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enero 21, 2010
¿Existió Conan Doyle o existió Sherlock Holmes?
-Por favor, al número 221-B de Baker Street.
El forastero ha tomado un taxi, ha dado la anterior dirección al taxista y se acomoda enel asiento de atrás del vehículo. Habría deseado hacer el viaje en un coche de caballos con pescante trasero y en un Londres envuelto por la niebla. Ya que eso no es posible, al menos quiere satisfacer su deseo de visitar la casa en que vivió el más celebre de los detectives, Sherlock Holmes.
La escena es inventada, Pero se sabe de muchos turistas que, en Londres, quieren conocer la residencia de Sherlock Holmes. Pocos habrá que no sepan quien fue este detective privado, el primero y más famoso de una larga serie de investigadores literarios, como Hércules Poirot, Sam Spade y Philip Marlowe, Ya no es tan seguro que todos recuerden el nombre del creador de este personaje, el escritor escocés Arthur Conan Doyle, que vio la luz del mundo en Edimburgo un 22 de mayo de 1859.
Y es que la figura de Conan Doyle ha sido eclipsada por la fama de la criatura que el se inventó. El propio Doyle debió de intuir esta victoria de Holmes y por dos veces quiso deshacerse de su héroe, antelas protestas de los lectores que le obligaron a resucitarlo.
Conan Doyle se licenció en medicina y empezó a ejercer como médico en Portsmouth. Como los clientes no llegaban, para matar el tiempo comenzó a escribir. Así apareció en 1887 en el Beeton's Christmas Annual su Estudio en escarlata, en el que rápidamente se encaraman a la popularidad Sherlock Holmes y su inevitable compañero el doctor Watson.
Si Edgar Alan Poe fue el padre de la novela policiaca, Conan Doyle creó con Sherlock Holmes un discípulo aventajado de los métodos de deducción con que Poe planteaba y resolvía sus enigmas. La brillante inteligencia de Holmes contrasta con el sentido práctico y hasta un tanto romo de Watson. Para dar más verismo al personaje, Doyle lo adornó con unos rasgos que el cine se encargaría de exagerar: afición al violín, al opio y a la cocaína, cierta petulancia, timidez ante las mujeres.
Doyle escribió también notables novelas históricas al estilo de Walter Scott, entre las que destacan Micah Clarke (1889) y La blanca compañía (1891). Sus obras sobre la guerra bóer le valieron el título de sir. Menos conocidas son sus novelas de anticipación o ciencia-ficción, como El mundo perdido (1912) y El cinturón envenenado (1913). Al final de su vida, Doyle se dedicó al estudio de los fenómenos espiritistas y llegó a publicar una Historia del espiritismo (1926). La muerte le sobrevino en Crowborough en el año 1930.
En homenaje a este singular novelista, un atípico autor de una no menos atípica novela policiaca de nuestros días bautizó como Guillermo de Baskerville al monje detective que logra poner en claro unos espantosos asesinatos cometidos en una abadía medieval del norte de Italia. Estamos hablando del escritor italiano Umberto Eco, de su obra El nombre de la rosa y de una de las aventuras más populares de Sherlock Holmes, la que lleva por título El perro de los Baskerville. En los tres relatos que en este volumen presentamos no interviene Sherlock Holmes. Pero aparecen en toda su intensidad el interés y la intriga que Doyle sabe comunicar a sus historias.
El tren especial desaparecido
La confesión hecha por Herbert de Lemac, que se halla en la actualidad penado con sentencia de muerte en Marsella, ha venido a arrojar luz sobre uno de los crímenes más inexplicables del siglo, sobre un suceso que, según creo, no tiene precedente alguno en los anales del crimen de ningún país. Aunque en los medios oficiales se muestran reacios a tar-tar del asunto, por lo que los informes entregados a la prensa son muy pocos, existen, no obstante, indicaciones de que la confesión de este archicriminal está corroborada por los hechos y de que he mos encontrado, al fin, la solución del más asombroso de los asuntos. Como el suceso ocurrió hace ya ocho años y una crisis política que en aquellos momentos tenía absorta la atención del público vino, hasta cierto punto, a quitarle importancia, convendrá que yo exponga los hechos tal como me ha sido posible conocerlos. Los he examinado comparando los periódicos de Liverpool de aquella fecha, las actas de la investigación realizada acerca de John Slater, maquinista del tren, y los archivos de la compañía de ferrocarril de Londres y la Cosca Occidental, que han sido puestos cortésmente a mi disposición. Resumiéndolos, son como siguen:
El día 3 de junio de 1890, un caballero que dijo llamarse monsieur Louis Caratal pidió una entrevista con mister James Bland, superintendente de la estación central de dicho ferrocarril en Liverpool. Era un hombre de corta estatura, edad mediana y pelo negro, cargado de espaldas hasta el punto de producir la impresión de alguna deformidad del espinazo. Iba acompañado por un amigo, hombre de aspecto fisico impresionante, pero cuyas maneras respetuosas y cuyas atenciones constantes daban a entender que dependía del otro. Este amigo o acompañante, cuyo nombre no se dio a conocer, era sin duda alguna extranjero y probablemente español o sudamericano, a juzgar por lo moreno de su tez. Se observó en él una particularidad. Llevaba en la mano izquierda una carpeta negra de cuero, de las de los correos, y un escribiente observador de las oficinas centrales se fijó en que la llevaba sujeta a la muñeca por medio de una correa. Ninguna importancia se dio en aquel entonces a este hecho, pero los acontecimientos que siguieron demostraron que la tenía. Se hizo pasar a monsieur Caratai hasta el despacho de míster Bland, quedando esperándole fuera su acompañante.
El negocio de monsieur Caratal fue solucionado rápidamente. Aquella tarde había llegado de un país de Centroamérica. Ciertos negocios de máxima importancia exigían su presencia en París sin perder ni un solo momento. Se le había ido el expreso de Londres y necesitaba que se le pusiese un tren especial. El dinero no tenía importancia, porque era un problema de tiempo. Si la Compañía se prestaba a que lo ganase poniéndole un tren, él aceptaba las condiciones de la misma.
Mister Bland tocó el timbre, mandó llamar al director de tráfico, mister Potter Hood, y dejó arreglado el asunto en cinco minutos. El tren saldría tres cuartos de hora más tarde. Se requería tiempo para asegurarse que la línea estaba libre. Se engancharon dos coches, con un furgón detrás para un guarda, a una poderosa locomotora conocida con el nombre de Rochdale, que tenía el número 247 en el registro de la Compañía. El primer vagón sólo tenía por finalidad disminuir las molestias producidas por la oscilación. El segundo, como de costumbre, estaba dividido en cuatro departamentos: un departamento de primera, otro de primera para fumadores, uno de segunda y otro de segunda para fumadores. El primer departamento, el delantero, fue re-servado a los viajeros. Los otros tres quedaron vacíos. El jefe de tren fue James McPherson, que llevaba ya varios años al servicio de la Compañía. El fogonero, William Smith, era nuevo en el oficio.
Al salir del despacho del superintendente, monsieur Caratal fue a reunirse con su acompañante y ambos dieron claras señales de la gran impaciencia que tenían por ponerse en marcha. Pagaron la suma que se les pidió, es decir, cincuenta libras y cinco chelines , a la tarifa correspondiente para los trenes especiales de cinco chelines por milla 2, y a continuación pidieron que se les condujese hasta el vagón, instalándose inmediatamente en el mismo, aunque se les aseguró que transcurriría cerca de una hora hasta que la vía estuviese libre. En el despacho del que acababa de salir monsieur Caratal ocurrió, mientras tanto, una coincidencia extraña.
El hecho de que en un rico centro comercial alguien solicite un tren especial no es cosa extraordinaria; pero que la misma tarde se soliciten dos de esos
1 chelín: Moneda inglesa que valía la vigesima parte de una libra esterlina.
2 milla: Unidad anglosajona de medida que equivale a 1,609 km.
asunto en cinco minutos. El tren saldría tres cuartos de hora más tarde. Se requería tiempo para asegurarse que la línea estaba libre. Se engancharon dos coches, con un furgón detrás para un guarda, a una poderosa locomotora conocida con el nombre de Rochdale, que tenía el número 247 en el registro de la Compañía. El primer vagón sólo tenía por finalidad disminuir las molestias producidas por la oscilación. El segundo, como de costumbre, estaba dividido en cuatro departamentos: un departamento de primera, otro de primera para
fumadores, uno de segunda y otro de segunda para timadores. El primer departamento, el delantero, fue reservado a los viajeros. Los otros tres quedaron vacíos. El jefe de tren fue James McPherson, que llevaba ya varios años al servicio de la Compañía. El fogonero, William Smith, era nuevo en el oficio.
Al salir del despacho del superintendente, monsieur Caratal fue a reunirse con su acompañante y ambos dieron claras señales de la gran impaciencia que tenían por ponerse en marcha. Pagaron la suma que se les pidió, es decir, cincuenta libras y cinco chelines', a la tarifa correspondiente para los trenes especiales de cinco chelines por milla y a continuación pidieron que se les condujese hasta el vagón, instalándose inmediatamente en el mismo, aunque se les aseguró que transcurriría cerca de una hora hasta que la vía estuviese libre. En el despacho del que acababa de salir monsieur Caratal ocurrió, mientras tanto, una coincidencia extraña.
El hecho de que en un rico centro comercial alguien solicite un tren especial no es cosa extraordinaria; pero que la misma tarde se soliciten dos de esos trenes ya era cosa poco corriente. Eso fue, sin embargo, lo que ocurrió; apenas mister Bland hubo despachado el asunto del primer viajero, cuando se presentó en su despacho otro con la misma pretensión. Este segundo viajero se llamaba mister Horace Moore, hombre de aspecto militar y porte caballeresco, que alegó una en-fermedad grave y repentina de su esposa, que se hallaba en Londres, como razón absolutamente imperiosa para no perder un instante en ponerse de viaje. Eran tan patentes su angustia y su preocupación, que mister Bland hizo todo lo posible para complacer sus deseos. No había ni que pensar en un segundo tren especial, porque ya el comprometido perturbaba hasta cierto punto el servicio corriente local. Sin embargo, quedaba la alternativa de que mister Moore cargase con una parte de los gastos del tren de monsieur Caratal e hiciese el viaje en el otro departamento vacío de primera clase, si monsieur Caratal ponía inconvenientes a que lo hiciese en el ocupado por él y por su compañero. No parecía fácil que pusiese objeción alguna a ese arreglo; sin embargo, cuando mister Potter Hood le hizo esta sugerencia, se negó en redondo a tomarla ni siquiera en consi-deración. El tren era suyo, dijo, e insistiría en utilizarlo para uso exclusivo suyo. Cuando míster Horace Moore se enteró de que no podía hacer otra cosa que esperar al tren ordinario que sale de Liverpool a las seis, abandonó la estación muy afligido. El tren en que viajaban el deforme monsieur Caratal y su gigantesco acompañante dio su pitido de salida de la estación de Liverpool a las cuatro y treinta y un minutos exactamente, según el reloj de la estación. La vía estaba en ese momento libre y el tren no había de detenerse hasta Manchester.
Los trenes del ferrocarril de Londres y la Costa Occidental ruedan por líneas pertenecientes a otra Compañía hasta la ciudad de Manchester, a la que el tren especial habría debido llegar antes de las seis. Alas seis y cuarto se produjo entre los funcionarios de Liverpool una gran sorpresa, que llegó incluso a consternación al recibo de un telegrama de Manchester, en el que se anunciaba que no había llegado todavía. Se preguntó a St. Helens, que se encuentra a un tercio de distancia entre ambas ciudades, y contestaron lo siguiente:
«A James Bland, superintendente, Central L. and W C., Liverpool. -El especial pasó por aquí a las 4,52, de acuerdo con su horario. -Dowser, St. Helens.»
Este telegrama se recibió a las 6,40. A las 6,50 se recibió desde Manchester un segundo telegrama.
«Sin noticias del especial anunciado por usted.»
Y diez minutos más tarde un tercer telegrama, todavía mas desconcertante:
«Suponemos alguna equivocación en horario indicado para el especial. El tren corto procedente de St. Helens, que debía seguir al especial, acaba de llegar y no sabe nada de este último. Sírvase telegrafiar. -Manchester.»
El caso estaba asumiendo un aspecto por demás asombroso, aunque el último de los telegramas aportó en ciertos aspectos un alivio a los directores de Liverpool. Parecía difícil que, si al especial le había ocurrido algún accidente, pudiera pasar el tren corto por la misma línea sin haber advertido nada. Pero ¿qué otra alternativa quedaba? ¿Dónde podía encontrarse el tren en cuestión? ¿Lo habían desviado a algún apartadero, por alguna razón desconocida, para permitir el paso del tren más lento? Esa explicación cabía dentro de lo posible, en el caso de que hubiesen tenido que llevar a cabo la reparación de alguna pequeña avería. Se enviaron sendos telegramas a todas las estaciones intermedias entre St. Helens y Manchester, y tanto el superintendente como el director de tráfico permanecieron junto al transmisor, presas de la máxima expectación, en espera de que fuesen llegando las contestaciones que habían de informarles con exactitud de lo que le había ocurrido al tren desaparecido. Las contestaciones fueron llegando en el mismo orden de las preguntas, es decir, en el de las estaciones que venían a continuación de la de St. Helens.
«Especial pasó por aquí a las 5. -Collins Green.»
«Especial pasó por aquí 5,5. -Earlestown.»
«Especial pasó por aquí 5,15. -Newton.»
«Especial pasó por aquí 5,20. -Kenyon-Empalme.»
«Ningún especial pasó por aquí. -Barton Moss.»
Los dos funcionarios se miraron atónitos.
-No me ha ocurrido cosa igual en mis treinta años de servicio -dijo mister Bland.
-Es algo absolutamente sin precedentes e inexplicable, señor. Algo le ha ocurrido al especial entre Kenyon-Empalme y Barton Moss.
-Sin embargo, si la memoria no me falla, no existe apartadero entre ambas estaciones. El especial se ha fugado de los raíles.
-Pero ¿cómo es posible que el tren ordinario de las cuatro cincuenta haya pasado por la misma línea sin verlo?
-No queda otra alternativa, mister Hood. Tiene por fuerza que haber descarrilado. Quizá el tren corto haya observado algo que arroje alguna luz en el problema. Telegrafiaremos a Manchester pidiendo mayores informes, y a Kenyon-Empalme le daremos instrucciones de que salgan inmediatamente a revisar la vía hasta Barton Moss.
La respuesta de Manchester no se hizo esperar:
«Sin noticias del especial desaparecido. Maquinista y jefe del tren corto afirman de manera terminante que ningún descarrilamiento ha ocurrido entre Kenyon-Empalme y Barton Moss. La vía, completamente libre, sin ningún detalle fuera de lo corriente. -Manchester.»
-Habrá que despedir a ese maquinista y a ese jefe de tren -dijo, ceñudo, mister Bland-. Ha ocurrido un descarrilamiento y ni siquiera se han fijado. No cabe duda de que el especial se salió de los raíles sin"estropear la vía, aunque eso es superior a mis entendederas. Pero no tiene mas remedio que haber ocurrido así y ya verá usted cómo no tardamos en recibir telegrama de Kenyon o de Barton Moss anunciándonos que han encontrado al especial en el fondo de un barranco.
Pero la profecía de mister Bland no estaba llamada a cumplirse. Transcurrió media hora y llegó, por fin, el siguiente mensaje enviado por el jefe de estación de Kenyon-Empalme:
«Sin ningún rastro del especial desaparecido. Con seguridad absoluta que pasó por aquí y que no llegó a Barton Moss. Desenganchamos máquina de tren mercancías y yo mismo he recorrido la línea, que está completamente libre, sin señal alguna de que haya ocurrido accidente.»
