubiese sido más sabio que cualquiera. Y no lo soy.
* * *
— Quiero ir a nadar — dijo Mike.
—Pues claro —manifesté—. Esa fue nuestra idea, ¿no es así? Echaremos el ancla en la siguiente bahía.
—Yo quiero ir a nadar a la cala del Campo del Espacio.
Intenté argüir, pero Einar se agregó a su hermanito. Se encontraba aquel lugar a sólo pocos kilómetros cuesta arriba, y su amplia y abrigada extensión, su espaciosa playa de fina arena y el bosque situado inmediatamente detrás, la hacían ideal para una tal expedición. Y después de todo, tampoco tenía yo nada contra ello.
Nada..., excepto el atractivo del paraje.
Suspiré y me rendí.
Lo pasamos magníficamente allá, nadando y merendando, jugando a la pelota y haraganeando en la arena y volviendo a nadar un poco más. Era bueno tenderse de nuevo al sol, mientras un fresco viento húmedo soplaba del mar, parloteando entre los árboles. Y para los chicos, aquel hechizo era como una especie de coronamiento de la jornada.
Pero me tocaba combatir la ficción, disipar la fábula. Yo ya no era un chiquillo, que jugaba a hombres del espacio y extranjeros, sino el hombre adulto con ciertas responsabilidades. La comunidad del Traveler había votado por aplastante mayoría instalarse en Puerto, y eso era.
Aquí, semiocultos por la larga hierba, medio enterrados en la arena ondulada por el viento, estaban las señales inequívocas de lo que habíamos dejado.
No era mucho. Unos pocos recipientes de plástico para la comida, un par de herramientas rotas de curiosa forma, algunas piezas de maquinaria esparcidas. Justo lo suficiente para indicar que hace algún tiempo —unos diez años quizá — una parte de los cosmonautas habían aterrizado allí, acampado algún tiempo, efectuado algunas reparaciones y reanudado su viaje.
No eran procedentes del planeta quinto, pues los nativos de éste no habían abandonado nunca su mundo, y hasta con la ayuda tecnológica que les estábamos prestando a cambio de sus metales no eran propicios a hacerlo, siendo demasiado grandes las presiones que necesitaban para poder vivir. No eran tampoco de Sol, o de cualquier mundo colonial... pues los restos resultaban tan totalmente distintos a nuestro utillaje y equipo, sino que las nuevas de un planeta como Puerto, casi un duplicado de Tierra pero sin una raza nativa inteligente, habrían atraído enjambres de colonizadores. Así pues... en un lugar de la Galaxia, alguien había dominado el superimpulso y se hallaba explorando el espacio.
Como nosotros habíamos estado haciéndolo...
Procuré estar lo más jovial posible en el camino de regreso a casa, y creo que lo logré, cuando menos en apariencia. Y ello a pesar del romancesco parloteo de Einar sobre los acampadores desconocidos. Pero yo no podía evitar el recuerdo...
En veinte años de navegación espacial se pueden ver una enorme cantidad de mundos, y obtenerse también una enorme experiencia. Habíamos sido deidades de una especie, revoloteando de estrella en estrella, explorando, comerciando, aprendiendo, mezclándonos de cuando en cuando en el destino de los nativos. Habíamos luchado y pugnado, sufrido y reído y quedado pasmados de asombro. Para la mayoría de nosotros, la espantosa hambre del hogar, la lasitud de la desesperada búsqueda, había ensombrecido aquel panorama de mundos que se devanaba a través de mi mente. ¡Pero... antes del Cosmos, había amado cada minuto de él!
* * *
Caí en estado de irremediable melancolía, tan pronto como alojamos a la Pícara Nancy en su chabola. Los chicos se me adelantaron corriendo a la casa. Yo fui lentamente. Alana me esperaba a la puerta.
—Será mejor que os lavéis en seguida —dijo—. La compañía caerá por acá en cualquier momento.
—Vaya, vaya...
Me miró durante un largo instante y posó su mano sobre mi brazo. A los últimos rayos del sol poniente, sus ojos aparecían más brillantes de lo que antes los viera nunca. Me pregunté si no estarían asomando las lágrimas tras ellos.
—Estuviste en la cala del Campo del Espacio — dijo sosegadamente.
—Los chiquillos quisieron ir allá —respondí—. Es un buen paraje.
—Erling...
Hizo una pausa y me quedé mirándola, pensando en lo bella que era. Recordé el aspecto que ella tenía en Hralfar, la primera vez que la besé. Habíamos estado vagando por un sendero que arrancaba del campamento, explorando aquel pequeño mundo helado y negociando con los nativos para obtener provisiones. El firmamento había estado sombrío sobre nuestras cabezas, con un reducido sol arrojando su tenue y pálida luz sobre la azulada nieve. Todo estaba en calma, como sin respiración; el aire era como aguda llama en las ventanas de nuestra nariz, y su cabello, el único color en aquel albo horizonte, semejaba crepitar con la helada. Había pasado mucho tiempo desde entonces, mas nada había cambiado entre nosotros.
—¿Sí? —la animé—. ¿Qué es ello?
Su voz provino rápidamente, muy queda, de manera que no pudiesen oírla los chiquillos:
—Erling, ¿eres realmente feliz aquí?
—Pues —respondí sintiendo casi una conmoción física de sorpresa—, claro que lo soy, querida. ¡Qué pregunta más tonta!
—¿O una respuesta tonta? —replicó, sonriendo con los labios cerrados—. Pasamos buenos días en el Traveler. Hasta aquellos que refunfuñaban más ruidosamente por aquella época, admiten que ahora, al haber obtenido cierta perspectiva del viaje, han olvidado algo del apiñamiento, y del peligro y el cansancio. Pero tú..., a veces pienso que el Traveler era tu vida, Erling.
—Quería a la astronave, desde luego —respondí con cierta desesperada sensación de estar defendiéndome—. Después de todo, nací y crecí en ella. Realmente jamás conocí otra cosa. Nuestras visitas planetarias eran tan cortas, y tan poco terrestres la mayoría de nuestras palabras... Te hubiese gustado y la hubieses querido también.
—Oh, seguramente, era divertido andar sin saber nunca lo que aparecería en el siguiente sol. Pero una mujer desea un hogar. Y... Erling, muchos otros de tu edad que tampoco conocieron otra cosa, lo odiaban.
—Yo fui afortunado. Como oficial, disponía de mejor alojamiento y más aislamiento. Y, bueno, aquel «algo oculto tras los grados» acaso significaba para mí más que para la mayoría de los otros. Pero... ¡por el buen Cosmos, Alana! No irás a pensar que ahora...
—No pienso nada, Erling. Pero en la astronave no estabas tan abstraído, tan apto a caer en ensueños. No te sentabas durante todo el día, sino que siempre estabas trabajando en algo... —Se mordió el labio—. No tomes equivocadamente mis palabras, Erling. No dudo que en esos instantes te estás diciendo lo feliz que aquí eres. Podrías ir hasta tu cremación aquí, en Puerto, pensando que habías tenido una vida más bien buena. Pero..., a veces me pregunto...
—Mira... — comencé.
—No —me atajó—. No digas nada más sobre ti. Ea, entra y lávate, que la compañía aparecerá dentro de medio minuto.
* * *
Me fui con la cabeza como un torbellino. Mecánicamente me restregué y me mudé. Cuando salí del dormitorio, los primeros de los invitados estaban ya esperando.
Era MacTeague Angus, el antiguo primer piloto de la Traveler y capitán luego en el breve lapso de tiempo transcurrido entre la muerte de Kane y nuestra instalación en Puerto. También estaba mi hermano Gustav Thorkild, con quien tenía yo poco de común, excepto un cariño mutuo. Tokogama Hideyoshi, Iván Petroff y Manuel Ortega, así como un par de otros, aparecieron minutos después. Alana se encargó de sus mujeres e hijos, y yo fui sirviendo bebidas.
Durante un rato, la conversación se refirió a asuntos locales. Nos hallábamos esparcidos por un área muy amplia, y hasta el presente no se habían producido suficientes televisores para cada casa, de manera que la comunicación se hallaba limitada al viaje directo personal por avioneta. Una tormenta de granizo sobre la granja de Gustav, una avería de menor importancia en la fábrica de vehículos dirigida por Ortega, un proyecto de Petroff sobre una flota de embarcaciones de pesca semirrobóticas... pequeños chismes... La cena fue servida.
Gustav puso una expresión arrobada ante la carne.
—¿Qué es? — preguntó.
—Una bestia que cacé días pasados —dije—. Ungulada, de color pardo rojizo y con anchos cuernos lisos.
—Ah, sí. Humm... he intentado domesticar algunas. Pero he tenido más suerte con los cuclús.
—¿Eh? — asombróse Petroff, mirándole fijamente.
—Sí, es otra especie local —rió Gustav—. Los llamo así porque hacen esa especie de ruido.
—En el Traveler no hubo nunca nada como esto dijo Ortega, sirviéndose otro trozo de carne. — Nunca pensé que la alimentación fuese mala — dijo.
—Pues, no..., teníamos los vegetales y frutas hidropónicas y las viandas sintéticas, así como lo que recogíamos de los diferentes planetas —admitió Ortega—. Pero de todos modos no era tan bueno como esto. Sea como sea, los hidropónicos no tienen el sabor de los productos de la Tierra.
—Eso es lo que te imaginas —replicó Petroff—.
—No me importa lo que puedas demostrar..., el hecho subsiste —repuso Ortega, lanzándome una ojeada—. Pero había compensaciones.
—No bastantes —manifestó Gustav—. Cuando menos aquí en Puerto yo he conseguido espacio para moverme.
—Estáis siendo injustos con la Traveler —opiné a mi vez—. Estaba planeada tan sólo para transportar unas cincuenta personas, y además para un corto viaje. Al extraviarse durante veinte años, y formarse una nueva generación con sus padres, no es de extrañar que se atestara. De hecho, su tripulación mínima es una decena. Treinta personas (pongamos quince parejas, más sus vástagos) pueden viajar en ella con comodidad, con habitaciones particulares para todos.
—Y aún... aún, por más de veinte años luchamos y sufrimos y soportamos la monotonía y la desesperanza... de encontrar Tierra. — La voz de Tokogama era cavilosa, un tanto espantada —. Cuando en cualquier momento, y en cualquiera de los cientos de planetas terrestroides deshabitados podíamos haber tenido... esto.
—Por lo menos la mitad de aquel tiempo —puntualizó MacTeague— estábamos simplemente buscando la parte derecha de la Galaxia. Sabíamos que Sol no se hallaba cerca, por lo que no esperábamos ser aplastados, pero tan pronto como la constelación comenzó a tener un aspecto familiar pensamos que rápidamente seríamos capaces de encontrar albergue. — Se encogió de hombros —. Pero el espacio es sencillamente demasiado grande, y nuestras tablas astronáuticas tenían muy escasa información. La navegación estelar se hallaba aún en mantillas cuando abandonamos Sol.
»Un error, pongamos de un uno por ciento, podría arrojarnos a años luz en el curso de varios cientos de parsecs. Y la Galaxia está sembrada de soles del tipo GO, que está demostrado con seguridad casi estadística que tienen vecinos suficientemente parecidos a Sol para engañar a un observador inseguro. Si nuestras tablas hubiesen dado posiciones relativas pongamos por caso a S. Doradus, podríamos haber encontrado con bastante facilidad refugio. Pero empleaban Sirio como punto de estrella brillante... ¡y no podíamos hallar a Sirio en aquel enjambre de estrellas! Habíamos justamente de brincar de estrella en estrella que pudiera ser Sol... y viendo que no lo era, seguir, con el mareante temor de que acaso nos estábamos alejando cada vez más, de que Sol tal vez se hallase fuera del arco, oscurecida por densa nubosidad. Y finalmente... desistimos y abandonamos, considerándolo un mal trabajo.
—Hay aún más que eso —añadió Tokogama—. Sabéis que nos dimos cuenta de ello. Pero allá estaba el capitán Kane y su tremenda personalidad, su impelente voluntad al éxito, y todos nos sentíamos arrastrados a fiar más o menos ciegamente en él. Mientras vivió, nadie creyó del todo en la posibilidad de fracaso. Y cuando murió, todo pareció experimentar un colapso instantáneo.
Asentí ceñudamente, recordando aquellos terribles días que siguieron... el sedicioso intento de Seymour para adueñarse del poder, persuadiéndonos en medio de nuestro desaliento y fatiga; la llegada a esta estrella que podía haberlo resuelto todo, y presentándonos un final feliz, caso de que hubiese sido Sol; el descanso en Puerto, un descanso que se convirtió en residencia permanente...
—Algo nos mantuvo en movimiento todos aquellos años también —manifestó Ortega sosegadamente—. Había un elemento entre la generación más joven que gustaba de vagar. El voto de permanencia aquí no fue unánime.
—Lo sé —repuso MacTeague, posando su mirada cavilosamente en mí—. A menudo me pregunto, Erling, por qué algunos de vosotros no toman la astronave y visitan las estrellas más próximas, sólo para ver lo que hay por allá.
—No serviría de nada — dije átonamente — Únicamente haría hacernos sentir un hormigueo peor que el anterior en las plantas de los pies... y siempre habrían otras estrellas tras aquellas.
—¿Pero por qué...? —Gustav rebuscó las palabras adecuadas—. ¿Por qué querría todo el mundo ir... contemplar a las estrellas de ese modo? Yo..., bueno, yo he plantado mis pies ya en tierra, en mi propio terreno y mi propio hogar... está creciendo; estoy construyendo y plantando y viéndolo convertirse en realidad ante mis propios ojos, y quedará para mis hijos y los hijos de mis hijos. Hay aire y viento y lluvia, luz del sol, el mar, los bosques y las montañas... ¡Cosmos! ¿Quién desea más? ¿Quién desea cambiarlo para instalarse en un estéril tanque de metal, cabalgando de estrella a estrella, como un apátrida desesperanzado?
—Nadie —respondí presuroso—. Únicamente estaba yo intentando de...
—La más obtusa existencia... ser simplemente un... ¡un espectador más del universo!
—No exactamente —dijo Tokogama—. Hubo mucho en lo que hicimos, si es que insistes en que alguien debe hacer algo. Aportamos algunos beneficios de civilización humana a muchos lugares. Establecimos una carta estelar bastante extensa, y los terrestres, si alguna vez los vemos de nuevo, hallarán de utilidad nuestras tablas y nuestras observaciones en diferentes sistemas. Nosotros..., bien, nosotros somos errantes, ¿pero y qué? ¿Es que se censura a las aves porque no tengan pezuñas?
—Las aves tienen pezuñas ya —dije—. Caminan sobre el suelo. Y —añadí lanzando una ojeada a Alana— les gusta hacerlo.
La conversación se estaba haciendo un tanto acalorada. La conduje por cauces más tranquilos hasta que nos trasladamos a la sala de estar. Y allá, entre el café y el tabaco, volvió a reanudarse.
Comenzamos a rememorar los antiguos días, los planetas que habíamos visto y las proezas que habíamos ejecutado. Mundos y soles y lunas remolineando a través de un oscuro vacío descarnado, constelado por el fulgor de las estrellas, eran el tema de nuestra conversación..., razas extrañas, ciudades exóticas, solitaria magnificencia de montañas y llanuras y mares, el gigantesco universo abriéndose ante nosotros. ¡Oh, por todos los dioses, cuan lejos habíamos viajado!
Habíamos visto las azules llamas infernales brincando sobre las cimas desnudas de un planeta cuyo gran sol casi llenaba su firmamento. Habíamos navegado con una pandilla de dichosos piratas por un mar rojo como la sangre recién vertida, hacia las grotescas torres de una fortaleza más antigua que su historia. Habíamos visto el rico color y destellante metal de un torneo en Drangor, y la inmensidad acerada de las ciudades continentales de Alkan. Habíamos disertado sobre filosofía con un gran cefalópodo revolcante en un mundo y sido atacados por los nativos inhumanamente bellos de otro. Habíamos llegado como dioses a un planeta para liberar a sus bárbaros nativos de una plaga que los segaba, y arribado como humildes estudiantes a los antiguos laboratorios y bibliotecas del siguiente. Habíamos estado a punto de perecer en una tormenta de metano en un planeta lejos de su sol, y sentido entonces cuan cara es la vida. Habíamos yacido en las playas del paradisíaco mundo de Luanha, dejando que el mar arrullase nuestro dormitar. Habíamos cabalgado centauroides que conversaban con nosotros al dirigirse a la ciudad aérea de sus alados enemigos...
Más que las salvajes aventuras románticas —que después de todo habían sido sucios y sangrientos asuntos en la época—, gustábamos de recordar los propios mundos: una ígnea puesta de sol en los campos nevados de Hralfar; un gran río pardo discurriendo a través de la selva que cubría Atalg; un policromo desierto en Thyvary; el enorme disco de Nuevo Júpiter ondulando ante nosotros; el frío e inmensidad, y crueldad y vacío, y espanto y asombro, del propio espacio abierto. Y, en nuestra pequeña pandilla de tramperos, había habido la camaradería del camino, el conocimiento tranquilo que no precisaba de palabras, de tener amigos que se mantendrían firmes... una sensación de pertenecerse mutuamente, tal como Gustav conociera sólo desde que viniera aquí, y el cual a nosotros nos parecía haberlo perdido.
Perdido..., sí, ¿por qué no admitirlo? No nos veíamos mutuamente y muy a menudo, nos hallábamos demasiado desperdigados, demasiado ocupados. Y la conversación de los demás se hacía un tanto aburrida.
Bien, ello no podía evitarse...
* * *
Fue tarde aquella noche cuando se levantó la reunión. Alana y yo vimos marcharse a los invitados en sus avionetas, y cuando la última de éstas desapareció zumbando en el aire, nos quedamos durante un rato mirando en derredor. La noche era tranquila y fresca, con un alto firmamento estrellado, en el cual se estaba alzando la luna de Puerto. Su luz rielaba sobre el rocío bajo nuestros pies, cabrilleaba incansablemente en el mar y proyectaba un difuso velo argentado sobre la ensoñadora tierra... nuestra tierra.
Miré a Alana. Ella estaba con la vista fija en el panorama oscurecido, como si jamás lo hubiese contemplado... o no lo volviera a contemplar más. La luz de la luna se enmarañaba como la escarcha en su cabello. ¿Y qué si yo no viese de nuevo el espacio abierto? ¿Y qué si permaneciera aquí hasta la muerte? Esto merece la pena.
Ella habló por fin, muy lentamente, como si tuviese que formar separadamente cada palabra.
—Estoy comenzando a darme cuenta. Sí, estoy absolutamente segura.
—¿Segura de qué? — pregunté.
—No te hagas el tonto. Ya sabes lo que quiero decir. Tú y Manuel e Ivan e Hideyoshi, y los demás que estuvieron aquí..., excepto Angus y Gus, desde luego. Y unos cuantos más aún. Vosotros no pertenecéis aquí. Ninguno de vosotros.
—¿Cómo... así?
—Mira, un hombre que ha nacido y crecido en una ciudad y ha tenido una vida afortunada y de éxito en ella, no puede esperarse que pueda ser súbitamente trasplantado al campo. Acaso nunca. Ponle entre campesinos, y todo el resto de su vida se la pasará preguntándose vagamente por qué no era francamente dichoso...
—Nosotros... Vaya, no empieces de nuevo con eso, querida — supliqué.
—¿Por qué no? Alguien debe hacerlo. Después de todo, Erling, es un paisanaje lo que hemos conseguido, desarrollándonos en Puerto. Más o menos mecanizado, desde luego, pero enraizado todavía al suelo, pegado a él, con la fuerza y solidez campesinas, y la provinciana perspectiva aldeana. Creo que si una astronave de la Tierra aterrizara mañana, no serían ni una veintena los que quisieran marcharse con ella.
»Pero tú, Erling, tú y tus amigos... crecisteis en una astronave, y os adaptasteis magníficamente a ella. Pasasteis vuestros años formativos en viajes. Erais ya... cosmopolitas. Para vosotros, una cadena de montañas será siempre más de lo que realmente es, debido a lo que tras ella se encuentra. Un horizonte no os basta, necesitáis tener muchos, tantos como hay en el universo.
»¿Descubrir Tierra? Bah, vosotros mismos admitís que no os importa tal cosa. Lo único que deseáis es la exploración y la búsqueda.
»Eres como un gitano, Erling. Ningún gitano puede estar atado siempre a un mismo lugar.
Durante un largo rato me quedé a solas con ella a la tranquila luz de la luna, y no dije nada. Cuando finalmente la miré, ella estaba pugnando por no llorar, pero sus labios temblaban y las lágrimas brillaban en sus ojos. Como arrancándome las palabras una a una, dije:
—Acaso tengas razón, Alana. Estoy comenzando a sentir un miedo terrible de que la tengas. ¿Pero qué hacer sobre ello?
—¿Hacer? —Rió con risa extrañamente desolada—. ¡Si es un problema de lo más sencillo! La respuesta es andar circulando por el firmamento. Reúne una tripulación que sienta lo mismo que tú, y toma la Traveler. ¡Ve a peregrinar... para siempre!
—Pero... ¿y tú? ¿Y los chiquillos, y este lugar?...
—¿Es que no lo ves? — Su risa sonó más fuerte, haciendo un débil eco en la noche —. ¿No lo ves? ¡Yo también quiero ir! — Y seguidamente casi cayó en mis brazos —. ¡Yo quiero ir también! — repitió convulsa.
* * *
No hay razón alguna para detallar las largas discusiones, renuentes aceptaciones y lentos preparativos. Al final se ganó la partida. Dieciséis hombres con sus mujeres y una media docena de chiquillos estaban ansiosos por partir.
Flameó y se apagó el verano, llegó el invierno, la primavera y de nuevo el estío, mientras hacíamos los preparativos. Nuestro último año en Puerto. Jamás hasta entonces me di cuenta de lo mucho que amaba al planeta. Casi estuve a punto de abandonar.
¡Pero el espacio, el espacio libre, el universo abierto y la astronave volviendo a la vida...!
Dejamos a la colonia un juego completo de planos, para el caso improbable de que quisieran construir también una astronave, así como un par de embarcaciones espaciales y duplicados de toda la maquinaria automática importante transportada por la Traveler. Como propósito especial designado a nuestra partida, era el de establecer tablas astronáuticas, suponiéndose teóricamente que volveríamos algún día.
Pero nosotros sabíamos que nunca regresaríamos. Seguiríamos navegando y nuestros hijos proseguirían el viaje después de nosotros y sus hijos después de ellos, creciendo y desarrollándose una nueva civilización entre las estrellas, sin raíces pero tremendamente viviente. Quienes aborrecieran de ella podrían siempre colonizar un planeta; esparciríamos así la humanidad por la Galaxia. Cuando nuestros descendientes fuesen muchos, construirían otras naves hasta constituir una flota, una ciudad móvil blandiéndose de sol a sol. Habría una cultura propia y peculiar, trazada de lo mejor que cada raza pudiera ofrecer y extendiéndose sobre los mundos. Sería la corriente sanguínea de la civilización interestelar, gestando lentamente en el universo.
Al pasar los días y los meses, en mis chicos creció aún la impaciencia para estar ya fuera. Yo sonreí. Ahora, ellos sólo pensaban en la aventura, en planetas románticos y grandes hazañas a ejecutar. Desde luego, así sería, tendrían unas vidas llenas de sucesos y peripecias, bien colmadas, pero no tardarían en aprender que eran necesarias la paciencia y la determinación, de que había en ello trabajo arduo y peligro... ¡y vida!
En cuanto a Alana... me sentía yo un tanto perplejo. Se mostraba alegre cuando yo estaba cerca, más festiva de lo que jamás antes la viera. Pero a menudo iba a dar largos paseos, sola, a la playa o a los bosques teñidos por el sol, o quedábase contemplando un huerto que no volvería a cosechar. Así iba la cosa... pero yo me hallaba por lo demás demasiado ocupado con los preparativos, como para poder pensar mucho sobre el particular.
Llegó el fin, y embarcamos para el largo viaje, el cual no ha cesado aún, y que espero jamás habrá de terminar. La noche anterior, invitamos a Angus y Gustav a una reunión de despedida, y resultaba una sensación extraordinaria la de decirles hasta la vista, sabiendo que nunca más habríamos de verlos, o saber de ellos. Era como el morir.
Por la mañana estuvimos solos. Nos dirigimos a nuestra avioneta para volar al campo donde habrían de reunirse los gitanos, y desde el cual, una embarcación aérea nos transportaría a todos a la Traveler. Todavía no podía convencerme realmente de que yo era el capitán... el comandante de la gran astronave que había sido mi mundo; no parecía, no, real. Caminaba lentamente, con la cabeza repleta del súbito universo de responsabilidad.
Alana me tocó el brazo:
—Mira en derredor, Erling —cuchicheó—. Mira a nuestra tierra. Nunca más la volverás a ver.
Salí de mi ensueño con una sacudida y paseé la mirada hasta el horizonte. Era temprano, la hierba estaba aún húmeda, flameando al nuevo sol. El mar danzaba y centelleaba más allá de los susurrantes árboles, con un plañido de su vieja canción a la verde tierra, y el viento que de él provenía era cortante y fresco y aromado de yodo y salitre vitales, meciendo hierbas y sotos. Un pájaro solitario cantaba muy alto sobre nuestras cabezas.
—Es... muy bello — dije.
—Sí. —Apenas pude oír su voz—. Muy bello. Ea, vámonos ya, Erling.
Entramos en la avioneta y alzamos el vuelo. Los chicos se agruparon junto a mí, con la mirada fija en el atisbo del campo de aterrizaje, sin fijarse en los bosques y prados y relucientes ríos que se deslizaban a nuestros pies.
Alana, sentada detrás de mí, contemplaba sin embargo la tierra. Su luminosa cabeza se hallaba inclinada, por lo que no podía ver su rostro. Me pregunté qué sería lo que estaba pensando, pero no me atreví a preguntárselo.
POR LA DURACION
Eran cuatro. Cualquiera de ellos podía haberme descoyuntado, pero los «nacionales» operaban generalmente en equipos de cuatro, y se presentaban hacia la mañana. De este modo, eran menos estorbados por la gente. Pues de día, las personas se reunirían para mirar a un «nacional» tundiendo las costillas de alguien, y levantar el campo, pero durante la vacía oscuridad, antes de la salida del sol, el ruido de las botas sólo les hacía agradecer a Haré que no recibiesen tales visitas.
Como profesor de la Universidad, contaba yo con una simple habitación para toda mi familia. Luego que los chicos crecieran y murió Sara, ello significaba vivir solo en un aposento de ocho pies. En consecuencia sospecho que era impopular con cualquiera del apartamento; pero siendo mi tarea la de pensar, necesitaba retiro.
—¿Lewisohn? — Era una palabra escupida, no realmente una pregunta, desde la oscuridad tras el foco luminoso ante mis ojos.
No pude responder... mi lengua se había convertido en un tarugo de madera entre rígidas mandíbulas.
—Es él — gruñó otra voz —. ¿Dónde está el maldito conmutador? — Lo halló, y fluyó la luz del cielo raso.
Salí de la cama dando un traspiés.
—Eh, no te muevas — dijo el cabo, y tomando al mismo tiempo un busto de Nefertiti, una de las tres cosas inanimadas que yo más quería, de un estante, lo arrojó a mis pies, dándome un golpe un trozo del yeso destrozado.
La segunda cosa que quería, un cuadro de Sara, recibió una bala de revólver que lo atravesó. Uno de los hombres vestidos de verde comenzó a meter mano en el tercer adminículo, que era mi estantería de libros, pero el cabo le detuvo:
—Déjalo, Joe — dijo —. ¿No sabes que los libros van a Bloomington?
—¿Ah, sí?
—Sí. Dicen que el Cinco los colecciona.
Joe frunció su estrecha frente, perplejo. Yo podía seguir sus pensamientos, en algún delicado rincón de mi cerebro. Los «cabezas de huevo», como se llamaba a los intelectuales, son todos sospechosos; el Cinco se halla al margen de toda sospecha; por lo tanto el Cinco no puede ser un cabeza de huevo. Pero los cabezas de huevo leen libros...
Realmente, Hare era un hombre complejo. Yo lo había conocido ligeramente, muchos años atrás cuando él era sólo un oficial ambicioso. Poseía una mente amplia e inquisitiva y era un violoncelista aficionado de talento. No era hostil a aprender per se, —tenía buen número de pensadores en su estado mayor—, pero desconfiaba de la mente que iba demasiado lejos. Su frase: «No son tiempos de inquirir, sino de construir», se había convertido en un slogan nacional.
—Ea, vístete, camarada — me dijo el cabo —. Y toma contigo un cepillo de dientes... que vas a salir por algún tiempo.
—Diablo, no va a necesitar cepillo de dientes —dijo otro nacional—. No te quedarán para mañana, ¿sabes?
Y rió feroz en mi dirección.
—Calla —le ordenó el otro. Y dirigiéndose a mí—: Arnold Lewisohn estás arrestado por sospechas de haber violado el artículo 10 del Acta de Reconstrucción – de Emergencia.
Se trataba de un decreto general, que había convertido en anticuadas a la mayoría de las demás leyes, arrinconándolas.
«Cuando menos no me zurarrán aquí», pensé, deseando que mi pobre pellejo no temblara demasiado. «Por lo menos esperarán hasta que lleguemos al puesto. Por lo tanto, pasará cuando menos media hora antes de que lleguemos allá y me empapelen y comiencen a pegarme.»
O acaso más. Circulaba el rumor de que los «nacionales» interrogaban primero a un sospechoso bajo los efectos de la narcosis. Si no levantaban la liebre, sacaban la conclusión de que el interrogado había sido condicionado, y lo traspasaban a los aplicadores del tercer grado. Pero yo no revelaría nada, debido a que nada sabía; en consecuencia...
—Mis hijos... ellos —dije con lengua estropajosa—. Ellos no tienen nada que ver con... ¿No podría...?
—Nada de cartas. ¡Ea, menéate! Me vestí casi a tientas. En la calle bajo la ventana reinaba la oscuridad y la calma. Una avioneta apta también para el rodaje terrestre, ronroneaba. Me pregunté a qué destino y con qué misión se dirigiría.
—Vámonos ya — dijo el nacional más próximo, ayudándome a hacerlo de un empellón.
Descendimos las desvencijadas escaleras y salimos a la acera. Sentí en mis pulmones el frío y húmedo aire de la noche. Una camioneta con la cruz y el rayo del Cuerpo Nacional de Seguridad, luminosos en su negro flanco, estaba esperando.
La avioneta volvió a aparecer por una esquina y se detuvo. A través de ojos velados vi el emblema de la policía sobre ella. Un hombre salió de su interior.
—¿Qué diablos desea? — barbotó el cabo.
Seguidamente el gas flotó sobre nosotros.
Mantuve una brizna de conciencia. Como desde muy lejos, me vi caer sobre el pavimento. Uno de los nacionales logró sacar su revólver y disparar antes de caer, pero marró el disparo.
Un hombre de elevada estatura se detuvo ante mí. Bajo su sombrero de ala ancha, su rostro era inhumano con su máscara de gas. Tomándome por debajo de los brazos me arrastró a la avioneta. Había otros dos hombres con él.
Enfilamos la calle y luego la avioneta se elevó en el aire. La corriente ligeramente moteada del Des Moines discurría ya a nuestros pies, deslizándonos bajo las amicales estrellas.
Pasó buen rato antes de que me despertara y saliera del miserable estado de la postanestesia. Uno de los hombres me tendió un frasco. Era de ron, y me ayudó mucho a recuperarme.
El hombre de elevada estatura del asiento de enfrente, se volvió preguntándome con acento ansioso:
—¿Es usted el profesor Lewisohn, del Departamento de Cibernética de la Nueva Universidad Americana?
