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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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  • CON RELLENO

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  • SIN RELLENO

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  • ▪ Bungee Shade: H25-V56

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  • ▪ Moirai One: H34-V64

  • ▪ Rampart One: H31-V63

  • ▪ Rubik Burned: H29-V64

  • ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

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  • ▪ Ewert: H27-V62

  • ▪ Londrina Shadow: H41-V67

  • ▪ Londrina Sketch: H41-V67

  • ▪ Miltonian: H31-V67

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  • ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

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    H
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
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  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


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    CIVILIZACIONES EXTRATERRESTRES (Isaac Asimov)

    Publicado en enero 21, 2010



    Título original:
    EXTRATERESTIAL CIVILIZATIONS


    A la memoria de Paul Nadau (1927-1978)
    para quien debí haber empezado
    este libro antes
    1 – LA TIERRA.

    La incógnita es ésta: ¿estamos solos?
    ¿Son los seres humanos los únicos con ojos que exploran las profundidades del Universo? ¿Los úni­cos constructores de dispositivos que amplían los sentidos naturales? ¿Los únicos dotados de mentes que se esfuerzan por comprender e interpretar lo que se ve y se intuye?
    La respuesta quizá podría ser: ¡no estamos so­los! Hay otras clases de seres que buscan y se hacen preguntas, y quizá lo hagan de manera más eficaz que nosotros.
    Muchos astrónomos creen que esto es así, y yo también lo creo.
    No sabemos dónde se encuentran esas mentes, pero están en alguna parte. No sabemos qué hacen, pero hacen mucho. No sabemos cómo son, pero son inteligentes.
    ¿Nos encontrarán, si están en alguna parte, allá...? ¿Acaso nos han encontrado ya?
    Si no lo han hecho todavía, ¿podemos encontrar­los? Mejor aún: ¿Debemos encontrarlos? ¿No es esto peligroso?
    Estas preguntas son las que deberemos hacer­nos cuando hayamos convenido en que no estamos solos, y los astrónomos ya se las están haciendo.
    Todo el asunto concerniente a la búsqueda de inteligencia extraterrestre se ha vuelto ahora tan común que, de hecho, se ha abreviado para evitar tropiezos al referirse a él. Los astrónomos se refie­ren a ese asunto como SETI, palabra formada con las iniciales de la frase inglesa «the search for extraterrestrial intelligence» (la búsqueda de inteligencia extraterrestre).
    La primera discusión científica de SETI, que ofre­ció cierta esperanza de llevar a cabo venturosamente esa búsqueda, se efectuó hace apenas unos años, en 1959. Así pues, es natural suponer que es reciente el asunto de la inteligencia, aparte de la nuestra propia. Parecería ser un fenómeno completamente del siglo xx, que surge a causa del adelanto de la astronomía en las décadas recientes. Parecería tam­bién ser producto de los cohetes modernos y de los vuelos tripulados en el espacio exterior.
    Tal vez el lector crea que, antes de las últimas décadas, los seres humanos daban por sentado que estábamos solos, y que el nuevo concepto de inteligencia en otras partes llega como una gran sorpresa y obliga a la gente a Someterse, quiera o no, a la revolución interna de una nueva idea.
    ¡Nada podría estar más alejado de la verdad!
    Durante casi todo el transcurso de la historia, la mayoría de la gente ha dado por sentado que no estamos solos. La existencia de otras inteligencias ha sido aceptada como lo más natural.
    Esas creencias no han surgido a causa de los adelantos de la ciencia. Todo lo contrario. Lo que la ciencia ha hecho es retirar los apoyos de antiguas suposiciones casuales, acerca de la existencia de inteligencia en otras partes. La ciencia ha creado, en torno nuestro, un nuevo concepto del mundo en el cual, según las viejas normas, la humanidad es única.
    Comencemos con la premisa de la soledad, antes de poder llegar a un nuevo punto de vista respecto a una diferente clase de inteligencia en otros lugares.

    Espíritus

    Para retrotraernos al comienzo, tendremos que reconocer que la frase inteligencia extraterrestre es de por sí rebuscada. Se refiere, después de todo, a inteligencia que se encuentra en mundos distintos de la Tierra, y para que tenga algún significado, debe haber cierto reconocimiento de que existen otros mundos.
    Sin embargo, durante casi toda la historia, para la mayoría de los seres humanos no hubo otros mundos aparte de la Tierra. La Tierra era el mundo, el hogar de los seres vivientes. Para los antiguos observadores, el firmamento era exactamente lo que parecía ser: un dosel que cubría el mundo, azul de día y punteado por el fulgor redondo del Sol; negro de noche y tachonado por la brillantez de las estrellas.
    En esas condiciones, la frase inteligencia extraterrestre no tiene ningún significado. Así pues, ha­blemos mejor de inteligencia no humana.
    Tan pronto como lo hagamos, podremos ver que los seres humanos de la era anterior a la de la cien­cia suponían que la humanidad no estaba sola; que el mundo único que creían que llenaba el Universo contenía una gran variedad de inteligencias no hu­manas. No sólo era la inteligencia humana una entre muchas, sino, muy probablemente, la más débil y la menos adelantada.
    Después de todo, para la mente precientífica, los sucesos del mundo parecían caprichosos y preme­ditados. Nada se sujetaba a la «ley» natural e ine­xorable, porque la ley no se reconocía como parte del Universo. Si algo ocurría fortuitamente, no era porque no se conociese lo bastante para predecirlo, sino porque todas las partes del Universo se con­ducían por su propia voluntad y hacían las cosas por un motivo no comprendido y hasta, tal vez, por una razón inexplicable.
    El libre albedrío se asocia, inevitablemente, con la inteligencia. Para hacer algo por voluntad propia es necesario comprender la existencia de alternati­vas y escoger entre ellas, y tal cosa resulta atributo exclusivo de la inteligencia. Por tanto, parecía sen­sato considerar a la inteligencia como aspecto uni­versal de la naturaleza.
    Para los antiguos griegos (cuyos mitos conocemos mejor), todo aspecto de la naturaleza tenía sus propios espíritus. Toda montaña, toda roca, todo arroyo, toda laguna, todo árbol tenía su ninfa, señalada no sólo por su inteligencia, sino por una forma más o menos humana.
    El océano tenía su deidad, lo mismo que el cielo y el averno; a esas deidades se les asignaban atri­butos humanos, como la procreación y el sueño, así como diversos niveles de abstracción, como el arte, la belleza y la casualidad.
    Con el transcurso del tiempo, los pensadores griegos se volvieron lo suficientemente sutiles para considerar a esos espíritus y deidades como sím­bolos, y para tratar de retirarlos de las asociaciones humanas.
    De esa manera, para comenzar, se creyó que Zeus y los dioses que lo acompañaban vivían en el Monte Olimpo, en el norte de Grecia, pero poste­riormente se les trasladó a un vago «Cielo» en el firmamento ([1]). El mismo desplazamiento ocurrió en el caso del Dios de los israelitas, quien original­mente vivió en el Monte Sinaí o en el Arca de la Alianza, pero que con el tiempo fue trasladado al Cielo.
    De igual manera, el mundo de los espíritus de los muertos se creyó, al principio, que compartía el mundo de los vivos. Así, en la Odisea, Ulises visita el Hades en algún lugar muy vago del apartado Occidente, y es en alguna parte de ese Occidente donde también pudieron existir los Campos Elíseos, el Paraíso griego. Los espíritus de los muertos fue­ron transferidos, con el tiempo, a un Infierno semimístico y subterráneo.
    Con todo, ese proceso de abstracción sutil es un fenómeno meramente intelectual, que tiene por ob­jeto librar al pensador de opiniones molestas y nada sagaces. Rara vez afectaba esa abstracción a la gen­te ordinaria.
    Así, cualquiera que haya sido el concepto que un filósofo griego tuviese de la causa de la lluvia, el labriego común y sin educación posiblemente haya interpretado ese fenómeno (lo mismo que Aristófanes en una de sus comedias) como «los orines de Zeus a través de un cedazo».
    En los Estados Unidos de hoy, la meteorología es un estudio complejo, y los cambios en el estado del tiempo se consideran como fenómenos natura­les, regidos por leyes tan complejas que hasta ahora, para desgracia nuestra, no hemos podido compren­der totalmente, por lo que podemos predecir esos cambios sólo con relativa certeza. Empero, para muchos norteamericanos, una sequía, por ejemplo, es la voluntad de Dios, y acuden a las iglesias a orar por la lluvia, bajo la impresión de que los planes que Dios ha hecho son tan triviales y tan poco importantes que, si se le pide que los cambie, lo hará.
    Estamos acostumbrados a pensar que todos los dioses y demonios de la mitología son «sobrenatu­rales», pero no es ése realmente un empleo justo de la palabra. Cualquier cultura, en su etapa cons­tructora de mitos, no ha llegado aún al concepto de la ley natural, en el sentido moderno, por lo que nada es verdaderamente sobrenatural. Los dioses y los demonios son simplemente sobrehumanos. Pue­den hacer cosas que los seres humanos no pueden realizar.
    Fue la ciencia moderna la que introdujo el con­cepto de las leyes naturales, las cuales no pueden ser violadas en ninguna circunstancia; las leyes de la conservación, de la termodinámica, las de Maxwell, la teoría cuántica, la de la relatividad, el prin­cipio de indeterminación, las relaciones causales...
    Ser sobrehumano es perfectamente permisible, pues esos casos son comunes. El caballo es sobre­humano en su velocidad; el elefante, en su fuerza; la tortuga, en su longevidad; el camello, en su re­sistencia; el delfín, en su natación. Es hasta con­cebible que algún ente no humano tenga inteligen­cia sobrehumana.
    Sin embargo, apartarse de las leyes de la natu­raleza, ser «sobrenatural», no es admisible en el Universo tal como lo interpreta la ciencia, o sea en el «Universo Científico», que es el único del cual se ocupa este libro.
    Podría argüirse fácilmente que los seres humanos no tienen derecho a decir que esto o aquello «no es permisible»; que algo a lo que se llama sobre­natural recibe ese nombre por definición arbitraría, basada en conocimientos finitos e incompletos. Todo hombre de ciencia debe reconocer que no conoce­mos todas las leyes de la naturaleza que puedan existir, y que no comprendemos perfectamente bien las consecuencias y limitaciones de las leyes de la naturaleza que creemos que existen. Más allá de lo poco que sabemos, puede haber mucho que parezca «sobrenatural» a nuestro minúsculo entendimiento, pero que, no obstante, existe.
    De acuerdo. Pero consideremos lo siguiente:
    Cuando partimos de la ignorancia, no podemos llegar a ninguna conclusión. Cuando decimos: «cual­quier cosa puede ocurrir, y cualquier cosa puede ser, porque sabemos tan poco que no tenemos derecho a decir "esto es así", o "esto no es así"», entonces todo razonamiento se detiene ahí. Nada podemos eliminar; nada podemos afirmar. Todo lo que nos es posible hacer es juntar palabras y pensamientos, so­bre la base de la intuición, o la fe, o la revelación, pero desgraciadamente no hay dos personas que parezcan compartir la misma intuición, o la misma fe, o la misma revelación.
    Lo que debemos hacer es fijar reglas y límites, por arbitrarios que parezcan.
    Entonces descubrimos lo que podemos decir, den­tro de esas reglas y esos límites.
    El punto de vista científico sobre el Universo es tal, que admite únicamente aquellos fenómenos que, en una forma u otra, pueden ser observados de un modo accesible a todos, y que admite aquellas gene­ralizaciones (a las que llamamos leyes de la natu­raleza) que pueden ser deducidas de dichas obser­vaciones.
    Por tanto, hay exactamente cuatro campos de fuerza que controlan todas las acciones recíprocas de las partículas subatómicas, y de esa manera, a la larga, todos los fenómenos. Esos campos de fuer­za son, en el orden de su descubrimiento, el gravitacional, el electromagnético, el de acciones recípro­cas nucleares fuertes y el de acciones recíprocas nucleares débiles. Ningún fenómeno que se haya observado, puede dejar de ser explicado por una u otra de esas fuerzas. Hasta ahora, ningún fenómeno es tan sorprendente que los científicos tengan que concluir que debe existir alguna quinta fuerza, dis­tinta de las cuatro que he mencionado.
    Es perfectamente posible decir que existe una quinta clase de acción recíproca, pero que no puede ser observado; o una sexta clase, o cualquier varie­dad de clases. Si no puede ser observada, si no pue­de hacerse evidente en ninguna forma, nada se gana hablando de ella; excepto, tal vez, para el entreteni­miento de inventar una fantasía ([2]).
    También es perfectamente posible decir que hay una quinta acción recíproca (o una sexta, o cualquier otra), que puede sin duda ser observada, pero sólo por ciertas personas y en determinadas condiciones imprevisibles.
    Podría ser concebible tal cosa, pero no cae en el campo de la ciencia, pues en esas condiciones, cualquier cosa podría decirse. Puedo decir que las Montañas Rocosas están hechas de esmeraldas que tienen la propiedad de parecer piedras ordinarias a todo el mundo, menos a mí. Es imposible refutar tal afirmación; pero ¿qué valor tiene la misma? (Lejos de tener algún valor, declaraciones como éstas irritan tanto a la gente que cualquiera que insista en hacerlas se expone a ser tildado de demente.)
    La ciencia se ocupa únicamente de fenómenos que pueden ser reproducidos de observaciones que, en ciertas condiciones fijas, puede hacer cualquier persona de inteligencia normal; de observaciones respecto a las cuales pueden estar de acuerdo hom­bres razonables ([3]).
    De hecho podrá argüirse muy bien que la ciencia es el único campo de acción del intelecto humano en el cual los hombres razonables suelen estar de acuerdo, también cambian a veces de parecer cuando se obtienen nuevas pruebas. En política, en arte, en literatura, en música, en filosofía, en religión, en economía, en historia (puede prolongarse esta lista tanto como se quiera), hombres que por otros conceptos son razonables, suelen no sólo estar en desacuerdo, sino que invariablemente lo están, a veces, con el más encendido apasionamiento; y nun­ca cambian de parecer.
    Naturalmente, el punto de vista científico acerca del mundo no ha sido transmitido intacto desde tiempo inmemorial. Fue descubierto y ampliado poco a poco. Ahora no está completo, y tal vez nunca lo esté. Al principio, las nuevas sutilezas, modificacio­nes y adiciones quizá parezcan fantasías (la teoría cuántica y la de la relatividad indudablemente lo parecieron), pero hay formas bien conocidas de po­ner a prueba tales cosas con todo cuidado, y si las teorías pasan la prueba, son aceptadas. El método de la prueba no es siempre sencillo ni fácil, y mien­tras se lleva a cabo pueden surgir disputas ([4]), por lo que la comprobación llega a demostrarse innece­sariamente.
    Con todo, la aceptación vendrá a la postre, pues el pensamiento científico se corrige a sí mismo mien­tras exista una razonable libertad de investigación y publicación. (Por supuesto, es difícil estar seguro de tener libertad absoluta, si se carece de fondos infi­nitos y de espacio infinito.)
    Con lo anterior, justifico que este libro se ocupe de lo sobrenormal cuando sea necesario, pero nunca de lo sobrenatural. En la discusión sobre la inteli­gencia humana, de la que nos ocuparemos en este libro, no consideramos ni a ángeles ni a demonios, ni a Dios ni al Diablo, ni a nada que no sea accesible por medio de la observación, el experimento y la razón.

    Animales

    En nuestra búsqueda de inteligencia no humana en la Tierra, después de eliminar todas las cosas maravillosas que la imaginación humana ha cons­truido de la nada, debemos encontrar lo que poda­mos en las cosas deslustradas que sea posible palpar y observar.
    De los objetos naturales de la Tierra, en nuestra búsqueda de inteligencia, podemos eliminar a los inanimados, o no vivientes.
    Esto dista mucho de ser una decisión indiscu­tible, pues no es imposible pensar que la conciencia y la inteligencia sean inherentes a toda la materia, y que hasta los átomos individuales tengan cierta microcantidad de ambas cosas.
    Quizá sea así, pero en atención a que semejante conciencia o inteligencia no puede ser medida en ninguna forma (al menos hasta ahora, y no nos que­da otro remedio que decir «hasta ahora»), ni tan siquiera observada, queda fuera del Universo que he propuesto como campo de estudio y la podemos eliminar.
    Además, si buscamos inteligencia no humana, puede darse por sentado que indagamos una que, al mismo tiempo que se encuentra en algo distinto del ser humano, sea, no obstante, más o menos comparable en calidad a la inteligencia de los seres humanos. Eso significa que debe ser una inteligen­cia que podamos reconocer claramente como tal, pues la que pueda haber en una piedra no es de la clase que podamos reconocer.
    ¿Pero es que todas las clases de inteligencia de­ben ser las mismas, o semejantes, o reconocibles? ¿No podría ser un peñasco tan inteligente como lo somos nosotros, o aún más, pero en una forma completamente irreconocible?
    Si esto es así, nada hay que nos impida decir que todo objeto en el Universo es tan inteligente como un ser humano, o más, pero que, en el caso de cada uno de esos objetos, la índole de su inteligencia es tan diferente de la nuestra que resulta irreconocible para nosotros.
    Si podemos sostener tal cosa, todos los argu­mentos terminan ahí mismo y no hay lugar para más investigaciones. Debemos establecer límites para poder continuar. Al buscar inteligencia no humana podemos limitarnos razonablemente a la que poda­mos reconocer como tal (aunque sea sólo vagamen­te), por medio de observaciones reproducibles y empleando como norma nuestra propia inteligencia.
    Es posible que esa inteligencia sea tan diferente de la nuestra, que no la reconozcamos inmediata­mente, pero que sea posible llegar a reconocerla por grados. Sin embargo, en todos los años de rela­ción humana con objetos inanimados, no ha habido verdadera razón para suponer que cualquiera de ellos haya mostrado ningún signo de inteligencia, por pequeño que sea ([5]), motivo por el cual es muy razonable eliminarlos.
    Si pasamos a los objetos animados, podríamos plantear el asunto de cómo distinguir entre objetos inanimados y animados. La distinción es más difícil de lo que podríamos creer, pero parece fuera de lugar. Los objetos que ofrecen la más ligera posi­bilidad de confusión respecto a su clasificación entre animados o inanimados no presentan motivos razo­nables para que se les atribuya inteligencia no hu­mana.
    Y de los objetos que indiscutiblemente son ani­mados, podemos eliminar a todo el mundo vegetal. No hay inteligencia reconocible en la más asombrosa secoya, en la rosa de perfume más fino, o en el más feroz atrapamoscas ([6]).
    En cambio, tratándose de animales, el asunto cambia. Los animales se mueven, como nosotros, y tienen necesidades reconocibles, como nosotros las tenemos. Comen, duermen, eliminan, se reproducen, buscan la comodidad y evitan el peligro. Por este motivo, existe la tendencia a ver en sus actos una motivación e inteligencia humana.
    Así, en la imaginación humana, a las hormigas y a las abejas, que siguen una conducta totalmente instintiva, con poca o ninguna capacidad para la va­riación individual o modificaciones de conducta para hacer frente a eventualidades no buscadas, se les tiene como industriosas por su propia voluntad.
    A la culebra, que serpentea por la hierba porque ésa es la única manera en que su forma y su estruc­tura le permiten moverse, y que por tanto evita ser descubierta y puede atacar antes de ser vista, se le imagina taimada e insidiosa. (Esa caracterización la sostiene la autoridad de la Biblia; véase Génesis 3:1.)
    De manera semejante, al asno se le cree estú­pido, al león y al águila, orgullosos y majestuosos; al pavo real, vanidoso; a la zorra, astuta, y así suce­sivamente.
    Es casi inevitable que la muy extendida atribu­ción de motivos humanos a la conducta de los ani­males nos lleve a dar por sentado, de poder esta­blecer comunicación con ciertos animales, que tienen inteligencia humana.
    Esto no quiere decir que ciertos seres humanos, si se les presionara, reconocerían que creen tal cosa. Sin embargo, podemos ver las películas de Disney, en las que figuran animales con inteligencia humana, y permanecer cómodamente inadvertidos de la incon­gruencia.
    Naturalmente, esos dibujos animados son única­mente un juego divertido, y la suspensión voluntaria de la incredulidad es característica muy conocida de los seres humanos. Además, las fábulas de Esopo y las crónicas medievales de Reynalda la Zorra no se refieren realmente a animales parlantes, sino que son formas de expresar algunas verdades acerca de abusos sociales, sin exponerse al enojo de los pode­rosos, quienes tal vez no sean lo suficientemente in­teligentes para reconocer que se les está satirizando.
    Sin embargo, la larga popularidad de esas his­torias de animales, a las que podemos añadir las del «Tío Remus», de Joel Chandler Harris, y las del «Dr. Dolittle», de Hugh Lofting, demuestra cierta tendencia del ser humano a suspender la in­credulidad en ese aspecto particular, tal vez más que en ningún otro. Sospecho que hay un senti­miento reprimido de que si los animales no son tan inteligentes como nosotros, deberían serlo.
    Ni siquiera podemos refugiarnos en el hecho de que las historias de animales que hablan son esen­cialmente para niños. El reciente éxito de librería de Watership Down, de Richard Adams, es un ejem­plo de un libro para adultos sobre animales que hablan, que me pareció profundamente conmovedor.
    No obstante, junto a este antiguo y primordial sentimiento de parentesco con los animales (aunque los cazamos y los esclavizamos), hay, en el pensa­miento occidental por lo menos, la conciencia de un abismo infranqueable entre los seres humanos y otros animales.
    En el relato bíblico de la creación, el ser humano es creado por Dios en forma diferente de como lo fue el resto de los animales. Al hombre se le des­cribe como hecho a imagen de Dios, quien le dio el dominio sobre el resto de la creación.
    El significado de esta diferencia puede interpre­tarse de diversas maneras: que el ser humano tiene alma y los otros animales no; que hay una chispa de divinidad e inmortalidad en los seres humanos, no existente en otros animales; que en los seres humanos hay algo que sobrevivirá a la muerte, en tanto que nada de eso ocurrirá en el caso de otros animales, etcétera.
    Todo esto se encuentra fuera del campo de la ciencia y puede dejarse de lado. Empero, el influjo de tales puntos de vista religiosos invita a creer que sólo los seres humanos son racionales y que ningún otro animal lo es. Esto, por lo menos, es algo que puede ser sometido a prueba y observado por los métodos usuales de la ciencia.
    Con todo, los seres humanos no se han sentido lo suficientemente seguros de la singularidad de su especie como para permitir que se les someta a la prueba de la investigación científica. Hay cierto re­celo acerca de la tendencia de los biólogos, con un vigoroso concepto del orden, a clasificar a los seres vivientes en especies, géneros, órdenes, familias y demás.
    Al agrupar a los animales de acuerdo con las se­mejanzas mayores y menores, se forma una especie de árbol de la vida, con varias especies que ocupan diferentes vástagos de distintas ramas. Lo que co­mienza como metáfora, sugiere bastante claramente la posibilidad de que el árbol crezca y las ramas se desarrollen.
    En resumen, la simple clasificación de las espe­cies conduce, inexorablemente, a la sospecha de que la vida evolucionó; de que, por ejemplo, especies más inteligentes se desarrollaron de otras menos inteligentes; y de que, especialmente, los seres hu­manos se perfeccionan a partir de especies primi­tivas que carecían de capacidades que ahora consi­deramos peculiarmente humanas.
    En efecto, cuando Charles Darwin publicó su obra El origen de las especies, en 1859, hubo una explosión de ira contra ese libro, a pesar de que Darwin se abstuvo cuidadosamente de referirse a la evolución humana. (Transcurriría otra década antes de que se atreviera a publicar El origen del hom­bre.)
    Aún ahora, a mucha gente se le hace difícil acep­tar el hecho de la evolución. Al parecer, no encuen­tra ofensiva la insinuación de que hay característi­cas humanas en animales como los ratones (¿quién puede ser más adorable que el Ratón Mickey?), pero le parece ofensivo que nosotros mismos descenda­mos de antepasados subhumanos.

    Primates

    En la clasificación de los animales hay un orden llamado de los primates, que incluye a los popular­mente conocidos como monos y chimpancés. En su aspecto, los primates se asemejan a los seres huma­nos más que a ningunos otros animales, y de ese aspecto es natural deducir que están más estrecha­mente relacionados con los seres humanos que otros animales. En realidad, el hombre debe ser incluido como primate, si ha de tener algún sentido la clasi­ficación de los animales.
    Una vez aceptada la evolución, debe llegarse a la inevitable conclusión de que los diversos prima­tes, con inclusión del ser humano, se han desarro­llado desde algún tallo ancestral único, y que todos son primos en diversos grados, por así decirlo.
    La semejanza de otros primates a los seres hu­manos es, al mismo tiempo, enternecedora y repul­siva. El sector de los monos es siempre el más con­currido en un parque zoológico, y la gente observa fascinada a los antropoides (los que más se aseme­jan al ser humano).
    Empero, el dramaturgo inglés William Congrave escribió en 1695: «Nunca puedo mirar detenidamen­te a un mono, sin reflexiones muy mortificantes». No es difícil adivinar que esas «reflexiones mortifi­cantes» deben haber sido que los seres humanos podrían ser descritos como monos grandes y algo más inteligentes.
    Los que se oponen a la idea de la evolución sue­len ser especialmente hostiles a los monos, al exa­gerar sus características no humanas, para hacer menos aceptable cualquier concepto de parentesco entre ellos y nosotros.
    Se han buscado distinciones anatómicas, alguna pequeña estructura corpórea que pudiera encontrar­se únicamente en los seres humanos y no en otros animales, especialmente en los simios. No se ha ha­llado ninguna.
    De hecho, la semejanza superficial entre nosotros y otros primates, y concretamente entre nosotros y el chimpancé y el gorila, se vuelve más profunda después de un detenido examen. No hay ninguna estructura interna en el ser humano que no exista también en el chimpancé y en el gorila. Todas las diferencias son de grado, nunca de clase.
    Pero si la anatomía no establece un abismo ab­soluto entre los seres humanos y los animales no humanos más estrechamente relacionados, tal vez la conducta sí lo haga.
    Por ejemplo, el chimpancé no puede hablar. Los esfuerzos por enseñar a los chimpancés jóvenes a hablar, por pacientes, hábiles y prolongados que sean, siempre han fracasado. Sin habla, el chimpan­cé sigue siendo un simple animal. (La frase en inglés dumb animal [animal mudo, o tonto] no se refiere a la falta de inteligencia del animal, sino a que no puede hablar.)
    Pero ¿podría ser que confundiéramos la comuni­cación con el habla?
    El habla es, indudablemente, la forma más eficaz y delicada de comunicación que conocemos; pero ¿es la única?
    El habla humana depende de la facultad de con­trolar movimientos rápidos y delicados de la gar­ganta, la boca, la lengua y los labios, y todo ello parece estar bajo el control de una parte del ce­rebro llamada circunvolución de Broca, por el ciru­jano francés Pierre Paul Broca (1824-1880). Si a la circunvolución de Broca la daña un tumor o un gol­pe, el ser humano padece afasia y no puede ni hablar ni comprender el habla. Sin embargo, un ser huma­no, en esas condiciones, conserva su inteligencia y puede hacerse entender, por ejemplo, por medio de gestos o señas.
    La sección del cerebro del chimpancé equiva­lente a la circunvolución de Broca, no es lo sufi­cientemente grande o compleja para que permita el habla, en el sentido humano. Pero ¿qué decir de los gestos? Los chimpancés se valen de éstos para comunicarse en la selva. ¿Podría mejorar esa fa­cultad?
    En junio de 1966, Beatrice y Allen Gardner, de la Universidad de Nevada, seleccionaron a un chim­pancé hembra, de año y medio, que llamaron Washoe, y decidieron intentar enseñarle un lenguaje de gestos para sordomudos. Los resultados fueron sor­prendentes, para ellos y para el mundo entero.
    Whashoe aprendió fácilmente varias docenas de signos, empleándolos correctamente para comunicar deseos y abstracciones. Inventó modificaciones, que también utilizaba de modo correcto. Intentó ense­ñar el idioma a otros chimpancés, y evidentemente le agradaba establecer comunicación.
    Otros chimpancés han sido adiestrados en forma semejante. A algunos se les ha enseñado a arreglar y rearreglar fichas imantadas en un tablero. Al hacer tal cosa, demostraron ser capaces de tomar en cuen­ta la gramática, y no se les consiguió engañar cuan­do sus maestros crearon deliberadamente frases sin sentido.
    A gorilas jóvenes se les ha entrenado en forma parecida, y han mostrado incluso mayores aptitudes que los chimpancés.
    No se traía de reflejos condicionados. Todas las pruebas demuestran que los chimpancés y los gori­las saben lo que están haciendo, en el mismo sen­tido en que los seres humanos saben lo que hacen cuando hablan.
    Por supuesto, el lenguaje de los simios es muy sencillo en comparación con el de los seres huma­nos. Estos son enormemente más inteligentes que los monos, pero aquí también la diferencia es de grados antes que de clase.

    Cerebro

    A cualquiera que considere la inteligencia com­parativa de los animales, le será fácil ver que el factor anatómico clave es el cerebro. Los primates tienen, en general, cerebros más grandes que la ma­yoría de los no primates, y el cerebro humano es, con mucho, el más grande entre los de primates.
    El cerebro de un chimpancé adulto pesa 380 gra­mos, y el de un gorila, 540 gramos. En comparación, el cerebro de un hombre adulto pesa un promedio de 1.450 gramos.
    Sin embargo, el cerebro humano no es el más grande que haya evolucionado. Los elefantes más grandes tienen cerebros hasta de 6.000 gramos, y las ballenas más grandes, cerebros que llegan a los 9.000 gramos.
    Es indudable que el elefante figura entre los ani­males más inteligentes. En efecto, la inteligencia de los elefantes es tan notable, que los humanos tienden a exagerarla (hay mayor tendencia a exa­gerar la inteligencia del elefante que la del mono, tal vez porque el elefante es tan diferente de nos­otros en su aspecto, que representa una menor ame­naza a nuestra singularidad).
    No tenemos la misma oportunidad de estudiar a las ballenas que a los elefantes, pero podemos creer, sin reparos, que las ballenas figuran también entre los animales más inteligentes.
    Aunque los elefantes y las ballenas son relativa­mente inteligentes, es indudable que lo son mucho, menos que los seres humanos, y tal vez menos que el chimpancé y el gorila. ¿Cómo puede tal cosa corresponder al tamaño sobrehumano de sus respecti­vos cerebros?
    El cerebro no es simplemente un órgano de la inteligencia; también es el medio por el cual los aspectos físicos del cuerpo se organizan y controlan. Si el tamaño del cuerpo es grande, una buena parte del cerebro se ocupa de lo físico y deja muy poco a lo puramente intelectual.
    Así, cada medio kilo de cerebro de chimpancé se encarga de 75 kilos de cuerpo del mismo, de suerte que la relación entre cerebro y cuerpo es de 1:150. En el gorila, la relación suele ser tan baja como de 1:500. En el ser humano, en cambio, la relación es de alrededor de 1:50.
    Compárese lo anterior con el elefante, en el que la relación entre cerebro y cuerpo es tan baja como de 1:1.000 y con las ballenas más grandes, que es como de 1:10.000. Así pues, no es sorprendente que haya algo especial en los seres humanos, que los elefantes y las ballenas, a pesar de sus grandes cere­bros, no pueden alcanzar.
    Empero, hay organismos en los cuales la relación entre cerebro y cuerpo es en realidad más favorable que la del ser humano. Esto es cierto en el caso de algunos de los monos más pequeños, y en el de ciertos colibríes. En algunos monos, la relación es tan alta como de 1:75,5. Aquí, no obstante, la masa absoluta del cerebro es demasiado pequeña como para llevar mucha carga intelectual.
    El ser humano logra un promedio muy adecuado. El cerebro humano es lo suficientemente grande para permitir una inteligencia elevada; y el cuerpo humano lo bastante pequeño para dejar un espacio cerebral para el esfuerzo intelectual.
    Pero aun en esto, el ser humano no es único.
    Al considerar la inteligencia de las ballenas, tal vez no sea justo escoger los ejemplares más grandes.
    Se podría entonces tratar de medir la inteligencia de los primates considerando al más grande, el go­rila, y pasar por alto a su primo más pequeño, el ser humano.
    ¿Qué decir de los delfines y marsopas, que son parientes pigmeos de las ballenas gigantescas? Al­gunos de esos seres no son más pesados que los humanos, y no obstante tienen un cerebro más gran­de que el del hombre (con pesos hasta de 1.700 gra­mos) y con circunvoluciones más extensas.
    Sería aventurado decir, con esa sola base, que el delfín es más inteligente que el ser humano, dado que también existe el aspecto de la organización in­terna del cerebro. El cerebro del delfín quizá esté organizado para fines predominantemente no inte­lectuales.
    La única forma de saberlo es estudiando la con­ducta del delfín, pero al intentar hacerlo tropezamos con lamentables estorbos. Los delfines parecen co­municarse por medio de sonidos modulados, que son todavía más complicados que los del lenguaje hu­mano, por lo que hasta ahora no hemos podido lograr ningún adelanto en la comprensión de esos sonidos. También parecen mostrar algunos indicios de conducta inteligente, incluso de conducta afable y comprensiva, pero, por otra parte, el medio en que viven es tan distinto del nuestro que nos es difícil penetrar en ellos y entender sus pensamientos y sus motivaciones.
    El punto relativo al nivel exacto de la inteligen­cia del delfín sigue siendo discutible, al menos hasta ahora.

    Fuego

    En vista de lo expuesto en las secciones ante­riores de este capítulo, a la pregunta de si existe en la Tierra la inteligencia no humana debe respon­derse de esta manera: Sí, existe.
    Parecería que no ha sido demostrada la afirma­ción que hago al principio de este capítulo de que la ciencia señala que estamos solos. Hay varios ani­males con inteligencia sorprendentemente desarrollada, además de los simios, los elefantes y los del­fines. Los cuervos son excepcionalmente inteligentes si se les compara con otros pájaros, y los pulpos muestran un nivel de inteligencia que supera en mucho al de otros invertebrados.
    Con todo, sí existen diferencias absolutas; si hay abismos infranqueables. La clave se encuentra, no tanto en la simple presencia de la inteligencia, sino en el uso que se hace de esa inteligencia.
    Se ha definido a los seres humanos como anima­les que fabrican herramientas. Indudablemente, has­ta los homínidos de cerebro pequeño, que fueron nuestros precursores hace un par de millones de años, se valían ya de guijarros a los que daban for­ma. Esto no es sorprendente, pues el cerebro de esos homínidos, a pesar de ser pequeño, era mejor que el de los actuales simios.
    Sin embargo, otros animales, incluso algunos nada inteligentes, se valen de piedras y de ramitas, de tal forma que pueden considerarse como equiva­lentes al empleo de herramientas.
    Así pues, no es la fabricación de herramientas lo que, por sí misma, establece una distinción clara entre el ser humano y otros animales inteligentes.
    Pero puede haber cierta clase de herramienta que señale claramente la línea divisoria que separa a las especies más inteligentes de las demás.
    No tenemos que buscar mucho. La clave se en­cuentra en el control y el uso del fuego. Existen pruebas definitivas de que el fuego se empleó en cavernas de China en las cuales habitó una de las primeras especies de homínidos, la del Homo erectus, hace por lo menos medio millón de años. El descubrimiento del fuego nunca se ha olvidado.
    Ninguna sociedad humana que exista ahora en cualquier lugar de la Tierra ignora la manera de encender fuego y emplearlo. Ninguna especie no humana, hasta donde sabemos, ha logrado el más ligero adelanto hacia el empleo del fuego.
    Supongamos que definimos la «inteligencia hu­mana» de esta manera: Un nivel suficientemente alto para permitir el perfeccionamiento de métodos para encender y emplear el fuego.
    En ese caso, a la pregunta de si existe en la Tierra, entre especies no humanas, el equivalente de la inteligencia humana, debe responderse: ¡No! El ser humano es único.
    Esto podrá parecer injusto y resultado de una de­finición arbitraria y egoísta. Veamos si lo es, com­parando al delfín con el ser humano.
    El delfín pasa su vida en el agua y el ser humano en el aire. El agua es un medio viscoso, mucho más viscoso que el aire. Se necesita mayor esfuerzo para abrirse paso por el agua, a determinada velocidad, que por el aire. (Cualquiera que haya tratado de correr estando parcialmente sumergido en agua, sabe que así es.)
    Para lograr rapidez en el agua, el delfín ha evo­lucionado en forma aerodinámica, que reduce la resistencia del agua. En cambio, por moverse en el aire, el ser humano no necesita una forma aero­dinámica; puede tener una forma muy irregular y, no obstante, ser capaz de moverse rápidamente.
    Por esa razón, el ser humano es capaz de desa­rrollar apéndices complicados, lo cual no puede ha­cer el delfín. La aerodinámica del delfín le permite tener dos aletas achatadas y otra de cola, como úni­cos apéndices para maniobrar, que le sirven sólo para propulsión y guía.
    Para decirlo sucintamente, los seres humanos, por vivir en el aire, pueden desarrollar unas manos con las cuales manipular su medio ambiente. Los delfines, por vivir en el agua, no pueden desarrollar manos.
    Por otra parte, el fuego que los primeros humanos aprendieron a manejar es radiación de calor y luz resultante de una rápida reacción química que libera energía. Las más comunes reacciones quími­cas en gran escala, que liberan energía y son útiles a este respecto, resultan de la combinación, con el oxígeno del aire, de sustancias que contienen áto­mos de carbono, de hidrógeno o de ambos («com­bustible»). A este proceso se le llama combustión. El fuego no puede existir debajo del agua, pues allí no hay oxígeno libre y es imposible la combustión. Por tanto, aunque los delfines tuviesen la inteli­gencia necesaria para imaginar el fuego y resolver mentalmente los medios necesarios para dominarlo y emplearlo, no pondrían en práctica ese conoci­miento.
    Vemos ahora, no obstante, que el empleo del fuego por el hombre podría considerarse sólo como la consecuencia accidental del hecho de que el ser humano viva en el aire, lo cual, en sí mismo, no es necesariamente una verdadera prueba de inteligencia.
    Después de todo, los delfines, aunque no pueden manipular su medio ni hacer y emplear fuego, quizá hayan desarrollado, a su propia manera, una sutil filosofía de la vida. Quizá hayan resuelto, más útil­mente que nosotros, una forma racional de vivir. Es posible que intercambien más alegría y buena voluntad con sus sentimientos, y comprendan mejor. El que no podamos entender su filosofía y su mo­do de pensar no constituye una prueba de que su inteligencia sea poca, sino que, más bien, tal vez sea una prueba de la pequeñez de la nuestra.
    ¡Tal vez!
    Lo cierto es que no tenemos constancia de la filo­sofía de la vida del delfín. Esa falta de datos posi­blemente sea culpa nuestra, pero nada hay que podamos hacer a este respecto. Sin alguna prueba, no es posible razonar útilmente. Podemos buscar una prueba y quizá algún día la encontremos; pero, entretanto, racionalmente no podemos atribuir al delfín inteligencia humana.
    Además, aunque nuestra definición de inteligencia humana, sobre la base del fuego, sea injusta y egoís­ta en una escala abstracta, resultará útil y razonable para los fines de este libro. El fuego nos coloca en un camino que lleva a una búsqueda de inteligencia extraterrestre; sin el fuego, nunca hubiéramos lle­gado a ese punto.
    Así pues, las inteligencias extraterrestres que buscamos deben haber ideado el uso del fuego (o para ser justos, su equivalente) en algún momento de su historia, o bien, como estamos a punto de verlo, no podrían haber desarrollado los atributos que les permitieran ser descubiertos.

    Civilización

    En toda la historia de la vida, las especies de seres vivientes han hecho uso de la energía química por medio de la lenta combinación de ciertas sus­tancias químicas con el oxígeno dentro de sus célu­las. Ese proceso es análogo al de la combustión, pero más lento, y controlado en forma mucho más delicada. A veces se aprovecha la energía disponible en los cuerpos de especies más fuertes, como cuando una rémora se adhiere a un tiburón, o como cuando un ser humano unce un buey al arado.
    Las fuentes inanimadas de energía se emplean a veces cuando las especies se dejan llevar o mo­ver por el viento o por corrientes de agua. Sin em­bargo, en esos casos, la fuente inanimada de ener­gía debe ser aceptada en el lugar y en el momento en que se encuentre, y en la cantidad que exista en ese instante.
    En el uso del fuego por el ser humano intervino una fuente inanimada de energía portátil, que podía ser empleada cuando se deseara. Podía ser encen­dida o extinguida a voluntad y usada cuando se qui­siera. Podía ser conservada en pequeñas proporcio­nes, o alimentada hasta que fuera grande, y podía empleársele en la cantidad deseada.
    El uso del fuego permitió a los seres humanos, adaptados por la evolución al tiempo benigno, pe­netrar a las zonas templadas. Les permitió sobre­vivir a las noches frías y a los inviernos largos, protegerse de las bestias depredadoras que evitan el fuego, asar carne y tostar granos, con lo que am­pliaron su régimen alimenticio y limitaron el peligro de infecciones bacterianas y parasitarias.
    Los seres humanos se multiplicaron, lo que sig­nificó que contaron con más cerebros para idear futuros adelantos. Con el fuego, la vida no fue ya tan aleatoria y se dispuso de más tiempo para que esos cerebros se ocuparan en algo más que sus ne­cesidades inmediatas.
    En resumen, el empleo del fuego puso en movimiento una serie progresiva de adelantos tecnoló­gicos.
    Hace unos 10.000 años, en el Medio Oriente se lograron varios progresos importantísimos. Entre ellos figuraron el nacimiento de la agricultura, el pastoreo, las ciudades, la alfarería, la metalurgia y la escritura. El último paso, el de la escritura, ocurrió en el Medio Oriente hace unos 5.000 años.
    Este conjunto de cambios en un período de 5.000 años introdujo lo que llamamos civilización, nom­bre que damos a una vida asentada, a una sociedad compleja en la cual los seres humanos se especiali­zan para realizar diversas tareas.
    Indudablemente, otros animales pueden crear co­munidades complejas, de diversos tipos de individuos expertos en distintas misiones. Esto es más notable en insectos gregarios, como las abejas, las hormigas y las termitas, entre las cuales los individuos están en algunos casos especializados fisiológicamente, has­ta un grado en que no pueden comer, sino que deben ser alimentados por otros. Algunas especies de hor­migas practican la agricultura y cultivan pequeños campos de hongos, en tanto que otras pastorean ofidios; y otras, incluso, hacen la guerra y esclavizan a especies más pequeñas de hormigas. Por supuesto, la colmena y la colonia de hormigas o de termitas tienen muchos puntos de analogía con la ciudad humana.
    De cualquier modo, las sociedades no humanas más complejas, las de los insectos, son resultado de una conducta instintiva, cuyas normas se encuen­tran incorporadas a los genes y al sistema nervioso de cada insecto, desde que nace. Tampoco ninguna sociedad no humana emplea el fuego. Con excepcio­nes insignificantes, las sociedades de insectos fun­cionan con la energía producida por el cuerpo del insecto mismo.
    Así pues, es justo considerar a las sociedades humanas como fundamentalmente diferentes de otras sociedades, y atribuirles únicamente a ellas lo que llamamos civilización.
    Un tercer grupo de cambios empezó hace unos 200 años, con el perfeccionamiento de una máquina práctica de vapor, lo que condujo a la Revolución Industrial, que todavía prosigue. Además, hace unos 20 años empezamos a disponer de algunas clases de energía que podían escapar al espacio exterior en cantidades notables. Entonces, nos volvimos detectables.
    En suma, no buscamos sólo vida extraterrestre. Tampoco sólo inteligencia extraterrestre. Buscamos una civilización que disponga de suficiente energía y que sea lo bastante desarrollada para ser detectable a través de distancias interestelares. Después de todo, si el nivel de vida/inteligencia/civilización es tal que resulte indetectable, no vamos a ser nos­otros quienes la descubramos.
    Y ahora es justo decir que en la Tierra hay ni más ni menos que una civilización de la clase que buscamos; solamente una: la nuestra. Hasta donde sabemos, nunca ha habido ninguna otra de esta clase en la Tierra, y hace sólo unos cuantos años que nuestra propia civilización se convirtió en la clase a la que me refiero, es decir, en una civiliza­ción detectable.
    Naturalmente, ahora que he demostrado que, en nuestro papel de creadores de civilización, somos los únicos en la Tierra, tal soledad no es una gran tragedia, después de todo. La Tierra ya no es el úni­co mundo en la conciencia de los seres humanos. Sólo necesitamos buscar civilizaciones en otras par­tes, en otros mundos, y entonces tal vez se descubra que no estamos solos.
    2 – LA LUNA

    Fases

    Si imaginamos que miramos en torno nuestro sin saber qué pueda haber, podría perdonársenos el pensar que la Tierra es el único mundo. Entonces, ¿qué es lo que hizo a la gente creer que había otros mundos?
    La Luna. Consideremos lo siguiente:
    La característica predominante de los objetos en el firmamento es su fulgor. Las estrellas son peque­ños puntos de luz centelleante; los planetas, otros puntos, algo más vivos, de luz refulgente. El Sol es un círculo de luz intensa. Hay algún que otro meteo­rito, que produce una breve línea de luz. Hay tam­bién, ocasionalmente, algún cometa que es una man­cha de luz, irregular y confusa.
    Es la luz lo que hace que los objetos celestes parezcan completamente diferentes de la Tierra, la cual en sí misma es oscura y no irradia fulgor al­guno.
    Por supuesto, se puede producir luz en la Tierra en forma de fuego, pero es completamente distinta de la celeste. Los fuegos terrestres deben ser ali­mentados constantemente con combustible, pues de otra suerte menguan y se apagan, en tanto que la luz del cielo continúa siempre sin cambiar.
    En efecto, el filósofo griego Aristóteles (384-322 a. C.) sostuvo que todos los cuerpos celestes estaban compuestos de una sustancia llamada éter, separada y diferente de los elementos que forman la Tierra. La palabra éter procede del griego y significa arder. Los objetos celestes ardían, no así la Tierra, y mien­tras se creyó que tal cosa era verdad sólo hubo un mundo: un objeto sólido, oscuro, en el cual la vida podía existir, y muchos otros, ardientes, en los que la vida no podía existir.
    Pero ahí está la Luna, único cuerpo celeste que cambia de forma regularmente y de manera bien visible, a simple vista. Las diferentes formas de la Luna (sus «fases»), se prestan idealmente a atraer la atención y, salvo por la sucesión del día y la noche, es probable que fueran los primeros cam­bios astronómicos que atrajeron la atención de los seres humanos primitivos.
    La Luna pasa por su ciclo completo de fases en poco más de 29 días, lo cual es un lapso particular­mente cómodo. Para el agricultor y el cazador pre­históricos, el ciclo de las estaciones (el año) era muy importante, pero resultaba difícil notar que, por lo general, las estaciones se repetían cada 365 o 366 días. Ese número era demasiado elevado para que se pudiese llevar con facilidad su contabilidad. Con­tar 29 o 30 días desde cada Luna nueva hasta la siguiente, y 12 o 13 Lunas nuevas por cada año, era más sencillo y mucho más práctico. Hacer un calendario que sirviera para dividir las estaciones del año en términos de las fases de la Luna, fue con­secuencia natural de las primeras observaciones astronómicas.
    Alexander Marshak, en su libro The Roots of Civilization (Las raíces de la civilización), publicado en 1972, arguye en forma convincente que, antes del comienzo de la historia escrita, los primeros seres humanos marcaban en piedras una clave que tenía el propósito de llevar la cuenta de las Lunas nuevas. Gerald Hawkins, en Stonehenge Decoded (Stonehenge descifrado), sostiene, en forma igual­mente persuasiva, que Stonehenge fue un observa­torio prehistórico, ideado para llevar cuenta de la Luna nueva y predecir los eclipses lunares que ocu­rren alguna que otra vez durante la Luna llena. (Un eclipse lunar era la aterradora «muerte» de la Luna, de la que los seres humanos dependían para el cómputo de las estaciones. Poder predecir el eclipse reducía el temor.)
    Muy probablemente, la imprescindible necesidad práctica de formar un calendario con base en las fases de la Luna fue lo que obligó a los seres hu­manos a interesarse por la astronomía, después a la observación cuidadosa de los fenómenos naturales en general, y, posteriormente, al adelanto de la cien­cia.
    Me parece que el hecho de que fuesen tan útiles los cambios de las fases, necesariamente reforzó el concepto de la existencia de una deidad benévola que, por su amor a la humanidad, había ordenado los cielos en un calendario que guiaría al género humano hacia maneras adecuadas de asegurarse un suministro constante de alimentos.
    En muchas culturas antiguas, cada Luna nueva se celebraba con un ritual religioso y, generalmente, el cómputo del calendario se ponía en manos de sacerdotes. La palabra calendario procede del latín y significa proclamar, puesto que cada mes comen­zaba cuando la llegada de la Luna nueva era oficial­mente proclamada por los sacerdotes. Así pues, po­dríamos concluir que una parte considerable del desarrollo religioso de la estirpe humana, de la creen­cia en Dios como padre benévolo, no como tirano caprichoso, puede atribuirse a las cambiantes fases de la Luna.
    Además, el hecho de que el estudio cuidadoso de la Luna fuese tan importante para el control de la vida cotidiana de los seres humanos, necesaria­mente hizo nacer el concepto de que los demás ob­jetos celestes podrían también ser vitales a este res­pecto. Las fases de la Luna pueden haber contribuido así al robustecimiento de la astrología y, por ende, al de otras formas de misticismo.
    Pero además de todo esto (y si la Luna ha per­mitido el desarrollo de la ciencia, la religión y el misticismo, parece casi injusto esperar algo más de ella), la Luna hizo surgir el concepto de la plura­lidad de los mundos; la idea de que la Tierra era sólo un mundo entre muchos otros.
    Cuando los seres humanos empezaron a observar la Luna noche tras noche, para seguir sus fases, era natural suponer que cambiaba de forma, literalmen­te. Nacía como delgada Luna creciente, aumentaba hasta volverse un círculo luminoso completo, des­pués disminuía hasta ser Luna menguante y poste­riormente moría. Cada Luna nueva era, materialmen­te una nueva Luna, una creación recién surgida.
    Sin embargo, desde mucho tiempo atrás fue evi­dente que los cuernos de la Luna creciente siempre aparecían en dirección contraria a la del Sol. Eso bastaba para indicar cierta conexión entre el Sol y las fases de la Luna. Cuando surgió esa idea, las observaciones posteriores demostrarían que las fases tenían conexión con las posiciones relativas del Sol y la Luna. Había Luna llena cuando ésta y el Sol estaban precisamente en partes opuestas del firma­mento. La Luna se hallaba en su fase intermedia cuando había una separación de 90 grados entre ella y el Sol. La Luna se encontraba en creciente cuan­do estaba cerca del Sol, y así sucesivamente.
    Parecía evidente que si la Luna era una esfera tan opaca como la Tierra, y brillaba únicamente por la luz que recibía y reflejaba del Sol, debería pasar forzosamente por el ciclo de fases que se observa­ban. Fue por esto que nació la idea, la cual se extendió hasta ser generalmente aceptada, de que la Luna era un cuerpo tan oscuro como la Tierra y que no se componía de «éter» ardiente.

    Otro mundo

    Si la Luna era semejante a la Tierra, por ser oscura, ¿no podría ser también semejante a la Tie­rra en otros aspectos? ¿No podría ser un segundo mundo?
    Desde el siglo v a. C., el filósofo griego Anaxágoras (500-428 a. C.) expresó la opinión de que la Luna era un mundo semejante a la Tierra.
    Es intelectualmente aceptable imaginar que el Universo consiste en un solo mundo, además de algunos puntos luminosos. En cambio es difícil ima­ginar que el Universo se base en dos mundos, aparte de algunos puntos luminosos. Si uno de los objetos celestes es un mundo, ¿por qué no han de ser también mundos algunos o todos los demás? Gradual­mente se extendió el concepto de la pluralidad de los mundos. Un número creciente de personas em­pezó a creer que el Universo contenía muchos mun­dos.
    Pero no mundos vacíos. Al parecer, ese pensa­miento llenaba de aversión a la gente, si acaso se le ocurría pensar tal cosa.
    El único mundo que conocemos, la Tierra, está lleno de vida, y es natural pensar que la vida es característica tan inevitable de los mundos, en gene­ral, como lo es la solidez. Además, si se piensa que la Tierra fue creada por alguna deidad o deidades, entonces es lógico suponer que los otros mundos fueron también creados de la misma manera. En tal caso, sería insensato suponer que cualquier mun­do fuese creado sólo para dejarlo vacío. ¿Qué objeto tendría crear mundos vacíos? ¡Qué desperdicio sería tal cosa!
    Así, cuando Anaxágoras expuso su creencia de que la Luna era un mundo semejante a la Tierra, también sugirió que podría estar habitada. Lo mis­mo hicieron otros pensadores antiguos, entre ellos el biógrafo griego Plutarco (46-120 d. C.).
    Además, si un mundo está habitado, parece natural suponer que lo está por seres inteligentes generalmente representados como muy semejantes a los seres humanos. Suponer un mundo habitado únicamente por plantas y animales irracionales, pa­recería un despilfarro intolerable.
    Por extraño que parezca, se habló de que había vida lunar aun antes de que se reconociera que la Luna era un mundo. Esto partió del hecho de que la Luna es también singular entre los cuerpos ce­lestes, porque no tiene un brillo similar. Posee manchas oscuras que contrastan con su luz brillante, manchas más notables y asombrosamente visibles cuando hay Luna llena.
    El antiguo observador de la Luna, rústico y ordi­nario, se sentía inclinado a ver una figura en las manchas de su faz. (Realmente, hasta el observador actual, sutil e instruido, suele sentir la misma ten­tación.)
    Por la natural antropocentricidad de los seres humanos, era casi inevitable que esas manchas se interpretaran como representación de un ser hu­mano, y de allí surgió la idea del «hombre en la Luna».
    Indudablemente, la idea original fue prehistórica. Sin embargo, en tiempos medievales se hicieron fre­cuentes esfuerzos por cubrir esos antiguos concep­tos con un manto de respetabilidad bíblica. Por tanto, se creyó que el hombre en la Luna era el mencionado en Números 15:32-36: «Estando los hi­jos de Israel en el desierto, hallaron a un hombre que recogía leña en día de reposo... Y Jehová dijo a Moisés: "Irremisiblemente muera aquel hombre..." Entonces lo sacó la congregación fuera del campa­mento, y lo apedrearon, y murió...»
    No se menciona a la Luna en el relato bíblico, pero era fácil añadir el cuento de que cuando el hom­bre protestó que no quería guardar el «domingo» en la Tierra (aunque para los israelitas el día de descanso era el que nosotros llamamos sábado), los jueces dijeron: «Entonces, guardarás un eterno lu­nes (Día de Luna) en el cielo».
    En el medioevo se representaba al hombre en la Luna cargando un arbusto espinoso, símbolo de la leña que había juntado, y con una linterna, pues se suponía que estuvo recogiendo leña de noche, con la esperanza de que nadie lo viese y, por algún mo­tivo, con un perro. El hombre en la Luna, con esos accesorios, forma parte de la comedia dentro de otra comedia, representada por Bottom y otros rústicos en Sueño de una noche de verano, de William Shakespeare.
    Por supuesto, se imaginaba que el hombre en la Luna llenaba todo ese mundo, pues las manchas se­mejaban cubrir toda su faz, y la Luna parecía ser pequeña.
    Fue el astrónomo griego Hiparco (190-120 a. C.) quien por primera vez logró calcular el tamaño de la Luna, en relación con el de la Tierra, por métodos matemáticos válidos, y quien obtuvo esencialmente la solución correcta. La Luna es un cuerpo con un diámetro como de 1/4 del de la Tierra, no un cuerpo del tamaño del hombre en la Luna. Es un mundo no sólo por la índole oscura de la materia que lo forma, sino por su tamaño.
    Además, Hiparco calculó la distancia a la Luna. Se halla 60 veces más distante de la superficie de la Tierra que lo que está la superficie de la Tierra del centro de la misma.
    En términos modernos, la Luna está a 381.000 kilómetros de la Tierra y tiene un diámetro de 2.470 kilómetros.
    Los griegos ya sabían que la Luna era el más cercano de los cuerpos celestes, y que los demás se hallaban mucho más alejados. Por estar tan lejos y ser visibles, todos debían ser mundos en cuanto a su tamaño.
    El concepto de la pluralidad de los mundos des­cendió desde las esotéricas alturas de la especula­ción filosófica hasta el nivel literario; al parecer, has­ta el primer relato que conocemos, semejante a los cuentos modernos de ciencia ficción, en que figuran viajes interplanetarios.
    Allá por el año 165 d. C., un escritor griego lla­mado Luciano de Samosata escribió Una historia verdadera, en la cual relata un viaje a la Luna. En esa obra, el héroe es llevado a la Luna por un re­molino de viento. Encuentra la Luna luminosa y brillante, y en la distancia puede ver otros mundos fulgurantes. Abajo contempla un mundo que es cla­ramente el suyo propio: la Tierra.
    El universo de Luciano estaba a la zaga de los conocimientos científicos de su época, puesto que describió una Luna refulgente, y los demás cuerpos celestes, muy cerca unos de otros. Luciano supuso, asimismo, que el aire llenaba todo el espacio y que «arriba» y «abajo» era lo mismo en todas partes. No había razón, en ese entonces, para creer que no fuese así.
    Los mundos del universo de Luciano estaban ha­bitados, y el autor suponía la presencia de inteligen­cia extraterrestre en todas partes. El rey de la Luna era Endimión, en guerra con Faetón, rey del Sol. (Esos nombres fueron tomados de los mitos griegos, en los que Endimión era un joven amado por la diosa Luna, y Faetón, el hijo del rey Sol.) Los seres de la Luna y los del Sol tenían aspecto muy humano en sus instituciones y hasta en sus insensateces, pues Endimión y Faetón se hacían la guerra porque se disputaban la colonización de Júpiter.
    Transcurrieron casi 1.300 años antes de que otro escritor importante se ocupara nuevamente de la Luna. Eso ocurrió en 1532, en Orlando furioso, poe­ma épico del poeta italiano Ludovico Ariosto (1474-1533). En ese poema, uno de los personajes viaja a la Luna en la carroza divina que llevó al profeta Elías, en un remolino, hasta el Cielo. Encuentra la Luna poblada por gente civilizada.
    El concepto de la pluralidad de los mundos re­cibió otro estímulo con la invención del telescopio. En 1609, el científico Galileo Galilei (1564-1642) cons­truyó un telescopio y lo apuntó hacia la Luna. Por primera vez en la historia se vio la Luna amplificada, con detalles más claros de los que había sido posi­ble captar a simple vista.
    Galileo vio en la Luna cadenas montañosas y lo que parecían ser cráteres volcánicos. Observó man­chas oscuras y lisas, que semejaban mares. Lisa y llanamente, estaba viendo otro mundo.
    Esto estimuló la producción adicional de vuelos ficticios a la Luna. El primero fue obra de Johannes Kepler (1571-1630), astrónomo de primera línea ([7]), y se publicó póstumamente en 1633. Su título era Somnium, porque el héroe llegaba a la Luna en un sueño.
    El libro era notable por ser el primero en tomar en cuenta los hechos hasta entonces conocidos acer­ca de la Luna, la cual había sido considerada hasta entonces igual a cualesquiera bienes raíces de la Tie­rra. Kepler sabía que en la Luna las noches y los días tenían una duración equivalente a 14 días terre­nos. Sin embargo, imaginó la Luna con aire, agua y vida; nada había hasta entonces que descartara tales suposiciones.
    En 1638 se publicó el primer cuento de ciencia ficción, en idioma inglés, acerca de un vuelo a la Luna. Se titulaba The Man in the Moon (El hombre en la Luna) y su autor era un obispo inglés llamado Francis Godwin (1562-1633). También se publicó co­mo obra póstuma.
    El libro de Godwin fue el más influyente de los primeros de esta índole, pues inspiró varias imi­taciones. El héroe de la obra fue llevado a la Luna en una carroza tirada por una parvada de gansos (representados como si emigraran periódicamente a la Luna). Como de costumbre, la Luna estaba po­blada por seres inteligentes, muy humanos.
    El mismo año en que se publicó el libro de Godwin, otro obispo inglés, John Wilkins (1614-1672), cuñado de Oliverio Cromwell, escribió un equiva­lente no novelesco. En su libro The Discovery of a World in the Moon (El descubrimiento de un mun­do en la Luna) conjeturó acerca de la habitabilidad de ese cuerpo celeste. En tanto que el héroe de Godwin era un español (por haber sido los espa­ñoles grandes exploradores en el siglo anterior), Wilkins tenía la certeza de que sería un inglés quien primero llegara a la Luna. En cierto sentido, Wilkins acertó, pues el primer hombre que llegó a la Luna desciende de ingleses.
    También Wilkins supuso que existía aire en todo el trayecto a la Luna y, de hecho, en todo el Universo. Aún en 1638 no se comprendía que tal cosa haría imposible la existencia de cuerpos celestes separa­dos. Si la Luna girara en torno de la Tierra en medio de un océano infinito de aire, la resistencia de éste la detendría gradualmente y, a la postre, la haría chocar contra la Tierra, la cual, a su vez, se estre­llaría contra el Sol, y así sucesivamente.