Mister Bland se tiró de los cabellos, lleno de perplejidad, y exclamó:
-¡Esto raya con la locura, Hood! ¿Es que puede en Inglaterra esfumarse un tren en el aire a plena luz del día? Esto es absurdo. Locomotora, ténder , dos coches, un furgón, cinco personas..., y todo desaparecido en la vía despejada de un ferrocarril. Si no recibimos alguna noticia concreta, iré yo personalmente a recorrer la línea dentro de una hora, en compañía del inspector Collins.
Al fin ocurrió algo concreto, que tomó la forma de otro telegrama procedente de Kenyon-Empalme:
«Lamento informar que cadáver de John Slater, maquinista tren especial, acaba de ser encontrado entre matorral aliagas4 a dos millas y cuarto de este empalme. Cayó de locomotora, rodó barranco abajo y fue a parar entre arbustos. Parece muerte debida a heridas en la cabeza que prodújose al caer. Examinado cuidadosamente terreno alrededores, sin encontrar rastro de tren desaparecido.»
He dicho ya que el país se encontraba en el hervor de una crisis política, contribuyendo todavía más a desviar la atención del público las noticias sobre sucesos importantes y sensacionales que ocurrían en París, donde un escándalo colosal amenazaba con derribar al Gobierno y desacreditar a muchos de los dirigentes de Francia. Esta clase de noticias llenaban las páginas de los periódicos y la extraña desaparición del tren despertó una atención mucho menor que la que se le habría dedicado en momentos de mayor tranquilidad. Además, el suceso presentaba un aspecto grotesco, que contribuyó a quitarle importancia: los periódicos desconfiaban de la realidad de los hechos tal como venían relatados. Más de uno de los diarios londinenses trató el asunto de ingeniosa noticia falsa, hasta que la investigación del juez acerca de la muerte del desdichado maquinista (investigación que no descubrió nada importante) convenció a todos de que era un incidente trágico.
Mister Bland, acompañado del inspector Collins, decano de los detectives al servicio de la Compañía, marchó aquella misma tarde a Kenyon-Empalme. Dedicaron todo el siguiente día a investigaciones que obtuvieron sólo un resultado totalmente negativo. No sólo no existía rastro del tren desaparecido, sino que resultaba imposible formular una hipótesis que pudiera explicar lo ocurrido. Por otro lado, el informe oficial del inspector Collins (que tengo ante mis ojos en el mo-mento de escribir estas líneas) sirvió para demostrar que las posibilidades eran mucho más numerosas de lo que habría podido esperarse. Decía el informe:
«En el trecho de vía comprendido entre estas dos estaciones, la región está llena de fundiciones de hierro y de explotaciones de carbón. Algunas de éstas se hallan en funcionamiento, pero otras han sido abandonadas. No menos de una docena cuentan con líneas de vía estrecha, por las que circulan vagonetas hasta la línea principal. Desde luego, hay que descartarlas. Sin embargo, existen otras siete que disponen, o que han dispuesto, de líneas propias que llegan hasta la principal y enlazan con ésta, lo que les permite transportar los productos desde la bocamina hasta los grandes centros de distribución. Todas esas líneas tienen sólo algunas millas de longitud. De las siete, cuatro pertenecen a explotaciones carboníferas abandonadas o, por lo menos, a pozos de mina que ya no se explotan. Son las de Redgauntlet, Hero, Slough of Despond y Heartsease, mina esta última que era hace diez años una de las más importantes del Lancashire. Es posible también eliminar de nuestra investigación estas cuatro líneas, puesto que sus vías han sido levantadas en el trecho inmediato a la vía principal, para evitar accidentes, de modo que en realidad no tienen ya conexión con ella. Quedan otras tres líneas laterales, que son las que conducen a los siguientes lugares:
»a) A las fundiciones de Carnstock;
»b) A la explotación carbonífera de Big Ben;
»c) A la explotación carbonífera de Perseverance. »La de Big Ben es una vía que no tiene más de un cuarto de milla de trayecto y que muere en un gran depósito de carbón que espera ser retirado de la bocamina. Allí nadie había visto ni oído hablar de ningún tren especial. La línea de las fundiciones de hierro de Carnstock estuvo, durante el día 3 de junio, bloqueada por 16 vagones cargados de hematites . Se trata de una vía única y nada pudo pasar por ella. En cuanto a la línea de la Perseverance, se trata de una doble vía por la que tiene lugar un tráfico importante, debido a que la producción de la mina es muy grande. Ese tráfico se llevó a cabo durante el día 3 de junio como de costumbre; centenares de hombres, entre los que hay que incluir una cuadrilla de peones del ferrocarril, trabajaron a lo largo de las dos millas y cuarto del trayecto de esa línea y es inconcebible que un tren inesperado haya podido pasar por ella sin llamar la atención de todos. Para terminar, se puede hacer constar el detalle de que esta vía ramificada se encuentra más próxima a St. Helens que el lugar en que fue hallado el cadáver del maquinista, por lo que existen toda clase de razones para creer que el tren había dejado atrás ese lugar antes que le ocurriese ningún accidente.
»Por lo que se refiere a John Slater, ninguna pista se puede sacar del aspecto ni de las heridas que presenta su cadáver. Lo único que podemos afirmar, con los datos que poseemos, es que halló la muerte al caer de su máquina, aunque no nos creemos autorizados para emitir una opinión acerca del motivo de su caída ni de lo que le ocurrió a su máquina con posterioridad.»
En conclusión, el inspector presentaba la dimisión de su cargo, pues se encontraba muy irritado por la acusación de incompetencia que se le hacía en los periódicos londinenses.
Transcurrió un mes, durante el cual tanto la policía como la Compañía ferroviaria prosiguieron en sus investigaciones sin el más pequeño éxito. Se ofreció una recompensa y se prometió el perdón en caso de no tratarse de un crimen; pero nadie aspiró a una cosa ni a otra. Los lectores de los periódicos abrían éstos diariamente con la seguridad de que estaría por fin aclarado aquel enigma tan grotesco; pero fueron pasando las semanas y la solución seguía tan lejana como siempre. En la zona más poblada de Inglaterra, en pleno día y en una tarde del mes de junio había desaparecida con sus ocupantes un tren, lo mismo que si algún mago poseedor de una química sutil lo hubiese volatilizado y convertido en gas. Desde luego, entre las distintas hipótesis que aparecieron en los periódicos, hubo algunas que afirmaban en serio la intervención de potencias sobrenaturales o, por lo menos, preternaturales y que el deforme monsieur Caratal era en realidad una persona a la que se conoce mejor con otro nombre menos fino. Otros atribuían el maleficio a su moreno acompañante, aunque nadie era capaz de formular en frases claras de qué recurso se había valido.
Entre las muchas sugerencias publicadas por distintos periódicos o por individuos particulares, hubo una o dos que ofrecían la suficiente posibilidad para atraer la atención de los lectores. Una de ellas, la aparecida en The Times, con la firma de un aficionado a la lógica que por aquel entonces gozaba de cierta fama, abordaba el problema de una manera analítica y semi-científica. Será suficiente dar aquí un extracto; pero los curiosos pueden leer la carta entera en el número correspondiente al día 3 de julio. Venía a decir:
«Uno de los principios elementales del arte de razonar es que, una vez que se haya eliminado lo imposible, la verdad tiene que encerrarse en el residuo, por improbable que parezca. Es cierto que el tren salió de Kenyon-Empalme. Es cierto que no llegó a Barton Moss. Es sumamente improbable, pero cabe dentro de lo posible, que el tren haya sido desviado por una de las siete vías laterales existentes. Es evidentemente imposible que un tren circule por un trecho de vía sin raíles; por consiguiente, podemos reducir los casos improbables a las tres vías en actividad, es decir, la de las fundiciones de hierro Camstock, la de Big Ben y la de Perseverance. ¿Existe alguna sociedad secreta de mineros de carbón, alguna Camorra' inglesa, capaz de destruir el tren y a sus viajeros? Es improbable, pero no imposible. Confieso que soy incapaz de apuntar ninguna otra solución. Yo aconsejaría, desde luego, a la Compañía que concentrase todas sus energías en estudiar esas tres líneas y a los trabajadores del lugar en que éstas terminan. Quizá el examen de las casas de préstamos del distrito sacase a la luz algunos hechos significativos.»
Tal sugerencia despertó considerable interés por proceder de una reconocida autoridad en esa clase de asuntos y levantó también una furiosa oposición de los que la calificaban de libelo absurdo en perjuicio de una categoría de hombres honrados y dignos. La única respuesta que se dio a estas censuras fue un reto a quienes las formulaban para que expusiesen ellos públicamente otra hipótesis mas verosímil. Esto provocó efectivamente otras dos, que aparecieron en los números del Times correspondientes a los días 7 y 9 de julio. Apuntaba la primera de ellas la idea de que quizá el tren hubiese descarrilado y se hubiese hundido en el canal de Lancashire y Staffordshire, que corre paralelo al ferrocarril en un trecho de algunos centenares de yardas . Esta sugerencia quedó desacreditada al publicarse la profundidad que tiene el canal, que no podía, ni mucho menos, ocultar un objeto de semejante volumen. El segundo corresponsal llamaba la atención sobre la cartera que constituía el único equipaje que los viajeros llevaban consigo, apuntando la idea de la posibilidad de que llevasen oculto en su interior algún nuevo explosivo de una fuerza inmensa y pulverizadora. Pero el absurdo evidente de suponer que todo el tren hubiera podido quedar pulverizado y la vía del ferrocarril no hubiese sufrido el menor daño, colocaba semejante hipótesis en el terreno de las burlas. En esa situación sin salida encontrábanse las investigaciones, cuando ocurrió un incidente nuevo y completamente inesperado.
El hecho es, nada más y nada menos, que haber recibido la señora de McPherson una carta de su marido, james McPherson, el mismo que iba de jefe de tren en el especial desaparecido. La carta, con la fecha de 5 de julio de 1890, había sido puesta en el correo de Nueva York y llegó a destino el 14 del mismo mes. Expresáronse dudas acerca de su autenticidad, pero la señora McPherson afirmó terminantemente la de la letra; además, el venir con ella la cantidad de cien dólares en billetes de cinco dólares bastaba para descartar la idea de que no se tratase de una añagaza. El remitente no daba dirección alguna y la carta era como sigue:
«Mi querida esposa: Lo he meditado muchísimo y me resulta insoportable el renunciar a ti. Y también a Elisita. Por más que lucho contra esa idea, no puedo apartarla de mi cabeza. Te envío dinero, que podrás cambiarlo por veinte libras inglesas, que serán suficientes para que tú y Elisita crucéis el Atlántico. Los barcos de Hamburgo que hacen escala en Southampton son muy buenos y más baratos que los de Liverpool. Si vosotras vinieseis y os alojaseis en la Johnston House, yo procuraría avisaros de qué manera podríamos reunirnos, pero de momento me encuentro con grandes dificultades y soy poco feliz, porque me resulta duro renunciar a vosotras dos. Nada más, pues, por el momento, de tu amante esposo,
James McPherson.»
Se calculó durante algún tiempo con mucha seguridad que esta carta conduciría al esclarecimiento total del caso, sobre todo porque se consiguió el dato de que en el buque de pasajeros Vístula, propiedad de la Hamburg y New York, que había zarpado el día 7 de junio, figuraba como pasajero un hombre de gran parecido físico con el jefe de tren desaparecido. La señora McPherson y su hermana, Elisita Dolton, embarcaron para Nueva York según las instrucciones que se les daban y permanecieron alojadas durante tres semanas en la Johnston House, sin recibir noticia alguna del desaparecido. Es probable que ciertos comentarios indiscretos aparecidos en la prensa advirtiesen a éste que la policía las empleaba como cebo. Sea como sea, lo cierto es que nadie les escribió ni se acercó a ellas y que las mujeres acabaron por regresar a Liverpool.
Así quedaron las cosas, sin nueva alteración hasta el año actual de 1898. Por increíble que parezca, durante los últimos ocho años nada ha trascendido que arrojase la más pequeña luz sobre la extraordinaria desaparición del tren especial en el que viajaban monsieur Caratal y su acompañante. Las minuciosas investigaciones que se realizaron acerca de los antecedentes de los dos viajeros pudieron únicamente dejar comprobado el hecho de que monsieur Caratal era muy conocido en América Central como financiero y agente político y que en el transcurso de su viaje a Europa exteriorizó una ansiedad extraordinaria por llegar a París. Su acompañante, que figuraba en el registro de pasajeros con el nombre de Eduardo Gómez, era hombre que tenía una historia de personaje violento, con fama de bravucón y peleador. Sin embargo, existían pruebas de que servía con honradez y abnegación los intereses de monsieur Caratal y de que este último, hombre de cuerpo desmedrado, se servía de él como guardián y protector. Puede agregarse a esto que de París llegaron informes acerca de las finalidades que monsieur Caratal perseguía probablemente en su precipitado viaje.
En el anterior relato están comprendidos todos los hechos que se conocían sobre este caso hasta que los diarios de Marsella publicaron la reciente confesión de Herbert de Lernac, que se encuentra actualmente en la cárcel, condenado con sentencia de muerte por el asesinato de un comerciante de apellido Bonvalot. He aquí la traducción literal del documento:
«No doy a la publicidad esta información por simple orgullo o jactancia; si quisiera darme ese gusto, podría relatar una docena de hazañas mías más o menos espléndidas. Lo hago con objeto de que ciertos caballeros de París se den por enterados de que yo, que puedo dar noticias de la muerte de monsieur Caratal, estoy también en condiciones de decir en beneficio y a petición de quien se llevó a cabo ese hecho, a menos que el indulto que estoy esperando me llegue muy rápidamente. ¡Mediten, señores, antes de que sea demasiado tarde! Ya conocen ustedes a Herbert de Lernac y les consta que es tan presto para la acción como para la palabra. Apresúrense, porque de lo contrario están perdidos.
»No citaré nombres por el momento. ¡Que escándalo si yo los diese a conocer! Me limitaré a exponer con qué habilidad llevé a cabo la hazaña. En aquel entonces fui leal a quienes se sirvieron de mí y no dudo de que también ellos lo serán conmigo ahora. Lo espero y, hasta que no me convenza de que me han traicionado, me reservaré esos nombres, que producirían una conmoción en Europa. Pero cuando llegue ese día... Bien; no digo más.
»Para no andar con rodeos diré que el año 1890 hubo en París un célebre proceso relacionado con un monstruoso escándalo de políticos y financieros. Hasta dónde llegaba la monstruosidad del escándalo únicamente lo supimos ciertos agentes confidenciales como yo. Estaban en juego la honra y la carrera de muchos de los hombres más destacados de Francia. Mis lectores habrán visto sin duda un grupo de nueve bolos en pie, todos muy rígidos y muy firmes. De pronto llega rodando la bola desde lejos, y a éste le doy y a éste también, pop, pop, pop, los nueve bolos ruedan por el suelo. Pues bien: represéntense a algunos de los hombres más destacados de Francia como a estos bolos, que ven llegar desde lejos a este monsieur Caratal, que hacía de bola. Si se le permitía llegar a París, todos ellos -pop, pop, pop- rodarían por el suelo. Se decidió que no llegase.
»No los acuso de tener clara conciencia de lo que iba a ocurrir. Ya he dicho que estaban en juego grandes intereses financieros y políticos. Se formó un sindicato para poner en marcha la empresa. Hubo algunos de los que se suscribieron al sindicato que no llegaron a comprender cuál era su finalidad. Otros sí que tenían una idea clara de la misma y pueden estar seguros de que yo no me he olvidado de sus nombres. Mucho antes de que monsieur Caratal embarcase en América, tuvieron ellos noticia de su viaje y supieron que las pruebas que traía con él equivalían a la ruina de todos ellos. El sindicato disponía de una suma ilimitada de dinero; una suma ilimitada, en toda la extensión de la palabra. Buscaron un agente capaz de manejar con seguridad aquella fuerza gigantesca. El hombre elegido tenía que ser fértil en recursos, decidido y adaptable; es decir, de los que se encuentran uno entre un millón. Se decidieron por Herbert de Lernac y reconozco que acertaron.