—Sí — musité.
—Bien. —Su alivio al constatarlo pareció fluir de su dentadura—. Temí que hubiésemos efectuado un rescate equivocado. No es que no deseáramos libertar a cualquiera, compréndalo, pero sólo podíamos emplearle a usted en el escondite. Nuestro servicio de espionaje no es perfecto..., se nos informó que iba a ser detenido usted esta noche, pero a veces los agentes patinan...
Yo pregunté de manera idiota:
—¿Por qué esta noche? De poco fallan ustedes. ¿Por qué no antes?
—¿Cree usted que habría venido..., cree que hubiese creído a enemigos públicos como nosotros, usted, con tres hijos de quienes preocuparse? —respondió en tono desapasionado—. Ahora, usted ha conseguido unirse a nosotros. El Comité prevendrá a sus hijos y los ayudará a desaparecer, pero no podemos ocultarlos por siempre; el Cuerpo de Seguridad Nacional terminará por oler su paradero. Así que la única probabilidad para usted de salvarlos, así como la de salvarse usted mismo, es ayudar a que se verifique la revolución en el plazo de un mes.
—¿Yo? — dije como un balido.
—Achtmann desea un cibernético. Ya lo averiguará usted.
—Oye, Bill —dijo una voz a mi izquierda, con acento del oeste—. Me he estado preguntando..., pues soy nuevo en este juego..., ¿por qué empleaste el gas? Yo les habría metido cuatro balas en cuatro segundos.
El hombre de elevada estatura, que era quien conducía, rió entre dientes:
—En casos como éste prefiero el gas — dijo —. Esos nacionales son de todos modos ya hombres muertos..., pues se han dejado arrebatar un cabeza de huevo detenido. Y por lo demás, morirán más lentamente....
* * *
El escondite estaba en la ciudad de Virginia, en Nevada. Recordaba yo aquellos parajes de cuando eran vertedero de la atracción turística, pero en la nueva era de escasez y restricciones, cuando nadie excepto los oficiales superiores poseían vehículos, se había convertido en ciudadfantasma. Unos cuantos colonos usurpadores, barbudos y semidementes, quedaban ignorados por la policía como inofensivos, y esquivados por los rancheros.
Sólo que... cuando aquellas grises formas habían penetrado en las cuevas subterráneas para unirse a los varios cientos de seres que jamás veían el sol, sus espaldas se enderezaron y sus voces se hacían vigorosas, y eran del Comité para la Restauración de la Libertad.
Me llevó varios días el acostumbrarme a la estructura. Como la mayoría de la gente, había pensado en el Comité como en unos cuantos lunáticos desperdigados... como alguien que hubiese deseado fuese algo más. Y apareció que en efecto era más, mucho más.
Pero habían tenido ya quince años para organizarse.
—Comenzamos como puros bandidos —dijo Achtmann—. No debería decir «nosotros», pues yo sólo tenía trece años a la sazón, pero mi padre fue uno de los fundadores. En la actualidad existen casi diez millones de hombres juramentados a la causa, que sólo esperan la consigna piara actuar. Y calculamos en otros diez millones los que se nos unirán cuando se produzca el alzamiento, aunque éstos, sin entrenamiento ni organización, no podrán ofrecer mucho excepto un apoyo moral.
Achtmann era un joven más bien de baja estatura, pero ágil y flexible como un gato. Sus ojos eran azules llamas de soplete bajo el haz de trigo de su pelo. No se estaba nunca quieto y fumaba pitillo tras pitillo desde que se levantaba, antes del alba, hasta que se acostaba, a veces después de medianoche.
Sólo el Cinco y pocos otros podrían obtener tantos cigarrillos. Achtmann consumía la ración de un mes en un día. Pero el mundo clandestino se sentía privilegiado en contribuir. Yo lo hice también, al cabo de la primera hora.
Debido a que Achtmann era la última esperanza de los hombres libres.
—¿Diez millones? —Parecía un número excesivamente grande para poder permanecer oculto—. ¡Santo Dios, cómo...!
—Nuestros agentes han pulsado varios proyectos... oh, cuidadosamente, cuidadosamente —explicó—. A los más apreciables, se les da finalmente un narcótico y se toma un perfil psíquico. Si convienen, entran. Si no... — Hizo una mueca —. Demasiado malo. No podemos arriesgarnos a que cualquier estúpido inocente eche a rodar toda la tarea.
No me gustaba esta parte de la cuestión. Me preguntaba si Kintyre, el hombre de elevada estatura que había dirigido mi rescate y sentía cariño por gatos y niños, no habría colocado nunca una bala a través de algún alma bien intencionada pero inconveniente. Para olvidarlo, pasé a las preguntas prácticas.
—Pero la barredera del Cuerpo de Seguridad Nacional debe prender algunos de... los nuestros... de cuando en cuando... — objeté —. Y deben descubrir...
—Oh, claro. Tienen una estadística bastante aproximada de nuestro número, y una buena estimación de nuestro sistema general. ¿Pero y qué? La organización es celular; nadie en nuestros rangos y filas conoce a más que a otros cuatro miembros. Hay contraseñas, cambiadas a intervalos breves e irregulares... hemos aprendido, se lo aseguro. Sí, en quince años y al precio de muchas buenas vidas y reveses, hemos aprendido.
Y de pronto, súbitamente, diez millones me parecieron un número ridículamente exiguo. Pues había cuarenta millones en las fuerzas armadas y en las reservas, sin contar con los dos millones de «nacionales», y...
Achtmann rió entre dientes ante mi objeción y replicó:
—Sólo con que nos apoderemos de Bloomington, y dejemos fuera de combate a Hare y a bastantes «nacionales», habremos vencido. La masa del pueblo es pasiva, se hallará demasiado espantada para actuar en un sentido o en otro. En cuanto a las fuerzas armadas... pues sí, algunas de ellas querrán combatir, pero se sorprendería usted al ver cuántos oficiales son miembros del Comité. Y en el propio Cuerpo Nacional de Seguridad... ¿de dónde cree usted que obtenemos toda nuestra información? —Me apuntó con el dedo, mientras hablaba con su habitual premura febril—. Mire, hace ya mucho tiempo, hasta desde la II Guerra Mundial, la mediocridad ha sido de rigor. La III Guerra Mundial y la dictadura de Hare lo único que han hecho es dar a la mediocridad un fusil y una maza para reforzarla. ¿No es ello como para irritar a cualquier hombre de mente capaz en el mundo? ¿No le enojó a usted? Así, la gente inteligente e inquiridora tiende a dirigirse a nuestra causa... nosotros metemos de matute a algunos de ellos en el campo enemigo... y debido a su capacidad no tardan en acceder a elevados puestos en sus filas... — Encendió un nuevo pitillo y comenzó a pasearse a grandes zancadas por el desordenado y polvoriento despacho — Lo convengo, diez millones de hombres desarticuladamente organizados, sin una bomba H a su nombre, no pueden derrocar un imperio grande como un planeta, tal como las cosas están ahora. Pero mire, Lewisohn, no vamos precisamente a oponer ametralladoras contra tanques. Vamos a estar equipados con un arma que convertirá en anticuados a tanques y bombas, en algo peor que inútiles. Y para eso es por lo que ha venido usted aquí.
* * *
Digámoslo con toda sinceridad: Hare no era un perro desatado del Averno. Era un hombre fuerte, inteligente y no desagradable, que hizo un enorme bien. No ha de olvidarse que fue obra suya que las costas del Este y del Oeste se hallaran de nuevo habitadas. Pues a pesar de que la radiactividad había desaparecido ya, las gentes temían volver a ellas. Él las obligó a hacerlo, les proporcionó arados y tractores, dotó de gusanos y abonos sus suelos y así recuperó una cuarta parte del continente.
Ahora creo que Hare o alguien como él era inevitable. Tras la III Guerra Mundial, si puede llamarse guerra a una carnicería nuclear de pocos días, seguida de varios años de hambre y caos, la potencia mundial que es seguridad, esperaba al primer país que se civilizara de nuevo. Hare, oscuro brigadier, empleó su guiñapo de mando como punto de partida. El pueblo fue a él, porque ofrecía comida y esperanza. También hacían el mismo ofrecimiento otros señores de la guerra, pero Hare los barrió. Y también barrió a la China y a Egipto cuando hicieron sus intentos de supremacía, y convirtió finalmente a toda la Tierra en protectorado.
Sí, era en efecto un dictador. Pero no cabía otra posibilidad. Yo mismo lo había soportado, y hasta combatido en su ejército hacía dos décadas. Necesitábamos un Cincinato... entonces.
«Por la duración de la emergencia», rezaba el Acta del Congreso. Pues había una semblanza de Parlamento en Bloomington, y una atemorizada pequeña sombra de Presidente, y un Tribunal Supremo de pacotilla. Bajo la ley, Hare era únicamente comandante en jefe del Cuerpo Nacional de Seguridad, brazo ejecutivo en el Departamento de Defensa y Justicia. Su superior nominal estaba designado por el Presidente y confirmado por el Senado. Se había retirado del Ejército, para «mantener el control civil del Gobierno».
No obstante, por la duración de la emergencia, el Cinco poseía poderes extraordinarios. Y ahora que habíamos reconstruido mucho, y el mundo —si no tranquilo o contento— se hallaba seguro bajo custodia, podía pensarse que la emergencia había pasado.
Sólo que... bueno, allá estaba la epidemia de tifus mutante, y el año siguiente un alzamiento en la Indonesia, y al otro las autoridades del Valle del Colorado necesitaron cinco millones de labriegos, y el otro un gran espanto causado por actos subversivos... y así por espacio de veinte años.
Como fuere, Cincinato no había vuelto de nuevo a su arado.
Yo no conocía los detalles de organización del Comité. Ni me importaba, ni me estaba permitido, ni tampoco disponía de tiempo. Sólo puedo simplemente decir que era un golpe histórico tan cuidadosamente planeado como jamás lo fuera.
No habiendo llegado aún a la treintena, Achtmann era la revolución. Naturalmente, él no intervenía en todos los detalles... tenía sus estados mayores para los aspectos militar, económico y político. Pero sí ponía su dedo en todo, siendo increíbles las pilas de memorándums sobre su escritorio, y era a él a quien todos nos volvíamos y dirigíamos en nuestras necesidades.
Las cosas acontecieron precisamente de esta manera. El padre de Achtmann había sido el genio conductor de los primeros días, y el hijo había crecido al lado del padre. Cuando encontraron al viejo muerto una mañana sobre su escritorio, naturalmente habían llamado al joven en consejo... pues nadie más conocía mucho de las ramificaciones, y de pronto, dos años más tarde, el Consejo de Directores se dio cuenta de que aún no habían elegido un nuevo presidente, nombrando por unanimidad al joven prodigio.
El escudo energético era el vástago de Achtmann. Su infatigable apetito de lectura cayó sobre un oscuro artículo de una revista de Física, publicado justamente poco antes de que estallara la guerra, concerniendo a un efecto anómalo observado cuando un campo eléctrico de cierta fuerza elevada pulsaba en cierto patrón complejo altas frecuencias. Achtmann llamó a uno de sus dóciles físicos, le preguntó el equipo que sería necesario, y lo obtuvo a piezas robadas que pasó de matute al escondite. Al cabo de dos años de trabajo, se evidenció con claridad la posibilidad de un escudo energético. En los cinco años siguientes, fueron fraguándose los detalles de ingeniería. Un año después, probóse con éxito un generador de pantalla. Y ahora, dos años más tarde, las partes estaban listas para el acoplado.
No teníamos facilidades para identificar cada parte de la máquina. Por lo tanto, cada unidad había de ser comprobada separadamente, delicada operación que requería un contador de gran velocidad, enchufado en el circuito generador. Yo había de ocuparme del servicio del tal contador.
Durante las tres semanas siguientes, me olvidé casi de dormir. Era por la libertad que trabajaba, mis hijos se hallarían acosados, y me volvía a la memoria el recuerdo del viejo profesor Biancini. Los «nacionales» podían haber hallado necesario atarlo a un farol, pero el rociarlo con gasolina y prenderle fuego, eso había sido puro y obtuso entusiasmo. ..
* * *
Achtmann me miró a través de su escritorio. Su ancho rostro cuadrado aparecía muy blanco; era uno de aquellos que no parecían atreverse nunca a levantarse del suelo.
—¿Café? —preguntó—. Es mayormente achicoria, pero de todos modos calienta.
—Gracias — dije.
—Y realmente lo terminó ya. — Su mano temblaba un poco al servirme el café —. Resulta difícil creerlo.
—La última unidad fue montada y comprobada hace una hora —dije—. Los camiones están ya en marcha.
—El día D. — Sus ojos estaban vacíos de expresión, posados con fijeza en el reloj de pared —. En cuarenta y ocho horas, pues. — De pronto ocultó su rostro en sus manos —. ¿Qué es lo que voy a hacer? — murmuró.
Le miré parpadeando, y al cabo de una larga pausa dije:
—Pues... conducir la revolución... ¿no es así?
—Oh, sí, desde luego. ¿Pero y después? —Se inclinó sobre el pupitre, temblando—. Me gusta usted, profesor. Le aprecio. Es usted muy parecido a mi padre, ¿lo sabía? Sólo que más amable. Mi padre no era sino Revolución, la gran causa sagrada. ¿Puede usted imaginarse creciendo bajo un hombre que no era en realidad tal sino una voluntad incorpórea? ¿Puede usted imaginarse, en quince años de juventud y de mocedad, sin desprenderse jamás de la carga para tomar un trago de cerveza con los amigos, besar a una muchacha, oír un concierto o manejar una lancha de vela por el mar azul? Tenía yo diecisiete años cuando una pareja de jóvenes cayó por Virginia y vio demasiado... ordené su fusilamiento... yo, con diecisiete años de edad. — Su rostro volvió a sumirse en sus manos —. En la próxima semana morirá un montón de gente decente... no precisamente de nuestro lado. ¡Santo Dios! ¿Cree usted que después de haber ordenado eso puedo retirarme... a lo que soy capaz de convertirme? — Respiró pesadamente, pero permaneció inmóvil —. Váyase —dijo por fin, sin mirarme —. Preséntese en la oficina de logística del general Thomas. Puede ser usted necesario. Todos somos necesarios.
* * *
Como civiles —en trenes, autobuses, aviones, camiones, de todo el continente, desde los puestos desperdigados del imperio en torno al planeta— nuestro ejército cercó Bloomington. No fue descubierto el movimiento a través del análisis del tráfico habitual, debido a que había comenzado en México una revuelta cuidadosamente maquinada. Era una revolución condenada desde un principio, una diversión en la que andrajosos peones se enfrentaban a lanzallamas, pero tales son las necesidades de la guerra.
En varios puntos, pequeñas ciudades, granjas, y campos de maleza no roturados aún, nuestras unidades se formaron y se movieron contra el Capitolio.
No soy un táctico, y desconozco aún los detalles. Mi apartamento era sólo las pantallas de energía. Cada unidad se hallaba centrada en torno a un camión pesado que transportaba una micropila que prestaba la potencia a un generador de escudo. Arriba volaban nuestras fuerzas aéreas, ridículas como flotillas de juncos... pero en cada escuadrón, un aparato llevaba un generador.
La pantalla en funciones, era solamente visible a través de un débil fulgor de ionización, como una esfera hasta de media milla de diámetro. Penetra la materia sólida sin efecto perceptible. Pero es una fuerza del mismo orden que la que une los núcleos atómicos. E impide velocidades superiores a pocos pies por segundo. Una partícula que discurre más rápidamente y topa el campo, es detenida en seco, convirtiéndose en calor su energía de movimiento.
Así las balas, cápsulas y granadas, se fundían y caían al suelo. La detonación de una bomba, bien sea nuclear o química, implica moléculas o electrones de elevada velocidad en el mecanismo del arma, así que la misma no explotaba en el interior del campo. El polvo y los gases radiactivos se desintegraban como de costumbre, pero los fragmentos energéticos que normalmente matarían a un hombre, emergían como inofensivos iones. Permanecían eficaces las toxinas químicas, pero son de fácil defensa.
Teníamos ametralladoras y artillería ligera electrónicamente acoplada a los generadores de pantalla. Y en el momento de disparar, las pantallas se apartaban durante las pocas milésimas de segundo necesarias a la ráfaga o explosión destinada al enemigo.
El Cuerpo de «nacionales» tenía vehículos blindados. Bamboleábanse inmensos y amenazadores, pero al penetrar en el campo sus motores se detenían y sus armas no disparaban. Nuestras tropas plantaban una mina magnética a proximidad de un tal tanque, y continuaban. Y tan pronto como su progreso llevaba el campo más allá del vehículo trabado, la mina estallaba.
Las pantallas se hallaban cuidadosamente heteronizadas; no afectaban a los motores de nuestro propio ejército, o a los varios controles cibernéticos. Empleábamos algunos medios de comunicación más bien primitivos, debido a que los teléfonos de campaña y la radio hallábanse anulados.
Destruyendo sin ser destruidos, nos abrimos paso a Bloomington. Un millar de aparatos se lanzó contra nuestra impenetrable pequeña fuerza aérea. Pero éramos los dueños de tierra y aire y no podíamos ser detenidos.
No obstante, era una marcha lenta y brutal. Los «nacionales» y algunas unidades del ejército nos bloquearon por pura masa. Los hollamos, apareciendo en el interior de nuestras pantallas hombres con bayonetas, que aplastamos con tanques. Una pequeña bomba atómica explotó justamente al margen de nuestra unidad de vanguardia. Sus gases y iones no atravesaron, pero la luminosidad cegó a algunos hombres, los infrarrojos asaron a otros, y la radiación gamma condenó a algunos a una lenta muerte.
La bomba destruyó también algunos bloques residenciales, puesto que para entonces habíamos entrado en la ciudad. Después de eso, el enemigo hubo de contender con el pánico de masas.
Por doquier en la nación eran capturadas estaciones de TV. y la película registrada sobre Achtmann se pasaba sin cesar. No era un buen orador, pero tal vez ello subrayaba la sinceridad de lo que decía al mundo, o sea que había venido a libertar a los hombres de la esclavitud.
Rodé en un jeep con Kintyre —división de apoyo— cuando los inevitables choques y accidentes hicieron comportarse defectuosamente a nuestros generadores. En el interior del campo, el frío era tan agudo que extirpaba todas las moléculas de aire caliente. Se podía trazar nuestro curso por la hierba agostada y los árboles otoñales en pleno estío. A la carrera de unidad a unidad, sobre ruinas y cadáveres retorcidos, calles cubiertas de embudos, atravesando puertas rotas de paredes destrozadas y por sótanos testigos de feroces pugnas, fui del invierno al verano y volví atrás de nuevo, pareciendo curioso que nosotros, en nuestra primavera de esperanza, pudiésemos aportar aquel frío.
* * *
Asaltamos el Capitolio a través del crepúsculo. Estaba ardiendo. Un centinela pasó a nuestro lado y entramos en el solar, mordiendo los neumáticos de nuestro jeep los céspedes y rosales aplastados. El familiar escudo se hallaba masivamente aparcado en el patio posterior, recortado contra el rugido de calor y llamas.
El hombre con el brazalete de coronel sobre un tiznado mono de trabajo, dijo:
—Hemos de extinguir ese incendio... diablo, los archivos están aquí, y acaso el propio Hare. Con la pantalla lo podríamos hacer, pero no podemos sacar ni una onda del generador.
Pedí una linterna y fui a examinar el aparato. El problema era fácil: se había roto el contacto soldado del tubo 36, según lo reveló mi artefacto comprobador.
—Nada de importancia —rezongué en medio de mi fatiga—. Pero ya estoy cansado de ello. Todo el día no ha sido otra cosa sino Tubo 36 por acá y Tubo 36 por allá.
—Es uno de los microbios que podemos cocer más tarde — dijo Kintyre,
—¿Más tarde? —dije comenzando a desatornillar la plancha principal—. ¿Ha de haber un más tarde? Pensé que...
—Una porrada de resistentes por todo el mundo —dijo Kintyre—. Acaso usted sepa algo más sobre el particular, coronel, pero creo que habremos de tener que reducir a una serie de obstinadas fortalezas de nacionales.
—Oh, si —manifestó el oficial, apartando la vista de las llamas—. Precisamente acabo de recibir informe de que una brigada blindada viene hacia acá. Se presentará antes de la salida del sol, y hemos de estar preparados a recibirla.
—Parece que tengamos en nuestro poder la ciudad, creo —tartajeó Kintyre —. Cuando menos lo que queda de ella.
—Supongo que sí. ¡Vaya revoltijo! Nunca pensé que pudiera ser una cosa así. Pero es que yo soy sólo superintendente general en una fábrica de conservas, a quien le han puesto un brazalete y dado el nombramiento de coronel.
Quité la placa, uní el contacto roto y pedí mi soldador, que me lo tendió un hombre, quien tenía un rifle en su otra mano y un chafarrinón de sangre a través de la cara.
—Me pregunto si el viejo Hare pudo escapar — dijo Kintyre.
—Lo dudo —opinó el coronel—. Ni un avión de los suyos alzó el vuelo de aquí. Probablemente se está asando dentro. Tenía su propio apartamento en el Capitolio. — Mudó de postura sobre sus pies y hurgó en el bolsillo en busca de un pitillo —. ¡Maldita sea! —dijo quejoso—. Tenemos la intendencia más piojosa de toda la historia. Hace ya media hora que pedí café...
Puse en marcha el generador. La temperatura descendió a cero y las llamas se apagaron como si las hubiese soplado un gigante. Al fulgor de los focos, los hombres se adelantaron para examinar las ruinas.
—Será mejor que regresemos — me dijo Kintyre.
—Espera un poco. Me gustaría saber qué fue de Hare. Asesinó a unos cuantos buenos amigos míos.
Su cuerpo fue en efecto hallado en el apartamiento del ala izquierda del edificio. No estaba tan quemado como para ser irreconocible. Había matado a su mujer para salvarla del fuego, pero él lo había afrontado.
El coronel miró a otro lado, con aspecto de mareo.
—¿Por que no traerán de prisa ese café? — dijo —. Está bien, sargento, tome una escuadra y ponga eso frente a las puertas.
—¿Qué? — pregunté.
—Órdenes de Achtmann. Dice que podríamos ver cómo se expande el bulo de que Hare no había muerto.
—Espantosa orden — opiné.
—Así es —convino el coronel—. Pero es una emergencia, ya sabe, y mientras dure hemos de hacer muchas cosas que no nos gustan... Sargento... no, está ocupado... usted, cabo, vaya a ver lo que ha sido de ese café.
* * *
Encontré a mis hijos uno por uno, cuando salieron de sus refugios en respuesta a las llamadas por radio. Habría besado entonces los pies de Achtmann.
Luego volví a la Universidad. Tuve mi antigua habitación, pero debido a que habían sido muchas las viviendas destruidas en la revolución, hube de compartirla con otro.
El presidente había resultado muerto por una bomba extraviada, en Bloomington... Pobre tipo, nadie lo odiaba. El vicepresidente y miembros del gabinete habían sido hombres fuertes de Hare. Por lo tanto, Achtmann nombró una nueva rama ejecutiva. En cuanto a él, rehusó todos los cargos y pasó cosa de un mes en gira por el país y recibiendo todos los honores que podían ser dados, volviendo luego a la capital. El próximo año, cuando las cosas volviesen a su cauce normal, habrían de celebrarse elecciones.
En el ínterin, naturalmente, era necesario extirpar todas las bandas restantes de nacionales, y la nueva policía federal tenía que disponer de poderes especiales para poder eliminar a todos los hareístas ocultos entre el pueblo. Algunas unidades del Ejército intentaron una contrarrevolución y fueron suprimidas. Una carestía en las cosechas en China exigió que se requisara gran cantidad de arroz de Birmania, lo cual produjo una guerra, breve pero sangrienta, con los nacionalistas birmanos.
Yo odiaba pensar en ello. Había esperado que enderezaríamos la penosa senda del imperio, devolviendo al resto del mundo su libertad. Un nuevo partido, el libertario, estaba siendo formado para presentar su candidatura, basada en un programa cuyo punto principal era la abolición del protectorado. Nuestros oponentes eran los más conservadores federales. El Gobierno en Bloomington no representaba un partido cualquiera, sino que era un comité regente sólo por la duración, aunque naturalmente no podía permanecer cruzado de brazos y había de adoptar en toda emergencia alguna especie de acción positiva. Y al parecer teníamos una emergencia cada día.
En diciembre, la Asociación de la Academia celebró una asamblea en Bloomington, y acudí a ella... principalmente para separarme del compañero de habitación que me habían asignado. No nos estimábamos mucho mutuamente.
* * *
Salí y eché a andar por el viscoso cieno de las calles invernales. Habían sido dispuestos algunos pingajos de decoraciones navideñas, pero no había en los establecimientos en realidad la acostumbrada campaña de venta correspondiente a esas fiestas... pues no había mercancías que anunciar. Sin embargo, el día anterior se había celebrado una abigarrada parada militar.
Caminé bajó un cielo de plomo, embutido en mi abrigo. Había mucha gente por allá, no pareciendo muy jovial ninguna persona. Bueno, ello era comprensible, con media ciudad aún convertida en escombrera. Pero yo echaba a faltar a la Salvation Army y sus villancicos. Hare había suprimido esta organización hacía algunos años, bajo pretexto de que la caridad privada era demasiado ineficaz, y el nuevo Gobierno no había al parecer revocado el edicto. Los elementos de la Salvation Army desempeñaban su labor intrépidamente al son de malas bandas de música en los inviernos de mi juventud, y habría sido agradable volver a verlos.
Pasé ante el Capitolio. Uno nuevo se estaba alzando sobre las ruinas del antiguo. Presumíase que iba a ser una estructura verdaderamente ornamental y bella, lo cual sonaba de extraña manera, cuando el pueblo estaba viviendo en su mayoría en barracas. De todos modos aún no era sino un esqueleto de acero, frío contra el firmamento.
Yo no me dirigía a ningún lugar especial. No había aquella tarde reuniones o conferencias que me interesaran. Me sentía a mis anchas paseándome. Y sentí una conmoción cuando dos hombres corpulentos me asieron por los brazos.
—¿A dónde cree que está usted yendo? — me interpeló uno de ellos.
Parpadeé. Había un gran muro de piedra rodeando un gran edificio a mi izquierda.
—A ninguna parte respondí—. Sólo estaba dando un paseo.
—¿Ah, sí? Muestre su documento de identidad.
Lo mostré. Un coche pasó ante nosotros, entrando por una verja del muro, con una brillante escolta en uniforme gris. Tal vez aquella era la residencia del presidente. Había estado yo demasiado ocupado durante semanas, para enterarme de las noticias de curso general.
Unas manos me palparon, en busca de armas, evidentemente.
—Creo que no hay nada de particular — dijo uno de los hombres.
—De acuerdo —manifestó el otro, añadiendo—: Siga usted, pues, su camino, Lewisohn, y no pase por este bloque otra vez. ¿Es que no vio usted los rótulos?
Un tercer hombre, pero éste de librea, vino corriendo de la verja, llamando:
—¡Eh! ¡Deteneos!
Nos detuvimos. El hombre hizo una ligera inclinación ante mí.
—¿Es usted el profesor Lewisohn, señor? — preguntó. Y al asentir yo, añadió —: Entonces haga el favor de acompañarme.
Yo no podía resistir a la relamida sonrisa de los muchachos del servicio secreto, y lo acompañé. Pasamos por un sendero y luego a través de una puerta. Había centinelas en el atrio de la mansión, pero en su interior, todo era mayordomos y lujo. Al final de un corredor artesonado había una espaciosa estancia, con un amplio ventanal polícromo que daba a un invernadero, de exuberancia tropical en aquel fin de año.
Él hombre que allí se encontraba, giró en redondo al entrar yo.
—¡Profesor! —exclamó, pareciendo deleitado—. Venga, venga por el amor del cielo y tome un trago.
Era Achtmann, muy pintoresco en pijama y batín de seda, pero el Achtmann inquieto y fumador empedernido de siempre. Tomó mi abrigo y lo tendió a un criado. Otro servidor se materializó trayendo whisky. Y seguidamente me encontré sentado en un cómodo sofá, mientras Achtmann se paseaba de uno a otro lado ante mí.
—¡Santo Dios! —dijo—. No tenía la menor idea de que estuviese usted en la ciudad, viejo camarada. De no haberle apercibido a usted desde mi coche... ¿Por qué no me lo comunicó? Mis secretarios tienen una lista de los miembros del Comité, y toda carta de ellos me es pasada directamente.
—Oh... yo ya estoy al margen —dije mientras saboreaba el whisky, intentando recuperar equilibrio—. Muy ocupado por lo demás y... bueno, bajo las presentes circunstancias he perdido contacto y...
—¿Qué circunstancias? —Sus ojos parecieron penetrarme—. ¿Es que algo no marcha?
—Oh, no, no. Alojamiento exiguo, régimen parco y trabajo abundante... lo acostumbrado.
—¡Cómo el diablo lo acostumbrado! No para quien hizo lo que usted —Achtmann remolineó en un dictáfono—. Ya puedo suponerme sus desazones... una habitación mezquina, escaso racionamiento, sueldo miserable... ¿no es eso? Bien, ya lo arreglaremos. — Seguidamente dio una orden en el tubo: el profesor Lewisohn había de tener inmediatamente una casa a su disposición, fondos equivalentes a su estado social, etc., racionamiento libre, etc., etc. — ¿Por qué no me lo hizo usted saber? —me dijo al terminar—. Le hubiese colocado como a los demás muchachos de la antigua pandilla del escondite, o a la mayoría de ellos.
—Pero yo no lo deseo... —tartamudeé—. No lo merezco., no arroje a nadie de su casa solamente para...
—Cállese — rió. Era una risa juvenil, pero con cierto tono metálico —. Deje a un lado la gratitud y la solidaridad y todas esas garambainas que suenan a cortesía y no quiero oír de su boca. En cuanto al populacho necesita tanto la zanahoria como el bastón. No ha de percatarse tan sólo de cómo los desleales son castigados, sino de cómo los fieles son premiados. ¿Comprendido?
—¿Pero qué diablos de cargo tiene usted? — dije.
—¿Cargo? ¿Posición? Nada por el estilo. Eso es lo bueno de ello. Soy solamente un consejero no oficial del presidente. —Achtmann se encogió de hombros, con gesto ambiguo—. Primus ínter pares. Alguien ha de serlo, comprenda, y yo dispongo de un buen número de hombres entrenados que me son personalmente adictos, lo cual es de gran ayuda, y esta tarea... oh, puede llamarla jefatura..., es también la más idónea a mi persona, pues para ella fui también especialmente entrenado. La cosa marcha sobre ruedas, ¿no lo cree?
—Para usted, desde luego — dije de manera descarnadamente sutil.
—¡Diablos! ¿Es que se piensa usted que deseo un centenar de entrometidos criados bajo mi techo? Ello sólo forma parte del espectáculo que he de presentar. Fue un error de Hare el mostrarse tan monótonamente correcto, el no producir nunca a nadie un estremecimiento vicarial. No se puede conducir a todo un mundo sacándolo de la ruina, sin proporcionarle un caudillo en letras muy grandes.
—Pensaba que era esto precisamente contra lo que usted combatía — murmuré.