    Falta de agua

    El concepto del aire universal no prevaleció mu­cho tiempo. En 1643, el físico italiano Evangelista Torricelli (1608-1647), discípulo de Galileo, logró equi­librar el peso de la atmósfera contra una columna de mercurio, inventando el barómetro. Resultó del peso de la columna de mercurio, que equilibraba la presión hacia abajo del aire, y que la atmósfera ten­dría una altura de sólo 8 kilómetros si su densidad era uniforme. Si la densidad disminuía con la altura, como en efecto disminuye, la atmósfera podría ser un poco más alta, antes de volverse demasiado rala para permitir la vida.
    Se aclaró, por primera vez, que el aire no llenaba el Universo, sino que era un fenómeno meramente terrestre. El espacio entre los cuerpos celestes era un «vacío», lo cual constituyó, en cierto sentido, el descubrimiento del espacio exterior.
    Sin aire, los seres humanos no podían viajar a la Luna por medio de columnas de agua, o carrozas tiradas por gansos, o por ningún otro de los mé­todos usuales que servirían para cruzar un espacio de aire.
    Realmente, la única forma como podría salvarse el vacío entre la Tierra y la Luna sería empleando cohetes, lo que mencionó por primera vez, en 1657, nada menos que el escritor francés Savinien de Cyrano de Bergerac (1619-1655). Cyrano, en su libro Viajes a la Luna y al Sol, enumeró siete maneras distintas de cómo un ser humano podría viajar de la Tierra a la Luna, y una de ellas era por medio de cohetes. Sin embargo, su héroe realizó el viaje utilizando uno de los otros medios (por desgracia, inservible).
    En el transcurso del siglo xvii, mientras conti­nuaba la observación de la Luna con telescopios cada vez mejores, los astrónomos se dieron cuenta de cier­tas peculiaridades de nuestro satélite.
    La visibilidad de la Luna parecía ser siempre clara y uniforme. Su superficie nunca la oscurecían nubes o neblina. El terminador, es decir, la línea divisoria entre los hemisferios claro y oscuro, era siempre bien definido. Nunca estaba borroso, como lo estaría si la luz se refractara a través de una atmósfera, lo que significaría la presencia en la Luna del equivalente al crepúsculo terrestre.
    Además, cuando el globo de la Luna se aproxi­maba a una estrella, ésta seguía siendo perfectamen­te brillante hasta que la superficie de la Luna lle­gaba, y entonces la estrella desaparecía en un ins­tante. No se apagaba lentamente, como ocurriría si la atmósfera de la Luna llegara antes que la super­ficie de la misma, y si la luz de la estrella tuviese que penetrar cada vez más gruesas capas de aire.
    En suma, resultó evidente que la Luna era un mundo sin aire, y también sin agua, pues el examen minucioso mostró que los negros «mares» que había visto Galileo estaban salpicados de cráteres aquí y allá. Podrían ser, acaso, mares de arena, pero nunca de agua.
    Sin agua era casi imposible que hubiese vida en la Luna. Por primera vez, la gente comprendió que era factible la existencia de un mundo muerto, pri­vado de vida.
    Sin embargo, no nos apresuremos demasiado. Aceptado un mundo sin aire y agua, ¿podemos estar seguros de que no hay vida en él?
    Empecemos por considerar la vida en la Tierra. Sin duda, esa vida muestra profunda variabilidad y versatilidad. Hay vida en las profundidades oceá­nicas y en la superficie del mar, en agua dulce y en tierra, bajo tierra, en el aire y hasta en desiertos y en páramos helados.
    Incluso hay vida en formas microscópicas que no emplean oxígeno, y otras en que el oxígeno es mor­tal. Para esas formas de vida, la falta de aire no encierra terrores. (Por tal motivo, los alimentos que se sellan al vacío deben ser primero cuidadosamen­te calentados. Algunos microbios muy peligrosos, entre ellos el que produce el botulismo, prosperan en el vacío.)
    ¿Es, entonces, tan difícil imaginar que algunas formas de vida puedan prescindir también del agua?
    Sí, lo es. Ninguna forma de vida terrestre puede prescindir del agua. La vida nació en el mar, y los fluidos que hay dentro de las células vivas de todos los organismos, hasta de aquellos que ahora viven en agua dulce o en tierra seca, y que morirían si se les pusiese en el mar, son esencialmente una forma de agua del océano.
    Ni siquiera las formas de vida en el desierto más árido han evolucionado sin depender del agua. Al­gunas pueden no beber nunca, pero obtienen el agua que necesitan de otra manera; por ejemplo, de los fluidos del alimento de que se nutren; y conservan cuidadosamente el agua que obtienen.
    Algunas bacterias pueden sobrevivir a la deseca­ción, y en forma de esporas vivir indefinidamente sin agua. Sin embargo, la cubierta de la espora pro­tege al fluido dentro de la célula bacterial. La ver­dadera desecación, en forma absoluta, mataría a la espora tan rápidamente como nos mataría a nos­otros.
    Los virus son capaces de retener su potencial de vida, aun cristalizados y sin agua. Sin embargo, no pueden multiplicarse hasta que se encuentran den­tro de una célula, y pueden pasar por cambios den­tro del medio del fluido celular.
    Pero todo esto se refiere a la vida en la Tierra, que se desarrolló en el océano. En un mundo sin agua, ¿podría prosperar una clase de vida funda­mentalmente diferente, que no dependiera del agua?
    Razonemos esto de la siguiente manera:
    En la superficie de los mundos planetarios (en uno de los cuales se ha desarrollado el único ejem­plo de vida que conocemos), la materia puede existir en cualquiera de tres estados: sólido, líquido o ga­seoso.
    En los gases, las moléculas componentes están separadas por distancias relativamente grandes, y se mueven al azar. Por ese motivo, las mezclas de gases son siempre homogéneas, es decir, todos los componentes están bien mezclados. Cualquier reac­ción química que ocurre en un lugar puede produ­cirse igualmente en otro y, por tanto, se extiende desde una parte del sistema hasta otra, con rapidez explosiva. Es difícil ver cómo pueden existir en un gas las reacciones cuidadosamente controladas y re­guladas, las cuales parecen esenciales en algo tan complicado y delicadamente equilibrado como los sistemas vivientes.
    Además, las moléculas que forman los gases tien­den a ser muy simples. Las moléculas complicadas que, podemos suponer, se necesitarían (si se espera que presenciemos los cambios variados, versátiles y sutiles que indudablemente caracterizan a cualquier cosa tan variada, versátil y sutil como la vida), en circunstancias ordinarias se encuentran en estado sólido.
    Algunos sólidos pueden ser convertidos en gases, si se les calienta lo suficiente o si se les somete a una presión muy baja. Las moléculas complicadas, características de la vida, se desintegrarían en pe­queños fragmentos si se les calentara, y serían inú­tiles. Si se les sometiera incluso a una presión igual a cero, las moléculas complicadas producirían sólo cantidades insignificantes de vapor.
    Concluimos, entonces, que no puede haber vida en el estado gaseoso.
    En los sólidos, las moléculas componentes se en­cuentran casi en contacto y pueden existir en cual­quier grado de complicación. Además, los sólidos pueden ser heterogéneos, y generalmente lo son, es decir, la composición química en una parte puede ser muy diferente de la composición química en otra. Dicho de otro modo, pueden ocurrir diferentes reac­ciones en lugares diferentes, a ritmos diferentes y en condiciones diferentes.
    Hasta aquí todo va bien; pero la dificultad co­mienza en que las moléculas de los sólidos están más o menos encerradas en su lugar, y las reaccio­nes químicas ocurrirán con demasiada lentitud para producir la delicada variabilidad que asociamos con la vida. Llegamos, entonces, a la conclusión de que no puede haber vida en el estado sólido.
    En el estado líquido, las moléculas componentes están casi en contacto y existe la posibilidad de heterogeneidad, como en el estado sólido. Sin em­bargo, las moléculas componentes se mueven con libertad, y las reacciones químicas pueden produ­cirse rápidamente, como en el estado gaseoso. Ade­más, tanto las sustancias sólidas como las gaseosas pueden disolverse en líquidos, para producir siste­mas extraordinariamente complicados, en los cuales no existe límite alguno a la variedad de reacciones.
    En suma, la clase de química que asociamos con la vida sería posible sólo en un medio líquido. En la Tierra, ese líquido es el agua; posteriormente tendremos algo que decir acerca de si existe la posi­bilidad de algún sustituto.
    Así pues, un mundo sin agua (o sin cualquier otro líquido que pudiera sustituirla) indudablemen­te parecería incapaz de sustentar la vida.
    ¿O es que sigo siendo demasiado estrecho de ideas?
    ¿Por qué no puede desarrollarse la vida y hasta hacer surgir la inteligencia con propiedades quími­cas y físicas completamente diferentes de la vida terrestre? ¿Por qué no puede haber una forma de vida muy lenta y sólida (demasiado lenta, quizá, para que la reconozcamos como vida) en la Luna o inclu­so aquí mismo, en la Tierra? ¿Por qué no puede haber en el Sol, por ejemplo, una, forma de vida gaseosa muy rápida y evanescente, que literalmente estalle en pensamiento y que experimente vidas en­teras en fracciones de segundo?
    Ya se han hecho conjeturas a este respecto. Se han escrito relatos de ciencia ficción que presentan formas de vida enormemente extrañas. Se ha consi­derado a la Tierra misma como ser viviente, lo mis­mo que a galaxias enteras y a las nubes de polvo y gas que hay en el espacio interestelar. Se ha escrito acerca de una vida que consiste exclusivamente en radiación de energía, y de una vida que existe por completo en el exterior del Universo y que es indes­criptible.
    No hay límite en las conjeturas acerca de todo esto, pero a falta de pruebas tienen que seguir sien­do sólo conjeturas. Sin embargo, en este libro iré solamente por aquellas direcciones en las que por lo menos haya alguna pista que me guíe. Esa pista quizá sea fragmentaria y tenue, y las conclusiones a que llegue podrán ser endebles, pero no cruzaré la línea que nos separa de la región en que no existe evidencia alguna.
    Por tanto, hasta no tener una prueba en sentido contrario, debo concluir que, sobre la base de lo que sabemos de la vida (que es ciertamente poco), un mundo sin líquido es un mundo sin vida. Puesto que la Luna parece ser un mundo sin líquido, puede decirse, con cierta certeza, que la Luna debe ser un mundo sin vida.
    Podríamos ser más cautelosos y decir que un mundo sin líquido es un mundo sin vida tal como la que conocemos. Sin embargo, sería tedioso repetir esa frase constantemente, por lo que la emplearé sólo alguna que otra vez, para asegurarme de que el lector no olvide que eso es precisamente lo que quie­ro decir. Entretanto, se dará por supuesto que en este libro hablo de la vida tal como la conocemos, cuantas veces hable de ella. También se recordará que no existe la menor prueba, por leve e indirecta que sea, que apoye la existencia de una clase de vida que no conocemos.
    Aun así, tal vez nos estemos precipitando a una conclusión demasiado rápida. Los astrónomos, con sus primeros telescopios, pudieron ver claramente que no había agua en la Luna, en forma de mares, grandes lagos o caudalosos ríos. Al continuar me­jorando los telescopios, no apareció ningún indicio de «agua abierta» en la superficie lunar.
    Pero ¿acaso no podría haber agua en cantidades pequeñas, en charcos o pantanos, a la sombra de las pendientes de los cráteres, en ríos subterráneos y rezumaderos, o en combinaciones químicas suel­tas, con las moléculas que forman la superficie sóli­da de la Luna?
    Esa agua no sería observable con telescopio, pero podría ser suficiente para permitir la vida.
    Podría serlo, pero si la vida tuvo su origen en reacciones químicas que ocurrieron al azar (de lo que nos ocuparemos en un capítulo posterior), en­tonces, mientras mayor sea el volumen en que se desarrollen esos procesos fortuitos, mayor será la probabilidad de que a la postre se produzca algo tan complicado como la vida. Además, mientras más grande fuese el volumen en que ocurrieran esos pro­cesos, más lugar habría para el pródigo derrame de muerte y sustitución, que sirve de poder impul­sor del azaroso proceso de la evolución.
    Donde existen sólo cantidades pequeñas de agua, la formación de vida es muy improbable; y si se forma, su evolución es muy lenta. Desborda los lími­tes de lo probable el que haya tiempo y oportunidad de que surja y florezca una forma compleja de vida, e indudablemente ninguna vida tan compleja que permita el desarrollo de inteligencia y de civilización tecnológica.
    En consecuencia, aun si admitimos la presencia de agua en cantidades no visibles para el telescopio, a lo sumo podemos suponer una vida muy simple. No hay manera de imaginar a la Luna como lugar que abrigue inteligencia extraterrestre, suponiendo que la Luna siempre haya sido como es ahora.

    Engaño lunar

    Nuevamente digo que no es el concepto de inte­ligencia extraterrestre el de difícil comprensión. La idea contraria es la que no aceptamos fácilmente. A pesar de ser negativa la prueba telescópica (en el caso de la Luna), siguió siendo difícil imaginar mun­dos muertos.
    En 1686, el escritor francés Bernard Le Govier de Fonteneíle (1657-1757) publicó su obra Conversa­ciones sobre la pluralidad de los mundos, en la que conjeturaba con donaire acerca de la vida en cada uno de los planetas entonces conocidos, desde Mer­curio hasta Saturno.
    Aunque en la época de Fonteneíle era ya dudoso que hubiese vida en la Luna, y tal cosa se volvía cada día más hipotética, resultó posible hasta 1835 engañar al público en general con cuentos de vida inteligente en la Luna. Fue ese el año del «Engaño lunar».
    Ocurrió tal cosa en las columnas de un periódico fundado poco antes, The New York Sun, muy interesado en atraer la atención y ganar lectores. Ese diario contrató a Richard Adams Locke (1800-1871), autor que había llegado tres años antes a Estados Unidos, procedente de Inglaterra, su país natal, para que escribiera ensayos.
    A Locke le interesaba la posibilidad de la vida en otros mundos y hasta había escrito algo de ciencia ficción sobre ese tema. Se le ocurrió entonces escri­bir otro poco de ciencia ficción, sin decir realmente que era sólo eso.
    Escogió como tema la expedición del astrónomo inglés John Herschel (1792-1871). Herschel había ido a Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, a estudiar el fir­mamento austral.
    Herschel llevó buenos telescopios, pero no los mejores del mundo. El valor de esos instrumentos no se hallaba en ellos mismos, sino en que todos los astrónomos y todos los observatorios astronómicos se encontraban entonces en el hemisferio boreal, por lo que las regiones cercanas al Polo Sur Celestial casi no habían sido estudiadas. Prácticamente, cualquier telescopio habría sido útil.
    Locke supo muy bien cómo explotar la situación. Comenzando con el número del Sun, correspondien­te al 25 de agosto de 1835, Locke describió con mi­nuciosidad toda clase de descubrimientos imposibles, que supuestamente hacía Herschel con un telesco­pio capaz (al decir de Locke) de una complicación tal, que permitía ver en la superficie de la Luna objetos hasta de sólo 45 centímetros de diámetro.
    En el artículo que apareció el segundo día, se definía la superficie de la Luna. Se afirmaba que Herschel había visto flores semejantes a amapolas y árboles parecidos a tejos y pinos. Se describían un gran lago, de agua azul y espumantes olas, y grandes animales que parecían bisontes y unicornios.
    Una nota ingeniosa era la descripción de una cubierta carnosa en la frente de los seres semejan­tes a bisontes, que podía subir o bajar para proteger al animal «de los grandes extremos de luz y sombra a los cuales todos los habitantes de nuestro lado de la Luna están sujetos periódicamente».
    Por último, se describían unos seres de aspecto humano, pero que estaban dotados de alas. Parecían estar conversando: «Sus gestos, y muy especialmen­te sus diversos movimientos de manos y brazos, parecían vehementes y enfáticos. Así pues, hemos inferido que se trata de seres racionales.»
    Inútil decir que los astrónomos reconocieron el absurdo de esos cuentos, pues ningún telescopio de entonces (tampoco los de ahora) podía revelar tan­tos detalles desde la superficie de la Tierra, y, ade­más, lo que se describía estaba en completa contra­dicción con lo que se conocía acerca de la superficie de la Luna y de sus propiedades.
    El engaño se descubrió muy pronto, pero entre­tanto aumentó la circulación del Sun y, durante bre­ve tiempo, fue el diario de mayor venta en el mundo. Miles y miles de personas cayeron en el engaño y pedían todavía más, lo que demostraba lo ansiosa que estaba la gente de creer en la inteligencia extraterrestre, así como en cualquier asombro y tremebundo descubrimiento (o presunto descubrimiento), que pareciera ir contra las creencias racionales, pero prosaicas, de la ciencia verdadera.
    Pero al volverse más y más evidente lo inanima­do de la Luna, subsistió la esperanza de que fuera ése un caso insólito y aislado, y de que los demás mundos del sistema solar estuviesen habitados.
    Cuando el matemático inglés William Whewell (1794-1866), en su libro Plurality of Worlds (Plura­lidad de mundos), publicado en 1853, sugirió que algunos de los planetas no podrían tal vez sustentar la vida, tal cosa representó entonces definitivamen­te una opinión minoritaria. En 1862, el joven astró­nomo francés Camille Flammarion (1842-1925) escri­bió Sobre la pluralidad de los mundos habitables, como refutación, y ese segundo libro gozó de mucha mayor popularidad.
    No obstante, poco después de la aparición del libro de Flammarion, los nuevos adelantos científi­cos inclinaron muchísimo la balanza en favor de Whewell.

    Falta de aire

    En el decenio de 1860, el matemático escocés James Clerk Maxwell (1831-1879) y el físico austriaco Ludwig Edward Boitzrnann (1844-1906), que inves­tigaban independientemente, expusieron lo que se conoce como la teoría cinética de los gases.
    Esa teoría considera que los gases, como colec­ciones de moléculas muy separadas, se mueven en direcciones indeterminadas y a muy diversas veloci­dades. Mostraba cómo se podía deducir de esto la conducta observada en los gases en condiciones cam­biantes de temperatura y de presión.
    Una de las consecuencias de la teoría fue mos­trar que el promedio de velocidad de las moléculas variaba en razón directa a la temperatura absoluta, y en razón inversa al cuadrado de la masa de las moléculas.
    Cierta fracción de las moléculas de cualquier gas se movía a velocidades mayores que la media correspondiente a esa temperatura, y podía ser superior a la velocidad de escape del planeta, cuya atracción gravitacional las detenía. Cualquier cosa que se mueva a más de la velocidad de escape, ya sea un cohete o una molécula, si no choca con algo, puede apartarse para siempre del planeta.
    En circunstancias ordinarias, una fracción mi­núscula de las moléculas de una atmósfera podría alcanzar la velocidad de escape y conservarla, a pe­sar de colisiones inevitables, hasta llegar a alturas en que pudiera fugarse sin más colisiones y entonces la atmósfera se filtraría en el espacio exterior, aun­que con lentitud imperceptible. La Tierra, cuya ve­locidad de escape es de 11,3 kilómetros por segundo, retiene de esta forma su atmósfera, y no perderá cantidades significativas durante miles de millones de años.
    Con todo, si la temperatura media de la Tierra aumentara en grado considerable, también aumen­taría el promedio de velocidad de las moléculas en su atmósfera e igualmente la fracción de esas mo­léculas que se mueven a mayor velocidad que la de escape. La atmósfera se escaparía entonces más rá­pidamente. Si la temperatura llegase a ser lo sufi­cientemente alta, la Tierra perdería pronto su at­mósfera y se convertiría en una esfera sin aire.
    Consideremos ahora el hidrógeno y el helio, gases compuestos de partículas con mucha menos masa que las del oxígeno y el nitrógeno de nuestra atmós­fera. La molécula de oxígeno (compuesta de dos átomos de oxígeno) tiene una masa de 32, en uni­dades de masa atómica, y la molécula de nitrógeno (compuesta de 2 átomos de nitrógeno) tiene una masa de 28. En contraste, la molécula de hidrógeno (compuesta de 2 átomos de hidrógeno) tiene una masa de 2, y los átomos de helio (que se encuentran solos) tienen una masa de 4.
    En determinada temperatura, las partículas lige­ras se mueven más rápidamente que las pesadas. Un átomo de helio se moverá unas tres veces más apri­sa que las moléculas pesadas, y por tanto más lentas, de nuestra atmósfera; y la molécula de hi­drógeno se moverá cuatro veces más aprisa. El por­centaje de átomos de helio y moléculas de hidrógeno que se moverían más aprisa que la velocidad de escape sería mucho mayor que en el caso del oxí­geno y el nitrógeno.
    El resultado es que la gravedad de la Tierra, que basta para retener indefinidamente las moléculas de oxígeno y de nitrógeno, perdería en seguida cual­quier hidrógeno o helio en su atmósfera, los cuales se fugarían al espacio exterior. Si la Tierra se estu­viese formando en las condiciones presentes de tem­peratura y se hallase rodeada de nubes cósmicas de hidrógeno y de helio, no tendría un campo de gra­vitación suficientemente fuerte para recoger esos pequeños y ligeros átomos y moléculas.
    Por esta razón, la atmósfera de la Tierra no con­tiene sino rastros de hidrógeno y de helio, aunque esos dos gases forman, con mucho, la masa de la nube original de materia de la que se formó el sis­tema solar.
    La Luna tiene una masa de sólo 1/81 de la de la Tierra y un campo de gravitaciones de sólo 1/81 de intensidad. Como es un cuerpo más pequeño que la Tierra, su superficie está más cerca de su centro, por lo que su pequeño campo de gravitación es algo más intenso en su superficie que lo que se esperaría de su masa total. En la superficie, la atracción gravitacional de la Luna es 1/6 de la atracción gravitacional de la Tierra en su superficie.
    Esto se refleja también en la velocidad de escape. La velocidad de escape de la Luna es sólo de 2,37 kilómetros por segundo. En la Tierra, un pequeño porcentaje desvaneciente de moléculas de determi­nado gas podría sobrepasar su velocidad de escape. En la Luna, un porcentaje considerable de molécu­las del mismo gas sobrepasaría la mucho más baja velocidad de escape de la Luna.
    Además, como la Luna gira sobre su eje con tanta lentitud, que permite al Sol permanecer en el fir­mamento sobre determinado punto de su superficie durante dos semanas consecutivas, su temperatura durante su día aumenta mucho más que lo que se eleva en la Tierra. Eso supera aún más el porcen­taje de moléculas cuyas velocidades sobrepasan a la velocidad de escape.
    El resultado es que la Luna no tiene atmósfera. Sin duda, aun la reducida gravedad de la Luna puede retener algunos gases, si sus átomos o moléculas son lo suficientemente pesados. Los átomos del gas criptón, por ejemplo, tienen una masa de 83,8, y los del gas xenón, de 131,3. El campo de gravitación de la Luna podría retenerlos fácilmente. Pero esos gases son tan raros en el Universo, en general, que aun si los hubiera en la Luna y formaran su atmós­fera, ésta tendría, si acaso, una densidad de sólo una billonésima parte de la densidad de la atmós­fera terrestre y, en el mejor de los casos, podría describírsele como «vestigio de atmósfera».
    Para todos los fines concernientes al problema de la vida extraterrestre, ese vestigio de atmósfera no tiene importancia, y podemos con justicia seguir describiendo a la Luna como un cuerpo sin aire.
    Todo esto tiene significado en lo tocante a un líquido como el agua, que es «volátil», es decir, que tiene la tendencia a vaporizarse y convertirse en gas. A determinada temperatura hay la tendencia contra­ria: de que el vapor de agua se recondense y se licue. Por tanto, a cualquier temperatura determi­nada, el agua líquida podrá estar en equilibrio con cierta presión de vapor de agua, siempre que éste no se retire de su cercanía como, por ejemplo, a causa del viento.
    Si el vapor de agua se retira, la presión de equi­librio no sube, y el agua líquida se vaporiza más y más, hasta que se acaba. Todos conocemos la for­ma en que se evapora el agua que deja una tormen­ta, hasta que por fin desaparece del todo. Mientras más alta sea la temperatura, más aprisa se evapo­rará el agua.
    Naturalmente, el vapor de agua no se retira por completo de la Tierra. Si no se condensa en un lugar, se condensa en otro, como rocío, niebla, lluvia o nieve, y así la Tierra retiene su agua.
    Si hubiera agua líquida en la Luna, el vapor que se formara se fugaría hacia el espacio, pues la masa de la molécula del agua es sólo 18, y el campo de gravitación de la Luna no la retendría. El agua lí­quida continuaría evaporándose y con el tiempo la Luna se secaría por completo. El hecho de que no haya aire en la Luna significa que no existe una presión atmosférica que disminuya la rapidez de la evaporación del agua, y si ésta existió alguna vez, se perdió inmediatamente.
    Por tanto, la Luna no puede tener ni agua ni aire. Además, cualquier mundo sin aire será un mundo sin vida, no porque el aire sea indispensable para la vida, sino porque un mundo sin aire es un mundo sin agua, y el agua sí es indispensable.
    Sin embargo, aun la teoría cinética de los gases deja algunos huecos. Sigue existiendo la posibilidad de que en el interior de la Luna haya algo de agua y hasta aire, aunque sea en combinación química con moléculas del suelo. En ese caso, las pequeñas moléculas no podrían salir a causa de fuerzas dis­tintas de la gravedad, como son las barreras ma­teriales o el enlace químico.
    Por otra parte, posiblemente hubo un tiempo en la historia de la Luna en que ésta tenía atmósfera y océano, antes de perderlos en el espacio. Posible­mente, en aquellos lejanos tiempos surgió la vida, aun la vida inteligente, que pudo haberse adaptado, biológica o tecnológicamente, a la pérdida gradual de aire y agua, por lo que podría continuar esa vida en cavernas de la Luna, con un suministro sellado de aire y agua.
    En fecha tan reciente como 1901, el escritor H. G. Wells (1866-1946) publicó The First Men of the Moon (Los primeros hombres en la Luna), y, en esa obra sus protagonistas encuentran una raza de seres lu­nares inteligentes, de carácter semejante al de los insectos, sumamente especializados, que vivían bajo la superficie.
    Hasta eso parece dudoso, pues los cálculos in­dican que la Luna habría perdido muy rápidamente su aire y su agua (si alguna vez los tuvo). Por su­puesto, los podría haber retenido durante muchas veces la duración de la vida de un ser humano, y si hubiéramos vivido en la Luna cuando ésta toda­vía tenía atmósfera y océano, habría transcurrido toda nuestra existencia normalmente. Sin embargo, la atmósfera y el océano no durarían lo suficiente para permitir que la vida se desarrollara y la inte­ligencia evolucionara desde cero. Ni quisiera se apro­ximaría a eso.
    Parecemos hallarnos ya cerca de una respuesta definitiva. El 20 de julio de 1969, los primeros astro­nautas pisaron la Luna. Trajeron a la Tierra muestras de material de la superficie de la Luna, en ese viaje y en otros posteriores. Al parecer, todas las piedras traídas indican que la Luna está completa­mente seca, que no hay ni vestigios de agua en ella y que no los ha habido en el pasado.
    Parece que, más allá de toda duda concebible, la Luna es un mundo muerto.
    3 – EL SISTEMA SOLAR INTERIOR.

    Mundos cercanos

    Cuando Galileo empezó a estudiar el firmamento con su telescopio, pudo ver que los planetas cre­cían hasta convertirse en minúsculos globos. Antes, a simple vista, parecían puntos de luz, a causa de su gran distancia.
    Más aún, Venus, por estar más cerca del Sol que la Tierra, mostraba fases como las de la Luna, como debía ser si se trataba de un cuerpo opaco que brillaba sólo por reflejo. Eso era prueba suficiente de que los planetas también eran mundos, posible­mente más o menos como la Tierra.
    Habiendo quedado ello establecido, se dio por sentado que todos los planetas tenían vida y estaban habitados por seres inteligentes. Flammarion lo sos­tuvo con firmeza, como dije en el capítulo anterior, en fecha tan reciente como 1862.
    Sin embargo, la teoría cinética de los gases des­cartaba no sólo a la Luna como lugar de vida, sino también a cualquier otro mundo más pequeño que ella. No podía esperarse que cualesquier mundos, más pequeños que la Luna, poseyeran aire o agua. Les faltaría el campo de gravitación necesario. Con­sideremos los asteroides, el primero de los cuales fue descubierto en 1801. Giran en torno del Sol, un poco afuera de la órbita de Marte, y el más grande de ellos tiene un diámetro de sólo 1.000 kilómetros. Hay entre 40.000 y 100.000 asteroides, con diámetro de por lo menos uno o dos kilómetros, y todos ellos carecen de aire o de agua líquida ([8]) y, por tanto, no tienen vida.
    Lo mismo puede decirse de los dos pequeños satélites de Marte, descubiertos en 1877. Probable­mente son asteroides atraídos a su órbita y no tie­nen ni aire ni agua líquida.
    Dentro de las órbitas de los asteroides se encuen­tra el «sistema solar interior», y en él hay cuatro cuerpos planetarios más grandes que la Luna. Ade­más de la Tierra misma, tenemos a Mercurio, Venus y Marte.
    De ellos, Mercurio es el más pequeño, pero 4,4 veces mayor en masa que la Luna, con un diámetro de 4.860 kilómetros, que viene a ser 1,4 veces mayor que el de la Luna. La gravedad superficial de Mer­curio es 2,3 veces la de la Luna y casi 2/5 de la de la Tierra. ¿Podría tal vez retener una atmósfera del­gada?
    No podría. Mercurio es también el planeta más próximo al Sol. En el momento de mayor acer­camiento al Sol se encuentra a sólo 3/10 de la distancia a que está la Tierra del Sol. Cualquier aire que tuviese se calentaría a temperaturas mucho más altas que las de la atmósfera terrestre. Las moléculas de gas en Mercurio serían más veloces y más difíci­les de retener. Así pues, se espera que Mercurio carez­ca de aire y agua, y esté tan muerto como la Luna.
    En 1974 y 1975, una exploración espacial, la del Marinar 10, pasó cerca de la superficie de Mercurio en tres ocasiones. La tercera vez a menos de 327 kilómetros de la superficie. Se logró un mapa deta­llado de Mercurio, se encontró que su superficie tenía cráteres en todo semejantes a los de la Luna, y se confirmó que carecía de aire y de agua. No quedaba ninguna duda material de que no había vida en él.
    Venus ofrece mucha más esperanza. Su diámetro es de 12.100 kilómetros, en comparación con el de 12.740 kilómetros de la Tierra. La masa de Venus es aproximadamente 0,815 veces la de la Tierra, y su gravedad en la superficie es 0,90 veces la de ésta.
    Aun considerando que Venus está más cerca del Sol que la Tierra, y por eso debería ser más caliente que ésta, parece que tiene atmósfera. Su campo de gravitación es lo suficientemente fuerte para que pueda tenerla.
    En efecto, Venus tiene una atmósfera mayor y mucho más espesa que la nuestra. Venus está en­vuelto en una cubierta perpetua de nubes, lo cual fue inmediatamente interpretado como prueba de que allí había agua.
    Desgraciadamente, la capa de nubes oculta las tan deseadas vistas que podríamos tener de Venus, pues nos impide reunir pruebas de que pueda alber­gar vida. Los astrónomos no han podido nunca ob­servar su superficie, por potentes que sean sus telescopios. No han podido saber cuan rápidamente gira Venus en su eje, cuan inclinado es ese eje, cuan extensos son sus océanos (si los tiene), o cual­quier otra cosa semejante. Sin más pruebas que la existencia de atmósfera y de nubes, era difícil llegar a conclusiones razonables acerca de si hay vida en Venus.
    Por otra parte, la vida en Marte es al mismo tiempo más posible y menos posible.
    Menos posible, porque Marte es considerablemen­te más pequeño que la Tierra. Tiene un diámetro de sólo 6.790 kilómetros y una masa de 0,107 en com­paración con la de la Tierra. Con una masa de una décima parte de la Tierra no es exactamente un mundo grande; pero, por otra parte, tiene 8,6 veces más masa que la Luna, por lo que no puede decirse que sea pequeño. En realidad, tiene dos veces más masa que Mercurio.
    La gravedad en la superficie de Marte es 2,27 ve­ces la de la Luna, y casi la misma que la de Mer­curio. Sin embargo, Marte se halla cuatro veces más alejado del Sol que Mercurio, por lo que es consi­derablemente más frío. El campo de gravitación de Marte, por ese motivo, podría retener moléculas mucho más lentas.
    Se deduce de lo anterior que aunque Mercurio no tiene atmósfera, Marte puede tenerla; y la tiene. La atmósfera de Marte es tenue, pero existe. Se su­pone que Marte es más seco que la Tierra, pues su atmósfera es menos nebulosa que la nuestra (y mu­cho menos que la de Venus), pero hay alguna que otra nube. También se ven tormentas de polvo, lo que indica que deben soplar fuertes vientos.
    El aspecto más prometedor de Marte es que su atmósfera es lo suficientemente leve y libre de nubes para permitir que su superficie sea vista (aunque vagamente) desde la Tierra. Durante varios siglos, los astrónomos se han esforzado por trazar un mapa de lo que veían en ese mundo distante. (En su ma­yor acercamiento llega a 56.000.000 de kilómetros de la Tierra, distancia 146 veces mayor que la de la Tierra a la Luna.)
    El primero en descubrir una marca, que también otros podían ver, fue el astrónomo holandés Christian Huygens (1629-1695). En 1659 siguió las marcas que podía observar a medida que se movían en torno del planeta y determinó que el período de rotación de Marte era sólo un poco mayor que el de la Tierra. Ahora sabemos que Marte gira sobre su eje en 24,66 horas, en comparación con las 24 de la Tierra.
    En 1781, el astrónomo germano-inglés William Herschel (1738-1822) ([9]) notó que el eje de rotación de Marte se inclinaba a la perpendicular, como el de la Tierra, y casi en el mismo grado. La inclinación del eje de Marte es de 25,17° y el de la Tierra es de 23,45°.
    Esto significa que Marte no sólo tiene una alter­nancia de día y noche muy parecida a la de la Tierra, sino que también tiene estaciones. Por supuesto, Marte se halla a mayor distancia del Sol que noso­tros, por lo que sus estaciones son más frías que las nuestras. Además, necesita más tiempo para com­pletar su órbita en torno del Sol, 687 días, en com­paración con 365 1/4 en que lo hace la Tierra, razón por la cual las estaciones de Marte suelen ser casi dos veces más prolongadas que las nuestras.
    En 1784, Herschel notó que había casquetes de hielo en torno de los polos marcianos, como los hay alrededor de los polos terrestres. Otro punto más de semejanza consistió en que se supuso que los casquetes de hielo eran de agua congelada y ello demostraba que había agua en Marte.
    Tanto Marte como Venus parecían tener posibi­lidades de albergar vida, indudablemente más que los asteroides, la Luna o Mercurio.

    Venus

    En 1796, el astrónomo francés Pierre Simón de Laplace (1749-1827) hizo conjeturas acerca del ori­gen del sistema solar.
    El Sol gira en su eje en dirección contraria a las manecillas del reloj, cuando se le ve desde un punto muy por encima de su polo norte. Desde ese mismo punto, todos los planetas conocidos por Laplace se movían alrededor del Sol en dirección contraria a las manecillas del reloj, y todos los planetas cuyas rotaciones eran conocidas giraban en sus respecti­vos ejes en sentido contrario al de las manecillas del reloj. Además, todos los satélites conocidos por Laplace giraban, en torno de sus respectivos pla­netas, en dirección contraria a las manecillas del reloj.
    Por último, todos los planetas tenían órbitas casi en el plano del ecuador del Sol, y todos los satélites las tenían casi en el plano del ecuador de sus res­pectivos planetas.
    Para explicar todo eso, Laplace sugirió que el sistema solar había sido originalmente una inmensa nube de polvo y gas llamada nebulosa (de la palabra latina que significa nube). La nebulosa giraba len­tamente en dirección contraria a las manecillas del reloj. Su propio campo de gravitación la contrajo poco a poco, y al contraerse tuvo que girar más y más aprisa, de acuerdo con la ley de la conserva­ción del momento angular. Con el tiempo, se condensó la nebulosa hasta formar el Sol, que todavía gira en dirección contraria a las manecillas del reloj.
    Al contraerse la nebulosa en dirección del Sol, y aumentar su velocidad de rotación, el efecto cen­trífugo provocó que se dilatara en su ecuador. (Esto le ocurre a la Tierra, que tiene un dilatamiento ecuatorial que hace que los puntos que se hallan en su ecuador estén 21 kilómetros más alejados del centro de la Tierra, que los polos norte y sur.)
    La protuberancia de la nebulosa se volvía más y más pronunciada al continuar su contracción y aceleración, hasta que toda la comba fue arrojada, cual una rosca delgada, en torno de la nebulosa en­cogida. Al continuar apretándose la nebulosa, se fue desprendiendo de ella más materia, en forma de anillos.
    Según Laplace, cada uno de esos anillos o roscas se fue condensando gradualmente hasta convertirse en planeta, conservando su rotación original en sen­tido contrario a como giran las manecillas del reloj y aumentando la velocidad de rotación a medida que se condensaba. Mientras se formaba cada planeta, había la posibilidad de que a su vez expulsara ani­llos subsidiarios propios, que se convertían en saté­lites. Los anillos en torno de Saturno son ejemplos de materia arrojada (según la hipótesis nebular de Laplace) que todavía no se ha condensado y se vuelve satélite.
    La hipótesis nebular explica por qué todas las revoluciones y rotaciones en el sistema solar deben ser en la misma dirección ([10]): porque todas parti­cipan en la rotación de la nebulosa original.
    También explica por qué todos los planetas giran en el plano del ecuador del Sol. Esto obedece a que se formaron originalmente de las regiones ecuato­riales del Sol, así como los satélites lo hicieron de las regiones ecuatoriales de los planetas.
    La hipótesis nebular, fue más o menos aceptada por los astrónomos en el siglo xix, y añadió detalles al cuadro de Marte y de Venus, imaginado por la gente.
    De acuerdo con esa teoría, parecería que, al con­densarse la nebulosa, los planetas se formarían en orden, desde los más alejados del Sol hasta los más cercanos. En otras palabras, después de que la ne­bulosa se condensó hasta tener un diámetro de sólo 500 millones de kilómetros, se desprendió de ella el anillo de materia con que se formó Marte. Después de mucho tiempo que duró una contracción adicio­nal, se separó la materia con que se formaron la Tierra y la Luna, y al cabo de otro período desco­nocido, la materia con que se formó Venus.
    Así pues, arraigó la creencia de que Marte había avanzado más en el camino de la evolución que la Tierra, no sólo en lo concerniente a sus caracte­rísticas planetarias, sino también respecto a la vida en él. De igual manera, Venus no había avanzado tanto en el camino de la evolución. Por ese motivo, el químico sueco Svante August Arrhenius (1859-1927) trazó en 1918 un cuadro elocuente de Venus, como una selva empapada de agua.
    Esa manera de pensar se reflejó en los cuentos de ciencia ficción, que solían pintar a Marte como habitado por una raza inteligente, con una larga his­toria que empequeñecía la de los seres humanos de la Tierra. Se describía algunas veces a los marcia­nos como mucho más adelantados tecnológicamente que nosotros, pero a menudo igualmente decadentes y cansados de la vida, por ser una especie tan an­tigua.
    Por otra parte, se escribieron muchos relatos acerca de Venus como planeta selvático, o con un océano que inundaba toda la superficie; pero, en cualquier caso, cubierto de formas primitivas de vida. En 1954, yo mismo publiqué una novela titu­lada Lucky Starr and the Oceans of Venus (Lucky Starr y los océanos de Venus), en que describí al planeta con un océano planetario. Pero sólo dos años después se modificaron profundamente nues­tros conceptos acerca de Venus.
    Después de la Segunda Guerra Mundial, los astró­nomos obtuvieron muchos instrumentos nuevos, ex­traordinariamente útiles en la exploración de los mundos del sistema solar. Podían enviar microondas a la superficie de planetas distantes, recibir reflejos, y, de las propiedades de esos reflejos, deducir la naturaleza de la superficie, aunque no la pudiesen observar ópticamente. Podían también recibir on­das de radio, emitidas por los propios planetas. Asimismo, podían lanzar cohetes exploradores que pasaran cerca del planeta o que se posaran en su superficie y transmitieran datos útiles (como en el caso del mapa de la superficie de Mercurio, trans­mitido por el Mariner 10).
    En 1956, el astrónomo norteamericano Robert S. Richardson analizó los reflejos de radar proceden­tes de la superficie de Venus, detrás de la capa de nubes de ese planeta, y descubrió que giraba muy lentamente, pero en sentido contrario, es decir, en la dirección de las manecillas del reloj.
    Ese mismo año, un grupo de astrónomos enca­bezado por Cornell H. Mayer recibió ondas de radio procedentes de Venus y quedó atónito al ver que la intensidad de esas ondas equivalía a la que cabía esperar de un objeto mucho más caliente de lo que se creía que era Venus. De ser eso cierto, no podría haber océano planetario en Venus; de hecho, no podía haber agua líquida de ninguna clase (y así se echó a perder mi pobre novela, que sólo hacía dos años que había sido publicada).
    El 14 de diciembre de 1962, una sonda explora­dora norteamericana de Venus, el Mariner 2, pasó cerca de la posición de Venus en el espacio, captó su emisión de ondas de radio y confirmó el informe anterior. El 12 de junio de 1967, una sonda explo­radora soviética de Venus, Venera 4, penetró en la atmósfera de Venus y transmitió datos confirmato­rios, mientras descendía durante una hora y media. Venera 5 y Venera 6 descendieron sobre la super­ficie de Venus el 16 y el 17 de mayo de 1969, y la incógnita quedó resuelta más allá de toda duda.
    Venus tiene una atmósfera extraordinariamente densa, unas 95 veces más densa que la de la Tierra. Además, la atmósfera de Venus es de un 95 por cien­to de bióxido de carbono, cuyas moléculas tienen una masa de 44. (El bióxido de carbono se había detectado desde 1932 en la atmósfera de Venus, por métodos más ordinarios.)
    Es natural que un planeta tenga atmósfera que contenga bióxido de carbono. Nuestra propia atmós­fera tiene una pequeña porción (0,03 por ciento) que es indispensable para el desarrollo de la vida ve­getal.
    La fotosíntesis de las plantas verdes emplea la energía solar para combinar moléculas de bióxido de carbono con moléculas de agua, y formar los componentes del tejido de las plantas; azúcar, almi­dón, celulosa, grasas, proteínas y otras sustancias. Sin embargo, en ese proceso se forma oxígeno libre en exceso, que es descargado en la atmósfera.
    Se cree, generalmente, que en un pasado remoto la atmósfera de la Tierra contenía mucho más bió­xido de carbono que ahora, y que no había oxígeno libre. (Volveremos a este asunto más adelante.) Así pues, la atmósfera primigenia de la Tierra fue pare­cida a la que ahora existe en Venus, pero menos densa; y sólo la acción de la fotosíntesis retiró gra­dualmente el bióxido de carbono y lo sustituyó por oxígeno.
    Del hecho de que la atmósfera de Venus sea rica en bióxido de carbono y pobre en oxígeno, podemos deducir inmediatamente que la fotosíntesis, como la conocemos en la Tierra, no existe en este planeta, o por lo menos no ha existido por mucho tiempo.
    Esto parecería indicar que no hay plantas verdes de importancia en ese planeta y, por tanto, no hay vida animal (la cual depende de las plantas para nutrirse), ni tampoco hay inteligencia.
    Podría objetarse que la fotosíntesis no es esencial para la vida, y en efecto no lo es. En la Tierra hay formas de vida que ni emplean la fotosíntesis ni dependen de otras formas de vida que la empleen. Sin embargo, todas ellas pertenecen al nivel bacte­rial, y nada indica que ahora o antes haya existido en la Tierra ninguna forma de vida, superior a la bacterial, que no haya necesitado fotosíntesis, bien sea en forma directa o indirecta.
    También podría argüirse a este respecto que la Tierra no debe tomarse como la regla. Supongamos que una forma de vida obtuvo su energía del Sol e hizo uso del bióxido de carbono, pero que, de algún modo, almacenó el oxígeno en lugar de emi­tirlo a la atmósfera. Con el tiempo empleó el oxí­geno combinándolo con átomos de carbono y de­volvió el bióxido de carbono a la atmósfera. De esa manera podría existir fotosíntesis y al mismo tiempo una atmósfera de bióxido de carbono.
    Esto no va más allá de los límites de la posi­bilidad, pero:
    El bióxido de carbono tiene la propiedad de ab­sorber la radiación infrarroja. Permite que la luz visible del Sol, de alta energía, penetre en la super­ficie del planeta, y absorba la radiación infrarroja de baja energía (invisible) que el planeta reemite en la noche al espacio. Esto se llama efecto de inver­nadero, pues los cristales de un invernadero hacen lo mismo.
    Al retener la radiación infrarroja, el bióxido de carbono en la atmósfera eleva la temperatura del planeta, de la misma manera que los cristales retie­nen la radiación infrarroja y elevan la temperatura de un invernadero. A causa del alto contenido de bióxido de carbono en la atmósfera de Venus, la temperatura superficial del planeta es mucho más alta de lo que cabría sobre todo esperar si tuviéra­mos en cuenta únicamente su distancia del Sol, so­bre todo porque esperaríamos que sus nubes lo protegieran de gran parte del calor del Sol. Venus es víctima de un efecto incontrolado de invernadero.
    El resultado es que la temperatura de la super­ficie de Venus es de unos 480 °C, considerablemente más alta que en la superficie de Mercurio. Es cierto que este último planeta está más cercano al Sol, pero también es cierto que no tiene atmósfera que reten­ga el calor.
    La temperatura en la superficie de Venus es mu­cho más alta que el punto de ebullición del agua, y lo suficientemente caliente para fundir con faci­lidad el plomo. No puede haber agua líquida en ninguna parte del planeta. El agua que tenga será vapor en forma de nubes, y hay pruebas de que casi todas las gotitas líquidas que hay en las nubes son de una sustancia extremadamente corrosiva: ácido sulfúrico.
    Se necesitaría tener una imaginación demasiado vivida para concebir vida en un planeta así, por lo que Venus debe ser eliminado como posible refugio de inteligencia extraterrestre.

    Canales marcianos

    En cuanto a Marte, desde el principio pareció tener mayores posibilidades de sustentar vida. Su rotación, la inclinación de su eje y sus casquetes de hielo parecían alentadores. Su presunta vejez parecería darle grandes probabilidades de albergar vida avanzada.
    Allá por 1830, los astrónomos empezaron a hacer tenaces esfuerzos para formar un mapa de Marte. El primero lo logró el astrónomo alemán Wilhelm Beer (1797-1850). Lo siguieron otros, pero el éxito no fue notable. Era difícil ver detalles a través de dos atmósferas, la de la Tierra y la de Marte, a una distancia de centenares de millones de kilómetros. Cada astrónomo que intentaba trazar un mapa de Marte parecía terminar con uno completamente dis­tinto de los de sus predecesores.
    Sin embargo, todos estaban de acuerdo en que parecía haber zonas claras y zonas oscuras, y pros­peró la idea de que las claras representaban super­ficies de tierra, y las oscuras, superficies de agua.
    En 1877 se presentó una oportunidad especial­mente buena de observación, cuando Marte y la Tierra estuvieron en las partes de sus respectivas órbitas que los acercaban lo máximo posible. Ya en­tonces, por supuesto, los astrónomos disponían de mejores telescopios.
    El astrónomo italiano Giovanni Virginio Schiaparelli (1835-1910) tenía un telescopio excelente. Du­rante las observaciones que hizo en 1877, dibujó un mapa de Marte que, una vez más, parecía comple­tamente diferente de cualquier otro anterior. No obs­tante, con el nuevo mapa las cosas se aclararon. Por fin se vio lo que había que ver, o así parecía, pues generalmente los astrónomos posteriores observaron en los siguientes cien años lo mismo que Schiaparelli viera como un conjunto de zonas claras y os­curas.
    Ya entonces, Maxwell y Boltzmann habían expuesto su teoría cinética de los gases, y no parecía que un cuerpo con masa y campo gravitacional, como el de Marte, pudiera tener grandes extensiones de agua. Aun en la baja temperatura de Marte, el vapor de agua debía haberse escapado fácilmente si la at­mósfera del planeta era más tenue que la de la Tie­rra. Por este motivo, creció la sospecha de que había poca agua en Marte. Tenía sin duda sus casquetes de hielo y podría tener regiones pantanosas y ma­rismas, pero parecía improbable que tuviese mares abiertos y océanos.
    ¿Qué eran, entonces, las zonas oscuras?
    Quizá fuese vegetación que crecía en ciénagas, y las zonas claras tal vez desiertos arenosos. Resultaba interesante que cuando era verano en un hemisferio, y el casquete de hielo se reducía, presumiblemente al derretirse, las zonas oscuras se extendían, como si el hielo derretido regara el suelo y permitiera que la vegetación creciera.
    Mucha gente empezó a dar por sentado que ha­bía vida en Marte.
    Además, durante sus observaciones de Marte en 1877, Schiaparelli notó unas líneas más bien delga­das y oscuras, cada una de las cuales conectaba dos zonas oscuras más grandes. Esas líneas habían sido ya observadas en 1869 por otro astrónomo italiano, Pietro Angelo Secchi (1818-1878), quien las llamó canales, nombre natural de un espacio largo y del­gado de agua, que conecta a dos más grandes. Schia­parelli empleó el mismo término. Por supuesto, tanto Secchi como Schiaparelli utilizaron la palabra italiana canali cuyo significado es, precisamente, cana­les.
    Los canali de Schiaparelli eran más largos y más delgados que los anunciados por Secchi, y también más numerosos. Schiaparelli vio unos cuarenta, los incluyó en su mapa y les dio nombres de ríos de la historia antigua y de la mitología.
    El mapa de Schiaparelli y sus canali fueron aco­gidos con gran interés y entusiasmo. Nadie, salvo Schiaparelli, había visto los canali durante las observaciones de 1877, pero posteriormente los astró­nomos empezaron a buscarlos con especial interés, y algunos afirmaron haberlos visto.
    Además, la palabra canali fue traducida como canales. Eso era importante. Un cauce es una vía de agua angosta, generalmente una extensión acuática formada por la naturaleza. Un canal, en cambio, es una vía de agua angosta y artificial, construida (en la Tierra) por seres humanos. Tan pronto como los ingleses y los norteamericanos llamaron canal a los canali, empezaron automáticamente a concebirlos como artificiales y, por tanto, construidos por seres inteligentes.
    Inmediatamente se despertó enorme interés por Marte. Parecía ser la primera vez que se presentaba una prueba científica que favorecía mucho la exis­tencia de inteligencia extraterrestre.
    La imagen creada era la de un planeta más viejo que la Tierra, que perdía lentamente su agua a causa de su débil campo de gravitación. Los inteligentes marcianos, con historia más larga que la nuestra y con tecnología más avanzada, se enfrentaban a la muerte por deshidratación.
    En forma heroica se esforzaban por conservar vivo su planeta. Construían enormes canales para transportar el agua que necesitaban, desde el em­balse planetario, o sea desde los casquetes de hielo. Era un cuadro dramático de una antigua estirpe de seres, tal vez agonizante, que se negaba a darse por vencida y que conservaba su mundo con vida, gra­cias a su resolución y a su trabajo tesonero. Duran­te cerca de un siglo, esa imagen cautivó a mucha gente, e incluso a unos cuantos astrónomos.
    Hubo algunos de éstos que ampliaron los datos proporcionados por Schiaparelli. El astrónomo nor­teamericano William Henry Pickering (1858-1938), informó acerca de manchas redondas y oscuras en los lugares en que los canales se cruzaban, y a esas manchas se les dio el nombre de oasis. Flammarion, que creía firmemente en la vida extraterrestre, como dije antes, se mostró muy entusiasta respecto a los canales. En 1892 publicó un extenso libro titulado El planeta Marte, en el que se pronunciaba por una civilización que construía canales.
    Sin duda, el astrónomo más influyente que apoyó el concepto de civilización marciana fue el norteame­ricano Percival Lowell (1855-1916). Pertenecía a una aristocrática familia de Boston y empleó su fortuna en construir un observatorio particular en Arizona, donde el aire seco del desierto, a más de kilómetro y medio de altura sobre el nivel del mar, y la lejanía de las luces de la ciudad, permitían una visibilidad excelente. El Observatorio Lowell se inauguró en 1894.
    Durante quince años, Lowell estudió ávidamente a Marte y tomó miles de fotografías. Vio muchos más canales que Schiaparelli y dibujó mapas deta­llados que llegaron a incluir más de quinientos canales. Señaló los oasis en que se cruzaban los ca­nales, registró la forma cómo las líneas de determi­nados canales parecían volverse dobles algunas veces, y estudió los cambios estacionales de luz y sombra, los cuales parecían señalar la fluctuación de la agri­cultura. Estaba completamente convencido de la exis­tencia de una civilización avanzada en Marte.
    A Lowell no le inquietaba que otros astrónomos no pudiesen ver los canales tan bien como él. Señalaba que nadie tenía mejores condiciones de visibilidad que él en Arizona, que su telescopio era excelente, y que sus ojos eran igualmente magníficos.
    En 1894 publicó su primer libro sobre el tema, con el título de Mars (Marte). Estaba bien escrito, lo suficientemente claro para que lo entendiera el público en general, y sostenía la tesis de un Marte antiguo, que moría lentamente; de una raza de ingenieros muy adelantados, que conservaban vivo el planeta con gigantescos programas de riego; y canales señalados por fajas de vegetación a ambos lados, que los hacían visibles desde la Tierra.
    Los puntos de vista de Lowell fueron aún más extremados en los libros que publicó posteriormente; Mars and Its Canals (Marte y sus canales), en 1906, y Mars as the Abode of Life (Marte como morada de vida), en 1908. El público encontró todo eso muy interesante, pues era asombroso pensar en un planeta cercano, poblado por una inteligencia adelantada y superior a la de los seres humanos.
    Con todo, H. G. Wells, escritor inglés de ciencia ficción, superó a Lowell en popularizar la idea de que había vida avanzada.
    En 1897, Wells publicó la novela por entregas War of the Worlds (Guerra de los mundos), en una revista, y al año siguiente en forma de libro. Com­binó el concepto de Marte, que presentaba Lowell, con la situación existente en la Tierra durante los veinte años precedentes.
    En esas décadas, las potencias europeas, princi­palmente la Gran Bretaña y Francia, pero también España, Portugal, Alemania, Italia y Bélgica, habían estado repartiéndose África. Cada una de esas na­ciones estableció colonias, sin considerar casi para nada los deseos de los pueblos que vivían allí. Puesto que los africanos tenían piel oscura y sus culturas no eran las de Europa, los europeos los consideraban inferiores, primitivos y bárbaros, sin derechos so­bre su propio territorio.
    Se le ocurrió a Wells que si los marcianos se hallaban tan adelantados científicamente respecto a los europeos, como éstos lo estaban respecto a los africanos, podrían quizá tratar a los europeos como éstos trataban a los africanos. La Guerra de los mundos fue el primer relato de un conflicto armado interplanetario, en que figuraba la Tierra.
    Hasta entonces, los cuentos de visitantes que lle­gaban a la Tierra procedentes del espacio exterior habían pintado a esos seres extraños como obser­vadores pacíficos. En cambio, en la novela de Wells llegaban con armas. Huían de Marte, en donde apenas podían conservar la vida, invadían la fértil Tierra, en la que abundaba el agua, y se preparaban a conquistar el planeta para establecerse en él. Para ellos, los habitantes de la Tierra eran simples ani­males, criaturas a las que podían destruir y devorar. Los seres humanos no podían derrotar a los mar­cianos ni estorbarlos mucho, de la misma manera que los africanos no podían hacer frente a las fuer­zas armadas de los europeos. Aunque al final los marcianos fueron derrotados, esa victoria no la ob­tuvieron los seres humanos, sino las bacterias te­rrestres de la descomposición, que los cuerpos de los marcianos no podían resistir.
    Esa novela gozó de mucha popularidad e inició una ola de imitaciones, por lo que durante el si­guiente medio siglo los seres humanos dieron por sentado que cualquier invasión de inteligencia extraterrestre significaría el exterminio de la humanidad.
    Por ejemplo, el 30 de octubre de 1938, casi cua­renta años después de la publicación de La Guerra de los Mundos, Orson Welles (n. 1915), a la sazón de sólo veintitrés años, produjo una versión ra­diofónica de esa novela. Decidió actualizar el argu­mento e hizo que los marcianos descendieran sobre Nueva Jersey, en vez de sobre la Gran Bretaña. Re­lató los sucesos de manera tan vivida como le fue posible, incluso con boletines de prensa que pare­cían auténticos, declaraciones de testigos y otras cosas semejantes.
    Cualquiera que sintonizara ese programa desde su comienzo se habría enterado de que todo era fic­ción, pero algunos que lo escuchaban sin atención, y otros que empezaron a oírlo después de empezado, se sintieron aterrados por los sucesos que al parecer se desarrollaban, en especial las personas que vi­vían cerca de los lugares supuestamente invadidos.
    Un sorprendente número de personas no se de­tuvo a preguntarse si era posible que ocurriese una invasión de marcianos, o si realmente existían esos seres. Se dio por cierto que los marcianos existían, que habían llegado a conquistar la Tierra y que es­taban logrando su propósito. Centenares de aterro­rizadas personas salieron huyendo en sus automó­viles. Lo mismo que el Engaño lunar de un siglo antes, fue ése un ejemplo notable de lo fácilmente que la gente acepta la idea de la inteligencia extraterrestre.
    Aunque Lowell y sus teorías acerca de los canales marcianos convencieron al público en general, los astrónomos profesionales se mostraron extremada­mente incrédulos. Por lo menos, ésa fue la actitud de la mayoría de ellos.
    Varios astrónomos insistieron en que, aunque observaban a Marte con suma atención, nunca veían canales, y no quedaban satisfechos con las desde­ñosas garantías que les daba Lowell, de que si no los veían era sólo porque no tenían ojos y sus telescopios no eran suficientemente buenos. El astrónomo norteamericano Asaph Hall (1829-1907), cuyos ojos habían sido lo suficientemente buenos en 1877 para descubrir los minúsculos satélites de Marte, nunca vio un solo canal.
    Otro astrónomo norteamericano, Edward Emerson Barnard (1857-1923), era un observador especial­mente acucioso. En efecto, se le cita con frecuencia como el astrónomo de vista más aguda de que se tiene memoria. En 1892 descubrió un pequeño quinto satélite de Júpiter, tan pequeño y cercano al disco brillante de Júpiter mismo, que para verlo se nece­sitaban ojos de una agudeza casi sobrehumana; sin embargo, Barnard insistía en que por muy cuidado­samente que observara a Marte, nunca pudo ver ningún canal. Dijo llanamente que todo obedecía a una ilusión óptica; que las pequeñas manchas irre­gulares y oscuras se transformaban en líneas rectas ante los ojos que se esforzaban por ver objetos en el límite mismo de la visión.
    Esa opinión fue apoyada por otros. El astrónomo inglés Edward Walter Maunder (1851-1928), la some­tió a prueba en 1913. Colocó círculos dentro de los cuales pintó algunas manchas irregulares y confu­sas, y puso a niños de escuela a distancias desde las cuales apenas podían ver lo que había dentro de los círculos. Pidió a los niños que dibujaran lo que veían, y los escolares trazaron líneas rectas, co­mo las que Schiaparelli dibujara de los canales mar­cianos.
    Entretanto, los astrónomos continuaban estudian­do la habitabilidad de Marte. Al avanzar el siglo xx, se construyeron instrumentos que podían detectar y medir minúsculas cantidades de calor. Si esos de­tectores de calor se colocaban en el foco de un telescopio, y se hacía caer allí la luz de Marte, podía deducirse la temperatura de ese planeta.
    Eso lo hicieron por primera vez dos astrónomos norteamericanos, William Weber Coblentz (1873-1962) y Carl Otto Lampland (1873-1951). De tales mediciones se desprendía que la temperatura del ecuador marciano se elevaba a veces sobre el punto de congelación del agua. De hecho, era posible que en raras ocasiones las temperaturas ecuatoriales se elevaran hasta los 25 °C.
    Sin embargo, la temperatura descendía muchísi­mo durante la noche. Era imposible tomar la tem­peratura en la noche, pues el lado nocturno de Mar­te siempre se encuentra opuesto a la Tierra. En cam­bio, se podía tomar la temperatura de la madrugada en el borde occidental del globo marciano, donde la superficie del planeta salía de la noche e iniciaba el alba. Después de doce horas y cuarto de oscu­ridad, la temperatura solía bajar hasta -100 °C.
    En suma, parecía que la temperatura de Marte era demasiado baja para que existiera agua en nin­guna otra forma que no fuese hielo, salvo en una angosta región en torno del ecuador y por breve tiempo, cerca del mediodía. En las demás partes, el clima de Marte era más frío que el de la Antár­tida.
    Peor aún, la gran diferencia entre las tempera­turas del amanecer y las de mediodía significaba que la atmósfera marciana probablemente era más tenue de lo que se había creído. La atmósfera sirve de manto, absorbe y transmite el calor, y mientras más delgada sea, más rápidamente suben y bajan las temperaturas.
    Lo peor de todo esto es que una atmósfera leve no absorbe mucha radiación de energía solar. En la Tierra, la atmósfera relativamente gruesa sirve de manto eficaz, que absorbe el bombardeo de ra­diación de energía a nuestro planeta, desde el Sol y otras partes.
    Todas esas radiaciones de energía matarían a los seres desprotegidos si cayeran en la superficie de la Tierra con toda su fuerza. Marte está más alejado del Sol que nosotros y recibe una concentración me­nor de luz ultravioleta. Sin embargo, esa concentra­ción menor parece que llega a la superficie marciana en cantidades mucho mayores que a la superficie terrestre.
    En el decenio de 1940 fue ya posible analizar la radiación infrarroja de Marte, con el propósito de analizar el contenido de su atmósfera. Esto lo logró en 1947 el astrónomo holandés-norteamericano Gerard Peter Kuiper (1905-1973). Encontró que lo poco que existía de atmósfera marciana era casi en su totalidad bióxido de carbono. Había muy poco vapor de agua y, al parecer, nada de oxígeno.
    Al considerar la frialdad de Marte, algunos astró­nomos empezaron a preguntarse si no habría agua en ese planeta. ¿Podría el casquete de hielo no ser agua congelada, sino bióxido de carbono congelado?
    Al tomar todo esto en consideración, atmósfera delgada de bióxido de carbono, bombardeos de luz ultravioleta sobre la superficie de Marte, tempera­turas extraordinariamente bajas, parecía improba­ble que las formas complejas de vida que se suponía que fuesen necesarias para el desarrollo de la inte­ligencia, pudiesen haber evolucionado en Marte.
    Aumentó la impresión de que si los canales exis­tían, eran fenómenos naturales, no producto de una raza de ingenieros muy adelantados.
    Pero si no había vida inteligente, ¿podría haberla primitiva? En la Tierra hay bacterias que pueden vivir de sustancias químicas que son venenosas para otras formas de vida. Hay líquenes que crecen en la roca desnuda y en la cima de montañas donde el aire es tan ralo y la temperatura tan baja, que casi podría uno imaginarse estar en Marte.
    A partir de 1957 se efectuaron experimentos para determinar si cualesquier formas de vida simple, adaptadas a condiciones severas en la Tierra, po­drían sobrevivir en un ambiente en el que, hasta donde fuese posible, duplicara lo conocido hasta entonces del ambiente marciano. Una y otra vez se demostró que sobrevivirían algunas formas de vida.
    En ese caso, tal vez no deberíamos abandonar toda esperanza de que hubiese en ese planeta formas complejas de vida. Después de todo, la vida en la Tierra ha evolucionado para adaptarse al medio te­rrestre. Por tanto, para nosotros las condiciones en la Tierra nos parecen agradables, y las que son con­siderablemente diferentes de las de la Tierra nos parecen desagradables. Sin embargo, en Marte, las formas de vida habrían evolucionado para adaptarse a las imperantes allí, y en ese caso serían esas con­diciones las que parecerían agradables a los mar­cianos.
    Esa incógnita quedó sin ser resuelta hasta ya entrado el decenio de 1960.