»Quedó a mi cargo elegir mis subordinados, manejar sin trabas de ninguna clase la fuerza que proporciona el dinero y asegurarme de que monsieur Caratal no llegase jamás a París. Me puse a la tarea que se me había encomendado con la energía que me es característica antes de que transcurriese una hora de recibir las instrucciones que se me dieron, y las medidas que tomé fueron las mejores que era posible idear para conseguir el objetivo.
»Envié inmediatamente a Sudamérica a un hombre de mi absoluta confianza para que hiciese el viaje a Europa junto con monsieur Caratal. Si ese hombre hubiese llegado a tiempo a su destino, el barco en que este señor navegaba no habría llegado jamás a Liverpool. Por desgracia, había zarpado antes de que mi agente pudiera alcanzarlo. Fleté un pequeño bergantín armado para cortar el paso al buque; pero tampoco me acompañó la suerte. Sin embargo, yo, como todos los grandes organizadores, admitía la-posibilidad del fracaso y preparaba una serie de alternativas con la seguridad de que alguna de ellas tendría éxito. Nadie calcule las dificultades de mi empresa por debajo de lo que realmente eran, ni piense que en este caso era suficiente recurrir a un vulgar asesinato. No sólo era preciso destruir a monsieur Caratal; había que hacer desaparecer también sus documentos y a sus acompañantes, si teníamos razones para creer que había comunicado a éstos sus secretos. Téngase además presente que ellos vivían alerta, sospechando vivamente lo que se les preparaba. Era una empresa digna de mí desde todo punto de vista, porque yo alcanzo la plenitud de mis facultades cuando se trata de empresas ante las cuales otros retrocederían asustados.
»Todo estaba preparado en Liverpool para la recepción que había de hacerse a monsieur Caratal, y mi ansiedad era todavía mayor porque tenía razones para creer que ese hombre había tomado medidas para disponer de una guardia considerable desde el momento en que llegase a Londres. Todo había de hacerse, pues, entre el momento en que él pusiese el pie en el muelle de Liverpool y el de su llegada a la estación terminal en Londres del ferrocarril de Londres y la Costa Occidental. Preparamos seis proyectos, cada uno más complicado que el anterior; de las andanzas del viajero dependería cuál de esos proyectos pondríamos por obra. Lo teníamos todo dispuesto, hiciese lo que hiciese. Lo mismo si viajaba en un tren ordinario, que si tomaba un expreso o contrataba un tren especial, le saldríamos al paso. Todo estaba previsto y a punto.
»Ya se supondrá que me era imposible realizarlo todo personalmente. ¿Que sabía yo de las líneas inglesas de ferrocarriles? Pero con dinero es posible procurarse agentes activos en todo el mundo y encontre muy pronto a uno de los cerebros más agudos de Inglaterra, que se puso a mi servicio. No quiero citar nombres, pero sería injusto que yo me atribuyese todo el merito. Mi aliado ingles era digno de la alianza que establecí con el. Conocía a fondo la línea del ferrocarril en cuestión y tenía bajo su mando a una cuadrilla de trabajadores inteligentes y en los que podía confiar. La idea fue suya y yo sólo tuve que contribuir en algunos detalles. Compramos a varios funcionarios del ferrocarril, siendo James McPherson el mas importante de todos, porque nos cercioramos de que, tratándose de trenes especiales, era casi seguro que actuase de jefe de tren. También Smith, el fogonero, estaba a nuestras órdenes. Se tanteó asimismo a John Slater, maquinista; pero resultó hombre demasiado terco y peligroso, por lo que prescindimos de él. No teníamos una certidumbre absoluta de que monsieur Caratal contratase un tren especial, pero nos pareció muy probable que lo hiciese, porque era cosa de la máxima importancia para él llegar cuanto antes a París. Realizamos, pues, preparativos especiales para hacer frente a esa eventualidad. Esos preparativos estaban a punto hasta en sus menores detalles mucho antes de que el vapor diese vista a las costas de Inglaterra. Quizá divierta al que lea esto saber que uno de mis agentes iba embarcado en la lancha del piloto que guió al vapor hasta el lugar en que tenía que anclar.
»Desde el instante de la llegada de Caratal a Liverpool, supimos que recelaba peligro y estaba sobre aviso. Traía de escolta a un individuo peligroso, de apellido Gómez, que iba bien armado y dispuesto a servirse de sus armas. Este individuo llevaba encima los documentos confidenciales de Caratal y estaba preparado para protegerlos igual que a su amo. Existía, pues, la probabilidad de que Caratal se hubiese confiado a Gómez, y sería perder energías acabar con el primero dejando con vida al segundo. Forzosamente tenía que ser idéntico su final, y nuestros proyectos a ese respecto se vieron favorecidos por la solicitud que hicieron de un tren especial. Está claro que en ese tren especial dos de los tres empleados de la Compañía estaban al servicio nuestro y que la suma que les pagamos por ello iba a permitirles gozar de independencia durante el resto de su vida. Yo no llegaré hasta el punto de afirmar que los ingleses son más honrados que los naturales de cualquier otro país, pero sí afirmo que su precio de venta me ha resultado siempre mas caro.
»He hablado ya de mi agente inglés. Es un hombre a quien espera un gran porvenir, a menos que algún mal de garganta se lo lleve antes de tiempo. A su cargo corrieron todas las medidas que hubo de tomar en Liverpool, mientras que yo me situe en el mesón del Empalme de Kenyon, donde aguardé un despacho cifrado para entrar en acción. Cuando todo estuvo dispuesto para el tren especial, mi agente me telegrafió en el acto, advirtiéndome que debía tenerlo todo preparado inmediatamente. Él, por su parte, solicitó, con el nombre y apellido de Horace Moore, otro tren especial, confiando en que le enviarían en el mismo en que viajaría monsieur Caratal. Su presencia en el tren podría sernos útil en determinadas circunstancias. Si, por ejemplo, nos fallaba nuestro golpe máximo, mi agente cuidaría de matarlos a los dos a tiros y de destruir los documentos; pero Caratal estaba sobre aviso y se negó a que viajase en su tren ninguna otra persona. Entonces mi agente se retiró de la estación, volvió a penetrar en ella por la otra puerta y se metió en el furgón por el lado contrario al del andén. Viajó, pues, con el jefe de tren McPherson.
»Voy a satisfacer el interés del lector poniéndole al corriente de lo que yo tenía tramado. Todo había sido preparado con varios días de antelación, a falta sólo de los últimos retoques. La línea de desviación que habíamos elegido había estado anteriormente conectada con la vía principal; pero esa conexión estaba ya cortada. No teníamos que hacer, para volver a conectarla, sino colocar unos pocos raíles. Éstos habían sido colocados con todo el sigilo posible para no llamar la atención y sólo quedaba completar la unión con la vía principal, disponiendo las agujas tal y como habían estado en otro tiempo. Las traviesas no habían sido quitadas y los raíles, bridas y remaches estaban prepara dos, porque nos habíamos apoderado de ellos en un apartadero que había en el trecho abandonado de la línea. Valiéndome de mi cuadrilla de trabajadores, cortos en número, pero competentes, lo tuvimos todo preparado mucho antes de que llegase el tren especial. Cuando este llegó, se desvió hacia la línea lateral tan suave mente, que los dos viajeros no advirtieron, por lo visto, en modo alguno el traqueteo de los ejes en las agujas.
»Nuestro proyecto era que Smith, el fogonero, cloroformizase a John Slater, el maquinista, a fin de que este desapareciese con los demás. En este punto, y sólo en este punto, fallaron nuestros proyectos, porque dejo de lado la estupidez criminal de McPherson escribiendo a su mujer. Nuestro fogonero se manejó en su papel con tal torpeza, que Slater cayó de la locomotora en sus forcejeos. Aunque la suerte nos acompañó y ese hombre se desnucó al caer, no por eso deja de constituir un borrón en lo que de otro modo habría sido una obra de absoluta maestría, de las que es preciso contemplar con callada admiración. El tecnico en crímenes descubrirá en John Slater la única grieta de todas nuestras admirables combinaciones. Quien como yo lleva obtenidos tantos éxitos, puede permitirse ser sincero y por esa razón señalo con el dedo a John Slater y afirmo que fue el único fallo.
»Pero ya tenemos a nuestro tren especial dentro de la línea de dos kilómetros o, más bien, de una milla de longitud, que conduce, o más bien que solía conducir, a la mina abandonada de Heartsease, que había sido una de las minas de carbón más importantes de Inglaterra. Se me preguntará cómo pudo ocurrir que nadie viese circular el tren por la línea abandonada y contesto que esa línea corre en todo su trayecto por una profunda trinchera. Nadie que no estuviese en el borde de esa trinchera podía verlo. Pero alguien estaba allí. Quien estaba era yo mismo y ahora diré lo que vi.
»Mi ayudante se había quedado junto a las agujas para dirigir la maniobra de desviación del tren. Le acompañaban cuatro hombres armados. Si el tren hubiese descarrilado, cosa que nos pareció probable porque las agujas estaban muy oxidadas, tendríamos todavía medios a que recurrir. Una vez que mi ayudante vio que el tren se había desviado sin dificultad por la línea lateral, dejó a mi cargo la responsabilidad. Yo estaba esperando en un lugar desde el que se distinguía la boca de la mina y estaba armado, lo mismo que mis dos acompañantes. De ahí se verá que yo estaba siempre dispuesto para cualquier contingencia.
»Cuando el tren se hubo metido bastante por la línea lateral, el fogonero Smith amenguó la velocidad de la locomotora y luego volvió a ponerla en la velocidad máxima; pero él, McPherson y mi lugarteniente inglés saltaron a tierra antes de que fuese demasiado tarde. Quizá ese retardamiento del tren fue lo que primero llamó la atención de los viajeros, aunque, para cuando se asomaron a la ventanilla, ya el tren avanzaba de nuevo a toda velocidad. Al pensar en el desconcierto que debieron sentir, no puedo menos de sonreírme. Imagínese el lector cuáles serían sus propias sensaciones si, al sacar la cabeza por la ventanilla del lujoso coche, advirtiese de pronto que el tren corría por una vía oxidada y carcomida, de un color encarnado y amarillento por la falta de uso y por el abandono. ¡Que vuelco les debió dar el corazón cuando se dieron cuenta, con la rapidez del relámpago, de que al final de aquella vía siniestra de ferrocarril no se encontraba Manchester, sino la muerte! Pero ya el tren corría a una velocidad increíble, saltando y balanceándose sobre las vías podridas, en tanto que las ruedas chirriaban de manera espantosa sobre la superficie de los rieles. Pasaron a muy poca distancia de mí y pude ver sus rostros. Caratal rezaba, según me pareció, o al menos tenía colgado de la mano algo parecido a un rosario. El otro bramaba como un toro bravo que ha tomado el husmillo de la sangre del matadero. Nos vio en lo alto del talud y nos hizo señas lo mismo que un loco. En seguida dio un tirón a su muñeca y arrojó por la ventana hacia nosotros su cartera de documentos. Estaba claro lo que quería decirnos. Aquellas eran las pruebas acusadoras y, si les perdonábamos la vida, ellos prometían no hablar jamás. Nos habría causado gran placer el poder hacerlo, pero el negocio es el negocio. Además, el tren estaba ya tan fuera de nuestro control como del suyo.
»Aquel hombre cesó en sus alaridos cuando el tren dobló entre retumbos la curva y se presentó ante ellos, con sus fauces abiertas, la negra boca de la mina. Nosotros habíamos quitado las tablas que la cerraban, dejando desembarazada la entrada. En los tiempos en que la mina trabajaba, los rieles de la vía llegaban hasta muy cerca del montacargas, para mayor comodidad en el manejo del carbón; sólo tuvimos, pues, que agregar dos o tres rieles para que alcanzasen hasta el borde mismo del pozo de mina. En realidad, como la longitud de los carriles no coincidía exactamente, la línea sobresalía unos tres pies de los bordes del pozo. Vimos asomadas a la ventana dos cabezas: la de Caratal debajo y la de Gómez encima; pero tanto el uno como el otro habían quedado mudos ante lo que vieron. Y sin embargo, no podían retirar sus cabezas. Parecía que el espectáculo los había paralizado.
»Yo me había preguntado cómo el tren, a toda velocidad, caería en el pozo hacia el que lo había dirigido, y sentía vivo interés por contemplar el espectáculo. Uno de mis colaboradores opinaba que daría un verdadero salto saliendo por el otro lado, y la verdad es que estuvo a punto de ocurrir eso. Sin embargo, por suerte nuestra, no llegó a salvar todo el hueco y los parachoques de la locomotora golpearon el borde contrario del pozo con un estrépito espantoso. La chimenea de la locomotora voló por los aires. El tender, los coches y el furgón quedaron destrozados y aplastados, formando un revoltijo que, junto con los restos de la máquina, cegó por un instante la boca del pozo. Pero en seguida cedió alguna cosa en el centro del montón y toda la masa de hierros, carbón humeante, aplicaciones de metal, ruedas, obra de madera y tapicería se hundió con estrépito, como una masa informe, dentro de la mina. Escuchamos una sucesión de traqueteos, ruidos y golpes, producidos por el choque de todos aquellos restos contra las paredes del pozo; y al cabo de un rato largo nos llegó un estruendo atronador. El tren había tocado fondo. Debió de estallar la caldera, porque después de aquel estruendo se produjo un estampido seco y subió desde las profundidades, hasta salir al exterior formando torbellinos, una espesa nube de vapor y de humo, que luego cayó sobre nosotros como un chaparrón de lluvia. El vapor se deshilachó luego, formando nubecillas que se fueron esfumando poco a poco bajo los rayos del sol, y volvió a reinar un silencio absoluto dentro de la mina de Heartsease.
»Una vez realizados con tanto éxito nuestros proyectos, sólo nos quedaba ya retirarnos sin dejar rastro. Nuestra pequeña cuadrilla de trabajadores que había quedado en la cabecera de la línea, había levantado ya los raíles y desconectado aquélla, dejándolo todo como había estado antes. No menos activamente trabajábamos nosotros en la mina. Arrojamos la chimenea y otros fragmentos dentro del pozo, cubrimos la boca de éste con las tablas, tal y como estaba siempre, y levantamos los carriles que llegaban hasta el pozo, retirándolos de aquel lugar. Después, sin precipitaciones, pero sin demoras innecesarias, salimos del país. La mayoría marchamos a la capital de Francia, mi colega inglés se dirigió a Manchester y McPherson se embarcó en Southampton, emigrando a Norteamérica. Léanse los periódicos ingleses de aquellas fechas y se verá con qué perfección realizamos nuestro trabajo y de qué manera hicimos perder por completo nuestra pista a sus finos sabuesos.
»Se recordará que Gómez tiró por la ventana su cartera, y no hará falta que diga que yo me apoderé de ella y la entregué a quienes me habían encomendado el trabajo. Quizá interese hoy a esos patronos míos saber que extraje de la cartera un par de documentos sin importancia como recuerdo de la hazaña. No tengo deseos de publicarlos; pero, sin embargo, en este mundo cada cual mira por sí. ¿Qué me queda, pues, por hacer si mis amigos no acuden en mi ayuda cuando yo los necesito? Caballeros, crean ustedes que Herbert de Lernac es tan extraordinario de enemigo como lo fue de amigo suyo y que no es hombre que se deje llevar a la guillotina sin antes hacer que todos y cada uno de ustedes se vean en camino hacia el presidio de Nueva Caledonia.