—Así fue. Y aún lo es. ¡Naturalmente! Sólo que resta mucho por hacer aún. No podemos soltar las riendas en una semana a un pueblo que durante una generación no tuvo permiso para obrar según su propio pensar. No podemos reinstaurar garantías de investigación, y habeas corpus, y procesos legítimos en juicios políticos, cuando varios millones de hombres se hallan conspirando y trampeando para volver a traer la dictadura. Existen aún un buen número de devotos hareístas, por no mencionar a unos centenares de pequeños grupos lunáticos, sustentadores de planes particulares para salvar la Humanidad. — Achtmann encendió otro pitillo con la colilla del anterior. Las palabras, frías como el hielo, siguieron fluyendo de sus labios —. No podemos disolver el Protectorado y dejar libres a las provincias extranjeras, cuando menos no hasta que hayan sido educadas y civilizadas, pues de lo contrario no tardaría en haber otra guerra atómica. Y aquí, en casa, hay tanta pobreza y hambre... ¿Qué interés quiere usted que tenga un hombre en un Gobierno democrático, cuando sus hijos no tienen pan? Si lo permitiéramos seguirían al primer chiflado de Führer que prometiera alimentarlos. Hemos de restaurar la Economía, la...
Me sorprendí a mí mismo interrumpiéndole:
—Para su información, he de manifestarle que pertenezco al Partido Libertario.
Y esperé su reacción.
—No importa — respondió jovialmente Achtmann—. No se tomarán medidas contra usted. Cuando los partidos políticos sean disueltos, será simplemente cuestión de...
—¡Disueltos! — me asombré —. ¿Pero no iba a haber unas elecciones...?
—Temo que habremos de esperar unos cuantos años. Sinceramente, viejo camarada, ¿cómo cree usted que podemos convocar elecciones, con las condiciones que subsisten? Pensé que podríamos, y por eso es que se anunciaron, pero desde entonces he recogido datos y hechos suficientes para mostrarme que me hallaba equivocado. — Achtmann rió entre dientes —. No ponga esa cara horrorizada. Yo no soy otro Hare. Él no admitía jamás que pudiera equivocarse.
—Tampoco usted —murmuré—. Usted no tiene un título... el presidente y el Congreso le cubren, cargan con la censura por los errores y excesos de usted, y usted arrambla con todo el crédito para lo que marcha bien. Eso es.
—¡Ridículo! — Por un instante se mostró enojado. Luego me volvió la espalda y quedóse mirando con fijeza a través del ventanal.
Como a una señal oculta, el mayordomo apareció silencioso como un gato y me tendió el abrigo. Me puse en pie, trémulo, y me lo puse.
—No se preocupe, profesor —dijo Achtmann con voz suave—. Está bien, si usted insiste, ésta es una dictadura. Pero lo es benévola... diablos, usted me conoce y sabe por lo que estoy, ¿no es así? Podemos matar a unos cuantos acá y allá, y el pueblo está empezando a llamarme el Cinco, pero... — Y sin volverse para darme la cara, añadió —. Es sólo por la duración de la emergencia...
DUELO EN SIRTE
La noche cuchicheaba su mensaje. Sobre las muchas millas de soledad donde naciera, era transportado por el viento, susurrado por los semisensibles líquenes y los árboles enanos, murmurado mutuamente por las pequeñas criaturas que se arracimaban bajo los riscos, en cuevas, sobre dunas umbrosas. Sin palabras, pero con tenue latido de temor que provocaba un eco a través del cerebro de Kreega, corría la alerta...
Están cazando de nuevo.
Kreega tembló a una súbita ráfaga de viento. La noche era enorme en torno suyo, sobre él, desde la férrea acritud de las colinas hasta las constelaciones giratorias y destelleantes a añosluz sobre su cabeza. Sacudióse sus trémulas percepciones poniéndose a tono con el breñal y el viento y los pequeños seres que se cobijaban en sus madrigueras, dejando que la noche le hablara.
Solo, solo. No había otro marciano en cientos de millas de vacío. Únicamente los animalillos y la broza estremecida y el tenue y melancólico soplar del viento.
El mudo lamento de agonía pasaba a través de la maleza, de planta a planta, repetido como un eco por los latidos de miedo de los animales y los círculos anulares, que se abarquillaban y fruncían y ensombrecían cuando el cohete vertía la muerte ígnea sobre ellos, clamando a las estrellas las venas y nervios mustios.
Kreega se cobijó contra un desvaído y elevado risco. Sus ojos eran como lunas amarillas en la oscuridad, fríos de terror y odio y una resolución que iba lentamente acopiando. Ceñudamente, calculó que la muerte estaba siendo regada en un círculo de unas diez millas de diámetro. Y él estaba atrapado dentro, y el cazador no tardaría en pisarle los talones.
Lanzó una mirada al indiferente brillar de las estrellas, y un estremecimiento recorrió su cuerpo. Luego se sentó y comenzó a pensar.
* * *
La cuestión se había iniciado unos pocos días antes, en el despacho privado del comerciante Wisby.
—Vine a Marte —dijo Riordan— para conseguir una lechuza.
Wisby había llegado a conocer el valor de un rostro impasible. Y a través del borde de su vaso escudriñó al otro hombre, tasándolo.
Hasta en los agujeros dejados de la mano de Dios como Port Armstrong se había oído hablar de Riordan. Heredero de una Compañía de navegación evaluada en un millón de dólares, que había elevado él mismo piramidalmente hasta convertirla en un monstruo sistemático, era también conocido como fanático de la caza mayor. Desde los dragones de fuego de Mercurio hasta los reptiles de hielo de Plutón, lo había enzurronado todo. Excepto, naturalmente, un marciano. Esta caza particular estaba prohibida ya.
Se retrepó en su sillón, grande, fuerte y despiadado, joven aún. Empequeñecía la tosca habitación con su volumen, y la dura y dinámica fuerza que contenía, y su fría y verde mirada dominaba al comerciante.
—Ya sabe usted que es ilegal —dijo Wisby—. Si lo prenden la sentencia es de veinte años.
—¡Bah! El Comisario de Marte está en Ares, hacia el centro del planeta. Si andamos con cuidado, ¿quién va a saberlo? —Riordan tomó un trago de su vaso—. Me doy buena cuenta de que en cosa de otro año habrán apretado tanto las clavijas como para hacerlo imposible. Ésta es la última oportunidad que existe para capturar esa lechuza. Y para eso estoy aquí.
Wisby vaciló, mirando a través de la ventana. Port Armstrong no era sino un polvoriento hacinamiento de cúpulas, interconectadas por túneles, en una roja paramera de arena que se extendía hasta el cercano horizonte. Un terrestre en vestimenta aérea y casco transparente caminaba calle abajo, y una pareja de marcianos haraganeaban contra un muro. La vida en Marte no era especialmente placentera para un humano.
—¿No estará usted cayendo en ese amor por el mirlo blanco que corrompe a toda la Tierra? — preguntó Riordan desdeñosamente.
—Oh, no —respondió Wisby—. Los mantengo en su lugar en torno a mi puesto. Pero los tiempos están cambiando. No puede evitarse.
—Hubo un tiempo en que eran esclavos —dijo Riordan—. Ahora, esos sufragistas de la Tierra quieren darles también el voto. — dio un bufido.
—Pues sí, los tiempos cambian —repitió apaciblemente Wisby—. Cuando los primeros humanos aterrizaron en Marte hace cien años, la Tierra acababa de salir de las Guerras Hemisféricas. Las guerras peores que el hombre conociera jamás. Las antiguas ideas de libertad e igualdad fueron desbaratadas por ellas. El pueblo se había tornado receloso y duro... tenía que serlo, para sobrevivir. No era capaz de... de comprender a los marcianos, de pensar en ellos como en otra cosa que en unos animales inteligentes. Y los marcianos eran unos esclavos tan útiles... necesitaban tan poco alimento, o calor, u oxígeno... podían hasta vivir quince minutos sin respirar. Y los salvajes marcianos constituían un magnífico deporte... una caza inteligente, que podía escapar tan a menudo como era capturada y que hasta se las apañaba para matar al cazador.
—Lo sé —dijo Riordan—. Por eso es que quiero cazar uno. No hay diversión en la caza, si la pieza no dispone de una oportunidad.
—Ahora es diferente —prosiguió Wisby—. La Tierra ha estado en paz durante largo tiempo. Los liberales han logrado la supremacía. Y, naturalmente, una de sus primeras reformas fue la de terminar la esclavitud marciana.
Riordan barbotó un juramento. La repatriación forzosa de marcianos que trabajaban en sus astronaves le había costado mucho.
—No dispongo de tiempo para sus filosofías —dijo—. Si puede usted arreglarlo para que capture un marciano, le compensaré debidamente.
—¿En cuánto? — preguntó Wisby.
Chalanearon durante un rato hasta establecer una cifra. Riordan había traído consigo armas y una pequeña embarcación de cohete, pero Wisby había de proporcionar material radiactivo, un «halcón» y un perro roquero. Luego había de pagar por el riesgo de acción legal, aunque ésta era pequeña. El precio final resultó elevado.
—Bien, y ahora ¿dónde puedo conseguir mi marciano? — dijo Riordan. Hizo un ademán señalando a los que estaban en la calle —. ¿Qué tal pillar a uno de ésos y soltarlo en el desierto?
Fue ahora la vez de Wisby de mostrarse despectivo.
—¿Uno de ésos? ¡Ja! ¡Dos mandrias! Un habitante de la Tierra le daría a usted más faena.
Los marcianos no tenían en verdad un aspecto impresionante. Su estatura era sólo de unos cuatro pies, sobre piernas flacas de pies de garra, y sus brazos, que terminaban en huesudas manos de cuatro dedos, eran correosos. Sus pechos eran amplios y profundos, pero sus talles ridículamente exiguos. Eran vivíparos, de sangre caliente, y las hembras amamantaban a sus pequeños, pero un plumón gris cubría su piel. Las cabezas redondas y de puntiagudo hocico, y sus inmensos ojos ambarinos y peludas orejas, mostraban el origen del nombre de «lechuza». Llevaban sólo cinturones de zurrón y portaban también cuchillos de vaina; pues hasta los liberales de la Tierra no se mostraban dispuestos a otorgar a los nativos herramientas y armas modernas. Existían rencores demasiado antiguos.
—Los marcianos siempre fueron buenos luchadores —dijo Riordan—. En otras épocas barrieron unas cuantas colonias terrestres.
—Los salvajes sí —convino Wisby—. Pero no ésos. Ésos son tan sólo estúpidos trabajadores, tan dependientes de nuestra civilización como nosotros. Lo que usted desea es un auténtico chapado a la antigua, y yo sé dónde puede encontrársele. —Extendió un mapa sobre el escritorio—. Vea, aquí, en los Cerros Hraefnianos, a unas cien millas de aquí. Estos marcianos tienen una larga vida, que alcanza acaso a dos siglos, y su congénere Kreega ha andado por allá desde la llegada de los primeros terrestres. En los primeros tiempos dirigió un buen número de razzias nativas, pero desde la amnistía general y la paz ha vivido solo allá, en una de las antiguas torres en ruinas. Un auténtico guerrero de la vieja época, que se comería las tripas de los terrestres. De cuando en cuando viene por acá para comerciar con pieles y minerales, por lo que sé un poco de él. —Los ojos de Wisby fulguraron salvajemente—. Nos hará usted a todos nosotros un favor matando a ese arrogante bastardo. Se pavonea por aquí como si le perteneciese el lugar. Y le haría correr de lo lindo, para cazarlo.
La cetrina y maciza cabeza de Riordan asintió en gesto de satisfacción.
* * *
El hombre tenía un ave y un perro roquero. Mala cosa. Sin ellos, Kreega podría zafarse en los laberintos de cuevas y cañones y zarzosas espesuras... pero el perro podía husmear su olor y el ave otearle desde la altura.
Y para empeorar aún las cosas, el hombre había aterrizado cerca de la torre de Kreega. Todas las armas estaban allá... ahora se encontraba separado, inerme y solo, salvo por la débil ayuda que el desierto pudiera prestarle. A menos que pudiera volver al lugar como fuera... pero en el ínterin tenía que sobrevivir.
Sentóse en una cueva, mirando abajo a una torturada selvatiquez de arena y maleza y roca erosionada por el viento, millas en el tenue y límpido aire hasta el destello de metal donde yacía el cohete. El hombre era una mota en el inmenso paisaje estéril, un solitario insecto arrastrándose bajo el cielo de intenso azul. Aun de día las estrellas destellaban en la enrarecida atmósfera. La débil luz solar se desparramaba sobre rocas tostadas y ocres y de rojo herrumbroso, sobre los chaparros y polvorientos matorros zarzosos, los retorcidos arbolitos y la arena que soplaba débilmente entre ellos. ¡Marte ecuatorial!
Solitario o no, el hombre tenía un arma que podía vomitar la muerte al horizonte, y tenía sus bestias, y seguramente dispondría de una radio en su embarcacióncohete, para llamar a sus camaradas. Y la muerte ígnea los rodeaba, un círculo mágico que Kreega no podía atravesar sin acarrearse un final peor que el que podía darle el rifle.
¿O había una muerte peor que aquélla... ser cazado por un monstruo y que su pellejo fuese arrastrado y llevado como trofeo para contemplación admirada de los papanatas? El viejo orgullo de hierro se sublevó en Kreega, duro y acerbo e inflexible. No pedía mucho a la vida de aquellos días... soledad en su torre para rumiar los dilatados pensamientos de un marciano y crear las pequeñas y exquisitas obras de arte que amaba; la compañía de su hijo en la Estación de la Asamblea, grave y antañona ceremonia y austero esparcimiento festivo, y la suerte de engendrar y criar vástagos; una excursión ocasional a la colonia de los terrestres, para adquirir los artefactos de metal y el vino, que eran las únicas cosas válidas que habían traído a Marte; un vago sueño de elevar a su pueblo a un lugar en el cual sus componentes fuesen pariguales a los demás del Universo. Nada más. ¡Y ahora le querían quitar hasta eso! Lanzó un juramento contra los humanos y reanudó su paciente tarea, aguzando una punta de lanza, por la mezquina ayuda que pudiera tener con ella. Los matorros mascullaban su seca alarma, pequeños animalillos ocultos daban breves chillidos de terror, y el desierto parecía anunciarle a voces el monstruo que se acercaba a su cueva. Pero no había de huir en seguida.
* * *
Riordan roció el isótopo de pesado metal en un círculo de diez millas en torno a la antigua torre. Lo hizo de noche, para el caso en que una patrulla aérea pudiera estar hurgando por allá. Pero una vez que hubo aterrizado, estaba a salvo... siempre podía pretender que había estado explorando pacíficamente, cazando liebres u otro animal por el estilo.
La radiactividad tenía una vida aproximada de unos cuatro días, lo cual significaba que sería peligroso aproximarse durante unas tres semanas... dos como mínimo. Había tiempo suficiente, hallándose el marciano encajonado en una superficie tan pequeña.
No existía cuidado de que intentara atravesar la franja fatal. Las lechuzas habían aprendido a saber lo que significaba la radiactividad. Y su visión, que se extendía hasta el ultravioleta, la captaba directamente por su fluorescencia, por no decir nada de los extraordinarios sentidos, del todo inhumanos, que poseían. No, Kreega intentaría ocultarse, y quizá combatir, y eventualmente sería arrinconado.
Sin embargo, no era necesario correr riesgos. Riordan conectó un cronometrador en la radio de su embarcación aérea. Caso de que no volviese en el plazo de dos semanas a desconectarlo, emitiría una señal que Wisby oiría, y acudirían a rescatarle.
Comprobó su equipo. Tenía un traje espacial, diseñado para las condiciones marcianas, con una pequeña bomba operada por un haz de energía desde la embarcación, para comprimir la atmósfera suficientemente para que pudiera respirarla. La misma unidad recuperaba bastante agua de su aliento, por lo que el peso de provisiones para varios días, no le resultaba muy pesado de portar, en la gravedad marciana. Disponía de un rifle del 45, construido especialmente para disparar en el aire marciano, calibre que era lo suficientemente grande para su propósito. Y, naturalmente, brújula y gemelos y saco de dormir. Un equipo muy ligero, en suma, pero de todos modos prefería lo mínimo.
Para emergencias extremas tenía un pequeño tanque de suspensina, girando una válvula del cual podía vaciarlo en su sistema de aire. El gas no producía exactamente animación suspendida, pero paralizaba los nervios eferentes y hacía más lento el metabolismo general, hasta un punto en que el ser podía vivir durante semanas con un pulmón lleno de aire. Era muy útil en cirugía, y había salvado la vida de más de un explorador interplanetario cuyo sistema de aprovisionamiento de oxígeno se había averiado. Pero Riordan no esperaba tener que usarlo. Ciertamente esperaba no tener necesidad. Sería tedioso hallarse completamente consciente por espacio de días, esperando a la señal automática de llamada a Wisby.
Salió de la embarcación y la cerró. No existía peligro alguno de que la lechuza penetrara en ella mediante algún rodeo; necesitaría tordenita para agrietar aquel casco.
Lanzó un silbido a sus animales. Eran bestias nativas, tiempo ha domesticadas por los marcianos y posteriormente por el hombre. El perro roquero era como un lobo flaco, pero de amplio pecho y peludo, tan buen rastreador como cualquier pura raza terrestre. El «halcón» tenía menos parecido o contrapartida en la Tierra: era un ave de presa: pero en la sutil atmósfera marciana necesitaba una envergadura de alas de seis pies para elevar su pequeño cuerpo. Riordan estaba satisfecho de su entrenamiento.
El perro lanzó un ladrido, una nota baja y tremolante que habría sido apagada hasta hacerse inaudible por el enrarecido aire y el casco de plástico del hombre, de no haber incluido la vestidura de éste micrófonos y amplificadores. El can describió un círculo, olisqueando, mientras el halcón se alzaba al cielo foráneo.
Riordan no miró más detenidamente la torre. Era un muñón destartalado sobre un cerro mohoso, inhumano y grotesco. Antaño, quizá hace diez mil años, los marcianos habían tenido cierta civilización, ciudades y agricultura y una tecnología neolítica. Pero de acuerdo con sus propias tradiciones, habían realizado una unión o simbiosis con la vida salvaje del planeta, y abandonado como innecesarias tales ayudas mecánicas. Riordan lanzó un respingo.
El perro volvió a ladrar. El ruido parecía quedar suspendido extrañamente en el aire frío y quieto, estremecerse en riscos y farallones y morir renuente bajo el enorme silencio. Pero era como el sonido de un clarín, un altivo reto a un mundo que se había hecho viejo... ¡Apartarse, abrid paso, que aquí llega el conquistador!
El animal brincó súbitamente hacia delante. Había percibido un olor. Riordan se columpió en zancadas largas, de poca gravedad. Sus ojos destellaron como hielo virgen. ¡La caza había comenzado!
El aliento sollozó en los pulmones de Kreega, duro y rápido y crudo. Sintió débiles y pesadas sus piernas, y los latidos de su corazón fueron como bataneo que sacudió todo su cuerpo.
Sin embargo corrió, mientras se alzaba el espantoso clamor tras sí y el pataleo de las pisadas se aproximaba cada vez más. ¡Brincando, retorciéndose, abalanzándose de risco en risco, deslizándose por descarnadas barrancas y dando traspiés por entre boscajes, Kreega huía!
El perro estaba tras él y el halcón le oteaba desde arriba, meciéndose sobre su cabeza. En un día y una noche le habían llevado a aquello, a correr como una enloquecida liebre con la muerte aullando a sus talones... no se había imaginado que un ser humano pudiera moverse con tanta rapidez o con tal resistencia.
El desierto combatía por él; las plantas, con su misteriosa y oscura vida que ningún terrestre podría entender, estaban a su lado. Sus ramas espinosas se apartaban a su paso, volviendo a unirse para arañar los flancos del perro y detenerlo... pero no podían hacerle cejar en su brutal carrera de persecución, y seguía ululante sobre el rastro del marciano.
El humano se afanaba a cosa de una milla atrás, aunque sin dar muestras del menor cansancio. Kreega siguió corriendo. Tenía que alcanzar el extremo del farallón antes de que el cazador le viese a punto de tiro... tenía que hacerlo imprescindiblemente... y el perro gruñía ya a un metro a su espalda.
Se abalanzó declive arriba. El halcón revoloteó y se precipitó sobre él, intentando poner su pico y sus garras sobre su cabeza. Asestó varios golpes al ave con su lanza y se esquivó en torno a un árbol, el cual distendió una rama en la cual rebotó el perro, cuyo lastimero aullido hizo resonar las rocas.
El marciano se arrojó a la esquina del farallón, que descendía casi verticalmente hasta el piso del cañón, a quinientos pies. Más allá, el sol poniente fulguró en sus ojos. Se detuvo un brevísimo instante, recortándose contra el firmamento, y constituyendo un blanco perfecto, caso de haberlo visto el ser humano, y luego saltó sobre el borde.
Había esperado que el perro roquero se despeñaría, pero el animal frenó a tiempo. Kreega descendió por la cara del farallón, asiéndose a cada pequeña grieta, temblando cuando la erosionada roca se desmenuzaba entre sus dedos ansiosos. El halcón se le mantenía pegado, lanzándole insistentes picotazos y chillando al par llamando a su amo. No podía defenderse contra el ave rapaz, pues necesitaba manos y pies para no romperse la crisma, pero...
Logró deslizarse a lo largo de la cara del precipicio, hasta un matorral de viñas verdigrises, y sus nervios se estremecieron por el apelativo de la antigua simbiosis. El halcón aleteó de nuevo y él quedóse inmóvil, rígido como la muerte, mientras el ave lanzaba estridentes chillidos de triunfo y se posaba sobre su hombro para arrancarle los ojos.
Pero de pronto las vides se agitaron. No eran fuertes, pero sus pinchos se clavaron en las carnes del halcón, apartándolo, y permitiendo que Kreega descendiera hasta la cañada.
Arriba apareció Riordan atalayante, recortado contra el cielo ensombrecido. Disparó una, dos veces, rebotando las balas cerca del marciano, pero éste se hallaba ya a cubierto por las nuevas sombras de la hondonada.
El hombre giró el botón de su amplificador, y su voz rodó y resonó monstruosamente a través de la incipiente noche, como un trueno que Marte no oyera hacía milenios:
—¡Por esta vez te has escapado! ¡Pero ya te encontraré y te ajustaré las cuentas!
El sol se deslizó bajo el horizonte, y cayó la noche como una cortina. A través de la oscuridad, Kreega oyó reír al hombre. Las viejas rocas parecían temblar con aquella risa.
Riordan se hallaba cansado por la larga caza y la insuficiencia de su provisión de oxígeno. Deseaba una fogata y comida caliente, mas nada de ello podía tener. Bien... apreciaría mejor las delicias de la vida cuando volviera a casa... con la piel del marciano.
Rió entre dientes al acampar. Aquel pequeñajo era una presa que merecía la pena, ello era endiabladamente seguro. Había resistido dos días ya, en una pequeña franja de terreno de diez millas, y hasta había matado al halcón. Pero Riordan estaba lo bastante próximo a él ahora, por lo que el perro podía seguir su rastro, ya que Marte no tenía cursos de agua que pudieran despistarle. Así que no importaba.
Tendido, contemplaba la espléndida noche estrellada. Antes de poco haría frío, un frío despiadado, pero su saco de dormir era un aislador lo bastante bueno para mantenerle caliente con la ayuda de la energía solar almacenada durante el día por sus células Gergen. Marte era oscuro de noche, y sus lunas de poca ayuda... Fobos, una mota titilante, y Deimos, simplemente una estrella brillante. Oscuridad y frío y vacío. El perro roquero había escarbado al lado, en la arena, cobijándose de la mejor manera, pero presto a lanzar la alarma si el marciano se aproximara serpeando.
Los matorros y los árboles y los pequeños animales furtivos cuchicheaban palabras que no podía oír, chachareaban y rumoreaban al viento sobre el marciano que se mantuvo caliente con el trabajo. Pero no comprendía este lenguaje, que no era lenguaje.
Amodorradamente, Riordan pensó en pasadas cacerías. La caza mayor de la Tierra, el león y el tigre y el elefante y el búfalo y las cabras montesas de los elevados picos destellantes de sol de las Montañas Rocosas. Las selvas vírgenes y acuosas de Venus y el rugido como un golpe de tos de un monstruoso ciempiés de las ciénagas restallando a través de los árboles, hasta el lugar donde él se encontraba a la espera. Primitivo pulsar de tambores en una sofocante y húmeda noche, canto de los batidores danzando en torno a una hoguera... arrastrarse a lo largo de las infernales llanuras de Mercurio, con un sol hinchado lamiendo su vestidura aislante... la grandeza y desolación de las ciénagas de gas líquido de Neptuno, y la inmensa bestia obcecada que le perseguía chillando...
Pero esta de ahora era la caza más solitaria y extraña, y acaso más peligrosa de todas, y por lo tanto, la mejor. No sentía malevolencia alguna hacia el marciano; respetaba el valor del pequeño ser, como respetaba la bravura de los otros animales que había perseguido. Cualquier trofeo que se llevase a su hogar de esta caza, estaría bien ganado.
No importaba el hecho de que su éxito habría de ser tratado discretamente. Cazaba menos por la gloria —aunque tenía que admitir que no desdeñaba la publicidad— que por amor al propio deporte. Sus antepasados habían combatido bajo uno u otro nombre... vikingo, cruzado, mercenario, rebelde, patriota... lo que estuviera de moda en el momento. La lucha estaba en su sangre, y en estos días degenerados, había poco contra lo que pelear, salvo cuando se cazaba.
Bien... mañana... y se volvió de lado para dormir.
* * *
Se despertó con el primer gris clarear del alba, se preparó un rápido desayuno y silbó a su perro para que rastreara. Con las aletas de la nariz dilatadas por la excitación sentía como una embriaguez que cantaba en su interior: ¡Hoy... quizá hoy!
Tuvo que hacer un rodeo para penetrar en la cañada, y el perro tardó cosa de una hora antes de alzar el viento. Luego se elevó de nuevo el grito de voz profunda, y prosiguieron... más lentamente ahora, pues lo hacían sobre una cruel pista pedregosa.
El sol estaba alto cuando marchaban a lo largo del antiguo lecho del río. Su pálida luz helada bañaba riscos agudos como agujas y farallones fantásticos y abigarrados, corteza y arena y los restos de edades geológicas. Las pequeñas y duras matas crujían bajo los pies del hombre, pareciendo emitir una impotente protesta. Por lo demás, todo estaba en calma, en una quietud honda y tensa y en cierto modo expectante.
El can hizo estremecer el silencio con un ansioso gañido, y se abalanzó hacia adelante. ¡Venteo cercano! Riordan se precipitó tras él, hollando maleza más densa, jadeando y jurando y haciendo muecas de excitación.
De pronto, la broza se abrió bajo los pies. Con un ululante gemido, el perro resbaló, cayendo por la pared de la fosa que aquella había cubierto. Riordan se lanzó como en vuelo adelante, con tigruna celeridad, cayendo sobre su vientre, pero logrando asir por la cola al can. El choque casi le hizo también caer en la fosa. Rodeó con un brazo un matorro que se había clavado en su casco, y logró extraer al perro.
Con un estremecimiento, fisgó desde arriba el interior de la trampa. Había sido bien construida... de unos veinte pies de profundidad, con paredes tan lisas y estrechas como lo permitía la arena, y hábilmente cubierta con maleza. Plantadas en su fondo se hallaban tres agudas lanzas de pedernal, de siniestro aspecto. De haber sido él sólo fugazmente menos rápido en sus reflejos, habría perdido al perro, y acaso se habría perdido también él mismo.
Apretó sus dientes con mueca lobuna y miró en derredor. La lechuza debió haber trabajado durante toda la noche en hacer aquello. Así, pues, no debía hallarse lejos... y tenía que estar muy cansada...
Como en respuesta a sus pensamientos, un canto rodado se abatió del próximo risco. Era un monstruo, pero la caída de un objeto en Marte tiene menos que la mitad de aceleración que en la Tierra. Riordan tuvo tiempo de hacerse a un lado antes de que la roca se aplastara en el lugar donde había estado él.
—¡Anda, ven! — aulló, abalanzándose hacia el risco.
Durante un instante, una forma gris asomó por una esquina de arriba y una azagaya voló. Riordan disparó y la sombra se desvaneció. La azagaya rozó el grueso tejido de la vestidura de Riordan, quien subió gateando hasta el borde del precipicio.
No se veía al marciano por parte alguna, pero un tenue rastro rojo conducía a la abrupta zona de los cerros.
¡Lo alcancé, por Dios! El perro fue más lento en franquear el vericueto pizarroso, y sus patas sangraban al llegar arriba. Riordan le lanzó unas cuantas imprecaciones y prosiguieron su marcha.
La pista seguía durante una milla o dos, terminando luego. Riordan miró en derredor, a la selvatiquez de árboles y agujas que bloqueaban la vista en cualquier dirección. Evidentemente, la lechuza había retrocedido, trepando a una de aquellas rocas, desde la cual podía dar un brinco volandero a algún otro punto. ¿Pero a cual?
Un sudor que no podía enjugar corría por la cara y cuerpo del hombre. Picaba intolerablemente, y sentía además sus pulmones irritados por el poco aire, debido a su jadear. Pero no obstante, rió con deleite. ¡Qué caza! ¡Qué caza!
* * *
Kreega se hallaba tendido a la sombra de una elevada roca y temblaba de fatiga. Más allá de su refugio, el sol danzaba en lo que para él era un fulgor cegador e intolerable, ardiente y cruel y sediento de vida, duro y brillante como el metal de los conquistadores.
Había sido un error gastar inapreciables horas cuando podía haber estado descansando en vez de trabajando en la trampa. No había servido de nada, y debiera haber sabido que así sería. Y ahora estaba hambriento, y la sed era como una bestia salvaje en su boca y garganta, y aún le perseguían.
No estaban ya muy lejos. Todo el día le habían estado acosando; no había tenido nunca más de media hora de adelanto. Sin descanso, sin descanso, convertido en una bestia del diablo a través de una selvatiquez atormentada de piedra y arena... ahora sólo podía esperar la batalla, con una carga de hierro de agotamiento sobre él.
La herida de su costado le quemaba. No era profunda, pero le había costado sangre y dolor, y en los pocos minutos de descanso podía haber sido atrapado.
Durante un momento, el guerrero Kreega había desaparecido, y un solitario y aterrorizado niño sollozaba en el silencio del desierto. ¿Por qué no pueden dejarme solo?
Crujió un matorro polvoriento y verdigris. Una gallinita lanzó su agudo cloqueo en una de las barrancas. Estaban aproximándose.
Cansinamente, Kreega trepó a lo alto de la roca y se agazapó. Había retrocedido, y ellos estarían dirigiéndose a su torre.
La podía ver desde allí, una chata ruina amarilla carcomida por los vientos milenarios. Sólo había tenido tiempo de coger en ella un arco y unas cuantas flechas y un hacha. Mezquinas armas... las flechas no podían atravesar la vestidura del terrestre, siendo sobre todo un pequeñajo marciano quien tendiera el arco, y con un casco de acero hasta el hacha era un objeto débil y casi inválido. Pero era todo cuanto tenía, él y sus pocos pequeños aliados de un desierto que combatía sólo por mantener su soledad.
Esclavos repatriados le habían hablado del poder de los terrestres. Sus rugientes máquinas llenaban el silencio de sus propios desiertos, estriaban la tranquila cara de su propia luna y conmocionaban a los planetas con una insensata furia de energía sin significado alguno. Eran los conquistadores, y jamás se les ocurría que merecía la pena ser preservada una antigua paz y tranquilidad.
Bueno... dispuso una flecha en la cuerda y quedóse en acuclillada espera a la flameante y silenciosa luz del sol.
El perro apareció el primero, ladrando y aullando. Kreega tendió el arco tanto como pudo. Pero el humano había de aproximarse primero...