    Sondeos de Marte

    En la década de 1960 se lanzaron sondas impul­sadas por cohetes, con el propósito de que pasaran cerca del planeta y transmitieran informes (como las que ya mencioné en los casos de Mercurio y Venus).
    El 29 de noviembre de 1964 se lanzó el Mariner 4, primer sondeo de Marte que tuvo éxito. Al pasar el Mariner 4 cerca de Marte, tomó veinticuatro foto­grafías que se transformaron en señales de radio y que fueron transmitidas a la Tierra, en donde se las reconvirtió en fotografías.
    ¿Qué mostraron? ¿Canales? ¿Algunas señales de civilización avanzada o, cuando menos, de vida?
    Lo que mostraron resultó ser completamente ines­perado, pues inmediatamente los astrónomos vieron que aparecían con claridad cráteres muy semejan­tes a los de la Luna.
    Los cráteres, al menos los que aparecían en las fotografías procedentes del Mariner 4, eran tantos y estaban tan bien delineados, que se llegó a la con­clusión natural de que habían estado sujetos a muy poca erosión. Esto parecía significar no sólo la exis­tencia de aire ralo, sino también poca actividad vital. Los cráteres en las fotografías del Mariner 4 pare­cían ser la señal de un mundo muerto.
    El Mariner 4 llevaba la misión de pasar detrás de Marte (visto desde la Tierra) después de su so­brevuelo, de suerte que sus señales de radio atra­vesaran la atmósfera marciana en su trayecto a la Tierra. De los cambios en las señales, los astrónomos podrían deducir la densidad de la atmósfera mar­ciana.
    Resultó que esa atmósfera era aún más delgada que lo que se había supuesto en los cálculos más modestos. Tenía menos de 1/100 de la densidad de la atmósfera terrestre. La presión del aire en la su­perficie de Marte es casi igual a la de la atmósfera de la Tierra a una altura de 32 kilómetros de la su­perficie. Esto fue otro golpe que recibió la posibi­lidad de que hubiese vida desarrollada en Marte.
    En 1969, otras dos sondas espaciales, el Mariner 6 y el Mariner 7, fueron lanzadas con el fin de que pasaran cerca de Marte. Iban provistas de mejores cámaras e instrumentos, y tomaron más fotografías. Las nuevas fotografías, mucho mejores que las an­teriores, mostraron que era cierto lo de los cráte­res. La superficie marciana estaba llena de ellos, en algunos lugares en igual profusión que en la Luna.
    Sin embargo, las nuevas sondas mostraron que Marte no era completamente igual a la Luna. Apa­recían regiones en las fotografías, en que la super­ficie marciana era llana y sin accidentes, y otra en que la superficie era revuelta y accidentada, en for­ma no característica ni de la Luna ni de la Tierra. Continuaba sin haber signo alguno de canales.
    El 30 de mayo de 1971 fue lanzado el Mariner 9. Esa sonda no iba simplemente a pasar cerca de Mar­te, sino a ponerse en órbita en torno a ese planeta. El 13 de noviembre de 1971 entró en órbita. Marte se hallaba entonces en medio de una tormenta de polvo que abarcaba todo el planeta, y nada se podía ver, pero el Mariner 9 esperó. En diciembre de 1971, el polvo se asentó por fin y el Mariner 9 tomó foto­grafías de Marte. Todo el planeta quedó cartografiado detalladamente.
    Lo primero que quedó aclarado en forma defini­tiva fue que no existían canales en Marte. Lowell se había equivocado. Lo que vio fue una ilusión óptica.
    Tampoco las zonas oscuras eran agua o vegeta­ción. Marte parecía ser todo desierto, pero aquí y allá había franjas oscuras que generalmente partían de algún pequeño cráter, o de otra elevación. Pare­cían estar compuestas de partículas de polvo impul­sadas por el viento, que tendían a acumularse don­de una elevación rompía la fuerza del viento, en el lado contrario.
    Había también algunas franjas claras, y la dife­rencia entre éstas y las oscuras tal vez obedecía al tamaño de las partículas. La posibilidad de que las zonas oscuras y las claras señalasen diferencias del polvo, y de que las zonas oscuras se ensancharan en la primavera a causa de los cambios estacionales del viento, había sido ya sugerida unos cuantos años antes por el astrónomo norteamericano Carl Sagan (n. 1935). El Mariner 9 demostró que Sagan estaba por completo en lo cierto.
    Sólo uno de los hemisferios de Marte tenía crá­teres y se asemejaba a la Luna; en el otro había gigantescos volcanes y cañones, y parecía geológica­mente vivo.
    Una característica de la superficie marciana des­pertó considerable curiosidad. Había marcas que culebreaban por la superficie de Marte como ríos y que tenían ramificaciones semejantes en todo a tributarios. Además, los helados casquetes polares parecían estratificados. En el borde, donde se derretían, se asemejaban a un montón inclinado de delgadas fichas de póquer.
    Es posible suponer que la historia de Marte sea la de diversos ciclos de clima. El actual puede ser un ciclo frío, con casi toda el agua congelada en los casquetes de hielo y en el suelo. Posiblemente, en el futuro el ciclo correspondiente sea el templado, en el cual los casquetes helados se derritan, libe­rando agua y bióxido de carbono, de suerte que la atmósfera se vuelva más densa y los ríos se agran­den.
    En ese caso, aunque no haya ahora vestigios de vida en Marte, pudo haberlos en el pasado y los podrá haber en el futuro. En cuanto al presente, las formas de vida quizá estén hibernando en el suelo helado, en forma de esporas.
    En 1975, dos sondas, el Viking 1 y el Viking 2, la primera lanzada el 20 de agosto y la segunda el 9 de setiembre, partieron a Marte. Habrían de po­sarse en el planeta y observarlo de diversas mane­ras. Especialmente, tenían que llevar a cabo pruebas en busca de signos de vida.
    Descendieron sin tropiezo en el verano de 1976, en dos lugares muy separados el uno del otro. Ana­lizaron el suelo marciano y encontraron que no era muy diferente del de la Tierra, pero con más hierro y menos aluminio.
    Se efectuaron tres experimentos dirigidos a detectar vida. Los tres dieron resultados que hacían esperar que hubiese células vivientes en el suelo.
    Sin embargo, un cuarto experimento arrojó dudas respecto a los tres primeros. Para comprender esta cuestión, tendremos que considerar la índole de las moléculas más características de los organismos vivos, tal como los conocemos.
    Con un fondo de agua, hay en los organismos vivos una interacción rápida e interminable, en que intervienen moléculas complejas, formadas por un número de átomos que puede variar desde una do­cena hasta un millón. Estas moléculas se encuen­tran en la naturaleza únicamente en los organismos vivos y en los restos muertos de lo que fueron orga­nismos vivos ([11]). Por esa razón, a esas moléculas complejas se les llama compuestos orgánicos.
    Los compuestos orgánicos tienen algo en común: el elemento carbono. Los átomos de carbono tienen la singular propiedad de combinarse entre sí en ca­denas complejas, rectas y ramificadas, y en anillos o conjuntos de anillos a los que pueden adherirse cadenas de átomos. También unidos a los bordes de las cadenas y anillos de carbono hay átomos y combinaciones de átomos de otros elementos, prin­cipalmente de hidrógeno, oxígeno y nitrógeno, ade­más de algunos átomos de azufre, fósforo y otras sustancias. A veces, uno de esos átomos puede in­corporarse a la cadena o anillo de carbono.
    Ninguna clase de átomo, salvo el del carbono, puede formar cadenas y anillos con tal facilidad.
    Además, es difícil imaginar que un fenómeno tan complejo y variado, como la vida, pueda limitarse a algo menos complejo que las moléculas que cono­cemos de los organismos terrestres.
    Esto no limita mucho la infinita variedad de la vida. Esta es enormemente variable aquí en la Tierra, en forma, estructura, conducta y adaptación, pero toda tiene por base compuestos orgánicos, que a su vez se fundan en cadenas y anillos de átomos de carbono.
    Aparte de ello, el número de variaciones conce­bibles en la estructura de los compuestos orgánicos empleados por la vida terrestre, en comparación con todos los compuestos orgánicos concebibles, es mu­cho menor que el tamaño de un átomo en compara­ción con el de todo el Universo.
    Así pues, en resumen, el número de compuestos complejos con base en átomos de carbono es prác­ticamente ilimitado y, en comparación, el número de compuestos complejos sin el átomo de carbono es prácticamente nulo. Por tanto, podemos suponer que en un mundo en el que faltan compuestos orgánicos, falta también la vida.
    Por otra parte, convendría no apresurarse dema­siado. ¿Podemos estar seguros de que en ciertas condiciones que no conocemos bien, algunos elemen­tos o combinaciones de elementos distintos del car­bono, no podrían producir compuestos complicados? ¿Acaso no sería posible que, en ciertas condiciones, la vida pudiera formarse de compuestos relativamen­te simples?
    No podemos estar seguros. Si se considera lo poco que conocemos de los detalles de otros mun­dos, y de los aspectos más sutiles de la vida, aparte de los que podemos vislumbrar partiendo de nuestro propio ejemplo, de nada podemos estar seguros.
    Pero podemos pedir pruebas. No hay prueba algu­na de la posible existencia de moléculas tan com­plejas, delicadas y versátiles como las de los com­puestos orgánicos, que estén formadas de cualquier elemento que no sea el carbono, o de cualquier com­binación de elementos que excluya al carbono. Tam­poco hay prueba alguna de que algo tan complejo como la vida pueda formarse de compuestos rela­tivamente simples.
    Por tanto, hasta que contemos con pruebas en contra sólo nos queda suponer que donde no hay componentes orgánicos, no hay vida.
    Ocurre que el análisis del suelo marciano, hecho por el Viking 1 y el Viking 2, denota la ausencia de compuestos orgánicos.
    Esto deja en situación ambigua el asunto de la vida en Marte. La prueba no es definitiva, ni en pro ni en contra, por lo que debemos esperar futu­ras pruebas mejores. Sin embargo, de haber vida, parece poco probable que no sea sino muy primi­tiva, nada más que a nivel de vida bacterial en la Tierra.
    Una vida tan simple bastaría para interesar mu­cho a los biólogos y a los astrónomos, pero en lo que respecta a la búsqueda de inteligencia extraterrestre, quedamos con lo que parece equivaler a un cero abrumador.
    Debemos buscar en otra parte.

    4 – EL SISTEMA SOLAR EXTERIOR.

    Química planetaria

    El sistema solar interior, que llega hasta la órbi­ta de Marte, es una estructura comparativamente pequeña. Más allá de Marte está el «sistema solar exterior», mucho más vasto, dentro del cual giran planetas gigantescos. No hay allí menos de cuatro de esos gigantes: Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Cada uno de ellos deja pequeña a la Tierra, especialmente Júpiter, con más de 1.000 veces el volumen de la Tierra y más de 300 veces su masa.
    ¿Por qué el sistema solar interior contiene pig­meos y el exterior gigantes? Consideremos:
    La nube de que se formó el sistema solar, se supone que estuvo formada de la misma clase de sustancias que forman el Universo en general, más o menos. Por medio de la espectroscopia, los astró­nomos han determinado la estructura química del Sol y de otras estrellas, así como la del polvo y el gas entre las estrellas. Por tanto, han llegado a algu­nas conclusiones respecto a los elementos que com­ponen el Universo. Esto aparece en el cuadro siguiente:

    Elemento
    Número de átomos por cada 10.000.000 de átomos de hidrógeno
    Hidrógeno
    10.000.000
    Helio
    1.400.000
    Oxígeno
    6.800
    Carbono
    3.000
    Neón
    2.800
    Nitrógeno
    910
    Magnesio
    290
    Silicio
    250
    Azufre
    95
    Hierro
    80
    Argón
    42
    Aluminio
    19
    Sodio
    17
    Calcio
    17
    Todos los demás elementos combinados
    50

    Como se ve, el Universo es esencialmente hidró­geno y helio, los dos elementos con los átomos más sencillos. Juntos, el hidrógeno y el helio, contienen casi el 99,9 por ciento de los átomos en todo el Uni­verso. Naturalmente, el hidrógeno y el helio son átomos muy ligeros, mucho menos pesados que todos los demás, no obstante lo cual integran cerca del 98 por ciento de la masa del Universo.
    Los catorce elementos más comunes, que apare­cen en el cuadro de anterior, forman casi todo el Universo. Sólo un átomo de cada cuarto de millón es de alguna otra cosa.
    De los catorce, los átomos de helio, neón y argón no se combinan entre sí o con los de otros elemen­tos.
    Los átomos de hidrógeno se fusionan con otros, después de chocar contra ellos. Sin embargo, en vista de la composición del Universo, los átomos de hi­drógeno, si chocan con cualquier cosa, lo hacen prin­cipalmente con otros átomos de hidrógeno. El resul­tado es la formación de moléculas de hidrógeno, cada una con dos átomos de hidrógeno.
    El oxígeno, el nitrógeno, el carbono y el azufre están formados de átomos que se prestan a combi­narse con átomos de hidrógeno, cuando estos últi­mos están presentes en cantidad abrumadora. Cada átomo de oxígeno se combina con dos de hidrógeno para formar moléculas de agua. Cada átomo de nitrógeno se combina con tres de hidrógeno para formar moléculas de amoníaco. Cada átomo de car­bono se combina con cuatro de hidrógeno para for­mar moléculas de metano. Cada átomo de azufre se combina con dos de hidrógeno para formar sulfuro de hidrógeno.
    Estas ocho sustancias, hidrógeno, helio, neón, argón, agua, amoníaco, metano y sulfuro de hidro­geno, son gases a la temperatura de la Tierra o, en el caso del agua, un líquido que se vaporiza fácil­mente. Podemos reunirías y llamarlas «volátiles» (de la palabra latina que significa volar, pues, como ga­ses o vapores, no se adhieren firmemente a la ma­teria, sino que tienden a difundirse o volar).
    El silicio se mezcla con el oxígeno con mucha más facilidad que con el hidrógeno. El magnesio, el aluminio, el sodio y el calcio se asocian fácilmente con la combinación de silicio y oxígeno, y esos seis elementos juntos forman la parte del león de los materiales rocosos («silicatos») que conocemos muy bien.
    En cuanto al hierro, que tiende a estar presente en forma de rocas, a veces lo está en considerable cantidad, por lo que gran parte de él permanece en forma metálica. Al hierro se le añaden el níquel y el cobalto, metales semejantes pero menos comunes.
    Los átomos y las moléculas de las rocas y los metales se unen, ligados por grandes fuerzas quí­micas, por lo que permanecen en estado sólido hasta temperaturas de calor blanco. No necesitan fuerzas gravitacionales que los unan, por lo que los átomos se conservan unidos hasta en diminutos granos de roca o de metal, en los que las fuerzas de la gravi­tación son completamente insignificantes.
    Del material original del que se compuso la ne­bulosa primigenia de la que se formó el sistema solar, cerca del 99,8 por ciento de su masa la for­maban volátiles, y sólo 0,2 por ciento, sólidos.
    En el sistema solar interior, el calor del Sol cer­cano elevó la temperatura lo suficiente para que los átomos y las moléculas de los volátiles se movieran lo bastante aprisa para ser demasiado ligeros y para que se libraran de la gravedad. Los planetas del sistema solar interior terminaron componiéndose de rocas y metales que no exigían una fuerza gravitacional para ser retenidos, pero que formaban sólo una pequeña parte del material nebular. A eso obe­dece que sean pequeños los planetas interiores.
    En efecto, el más pequeño no contiene elemen­tos volátiles. Mercurio está formado de un núcleo considerable de metal, rodeado de un manto rocoso. (Sabemos esto, porque la densidad de Mercurio es tan elevada que gran parte de él debe ser metal de alta densidad y sólo el resto de roca, de mediana densidad.) La Luna está formada únicamente de roca. Su densidad es demasiado pequeña para per­mitir un núcleo metálico de importancia. Tanto Mer­curio como la Luna carecen de elementos volátiles.
    Marte, al igual que la Luna, es sólo roca. La Tie­rra y Venus, como Mercurio, están formados de roca que cubre un núcleo metálico. Sin embargo, estos tres planetas son lo suficientemente grandes para poder retener algunos volátiles por la atracción de la gravitación.
    Más allá de la órbita de Marte, es más fácil acu­mular volátiles a determinado nivel de intensidad gravitacional. Desde luego, a temperaturas más bajas, todas las moléculas se mueven más lentamente y es menos probable que excedan la velocidad de escape. Además, los elementos volátiles se solidifican uno por uno a medida que la temperatura desciende, y los volátiles sólidos se unen por atracción química y ya no dependen de la atracción gravitacional.
    Los puntos de congelación de los ocho volátiles, en condiciones extraterrestres, aparecen en el si­guiente cuadro:


    Punto de congelación
    Sustancia
    ° Celsius
    ° Fahrenheit
    ° Absoluto
    Agua
    0,0
    32,0
    273,1
    Amoníaco
    - 77,7
    - 82,3
    195,4
    Sulfuro de hidrógeno
    - 85,5
    - 96,3
    187,6
    Metano
    -182,5
    -270,11
    90,6
    Argón
    -189,2
    -283,0
    83,11
    Neón
    -248,7
    -390,1
    24,4
    Hidrógeno
    -259,1
    -408,8
    14,0
    Helio (bajo presión)
    -272,2
    -432,4
    0,11

    Esto significa que en cualquier parte más allá de la órbita de Marte, hasta los cuerpos pequeños pue­den atraer no sólo metal y roca, sino también volá­tiles como agua, amoníaco y sulfuro de hidrógeno en forma sólida. Si los cuerpos pequeños están sufi­cientemente alejados del Sol para tener temperatu­ras muy bajas, entonces el metano y el argón tam­bién pueden ser atraídos en forma sólida. El neón, el hidrógeno y el helio se congelan a una tempera­tura tan baja, que un cuerpo pequeño, aun en los límites extremos conocidos del sistema solar, no pue­de atraerlos.
    El agua congelada es hielo, por supuesto. Las formas sólidas de los otros volátiles se asemejan al hielo en su aspecto físico, por lo que los volátiles sólidos pueden ser llamados hielos. Para distinguir el hielo original, o sea el agua congelada, podemos llamarlo hielo de agua.

    Titán

    Vemos, pues, que aunque sabemos muy poco acerca de un mundo en el sistema solar externo, podemos no obstante afirmar que no puede susten­tar vida (tal como la conocemos).
    Ya hemos indicado que los compuestos orgáni­cos son esenciales para la vida. Los compuestos orgánicos consisten en moléculas formadas de ca­denas y anillos de átomos de carbono, a las cuales invariablemente se añaden átomos de hidrógeno, con añadiduras menores de átomos de nitrógeno, de oxí­geno y de azufre. Esos cinco tipos de átomos for­man el 99 por ciento, o más, de todos los átomos en los compuestos orgánicos. Esos átomos forman también cinco de las ocho sustancias volátiles. (Los átomos de las otras tres, argón, neón y helio, no se someten a combinaciones y no desempeñan ningún papel en la vida.)
    Así pues, es evidente que la vida tal como la co­nocemos, es una función de las sustancias volátiles, y que ningún mundo puede sustentar la vida a menos que tenga, por lo menos, algo de materia volátil.
    A las temperaturas de más allá de la órbita de Marte, casi cualquier cuerpo, por pequeño que sea, puede contener algo de materia volátil. Por ejemplo, una que otra vez cae un meteorito que contiene agua, hidrocarburos ([12]) y otros volátiles. No mucho, sólo hasta 5 por ciento más o menos, pero los contiene.
    Esos meteoritos, llamados condritos carbónicos, son pocos en comparación con los meteoritos ordi­narios, que son de metal, de roca, o de una mezcla de ambos. Realmente, sólo se han encontrado unos veinte condritos carbónicos.
    Esto no significa que sean raros. Tal vez resulten muy comunes, pero tienden a ser estructuralmente más débiles que los meteoritos rocosos y metálicos. Los condritos carbónicos se desmoronan más fácil­mente al sufrir las altísimas temperaturas cuando pasan por la atmósfera, razón por la cual muy pocos fragmentos de ellos llegan a caer en la Tierra.
    En años recientes se ha visto que la mayoría de los asteroides, especialmente los más alejados del Sol, tienen características de condrito carbónico (color oscuro y baja densidad), y por tanto hay en ellos material volátil. Los dos pequeños satélites de Marte son de un color mucho más oscuro que el mismo Marte, y tienen menor densidad, por lo que deben contener alguna materia volátil.
    Están también los cometas, pequeños cuerpos en estado sólido en su órbita lejana del Sol. Posible­mente tengan sólo unos cuantos kilómetros de diá­metro y estén compuestos en gran parte de materias heladas.
    Cuando recorren la parte de su órbita cercana al Sol, algunos de los hielos se vaporizan y liberan roca o metal granulado, que se mezcla con esos hie­los. Todo ello forma una «coma» nebulosa en torno del «núcleo» aún sólido. El Sol emite constantemen­te, en todas direcciones, corrientes de rápidas par­tículas subatómicas (el «viento solar») que arrastran la «coma» hacia afuera, en dirección contraria al Sol, y forman una larga y ondulante «cola».
    Podemos suponer que cualesquier cuerpos en el sistema solar exterior, que sean más grandes que los asteroides y los cometas, normalmente han de contener materia volátil.
    Aunque la falta de materia volátil es señal se­gura de que el mundo de que se trate no sustenta vida (como la conocemos), lo contrario no es ver­dad. Un mundo puede tener materia volátil, y a pesar de eso carecer de vida (Venus es un ejemplo). De no ser esto así, tendríamos que suponer que casi cualquier cuerpo más allá de Marte sustenta vida.
    Después de todo, puede haber materia volátil, y no obstante, tal vez no se formen compuestos or­gánicos de complejidad suficiente para hacer posible la vida.
    Sin embargo, desde nuestro punto de observa­ción en la Tierra, no es fácil determinar si un cuer­po pequeño, muy alejado de la órbita de Marte, con­tiene compuestos orgánicos complejos. A falta de detalles precisos, más allá de nuestro alcance, ¿exis­te alguna manera de juzgar si es probable que haya vida en un mundo distante?
    Podemos comenzar por señalar que ya hemos dicho que para la vida se necesita un medio líquido, como el del agua.
    Si un mundo tiene suficiente líquido en su su­perficie para permitir la vida, no sólo un leve riego de organismos bacteriales, sino lo suficientemente complejos para permitir algo que se aproxime a la inteligencia, ese líquido, indudablemente, se vapori­zará hasta cierto grado.
    Si ese mundo no fuese capaz de retener el vapor con su fuerza de gravitación, el líquido continuaría evaporándose hasta que todo se perdiera. Si ese mun­do fuese capaz de retener el vapor, tendría una at­mósfera de algo más que vestigios de gas, una atmósfera de vapor, por lo menos, y posiblemente también de otros gases.
    Se desprende de lo anterior que un mundo sin atmósfera no puede sustentar la vida (como la co­nocemos) más allá del nivel bacterial, no porque la atmósfera misma sea indispensable para la vida, sino porque son necesarias cantidades considerables de líquido libre en la superficie, para que haya vida superior a la bacterial. Sin atmósfera, los volátiles deben estar en estado congelado y sólido, lo cual es insuficiente para la vida.
    Dicho esto, consideremos los cuerpos que se en­cuentran más allá de la órbita de Marte y que tienen un diámetro de menos de 2.900 kilómetros.
    Hay un número incontable de esos cuerpos, bi­llones y más billones de granos de polvo, miles de millones de cometas, decenas de miles de asteroides, y unas dos docenas de satélites pequeños. Todo ello puede ser eliminado. Aunque una porción conside­rable de esos cuerpos, tal vez casi todos los que pasen del tamaño de partículas de polvo, contienen materia volátil, ninguno tiene una atmósfera perma­nente, o alguna probabilidad de contener líquido libre. Los cometas que se aproximan al Sol tienen una atmósfera temporal durante el acercamiento, pero es muy dudoso que aun entonces tengan líquido libre, y el tiempo en que tienen atmósfera es una fracción muy pequeña del total del período de su órbita.
    ¿Qué puede decirse de objetos más allá de la órbita de Marte, con diámetros entre 2.900 y 6.500 kilómetros?
    Existen exactamente seis de esos cuerpos: los satélites lo, Europa, Ganímedes, Calisto, Titán y Tritón. (Hasta 1978 se creía que el planeta Plutón era el séptimo, pero informes más recientes lo ha­cen aparecer como un cuerpo sorprendentemente pequeño.)
    De esos seis cuerpos, los cuatro satélites, lo, Eu­ropa, Ganímedes y Calisto, giran en torno de Júpiter y son los que están más cerca del Sol. Ninguno de ellos tiene algo más que vestigios de atmósfera.
    Io, el más cercano a Júpiter, debe haber quedado expuesto a un calor considerable en los primeros días de la formación planetaria, cuando Júpiter mis­mo, al formarse, radió mucho calor. Sea como fuere, a juzgar por su densidad, Io se asemeja mucho a nuestra Luna, y en su estructura incluye, si acaso, muy poco material volátil.
    Los satélites más alejados tienen densidades pro­gresivamente menores y, por tanto, deben contener más y más volátiles. Esos volátiles deben ser prin­cipalmente agua, junto con cantidades más pequeñas de amoníaco y de sulfato de hidrógeno. El metano es un gas, aun en temperaturas tan bajas como las cercanas a Júpiter, y sus moléculas son demasiado ligeras para ser retenidas por la fuerza de gravita­ción de los satélites.
    Europa, el segundo en tamaño de los satélites grandes, probablemente tiene una capa de hielo de agua en su superficie. Ganímedes y Calisto, tercero y cuarto de los satélites grandes, poseen capas mu­cho más gruesas de material volátil en torno de un núcleo rocoso. Esas capas tal vez tengan un espesor hasta de centenares de kilómetros. En la superficie hay una capa de hielo de agua, pero debajo, caldeada por el calor interno, posiblemente haya una capa de agua líquida. ¿Puede haberse desarrollado vida en esos dos satélites, en una región de oscuridad eterna, apartada del resto del Universo por una capa de hielo ininterrumpida, de muchos kilómetros de espesor? De momento no podemos saberlo.
    Si bien los satélites de Júpiter son los más cer­canos de los seis cuerpos a que nos referimos, Plutón se encuentra más allá de esos seis. Plutón está tan lejos del Sol, y su temperatura es tan baja, que allí hasta el metano se congela. De hecho, las obser­vaciones recientes de la luz que refleja, indican que está cubierto de una capa de metano helado. Sería concebible que tuviese una tenue atmósfera de hi­drógeno, helio y neón, pero no hay aún indicio algu­no de que la tenga. Sin embargo, aun en el caso de que la tuviera, ello no contribuiría a que hubiese en su superficie ningún líquido libre, pues, a la tem­peratura de Plutón, el hidrógeno, el neón y el helio son gases, y todo lo demás es sólido. Además, en 1978 se descubrió que Plutón no era un solo cuerpo, sino dos. Tiene un satélite llamado ahora Caronte, y esos cuerpos, el planeta y su satélite, son más pequeños que nuestra Luna. Ninguno de los dos puede sustentar vida.
    El astro que sigue en distancia es Tritón, saté­lite de Neptuno. Es muy probable que se halle en el mismo caso de Plutón, con una capa de metano sólido y una atmósfera muy tenue de hidrógeno, neón y helio, pero hasta ahora tal cosa es sólo una suposición.
    El mundo restante en esta escala de tamaños es Titán, el mayor satélite de Saturno. Se encuentra más lejos del Sol y es más frío que los cuatro satélites de Júpiter, pero está más cerca del Sol y es menos frío que Tritón, Caronte y Plutón.
    La temperatura de Titán es de cerca de -150 °C, 15 °C más baja que la de los satélites de Júpiter. En la temperatura de Titán, el metano es aún ga­seoso, pero muy cerca del punto en que se licua (-161,5 °C), y sus moléculas se mueven muy lenta­mente. Esas moléculas podrían ser retenidas por la fuerza de la gravitación de Titán, a pesar de que esa fuerza es de sólo dos tercios de la intensidad de la de nuestra Luna.
    Por tanto, es concebible que Titán tenga una at­mósfera de metano. En 1944, Gerard Kuiper detectó esa atmósfera. Más aún, esa atmósfera es conside­rable, probablemente más densa que la de Marte.
    Titán es el único satélite en el sistema solar del que se sabe que tiene una verdadera atmósfera. También es el cuerpo más pequeño que la tiene, y el único de cualquier tamaño que tenga una at­mósfera compuesta principalmente de metano.
    El metano, con una molécula de un átomo de car­bono y cuatro de hidrógeno, es el compuesto orgá­nico más pequeño. Gracias a las propiedades pecu­liares del átomo de carbono y a la facilidad con que se liga a otros átomos de carbono, es fácil que las moléculas de metano se combinen con otras más grandes, que contengan dos átomos de carbono, o tres, o cuatro, con el número apropiado de átomos de hidrógeno también adheridos. El Sol, aunque muy distante de Titán, le suministraría, no obstante, su­ficiente energía para impulsar esas reacciones.
    Así pues, es posible que la atmósfera de Titán tenga como constituyentes secundarios una mezcla complicada de vapores de hidrocarburos complejos, y que esa mezcla sea la que haga que Titán tenga un color marcadamente anaranjado cuando se le ve por medio del telescopio.
    Mientras más complicada sea una molécula de hidrocarburo, más alta será la temperatura a que se licue. Aunque pueden existir hidrocarburos complejos como vapores en la atmósfera, casi todos estarán en forma líquida sobre su superficie. Puesto que el líquido para encendedor de cigarrillos consiste en moléculas de hidrocarburo, con cinco o seis átomos de carbono, podríamos imaginar que Titán tiene la­gos y mares de líquido para encendedor, con molé­culas disueltas mucho más complicadas, e incluso formando sedimentos a lo largo de las orillas de esos lagos y mares.
    En ese caso, Titán tendría líquido libre en abun­dancia, y también cuantiosos compuestos orgánicos.
    Esto representa el requisito mínimo para que haya vida, pero surge la grave duda de si los hidro­carburos pueden sustituir al agua como líquido bá­sico, con el cual sea posible construir el patrón de vida.
    El agua es un «líquido polar». Esto significa que sus moléculas son asimétricas, con minúsculas car­gas eléctricas en los extremos opuestos. Esas peque­ñísimas cargas eléctricas producen atracciones y re­pulsiones que son parte importante en los cambios químicos característicos de la vida. Las moléculas de hidrocarburo, en cambio, son «líquidos no polares», con moléculas asimétricas y sin minúsculas cargas eléctricas. ¿Pueden los líquidos no polares servir como medio adecuado para la vida?
    ¿Puede cualquier líquido que no sea agua servir como medio para la vida? Los únicos líquidos que tienen una probabilidad razonable de servir para tal cosa son los que se hallan en grandes cantidades en el Universo en general, y que se conservan en estado líquido en temperaturas planetarias. Además del agua y de los hidrocarburos, hay sólo otros dos candi­datos: el amoníaco y el sulfuro de hidrógeno. El amoníaco es un líquido polar, aunque no tanto como el agua, y el sulfuro de hidrógeno es todavía menos polar.
    Con suficiente ingenio podemos determinar la química que emplean esos líquidos como medio para formar vida, pero todo eso no pasa de ser un ejer­cicio especulativo. No tenemos prueba alguna de que el líquido común pueda sustituir al agua.
    Hasta que tengamos esa prueba, o por lo menos un fragmento pequeñísimo de ella, debemos continuar siendo cautos y atenernos al agua, exclusiva­mente, como medio que pueda sustentar la vida. Por esa razón, aunque Titán nos ofrezca un mundo quí­mico fascinador, si alguna vez nos es factible estu­diarlo con cierto detalle, no podemos confiar mucho en él como morada de vida.

    Júpiter

    En los fríos confines más allá de Marte, podría ocurrir que un mundo, al formarse, recogiera sufi­ciente materia helada (además de la roca y el metal que hubiese), para desarrollar un campo de gravita­ción, con suficiente fuerza, que retuviese helio y neón. La masa añadida intensificaría el campo de gravi­tación y tal vez haría posible que retuviese el hi­drógeno, presente en mayores cantidades que nin­guna otra sustancia.
    Cada pequeña cantidad de hidrógeno que se aña­da hace posible el reunir más hidrógeno, por lo que se produce un efecto de bola de nieve que no tarda en vaciar de materia el espacio circunvecino y en producir un planeta gigantesco, dejando atrás sólo material suficiente para pequeños cuerpos, como satélites y asteroides.
    Hay cuatro planetas en el sistema solar exterior, que fueron formados de esa manera: Júpiter, Satur­no, Urano y Neptuno.
    De ellos, el más grande es Júpiter, con un diá­metro de 143.200 kilómetros, o sea 11,23 veces más que el de la Tierra. El más pequeño es Neptuno, con un diámetro de 49.500 kilómetros, o 3,88 veces mayor. Los volúmenes son de 1.415 veces más que el de la Tierra, en el caso de Júpiter, y de 58 veces más en el de Neptuno.
    Teniendo en cuenta que esos gigantes exteriores están formados en su mayor parte de volátiles poco densos, su densidad en general es considerablemente menor que la de la Tierra. El más denso de los gi­gantes es Neptuno, cuyo promedio de densidad es de 1,67 veces la del agua. El menos denso es Saturno, con una densidad promedio de 0,71 veces la del agua. (Saturno flotaría en el agua si hubiese un océano suficientemente grande y si permaneciera intacto tras haber sido colocado ahí.) Compárese tal cosa con la densidad media de la Tierra, que es de 5,5 veces la del agua.
    Puesto que los gigantes exteriores tienen una densidad tan baja, su masa (la cantidad de material que contienen, hablando en términos generales) es más baja de lo que podría creerse a juzgar sólo por su tamaño. El de mayor masa es Júpiter, con 318 veces la de la Tierra; y el de menor es Urano, con 14,5 veces la de la Tierra.
    Bastan las consideraciones anteriores para que resulte evidente que las propiedades y la índole de los gigantes exteriores son enormemente diferen­tes de las de la Tierra. ¿Es concebible la vida en ellos?
    El 2 de marzo de 1972, la sonda Pioneer 10 fue lanzada hacia Júpiter. El 3 de diciembre de 1973 pasó por Júpiter a una distancia de sólo 135.000 ki­lómetros de su superficie.
    Durante los cuatro días que el Pioneer 10 voló al lado de Júpiter, sus instrumentos recogieron radia­ción, contaron partículas, midieron campos magné­ticos, anotaron temperaturas, y analizaron la luz so­lar que pasaba a través de la atmósfera de ese pla­neta.
    Después que el Pioneer 10 pasó triunfalmente por Júpiter, una segunda sonda, el Pioneer 11, muy seme­jante a la primera, pasó por Júpiter a una distancia de 42.000 kilómetros de su superficie, el 2 de diciem­bre de 1974. Sobrevoló la región del polo norte de Júpiter, que no puede verse desde la Tierra.
    Ambas sondas transmitieron fotografías y otros informes útiles. Del examen de esos informes, los astrónomos deducen que la roca y el metal forman una cantidad muy pequeña de la estructura total de Júpiter. Al parecer, Júpiter consiste principalmente en hidrógeno, con una pequeña mezcla de helio y vestigios (en comparación) de otros volátiles. Así como la Tierra es esencialmente una bola que gira, hecha de roca y metal, Júpiter es una esfera hecha de hidrógeno líquido caliente. (Ordinariamente, el hidrógeno líquido hierve a temperaturas extrema­damente bajas, pero bajo las enormes presiones dentro de Júpiter, al parecer alcanza temperaturas mucho más elevadas.)
    La capa exterior de la bola líquida de Júpiter es fría, pero la temperatura se eleva rápidamente con la profundidad. A 950 kilómetros debajo de la nube visible de la superficie, la temperatura es ya de 3.600 °C.
    En la capa fría superior del planeta hay agua, amoníaco, metano y otros volátiles, incluso peque­ñas porciones de hidrocarburos, con dos o tres áto­mos de carbono en la molécula.
    Naturalmente, es probable que haya circulación en el líquido planetario de Júpiter, como la hay en los océanos de la Tierra. Quizá existan vastas co­lumnas del líquido de Júpiter que se hunden y se calientan, en tanto que otras columnas, igualmente vastas, ascienden y se enfrían.
    En este caso, resultan fascinantes los argumen­tos en pro de la vida. Indudablemente existe agua en el fluido, aunque sea en cantidades pequeñas, en el inmenso Júpiter donde hasta un porcentaje dimi­nuto es una cantidad grande, en términos absolutos. Aun suponiendo que el agua esté bastante superada por el hidrógeno, fácilmente podría haber más agua en Júpiter que en la Tierra.
    Hay también metano y amoníaco, además de agua, y esas tres sustancias podrían combinarse para formar la clase de moléculas orgánicas que asocia­mos con la vida. Se necesitaría energía para forzar la combinación, pero si se considera el enorme calor interno de Júpiter, tal cosa no sería ningún problema.
    Podríamos simplemente imaginar células vivas y tal vez complicados animales multicelulares que vivieran en el océano de Júpiter y que se conservaran a un nivel de temperatura cómoda, al nadar hacia arriba en una columna descendente, o hacia abajo en una columna ascendente, o tal vez cambiando de una a otra columna, según fuese necesario.
    Realmente, no es difícil creer eso, y sería una vida tal como la que conocemos; empero, desde luego, no podríamos estar seguros hasta que estuviéramos en condiciones de examinar el océano de Júpiter.
    Aunque todavía no hemos explorado ninguno de los otros gigantes exteriores como lo hemos hecho con Júpiter (si bien varias sondas se encuentran ya en camino a Saturno, después de haber pasado por Júpiter), parece no haber razón para dudar que lo que podría ser verdad en el caso de Júpiter, podría también serlo en el de los otros gigantes.
    Así pues, es posible que haya cuatro mundos en el sistema solar exterior, con vida mucho más rica que la de la Tierra.
    Empero, la vida de esos planetas exteriores sería oceánica, pues los planetas formados principalmente de volátiles, con preponderancia de hidrógeno, deben ser exclusivamente líquidos. No hay forma alguna de que podamos esperar continentes, ni siquiera islas.
    Por tanto, las formas de vida en los planetas ex­teriores serían probablemente aerodinámicas, para que pudieran moverse con rapidez en un medio más viscoso que el aire terrestre y, en consecuencia, se­ría muy probable que esas formas de vida carecieran de órganos manipuladores.
    Y aunque pudieran manipular el medio, ¿podrían perfeccionar el empleo de una forma adecuada de energía inanimada, equivalente a nuestro fuego? (Indudablemente no hay oxígeno libre en un planeta como Júpiter, pero sí hidrógeno libre, y los com­puestos ricos en oxígeno podrían arder en una at­mósfera de hidrógeno.)
    De una u otra manera, parece muy probable que si la vida se desarrolló en los planetas gigantes y evolucionó hasta el punto de la inteligencia, sería la del delfín, más bien que la del ser humano, una inteligencia que pudiera tal vez llevar a una mejor forma de vida, pero que no incluiría la creación de una tecnología con base en herramientas cada vez mas complicadas y sutiles, con las cuales el ser inte­ligente pudiera manipular directamente el medio, con más y más delicadeza.
    Esto también sería cierto en la vida que surgiera, contra lo probable, en una capa de agua abajo de la corteza superficial de Ganímedes o de Calisto.
    En otras palabras, podría haber vida en Júpiter y en los otros planetas gigantes, incluso vida inteli­gente, pero no parece probable que hubiese civiliza­ciones tecnológicas como nosotros las concebimos.
    5 – LAS ESTRELLAS.

    Subestrellas

    Después de haber examinado el sistema solar con cierto detenimiento, parecería que aunque puede haber vida en varios mundos, aparte de la Tierra, y hasta es concebible que haya vida inteligente, no son muchas las probabilidades. Además, las proba­bilidades de que exista, o pueda existir, una civili­zación tecnológica en alguna parte del sistema solar, salvo en la Tierra, son casi nulas.
    Sin embargo, el sistema solar dista mucho de ser todo el Universo. Busquemos en otra parte.
    Podríamos imaginar la vida, en el espacio abierto, en forma de concentraciones de campos de energía o como nubes animadas, de polvo y gas; pero no hay ningún indicio de que tal cosa sea posible. Hasta que tengamos esa prueba (y naturalmente, la mente científica no rechaza esa posibilidad), debemos supo­ner que la vida se encuentra únicamente asociada con mundos sólidos, a temperaturas menores que las de las estrellas
    Los únicos mundos templados y sólidos que cono­cemos son los cuerpos planetarios y subplanetarios, que giran en torno de nuestro Sol; pero no podemos suponer que todos esos cuerpos en el Universo, ne­cesariamente están asociados con las estrellas ([13]).
    Puede haber nubes de polvo y de gas con masa considerablemente menor que la que dio origen a nuestro sistema solar, y esas nubes pueden haber terminado por condensarse en cuerpos mucho más pequeños que el Sol. Si esos cuerpos son suficien­temente más pequeños que el Sol, digamos con 1/50 de su masa, o menos, terminarían por no ser lo bas­tante grandes para encenderse y convertirse en fuego nuclear. Las superficies de esos cuerpos permane­cerían frías y se asemejarían a los planetas por sus propiedades, salvo que seguirían movimientos inde­pendientes por el espacio y no girarían en torno de una estrella.
    Nuestra experiencia nos enseña que en toda clase de cuerpos astronómicos, su número aumenta a me­dida que su tamaño disminuye. Hay más estrellas pequeñas que grandes, más planetas pequeños que grandes, más satélites pequeños que grandes, etcé­tera. ¿Podríamos sostener, partiendo de lo anterior, que esas subestrellas, demasiado pequeñas para en­cenderse, son mucho más numerosas que cuerpos semejantes con masa suficiente para encenderse? Por lo menos un astrónomo importante, el nortea­mericano Harlow Shapley (1885-1972), se ha pronun­ciado con firmeza por la probabilidad de la exis­tencia de tales cuerpos.
    Naturalmente, como no brillan, permanecen ocul­tos y no nos damos cuenta de su existencia. Pero si existen, podríamos razonar que hay en el espacio subestrellas en toda la gama de tamaños, desde súper-Jupíteres hasta pequeños asteroides. También se puede suponer que a las más grandes quizá les acompañen cuerpos considerablemente más peque­ños, como los que giran en torno de Júpiter y de los demás planetas gigantes, en nuestro propio sis­tema solar.
    Pero la incógnita es ésta: ¿Existiría la vida en subestrellas de esa índole?
    He indicado ya que los requisitos indispensables para la vida (como la conocemos) son, primero, un líquido libre, preferiblemente agua, y segundo, com­puestos orgánicos. Un tercer requisito, que ordina­riamente damos por supuesto y que debe añadirse, es la energía. Se necesita energía para formar compuestos orgánicos de las pequeñas moléculas que haya al principio, moléculas pequeñas como las de agua, amoníaco y metano.
    ¿De dónde procedería la energía en esas subes­trellas?
    En la condensación de una nube de polvo y gas, hasta formar un cuerpo de cualquier tamaño, el movimiento interno de los componentes de la nube representa energía cinética obtenida del campo gravitacional. Cuando el movimiento se detiene, por colisión y fusión, la energía se transforma en calor. Así pues, el centro de todo cuerpo es caliente. Por ejemplo, se cree que la temperatura en el centro de la Tierra es de 5.000 °C.
    Mientras más grande sea el cuerpo y más intenso el campo de gravitación que lo formó, mayores serán la energía cinética, el calor y la temperatura interna. Así, se calcula que la temperatura en el centro de Júpiter es de 54.000 °C.
    Podría esperarse que ese calor interno fuese un fenómeno temporal, y que un planeta se enfriaría lentamente, pero en forma constante. Así sería si no hubiese un suministro interno de energía que susti­tuyera al calor disipado en el espacio.
    Por ejemplo, en el caso de la Tierra el calor interno se disipa con mucha lentitud, gracias al ex­celente efecto aislante de las capas exteriores de roca. Al mismo tiempo, esas capas exteriores con­tienen pequeñas cantidades de elementos radiactivos, como uranio y torio, los cuales, en su desintegración radiactiva, liberan calor en cantidades suficientes para reemplazar al que se pierde. Como resultado, la Tierra no se enfría perceptiblemente, y aunque ha existido como cuerpo sólido durante 4.600 millo­nes de años, su calor interno se conserva.
    En el caso de Júpiter parece haber algunas reac­ciones nucleares en el centro, algunos débiles ras­gos de conducta estelar, de suerte que Júpiter radia hacia el espacio tres veces más calor que el que recibe del Sol.
    Ese calor interno, de larga duración, sería más que suficiente para sustentar la vida, si los seres vivos pudieran aprovecharlo.
    Podemos especular imaginando vida dentro del cuerpo de un planeta, donde pozos cercanos de calor podrían haber servido como fuente de energía para formarla y conservarla. Empero, no hay prue­ba de que la vida pueda existir en ninguna parte, salvo en la superficie o cerca de la superficie de un mundo, y mientras no dispongamos de una prueba en contra, debemos considerar únicamente las su­perficies.
    Entonces, supongamos una subestrella con masa no mayor que la de la Tierra; o bien un cuerpo que gira en torno de una subestrella con una masa algo mayor que la de Júpiter, pero que no emite ninguna luz visible.
    Ese cuerpo semejante a la Tierra, ya sea que estuviese libre en el espacio o que girara en torno de una subestrella, tendería a ser un mundo como Ganímedes o Calisto. Tendría calor interno, pero gracias al efecto aislante de las capas exteriores, muy poco de ese calor se filtraría hacia la superficie; no más de lo que el calor interno de la Tierra rezume hacia afuera y derrite la nieve de las regiones pola­res, mitigando la frialdad de las temperaturas terres­tres.
    Indudablemente hay en la Tierra filtraciones lo­cales de considerable magnitud, que producen ma­nantiales termales, géiseres y hasta volcanes. Es factible imaginar tales cosas también en subestrellas del tamaño de la Tierra. Además, podría haber energía derivada de los rayos de las tormentas. No obstante, es dudoso que esas fuentes esporádicas de energía cumplieran las condiciones para formar y conservar la vida. Asimismo, es preciso considerar que un mundo sin una importante fuente de luz procedente de una estrella vecina, tal vez no se pres­te al desarrollo de una inteligencia y civilización, tema este que trataré posteriormente.
    La subestrella del tamaño de la Tierra tendría un porcentaje mucho mayor de sustancias volátiles que la Tierra misma, puesto que no habría habido una estrella caliente cercana que elevara la tempe­ratura del espacio circundante, lo que imposibilita­ría la aglomeración de volátiles. Por tanto, de nuevo, como en el caso de Ganímedes y Calisto, podríamos imaginar un océano que cubriera todo ese mundo, probablemente de agua, conservado en estado líqui­do por el calor interno, pero cubierto por una gruesa costra de hielo.
    Las subestrellas más pequeñas que la Tierra ten­drían menos calor interno y sería más probable que fuesen heladas, con menos fuentes esporádicas de energía apreciable y con océanos internos más pe­queños, o sin ellos.
    Si existiese un cuerpo lo suficientemente pequeño para atraer muy poca o ninguna materia volátil, a las temperaturas bajas que existirían a falta de una estrella cercana, ese cuerpo sería un asteroide de roca o metal, o de ambos.
    ¿Qué podría decirse de subestrellas mayores que la Tierra y, por tanto, con depósitos más grandes y más intensos de calor interno? Un cuerpo así ten­dría que ser semejante a Júpiter. Una subestrella grande, indudablemente estaría formada en su ma­yor parte de materia volátil, sobre todo de hidró­geno y helio; y el intenso calor interno haría que el planeta fuese enteramente líquido.
    El calor puede circular, por convección, con mu­cha mayor libertad a través de un líquido, que a través de sólidos por conducción lenta. Podemos esperar de tales subestrellas grandes, mucho calor en la superficie o cerca de la misma, y ese calor podrá seguir siendo abundante durante miles de millones de años. Sin embargo, lo más que podemos esperar en una subestrella grande es vida inteligente semejante a la del delfín, pero no una civilización tecnológica.
    En resumen, la formación de subestrellas se ase­mejaría más bien a la formación de cuerpos en el sistema solar exterior, y no podemos esperar más de las primeras que de los últimos.
    Para que haya una civilización tecnológica, nece­sitamos un planeta sólido, con océanos y tierra firme, de suerte que la vida, como la conocemos, pueda desarrollarse en los primeros y surgir en la última. Para formar un mundo así, necesita haber una es­trella cercana que suministre el calor que haga des­aparecer casi toda la materia volátil, pero no toda. La estrella cercana también suministraría la energía necesaria para la formación y conservación de la vida en forma copiosa y constante.
    En ese caso, debemos concentrar nuestra aten­ción en las estrellas. Al menos, las podemos ver. Sabemos que existen, y no necesitamos suponer sim­plemente la posibilidad de su existencia, como en el caso de las subestrellas.