Dense prisa, en interés de ustedes mismos, monsieur de, general y barón (pongan sus nombres cada uno de ustedes en los espacios en blanco). Les prometo que en la próxima edición no quedará ningún espacio en blanco.
»P. D. Al releer mi exposición observo que he pasado por alto un solo detalle, el que se refiere al desdichado McPherson, que tuvo la estupidez de escribir a su mujer, citándose con ella en Nueva York. Cualquiera se imaginará que, cuando unos intereses como los nuestros estaban en peligro, no podíamos abandonarlos a la casualidad de que un hombre como aquel descubriese o no a una mujer lo que sabía. No podíamos tener confianza en McPherson después de que este faltó a su juramento escribiendo a su mujer. Tomamos por consiguiente las medidas necesarias para que no llegara a entrevistarse con ella. A veces he pensado que sería amable escribirle a esa mujer y darle la seguridad de que no hay impedimento alguno para que contraiga nuevo matrimonio.»
La catacumba nueva
-Escuche, Burger: yo quisiera que usted tuviese confianza en mí -dijo Kennedy.
Los dos célebres estudiosos que se especializaban en las ruinas romanas estaban sentados a solas en la confortable habitación de Kennedy, cuyas ventanas daban al Corso . La noche era fría, y ambos habían acercado sus sillones a la imperfecta estufa italiana que creaba a su alrededor una zona de ahogo, más que de calor. Del lado de fuera bajo las brillantes estrellas de un cielo invernal se extendía la Roma moderna, con su larga doble hilera de farolas eléctricas, los cafés brillantemente iluminados, los coches que pasaban veloces y una apretada muchedumbre desfilando por las aceras. Pero dentro, en el interior de aquella habitación suntuosa del rico y joven arqueólogo inglés, no se veía otra cosa que la Roma antigua. Frisos rajados y gastados por el tiempo colgaban de las paredes, y desde los ángulos asomaban sus cabezas de luchadores y sus rostros duros y crueles los antiguos bustos grises de senadores y guerreros. En la mesa central, entre un revoltijo de inscripciones, fragmentos y adornos, se alzaba la célebre maqueta en que Kennedy había reconstruido las Termas de Caracallaz , obra que tanto interés y admiración despertó al ser expuesta en Berlín. Del techo colgaban ánforas y por la lujosa alfombra turca había desparramadas las más diversas rarezas. Y ni una sola de todas esas cosas carecía de la más inatacable autenticidad, aparte de su insuperable rareza y valor; porque Kennedy, a pesar de que tenía poco más de treinta años, gozaba de celebridad europea en esta rama especial de investigaciones, sin contar con que disponía de esa abundancia de fondos que en ocasiones resulta un obstáculo fatal para las energías del estudioso o que, cuando su inteligencia sigue con absoluta fidelidad el propósito que la guía, le proporciona ventajas enormes en la carrera hacia la fama. El capricho y el placer habían apartado frecuentemente a Kennedy de sus estudios; pero su inteli-gencia era agresiva y capaz de esfuerzos largos y concentrados, que terminaban en vivas reacciones de flojedad sensual. Su hermoso rostro de frente alta y blanca, su nariz agresiva y su boca algo blanda y sensual, constituían un índice justo de aquella transacción a que la energía y la debilidad habían llegado dentro de su persona.
Su acompañante, Julius Burger, era hombre de un tipo muy distinto; llevaba en sus venas una mezcla curiosa de sangre; el padre era alemán y la madre, italiana, y le transmitieron las cualidades de solidez propias del norte, junto con un mayor atractivo y simpatía característicos del sur. Unos ojos azules teutónicos iluminaban su rostro curtido por el sol y moreno, elevándose por encima de ellos una frente cuadrada, maciza, con una orla de tupidos cabellos rubios que la encuadraban. Su mandíbula fuerte y de línea firme estaba completamente rasurada, dando con frecuencia ocasión a que su acompañante comentase lo mucho que hacía recordar a los antiguos bustos romanos que acechaban desde las sombras en los ángulos de su habitación. Bajo su dura energía de alemán percibíase siempre un asomo de sutileza italiana; pero su sonrisa era tan honrada y su mirada tan franca, que todos comprendían que aquella era sólo un índice de su ascendencia, sin proyección real sobre su carácter. Por lo que se refiere a años y celebridad, encontrábase a idéntico nivel que su compañero inglés, pero su vida y su tarea habían sido mucho más dificiles. Llegado doce años antes a Roma como estudiante pobre, vivió desde entonces de pequeñas becas que la Universidad de Bonn le había otorgado para sus estudios. Lentamente, dolorosamente y con tenacidad porfiada y extraordinaria, llevado de una sola idea, había escalado peldaño a peldaño la escalera de la fama, llegando a ser miembro de la Academia de Berlín y teniendo en la actualidad toda clase de razones para esperar verse pronto elevado a la cátedra de la más importante de las universidades alemanas. Ahora bien: lo unilateral de sus actividades, si por un lado le había elevado al mismo nivel que el rico y brillante investigador inglés, había hecho que quedase infinitamente por debajo de éste en todo lo que caía fuera del radio de su trabajo. Burger no dispuso nunca en sus estudios de un paréntesis que le permitiese cultivar la desenvoltura en el trato social. Únicamente cuando hablaba de temas que caían dentro de su especialidad adquiría el rostro de Burger vida y expresión. En los demás momentos permanecía silencioso y embarazado, con excesiva conciencia de sus propias limitaciones en otros temas más generales, y sentía impa-ciencia ante la cháchara sin importancia, que es un refugio convencional para todas aquellas personas que no tienen ninguna idea propia que expresar.
A pesar de todo eso, Kennedy y Burger mantuvieron trato por espacio de algunos años y pareció que ese trato maduraba poco a poco hasta convertirse en una amistad de los dos rivales, de personalidad tan diferente. La base y el arranque de esa situación estaba en que tanto el uno como el otro eran, dentro de su especialidad, los únicos de la generación joven con saber y entusiasmo suficientes para valorarse mutuamente. Su interés y sus actividades comunes los habían puesto en contacto y ambos habían sentido la mutua atracción de su propio saber. Este hecho se había ido luego completando con otros detalles. A Kennedy le divertía la franqueza y la sencillez de su rival, y Burger, en cambio, se había sentido fascinado por la brillantez y la vivacidad que habían convertido a Kennedy en uno de los hombres más populares entre la alta sociedad romana. Digo que le habían convertido, porque, en este preciso momento, el joven inglés estaba algo oscurecido por una nube. Un asunto amoroso, que nunca llegó a saberse con todos sus detalles, pareció descubrir en Kennedy una falta de corazón y una dureza de sentimiento que sorprendieron desagradablemente a muchos de sus amigos.
Ahora bien: dentro de los círculos de estudiosos y de artistas solterones, en los que el inglés prefería moverse, no existía sobre estos asuntos un código de honor muy severo y, aunque más de una cabeza se moviera con expresión de desagrado o más de unos hombros se encogiesen al referirse a la fuga de dos y al regreso de uno solo, el sentimiento general era probablemente de simple curiosidad y quizá de envidia más que de censura.
-Escuche, Burger: yo querría que usted tuviese confianza en mí -dijo Kennedy, mirando con dura expresión el plácido semblante de su compañero.
Al decir estas palabras marcó un vaivén de su mano hacia una alfombra extendida en el suelo. Encima de la alfombra había una canastilla, larga y de poca profundidad, de las que se usan en la Campagna para la fruta y que están hechas de mimbre ligero. Dentro de la canastilla se amontonaba un revoltijo de cosas: baldosines con rótulos, inscripciones rotas, mosaicos agrietados, papiros desgarrados, herrumbrosos adornos de metal, que para el profano producían la sensación de haber sido sacados de un cajón de basura, pero en los que un especialista habría reconocido rápidamente la condición de únicos en su clase.
Aquel montón de objetos variados contenidos en la canastilla de mimbre proporcionaba precisamente uno de los eslabones que faltaban en la cadena del desenvolvimiento social y ya es sabido que los estudiosos sienten vivísimo interés por esa clase de eslabones perdidos. Quien los había traído era el alemán, y el inglés los contemplaba con ojos de hambriento.
Mientras Burger encendía con lentitud un cigarro, Kennedy prosiguió:
-Yo no quiero entretenerme en este hallazgo suyo, pero sí que me agradaría oírle hablar del mismo. Se trata, evidentemente, de un descubrimiento de máxima importancia. Estas inscripciones producirán sensación por toda Europa.
-¡Por cada uno de los objetos que hay aquí se encuentran allí millones! -dijo el alemán-. Abundan tanto, que darían materia para que una docena de sabios dedicasen toda su vida a su estudio, creándose una reputación tan sólida como el castillo de St. Angelo .
Kennedy permaneció meditando, con la frente contraída y los dedos jugueteando en su largo y rubio bigote. Por último dijo:
-¡Burger, usted mismo se ha delatado! Esas palabras suyas sólo pueden referirse a una cosa. Usted ha descubierto una catacumba nueva.
-No he dudado ni por un momento de que usted llegaría a esa conclusión examinando estos objetos.
-Desde luego, parecían apuntar en ese sentido, pero sus últimas observaciones me dieron la certidumbre. No existe lugar, como no sea una catacumba; que pueda contener una reserva de reliquias tan enorme como la que usted describe.
-Así es. La cosa no tiene misterio. En efecto, he descubierto una catacumba nueva. -¿Dónde?
-Ése es mi secreto, querido Kennedy. Basta decir que su situación es tal, que no existe una probabilidad entre un millón de que alguien la descubra. Pertenece a una época distinta de todas las catacumbas conocidas y estuvo reservada a los enterramientos de cristianos de elevada condición; por eso los restos y las reliquias son completamente diferentes de todo lo que se conoce hasta ahora. Si yo no conociese su saber y su energía, no vacilaría, amigo mío, en contárselo todo bajo juramento de guardar secreto. Pero tal como están las cosas, no tengo más remedio que preparar mi propio informe sobre la materia antes de exponerme a una competencia tan extraordinaria.
Kennedy amaba su especialidad con un amor que llegaba casi a la monomanía, con un amor al que se mantenía fiel en medio de todas las distracciones que se le brindan a un joven rico y disoluto. Era ambicioso; pero su ambición resultaba cosa secundaria frente al simple gozo abstracto y al interés en todo aquello que guardaba relación con la vida y la historia antiguas de Roma. Anhelaba ya ver con sus propios ojos este nuevo mundo subterráneo que su compañero había descubierto y dijo con vivacidad:
-Escuche Burger: le aseguro que puede tener en mí la mas absoluta confianza en este asunto. Nada será capaz de inducirme a poner por escrito cosa alguna de cuanto vean mis ojos hasta que usted me autorice a ello de una manera explícita. Comprendo perfectamente su estado de ánimo y me parece muy natural; pero nada puede temer realmente de mí. De otro lado, si usted no me explica el asunto, esté seguro de que realizaré investigaciones sistemáticas acerca del mismo y de que sin el menor género de duda llegaré a descubrirlo. Como es natural, si tal ocurriese y no estando sujeto a compromiso alguno con usted, haría de mi descubrimiento el uso que bien me pareciese.
Burger contemplaba reflexivo y sonriente su cigarro y le contestó:
-Amigo Kennedy, he podido comprobar que, cuando me hacen falta datos sobre algún problema, no siempre se muestra usted dispuesto a proporcionármelos.
-¿Cuándo me ha planteado alguna pregunta a la que yo no haya contestado? Recuerde, por ejemplo, cómo le proporcioné los materiales para su monografia referente al templo de las vestales .
-Bien; pero se trataba de un tema de poca importancia. No estoy seguro de que usted me contestase si yo le hiciese alguna pregunta sobre asuntos íntimos. Esta catacumba nueva es para mí un asunto de la mayor intimidad y a cambio del mismo tengo derecho a esperar que usted me dé una prueba de confianza.
El inglés contestó:
-No veo adónde va usted a parar; pero si lo que quiere dar a entender es que responderá a mis preguntas relativas a la catacumba si yo contesto a cualquier pregunta que usted me haga, puedo asegurarle que así lo haré.
Burger se recostó cómodamente en su sofá y lanzó al aire un árbol azul del humo de su cigarro. Luego dijo:
-Pues bien: dígame todo lo que hubo en sus relaciones con miss Mary Saunderson.
Kennedy se puso en pie de un salto y clavó una mirada de irritación en su impasible acompañante. Luego exclamó:
-¿Adónde diablos va usted a parar? ¿Qué clase de pregunta es ésa? Si usted ha pretendido hacer una broma, de verdad que jamás se le ha ocurrido otra peor.
-Pues no; no lo dije por bromear -contestó Burger con inocencia-. La verdad es que tengo interés por conocer el asunto en detalle. Yo estoy en la mas absoluta ignorancia en todo cuanto se refiere al mundo y a las mujeres, a la vida social y a todas esas cosas, y por eso un episodio de esa clase ejerce sobre mí la fascinación de lo desconocido. Le conozco a usted, la conocía de vista a ella, llegué incluso en una o dos ocasiones a conversar con esa señorita. Pues bien: me agradaría muchísimo oír de sus propios labios y con toda exactitud cuanto ocurrió entre ustedes.
-No le diré una sola palabra.
-Perfectamente. Fue sólo un capricho mío para ver si era usted capaz de descubrir un secreto con la misma facilidad que esperaba que yo le descubriese el de la catacumba nueva. Yo no esperaba que usted revelase el suyo, y no debe esperar que yo revele el mío. Bueno; el reloj de San Juan está dando las diez. Es ya hora de que me retire a mi casa.
-No, Burger. Espere un poco -exclamó Kennedy-. Es verdaderamente un capricho ridículo suyo el querer saber detalles de un lío amoroso que acabó hace ya meses. Ya sabe que al hombre que besa a una mujer y lo cuenta le consideramos como el mayor de los cobardes y de los villanos.
-Desde luego -dijo el alemán, recogiendo su canastilla de antigüedades-, y lo es cuando habla de alguna muchacha de la que nadie sabía nada. Pero bien sabe usted que el caso de que hablamos fue la comidilla de Roma y que, con hablar acerca del mismo, no perjudica usted en nada a miss Mary Saunderson. De todos modos, yo respeto sus escrúpulos. Buenas noches.
-Espere un momento, Burger -dijo Kennedy apoyando su mano en el brazo del otro-. Tengo un interés vivísimo en el asunto de esa catacumba y no renuncio así como así. ¿Por qué no me pregunta sobre alguna otra cosa? Sobre algo que no resulte tan fuera de lugar.
-No, no. Usted se ha negado y no hay más que hablar -contestó Burger con la canastilla bajo el brazo-. Tiene usted mucha razón en no contestar y yo también la tengo. Buenas noches, pues, otra vez, amigo Kennedy.
El inglés vio cómo Burger cruzaba la habitación: pero hasta que el alemán no tuvo la mano en el picaporte no le gritó, con el acento de quien se decide de pronto a sacar el mejor partido de algo que no puede evitar.
-No siga adelante, querido amigo. Creo que eso que hace es una ridiculez; pero, puesto que es usted así, veo que no tendré más remedio que pasar por su exigencia. Me repugna hablar acerca de ninguna muchacha; pero, como usted dice bien, el asunto ha corrido por toda Roma y no creo que usted encuentre novedad en nada de cuanto yo pueda contarle. ¿Qué es lo que queria saber?
El alemán volvió a aproximarse a la estufa y, dejando en el suelo la canastilla, se arrellanó nuevamente en su sofá, diciendo:
-¿Puedo servirme otro cigarro? ¡Muchas gracias! Nunca fumo mientras me dedico al trabajo; pero saboreo mucho más una charla si saboreo al mismo tiempo un cigarro. A propósito de esa señorita con la que tuvo su pequeña aventura, ¿qué diablos ha sido de ella?
-Está en Inglaterra, con su familia.