Apareció a su vez, corriendo y dando botes sobre las rocas, con el rifle en mano y sus inquietos ojos brillando con crudo y verde fulgor, en un cerco de muerte. Kreega giró suavemente en torno. La bestia se encontraba más allá de la roca ahora, y el humano casi abajo de él.
El arco produjo un sonido vibrante. Con salvaje estremecimiento, Kreega vio a la flecha atravesar al can, y a éste dar un brinco en el aire para luego rodar por los suelos, lanzando alaridos y mordiendo el objeto clavado en su cuerpo.
Como una centella gris, el marciano se precipitó de la roca contra el humano. Si su hacha pudiera destrozar aquel casco...
Asestó un golpe al hombre y ambos cayeron juntos. Salvajemente, el marciano siguió golpeando. El hacha sacaba chispas en el plástico, no teniendo Kreega espacio para girar. Riordan rugió y lanzó un puño adelante. Arqueándose, Kreega rodó hacia atrás.
Riordan le disparó un tiro a bocajarro, y Kreega, dando la vuelta, huyó. El hombre se puso sobre una rodilla, apuntando con cuidado a la forma gris que trepaba por el más próximo declive.
Una pequeña serpiente de arena subió por la pierna del hombre y se enroscó en su muñeca, siendo la fuerza de la bestezuela lo bastante para desviar el fusil. La bala silbó en los oídos de Kreega y se perdió en un risco.
El marciano sintió la débil agonía de la serpiente cuando Riordan la desligó y la aplastó con el pie. E instantes después, oyó un sordo fragor que expandía sus ecos entre colinas. El hombre había traído explosivos de su embarcación y volado la torre.
Kreega había perdido hacha y arco. Ahora estaba completamente inerme, sin siquiera un lugar para retirarse a una última resistencia. Y el cazador no cejaría. Aun sin sus animales seguiría el acoso, más lentamente, pero tan implacablemente como antes.
Kreega se desplomó sobre un canto rodado. Secos sollozos recorrían su cuerpecillo, y el viento del ocaso lloraba con él.
Miró ahora a través de una inmensidad roja y amarilla, al bajo sol. Largas sombras estaban serpeando sobre la tierra, sumida en paz y silencio durante breves instantes antes de que se abatiese el acerado frío de la noche. El quedo cloqueo de una gallineta tuvo un eco entre los riscos carcomidos por el viento, y la maleza comenzó a hablar, cuchicheando sin cesar en su antiguo idioma sin palabras.
El desierto, el planeta y su viento y arena bajo las altas y frías estrellas, el raso campo abierto de silencio y soledad y un destino que no era de hombre, le hablaban. La enorme singularidad de la vida en Marte, trazada contra el cruel ambiente, se agitaba en su sangre. Y al ponerse el sol y florecer las estrellas en una espantosa gélida munificencia. Kreega comenzó a pensar de nuevo.
No odiaba a su perseguidor, pero la inflexibilidad de Marte estaba en él. Hacía la guerra de todo cuanto era antiguo y primitivo y perdido en sus propios sueños, contra el forastero y el profanador. Era tan vieja y despiadada como la vida esta guerra, y cada batalla ganada o perdida, significaba algo, aun cuando nadie oyera de ella jamás.
—No combates solo —murmuraba el desierto—. Luchas por todo Marte, y nosotros estamos contigo.
Algo se movió en la oscuridad, una cálida y pequeña forma que corrió por su mano, un ratoncillo plumado que escarbaba la arena para buscar cobijo a su vida fugitiva, y estaba contento de su manera de vivir. Pero era una parte del mundo y Marte no tenía piedad alguna en su voz.
No obstante, Kreega sintió enternecerse su corazón, y amablemente cuchicheó en un lenguaje que no era un lenguaje. ¿Quieres hacer esto por nosotros? ¿Quieres hacerlo, hermanito?
* * *
Riordan estaba demasiado fatigado para dormir bien. Había estado tendido en vela durante largo tiempo, pensando, lo cual no es bueno para un hombre solo en las colinas marcianas.
Así, pues, el perro roquero estaba muerto también. No importaba, la lechuza no escaparía. Pero como fuera, el incidente le traía la inmensidad y la edad y la soledad del desierto.
Éste le cuchicheaba también a él. La maleza susurraba y algo gemía en la oscuridad, y el viento soplaba con son melancólico sobre los riscos débilmente rielados por las estrellas, y parecía como si todo tuviese una voz, como si el mundo entero le murmurase y amenazara en la noche. Vagamente, se preguntó si el hombre sojuzgaría alguna vez a Marte, si la raza humana no había tropezado al fin con algo más grande que ella misma.
Pero esto era una tontería. Marte era viejo y carcomido, y pelado y árido, sumido en el sueño de una lenta muerte. La pisada del pie humano, el vocear de los hombres y el bramar de los volanderos cohetes que atravesaban el firmamento, lo «estaban despertando, mas a un nuevo destino para el hombre. Cuando Ares alzaba sus duras espiras sobre las colinas de Sirte, ¿dónde estaban entonces los dioses antiguos de Marte?
Hacía frío, que aumentaba, sí, a medida que adelantaba la noche. Las estrellas eran fuego y hielo, diamantes destellantes en la intensa oscuridad cristalina. De cuando en cuando podía oír como un chasquido a través de la tierra, al hendirse una roca o un árbol. El viento se retiró también a descansar, helado hasta la muerte, subsistiendo sólo la cruda luz de las estrellas que caía a través del espacio para hacerse añicos sobre el suelo.
Algo se agitó de pronto. Despertóse de un sueño inquieto, y vio a una pequeña forma que se deslizaba a saltos hacia él. Tendió la mano para asir el rifle que estaba junto a su saco de dormir, y luego rió ásperamente. Era sólo un ratón de arena. Pero ello probaba que el marciano no tenía probabilidad alguna de escabullirse mientras él descansaba.
No volvió a reír. El sonido había tenido un eco demasiado opaco en su casco.
Levantóse a la despejada y cruda alba. Deseaba acabar ya con la caza. Estaba sucio y sin afeitar, harto de raciones de socorro pasadas a través de la espita de aire, entumecido y dolorido por el esfuerzo. Al faltarle el perro, al que hubo de rematar, el rastreo sería lento, pero no quería volver a Port Armstrong en busca de otro. ¡No, que el diablo se llevase al marciano, no tardaría en tener su pelleja pronto!
El desayuno y un poco de ejercicio le hicieron sentirse mejor. Examinó con mirada práctica el suelo, buscando el rastro del marciano. Había arena y matorros por doquier; hasta las rocas tenían una tenue película de su nueva erosión. La lechuza no podía cubrir sus huellas perfectamente... de hacerlo, ello le retrasaría mucho. Riordan sintió un firme estímulo.
El mediodía le encontró en terreno elevado, con ásperas colinas de agujas afiladas de roca que se erguían muchos metros al firmamento. Siguió andando, confiando en su propia habilidad para zanjar la pugna. Había corrido el ciervo en la Tierra, día tras día, hasta hacer reventar el corazón de la bestia acosada, que le esperaba temblorosa.
El rastro aparecía claro y fresco ahora. Sintió la tensión del conocimiento de que el marciano no podía hallarse lejos ya.
¡Mas aquello era demasiado claro! ¿No sería acaso el cebo para otra trampa? Aprestó el rifle y prosiguió más cautelosamente. Pero no, no podía haber habido tiempo.
Subió a un elevado otero y tendió la mirada por el adusto y fantástico paisaje. Cerca del horizonte vio una franja ennegrecida, el borde de su barrera radiactiva. El marciano no podía ir más allá, y si retrocedía, Riordan tendría una excelente ocasión para localizarle.
Giró el botón de su micrófono e hizo bramar su voz en el silencio:
—¡Sal ya, lechuza! ¡Voy a atraparte de todos modos, y será mejor que salgas ahora y termine todo!
El eco se expandió repetidamente por entre los pelados riscos, temblando y restallando bajo el broncíneo arco del firmamento. Sal ya, sal ya, sal ya...
El marciano semejó aparecer brotando del aire enrarecido, como un gris fantasma que emergiera del revoltijo de cantos rodados, quedándose como suspendido a menos de veinte metros. Durante un instante, el choque que la visión produjo en Riordan fue demasiado grande, y abrió la boca, incrédulo. Kreega esperaba, débilmente tremolante, como si fuese un espejismo.
De pronto, el hombre lanzó una voz y alzó su rifle. Sin embargo, el marciano permaneció en la misma posición, como tallado en piedra gris. Riordan sintió una conmoción desilusionada, al pensar que había decidido entregarse a una inevitable muerte.
Bien, de todos modos, había sido una cacería. «Hasta la vista», murmuró Riordan apretando el gatillo.
Pero el arma explotó— el ratoncito de arena se había cobijado en el interior del cañón, obturándolo.
Riordan oyó el estruendo, y vio cómo se deshilachaba el cañón, semejante a un plátano podrido. No estaba herido, pero al tambalearse hacia atrás a causa del choque, Kreega se abalanzó sobre él.
El marciano tenía unos cuatro pies de estatura, y era flaco y estaba inerme, pero acometió al terrestre como un pequeño ciclón, enroscando sus piernas en torno a la cintura del hombre, y comenzando a apretar con sus manos el tubo de caucho conductor de aire.
Riordan cayó bajo el impacto. Rugió como un tigre, revolviéndose y asiendo con sus manos la exigua garganta del marciano. Kreega intentó morderle inútilmente, y ambos rodaron entre una nube de polvo. La maleza comenzó a chacharear excitadamente.
Riordan intentó romper el cuello de Kreega... pero el marciano se zafó y volvió a la carga.
Con una conmoción de terror, el hombre oyó el silbido del aire escapando, al lograr por fin Kreega soltar con dientes y manos el tubo conductor. Cerróse una válvula automática, pero no había ya conexión con la bomba...
Riordan lanzó una maldición y asió de nuevo la garganta del marciano, y siguió apretando, siendo vanos todos los forcejeos y retorcimientos de Kreega para zafarse de aquel desesperado aferramiento.
Riordan sonrió soñolientamente y mantuvo sus manos firmes, hasta que al cabo de cinco minutos, Kreega quedóse inmóvil. No obstante, Riordan siguió apretándole el gaznate por espacio de otros cinco minutos, para asegurarse más. Luego soltó sus manos y hurgó en su espalda, intentando alcanzar la bomba.
El aire en su equipo era caliente y enrarecido. No lograba conectar por detrás el tubo a la bomba...
Mal modelo —pensó vagamente—. Pero estos trajes neumáticos fueron ideados para la batalla, como coraza.
Miró a la flaca y silente forma del marciano. Una débil brisa rizaba su pelaje gris. ¡Vaya combatiente que había sido el pequeñajo! ¡Sería el orgullo de la habitación de los trofeos, de vuelta a la Tierra!
Veamos ahora... Desenrolló su saco de dormir y lo extendió cuidadosamente. No llegaría nunca al cohete con el aire que tenía, por lo que era necesario que penetrara la suspensina en su traje. Pero había de meterse dentro del saco, pues de lo contrario, la helada de la noche solidificaría su sangre.
Se arrastró a su interior, sujetando con cuidado las faldetas, y abrió la válvula del tanque de suspensina. Por fortuna lo tenía consigo... pero de todos modos, un buen cazador piensa en todo. Estaría espantosamente aburrido hasta que Wisby captara la señal dentro de diez días y viniera a buscarle, pero se sostendría. Sería una experiencia memorable. En aquel aire seco, la piel del marciano se conservaría perfectamente bien.
Sintió invadirle la parálisis, la evanescencia de los latidos del corazón y de la acción pulmonar. Sus sentidos y mente se hallaban aún despiertos, y se dio cuenta de que el completo relajamiento tiene sus aspectos desagradables. Pero... había vencido. Había matado a la bestia más astuta con sus propias manos.
Mas de pronto, Kreega se incorporó. Se sentía cauteloso. Le parecía tener una costilla rota... bueno, aquello podía ser reparado. Estaba aún con vida, era lo principal. Había estado conmocionado por espacio de diez minutos, pero un marciano puede resistir quince sin aire.
Abrió el saco de dormir y quitó a Riordan las llaves. Luego fue cojeando lentamente al cohete. Un día o dos de experimentación le enseñarían cómo manipularlo. Tenía que ir donde sus deudos, cerca de Sirte. Ahora que disponían de una máquina terrestre y armas terrestres para copiar...
Pero había otro asunto que zanjar primero. No odiaba a Riordan, pero Marte es un mundo duro. Volvió pues al lugar en que se hallaba el terrestre, y lo metió en una cueva, ocultándolo a cualquier posibilidad de hallazgo por parte de las partidas humanas que acudirían en su búsqueda.
Durante un rato quedóse mirando a los ojos del hombre. El horror mudo estaba reflejado en ellos.
Y Kreega habló en un inglés chapurreado:
—Por todos a quienes mataste, y por ser un extraño en un mundo que no te desea, y por el día en que Marte será libre, te abandono.
Y antes de partir definitivamente, sacó varios tanques de oxígeno de la embarcación y los acopló a la provisión de aire del hombre. Era lo suficiente para alguien que estaba en animación suspendida. Lo bastante para mantenerlo vivo durante mil años.
LA BESTIA ESTELAR
El técnico en renacimientos creía haberlo oído todo en el curso de unas tres centurias. Pero ahora estaba asombrado.
—Mi querido colega —manifestó—, Dijo usted que un tigre...
—Eso es —repuso Harold—. Puede usted hacerlo, ¿no es eso?
—Pues... supongo que sí. Naturalmente, he de estudiar primero el problema. Nadie ha deseado un renacimiento tan alejado de lo humano. Pero por lo demás, yo dije que era posible. — Los ojos del técnico brillaron con un fulgor que no habían tenido durante muchas décadas —. Cuando menos sería... interesante.
—Creo que tiene usted ya un registro de un tigre — dijo Harold.
—Oh, debemos tenerlo. Tenemos registros de todo animal aún existente cuando se inventó la técnica, y estoy seguro de que debían haber habido todavía unos cuantos tigres. Pero es un problema de modificación. Una mente humana no puede existir en un sistema nervioso diferente. Hemos de cambiar el registro bastante... cerebro mayor con más circunvoluciones, desde luego, y así sucesivamente... Aun entonces, está la cosa lejos de ser perfecta, pero su mentalidad básica sería estable por uno o dos años, salvo accidentes. Este es todo el tiempo que usted desea, de todos modos, ¿no es así?
—Supongo que sí — respondió Harold.
—El renacimiento en formas animales se está poniendo de moda en estos días —admitió el técnico—. Pero, hasta el presente sólo hemos deseado animales con sistemas fácilmente modificables. Monos antropoidea, vaya... no se tiene ni siquiera que cambiar el cerebro de un chimpancé para mantener durante años una mentalidad humana estable. Los elefantes son buenos también. Pero... un tigre... — Movió la cabeza —. Supongo que puede hacerse, tras un amoldado. Pero ¿por qué no un gorila?
—Yo deseo un carnívoro — dijo Harold.
—Su siquiatra, supongo... — insinuó el técnico.
Harold asintió brevemente. El técnico suspiró y abandonó la esperanza de oír jugosas confesiones. Un operador en el Puesto de Renacimiento, oía una serie de extrañas historias, pero este tipo no estaba dispuesto a soltar prenda. Bien, de todos modos, el mero hecho de su demanda habría de proporcionar chismorreo para días.
—¿Cuándo puede estar la cosa lista? — preguntó Harold.
El técnico se rascó cavilosamente la cabeza.
—Oh, tardará algo —manifestó—. Hemos de examinar minuciosamente el registro y elaborar un molde básico neural que contenga la mente humana. Es más que una simple superimposición de la memoria. El gene controla un organismo a través de toda su vida, dictando, entre los límites del ambiente, hasta el tiempo de rapidez de envejecimiento. No se puede tener un animal con una ontogenia enteramente opuesta a su filogenia fundamental... no sería viable. Así, hemos de modificar las propias moléculas de las células, como también la anatomía del sistema nervioso.
—En una palabra —sonrió Harold—, este inteligente tigre engendrará verdaderos felinos pensantes.
—Caso de que encuentre una tigresa similar —respondió el técnico—. No una auténtica... no quedan ya, y además, la herencia sería demasiado diferente. Pero acaso desee usted un cuerpo femenino para alguien...
—No, únicamente deseo un cuerpo para mí.
—Brevemente pensó Harold en Avi, e intentó imaginársela encarnada en la flexible y mortal gracia del gran felino. Pero no, ella no era el tipo. Y de todos modos, la soledad formaba parte de la terapia.
—Una vez hayamos modificado el registro, naturalmente, no hay nada para sobreimpresionar sus moldes de memoria en él —dijo el técnico—. Será el proceso acostumbrado, semejante a un renacimiento humano. Pero el establecer este registro... bueno, puedo examinar y computar las unidades de investigación sobre el problema. Nadie está trabajando en ello. Pongamos una semana. ¿Le conviene?
—Estupendo —dijo Harold—. Volveré dentro de una semana.
Se despidió con un breve adiós, y bajó transportado por la escalera rodante hasta el siguiente transmisor. Todo estaba casi desierto ahora, salvo por las formas inhumanas de robots móviles que se deslizaban a sus mandados. El tenue y profundo zumbido de actividad que llenaba el Puesto de Renacimiento, era casi por entero de máquinas, de fluidos electrónicos susurrando a través del vacío, sobrepasando de tal modo la función cerebral de los intelectos artificiales a la de sus creadores humanos, que el hombre no podía seguir ya sus pensamientos. Un cerebro humano no podía sencillamente operar con tantos factores simultáneos.
Las máquinas eran los oráculos del día. Y las deidades otorgadoras de vida. Somos parásitos sobre nuestras máquinas —pensó Harold—« Somos pequeñas pulgas brincando en torno a los gigantes que antaño creamos. No existen ya más auténticos científicos humanos. ¿Cómo podría ser, si los cerebros electrónicos y las grandes máquinas que son sus cuerpos, pueden hacerlo todo de manera más rápida y mejor... si pueden ejecutar cosas que jamás hubiésemos siquiera soñado, cosas de las cuales el hombre posee únicamente el más debilísimo destello de un entendimiento? Eso es lo que nos ha paralizado, eso y la inmortalidad renacida. No queda ya nada si no una vida de ociosidad y una ronda de placer... ¿y qué diversión supone cualquier cosa al cabo de centurias?
No era pues de asombrar que el renacimiento animal estuviese de rabiosa boga. Ofrecía cierta perspectiva de novedad... durante un tiempo.
Pasando ante un espejo, se detuvo un instante para mirarse. No había nada insólito en él; tenía la elevada estatura y las bellas facciones que eran uniformes en la época. Tan sólo una ligera pincelada gris en las sienes, y el comienzo de una calvicie, aunque su cuerpo únicamente tenía treinta y cinco años. Pero si bien se envejecía más rápidamente, en los antiguos tiempos difícilmente habría alcanzado los corrientes cien años actuales.
Tengo —veamos —cuatrocientos sesenta y tres años. Cuando menos mi memoria los tiene... ¿y qué soy yo, mi yo esencial, sino una huella de memoria?
Contrariamente a la mayoría de las demás personas del edificio, llevaba una ligera túnica y capa. Era un tanto sensitivo con respecto a la flaccidez de su cuerpo. Realmente debería mantenerse en mejor forma. ¿Pero qué importaba en verdad, si su registro de veinte años era una muestra tan soberbia?
Llegó a la barraca del transmisor y vaciló un instante, preguntándose a dónde ir. Podía dirigirse a casa para poner sus asuntos en orden antes de iniciar la fase de tigre, o bien visitar a Avi, o... Su mente erraba hasta que volvió en sí con enojado sobresalto. Al cabo de cuatro siglos y medio, se le hacía dificultoso coordinar sus recuerdos; estaba comenzando a ser cada vez más desmemoriado y distraído. Habría de acudir al estado mayor de siquismo en el Puesto, para que eliminase algunas de sus inútiles confusiones y lapsus.
Decidió visitar a Avi. Al pronunciar su nombre en el transmisor y mientras esperaba el traslado, le asaltó el pensamiento de que en toda su vida únicamente había visto dos veces el Puesto de Renacimiento desde el exterior. El lugar era inmenso, un bloque informe que se alzaba al cielo sobre los casi vacíos bosques europeos... tan impresionante a la vista, a su manera, como el cráter de Tycho o los anillos de Saturno. Pero cuando el transmisor le enviaba a uno de caseta en caseta directamente, en el interior de los edificios, raramente se tenía ocasión de mirar los exteriores.
Por un instante jugueteó con el pensamiento de haber sido transmitido a alguna casa próxima, sólo para ver el Puesto. Pero... oh, bueno, en cualquier tiempo de los siguientes pocos milenios. El Puesto sería perenne, y también lo sería él.
El campo transmisor estaba generado electrónicamente. Y a la velocidad de la luz, Harold voló alrededor del mundo al domicilio de Avi.
* * *
La ocasión era lo bastante solemne para que Ramacan se pusiera sus mejores vestiduras, una capa roja sobre su túnica, y las varias joyas prescritas para el porte formal. Luego se sentó junto a su transmisor y esperó.
La caseta del mismo estaba en el interior de la veranda encolumnada. Desde su asiento, Ramacan podía mirar a través de las abiertas puertas a las grandes rampas y picos del Cáucaso, verdes ahora con el retorno de la primavera, salvo las nieves eternas de las cimas que destellaban bajo un brillante cielo. Había vivido allá por espacio de muchas centurias, contrario al desasosiego de la mayoría de los terrestres. Pero le gustaba el lugar. Tenía una tranquila inmensidad; nunca cambiaba. La mayoría de los humanos de aquellos días buscaba la variedad, experimentaba una febril exigencia por lo nuevo y no gustado, eran viejas mentes en cuerpos jóvenes, que intentaban recuperar el frescor perdido. Estable o firme podía estar más cerca de la verdad. Lo cual le hacía ideal para su trabajo. A él incumbía la mayor parte de gobierno que restaba en la Tierra.
Felgi tardaba en llegar. Ramacan no se preocupaba por ello; nunca tenía prisa. Pero cuando el procionita llegase, sus maneras provocarían un pasmado juramento hasta de los terrestres.
No vino a través del transmisor, sino en una embarcación de su astronave, una especie de tiburón de bruñido metal surgiendo del firmamento y posándose en un suspiro sobre el césped. Ramacan observó las planas torretas y las bocas de fuego siniestras que se proyectaban de ellas. Anacronismo... Sol no había enviado una nave de guerra durante las centurias que podía recordar. Pero...
Felgi salió de una escotilla, seguido por una escuadra de guardias armados, que portaban sus inyectores y los plantaron en el suelo, quedándose en posición de firmes y con alerta vigilancia. El capitán procionita se encaminó solo a la casa.
Ramacan lo conocía de antes, pero volvió a estudiar al hombre con renovada atención. Como la mayoría de los tripulantes de su flota, Felgi era un tanto achaparrado, según las normas terrestres, y la rigidez de su rostro y postura resultaban casi chocantes. Su severo y ceñido uniforme difería poco de los de sus subordinados, excepto por la insignia de su rango. Sus facciones eran magras, oscurecidas por la pigmentación protectora necesaria bajo el terrible resplandor de Procion, y había algo en sus ojos que Ramacan no viera nunca antes.
Los procionitas tenían un aspecto bastante humano. Pero Ramacan se preguntaba si había algo de verdad en aquellos rumores que habían estado circulando por la Tierra desde su llegada, sobre que la mutación y selección durante su larga y cruel estancia había cambiado a los colonos en algo que jamás habría podido existir en la patria.
Ciertamente, su estructura social y su sicología básica parecían ser... extranjeras.
Felgi subió la breve escalinata de la veranda y se inclinó rígidamente. Los sicógrafos le habían enseñado el moderno idioma terrestre, pero su voz tenía aún un eco de la dura lengua colonial, y su fraseo era extraño:
—Saludándoos, comandante.
Ramacan devolvió la inclinación, que en él era, empero, el gesto amplio, urbano y esmerado de la Tierra.
—Sed bienvenido, gen... ah... general. — Y luego, sencillamente —: Entrad, por favor.
—Gracias. — El otro hombre entró en la casa.
—¿Vuestros compañeros...?
—Mis hombres permanecerán fuera. — Felgi se sentó sin ser invitado a ello, lo cual era un serio quebrantamiento de la etiqueta... pero después de todo, las costumbres de su patria eran diferentes.
—Como gustéis. — Ramacan apretó un botón para las bebidas.
—No — dijo Felgi.
—¿Perdón?
—No bebemos en Procion. Pensé que sabíais esto.
—Oh, disculpadme. Lo había olvidado. — A su pesar Ramacan hizo que el vino y los vasos volviesen a su sitio, y tomó a su vez asiento.
Felgi, con el busto erguido, hacía esfuerzos para amoldarse a aquellos fútiles contornos. Lentamente, Ramacan reconoció la emoción que restallaba y ardía tras el oscuro y enjuto rostro.
Enojo.
—Confío en que hayáis encontrado agradable vuestra estancia en la Tierra — dijo, rompiendo el silencio.
—No hagamos frases sin significado —replicó, burlón, Felgi—. Estoy aquí por negocios.
—Como deseéis. — Ramacan intentó relajarse, pero no pudo; sus nervios y músculos se pusieron súbitamente en tensión.
—Tanto como puedo conjeturar —dijo Felgi—, dirigís el Gobierno del Sol.
—Supongo que podéis decirlo así. Tengo el título de Coordinador. Pero no hay mucho que coordinar en estos días. Nuestro sistema social funciona prácticamente por sí mismo.
—Hasta donde poseáis uno. Pero en realidad os halláis completamente desorganizados. Cada individuo parece bastarse a sí mismo.
—Naturalmente. Cuando todo el mundo posee un material creador que puede subvenir a sus corrientes necesidades, ello se encuentra ligado a ser económico y al par a un amplio grado de independencia social. Poseemos servicios públicos, desde luego... Puesto de Renacimiento, Estación energética, Central Transmisora, y unos pocos más. Pero no son muchos.
—No puedo ver por qué no estáis sumidos en el crimen. — La última palabra era necesariamente procioniana, y Ramacan alzó sus cejas con perplejidad —. Conducta antisocial — explicó irritablemente Felgi —. Robo, asesinato, destrucción.
—¿Qué posible necesidad tiene nadie para robar? — preguntó Ramacan, sorprendido. — Y el grado presente de independencia elimina virtualmente la fricción social. Las sicosis verdaderas han sido desplazadas hace tiempo por los componentes neutrales de los registros de renacimiento.
—De todos modos, supongo que habláis por Sol.
—¿Cómo puedo hablar por un billón casi de seres diferentes? Yo poseo poca autoridad... Tan poca como se necesita. Sin embargo, puedo hacer todo cuanto se precise, si solamente me decís...
—La decadencia de Sol es increíble — rezongó Felgi.
—Acaso tengáis razón, —El tono de Ramacan era suave, pero erizado bajo la cortés superficie—. Lo he pensado también a veces. No obstante, ¿qué tiene ello que ver con el presente sujeto de discusión... cualquiera que pueda ser?
—Nos dejasteis en el exilio —dijo Felgi, con la cólera y el odio al filo de su voz, y brillando en sus ojos—. Por espacio de novecientos años, la Tierra vivió en el lujo, mientras que los humanos de Procion lucharon y sufrieron y murieron en el peor género de infierno.
—¿Qué razón había para que nosotros fuésemos a Proción? —preguntó Ramacan—. Después de que las primeras astronaves establecieran allá una colonia... bien, teníamos toda una galaxia ante nosotros. No proviniendo nave colonial alguna de vuestra estrella, creo debió suponerse que la gente de allá había perecido. Alguien debió haber ido a comprobarlo, pero llevaba veinte años el viaje, y era un sistema inhóspito y nada compensador, aparte de que había tantas otras estrellas... Luego se produjo el creador de materia y Sol no tenía hacía tiempo ya un gobierno para ocuparse de esas cosas. El viaje espacial se convirtió en asunto individual, y ningún individuo estaba interesado en Procion. — Se encogió de hombros —. Lo siento.
—¡Lo sentís! —Felgi escupió las palabras—. Durante novecientos años nuestros antepasados lucharon con la amargura de sus planetas, penaron y murieron en la miseria, volvieron a sumirse casi en la barbarie, y tuvieron que abrirse y trazar su camino paso a paso hacia adelante, sostuvieron la guerra más cruel de la Historia con los czernigi... interminables centurias de guerra hasta la exterminación de una u otra raza. Morimos a edad avanzada, generación tras generación de los nuestros —subvenimos a nuestras necesidades de planetas que no importaban a los humanos— y mi astronave tardó veinte años en volver aquí, veinte años de breves vidas humanas... ¡y vos lo sentís!
Se puso en pie como movido por un resorte, y comenzó a pasearse de uno a otro lado, diciendo con voz acre y amarga:
—Vosotros habéis tenido las estrellas, habéis tenido la inmortalidad, habéis hecho todo cuanto se puede hacer de la materia. Y nosotros pasamos veinte años acurrucados entre paredes de metal para llegar aquí... preguntándonos si acaso Sol no había caído en tiempos malignos y necesitaría nuestra ayuda.
—¿Qué es lo que desearíais que hiciéramos ahora? —preguntó Ramacan—. Toda la Tierra os ha dado la bienvenida...
—¡Somos una novedad!
—...toda la Tierra se halla dispuesta a ofreceros cuanto puede. ¿Qué más es lo que deseáis de nosotros?
Durante un momento, la furia permaneció latente en los extraños ojos de Felgi. Luego pareció desvanecerse, parpadeó como si se hubiese tendido una cortina a través de ellos, quedóse quieto y habló con súbita calma:
—Verdad es. Debiera... debiera excusarme, supongo. La tensión nerviosa...
—De nada... — dijo Ramacan. Pero en su fuero interno se preguntaba. ¿Hasta dónde puedo fiar de los procionitas? Todas aquellas duras centurias de guerra e intriga... y después, no eran realmente humanos ya, cuando menos no a la manera de los moradores de la Tierra... ¿qué otra cosa podía él hacer? —. Todo está bien. Ya lo comprendo.
—Gracias. —Felgi se sentó de nuevo—. ¿Puedo preguntar lo que ofrecéis?
—Duplicado de creadores de materia, desde luego. Y también robots duplicados, para administrar las técnicas más complejas de renacimiento. Ciertos de los procesos implicados se encuentran más allá de la comprensión de la mente humana.
—No estoy seguro de que fuese buena cosa para nosotros —manifestó Felgi —. Sol se ha estancado. No parece haber habido el más insignificante cambio en el último medio milenio. Por supuesto, los viajes de nuestras astronaves son mejores que los vuestros.
—¿Qué es lo que esperabais? —se encogió de hombros Ramacan—. ¿Qué incentivo posible tenemos para el cambio? El progreso, para emplear un término arcaico, es un medio para un fin, y nosotros ya hemos alcanzado esa meta.
—Todavía no lo sé... —Felgi se restregó la mandíbula—. No estoy siquiera seguro de cómo operan vuestros duplicadores.
—No puedo deciros mucho sobre el particular. Pero ni la mente técnica mayor de la Tierra podría deciros todo. Como ya os lo dije antes, la cuestión entera es demasiado inmensa para el auténtico conocimiento. Únicamente los cerebros electrónicos pueden captar tanto al instante.
Dijo Felgi entonces:
—Tal vez podáis darme un breve resumen de ello, y decirme justamente cuál es vuestra estructura. Me hallo especialmente interesado en los medios actuales empleables.
—Bien, veamos... —Ramacan rebuscó en su memoria—. La ultraonda fue descubierta... oh, debe ser hace unos buenos siete u ochocientos años. Porta energía, pero no es electromagnética. Su teoría, tanto como cualquier humano puede seguirla, se enlaza con las ondas mecánicas.