    La Vía Láctea

    Si volvemos la vista a las estrellas y las consi­deramos como fuentes de energía, en cuyas cerca­nías podemos encontrar vida, posiblemente inteli­gencia y hasta civilizaciones tecnológicas, nuestra primera impresión tal vez sea alentadora, pues pa­rece haber muchísimas estrellas. Por tanto, si no encontramos vida relacionada con una de ellas, quizá la encontremos conectada con otra.
    En efecto, las estrellas pueden haber parecido innumerables a los primeros y más ingenuos obser­vadores del firmamento. Así, de acuerdo con el relato bíblico, cuando el Señor quiso asegurar al patriarca Abraham que a pesar de que no tenía hijos sería el precursor de muchos, lo expresó de esta manera:
    «Mira ahora los cielos y cuenta las estrellas, si es que las puedes contar. Y le dijo: Así será tu des­cendencia.»
    Ahora bien, si Dios prometió a Abraham que a la postre tendría tantos descendientes como estre­llas pudiera ver en el cielo, no le prometió tanto como sería de suponer.
    Las estrellas han sido contadas por generaciones posteriores de astrónomos menos impresionados por aquello de lo innumerable. Resulta que las estrellas que pueden verse a simple vista (suponiendo una visión excelente), llegan a un total de unas 6.000.
    Por supuesto, en cualquier momento la mitad de las estrellas están abajo del horizonte, y otras, aun­que arriba del mismo, se encuentran tan cerca de él que se borran a causa de la absorción de la luz por el gran espesor del aire, no importa cuan claro esté. Así se explica que en una noche sin nubes y sin Luna, lejos de la iluminación producida por el hombre, ni una sola persona, por muy excelente que sea su vista, puede ver más de unas 2.500 estrellas.
    Se ignora si en los días en que los filósofos su­ponían que todos los mundos estaban habitados, cuando se hacían afirmaciones generales en ese sen­tido, alguno de ellos comprendía realmente qué eran las estrellas.
    Posiblemente, la primera declaración clara del concepto moderno la hizo Nicolás de Cusa (1401-1464), cardenal de la Iglesia, quien sustentaba ideas particularmente audaces para su tiempo. Creía que el espacio era infinito y que el Universo no tenía centro. Pensaba que todo se movía, incluso la Tie­rra. También creía que las estrellas eran soles dis­tantes, rodeados de planetas, como el Sol, y que esos planetas estaban habitados.
    Todo ello resulta interesante, pero los del mundo contemporáneo somos menos optimistas en lo con­cerniente a la habitabilidad, y no podemos aceptar a la ligera el concepto de que hay vida en todas par­tes. Sabemos que hay mundos muertos y también que hay otros mundos, los cuales, aunque posible­mente no lo estén, no es probable que sustenten otra vida que las sencillas formas bacteriales. ¿Por qué no puede haber estrellas en torno de las cuales giren únicamente mundos muertos, o no giren mun­dos?
    Si resulta que la habitabilidad se aplica única­mente a una pequeña porción de estrellas (como la vida parece atribuirse sólo a una limitada porción de los mundos del sistema solar), entonces se vuel­ve importante determinar si hay estrellas distintas de las que podemos ver, y si las hay, cuántas son. Después de todo, mientras mayor sea el número de estrellas, mayor será la probabilidad de que existan numerosas formas de vida en el espacio, aunque sea muy improbable que haya vida en torno a determi­nada estrella.
    Naturalmente, la suposición lógica sería que exis­ten sólo las estrellas visibles. Por supuesto, algunas de éstas parecen tan débiles que aun con ojos exce­lentes apenas se les puede distinguir. ¿No sería nor­mal suponer que hay algunas sumamente débiles y que ni los mejores ojos las pueden localizar?
    Parece que esto lo pensaron muy pocos. Quizá había un sentimiento no expresado de que Dios no crearía algo que fuese demasiado débil para poder ser visto, pues un objeto así no tendría ningún sen­tido. Suponer que todo lo que había en el firma­mento se hallaba allí únicamente porque afectaba a los seres humanos (base de las creencias astroló­gicas) equivalía a rechazar la existencia de cuerpos invisibles.
    El matemático inglés Thomas Digges (1543-1595) sustentó opiniones semejantes a las de Nicolás de Cusa, y en 1575 sostuvo no sólo que el espacio era infinito, sino que había en todo él un número incon­table de estrellas, esparcidas regularmente. El filó­sofo italiano Giordano Bruno (1548-1600) también sostuvo los mismos puntos de vista, pero en forma tan poco diplomática y contenciosa que finalmente fue quemado en la hoguera, en Roma, por sus he­rejías.
    Con todo, la controversia en torno a este asunto llegó a su fin en 1609, gracias a Galileo y su teles­copio. Cuando Galileo apuntó su telescopio al firma­mento, descubrió inmediatamente que con su instru­mento veía más estrellas. Dondequiera que miraba encontraba estrellas que no podían ser vistas de otra manera.
    Sin telescopio se veían seis estrellas en el pe­queño grupo llamado las Pléyades. Se contaban le­yendas de una séptima estrella que se había desva­necido y vuelto invisible. Galileo no sólo vio esa séptima estrella fácilmente al mirar a través del telescopio, sino otras treinta más.
    Más importante aún fue lo que ocurrió cuando examinó con su telescopio la Vía Láctea.
    La Vía Láctea es una leve niebla luminosa, que parece formar una franja en torno del cielo. En algunos antiguos mitos se la representaba como puente que conectaba el cielo y la Tierra. Para los griegos era a veces un chorro de leche del divino seno de la diosa Hera. Una forma más materialista de entender la Vía Láctea, antes de la invención del telescopio, era imaginarla como una faja de materia estelar informe.
    Pero cuando Galileo contempló la Vía Láctea, vio que se componía de innumerables estrellas muy tenues. Por primera vez entró en la conciencia de los seres humanos el concepto verdadero de lo nu­merosas que realmente eran las estrellas. Si Dios le hubiese otorgado a Abraham una visión telescópi­ca, sin duda habría sido formidable la seguridad que le dio de que sus descendientes serían innumerables.
    La existencia misma de la Vía Láctea iba en con­tra de la idea de Digges, de un número ilimitado de estrellas esparcidas regularmente en un espacio infinito. De ser así, el telescopio habría revelado aproximadamente un número igual de estrellas en cualquier dirección. Pero era evidente que las estre­llas no estaban esparcidas en número igual en todas direcciones, sino que formaban un conglomerado con una forma definida.
    El primero en sostener tal creencia fue el cien­tífico británico Thomas Wright (1711-1786). En 1750 sugirió que el sistema de estrellas tal vez tuviese forma semejante a la de una moneda, con el sistema solar cerca de su centro. Si mirábamos hacia los bordes planos de cada lado veíamos relativamente pocas estrellas antes de llegar a la orilla, más allá de la cual no había ninguna. Si por otra parte, mirá­bamos hacia el largo eje de la moneda, en cualquier dirección, el borde era tan lejano que numerosísimas estrellas, muy distantes, se fundían en una vaga lechosidad.
    Por tanto, la Vía Láctea era resultado de la visión a lo largo del eje del sistema estelar. En todas las demás direcciones, la orilla del sistema estelar era comparativamente cercana.
    A todo el sistema estelar se le puede llamar Vía Láctea, pero normalmente se vuelve a la frase griega que la designaba, o sea galaxias kyklos (círculo le­choso). Por eso llamamos Galaxia a todo el sistema estelar.
    La Galaxia

    La forma de la Galaxia podría determinarse con más exactitud si se pudiera contar el número de estrellas visibles en diferentes partes del firmamen­to, y después se calculara la forma derivada de esos números. En 1784, William Herschel emprendió esa, tarea.
    Contar las estrellas en todo el firmamento no era, por supuesto, una labor práctica, pero Herschel comprendió que bastaría con un muestreo del cielo. Escogió 683 regiones muy esparcidas y contó las estrellas de cada región, visibles en su telescopio. Encontró que el número de estrellas por unidad de área de firmamento aumentaba constantemente al aproximarse a la Vía Láctea, alcanzaba el máximo en el plano de ésta, y se reducía al mínimo en direc­ción perpendicular a ese plano.
    Por el número de estrellas que podía ver en diver­sas direcciones, Herschel se sintió justificado al ha­cer un cálculo aproximado del total de estrellas de la Galaxia. Decidió que había 300 millones, 50.000 veces más de las que podían verse a simple vista. Además, decidió que la Galaxia era cinco veces más extensa en su diámetro largo que en su diámetro corto.
    Sugirió que el diámetro largo de la Galaxia era de 800 veces la distancia entre el Sol y la brillante estrella Sirio. En ese tiempo se desconocía cuál era esa distancia, pero ahora sabemos que es de 8,63 años luz, siendo un año luz la distancia que recorre la luz en un año ([14]).
    Así pues, el cálculo de Herschel fue que la Galaxia tenía forma semejante a una piedra de amolar y que medía unos 7.000 años luz en su diámetro largo y 1.300 en el corto. Puesto que la Vía Láctea parecía más o menos igualmente brillante en todas direc­ciones, se supuso que el Sol se hallaba en el centro de la Galaxia o cerca del mismo.
    Más de un siglo después, la tarea la reemprendió el astrónomo holandés Jacobus Cornelius Kapteyn (1851-1922). Tenía a su disposición la técnica de la fotografía, lo que facilitaba el trabajo. También él concluyó que la Galaxia tenía forma de piedra de amolar, con el Sol cerca de su centro. Sin embargo, su cálculo del tamaño de la Galaxia era superior al de Herschel.
    En 1906 calculó que el diámetro largo de la Ga­laxia era de 23.000 años luz y el corto de 6.000. Ya en 1920 había elevado esas dimensiones a 55.000 y 11.000, respectivamente. Las dimensiones definitivas de Kapteyn correspondían a una Galaxia con un volumen 520 veces mayor que el de Herschel.
    Cuando Kapteyn no había terminado aún su exa­men de la Galaxia, se introdujo un concepto total­mente nuevo en el pensamiento astronómico.
    Se reconoció que la Vía Láctea estaba llena de nubes de polvo y gas (como la que había servido de origen a nuestro sistema solar y tal vez a otros sis­temas), y que esas nubes impedían la visión. Por este motivo podíamos ver sólo nuestros propios alre­dedores de la Galaxia, y en ese sentido nos encon­trábamos en el centro. Sin embargo, más allá de las nubes podría haber vastas regiones de estrellas que no nos era posible ver.
    En efecto, al perfeccionarse nuevos métodos para calcular la distancia de los enjambres de estrellas, se vio que el Sol no estaba en el centro de la Ga­laxia ni cerca de él, sino muy a la orilla. El primero en demostrar tal cosa fue Harlow Shapley, quien en 1918 presentó pruebas que llevaron a la conclu­sión de que el centro de la Galaxia se hallaba muy distante, en dirección de la constelación de Sagi­tario, donde la Vía Láctea es especialmente tupida y luminosa. Sin embargo, el centro estaba oculto por nubes de polvo, lo mismo que las regiones del otro lado.
    Durante toda la década de 1920 la sugerencia de Shapley fue investigada y confirmada, y ya en 1930 las dimensiones de la Galaxia habían sido por fin determinadas, gracias a la labor del astrónomo suizo-norteamericano Robert Julius Trumpler (1886-1956).
    La Galaxia tiene una forma más semejante a una lente que a una piedra de amolar. Esto significa que es más gruesa en el centro y más delgada hacia las orillas. Tiene un diámetro de 100.000 años luz, y el Sol se encuentra a unos 27.000 años luz de su centro, o aproximadamente a la mitad entre el cen­tro y la orilla.
    El espesor de la Galaxia es de unos 16.000 años luz en el centro y de unos 3.000 en la posición del Sol. Este se halla aproximadamente a la mitad entre el borde superior y el inferior de la Galaxia, razón por la cual la Vía Láctea parece dividir el firmamen­to en dos partes iguales.
    La Galaxia, como ahora se la conoce, tiene cuatro veces el volumen del cálculo más grande de Kapteyn.
    En cierto modo, la Galaxia se asemeja a un enor­me sistema solar. En el centro, desempeñando el papel del Sol, está un «núcleo galáctico» esférico, con diámetro de 16.000 años luz. Esto constituye sólo una pequeña porción del volumen total de la Galaxia, pero contiene casi todas las estrellas. En torno de él hay un gran número de estrellas que siguen órbitas en torno del núcleo galáctico, del mismo modo como los planetas las siguen alrede­dor del Sol.
    El astrónomo holandés Jan Henrick Oort (n. 1900) pudo demostrar, en 1925, que el Sol se movía en órbita más bien circular en torno del núcleo galáctico, a unos 250 kilómetros por segundo. Esta velocidad es aproximadamente 8,4 veces mayor que la de la Tierra en torno del Sol. Este y todo el sis­tema solar giran alrededor del núcleo galáctico una vez cada 200 millones de años, por lo que en el transcurso de su vida el Sol ha completado, hasta ahora, tal vez veinticinco circuitos en torno del nú­cleo galáctico.
    De la velocidad del progreso del Sol en torno del núcleo galáctico es posible calcular la atracción gravitacional que se ejerce sobre él. De eso y de la distancia entre el Sol y el centro galáctico es posible calcular la masa del núcleo galáctico y, aproximada­mente, de toda la Galaxia.
    La masa de la Galaxia indudablemente es más de 100.000 millones de veces la de nuestro Sol, y, según algunos cálculos, llega hasta a 200.000 millones de veces.
    Podríamos, en forma completamente arbitraria, sólo para disponer de un número concreto, señalar un punto entre los extremos y decir (siempre con sujeción a modificaciones, al obtener pruebas me­jores y más precisas) que la masa de la Galaxia es 160.000 millones de veces la masa del Sol.
    La masa de la Galaxia se distribuye en tres clases de objetos, que son: 1) estrellas; 2) cuerpos plane­tarios no luminosos, y 3) nubes de polvo y gas.
    Aunque los cuerpos planetarios no luminosos son presumiblemente más numerosos que las estrellas, cada uno de ellos es tan pequeño en relación con las estrellas que, en comparación, la masa total pla­netaria debe ser minúscula. Además, aunque las nu­bes de polvo y gas ocupan volúmenes enormes, están tan enrarecidas, que la masa total de nubes debe ser comparativamente pequeña.
    Podemos estar seguros de que casi toda la masa de la Galaxia la forman estrellas. Aunque nuestro propio sistema solar, por ejemplo, contiene sólo un Sol e innumerables planetas, satélites, asteroides, cometas, meteoritos y partículas de polvo que giran en torno de él, ese Sol único contiene aproximada­mente el 99,86 por ciento de la masa total del sistema solar.
    Las estrellas de la Galaxia tal vez no alcancen un porcentaje tan abrumador de la masa total, pero no es aventurado suponer que constituyen el 94 por ciento de la masa de la Galaxia. En ese caso, la masa de las estrellas de la Galaxia equivale a 150.000 mi­llones de veces la del Sol.
    ¿Puede ser convertida esa masa de estrellas en número de estrellas?
    Eso depende de lo representativa que sea la masa del Sol respecto a la masa general de las estrellas.
    El Sol es un cuerpo enorme en comparación con la Tierra, o incluso en comparación con Júpiter. Su diámetro es de 1.392.000 kilómetros, o 110 veces el de la Tierra. Su masa es de 2 millones de billones de billones de kilogramos, o 324.000 veces la de la Tierra. Sin embargo, no es notable en comparación con otras estrellas.
    Hay estrellas que tienen hasta 70 veces la masa del Sol y brillan mil millones de veces más. Hay otras estrellas que tienen sólo 1/20 de la masa del Sol (y, por tanto, sólo 50 veces la masa de Júpiter) y que parpadean con una luz de sólo una milmillonésima de la intensidad de la luz del Sol.
    En términos generales debemos concluir que el Sol es una estrella mediana, igualmente distante de los límites del tamaño y el brillo gigantescos, en un extremo de la escala, y el tamaño pigmeo y la luminosidad leve, en el otro extremo.
    Si las estrellas estuviesen igualmente distribuidas a lo largo de la escala de masa, y si el Sol fuese verdaderamente mediano, supondríamos que hay en la Galaxia 150.000 millones de estrellas.
    Ocurre, sin embargo, que las estrellas pequeñas son más numerosas que las grandes, por lo que es justo calcular que la estrella promedio tiene la mi­tad del tamaño del Sol en cuanto a masa. (Hay es­trellas pequeñas en las cuales la materia está muy comprimida y que son muy densas, pero su masa no es inusitadamente grande, y no afectan el pro­medio.)
    Entonces, si la masa total de las estrellas en la Galaxia es 150.000 millones de veces la masa del Sol, y la estrella media tiene 0,5 veces la masa de éste, de aquí se desprende que hay unos 300.000 millones de estrellas en la Galaxia. Esto significa que por cada estrella visible en el firmamento, cada una de las cuales pertenece a la Galaxia, hay 50 millones de otras estrellas en la misma Galaxia que no po­demos ver a simple vista.

    Las otras Galaxias

    ¿Hemos llegado ya al fin? ¿Son 300.000 millones de estrellas, todas las que hay en el Universo? Para preguntarlo de otra manera, ¿es la Galaxia lo único que hay?
    Supongamos que consideramos dos manchas de luminosidad en el firmamento, que parecen regiones aisladas de la Vía Láctea, y que están tan al sur en el cielo que son invisibles desde la zona templada boreal. Esas manchas fueron descritas por primera vez, en 1521, por el cronista que acompañó a Ma­gallanes en su viaje de circunnavegación del globo, razón por la cual recibieron el nombre de Gran Nube de Magallanes y Pequeña Nube de Magallanes.
    No fueron estudiadas detalladamente hasta que John Herschel las contempló desde el observatorio astronómico del Cabo de Buena Esperanza, en 1834 (la expedición que provocó el Engaño lunar). Lo mis­mo que la Vía Láctea, las Nubes de Magallanes re­sultaron ser conjuntos de enormes cantidades de es­trellas, muy débiles sólo a causa de su distancia.
    En la primera década del siglo xx, la astrónoma norteamericana Henrietta Swan Leavitt (1868-1921) estudió ciertas estrellas variables en las Nubes de Magallanes. Ya en 1912, el empleo de esas estrellas variables (llamadas Cefeidas variables, porque la pri­mera que se descubrió estaba en la constelación de Cefeo) permitió medir vastas distancias que no po­dían ser calculadas de otras maneras.
    La Gran Nube de Magallanes resultó estar a 170.000 años luz, y la Pequeña Nube, a 200.000. Am­bas se encuentran en la periferia de la Galaxia. Cada una de esas nubes es una galaxia por su propio de­recho.
    Sin embargo, no son grandes. La Gran Nube de Magallanes tal vez incluya unos 10.000 millones de estrellas, y la Pequeña Nube sólo alrededor de 2.000 millones. Nuestra Galaxia (a la que podemos llamar Galaxia de la Vía Láctea, para distinguirla de las otras) es 25 veces mayor que las dos Nubes de Magallanes juntas. Podríamos considerar las Nubes de Magallanes como galaxias satélites de la Vía Lác­tea.
    ¿Es eso todo, entonces?
    Se despertó cierta sospecha acerca de una leve y confusa mancha de materia nublada en la conste­lación de Andrómeda: una mancha de luz débil, lla­mada Nebulosa de Andrómeda. Ni con los mejores telescopios se le podía separar en una conglomera­ción de estrellas difusas. Por tanto, se llegó a la conclusión natural de que era una nube incandes­cente de polvo y gas.
    Por supuesto, se conocían ya esas nubes lumi­nosas, pero no brillaban por sí mismas, sino porque había estrellas en ellas. En la Nebulosa de Andró­meda no se podían ver estrellas. Sin embargo, cuan­do se analizó la luz de otras nubes luminosas resultó ser completamente diferente de la luz estelar, en tanto que la de la Nebulosa de Andrómeda era exac­tamente como la luz estelar.
    Así pues, quedaba la alternativa de que la Ne­bulosa de Andrómeda fuese un conglomerado de estrellas, aún más distante que las Nubes de Maga­llanes, por lo que no podían distinguirse sus estrellas individuales.
    Cuando Thomas Wright sugirió por primera vez en 1750 que las estrellas visibles se hallaban reuni­das en un disco plano, teorizó también que podría haber otros discos planos de estrellas, a grandes dis­tancias de las nuestras. Esa idea la aceptó en 1755 el filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804). Kant habló de «universos islas».
    Esa idea no prosperó. De hecho, cuando Laplace creó su concepto de que el sistema solar se había formado de una nube giratoria de polvo y gas, citó la Nebulosa de Andrómeda como ejemplo de nube que giraba lentamente y se contraía para formar un sol y sus planetas. Fue ésa la razón por la que la teoría de Laplace recibió el nombre de hipótesis nebular.
    Empero, en los comienzos del siglo xx adquirió fuerza el concepto de Wright y Kant. Una que otra vez aparecían estrellas en la Nebulosa de Andróme­da, que claramente eran «novas», es decir, estrellas que se abrillantaban de repente varias magnitudes y después volvían a ser tenues. Parecía como si en la Nebulosa de Andrómeda hubiese estrellas ordi­nariamente demasiado débiles para poder ser vistas en ninguna circunstancia, a causa de su gran distan­cia, pero que al brillar brevemente, con violencia explosiva, se volvían lo suficientemente intensas para poder ser distinguidas.
    De vez en cuando, hay novas semejantes entre las estrellas de nuestra propia Galaxia y al compa­rar su luminosidad con la de las novas muy débiles de la Nebulosa de Andrómeda, puede calcularse apro­ximadamente la distancia a que se encuentra esa nebulosa.
    En 1917, esa cuestión quedó resuelta. Se había instalado sobre el Monte Wilson, al noreste de Pasadena (California), un telescopio nuevo, con un espejo de 254 centímetros. Era el más grande y mejor telescopio, hasta entonces. El astrónomo nor­teamericano Edwin Powell Hubble (1889-1953), va­liéndose de ese telescopio pudo por fin determinar los contornos de la Nebulosa de Andrómeda, en ma­sas de estrellas muy vagas.
    Desde entonces se le llama «Galaxia de Andró­meda».
    Siguiendo los mejores métodos modernos de de­terminación de distancias, parece que la Galaxia de Andrómeda está a 2.200.000 años luz, once veces más lejana que las Nubes de Magallanes. Con razón había sido tan difícil distinguir sus estrellas.
    Pero la Galaxia de Andrómeda no es enana. Posi­blemente sea dos veces más grande que la de la Vía Láctea y tal vez contenga hasta 600.000 millones de estrellas.
    La Galaxia de la Vía Láctea, la de Andrómeda y las dos Nubes de Magallanes están unidas por la gravitación. Forman un «racimo galáctico» llamado Grupo Local, y no son los únicos miembros de ese grupo que, en total, tiene unos veinte componentes. Uno de ellos, Maffei I, a 3.200.000 años luz, es aproximadamente tan grande como la Vía Láctea. Los restantes son pequeñas galaxias, un par de ellas con menos de un millón de estrellas cada una.
    Quizá haya hasta 1,5 billones de estrellas en el Grupo Local, pero tampoco es ése el total absoluto.
    Más allá del Grupo Local hay otras galaxias, unas separadas, otras en pequeños grupos y algunas en gi­gantescos racimos de miles. Los telescopios moder­nos pueden detectar hasta mil millones de galaxias, que se extienden a distancias de mil millones de años luz.
    Pero eso no es todo. Hay motivos para creer que con instrumentos suficientemente buenos, po­dríamos hacer observaciones que llegaran a distan­cias hasta de 12.000 millones de años luz, antes de alcanzar el límite absoluto, más allá del cual toda observación es imposible. Por tanto, puede ser que haya 100.000 millones de galaxias en el Universo observable.
    Así como el Sol es una estrella mediana, la Gala­xia de la Vía Láctea es de tamaño intermedio. Hay galaxias con masas 100 veces mayores que la de ésta, y pequeñas galaxias con sólo un cienmilésimo de la masa de la Vía Láctea.
    Además, los cuerpos pequeños de cualquier clase sobrepasan en número a los grandes, y podríamos calcular, aproximadamente, que en promedio cada galaxia tiene unos 10.000 millones de estrellas, por lo que la galaxia media es del tamaño de la Gran Nube de Magallanes.
    Eso significaría que en el Universo observable hay hasta 1.000.000.000.000.000.000.000 (mil trillones) de estrellas.
    Basta considerar lo anterior para que parezca casi seguro que existe la vida extraterrestre. Des­pués de todo, la existencia de esa inteligencia no es asunto en el que la probabilidad equivalga a cero, puesto que nosotros existimos. Y aun si esa probabilidad es casi de cero, considerando la misma en el caso de cada una de los mil trillones de estre­llas, resulta casi seguro que en algún lugar, entre esas estrellas, exista inteligencia y hasta civilizacio­nes tecnológicas.
    Si, por ejemplo, hubiese una sola probabilidad entre mil millones de que cerca de determinada es­trella existiera una civilización tecnológica, tal cosa significaría que en el Universo, en general, podría existir un billón de civilizaciones de esa índole.
    Continuemos, sin embargo, y veamos si hay algu­na forma en que podamos poner números a los cálculos, o al menos los mejores números que sea posible.
    Al hacer tal cosa, concentrémonos en nuestra propia Galaxia. Si hay civilizaciones extraterrestres en el Universo, las de nuestra Galaxia son las que más deben interesarnos, pues estarían mucho más próximas a nosotros que las demás. Y cualesquier cifras a que lleguemos, que sean de interés en lo concerniente a nuestra propia Galaxia, siempre po­drán ser convertidas fácilmente en números signifi­cativos respecto a las otras galaxias
    Si comenzamos con un número que se refiera a nuestra Galaxia y lo dividimos entre 30, obtendremos un número análogo que corresponda a la galaxia media. Si empezamos con un número que se refiera a nuestra Galaxia y lo multiplicamos por 3,3 miles de millones, obtendremos el número análogo corres­pondiente a todo el Universo.
    Comenzamos, pues, con un número que ya hemos mencionado:
    1. Cantidad de estrellas en nuestra Galaxia: Tres­cientos mil millones.
    6 – SISTEMAS PLANETARIOS.

    Hipótesis nebular

    La sola existencia de las estrellas, en cualquier número, por inmenso que sea, no garantiza la pre­sencia de civilizaciones, o de vida, si sólo existen estrellas. Estas suministran la energía necesaria, pero la vida debe desarrollarse a una temperatura compatible con el contenido de compuestos orgáni­cos complejos, que son la base de la vida.
    Esto significa que debe existir algún planeta cer­ca de la estrella. En ese planeta, calentado y provisto de energía por la estrella, es concebible que exista vida.
    Por tanto, no debemos considerar estrellas, sino sistemas planetarios, de los cuales nuestro propio sistema solar es el único ejemplo que conocemos definitivamente y en detalle.
    Por desgracia, no podemos observar las cercanías de ninguna estrella, salvo las de nuestro propio Sol, con la suficiente minuciosidad para poder descubrir directamente la presencia de planetas que giren en torno de esa estrella ([15]).
    ¿Nos detiene esto desde el comienzo e impide que lleguemos a más conclusiones acerca de la exis­tencia de inteligencia extraterrestre?
    No necesariamente. Si llegamos a determinar cómo llegó a configurarse nuestro propio sistema solar, podríamos sacar conclusiones respecto a la probabilidad de la formación de otros sistemas pla­netarios.
    Por ejemplo, la primera teoría de la formación del sistema solar, que muchos astrónomos encon­traron atractiva, fue la hipótesis nebular de Laplace, que antes mencioné. (En realidad, algo semejante había expuesto Kant en 1755, medio siglo antes que Laplace.)
    Si el Sol se formó de la condensación de una nube giratoria de polvo y gas (podemos ver muchas otras nubes semejantes en nuestra Galaxia, y algu­nas también en otras galaxias), es razonable suponer que otras estrellas se formaron de la misma manera.
    Puesto que nuestro Sol, al condensarse, podría representarse girando más y más aprisa y perdiendo anillos de materia de su región ecuatorial, con los cuales se formaron los planetas, en otras estrellas semejantes pudo ocurrir lo mismo.
    En ese caso, toda estrella tendría su propio sis­tema planetario.
    Sin embargo, no podemos llegar a esa conclu­sión sobre la base de la hipótesis nebular, a menos que la teoría de la formación planetaria pudiera resistir la prueba de un examen detallado, cosa im­probable.
    En 1857, Maxwell (quien posteriormente fue el exponente de la teoría cinética de los gases) se inte­resó en comprender la constitución de los anillos de Saturno. Demostró que si éstos eran estructuras só­lidas (como en el telescopio parecían serlo), se de­sintegrarían bajo el influjo de la atracción gravitacional de Saturno. Por tanto, deberían consistir en una gran mezcla de partículas relativamente peque­ñas, tan poco separadas entre sí, que aparentemente parecerían sólidas al ser vistas desde una gran dis­tancia.
    El análisis matemático de Maxwell fue aplicable al anillo de polvo y gas que se suponía que había arrojado la nebulosa al contraerse, cuando se con­densaba hasta convertirse en el Sol. Resultó que de ser correctos los cálculos matemáticos de Maxwell, era difícil ver cómo un anillo así podía condensarse y convertirse en planeta. En el mejor de los casos formaría una faja de asteroides.
    Surgieron objeciones aún más graves al consi­derar el momento angular, que es la medida de la tendencia a girar que tiene cualquier cuerpo aislado o sistema de cuerpos.
    El momento angular depende de dos cosas: de la velocidad de cada partícula de materia, mientras gira sobre su eje o en torno de algún cuerpo distan­te, o ambas cosas a la vez; y de la distancia entre cada partícula de materia y el centro de rotación. El momento angular total de un cuerpo aislado no puede variar en cantidad, independientemente de los cambios que ocurran en el sistema. A eso se llama la ley de conservación del momento angular. De acuerdo con esa ley, la velocidad de rotación debe aumentar para compensar cualquier disminu­ción de la distancia y viceversa.
    Un patinador artístico demuestra ese principio cuando empieza a girar con los brazos extendidos y después los recoge. En esa condensación del cuer­po humano, por decirlo así, la velocidad de rota­ción aumenta con rapidez, y si entonces el patinador extiende de nuevo los brazos, esa velocidad de ro­tación disminuye rápidamente.
    Cuando la nebulosa giratoria desecha un anillo de materia, el mismo no puede ser más que una porción muy pequeña de toda la nebulosa. (Esto es evidente, puesto que el anillo se condensa hasta volverse un planeta mucho más pequeño que el Sol.) Cada partícula de materia en el anillo contiene más momento angular que una partícula semejante de materia del cuerpo principal de la nebulosa, pues el anillo se desprende de la faja ecuatorial, en la que son mayores la velocidad de rotación y la dis­tancia del eje de rotación. Sin embargo, el momento angular total del anillo debe ser sólo una minúscula fracción del momento angular total del resto de la vasta nebulosa.
    Por tanto, sería de esperar que el Sol, aun des­pués le haber desechado la materia necesaria para formar todos los planetas, conservara mucho del momento angular de la nebulosa original. Su grado de rotación se habría acelerado tanto al contraerse, que actualmente debería estar girando en su eje con enorme rapidez.
    Pero no ocurre tal cosa. Un punto en el ecuador del Sol tarda no menos de 26 días en moverse una vez en torno del eje del propio Sol. Los puntos al norte y al sur del ecuador tardan todavía más. Esto significa que el Sol tiene una cantidad sorprendente­mente pequeña de momento angular.
    De hecho, el Sol, que contiene el 99,8 por ciento de la masa del sistema solar, posee sólo 2 por ciento del momento angular del sistema. El resto del mo­mento angular se encuentra en los diversos cuerpos pequeños que giran en sus respectivos ejes y dan vuelta en torno al Sol.
    Nada menos que el 60 por ciento del momento angular del sistema solar corresponde a Júpiter, y otro 25 por ciento a Saturno. Esos dos planetas jun­tos, con 1/800 de la masa del Sol, poseen 40 veces más momento angular.
    Si de alguna manera todos los astros giratorios del sistema solar se precipitaran en espiral dentro del Sol, y añadieran su momento angular al de éste (como tendrían que añadirlo, de acuerdo con la ley de conservación del momento angular), el Sol gira­ría en su eje en un medio día.
    No parece haber forma alguna en que tanto mo­mento angular pudiera concentrarse en los peque­ños anillos desprendidos de la región ecuatorial de la nebulosa giratoria, y que esos anillos se aparta­ran de la nebulosa misma. Cuando el problema del momento angular fue comprendido claramente en las últimas décadas del siglo xix, la hipótesis nebular pareció haber recibido un golpe mortal.

    Colisiones estelares

    En busca de alguna explicación del origen del sistema solar, que explicara la peculiar distribución del momento angular, los astrónomos se apartaron de las teorías evolutivas de la formación planetaria, es decir, de las que postulaban cambios lentos pero inexorables. Se inclinaron entonces a las teorías catastróficas, según las cuales los planetas se formaron por un cambio brusco que no es parte inevitable del desarrollo, sino un cambio imprevisto.
    Según esas teorías, la nebulosa original giratoria se condensó suavemente hasta formar el Sol, sin producir planetas. Empero, al girar por el espacio en solitario esplendor, el Sol encontró una catástrofe que creó los planetas y les transfirió el momento angular.
    La primera teoría catastrófica fue enunciada en 1745, diez años antes de que Kant expusiera la pri­mera versión de la hipótesis nebular ([16]). Esa teoría fue propuesta por el naturalista francés Georges Louis Leclerc de Buffon (1707-1788).
    Buffon sugirió que los planetas, entre ellos la Tierra, se habían formado unos 75.000 años antes, como resultado de una colisión entre el Sol y otro cuerpo grande al que llamó cometa. (En aquel en­tonces se desconocía aún la naturaleza de los come­tas, pero se sabía que se aproximaban muchísimo al Sol.) La vida, según Buffon, había comenzado 35.000 años después de la formación de la Tierra. Desde luego, semejante suposición se hallaba en evi­dente conflicto con la creencia general de que Dios había creado la Tierra y la vida al mismo tiempo, menos de 6.000 años antes.
    La teoría de Buffon, que carecía de detalles, fue dejado atrás por la popularidad de la hipótesis nebular. Sin embargo, ya en 1880, cuando la hipó­tesis nebular tropezaba con dificultades a causa del problema del momento angular, se revivió el con­cepto de la catástrofe.
    El astrónomo inglés Alexander William Bickerton (1842-1929) sugirió que el Sol y otra estrella pa­saron muy cerca uno de la otra. La influencia gravitacional recíproca lanzó hacia afuera un flujo de materia. Al separarse las dos estrellas, la fuerza de la gravitación entre ellas empujó hacia un lado esa corriente de materia, dándole «English» (como se llama en billar el efecto lateral), así como un prolongado momento angular, a expensas de la porción principal de los dos cuerpos grandes. De las corrien­tes de materia arrancadas por lo que fue casi una colisión, se formaron los planetas. Dos estrellas so­litarias estuvieron a punto de chocar y de ello surgieron dos sistemas planetarios. Era ése un concepto dramático.
    En 1880, varias galaxias ya habían sido descifra­das en los telescopios de la época, y muchas de ellas tenían un núcleo brillante, así como estructuras espirales fuera de ese núcleo. Tal cosa la notó pri­mero, en 1845, el astrónomo irlandés William Parsons, conde de Rosse (1800-1867).
    En aquel entonces no se comprendía que esas «nebulosas espirales» fuesen conjuntos vastos y distantes de estrellas, y que nuestra Galaxia era uno de esos conjuntos. Se creía, a la sazón, que eran pequeñas formaciones dentro de la Galaxia, y Bickerton supuso que tal vez representaran sistemas planetarios en proceso de formación, con brazos en espiral, que eran corrientes de materia arrancada del sol central, y que habían adquirido una pronunciada curva con la que iniciaban sus revoluciones.
    Durante los siguientes cincuenta años, muchos astrónomos se inclinaron por la teoría catastrófica de la formación planetaria. El astrónomo inglés James Hopwood Jeans (1877-1946) sugirió que la corriente de materia arrancada del Sol tenía forma de cigarro puro, y que Júpiter y Saturno se habían formado de la parte más gruesa de esa corriente, razón por la que eran tan grandes. Jeans era un magnífico escritor de ciencia popular, y su influjo contribuyó más que ninguna otra cosa a imbuir en el público medio esa teoría de la formación del sistema solar.
    Sin embargo, un análisis detenido de la teoría catastrófica hizo surgir dificultades. ¿Podían las corrientes de materia expulsada del Sol extenderse tanto hacia afuera que lograsen producir los planetas exteriores? ¿Podía el influjo gravitacional de la otra estrella trasladar a los planetas suficiente momento angular?
    Como resultado de esta duda, un astrónomo tras otro trató de modificar la teoría, para hacerla más plausible. Algunos sugirieron una leve colisión, más bien que un simple acercamiento. El astrónomo nor­teamericano Henry Norris Russell (1877-1947) insinuó que el Sol había sido parte de un sistema de dos estrellas, y que los planetas nacieron de la otra es­trella, por lo que poseían su momento.
    A pesar de las dificultades, las teorías catastró­ficas dominaron hasta el decenio de 1930, y el asunto era fundamental en lo concerniente a la tesis de la inteligencia extraterrestre.
    De ser acertada la teoría nebular, o cualquier otra teoría evolutiva del sistema solar, los planetas formaban parte del desarrollo normal de una estre­lla, y básicamente había tantos sistemas planetarios como estrellas. En tal caso, las posibilidades de in­teligencia extraterrestre podrían ser óptimas.
    En cambio, las teorías catastróficas hacían de la formación planetaria algo accidental, no inevitable. Esa formación dependía de una especie de rapto cósmico, de la unión fortuita de dos estrellas.
    Ocurre que las estrellas están tan separadas y se mueven tan lentamente, en comparación con la dis­tancia que las separa, que las probabilidades de una colisión o de un acercamiento son extremadamente remotas. Durante toda su vida, una estrella como el Sol tiene sólo una entre 5.000 millones de posi­bilidades de aproximarse a otra estrella. En toda la vida de la Galaxia, quizá haya habido sólo quince acercamientos de esa índole, fuera del núcleo ga­láctico.
    Si cualquier forma de la teoría catastrófica co­rrespondiera a la realidad, ello significaría que hay muy pocos sistemas planetarios en la Galaxia, y sería extraordinariamente pequeña la posibilidad de que alguno de esos sistemas abrigara una civilización (con exclusión de la nuestra, por supuesto).
    Sin embargo, afortunadamente en lo que respec­ta a la inteligencia extraterrestre, las teorías catas­tróficas se volvieron menos sostenibles cada década que transcurría.
    A pesar de todas las modificaciones introducidas, quedaba la gran dificultad de dar a los planetas suficiente momento angular. Cualquier mecanismo concebible para dar ese momento, podría muy bien imprimirles suficiente velocidad para hacer que se escaparan completamente del sistema solar.
    Pero en el decenio de 1920, el astrónomo inglés Arthur Stanley Eddington (1882-1944) calculó la tem­peratura interna del Sol (y de las estrellas, en gene­ral). El enorme campo de gravitación del Sol tiende a comprimir su materia y a atraerla, no obstante lo cual el Sol es todo él gaseoso y tiene una densidad de sólo una cuarta parte de la de la Tierra. Enton­ces, ¿por qué no se condensa en densidades mucho mayores, bajo el inexorable empuje hacia adentro, de la gravedad?
    Le pareció a Eddington que lo único que podía contrarrestar el empuje hacia adentro, de la grave­dad, sería la fuerza expansiva hacia afuera, del calor interno. Eddington calculó las temperaturas nece­sarias para equilibrar la fuerza de la gravitación hacia el centro y demostró de manera muy convin­cente que el núcleo del Sol tenía que estar, necesa­riamente, a temperaturas de varios millones de gra­dos.
    Entonces, si como resultado de una colisión, o de casi una colisión, se arrancan grandes cantidades de materia del Sol, o de cualquier otra estrella, esa materia estaría a temperaturas mucho más altas de las que se había creído. Estaría tan caliente esa ma­teria, como lo señaló en 1939 el astrónomo nortea­mericano Lyman Spitzer, hijo (n. 1914), que no ha­bría posibilidad alguna de que se condensara y se convirtiera en planeta. Se expandiría hasta volverse gas tenue, y se perdería.

    Otra vez la hipótesis nebular

    Durante los primeros años de la década de 1940, mucho tiempo después de la muerte de la hipótesis nebular y recién enterrada la teoría catastrófica, pre­valeció la inquietante sensación de que ninguna teoría explicaría la existencia del sistema solar. Pa­recía como si en medio de una absoluta desespera­ción, tuviera que creerse que, después de todo, el sistema solar había sido creado por intervención divina, o que no existía.
    Sin embargo, en 1944, el astrónomo alemán Carl Friedrich von Weizsäcker (n. 1912) volvió a una forma de la hipótesis nebular e introdujo en ella ciertos refinamientos que el adelanto en los conoci­mientos había permitido, desde los días de Laplace, ciento cincuenta años antes ([17]).
    De acuerdo con la nueva versión, el Sol no se contrajo y expulsó anillos de gas. En lugar de eso, la nebulosa original se contrajo, pero dejó detrás gas y polvo. En ese gas y ese polvo se crearon tur­bulencias, grandes remolinos, por así decirlo.
    Donde se encontraron esos remolinos, sus partí­culas chocaron y formaron corpúsculos más grandes. En la misma periferia de la nebulosa original, esa formación de partículas pudo haberse convertido en una vasta faja de pequeños cuerpos helados, algunos de los cuales alteran sus órbitas de vez en cuando, bajo el influjo de la atracción de la gravedad de estrellas cercanas, y entran en el sistema solar inter­no. Allí aparecen como cometas ([18]).
    Más cerca del Sol, donde las nubes de polvo y gas son más densas y voluminosas, se formaron cuerpos más grandes: los planetas.
    No era fácil explicar el mecanismo exacto por el cual los planetas se formaron de las turbulencias. Astrónomos como Kuiper, y químicos como el nor­teamericano Harold Clayton Urey (n. 1893), mejo­raron los conceptos de Weizsäcker y esbozaron mé­todos que al parecer permitirían el crecimiento satisfactorio de los planetas.
    Con todo, quedaba pendiente el asunto del mo­mento angular. ¿Por qué gira el Sol tan lentamente y casi todo el momento angular se encuentra en los planetas? ¿Qué restó velocidad al Sol?
    Por supuesto, Laplace comprendía el funciona­miento de la gravedad mejor que nadie, en su tiem­po, y pocos lo han comprendido, posteriormente, mejor que él. Sin embargo, en la época de Laplace no había una verdadera comprensión de los campos electromagnéticos que poseen las estrellas y los pla­netas. Ahora, los astrónomos saben muchísimo más acerca de esos campos, que pueden tomarse en con­sideración en toda descripción que se haga del origen del sistema solar.
    El astrónomo sueco Hannes Olof Gösta Alfven (n 1908) preparó una descripción detallada de la manera como el Sol expulsó materia en sus comien­zos (como el viento solar de ahora, pero con mayor fuerza), y cómo esa materia, bajo el influjo del cam­po magnético del Sol, adquirió momento angular. Fue el campo electromagnético lo que transfirió el momento angular desde el Sol hasta la materia fuera de él, y lo que hizo posible que los planetas se man­tengan tan alejados del Sol como lo están y tengan tanto momento angular como tienen.
    Ahora, un tercio de siglo después del retorno de la hipótesis nebular, los astrónomos la aceptan con mucha confianza, así como sus consecuencias.
    En la nueva versión de la hipótesis nebular, los planetas exteriores no son más viejos que los inte­riores; todos los planetas y el Sol tienen la misma edad.
    Además, si el Sol y los planetas se formaron de los mismos torbellinos de polvo y gas, y todos se desarrollaron en el mismo proceso, entonces es muy probable que ésa sea la forma como se desarrolle una estrella como el Sol (y hasta es posible que lo mismo se aplique a cualquier otra estrella). En ese caso, debe haber muchos sistemas planetarios en el Universo, y posiblemente tantos sistemas planeta­rios como estrellas.

    Las estrellas rotatorias

    ¿Hay alguna forma en que podamos verificar esta sugerencia de la universalidad de los sistemas planetarios? Están muy bien las teorías, pero sería mucho mejor si pudiera reunirse cualquier prueba físi­ca, por leve que sea.
    Supongamos que tuviésemos una prueba que de­mostrara que son pocos los sistemas planetarios. Tendríamos entonces que suponer que la teoría de Weizsacker sobre la formación de las estrellas era errónea o, al menos, que necesitaba ser modificada considerablemente. Tal vez el Sol se formó en soli­tario esplendor y después pasó por en medio de otra nube de polvo y de gas en el espacio (hay muchísi­mas de esas nubes), y atrajo por gravitación parte de esa nube. En ese caso, las turbulencias en la se­gunda nube podrían haber formado los planetas, que serían menos viejos que el Sol, tal vez muchí­simo menos viejos.
    Esto sería volver a una forma de catastrofismo, aunque el paso del Sol por en medio de una nube de gas no es un suceso tan violento como la colisión, o casi colisión, de dos estrellas. Seguiría siendo un suceso accidental y necesariamente derivaría en sis­temas planetarios relativamente escasos.
    Por otra parte, si resultase que las pruebas indi­caran claramente que muchísimas estrellas tienen planetas, no podríamos esperar que tal cosa ocu­rriese en alguna forma catastrófica. Ciertas versiones de la hipótesis nebular de la formación automática, o casi automática, de los planetas, junto con la es­trella, necesariamente tendrían que ser las correctas.
    Empero, lo malo es que no podemos ver si algu­nas estrellas tienen planetas en torno suyo. Aun a la distancia de la estrella más cercana (Alfa Cen­tauro, a 4,3 años luz de nosotros), no habría manera de ver realmente ni siquiera un planeta grande, del tamaño de Júpiter o más grande aún. Ese planeta sería demasiado pequeño para poder ser visto por la luz reflejada de su estrella. Aunque se inventara un telescopio que pudiera distinguir ese leve par­padeo de luz reflejada, la cercanía de la luz mucho más intensa de su estrella lo borraría completamente.
    Así pues, debemos perder toda esperanza de una visión directa, al menos por ahora, y recurrir a me­dios indirectos.
    Consideremos nuestro propio Sol, que es una es­trella que indudablemente tiene un sistema planetario. Lo notable acerca del Sol es que gira tan lentamente en su eje, que el 98 por ciento del mo­mento angular del sistema se encuentra en la masa insignificante de sus planetas.
    Si el momento angular pasó del Sol a sus pla­netas cuando éstos fueron formados (por cualquier mecanismo), entonces es razonable suponer que el momento angular podría pasar de cualquier estrella a sus planetas. Si una estrella tiene un sistema pla­netario, esperaríamos que esa estrella girara en su eje con relativa lentitud; de no ser así, confiaríamos en que girara con relativa rapidez.
    Pero ¿cómo se puede medir la velocidad a que gira una estrella, si aun en nuestros mejores teles­copios la misma aparece sólo como un punto lumi­noso?
    En realidad, puede deducirse mucho de la luz estelar, aunque la estrella misma sea sólo un punto de luz. La luz estelar es una mezcla de luz de todas las longitudes de onda. Esa luz puede extenderse en el orden de las longitudes de onda, desde las ondas cortas de la luz violeta hasta las largas de la roja, y el resultado es el «espectro». El instru­mento con que se produce éste es el «espectrosco­pio».
    En 1665, Isaac Newton demostró el espectro co­rrespondiente a la luz solar. En 1814, el físico alemán Joseph von Fraunhofer (1787-1826) mostró que el espectro solar estaba cruzado por numerosas líneas oscuras, las cuales, según se comprendió a la postre, representaban longitudes de onda faltantes. Eran longitudes de onda de luz absorbidas por átomos en la atmósfera del Sol, antes que pudieran llegar a la Tierra.
    En 1859, el físico alemán Gustav Robert Kirchhoff (1824-1887) aclaró que las líneas oscuras del espectro eran «huellas digitales» de los diversos ele­mentos, puesto que los átomos de cada elemento emitían o absorbían determinadas longitudes de onda que los átomos de ningún otro elemento emi­tían o absorbían. La espectroscopia no sólo podía emplearse para analizar minerales en la Tierra, sino también para analizar la composición química del Sol.
    Entretanto, el arte de la espectroscopia se había sofisticado a un grado tal, que la luz de las estrellas, aunque mucho más tenue que la del Sol, también podía extenderse en espectros.
    De las líneas oscuras de los espectros estelares se pudo deducir mucho. Si, por ejemplo, las líneas oscuras en el espectro de determinada estrella esta­ban ligeramente desplazadas hacia el extremo rojo, eso significaba que la estrella se apartaba de noso­tros a una velocidad que podía ser calculada por el grado de desplazamiento. Si las líneas oscuras se deslizaban hacia el extremo violeta del espectro, tal cosa significaba que la estrella se aproximaba a nos­otros.
    La importancia de este «desplazamiento hacia el rojo o hacia el violeta» se hizo evidente gracias a la labor con ondas sonoras realizada en 1842 por el físico austriaco Christian Johann Doppler (1803-1853), y posteriormente aplicada a las ondas de luz, en 1848, por él físico francés Armand Hippolyte Louis Fizeau (1819-1896).
    Supongamos ahora que una estrella gira y que está situada en el espacio de tal manera que ningu­no de sus polos enfoca hacia nosotros, sino que cada polo está situado en los lados, o cerca de los lados de la estrella, tal como la vemos. En ese caso, en un lado de la estrella, entre los polos, la superficie viene hacia nosotros, y en el lado opuesto se aparta de nosotros. La luz de un lado hace que las líneas oscuras se desplacen ligeramente hacia el violeta, y la luz del otro lado hace que el desplazamiento sea hacia el rojo. Las líneas oscuras que se despla­zan en ambas direcciones, se vuelven más anchas de lo normal. Mientras más aprisa gira la estrella, más anchas son las líneas oscuras en el espectro.
    Esto lo sugirió por primera vez, en 1877, el as­trónomo inglés William de Wiveleslie Abney (1843-1920); y el primer descubrimiento de líneas anchas producidas por la rotación fue en 1909, gracias a la labor del astrónomo norteamericano Frank Schlesinger (1871-1943). Sin embargo, sólo a partir de 1925, aproximadamente, se volvieron comunes los estudios de la rotación de las estrellas, y en esa labor se mostró especialmente activo el astrónomo ruso-norteamericano Otto Struve (1897-1963).
    En efecto, se descubrió que algunas estrellas gi­ran con lentitud. Una mancha en el ecuador del Sol se mueve sólo unos 2 kilómetros por segundo, al girar lentamente el Sol sobre su eje, y muchas es­trellas lo hacen a esa velocidad ecuatorial, o poco más. Por otra parte, algunas estrellas giran con tan­ta rapidez sobre su eje, que alcanzan velocidades ecuatoriales de entre 250 y 500 kilómetros por se­gundo.
    Es tentador suponer que las estrellas que giran lentamente tienen planetas en los que han perdido el momento angular, en tanto que las que giran con rapidez no tienen planetas y han retenido todo a casi todo su momento angular original.
    Sin embargo, eso no es todo lo que se puede in­vestigar de esa manera. Cuando empezaron a ser estudiados los espectros estelares, se supo que aun­que algunos se asemejaban al del Sol, otros eran diferentes. De hecho, los espectros estelares diferían muchísimo los unos de los otros, y desde 1867, Secchi (el astrónomo que se anticipó al descubrimiento de Schiaparelli de los canales marcianos) sugirió que los espectros fuesen divididos en clases.
    Se llevó a la práctica, y con el tiempo los diversos intentos de ordenar las diferentes clases terminaron con la clasificación de O, B, A, F, G, K y M, en la que la O representa las estrellas con mayor masa, las más calientes y luminosas que se conocen; se­guían la B, la A y así hasta la M, en la que queda­ban incluidas las estrellas con menor masa, menos calientes y menos luminosas. Nuestro Sol pertenece a la clase espectral G, por lo que se encuentra en un lugar intermedio de la lista.
    Al estudiarse más detenidamente los espectros estelares, cada clase espectral pudo dividirse en diez subclases: B0, Bl... B9; A0, Al... A9; y así sucesiva­mente. Nuestro Sol pertenece a la clase espectral G2.
    El astrónomo norteamericano Christian Thomas Elvey (n. 1899), que trabajaba con Struve, en 1931 ya había descubierto que mientras más masa te­nía una estrella más probable era que girara apri­sa. Las estrellas de las clases espectrales O, B y A, así como las F más grandes, desde F0 hasta F2, era muy probable que giraran aprisa.
    Las estrellas de las clases espectrales F2-F9, G, K y M, giraban casi todas con lentitud.
    Así pues, la mitad de las clases espectrales giran aprisa y la otra mitad despacio, pero tal cosa no equivale a una división igual de las estrellas. Las estrellas más pequeñas son más numerosas que las más grandes, por lo que, con mucho, hay más es­trellas de la clase espectral G, o más pequeñas, que de la clase espectral F, o más grandes. En realidad, sólo el 7 por ciento de las estrellas están incluidas en las clases espectrales de 0 a F2.
    En otras palabras, no más del 7 por ciento de las estrellas giran aprisa, y el 93 por ciento lo hacen despacio. Esto parecería indicar que por lo menos el 93 por ciento de las estrellas tienen sistemas pla­netarios.
    En realidad, tal vez no podríamos eliminar el 7 por ciento correspondiente a las que giran aprisa. Entre ellas figuran las estrellas especialmente ma­sivas, que es probable que tengan un momento an­gular total mucho mayor que las más pequeñas. Podrían conservar suficiente momento angular para girar rápidamente, aun después de haber perdido en sus planetas algo de ese momento.
    O bien, la pérdida del momento angular que pasa a los planetas quizá necesite tiempo y, según vere­mos, las estrellas verdaderamente enormes sean todas jóvenes. Pudiera ser que aún no hayan tenido tiempo de transferir el momento angular.
    Así pues, de los datos acerca de la rotación es­telar podemos concluir que por lo menos el 93 por ciento, y posiblemente el 100 por ciento de las estrellas, tienen sistemas planetarios.

    Las estrellas oscilatorias

    Hasta aquí todo va muy bien, pero debemos re­conocer que las estrellas pueden girar aprisa o des­pacio por razones ajenas a los planetas. Algunas estrellas quizá se formen simplemente de nubes que tienen más momento angular desde el comienzo, o menos momento.
    ¿Podemos, entonces, buscar otra clase de prue­bas?
    Podemos hacerlo, si nos detenemos a considerar que cuando dos cuerpos se atraen por la gravitación, esa atracción es en dos sentidos. El Sol atrae a Júpiter, pero Júpiter también atrae al Sol.
    Si dos cuerpos que se atrajeran el uno al otro por la gravitación tuviesen exactamente la misma masa, ninguno de los dos giraría en torno del otro, para hablar con propiedad. Al contribuir en grado igual a la acción recíproca de la gravitación, cada uno de ellos giraría en torno de un punto exacta­mente en medio de los dos. Ese punto es el «centro de gravedad».
    Si los dos cuerpos fuesen desiguales en su masa, el que la tuviera mayor estaría menos afectado por la atracción y se movería menos. Si el cuerpo mayor tuviese dos veces la masa del otro, el centro de gra­vedad estaría dos veces más cerca del centro del cuerpo de mayor masa, que del centro del cuerpo de masa menor. Consideremos la Luna y la Tierra. Generalmente se cree que la Luna gira en torno de la Tierra, pero lo cierto es que no gira en torno del centro de la Tierra. Tanto una como otra giran en torno de un centro de gravedad que se encuentra siempre entre el centro de la Tierra y el de la Luna.
    Ocurre que la Tierra tiene 81 veces la masa de la Luna, por lo que el centro de gravedad necesa­riamente está 81 veces más cerca del centro de la Tierra que del de la Luna. El centro de gravedad del sistema Tierra-Luna está a 4.750 kilómetros del centro de la Tierra. Se halla a 384.750 kilómetros, 81 veces más distante del centro de la Luna.
    El centro de gravedad del sistema Tierra-Luna está tan cerca del centro de la Tierra, que se halla 1.600 kilómetros debajo de la superficie terrestre. En esas circunstancias, es razonable considerar que la Luna gira en torno de la Tierra, pero realmente gira en torno de un punto que está dentro de la Tierra.
    El centro de la Tierra también se mueve en pequeños círculos en torno de ese centro de gravedad, una vez cada 27 1/3 días. Si no existiera la Luna, la Tierra se movería en torno del Sol en una senda sin variación. Debido a la Luna, la Tierra tiene una pequeña ondulación de 27 1/3 días en su senda alrededor del Sol, doce y fracción de esas ondula­ciones por cada vuelta completa. En teoría, la osci­lación de la Tierra podría ser medida desde el es­pacio exterior, y la presencia de la Luna, y tal vez su distancia y tamaño, se podría calcular a partir de esa oscilación si, por algún motivo, la Luna no se pudiese ver directamente.
    Esto también se aplica a Júpiter y al Sol. Este tiene 1.050 veces la masa de Júpiter, por lo que el centro de gravedad del sistema Sol-Júpiter debe es­tar 1.050 veces más cercano del centro del Sol que del de Júpiter. Sabiendo la distancia entre los dos centros, resulta que el centro de gravedad está a 740.000 kilómetros del centro del Sol. Eso significa que el centro de gravedad se encuentra a 45.000 ki­lómetros afuera de la superficie del Sol.
    El centro del Sol gira en torno de ese centro de gravedad cada 12 años. El Sol, en su senda sin tro­piezo en torno del centro de la Galaxia, oscila lige­ramente, moviéndose primero hacia un lado de su ruta y después hacia el otro.
    Si existieran sólo el Sol y Júpiter, un observador, desde un punto en el espacio, que estuviese dema­siado lejos para poder ver a Júpiter directamente, podría deducir la presencia de Júpiter por la osci­lación del Sol.
    Pero el Sol tiene también otros tres grandes pla­netas: Saturno, Urano y Neptuno, cada uno de los cuales tiene un centro de gravedad respecto al Sol, aunque no tan distante del centro del Sol como el de Júpiter. Eso hace que la oscilación del Sol sea más bien complicada y mucho más difícil de inter­pretar.
    Además, si el observador se hallara tan distante como una de las estrellas más cercanas, la oscilación del Sol sería demasiado pequeña para poderla me­dir con exactitud, e incluso para que se pudiera notar.
    ¿Sería posible lo contrario? ¿Podríamos observar alguna otra estrella y notar una oscilación en su ruta, y de eso deducir que tiene un planeta o varios planetas?
    Indudablemente, en algunos casos se puede hacer tal cosa, como se hizo desde 1844.
    En ese año, el astrónomo alemán Friedrich Wilhelm Bessel (1784-1846) notó una oscilación en el movimiento de la brillante estrella Sirio. De esa oscilación dedujo la presencia de un compañero in­visible, con 2/5 la masa de Sirio.
    Ahora bien, actualmente sabemos que Sirio tiene 2,5 veces la masa de nuestro Sol. Por tanto, ese compañero de Sirio tiene aproximadamente la masa de nuestro Sol, por lo que no es realmente un pla­neta, sino toda una estrella, poco brillante y difícil de ver por ser muy compacta ([19]).
    Sin embargo, encontrar una estrella acompañan­te es más fácil que descubrir un planeta acompa­ñante. Un planeta tiene una masa tan pequeña en comparación con la de la estrella en torno de la cual gira, que el centro de gravedad mutuo está mucho más cerca del centro de la estrella. Por tanto, la oscilación de la estrella es diminuta.
    ¿Podría ser medida alguna vez una oscilación así?
    Posiblemente, en condiciones favorables.
    Primero, la estrella debería estar tan cerca de nosotros como fuese posible, para que su oscilación fuera apreciable.
    Segundo, la estrella tendría que ser pequeña, sin duda más pequeña que nuestro Sol, para que su masa predomine tan poco como sea posible. El cen­tro de gravedad estará entonces relativamente ale­jado del centro de la estrella, la cual tendrá una oscilación comparativamente grande.
    Tercero, la estrella contaría con un planeta gran­de, por lo menos como Júpiter, para que la masa planetaria baste para arrastrar el centro de grave­dad lo suficientemente lejos de la estrella en torno de la cual gira el planeta, obligando a la estrella a tener una oscilación comparativamente grande.
    Este triple requisito de una pequeña estrella cer­cana, con un planeta grande, reduce enormemente las posibilidades. Si acaso fuese pequeña la posibi­lidad de una formación planetaria, sería demasiado pedir que un sistema planetario existiera en torno de una estrella cercana pequeña, y que ese sistema planetario incluyera un planeta por lo menos tan grande como Júpiter.
    Por otra parte, si buscamos pequeñas estrellas cercanas y encontramos pruebas de un planeta acompañante en torno de por lo menos una de esas estrellas, entonces, para no vernos obligados a acep­tar una coincidencia sumamente improbable, debe­mos concluir que los sistemas planetarios son muy comunes, tal vez hasta universales.
    Se hicieron intentos para determinar la presencia o ausencia de tales oscilaciones en los movimientos de las estrellas, en el Colegio Superior Swarthmore, bajo la dirección del astrónomo holandés-norteame­ricano Peter Van de Kamp (n. 1901).
    El astrónomo danés-norteamericano Kaj Aage Gunnar Strand (n. 1907), que trabajaba bajo las órdenes de Van de Kamp, detectó una minúscula oscilación en el movimiento de una de las estrellas del sistema binario Cisne 61, y dedujo la presencia de un cuerpo acompañante que giraba en torno, y que era demasiado pequeño por su masa para ser estrella. Sin embargo, tenía suficiente masa para ser un planeta grande, contaba con ocho veces más masa que la que posee Júpiter. Ese descubrimiento fue anunciado en el año 1943.
    Desde entonces se detectó una oscilación seme­jante de la estrella de Barnard, que es pequeña y dista sólo 6 años luz. Esa oscilación tal vez indica la presencia de dos planetas, uno con masa tan gran­de como la de Júpiter, con órbita de 11,5 años, y otro con masa como la de Saturno, con órbita de 20 a 25 años. Otras estrellas cercanas, como Ross 614 y Lalande 21185, también han mostrado oscilaciones que parecen indicar la presencia de planetas gran­des.
    En suma, hemos descubierto no una, sino media docena de pequeñas estrellas cercanas, que tal vez tengan grandes planetas. En estas circunstancias (y debe reconocerse que las observaciones están ya tan cerca del límite de lo que puede verse que no todos los astrónomos se muestran dispuestos a acep­tar sin cautas reservas lo que se deduce), debemos concluir que los sistemas planetarios son muy co­munes, por lo menos en todas las estrellas que giran lentamente.
    Seamos cautos y limitemos los sistemas planeta­rios únicamente a las estrellas que giran con len­titud, que son el 93 por ciento del total.
    En ese caso, obtenemos nuestra segunda cifra:
    2. Cantidad de sistemas planetarios en nuestra Ga­laxia: 279.000.000.000.
    7 – ESTRELLAS SEMEJANTES AL SOL.