-¡Vaya! ¿De modo que en Inglaterra y con su familia?
-Sí.
-¿En qué parte de Inglaterra? ¿En Londres, tal vez?
-No. En Twickenham.
-Mi querido Kennedy, tendrá que saber disculpar mi curiosidad y atribúyala a mi ignorancia del mundo. Desde luego que resulta asunto sencillo convencer a una señorita joven de que se fugue con uno durante tres semanas y entregarla luego a sus familiares de..., ¿cómo dijo que se llama la población?
-Twickenham.
-Esto es, Twickenham. Pero es algo que se sale tan por completo de todo lo que yo he hecho, que no consigo imaginarme siquiera cómo se las arregló usted. Por ejemplo, si usted hubiese estado enamorado de esa joven, es imposible que ese amor desapareciese en tres semanas, de modo que me imagino que nunca la amó. Pero si no la amaba, ¿para qué levantó usted semejante escandalera, que ha redundado en daño de usted y que ha arruinado la vida de ella?
Kennedy contempló malhumorado el rojo de la estufa y dijo:
-Desde luego que hay lógica en esa manera de encarar el problema. La palabra amor es de mucho bulto y corresponde a muchísimos matices distintos del sentimiento. La muchacha me gustó. Ya sabe lo encantadora que podía parecer, puesto que la conoció y habló. La verdad es que, volviendo la vista hacia el pasado, estoy dispuesto a reconocer que nunca sentí por ella un verdadero amor.
-Pues entonces, mi querido Kennedy, ¿por qué lo hizo?
-Por lo mucho que la cosa tenía de aventura.
-iCómo! ¿Tanta afición tiene usted a la aventura?
-¿Qué es lo que quita monotonía a la vida sino ella? Si empece a galantearla fue por puro afán de aventura. Hubo tiempos en que perseguí mucha caza mayor, pero le aseguro que no hay caza como la de una mujer bella. En este caso había también la pimienta de la dificultad, porque, como era la acompañante de lady Emily Rood, resultaba casi imposible entrevistarse con ella a solas. Y para colmo de obstáculos que daban atractivo a la empresa, ella misma me dijo a las primeras de cambio que estaba comprometida.
-Mein Gott ¿Con quien? -No dio el nombre.
-Yo no creo que nadie este enterado de ese detalle. ¿De modo que fue eso lo que dio mayor fascinación a la aventura?
-Le vuelvo a decir que yo estoy en ayunas en esos asuntos.
-Mi querido camarada, usted puede recordar por lo menos que la manzana que hurtó del huerto de su convecino le pareció siempre más apetitosa que la del suyo propio. Y después de eso, me encontré con que ella me quiso.
-¿Así? ¿De sopetón?
-¡Oh, no! Me llevó por lo menos tres meses de labor de zapa y ataque. Pero la conquisté por fin. La muchacha comprendió que el estado de separación judicial en que me encuentro con respecto a mi esposa me imposibilitaba para entrar con ella por el camino legal. Pero se fugó conmigo, a pesar de todo, y mientras duró la aventura lo pasamos estupendamente.
-Pero ¿y el otro?
Kennedy se encogió de hombros y contestó:
-Yo creo que es un caso de supervivencia de los mejores. Si él hubiese sido el mejor de los dos, ella no le habría abandonado. Pero basta ya del tema, porque ha llegado a hastiarme.
-Sólo otra pregunta: ¿cómo fue el desembarazarse de ella a las tres semanas?
-En ese tiempo, como usted comprenderá, ya había bajado un poco nuestra temperatura. Ella se negó a regresar a Roma por ningún concepto, no queriendo reanudar el trato con quienes la conocían. Pues bien: Roma es una cosa indispensable para mí y ya me dominaba la nostalgia de volver a mis tareas. Como verá, existía una razón poderosa para separarnos. Aparte de eso, y cuando estábamos en Londres, su anciano padre se presentó en el hotel y tuvimos una escena desagradable. Total, que la aventura tomó el peor cariz y yo me alegré de darla por terminada, aunque al principio eché terriblemente de menos a la muchacha. Bien; ya está.
Cuento con que usted no repetirá ni una palabra de lo que acabo de contarle.
-Ni por soñación se me ocurriría tal cosa, Kennedy. Pero todo eso me ha interesado mucho, porque me proporciona una visión de las cosas completamente distinta de la que yo acostumbro, debido a que conozco poco la vida. Y después de eso, querrá que yo le hable de mi catacumba nueva. No merece la pena que yo trate de describírsela, porque con mis datos verbales jamás llegaría usted a dar con ella. Lo único que viene al caso es que le lleve a ella.
-Sería algo magnífico.
-¿Cuándo le gustaría ir?
-Cuanto antes, mejor. Me muero por visitarla.
-Pues bien: hace una noche espléndida, aunque un poquitín fría. Podemos emprender la excursión dentro de una hora. Es preciso que adoptemos toda clase de precauciones para que el descubrimiento no trascienda fuera de nosotros dos. Si alguien nos viese salir en pareja a explorar, sospecharía que algo está en marcha.
-Desde luego -contestó Kennedy-. Toda precaución es poca. ¿Queda lejos?
-A unas millas de aquí.
-¿No será mucha distancia para hacerla a pie?
-Al contrario; podemos ir sin dificultad, paseando.
-Entonces, eso es lo mejor. Si un cochero nos dejase en plena noche en algún sitio solitario, le entrarían recelos.
-Así es. Creo que lo mejor que podemos hacer es quedar citados para las doce de la noche en la Puerta de la Vía Appia . Yo necesito regresar a mi domicilio para proveerme de cerillas, velas y todo lo demás.
-¡Magnífico, Burger! Es usted verdaderamente amable en acceder a revelarme este secreto y le prometo no escribir nada acerca del mismo hasta después que usted haya publicado su Memoria. ¡Hasta luego, pues! A las doce me encontrará en la Puerta.
Cuando Burger, embozado en un capote de estilo italiano y con una linterna colgando de su mano derecha, llegó al lugar de la cita, vibraban por la fria y clara atmósfera de la noche las notas musicales de las campanas de aquella ciudad de los mil relojes. Kennedy salió de la oscuridad y se le acercó. El alemán le dijo riendo:
-Es usted tan apasionado para el trabajo como para el amor.
-Tiene razón, porque llevo esperándole casi media hora.
-Espero que no habrá dejado ninguna clave que permita a otros suponer a qué lugar nos dirigimos.
-No soy tan estúpido como para eso. Diablos, el frío se me ha metido hasta los huesos. Vamos andando, Burger, y entremos en calor con una rápida caminata.
Las pisadas de ambos resonaban ágiles sobre el tosco pavimento de piedra de la vía lamentable , único resto que queda de la calzada más célebre del mundo. No tuvieron otros encuentros que el de un par de campesinos que marchaban de la taberna a su casa y algunos carros de labradores que llevaban sus productos al mercado de Roma. Avanzaron, pues, con rapidez por entre las tumbas colosales que asomaban de entre la oscuridad a uno y otro lado. Cuando llegaron a las catacumbas de San Calixto y vieron alzarse frente a ellos, sobre el telón de fondo de la luna naciente, el gran bastión circular de Cecilia Metella se detuvo Burger, llevándose la mano a un costado.
-Sus piernas son más largas que las mías y está más acostumbrado a caminar -dijo riéndose-. Me parece que el sitio en que tenemos que desviamos queda por aquí. Sí, en efecto, hay que doblar la esquina de esa trattoria . El sendero que sigue es muy estrecho, de manera que quizá sea preferible que yo marche delante.
Había encendido la linterna. Alumbrados por su luz, pudieron seguir por una senda angosta y tortuosa que serpenteaba por las tierras pantanosas de la Campagna. El enorme Acueducto de Roma se alargaba igual que un gusano monstruoso por el panorama vestido de claror de luna, y el camino pasaba por debajo de uno de los enormes arcos, dejando a un lado la circunferencia de ladrillos del muro en ruinas de un viejo anfiteatro. Burger se detuvo, al fin, junto a un solitario establo de madera y sacó de su bolsillo una llave. Kennedy, al verlo, exclamó:
-¡No es posible que su catacumba esté dentro de una casa!
-La entrada a la misma sí que lo está. Eso es precisamente lo que evita el peligro de que nadie la descubra.
-¿Está enterado el propietario?
-Ni mucho menos. Él fue quien hizo un par de hallazgos, por lo que yo deduje, casi con seguridad, que la casa estaba construida sobre la entrada de una catacumba. En vista de eso, se la alquilé y realicé yo mismo las excavaciones. Entre usted y cierre luego la puerta.
Era una construcción larga y vacía, con los pesebres de las vacas a lo largo de una de las paredes. Burger depositó la linterna en el suelo y la tapó con su gabán, salvo en una sola dirección, diciendo:
-Podría llamar la atención, si alguien viese luz en un lugar abandonado como es éste. Ayúdeme a levantar esta plataforma de tablas.
Entre el suelo y las tablas había, en el ángulo, algo de holgura, y los dos científicos fueron levantándolas una a una y colocándolas en pie, apoyadas contra la pared.
Veíase en el fondo una abertura cuadrada y una escalera antigua de piedra, por la que se descendía a las profundidades de la caverna.
-¿Tenga cuidado! -gritó Burger al ver que Kennedy, aguijoneado por la impaciencia, se lanzaba escalera abajo-. Es una verdadera madriguera de conejos y quien se extravíe en su interior tiene cien probabilidades contra una de quedarse dentro. Espere a que yo traiga la luz.
-Si tan complicada es, ¿cómo se las arregla para orientarse?
-Pasé al principio verdaderos momentos de angustia, pero poco a poco he aprendido a ir y venir con seguridad. Las galerías están construidas con cierto sistema, pero una persona desorientada y sin luz no sabría salir. Aun ahora llevo mis prevenciones hasta el punto de que, cuando me adentro mucho, voy soltando un rollo de cable fino. Usted mismo puede ver desde donde está que la cosa es complicada. Pues bien: cada uno de esos pasillos se divide y subdivide en una docena más antes de que avancemos cien yardas
Habían bajado unos veinte pies desde el nivel de los establos y se encontraban dentro de una cámara cuadrada, excavada en la blanda toba La linterna proyectaba sobre las agrietadas paredes una luz oscilante, intensa en el suelo y débil en lo alto. De este centro común irradiaban negras bocas en todas las direcciones. Burger dijo:
-Sígame de cerca, amigo mío. No se entretenga mirando nada de lo que se ofrece en nuestro camino, porque en el sitio al que le conduzco encontrará todo lo que por aquí pueda ver y otras muchas cosas. Ahorraremos tiempo marchando hasta allí directamente.
Avanzó Burger resueltamente por uno de los pasillos y, detrás de él, Kennedy, pisándole los talones. De trecho en trecho, el pasillo se bifurcaba; pero era evidente que Burger seguía algún sistema propio suyo de señales secretas, porque nunca se detenía ni vacilaba. Por todas partes, a lo largo de las paredes, cristianos de la antigua Roma yacían en huecos que recordaban las literas de un buque de emigrantes. La amarilla luz se proyectaba vacilante sobre los arrugados rasgos faciales de las momias, resbalaba sobre las redondeces de los cráneos y de las canillas, largas y blancas, de los brazos cruzados sobre los descarnados pechos. Kennedy miraba con ojos ansiosos, sin dejar de avanzar, las inscripciones, los vasos funerarios, las pinturas, las ropas, los utensilios, que seguían en el mismo sitio en que los colocaron manos piadosas muchos siglos antes. Com-prendió con toda claridad, sólo con aquellas ojeadas que lanzaba al pasar, que aquella catacumba era la más antigua y la mejor y que encerraba una cantidad de restos romanos superior a todo lo que hasta entonces se había podido ofrecer en un mismo lugar a la observación de los investigadores.
-¿Qué ocurriría si se apagase la luz? -preguntó, mientras avanzaba apresuradamente.
-Tengo de reserva en el bolsillo una vela y una caja de cerillas. A propósito, Kennedy, ¿tiene usted cerillas?
-No; sería bueno que usted me diese algunas.
-¡Bah!, no es necesario, porque no hay posibilidad alguna de que nos separemos el uno del otro.
-¿Vamos a penetrar muy adentro? Creo que llevamos ya avanzado por lo menos un cuarto de milla.
-Yo creo que más. La verdad es que el espacio que ocupan las tumbas no tiene límites o, por lo menos, yo no encontré todavía el final. Este sitio en que ahora entramos es muy complicado, de modo que voy a emplear nuestro rollo de cuerda fina.
Ató una extremidad de la cuerda a una piedra saliente y metió el rollo en el bolsillo de la chaqueta, dando cuerda a medida que avanzaba. Kennedy comprendió que la precaución no estaba de más, porque los pasillos eran cada vez más complicados y tortuosos, formando una perfecta red de galerías que se cortaban entre sí. Desembocaron, por fin, en un amplio salón circular en el que se veía un pedestal cuadrado de toba, recubierto en la parte superior con una losa de mármol. Burger hizo balancear su linterna sobre la superficie de mármol y Kennedy exclamó como en un éxtasis:
-¡Por Júpiter! Este es un altar cristiano; probablemente el más antiguo de cuantos existen. He aquí, grabada en un ángulo, la crucecita de la consagración. Este salón circular sirvió sin duda de iglesia.
-¡Exactamente! -dijo Burger-. Si yo dispusiese de más tiempo, me gustaría enseñarle todos los cuerpos enterrados en los nichos de estas paredes, porque son los de los primeros papas y obispos de la Iglesia y fueron enterrados con sus mitras, báculos y demás insignias canónicas. ¡Acérquese a mirar ese que hay allí!
Kennedy cruzó el salón y se quedó contemplando la fantasmal cabeza, que quedaba muy holgada dentro de la mitra hecha jirones y comida de la polilla.
-Esto es interesantísimo -exclamó y pareció como que su voz resonaba con fuerza en la concavidad de la bóveda-. Hasta donde a mí se me alcanza es algo único. Acérquese con la linterna, Burger, porque quiero examinar todos estos nichos.
Pero el alemán se había alejado hasta el lado contrario de aquel salón y estaba en pie en el centro de un círculo de luz.
-¿Sabe usted la cantidad de vueltas y revueltas equivocadas que hay desde aquí hasta las escaleras? -preguntó-. Son más de dos mil. Sin duda, los cristianos recurrieron a ese sistema como medio de protección. Hay dos mil probabilidades contra una de que, incluso disponiendo de una luz, consiga una persona salir de aquí… pero si tuviese que hacerlo moviéndose entre tinieblas, le resultaría muchísimo más difícil.
-Así lo creo también.
-Además, estas tinieblas son cosa de espanto. En una ocasión quise hacer un experimento para comprobarlo. Vamos a repetirlo ahora.
Burger se inclinó hacia la linterna y un instante después Kennedy sintió como que una mano invisible le oprimía con gran fuerza los dos ojos. Hasta entonces no había sabido lo que era oscuridad. Ésta de ahora parecía aplastarlo. Era un obstáculo sólido cuyo contacto evitaba el cuerpo no queriendo avanzar. Kennedy alargó las manos como para empujar lejos de él las tinie-blas y dijo:
-Basta ya, Burger. Encienda otra vez la luz.
Pero su compañero rompió a reír y, dentro de aquella sala circular, la risa parecía proceder de todas partes al mismo tiempo. El alemán dijo después:
-Amigo Kennedy, parece que se siente usted desasosegado.
-¡Venga ya, hombre, encienda la luz! -exclamó Kennedy con impaciencia.
-Es una cosa extraña, Kennedy, pero yo sería incapaz de decir en qué dirección se encuentra usted guiándome por la voz. ¿Podría usted decir dónde me encuentro yo?
-No, porque parece estar en todas partes.
-Si no fuese por esta cuerdecita que tengo en mi mano, yo no tendría la menor idea del camino que debo seguir.