»La primera gran aplicación vino con el descubrimiento de que las ultraondas transmiten a distancias de muchas unidades astronómicas, sin que se lo impida la materia interventora, y sin pérdida alguna de energía. La teoría al respecto ha sido interpretada en el sentido de que la onda, bien, supongo que podría decirse así, se «da cuenta» del receptor y solamente va a él. Debe haber un receptor tanto como un transmisor para generar la onda. Debe haber un receptor tanto como un transmisor perfectamente eficiente. Hoy en día, todo el sistema solar obtiene su energía del Sol... transmitida por la Estación Energética situada en la parte diurna de Mercurio. Todo, desde las naves espaciales interplanetarias hasta los televisores y relojes funcionan a base de ese manantial de potencia.
—Eso me suena peligroso —manifestó Felgi—. Suponed que la estación falle...
—No lo hará —repuso confiadamente Ramacan—. La estación tiene sus propios robots, en absoluto técnicos humanos. Todo se halla registrado. Si una de las partes no funciona bien, es disuelta automáticamente en el más próximo banco de materia y recreada. Hay otras salvaguardas también. La estación no ha causado jamás la menor molestia desde que fuera construida.
—Ya — el tono de Felgi era caviloso.
—Después —prosiguió Ramacan— pronto se halló que la ultraonda podía transmitir también materia. Podían ser construidos circuitos que escudriñaban cada cuerpo átomo por átomo, para disolverlos en energía y transmitirla sobre la ultraonda con la señal de registro. En el receptor, desde luego, el proceso se invierte. Naturalmente, estoy simplificando al máximo. No es una simple señal la implicada, sino un fantástico complejo de señales tales como únicamente puede transportar la ultraonda. Sin embargo, ahí tenéis la idea general. Todo en los transportes de la actualidad se efectúa mediante esta técnica. Vehículos para el aire o el espacio existen únicamente para propósitos especiales o para viajes de placer.
—¿Tendréis alguna especie de centro de control para esto también, no es así?
—Sí. La Estación Transmisora, en la Tierra, se encuentra en el Brasil. Contiene todos los registros de tales cosas como direcciones, y coordina los millones de unidades por todo el planeta. Es una cosa inmensa y complicada, desde luego, pero perfectamente eficaz. Desde que la distancia no significa ya nada, resulta más práctico centralizar las unidades de servicio público.
»Bien, desde la transmisión, no había sino un paso al registro de la señal y su reproducción de un banco de cualquier otra materia. Así...el duplicador. El creador de la materia. ¡Podéis imaginaros lo que supone para la economía del Sol! Hoy todo el mundo posee uno, y si no tiene un registro de lo que desea, puede obtener un duplicado transmitido por la gran «biblioteca» de la Estación Creadora. Cualquier cosa material se obtiene girando un botón y mediante la conexión de un conmutador,
»Y esto, naturalmente, condujo pronto a la técnica del renacimiento, lo que no es sino una ampliación de lo anterior. Vuestro cuerpo se registra en la primera edad de la vida, pongamos a los veinte años. Entonces vivís tanto como os parezca, pongamos hasta treinta y cinco o cuarenta años, o hasta cuando comencéis a haceros un poco viejo.
Entonces, vuestro molde neural se registra solo por unidades especiales de examen. La memoria, como de seguro sabréis, es una materia de sinapsis neurales y moléculas de proteína alteradas, no demasiado difícil de examinar y registrar. Éste molde adicional se superpone electrónicamente sobre el registro de vuestro cuerpo de veinte años. Después, vuestro propio cuerpo es empleado como banco de materia para materializar el molde en el registro alterado y —virtualmente de manera instantánea— se crea vuestro joven cuerpo... pero con todos los recuerdos del antiguo. Sois... ¡inmortal!
—En cierto modo —dijo Felgi—. Pero aún no me parece ello propio. El ego, el alma, o como deseéis llamarlo... parece como si lo hubieseis perdido. Creáis simplemente una copia perfecta.
—Cuando la copia es tan perfecta, ¿a qué mencionar el original? —repuso Ramacan —. ¿Pues cual es la diferencia? El ego es esencialmente una cuestión de continuidad. Vos, vuestro ser esencial en un molde constante cambiante de sinapsis que comportan únicamente una relación temporal con las moléculas que portan el molde en el momento. Es el diseño, y no el material estructural, lo que es importante. Y es el diseño lo que preservamos.
—¿Lo hacen? —preguntó Felgi—. Parece observarse una gran semejanza entre los terrestres.
—Bien, puesto que los registros pueden ser alterados, no había razón alguna para tener por ahí cuerpos tullidos o achacosos o deformes —dijo Ramacan—. Podían ser hechos registros de ejemplares perfectos, borrándose de ellos todos los moldes del ego, con lo cual puede superponerse cualquier otro molde neural. Renacimiento... en un nuevo cuerpo. Naturalmente, cada cual deseó encajar en el tipo prevalente de belleza, debido a lo cual ha aparecido cierta uniformidad. Un cuerpo diferente podría desde luego conducir con el tiempo a una personalidad distinta, siendo el hombre una unidad sicosomática. Pero la continuidad, que es el atributo esencial del ego, seguirá existiendo.
—Humm... ya lo veo. ¿Puedo preguntaros la edad que tenéis?
—Alrededor de setecientos cincuenta años. Yo era de media edad cuando se estableció el renacimiento, pero me encajé en un cuerpo joven.
Los ojos de Felgi pasaron del rostro suave y juvenil de Ramacan a sus propias manos, con sus huesudas articulaciones y las prominentes venas de sus sesenta años. Sus dedos se apretaron pero su voz siguió siendo queda:
—¿No tenéis molestias en mantener los recuerdos?
—Sí, pero a menudo saco del registro algo de lo inútil y reiterativo, y ello ayuda. Los robots saben exactamente la parte del molde que corresponde a una memoria dada, y pueden borrarla. Al cabo de, pongamos mil años, probablemente tendré grandes vacíos. Pero no serán importantes.
—¿Y que hay sobre la aceleración aparente del tiempo con la edad?
—Eso fue malo al cabo del primer par de centurias, pero luego pareció enmendarse, adaptarse a ello el sistema nervioso. Debo decir no obstante —admitió Ramacan—, que ello, así como una falta de incentivo, es probablemente el responsable de nuestra presente sociedad estática y de la general improductividad. Hay una terrible tendencia a la dilación, y un día parece un tiempo demasiado corto para hacer nada.
—El fin del progreso entonces... de la ciencia, del arte, del esfuerzo, de todo cuanto hace humanos a los hombres.
—No del todo. Tenemos nuestras artes y artesanías... y pasatiempos, supongo que los llamaréis así. Acaso no hagamos tanto ya, pero... ¿por qué habríamos de hacerlo?
—Me sorprende el hallar tanto en la Tierra que ha vuelto a la selvatiquez. Hubiera pensado que estáis de lo más atestados.
—Pues no. El creador y el transmisor hacen posible que los seres vivan muy apartados en distancia física, y hallarse al propio tiempo en íntimo contacto, en caso necesario. Las comunidades son anticuadas. En cuanto al problema de la población, no existe ninguno: Después de unos pocos hijos, no son muchos los que desean más. Es una especie de cuestión pasada de moda.
—Así es — dijo Felgi —. Apenas he visto un chiquillo en la Tierra.
—Y naturalmente hay un lento impulso a las estrellas cuando el pueblo busca la novedad. Podéis enviar vuestro registro en una naverobot, y un viaje de siglos se convierte en nada. Supongo que esta es otra razón de la tranquilidad de la Tierra. Los elementos más inquietos y aventureros se han trasladado a otra parte.
—¿No tenéis ninguna comunicación con ellos?
—Ninguna... No cuando las astronaves sólo pueden ir a la mitad de la velocidad de la luz... De cuando en cuando, curiosos viajeros han querido bajar sobre nosotros, pero es muy raro. Parecen haberse desarrollado algunas singulares culturas en la galaxia.
—¿No realizáis alguna obra en la Tierra?
—Oh, algunos servicios públicos deben ser mantenidos... siquiatría, técnicos humanos para supervisar varias estaciones, y así por el estilo. Y después hay cierto número de empresas de servicio personal... pasatiempos, especialmente, y la creación de mano de obra complicada para la duplicación de los creadores. Pero hay bastante gente deseosa de trabajar unas cuantas horas por mes o por semana, aunque sea únicamente para llenar su tiempo o para conseguir el equilibrio crediticio que los habilita para la compra de tales servicios si lo desean.
»Es una cultura perfectamente estable, general Felgi. Es quizá la única sociedad realmente estable en toda la historia humana.
—Me pregunto... ¿no adoptáis en absoluto precauciones? ¿Algunas fuerzas militares, algunas defensas contra probables invasores... algo en fin?
—¿Por qué habríamos de temer eso en el cosmos? —exclamó Ramacan—. ¿Quién podría venir en plan de invasión a través de añosluz... y a mitad de la velocidad de la luz? O si lo hicieran, ¿con qué objeto?
—Botín...
Ramacan rió.
—Podríamos duplicar cualquier cosa que desearan y dársela.
—¿Podríais hacerlo ahora? —súbitamente Felgi se puso en pie—. ¿Lo podríais hacer?
Ramacan se levantó también, con sus nervios y músculos tensos de nuevo. En el rostro del procionita aparecía un duro triunfo, vindicativo, amenazador.
Felgi hizo un ademán a sus hombres a través de la puerta. Entraron corriendo y sus inyectores se alzaron, apareciendo algo torvo en sus ojos.
—Coordinador Ramacan —dijo Felgi—. Quedáis arrestado.
—Que... que... — El terrestre sintió como si alguien le hubiese golpeado y se tambaleó, intentando asirse a algo. Vagamente oyó el acerado acento al decir:
—Me habéis confirmado lo que yo pensaba. La Tierra está inerme, sin preparación, desesperanzadamente dependiente de algunos lugares clave sin defensa. Y yo, capitán de una astronave de guerra, repleta de soldados. ¡Nos encargaremos de ello!
* * *
El domicilio habitual de Avi estaba en Norteamérica, a la orilla del Atlántico central. Como la mayoría de hogares privados en aquellos días, la casa era pequeña y de bajo techo, con paredes interiores ajustables y muebles variados. A ella le gustaban las flores, y grandes y brillantes jardines florecían en torno, por una parte hacia el mar y por otra hacia el interior, hasta la linde del inmenso bosque que había vuelto a brotar con el fin de la agricultura.
Caminaban entre las matas y árboles y arriates, ella y Harold. El pelo suelto de ella era largo y brillante a la brisa marina, y su juvenil figura de dieciocho años era esbelta y graciosa como la de una cervatilla.
Súbitamente él detestó el pensamiento de abandonarla.
—Te echaré de menos, Harold — dijo ella.
Él sonrió desmañadamente:
—Ya lo remontarás —dijo—. Hay otros. Supongo que ya echarás un vistazo a esos astronautas que se dice llegaron de Procion hace unos días.
—Desde luego —respondió ella inocentemente—. Me sorprende que no te quedes también y veas a algunas de las mujeres que les acompañan. Sería un cambio.
—No tanto —respondió él a su vez—. La verdad, me siento perplejo para comprender la pasión moderna de la variedad. A este respecto una persona se parece mucho a otra.
—Es cuestión de camaradería —dijo ella—. Al cabo de no muchos años de vivir con alguien, llegas a conocerle muy bien. Puedes decir exactamente lo que va a hacer, qué diablos te va a decir, qué querrá para comer y a qué espectáculo deseará ir por la noche. Estos colonos serán... ¡nuevos! Tienen costumbres distintas de las nuestras, podrán hablar de un sistema planetario nuevo y distinto, y... —Se detuvo—. Pero ahora que tantas mujeres andarán tras los extranjeros, dudo tener una oportunidad.
—Si es conversación lo que deseas... bueno. —Harold se encogió de hombros—. De todos modos, entiendo que los procionitas tienen aún relaciones familiares. Serán muy celosos de sus mujeres. Y yo necesito este cambio.
—¡Un carnívoro...! — Avi rió y Harold pensó de nuevo en la música de su risa. — Cuando menos, tienes una mente original. — Súbitamente se puso seria. Tomó ambas manos de Harold y le miró fijamente a los ojos. — Eso es siempre lo que me ha gustado de ti. Siempre has sido un pensador y un aventurero, no habiéndote nunca dejado caer en la pereza mental como la mayoría de nosotros. Después de haber estado separados unos cuantos años, vuelves a ser nuevo, has renovado algo de tus hábitos y hecho algo singular, aprendido algo diferente, rejuvenecido. Siempre hemos vuelto el uno al otro, querido, y siempre he estado yo contenta de ello.
—Y yo respondió él sosegadamente—. No obstante, he sentido también las separaciones. — Sonrió con una sonrisa que dejaba entrever una brizna de melancolía oculta. — Hubiésemos podido ser muy felices en los antiguos días, Avi. Podríamos haber estado casados y juntos para toda la vida.
—Unos pocos años, y luego la edad y la debilidad y la muerte. —Se estremeció—. ¡La muerte! ¡La nada! Ni siquiera el mundo puede existir cuando uno muere. No, cuando no le queda a uno cerebro para conocerlo. Sólo... nada. ¡Como si uno no hubiese existido nunca! ¿No has sentido nunca temor ante el pensamiento?
—No — respondió él, besándola.
—Es otro modo tuyo de ser diferente —murmuró ella—. Me pregunto por qué no fuiste nunca a las estrellas, Harold. Como tus hijos lo hicieron.
—Ya te pedí una vez que fueras conmigo.
—No. A mi me gusta estar aquí. La vida es divertida, Harold. No me parece que pueda aburrirme tan fácilmente como la mayoría. Pero eso no es responder a mi pregunta.
—Sí que lo es — replicó él, cerrando luego la boca.
Quedóse mirándola, preguntándose si era él el último hombre de la Tierra que quería a una mujer, y en cómo realmente sentiría ella con respecto a él. Quizá, a su modo, también lo amaba... siempre volvían el uno al otro. Pero no de la manera que a él le importaba, no de una forma en la que el estar separados supusiera una corrosiva pena y la reunión... No importaba.
—Quedaré aún por acá —dijo—. Estaré vagando a través de estos bosques; los del renacimiento me trasladarán aquí, estaré en la vecindad.
—Mi pequeño tigre... —sonrió ella—. Ven a verme de cuando en cuando, Harold. Ven conmigo a algunas de las reuniones.
Un ornamento lindamente espectacular...
—No, gracias, pero podrás restregar mi cabeza y darme buenos trozos de carne bien sangrientos, y yo arquearé mi lomo y ronronearé.
Tomados de la mano fueron caminando hacia la playa.
—¿Qué es lo que te decidió a ser un tigre? — preguntó ella.
—Mi siquiatra recomendó un renacimiento animal —respondió—. Me estoy volviendo terriblemente neurótico, Avi. No puedo estar sentado tranquilo durante cinco minutos sin tener sombríos pensamientos de que nada merece la pena ya más, de que la vida es una farsa espantosa y... bueno, parece que se está convirtiendo en un desorden más bien común en estos días. Esencialmente es aburrimiento. Si uno lo tiene todo sin necesidad de trabajar por ello, la vida puede tornarse terriblemente chata. Cuando se vive durante centurias, probándolo todo centenares de veces... sin variación, sin excitante real, sin nada a apelar a lo que en uno está... De todos modos, el doctor sugirió que me fuese a las estrellas. Y al rehusarlo yo, su sugerencia fue la de que me cambiara en un animal por algún tiempo. Pero yo no quise ser uno cualquiera. No un mono o un elefante.
—El mismo contradictor de siempre, Harold — murmuró ella, besándole. Él respondió a su beso con inesperada vehemencia, diciendo al cabo de unos momentos:
—Un año o dos de vida salvaje, en un cuerpo nuevo e inhumano, establecerá toda la diferencia.
__Se hallaban tendidos en la arena, tomando un baño de sol, oyendo el arrullo de las olas y oliendo el puro yodo y salitre del mar. Sobre sus cabezas describía círculos en la altura una gaviota.
—¿No deseas cambiar? — preguntó ella.
—Oh, sí. Quiero hasta no ser capaz de recordar una serie de cosas que ahora conozco. Dudo si hasta el más inteligente tigre podría comprender el análisis vector. Pero ello no tiene importancia, pues me será factible cuando restauren mi forma humana. Cuando sienta que el cambio de personalidad ha llegado tan lejos como para estar ya tranquilo, vendré aquí y tú podrás enviarme a renacimiento. Lo importante es la terapia..., un cambio de punto de vista, un nuevo y exigente ambiente... ¡Avi! — Se incorporó, quedándose apoyado en un codo, mirándola desde arriba. — Avi, ¿por qué no vienes también? ¿Por qué no nos transformamos los dos en tigres?
—¿Y tenemos una porrada de tigrecitos? —respondió ella soñolientamente —. No, gracias, Harold. Tal vez algún día, pero no ahora. Realmente no soy en absoluto una persona aventurera. — Se estiró y volvió a retreparse cómodamente contra la blanca duna —. Me gustan las cosas como son.
Y hay esos astronautas... El fuego del sol, ¿qué me importa? La siguiente cosa que ejecutaré será una descortesía contra uno de sus amantes. Necesito esta terapia, bueno.
—Y entonces volverás y me contarás cómo te fue — dijo Avi.
—Acaso no — dijo él, punzándola. — Quizá encuentre a alguna bella tigresa por alguna parte y me enamore a tal extremo de ella, que no desee ya más trocarme en ser humano
—No habrá tigresas a menos que convenzas a alguna que te acompañe —replicó ella—. Pero, ¿querrás de nuevo un cuerpo humano después de haber llevado tan encantadora piel a rayas? ¿Te pareceremos de buen aspecto nosotros, pobres seres sin pelaje?
—Querida —sonrió él—, para mí tú siempre tienes un aspecto tan bueno como para comerte.
Seguidamente volvieron a casa. La gaviota marina seguía aún describiendo círculos y meciéndose en las alturas.
* * *
El bosque era grande y verde y misterioso, con la luz del sol salpicando las sombras y una maraña de helechos y flores bajo los gigantescos árboles antañones. Había arroyos de curso tintineante entre bancos fríos y musgosos, peces brincando como regueros argentados en los brillantes vados, solitarios regatos tendidos como un manto, prados abiertos cubiertos de césped rizado por el viento, espacio y soledad y un infinito latir de vida.
Los ojos del tigre veían menos que los humanos; el mundo parecía difuso y liso e incoloro, hasta acostumbrarse a él. Después de ello, tuvo una dificultad creciente en recordar cómo eran el color y la perspectiva. Y cuando sus demás sentidos se despertaron, se dio cuenta de lo cautivo que había estado en su propio cráneo... avizorando un mundo del cual no había formado una parte tan real como ahora.
Oía sonidos y tonos que hombre alguno percibiera jamás, el feble zumbido y chirriar de los insectos, el susurro de las hojas al impulso de una ligera y cálida brisa, el vago murmullo de las alas de una lechuza, el deslizarse de las pequeñas y atemorizadas criaturas a través de la crecida hierba... todo ello se fundía en rica sinfonía, en el latido y aliento de la floresta. Y sus aletas nasales temblaban a la infinita variedad de olores, la penetrante fragancia de la hierba hollada, el punzante olor de los hongos y la putrefacción de la seca madera y las hojas caídas, y el más acre aroma de la piel y la violenta embriaguez de la sangre recientemente vertida. Y sentía con cada pelo, con sus mechones estremecidos por el más ligero rebullir, y se refocilaba con el juego hondo y fuerte de sus músculos... había vuelto a la vida, pensaba; un hombre era un ser medio muerto comparado a la vitalidad que palpitaba y vibraba en el tigre.
De noche, de noche..., no había oscuridad alguna ya para él. La luz de la luna era un blanco y frío fulgor a través del cual penetraba a hurtadillas con pies leves como la pluma, para sus rapiñas; la lobreguez más densa era luminosa para él..., sombras, pálidas franjas claras, una fantasía deslizante y cambiante de grisor semejante a un sueño antiguo y súbitamente recordado.
Tenía su cubil en una cueva, y su nuevo cuerpo no sentía incomodidad por la húmeda tierra. De noche saldría furtivamente, como un gran fantasma difuso, con sólo el fulgor ambarino de sus ojos por focos; y la floresta le hablaría con sonidos y aromas y sensaciones, con el olor de la caza en el viento. Entonces era el amo, y hasta matorros y zarzales se estremecían y apartaban a su paso. Era la muerte en negro y oro.
Un antiguo poema le recorrió la parte humana de su mente, y dejó voltear las palabras como siniestro trueno en su cerebro e intentó repetirlas en voz alta. La floresta pareció ser recorrida por un escalofrío producido por el rugido del tigre.
Tigre, tigre, ardiente fulgor
en la noche del bosque.
¿Qué ojo o mano inmortales
osarían enmarcar tu espantosa simetría?
Y la respuesta de la arrogante alma felina gruñó: Yo lo hice.
Más tarde intentó recordar el poema, pero no pudo.
Al principio no fue muy afortunado. Tenía pegada demasiado de su torpeza humana. Gruñía su rabia y su frustración cuando se escapaban brincando los conejos, o un ciervo le espiaba, huyendo como una centella. Fue a casa de Avi y ella lo alimentó con grandes trozos de carne cruda y rió y le rascó la piel. Se mostraba deleitada con su tigrecillo mimado.
Avi, pensó, y recordó que la amaba. Pero era con su cuerpo humano. Para el tigre no poseía estética alguna ni valor sexual. Pero le gustaba que lo acariciara y restregara, y él ronroneaba como una potente máquina y se frotaba a su vez contra las delicadas piernas de ella. Avi le era aún muy querida, y cuando volviese de nuevo a ser humano...
Pero los instintos de tigre iban cobrando su primacía; no podía ser renunciada la herencia de un millón de años, por mucho que los técnicos trataran de modificarla. Habían realizado poco más que aumentar su inteligencia, y los nervios y glándulas del tigre se hallaban todavía allí.
Cuando llegó la noche vio una bandada de conejos que estaban danzando a la luz de la luna, y saltó sobre ellos. Una garra enorme y acerada se abatió; sintió la carne desgarrada y los huesos triturados, y seguidamente se encontró sorbiendo sangre caliente y masticando carne arrancada de frágiles costillas. Se tornó salvaje y rugió y bramó toda la noche, voceando su alborozado júbilo a la pálida luna helada. Y al alba, volvió a cobijarse en su cueva, hastiado, un tanto avergonzada su mente humana de todo aquello. Sin embargo, cuando de nuevo se tendió la noche, salió a cazar otra vez.
¡Su primer venado! Se hallaba él al acecho, sobre una rama que colgaba sobre un sendero; sólo su nerviosa cola se movía al paso de las lentas horas, y esperaba. Y cuando el gamo atravesó el vericueto, bajó él, todo fue como un relámpago. Una garra lanzando un acerado manotazo, unas mandíbulas poderosas con colmillos afilados como puñales, un breve debatirse del animalito... Se sació, comió hasta que apenas pudo arrastrarse luego a su cubil, y luego durmió como un hombre ebrio, hasta que el hambre volvió a despertarle y se dirigió nuevamente a donde había dejado los restos de la bestia abatida. Se encontró con que una jauría de perros salvajes los estaban devorando, se abalanzó sobre ellos, mató a uno y ahuyentó a los demás. Seguidamente prosiguió su festín hasta dejar únicamente los huesos.
El bosque estaba colmado de caza; era una vida fácil para un tigre. Pero no demasiado fácil. Nunca se sabía si se volvería con la tripa llena o vacía... aunque ello formaba parte del placer.
Los operadores no habían desplazado todos los recuerdos del tigre; quedaban fragmentos que le desconcertaban; a veces se despertaba gimiendo, con vago asombro sobre donde se encontraba y lo que había sucedido. Le parecía recordar brumosos crepúsculos matutinos en la jungla, un ancho río pardo reluciendo bajo el sol, otra cueva y otra figura listada junto a él. Y al paso del tiempo, todo se le tornó más confuso; pensó vagamente que debió haber cazado en otros tiempos el alce, y llegó a ver a los rinocerontes blancos en compacta manada, como una montaña moviente, en la hora vesperal. Se le hacía cada vez más difícil mantener las cosas en línea recta.
Naturalmente, aquello era de esperar. Su cerebro felino no podía contener posiblemente todos los recuerdos y conceptos de lo humano, y en el transcurso de semanas y meses perdió la antigua claridad de rememoración. Aún se identificaba con cierto sonido, «Harold», y volvían a él otras formas, figuras y escenas..., pero cada vez más desvaídamente, como si fueran jirones evanescentes de un sueño. Y tomó la firme decisión de ir a ver a Avi y hacer que le enviara..., ¿lo llevara?... a alguna otra parte, antes de que se olvidara de quién era.
«Bien, había tiempo para ello», pensó el componente humano. No perdería esta memoria de golpe; sabía bien de antemano que la personalidad humana superpuesta se estaba desintegrando en su extraña cámara, y que debería volver atrás. En el ínterin, se habituaba cada vez más profundamente a la vida de la floresta, se criaba en ella, y sus horizontes se estrechaban hasta parecerle la suma de la existencia.
De cuando en cuando erraba hasta el mar y el hogar de Avi, para comer y como en una evasión. Pero las visitas se espaciaban, haciéndose cada vez menos frecuentes; el campo abierto le ponía nervioso y no podía permanecer de puertas o paredes adentro después de anochecido.
Tigre, tigre...
Y el verano fue transcurriendo.
* * *
Se despertó a un crudo y húmedo frío en la cueva. Afuera llovía intensamente y un viento mordiente soplaba a través de los rezumantes y oscuros árboles. Tembló y gruñó, desplegando sus garras, pero no había por allí enemigo alguno que pudiese destruir. El día y la noche se arrastraban miserablemente.
Los tigres habían sido bestias adaptables en los antiguos tiempos; habían vagado tan lejos como hasta la Siberia. Pero su origen procedía de los trópicos. ¡Al infierno!, maldijo; y su resonante rugido se expandió por el bosque.
Pero luego vinieron los días despejados con un violento viento voceando a través de un firmamento elevado y pálido, y las hojas muertas remolineando en las ráfagas y riendo a su manera tenue y seca. Los ánades graznaban en las alturas, dirigiéndose en grandes bandadas al sur, y el balido de los venados colmaba las noches. Había una embriaguez en el aire; el tigre se revolvió en la hierba y ronroneó, como un trueno en sordina, y lanzó un alarido a la inmensa luna naranja que se alzaba. Su piel engrosaba, y no sentía el frío, sino como agudo hormigueo en su sangre. Todos sus sentidos se hallaban agudizados ahora, vivía en un estado de alerta como el filo de una navaja, y aprendió cómo caminar a través de las hojas caídas, igual que otra sombra.
Veranillo de San Miguel, largos días perezosos como una primavera renacida, enormes estrellas, el acre olor de la vegetación pudriéndose, y su mente humana recordando que las hojas eran como oro y bronce y llama. Pescó en los arroyos, extrayendo sus presas de un manotazo con la corva y afilada garra; recorrió los bosques y rugió en los altos riscos, bajo la luna.
Después volvieron las lluvias, grises, frías y densas, y el mundo se sumió en un desastre inundado. Por la noche helaba, y sus patas se entumecían; y rielando a la luz de las estrellas y a través del yerto silencio podía oír el distante batir del mar. Se hizo más difícil cazar furtivamente, y a menudo estaba hambriento. Hasta ahora ello no importaba mucho, pero su razón aborrecía el invierno. Acaso sería mejor regresar...
Una noche cayó la primera nevada, y por la mañana el mundo apareció blanco y quieto. Lo surcó gruñendo su enojo e indeciso sobre trasladarse al sur. Pero los felinos no están hechos para largos viajes. Recordó vagamente que Avi podía darle comida y abrigo.
Avi... Al intentar pensar en ella, vio por un instante una figura áurea y de oscuras listas, con penetrante olor gatuno llenando la cueva sobre el antiguo y ancho río. Movió su poderosa cabeza, colérico consigo mismo y con el mundo, y quiso evocar su real imagen. El rostro de ella se hallaba difuso en su mente, pero su aroma volvía, así como la queda y encantadora música de su risa. Iría donde Avi.
Atravesó el bosque con el altivo andar propio a su realeza, y se detuvo en la playa. El mar gris, frío y enorme, bramaba desmelenado en la playa; la volandera espuma le punzó en los ojos, y fue andando por la arena hasta que divisó la casa.
Estaba extrañamente silenciosa. Atravesando el jardín entró por la abierta puerta, pero en el interior todo estaba desierto.
Tal vez estaba ella fuera. Se agazapó en el suelo y se puso a dormir.
Se despertó mucho más tarde, royéndole el hambre las entrañas, y aún ella no había venido. Recordó que ella había deseado ir al sur para el invierno. Pero no le habría olvidado, habría venido de cuando en cuando... No obstante, la casa tenía poco aroma de ella, debía de haber estado fuera durante mucho tiempo. Y también aparecía en desorden. ¿La había abandonado apresuradamente?
Fue al creador. No podía recordar cómo funcionaba, pero sí el proceso de girar sus botones y conectarlo. Con una pata movió la palanca al azar. Nada sucedió.
¡Nada! El creador estaba inerte.
Rugió su desengaño. Lentamente comenzó a invadirle el miedo. Aquello no era como debía haber sido.
Pero tenía hambre. Había que intentar obtener su comida, pues, y volver más tarde con la esperanza de encontrar a Avi. Regresó al bosque.
Ahora olió la vida bajo la nieve. Un oso. Hasta entonces, él y los osos habían conservado un estado de neutralidad alerta. Pero éste se hallaba dormido, descuidado, y su vientre clamaba por alimento. Con unos pocos poderosos movimientos, dejó expedito el refugio de la bestia y se abalanzó sobre ella.
Es peligroso despertar a un oso en su invernada. Éste se despabiló con un sobresalto, tendió su pesada pata y echó atrás al tigre, chorreando sangre de su hocico.
Le invadió una especie de locura, una rabia ciega que le hizo dar un brinco hacia delante. El oso gruñó y pateó. Juntáronse ambos, y de pronto el tigre se encontró luchando por su propia vida.
No recordaba nunca aquella batalla sino como un rojo remolino de choque y furia, rodando por la nieve y vertiendo sangre que exhalaba su vapor en el aire frío. Pugna y forcejeo, mordiscos, desgarrones, enormes porrazos en sus costillas y cráneo, el regusto de sangre caliente en su boca y la insania de la muerte chillando y farfullando en su cabeza.
Al final se tambaleó ensangrentado y se desplomó sobre el desgarrado cuerpo del oso. Durante largo tiempo permaneció así, con los perros salvajes aproximándose acechantes en espera de su muerte.
Finalmente se desperezó débilmente y comió de la carne del oso. Pero no pudo marcharse. Su cuerpo era todo un dolor, sus patas se le doblaban, y una zarpa le había sido machacada por las poderosas mandíbulas del enemigo caído. Quedóse junto al oso muerto, bajo el abrigo desplomado, y la nieve siguió cayendo lentamente sobre ambos.
La batalla y la angustia de la proximidad de la muerte, trajo a primer plano sus antiguos instintos. Todo tigre lamía su herida y comía trozos de carne ya en putrefacción al paso de los días, y esperaba a la recuperación de cierto estado de convalecencia para volver a su cubil.
Así lo hizo finalmente, cojeando. Le invadían enfureciéndole, recuerdos semejantes a sueños; había habido una casa y alguien que era bueno, pero... pero...
Tenía frío, y estaba tullido y hambriento. El invierno había venido.