    Estrellas gigantes

    El hecho de que, de acuerdo con nuestras con­clusiones en el capítulo anterior, haya un número enorme de sistemas planetarios en nuestra Galaxia, por sí mismo no significa que la vida sea exuberante.
    Tal vez las diferentes estrellas no sirvan igual­mente como incubadoras de vida para sus respec­tivos planetas, por lo que nuestro siguiente paso deberá ser considerar esa posibilidad y determinar (si podemos) cuáles estrellas son las adecuadas y cuántas de ellas puede haber.
    Si resulta que los requisitos de una estrella ade­cuada son excesivamente numerosos y complejos, tal vez casi ninguna nos sirva, y en ese caso todos los sistemas planetarios serán inútiles, al menos en lo concerniente a inteligencia extraterrestre.
    Sin embargo, tal pesimismo extremo es innece­sario, pues empezamos con dos afirmaciones, una de las cuales es absolutamente cierta.
    La afirmación cierta es que nuestro propio Sol es incubador de vida, por lo que es posible que otra estrella también lo sea. La segunda afirmación algo menos firme, pero casi tan segura que ningún astró­nomo la rebate, es que el Sol no es una estrella especialmente inusitada. Si el Sol es adecuado, mu­chas otras estrellas también podrán serlo.
    Preguntémonos en qué pueden diferir las estre­llas.
    El punto más obvio de diferencia, reconocido des­de que se alzó la vista inquisitiva hacia el firma­mento nocturno, es que las estrellas difieren en bri­llantez.
    Esa diferencia, por supuesto, puede obedecer exclusivamente a las desigualdades en las distancias. Si todas las estrellas fuesen igualmente brillantes, vistas a determinada distancia (en otras palabras, si tuviesen igual «luminosidad»), las más cercanas a nosotros tendrían un aspecto más brillante que las más alejadas.
    Después de que se calcularon las distancias de las estrellas (el primero en realizar esa labor, en 1838, fue Bessel, quien seis años después descubrió la estrella que acompaña a Sirio), resultó que las luminosidades aparentes no obedecían exclusivamen­te a las distancias diferentes. Unas estrellas son intrínsecamente más luminosas que otras.
    Además, algunas de ellas tienen más masa que otras, pero la masa y la luminosidad van unidas. Como lo demostró Eddington en el decenio de 1920, una estrella con más masa, necesariamente debe tener más luminosidad. Una estrella con más masa debe tener un campo de gravitación más intenso y, para evitar un colapso, la temperatura en su cen­tro tiene que ser más alta. Una temperatura central más elevada suele producir un mayor flujo de ener­gía, el cual sale de la estrella en todas direcciones, provocando con ello una superficie más caliente y a la vez más luminosa ([20]).
    Además, la luminosidad aumenta más rápidamen­te que la masa. Si la Estrella A tiene dos veces la masa de la Estrella B, entonces la Estrella A tenderá más a contraerse, porque su campo de gravitación es mayor. Para contrarrestar el mayor campo de gravitación de la Estrella A, el centro de la misma debe ser mucho más caliente, lo suficiente para que sea diez veces más luminosa que la Estrella B.
    Las estrellas conocidas, de mayor masa, tienen unas 70 veces la masa del Sol, pero son 6 millones de veces más luminosas. Por otra parte, una estrella con sólo 1/16 de la masa del Sol (65 veces la masa de Júpiter), quizá tenga sólo suficiente masa para emitir un fulgor opaco de calor rojo, y tener única­mente un millonésimo de la luminosidad del Sol.
    ¿Cómo sería un planeta que girara en torno de una estrella de tales condiciones?
    Supongamos, por ejemplo, que la Tierra girara en torno de una estrella con una masa 70 veces ma­yor que la del Sol.
    Naturalmente, si la Tierra girara en torno de esa estrella gigantesca a la misma distancia de la que gira en torno del Sol, la estrella aparecería en el firmamento de un tamaño cuarenta veces mayor que el que nos parece que tiene el Sol, y liberaría 6 mi­llones de veces más luz y calor. La Tierra sería en­tonces una bola de roca al rojo vivo.
    Sin embargo, podemos fácilmente imaginar que toda estrella posee, a cierta distancia, una franja en torno de ella dentro de la cual un planeta podría girar y recibir calor de la estrella semejante al que recibe la Tierra. En el caso de una estrella grande, esa franja, o «ecosfera» ([21]), estaría más retirada que en el caso de una estrella pequeña. En el caso de la estrella gigante, 70 veces mayor que el Sol, la ecosfera estaría a una distancia de centenares de miles de millones de kilómetros de la estrella.
    Supongamos, entonces, que la Tierra girase en torno de la estrella gigante a una distancia de 366.000 millones de kilómetros. Esa distancia sería 2.450 ve­ces la de la Tierra al Sol y 62 veces la de Plutón al Sol. A esa distancia se necesitarían 14.500 años para que la Tierra diese una vuelta en torno de la estrella.
    Desde esa colosal distancia, la estrella gigantesca se vería tan pequeña que no mostraría ningún disco visible, y brillaría simplemente como una estrella, pero no como las que vemos. Sería extraordinaria­mente brillante, porque su temperatura superaría en mucho a la del Sol (50.000 °C, en comparación con sólo 6.000 °C), y aunque la estrella gigante estuviese tan lejana y se viese tan pequeña, daría tanta luz y tanto calor al planeta distante, como el Sol le da a la Tierra.
    Por supuesto, la temperatura de la estrella gi­gantesca alteraría la índole de su radiación. A la distancia de la Tierra, que hemos imaginado, la es­trella liberaría la misma cantidad total de energía que la que el Sol descarga ahora, pero una fracción mucho mayor de la energía de la estrella gigante sería de rayos ultravioleta y rayos X, y otra fracción, mucho menor, sería de luz visible.
    Los ojos humanos están adaptados a responder a la luz visible, por lo que la luz de la estrella gi­gante parecería más tenue que la del Sol. Por otra parte, el flujo de rayos ultravioleta y rayos X resul­taría mortal para la vida en la Tierra.
    Empero, esta objeción tal vez no fuera fatal. La atmósfera de la Tierra nos protege de la radiación de energía de nuestro Sol, y podemos imaginar la Tierra apartada aún más de la estrella gigante. La disminución de la radiación total y la cantidad re­tenida por una atmósfera posiblemente más gruesa, podría permitir el desarrollo de la vida, bajo tem­peraturas planetarias algo más bajas que aquellas a las que estamos acostumbrados.
    Con todo, hay una objeción muy importante con­tra la estrella gigante, objeción que no puede ser eliminada ajustando el lugar planetario dentro de la ecosfera, o modificando la atmósfera planetaria.
    Una estrella no es una adecuada incubadora de vida durante toda su existencia. Por ejemplo, no puede suministrar la energía necesaria para la vida, mientras se condensa y se forma de una nebulosa primigenia. Primero debe condensarse hasta el pun­to en que los fuegos nucleares comiencen en el cen­tro y la estrella empiece a radiar luz. Con el tiempo, la condensación llega a una etapa estable, y la ra­diación, después de haber alcanzado un grado má­ximo, permanece estacionaria.
    Entonces se dice que la estrella ha entrado en la «secuencia principal». (Se le llama secuencia prin­cipal, porque alrededor del 98 por ciento de las estrellas que vemos se encuentran en ese estado, formando una secuencia desde la de mayor masa hasta la de menor masa.).
    Mientras esté en la secuencia principal, la radia­ción de la estrella es constante y fiable y, como en el caso de nuestro Sol, presumiblemente podría ser­vir como incubadora de vida.
    Sin embargo, la radiación de la estrella depende de la energía que produzca cuando el hidrógeno en su núcleo se convierte en helio por los procesos de fusión nuclear. En algún punto crítico, cuando una gran parte del hidrógeno se ha gastado, el pro­ceso empieza a vacilar. El helio, al acumularse en el núcleo, hace que éste se vuelva más y más pesado. Se contrae y condensa, y su temperatura aumenta hasta el punto en que el helio se funde y forma núcleos todavía más complicados.
    En ese punto, la estrella genera suficiente calor para expandirse contra el empuje de su propia gra­vedad, en tanto que hasta entonces, cuando se halla­ba en la secuencia principal, el jalón hacia adentro de la gravedad y el empuje hacia afuera de la tem­peratura habían permanecido equilibrados.
    Al expandirse, la estrella abandona la secuencia principal y se vuelve relativamente enorme en ex­tensión. A causa de la expansión, la superficie de la estrella se enfría hasta quedar únicamente en calor rojo, aunque la radiación total de su nueva vasta superficie es mucho mayor de lo que antes había sido. La estrella se ha transformado en una gigante roja.
    Cuando una estrella abandona la secuencia prin­cipal, lo que sigue es un período turbulento. Con­tinúa siendo gigante roja durante varios centenares de millones de años (que es un tiempo breve en la escala astronómica), en tanto que se consume lo que queda del hidrógeno y el núcleo se vuelve más y más caliente. Por último, hay un colapso al cesar la energía desarrollada por la fusión nuclear en el centro al consumirse todos los combustibles nuclea­res posibles, y la estrella no puede ya mantenerse distendida contra su propia gravedad.
    Si la estrella tiene suficiente masa, el colapso es precedido por una explosión cataclísmica, una supernova. Mientras más masa tenga la estrella, más vio­lenta será la explosión. Entonces, lo que quede de la estrella se contraerá en una bola relativamente pequeña y muy densa ([22]).
    Pero en lo que concierne a la vida, pueden omi­tirse los detalles de lo que ocurre después de que la estrella abandona la secuencia principal. A medida que la estrella se expande hacia la etapa de gigante roja, su radiación total aumenta muchísimo. Cual­quier planeta que hasta entonces hubiese estado en posición de recibir radiación en cantidades equili­bradas a la formación y conservación de la vida, recibiría demasiada radiación. Cualquier manifesta­ción de vida en el planeta se abrasaría hasta morir. (En casos extremos, el planeta mismo se fundiría y se evaporaría.)
    Por tanto, podemos afirmar, como regla general probablemente inviolable, que una estrella puede servir de incubadora de vida sólo cuando se encuen­tre en su secuencia principal.
    Afortunadamente, una estrella puede permanecer en la secuencia principal durante mucho tiempo. Por ejemplo, nuestro Sol es capaz de permanecer en la secuencia principal durante un período total de 12.000 o 13.000 millones de años. Aunque ha brillado casi como ahora durante unos 5.000 millones de años, su vida como estrella en secuencia principal no ha pasado aún de la mitad ([23]).
    Una estrella que tenga más masa que el Sol, y que por ello deba contrarrestar el efecto hacia aden­tro de un campo de gravitación más fuerte, debe generar temperaturas más altas en el centro para contrarrestar la contracción gravitacional, y para eso debe fusionar hidrógeno más aprisa. Indudablemen­te, una estrella con mayor masa que la del Sol posee más hidrógeno, pero el aumento en el grado de fu­sión es mayor que el suministro de hidrógeno.
    Así pues, mientras mayor masa tenga una estrella, más rápidamente consumirá su superior pro­visión reconocida de hidrógeno y menor tiempo per­manecerá en la secuencia principal.
    Una estrella monstruosa, con 70 veces la masa del Sol, debe consumir hidrógeno con una rapidez tremenda para continuar expandida ante el jalón de su colosal gravedad, por lo que su vida en la secuen­cia principal tal vez sea de sólo 500.000 años, o me­nos. Precisamente por eso no observamos estrellas con masas en verdad grandes. Aun en el supuesto de que se formaran esas estrellas gigantescas, las temperaturas que desarrollarían las harían estallar casi inmediatamente.
    Por supuesto, 500.000 años es mucho tiempo en la escala de la experiencia humana. La historia es­crita ha existido, cuando mucho, durante la centési­ma parte de ese período.
    Sin embargo, la vida inteligente no llegó a la Tierra desde sus comienzos mismos, sino sólo como resultado de una larga etapa de evolución. Si nues­tro Sol hubiese brillado como ahora durante 500.000 años después de la formación de la Tierra, y enton­ces hubiera abandonado su secuencia principal, es dudoso que hubiese dado tiempo para que se for­mara siquiera la más sencilla protovida en los océa­nos del globo.
    En realidad, a juzgar por la experiencia de la Tierra, se necesitan unos 5.000 millones de años de existencia planetaria para que la vida se desarrolle hasta un punto de complejidad en que pueda esta­blecerse una civilización.
    Naturalmente, no podemos estar muy seguros de lo típico que sea el caso de la Tierra, aplicado al Universo en general. Puede ser que, por alguna ra­zón trivial, la evolución haya sido extraordinaria­mente lenta en la Tierra, y que en otros planetas se haya necesitado mucho menos tiempo para el desarrollo de la inteligencia. Por otra parte, quizá la evolución de la Tierra, por alguna razón trivial, haya sido extraordinariamente rápida, y en otros planetas se necesite mucho más tiempo para el desarrollo de la inteligencia.
    Por el momento no hay manera de decir si es verdad una u otra alternativa. No nos queda más recurso que atenernos al «principio de la medianía» y suponer que el único caso que conocemos, el de la Tierra, no es atípico, sino más o menos ordinario.
    Por tanto, debemos continuar sujetándonos a una duración de 5.000 millones de años de la secuencia principal, como mínimo indispensable para el des­arrollo de una civilización.
    Una estrella que tiene 1,4 veces la masa del Sol. y pertenece a la clase espectral F2, permanece en la secuencia principal durante 5.000 millones de años, por lo que podemos llegar a la conclusión de que cualquier estrella con una masa de más de 1,4 veces la del Sol no servirá como incubadora de vida. Podrá haber vida en un planeta que gire en torno de una estrella con demasiada masa, pero es tan ínfima la probabilidad de que esa estrella exista el tiempo suficiente para llegar al grado apropiado de complejidad para producir una civilización extraterrestre, que podemos pasarla por alto.
    Esto significa que las estrellas brillantes que ve­mos en el firmamento, y que tienen (por lo menos la mayoría de ellas) una masa considerablemente mayor que la del Sol, no sirven como incubadoras. Por ejemplo, Sirio permanecerá en la secuencia prin­cipal un total de unos 500 millones de años, y Rigel sólo unos 400 millones. Podemos hacer caso omiso de esas estrellas.
    Ocurre que son precisamente esas estrellas, de mucha masa y poca duración, que giran aprisa, las que no incluí en el número de las que poseen un sistema planetario. Por tanto, su exclusión está do­blemente justificada.

    Estrellas enanas

    Pasemos ahora al otro extremo y consideremos una estrella con 1/16 de la masa del Sol y un millo­nésimo de su luminosidad. (Cualquier cuerpo con menor masa, probablemente no tendría la suficiente para encender los fuegos nucleares en su centro y, por lo mismo, no sería una verdadera estrella.)
    Una estrella enana, con 1/16 de la masa del Sol, tendría 65 veces más masa que el planeta Júpiter, pero sin duda sería mucho más densa y podría ser apenas más grande que Júpiter. Quizá tuviese 150.000 kilómetros de diámetro.
    Supongamos que la Tierra estuviese a 300.000 ki­lómetros del centro de una estrella así y que, por tanto, girase en torno suyo a una altura de 150.000 kilómetros por encima de su superficie. La tierra daría la vuelta a esa estrella cada 1,1 horas.
    La Tierra recibiría tanta energía total de esa es­trella enana como la que ahora recibe del Sol. El que la estrella enana estuviese apenas al rojo vivo se compensaría porque a esa distancia del planeta su tamaño aparente sería 3.000 veces mayor que el del Sol como lo vemos desde la Tierra.
    Indudablemente, la clase de energía que se reci­biera de la estrella enana sería diferente de la que se recibe del Sol. La estrella enana no emitiría casi radiación ultravioleta y de hecho muy poca luz visi­ble. Casi toda su energía sería de luz infrarroja.
    Esto sería muy desagradable desde nuestro pun­to de vista. A nuestros ojos, todo parecería muy mortecino y de un color rojo oscuro desagradable. Sin embargo, podemos imaginar que la vida en un planeta así habría desarrollado un sentido de la vis­ta, sensible al rojo y al infrarrojo, y quizá viera secciones de él en diferentes colores. Para una vida así, la luz tal vez pareciese blanca y suficientemente brillante.
    El rojo y el infrarrojo son menos intensamente energéticos que el resto del espectro luminoso visi­ble, y habría muchas reacciones químicas que la luz amarilla, verde o azul, podría iniciar, y que la roja y la infrarroja no podrían. Sin embargo, la vida no tiene por base las reacciones fotoquímicas, salvo en lo que respecta a la fotosíntesis, y ésta es ini­ciada por la luz roja. Indudablemente, no tendría­mos que llevar las cosas a extremos intolerables para imaginar la vida en un mundo así, hasta ahora.
    Con todo, ocupémonos de un nuevo punto:
    El campo de gravitación de cualquier objeto dis­minuye en intensidad con el cuadrado de la distancia. Si se dobla la distancia, la intensidad se reduce a 1/4 de la que antes era; si la distancia se triplica, se reduce a 1/9, y así sucesivamente.
    Esto afecta la forma como la Luna y la Tierra se atraen mutuamente.
    La distancia promedio entre el centro de la Luna y el de la Tierra es de 384.390 kilómetros. Esto varía algo al moverse la Luna en su órbita, pero no afecta la validez del argumento.
    Empero, no todas las partes de la Tierra están a la misma distancia de la Luna. Cuando el centro de la Tierra se encuentra en su distancia media de la Luna, la superficie de la Tierra que ve directa­mente hacia la Luna está 6.356 kilómetros más cerca de ella. La superficie de la Tierra que ve directamen­te en dirección contraría de la Luna está 6 356 kiló­metros más lejos de ella.
    Esto significa que en tanto la superficie de la Tierra que mira directamente hacia la Luna está a una distancia de 378.034 kilómetros del centro de ésta, la superficie de la Tierra que mira directamen­te en dirección contraria a la Luna está a una dis­tancia de 390.746 kilómetros del centro de la misma.
    Si la distancia del lado cercano de la Tierra al centro de la Luna se considera como equivalente a 1, la distancia del lado lejano de la Tierra será de 1,0336. Esta diferencia, de sólo 3,36 por ciento de la distancia total a la Luna, no parece que sea mu­cha. Sin embargo, la atracción gravitacional de la Luna disminuirá, en esa pequeña distancia, en un equivalente a 1/1,03362 y será únicamente de 0,936 en el lado distante, en comparación con 1,000 en el lado cercano.
    El resultado de esta diferencia en la atracción de la Luna en los lados cercano y distante de la Tierra es que ésta se estira en dirección a la Luna. La superficie cercana es atraída hacia la Luna con más fuerza que el centro, y éste es atraído hacia la Luna con más fuerza que la superficie distante. Tan­to la superficie cercana como la distante se comban, la primera hacia la Luna y la otra lejos de la Luna.
    Esta comba es pequeña, de medio metro apro­ximadamente. No obstante, al girar la Tierra, cada parte de su materia sólida se comba cuando se vuel­ve hacia el lado que ve a la Luna, y alcanza su ma­yor estiramiento cuando pasa bajo la Luna; y des­pués, se asienta de nuevo. La materia sólida se comba cuando se vuelve hacia el lado opuesto a la Luna, alcanza otra cúspide cuando está directamen­te opuesta a la posición de la Luna y luego baja.
    También se comba el agua del océano, más que la tierra sólida. Esto significa que a medida que gira la Tierra, la superficie terrestre pasa por la comba más alta del agua y ésta invade la orilla y después se retira. Esto sucede cuando pasa por am­bas combas de agua, la del lado que ve hacia la Luna y la del lado contrario, lo cual significa que el agua sube y baja, a lo largo de la costa, dos veces al día; o podemos decir simplemente que hay dos «ma­reas» al día.
    Como esa diferencia en la atracción gravitacional causa las mareas, se le llama efecto de marea.
    Naturalmente, la Tierra también ejerce un efecto de marea en la Luna. Puesto que ésta es más pe­queña que la Tierra, ya que el diámetro de la Luna es de 3.476 kilómetros, en comparación con el de 12.713 de la Tierra, la disminución de la atracción de la gravitación en toda la Luna es menor que la disminución en toda la Tierra.
    La anchura de la Luna es sólo de 0,90 por ciento de la distancia entre la Tierra y la Luna, por lo que la atracción de la gravitación en el lado alejado equivale al 98,2 por ciento de la fuerza en el lado cercano. A este respecto, el efecto de marea en la Luna sería sólo de 0,29 veces el de la Tierra, pero el campo de gravitación de la Tierra es 81 veces el de la Luna, puesto que la Tierra tiene 81 veces más masa que la Luna. Si multiplicamos 0,29 por 81 en­contramos que la fuerza de marea de la Tierra sobre la Luna es 23,5 veces más que el de la Luna sobre la Tierra.
    ¿Tiene importancia esa diferencia? Sí, la tiene.
    Al girar la Tierra y combarse, la fricción interna de la roca al subir y bajar, y la fricción del agua al elevarse y retirarse en la costa, consume algo de la energía de la rotación de la Tierra y la con­vierte en calor. Como resultado, la acción de la ma­rea disminuye la rotación de la Tierra. Sin embargo, la Tierra tiene tanta masa y es tan grande la ener­gía de su rotación que ésta disminuye muy lentamente. La longitud del día aumenta un segundo cada 100.000 años ([24]).
    Lo anterior no es mucho en la escala humana del tiempo, pero si la Tierra ha existido durante 5.000 millones de años y en todo ese lapso ha sido constante la prolongación del día, éste ha aumen­tado un total de 50.000 segundos, o cerca de 14 horas. Cuando se creó la Tierra, es posible que llegara a girar sobre su eje en sólo 10 horas, o menos, si las mareas eran más importantes en los primeros tiem­pos geológicos de lo que son ahora, como posible­mente lo fueron.
    ¿Qué puede decirse del efecto de marea de la Tierra en la Luna?
    Desde luego, la Luna tiene una masa más pe­queña y por tanto, muy probablemente, una energía rotatoria más pequeña. Además, el efecto de marea en la Luna es 23,5 veces mayor que en la Tierra. El efecto más fuerte, que opera sobre una masa más pequeña, ejerce un efecto más grande de disminución de velocidad. Como resultado, el período de rotación de la Luna ha disminuido y ahora equivale exacta­mente a una revolución en torno de la Tierra. En esas condiciones, el mismo lado de la Luna ve siem­pre hacia la Tierra, y la comba de la marea está siempre en el mismo lugar de su superficie, por lo que las diferentes partes de su cuerpo no tienen ya que hincharse y asentarse a medida que gira. No hay más disminución de la rotación (al menos en lo que concierne al efecto de marea de la Tierra sobre la Luna), y el período de rotación de la Luna es ahora estable.
    Como resultado del efecto de marea, sería de esperar que los cuerpos pequeños siempre diesen sólo una cara a los cuerpos grandes en torno de los cuales giran. (Esto lo sugirió Kant en 1754.) No únicamente la Luna vuelve sólo una de sus caras a la Tierra; también los dos satélites marcianos vuelven sólo una cara a Marte y asimismo, los cinco saté­lites más cercanos a Júpiter, con respecto a su pla­neta. Y así en otros casos.
    Entonces, ¿por qué la Tierra no vuelve sólo una cara al Sol?
    Consideremos lo que ocurriría si la Luna se apar­tara de la Tierra. Al separarse, la atracción de la gravitación terrestre disminuiría en razón del cua­drado de la distancia. También al alejarse, la frac­ción de la distancia total, representada por el diá­metro de la Luna, disminuiría en proporción a la distancia. El efecto de marea se reduciría por ambas razones, y, si las dos se toman en cuenta, esto sig­nifica que el efecto de marea mermaría en razón del cubo de la distancia.
    El Sol tiene una masa 27 millones de veces ma­yor que la de la Luna. Si el Sol y la Luna estuvieran a igual distancia de la Tierra, el efecto de marea del Sol sobre la Tierra sería 27 millones de veces mayor que el de marea de la Luna sobre la Tierra ([25]).
    Sin embargo, el Sol está 389 veces más alejado de la Tierra de lo que lo está la Luna. El efecto de marea del Sol se debilita en un grado igual a 389 x 389 x 389, o 58.860.000. Si dividimos 27 millones entre 58.860.000 encontramos que el efecto de marea del Sol sobre la Tierra es sólo de 0,46 el de la Luna. Si el efecto de marea de la Luna no ha bastado para disminuir de forma ostensible, hasta ahora, el perío­do de rotación de la Tierra, el del Sol indudablemen­te no lo disminuiría.
    Mercurio está más cerca del Sol que la Tierra y eso sería un factor que tendería a aumentar el efecto de marea del Sol.
    Por otra parte, Mercurio es más pequeño que la Tierra y eso propendería a reducir el efecto. Si se toman en cuenta ambos factores, resulta que la acción de marea del Sol sobre Mercurio es 3,77 veces más que la de la Luna sobre la Tierra, y sólo 1/6 del efecto de marea de la Tierra sobre la Luna.
    Por tanto, el Sol disminuye la rotación de Mer­curio más eficazmente que la Luna la rotación de la Tierra, pero aminora con menos eficacia que la Tierra la rotación de la Luna. Por lo tanto, podría­mos sospechar que Mercurio gira con lentitud, pero no así que dé sólo una cara al Sol.
    En 1890, Schiaparelli (quien había anunciado los canales de Marte trece años antes) emprendió la tarea de observar la superficie de Mercurio. Tal cosa es muy difícil, pues Mercurio generalmente está más retirado de nosotros que Marte. También porque suele mostrar sólo una fase creciente, en tanto que Marte muestra siempre una fase llena o casi llena, y finalmente porque Mercurio, a diferencia de Marte, por lo general está tan cerca de la brillantez del Sol, que éste impide verlo cómodamente. Sin em­bargo, basándonos en las vagas manchas que pudo distinguir en la superficie de Mercurio, Schiaparelli dedujo que giraba sólo una vez en cada revolución de 88 días y que daba sólo una cara al Sol.
    No obstante, en 1965, las ondas de radar emitidas de la Tierra fueron rechazadas desde la superficie de Mercurio. El eco, recibido en la Tierra, reveló una realidad diferente. La longitud de las ondas de radar cambia si esas ondas caen en un cuerpo que gira, y ese cambio varía según la velocidad de la rotación. De la naturaleza de las ondas reflejadas de radar, se deduce que el período de rotación de Mercurio es de 59 días, o sólo 2/3 de su lapso de traslación. Esta situación es comparativamente es­table, no tanto como si el ciclo de rotación fuese igual a la de traslación, pero lo suficientemente es­table para resistir otro cambio por la fuerza insu­ficiente del efecto de marea del Sol.
    Podemos ahora volver a la situación imaginaria de nuestra estrella enana, en torno de la cual girara la Tierra a una distancia de 300.000 kilómetros de su centro. Esa distancia es sólo 1/500 de la de nuestra Tierra al Sol, y aun teniendo en cuenta el hecho de que la estrella enana tuviese sólo 1/16 de la masa del Sol, su efecto de marea sobre la Tierra sería 150.000 veces más fuerte que el efecto de marea de la Tierra sobre la Luna.
    Así pues, es indudable que si la Tierra estuviese lo suficientemente cerca de una estrella enana para encontrarse dentro de su ecosfera, el poderoso efecto de marea de la estrella disminuiría su rotación, y desde los comienzos de su existencia haría que diese siempre una cara a la estrella y la otra viese inde­finidamente hacia el lado opuesto.
    En el lado que viese siempre hacia la estrella, la temperatura subiría más allá del punto de ebullición del agua. En el que viese al lado contrario, la tem­peratura bajaría muy por debajo del punto de con­gelación del agua. En ninguno de los dos lados ha­bría agua líquida.
    Podría imaginarse una «zona crepuscular» en los límites entre el hemisferio siempre iluminado y el siempre oscurecido, en cuya zona las condiciones fueran benignas. Esto sería así sólo si la órbita del planeta fuese casi circular. Incluso en ese caso, la temperatura del lado caliente podría ser tan alta que diese por resultado la pérdida lenta de la atmós­fera, por lo que el planeta quedaría sin aire y la zona crepuscular no sería entonces más habitable que cualquier otra parte.
    Al imaginar una estrella más y más grande, su ecosfera se hallaría progresivamente más lejos de ella. Un planeta dentro de esa ecosfera estaría su­jeto a un efecto de marea cada vez más pequeño. Finalmente, si la estrella fuese lo suficientemente grande, el efecto de marea no bastaría para que el planeta pudiese sustentar la vida como la conoce­mos.
    Podemos calcular que una estrella debe tener por lo menos 1/3 de la masa del Sol (lo que significa que debe pertenecer a la clase espectral M2, por lo menos), antes que el planeta en su ecosfera pueda ser adecuado para la vida.
    El efecto de marea no es el único problema que presentan las estrellas enanas. La anchura de una ecosfera depende de la cantidad de energía que una estrella emita. Una estrella de gran masa y muy lu­minosa, tiene una ecosfera en el espacio muy alejada de ella, y también más profunda que toda la anchura de nuestro sistema solar. Una estrella enana tiene una ecosfera muy cercana a ella y muy angosta. Es sumamente irrisoria la probabilidad de que un pla­neta se forme dentro de una ecosfera tan estrecha. Por último, las estrellas más pequeñas que las de la clase espectral M2 suelen ser «estrellas de llamarada», es decir, que en forma periódica brotan de su superficie llamaradas de gas extraordinaria­mente brillantes y calientes. Esto ocurre en todas las estrellas, hasta en nuestro Sol, por ejemplo. Sin embargo, en el Sol, una llamarada así sólo añade una fracción pequeña y soportable al derrame ordi­nario de luz y calor. La misma llamarada, en una estrella enana tenue aumentaría su producción de luz y calor hasta en un 50 por ciento. Un planeta que obtuviera la cantidad adecuada de energía de una estrella enana, recibiría demasiada mientras ésta lanzara llamaradas. La estrella desempeñaría su pa­pel de incubadora en forma demasiado irregular para que fuese compatible con la vida.
    Por los efectos de marea, la estrechez de la ecos­fera y las llamaradas periódicas, queda justificado triplemente que se excluya a las estrellas enanas de toda consideración en cuanto a inteligencia extraterrestre.

    Lo justo

    Si bien las estrellas con demasiada masa para servir de incubadoras apropiadas de vida, o sea las estrellas que tienen mayor masa que las de la clase espectral F2, son sólo una pequeña fracción de todas las estrellas, tal no es el caso respecto a las estrellas de menor masa que las de clase espectral M2, las cuales tampoco sirven de incubadoras correctas de vida. Las estrellas enanas son muy comunes. Más de dos tercios de las estrellas de nuestra Galaxia, y presumiblemente de cualquier otra galaxia, son de­masiado pequeñas para que sirvan de incubadoras de vida.
    Entre las clases espectrales F2 y M2 están las estrellas cuya masa va de 1,4 veces a 0,33 veces la masa del Sol. En el límite superior de esta escala, el tiempo de duración de las estrellas es escasamente el necesario para que la inteligencia tenga oca­sión de desarrollarse. En el extremo inferior de la misma, un planeta apenas escapa a los efectos de marea demasiado pronunciados.
    Pero dentro de esa escala están las «estrellas se­mejantes al Sol», las cuales, en igualdad de circuns­tancias, sirven de incubadoras de vida. Aunque esas estrellas semejantes al Sol no forman la mayoría de las del firmamento, realmente no son pocas. Quizá el 25 por ciento de las estrellas de la Galaxia son suficientemente parecidas al Sol, para servir de in­cubadoras adecuadas de vida.
    Eso nos proporciona nuestra tercera cifra:
    3. Cantidad de sistemas planetarios en nuestra Ga­laxia, que giran en torno de estrellas semejantes al Sol: 75.000.000.000.
    8 – PLANETAS SEMEJANTES A LA TIERRA.
    Estrellas binarias

    Una estrella puede ser semejante al Sol, pero aun así, no servir como incubadora de vida: tener propiedades, aparte de su masa y luminosidad, que hagan imposible que un planeta semejante a la Tie­rra gire en torno a ella.
    Una estrella puede ser como el Sol en todos los aspectos, y aun así tener como acompañante, no un planeta o un cuerpo de planetas, sino otra estrella. La presencia de dos estrellas en estrecha asociación puede concebiblemente descartar la posibilidad de que un planeta como la Tierra gire en torno a algu­na de ellas.
    Hasta hace unos dos siglos, los astrónomos no habían concebido la posibilidad de las estrellas múl­tiples. Después de todo, nuestro Sol es una estrella sin acompañantes estelares, y eso parecía ser lo nor­mal. Cuando se reconoció que las estrellas eran otros soles, también se supuso que estaban separadas. Por supuesto, hay estrellas muy próximas unas de otras en el firmamento. Por ejemplo, Mizar, la estrella central del mango de la Osa Mayor, tiene cerca otra estrella más pálida, llamada Alcor. Sin embargo, se especuló con que tales «estrellas dobles» eran real­mente estrellas separadas que se encontraban casi en la misma dirección desde la Tierra, pero a dis­tancias radicalmente diferentes. En el caso de Mizar y Alcor, tal cosa resultó ser realmente cierta.
    En la década de 1780, William Herschel empren­dió un estudio sistemático de estrellas dobles, con la esperanza de que la más luminosa (y presumible­mente la más cercana) se moviera ligera y sistemá­ticamente en relación con la menos luminosa (y pre­sumiblemente más distante). Ese movimiento podría reflejar el de la Tierra en torno del Sol y ser la pa­ralaje de la estrella. De esto podría determinarse la distancia de la estrella, algo que hasta entonces no se había hecho.
    Herschel encontró movimientos entre esas estre­llas, pero no los que indicaran la presencia de una paralaje. En cambio, descubrió algunas estrellas do­bles que giraban en torno a un centro de gravedad común. Esas eran las verdaderas estrellas dobles, unidas entre sí por la gravitación, y recibieron el nombre de estrellas binarias, de la palabra latina que significa en pares.
    En 1802, Herschel pudo anunciar la existencia de muchas estrellas binarias, que ahora sabemos que son muy comunes en el Universo. Por ejemplo, entre las más brillantes y conocidas, son binarias Sirio, Capello, Proción, Castor, Spica, Antares y Alfa Centauro.
    De hecho, más de dos estrellas pueden quedar unidas por la gravitación. Así, las binarias de Alfa Centauro (que se conocen como Alfa Centauro A y Alfa Centauro B) tienen una compañera muy distan­te, Alfa Centauro C, a unos 1.600.000.000.000 de ki­lómetros del centro de gravedad de las otras dos estrellas. Un sistema de estrellas binarias puede también estar unido por la gravitación a otro sistema de estrellas binarias, y los dos pares de estrellas giran en torno de un centro de gravedad común. Se conocen sistemas de cinco y hasta de seis estrellas.
    En todos los casos en que figuran más de dos estrellas en un sistema múltiple, existen en pares relativamente cerca una de otra estrella, pero muy separadas de las compañeras solitarias, o de otras binarias.
    En otras palabras, supongamos que hubiese un planeta en torno de la Estrella A, miembro de un sistema binario. La Estrella B podría estar lo sufi­cientemente cerca para ejercer algún efecto importante sobre el planeta, como añadir su propia radia­ción a la de la Estrella A, en diferentes cantidades y en distintos momentos. O bien, su atracción gravitacional podría introducir irregularidades en la órbita del planeta, que no existirían de otra manera.
    Por otra parte, si la binaria A-B tuviese asociada una tercera estrella, u otra binaria, todas estarían tan alejadas entre sí que sencillamente serían estre­llas en el cielo, sin ninguna influencia particular en el desarrollo de la vida en el planeta.
    Así pues, para los fines de este libro sólo nos interesan las binarias.
    Nada enigmático hay en su existencia.
    Cuando una nebulosa inicial se condensa para formar un sistema planetario, uno de los planetas, por la ocasión que presenta la turbulencia, puede atraer suficiente masa para convertirse en estrella. Si en el curso del desarrollo de nuestro propio sistema solar, Júpiter hubiese acumulado quizá 65 veces más masa de la que reunió, la pérdida de esa masa del Sol no habría sido especialmente signifi­cativa. El Sol tendría casi el mismo aspecto que ahora tiene, en tanto que Júpiter sería una débil estrella enana roja. Entonces, el Sol formaría parte de un sistema binario.
    Hasta es muy posible que la nebulosa original se condensara más o menos igualmente en torno de dos centros, para formar estrellas de masa casi se­mejante, cada una de ellas más pequeña que el Sol, como en el caso del sistema binario de Cisne 61; o bien, cada una de tamaño semejante al de nuestro Sol, como en el caso del sistema binario Alfa Cen­tauro; o también cada una más grande que el Sol, como en el sistema binario de Capella.
    Si poseen masa diferente, las dos estrellas pue­den tener historias radicalmente distintas. La estre­lla de mayor masa podría abandonar la secuencia principal, ensancharse hasta convertirse en una gi­gante roja y estallar; sus restos se condensarían entonces en una estrella pequeña y densa, en tanto que la estrella acompañante, con menor masa, se conservaría en la secuencia principal. Así, Sirio tiene por acompañante una estrella enana, resto denso de una estrella que estalló. Proción tiene también por acompañante una estrella enana.
    El número total de binarias en la Galaxia (y es de presumir que en el Universo, en general) es sor­prendentemente grande. En el curso de los casi dos­cientos años desde que fueron descubiertas, ha au­mentado continuamente el cálculo de su frecuencia. Ahora (a juzgar por los ejemplos de las estrellas lo bastante cercanas a nosotros para poder examinarlas detalladamente) parece que del 50 al 70 por ciento de ellas pertenecen al sistema binario. Para llegar a una cifra determinada, tomemos un promedio y digamos que el 60 por ciento de las estrellas y, por tanto, de todas las semejantes al Sol, pertenecen a un sistema binario.
    Si suponemos que cualquier estrella similar al Sol puede formar un sistema binario con otra estre­lla de cualquier masa, entonces, teniendo presente la cantidad proporcional de las estrellas de diversas masas, podríamos aventurarnos a hacer una división razonable de los 75.000 millones de estrellas análo­gas al Sol que existen en la Galaxia de la siguiente manera:

    30.000 millones (40 por ciento) son sencillas.
    25.000 millones (33 por ciento) forman un sistema binario con una estrella enana.
    18.000 millones (24 por ciento) integran un siste­ma binario de una con otra.
    2.000 millones (3 por ciento) componen un sis­tema binario con una estrella gigante.

    ¿Debemos eliminar los 45.000 millones de estre­llas semejantes al Sol, que pertenecen a sistemas binarios, como inadecuadas incubadoras de vida?
    Indudablemente, parece que podemos omitir los 2.000 millones de estrellas afines al Sol, que confi­guran sistemas binarios con estrellas gigantes. En su caso, mucho antes que la estrella semejante al Sol haya llegado a una edad en que la inteligencia pueda desarrollarse en algún planeta que gire en torno a ella, la estrella acompañante estaría como supernova. El calor y la radiación de una supernova cercana, probablemente destruiría cualquier vida que existiese ya en el planeta.
    ¿Qué podemos decir de los restantes 43.000 millones de estrellas iguales al Sol, que forman parte de sistemas binarios?
    En primer lugar, ¿puede un sistema binario po­seer planetas?
    Podría argüirse que si una nebulosa se condensa en dos estrellas, ambas serán dos veces más eficaces en recoger despojos de lo que sería una sola de ellas. Cualquier material planetario que se escapara de una, lo recogería la otra. Por tanto, a la postre habría dos estrellas y ningún planeta.
    Que lo anterior no es necesariamente así lo de­muestra la estrella Cisne 61, la primera cuya dis­tancia de la Tierra fue determinada, en 1838, y que ahora se sabe que se encuentra a 11,1 años luz de nosotros.
    Como dije antes, Cisne 61 es una estrella bi­naria. Las dos estrellas componentes, Cisne 61 A y Cisne 61 B, están separadas por 29 segundos de arco, vistas desde la Tierra (separación de cerca de 1/64 de la anchura de la Luna llena).
    Cada una de las estrellas componentes es más pequeña que el Sol, pero también cada una de ellas es lo suficientemente grande para asemejarse al Sol. Cisne 61 A tiene aproximadamente 0,6 veces la masa del Sol, y Cisne 61 B, alrededor de 0,5 veces la masa del Sol. La primera tiene un diámetro de unos 950.000 kilómetros y la segunda de unos 900.000 kiló­metros. Están separadas por una distancia promedio de alrededor de 12.400.000.000 de kilómetros, o un poco más del doble de la distancia promedio entre el Sol y Plutón, y giran cada una en torno de su centro mutuo de gravedad, una vez cada 720 años.
    Si imagináramos el planeta Tierra girando en torno de una de las estrellas Cisne 61, a la misma distancia a que ahora lo hace en torno al Sol, la otra estrella Cisne 61 aparecería en el firmamento noctur­no, en diversos momentos, como un cuerpo lumi­noso semejante a una estrella, sin mostrar un disco visible ni liberar una cantidad significativa de ra­diación ni produciendo un efecto significativo de interferencia gravitacional.
    En realidad, podríamos imaginar fácilmente que cada estrella Cisne 61 posee un sistema planetario casi tan extenso como el del Sol, sin que ninguno de esos sistemas interfiera con el otro ([26]).
    En este caso particular, no necesitamos recurrir por completo a conjeturas. El primer cuerpo pla­netario en torno de otra estrella, respecto al cual se obtuvieron pruebas, fue uno alrededor de Cisne 61. Por la forma como la separación de las dos estre­llas cambió de una manera oscilante mientras am­bas giraban una en torno de la otra, se dedujo la presencia de un tercer cuerpo, el de Cisne 61 C. Por la magnitud de la oscilación se creyó que Cisne 61 C era un planeta grande, con una masa unas ocho veces mayor que la de Júpiter.
    Los astrónomos soviéticos del Observatorio Pulkovo, cerca de Leningrado, han estudiado cuidado­samente las órbitas de las estrellas del sistema Cis­ne 61, midiendo las irregularidades de la oscilación misma, y en 1977 sugirieron que había tres planetas. Sus conclusiones fueron que Cisne 61 A tiene dos planetas grandes, uno de ellos con 6 veces la masa de Júpiter y otro con 12 veces la masa, en tanto que Cisne 61 B tiene un planeta grande, con 7 veces la masa de Júpiter.
    Estas observaciones son muy marginales. Los minúsculos cambios en el movimiento de las estre­llas Cisne 61 apenas se pueden notar, y es muy po­sible que errores insignificantes de medición e inter­pretación hayan dado lugar a los mismos.
    Sin embargo, hasta donde pueda decirse, y mien­tras no se disponga de mejores observaciones, las investigaciones hechas hasta ahora nos revelan que ambas estrellas de un sistema binario (las dos seme­jantes al Sol) tienen planetas; planetas grandes, por lo menos. Empero, si existen planetas grandes, no es muy aventurado suponer la existencia de un gran conjunto de planetas más pequeños, satélites, aste­roides y cometas, todos ellos demasiado pequeños para lograr producir efectos capaces de ser detectables en la oscilación.
    Por supuesto, algunos sistemas binarios están separados por distancias más pequeñas de la que separan a las estrellas de Cisne 61.
    Consideremos las dos estrellas del sistema bina­rio de Alfa Centauro. Alfa Centauro A tiene una masa de 1,08 veces la del Sol, y Alfa Centauro B de 0,87 veces. Las dos estrellas están separadas por una dis­tancia promedio de 3.500.000.000 de kilómetros. Gi­ran en torno a su centro de gravedad en órbitas muy elípticas, por lo que están mucho más próxi­mas la una de la otra en algunos momentos que en otros. La distancia máxima entre las dos estrellas es de 5.300.000.000 de kilómetros, y la mínima, de 1.700.000.000.
    Supongamos que Alfa Centauro B girara en tor­no a nuestro Sol, exactamente como en realidad gira en torno a Alfa Centauro A. Si trazáramos la órbita de Alfa Centauro B relativa al Sol, obtendríamos una senda elíptica que llegaría mucho más allá de la órbita de Neptuno en su mayor recesión del Sol, y casi tan cerca como la órbita de Saturno en su aproximación más cercana.
    En esas circunstancias, ninguna de las dos estre­llas podría tener un sistema planetario muy exten­so, como el que tiene ahora el Sol. Los planetas a la distancia de Júpiter o de otros gigantes, que gi­raran en torno a cualquiera de las dos estrellas, estarían afectados por el influjo gravitacional de la otra estrella, y tendrían órbitas inestables.
    Por otra parte, podría existir, aun así, un siste­ma planetario interior. Si Alfa Centauro B girara en torno de nuestro Sol, como lo hace en torno a Alfa Centauro A, nosotros en la Tierra casi no po­dríamos notar la diferencia con los ojos cerrados. Alfa Centauro B sería un cuerpo celeste luminoso, semejante a una estrella, que en su acercamiento más próximo sería 5.000 veces más luminoso que nuestra Luna llena y con 1/100 de la luminosidad de nuestro Sol. Añadiría entre 0,1 y 1 por ciento al calor que recibimos del Sol, dependiendo de la parte de su órbita en que se hallara, y podríamos vivir con eso. Tampoco su influjo gravitacional afectaría la órbita de la Tierra en una forma significativa.
    En ese caso, Alfa Centauro B podría tener tam­bién un sistema planetario interior. Un planeta que girara en su ecosfera (la cual, naturalmente, estaría más próxima a la estrella que la ecosfera lo está de Alfa Centauro A o del Sol), no estaría sujeto a una grave interferencia por parte de su compañera un poco más grande.
    Como en el caso del sistema de Cisne 61, tanto Alfa Centauro A como Alfa Centauro B tendrían lo que podríamos llamar una «ecosfera útil», en la cual un planeta semejante a la Tierra puede girar sin interferencia grave de la compañera, en términos de radiación o gravitación.
    En 1978, Robert S. Harrington, del Observatorio Naval de Estados Unidos, informó acerca de los re­sultados de los estudios hechos con computadoras de alta velocidad, en lo concerniente a las órbitas en torno de las estrellas binarias.
    Si una estrella semejante al Sol forma parte de un sistema binario, y si la separación entre las dos estrellas es por lo menos de 3,5 veces la distancia de la ecosfera desde la estrella semejante al Sol, entonces esa ecosfera es útil. En el caso de nuestro propio sistema solar, esto significaría que el Sol po­dría tener una estrella compañera a una distancia igual a la que lo separa del planeta Júpiter, sin dejar de comunicar gravitacionalmente con la Tierra. Si la estrella acompañante fuera algo menos lumi­nosa que Alfa Centauro B, no interferiría significati­vamente con la Tierra, en lo que respecta a radia­ción.
    Hay sistemas binarios con estrellas aún más pró­ximas entre sí, que las del sistema de Alfa Centauro. Las dos estrellas del sistema binario de Capella están separadas por una distancia de sólo 84 millo­nes de kilómetros, o sea, menos de la distancia que separa a Venus del Sol.
    Ninguna de las dos estrellas, en un sistema bi­nario semejante, podría tener un sistema planetario como el del Sol. Las órbitas planetarias en torno a una de las estrellas, estarían sujetas a la interferencia gravitacional inducida por la otra estrella, y esas órbitas no serían estables.
    Sin embargo, si un planeta estuviese lo suficien­temente alejado, no giraría en torno a ninguna de las dos estrellas, sino del centro de gravedad de ambas estrellas. Ese planeta trataría a las dos estre­llas, en lo concerniente a la gravitación, como si ambas fuesen un solo objeto que tuviese forma de pesas de gimnasia.
    Harrington calcula que un planeta cuya distancia del centro de gravedad del sistema binario fuese igual por lo menos a 3,5 veces la distancia de sepa­ración entre las dos estrellas tendría una órbita estable. En el caso del sistema de Capella, el pla­neta, para tener una órbita estable, necesitaría estar por lo menos a 300 millones de kilómetros del centro de gravedad.
    En un sistema binario estrecho, en el que las dos estrellas tuviesen la luminosidad total adecuada, una órbita exterior de esa índole podría muy bien hallarse dentro de ecosfera de las dos estrellas jun­tas. Sería otro ejemplo de cómo un sistema binario podría tener una ecosfera útil.
    Existen parejas de estrellas que giran una en torno a otra, tan cerca que ni con nuestros mejores telescopios podemos distinguirlas como estrellas separadas. Su existencia como parejas la delata el espectroscopio, cuando a veces se duplican las líneas oscuras del espectro, se vuelven a unir, vuelven a duplicarse, vuelven a unirse, y así sucesivamente.
    La explicación más sencilla es suponer que hay dos estrellas muy próximas entre sí, que giran la una en torno a la otra, de suerte que una de ellas se aparta de nosotros en tanto que la otra se apro­xima a nosotros. En ese caso, una de ellas produ­ciría un desplazamiento al rojo, y la otra, simultá­neamente, un desplazamiento al violeta, por lo que las líneas parecerían ser dobles. Es ése el mismo principio que hace que se ensanchen las líneas de una estrella rotatoria. La revolución de las dos estre­llas es más rápida que la de una sola estrella, por lo que en el último caso el ensanchamiento se lleva hasta el punto en que de hecho se produce una separación en dos líneas.
    La primera de esas «binarias espectroscópicas» que se descubrió fue Mizar, en 1889, cuando el as­trónomo norteamericano Edward Charles Pickering (1846-1919) detectó la duplicación de sus líneas es­pectrales. En realidad, las estrellas componentes de Mizar están separadas por 164 millones de kilóme­tros, separación mayor que la de las estrellas del sistema de Capella. La pareja Mizar no se ve en el telescopio como dos estrellas, porque ese sistema se encuentra sumamente alejado.
    Las estrellas componentes de algunos sistemas espectroscópicos binares están mucho más próximas la una de la otra. Suelen hallarse a menos de un millón de kilómetros, casi tocándose, y completan el círculo, en torno al centro de gravedad, en un par de horas.
    Si pudiéramos imaginar al Sol sustituido por dos estrellas, cada una de ellas con la mitad de la lumi­nosidad del Sol, y separadas por menos de 42.700 kilómetros —algo menos que la distancia entre el Sol y Mercurio—, la Tierra permanecería estable en su órbita. Los planetas a la distancia de Mercurio y de Venus no podrían permanecer en órbita esta­ble en esas condiciones, pero la Tierra sí.
    Naturalmente, en tal caso la suma de la masa de las dos estrellas sería mayor que la del Sol, y el período de revolución de la Tierra, considerablemen­te menor que de un año. Además, con dos estrellas separadas a distancias cambiantes, las estaciones de la Tierra tendrían tal vez variaciones más compli­cadas que ahora. Sin embargo, ninguno de estos dos factores haría que la Tierra no pudiese sustentar vida.
    Entonces, ¿cuántas estrellas de nuestra Galaxia, que sean semejantes al Sol, tienen ecosferas útiles?
    Para comenzar, podemos suponer razonablemen­te que todas las estrellas sencillas, idénticas al Sol, tienen ecosfera útil, lo cual significa, por ese con­cepto exclusivamente, 30.000 millones de estrellas.
    De los sistemas binarios hemos eliminado las es­trellas semejantes al Sol, que tienen como compa­ñera una estrella gigante (o una estrella pequeña y densa, resto contraído y condensado de una estre­lla gigante que ha estallado).
    De los 18.000 millones de estrellas similares al Sol que están en asociación binaria con otra estrella parecida al Sol, podemos calcular aproximadamen­te que sólo un tercio de ellas tiene ecosfera útil. Eso significaría 6.000 millones de estrellas en esa categoría. Como suposición (y sólo como tal) diría lo que hay unos 4.000 millones de sistemas binarios, cada uno con dos estrellas semejantes al Sol, en los cuales sólo la estrella más grande tendría una ecos­fera útil; y un millón de binarias de esta clase, en que ambas estrellas semejantes al Sol tendrían ecos­fera útil.
    Por último, ¿qué puede decirse de las binarias en las cuales la estrella equivalente al Sol está apa­rejada con una estrella enana? Hemos calculado ya que, en total, hay en la Galaxia 25.000 millones de binarias de esa descripción. Es mucho menos pro­bable que una estrella enana interfiera en un sistema planetario, en lo concerniente a la gravitación o a la radiación, que lo haga una estrella más grande. Podemos calcular, de nuevo aproximadamente, que dos tercios de esas estrellas semejantes al Sol tienen ecosfera útil, lo que daría por resultado unos 16.000 millones de estrellas.
    Así, tenemos ya nuestra cuarta cifra:
    4. Cantidad de estrellas en nuestra Galaxia, seme­jantes al Sol y con ecosfera útil: 52.000.000.000.