-Me lo supongo. Encienda una luz, hombre, y dejémonos ya de tonterías.
-Pues bien, Kennedy; tengo entendido que hay dos cosas a las que es usted muy aficionado. Una de esas cosas es la aventura y la otra, el que tenga obstáculos que vencer. En este caso, la aventura ha de consistir en que usted se las arregle para salir de esta catacumba. El obstáculo consistirá en las tinieblas y en los dos mil ángulos equivocados que hacen difícil esa empresa. Pero usted no necesita darse prisa, porque dispone de tiempo en abundancia. Cuando haga un alto de cuando en cuando para descansar, me agradaría que usted se acordase precisamente de miss Mary Saunderson y que reflexionase en si se portó usted con ella con toda decencia.
-¿Adónde va usted a parar con eso, maldito demonio? -bramó Kennedy.
Había empezado a correr de un lado para otro, moviéndose en pequeños círculos, aferrándose con ambas manos a la sólida oscuridad.
-Adiós -dijo la voz burlona y estaba ya a alguna distancia-. Kennedy, basándome en su misma exposición del asunto, la verdad es que no creo que usted hizo lo que debía en lo relativo a esa muchacha. Sin embargo, hay un pequeño detalle que usted, por lo visto, no conoce y que yo estoy en condiciones de proporcionárselo. Miss Saunderson estaba comprometida para casarse con un pobre diablo, con un desgarbado investigador que se llama Julius Burger.
Se oyó en alguna parte un rozamiento, un vago sonido de un pie que golpeaba en una piedra, y de pronto cayó el silencio sobre aquella iglesia cristiana de la antigüedad. Fue un silencio estancado, abrumador, que envolvió por todas partes a Kennedy, lo mismo que el agua envuelve a un hombre que se está ahogando.
Unos dos meses después corrió por toda la prensa europea el siguiente relato:
«El descubrimiento de la catacumba nueva de Roma es uno de los más interesantes entre los de los últimos años. La catacumba se encuentra situada a alguna distancia, hacia el este, de las conocidas bóvedas de San Calixto. El hallazgo de este importante lugar de enterramientos, extraordinariamente rico en interesantísimos restos de los primeros tiempos del cristianismo, se debe a la energía e inteligencia del joven especialista alemán doctor Julius Burger, que se está colocando rápidamente en primer lugar como experto en los temas de la Roma antigua. Aunque el doctor Burger haya sido el primero en llevar al público la noticia de su descubrimiento, parece que otro aventurero con menos suerte se le había adelantado. Unos meses atrás desapareció repentinamente de las habitaciones que ocupaba en el Corso el conocido investigador inglés mister Kennedy. Se hicieron conjeturas asociando esa desaparición con el escándalo social que había tenido lugar poco antes, suponiéndose que se había visto por ello impulsado a abandonar Roma. Por lo que ahora se ve, dicho señor fue víctima del fervoroso amor a la arqueología, que lo había elevado a un plano distinguido entre los investigadores actuales. Su cadáver ha sido descubierto en el corazón de la catacumba nueva, y del estado de sus pies y de sus botas se deduce que caminó días y días por los tortuosos pasillos que hacen de estas tumbas subterráneas un lugar peligroso para los exploradores. Por lo que se ha podido comprobar, el muerto, llevado de una temeridad inexplicable, se metió en aquel laberinto sin llevar consigo velas ni cerillas, de modo que su lamentable desgracia fue un resultado lógico de su propia precipitación. Lo más doloroso del caso es que el doctor Julius Burger era íntimo amigo del difunto, por lo que su júbilo ante el extraordinario descubrimiento que ha tenido la suerte de hacer se ha visto mermado en gran medida por el espantoso final de su camarada y compañero de trabajos.»
El médico moreno
Bishop's Crossing es una aldeíta situada a unas diez millas al sudoeste de Liverpool. En los primeros años de la década del 70 ejercía allí su profesión un médico que se llamaba Aloysius Lana. Nada se sabía en la región ni de su vida pasada ni de los motivos que le habían llevado a establecerse en aquel villorrio del Lan cashire. Dos cosas únicamente se sabían con certeza acerca de él: una, que había conseguido con brillantes exámenes su título en Glasgow; la otra, que descendía indudablemente de alguna familia de los trópicos y que era de un color moreno tan oscuro, que daba pie a sospechar que había en su ascendencia sangre de hindúes. Sin embargo, los rasgos faciales suyos predominantes eran europeos, y su porte y su cortesía solemne parecían indi-car procedencia española. Su piel morena, sus cabellos de un negro lustroso y los ojos negros y brillantes, sombreados por unas cejas tupidas, formaban fuerte contraste con los campesinos ingleses de pelo rubio o castaño, por lo que pronto se conoció al recién llegado por el apodo de El medico moreno de Bishop's Crossing.
Ese apodo tenía al principio un tono peyorativo y de comicidad; pero al correr de los años llegó a ser un título de honor conocido en toda la región, porque había traspasado los estrechos límites de la aldea.
Sí. El recién llegado demostró que era un hábil cirujano y un consumado médico. La clientela del distrito había estado hasta entonces en manos de Edward Rowe, hijo de sir William Rowe, la lumbrera médica de Liverpool. El hijo no había heredado el talento del padre y el doctor Lana le desplazó rápidamente, contribuyendo a ello su aspecto y sus maneras. Tan rápido como su triunfo profesional fue el que obtuvo en el terreno social. Una notable intervención quirúrgica lle-vada a cabo en la persona del honorable james Lowry, hijo segundo de lord Belton, le sirvió de introducción entre las familias distinguidas del condado, ganándose las simpatías por su conversación y por la elegancia de sus maneras. La falta de antecedentes y de parientes constituye a veces una ventaja, más que un inconveniente, para abrirse camino en sociedad y al agraciado doctor le bastó como recomendación su propia distinguida personalidad.
Un solo defecto le encontraban sus enfermas y enfermos. Uno solo. Parecía resuelto a permanecer soltero. Eso resultaba tanto más notable cuanto que la casa en que vivía era muy espaciosa y porque no era un secreto que sus éxitos profesionales le habían permitido ahorrar una suma importante de dinero. Las casamenteras de la región se entretuvieron al principio en combinar su apellido con una u otra de las jóvenes casaderas; pero conforme fueron pasando los años sin que el doctor Lana rompiese su soltería, empezaron todos a pensar que, por una u otra razón, ya no se casaría. Hubo quienes llegaron incluso a afirmar que estaba ya casado y que el haberse recluido en Bishop's Crossing obedeció a su propósito de huir de las consecuencias de un casamiento prematuro y equivocado. Y de pronto, cuando ya las casamenteras se habían dado por vencidas, se hizo público el anuncio de que se casaba con miss Frances Morton, de Leigh Hall.
Miss Morton era una joven muy conocida en la región, porque su padre, james Haldane Morton, había sido el terrateniente dueño de las tierras de Bishop's Crossing. Pero los padres de la joven habían fallecido y ésta vivía con su único hermano, Arthur Morton, que era quien había heredado las tierras. Miss Morton era una mujer de estatura elevada y porte majestuoso, célebre por su genio rápido e impetuoso y por la energía de su carácter. Conoció al doctor Lana en un gardenparty y surgió entre ellos una amistad que maduró rápidamente hasta convertirse en amor. No era posible imaginar un afecto recíproco mayor. Había alguna discrepancia en sus edades, porque él había cumplido los treinta y siete, y ella tenía sólo veinticuatro; pero, salvo este detalle, ningún reparo se podía poner a aquella boda. Se anunció el compromiso en el mes de febrero y la boda tendría lugar en el mes de agosto.
El doctor Lana recibió el día 3 de junio una carta que procedía del extranjero. En una aldea pequeña, el cartero está en situación de ser el amo de las habladurías, y míster Bankley, encargado de Correos de Bishop's Crossing, estaba en posesión de muchos de los secretos de sus convecinos. Lo que en esta carta de que hablamos le llamó la atención fueron lo raro del sobre, el hecho de que la letra era de hombre, el punto de procedencia (Buenos Aires) y el sello de la República Argentina. No recordaba que el doctor Lana hubiese recibido ninguna otra carta del extranjero y por esa razón se fijó en ella de una manera especial antes de entregarla al repartidor. Este la entregó en el reparto de la tarde del mismo día. A la mañana siguiente, es decir, el 4 de junio, el doctor Lana fue a visitar a miss Morton, con la que celebró una larga entrevista, observándose que al salir de ella lo hizo presa de una gran agitación. Miss Morton no salió en todo el día de su cuarto y su doncella la encontró varias veces llorando. Antes de una semana era un secreto a voces en toda la aldea que el compromiso matrimonial había quedado roto y que el doctor Lana se había portado de una manera vergonzosa con la joven, hasta el punto de que el hermano de ésta, Arthur Morton, hablaba de cruzarle la cara a latigazos. En qué punto concreto estribaba esa conducta vergonzosa del doctor era cosa que ignoraba la gente, porque cada cual hacía su propia hipótesis; pero todos se fijaban, y ese hecho era un síntoma evidente de conciencia culpable, en que el doctor era capaz de dar rodeos de muchas millas para no pasar por delante de las ventanas de Leigh Hall y que no acudía a los servicios religiosos de los domingos por la mañana en los que se habría tropezado con la joven. Apareció también en el Lancet un anuncio ofreciendo el traspaso de una clientela médica, aunque sin dar el nombre del lugar en que ésta se hallaba situada; pero se supuso por algunos que se trataba de Bishop's Crossing y que ello significaba que el doctor Lana se retiraba del escenario de sus éxitos. Así estaban las cosas, cuando la tarde del lunes día 21 de junio ocurrió un hecho nuevo que convirtió lo que había sido un simple escándalo de aldea en una tragedia que llamó la atención de todo el país. Habrá que entrar en algunos detalles para que los hechos de aquella tarde adquieran su pleno relieve.
Los únicos ocupantes de la casa en que vivía el doctor eran su ama de llaves, mujer anciana y sumamente respetable, llamada Marta Woods, y una sirvienta joven, Mary Pilling. El cochero y el empleado de la consulta dormían fuera. El doctor solía permanecer por las noches en su despacho, contiguo al quirófano y situado en la parte de la casa más alejada de la servidumbre. Esa parte de la casa tenía puerta independiente para mayor comodidad de los enfermos, de modo que el doctor podía recibir visitas sin que se enterase nadie. En realidad, era cosa corriente que, cuando algún enfermo llegaba a horas avanzadas, le abría la puerta el doctor mismo para que pasase al quirófano, porque tanto la doncella como el ama de llaves solían retirarse a una hora muy temprana.
La noche de que hablamos, Marta Woods entró en el despacho del doctor a las nueve y media y le encontró escribiendo en su mesa de trabajo. El ama de llaves le dio las buenas noches, envió Juego a la doncella a dormir y anduvo por su parte atareada en menesteres propios de la casa hasta las once menos cuarto. Daban las once en el reloj del vestíbulo cuando ella se dirigió a su habitación. Llevaba en ésta algo así como un cuarto de hora o veinte minutos cuando oyó un grito o una voz de llamada que parecía proceder del interior de la casa. Esperó algún tiempo, pero el grito no volvió a repetirse. Muy alarmada, porque aquella voz había sido lanzada con gran fuerza y apremio, se puso la bata y corrió lo más rápido que le permitieron sus piernas hacia el despacho del doctor. Dio unos golpes en la puerta y le contestó desde dentro una voz:
-¿Quién es?
-Soy yo, señor; la señora Woods.
-Le ruego que no me moleste. ¡Retírese inmediatamente a su habitación! -le contestó una voz que, según a ella le pareció, era la de su amo. Pero el tono fue tan brutal y tan desacostumbrado, dadas las maneras del doctor, que el ama de llaves se sintió sorprendida y lastimada.
-Señor, es que me pareció que había llamado usted -dijo ella a modo de explicación, pero no recibió respuesta alguna.
La señora Woods se fijó, cuando volvía a su cuarto, en la hora que marcaba el reloj. Eran las once y media.
Entre las once y las doce (el ama de llaves no podía concretar la hora exacta) acudió una cliente a la consulta del doctor, pero no obtuvo respuesta alguna a sus llamadas. La tardía visitante era la señora Madding, esposa del tendero de ultramarinos de la aldea, porque su marido estaba gravemente enfermo de fiebres tifoideas y el doctor Lana le había recomendado que fuese a verle a última hora y le comunicase el estado en que se encontraba el enfermo. Esa señora vio luz en el despacho, pero como nadie respondía a las llamadas que hizo en la puerta del consultorio, llegó a la conclusión de que el doctor había tenido que salir para realizar alguna visita fuera de casa y en vista de ello se marchó.
Desde la casa del doctor hasta la puerta del jardín hay un camino de coches que en su breve trayecto dibuja una curva. Al extremo del mismo hay una farola. Cuando la señora Madding salía a la carretera, vio que por la parte reservada a los peatones venía un hombre. Creyendo que seria el doctor Lana, que regresaba de alguna visita profesional, la mujer le esperó, quedando sorprendida al ver que se trataba de mister Arthur Morton, el joven terrateniente. A la luz de la farola pudo ver que se encontraba muy excitado y que llevaba en la mano un pesado látigo de caza. En el momento en que el joven se metía por la puerta exterior de la casa, la mujer le dirigió la palabra, diciéndole:
-El doctor no está en casa, señor.
-¿Cómo lo sabe usted? -dijo el joven con voz áspera.
-He llamado a la puerta del consultorio, señor.
-Pues yo veo luz -dijo el joven Morton, mirando hacia la casa-. ¿No es ése su despacho?
-Sí, señor; pero estoy segura de que ha salido.
-Bien, pues ya volverá -dijo el joven Morton y siguió adelante por el camino que conducía a la casa, mientras la señora Madding seguía en dirección a la suya.
El marido de esta señora sufrió a las tres de la mañana una brusca recaída y, alarmada la mujer a la vista de los síntomas, decidió marchar inmediatamente en busca del medico. Al entrar por la puerta exterior quedó sorprendida viendo que una persona parecía estar oculta entre los arbustos de laurel. Era, sin duda, un hombre y ella creía honradamente que se trataba de mister Arthur Morton. Absorta con sus propias preocupaciones, no prestó atención especial a este detalle y avanzó a toda prisa para cumplir su cometido.
Cuando llegó a la casa, descubrió con sorpresa que seguía habiendo luz en el despacho, en vista de lo cual llamó a la puerta del consultorio. Nadie le contestó. Repitió varias veces la llamada sin que surtiese efecto alguno. Le pareció cosa extraña que el doctor se hubiese ido a la cama o que hubiese salido de casa dejando encendida una luz tan brillante y se le ocurrió que quizá se habría quedado dormido en su silla. En vista de eso, dio algunos golpes en la ventana del despacho, pero sin obtener ningún resultado. Pero entonces se fijó en que entre la cortina y la armazón de la ventana quedaba un pequeño espacio al descubierto y miró por el mismo hacia el interior.
La pequeña habitación estaba fuertemente iluminada por una gran lámpara colocada en la mesa del centro, que era un revoltijo de libros y de instrumentos. Pero no vio a nadie ni observó nada de particular, fuera de que en la sombra que la mesa proyectaba sobre el lado interior se veía tirado en la alfombra un manoseado guante blanco. Y de pronto, cuando sus ojos se acos-tumbraron a aquella luz, vio que al otro extremo de la sombra de la mesa surgía una bota y comprobó con un escalofrío de espanto que lo que a ella le había parecido al principio un guante era en realidad la mano de un hombre que estaba caído en el suelo. Convencida de que había ocurrido alguna cosa terrible, llamó a la campanilla de la puerta delantera, hizo levantar a la señora Woods y ambas mujeres entraron en el despacho, enviando previamente a la doncella a que avisase en el puesto de policía.