* * *
—No tenemos ningún otro empleo para usted —dijo Felgi—. Pero en vista de la ayuda que usted ha supuesto para nosotros, le permitiremos vivir... cuando menos hasta que volvamos a Proción y el Consejo decida su caso. Probablemente también tenga usted una información más valiosa sobre el Sistema Solar que nuestros otros prisioneros. La mayoría de ellos son mujeres.
Ramacan miró al duro y exultante rostro y respondió sordamente:
—De haber sabido lo que estaba usted planeando, jamás habría ayudado.
—Oh, sí que lo hubiera hecho —dijo zumbón Felgi—. Vi sus reacciones cuando le mostré algunos de nuestros medios de persuasión. Sus terrestres son todos iguales. Se han estado ocultando de la muerte durante tanto tiempo que han quedado sin medula. Sólo esto les invalida para defender su planeta y poseerlo.
—Usted tiene los planos de los duplicadores y de los transmisores y rayos energéticos... toda nuestra tecnología. Yo le ayudé a obtenerlos de las Estaciones. ¿Qué más es lo que desea?
—La Tierra.
—¿Pero por qué? Con los creadores y transmisores puede usted hacer que sus planetas se transformen en los antiguos sueños del paraíso. La Tierra es más acomodada, lo convengo, pero, ¿qué es lo que le importa del ambiente?
—La Tierra sigue siendo aún la verdadera morada del hombre — respondió Felgi. Había un fanatismo en sus ojos tal como Ramacan no lo viera jamás, ni en una pesadilla —. Debe pertenecer a la mejor raza de hombres. Por lo demás... bueno, nuestra cultura no podría resistir esta tecnología. La civilización procionita creció en la adversidad, no ha sido nada más que lucha y penalidades, lo cual ha pasado a formar parte de nuestra naturaleza. Con los czernigi destruidos, debemos encontrar otro enemigo.
Oh, sí, pensó Ramacan. Eso ocurrió también antes, en el viejo pasado sangriento de la Tierra. Las naciones que no conocen sino guerra y sufrimiento, son moldeadas por ellos, y glorifican las ásperas virtudes que las permitieron sobrevivir. Un estado militarista no puede permitirse la paz y el ocio y la prosperidad; su pueblo podría empezar a pensar por sí mismo. Así, el Gobierno tiende su mirada a la conquista más allá de las fronteras... Necesaria o no, debe haber guerra para que se mantenga el control de lo militar.
¿Hasta qué punto son humanos ahora los procionitas? ¿Qué es lo que los torció en las centurias de su terrible evolución? Ya no son más que hombres, son robots combatientes, bestias de presa, tienen que tener sangre.
—Ya nos vio usted desgranar las Estaciones del espacio —dijo Felgi—. Renacimiento, Creador, Transmisor... son cráteres radiactivos ahora. Ni una máquina está funcionando en la Tierra, ni un tubo ha quedado sano... ¡nada! Y con los creadores de los que su vida dependía inerte, los terrestres retornarán al extremo salvajismo.
—¿Y ahora qué? — preguntó Ramacan cansadamente.
—Iremos a Mercurio a repostar —dijo Felgi—. Luego volveremos a Procion. Emplearemos nuestro creador para registrar a la mayoría de la tripulación, así podrán establecer turnos siendo recreados durante el viaje, para mantener la astronave y corregir el rumbo. Seremos poco más viejos cuando lleguemos a la patria.
»Luego, naturalmente, el Consejo enviará una flota con tripulaciones registradas. Invadirán Sol, eliminarán a la población superviviente y recolonizarán la Tierra. Después de eso... — El demencial brillo de sus ojos fulguró —. ¡Las estrellas! ¡Un imperio galáctico, finalmente!
—Así podréis tener guerra —dijo átonamente Ramacan—. Así podréis mantener a vuestro pueblo en estado de estúpida esclavitud.
—Ya basta —restalló Felgi—. No puede esperarse que una cultura decadente comprenda nuestros motivos.
Ramacan quedóse pensativo. Habría aún humanos cuando los procionitas retornasen. Quedarían cuarenta años para prepararse. Hombres en naves espaciales, volverían al hogar de acá y allá a través del Sistema, verían la ruina de la Tierra y sabrían quién debió haber sido el culpable. Disponiendo de creadores, se podría verificar una rápida reconstrucción, armarse, y duplicar por millones a hombres hambrientos de venganza.
A menos que el ser solar hubiese caído tan lejos en la decadencia que únicamente fuera capaz de un pánico ciego. Pero Ramacan no lo creía así. La Tierra se había deslizado por la pendiente, mas no a tal extremo.
Felgi pareció leer en su mente, y hubo una cruel satisfacción en el acento que tuvo de su voz al decir:
—La Tierra no tendrá oportunidad alguna de rearme. Estamos empleando la potencia de la Estación Mercurio para accionar nuestro propio gran duplicador, convirtiendo la roca en combustible de osmio para nuestras máquinas. Pero cuando acabemos, volaremos también la Estación. Las naves espaciales quedarán impotentes, los colonistas de los planetas morirán cuando sus reguladores ambientales cesen de funcionar, y ninguna rueda girará en todo el sistema solar. Esto, diría yo, será el toque final...
Ciertamente... Sin potencia energética, sin aparatos ni herramientas, sin alimentos ni abrigo, se produciría el colapso final. No quedarían más que algunos salvajes famélicos cuando volviesen los procionitas. Ramacan sintió un gran vacío en su interior.
La vida se había convertido en una locura y en una pesadilla. El fin...
—Se quedará usted aquí hasta que volvamos a registrarle — dijo Felgi. Giró sus talones y se marchó.
Ramacan se desplomó sobre un asiento. Sus desesperados ojos posaban una incesante mirada circular en torno a la pequeña garita que era su prisión, al igual del vertiginoso remolino de sus pensamientos. Miró al guardia que se encontraba en el umbral, apoyado sobre su inyector, despectivamente aburrido con el cautivo. Si... si... ¡Oh, dioses omnipotentes, si esto era lo que había de heredar la verde Tierra!
¿Qué hacer, qué hacer? Debía existir alguna respuesta, algún medio, ningún problema estaba nunca del todo sin solución. ¿O lo estaba? ¿Qué garantía podía tener de la justicia cósmica? Enterró su rostro entre sus manos.
Fui un cobarde, pensó. Tenía miedo del dolor. Así reaccioné, me dije a mí mismo que probablemente no deseaban mucho, empleé mi influencia para que obtuvieran duplicadores y planos. Y los otros fueron cobardes también, cedieron, estaban rampantemente ávidos por ayudar a los conquistadores... ¡y éste es nuestro pago!
¿Pero qué hacer, qué hacer? Si como fuese la astronave se perdiese, si jamás volviera... Los procionitas se extrañarían. Enviarían otra nave, o dos —no más— para investigar. Y en cuarenta años Sol podría estar lista a enfrentarse a esas naves... dispuesta a hacer la guerra a un enemigo no preparado... caso de que en el ínterin se tuviese la oportunidad de reconstruir, si fuese preservada la Estación Energética Mercurio...
Pero la astronave volaría la Estación y volvería con noticias de la ruina de Sol, y los invasores llegarían en enjambres... como racimos de cuervos rapiñadores a través de una galaxia sin sospechas, como una plaga esparciéndose...
¿Cómo detener a la astronave... ahora?
Ramacan se percató del violento latido de su corazón, que era como un bataneo que conmovía todo su cuerpo. Y sus manos estaban frías y agarrotadas, seca la boca, y el miedo le entumecía.
Se puso en pie y fue a donde el guardia estaba. El procionita requirió su inyector, pero sin mostrar alarma, pues no sentía temor alguno de un miembro inerme de la raza conquistada.
Me disparará —pensó Ramacan—. La muerte, a la que he estado rehuyendo toda mi vida, se encuentra ahora sobre mí. Pero ha sido de todos modos una vida larga, y buena, y es mejor terminar ahora que arrastrar unos cuantos miserables años como su despreciado prisionero, y... y odiándolos hasta lo más profundo de las entrañas.
—¿Qué es lo que quiere? — preguntó el procionita.
—Me siento enfermo — dijo Ramacan. Su voz era casi un susurro, por la sequedad de su garganta —. Déjeme salir.
—Atrás, a su sitio...
Ramacan se tambaleó, cayendo casi.
—Permítame ir al lavabo... Emporcaré esto...
—Bien, sea —dijo el guardia con seca brevedad, añadiendo—: Pero recuerde que no le pierdo de vista.
Ramacan se cimbreó sobre sus pies al aproximarse al hombre. Sus manos temblorosas se aferraron al cañón del inyector y de un tirón arrancó el arma. Antes de que el hombre pudiera lanzar un grito, Ramacan le asestó un culatazo en plena cara. Un remoto rincón de su mente se conmocionó ante el salvajismo que en él se había despertado, al oír el crujido de los huesos.
El guardia se desplomó inerte. Ramacan lo golpeó de nuevo para asegurarse más de que se estaría bien quieto, y acto seguido le despojó de su larga capa, botas y casco. Ahora le temblaban realmente las manos, hasta el punto de hacérsele difícil vestirse con la ropa del caído.
Si le atrapaban... bueno, ello sólo suponía unos pocos minutos de diferencia. Pero aún tenía miedo. Un miedo que chillaba en su interior.
Sobreponiéndose algo con un gran esfuerzo comenzó a andar con lentitud de sonámbulo por el largo pasillo. En una ocasión se cruzó con otro hombre, pero no fue descubierto. Al doblar la esquina, le asaltó el vértigo de un mareo.
Descendió por una escalerilla al cuarto de máquinas. Gracias a los dioses se había interesado lo bastante a la llegada de la astronave, como para inquirir sobre su equipo. La portezuela estaba abierta y entró.
Un par de ingenieros estaban contemplando el funcionamiento del creador gigante, el cual latía y zumbaba y vibraba con la potencia, la energía del sol y los átomos de rocas en disolución... átomos recreados en osmio que propulsaría a las máquinas de la astronave en el largo viaje de regreso. Toneladas de combustible vertiéndose en los recipientes.
Ramacan cerró la hermética portezuela que cerraba el paso a todo ruido, y de sendas descargas de su inyector, derribó sin vida a ambos operarios. Luego corrió al creador y reajustó los controles, comenzando a fabricar plutonio.
Sonrió ahora con inmenso alivio, con la incrédula comprensión de que había vencido. Sentóse y gritó de alegría. La astronave no regresaría. La Estación Mercurio subsistiría. Y sobre esta base, un puñado de hombres decididos en el Sistema Solar, podrían verificar la reconstrucción. Habría horror en la Tierra, un ululante caos, y la mayoría de su población se sumiría en el salvajismo y la muerte. Pero bastantes vivirían, y seguirían civilizados y se prepararían al desquite.
Tal vez ello era para lo mejor, pensó. Quizá la Tierra había entrado en un crepúsculo de facilidad sin objetivo. Verdad era que no había habido en ella nada de la pugna antigua, ni de la esperanza y valentía que habían hecho al hombre lo que era. Ni arte, ni ciencia, ni aventura... una presuntuosa y lamida autosatisfacción, una inmortalidad irreal en un paraíso sintético. Acaso esta conmoción y desafío era lo que la Tierra necesitaba, para que se mostrara de nuevo el camino a las estrellas.
En cuanto a él, había tenido muchas centurias de vida, y ahora se daba cuenta del profundo aburrimiento interno de su interior. La muerte, pensó, la muerte es el viaje más largo de todos. Sin la muerte no hay evolución alguna, ni ningún auténtico significado de la vida... la última aventura ha sido barrida a un lado.
Había habido una vez una muchacha, lo recordaba, y ella había muerto antes de que fueran utilizables las máquinas de renacimiento. Era extraño... al cabo de todos aquellos siglos, él podía recordar aún cómo su cabello se rizaba al viento cierto día sobre una colina bañada por el sol del estío. Se preguntaba si la volvería a ver.
No sintió la explosión, cuando el plutonio alcanzó la masa crítica.
Los pies de Avi sangraban. Sus zapatos se habían roto al fin, y las rocas y las ramas le desgarraban los pies. La nieve estaba tiznada de sangre.
Se sentía invadida por la fatiga, no podía seguir caminando... pero tenía que hacerlo, era preciso, le espantaba tener que pararse en aquellos selváticos parajes.
Nunca había estado sola en su vida. Siempre había habido los televisores y los transmisores, y paraje alguno de la Tierra se había hallado a no más que a un instante. Pero el mundo se había expandido en la inmensidad, las máquinas estaban muertas, y sólo había frío y lobreguez y vacías distancias blancas. El mundo de calor y música y risas y casual disfrute se hallaba tan remoto e irreal como un sueño.
¿Qué es un sueño? ¿Había ido siempre dando traspiés, enferma y hambrienta, a través de un mundo de pesadilla de árboles deshojados y remolineante nieve y viento que la encogían de frío a través de los andrajos de su ropa? ¿O era éste el sueño, una súbita locura de horror, muerte y desolación?
La muerte... no, no, no, ella no podía morir, ella era uno de los seres inmortales, ella no debía morir...
El viento seguía soplando tenaz.
La noche caía, una noche invernal. Un perro salvaje aulló en alguna parte de la lobreguez. Intentó gritar, pero su garganta estaba ya ronca y áspera de tanto haberlo hecho, y sólo salió de ella un seco graznido.
Socorro, socorro, socorro...
Acaso debiera haberse quedado con el hombre. Él había tendido trampas, capturado un ocasional conejo o ardilla y dádole a ella los restos. Pero la había mirado de manera tan extraña cuando pasaron varios días sin una presa... Quería haberla matado para comerla; y por eso ella hubo de huir.
Correr, correr, correr... No podía correr, el bosque la envolvía por doquier y para siempre, estaba prendida por el frío y la noche, el hambre y la muerte.
¿Qué había sucedido, qué aconteció, qué había sido del mundo? ¿Y qué sería de ella?
Le había gustado pretender que era una de las diosas antiguas, creando de la nada lo que deseaba, servidas por un mundo inmenso y eterno cuyo único designio era atenderlas. ¿Dónde estaba aquel mundo ahora?
El hambre la doblaba, la retorcía, la traspasaba como afilada navaja. Dio un deslizante traspiés sobre un tronco enterrado en la nieve, y cayó, intentando débilmente levantarse.
Fuimos demasiado muelles, demasiado complacientes, pensó vagamente. Perdimos todos nuestros poderes, toda nuestra energía, éramos como pequeños parásitos sobre nuestras máquinas. Ahora somos incapaces...
¡No! ¡Yo no quiero eso! Yo fui antes una diosa.
Mocosuela mimada, se mofó el demonio en su mente. Criatura llamando a su madre. Deberías ser lo bastante mayorcita para cuidar de ti misma... después de todos esos siglos. No deberías estar corriendo en círculos, dando vueltas y rodeos en espera de una ayuda que jamás llegará, sino ayudándote a ti misma, proveyendo por ti, construyendo un refugio, buscando nueces y raíces, construyendo una trampa. Pero no puedes. Toda procuración propia y seguridad en uno mismo ha sido borrada de ti...
—No... socorro, socorro, socorro...
Algo se movió en la lobreguez. Ahogó un chillido. Unos ojos amarillos fulguraban como brasas, y la inmensa forma se adelantó silenciosamente.
Durante un instante la apretó un vértigo de terror, y luego tuvo un súbito vislumbre, mezclado de incredulidad... asiéndose luego con avidez a su intuición.
Únicamente podía haber un tigre en aquel bosque.
—Harold —cuchicheó incorporándose sobre sus pies—. Harold...
Todo iba bien. La pesadilla había pasado. Harold proveería por ella. Cazaría para ella, la protegería, la volvería al mundo de máquinas...
—Harold —gimoteó—. Harold, querido...
El tigre se quedó inmóvil; tan sólo su cola crispada tenía vida. De manera breve y desatinada recordaba sonidos que se escurrían a través de su mente: Su mentalidad básica será estable por espacio de uno o dos años, salvo accidentes... Pero aquel son no tenía significado, se deslizaba por su cerebro al olvido.
Tenía hambre. La pata tullida no había sanado bien, por lo que no podía cazar.
Hambre, la necesidad más elemental de todas, que gesteaba y hacía muecas en su interior, corroyéndolo, colmando su cerebro y su cuerpo de tigre hasta no dejar nada más...
Quedóse en contemplación de aquella criatura que no escapaba. Había matado otra hacía algún tiempo... se relamió al pensamiento.
De alguna parte mucho tiempo atrás recordaba haber sido algo... había sido... pero no podía fijar del todo su recuerdo...
Dio unas majestuosas zancadas hacia adelante.
—Harold — dijo Avi, con el miedo asomado de manera horrible en su voz.
El tigre se detuvo. Conocía aquella voz. Recordaba... recordaba...
La había conocido antes... Había algo en ella que le contuvo.
Pero tenía hambre. Y su instinto clamoreaba.
Si únicamente pudiera fijar aquel recuerdo, antes de que fuera demasiado tarde...
El tiempo se dilataba en una horrible eternidad mientras ambos se contemplaban mutuamente... la muchacha y el tigre.
EL FIRMAMENTO EN DESINTEGRACION
El apartamiento de Cliff Bronson se le parecía mucho. Se hallaba amueblado con sencillo buen gusto, un tanto arcaico en el tono oscuro de sus pesadas piezas y la chimenea, en la que chisporroteaban pequeñas llamas, cantando y sacando sus rojizas lenguas a la suave luz de las lámparas. Había una discoteca, cuyas estanterías contenían a los antiguos maestros de la música, y en las paredes alineábanse ejemplares bien encuadernados de la gran literatura mundial, desde Esquilo hasta Guthrie.
Pero entre los discos se encontraban también los siniestros desacordes de Stravinsky y Berlioz junto con las últimas novedades populares. Y algunos volúmenes sumamente curiosos y conturbadores se avecinaban con los de Shakespeare, Goethe y Voltaire. El bufón sardónico de Franz Hals miraba de soslayo en la habitación a un reciente Dalí. La disposición parecía deliberada, acaso simbólica.
Había una amplia ventana que daba por un muro vertical a los millones de luces parpadeantes de Nueva York. La realidad lanzaba como en una resaca su fragor remoto contra la habitación.
Pero entre sus paredes, lo urgente e inmediato estaban perdidos. La costosa radiotelevisión estaba cerrada. Su voz no podía dar el menor paso resonante como una trompeta hacia una guerra que solamente podía estar a semanas o días de allí. Su locutor exhalaba los tonos lánguidamente registrados de Delius, descanso y olvido junto a arroyos soñolientos, una paz bucólica que quizá no había existido nunca.
No era la menor ventaja de la confortable soltería de Bronson la libertad de mantener durante toda la noche una conversación con quien le pareciera interesante. Le gustaba confrontar mentes tan diversas como podía hallar y hacerlas chocar entre whisky y cigarros, permaneciendo él al margen, como un divertido espectadorhuésped, con sólo una interjección cuidadosamente cortés a flor de labio.
Aquella noche había invitado a Raymond Burkhard y Cari Gray. Había también un nuevo conocido suyo, Bernie Cogswell, pero éste se estaba manifestando desilusionador. Se había retrepado en un mullido y hondo sillón, asiendo su vaso como un chiquillo podría aferrar la mano de su madre, y no diciendo nada más de lo que la urbanidad requería. Sus ojos estaban como obsesionados en su ojeroso rostro juvenil.
Bronson había esperado que Cogswell pudiera decirles algo sobre el más reciente proyecto de bomba nuclear, con el cual, y como físico, tenía una asociación de menor importancia. Como punto final, podría haber aplicado alguna buena filosofía positiva a la discusión desarrollada. Pero no había tal suerte.
Sin embargo, Burkhard y Gray estaban laborando por ello. Se habían enzarzado en un debate que era deliciosamente remoto a las exigencias del presente, y sus palabras eran las propias imágenes de sus mentes. Eran dos tipos humanos mutuamente ajenos, que se habían cerrado a la banda y no llegarían nunca a un concebible acuerdo.
Gray era director de una de las más importantes corporaciones manufactureras, testarudo, porfión de los hechos... pero no estaba exento de imaginación, resultando el único que el conservador Bronson pudiera recordar que echase realmente un cuarto de espadas a su favor.
Burkhard era escultor, un tanto aburguesado desde que sus fantásticas creaciones habían comenzado a disfrutar de cierta boga... por lo demás soñador, poeta, místico manifiesto... aunque no obstante bien versado en el método lógico que profesaba para el desdén.
Bronson sentíase un poco como un dramaturgo... o mejor, como un novelista del orden de Thomas Mann, seleccionando sus caracteres de tipos absolutos, y poniéndolos luego libremente a argumentar. Con el ocasional timoneo de sí mismo, desde luego. Tan sólo si Cogswell quisiera ser un poco más cooperador...
—¿Pero cómo lo sabe usted? —insistió Gray—. ¿Cómo puede usted probarlo?
—¿Cómo sabe usted que está sentado en una butaca y no en los tentáculos de un pulpo? Pruébelo — replicó Burkhard.
—Pues... puedo verlo, lo siento...
—¡Bien! Usted emplea sus sentidos. Experimenta directamente en la carne. Del mismo modo experimento yo directamente ese conocimiento.
—Pero mire. Todos nosotros somos hombres sanos y razonables... me parece. Todos convenimos en que esto es una butaca. Pero puesto que nadie quiere convenir con usted, puesto que nadie pretende haber tenido la misma experiencia, ¿no es más razonable suponer que ello es puramente subjetivo... un sueño, una alucinación?
—Supóngase que yo fuese el único hombre del mundo con ojos. ¿Pretendería usted entonces que la luz y el color eran no más que simples alucinaciones mías?
—Habría medios para comprobarlo, justamente como podemos comprobar la existencia de ondas de radio sin ser capaces de verlas. ¿Pero cómo puede alguien comprobar su afirmación de que no eran sino simple caracteres en un libro?
—Teniendo la misma experiencia. Abriendo sus ojos. De todos modos, yo no pretendí que todos fuésemos personajes de algún autor supercósmico. Es una simplificación extremada.
—¿No es su idea esencialmente berkeliana? —sugirió Bronson—. ¿No está usted pretendiendo que toda la realidad existe tan sólo como una percepción o pensamiento en la mente de Dios?
—Tampoco eso —manifestó Burkhard—. Resulta... difícil expresarlo en palabras. Me vino todo de pronto, en ese semiensueño nebuloso que se tiene justamente poco antes de dormirse. Había estado leyendo a Berkeley, es cierto, y supongo que ello fue lo que se disparaba en mi mente. Pero es algo diferente.
—Todo ello es de mi propia invención — murmuró Bronson.
—Me estaba preguntando sobre el fluir del tiempo —dijo Burkhard—. ¿Por qué todos lo percibimos como discurriendo en la misma dirección? ¿Qué acontece con el pasado? ¿Qué es el futuro, y por qué no podemos conocerlo como conocemos el pasado? ¿Simplemente porque no existe aún?
—Suena como una cuestión científica — dijo Bronson —. ¿Qué opina usted sobre el particular, Bernie?
—¿Eh? —Cogswell se removió y miró a los demás parpadeando abstraídamente—. Excusadme, no capté el quid de la última observación.
—¿Cuál es la naturaleza del tiempo?
—Pues... nadie lo sabe realmente. De acuerdo a la realidad, naturalmente, el tiempo es sólo una dimensión en una continuidad cuatridimensional. El pasado y el futuro son igualmente reales y fijos. Pero, naturalmente, las ondas mecánicas y el principio de la incertidumbre pueden arrojar cierta duda sobre esa teoría.
—¿Por qué vemos al tiempo como fluyente en lugar de estático? — preguntó Gray.
Cogswell se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? La cosa es que así es. Algunas autoridades han sugerido que la dirección del tiempo es la del aumento de entropía. Pero, sea como fuere, yo nunca he estado satisfecho con esa teoría, quizá debido a que es tan vaga.
Burkhard dijo, con aspecto triunfante:
—Yo digo que nos movemos del pasado al futuro, debido a que el Autor está escribiendo constantemente. El movimiento del tiempo es el de... su pluma, por establecer una analogía, aunque tosca. El futuro no ha sido escrito aún. El presente es lo que él está escribiendo en este instante. El pasado, lo ha escrito ya.
—Y que nunca escribe de nuevo —manifestó Bronson con una sonrisa torcida—. El dedo en movimiento escribe, y en habiendo escrito...
—Y si vuelve a escribir de nuevo —dijo Gray, con el aire de un hombre descendiendo a una pretensión infantil— en la propia naturaleza del caso, no lo sabemos jamás. — Seguidamente, añadió, un tanto enojado —: Pero todo eso no son sino tonterías. Están diciendo ustedes que no somos reales, que únicamente somos ficciones de alguna imaginación de un ser enorme. Pero maldita sea, yo sé que soy real. Como usted dijo, Burkhard, es cuestión de experiencia directa.
—Desde luego que lo es —manifestó pacientemente Burkhard—. No estoy negando que seamos reales. Simplemente estoy explicando cómo somos. Esta mesa, por ejemplo, no es menos pesada porque la ciencia haya demostrado que se halla construida de átomos que en su mayoría son espacio vacío. La pesadez ha sido explicada, y no aclarada. Eso es todo lo que estoy intentando hacer con la realidad.
—Si pues todo está siendo escrito por un gran Autor... ¿quién es el que va a leerlo? — preguntó Gray.
—Espere un momento —dijo Bronson. La fantasía le divertía... y deseaba llevarla a su conclusión lógica—. ¿Quién dice que todo el Universo es la obra de un escritor? A mí me parece más razonable que cada planeta habitado... y debe haber muchos de ellos en el cosmos... es la obra de una de esas criaturas.
—Así debe haber una partida de ellos, algunos de los cuales no son autores y pueden pagar en cualquier imaginable moneda a su disposición, para ver lo que los escritores han hecho. Este es el Libro de la Tierra. Debe de haber muchas otras novelas.
—¿Y qué hay sobre los planetas sin vida inteligente? — preguntó zumbón Gray.
—Oh, puede conceptuarlos como los garabatos de los chiquillos. Más tarde, al crecer, son capaces de verificar una caracterización. —Bronson miró su vaso vacío y se levantó—. ¿Quién quiere otro pote?
Hubo una pausa mientras el whisky y la soda eran servidos nuevamente y los hombres volvían a reinstalarse. El fuego ardía en el hogar, con llamas semejantes a fantasmas ígneos danzando entre las cenizas. Tras la ventana, la noche de la ciudad destellaba.
—En cierto modo, es un pensamiento consolador —dijo Gray—. Significaría que en la existencia había algo más grande y sabio que nosotros, un orden más elevado de realidad, que proseguirá siempre, suceda lo que nos suceda. Pero ello resulta endiabladamente duro para el ego humano. ¡Nos hace sentirnos tan fútiles...!
—Usted se percata, desde luego —manifestó Burkhard—, que es el Autor quien está poniendo esos pensamientos en su cabeza.
—Pues de seguro que no —restalló Gray—. Diablos, si la Tierra fuese un libro, las cosas sucederían más sensiblemente de lo que en realidad lo hacen.
Bronson volvió a sonreír y lanzó hacia el techo unos azulados anillos de humo.
—No, necesariamente —dijo—. Veamos por ejemplo un escritor novel. No conoce ni patata sobre los principios de la literatura. La mayoría de sus personajes son romos y estúpidos. No presenta un argumento, una trama, sino únicamente una larga narración sin significado, esmaltada de catástrofes melodramáticas...
»Los pocos acontecimientos realmente grandes conducen simplemente a insulsos anticlímax... con ningún sentimiento cualquiera por las unidades dramáticas. La historia de la Tierra se lee como la composición suprema de un romántico mozalbete de quince años.
—Espero que todo cuanto escribe sea rechazado — murmuró acerbamente Cogswell.
—No lo creo así —dijo Burkhard—. Tiene elementos de genio. En cualquier momento dará con un personaje o una situación absolutamente sublimes... un Cristo, un Shakespeare, un Beethoven, un Einstein, el descubrimiento del fuego, o el de América. Oh, irá lejos cuando haya dominado su técnica. Está solamente en los comienzos. Hay que darle tiempo...
—El tiempo para escribir algún otro planeta, tal vez —dijo Cogswell—. Pero nosotros somos el primer esfuerzo, el manuscrito chapucero. Me parece que está cansado de nosotros.
Todos le miraron con algo del temor supersticioso del profano por el Científico con C mayúscula. Cogswell estaba ligeramente embriagado. Su sonrisa era una torcida mueca y un mechón indócil le caía sobre su húmeda frente, hacia los ojerosos ojos.
—No es de suponer que lo conozca —dijo con la lenta precisión de los beodos—. Somos únicamente una pieza muy pequeña en el proyecto, no lo suficientemente grande para presentar una caución. Pero aquí y allá se filtran cosas, briznas de información que pueden encajarse.
»Y, hermanos, la bomba de desintegración total no es ya más una teoría. Ha sido construida. Las estamos haciendo a docenas. Y ellos también.
Hubo un gran momento de silencio, que pareció percutir como una dínamo. Bronson frunció el entrecejo. Odiaba que le recordasen las cosas desagradables del exterior. Y existían demasiados recordadores en aquellos días.
—Va a ser empleada —prosiguió Cogswell—. Va a ser empleada, debido a que ninguna de ambas partes quiere estar cruzada de brazos, por temor a que la otra la emplee al instante. Y justamente, lo que sucede cuando la materia se convierte en un uno por ciento en energía, por tonelada... nadie lo sabe. Yo sospecho que ello provocará la desintegración en la corteza de la Tierra. Hice algunos cálculos...
Bronson se puso en pie y se dirigió a la ventana, quedándose allí en contemplación a la bélica noche. Su sonrisa fue un intento desesperado de restaurar el ambiente de jovial irrealidad:
—Cuando menos, será una manera espectacular de desaparecer por el foro — dijo.
—¡De seguro! —La risa de Cogswell fue bronca—. La manera más melodramática que pueda usted imaginar. ¿No es esa precisamente la forma que escogería su Autor adolescente? ¡Al diablo con el desenlace de los millones de cabos sueltos en una historia que ha comenzado a aburrirle! ¡Barrerlo todo, que cada uno de sus personajes vuele envuelto en llamas, para comenzar algo más interesante!
El sudor brilló repentinamente en el rostro de Bronson, quien dijo:
—Mire, si yo hubiese escrito un libro tal en mi mocedad y me hubiese asqueado de él, habría convocado a algunos de mis personajes antes del final y les habría hecho darse cuenta de lo que eran... personajes de una novela pobremente escrita, brotados de mi propia mente.
»Habría sido mi manera de expresar mi disgusto por su insignificancia, su falta de realidad y su insatisfactoriedad. Y luego habría escrito un fulgurante final.
Todos posaron sus ojos en él, y él siguió mirando a través de la ventana. De la lejanía y débilmente, provino el sonido de las sirenas y las luces de la ciudad comenzaron a apagarse, cediendo el paso a flamígeros regueros de cohetes a través del firmamento en desintegración.
ENTRE LADRONES
Su Excelencia M'Katze Unduna, embajador de la Federación Terrestre del Doble Reino, no estaba acostumbrado a que se le tuviese esperando. Pero cuando los minutos se convirtieron en una hora, el enojo se transformó en fría deducción.
En su yerma sociedad regida por el reloj, una breve demora era indicadora de malas maneras, aunque no fuese intencionada. Pero si tenía a un hombre de plantón por espacio de sesenta enteros minutos, le hacía objeto de un insulto imperdonable. Rusch era un bárbaro, pero demasiado sagaz como para humillar sin razón a un representante de la Tierra.