    Poblaciones de estrellas

    Pero no hemos terminado todavía. Una estrella semejante al Sol podrá tener una ecosfera útil y, aun así, tal vez no sea posible que un planeta simi­lar a la Tierra gire en esa ecosfera. Ocurre que las estrellas suelen diferir en otras formas, aparte de la masa, luminosidad y estado de asociación. Pueden también diferir en composición química.
    Cuando se formó el Universo, hace unos 15.000 millones de años, parece que la materia se extendió hacia afuera, desde una masa central que estalló. Para comenzar, esa materia consistía casi exclusiva­mente en hidrógeno, que es el elemento más sen­cillo, con una pequeña mezcla de helio, que es el elemento que le sigue en sencillez. Prácticamente no existía ninguno de los elementos más pesados.
    Esa materia primordial, que formaba una masa de gas del tamaño del Universo, se dividió en sec­ciones turbulentas, cada una de ellas del tamaño de una galaxia. De esas protogalaxias se formaron las estrellas de las diversas galaxias.
    Si nos concentramos en cualquiera de las masas de gas del tamaño de una galaxia, las regiones cen­trales eran más densas que las de la periferia. El gas de las regiones centrales se dividió bastante bien en masas pequeñas, del tamaño de estrellas, muy cerca unas de otras, de suerte que ninguna masa del tamaño de estrella tuvo más ocasión que otra de recoger su parte. El resultado fue que se for­maron muchísimas estrellas, casi todas pequeñas y de tamaño mediano, y prácticamente ninguna de tamaño gigante. Además, casi todo el gas fue recogido por una estrella u otra, de suerte que las regiones interestelares en el centro galáctico acaba­ron por quedar prácticamente libres de gas.
    Esas estrellas, características de las regiones cen­trales de una galaxia, son las conocidas como de Población II.
    En las regiones a distancia moderada del centro no hay suficiente gas para formar una aglomeración firme y continua de estrellas. No obstante, el gas se desmenuza en unos doscientos pozos más pequeños de densidad, y de cada uno de ellos se forma un grupo compacto de entre diez mil y un millón de estrellas. Así se integra un «cúmulo globular». Los cúmulos globulares, arreglados en una capa esférica en torno del centro galáctico, están casi libres de polvo; las estrellas de esos cúmulos también son de la clase Población II.
    El punto que conviene recordar acerca de las estrellas de Población II es que se formaron de gas, que en su mayor parte era hidrógeno con un poco de helio y casi nada más. Los sistemas pla­netarios que se formaron en torno de esas estrellas deben estar constituidos por planetas que también tienen esa estructura química. Los planetas forma­dos en torno de las estrellas de Población II se asemejarían algo a Júpiter y a Saturno en su composición, pero carecerían de la mezcla de hielos —agua, amoníaco, metano, etcétera— que poseen otros planetas.
    No habría cuerpos pequeños en los sistemas pla­netarios, puesto que dichos cuerpos no tendrían suficiente atracción gravitacional para retener el hi­drógeno y el helio, que serían los únicos gases dis­ponibles.
    Tampoco habría vida, pues para que la haya (co­mo la conocemos) necesitamos elementos tales como carbono, oxígeno, nitrógeno y azufre, que no existen en cantidades apreciables en los sistemas planetarios de Población II.
    Por supuesto, los elementos más pesados se for­man con el tiempo. A medida que cada estrella de Población II se consume en el transcurso de miles de millones de años, los elementos pesados se for­man en su núcleo por reacciones de fusión, entre ellos, especialmente, los que se necesitan para la vida.
    Sin embargo, esos elementos más pesados son inútiles para la producción de vida, mientras per­manezcan en el núcleo de las estrellas.
    A la postre, la estrella abandona la secuencia principal, se expande y después se desintegra. Si la estrella es pequeña y no mucho más grande que nuestro Sol, el proceso de desintegración no va acom­pañado de una explosión, y entonces se produce una enana blanca. No obstante, en el proceso de desin­tegración, hasta una quinta parte de la masa de la estrella que se desintegra queda detrás, como nube de gas que rodea a la enana blanca. El resultado es lo que se llama una nebulosa planetaria. La capa de gas en expansión se extiende lentamente por el es­pacio hasta que se vuelve demasiado rala para que pueda descubrirse visualmente, y detrás queda una enana blanca desnuda.
    Si una estrella tiene 1,4 veces más masa que el Sol, estalla al desintegrarse. Mientras más masa ten­ga la estrella, más violenta será la explosión. Una explosión de supernova puede arrojar al espacio hasta nueve décimos de la masa de la estrella, como llamaradas de gas.
    El gas que se extiende en el espacio, ya sea que haya empezado como producto de una nebulosa pla­netaria o de una supernova, contiene porcentajes apreciables de los elementos más complejos. El pro­ceso de la explosión de la supernova crearía los elementos verdaderamente complejos, que no se for­man en el centro de estrellas que maduran pausa­damente en la secuencia principal. En el centro de esas estrellas no se produce nada que vaya más allá del hierro, en tanto que en el episodio comparativa­mente breve de la explosión de una supernova, se forjan elementos hasta el uranio, y más allá.
    Con todo, las estrellas de Población II no tienen mucha masa, y como contienen, para empezar, un alto porcentaje de hidrógeno, permanecen en la se­cuencia principal durante mucho tiempo. Incluso en los 15.000 millones de años que han transcurrido desde la explosión primigenia, casi todas esas estre­llas se encuentran aún en la secuencia principal, y los elementos pesados siguen guardados dentro de sus respectivos núcleos.
    De todo lo anterior podríamos deducir que los centros de las galaxias son lugares tranquilos, en donde nada ocurre; y si así lo creyéramos estaría­mos en un error.
    En 1963 fueron descubiertos los quasares, que son cuerpos semejantes a estrellas. De hecho, cuan­do se descubrieron se creyó que eran estrellas tenues de nuestra propia Galaxia. En lugar de eso, resul­taron estar a distancias de más de mil millones de años luz, más lejanos que cualquiera de las gala­xias visibles. Para ser visibles a esa distancia, los quasares tenían que brillar con una luminosidad equivalente a 100 galaxias ordinarias. Sin embargo, todos son cuerpos pequeños, con un diámetro de no más de dos años luz, en comparación con los diámetros de muchos miles de años luz que carac­terizan a las galaxias ordinarias.
    Ahora, las pruebas parecen favorecer la idea de que los quasares son centros galácticos luminosos, rodeados, por supuesto, de la estructura exterior de una galaxia ordinaria. Sin embargo, dada la enorme distancia a que se encuentran los quasares, sólo es visible su brillante centro.
    Así pues, la incógnita es ésta: ¿cuál es la causa de que un centro galáctico brille tanto?
    Parecería que los centros mismos de las galaxias son comúnmente escenarios de sucesos violentos. Algunos están estallando visiblemente; otros arrojan vastas corrientes de ondas de radio desde fuentes a ambos lados del centro, como si una explosión hubiese arrojado material en direcciones opuestas.
    Todos los centros galácticos son brillantes, algu­nos más que otros. Cuando consideramos las gala­xias más y más distantes, llegamos a un punto en que vemos únicamente los más brillantes de los cen­tros galácticos, o sea los quasares.
    ¿Qué les ocurre a las tranquilas estrellas de Po­blación II, para que inicien tal violencia?
    Si permanecen solas, nada ocurre; pero no per­manecen solas. En los apretados recintos de los cen­tros galácticos, las estrellas están un millón de ve­ces más densamente aglomeradas que en nuestra propia zona de los linderos galácticos. Las estrellas del centro galáctico pueden estar separadas las unas de las otras por distancias promedio de unos 70.000 millones de kilómetros, que es sólo diez veces la distancia entre el Sol y Plutón.
    En esas condiciones de aglomeración, las coli­siones y las casi colisiones tal vez no sean muy raras. El traslado y la captura de masa pueden ser­vir para crear estrellas de mucha masa, que rápida­mente estallan con una fuerza que conduce a una verdadera reacción en cadena de explosiones, y a la formación de «agujeros negros». Esto es lo máximo en condensaciones de estrellas. (Véase mi libro The Collapsing Universe.)
    Un agujero negro es materia en su máxima den­sidad, y tiene un campo de gravitación tan intenso en su superficie que nada escapa de él, ni siquiera la luz.
    Si un agujero negro se forma en condiciones en que lo rodea materia de todas clases (como en los centros galácticos), esa materia está constantemente girando en espirales hacia el agujero negro y des­pidiendo rayos X y otra radiación de energía. (Esa radiación se desprende mucho antes de que la ma­teria logre penetrar al agujero negro, de tal suerte que le resulta posible escapar hacia el espacio ex­terior.) El agujero negro aumenta en masa y puede llegar a ser lo suficientemente grande para engu­llirse estrellas enteras.
    Hay una fuerte fuente de radiación en el centro mismo de nuestra propia Galaxia, y bien puede ser que allí se encuentre un agujero negro con una masa de 100 millones de estrellas. En 1978 se informó que la gigantesca galaxia M87 tenía, probablemente, un agujero negro en el centro, con una masa tan grande como la de 10.000 millones de estrellas. Hasta puede ser que toda galaxia y todo cúmulo globular tengan en su núcleo un agujero negro.
    Tales sucesos violentos en los centros de las ga­laxias pueden producir los átomos, con mucha masa, de los elementos complejos, y extenderlos por el espacio; pero ¿de qué serviría tal cosa? Esos suce­sos violentos son los lugares de emisión de enormes cantidades de radiación de energía, y, por ese mo­tivo, en todas las direcciones y a distancia de mu­chos años luz, la vida (como la conocemos) quizá sea imposible.
    Por tanto, las regiones de Población II, si se considera la constitución química y la radiación de energía, son doblemente inadecuadas para la vida.
    Supongamos que pasamos ahora a la periferia, a las regiones donde no llegan la violencia y la ra­diación del centro.
    Allí el gas primordial era relativamente ralo y estaba distribuido en forma irregular. Por esa razón, las estrellas se formaban irregularmente, y, por lo general, eran estrellas gigantes, en cantidades que no podrían haber existido en el centro. (Natural­mente, también se formaban muchas estrellas me­dianas y pequeñas.)
    Las estrellas diseminadas por la periferia de una galaxia, entre las cuales abundan las llamadas gi­gantes, y que se extienden en volúmenes mucho más dilatados del espacio, de los que existen en las regiones centrales, son conocidas como estrellas de Población I ([27]).
    Además, había lugares en las afueras en los que el gas era demasiado ralo para condensarse fácil­mente. Por tanto, hasta ahora, las regiones externas de Población I de las galaxias abundan en nubes de gas y polvo.
    Las estrellas originales de Población I estaban formadas por completo de hidrógeno y helio, al igual que las estrellas de Población II. Sin embargo, había esta diferencia:
    Las estrellas gigantes que se formaron en los lin­des galácticos no permanecieron mucho tiempo en la secuencia principal: unos cuantos centenares de miles de años solamente, en el caso de las verdade­ramente monstruosas; unos cuantos millones de años, en el caso de las que eran solamente titanes; y hasta mil millones de años, en el caso de las que apenas llegaban a gigantes.
    Y cuando dejaron la secuencia principal se en­sancharon y, finalmente, se desintegraron y estalla­ron, convirtiéndose en supernovas de violencia ini­maginables. Vastos volúmenes de gas, que contenían cantidades significativas de elementos complejos, se esparcieron en el espacio y se añadieron a las ya existentes nubes de gas sin condensar.
    Esas explosiones ocurren repetidas veces en las regiones externas de una galaxia, pero las estrellas están tan separadas en esas vastas regiones exte­riores, que las supernovas no llegan a afectar a cualesquier otras estrellas, con excepción, a lo sumo, de sus vecinas inmediatas.
    Hasta 500 millones de explosiones de supernova pueden haber ocurrido en la periferia de nuestra propia Galaxia desde que ésta se formó. Esos 500 millones de explosiones han enriquecido enorme­mente el espacio con elementos complejos, y aumen­tado la densidad de las nubes de gas y polvo que existían desde el comienzo. La fuerza de la explo­sión puede tal vez haber servido como iniciación de remolinos y compresiones en las cercanas nubes de gas, y conducido a la formación de una estrella nueva, o de grupos enteros de estrellas nuevas.
    Las estrellas nuevas, que se forman con nubes de gas que contienen elementos producidos en una estrella más vieja que había distribuido esos elemen­tos en sus estertores de muerte, se llaman estrellas de segunda generación. Nuestro Sol, que se formó hace sólo 5.000 millones de años, cuando la Galaxia tenía ya 10.000 millones de años de existencia, y después que centenares de millones de estrellas ha­bían ya muerto, es una estrella de segunda genera­ción.
    La nube de la cual se forman las estrellas de se­gunda generación contiene los elementos con los que se integraron los hielos, las rocas y los metales, y, por tanto, puede producir sistemas planetarios semejantes a nuestro propio sistema solar.
    Así pues, si buscamos estrellas semejante al Sol, que sean capaces de incubar vida, debemos eliminar las estrellas de Población II y hasta muchas estre­llas de Población I. Podemos considerar únicamente estrellas de segunda generación, de Población I.
    Las estrellas de Población II se limitan a una pequeña parte del volumen total de una galaxia, a sus compactas regiones centrales y a los casi tan compactos cúmulos globulares. Toda la abierta vas­tedad de las regiones exteriores es dominio de las estrellas de Población I.
    Pero no es tan sorprendente como parece. Alre­dedor del 80 por ciento de las estrellas de una gala­xia se encuentra en las compactas regiones centrales y en los cúmulos globulares.
    Podemos sostener, también, que sólo la mitad del 20 por ciento de las estrellas que se encuentran en regiones de Población I, son de segunda genera­ción. Eso significa que el 10 por ciento de las estre­llas semejantes al Sol, con ecosferas útiles, son es­trellas de segunda generación de Población I, y que presumiblemente tienen planetas semejantes a la Tierra girando en torno de ellas.
    Eso nos da nuestra quinta cifra:
    5. Cantidad de estrellas semejantes al Sol, de se­gunda generación, Población I, con ecosfera útil: 5.200.000.000.

    La ecosfera

    Aunque una estrella sea perfecta incubadora, du­plicado exacto de nuestro Sol en todos los aspectos, ello no basta. Se necesita, además de una incuba­dora, algo que se incube. En resumen, debe haber un planeta en el cual la vida pueda desarrollarse en la benéfica radiación de la estrella en torno de la cual gire.
    Ya hemos explicado que prácticamente toda es­trella tiene su sistema planetario, por lo que en nuestra Galaxia hay 5.200.000.000 de estrellas de se­gunda generación, de Población I, semejantes al Sol, con planetas; pero ¿dónde se encuentran esos pla­netas?
    Determinada estrella puede ser una incubadora perfecta, pero algunos de sus planetas tal vez estén demasiado cerca de ella y, por tanto, resulten extre­madamente calientes para sustentar la vida, en tanto que otros quizá se hallen muy apartados y sean de­masiado fríos. Posiblemente no haya ningún planeta dentro de la ecosfera de la estrella, en el cual el agua pueda existir en estado líquido.
    ¿Cuáles son, entonces, las probabilidades de que determinada estrella tenga un planeta, al menos uno, dentro de su ecosfera?
    Al tratar de emitir un juicio sobre esto, nos en­contramos impedidos por el hecho de que sólo co­nocemos detalladamente un sistema planetario: el nuestro. Además, por ahora no tenemos manera de conocer los detalles apropiados acerca de ningún otro sistema planetario. Los pocos planetas que po­siblemente hayamos detectado, que giran en torno de estrellas cercanas, tienen todos el tamaño de Jú­piter, o quizá mayor.
    Esos planetas gigantes son los únicos que pode­mos detectar por el momento, y eso con grandes dificultades y considerable incertidumbre. Es impo­sible decir si hay realmente planetas dentro de la ecosfera de tales estrellas, que se hallen más cerca de la estrella y que sean lo suficientemente pequeños para asemejarse a la Tierra.
    Nos vemos obligados a volver a lo único que tenemos, o sea a nuestro propio sistema planetario. Este, posiblemente sea de una estructura muy atípica, caprichosa, que quizá no sirva de guía, pero no tenemos motivo para creer tal cosa Nos tienta se­guir el principio de la medianía y suponer que el sistema planetario en que nos encontramos es típico y puede ser utilizado como guía.
    Hay cierta esperanza de que esto no sea sólo un prejuicio de nuestra parte, o simples ilusiones. El astrónomo norteamericano Stephen H. Dole ha veri­ficado estas suposiciones, tanto como es posible, con una computadora. Comenzando con una nube de polvo y gas de la masa y densidad que se cree sirvió como origen al sistema solar, estableció los requi­sitos del movimiento aleatorio, de la coalescencia sobre colisión, de los efectos de la gravedad, y de otras cosas. La computadora calculó minuciosamente los resultados.
    Hizo el cálculo de nuestros diversos sucesos for­tuitos, y en todos los casos resultó un sistema pla­netario muy semejante al nuestro. Había de siete a catorce planetas, con los pequeños cerca del Sol, los grandes, más apartados de él, y otros planetas peque­ños, aún más lejanos. En la mayoría de los casos había un planeta con masa muy semejante a la de la Tierra, a una distancia parecida a la que separa a la Tierra del Sol, y planetas con masa muy simi­lar a la de Júpiter, y a una distancia muy aproxi­mada a la que separa a Júpiter del Sol, y otras cosas parecidas.
    De hecho, si un diagrama del verdadero sistema solar se mezcla con las diversas simulaciones de la computadora, no es nada fácil separar lo verdadero de lo simulado.
    Es difícil decir cuánta importancia podemos con­ceder a esas simulaciones de computadora; pero, por lo que puedan valer, sí dan un toque de verdad al principio de la medianía, al menos en este as­pecto.
    Si ahora estudiamos nuestro propio sistema pla­netario, partiendo de la suposición de que es típico, podemos ver que los planetas se mueven en órbitas casi circulares muy espaciadas, y que la órbita de uno no invade la del planeta interno o la del externo.
    Esto parece explicable, puesto que las órbitas muy poco espaciadas, a la postre resultarían inesta­bles. Entre colisiones y acciones recíprocas gravitacionales, los mundos necesariamente se empujan y separan desde los comienzos de la historia del sis­tema planetario.
    Lo anterior significa que es completamente im­probable que haya muchos astros apretujados en la ecosfera de una estrella semejante a nuestro Sol. No es probable que esa ecosfera sea lo suficiente­mente amplia para que ocurra tal cosa. De hecho, podríamos sospechar intuitivamente que, cuando los planetas terminan de empujarse y apartarse los unos de los otros, se hallará no más de uno dentro de la ecosfera, o dos, si se trata de un planeta doble, como en el caso de la Tierra y la Luna.
    ¿Cómo concuerda esto con nuestro propio siste­ma planetario?
    Por ejemplo, la Tierra se encuentra claramente dentro de la ecosfera del Sol, pues de otra manera ni usted ni yo existiríamos para dudarlo.
    Hace apenas una generación, la ecosfera parecía tener una profundidad de por lo menos 100 millones de kilómetros, puesto que generalmente se suponía que, aunque Venus parecía ser bastante caliente y Marte bastante frío, ambos planetas tenían ambien­tes no demasiado extremos para que resultara im­posible la vida en ellos.
    Pero lo anterior no es exactamente cierto. Venus ha experimentado un efecto de invernadero incon­trolable, y es demasiado caliente para permitir la vida. Marte quizá se encuentre en una era glacial permanente, y sea demasiado frío para sustentar la vida. La diferencia entre cualquiera de las dos direc­ciones, posiblemente sea pequeña.
    De ser esto así, la ecosfera del Sol tal vez sea menos amplia de lo que creemos. En efecto, en 1978, Michael Hart, de la NASA, simuló el pasado de la Tierra por medio de una computadora, y si son acer­tadas sus suposiciones iniciales, y correcta la programación de su computadora, en una etapa de su historia, la Tierra escapó, por un estrecho margen, de un efecto incontrolado de invernadero, y en otra etapa escapó de una era glacial incontrolable, tam­bién por pequeño margen. De haber estado un poco más cerca o más lejos del Sol, la Tierra habría sido víctima de una u otra cosa. Parece, a juzgar por las cifras de Hart, que la ecosfera tiene sólo 10 mi­llones de kilómetros de anchura, por lo que es coin­cidencia afortunadísima que la Tierra se encuentre dentro de esa ecosfera.
    Entonces, ¿qué podemos decir? Si la ecosfera es lo suficientemente amplia (aunque no tanto que in­cluya a Venus o a Marte), a juzgar por la simulación de los sistemas planetarios que hizo la computadora de Dole, es casi seguro que se forme un planeta dentro de esa ecosfera, en algún lugar. La probabi­lidad sería aproximadamente de 1,0.
    Por otra parte, si es exacta la simulación del pa­sado de la Tierra, hecha por la computadora de Hart, entonces muy probablemente no se formará ningún planeta dentro de la ecosfera, y todos los planetas cercanos a la estrella serán semejantes a Venus o a Marte, y sólo en ocasiones muy raras se asemejarán a la Tierra. En ese caso, la probabilidad de que haya un planeta dentro de la ecosfera será casi de 0,0.
    Los resultados de la simulación por computadora son demasiado recientes y tal vez muy burdos para que podamos inclinarnos hacia el optimismo o el pesimismo. Sería preferible dividir la diferencia y suponer que la probabilidad de que haya un planeta dentro de la ecosfera es, aproximadamente, de 0,5, o sea 1 de cada 2.
    Eso nos proporciona nuestra sexta cifra:
    6. Cantidad de estrellas en nuestra Galaxia, de Po­blación I, de segunda generación, con ecosfera útil y un planeta que gire dentro de esa ecosfera: 2.600.000.000.

    Habitabilidad

    El simple hecho de que un planeta esté en la ecosfera no significa que sea lugar propicio para la vida o, en otras palabras, que sea habitable.
    Para obtener una prueba de lo anterior no nece­sitamos ver más allá de nuestro propio sistema so­lar. La Tierra misma es el único planeta en el sis­tema solar que claramente se encuentra dentro de la ecosfera de la estrella en torno a la cual gira. Pero la definición de la palabra planeta oscurece el hecho de que, de cualquier modo, hay dos mun­dos en la ecosfera.
    La Luna no es un planeta en el sentido estric­to, porque gira en torno a la Tierra (o mejor di­cho, porque gira en torno al centro de gravedad Tierra-Luna, como en el caso de la Tierra misma), pero la Luna es un mundo. Además, es un mundo que se encuentra tan firmemente dentro de la ecos­fera como la Tierra, a pesar de lo cual la Luna no es un mundo habitable ([28]).
    Es evidente que la masa de la Luna es dema­siado pequeña para hacerla habitable, pues a causa de su pequeñez no puede retener una atmósfera, ni tampoco agua en estado líquido. Entonces, ¿qué podemos decir de las masas de los planetas?
    Como lo señalé en el caso de las estrellas de Po­blación II, en las que los únicos materiales de es­tructura planetaria son el hidrógeno y el helio, los planetas posibles parecerían ser los gigantes, con masa igual o mayor que la de Urano. Por debajo de eso no existiría la intensidad gravitacional que permitiera retener el hidrógeno y el helio.
    En el caso de las estrellas de Población I, únicas que consideramos adecuadas como incubadoras de vida, tenemos metales, rocas y hielos, además de hidrógeno y helio, que pueden servir de materiales estructurales. También en este caso, sólo los plane­tas gigantes pueden aprovechar el hidrógeno y el helio, y precisamente por eso son planetas gigantes.
    Por otra parte, en lo que concierne a las estre­llas de Población I, pueden formarse mundos más o menos pequeños con metales, rocas y hielos, puesto que esos materiales pueden unirse gracias a fuerzas distintas de la gravitacional.
    ¿Cuál puede ser el tamaño de esos mundos más pequeños?
    No muy grande, pues aun entre estrellas de Po­blación I, de segunda generación, es más bien pe­queña la cantidad de materiales distintos del hidró­geno y del helio, y no pueden emplearse para crear un mundo grande. Si esas estrellas pudieran hacerlo, reunirían hidrógeno y helio y se convertirían en mundos gigantescos.
    Las simulaciones de formación planetaria de la computadora de Dole parecen indicar con bastante claridad que, dentro de la ecosfera de las estrellas semejantes al Sol, son muy pequeños los planetas que no son gigantes.
    ¿Cuál puede ser el tamaño y la masa de un pla­neta no gigante?
    Si excluimos los cuatro planetas gigantes del sis­tema solar (y el Sol mismo, por supuesto), el cuerpo más grande en el sistema solar no es otro que la Tierra misma.
    Por tanto, es probable que la Tierra esté dentro del límite máximo de masa de los planetas que no son ni gigantes, ni de hidrógeno.
    Un planeta algo más grande que la Tierra, pero no demasiado, indudablemente sería habitable si todos los demás factores fuesen apropiados. La única consecuencia inevitable de una masa mayor sería un campo gravitacional más intenso, que podría mani­festarse como gravedad algo más alta en la super­ficie. No hay motivo para creer que la vida no pu­diera adaptarse a una gravedad algo más alta en la superficie.
    Después de todo, la vida en la Tierra surgió en el océano, donde, gracias a la flotabilidad, es menor el influjo de la gravedad. Algunos organismos vivientes invadieron el suelo seco, donde es mayor el in­flujo de la gravedad, a pesar de lo cual no sólo se adaptaron, sino que crearon maneras de moverse rápidamente, no obstante la gravedad. La gravedad algo mayor en la superficie no impediría la vida, como lo demuestra la sorprendente adaptabilidad en el único mundo que podemos estudiar detallada­mente.
    Además, si un mundo es algo más voluminoso que la Tierra, pero también algo menos denso, de suerte que su superficie se encuentre más alejada del centro que lo que sería de esperarse en condi­ciones semejantes a las de la Tierra, la gravedad en la superficie posiblemente no sea más alta que la de la Tierra, o incluso un poco más baja.
    Así pues, podemos concluir razonablemente que en la ecosfera, en la que el calor de una estrella sea tan grande que impida la acumulación de hidróge­no y helio, no se formarán planetas con tanta masa como para impedir la vida en ellos.
    Indudablemente, pueden formarse mundos sin demasiada masa, como en el caso de la Luna; pero, ¿qué se entiende por demasiada masa?
    Para albergar vida, un mundo debe tener tanta masa como para generar un campo gravitacional que permita retener una atmósfera considerable; no tan­to por la atmósfera misma, sino porque tal cosa bastaría para permitir la existencia de líquido libre en la superficie.
    En el sistema solar hay exactamente cuatro mun­dos no gigantes, con atmósferas considerables: la Tierra, Venus, Marte y Titán.
    Venus, con una masa de 0,82 veces la de la Tierra, tiene una atmósfera considerablemente más densa que la Tierra (pero no es habitable por otros mo­tivos). Marte, con una masa de 0,11 veces la de la Tierra, tiene una atmósfera muy rala, la cual, aun­que considerable, claramente no basta para sustentar nada, excepto, tal vez, las formas más simples de vida. Titán, con una masa de 0,02 veces la de la Tierra, posee una atmósfera quizá más densa que la de Marte, pero existe únicamente porque se en­cuentra mucho más allá de los confines de la ecos­fera.
    Dentro de la ecosfera, un mundo puede conser­var una atmósfera adecuada si no es tan pesado como la Tierra, pero con más masa que Marte. Diga­mos que podría bastar una masa 0,4 veces la de la Tierra.
    En la ecosfera del Sol, o cerca de ella, hay cuatro mundos de gran tamaño: la Tierra, Venus, Marte y la Luna. (Hay también cuerpos de tamaño insig­nificante, como los dos satélites de Marte, y periódi­camente entran asteroides o cometas, pero todos esos cuerpos se pasan por alto, por carecer de signi­ficado). De dichos cuerpos, la Tierra y Venus tienen una masa mayor que la de 0,4, en tanto que Marte y la Luna poseen una masa menor.
    Si recurrimos al principio de la medianía, y con­sideramos esto como ejemplo adecuado de la situa­ción en el Universo en general, podemos concluir que de todos los mundos que se encuentran dentro o cerca de las ecosferas apropiadas que rodeen a estrellas también apropiadas, sólo la mitad tienen masas que se prestan a la habitabilidad.
    Si existe en la ecosfera un mundo con masa ade­cuada, muchas de sus características serían automá­ticamente semejantes a las de la Tierra. Por ejemplo, la temperatura sería demasiado alta para que hu­biese cantidades considerables de materiales helados, en estado sólido; y en estado líquido o gaseoso, el campo de gravitación de ese mundo no sería lo su­ficientemente intenso para retener esos materiales. Por tanto, un mundo con masa adecuada, que estu­viese en la ecosfera, consistiría principalmente de roca, o de roca y metal, como todos los mundos del sistema solar interno.
    El agua, como material congelable que se derrite y hierve a temperaturas más altas, es el más co­mún y el que mejor se combina con sustancias roco­sas, y, por esos tres motivos, el material congelable que más probablemente quedaría retenido, hasta cierto grado. Así pues, los mundos en la ecosfera, con la masa adecuada, probablemente tendrán can­tidades de agua en la superficie, en forma gaseosa, líquida y sólida. Tendrán océanos cubriendo por lo menos una parte de su superficie.
    En resumen, un mundo en la ecosfera, con la masa adecuada, sería semejante a la Tierra.
    Si uno de cada dos mundos en la ecosfera es semejante a la Tierra, hemos dado con nuestra sép­tima cifra:

    7. Cantidad de estrellas en nuestra Galaxia, de Po­blación I y segunda generación, con ecosfera útil y un planeta semejante a la Tierra que gire dentro de esa ecosfera: 1.300.000.000.

    Un planeta semejante a la Tierra, en términos de temperatura y estructura, podría ser inhabitable a causa de varios motivos menores. Por ejemplo, no podría albergar vida si estuviese sujeto a gran­des extremos en las condiciones ambientales.
    Supongamos que un planeta estuviese a una dis­tancia media del Sol, precisamente en medio de la ecosfera, pero con una órbita particularmente excén­trica. En un extremo de su órbita podría acercarse tanto al Sol que se hallara muy dentro del límite interior de la ecosfera, en tanto que en el otro podría alejarse tanto del Sol que quedase muy afuera del límite exterior de la ecosfera. Ese planeta tendría un verano corto, increíblemente tórrido, que podría hacer hervir los océanos en un breve plazo; y un invierno increíblemente frío, durante el cual los océa­nos tal vez comenzaran a congelarse.
    Podemos imaginar que la vida se desarrollase en forma tal que pudiera soportar tales extremos, pero es razonable suponer que no sería probable que tal cosa ocurriese.
    También los extremos reducirían las probabili­dades de que surgiese la vida, si el eje de rotación del planeta estuviese demasiado inclinado respecto a la vertical (relativa a su plano de revolución en torno de su estrella), de modo que la mayor parte del planeta se hallara bajo la luz solar durante me­dio año y en la oscuridad el otro medio año.
    Asimismo, si un planeta girase con demasiada lentitud, los días y las noches serían tan prolonga­dos que permitirían extremos indeseables de tem­peratura.
    Si el planeta fuese más bien grande, podría ocurrir que recogiera suficiente agua para que su océano fuese planetario, con muy poca tierra, o sin ella. Aun en el caso de que surgiera allí la vida, no es probable que se desarrollara la tecnología, y lo que buscamos no es sólo vida, sino también tecnología. A la inversa, si el planeta es más bien pequeño y recoge poca agua, ese mundo podría ser casi todo desierto, y en el mejor de los casos la vida se desa­rrollaría únicamente en grado limitado y alcanzaría niveles insuficientes de complejidad.
    La atmósfera tal vez no sea completamente apro­piada en algunas formas, e impida el paso de gran parte de la luz solar, o bien detenga muy poco la nitración de la radiación ultravioleta. Asimismo, la corteza puede que no sea completamente adecuada y haya en ella demasiadas erupciones volcánicas, o demasiados terremotos. Por último, el espacio cer­cano circundante quizá no sea del todo apto, y los bombardeos de meteoros resulten demasiado inten­sos para que la vida se sostenga.
    Tal vez ninguna de esas imperfecciones sea muy probable. Después de todo, entre los planetas de nues­tro sistema solar, sólo dos (Mercurio y Plutón) tie­nen órbitas que son significativamente elípticas; sólo uno (Urano) mantiene una inclinación axial enorme; nada más dos (Mercurio y Venus) tienen períodos de rotación muy lentos, y así sucesivamente.
    Pero aunque cada una de las imperfecciones se­ñaladas sea improbable y afecte a sólo uno de cada diez o más planetas semejantes a la Tierra, no dejan de ser acumulativas.
    De nuevo podremos suponer (intuitivamente) que sólo uno de cada dos planetas semejantes a la Tierra, lo es en todos los aspectos importantes; que tiene un día y una noche de duración razonable, estacio­nes que no llegan a extremos irrazonables, océanos que no son muy extensos ni demasiado reducidos, una corteza no muy activa ni demasiado geológica­mente inerte, etcétera.
    Podemos decir que los planetas de esas caracte­rísticas son «completamente semejantes a la Tierra», o mejor aún, decir sencillamente que son «habita­bles». De hecho, ya no tendremos que especificar que hablamos de estrellas semejantes al Sol, o de estrellas de Población I de segunde generación, o de ecosferas. La palabra habitable significaría, nece­sariamente, todo lo demás.
    Entonces, si es habitable uno de cada dos pla­netas semejantes a la Tierra, tenemos ya nuestra octava cifra:
    8. Cantidad de planetas habitables en nuestra Ga­laxia: 650.000.000.

    Esto parece un número grande y, por supuesto, lo es; pero es el resultado, en cierta medida, de nuestra cautela. Esta cifra significa que en nuestra Galaxia sólo una de cada 460 estrellas puede tener un pla­neta habitable. Además, esta cifra es más cauta de lo que algunos astrónomos sugieren. Carl Sagan, uno de los principales investigadores de la posibilidad de inteligencia extraterrestre, supone que quizá haya mil millones de planetas habitables en la Galaxia.
    9 – VIDA.

    Generación espontánea

    Con fundamento en lo que creemos que es una lógica estricta, y ateniéndonos a las mejores pruebas que podemos hallar, es más bien emocionante deci­dir que solamente en nuestra Galaxia hay más de 650 millones de planetas habitables y, por tanto, más de 2 trillones en todo el Universo. Sin embargo, si lo analizamos desde el punto de vista a que se limita el tema de este libro, ¿qué valor tienen por sí mis­mos los planetas habitables? Si carecen de vida, re­sulta que su habitabilidad no podrá servirnos de nada.
    Por lo mismo, debemos suspender en este punto nuestros cálculos respecto a la inteligencia extraterrestre, a menos que podamos decir algo razonable acerca de la probabilidad de que un planeta habita­ble tenga realmente vida.
    Para hacer tal cosa debemos volver de nuevo a algo conocido, o sea al único planeta habitable que sabemos que tiene vida: la Tierra misma. En otras palabras, antes de poder decir algo sensato acerca de la vida en general en los planetas habi­tables, debemos poder afirmar algo razonable acerca de cómo surgió la vida en la Tierra
    Las antiguas conjeturas respecto a la existencia de la vida en la Tierra suponían invariablemente que por una causa no natural había surgido la vida, usualmente por obra de algún dios o semidiós. La historia mejor conocida en nuestra tradición occi­dental es que la humanidad fue creada en la misma serie de actos divinos que crearon el Universo en general.
    La obra quedó terminada en seis días de creación. Dios creó la luz el primer día; la tierra y el mar, el segundo; la vida vegetal, el tercero; los cuerpos celestiales, el cuarto; la vida animal en el mar y en el aire, el quinto; y la vida animal terrestre, el sexto. Como último acto creador del sexto día, nació la humanidad.
    La vida, creada en tres días diferentes, se consi­deraba que había surgido en especies separadas («según su especie», dice la Biblia). Esas especies continuaron existiendo en tiempos contemporáneos. Como algunos creían, ninguna especie fue añadida a la primera creación ni ninguna fue eliminada.
    En cuanto a la fecha de esa creación divina, la Biblia no es precisa, pues la costumbre de fechar con rigor se adquirió más tarde en los escritos históricos. Sin embargo, las deducciones con base en diversas afirmaciones bíblicas indican que la fe­cha de la creación se remonta a sólo unos cuantos miles de años. La fecha concreta, que generalmente se encuentra en la Biblia del Rey Jacobo, es el año 4004 a. C., calculada por el teólogo irlandés James Ussher (1581-1656).
    Aunque la creación del mundo (o de diferentes mundos) se supuso que había sido un acto definitivo, en tiempos antiguos era común suponer que tal cosa no era necesariamente verdad, en lo concerniente a la vida.
    En realidad, esta actitud es razonable. Después de todo, aunque no había prueba manifiesta de nin­guna creación de mundos en el curso de la historia humana, parecía haber prueba evidente de la crea­ción de cosas con vida, sin la intervención de cosas vivientes anteriores.
    Los ratones de campo pueden hacer sus nidos en hoyos cavados en graneros, y esos nidos suelen estar forrados de fragmentos de lana recogida aquí y allá. El granjero, al encontrar nidos de los cuales ha tenido que huir la madre de los ratones, y al ver únicamente algunos ratoncitos minúsculos, desnudos, ciegos, puede llegar a la más natural conclusión del mundo: ha interrumpido un proceso por el cual los ratones se forman del grano húmedo y de la lana podrida.
    De la carne en putrefacción salen pequeños gu­sanos. Se ve que las ranas surgen del cieno de los ríos.
    Si ese concepto es aplicable a diversas especies de sabandijas, podría aplicarse también a toda es­pecie de organismos, aunque tal vez sería menos común en el caso de especies más grandes y comple­jas, como las de caballos, águilas, leones y seres humanos.
    De hecho, con eficiente atrevimiento podría su­ponerse que la historia del Génesis es una fábula; que esa clase de «generación espontánea» de seres vivientes salidos de cosas no vivientes, podría expli­car el comienzo original de la vida. Poco a poco se pudo haber formado cada especie, primero las más simples y después las más complejas, siendo la última, por supuesto, la de los seres humanos.
    En ese caso, si aplicáramos lo anterior a los planetas habitables, en general, veríamos que tam­bién en ellos se formaría la vida de un modo natu­ral. Todos esos planetas sustentarían vida.
    La sustentarían siempre que la doctrina de la ge­neración espontánea resistiera un examen exhaus­tivo; pero no lo resistió.
    La primera rectificación a esa doctrina se produjo en 1668, gracias a un médico y poeta italiano llamado Francesco Redi (1626-1697), quien notó que la carne putrefacta no sólo producía moscas, sino que tam­bién las atraía. Redi se preguntó entonces si existía alguna relación entre las moscas anteriores y las posteriores, e hizo pruebas.
    Procedió permitiendo que algunos trozos de car­ne se pudriesen en pequeños recipientes. Dejó abier­tas las bocas de algunos de esos recipientes; las de otros, las cubrió de gasa. Las moscas eran atraídas a todos los recipientes, pero podían entrar sólo a los que no estaban cubiertos de gasa. En las mues­tras de carne putrefacta a las que llegaban las mos­cas, aparecían gusanos. La carne podrida cubierta por gasa, en la que no podían posarse las moscas, no producía gusanos, aunque se pudría con igual rapidez y tenía el mismo hedor penetrante.
    Los experimentos de Redi demostraron claramen­te que los gusanos, y las moscas después de ellos, surgían de huevos puestos, en la carne podrida, por una anterior generación de moscas. No había gene­ración espontánea de moscas, sino únicamente el proceso normal de nacimiento, procedente de huevos (o de semillas).
    Cuando Redi trabajaba aún en este experimento, un biólogo holandés, Antón van Leeuwenhoek (1632-1723), se dedicaba por diversión a pulir pequeñas lentes (realmente, microscopios primitivos), con las cuales podía observar cosas diminutas y magnificar­las hasta hacerlas fácilmente visibles.
    En 1675 descubrió seres vivientes en el agua su­cia, demasiado pequeños para poder ser descubier­tos a simple vista. Esos seres fueron los primeros «microorganismos» conocidos, y los descubiertos por Leeuwenhoek se llaman ahora protozoarios, de las palabras griegas que significan primeros animales. En 1680, Van Leeuwenhoek descubrió que la leva­dura se compone de pequeños organismos más dimi­nutos aún que la mayoría de los protozoarios, y en 1683 observó cosas vivientes aún más pequeñas, que ahora llamamos bacterias.
    ¿De dónde salían esos microscópicos seres vi­vientes?
    Se inventaron caldos en los cuales pudieran mul­tiplicarse los microorganismos. Resultó innecesario buscar microorganismos para colocarlos en esos cal­dos. Podía hervirse y filtrarse un caldo, hasta que en él no hubiese cosa alguna que pudiese descubrir la lente de un microscopio. Si se esperaba cierto tiempo y se observaba de nuevo, inevitablemente el caldo volvía a llenarse de vida. (Más aún: eran los microorganismos los que hacían que la carne se pu­driese, aunque no se les colocara en la carne.)
    Posiblemente, la generación espontánea no ocu­rría en el caso de las especies observables a simple vista. En el caso de los microorganismos, ejemplos de vida mucho más simple que la de los muy cono­cidos animales y plantas, la generación espontánea podía ser posible. De hecho, parecía estar compro­bada tal cosa.
    Pero en 1767 se conoció la obra del biólogo ita­liano Lazzaro Spallanzani (1729-1799). Este no sólo hirvió caldos, sino que selló las bocas de los frascos que los contenían. El caldo, hervido y sellado, nun­ca producía ninguna forma de vida microscópica. Sin embargo, poco después de que el sello se rom­pía, la vida empezaba a difundirse rápidamente.
    El frasco sellado, que no permitía la entrada del aire, producía el mismo efecto que la gasa de Redi, y las conclusiones debían ser las mismas a las que Redi había llegado. Hay criaturas microscópicas e invisibles en el aire que nos rodea, más pequeñas y más difíciles de observar que los huevos de las moscas. Esas formas de vida, existentes en el aire, caen en el caldo de cualquier recipiente abierto y allí se multiplican. (Spallanzani aisló una sola bac­teria y observó su multiplicación, al dividirse sen­cillamente en dos.) Si se impide que esos organismos minúsculos penetren en el caldo, no se origina vida de ninguna especie.
    En 1836, el biólogo alemán Theodor Schwann (1810-1882) todavía fue más lejos. Demostró que el caldo se conservaba estéril aunque estuviese expues­to al aire, si primero se calentaba el aire al que se le expusiera, con objeto de matar cualquier forma de vida que pudiese haber en el ambiente.
    Los partidarios de la doctrina de la generación espontánea señalaron que el calor podría matar al­gún «principio vital», indispensable para la produc­ción de la vida partiendo de materia inanimada. En ese caso, si se calentaba el caldo y se sellaba su recipiente, no se podría producir vida. No era mejor procedimiento exponer el caldo caliente, al aire tam­bién calentado.
    Sin embargo, en 1864, el químico francés Louis Pasteur (1822-1895) obtuvo la prueba definitiva. Hir­vió un caldo de carne hasta que quedó estéril, e hizo tal cosa en un frasco con un cuello largo y delgado, que se torcía hacia abajo y después hacia arriba, como una S horizontal. No lo selló ni le puso tapón. Dejó el caldo expuesto al aire fresco.
    El aire podía penetrar libremente en el recipiente y recorrer el caldo. Si el aire llevaba un «principio vital», éste era bien venido. En cambio, no podían entrar el polvo ni las partículas microscópicas, ya que se estancaban en el fondo de la curva del cuello del frasco.
    Como resultado, el caldo no generó microorga­nismos ni mostró señal alguna de vida. Sin embargo, cuando Pasteur rompió el cuello de cisne del reci­piente y permitió que el polvo y otras partículas en el aire llegaran al caldo, los microorganismos hicieron su aparición inmediatamente.
    De esa manera, pareció desaparecer para siempre la teoría de la «generación espontánea».

    ¿Origen de la vida?

    Cuando quedó claramente establecido que la ge­neración espontánea no ocurría, y que toda vida (hasta donde eran capaces de observarla los seres humanos) procedía de otra vida previa, se volvió muy difícil decidir cómo tuvo su origen la vida en la Tierra, o en cualquier otro planeta.
    Ese cambio de parecer se asemejó al que había ocurrido en las teorías acerca del origen de los sis­temas planetarios. Mientras se sostuviera una teoría evolutiva, como la hipótesis nebular de Laplace, re­sultaba fácil suponer que los sistemas planetarios eran comunes y que cada una de las estrellas estaba acompañada de un sistema planetario. La hipótesis nebular, en cierto modo, predicaba la generación espontánea de los planetas.
    Empero, la teoría catastrófica de la formación planetaria presuponía un suceso tan raro que era necesario considerar a los planetas mismos como casos excepcionales, y por ello resultaba tentador pensar que nuestro propio sistema planetario no po­dría duplicarse en ninguna otra parte.
    De la misma manera, el rechazo de la teoría de la generación espontánea, y la nueva sugerencia de que la vida procedía únicamente de otra vida previa, que a su vez tenía su origen en otra vida aún ante­rior, y así en sucesión interminable, hacía creer que las formas originales de vida no podían haber surgido, excepto a causa de un suceso milagroso. En ese caso, aunque los planetas habitables fuesen tan numerosos como las estrellas mismas, la Tierra po­dría ser el único planeta que sustentara vida.
    Sin embargo, cuando Pasteur se dedicaba toda­vía a echar por tierra las suposiciones de generación espontánea, la situación se aclaró un poco. En 1859, el biólogo inglés Charles Robert Darwin (1809-1882) publicó un libro cuyo título más conocido es el de El origen de las especies.
    En esa obra presentó pruebas abrumadoras en favor de la teoría evolutiva, en el sentido de que las diversas especies de seres vivientes no fueron separadas y distintas desde un comienzo. Más bien, bajo la presión de poblaciones crecientes y de la selección natural, cambiaron gradualmente todos los seres vivientes. De especies antiguas se desarrolla­ron nuevas especies, presuntamente más adecuadas. De esa manera, varias especies diferentes podrían tener un ancestro común, y si se retrocedía lo su­ficiente, toda la vida en la Tierra podría haber sur­gido de una sola forma de vida ancestral muy pri­mitiva.
    Esa teoría encontró gran oposición, pero con el tiempo los biólogos la aceptaron.
    Lo que venía a decir era que no había ya nece­sidad de explicar la creación, por separado, de cada uno de los millones de especies de seres vi­vientes conocidos. Bastaría explicar la creación de cualquier forma de vida, por simple que fuese. Esa forma original simple, producida por generación es­pontánea, podría entonces, por procesos evolutivos, hacer surgir otras formas de vida por muy comple­jas que fuesen, incluso la de los seres humanos.
    Por supuesto, si la generación espontánea era realmente imposible, la producción de una forma de vida resultaba ser un milagro igual al de la pro­ducción de millones de formas.
    Por otra parte, todo lo que los biólogos habían hecho era mostrar que las formas conocidas de vida no podían ser generadas espontáneamente en los breves períodos disponibles en el laboratorio. Supon­gamos que nos ocupáramos de una forma de vida mucho más simple que cualquier otra conocida, y también que dispusiéramos de largos períodos y de todo un planeta. ¿No podría generarse, en tales con­diciones, esa forma de vida muy simple?
    La clave estaba en la frase largos períodos. El proceso al azar de la evolución consumió mucho tiempo (hasta los evolucionistas lo reconocían), y la incógnita era si pudo haber suficiente tiempo para la generación de una forma simple de vida y de las miles y miles de formas complejas de vida que se desarrollaron posteriormente.
    En la época de Darwin, los científicos habían abandonado ya el concepto de un planeta que no tenía más de 6.000 años de vida, y hablaban de la edad de la Tierra en términos de millones de años, pero aun tal cosa no parecía ser un período suficien­temente largo para que operara la evolución.
    Con todo, en el decenio de 1890 se descubrió la radiactividad, y se supo que el uranio se transfor­maba en plomo con una lentitud pasmosa. La mitad de cualquier muestra de uranio se transformaría en plomo sólo después de 4.500 millones de años. En 1905, el químico norteamericano Bertram Borden Boltwood (1890-1927) sugirió que el grado de desin­tegración radiactiva en la roca podría indicar el tiem­po transcurrido desde que la roca se había solidi­ficado.
    Los cambios radiactivos de todas clases se han empleado para determinar la edad de varias partes de la Tierra, de los meteoritos y, recientemente, de piedras lunares; y ahora, se piensa que la Tierra y el sistema solar, en general, tienen una edad apro­ximada de 4.600 millones de años.
    En las primeras décadas del siglo xx ya hubo sugerencias de esta enorme edad, y entonces em­pezó a creerse que la evolución había tenido tiempo suficiente para operar, si la vida surgía espontánea­mente en alguna forma.
    Pero ¿podía ocurrir ese comienzo espontáneo?
    Desgraciadamente, cuando se llegó a comprender la edad extrema de la Tierra, se comprendió también la extrema complejidad de la vida, por lo que la probabilidad de que ocurriese la generación espon­tánea se desvaneció aún más.
    Los químicos del siglo xx descubrieron que las moléculas proteínícas, peculiarmente características de la vida, se formaban de largas cadenas de bloques más sencillos, llamados aminoácidos. Descubrieron también que cada proteína necesitaba tener cada uno de los varios miles de diferentes átomos (hasta millones de ellos, en algunos casos) colocados de determinada manera, para que pudiesen funcionar bien. Posteriormente descubrieron que una clase de molécula, aún más importante, la de los ácidos nu­cleicos, era todavía más complicada que la molécula proteínica. Además, diferentes ácidos nucleicos y diferentes proteínas, junto con moléculas más pe­queñas, de todas clases, se entremezclaban en com­plicadas cadenas de reacciones.
    La vida, aun la que parecía ser la vida simple de las bacterias, era muchísimo más complicada de lo imaginado en los días en que se discutía acalora­damente la generación espontánea. Hasta la forma más sencilla de vida imaginable tendría que formar­se de proteínas y de ácidos nucleicos; pero ¿cómo se formaban unas y otros, partiendo de materia muerta? El origen de la vida en la Tierra, a pesar de la evolución, parecía ser, más que nunca, un he­cho casi milagroso.
    Algunos científicos se dieron por vencidos, y de hecho se lavaron las manos, abandonando sus in­vestigaciones. El químico sueco Svante August Arrhenius (1859-1927) publicó en 1908 el libro titulado Mundos en formación, que se ocupaba del origen de la vida. En esa obra, Arrhenius sostuvo la uni­versalidad de la vida y sugirió que era un fenómeno común en el Universo.
    Dijo, en efecto, que la vida podía ser contagiosa. Cuando las cosas sencillas vivientes de la Tierra forman esporas, el viento se las lleva y las mismas se multiplican en lugares nuevos. Algunas esporas, por la fuerza ciega del viento, suelen ser empujadas muy alto en la atmósfera y, supuso Arrhenius, quizá hasta el espacio exterior. Allí podrían vagar durante millones de años en el vacío, empujadas por la ra­diación del Sol, protegidas por una película dura e inmune, y con una fuerte retención de la chispa de la vida en su interior. Con el tiempo, una espora encontraría algún planeta adecuado en que no hubiese vida, y de esa espora la vida comenzaría en ese planeta.
    Sugirió Arrhenius que, de hecho, ésa era la for­ma en que había empezado la vida en la Tierra. Nuestro planeta fue vitalizado por esporas proce­dentes del espacio exterior, que tuvieron su origen en algún otro mundo que tal vez nunca sería iden­tificado.
    Pueden señalarse varios puntos contrarios a este concepto. Es posible calcular el número de esporas que deben salir de un mundo, para que al menos una de ellas pueda tener una probabilidad razonable de llegar a otro mundo en el transcurso de la vida del Universo, y la cifra que se obtiene es fantásti­camente elevada.
    Además, es improbable que las esporas puedan soportar un viaje por el espacio. Las esporas bacte­riales resisten mucho el frío, hasta el frío extremo; también puede esperarse que sobrevivan en el vacío. Pero es dudoso que las esporas, aun las más resis­tentes, puedan existir todo el tiempo necesario para vagar de un sistema planetario a otro, aunque, ha­ciendo concesiones, podríamos suponer que por lo menos algunas podrían hacerlo. Lo que sí sabemos a ciencia cierta es que las esporas son muy sensi­bles a la luz ultravioleta y a otras radiaciones.
    En la Tierra, las esporas no están sujetas a esas radiaciones, pues el aire forma un manto que no permite el paso de la radiación más enérgica del Sol; y Arrhenius, en su época, no sabía hasta qué grado esa radiación llena el Universo. La radiación de cualquier estrella, en cualquier parte de su ecosfera, bastaría para matar a las esporas vagabundas que originalmente se hubiesen adaptado a la vida dentro de un manto atmosférico protector. Las par­tículas de rayos cósmicos las destruirían, hasta en las profundidades del espacio.
    Arrhenius creyó que la presión de la radiación empujaría a las esporas lejos de una estrella y hacia el espacio abierto. Ahora sabemos que es más pro­bable que el viento solar lo hiciera. Sea como fuere, en primer lugar, cualquier cosa que empuje a las esporas lejos de una estrella y hacia otras, las rechazará al aproximarse aquéllas a otra estrella y, por tanto, evitará que caigan en un planeta que esté dentro de la ecosfera de esa estrella.
    En resumen, resulta extremadamente dudoso el concepto de que la Tierra fue fecundada por espo­ras procedentes de otros mundos.
    Además, ¿de qué sirve explicar el origen de la vida en la Tierra, recurriendo al auxilio de la vida en otros planetas? Entonces, sería necesario expli­car el origen de la vida en el otro planeta. Y si la vida se pudiera iniciar en cualquier planeta, por algún medio natural y no milagroso, podría tam­bién desarrollarse en la Tierra, de la misma manera.
    Pero ¿cómo todavía en la década de 1920, los biólogos no habían encontrado un mecanismo na­tural?

    La Tierra primordial

    La siguiente es una de las objeciones a la gene­ración espontánea de la vida en la Tierra: si en el pasado remoto se hubiese formado la vida partiendo de lo inanimado, ese fenómeno habría ocurrido pe­riódicamente en tiempos posteriores, aun en los nues­tros. Puesto que hasta ahora no se ha observado tal formación, ¿no podríamos concluir que tampoco ocurrió en el pasado?
    Es evidente la falacia de este argumento. Indu­dablemente, la Tierra primordial, en los tiempos en que la vida todavía no existía en ella, tenía caracte­rísticas diferentes de las de ahora. De ser esto así, se desprende que no podemos comparar los sucesos de ahora con los de antaño. Lo que no es probable ahora, y por tanto no ocurre, pudo haber sido muy probable entonces, y por tanto sí ocurrió.
    Por ejemplo, una diferencia obvia entre la Tierra moderna y la primordial, es que la moderna tiene vida y la primordial no la tuvo. Cualquier sustancia química que surgiera espontáneamente ahora en la Tierra, y que se aproximara al nivel de complejidad en el que pudiera considerarse como protovida, in­dudablemente se convertiría en alimento de algún animal y sería devorada. En la Tierra primordial y sin vida, esa sustancia tendería a sobrevivir (al menos, no sería devorada) y tendría oportunidad de volverse más compleja y llegar a hacerse vida.
    Además, la Tierra primordial pudo haber tenido una atmósfera diferente a la actual.
    Esto lo sugirió por primera vez, en la década de 1920, el biólogo inglés John Burdon Sanderson Haldane (1892-1964). Se le ocurrió que el carbón era de origen vegetal, y que la vida vegetal obtenía su carbono del bióxido de carbono del aire. Por tanto, antes de que hubiese vida, todo el carbono, del carbón debió haber estado en el aire, en forma de bióxido de carbono. Además, el oxígeno del aire se produce por las mismas reacciones en que intervie­nen las plantas que absorben el bióxido de carbono y colocan los átomos de carbono dentro de los com­puestos del tejido de las plantas.
    Se deduce, por lo mismo, que la atmósfera pri­mordial de la Tierra no, fue de nitrógeno y oxígeno, sino de nitrógeno y bióxido de carbono. (Esto parece ahora aún más lógico que cuando Haldane lo su­girió, puesto que actualmente sabemos que en Ve­nus y Marte la atmósfera se compone en gran parte de bióxido de carbono.)
    Además, razonó Haldane, si no hubiese oxígeno en el aire, tampoco habría ozono (forma muy enér­gica de oxígeno) en la atmósfera superior. El ozono es lo que principalmente detiene la luz ultravioleta del Sol. Por tanto, en la Tierra primordial pudo ha­ber una radiación ultravioleta enérgica, del Sol, en cantidades mucho mayores que ahora.
    Así pues, en condiciones primordiales, la energía de la luz ultravioleta serviría para combinar molé­culas de nitrógeno, bióxido de carbono y agua en compuestos más complejos que, a la postre, desa­rrollarían los atributos de la vida. Entonces empe­zaría la evolución ordinaria y, como consecuencia de ello, aquí estamos.
    Lo que pudo hacerse en la Tierra primordial, con mucha luz ultravioleta, mucho bióxido de carbono, nada de oxígeno que desintegrara los compuestos complicados, y sin seres vivientes que se comieran esos compuestos, no podría hacerse en la Tierra de ahora, en que escasean la luz ultravioleta y el bió­xido de carbono, y abundan el oxígeno y la vida. Por eso no podemos aducir la actual inexistencia de generación espontánea como razón para negar su existencia en la Tierra primordial.
    Esta opinión, la apoyó el biólogo soviético Aleksandr Ivanovich Oparin (n. 1894). Su libro El ori­gen de la vida, también publicado en la década de 1920, pero no traducido al inglés hasta 1937, fue el primero que se ocupó exclusivamente de este tema. Difería de Haldane al suponer que la atmósfera primordial estaba muy hidrogenada, pues contenía hidrógeno puro y algo en combinación con carbono (metano), nitrógeno (amoníaco) y oxígeno (agua).
    La atmósfera de Oparin tiene sentido, en vista de lo que ya conocemos acerca de la composición del Universo, en general, y del Sol y de los planetas exteriores, en particular. De hecho, los científicos de ahora suponen que la vida comenzó en la atmósfera de Oparin: de amoníaco, metano y vapor de agua (Atmósfera I). La radiación ultravioleta del Sol di­vidió las moléculas de agua, liberando oxígeno, el cual, al reaccionar con el amoníaco y el metano, produjo la atmósfera de Haldane, compuesta de ni­trógeno, bióxido de carbono y vapor de agua (Atmós­fera II). Por último, la acción fotosintética de las plantas verdes produjo la actual atmósfera de nitró­geno, oxígeno y vapor de agua (Atmósfera III).
    Por supuesto, lo que se dijo durante los decenios de 1920 y 1930, acerca de la generación espon­tánea de la vida en la Tierra primordial, no pasó de conjeturas, pues se carecía de cualquier prueba.
    Además, aunque Haldane y Oparin (ambos ateos) podían gustosamente disociar vida y Dios, a otros ofendía tal cosa y se esforzaban por demostrar que no había manera alguna de que el origen de la vida pudiese separarse de lo milagroso y concebirse como resultado de la colisión fortuita de átomos.
    El biofísico francés Pierre Lecomte du Noüy se ocupó precisamente de este asunto en su libro El destino humano, publicado en 1947. Ya entonces se había establecido toda la complejidad de la molé­cula proteínica, y Lecomte du Noüy trató de demos­trar que si los diversos átomos de carbono, hidró­geno, oxígeno, nitrógeno y azufre se amalgamaron completamente al azar, la probabilidad de llegar así, aunque sólo fuese a una sola molécula proteínica del tipo asociado con la vida, era tan remota, que todo el tiempo que ha existido el Universo no bas­taría para ofrecer a esa molécula algo más que una probabilidad insignificante de existir. Sostuvo Lecomte de Nouy que la casualidad no podía ser la causa de la vida.
    Como ejemplo de la clase de argumento que pre­sentó, consideremos una cadena proteínica compues­ta de 100 aminoácidos, cada uno de los cuales po­dría pertenecer a alguna de veinte variedades dife­rentes. El número de cadenas proteínicas diferentes, que podrían formarse, sería de 10130, es decir, uno, seguido de 130 ceros.
    Si se imagina que se necesitaría sólo una millo­nésima de segundo para formar una de esas cadenas, y que una cadena diferente la formaría al azar un billón de científicos cada millonésima de segundo, desde el comienzo de la existencia del Universo, la probabilidad de formar alguna cadena determinada, asociada con la vida, sería de uno en 1095, probabi­lidad infinitesimal, que no valdría la pena considerar. Además, en la Tierra primordial no se comenzaría con aminoácidos, sino con compuestos más senci­llos, como metano y amoníaco, y habría que formar un compuesto mucho más complicado que una ca­dena de 100 aminoácidos, para lograr que la vida comenzara. Así pues, las probabilidades de lograr algo de eso en un solo planeta, en unos cuantos miles de millones de años, serían casi nulas.
    El argumento de Lecomte du Noüy parecía su­mamente fuerte, y muchas personas se apresuraron a quedar convencidas y lo siguen estando.
    Pero el argumento es erróneo.
    La falacia del argumento de Lecomte du Noüy se encuentra en la suposición de que el azar fue el único factor de guía, y que los átomos pueden unirse en cualquier forma. En realidad, los átomos están guiados, en sus combinaciones, por leyes bien cono­cidas de física y química, de suerte que la formación de compuestos complejos, procedentes de otros sencillos, está limitada por reglas severas que redu­cen radicalmente el número de formas diversas en que pueden combinarse. Además, al llegar a moléculas complejas, como las de proteínas y ácidos nu­cleicos, no existe ninguna en particular asociada con la vida, sino innumerables moléculas diferentes, todas las cuales están asociadas entre sí.
    En otras palabras, no dependemos exclusivamen­te del azar, sino más bien del azar guiado por las leyes de la naturaleza, y eso debe bastar.
    ¿Podría este asunto ser puesto a prueba en el laboratorio? El químico norteamericano Harold Clayton Urey animó en 1952 a uno de sus jóvenes dis­cípulos, Stanley Lloyd Miller (n. 1930) a que iniciara el experimento necesario.
    Miller trató de duplicar las condiciones primor­diales en la Tierra, asumiendo la Atmósfera I de Oparin. Empezó con una mezcla cerrada y estéril de agua, amoníaco, metano e hidrógeno, que repre­sentaba una versión pequeña y sencilla de la atmós­fera y el océano de la Tierra como fuente de ener­gía, la cual representaba una versión minúscula del Sol.
    Hizo circular la mezcla a través de la descarga durante una semana, y en seguida la analizó. La incolora mezcla original se volvió rosada el primer día, y, al terminar la semana, una sexta parte del metano con el que Miller había comenzado estaba convertido en moléculas más complejas. Entre esas moléculas había glicina y alanina, los aminoácidos más sencillos que existen en las proteínas.
    En los años que siguieron a ese experimento cla­ve, se efectuaron otros semejantes, con variaciones en los materiales empleados al comenzar, y en las fuentes de energía. Invariablemente se formaron mo­léculas más complicadas, a veces idénticas a las del tejido viviente, y otras simplemente relacionadas con él. De esta manera se formó «espontáneamente» una asombrosa variedad de moléculas clave de te­jido viviente, no obstante que los cálculos simplistas de Lecomte du Noüy no daban a su formación prác­ticamente ninguna probabilidad.
    Si esto podía hacerse en volúmenes pequeños y en períodos muy cortos, ¿qué no podría haberse hecho en todo un océano, en un lapso de muchos millones de años?
    También era impresionante que todos los cambios producidos en el laboratorio por las colisiones fortuitas de moléculas y la absorción al azar de energía (siempre teniendo por guía las leyes cono­cidas de la naturaleza), parecieran llevar invariable­mente hacia la vida como la conocemos. No se encontraron cambios importantes que señalaran de­finitivamente hacia una dirección química diferente. Todo ello parecía indicar que la vida era el pro­ducto inevitable de variedades de alta probabilidad de reacciones químicas, y que la formación de la vida en la Tierra primordial no podía haber sido evitada.
    Meteoritos

    Naturalmente, no podemos estar seguros de que los experimentos hechos por los científicos repre­sentaran verdaderamente las condiciones primordia­les. Sería muchísimo más impresionante si de algún modo pudiésemos estudiar la materia primordial misma, y encontrar compuestos que se hubiesen for­mado por procesos inanimados, y que, por decirlo así, apuntasen hacia la vida.
    La única materia primordial que podemos estu­diar aquí en la Tierra se encuentra en los meteo­ritos que caen alguna que otra vez. Los estudios de las transformaciones radiactivas dentro de los me­teoritos, demuestran que tienen una existencia de más de 4.000 millones de años y que, por tanto, datan de la infancia del sistema solar.
    Se han estudiado alrededor de 1.700 meteoritos; treinta y cinco de ellos pesan más de una tonelada cada uno. Sin embargo, casi todos son de níquel-hierro o de piedra en composición química, y no contienen ninguno de los elementos asociados primordialmente con la vida. Por tanto, no nos sumi­nistran información útil respecto al problema del origen de la vida.
    Sin embargo, queda un tipo raro de meteorito, el «condrito carbonoso», negro y fácilmente desmenuzable. Esos meteoritos contienen un pequeño porcentaje de agua, compuestos de carbono y otras cosas. La dificultad en su caso estriba en que son mucho más frágiles que los otros tipos de meteo­ritos, y aunque tal vez abunden en el espacio exte­rior, pocos sobreviven al difícil cruce de la atmósfera y a la colisión con la Tierra sólida. Se conocen me­nos de dos docenas de esos meteoritos.
    Los condritos carbonosos, para que resulten útiles, deben estudiarse poco después de haber caído. Cualquier permanencia prolongada en el suelo da como resultado su contaminación con la vida terres­tre o con sus productos.
    Por fortuna, dos de esos meteoritos fueron vis­tos caer y se les examinó casi inmediatamente des­pués. Uno cayó cerca de Murray, Kentucky, en 1950, y otro estalló sobre Murchison, Australia, en setiem­bre de 1969.
    En 1971 ya se habían separado de los fragmen­tos del meteorito de Murchison, pequeñas cantida­des de dieciocho aminoácidos diferentes. Seis eran variedades de los que concurren frecuentemente en la proteína del tejido viviente; las otras doce varie­dades estaban relacionadas químicamente con las primeras, pero rara vez, o nunca, se encuentran en el tejido viviente. Se obtuvieron resultados semejan­tes del meteorito de Murray. Fueron impresionan­tes los puntos de coincidencia entre los dos meteo­ritos, que cayeron en lugares opuestos de la Tierra, con diferencia de diecinueve años.
    Hacia fines de 1973 se descubrieron también áci­dos grasos, diferentes de los aminoácidos porque tienen cadenas más largas de átomos de carbono y de hidrógeno, y porque carecen de átomos de nitró­geno. Son ésos los componentes de la grasa que se encuentra en el tejido viviente. Fueron identificados unos diecisiete ácidos grasos.
    ¿Por qué había en los meteoritos esas moléculas orgánicas? ¿Son los meteoritos producto de un pla­neta que estalló? ([29]) ¿Son los condritos carbonosos parte de una corteza planetaria que sustentó vida alguna vez y que todavía lleva vestigios de esa vida?
    Al parecer, tal cosa no es así. Hay ciertas maneras de determinar si los compuestos descubiertos en meteoritos se originaron en cosas vivientes.
    Los aminoácidos (todos, excepto el más sencillo, el de la glicina) se dividen en dos variedades, una de las cuales es la imagen reflejada de la otra. Se les clasifica como L y D. Las dos variedades son idénticas en propiedades química ordinarias, de suerte que cuando los químicos preparan los ami­noácidos partiendo de sus átomos constitutivos, siempre se forman cantidades iguales de L y D.
    Sin embargo, cuando los aminoácidos se emplean para producir proteínas, los resultados son estables únicamente si se trabaja con un solo grupo, ya sea el L o el D. En la Tierra, la vida se ha desarrollado con el empleo de la variedad L (quizá por nada más significativo que la casualidad), de manera que los aminoácidos D concurren en la naturaleza muy rara vez.
    Si los aminoácidos en los meteoritos fuesen todos L, o todos D, tendríamos la fuerte sospecha de que había habido en su producción procesos vitales se­mejantes a los nuestros. Empero, en realidad las formas L y D se encuentran en cantidades iguales en los condritos carbonosos, lo que significa que tuvieron su origen en procesos ajenos a la vida que conocemos.
    De manera semejante, los ácidos grasos encon­trados en los tejidos vivientes, se forman por la adición recíproca de números variables de compues­tos que contienen dos átomos de carbono. Como resultado, casi todos los ácidos grasos en el tejido viviente tienen un número par de átomos de car­bono. Los ácidos grasos con números impares no son característicos de la vida que conocemos, pero en las reacciones químicas en que no interviene la vida suelen producirse tanto como los pares. En el meteorito de Murchison hay aproximadamente can­tidades iguales de ácidos grasos de número par y de número impar.
    Los compuestos en los condritos carbonosos no son vida; se han formado en dirección hacia nuestra clase de vida; y los experimentadores humanos no han intervenido en su formación. En general, los estudios de meteoritos tienden a apoyar los experimentos de laboratorio, y hacen que parezca más pro­bable que la vida sea un fenómeno natural, normal y hasta inevitable. Al parecer, los átomos tienden a unirse para formar compuestos en dirección hacia nuestra clase de vida, cuantas veces tienen la más pequeña oportunidad de hacerlo.