A un lado de la mesa, lejos de la ventana, encontraron al doctor Lana caído de espaldas y muerto. Saltaba a la vista que había sido víctima de violencias, por que tenía amoratado un ojo y se observaban magulladuras en la cara y en el cuello. Un ligero engrosa
miento e hinchazón de sus facciones parecía sugerir la idea de que había muerto estrangulado. Iba vestido con sus ropas profesionales de siempre, pero con calzado de
paño, cuyas suelas estaban absolutamente limpias. Por toda la alfombra, de un modo especial en el lado correspondiente a la puerta, se veían huellas de botas su
cias, que habían sido dejadas por el asesino, según era de suponer. Era evidente que alguien había entrado por la puerta del consultorio, había matado al medico y 'se había fugado sin que nadie le viese. El agresor era un hombre, a juzgar por el tamaño de las huellas de los
pies y por la índole de las heridas. Pero, fuera de esos detalles, le resultó tarea difícil a la policía seguir adelante. No se observaban señales de robo e incluso el reloj de oro del medico estaba en el bolsillo correspondiente. La pesada caja de caudales que había en la habitación se hallaba cerrada, pero vacía. La señora Woods manifestó su impresión de que el médico guardaba habitualmente en esa caja una suma elevada, pero ese mismo día tuvo que pagar una importante factura de maíz en dinero contante y se supuso que el hecho de estar vacía era debido a ese pago y no a la intervención de un ladrón. Una sola cosa se echó de menos en el cuarto, pero era un detalle elocuente. El retrato de miss Morton, que estuvo siempre encima de una mesita, había sido quitado del marco y había desaparecido. La señora Woods lo había visto allí aquella misma noche, cuando sirvió a su señor, y ahora ya no estaba allí. Por otra parte, se recogió del suelo un parche de ojo, verde, que el ama de llaves no recordaba haber visto jamas a su señor. Pero, no obstante, quizá lo tenía sin que ella lo hubiese observado y no había indicio alguno de que tuviese relación con el crimen.
Las sospechas sólo podían encauzarse en una dirección y se procedió inmediatamente a detener al joven terrateniente, Arthur Morton. Las pruebas en contra suya eran indirectas, pero suficientes para condenarle. Quería mucho a su hermana y quedó demostrado que, con posterioridad a la ruptura del compromiso matrimonial entre ella y el doctor Lana, se había expresado en los términos mas vengativos al hablar de este último. Estaba también demostrado que, a una hora no fijada con exactitud, pero alrededor de las once, había entrado por la puerta exterior de la casa, camino del consultorio, armado con un látigo de caza. Según la hipótesis de la policía, fue en ese momento cuando se metió en el despacho del medico, quien, al verlo, dejó escapar una exclamación de miedo 6 de 111 en voz tan alta que pudo llamar la atención de la señora Woods. Para cuando esta acudió, ya el medico había tomado la resolución de discutir con su visitante y, por ello, despidió a su ama de llaves, ordenándola que se retirase a su habitación. La discusión fue larga, se fue acalorando más y más y terminó en lucha a brazo partido, perdiendo en ella la vida el doctor. La autopsia del cadáver permitió comprobar que el doctor padecía una grave enfermedad cardíaca -una enfermedad que durante su vida nadie había advertido-, siendo posible, por esto, que unas heridas que en un hombre sano no habrían sido mortales le hubiesen producido a el la muerte. Hecho eso, según la hipótesis policíaca, Arthur Morton recogió la fotografia de su hermana y se dirigió hacia su casa, escondiéndose entre los arbustos de laurel para no tropezarse en la puerta exterior con la señora Madding. Esa hipótesis sirvió de base para la acusación y ésta se presentaba con una fuerza imponente.
Pero también la defensa podía aducir argumentos poderosos. Morton era un joven arrebatado e impetuoso, al igual que su hermana, pero gozaba del respeto y la simpatía de todo el mundo, y su carácter franco y honrado parecían indicar que era incapaz de un crimen semejante. La explicación que él mismo dio fue que deseaba ardientemente tener un cambio de impresiones con el doctor Lana para tratar de unos asuntos urgentes de familia (ni siquiera mencionó el nombre de su hermana en todo el curso del proceso). No trató de negar que ese cambio de impresiones habría resultado probablemente de índole desagradable. Una cliente del médico le dijo que éste había salido y por esa razón estuvo esperando su regreso hasta cerca de las tres de la madrugada; pero viendo que a esa hora no había regresado, renunció a sus propósitos y volvió a su casa. En cuanto a la muerte del doctor, sabía acerca de ella tan poca cosa como el mismo guardia de orden público que le detuvo. Con anterioridad a esa época había sido amigo íntimo del muerto, pero determinadas circunstancias, de las que prefería no hablar, habían producido un cambio de esos sentimientos.
Eran varios los hechos que contribuían a establecer su inocencia. El doctor Lana vivía aún a las once y media de la noche y se encontraba dentro de su estudio. La señora Woods estaba dispuesta a asegurar bajo juramento que ella había oído su voz a aquella hora. Los amigos del acusado sostenían que probablemente el doctor Lana no se encontraba solo en ese instante. Parecían darlo a entender el grito que atrajo primeramente la atención del ama de llaves y la forma brusca, desacostumbrada en él, con que su amo le ordenó que le dejase en paz. Si eso era cierto, todo indicaba como probable que el doctor encontró la muerte entre el instante en que el ama de llaves oyó su voz y el momento en que la señora Madding llamó por primera vez, sin que nadie la contestase. Pero si era ésa la hora en que el doctor había muerto, resulta imposible que mister Arthur Morton fuese culpable, porque esta última señora le encontró con posterioridad a ese momento, cuando ella salía y el joven terrateniente llegaba a la puerta posterior.
Pero si esta última hipótesis era correcta y el doctor Lana estaba acompañado de otra persona antes que la señora Madding tropezase con míster Arthur Morton, ¿quién era esa otra persona y que motivos tenía para querer mal al medico? Todo el mundo reconocía que, si los amigos del acusado conseguían hacer luz en este punto, tendrían adelantado muchísimo para probar su inocencia. Pero entre tanto podía muy bien decir la gente -y lo decía- que faltaba toda clase de prueba para demostrar que había estado allí alguien, fuera del joven terrateniente; pero, por otro lado, existían pruebas abundantes de que los móviles que a este último le llevaban eran de índole siniestra. Bien pudiera ser que, en el momento en que la señora Madding llamó a la puerta del consultorio, el médico se hubiese retirado a su habitación y también pudiera ser, como esa señora lo creyó en aquel momento, que el doctor hubiese salido y que hubiese regresado más tarde, encontrándose a mister Morton esperándole. Algunos de los partidarios del acusado hacían hincapié en el hecho de que no se pudo descubrir en poder de éste el retrato de su hermana, que había desaparecido de su marco en el cuarto del doctor. Sin embargo, este argumento pesaba poco, porque mister Arthur Morton había dispuesto de tiempo sobrado para quemarlo o romperlo. Sólo existía en el caso una prueba de índole positiva: las pisadas fangosas que se descubrieron en el suelo; pero estaban tan borrosas, debido a lo esponjoso de la alfombra, que resultaba imposible llegar por ellas a ninguna conclusión digna de crédito. Todo lo más que podía decirse era que el aspecto general de las mismas no contradecía la hipótesis de que eran obra de los pies del acusado, cuyas botas, según pudo demostrarse, estaban también llenas de fango aquella noche. Por la tarde había caído un fuerte chaparrón y era probable que estuviesen en ese estado las botas de todos cuantos caminaron por la calle.
Tal es la exposición descarnada de la serie extraña y romántica de hechos sobre los que se enfocó la atención del público en esa tragedia de Lancashire. El hecho de desconocerse la ascendencia del médico, lo raro y distinguido de su personalidad, la posición que ocupaba el hombre acusado de asesinato y la intriga amorosa que había precedido al crimen contribuían, al sumarse una cosa con otra, a convertir el asunto en uno de esos dramas que absorben el interés de toda una nación. Discutíase el caso del médico moreno de. Bishop's Crossing por los tres países del Reino Unido y se exponían numerosas hipótesis para explicarlo. Sin embargo, puede afirmarse, sin miedo a error, que no había entre todas esas hipótesis ninguna que preparase al público para la extraordinaria secuencia de hechos que levantó una emoción tan grande desde el primer día de la vista de la causa, llevándola a su punto culminante el segundo día de la misma. Tengo delante de mí, en el momento de escribir estas líneas, los largos recortes del Lancaster Weekly en los que se relata el caso, pero no tengo más remedio que limitarme a presentar una si-nopsis del mismo hasta el momento en que, durante la tarde del primer día de la vista, la declaración de miss Frances Morton arrojó sobre el caso una luz extraordinaria.
El fiscal, mister Porlock Carr, había expuesto sus razonamientos con la habilidad en él habitual y, a medida que avanzaban las horas, iba resultando más y más evidente que el defensor, mister Humphrey, tenía por delante una dificil empresa. Comparecieron varios testigos que declararon bajo juramento haber oído al joven terrateniente expresarse en los términos más arrebatados acerca del doctor, manifestando de manera apasionada la indignación que le había producido la mala conducta -así la calificaba- de aquel para con su hermana. La señora Madding repitió sus declaraciones acerca de la visita que el acusado había hecho al muerto a una hora avanzada de aquella noche; las declaraciones de otro testigo demostraron que el acusado estaba al corriente de la costumbre que tenía el médico de velar a solas en la parte aislada de la casa, habiendo por esa razón elegido mister Morton aquella hora tardía para hacer su visita, porque entonces tendría al médico a merced suya. Un criado del terrateniente se vio obligado a confesar que había oído el regreso de su amo hacia las tres de la mañana, corroborando con ello la declara-ción de la señora Madding de que lo había visto entre los arbustos de laurel próximos a la puerta exterior cuando ella hizo su segunda visita. Las botas fangosas y una supuesta semejanza con las pisadas descubiertas en el cuarto fueron también un detalle en el que se hizo hincapié. Cuando el fiscal hubo dado fin a la acusación y presentación de sus testigos, todos sacaron la convicción de que, por muy indirectas que fuesen las pruebas, no por eso dejaban de ser completas y convincentes, hasta el punto de que podía darse por perdido al acusado, a menos que la defensa adujese hechos completamente inesperados.
Eran las tres de la tarde cuando el fiscal dio por terminada su tarea. A las cuatro y media, cuando el juez levantó la sesión, el asunto había tomado un giro nuevo e inesperado. Extracto el incidente, o una parte del mismo, del periódico que he mencionado ya, pasando por alto las observaciones preliminares del defensor.
Cuando la defensa presentó a su primer testigo, y éste resultó ser miss Frances Morton, hermana del acusado, se produjo entre la concurrencia una profunda sensación. Mis lectores recordarán que esta señorita estaba comprometida para casarse con el doctor Lana y que la opinión general era que la indignación del acusado por el súbito rompimiento del compromiso había sido lo que le arrastró a perpetrar el crimen. Sin embargo, para nada se había mencionado ni complicado en el caso a miss Morton, ni durante la investigación ni durante la preparación del proceso, por lo que su comparecencia como testigo principal de la defensa produjo sorpresa entre el público.
Miss Frances Morton, joven, alta, esbelta, de pelo negro, hizo su declaración en voz baja, pero bien clara. Era evidente, sin embargo, que estaba dominada por una gran emoción. Hizo referencia a su compromiso matrimonial con el medico; aludió brevemente a su rompimiento que, según aseguró, fue debido a razones de índole personal relacionadas con la familia de aquel y sorprendió al tribunal afirmando que siempre le había parecido el resentimiento de su hermano falto de razón e intemperante. Contestando a una pregunta directa del defensor, afirmó que ella no se creía víctima de ningún agravio y que, en su opinión, la manera de conducirse el doctor Lana había sido completamente honrosa. Su hermano, movido de un conocimiento incompleto de la realidad, había sido de otra opinión y ella no tenía más remedio que reconocer que, a pesar de las súplicas suyas, había proferido amenazas de recurrir a la violencia personal contra el doctor y que la noche de la tragedia anunció que tenía el propósito de arreglar cuentas con él. Ella hizo cuanto estuvo en su mano para que adoptase una actitud mas razonable, pero su hermano era muy terco cuando se dejaba llevar de sus sentimientos o de sus prejuicios.
Las declaraciones de la joven parecieron, hasta ese momento, perjudicar más bien que favorecer al acusado. Sin embargo, el defensor pasó a plantearle algunas preguntas que arrojaron sobre el caso una luz muy distinta, poniendo al descubierto una maniobra inesperada de la defensa.
MR HUMPHREY.-¿Le cree usted a su hermano culpable de este crimen?
EL JUEZ.-No puedo permitir esa pregunta, mister Humphrey Estamos aquí para tratar de hechos, no de opiniones.
MR HUMPHREY.-¿Sabe usted que su hermano no es culpable de la muerte del doctor Lana?
MISS MORTON.-Si; se que no es culpable
MR. HUMPHREY.-¿Cómo lo sabe usted?
MISS MORTON.-Porque el doctor Lana no ha muerto. Se produjo en la sala un largo murmullo de emoción, que interrumpió el interrogatorio de la testigo.
MR. HUMPHREY.-¿Y cómo sabe usted, miss Morton, que el doctor Lana no ha muerto?
MISS MORTON.-Porque he recibido una carta suya posterior a la fecha de su supuesta muerte.
MR. HUMPHREY.-¿Tiene usted esa carta?
MISS MORTON.-Sí, pero preferiría no enseñarla.
MR. HUMPHREY.-¿Tiene usted el sobre?
MISS MORTON.-Si, lo tengo aquí.
MR. HUMPHREY.-¿Qué sello de procedencia tiene?
MISS MORTON.-De Liverpool.
MR HUMPHREY.-¿Y qué fecha?
MISS MORTON.-Veintidós de junio.
MR HUMPHREY.-Es decir, un día después del de la supuesta muerte. ¿Está usted dispuesta, miss Morton, a declarar bajo juramento que es letra del doctor?
MISS MORTON.-Sin duda alguna.
MR. HUMPHREY.-Dispongo de otros seis testigos que declararán que esta carta está escrita de puño y letra del doctor Lana, señor juez.
EL JUEZ.-En ese caso, tendrá usted que presentarlos mañana.
MR. PORLOCK CARR (fiscaD.-Pues entre tanto, señor, pedimos que se nos entregue ese documento, a fin de que los peritos puedan emitir dictamen y poner en claro que se trata de una imitación de la letra del caballero que seguimos afirmando que está muerto. No necesito hacer resaltar que esta hipótesis, que de manera tan inesperada se nos presenta, pudiera muy bien ser un recurso muy transparente adoptado por los amigos del hombre que está en el banquillo para desviar el curso de este proceso. Quiero llamar la atención acerca del hecho de que esta señorita, según su propio relato, ha estado en posesión de esta carta durante todo el tiempo transcurrido en la investigación judicial y los trárnites del tribunal de policía. Ahora pretende hacernos creer que ella dejó que esos trámites siguiesen adelante, a pesar de que tenía en el bolsillo una prueba que habría bastado para que terminasen.
MR HUMPHREY.-¿Puede dar usted una explicación de esa conducta, miss Morton?
MISS MORTON.-El doctor Lana deseaba que nadie conociese su secreto.
MR. PORLOCK CARR.-¿Y por qué entonces lo acaba de dar usted a la publicidad?
MISS MORTON.-Para salvar a mi hermano.
Estalló en la sala un murmullo de simpatía, que el juez cortó en el acto.
EL JUEZ.-Admitiendo esta línea de la defensa, corresponde a usted, míster Humphrey, hacer luz sobre quién es el hombre en cuyo cadáver han reconocido al doctor Lana tantos de sus amigos y enfermos.
UN JURADO.-¿Ha habido alguno que haya manifestado dudas a ese respecto?