Lo cual corroboraba todo lo que el Servicio Secreto Terrestre había descubierto. De un ebrio oficial joven con una pítima llorona debido a que la Vieja Tierra, la Civilización, iba a ser atacada y destruida y convertido en calcinadas ruinas por sus cañones el colegio donde antaño aprendiera y amara... a los planes de la batalla y anotaciones al respecto, que costaron la vida de seis hombres para sacarlos de matute de la Real Academia de Guerra... y ahora, esta degradación del propio embajador... todo encajaba.
El margrave de Drakenstane había liquidado la civilización.
Unduna se estremeció bajo la capa iridiscente y bordada, y la pluma de avestruz de su rango de su tocado. Paseó su mirada por la antecámara con ojos de un animal acosado.
Aquel castillo era antiguo; databa de unos ochocientos años, de la fecha de la primera colonización de Norstad. Su masa torva y cuadrada de piedra fundida en una montaña torreonada, no estaba muy aligerada por las aplicaciones modernas. Artesonados y reclinatorios, tapices y colgaduras, mosaicos y arabescos y biomurales no hacían sino chocar con aquellos muros de fortaleza y losas circunvalantes; las planchas fluorescentes no lograban alumbrar todos los oscuros rincones, y había una lobreguez perpetua entre las vigas donde pendían los viejos estandartes de batalla.
Una docena de guardias se hallaba apostada en torno a la estancia, con pectoral y casco emplumado, pero con muy modernos rifles automáticos. Todos eran idénticos rubios de siete pies, y ninguno de ellos se movía en absoluto, no pudiendo ni siquiera vérseles respirar. Era una visión enervante para un hombre civilizado.
Unduna arrojó su cigarro, lanzó una maldición en su fuero interno, y deseó haberse traído cuando menos un libro consigo.
Abrióse la puerta interior girando sobre goznes silenciosos, y emergió un bien rasurado oficial, quien juntando sus talones, se inclinó ante Unduna, diciendo:
—Su Señoría tendrá el honor de recibiros ahora, Excelencia.
El embajador se tragó su enojo, hizo un ademán de asentimiento con la cabeza y se puso en pie.
Era un hombre de elevada estatura y delgado, predominando en él la piel relativamente clara y marcadas facciones de la raza bantú. Los emisarios de la Tierra eran escogidos, representando aproximadamente un ideal local de belleza —cosa difícil para algunas de aquellas fantásticas pequeñas culturas esparcidas a través de la galaxia— y NorstadOstarik había sido colonizada por un tipo más bien extremadamente caucasoide, que había emigrado casi por entero del planeta patrio.
El ayudante le señaló a través de la puerta y desapareció. Hans von Thoma Rusch, margrave de Drakenstane. Legislador del Pueblo Occidental, Guardián Hereditario de las Puertas del Río Blanco, etc., etc., esperaba sentado tras un escritorio al final de un enorme despacho de suelo de embaldosado negro y rojo. Tenía un libro en sus manos, el cual no lo cerró hasta que Unduna, con sandalias cuchicheantes sobre los grandes cuadros de tablero de ajedrez, se aproximó. Entonces se levantó y dibujó una breve e irónica inclinación.
—Cómo estáis, Excelencia —dijo—. Siento haberme retrasado tanto. Sentaos, por favor. — Tal cortesía no era en modo alguno una excusa; ambos lo sabían.
—Gracias, Vuecencia —respondió Unduna átonamente—. Espero dispongáis de tiempo para hablar conmigo con algún detalle. Traigo un asunto de grave importancia.
La ceja derecha de Rusch se alzó, pareciendo en peligro de caer el arcaico monóculo que portaba. Era un hombre corpulento, recio y sólido, de amarillo cabello semejante a espinosa broza en torno al largo cráneo, y recorriéndole una cicatriz la mejilla izquierda. Llevaba el uniforme del Ejército, compuesto de guerrera gris de alto cuello, pantalón de montar y las más relucientes botas del planeta; las insignias del tridente y los soles, correspondientes a un generalísimo, y un sable al costado, cuyo pomo estaba pulido por el mucho roce. Si alguna vez el bárbaro de hierro con el cerebro férreo tuvo un compendio, allá estaba sentado, pensó Unduna.
—Bien, Excelencia —murmuró Rusch, a pesar de que el áspero idioma norrón no se prestaba al murmullo—. Naturalmente que me agradará oírle. Pero después de todo, yo no tengo un cargo en el Ministerio, excepto el de consejero no oficial, y...
—Por favor —dijo Unduna, alzando una mano—. ¿Hemos de mantener aún la fábula? Vos no sólo sois el portavoz de todos los terratenientes guerreros, y los norsamurais representan aún la clase más poderosa en el Doble Reino... sino que tenéis en vuestro puño al Estado Mayor General y, ah, estáis en privanza de la familia real. Creo, pues, que puedo hablaros directamente.
Rusch no sonrió, pero tampoco se molestó, ni negó lo que todo el mundo sabía, que era el jefe de la aristocracia belicosa, amigo de la viuda reina regente y padre adoptivo virtual del hijo de ella, el rey Hjalmar, de ocho años de edad... en una palabra, que él era el dictador. Si prefería conservar un pequeño título y que su nombre no apareciese innecesariamente ante el público, ¿qué diferencia suponía ello?
—Me complacerá el transmitir a las debidas autoridades lo que hayáis de decirme —respondió lentamente—. ¡Pipa! — Era una orden, que dio por resultado el servicio instantáneo de una encendida.
Unduna se sintió espantado. Aquella serie de... informalidades... era como una salvaje bofetada tras otra. Hasta ahora, en los trescientos años de historia de las relaciones entre la Tierra y el Doble Reino, el embajador terrestre había igualado en rango a cualquiera, excepto a Dios y a la familia real.
Ningún planeta humano, cuestión alguna por apartada que estuviera de la corriente principal, ni asunto por extraños caminos que hubiese vagado, dejaba de recordar que la Tierra era la Tierra, la patria del hombre y el corazón de la Civilización. Ningún planeta humano... ¿Habría pues Norstad seguido la senda de Kolresh?
«Biológicamente, no», pensó Unduna, con un escalofrío interior. Ni culturalmente... aún. Pero en él clamaba, a cada insolente movimiento y retorcimiento de las palabras, que Rusch había hecho un trato político.
—¿Bien? — dijo el margrave.
Unduna carraspeó, desesperadamente, y se inclinó hacia adelante.
—Vuecencia —dijo—. Mi embajada no puede por menos de tomar nota de ciertas declaraciones públicas, así como de ciertos preparativos militares y otras importantes cuestiones de conocimiento común...
—Y demás que han debido escarbar vuestros espías — dijo Rusch, arrastrando las palabras.
—¡Señoría! — exclamó Unduna.
—Mi querido embajador —repuso Rusch con una entre sonrisa y mueca—. Fuisteis vos quien sugeristeis una conversación sin tapujos. Ya sé que la Tierra tiene espías aquí. En cualquier caso, resulta imposible ocultar un asunto tan importante como la movilización de dos planetas para la guerra.
Unduna sintió que el sudor le corría por las costillas.
—Vuestro... vuestro Ministerio ha anunciado que sólo es una... medida defensiva —tartajeó— Yo había esperado... francamente, sí, había esperado que vos... vuestro pueblo pudiera unirse a nosotros contra Kolresh.
Se produjo una silenciosa pausa. En exceso silenciosa, pensó Unduna. Las mejillas de Rusch se enrojecieron, su cicatriz se tornó lívida y sus pálidos ojos se mostraron como la cosa más fría que jamás viera Unduna.
Luego, lentamente, el margrave masculló entre dientes:
—Durante cierto número de siglos, Excelencia, nuestro pueblo esperaba que la Tierra pudiese unirse a ellos.
—¿Qué queréis decir? — replicó Unduna, olvidando todas las vacuidades corteses.
Rusch pareció no percatarse de ello levantándose, se dirigió a la ventana.
—Venid —dijo—. Permitid que os muestre algo.
* * *
La ventana era un encaje moderno de claro e invisible plástico, una amplia lámina en la elevada torre infame de la Bruja. Daba a un cielo oscuro, pues el sol estaba bajo y la glacial lobreguez de cuarenta horas de la norteña Norstad estaba arrastrándose hacia medianoche.
Las estrellas brillaban con despiadada agudeza en un vacío semejante al cristal, que parecía contraer la angustia bajo el frío. Ostarik, el planeta compañero, se hallaba hacia el sur, como una luna corcovada de azul acerado; no se movía nunca en aquel firmamento, y los dos mundos se enfrentaban constantemente, destellando los ventosos picos blancos de uno a los perezosos lagos calientes del otro. Hacia el norte, una gran cortina de aurora ondeaba a media distancia en torno al desigual horizonte.
Desde aquella vertiginosa altura, Unduna podía ver poco de la ciudad de Drakenstane; algunas puntiagudas techumbres cimeras y pequeñas ventanas iluminadas con un fulgor, así como faroles encendidos y solitarios sobre heladas calles. No había, de todos modos, mucho que ver allí... nada de grandes ciudades en cualquier planeta, sino sólo las pequeñas villas que habían crecido de caseríos desperdigados, todas ellas arracimadas humildemente en torno a la finca solariega de su señor. Más allá, se tendían campos invernales, trepando por los contrafuertes del valle al duro destello verde de los glaciares. El viento debía estar soplando violentamente allí, y le produjo la impresión de diablos de la nieve en una caza fantasmal a través de la azulada desolación.
Rusch habló con rudeza:
—No es gran cosa de planeta lo que aquí tenemos, ¿no es así? En el extremo lejano de ninguna parte, a mil años luz de vuestra preciosa Tierra, y justamente en medio de una época glacial. ¿Os habéis preguntado alguna vez por qué no instalamos estaciones de control del tiempo y damos a este mundo un clima decente?
—Pues —comenzó Unduna—, naturalmente, las exigencias de...
—De la guerra. —Rusch tendió su mano hacia arriba, dibujando un movimiento circular, como barriendo las constelaciones ajenas. Entre ellas ardía Polaris, a menos de treinta parsecs, inmensa y cruelmente brillante—. Jamás tuvimos una oportunidad. Cada vez que pensamos poder comenzar, se producía una guerra, generalmente con Kolresh, y el trabajo y los materiales habían de ser destinados a ella. En cierta ocasión, hace cosa de dos centurias, logramos establecer estaciones, y hasta comenzó a calentarse algo esto. Pero Kolresh las barrió del mapa... Norstad fue colonizada hace ochocientos años. Durante siete de esos siglos, hemos tenido a Kolresh asiéndonos por el cuello. ¿Os extrañáis que al final nos hayamos cansado?
—Señor, yo... yo puedo simpatizar —dijo torpemente Unduna—. No soy ignorante de vuestra heroica historia. Pero me parece que... después de todo, también la Tierra ha luchado...
—¡A una distancia de mil años luz! —se mofó Rusch—. La guerra olvidada. Un puñado de patrulleros mercenarios con una retribución mezquina, en naves anticuadas y herrumbrosas, para defender puestos avanzados sin importancia contra esporádicos raids kolrestas. ¡Nosotros vivimos en sus fronteras!
—Ciertamente debiera parecer, Vuecencia, que Kolresh es vuestro enemigo natural —dijo Unduna—. Como realmente lo es de toda Civilización, hasta del propio homo sapiens. A lo que no puedo dar crédito es a los... ah... rumores de una alianza...
—¿Y por qué no la estableceríamos? —rezongó Rusch—. Por espacio de setecientos años los hemos mantenidos en jaque, mientras que vuestra preciosa así llamada Civilización engordaba tras un muro de nuestros jóvenes muertos. ¡La tentación de resarcirnos de algunas de nuestras pérdidas ayudando a Kolresh a conquistar la Tierra es muy grande!
—¡No lo decís en verdad! — clamó Unduna como si brotase a borbotones el aire de sus pulmones.
El rostro del otro hombre era como un hueso tallado al responder:
—No saquéis conclusiones. Lo único que yo hago es simplemente señalar que por nuestra parte hay mucho que abona a tal política. Pero si la Tierra está dispuesta a hacer otra política que merezca la pena... ¿comprendéis?, nada va a suceder en un futuro inmediato. Tenéis tiempo para pensar sobre el particular.
—Habría de... comunicar con mi gobierno — musitó Unduna.
—Desde luego —replicó Rusch. Las suelas de sus botas repiquetearon sobre las baldosas al volver de nuevo a su escritorio—. He preparado un memorándum para vos, una especie de protocolo no oficial, marcando los puntos sobre los cuales establecería el gobierno de Su Majestad una base de negociaciones con la Federación Terrestre. ¡Helo lo aquí! —Alzó un abultado mamotreto—. Os sugiero que os toméis unas vacaciones, Excelencia, para volver a la patria, mostrar esto a vuestros superiores, y...
—Ultimátum — dijo Unduna con desmayada voz.
Rusch se encogió de hombros.
—Llamadlo como queráis — dijo con tono tan vacío y remoto como si se hubiese arrancado a sí mismo y también a su pueblo de la civilización.
Al aceptar el grueso legajo, Unduna reparó en el libro que estaba junto a él, y que era el que Rusch había estado leyendo: una edición local de Schakspier, malamente impresa sobre papel cebolla, pero en el idioma anglo original antiguo. Resultaba singular que un dictador bárbaro leyese. Pero Rusch era tanto un erudito historiador como entusiástico competidor de carreras de kayak, jugador meteórico de polo, campeón de ajedrez, montañero... y un redomado truhán.
* * *
Norstad yacía en las garras de un invierno de diez mil años, mientras que Ostarik era un olimpo de mares azules que rompían sobre las arenas de cálidas islas. No obstante, debido a que Ostarik albergaba el virus de una plaga particularmente aviesa, fue un inabordable paraíso en el firmamento hasta cosa de unos doscientos cincuenta años. Entonces, un equipo de investigación de la Tierra se puso a la tarea, halló una vacuna eficaz, y vio una montaña tallada a su semejanza por el pueblo de Norron.
Fue por tales medios —y el peso cabal del ejemplo, la libertad y riqueza y felicidad de su pueblo— que la Civilización centrada en la Tierra había ido propagándose entre colonias aisladas durante centurias. Y ninguna de ellas dejaba de reverenciar a la Tierra Madre, la Tierra Sabia, la Tierra Benigna: nadie sino Kolresh, que hacía tiempo había cesado de ser humano.
El rápido vehículo particular de Rusch lo llevó desde los muros de carámbanos de la fortaleza de Drakenstane a los jardines de rosales de Sorgenlos, en una hora de vibrante recorrido a través del vacío. Pero pasaron otras varias más antes de que él y la reina pudieran zafarse de sus cortesanos para quedar a solas.
Fueron paseándose a través de arriates geométricos de llameantes flores, bajo gorjeos de pájaros y frondosas copas de árboles, mientras que las cúpulas de cobre del pequeño palacio alzaban sus agujas a la estrella vespertina, y el largo ocaso de Ostarik refulgía como el oro en las tranquilas y extensas aguas. La isla era no más que un retiro real, pero recientemente había conocido angustias.
La reina Ingra se detuvo sobre una rosa mutante, de franjas atigradas y un pie de diámetro; arrancó sus pétalos y dijo, próxima al llanto:
—Pero a mí me placía Unduna. No quisiera que nos odiase.
—No es de una mala especie — convino Rusch, quien se mantenía en pie tras la soberana, vestido de uniforme de gala con insignias plateadas, semejante a una formal versión de la muerte.
—Es más que eso, Hans. Es partidario del decoro. Norstad hiela nuestras almas, y Ostarik no las ha deshelado. Pienso que la Tierra podría... — Su voz se arrastró. Era delgada y cetrina, joven aún, y su pueblo provenía de los lluviosos valles del Ecuador de Norstad; raza campesina de maneras más amables que los mineros y pescadores y cazadores del antropoide de pelo rojizo que había criado a Rusch. En su garganta, el áspero idioma norron se suavizaba hasta música redoblante; los de Drakenstane parecían escupir sus palabras con rudas y desapacibles aristas.
—¿La Tierra podría qué? —dijo Rusch, dirigiendo una mirada, entre melancólica y cavilosa, hacia el oeste—. ¿Verter sobre nosotros más pródigos presentes? Siempre hemos estado orgullosos de corresponder a nuestro modo.
—Oh, no —dijo cansinamente Ingra—. Después de todo, podríamos comerciar con ellos, con pieles y minerales y lo demás, caso de que el noventa por ciento de nuestra producción no se hubiese destinado a la defensa. Únicamente pensaba que ellos podrían enseñarnos cómo ser humanos.
—Yo suponía que aún nos hallamos clasificados como homo sapiens — dijo Rusch con seco tono.
—¡Oh, ya sabéis lo que quiero decir! —repuso ella volviendo a él sus ojos violetas que repentinamente fulguraron—. A veces me pregunto si sois humano, margrave Hans von Thoma Rusch. Quiero decir libre, libre de ser algo más que un robot, libre de educar criaturas sabiendo que no tendrán los pulmones en la boca cuando un crucero de Kolresh descorteza una de nuestras naves espaciales. ¿Qué es toda nuestra cultura, Hans? Una capa de brutalizados aparceros y obreros de fábricas... ¡siervos! Y en la cima, una costra de aristócratas que hacen resonar sus talones, no viviendo nada más que para la guerra. Un pequeño arte popular, música popular, leyendas populares llenas de sangre y traiciones. ¿Dónde están nuestras sinfonías, novelas, catedrales, laboratorios de investigación... dónde el pueblo que pueda decir lo que desea y hacer lo que quiere de sus vidas y ser feliz?
* * *
Rusch no respondió durante un momento. La miró sin pestañear bajo su monóculo, hasta que ella bajó su vista y se entrelazó ambas manos, retorciéndolas. Entonces él dijo únicamente:
—Exageráis, señora.
—Tal vez. Pero no deja de ser la verdad fundamental. —La rebeldía aleteaba en su voz—. Es lo que los demás mundos piensan de nosotros.
—Aun si fuese verdadera la concepción democrática... de que las verdades eternas pueden ser descubiertas contando suficientes narices —dijo Rusch—, no podéis derogar por decreto ochocientos años de historia.
—No. Pero se puede obrar en ese sentido —replicó ella—. Creo que estáis en un error despreciando al hombre vulgar, Hans... ¿Cuándo le fue dada una oportunidad en este reino? Podríamos establecer un comienzo ahora, y la Tierra podría enviar consejeros sicotécnicos, y en dos o tres generaciones...
—¿Y qué haría Kolresh mientras nosotros experimentábamos con formas de gobierno? — rió él.
—¡Siempre Kolresh! —Hundiéronse los hombros de ella, gráciles bajo la túnica escarlata—. Kolresh convirtió a cientos de ciudades llenas de esperanza en cráteres radiactivos, y abandonó los huesos roídos de los chiquillos en los caminos. Kolresh mató a mi esposo, así como a una serie de reyes antes de él. Kolresh aventó a vuestra familia en cenizas, Hans, y marcó con una cicatriz vuestro rostro y vuestra alma... — Se apartó de él, con los puños en alto y convulsos, y gritó casi —: ¿Deseáis hacer aún un aliado de Kolresh?
El margrave sacó su pipa y comenzó a cargarla. La azafranada puesta de sol, reflejando el océano en su cara, le confería un aspecto metálico.
—Pues —dijo— hemos estado en paz con ellos por espacio de diez años ya. Casi un record.
—¿No podríamos encontrar aliados? ¿Auténticos? ¡Estoy enferma de no ser más que un figurón! Con la amistad de Ahurmazda, Nueva Marte y Lagrange... podríamos alzar una cruzada contra Kolresh, y barrer hasta el último asqueroso de ellos del universo.
—¡Vaya!, ¿quién es ahora el aristócrata de resonantes talones? — rió entre dientes Rusch.
Encendió su pipa y fue a grandes zancadas hacia la playa. Ella se quedó donde estaba durante un momento, y luego suspiró, siguiéndole.
—¿Creéis que no ha sido ya intentado? —dijo él pacientemente—. Durante años hemos procurado establecer una alianza permanente dirigida contra Kolresh. Las temporales que realizamos, fueron siempre arrumbadas. Nadie nos quiere lo bastante... y puesto que siempre nos ha tocado recibir los golpes más duros, nadie odia lo bastante a Kolresh.
Halló un banco en la orilla, y se sentó, quedando en contemplación de la constante resaca, convertida en oro fundido por el bajo sol y las incandescentes nubes de poniente. Ingra se unió a él.
—No puedo realmente reprochar a los demás que no nos quieran —dijo ella con voz queda—. Somos supermecanizados e infraculturizados, arrogantes, sin tacto, antidemocráticos, testarudos... oh, sí. Pero en su propio interés...
—Ellos no imaginan que también puede sucederles —replicó desdeñosamente Rusch—. Y siempre existen elementos pro Kolresh, tanto aquí como allá. —Alzó su voz una octava—. Oh, mi querido señor, mi querido margrave, ¿qué es lo que estáis diciendo? ¡Cómo, desde luego Kolresh nunca nos atacará a nosotros! ¡Firmaron un tratado de eterna no agresión!
Ingra suspiró, desamparadamente. Rusch le pasó un brazo por los hombres. Durante un rato quedaron ambos en silencio.
* * *
—De todos modos —dijo finalmente el hombre—, Kolresh es demasiado fuerte para una combinación de potencias en esta parte de la galaxia. Nosotros y ellos somos los únicos con una fuerza militar digna de mencionarse. Hasta la Tierra tendría dificultades en derrotarles, y la Tierra, desde luego, también, se echará hacia atrás ante de emprender una guerra mayor. Tiene demasiado que perder; es mucho más cómodo considerar los raids kolresitas como simples actos de piratería, y las escaramuzas como «acción de policía». Lisa y llanamente, no quiere pagar el elevado precio de un ejército y una escuadra aérea capaces de barrer a Kolresh y ocupar los planetas kolreshitas.
—Y así, ha de haber guerra de nuevo — dijo Ingra, mirando a la desolación a través del mar.
—Tal vez no —repuso Rusch—. Quizá una diferente clase de guerra, cuando menos... no más naves negras surgiendo de nuestro firmamento.
Expulsó el humo de su pipa durante un momento, como haciendo acopio de valor, y luego habló de manera rápida e impersonal:
—Escuchad. Nosotros, los norrons, no somos una potencia navegante. No está en nuestra tradición. Nuestra navegación ha sido siempre inadecuada y siempre lo será. Pero podemos formar los más duros soldados de la galaxia conocida, en número ilimitado; podemos convertirlos en máquinas de combate y equiparlos con las armas más letales que pueda manejar ser humano alguno.
»Kolresh, desde luego, es justamente lo opuesto. Nómadas del espacio, pequeña población, capaces de destruir cualquier cosa al alcance de su artillería, pero no de profundizar y mantenerse contra nosotros. Durante setecientos años, nosotros y ellos hemos sido el elefante y la ballena. Ninguno de los dos consiguió ganar nunca una auténtica victoria sobre el otro; la guerra se convirtió en el estado normal de los asuntos, y la paz en un compás de respiro. Debido a la mutación, siempre habrá guerra, mientras viva un solo kolreshita. No podemos matarlos ni pactar con ellos... todo cuanto podemos hacer es desangrarlos para detenerlos.
El viento suspiraba bajo el quedo fragor del mar en la playa. Una bandada de gaviotas cruzó el firmamento, en hilera tenue y negra recortada contra el fulgurante bronce.
—Lo sé —dijo Ingra—. Conozco la historia y sé a dónde os dirigís. Kolresh proporcionará transporte y escolta naval; NorstadOstarik suministrará hombres. Entre ambos, acaso seamos capaces de tomar la Tierra.
—Lo lograremos —dijo Rusch, lisa y llanamente—. La Tierra se ha hecho fondona y ociosa. No puede posiblemente rearmarse lo bastante en unos pocos meses para detener tal liga.
—Y toda la galaxia escupirá sobre nuestro nombre.
—Toda la galaxia estará abierta a la conquista, una vez que la Tierra haya caído.
—¿Cuánto tiempo creéis que subsistiremos, cabalgando en el tigre de Kolresh?
—No me hago ilusiones sobre ellos, querida. Pero tampoco puedo ver ningún medio para quebrar su eterna traba. En una situación fluida, tal como el colapso de la Tierra habrá de producir, podríamos ser capaces de crear unas fuerzas aeronavales tan buenas como las suyas. Nunca nos han dado hasta ahora la oportunidad de construir una, pero quizá...
—¡Quizá no! Dudo mucho que fuese un meteoro el que destruyera la nave de mi esposo, hace cinco años. Pienso que Kolresh sabía de sus esperanzas, y lo asesinaron.
—Es probable — dijo Rusch.
—Y queréis coaligaros con ellos. —Ingra volvió a él un rostro que había quedado sin color—. Yo soy aún la reina. ¡Prohíbo cualquier ulterior consideración al respecto... sobre esa obscena alianza!
Rusch suspiró.
—Temía eso, Majestad. —Por un momento pareció gris y cansado—. Disponéis del veto, desde luego. Mas no creo que el Ministerio quisiera continuar en funciones con una regente que lo empleara contra los mejores intereses de...
Ella se puso en pie, como impulsada por un resorte.
—¡No lo haríais!
—¡Oh, no recibiríais daño alguno! —dijo Rusch con torcida sonrisa—. ¡Ni siquiera seríais depuesta! Estaríais bajo custodia protectora, digamos. Desde luego, Majestad, vuestro hijo habría de ser educado en otra parte, pero si lo desearais...
Ella le dio una bofetada con la palma de la mano, y él no hizo movimiento alguno.
—Yo... no vetaré... —Ingra movió la cabeza, y quedóse de nuevo inmóvil y envarada—. Vuestra nave estará lista para llevaros a vuestra residencia, señor. No creo que hayamos de requerir vuestra presencia de nuevo aquí.
—Como lo deseéis, Majestad — murmuró el dictador del Doble Reino.
* * *
Aunque regresó con una dura palabra a flor de labio, Unduna sintió que renacía cálida en él la alegría, la satisfacción biológica de hallarse de nuevo en el hogar. Sentábase en una terraza, bajo el suave firmamento de la Tierra, teniendo a sus pies la brillante y amada corriente del río Zambezi, y las gráciles torres de la capital llegando tan lejos hasta donde alcanzaba su vista, tendida sobre el verde parque. El pueblo de las limpias y tranquilas calles portaba vaporosas blusas y abigarradas faldillas escocesas... no los pantalones en los hombres y faldas hasta el tobillo para las mujeres, que enfundaban al triste pueblo de Norstad. Y había una conversación educada en el lenguaje amable de los terrestres, música que provenía de una ventana abierta, risas en las verandas y niños jugando en los jardines: libertad, ley y holganza.
El pensamiento de que aquello pudiera ser borrado de la Historia, de que los robots de Norstad y los monstruos de alma de serpiente de Kolresh pudieran patrullar entre torres destruidas que ocultaban a terrestres presa de la inanición, era desgarrador para Unduna.
Alzó su vaso y se reclinó con correcta elegancia ocasional.
—No, señor —dijo—, no se trata de baladronadas inconsistentes.
Ngu Chilongo, presidente del Parlamento de la Federación, pestañeó unos ojos de expresión desdichada. Era un hombre pequeño y grisáceo, y sabio además, pero aquello estaba más allá de todo cuanto había conocido en una larga vida y era lento para captarlo.
—Pero seguramente... —comenzó—, Seguramente ese... ese Rusch no está loco. No puede pensar que sus dos planetas, con una población de quizás un billón, pueda sojuzgar a cuatro billones de terrestres.
—Habría también varios millones de kolreshitas como ayuda —recordó Unduna—. No obstante, ellos manejarían por entero la parte aeronaval... y sus fuerzas son en este terreno considerablemente más fuertes que las nuestras. Las fuerzas de Norron son las que realmente desembarcarían, para librar las batallas aéreas y terrestres. Y aparte de ese mezquino billón, Rusch puede alzar aproximadamente cien millones de soldados.
El vaso de Chilongo se estrelló sobre la terraza.
—¿Qué!?
—Es verdad, señor. —El tercer hombre presente, Mustafá Lefarge, ministro de la Defensa, habló en tono afligido—. Es una cuestión de todo ciudadano apto físicamente, varón y hembra, el pasar a miembro entrenado de las fuerzas armadas. En tiempo de guerra, virtualmente todo el que no se halla en combate real, contribuye directamente a alguna fase del esfuerzo... cesando de existir también virtualmente una economía civil. Se acostumbra a pasar años sin comodidades y con un mínimo estricto de necesidades. — Su voz se tornó sardónica —. Por necesidades, ellos interpretan cosas tales como la comida y la munición... y no, pongamos por caso, el entretenimiento o la actividad cultural, tal como nosotros lo suponemos.
—Cien millones —murmuró Chilongo. Se miró las manos—. ¡Es diez veces nuestra fuerza total!
—Cuyos componentes están mal instruidos, deficientemente equipados y mal mirados por nuestros civiles — señaló Lefarge acerbamente.
—En una palabra, señor —dijo Unduna—. Mientras que podríamos derrotar, o bien a Kolresh o a NorstadOstarik, en una guerra particular —aunque con considerable dificultad—, su coalición puede derrotarnos a nosotros.
Chilongo se estremeció. Unduna sintió cierta compasión por él. Había que tomar a pequeñas dosis el hecho que la civilización aparta de la Tierra, como con una pantalla o biombo protector: el de que en el alma humana se encuentran las abismáticas profundidades del infierno. Y que ninguna ley de la naturaleza preserva al inocente de la malignidad.
—¡Pero no se atreverán! —protestó el presidente—. Nuestros amigos... por doquier...
—Toda la galaxia colonizada por humanos se retorcerá las manos y enviará duras notas de protesta —dijo Lefarge—. Luego se cubrirán con sus mantos las cabezas y se asegurarán de que el gran agresor perverso ha quedado harto.
—Esa nota... de Rusch — Chilongo parecía estar intentando asirse a algo mientras el mundo se abría a sus pies. El sudor brillaba en su atezada y arrugada frente —. Sus términos... ¿seguramente podremos llegar a algún acuerdo?
—Sus términos son imposibles, como lo vio su Señoría por sí mismo cuando los leyó —replicó Unduna llanamente—. Quieren que declaremos la guerra a Kolresh, que aceptemos un mando conjunto bajo la jefatura suprema de Norron, que paguemos la factura, y... ¡No!
—Pero si de todos modos tenemos que combatir —comenzó Chilongo— sería mejor que tuviésemos cuando menos un aliado...
—¿Ha cambiado mucho la Tierra desde que yo me marché? — preguntó Unduna asombrado —. ¿Consentiría nuestro pueblo lealmente en esta... esta extorsión... dejando a esos peludos bárbaros que dictasen nuestra política exterior...? ¡Cómo, lanzarnos a la guerra, hacer nosotros la primera declaración, es inconstitucional! ¡Es incivilizado!
Chilongo pareció encogerse un tanto.
—No —manifestó—. No quise decir eso. Naturalmente, ello es imposible; es mejor ser honradamente derrotado en batalla. Únicamente pensaba que acaso podríamos pactar...
—Podemos intentarlo —dijo Unduna escépticamente—. Pero jamás oí de Hans Rusch cediendo un ápice sin una pistola en su cabeza.
Lefarge encendió un cigarro, aspiró profundamente el humo, y tomó otro sorbo de su vaso.
—Difícilmente me imagino que una alianza con Kolresh complacería a su propio pueblo — musitó.
—¡A duras penas! —asintió Unduna—. Pero la aceptarán si deben hacerlo.
—¿No tenemos oportunidad alguna para... por ejemplo, ahogarlo, asesinarlo...?