    Nubes de polvo

    Fuera del sistema solar podemos ver las estrellas, pero las hemos eliminado como semilleros de vida. Tal vez podríamos encontrar semilleros si pudiése­mos inspeccionar las superficies frías de los plane­tas que giran en torno de las estrellas.
    No podemos hacer tal cosa, pero hay materia fría en el espacio exterior en que sin duda podemos descubrir materia en forma de gas y polvo tenues, que llena el espacio interestelar.
    El material interestelar fue detectado por pri­mera vez en los comienzos del siglo, porque ciertas longitudes de onda de luz de estrellas distantes son absorbidas por átomos ocasionales que vagan en la inmensidad del espacio. Ya en el decenio de 1930 se reconocía que el medio interestelar contiene una amplia variedad de átomos, probablemente algunos de todas las clases de átomos del interior de las estrellas, expulsados al espacio en las explosiones de supernovas.
    La densidad de la materia interestelar es tan leve que parecía natural suponer que consistía casi completamente de átomos aislados, y nada más. Des­pués de todo, para que dos átomos se combinen y formen una molécula deben primero chocar el uno contra el otro, y los diversos átomos se encuentran tan dispersos en el espacio interestelar, que los mo­vimientos al azar producen colisiones sólo después de períodos excesivamente largos.
    Sin embargo, en 1937 se descubrió que las estre­llas que brillaban a través de nubes oscuras de gas y polvo, tenían faltantes de determinadas longitudes de onda, que señalaban la absorción por una com­binación de carbono e hidrógeno (CH), o por una de carbono y nitrógeno (CN). Por primera vez se descubrió la existencia de moléculas interestelares.
    Indudablemente, CH y CN son las combinacio­nes que pueden formarse y conservarse sólo en ma­teria de muy baja densidad. Esas combinaciones de átomos son muy activas y se asocian con otros áto­mos inmediatamente, si éstos se hallan a su alre­dedor. Precisamente porque estos otros átomos exis­ten en abundancia en la Tierra, es por lo que no encontramos CH y CN, como tales, en nuestro pla­neta.
    Ninguna otra combinación se observó en las nu­bes de polvo interestelares, a través de las líneas negras, en el espectro visible.
    Con todo, después de la Segunda Guerra Mun­dial, la radioastronomía se volvió cada vez más im­portante. Los átomos interestelares pueden emitir o absorber ondas de radio de longitudes caracterís­ticas; algo que demanda mucha menos energía que la emisión o absorción de la luz visible y que, por tanto, ocurre más fácilmente. La emisión u absor­ción de ondas de radio puede detectarse con faci­lidad, si se cuenta con los radiotelescopios adecuados para ese fin, y si se pueden identificar los compues­tos de que se trate.
    Por ejemplo, en 1951 se detectó la emisión de ondas de radio características de los átomos de hi­drógeno, y la presencia de hidrógeno interestelar se observó así directamente por primera vez, y no por simple deducción.
    Se tenía entendido que después del átomo de hidrógeno, el de helio y el de oxígeno eran los más comunes en el Universo. Los átomos de helio no se adhieren a otros átomos, pero los de oxígeno sí lo hacen. ¿No habría, acaso, combinaciones de oxígeno e hidrógeno (OH) en el espacio? Esas combinacio­nes deberían emitir ondas de radio en cuatro longi­tudes determinadas, y dos de ellas fueron detectadas por primera vez en 1963.
    Aun tan recientemente como en los comienzos de 1968, sólo tres combinaciones diferentes de átomos se habían detectado en el espacio exterior: CH, CN y OH. Cada una de esas combinaciones era de dos átomos que parecían haber surgido de colisiones for­tuitas de átomos separados.
    Nadie esperaba que la combinación mucho me­nos probable de tres átomos se acumulara hasta un nivel detectable, pero en 1968 se descubrieron en nubes interestelares las emisiones características de ondas de radio del agua y el amoníaco. El agua tiene una molécula de tres átomos, dos de hidrógeno y uno de oxígeno (H2O), y el amoníaco, una molé­cula de cuatro átomos, una de nitrógeno y tres de hidrógeno (NH3).
    Esto resultó completamente sorprendente, y en 1968 nació lo que ahora llamamos astroquímica.
    En realidad, después del descubrimiento de com­puestos de más de dos átomos, la lista se hizo rápi­damente más larga. En 1969 se descubrió una com­binación de cuatro átomos, en la que figuraba el Carbono. Esa combinación fue la de formaldehído (HCHO). En 1970 se descubrió la primera combina­ción de cinco átomos, la de cianoacetileno (HCCCN). Ese mismo año se descubrió la primera combinación de seis átomos, la del alcohol de metilo (CH3OH). En 1971 se localizó la primera combinación de siete átomos, la de metiloacetileno (CH3CCH).
    Continuaron los descubrimientos. Ahora, más de dos docenas diferentes de moléculas se han detec­tado en el espacio interestelar. No se sabe aún con claridad cuál es el mecanismo exacto en la forma­ción de esas combinaciones de átomos, pero indu­dablemente existen.
    Hasta en el espacio exterior, la dirección de la formación parece ser hacia la vida ([30]). De hecho, tanto en los meteoritos como en las nubes interes­telares, resulta interesante que se formen cadenas de carbono y que no haya señales de moléculas com­plejas en las que no figure el carbono. Esta prueba favorece la suposición de que la vida (como la cono­cemos) siempre incluye compuestos de carbono.
    Todas estas pruebas de laboratorio, en los me­teoritos y en las nubes interestelares, hacen que pa­rezcan correctas las sugerencias de Haldane y Oparin. La vida sí comenzó espontáneamente en la Tierra primordial, y todo indica que sucedió sin dificulta­des, y que las reacciones en tal dirección fueron inevitables.
    De lo anterior se deduce que la vida puede co­menzar, tarde o temprano, en cualquier planeta habitable.

    Cuando la vida empezó

    Pero ¿qué debe entenderse por «tarde o tem­prano»? ¿Cuándo empezó la vida en la Tierra?
    Nuestros conocimientos de las formas de vida antigua en la Tierra nos llegan casi por completo del estudio de los fósiles —restos de conchas, hue­sos, dientes, madera, escamas, hasta de materia fe­cal—, que han resistido por lo menos algunos de los estragos del tiempo lo suficientemente bien para mostrarnos algo acerca de la estructura, el aspecto y la conducta de los organismos de que formaron parte.
    Los fósiles pueden fecharse de diversas maneras, y los más antiguos que podemos estudiar con faci­lidad son los del período cámbrico (así llamado porque las rocas de ese período se estudiaron por primera vez en Gales, que en tiempos romanos se llamaba Cambria).
    Los más antiguos fósiles cámbricos datan de hace 600 millones de años, y es tentador suponer que fue entonces, más o menos, cuando empezó la vida en la Tierra. Sin embargo, puesto que la edad de la Tierra es de 4.600 millones de años, ello significa que nuestro planeta permaneció 4.000 millones de años sin vida. ¿Por qué tanto tiempo? Y si la falta de vida duró tanto, ¿por qué surgió ésta tan de re­pente? ¿Por qué la Tierra no sigue sin vida?
    Además, el registro de los fósiles comienza en el cámbrico, pero para entonces la vida era ya abun­dante, compleja y variada. Por supuesto, toda la vida de que tenemos constancia, correspondiente a ese período, es marina; no hay vida de agua dulce o vida terrestre. Asimismo, toda es vida de invertebrados. Los primeros cordados (el grupo al que pertenece­mos) aparecieron después de otros 100 millones de años.
    Sin embargo, lo que existe parece muy avanzado. En el período cámbrico se encuentran miles de es­pecies de trilobites, complejos artrópodos muy pa­recidos a los cangrejos bayoneta de ahora. Es im­posible suponer que surgieron de la nada y se divi­dieron en muchas especies. Antes de los tiempos cámbricos debe haber habido largas eras de vida más sencilla. En ese caso, ¿por qué no existe cons­tancia alguna de esa vida?
    La respuesta más aceptable es que la vida más sencilla no se prestaba precisamente para la fosi­lización. Carecía de la clase de partes (conchas, hue­sos) que sobreviven fácilmente. No obstante, sí se han encontrado vestigios de esa vida anterior.
    El botánico norteamericano Elso Sterreberg Barghoorn (1915), quien en la década de 1960 estudiaba rocas muy antiguas, tropezó con leves vestigios de carbono que, como lo pudo demostrar, eran rema­nentes de vida microscópica.
    La tenue prueba de tal vida microscópica se ha calculado que procede de hace 3.200 millones de años, y que probablemente se extendió hacia atrás unos cuantos centenares de millones de años más.
    Podremos concluir, en tal caso, que existían for­mas reconocibles de vida cuando la Tierra tenía una edad de mil millones de años.
    Esto, intuitivamente, parece razonable. Podemos imaginar que durante los primeros quinientos mi­llones de años de la historia de la Tierra, el planeta estuvo en un estado de inestabilidad. La corteza debe haber sido activa y volcánica; el océano y la atmós­fera, en proceso de formación cuando el planeta se enfriaba del calor de su condensación inicial y sus componentes se separaban. Los siguientes quinien­tos millones de años tal vez hayan transcurrido en una lenta evolución química: la formación de compuestos más y más complicados, bajo el estímulo de la luz ultravioleta del Sol. Por último, mil millo­nes de años después de la formación de la Tierra, surgieron aquí y allá pequeñas clases de vida muy simple.
    La permanencia del Sol en la secuencia principal será de unos 12.000 millones de años, y podríamos considerar que ése es el lapso promedio correspon­diente a las estrellas y semejantes al Sol. Ello signi­fica que la Tierra, y en general los planetas habi­tables, durarán 12.000 millones de años como mo­radas de vida. Así pues, si la vida apareció en la Tierra después de mil millones de años, surgió cuan­do había transcurrido sólo el 8 por ciento de la vida del planeta.
    Podemos suponer que (por el principio de la medianía) los planetas habitables, en general, sus­tentan vida después que ha transcurrido aproxima­damente el 8 por ciento de su existencia como pla­netas habitables.
    Cabe suponer que las estrellas se han estado for­mando a ritmo continuo aquí, en la periferia de la Galaxia, después que ha pasado la primera racha de formación de estrellas, durante la infancia de la Galaxia.
    Lo anterior no es sólo una conjetura. Por lo menos hay pruebas de que existen estrellas que na­cieron recientemente. Las estrellas gigantes de las clases espectrales O y B, deben haberse formado hace mil millones de años, o menos, pues de otra suerte no estarían aún en la secuencia principal. Si se pudieron formar estrellas en los últimos mil millones de años, también pudieron hacerlo antes y después de ese período, y se siguen creando ahora. Al menos, deben estarse formando en las regiones galácticas en que abundan las nubes de polvo y gas (la materia prima de las estrellas), y esas regiones se encuentran precisamente en los confines de las galaxias, los cuales, como ya lo hemos decidido, son los únicos lugares en que puede existir la vida.
    Además, no necesitamos depender por completo de que la razón nos diga que las estrellas siguen formándose todavía. Posiblemente estemos presen­ciando ese proceso. En la década de 1940, el astrónomo holandés-norteamericano Bart Jan Bok (n. 1906) llamó la atención hacia ciertas nubes de polvo, opacas, compactas, aisladas y más o menos esféricas. Sugirió que esas nubes (llamadas ahora glóbulos de Bok) están en proceso de condensarse en estrellas y en sistemas planetarios. Las pruebas obtenidas desde entonces tienden a mostrar que Bok está en lo cierto. Sagan calcula que en nuestra Galaxia nacen un promedio de diez estrellas por año.
    Entonces, suponiendo un flujo constante de for­mación estelar, podemos decir que el x por ciento de planetas habitables no ha consumido aún el x por ciento de su duración. En otras palabras, 50 por ciento de los planetas habitables no han consumido aún el 50 por ciento de su duración, 15 por ciento no han consumido todavía el 10 por ciento de su duración; y así sucesivamente.
    Esto significa que el 8 por ciento de los planetas habitables no han consumido aún el 8 por ciento del tiempo que deben consumir para formar vida, es decir, que tienen una edad inferior a los mil millo­nes de años.
    Lo contrario es que el 92 por ciento de los pla­netas habitables son ya lo suficientemente viejos como para haber desarrollado en ellos la vida.
    Esto nos proporciona nuestra novena cifra:
    9. Cantidad de planetas que albergan vida en nues­tra Galaxia: 600.000.000.

    Vida multicelular

    Aunque la vida tal vez haya existido desde los comienzos de la historia de la Tierra, su avance fue muy lento durante mucho tiempo.
    En los primeros dos mil millones de años en que existió vida en la Tierra, las formas dominantes quizá hayan sido bacterias y algas verdiazules. Eran células pequeñas, considerablemente más pequeñas que las que componen nuestro cuerpo y el de las plantas y animales que conocemos. Además, las cé­lulas bacteriales y las de las algas verdiazules no tenían núcleos definidos, dentro de los cuales se hallan confinadas las moléculas del ácido deoxirribonucleico (DNA), que controla la química y la repro­ducción de las células.
    La diferencia entre estas dos clases de células consistía en que las algas verdiazules eran capaces de fotosíntesis (el empleo de la energía de la luz solar para convertir el bióxido de carbono y el agua en componentes del tejido), en tanto que las bacte­rias no eran capaces de tal cosa. Las bacterias, sin capacidad fotosintética, tuvieron necesariamente que desintegrar compuestos orgánicos ya existentes, para obtener energía (o, en algunos casos, aprovechar otros tipos de cambios químicos para tal fin).
    Aunque las algas verdiazules emplearon la ener­gía de la luz solar para formar los componentes de su tejido, desde entonces recurrieron a cambios quí­micos semejantes a los empleados por las bacterias. Esos cambios químicos no proporcionaron mucha energía, por lo que el crecimiento y multiplicación de las cosas vivientes —para no mencionar su evo­lución en especies diversas más avanzadas— fue extremadamente lento. La razón de ello es que los cambios químicos que producen considerable ener­gía a las cosas vivientes en nuestra Tierra actual, demandan la utilización de oxígeno molecular, y en los primeros tiempos de la vida sobre la Tierra, prác­ticamente no había oxígeno en la atmósfera.
    Las algas verdiazules sí producían pequeñas can­tidades de oxígeno en el curso de su fotosíntesis, pero la escasa distribución, y la débil actividad de las minúsculas células, hicieron que esas cantidades fuesen realmente muy pequeñas.
    Pero aunque la evolución avanza con lentitud, a pesar de todo progresa. Hace unos 1.500 millones de años, cuando la Tierra había sido morada de vida desde hacía más de 2.000 millones de años, apare­cieron las primeras células con núcleos. Esas célu­las eran grandes, como las que ahora existen, con procesos químicos más eficientes, capaces de con­ducir la fotosíntesis más rápidamente.
    Esto significó que el oxígeno comenzó a entrar en la atmósfera en cantidades perceptibles, y el bió­xido de carbono empezó a disminuir. Hace unos 700 millones de años, después de que la Tierra había sido morada de vida durante casi 3.000 millones de años, la atmósfera tenía alrededor de 5 por cien­to de oxígeno.
    Ya entonces, aquellas abundantes formas de vida animal, todavía unicelular, que al igual que las bac­terias aprovechaban como fuente de energía los cam­bios químicos antes que la luz solar, comenza­ron a desarrollarse por medio del empleo del oxígeno libre de la atmósfera. La combinación de compues­tos orgánicos con oxígeno, libera veinte veces más energía en una masa determinada de tales compues­tos, que la desintegración de compuestos orgánicos sin empleo de oxígeno.
    Con abundancia de energía a su disposición, la vida animal (y también la vegetal) pudo adelantar más rápidamente, vivir con más frío y eficacia, re­producirse más copiosamente, evolucionar en direc­ciones más variadas. Hasta pudo también emplear la energía en lo que habría sido una forma despil­farrada, según las normas anteriores. Evolucionó hacia organismos en los cuales las células se adhe­rían las unas a las otras y se especializaban. Se desarrollaron organismos multicelulares y tuvieron que formarse tejidos rígidos para apoyo de esos or­ganismos y para servir de anclas a los músculos.
    Este tejido duro se fosilizó fácilmente, y parece que hace unos 600 millones de años (a juzgar por el historial de los fósiles), procedente de la nada florecía la vida multicelular, avanzada y compleja.
    Hasta que la Tierra tuvo la edad de 4.000 millo­nes de años, transcurrida ya la tercera parte de su período de existencia, no florecieron tales formas complejas de vida.
    Según el principio de la medianía, si esto es ca­racterístico de los planetas completamente semejan­tes a la Tierra, entonces la tercera parte de ellos son demasiado jóvenes para tener cualquier otra cosa que no sea vida unicelular. A la inversa, dos terceras partes de ellos poseen vida multicelular, compleja y variada.
    Eso nos proporciona nuestra décima cifra:
    10. Cantidad de planetas en nuestra Galaxia que sustentan vida multicelular: 433.000.000.

    Vida terrestre

    Por muy complicada y especializada que se vuel­va una forma de vida, no nos interesa en lo concer­niente al tema de este libro, a menos que sea vida inteligente.
    No puede volverse inteligente la vida, a menos que desarrolle un cerebro grande (o el equivalente, con la salvedad de que, al menos en la Tierra, no conocemos ningún equivalente), y parece que esto no puede lograrse sin el desarrollo de alguna clase de órganos de manipulación, así como de una con­siderable variedad de complicados órganos de los sentidos.
    El diluvio de impresiones que entran en el cere­bro desde el Universo exterior, y los órganos de manipulación que responden a esas impresiones, es lo que amplía los recursos del cerebro hasta su ca­pacidad y más allá de ella, y lo que da valor de su­pervivencia a cualquier aumento en el tamaño y la complejidad del cerebro. Si un cerebro pequeño bas­ta para manejar las necesidades coordinadoras de la información que reúne un organismo, un cerebro más grande no ofrece ninguna ventaja; el cerebro más grande demandaría simplemente la producción de tejidos sumamente complejos, inútiles y que des­perdiciarían la energía. Si, por el contrario, el cere­bro se emplea a toda su capacidad, el que sea más grande podrá lograr más y valdrá mucho más.
    Visto desde otro punto, el mar es ideal como incubador de vida, pero muy malo como incubador de inteligencia. El sentido más valioso y que más información recoge, que podamos imaginar que se posee en la vida (sin desviarnos hacia la fantasía), es el de la vista. Bajo el agua, la visión es limitada, pues el agua absorbe la luz mucho más que el aire. En el aire, la visión es un sentido de larga distancia; en el agua, de corta distancia. (Indudablemente, el sentido del oído es más eficaz en el agua que en el aire, y puede lograr maravillas, pero las más pe­queñas ondas sonoras empleadas por las formas de vida son, sin embargo, mucho más largas que las diminutas ondas de luz y, por tanto, incapaces de transmitir tanta información.)
    En cuanto a los órganos de manipulación, según he dicho ya en este libro, la necesidad de un diseño aerodinámico para permitir el rápido movimiento por el medio viscoso del agua elimina casi toda oportunidad de desarrollar un órgano de manipu­lación. La manipulación de un organismo marino generalmente se limita a la que se logra con la boca, la cola o el peso completo del cuerpo, y rara vez es delicada.
    Una excepción de lo anterior la tenemos en el pulpo y sus congéneres. El pulpo ha desarrollado un conjunto de tentáculos sensibles y ágiles, con los que puede lograr una manipulación excelente del medio, y cuando desea moverse rápidamente echa esos tentáculos hacia atrás y se vuelve aerodinámico. Asimismo, el pulpo tiene vista excelente para cual­quier invertebrado, la que más se acerca a la de los vertebrados.
    Pero aunque admiremos la inteligencia del pulpo, éste dista mucho de ser lo suficientemente inteli­gente como para poder crear lo que podríamos con­siderar una civilización.
    Por supuesto, hay animales marinos muchísimo más inteligentes que el pulpo, pero —nutrias, focas, pingüinos— son todos animales terrestres que se han adaptado secundariamente al agua. Hasta las balle­nas y los delfines tienen entre sus antepasados a animales terrestres, e indudablemente fue en el trans­curso del período en el cual sus antepasados habi­taron la Tierra, cuando se desarrolló el cerebro de los cetáceos.
    Así pues, en lo tocante a una inteligencia verda­dera, que llegue al nivel que interesa en este libro, debemos considerar organismos terrestres que pue­dan usar la vista como sentido de larga distancia con increíble detalle y riqueza, que puedan desarro­llar órganos de manipulación, y que vivan rodeados de oxígeno libre, para que puedan dominar el fuego y crear una tecnología.
    Empero, cuando sólo había vida en el mar, la Tierra era un medio extremadamente hostil a la vida, tan hostil como el espacio lo es para nosotros.
    Por lo menos, al conquistar el espacio, nosotros po­demos emplear nuestra tecnología e idear protecto­res dispositivos artificiales. La fauna marina, hace centenares de millones de años, tuvo que desarrollar la protección, como parte de sus cuerpos, por el lento camino de la evolución.
    Consideremos las dificultades que fue necesario vencer:
    En el mar, los organismos no necesitan temer la sed o la sequía; siempre están rodeados de agua, medio químico esencial para la vida. En tierra, en cambio, la vida es una batalla constante para evitar la pérdida de agua. El agua debe conservarse o ser sustituida, bebiéndola.
    En el mar, el oxígeno se absorbe fácilmente del agua en que está disuelto. En tierra, el oxígeno debe ser disuelto primeramente en el fluido que forra los pulmones y después absorbido, y no debe per­mitirse que los pulmones se sequen durante el pro­ceso.
    En el mar pueden ponerse huevos en el agua y dejar que se desarrollen y que se incuben sin nin­guna atención (o con atención mínima), en un medio favorable. En tierra, los huevos deben tener un cas­carón que evite la pérdida de agua, al mismo tiempo que permita el libre paso de gases para que el oxí­geno pueda llegar al embrión en desarrollo.
    En el mar, la temperatura casi no varía. En tierra hay extremos de frío y calor.
    En el mar, la gravedad es casi nula. En tierra es una fuerza potente, y los organismos deben desa­rrollar piernas robustas que puedan levantarlos del suelo, pues de otra suerte esos organismos quedarán condenados a arrastrarse.
    No es de extrañar que, aun después de que la vida en el mar se volviera enérgica y complicada, se necesitaron centenares de millones de años para conquistar la tierra.
    Pero esa conquista ocurrió. Las presiones de la competencia obligaron a organismos de varias cla­ses a pasar más y más tiempo en tierra, hasta que llegó un momento en que pudieron vivir en ella, más o menos en forma permanente.
    Hace unos 370 millones de años, las primeras plantas invadieron la tierra. Esta, que había estado estéril y muerta durante 4.250 millones de años, em­pezó a mostrar un débil color verde en las orillas del mar.
    Los animales siguieron a las plantas en el curso de las siguientes decenas de millones de años. Los insectos y las arañas aparecieron como los primeros animales verdaderamente terrestres, hace unos 325 millones de años. Los caracoles y los gusanos sur­gieron también en tierra. Los primeros vertebrados, por completo animales terrestres, fueron los reptiles primitivos que aparecieron hace unos 275 millones de años.
    Surgió una variada vida terrestre cuando la Tie­rra tenía unos 4.300 millones de años y había trans­currido ya el 36 por ciento de su existencia. Así pues, de acuerdo con el principio de la medianía, podemos decir que el 64 por ciento de los planetas habitables tienen vida terrestre abundante.
    Esto nos proporciona nuestra undécima cifra:
    11. Cantidad de planetas en nuestra Galaxia que sustentan vida abundante: 416.000.000.

    Inteligencia

    No es necesariamente inteligente cualquier espe­cie terrestre. Hasta ahora, el ganado y otros animales que pacen no son demasiado inteligentes.
    Sin embargo, puede verse la constante progre­sión de la inteligencia y el continuo mejoramiento del cerebro. Los mamíferos, que aparecieron hace unos 180 millones de años, representaron, en gene­ral, un adelanto en inteligencia respecto a los rep­tiles.
    El orden de los primates, cuyos primeros vesti­gios datan de hace 75 millones de años, se dirigió hacia la especialización en ojos y cerebro. Hace unos 35 millones de años, los primates se dividieron en los menos celébrales y más pequeños monos y lému­res, por un lado, y los más cerebrales y más grandes simios, por el otro.
    Hace unos 8 millones de años surgió una especie particularmente cerebral, la del primer homínido. Aproximadamente hace unos 600.000 años, apareció el Homo sapiens, y hace sólo unos 5.000 años, los seres humanos inventaron la escritura, con lo que comenzó la historia escrita y la civilización floreció considerablemente, por lo menos en algunas partes del mundo.
    Cuando apareció la civilización, la Tierra tenía 4.600 millones de años de edad y había completado aproximadamente el 40 por ciento de su duración. Eso significa, si seguimos el principio de la medianía, que el 40 por ciento de los planetas habitables no son lo suficientemente viejos para haber desarro­llado una civilización, y el 60 por ciento sí son lo suficientemente viejos.
    Esto nos da nuestra duodécima cifra:

    12. Cantidad de planetas en nuestra Galaxia en los cuales se ha desarrollado una civilización téc­nica: 390.000.000.


    En otras palabras, una de cada 770 estrellas de nuestra Galaxia ha iluminado el desarrollo de una civilización tecnológica.
    Podemos ir un poco más lejos. Nuestra propia civilización, si contamos desde la invención de la escritura hasta nuestra excursión al espacio exte­rior, ha durado 5.000 años. Si queremos sentirnos pletóricos de optimismo, podemos suponer que nuestra civilización perdurará todo el tiempo que la Tierra pueda sustentar vida (otros 7.400 millones de años), y que nuestro nivel de tecnología avanzará durante todo ese tiempo ([31]).
    Así pues, supongamos que afirmamos que el pro­medio de la duración de una civilización es de 7.400 millones de años (tendremos más que decir acerca de esto más adelante, en este mismo libro), y que se llega al vuelo espacial en los primeros 5.000 años. Tal cosa significa que sólo 1/1.500.000 de una civilización transcurre antes que se desarrolle el vuelo es­pacial, y que todo el resto de esa civilización pro­gresa hacia niveles tecnológicos mucho mayores. O bien, para decirlo de otra manera, sólo 1/1.500.000 de las civilizaciones de nuestra Galaxia están tan poco avanzadas que apenas se encuentran al borde del vuelo espacial, o no han llegado aún a él. Todas las demás están por delante de nosotros.
    Lo anterior significa que de los 390 millones de civilizaciones en nuestra Galaxia, sólo 260 son tan primitivas como la nuestra, lo cual es un número insignificante. Todas las demás (lo que significa casi todas ellas) están más avanzadas que la nuestra.
    En resumen, lo que hemos estado haciendo es calentar no sólo las probabilidades de inteligencia extraterrestres, sino las probabilidades de inteligen­cia extraterrestre sobrehumana.
    10 – CIVILIZACIONES EN OTRAS PARTES.

    Nuestro satélite gigante

    En cierto modo, nuestras conjeturas acerca de la inteligencia extraterrestre han concluido con una nota de triunfo. Esforzándonos por llegar a cálculos y suposiciones razonables y conservadores, termina­mos con un Universo que tal vez sea increíblemente rico en inteligencia. Además de nuestra civilización, 390 millones de conjuntos de compañeros en la gran aventura del saber y del conjeturar han entrado a la civilización, aquí mismo, en nuestra propia Ga­laxia.
    Si esos 390 millones de civilizaciones están dis­tribuidas en forma regular en los aledaños de la Población I de la Galaxia, la distancia entre dos civilizaciones vecinas será, en promedio, de unos 40 años luz. Esa no es una gran distancia cósmica.
    Pero surge entonces una pregunta que, hasta cierto punto, lo echa todo a perder.
    ¿Dónde están todos los demás?
    Si realmente hubiese centenares de millones de civilizaciones avanzadas en nuestra propia Galaxia, sería de creer que se habrían ya aventurado más allá de sus propios mundos; podrían haber formado alianzas; podrían haber formado una Federación Galáctica de Civilizaciones, con emisarios enviados a otras federaciones galácticas, más allá de los es­pacios intergalácticos. Y, especialmente, nos habrían visitado ya. ¿Por qué no lo han hecho?
    ¿Dónde están?
    Hay varias posibles respuestas a esta incógnita. Por ejemplo, puede ser que el análisis presentado en este libro sea erróneo en algún punto importante y que, por tanto, no haya mundos habitables, salvo nuestra propia Tierra.
    Casi todas las etapas del análisis podrían ocul­tar algún error que obedeciera a nuestros conoci­mientos incompletos. Posiblemente, las binarias sean mucho más comunes de lo que creemos e influ­yan mucho más en alterar la formación planetaria. En ese caso, tal vez haya muy pocas estrellas sin acompañante, como nuestro Sol, y muy pocos sis­temas planetarios, como nuestro sistema solar.
    Quizá la ecosfera sea muy reducida, como lo in­dican algunos cálculos, y la mayoría de los planetas no estén situados en la delgada capa de espacio en torno de una estrella que permita la habitabilidad.
    Tal vez, por algún motivo que todavía no com­prendemos, los planetas con una masa semejante a la de la Tierra se formen rara vez, y que en uno tras otro sistema planetario haya planetas dema­siado grandes y otros demasiado pequeños, y casi en ningún lugar existan planetas del tamaño ade­cuado.
    Posiblemente sea un accidente cósmico insólito el que el agua líquida se haya reunido en nuestro mundo en cantidades apropiadas, o que otras cosas sean igualmente raras, por lo que el nuestro sea el único planeta habitable en la Galaxia, e incluso en todo el Universo.
    Sin embargo, no tenemos motivo alguno para creer aún nada de lo anterior. En cualquier momen­to podrán llegar pruebas que justifiquen tales supo­siciones; mañana mismo, sin ir más lejos. Pero hasta que lleguen esas pruebas no nos queda otro camino que seguir razonando en la forma como lo hemos hecho y tratar de encontrar algo que expli­que la ausencia de pruebas positivas de otras civi­lizaciones en otras partes.
    Tal vez no se trate de un error fruto de nuestra ignorancia. Posiblemente haya un error surgido de algo muy obvio, que hemos pasado por alto. Por ejemplo, ¿hay algo tan inusitado en el Sol, o en su sistema planetario, o en la Tierra misma, que nos impida recurrir al principio de la medianía?
    En lo que concierne al Sol y a su sistema plane­tario, en general, nada inusitado conocemos. Podrán ser únicos en decenas de formas diferentes, pero no en ninguna forma manifiesta, salvo en el caso de la Tierra. Aquí tenemos algo que no puede dejar de ser inusitado y que hasta ahora hemos pasado por alto; algo que debemos considerar ahora como posible solución del problema del lugar en que se encuentran nuestros vecinos del espacio.
    Ese algo inusitado es la Luna, satélite de la Tierra.
    Ya he dicho que la combinación de Tierra y Luna es lo que más se aproxima, en el sistema solar, a un planeta doble, a causa del tamaño extraordi­nario de la Luna en relación con el mundo en torno del cual gira ([32]). La Luna tiene 1/81, o 0,0123 la masa de la Tierra. El siguiente cuadro señala la masa total de los satélites de cada planeta del sistema solar, con exclusión de Plutón, en términos de la masa del planeta mismo.






    Tierra (1 satélite)
    0,0123


    Neptuno (2 satélites)
    0,0013


    Saturno (10 satélites)
    0,00025


    Júpiter (13 satélites)
    0,00024


    Urano (5 satélites)
    0,00010


    Marte (2 satélites)
    0,00000002


    Plutón (ningún satélite)



    Venus (ningún satélite)



    Mercurio (ningún satélite)







    Considerando la masa de todos los satélites, en relación con la masa del planeta en torno al cual gira, la Luna, por decirlo así, tiene 6,5 veces más masa que todos los satélites juntos que hay en el sistema solar, con exclusión de Caronte.
    Desde ese punto de vista, la Luna es un satélite poco común, y hace que la imagen de la formación de la Tierra sea completamente diferente de la ima­gen de la formación de los demás planetas.
    Parecería que todos los planetas de tamaño con­siderable, con excepción de la Tierra, se formaron en torno a un punto central de condensación, a lo sumo con nudos reducidos de materia en los extre­mos, tan pequeños en comparación con el punto central de condensación que casi no podría creerse que afectaran la manera en que se formó el planeta principal.
    Sin embargo, en cuanto a la Tierra, parece que hubo dos condensaciones; una mucho más grande que la otra, pero no abrumadoramente más grande.
    Así pues, consideremos a Venus y la Tierra, tan semejantes en masa y constitución y, no obstante, tan diferentes en sus presentes condiciones superfi­ciales. ¿Es posible que esa diferencia actual pueda explicarse, al menos en parte, por el hecho de que Venus se formó en una condensación y la Tierra en dos? ¿La formación de la Luna retiró tal vez ma­teria, en forma tan importante, que sirvió para cam­biar el estado químico o físico de la Tierra, con lo que se inició una evolución geológica diferente en comparación con Venus? ¿Acaso esa diferencia, lige­ra tal vez al principio, se modificó hasta que la Tierra se transformó en un planeta frío, con un océano y una atmósfera comparativamente tenue, en tanto que Venus se convirtió en un planeta caliente, sin agua líquida y una atmósfera muy espesa?
    Podría ser que la doble condensación que creó el planeta doble, Tierra-Luna, sea un fenómeno extre­madamente raro, por lo que estaríamos equivocados al suponer que uno de cada dos planetas en la ecosfera de una estrella semejante al Sol sería un planeta semejante a la Tierra, sólo si tuviese un sa­télite parecido a la Luna, lo que quizá casi nunca ocurre. A falta de un satélite semejante a la Luna, tendríamos sólo un planeta parecido a Venus, en el mejor de los casos.
    De ser esto así, tendríamos que concluir que casi no hay planetas habitables en el Universo y que la Tierra es un fenómeno increíblemente fortuito. En ese caso, por supuesto, no habría inteligencias extraterrestres, o casi ninguna, ni tampoco razón para sorprendernos de que el espacio exterior parezca tan tranquilo, ni que no hayamos recibido ninguna señal de vida exterior.
    Pero si razonamos de esa manera, ¿podemos encontrar convincente lo aducido? Exactamente, ¿cuál es la influencia de la formación de la Luna en la de la Tierra? ¿Qué podría haber hecho la Luna al formarse, que disminuyera la densidad atmos­férica terrestre, que aumentara su suministro de agua, y que evitara un efecto incontrolable de inver­nadero?
    Hasta ahora no se ha encontrado respuesta ra­zonable a esas preguntas.
    Por último, podemos señalar una forma de ex­plicar las diferencias entre Venus y la Tierra, que pa­rece más probable que cualquier otra cosa que se refiera a la Luna.
    Venus está considerablemente más cerca del Sol que la Tierra. El proceso de la fotolisis, por el cual la radiación ultravioleta del Sol desintegra las mo­léculas del agua en hidrógeno y oxígeno, se acele­raría; el hidrogeno escaparía rápidamente, gracias a las temperaturas más elevadas causadas por la cercanía del Sol; el oxígeno se combinaría con cual­quier metano que hubiese, para, formar agua y bió­xido de carbono. El proceso continuaría, y con el tiempo produciría una atmósfera espesa, integrada en su mayor parte por bióxido de carbono, lo cual aceleraría el efecto de invernadero y crearía el pla­neta Venus que conocemos.
    Quedan por resolver muchos detalles, pero resul­ta más fácil creer que la disparidad entre Venus y la Tierra estriba en la diferencia en la distancia a que se encuentran del Sol, más que en la diferencia en la índole y en la existencia de un satélite.
    Así pues, mientras no se tengan más pruebas, no parece haber modo de negar la existencia de muchos planetas habitables que sustenten vida. Aun así, reconociendo lo anterior, todavía no hemos termi­nado de examinar la peculiaridad de la existencia de la Luna.

    ¿Nuestro satélite capturado?

    Tan rara es la existencia de la Luna como saté­lite de la Tierra, que algunos astrónomos han suge­rido que no se formó como satélite, sino que fue atraído por la Tierra. De ser así, esto podría tener concebiblemente un efecto fatal en nuestra espe­ranza de que existan civilizaciones en otras partes.
    En favor de la posibilidad de que la Luna sea un cuerpo atraído, se señala el hecho de que la Luna sea tan grande como es, y se halle tan dis­tante de la Tierra como lo está. Además, su órbita se encuentra en un plano semejante al de los pla­netas que giran en torno del Sol, y considerablemen­te menos cercano al plano ecuatorial de la Tierra, donde la experiencia señala que es más probable que gire un satélite. Todo eso podría llevarnos a creer que, en un principio, la Luna fue un planeta pequeño, más bien que un satélite.
    Además, la composición de la Luna es algo dife­rente a la de la Tierra. Tiene sólo tres quintos de su densidad y carece de núcleo metálico. En esto se asemeja mucho más a la estructura de Marte. ¿Podría ser que la Luna se formase de esa porción de la nube original de polvo y gas de la que procedió Marte?
    Asimismo, en la Luna escasean mucho más que en la Tierra los elementos sólidos que se funden a una temperatura no demasiado elevada y que, por tanto, pueden haberse disipado de la Luna al her­vir. Además, en la Luna son comunes trozos de ma­terias vítreas, formadas de sustancias rocosas que se han fundido y solidificado, esas materias son raras en la Tierra. Estas dos características de la Luna parecen indicar que alguna vez, durante un período considerable, tal vez la Luna estuvo expuesta a tem­peraturas mayores que las actuales en la Tierra (o en la Luna misma).
    ¿Podría ser, entonces, que la Luna, formada en el mismo proceso que creó a Marte, tuvo por alguna razón una órbita muy excéntrica? Tal vez giraba tan cerca del Sol en un extremo de su órbita, como gira Mercurio, y se alejaba casi tanto como se aleja Mar­te en el otro extremo. Eso explicaría su superficie semejante a la de Mercurio y su interior semejante al de Marte.
    Entonces, alguna vez ocurrió algo que permitió que la Tierra capturara a la Luna en uno de los acercamientos de ésta.
    Por supuesto, no es definitivo ninguno de estos argumentos en favor de la Luna como cuerpo cap­turado. Su gran tamaño no es un argumento con­vincente, pues son muy pequeños todos los satélites del sistema solar, que los astrónomos creen firme­mente que fueron capturados. La distancia de la Luna a la Tierra podría ser resultado de la acción de las mareas; la excentricidad de su órbita no es tan grande como la de otros satélites que con segu­ridad fueron capturados; la inclinación de su plano de revolución, respecto al plano ecuatorial de su planeta, no es tan grande como la de Tritón, el sa­télite de Neptuno.
    En cuanto a la diferencia en composición, podría ser que los metales se condensaron primero, y que cuando la Luna empezó a condensarse a una dis­tancia del lugar primario de condensación, la nube de la cual se formó era predominantemente rocosa. Para explicar el gran calor a que estuvo expuesta su superficie, necesitamos recordar únicamente que la Luna, a diferencia de la Tierra, carece de atmós­fera y de un océano que sirvan de amortiguador de la radiación solar.
    Lo peor de todo es que parece muy complicada la mecánica por la cual la Tierra podría capturar a un cuerpo del tamaño de la Luna, y los astrónomos no han podido sugerir una forma creíble por la cual pudiera haber ocurrido tal cosa.
    Con todo, tampoco son definitivos los argumen­tos en contra de que la Luna sea un satélite captu­rado. Los astrónomos no han podido aún llegar a una decisión a este respecto. La Luna quizá no sea un satélite capturado, o quizá sí lo sea.
    Así pues, existe justificación para suponer, sólo por llevar adelante el razonamiento, que la Luna es un satélite capturado. Veamos hasta dónde nos con­duce tal suposición.
    Para comenzar, ¿cuándo pudo haber sido captu­rada la Luna?
    Realmente, no hay manera de decirlo. Pudo ha­berlo sido hace 4.000 millones de años, no mucho después que ambos cuerpos se formaron y antes que apareciera la vida en la Tierra, o hace 4 millo­nes de años, no mucho antes de que aparecieran en la Tierra los primeros homínidos.
    Al menos, no hay forma de saber si considera­mos únicamente la Luna. Supongamos, empero, que consideramos la Tierra. ¿Hay alguna revolución vio­lenta en la historia de la Tierra que concebiblemente se pudiera correlacionar con la captura de la Luna, y atribuirse esa revolución a dicha captura?
    ¿Qué podría decirse respecto a la aparición de la vida terrestre en la Tierra? Esta se colonizó muy posteriormente, lo que es extraño. En tanto que la vida en el océano comenzó tal vez mil millones de años después de que la Tierra se formó, la vida en suelo seco no apareció sino hasta 4.200 millones de años después de la formación de la Tierra. Si igua­lamos los 12.000 millones de años de existencia de la Tierra como planeta habitable, con el promedio de vida de 70 años de los seres humanos, la vida marina comenzó cuando la Tierra tenía 6 años, y la vida terrestre cuando la Tierra tenía 25 años. ¿Por qué esa diferencia?
    ¿Es posible que las mareas hayan tenido alguna relación con la presencia de la vida terrestre?
    La progresión periódica del agua hacia arriba de la orilla y después hacia abajo, arrastraría la vida en ese movimiento. Dejaría atrás charcos, en los cuales podrían prosperar algunas formas de vida. Habría arenas empapadas de agua que podrían pro­piciar la vida. Las adaptaciones permitirían que algu­nas formas de vida resistieran grados limitados de sequedad entre una pleamar y la siguiente, y esas formas de vida se arrastrarían más y más lejos de la costa, hasta que por fin les fuese posible prescin­dir de toda inmersión en el agua.
    ¿Pudiera ser que en el océano casi sin mareas, de una Tierra sin Luna, no existiese la transición de la marea entre la vida marina y la terrestre, y que durante 3.000 millones de años no se desarro­llase la vida terrestre?
    ¿Pudo la Luna haber sido capturada poco antes de los últimos 600 millones de años, y pudieron las mareas resultantes haber revuelto la roca sedimen­taria en formación, lo suficiente para borrar los an­teriores vestigios de fósiles y para contribuir a que la aparición de formas de vida en las rocas cám­bricas pareciese tan repentina?
    ¿Y pudieron unos doscientos millones de años de mareas haber llevado por fin la vida al suelo seco, y hacer posible la inteligencia y la tecnología?
    Por supuesto, aun sin la Luna, la Tierra no care­cería por completo de mareas. También el Sol pro­duce mareas, y si la Luna no estuviese en el firma­mento, las mareas producidas únicamente por el Sol serían de una altura aproximada a la tercera parte de las producidas ahora por el Sol y la Luna juntos.
    Podría objetarse que las mareas que el Sol pro­vocara no bastarían y, además, señalarse que lo que la Luna pudo hacer en tiempos pretéritos es más de lo que podría hacer ahora.
    Como los efectos de las mareas están disminu­yendo la rotación de la Tierra, ésta pierde momento angular de rotación. En realidad, el momento an­gular no puede perderse; puede únicamente trasla­darse. En este caso, se traslada de la rotación de la Tierra a la revolución de la Tierra-Luna. La Tierra y la Luna se apartan lentamente la una de la otra, trazan giros más grandes en torno de su centro mu­tuo de gravedad y así ganan momento angular.
    Si vemos hacia atrás, comprenderemos que hace 400 millones de años, cuando comenzó la transición de la vida marina a la vida terrestre, el día debió haber sido más breve y la Luna haber estado más próxima a la Tierra. En efecto, hay indicios, en los anillos de crecimiento de corales fosilizados de ese período, de que entonces el día tenía una duración aproximada de 21,8 horas, y el lapso de revolución de la Luna era de 21 días (lo que significa que estaba a sólo 320.000 kilómetros de la Tierra).
    Al recordar que el efecto de marea varía en razón inversa al cubo de la distancia, podemos ver que la altura de las mareas lunares hace 400 millones de años era de 1,66 veces la actual, y de 1,44 veces la que ahora tienen las mareas lunares y solares juntas. Con mareas aproximadamente de una y me­dia veces la altura de las de ahora, que se movían hacia arriba y hacia abajo a una velocidad 10 por ciento mayor que en el presente (gracias a que en aquel entonces el día era más corto), el empuje hacia la vida terrestre pudo haber sido considera­blemente más eficaz que lo que sería en la actualidad.
    Entonces, podríamos llegar a la conclusión de que la Tierra, al realizar la muy complicada tarea de capturar a la Luna (labor tan difícil que los as­trónomos no pueden calcular cómo pudo haber ocu­rrido) permitió la existencia de la vida terrestre.
    Cuando calculamos cuántos millones de planetas habitables había, excluimos de esa cuenta los pocos que podrían haber capturado un satélite grande que hubiese pasado cerca, y cuan pocos, por tanto, po­drían haber desarrollado vida terrestre, y en esa forma la clase de inteligencia y de tecnología que buscamos.
    Empero, este argumento en favor de que la Tie­rra sea única en la posesión de vida terrestre y, por ende, de inteligencia y tecnología, tampoco es defi­nitivo. No necesitamos una Luna capturada para explicar el advenimiento de la vida terrestre. Duran­te los miles de millones de años que existió la vida en el mar y no en la tierra, las mareas lunares, por altas que fuesen, probablemente no pudieron haber causado el traslado de la vida a la tierra.
    Después de todo, durante casi toda la existencia de la Tierra, la atmósfera terrestre no contuvo más de un pequeñísimo porcentaje de oxígeno libre, si acaso. Esto significa que no había una capa de ozono en los altos confines, y que la radiación ultravioleta del Sol podía llegar a la superficie terrestre en gran­des cantidades.
    La enérgica radiación ultravioleta se opone a la vida, puesto que tiende a desintegrar las moléculas complicadas de las que depende la vida. Sin embar­go, esto no afectaría la vida oceánica, que podría sumergirse lo suficiente para recibir una energía ul­travioleta no excesiva.
    En cambio, en tierra no es tan fácil escapar de la mortal radiación del Sol, por lo que el suelo seco permaneció muerto, esterilizado por la luz solar.
    Aun en los comienzos del período cámbrico, hace 600 millones de años, la atmósfera de la Tierra no tenía ni 5 por ciento de oxígeno. Sin embargo, ese contenido de oxígeno aumentaba rápidamente, y se formó y engrosó una capa de ozono. La radia­ción ultravioleta era detenida más y más por la capa de ozono que se iba formando y, hace 400 millones de años, no llegaba ya a la superficie terrestre en cantidad mortal. Por primera vez, el frágil tejido viviente arrojado a la orilla por las mareas no murió inmediatamente. Con lentitud, el suelo seco fue co­lonizado.
    Esto explica, en forma más convincente, la dila­ción en el establecimiento de la vida terrestre, que lo dicho acerca de la captura de la Luna.
    Parece, entonces, que debemos abandonar la idea de que la Luna desempeñó un papel determinante en el desarrollo de civilizaciones. Ya sea que un planeta habitable tenga un satélite grande, uno pe­queño, uno capturado, varios satélites, o que no los tenga, nada de eso puede afectar, hasta donde pode­mos juzgar con fundamento en las pruebas disponi­bles ([33]), el desarrollo de la vida terrestre, por lo que la inteligencia continuará desarrollándose sin obs­táculo.
    Pero entonces, ¿dónde están todos los demás?