MR PORLOCK CARR.-Ninguno, que yo sepa.
MR. HUMPHREY.-Confiamos en poner en claro el asunto.
EL JUEZ.-Pues, entonces, se suspende la vista hasta mañana.
Este nuevo giro tomado por el proceso despertó el máximo interés entre el público en general. Los periódicos no pudieron hacer ningún comentario, porque la causa estaba todavía indecisa, pero en todas partes se preguntaban hasta qué punto podía ser verdadera la declaración de miss Morton y si no se trataba simplemente de un astuto ardid para salvar a su hermano. Presentábase ahora la evidente alternativa de que, si el doctor desaparecido no estaba muerto, por una extraordinaria casualidad, debía entonces hacérsele responsable de la muerte de aquel desconocido cuyo cadáver se encontró en su despacho y que tenía con él un parecido tan completo. Quizá la carta que miss Morton rehusaba entregar contenía la confesión del crimen, por lo que se encontraba en la terrible situación de tener que sacrificar a su antiguo enamorado si quería salvar a su hermano de la horca. Al día siguiente por la mañana, la sala del tribunal se vio concurrida de público hasta desbordar y corrió por la concurrencia un murmullo de emoción cuando vieron que mister Humphey entraba muy excitado, hasta el punto de que ni sus nervios, bien entrenados, eran capaces de ocultar su estado de ánimo cuando cambió impresiones con el fiscal. Se cruzaron entre uno y otro algunas frases precipitadas, que dejaron en la cara de mister Porlock Carr una expresión de asombro. Acto seguido, el defensor, dirigiéndose al juez, anunció que, con el consentimiento del señor fiscal, no volvería a citarse a la joven que había declarado el día anterior.
EL JUEZ.-Por lo que veo, mister Humphrey, deja usted el asunto en una situación muy poco satisfactoria.
MR. HUMPHREY.-Señor, quizá el testigo que voy a citar contribuya a ponerla en claro.
EL JUEZ.-Pues, entonces, nombre a ese testigo.
MR HUMPHREY.-Presento como testigo al doctor Aloysius Lana.
El doctor abogado defensor pronunció durante su carrera muchas frases elocuentes, pero con seguridad que jamás logró producir tan profunda sensación como con ésta de ahora, que era tan breve. Todo el mundo en la sala se quedó asombrado y atónito cuando compareció ante sus ojos, en el tablado de los testigos, el hombre mismo cuya muerte venía siendo objeto de tanta discusión. Los asistentes que le habían conocido en Bishop's Crossing le vieron ahora, enjuto y severo, con una expresión profundamente preocupada en sus facciones. Pero, no obstante su porte melancólico y su abatimiento, muy pocos de los allí presentes habrían podido decir que conocían a algún hombre de aspecto más distinguido. Saludando al juez con una inclinación, le preguntó si se le permitía hacer una declaración; al contestarle el juez que todo cuanto dijese podría servir de acusación contra él, volvió a inclinarse y prosiguió: -Mi propósito es no callarme nada y manifestar con absoluta franqueza todo cuanto ocurrió la noche del veintiuno de junio. Si yo hubiese sabido que estaba padeciendo un inocente y que tan grandes preocupa ciones había acarreado yo a quienes mayor amor profesaba en el mundo, hace mucho tiempo que me habría presentado; pero hubo diversas razones que impidieron que llegasen esas cosas a conocimiento mío. Que un hombre desdichado se esfumase del mundo en el que había vivido, pero no preví que mis actos afectasen a otras personas. Permítaseme, pues, reparar lo mejor que pueda el daño que he causado. Todo aquel que esté familiarizado con la historia de la República Argentina conoce muy bien el apellido Lana. Mi padre, cuya genealogía enlazaba con la más noble sangre de la vieja España, ocupó los cargos más elevados del Estado y habría sido elegido presidente si no hubiera sucumbido en las revueltas de San Juan . Mi hermano gemelo, Ernesto, y yo habríamos tenido por delante un magnífico porvenir, de no mediar pérdidas financieras que nos obligaron a ganarnos la subsistencia. Pido disculpas, señor, si se juzgan sin importancia estos detalles, pero son
precisos como introducción de lo que voy a decir a continuación. He dicho ya que tenía un hermano gemelo llamado Ernesto, de tan gran parecido conmigo que, cuando estábamos juntos, nuestros conocidos no conseguían diferenciarnos. Éramos idénticos hasta en los menores detalles. El parecido fue haciéndose menos marcado a medida que tuvimos más años, porque ya entonces la expresión de nuestras facciones no era la misma, pero las diferencias seguían siendo muy ligeras cuando dormíamos. No parece bien que me detenga en hablar demasiado de un hombre ya difunto, tanto más cuanto que se trata de mi único hermano; pero quienes le conocieron pueden dar informes acerca de su carácter. Yo me limitaré a decir, porque no tengo más remedio que decirlo, que durante mi primera juventud llegué a concebir horror hacia mi hermano y que ese aborrecimiento que le tomé estaba muy bien fundado. Mi buen nombre sufrió las consecuencias de la conducta de mi hermano, porque nuestro gran parecido hizo que se me atribuyesen muchos de sus actos. Ocurrió de pronto que, en un asunto sumamente deshonroso, trató mi hermano de arrojar sobre mí todo el odio que se despertó con dicho motivo, y yo entonces no tuve más re-medio que abandonar para siempre la Argentina y tratar de abrirme camino en Europa. Verme libre de su odiosa presencia me compensó con creces de mi destierro voluntario de la patria. Disponía de dinero suficiente para costearme los estudios de medicina en Glasgow y, por último, abrí mi consultorio en Bishop's Crossing, firmemente convencido de que jamas volvería a oír hablar de mi hermano en este lejano villorrio de Lancashire. Mis esperanzas se cumplieron durante largos años, pero al fin mi hermano averiguó dónde estaba yo. Algún viajero de Liverpool, que se encontraba en Argentina, le puso sobre mi pista. Mi hermano estaba sin blanca y resolvió trasladarse a Inglaterra para obligarme a repartir con él mi dinero. Sabiendo el aborrecimiento que me inspiraba, juzgó, y estuvo en lo cierto, que yo le daría dinero a condición de que se marchase. Recibí carta suya anunciándome que llegaba. Aquello coincidía con una crisis en mi vida y su llegada podría verosímilmente acarrear disgustos, e incluso la vergüenza, sobre una persona a la que yo estaba obligado a poner a salvo de cualquier tentativa de esa clase. Tomé ciertas medidas para estar seguro de que cualquier daño que se produjese me alcanzaría únicamente a mí y eso fue lo que me obligó a actuar en la forma que tan duramente ha sido juzgada -y al decir esto, se volvió hacia el acusado-. Yo no tuve otro propósito que el de poner a cubierto de todo posible escándalo o deshonor a las personas que me eran queridas. Decir que la presencia de mi hermano acarrearía el escándalo y el deshonor no era sino afirmar que ocurriría lo que ya había ocurrido. Mi hermano llegó en persona cierta noche, no mucho después de que yo recibiera su carta. Me encontraba en mi despacho, después de haberse acostado la servidumbre, cuando escuché ruido de pasos en la gravilla del camino del jardín y un instante después vi su cara que me estaba observando por la ventana. Iba rasurado, lo mismo que yo, y el parecido entre nosotros seguía siendo tan grande que yo pensé por un momento que estaba viendo mi imagen reflejada en el cristal. Fuera de que tenía sobre una ceja un parche oscuro, nuestras facciones eran absolutamente idénticas. Me sonrió con la misma expresión burlona que tenía desde que era niño y yo comprendí que seguía siendo el mismo que me había obligado a abandonar mi país natal, deshonrando un apellido que siempre estuvo rodeado de respeto. Me dirigí a la puerta y le hice pasar. Serían las diez de la noche. Cuando le pude ver a la luz de la lámpara, comprendí en el acto que habían llegado días muy malos para mi hermano. Vino a pie desde Liverpool y se encontraba fatigado y enfermo. La expresión de su cara me produjo dolorosa sorpresa. Mis conocimientos médicos me hicieron comprender que padecía alguna grave enfermedad interna. Venía también bebido y tenía la cara con magulladuras a consecuencia de alguna pelea con marineros. El parche se lo había colocado para ocultar la lastimadura del ojo y se lo quitó al entrar en la habitación. Vestía chaqueta de marinero y camisa de franela, llevando el calzado completamente roto. Pero su pobreza no había hecho sino exasperar más aún su odio vengativo contra mí. Ese odio se había convertido en monomanía. Me dijo que, mientras él se moría de hambre en Sudamérica, yo había estado nadando en dinero en Inglaterra. Imposible repetirles a ustedes las amenazas y los insultos que sa-lieron de su boca contra mí. Tengo la impresión de que la penuria y la mala vida habían trastornado su razón. Se paseó por el despacho como fiera enjaulada, exigiéndome bebida y dinero, recurriendo a las expresiones más soeces. Yo soy hombre de temperamento arrebatado, pero doy gracias a Dios de poder afirmar que permanecí dueño de mí mismo y que en ningún momento alcé la mano contra él. Mi serenidad sólo consiguió aumentar su irritación. Lanzando maldiciones y fuera de sí, me amenazó con los puños, cuando de pronto sus facciones se contorsionaron de una manera horrible, se apretó el pecho con las manos y lanzando un grito agudo cayó redondo a mis pies. Le levanté del suelo y le tendí en el sofá, pero no contestó a mis exclamaciones y la mano que yo tenía entre las mías estaba fría y pegajosa. Había muerto de un ataque al corazón. Su propio arrebato le mató. Permanecí largo rato inmóvil y como si estuviera sufriendo una pesadilla, con la mirada fija en el cadáver de mi hermano. Volví en mí mismo cuando la señora Woods, a la que había despertado el grito del moribundo, llamó a la puerta del despacho. Le contesté que se retirase a dormir. Poco después llamó algún cliente a la puerta del consultorio, pero como no contesté, se marchó otra vez. Lenta y gradualmente fue tomando forma en mi cerebro un proyecto, de la manera espontánea como suelen formarse. Cuando volví a ponerme en pie estaba ya decidido mi comportamiento futuro, sin que yo hubiese tenido conciencia alguna de aquel proceso mental. Fue el instinto el que me empujó de manera irresistible a seguir una línea de conducta. Bishop's Crossing me resultaba ya odioso, desde que mis asuntos personales habían tomado el giro que he explicado hace un momento. Mi plan de vida se había desbaratado y, en lugar de simpatía, como yo esperaba, había sido objeto de juicios precipitados y de trato poco amable. Es cierto que había desaparecido del panorama de mi vida cualquier peligro de escándalo por causa de mi hermano; sin embargo, el pasado era para mí una llaga dolorosa y tenía el convencimiento de que las cosas no podían volver a su antiguo cauce. Quizá mi sensibilidad estaba exacerbada en exceso y quizá fui yo injusto en mi falta de tolerancia con otras personas, pero lo cierto es que me hallaba poseído de esa clase de sentimientos. No podía sino acoger con agrado cualquier posibilidad de alejarme de Bishop's Crossing y de todos cuantos habitaban en ese pueblo. Pues bien, tenía ante mí una probabilidad que jamás me habría atrevido a esperar, una probabilidad que iba a permitirme romper completamente con el pasado. Allí, tendido en el sofá, había un hombre tan parecido a mí, que éramos completamente iguales, salvo un ligero abotargamiento y aspereza en las facciones. Nadie lo había visto entrar y nadie podía echarlo de menos. Tanto él como yo estábamos completamente afeitados y sus cabellos eran más o menos igual de largos que los míos. Si yo cambiaba con el la ropa, encontrarían al doctor Aloysius Lana muerto en su despacho y allí habría acabado la vida de un infeliz y su historia vergonzosa. En mi despacho tenía yo dinero abundante en moneda y podía llevármelo para empezar a vivir en algún otro país. Marcharía a Liverpool de noche y a pie, sin que nadie reparase en mí; una vez en el gran puerto, no me costaría trabajo encontrar manera de abandonar Inglaterra. Después de fracasadas mis esperanzas, preferia vivir humildemente en donde nadie me conociese, que seguir en Bishops Crossing, donde tenía que verme a cada instante cara a cara con las personas que yo deseaba, si era posible, olvidar. Resolví, pues, llevar a cabo esa permuta. Cambié de ropa. No quiero entrar en detalles, porque su recuerdo me resulta tan doloroso como lo fue su ejecución; el hecho es que antes de una hora yacía mi hermano vestido hasta en los menores detalles con mi ropa, mientras yo me deslizaba subrepticiamente por la puerta del consultorio; siguiendo el sendero de la fachada posterior que cruza por algunos campos, me encaminé de la mejor manera que pude en dirección a Liverpool, ciudad a la que llegué aquella misma noche. Lo único que me llevé de la casa fueron mi dinero y un determinado retrato, pero en mi precipitación me olvidé del parche que mi hermano llevaba encima del ojo. Todo lo demás que a él le pertenecía, me lo apropie. Le doy mi palabra, señor juez, de que no se me ocurrió ni por un instante la idea de que todo el mundo iba a pensar que yo había sido asesinado, ni supuse que nadie sufriría graves perjuicios por efecto de una estratagema con la que yo pretendía iniciar mi nueva vida. Fue, por el contrario, el pensamiento de que libraba a otras personas de la carga de mi presencia lo que mayor influencia ejerció en mi al-ma. Aquel mismo día zarpaba de Liverpool un barco de vela con destino a La Coruña; tomé pasaje en el mismo pensando que el viaje me proporcionaría tiempo para recobrar mi equilibrio moral y para meditar en mi porvenir. Pero me ablandé aún antes de embarcar. Pensé que había en el mundo una persona a la que no tenía derecho a entristecer ni siquiera durante una hora. Por muy duros y agresivos que hubiesen sido conmigo sus parientes, ella llevaría luto por mí en su corazón, porque comprendía y apreciaba los móviles a que había obedecido mi conducta. Si el resto de su familia me censuraba, ella por lo menos no me olvidaría. Por esa razón le envié una carta, exigiéndole secreto, para librarla de un pesar que no se merecía. Si ella ha roto el secreto apremiada por los acontecimientos, yo se lo perdono y guardo para ese acto toda mi comprensión. Hasta anoche no regresé a Inglaterra y durante mi ausencia no he sabido nada de la sensación producida por mi supuesta muerte, ni de la acusación recaída contra mister Arthur Morton. En la última edición de un periódico de la tarde, leí el relato de la vista de la causa en el día de ayer, por lo que he acudido esta mañana en el más rápido de los expresos, para dar testimonio de la verdad.»
Tal fue la extraordinaria declaración del doctor Aloysius Lana, que sirvió para cerrar súbitamente la vista de la causa. Una investigación posterior corroboró sus afirmaciones, hasta el punto de que se puso en claro incluso el nombre del barco en el que su hermano había llegado desde Sudamérica. El médico de ese barco testificó que durante la travesía Ernesto Lana padeció debilidad de corazón y que los síntomas de la misma hacían prever una muerte como la que había tenido.
El doctor Aloysius Lana regresó a la aldea de la que había desaparecido en forma tan dramática y tuvo lugar una reconciliación completa entre él y el joven terrateniente. Este último reconoció que había estado en un error al juzgar los móviles que habían llevado al doctor Lana a romper su compromiso matrimonial. Una gacetilla que apareció en lugar destacado del Morning Post y que copiamos a continuación nos informa de que tuvo lugar también otra reconciliación:
«El día 19 de septiembre, y en la iglesia parroquial de Bishops Crossing, el reverendo Stephen Johnson bendijo solemnemente la boda de Aloysius Xaviar Lana, hijo de don Alfredo Lana, ministro que fue de Relaciones Exteriores de la República Argentina, con Frances Morton, hija única del difunto James Morton. J. P, de Leigh Hall, Bishops Crossing, Lancashire.»
FIN