—Ni hablar de ello. Me explicaré. Es únicamente un pequeño aristócrata por nacimiento, pero durante la pasada guerra con Kolresh escaló un elevado rango y se ganó un partido personal de jóvenes oficiales fanáticamente leales. Durante los pocos años pasados, desde la muerte del rey, él ha sido el dictador. Ha colocado en los puestos clave a sus hombres. Es duro, capaz e incuestionable. Todos los demás lo admiran o le temen. Hay que concederle el crédito de no ser megalómano —rehuye la publicidad— pero ello simplemente aparta su poder tanto más de la responsabilidad. Puede calibrarse esto señalando que todo el mundo sabe que probablemente se aliará con Kolresh, y que todo el mundo también siente una repugnancia casi física ante la idea... pero que no hay ni una palabra de crítica para el propio Rusch, y cuando él lo ordene embarcarán en las aeronaves kolreshitas para arruinar la Tierra a la que aman.
—Ello podría hacerle casi creer a uno en los antiguos mitos —murmuró Chilongo—. Sobre el diablo encarnado.
—Bien —dijo Unduna—, ya sabéis que esa clase de cosas ha sucedido antes.
—¿Hummm? — hizo Lefarge, levantándose.
Unduna sonrió melancólicamente.
—Ejemplos históricos —dijo—. No son de valor práctico hoy, excepto para procurar el frío consuelo de que no somos los únicos traicionados.
—¿Qué queréis decir? — preguntó Chilongo.
—Pues —respondió Unduna— considerad la astropolítica de la situación. En torno a Polaris y más allá se encuentra el territorio de Kolresh, donde durante largo tiempo aguzaron sus dientes haciendo presa en los atrasados autóctonos. Al final comenzaron a expandirse hacia los planetas más densamente colonizados por humanos. Sucedió que Norstad se hallaba directamente a su paso, por lo que Norstad recibió el primer golpe... y los detuvo.
»Desde entonces ha habido setecientos años de guerra en tablas. Oh, naturalmente, Kolresh flanquea a Norstad de cuando en cuando, se apodera del oeste galáctico de este planeta y hace una incursión al del norte, libra una guerra con uno del sur y establece una alianza con otro del este. Pero nunca ha llegado ello a nada importante. No puede, con Norstad a horcajadas, tender la línea más directa entre el corazón de Kolresh y el de la Civilización. Si Kolresh hiciera un serio esfuerzo para sobrepasar a Norstad, los norrones podrían —y querrían— quebrantarlo todo por un ataque en la retaguardia.
»En una palabra, a pesar del hecho de que el espacio interestelar es tridimensional y enorme, Norstad guarda las fronteras del norte de la Civilización.
Hizo una pausa para tomar otro sorbo. El líquido era fresco y sutil en su lengua, una bendición tras los bebistrajos del mundo exterior.
—Hummmm, nunca pensé sobre el particular de esa manera —manifestó Lefarge—. Suponía que era justamente una querella de bárbaros luchando entre sí por los habituales motivos bárbaros.
—Oh, y así es, me lo imagino también —replicó Unduna—. Pero el resultado es que Norstad actúa como el escudo de la Tierra.
»Si examináis la primitiva historia terrestre —y Rusch, que tiene un notable conocimiento de ella me estimuló a hacerlo— hallaréis que es cosa común. Un estado pequeño y semicivilizado, al exterior de las fronteras, contiene al enemigo, mientras la civilización prospera tras él. Asiría preserva a Mesopotamia, Roma resguarda a Grecia, los señores de los limes galeses mantienen a salvo a Inglaterra, los tártaros transoxanianos aparecen como el escudo de Persia, Prusia bloquea los accesos a la Europa occidental... oh, podría añadir un buen número más de buenos ejemplos. En cada caso, un pueblo un tanto atrasado, situado en una distancia frontera de la civilización, recibe como un yunque los peores martillazos de las razas realmente extranjeras de más allá, de hombres salvajes que no dejarían nada en pie si lograsen llegar a las ciudades protegidas de la sociedad interior.
Hizo una pausa para tomar aliento.
—¿Y así? — preguntó Chilongo.
—Bien... desde luego el sufrimiento no es bueno para el pueblo —respondió Unduna, encogiéndose de hombros—. Tiende a hacerlo más bien sórdido. Los hombres de las fronteras reaccionan a la guerra incesante convirtiéndose en raza de guerreros, en groseros campesinos con un gobierno absoluto de implacables militaristas. Nadie los quiere, ni las naciones más salvajes, ni las urbanas naciones interiores.
»Y al final, se encuentran demasiado aptos para volverse hacia el interior. Su habilidad y vigor militares necesitan un desemboque más prometedor que aquel torvo asunto de estar sacudiéndose siempre un enemigo que reiteradamente vuelve, y que tiene harto menos para el botín que la cultura central.
»Así Asiría saquea Babilonia; Roma conquista Grecia; Percy se alza contra el rey Enrique; Tamerlan derroca a Bayazeto; Prusia penetra en Francia...
—Y NorstadOstarik cae sobre la Tierra — terminó Lafarge.
—Exactamente —dijo Unduna—. No está siquiera sin precedentes para los estados fronterizos el darse las manos con las propias tribus que durante tanto tiempo combatieran. Percy y Owen Glendover, por ejemplo... aunque en este caso imagino que ambas partes fueron considerablemente más atractivas que Hans Rusch o Klerak Belug.
—¿Qué es lo que vamos a hacer? — murmuró Chilongo en dirección al firmamento azul de la Tierra, del cual no habían caído bombas por espacio de mil años.
Luego se agitó, poniéndose en pie:
—Lo siento, caballeros. Esto me ha cogido mas bien por sorpresa, y naturalmente requerirá tiempo el examinar ese protocolo de Norron y evaluar los demás datos. Pero si acontece que estéis en lo cierto —se inclinó cortésmente —, como estoy seguro, entonces yo...
—¿Sí? — dijo Unduna con voz tensa.
—Pues bien... parece que cuando menos disponemos de algunos meses, antes de que suceda algo dramático. Intentaremos ganar más tiempo por negociaciones. Tenemos el complejo industrial más grande del Universo, y cuatro millones de seres que a buen seguro no tienen inculcado el valor. Construiremos nuestras fuerzas armadas, y si esos bárbaros nos atacan los barreremos hasta sus propios cuchitriles y los arrojaremos por la pared de atrás.
—Esperaba que dijeseis eso — respiró aliviado Unduna.
—Y yo espero que dispongamos de tiempo —manifestó Lefarge con el entrecejo fruncido—. Supongo que Rusch no es tonto. No podemos efectuar el rearme sino entre fanfarrias de publicidad. Cuando lo sepa, ¿qué le impedirá cimentar la alianza con Kolresh y atacarnos al punto, antes de que estemos preparados?
—Su mutuo recelo debería servir de ayuda —dijo Unduna—. Volveré allá, desde luego, y haré todo cuanto pueda para crear el trastorno entre ellos.
—Quedóse silencioso durante unos instantes, y luego añadió, como si hablase para sí mismo —. Hasta que terminemos nuestros preparativos, no tenemos más recurso sino esperar...
* * *
La mutación kolreshita era una cosa sutil. No se mostraba en la superficie: físicamente era un pueblo bello, de piel que tendía al blanco y cabello naranja. Al paso de las centurias, miles de espías norronianos se habían infiltrado, volviendo frecuentemente sanos y salvos; lo que hacía tal trabajo insólitamente difícil no eran los azares normales de la personificación, sino una congénita renuncia a practicar el canibalismo y otras cosas peores.
La mutación era un viraje físico, originado probablemente en algún oscuro gene relacionado con el sistema endocrino. Era extraordinariamente difícil de describir..., toda exposición categórica al respecto tenía la habitual cuota de excepciones y calificaciones. Pero, por primera aproximación, se podría denominar xenofobia extrema. Es normal para el Homo sapiens el mostrarse cauteloso con los extraños, hasta que hayan probado su «bona fides»; y era también normal para Homo Kolreschi odiar a todos los extraños, desde la primera ojeada hasta la final destrucción.
Naturalmente, tal instinto producía una tendencia a la reproducción dentro de la misma raza, lo cual hacía descender la fecundidad, pero la sistemática ejecución de los inútiles había mantenido hasta la fecha vigorosa la progenie. El instinto conducía también a una firme regla en la nación; al oasis del antiguo beduino, esencial para la vida pero raramente visto; a un culto del secreto y la crueldad, y a una religión de abominaciones, a una meta última de conquistar el universo accesible y borrar a todas las demás razas.
Desde luego ello no era tan sencillo, ni tan vocinglero. Entre ellos mismos, los kolreshistas hallaban indudablemente un grado de ternura y fidelidad. En sus visitas a planetas neutrales — es decir, a planetas a los cuales no era aún oportuno el defenderlos contra una agresión no provocada de otro, lo cual algunos lo hallaban muy plausible. Hasta sus enemigos se espantaban de su heroísmo.
Sin embargo, eran pocos en la galaxia los que hubiesen llorado, de haber muerto los kolreshistas en una noche lluviosa.
Hans von Thoma Rusch condujo su vehículo al gran lomo de ballenas de la nave espacial de combate, la cual se hallaba a un año luz de su sol, oculta por el frío vacío; le habían transmitido secretamente las coordenadas, al par de una invitación que sonaba más bien como un emplazamiento.
Deslizóse por el túnel de aterrizaje, bajo las torretas de artillería que podían machacar una luna, y dejó que el mecanismo le aspirase bajo las cubiertas. Al penetrar en la elevada y fríamente iluminada cámara de desembarco, una guardia vestida de rojo presentó armas y sonaron gaitas en su honor.
Se adelantó caminando lentamente, con su elevada talla en negro y plata, al encuentro de su contrapartida, Klerag Belug, el supremo Kolresh, quien esperaba rígido en su túnica color sangre. La cabina estaba erizada en torno de policía secreta y armas.
Rusch juntó sus talones que en su choque produjeron una especie de piñoneo.
—Salud. Vuestro Dominio — dijo. Un débil eco acompañó a su voz. Por alguna razón desconocida, aquel pueblo gustaba de los ecos, y siempre construían paredes resonantes.
Belug, un gigante ya de edad, que le sobrepasaba en una cabeza, alzó una poblada ceja.
—¿Estáis solo, Vuecencia? —preguntó en norroniano de acento atroz—. Convinimos en que podíais traer una escolta personal.
Rusch se encogió de hombros.
—Habría necesitado un acorazado personal para estar completamente a salvo —replicó en fluido kolresh—, así que decidí fiar en vuestro salvoconducto. Supongo que os percatáis que cualquier daño que se me haga, significa una inmediata guerra con mi reino.
El ancho rostro parpadeante, de león, ante él, se distendió en una mueca que quería ser una sonrisa.
—Mis representantes no os juzgaron mal —dijo—. Ciertamente, pienso que podemos realizar una tarea. Venid.
El Supremo giró sobre sus talones y comenzó a andar descendiendo una rampa que conducía a las entrañas de la nave. Rusch le siguió, rodeado de guardias y bayonetas, y con gesto maquinal mantuvo su mano posada sobre el pomo del sable... no porque le sirviese de mucho si las cosas llegaban a cierto extremo.
Los acontecimientos se aproximaban a su punió álgido, pensó con fría ponderación de su cerebro. Durante más de un año ya, las negociaciones se habían arrastrado, dificultadas por el requisito del secreto, trabadas por el mutuo recelo. Únicamente restaban dos puntos de desacuerdo, pero la discusión sobre ellos había hallado tantos tropiezos, que los dos gobernantes vieron la necesidad de una entrevista para zanjarlos personalmente. Era Belug quien había hecho la desdeñosa invitación.
Y él, Rusch, había acudido. Aquella noche, los reyes de Norstad llorarían gusanos en sus tumbas.
Belug instaló su humanidad en un asiento.
—¿Fumáis? ¿Bebéis?
—Tengo, gracias. — Rusch sacó su pipa y un frasco de copete.
—Eso es bastante poco diplomático — bramó Belug.
Rusch rió.
—Siempre entendí que Vuestro Dominio no tenía en gran estima a los amaneramientos de la Civilización. Me atrevería a decir que lo que más nos complacería a ambos es terminar nuestro asunto lo más rápidamente posible.
El Supremo castañeteó sus dedos, acudiendo al punto un servidor con vino en un vaso, que el gigante sorbió antes de responder:
—Sí. Sin duda alguna. Por todos los medios hemos de lograr ahora un acuerdo ejecutivo, para que nuestros funcionarios extiendan el tratado formal. Pero parece extraño, señor, que después de todos estos meses de demora os halléis súbitamente tan deseoso de completar la tarea.
—No es nada extraño —respondió Rusch—. La Tierra está rearmándose a un ritmo considerable. Lo ha estado haciendo hace casi un año. Podemos tundirla aún, pero en otros seis meses no seremos ya capaces de hacerlo; ¡dadla factorías automatizadas medio año después de esto, y nos destruirá!
—Ha debido estar claro para Vuecencia, que después de que el embajador de la Tierra..., ¿cuál es su nombre...?, ah, Unduna..., volvió a vuestro planeta el año pasado, estaba haciendo cuanto podía para ganar tiempo.
—Oh, sí —dijo Rusch—. Haciéndome ofrecimientos y luego regateándolos..., urdiendo el trastorno por doquier para distraer nuestra atención... un esfuerzo muy gallardo. Pero no le sirvió. Francamente, Vuestro Dominio, vos sois el único a censurar por los aplazamientos. Por ejemplo, vuestra insistencia en que la Tierra fuese administrada como territorio kolreshita...
—¡Mi querido señor! —explotó Belug—. Fue un punto de discusión. Únicamente un punto a tratar. Cualquier diplomático lo habría comprendido así. Pero vos os tomasteis seis semanas para estudiarlo, ofreciendo luego la ominosa contraproposición de que todo os había de ser revertido, botín y territorio, ambas cosas... ¡De haber estado vos verdaderamente deseoso de cooperar, habríamos establecido las cláusulas en un mes!
—Como gustéis, Vuestro Dominio —replicó Rusch negligentemente—. Todo eso pasó ya. Sólo quedan esas cuestiones de transporte de tropas y prisioneros, zanjadas las cuales quedaremos de completo acuerdo.
Klerag Belug entornó sus ojos y se restregó la mandíbula con una enorme manaza.
—No lo comprendo —dijo—, ni tampoco mis oficiales aeronavales. Disponemos de transportes regulares para vuestros hombres, nada extraordinarios en cuanto a comodidades, bien es verdad, pero infinitamente más convenientes para un viaje tan largo que... que las unidades que insistís en que utilicemos. ¿Es que no lo entendéis? Un transporte es para llevar hombres o cargamento; un aparato de línea es para combatir o convoyar. ¡No mezcléis las funciones!
—Pues yo lo hago, Vuestro Dominio —manifestó Rusch—. Puesto que tantos de mis soldados como sea posible van a viajar en naves de guerra regulares proporcionadas por Kolresh, y va a haber personal de enlace del Doble Reino...
—Pero... —El puño de Belug se apretó en su vaso de vino, como si fuese a triturarlo—. ¿Por qué? — rugió.
—Mis representantes lo han explicado cien veces —dijo con aire cansado Rusch—. En lenguaje liso y llano, porque no fío en vos. En caso de que... oh, digamos que hubiese un desacuerdo cualquiera entre nosotros mientras la Armada está en camino..., pues bien, una aeronave de transporte es reemplazada fácilmente, después de que los aparatos de convoy la han hecho saltar. La fuerza combatiente de Kolresh es una mejor prenda de vuestra conducta. —Aplicó una cerilla a su pipa—. Naturalmente, no podéis llevar toda nuestra fuerza expedicionaria de cincuenta millones de hombres en cada aparato de combate; así como en los de transporte.
Belug meneó su rojiza cabezota.
—No — dijo secamente.
—Vamos —dijo Rusch—. Vuestros espías han estado lo bastante activos en Norstad y Ostarik. ¿Es que habéis hallado alguna razón para dudar de mis intenciones? Teniendo en cuenta que un ejército del tamaño del nuestro no puede ser alertado para una operación dada, sin que una gran parte del pueblo no conozca el hecho...
—Sí, sí —rezongó Belug—. Concedido. —Sonrió con agudo destello de su dentadura—. Pero tengo la sartén por el mango, Excelencia. Puedo esperar indefinidamente para atacar a la Tierra. Vos no podéis.
—¿Eh? — exclamó Rusch mordiendo su pipa.
—En último análisis, hasta los dictadores descansan en el apoyo popular. Mi servicio secreto me informa que estáis perdiendo rápidamente el vuestro. La reina no os ha hablado durante un año, ¿no es así? Y hay muchos norronianos cuya lealtad primera es para la Corona. Cuando se filtre el pensamiento de la guerra con la Tierra, y muchos hombres tengan tiempo de comprender cuan poco les gusta la idea, tiempo para ver a través de vuestra propaganda antiterrestre... se encolerizarán. Se rumorea ya sobre vos en las cervecerías y en los clubs de oficiales, y se cuchichea en las antesalas de los ministerios. Mis agentes lo han oído.
»Sólo restan de probada lealtad hacia vos quienes forman el cuadro personal vuestro de jóvenes oficiales. Y si el descontento crece un poco más, y si la rebelión abierta estalla, vuestros seguidores serán colgados de los faroles.
»Es algo que no podéis ya demorar mucho...
Rusch no replicó durante un largo momento. Incorporóse luego en su asiento, y destellándole el monóculo como una fría claraboya en invierno, restalló:
—Puedo siempre desbaratar ese plan y reanudar el estado normal de los asuntos.
Belug se tornó rojo escarlata.
—¿La guerra con Kolresh de nuevo? Ya os daría bastantes quebraderos de cabeza el reorganizaros...
—No lo creo. Nuestra Academia de Guerra, como cualquier otra, tiene preparados planes militares para cualesquiera previsibles circunstancias. Si no llego a un acuerdo con vos, el Plan número Tal entra en funciones. Y evidentemente será apoyado por el entusiasmo popular... —Clavó en el Supremo unos pálidos ojos de pescado y prosiguió en helado tono—: Después de todo, Vuestro Dominio, prefiriría combatiros. Lo único en lo que gozaría más sería en cazaros con una jauría. Setecientos años han mostrado que ello es imposible. Abrí negociaciones para hacer el trato mejor posible... ya que puesto que no podéis ser conquistados, resulta mejor unirse a vosotros en una carrera de imperialismo mutuamente provechoso.
»Pero si vuestra obstinación impide un acuerdo, puedo declararos la guerra de la manera habitual, no siendo ya peor de lo que era. La elección se halla, pues, en vuestras manos.
Belug tragó saliva, y hasta los componentes de su guardia se desconcertaron un tanto. No se hablaba de aquella manera en la mesa de negociaciones.
Finalmente, y moviendo sólo levemente sus labios, el Supremo dijo:
—Se aprecia vuestra franqueza, Excelencia. Algún día me placería discutir más ampliamente este aspecto. En cuanto al presente, creo... sí, puedo ver vuestro punto de vista... Estoy dispuesto a admitir a algunas de vuestras tropas en nuestras aeronaves de línea. —Y al cabo de un momento, sentado aún como un ídolo de piedra, añadió—: Pero esa cuestión de devolver los prisioneros de guerra... Nunca lo hemos hecho. Propongo que no se vuelva a poner sobre el tapete.
—Yo no me propongo dejar a pobres diablos de norrones pudrirse más en vuestros campos —dijo Rusch—. Estoy bastante bien informado de lo que en ellos sucede. Si hemos de ser aliados, deseo que regresen a su hogar tantos compatriotas como se hallen aún con vida.
—No son muchos los que quedan ya sanos —dijo Belug, deliberadamente.
Rusch lanzó una bocanada de humo, sin responder nada.
—Si he cedido en el primer punto —añadió Belug—, tengo derecho a probar vuestra sinceridad en el otro. Conservaremos nuestros prisioneros.
El rostro de Rusch palideció al extremo. En la estancia se produjo un denso silencio.
—Está bien —dijo al cabo de larga pausa—. Que así sea.
* * *
Sin pronunciar palabra, el comandante Othkar Graaborg condujo a su compañía al interior del negro crucero. Del aeródromo espacial, donde la policía contenía a duras penas a una muchedumbre levantisca, provenía un estrépito de griterío. Era la primera vez en la Historia que el pueblo de Norron había lapidado a sus propios soldados.
Los hombres del comandante pataleaban estólidamente tras él, por la plancha de atraque y a través de los pasillos. Entre los cascos y mochilas y armas, ruidoso tropel de botas y ruidosas corazas, sus caras aparecían perdidas; eran como un ejército sin rostros.
Graaborg seguía a un enseña kolreshita, quien miraba hacia atrás nerviosamente a aquellos enemigos hereditarios, hasta que llegaron al rancho, instalado premiosamente en una bodega, brindando con sus literas una parca comodidad a un millar de hombres.
—Está bien, muchachos —dijo cuando la puerta se hubo cerrado tras su guía—. Instalaos vosotros mismos.
Todos se pusieron a la tarea, abriendo mochilas, extendiendo mantas y buscando, en fin, la mayor comodidad. Inmediatamente después, comenzaron a reunir las ametralladoras pesadas, los morteros y hasta un inyector nuclear.
—¡Eh, vosotros! —La voz de fuerte acento graznó desde un altavoz en la pared—. No pongáis juntas las armas ahí.
Graaborg miró hacia arriba desde una especie de garita en la que se había cobijado.
—Vete a la porra —dijo jovialmente—. ¿Quién eres, de todos modos?
—Oficial ejecutivo. Informaré al capitán.
—Díselo. Mis órdenes son las que de acuerdo con el tratado, en tanto nos hallemos en nuestra parte asignada de la nave, estamos bajo nuestra propia disciplina. Si a tu capitán no le gusta, que venga por acá y hablaremos. — Graaborg recorrió con un pulgar el filo de una bayoneta. Un coro lobuno de sus hombres subrayó la invitación.
Nadie apareció para hacer la prueba. El crucero penetró con sordo ruido en el espacio y siguió su marcha. Durante varios días, el contingente del ejército norroniano permaneció en su antro, más paciente en aquel cuartel hediondo de lo que los kolreshitas pudieran imaginarse pudiera estarlo cualquiera. Sin embargo, ningún astronauta se aventuraba allá; los alimentos eran buscados en la cocina por escuadras de Norran.
Sólo Graaborg vagaba libremente por la nave, siendo contactado por el comandante Von Brecca, de Ostarik, jefe a bordo del enlace aeronaval del Doble Reino; una pequeña pandilla de oficiales y clases se albergaba por doquier. Cuando la necesidad lo requería, conferenciaban con los oficiales kolreshitas sobre problemas rutinarios, pasaban revista a las varias operaciones que habrían de efectuarse al ser alcanzada la Tierra, dentro de un mes..., pero no se mezclaban socialmente. Lo cual convenía a sus huéspedes.
Lo cierto era que los kolreshitas estaban más bien atemorizados de ellos, A un hombre del espacio no le falta valor, pero es un caballero entre guerreros. Su aeronave o bien funciona bien, manteniéndole limpio y confortable, o bien no funciona en absoluto, y entonces muere rápida y despiadadamente.
El soldado de tierra, músculo en barro, cuya arma última es el aguzado acero en desnudas manos, tiene una especie diferente de dureza.
Dos semanas después de la partida, el cronómetro de muñeca de Graaborg señaló cierta hora. Se hallaba instruyendo a sus hombres en equipo de combate, como lo había estado haciendo cada «día» a pesar de los exiguos cuarteles.
—¡A...atención! — La orden pasó a través de capitanes, tenientes y sargentos; la densa masa de hombres quedó en compacto silencio.
El comandante Graaborg se llevó a los labios un pequeño amplificador de bolsillo.
—Está bien, muchachos —dijo como al azar—. Tomad las máscaras de gas, escudos de radiación y todas las armas. Vamos a limpiar esta nave.
Y manejando él mismo una granada, la arrojó contra la pared, derribándola.
Siendo quizá los soldados mejor entrenados del universo, los norronianos marcaron sólo la pausa de un brevísimo segundo. Luego, vitoreando con voces de muerte e infierno, se apelotonaron pisando los talones de su jefe.
Poca resistencia fue hallada hasta hacerse cargo Graaborg del mando de Von Brecca, que era el crucial que podía hacer funcionar y combatir a la aeronave. Los kolreshitas estaban demasiado aturdidos. Luego los nómadas combatían encarnizadamente. Graaborg no obstante tenía la desventaja de no haber podido dar a sus hombres un plan de batalla. Cuarteó sus fuerzas y confió en la inteligencia de los subalternos.
Su fe no resultó desplazada, aunque la aeronave se hallara en malas condiciones para cuando el último kolreshita fue ametrallado.
Graaborg empleó asimismo una bayoneta, con enorme satisfacción.
* * *
M'Katze Unduna entró en el despacho de la Torre de la Bruja.
—¿Me enviasteis llamar, Excelencia? — preguntó. Su voz era tan fría y áspera como la tormenta al exterior.
—Sí. Sentaos, por favor —El margrave Hans von Thoma Rusch parecía cansado—. Tengo algunas noticias que daros.
—¿Qué noticias? Declarasteis la guerra a la Tierra hace dos semanas. Vuestro ejército no puede haberla alcanzado todavía. —Unduna se inclinó sobre el escritorio.— ¿Es que habéis hallado medio de transporte para enviarme a mi patria?
—Noticias un tanto mejores, Excelencia. — Rusch manipuló en un televisor, apareciendo a poco en la pantalla un fondo de repiqueteantes robots y oficiales frenéticamente ocupados.
Luego fue un rostro joven en primer plano, y con más vida en él de la que jamás viera Unduna en aquel adusto planeta.
—¡Estado Mayor Central... informando...! Oh, sí, Excelencia. —E infantilmente añadió, contra las ordenanzas—: ¡Lo atrapamos! La Bhooka acaba de llamar... ¡es nuestra!
—Hummm. Bien —Rusch lanzó una ojeada a Unduna—. La Bhooka es la astronave superacorazada que acompaña a la Fuerza de acción especial número dos... Siga con las noticias.
—Sí, señor. Se halla ya reduciendo a las unidades que no pudimos capturar. El almirante Sorrens calcula que en otra hora controlará por entero a la Fuerza Dos. Acaba de llegar un boletín de la Fuerza Tres. El almirante Gundrup murió en combate, pero el vicealmirante Smitt se ha hecho cargo del mando, e informa que tres cuartas partes de las aeronaves se hallan en nuestras manos. Está demorando el fuego hasta ver lo que sucede a bordo del resto. También...
—Ya está bien —dijo Rusch—. Ya me dará más tarde el informe completo. Recuerde al Estado Mayor que para las siguientes pocas horas, todas las decisiones de mando es mejor sean tomadas por oficiales sobre el terreno. Después de ello, cuando veamos lo conseguido, pueden ser empleadas más amplias tácticas. Caso de que no se produzca una extrema emergencia, pasarán unas cuantas horas antes de que me traslade al Cuartel General.
—Sí, señor. Señor... yo... puedo decir... — El joven norroniano lo mismo podría haberse dirigido a un dios.
—Está bien, muchacho, ya lo has dicho. —Rusch apagó el televisor y miró a Unduma—. ¿Os dais cuenta de lo que está sucediendo?
El embajador se sentó; sus rodillas parecían haberse fundido de golpe.
—¿Qué es lo que habéis hecho? — preguntó con extraña voz.
—Lo que planeé hace unos cuantos años —dijo el margrave.
Abrió un cajón de su escritorio y sacó una botella.
—Vamos, Excelencia —invitó—. Creo que podemos echar un buen trago. Auténtico Scotch terrestre. Lo guardé para este día.
Pero no sentía gloria alguna brincando en él. A menudo sucede así; se obtiene la realización de un sueño, y únicamente se nota lo cansado que uno está.
Unduna dejó que el fuego líquido se deslizara a través de su garganta.
—Lo comprendéis, ¿no es así? —dijo Rusch—. Durante siete siglos combatieron el elefante y la ballena, sin ser capaces de alcanzar las partes vitales. Hice esta alianza contra la Tierra sólo con el fin de que nuestros hombres pusieran pie a bordo de estas aeronaves. Pero una operación de una envergadura tal puede ser fingida. Todo ha de ser auténtico... los acuerdos, los preparativos, la propaganda, todo. Sólo un puñado de oficiales, hombres en quienes se puede confiar hasta el... el infinito. — Su voz se quebró, y Unduna pensó en los prisioneros de guerra sacrificados, en las espantosas bajas en los pasillos de acero de las naves espaciales. Los artilleros de Norron destruyendo a los kolreshitas, y los supervivientes de los destacamentos norronitas... — Sólo poco puede ser dicho, y ello únicamente en el último instante. Por lo demás, yo confiaba en la calidad de nuestras tropas. Son buenos muchachos todos ellos y, por ende, adaptables. Y son especialmente adaptables cuando de pronto se les dice que acometan a hombres a quienes la mayoría odian a muerte.
Tomó un nuevo trago de la botella.
—El precio es no obstante elevado —dijo con voz pastosa—. Nos costará sin duda tantas bajas como diez años de guerra ordinaria. Pero si no hubiese hecho yo esto, fácilmente habría habido otros setecientos años de contienda. ¿O no? ¿Podría no haber habido? Sea como fuere, hemos destruido ya la espina dorsal de la flota kolreshita. Tiene aún buena cantidad de aeronaves, desde luego, y supone todavía una amenaza, pero disminuida... tullida. Espero que la Tierra se dispondrá a unirse a nosotros. Entre ambos, Tierra y NorstadOstarik, se puede acabar con Kolresh en un abrir y cerrar de ojo. Y después de todo, Kolresh os declaró la guerra, tenía todas las intenciones de destruiros. Si no queréis ayudarnos... en tal caso lo terminaríamos por nosotros mismos, ahora que su flota está casi aniquilada. Pero espero que os unáis a nosotros.
—No lo sé — dijo Unduna, quien se sentía aún bamboleándose en un nuevo cosmos. — No somos un... un pueblo duro.
—Debierais serlo —dijo Rusch—. Lo suficientemente duros, de todos modos, para ganaros un voto en lo que va a suceder en torno a Polaris. ¡Importante frontera, Polaris!
—Sí —dijo lentamente Unduna—. Eso es. No creo que provocará vítores en nuestras calles, pero... sí, me parece que hemos de proseguir la guerra, como aliados vuestros, aunque no sea sino para impediros que asesinéis a los kolreshitas. Pueden ser rehabilitados...
—Lo dudo —gruñó Rusch—. Pero eso es un detalle. Pero de ningún modo se les permitirá de nuevo el empleo de armas. —Alzó una ceja, sardónico—. Supongo que también nosotros podemos ser rehabilitados, una vez que enviéis a vuestros grupos de paz y sicotécnicos aquí. No me cabe duda de que os las apañaréis para desmilitarizarnos y convertirnos en buenos y rollizos demócratas. Está bien, Unduna, enviad vuestros misioneros civilizadores. Pero permitidme que dé gracias a los dioses porque mi vida no sea tan larga como para ver completada su labor...
El terrestre asintió, más bien con frialdad. No se podía reprochar a Rusch de traición, insensibilidad y arrogancia —era lo que su historia le había hecho—; pero de todos modos seguía siendo un compañero desagradable para un hombre civilizado.
—Lo comunicaré a mi Gobierno al instante, Excelencia —dijo— y recomendaré una alianza provisional, cuyos términos se estamparán más tarde. Os informaré tan pronto como... ah, ¿dónde os hallaréis?
—¿Cómo podría saberlo? —Rusch se puso en pie. Él viento de la noche ululaba a su espalda—. He de convocar al Ministerio y hacer una declaración pública televisada, y trasladarme al Estado Mayor, y... No. ¡Al diablo con ello! Si me necesitáis dentro de las siguientes pocas horas, estaré en Sorgenlos, en Ostarik. ¡Pero el asunto habrá de ser importante!
FIN