    Inteligencia

    Aceptado, pues, que hay tantos planetas habita­bles como los que hemos calculado, y que todos ellos están llenos de vida terrestre, ¿podemos en verdad estar seguros de que alguna especie inteli­gente surgirá inevitablemente de cada uno de esos planetas?
    ¿Acaso erramos al aplicar el principio de la me­dianía a esta fase de nuestros cálculos? ¿Podrá ser que el desarrollo de la inteligencia en la Tierra sea un suceso increíblemente afortunado, y que aunque la Galaxia y el Universo abunden en vida, hasta en vida terrestre, la inteligencia y, por ende, las civi­lizaciones, no existan absolutamente, salvo aquí?
    ¿Es casi imposible satisfacer los requisitos de una especie inteligente? ¿Cuáles son esos requisitos?
    En primer lugar, una especie inteligente debe ser más bien grande, pues tiene que desarrollar un ce­rebro voluminoso; pero no puede ser demasiado grande, en el sentido de que su cuerpo no sea de­masiado grande en relación con el tamaño de su cerebro.
    Así, el ser humano es más inteligente que su pa­riente más grande, el gorila; e indudablemente más que el todavía mayor gigantopiteco (ahora extinto), el primate más grande que haya vivido hasta donde sabemos.
    Sin embargo, el ser humano es uno de los cuatro primates de mayor tamaño que existen ahora y esos cuatro son todos más inteligentes que los primates más pequeños, desde el gibón hacia abajo. Además, el Homo sapiens, la especie de mayor inteligencia de los homínidos, es también el más grande.
    De los mamíferos no primates, los de inteligencia más desarrollada son el elefante y el delfín, y tam­bién ambos son animales grandes. El pulpo, el más inteligente de los invertebrados, figura entre los in­vertebrados de mayor tamaño; y el cuervo, que tal vez sea la más inteligente de las aves, se cuenta entre los pájaros más grandes.
    El tamaño grande debe ser una de las razones de la dilación del establecimiento de la inteligencia en la Tierra (y, presumiblemente, en cualquier pla­neta semejante), puesto que es necesario el trans­curso de un tiempo considerable para que los pro­cesos fortuitos de la evolución desarrollen una es­pecie suficientemente grande para que contenga un cerebro lo bastante voluminoso para el propósito de la inteligencia.
    Lo que vuelve esta cuestión aún más difícil es que el cerebro resulta, con diferencia, el tejido más complejamente organizado, por lo que es mucho más fácil, por así decirlo, desarrollar intrincadas masas adicionales en cualquiera de los tejidos, salvo en los del cerebro. Por ese motivo hay muchas más espe­cies de cuerpo grande y cerebro pequeño, que de cuerpo grande y cerebro grande.
    La dificultad de aunar un cuerpo de gran tamaño con un cerebro muy desarrollado, ¿no podría ser tan grave que resultara imposible en casi todos los casos?
    Por supuesto, podríamos argüir que la inteligen­cia ofrece tantas ventajas, que la tendencia hacia ella sería abrumadora. Después de todo, es nuestra inteligencia la que proporciona a los seres humanos protección contra cualquier forma de vida suficien­temente grande, armada y bravía para demolernos, si no fuésemos inteligentes. Ningún animal depre­dador, por potente que sea, puede resistirnos. De hecho, necesitamos hacer un esfuerzo especial para evitar extinguir a las especies más orgullosas y mag­níficas que existen, y, a pesar de esos esfuerzos, tal vez no podamos evitar que desaparezcan. El poder de nuestra inteligencia es demasiado grande para que se suavice y se enternezca.
    Sin embargo, no permitamos que nuestro orgullo nos desoriente. Nuestra inteligencia no es una ven­taja completa. Tiene también sus desventajas. Puesto que un organismo inteligente debe ser relativamen­te grande, también su número debe ser relativa­mente pequeño. Debe tener larga vida para aprove­char su inteligencia (pues si muere antes que haya aprendido mucho, de nada le sirve su inteligencia) y, por tanto, tiene que reproducirse con limitada lentitud.
    Si una especie inteligente debe competir con otras especies, las cuales, por no ser inteligentes, pueden permitirse ser pequeñas, numerosas, fecun­das y de vida breve, la especie inteligente se encuen­tra en grave desventaja. Existen múltiples motivos para pensar que la evolución entrega el premio (la supervivencia) a la calidad de la fecundidad, más que a ninguna otra cosa.
    La especie inteligente tiene una prole reducida, completamente incapaz de valerse por sí misma has­ta que se desarrolla lo suficiente su cerebro extraor­dinariamente complejo, el cual no puede alcanzar un crecimiento adecuado, aun durante un largo período fetal. Si algo ocurre al organismo joven, antes de que a su vez pueda reproducir, ello representa la pérdida de una enorme inversión en tiempo y en esfuerzo (tanto biológico como social).
    Una diminuta especie no inteligente puede pro­ducir miles y hasta millones de huevos, de los que rápidamente saldrán miles y miles de crías que pue­den vivir independientemente de sus padres. Casi todas esas crías serán devoradas, pero la inversión hecha en ellas es insignificante, y algunas induda­blemente sobrevivirán.
    Además, tener vida breve y gran fecundidad sig­nifica evolucionar con rapidez alocada. Los insectos, que son el ejemplo más conocido de organismos de poca vida y muy fecundos, ha evolucionado en más especies que las de todos los organismos juntos que no son insectos, y a juzgar por cualquier norma, salvo la de nuestra propia vanidad, forman el grupo de organismos más venturosos del mundo.
    La humanidad, en su actual nivel de inteligen­cia y tecnología, no puede derrotar a los insectos. Podemos, sin gran esfuerzo, destruir a los elefantes y a las ballenas, pero no podemos responder al reto de los insectos, que consumen grandes fracciones de nuestro suministro de alimentos. Los podemos matar por miles de millones, pero siempre quedan los que reemplazan a los muertos. Si empleamos venenos, los pocos insectos que pueden resistirlos sobreviven, e inmediatamente crían millones y millones de otros insectos igualmente resistentes. Nosotros recurrimos a nuestro cerebro; ellos, a su fecundidad; y son ellos los que ganan.
    En efecto, dejando a un lado a los seres huma­nos, otras especies inteligentes son aún menos ven­turosas. Ni el gorila ni el chimpancé pertenecen a especies muy afortunadas. Indudablemente, ni uno ni otro pueden compararse con la rata, en cuanto a prosperar en un mundo hostil. Por lo que se ve, tampoco el elefante se defiende mejor, en este mun­do, que el conejo; ni la ballena, que el arenque.
    ¿Podríamos sostener, entonces, que la inteligen­cia es esencialmente un callejón sin salida de la evolución? ¿Podríamos afirmar, en términos gene­rales, que las desventajas son mayores que las ven­tajas, hasta que se llega a algún nivel crítico, más allá del cual las especies inteligentes pueden esta­blecer por lo menos algunas formas espectaculares de dominación sobre el mundo?
    Tal vez ese nivel crítico es tan difícil de alcanzar, a causa de las desventajas de la inteligencia, que los homínidos de la Tierra lo lograron sólo por suerte extraordinaria, sin igual en ninguna otra parte.
    No obstante, todo lo anterior no es convincente.
    Al examinar la evolución en la Tierra, parece haber una tendencia hacia mayor tamaño y comple­jidad (ocasionalmente en exceso, por supuesto, hasta llegar al punto de la utilidad decreciente). Además, en grupos muy extendidos de seres vivientes, el au­mento de la complejidad casi siempre parece traer consigo el aumento de la inteligencia.
    Aun entre los insectos, por lo menos tres grupos son sociales: el de las hormigas, el de las abejas y el de las termitas. En vez de crecer hasta conver­tirse en seres grandes y complejos, permanecen pe­queños, pero forman sociedades grandes y complejas; y esas sociedades, como un todo, parecen considera­blemente más inteligentes que los pequeños orga­nismos individuales que las componen.
    Si la inteligencia aumenta en el desarrollo de muchos grupos de especies diferentes, y hasta crece en dos formas muy diversas —en la formación del individuo y en la de la sociedad—, entonces tene­mos que suponer que, tarde o temprano, alguna in­teligencia en desarrollo traspondrá el nivel crítico.
    Por tanto, el peso de las pruebas hasta ahora conocidas nos obliga a considerar que la inteligencia, suficiente para producir una civilización, es un desa­rrollo más o menos inevitable en un planeta habi­table, si se le concede suficiente tiempo.
    Extinción

    Con todo, volvemos a la misma pregunta. Si no podemos hallar ninguna razón para negar el desarrollo de centenares de millones de civilizaciones en nuestra Galaxia, ¿por qué todo está tan silencioso? ¿Por qué una de esas civilizaciones no se ha dado a conocer a nosotros?
    La respuesta tal vez se encuentre en el hecho de que, hasta ahora, sólo hemos especificado que ha surgido determinado número de civilizaciones. Pero todavía no nos hemos preguntado cuánto tiempo puede necesariamente durar una civilización después que ha aparecido.
    Este punto es importante. Supongamos que cada civilización que nace dure sólo un tiempo compara­tivamente breve, al cabo del cual llegue a su fin. Eso significaría que si pudiésemos examinar todos los planetas habitables del Universo, tal vez encon­traríamos que en gran número de ellos la civilización aún no ha surgido, y en otro número, aún mayor, ha surgido pero ya se ha extinguido. Sólo en muy pocos planetas encontraríamos una civilización que haya aparecido tan recientemente, que aún no ha tenido tiempo de extinguirse.
    En promedio, mientras más breve sea la duración de las civilizaciones, menor probabilidad habrá de encontrar un mundo en el cual la civilización haya llegado y aún no haya desaparecido; y serán más pocas las civilizaciones que existan ahora, o en cual­quier otro momento de la historia del Universo.
    ¿Podría ser, entonces, que las civilizaciones se limitan a sí mismas, y que la razón por la cual no se han dado a conocer a nosotros es, que no duran lo suficiente para que se sepa de ellas?
    ¿Existe motivo para suponer que las civilizacio­nes duran relativamente poco? Desgraciadamente, a juzgar por la única civilización que conocemos, la nuestra, la tarea de encontrar ese motivo es dema­siado fácil.
    Nuestra propia civilización tiene un futuro du­doso, y si podemos expresar con brevedad la razón de ello, será diciendo que nos resulta difícil (tal vez imposible) cooperar en la solución de nuestros pro­blemas. Somos una especie demasiado pendenciera, y al parecer creemos que nuestras querellas locales son más importantes que nuestra supervivencia ge­neral.
    En cierto modo, todos los seres vivientes deben ser contenciosos. Las capacidades reproductivas son tales, que cualquier especie que se reproduzca libre­mente puede, en poco tiempo, exceder su suministro de alimentos, por abundante que sea ([34]). Por tanto, en el caso de cualquier especie, siempre habrá una competencia entre sus miembros para obtener ali­mento. Esa competencia no necesita ser directa ni significar un enfrentamiento, mas la supervivencia de algunos implicará la no supervivencia de otros, y lo primero dependerá de lo segundo. Hasta las plantas compiten con vigor y sin miramientos para alcanzar la luz solar.
    Así pues, el peligro que amenaza a la civilización no es sólo el de que los seres humanos sean pen­dencieros, sino que lo son muchísimo más que otras especies. Podemos apreciar varias razones de que esto sea así, todas ellas relacionadas con la inteli­gencia, lo cual es lamentable, pues quizá signifique que todas las especies capaces de crear una civili­zación deben ser por necesidad excesivamente beli­cosas.
    Por ejemplo, gracias a su inteligencia, los seres humanos son más capaces que cualquier otra espe­cie de comprender que la competencia existe. Los humanos no se limitan a luchar por el botín inme­diato de alimento, o la protección de la presa que acaben de cobrar. Los seres humanos trazan planes a largo plazo, para sacar el mejor partido de los demás.
    En otras especies, una lucha por obtener alimen­to dura hasta que alguno de los contendientes lo devora, y entonces el otro contendiente se retira tris­temente, en busca de alguna otra cosa. No tiene objeto seguir luchando y haciendo esfuerzos, cuando ya no hay alimento.
    En el caso de los seres humanos, capaces de prever y, por tanto, de comprender lo que la muerte por hambre significa y la probabilidad de que ocurra esa muerte en determinado momento, la lucha por los alimentos suele ser violenta y prolongada, y ter­minar con considerables daños e incluso con la mis­ma muerte. Además, aunque un individuo sea derro­tado y expulsado sin graves lesiones, y suponiendo que el alimento haya sido consumido por el vence­dor, la lucha posiblemente no termine.
    El ser humano es suficientemente inteligente para guardar rencor. El perdedor, al recordar el daño que se le ha causado al hacer que disminuyan sus probabilidades de sobrevivir, tal vez se esfuerce en matar al vencedor por medio de engaños, o em­boscándolo, aliándose con otros si no lo puede ma­tar él mismo por la fuerza bruta. Y el perdedor quizá proceda así, no por el bien directo que obten­drá, o porque aumenten sus probabilidades de su­pervivencia, sino únicamente por enojo, al recordar el daño que se le ha hecho.
    No es probable que ninguna especie, salvo la de los seres humanos, mate por venganza (o por evitar la venganza, puesto que los muertos no murmuran ni traman emboscadas). Esto no obedece a que los seres humanos sean peores que otros animales, sino a que son más inteligentes y pueden recordar el tiempo suficiente, en forma específica, para dar sig­nificado al concepto de la venganza.
    Además, en otras especies los motivos para pelear se reducen casi por completo al alimento, al sexo y a la seguridad de las crías. En cambio, en el caso de los seres humanos, con su capacidad inteligente de prever y recordar, casi cualquier objeto puede provocar un espasmo de adquisitividad competitiva. La pérdida de algún ornamento, o el no poder apoderarse de él, suele hacer surgir una querella que conducirá a la violencia y a la muerte.
    Y cuando la civilización se forma y se consolida, los seres humanos desarrollan una cultura más y más materialista, en la que la posesión de cualquier número de cosas diferentes se considera como va­liosa. El perfeccionamiento de la caza hace que las hachas de piedra, las lanzas, los arcos y las flechas tengan mucho valor. El advenimiento de la agricul­tura da a la tierra mucho mayor valor que antes. La creciente tecnología multiplica las posesiones, y casi cualquier cosa —desde rebaños hasta objetos de arcilla y trozos de metal— puede ser sinónimo de bienestar económico y de calidad social. En esas condiciones, los seres humanos tendrán infinidad de motivos para atacar, defenderse, herir y matar.
    Asimismo, el adelanto de la tecnología inevita­blemente aumenta la capacidad de cada ser humano de cometer actos de violencia, con resultados efi­caces. No se trata solamente de que se prefiera ha­cer espadas en lugar de arados. Sin duda alguna, algunos productos de la tecnología han sido hechos con el propósito de matar, pero casi cualquier pro­ducto se puede emplear para matar, si existe enojo o temor. Una buena olla pesada, empleada ordina­riamente para los fines más pacíficos, se podrá uti­lizar para aplastar un cráneo.
    Esto se aplica en forma ilimitada. Los seres hu­manos disponen ahora de una variedad de armas más mortales que las que nunca antes habían tenido, y aún se empeñan en intensificar esa fuerza aniqui­ladora.
    Podemos concluir que es imposible que una es­pecie sea inteligente sin llegar a comprender el significado de la competencia, sin prever los peli­gros de perder en la competencia, sin idear un número indefinido de cosas materiales y de abstrac­ciones inmateriales que sean motivo de disputa, y sin perfeccionar armas de creciente poder, que lo ayuden a competir con las máximas posibilidades de vencer.
    En consecuencia, cuando llega el momento en que las armas creadas por una especie inteligente son tan potentes y destructoras que sobrepasan la capa­cidad de esa especie para recuperarse y reconstruir, la civilización llega a su fin automáticamente.
    Al parecer, el Homo sapiens ha pasado por todas las etapas, y ahora se enfrenta a una situación en la que una guerra termonuclear en gran escala po­dría dar fin a la civilización, tal vez para siempre.
    Aun si evitamos una guerra termonuclear, los demás concomitantes de una tecnología en desarro­llo, a la que se le ha permitido expandirse sin una guía suficiente, inteligente y bien meditada, podrían muy bien destruirnos. Una población que crece in­cesantemente, combinada con las menguantes reser­vas de energía y de recursos materiales, inevitable­mente provocará un período de mayor hambre, lo que a su vez podrá conducir a la desesperación de una guerra termonuclear.
    La contaminación del ambiente tal vez haga que disminuya la habitabilidad de la Tierra, al envene­narla con desperdicios radiactivos de nuestras plan­tas de energía nuclear, o con los desperdicios quími­cos de nuestras fábricas y de nuestros automóviles, o con algo tan poco notable como el bióxido de carbono procedente del carbón y del petróleo que quemamos (lo cual puede provocar un efecto incon­trolado de invernadero).
    O bien, la civilización puede desintegrarse en medio de la violencia interna, sin el horror termo­nuclear, al desaparecer los frenos de la civilización bajo el peso de la población en aumento y la degra­dación de las normas de vida. Observamos ya esto en la creciente marea del terrorismo.
    Supongamos, entonces, que esta situación se en­cuentra en cualquier mundo. Llega la civilización, el adelanto tecnológico la acelera, hasta que alcanza el nivel de la bomba nuclear, y a continuación la civilización muere con un estallido, o posiblemente con un quejido.
    Sigamos considerándonos como normales, y diga­mos que en todo planeta habitable, con un potencial de duración de sustentamiento de vida de 12.000 millones de años, una especie inteligente nace des­pués de 4.600 millones de años, y que en el curso de 600.000 años crea lentamente una civilización que termina con rapidez y al mismo tiempo arruina el planeta, hasta el punto de que nunca más será po­sible que surja en él otra civilización.
    Puesto que 600.000 es 1/20.000 de 12.000 millones, podemos dividir entre 2.000 los 650 millones de pla­netas habitables en nuestra Galaxia, y descubrir que sólo 32.500 de ellos se hallarían en ese período de 600.000 años, durante el cual una especie con el equi­valente intelectual del Homo sapiens acreciente su poder.
    A juzgar por el tiempo que los seres humanos han pasado en diferentes etapas de su desarrollo, y tomando este tiempo como promedio, podríamos suponer que 540 planetas habitables sustentan una especie inteligente, la cual, por lo menos en los lu­gares más adelantados del planeta, practica la agri­cultura y vive en ciudades.
    En 270 planetas de nuestra Galaxia, especies in­teligentes han perfeccionado la escritura; en 20 pla­netas se ha desarrollado la ciencia moderna; en 10 ha ocurrido el equivalente de la revolución indus­trial; y en 2 se ha incrementado la energía nuclear, y, por supuesto, esas dos civilizaciones se encuentran cerca de su extinción.
    Puesto que nuestros 600.000 años de humanidad ocurren cerca de la mitad de la existencia del Sol, y debido a que consideramos como promedio la experiencia humana, todos, salvo 1/20.000 de los pla­netas habitables, quedan fuera de ese período, la mitad antes y la otra mitad después. Eso significa que en unos 325 millones de esos planetas no ha aparecido aún ninguna especie inteligente, y en 325 millones de planetas hay signos de civilización no sólo viva, sino considerablemente más avanzada que la nuestra.
    Si todo ello es cierto, aunque sea correcto nues­tro análisis anterior de centenares de millones de civilizaciones que surgen en nuestra Galaxia, no debe sorprendernos que no nos hayamos enterado de que existen.

    Cooperación

    Sin embargo, este análisis, aunque deprimente, tal vez no sea completamente definitivo. Lo conten­cioso no es el único factor que debe considerarse en los seres humanos. Existe también en ellos un elemento de cooperación y hasta de desprendimiento.
    Si la inteligencia del ser humano permite a éste recordar ofensas y prepararse para vengarlas, tam­bién le permite simpatizar con los sentimientos de otros, comprender y perdonar. Hasta con un cora­zón completamente duro, el ser humano puede apre­ciar, por motivos enteramente egoístas, las ventajas de la cooperación.
    Después de todo, aunque un golpe instantáneo pueda derribar a un competidor y permitir al con­trincante comerse todo el alimento adicional, el ta­lento combinado puede a la larga mejorar la capa­cidad para evitar morir de hambre y obtener más alimento.
    En la historia humana hay incontables ejemplos de la altruista devoción a la familia, a los amigos, a la tribu y hasta a las ideas abstractas. Infinidad de hombres y mujeres han concedido mayor importan­cia a diversas consideraciones que a la satisfacción inmediata de sus deseos, e incluso que a la vida misma.
    Aunque los desinteresados siempre han represen­tado una minoría en la historia humana, su influen­cia ha sido muy superior a su número.
    Hasta la más contenciosa de las actividades hu­manas, la guerra organizada, no podría llevarse ade­lante en cualquier nivel superior al de una rebatiña general, si no fuese porque los soldados se defien­den mutuamente y arriesgan su vida para la protec­ción de todos.
    El resultado es que, en conjunto, las unidades políticas de la humanidad (sociedades dentro de las cuales la violencia está sujeta a severos frenos y se le imponen castigos organizados) con el tiempo han mostrado la tendencia a crecer en tamaño y en po­blación.
    Las tribus cazadoras de unos cuantos centenares de individuos fueron sustituidas por comunidades agrícolas, por ciudades-estados, y por imperios de creciente extensión. La sexta parte de la superficie terrestre se encuentra ahora bajo el dominio cen­tralizado del gobierno soviético, en Moscú. La quinta parte de la población mundial se halla bajo el do­minio del gobierno chino, en Pekín. La tercera parte de la riqueza mundial está bajo el control del go­bierno norteamericano, en Washington.
    Podría suponerse que el desarrollo natural se dirige hacia una unidad política que incluya todo el planeta, toda su población y riqueza.
    Por el momento hay muy pocos indicios de que tal cosa ocurra. Las naciones no reconocen una ley más alta que la de su propia voluntad, y si lo desean pueden entrar libremente en guerra las unas contra las otras (y algunas lo hacen). Además, los frenos internos pueden no operar, y desatarse la guerra civil, o el terrorismo anárquico, en diversos niveles.
    Sin embargo, sigue siendo un hecho evidente que desde el advenimiento de la bomba nuclear ha ha­bido una creciente aversión a la guerra fortuita. Desde 1945 no hay guerras entre las principales po­tencias; y no han permitido que ninguna guerra secundaria las arrastre al combate activo.
    Además, crece el convencimiento de que la sobrepoblación, la contaminación del ambiente, el agota­miento de los recursos, y la desavenencia humana, son los peligros que afectan a todo el globo, y que las soluciones de los problemas tendrán que adop­tarse en escala global. Este pensamiento parece ir en contra de la naturaleza humana, y casi puede oírse el rechinar colectivo de dientes, en señal de disgusto, cuando los pueblos del mundo se enfren­tan a la modesta necesidad de olvidar sus querellas y sus sospechas, para aprender a cooperar.
    La humanidad tal vez fracase. Las fuerzas de la violencia quizá venzan a las de la cooperación; o bien, hemos esperado demasiado y, aunque tratemos de cooperar con toda sinceridad, ya no podamos evitar que la civilización se derrumbe bajo las pre­siones acumuladas. Sin embargo, aunque perdamos, no será una derrota inevitable o sin oposición; la combatiremos.
    Cualquiera que sea el resultado, la lucha será reñida. Quizá nos derrumbemos, después de casi habernos salvado. Quizá sobrevivamos, después de casi agonizar.
    De lo anterior podríamos deducir (siguiendo el principio de la medianía), que en general la lucha existe en todas las civilizaciones. A causa de acci­dentes no previsibles de la historia, o del tempera­mento, o aun de la biología, algunas civilizaciones tendrán menos oportunidades de sobrevivir que la nuestra, y otras tendrán más.
    Si consideramos nuestro propio caso como cer­cano al punto de equilibrio, y creemos que tenemos las mismas probabilidades de fracasar o de sobre­vivir, entonces podremos suponer que la mitad de las civilizaciones establecidas en la Galaxia supera­rán la misma clase de crisis que la nuestra sufre actualmente.
    Por supuesto, la presente crisis no es la única mortal que enfrenta una civilización. Pueden surgir peligros externos; una supernova puede estallar a una distancia de unos cuantos años luz de una civi­lización, y la radiación dañar gravemente al conjunto de los genes. Un asteroide puede chocar con el pla­neta. La estrella en torno de la cual gira el planeta puede tener un espasmo de inestabilidad.
    También pueden surgir peligros internos, que no es posible predecir fácilmente, puesto que no he­mos llegado todavía a la etapa de la civilización en que sepamos descubrir esos peligros. Por ejemplo, consideremos una civilización que haya resuelto to­dos sus problemas y que hubiese llegado a un plano tranquilo y firme de seguridad; esa civilización po­drá exaltarse hasta destruirse, simplemente por tedio.
    Es posible que tarde o temprano cualquier civi­lización llegue a su fin, por muchos que sean los problemas que resuelva.
    En ese caso, ¿cuál sería la duración promedio de cada civilización?
    Para esa pregunta no contamos con ninguna res­puesta lógica, ni tenemos manera alguna de hacer una suposición razonable. Lo ignoramos absoluta­mente y nada podemos decir al respecto.
    Podríamos argüir que, partiendo del hecho de que no hemos sido visitados por ninguna civiliza­ción avanzada, la duración de todas las civilizaciones debe ser breve.
    Antes de llegar a esa desalentadora conclusión, deberíamos hacer el experimento de suponer una duración larga, y después ver si quedan algunas ra­zones lógicas por las que no hayamos tenido noticia de nuestros primos intelectuales, entre las estrellas distantes. Si no queda ninguna razón, absolutamente ninguna, por la que no nos hayamos enterado de su existencia, tendremos que volver a la hipótesis de la civilización de corta duración.
    En la consecución de ese experimento, digamos que la civilización ordinaria perdura un millón de años antes que, por una razón u otra, llegue a su fin. ¿Por qué un millón de años? Porque es una cifra redonda y larga, en términos humanos, y a la vez corta, en términos planetarios.
    Además, ¿es justo hacer la suposición, como la he estado haciendo, de que cuando una civilización llega a su fin, ese colapso es definitivo y que nunca más aparecerá otra civilización en el mismo planeta? Tal vez no sea justo. Aun en el caso de que la humanidad se inmolara a sí misma y contaminara la tierra, el agua y el aire con radiactividad, ésta se disiparía con el tiempo. Alguna vida podría sobre­vivir. Con el transcurso de millones de años, la Tie­rra tal vez se aliviara, y los proceso geológicos re­concentrarían sus recursos, en tanto que los procesos evolutivos extenderían la vida en nuevas variedades florecientes. Con el tiempo, podría surgir otra espe­cie inteligente y desarrollar una civilización.
    Lo anterior sería aún más cierto si una sociedad humanitaria y antigua terminara su existencia, no por la violencia, sino a causa de algún equivalente social de la vejez.
    Entonces, podemos suponer fácilmente que, en el curso de mil millones de años, nacería una segun­da civilización y viviría su período normal de un millón de años. En resumen, podría haber civiliza­ciones de segunda generación, de tercera generación y, así sucesivamente, hasta civilizaciones de décima generación, antes que la estrella del planeta aban­donara la secuencia principal.
    No tenemos ninguna prueba de que lo anterior pueda ser así. En la Tierra no parece haber duda de que nuestra civilización presente es de primera generación. No hay indicio alguno de una civilización anterior, prehumana ([35]), y hasta donde conocemos la historia evolutiva de la vida del planeta, no pode­mos ver qué especie viviente prehumana pudo haber formado tal civilización.
    Sin embargo, es fácil creer intuitivamente que pudiera existir una sucesión así de generaciones. Podría hasta concebirse que una civilización agoni­zante suministrara su propia sucesión, ya fuese por la adaptación genética de alguna especie casi inte­ligente, o por la creación de la inteligencia artificial.
    Si incluyésemos todas las civilizaciones sucesivas existentes en un planeta, podríamos suponer que la duración total, en promedio, de la civilización en un planeta, en el tiempo en que su estrella permanezca en la secuencia principal, es tal vez de 10 millones de años.
    Este cálculo es sólo aproximado. Significa que la civilización existiría en un planeta como la Tierra sólo 1/740 del tiempo que el planeta durara como morada de vida, después que la primera civilización hubiese surgido. Esto significa que sólo una estrella de cada 570.000 alumbra una civilización ahora exis­tente.
    Recordando nuestro cálculo de que han nacido 390 millones de civilizaciones, tenemos nuestra deci­motercera cifra:
    13. Cantidad de planetas en nuestra Galaxia, en los cuales existe actualmente una civilización tecnológica: 530.000.

    Exploración

    Aun considerando la mortalidad de las civiliza­ciones, nos queda más de medio millón en nuestra propia Galaxia. Por tanto, debemos seguir haciendo la pregunta:
    ¿Dónde están todos los demás? Con todo, únicamente porque ese medio millón de civilizaciones avanzadas se encuentra en nuestra propia Galaxia, no debemos suponer que están muy cerca de nosotros. Distan mucho de ser nuestros vecinos próximos.
    Aquí, en los aledaños de la Galaxia (donde hemos concluido que deben existir las civilizaciones), la dis­tancia entre dos estrellas vecinas, que no estén co­nectadas por la gravitación en forma de sistemas de estrellas múltiples, es aproximadamente de 7,6 años luz.
    Si sólo una estrella de cada 570.000 alumbra una civilización avanzada ahora existente, el promedio de la separación de dos civilizaciones es de 7,6 años luz, multiplicados por la raíz cúbica de 570.000. Esto da por resultado unos 630 años luz.
    Esa distancia es muy grande, y podrá ser que de todas las razones que hasta ahora he expuesto como posibles explicaciones de la falta de visitas de otras civilizaciones, la imposibilidad de cubrir tales distancias resulte la más determinante ([36]). Pue­de ocurrir que toda civilización, por muy avanzada que esté, se encuentre aislada en su propio sistema planetario y que sean imposibles las visitas de una civilización a otra.
    Empero, es posible opinar que los viajes inte­restelares nos parecen difíciles sólo a causa del nivel presente de nuestra tecnología. Hace cien años nos habría parecido que llegar a la Luna presentaba una dificultad insuperable; que los aviones de propul­sión a chorro y la televisión eran locas fantasías.
    Sin embargo, esas cosas son ahora tan comunes que ni pensamos en ellas.
    Si se nos dan otros cien años, o bien otros mil años de existencia de nuestra civilización, la cual tal vez dure un millón de años, ¿los viajes interes­telares no podrían volverse comunes y fáciles?
    Expondremos después los argumentos en pro y en contra, pero por ahora supongamos que los via­jes interestelares son una realidad para el medio millón de civilizaciones de la Galaxia, y que viajar de un sistema planetario a otro no presenta ninguna dificultad. Si tal cosa es así, ¿por qué nadie nos ha visitado?
    ¿Podrá ser que cuando una civilización tras otra se aventura en el espacio, hay intersección y con­flicto? Aun concediendo que cada civilización, para poder salir al espacio, perfeccione una unidad polí­tica que abarque todo el planeta, ¿no podría haber, sin embargo, guerras entre los mundos?
    Si hemos de ponernos dramáticos, podremos ima­ginar civilizaciones que se aniquilen mutuamente con dispositivos que hacen estallar planetas enteros o inducen a estrellas a salir de la secuencia prin­cipal.
    Tal cosa me parece errónea. Las civilizaciones que han logrado suprimir la violencia indebida en sus propios mundos, habrán aprendido el valor de la paz. Indudablemente no olvidarán eso con faci­lidad, cuando salgan de su propio planeta.
    Además, no es probable que esa lucha fuese tan nivelada que, como los fabulosos gatos de Kilkenny, las diversas civilizaciones se destruyeran entre sí hasta que no quedara ninguna. Las que estuviesen más adelantadas ganarían y dominarían sectores más y más amplios de la Galaxia. En realidad, las civi­lizaciones más antiguas, empeñadas en un expansio­nismo imperial, podrían apoderarse de veintenas, centenas, hasta millares de planetas habitables, antes que los mismos pudiesen desarrollar civilizaciones propias, y de esa manera impedirían para siempre el surgimiento de esas civilizaciones
    El medio millón de mundos habitables podría abrigar civilizaciones, pero todas ellas pertenecerían a cualquiera de una docena de diferentes «naciones galácticas», por así decirlo, que sostuvieran una in­quieta paz entre ellas. Tal vez la más antigua y más poderosa de esas naciones podría haber logrado apo­derarse de todos los mundos, frustrando el naci­miento de civilizaciones no iniciadas aún, destruyen­do o esclavizando a las que hubiesen tenido un co­mienzo tardío, y establecido un «Imperio Galáctico». Pero si lo anterior es verdad, ¿por qué no hemos sido frustrados, conquistados, esclavizados, destrui­dos? ¿Dónde están esos horrorosos Imperios Galác­ticos?
    Posiblemente vengan ya hacia aquí. La Galaxia es tan grande, que tal vez no hayan tenido tiempo aún de llegar hasta nosotros.
    Por supuesto, tal cosa no es probable. La Galaxia se formó hace 15.000 millones de años. En realidad, las grandes estrellas no brillan muchos millones de años antes de estallar, por lo que cuando la Galaxia tenía más o menos mil millones de años debe haber habido ya en sus aledaños un número creciente de estrellas de segunda generación, semejantes al Sol. Añádanse otros 4.000 millones de años para que las civilizaciones se desarrollen, y es posible que algu­nas de ellas hayan estado en el espacio y en expan­sión desde hace 10.000 millones de años.
    La circunferencia de la Galaxia es de unos 315.000 años luz, por lo que se necesitaría algo más de 150.000 años luz para ir desde cualquier punto hasta las antípodas, aun dando la vuelta por la orilla en cual­quier dirección.
    Lo anterior quiere decir que una civilización en expansión tendría que viajar (en promedio) poco más o menos la distancia que hay de la Tierra al Sol, todos los años, no más que eso, para dar la vuelta a la Galaxia en 10.000 millones de años.
    Eso sólo se aplica a una civilización; al añadirse otras, crece la tasa de colonización desde un número creciente de núcleos. Aun suponiendo velocidades no muy grandes, todos los confines de las porciones habitables de la Galaxia deben haber sido explorados detenidamente, siempre que haya habido el perfec­cionamiento de un método práctico para hacer viajes interestelares.
    ¿Por qué, entonces, no han venido aquí?
    ¿Podría ser que no han reparado en nosotros, que por algún motivo les hemos pasado desapercibidos, en medio de tantas estrellas?
    Tal cosa no es muy probable. Nuestro Sol, obvia­mente, es una estrella semejante a muchas otras, y dudo que en una búsqueda durante 10.000 millo­nes de años hubiese sido pasada por alto una sola estrella de este tipo, en cualquier parte de la Galaxia.
    Entonces, si los viajes interestelares son una po­sibilidad práctica, debemos haber sido visitados; y puesto que la Tierra no ha sido ocupada y coloni­zada, y nuestra civilización independiente no ha sido estorbada de ninguna manera, estas visitas no han sido de los imperialistas galácticos.
    Las civilizaciones en expansión puede que sean muchísimo más benignas. Tal vez, por principio, per­mitan a todos los planetas habitables que desarro­llen su vida a su propia manera. Quizá, por prin­cipio, establezcan sus bases y busquen sus recursos en los sistemas planetarios carentes de planetas habitables, y se limiten a aprovechar mundos seme­jantes a Marte o a la Luna.
    Las diversas civilizaciones, posiblemente hayan formado una Federación Galáctica, y nuestro sistema planetario esté bajo la tutela de esa Federación, por así decirlo, hasta que una civilización nativa apa­rezca y avance hasta el nivel en que califique como miembro de la Federación.
    Podría ser que las federaciones de estrellas nos tengan en observación. El astrónomo Thomas Gold (n. 1920), nacido en Austria, ha sugerido, proba­blemente en broma, que las primeras naves de obser­vación quizá hayan descendido en la Tierra cuando ésta era aún un planeta nuevo y estéril, y que el contenido bacterial de la basura o los despojos que dejaron esas naves comenzó la vida en la Tierra. Esto es una especie de reencarnación de la suge­rencia de Arrbenius, de que la Tierra fue sembrada por esporas extraterrestres.
    ¿Es posible todo eso? ¿Podríamos imaginar civi­lizaciones tan interesadas en otras civilizaciones, y que, no obstante, se abstengan de «apoderarse» de ellas?
    Podríamos razonar que medio millón de civilizaciones se acercarían al Universo en medio millón de maneras diferentes, producirían medio millón de culturas, distintas, medio millón de direcciones de adelanto científico, medio millón de conjuntos de ar­tes, literaturas, diversiones y variedades de comu­nicaciones y comprensiones. Algunas de esas civi­lizaciones podrían ser capaces de transmisión y recepción a través del vacío entre especies inteli­gentes y, por pequeña que fuese la porción así trans­mitida y recibida, cada especie se volvería con ese motivo mejor y más sabia. De hecho, la fertilización cruzada podría aumentar las expectativas de vida de cada civilización participante.

    Visitas

    Si algunas civilizaciones extraterrestres han visi­tado la Tierra y, por principio, han permitido que nos desarrollemos libremente y sin perturbarnos, ¿sería posible que su visita a la Tierra fuera tan recientemente que ya existieran seres humanos y que los mismos se hubiesen percatado de los visitantes?
    Después de todo, en todas las culturas se encuen­tran mitos acerca de seres con facultades supernormales, que crearon y guiaron a los seres humanos en los días primigenios, y que les enseñaron diversos aspectos de la tecnología. ¿Pueden esos mitos acerca de dioses haber surgido del vago recuerdo de visi­tas de seres extraterrestres en tiempos no demasiado remotos? En lugar de que la vida haya sido sem­brada en el planeta desde el espacio exterior, ¿podría la tecnología haber sido plantada aquí? ¿Podrían los seres extraterrestres no sólo haber per­mitido que la civilización se desarrollara aquí, sino haber ayudado a que se desarrollase? ([37]).
    Esta posibilidad es fascinante, pero no existe ninguna prueba en su favor que resulte convincente en modo alguno.
    Indudablemente, los seres humanos no necesitan visitantes del espacio exterior para sentir la inspiración de crear leyendas. Algunas muy extensas, con sólo diminutos granos de verdad, han tenido como base personajes tales como Alejandro Magno y Carlomagno, quienes fueron actores completamente humanos en el drama histórico.
    En realidad, hasta un personaje tan ficticio como Sherlock Holmes ha sido dotado de vida y realidad por muchos millones de personas en todo el mundo, y acerca de él se sigue inventando un diluvio inter­minable de cuentos.
    En segundo lugar, indudablemente es del todo errónea la idea de que cualquier forma de tecno­logía haya brotado repentinamente en la historia humana, o de que cualquier artefacto haya sido demasiado complejo para los seres humanos de la época, por lo que debería aceptarse la intervención de una cultura más avanzada.
    Esta suposición dramática ha tenido su reencar­nación más reciente en los libros de Eric von Däniken, quien sostiene que toda clase de obras anti­guas son demasiado grandes (como las pirámides de Egipto) o demasiado misteriosas (como las mar­cas dejadas en las arenas de Perú), para que pue­dan atribuirse a seres humanos.
    Empero, los arqueólogos están convencidos de que hasta las pirámides pudieron construirse con sólo las técnicas disponibles en el año 2500 a. C., además del ingenio y el músculo humanos. Es un error creer que los antiguos eran menos inteligentes que nosotros; su tecnología era primitiva, pero no así su cerebro.
    Además, todo aquello que Von Däniken encuen­tra misterioso y, por tanto, sugerente de alguna in­fluencia extraterrestre, los arqueólogos están conven­cidos de que puede explicarse, mucho más convin­centemente, de una manera terrestre.
    Así pues, la conclusión a que se llega es de que, aunque no es concebible la visita a la Tierra de civi­lizaciones extraterrestres en el lejano pasado, ni en el pasado reciente, no existe ninguna prueba acep­table de que tal cosa haya ocurrido, y hasta donde podemos especular carecen absolutamente de todo valor las muy diversas pruebas aducidas, con ese fin, por apasionados entusiastas.
    Empero, aun las visitas de antiguos astronautas, no son las más sensacionales sugerencias de esa ín­dole que se han hecho. Hay innumerables informes de que la Tierra es visitada ahora por civilizaciones extraterrestres.
    Esos informes, generalmente tienen como base la presencia de algo que aquellos que lo ven no pueden explicar, y que ellos mismos (o alguien más, en su lugar) lo describen como la presencia de una nave interestelar, diciendo con frecuencia: «Pero ¿qué otra cosa puede ser?», como si su propia igno­rancia fuese un factor decisivo.
    Durante toda su existencia, los seres humanos han experimentado cosas que no pueden explicar. Mientras más sutil es el ser humano y mayor su experiencia, más espera lo inexplicable y más lo acoge como un reto interesante, para que sea inves­tigado pausadamente, si es posible, y sin precipi­tarse a conclusiones. La regla es buscar la explica­ción más sencilla y ordinaria que concuerde con los hechos, y entonces dejarse llevar (con mayor y ma­yor resistencia) a lo más complejo e inusitado, si no hay nada más simple. Y si no queda nada que permita una explicación plausible, entonces el asunto debe dejarse en ese punto; generalmente el obser­vador ingenioso ha aprendido a vivir con la incertidumbre.
    A los seres humanos no sutiles, con poca expe­riencia, les impacientan las incógnitas, buscan solu­ciones, y con frecuencia insisten en algo de lo que están enterados vagamente, o que satisface la ne­cesidad, al parecer humana, de lo asombroso y lo emocionante.
    Así, las luces o los sonidos misteriosos que ven o escuchan aquellos que viven en una sociedad en la cual los ángeles y los demonios son creencias comunes, invariablemente se interpretan como re­presentaciones de ángeles y demonios, o de los espí­ritus de los muertos, o de cualquier otra cosa.
    En el siglo xix, algunas veces se describían esas cosas como naves aéreas. Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando llegó a todo el público la novedad de los cohetes, esas cosas misteriosas se transformaron en naves espaciales.
    Ahí comenzó la locura moderna de los «platillos voladores» (resultado de una de las primeras des­cripciones, hecha en 1947), o, más sobriamente, «ob­jetos voladores no identificados», generalmente abre­viado como OVNIS.
    Es indisputable que existen los objetos voladores no identificados. Alguien que vea las luces de un avión y nunca antes haya visto luces de aeroplano, ha visto un OVNI. Alguien que vea el planeta Venus, con su imagen deformada por la niebla cerca del horizonte, y lo confunda con alguna otra cosa mu­cho más cercana, también ha visto un OVNI.
    Cada año se reciben miles de informes acerca de OVNIS. Muchos de esos informes son fraudulen­tos; otros son honrados, pero pueden ser explicados en forma prosaica. Unos cuantos son honrados y completamente misteriosos. ¿Qué puede decirse de ellos?
    Las apariciones honradas y misteriosas son ge­neralmente misteriosas sólo porque la información acerca de ellas es insuficiente. ¿Cuánta información puede reunir quien vea algo que no puede compren­der, y que lo vea sin aviso previo y durante muy poco tiempo, y que al verlo se excite o se asuste?
    Naturalmente, los entusiastas consideran esas apariciones misteriosas como la prueba de que exis­ten naves espaciales extraterrestres. También con­sideran que las apariciones que de ninguna manera son misteriosas, sino errores o engaños, son una prueba de la existencia de naves espaciales extraterrestres. Algunos fanáticos llegan a afirmar que han estado a bordo de naves extraterrestres.
    Sin embargo, hasta ahora no hay motivo para suponer que ningún informe sobre OVNIS pueda significar la existencia de naves espaciales extraterrestres. No es inconcebible, por supuesto, una nave espacial extraterrestre, y podría aparecer una de ellas mañana mismo, y entonces tendría que acep­tarse. Pero hasta ahora no ha habido ninguna prue­ba aceptable.
    Los informes sobre OVNIS, que parecen más honrados y fiables, se refieren únicamente a luces misteriosas. A medida que esos informes se vuelven más sensacionales, también se vuelven más indignos de crédito, y todos los relatos de verdaderos «en­cuentros del segundo o tercer tipo» parecen carecer de todo valor.
    Todos los seres extraterrestres de que se ha informado son descritos como esencialmente de for­ma humana, lo cual es una posibilidad tan remota que podemos desecharla de inmediato. Las descrip­ciones de las naves mismas y de los dispositivos científicos de los seres extraterrestres, generalmente revelan gran conocimiento de las películas de la más primitiva ciencia ficción, y ninguna noción de la ciencia verdadera.
    En resumen, después de reconocer la posibilidad de los viajes interestelares, nos vemos obligados a preguntarnos si la Tierra está siendo visitada o ha sido visitada, si está siendo ayudada o al menos no estorbada por una federación de civilizaciones bené­volas.
    Tal vez sea así, pero nada de esto parece con­vincente. Es más prudente suponer que los viajes interestelares no son fáciles o prácticos.
    La conclusión definitiva a la que puedo llegar al final de los razonamientos de este capítulo es que las civilizaciones extraterrestres sí existen, pro­bablemente en gran número, pero que no hemos sido visitados por ellas, posiblemente porque las distancias interestelares son demasiado grandes para poder ser traspuestas.
    11 – EXPLORACIÓN DEL ESPACIO.

    Las siguientes metas

    Si la clave de la paradoja de la existencia de muchas civilizaciones, en un Universo en el cual todo parece indicar que somos únicos, estriba en la difi­cultad de la exploración del espacio, examinemos ese problema con mayor detenimiento.
    Después de todo, los seres humanos lograron co­locar en órbita el primer objeto, y así iniciaron la «Era Espacial», en fecha tan reciente como el 4 de octubre de 1957. Antes que la Era Espacial tuviese doce años, los seres humanos se hallaban ya en la Luna. Ese comienzo es más bien prometedor. Indu­dablemente podemos ahora ir más lejos.
    En cierto modo, ya hemos ido. Se han colocado instrumentos en la superficie de Venus y Marte, y han sido transmitidos a la Tierra fotografías y otros informes. Sin descender, algunas sondas han pasado cerca de la superficie de Mercurio y de Júpiter, y también han retransmitido fotografías y otros datos sumamente interesantes. Al escribir estas líneas se encuentran algunas sondas rumbo a Saturno, y más allá.
    Sin embargo, esta profunda penetración de ins­trumentos, sin la presencia directa de seres huma­nos, no está rodeada del halo de gloria de aquellas proezas que asociamos con la mística de la explo­ración. ¿Pueden los seres humanos en persona, a diferencia de sus instrumentos inanimados, llegar a mundos más distantes que el de la Luna?
    Por desgracia, la Luna no constituye un prece­dente especial halagador. Se encuentra tan cerca de la Tierra que necesariamente nos llena de una con­fianza falsa; nos induce a subestimar las distancias que figuran en la exploración del espacio.
    La Luna está tan próxima a la Tierra que se necesitan sólo tres días para llegar a ella, en com­paración con las siete semanas que empleó Colón en cruzar el Océano Atlántico.
    Al llegar a la Luna hemos hecho sólo una mella microscópica en la verdadera vastedad del espacio. Realmente, no hemos abandonado la Tierra, pues la Luna es tan esclava del influjo gravitacional de la Tierra, como una manzana en un árbol, algo que Isaac Newton comprendió hace tres siglos.
    Desde luego, algunos cuerpos llegan ocasional­mente a unos cuantos millones de kilómetros de la Tierra, de 10 a 50 veces la distancia a que se halla la Luna; se trata de uno que otro asteroide o cometa. Sin embargo, el cuerpo de gran tamaño más cercano a la Tierra, después de la Luna, es el planeta Venus.
    Cuando Venus se encuentra menos alejado de la Tierra, esa distancia es de 40 millones de kiló­metros en línea recta, o sea 105 veces la distancia a que se halla la Luna.
    No podemos esperar que una nave espacial avan­ce en línea recta a través del vacío, entre las órbitas planetarias. La ruta más conveniente que puede se­guir una nave espacial es una órbita elíptica propia, que comience en la Tierra y cruce la órbita de Ve­nus precisamente cuando ese planeta se aproxime al punto de intersección.
    Las sondas que hemos enviado a Venus tardan siete meses en cubrir esa distancia Sin embargo, a esas sondas se les da un toque de aceleración al comienzo de su viaje, y se les permite que se des­licen el resto del camino. En un objeto inanimado el tiempo no tiene importancia.
    Pero en el caso de una nave tripulada, el tiempo sí es importante. El viaje debe hacerse rápidamente, y la manera más fácil de lograrlo es creando gran­des velocidades.
    Más de una vez, los seres humanos han anulado la distancia aumentando la velocidad. Ya dije que los astronautas necesitan tres días para llegar a la Luna, mientras Colón necesitó siete semanas para cruzar el Atlántico, a pesar de que la distancia a la Luna es de cerca de 80 veces la anchura del Atlán­tico.
    Pero los astronautas viajan a una velocidad unas 1.300 veces mayor que la de Colón. Si esa velocidad se aumenta por otro factor de 70, se necesitarán sólo tres días para llegar a Venus.
    Una manera de obtener la velocidad necesaria es colocando una nave espacial a setenta veces la aceleración de un cohete lunar, por medio del em­pleo de motores de retroimpulso con velocidad de salida setenta veces mayor. Aun si construyéramos esos motores y estuviéramos dispuestos a gastar tanto combustible, seguiría siendo verdad que el cuerpo humano puede resistir sólo cierto grado de aceleración (que no es mucho). La aceleración ne­cesaria para enviar una nave a Venus, a una velo­cidad que acortase mucho el tiempo del viaje, ma­taría a los astronautas inmediatamente.
    La alternativa consiste en recurrir a una acele­ración no mayor que la necesaria para lanzar una nave a la Luna, y después emplear aceleración adi­cional a un nivel soportable, por un período pro­longado. De esa manera, la nave podría avanzar más y más aprisa, hasta llegar al punto intermedio. Después de eso, el escape del cohete podría ser diri­gido en la otra dirección, y la desaceleración prolon­gada y gradual reduciría la velocidad de la nave hasta que llegara a su cita con Venus.
    Se necesitaría tiempo para acelerar y desacelerar, por lo que el viaje duraría considerablemente más de tres días. Peor aún: la aceleración y la desacele­ración demandan el gasto de energía, y podemos enunciar la regla general de que para disminuir el tiempo de cualquier viaje es necesario que aumente el gasto de energía. (De hecho, si los astronautas avanzan a un promedio de velocidad 1.300 veces ma­yor que la utilizada por Colón, su consumo total de energía será mucho mayor que 1.300 veces el de Colón.)
    No conocemos ningún medio de desligar el con­sumo de tiempo del de energía, y si comprendemos bien las leyes de la naturaleza, tal cosa es imposi­ble. Entre las limitaciones del cuerpo humano en lo concerniente a aceleración, y las de la economía hu­mana en lo concerniente a gasto de energía, nues­tros primeros viajes tripulados a Venus (si llega a haberlos) lardarán cuatro meses, en el mejor de los casos.
    Los hombres ya han permanecido en el espacio casi ese lapso de tiempo, pero en estaciones espa­ciales como el Skylab, en la vecindad inmediata de la Tierra, con rescate al menor plazo posible. Pasar 120 días en el espacio, en un habitáculo muy redu­cido que a cada momento se aleje más de su punto de partida, constituye un peligro psicológico.
    Lo que es peor: al llegar a la vecindad de Ve­nus, no habrá posibilidad de descender debido a la temperatura superficial del planeta, que se acerca al rojo vivo. Cualquier exploración de la superficie tendrían que hacerla sondas no tripuladas, lanzadas desde la nave espacial, la cual permanecería en órbi­ta en torno de Venus, y después se lanzaría a sí misma a otro viaje de cuatro meses de regreso a la Tierra.
    Puesto que la exploración de la superficie de Venus tendría que efectuarla una sonda no tripu­lada, la misma puede lanzarse desde la Tierra, como de hecho ya se han lanzado varias. Las ventajas que se lograran lanzando la sonda desde una nave no­driza tripulada, que recibiera las señales, casi no justificarían la experiencia traumática de ocho meses continuos en el espacio.
    Mercurio, el planeta más cercano al Sol, se en­cuentra más alejado de nosotros que Venus, pues en ningún momento está a menos de 80 millones de kilómetros de la Tierra, a dos veces la distancia a que se encuentra Venus en su acercamiento más próximo.
    Mercurio ofrecería, por lo menos, un lugar de descanso a los astronautas de larga distancia, pues sería concebible que descendieran en el lado nocturno de Mercurio y que pudieran explorar la su­perficie durante varias semanas, antes que la pro­ximidad del alba hiciese absolutamente indispensa­ble que abandonaran el planeta.
    Sin embargo, el vuelo a Mercurio llevaría a los astronautas a una distancia no mayor de 65 millones de kilómetros del Sol. La radiación solar sería cua­tro veces más concentrada que cerca de la Tierra. A cambio de lo que se ganara con un viaje tripulado a Mercurio, respecto a una sonda no tripulada, sería tal vez demasiado alto el precio que se tendría que pagar por arriesgarse a los efectos de una radiación mucho mayor.
    Puesto que los viajes en dirección del Sol no ofre­cen ninguna meta conveniente, ¿qué podría decirse de los viajes en dirección contraria al Sol?
    Marte es, desde luego, el planeta más cercano a la Tierra en dirección opuesta al Sol. En su punto más próximo a la Tierra llega a estar a unos 58 mi­llones de kilómetros, a menos distancia que ningún otro planeta, salvo Venus. Viajar a Marte significa una disminución constante en la intensidad de la radiación solar. Además, Marte es un mundo frío que puede ser explorado durante períodos indefini­dos, aun con el Sol en el firmamento (siempre que haya cierta protección contra los rayos ultravioleta solares, además de la delgada e ineficaz atmósfera de Marte).
    Sin embargo, el viaje redondo a Marte induda­blemente requeriría más de un año. Aunque ese tiem­po se dividiera por un lapso más o menos largo de permanencia en ese planeta, que después de la Tierra es el más cómodo del sistema solar, esa aventura representaría el límite de la resistencia humana.
    ¿Y más allá de Marte? Para llegar a los asteroides más grandes, o a los satélites de los planetas gigan­tes, se necesitaría cruzar los mucho más vastos es­pacios del sistema solar externo, y tal viaje exigiría, sólo en un sentido, varios años y hasta décadas. Por el momento no parecen prácticos los viajes tripu­lados hasta esas distancias.
    Así pues, más allá de la Luna sólo nos queda Marte como única meta de buen tamaño, y eso en el límite de lo posible.

    Colonias espaciales

    En un sentido práctico, nuestros triunfos ini­ciales en el espacio exterior no parecen contar mu­cho. Parece que en el futuro previsible estaremos limitados al sistema Tierra-Luna.
    Lo anterior quizá sea verdad únicamente porque hasta aquí he supuesto que la Tierra misma será la base que se empleará para la exploración espa­cial. ¿Hay alguna alternativa?
    Si hemos de quedar confinados al sistema Tierra-Luna, parece que la Luna es la única alternativa posible. Supongamos que establecemos una base complicada en la Luna, en la que sea posible cons­truir naves espaciales y hacer acopio de combustible. La Luna tiene una velocidad de escape mucho me­nor que la de la Tierra, por lo que se necesitaría menos energía para un lanzamiento desde la Luna, que desde la Tierra. Quedaría más energía para ace­leración y desaceleración, por lo que el tiempo ne­cesario para cualquier viaje sería menor. Empero, no lo suficientemente menor para que esos viajes resultaran prácticos.
    Pero reflexionemos. Como nosotros y todas las demás formas de vida que conocemos vivimos en la superficie de un mundo, tenemos la tendencia lógica a considerar que cualquier otra cosa no es natural. En 1974, el físico norteamericano Gerald Kitchen O'Neill (n. 1927) sugirió la alternativa de colonias artificiales en el espacio, para seres huma­nos. No era ése un concepto completamente nuevo, pues se le ha empleado alguna vez en la ciencia ficción, pero nunca había sido expuesto con tan cui­dadosos detalles.
    O'Neill sugirió dos lugares como bases para la humanidad, los cuales no estaban sobre la Luna misma, pero sí a la misma distancia de ésta a la Tierra.
    Imaginemos la Luna en el cenit, exactamente arriba de nosotros. Tracemos una línea en el firma­mento hacia el Este, desde la Luna hasta el hori­zonte. A dos tercios de la longitud de esa línea, y a un tercio del horizonte, a una distancia igual a la de la Luna, estaría uno de esos lugares. Tracemos otra línea hacia el Oeste, desde la Luna hacia el horizonte. A dos tercios de la longitud de esa línea, y a un tercio del horizonte, a distancia igual a la de la Luna, estaría otro de esos lugares.
    Pongamos un objeto en cualquiera de esos dos lugares, y formará un triángulo equilátero con la Luna y la Tierra. Hay una distancia de 384.000 kiló­metros de la Luna a la Tierra. Esa distancia sería la misma de cualquiera de esos dos puntos a la Luna, o de cualquiera de ellos a la Tierra.
    ¿Qué tendrían de especial esos lugares? Allá en 1772, el astrónomo francoitaliano Joseph Louis Lagrange (1736-1813) demostró que en esos lugares cualquier objeto pequeño permanecería esencialmen­te estacionario con respecto a la Luna. En tanto que la Luna se moviese en torno a la Tierra, cual­quier objeto pequeño, en cualquiera de esos lugares, también se movería en torno a la Tierra, de tal ma­nera que llevara el mismo paso de la Luna. Las fuerzas de gravedad, en competencia, de la Tierra y la Luna, mantendrían a ese objeto en su lugar.
    Si el pequeño objeto no estuviese exactamente en su lugar, oscilaría (libración) en torno del punto exacto. Los dos lugares en el espacio se llaman pun­tos de Lagrange, o puntos de libración.
    Lagrange descubrió cinco de esos puntos, pero tres de ellos no tienen importancia práctica, porque representan una condición inestable. Un objeto ten­dría que permanecer exactamente en esos puntos para quedar en reposo con respecto a la Luna. Cuan­do fuese empujado fuera de su lugar, aun muy leve­mente, el objeto se apartaría a la deriva y nunca más regresaría. Los dos puntos en los cuales un objeto permanece estable (salvo por la libración) son los que forman triángulos equiláteros con la Luna y la Tierra. El del horizonte oriental es el L4 y el del horizonte occidental el L5.
    O'Neill sugirió que se aprovechara el cerrojo gravitacional, y que se construyeran colonias espaciales en las regiones en torno de los dos puntos de libra­ción, colonias que se convertirían en partes perma­nentes del sistema Tierra-Luna. Las colonias mismas podrían consistir en esferas, cilindros u objetos en forma de roscas, lo suficientemente grandes para albergar de 10.000 a 10 millones de personas.
    Los seres humanos podrían vivir en la superficie interior de esos objetos, los cuales girarían a una ve­locidad que produjera un efecto centrífugo, el cual lo sostendría todo y a todos sobre esa superficie interna, con una fuerza equivalente a la gravedad sobre la superficie de la Tierra. La superficie interna podría diseñarse y contornearse a semejanza de nues­tro mundo acostumbrado. Podría regarse de man­tillo, que se emplearía para agricultura y, con el tiempo, para ganadería. Todas las obras artificiales del hombre, sus edificios y sus máquinas, estarían también allí.
    El material que formara el casco de las colonias se compondría de secciones de metal y cristal. La luz solar, reflejada por grandes espejos que acom­pañarían a la colonia en su órbita, entraría e ilu­minaría la colonia, transformando lo que de otra suerte sería una cueva, en un mundo bañado por el Sol. La penetración de la luz podría controlarse mediante celosías sobre las ventanas, para que el día y la noche alternados mantuvieran estable la temperatura de la colonia.
    Esta obtendría su energía del Sol, una forma copiosa de energía fácilmente manejable y no con­taminante.
    Las colonias más grandes tendrían un contenido de aire lo suficientemente espeso para permitir un cielo azul y nubes. Algunas partes de la superficie interior de las grandes colonias podrían modelarse como territorio montañoso, con cimas de gran ta­maño, no sólo bajorrelieves.
    Sería costoso construir tales colonias, pero el gasto resultaría mucho menor que el que ahora hace el mundo en sus diversas máquinas militares. Puesto que la Tierra, para que sobreviva, necesitará prac­ticar más y más la cooperación internacional, esas máquinas militares tendrán que ir desapareciendo, y el esfuerzo en construir colonias en el espacio podrá ofrecernos una manera constructiva de em­plear el dinero a la gente que ahora se dedica a la guerra y a preparativos bélicos.
    Además, el gasto de construcción de las colonias disminuiría a medida que mejorasen las técnicas para ese fin, y los colonos mismos, en su afán por ensanchar su alcance, se encargarían de la construc­ción de más colonias.
    Pero ¿de dónde vamos a obtener todo el mate­rial necesario para la construcción de esas colonias espaciales? Nuestro agobiado planeta, tambaleante bajo el peso de la humanidad, con su suministro de recursos indispensables en disminución o a punto de agotarse, no podría prescindir de las cantidades colosales de materiales que se necesitarían para construir esas colonias. Para cada colonia harían falta centenares de millones de toneladas de mate­rial de construcción.
    Por fortuna, tenemos la Luna, un mundo com­pletamente muerto, sin la más sencilla vida propia, cuyos «derechos» no preocuparán nuestros escrúpu­los morales.
    Del material lunar saldría el aluminio, el hierro, el titanio, el vidrio, el concreto y otras sustancias necesarias para la edificación de la colonia. El polvo lunar se extendería sobre la superficie interior. No sólo se encuentra todo ese material en la Luna, en cantidades enormes, sino que alzarlo de allí, ven­ciendo la débil gravedad de ese cuerpo, demandaría sólo 1/20 del esfuerzo necesario para elevarlo desde la Tierra. Todo el trabajo de fundición y otras labo­res químicas se harían en el espacio.
    Claro está que el material lunar no responde del todo a las necesidades humanas. Contiene poco de los elementos volátiles, como carbono, nitrógeno e hidrógeno, indispensable para el funcionamiento de la colonia. Por suerte, en la Tierra no escasean esos elementos y podrían suministrarse las cantidades iniciales, las cuales serían cuidadosamente conserva­das y recirculadas, para que se necesitara el mínimo de suministros de repuesto. Con el tiempo, se explo­tarían otras fuentes de sustancias volátiles, por ejem­plo, tomándolas de cometas que pasaran.
    ¿Peligros y dificultades? Por supuesto.
    Existe el riesgo de que un meteoro choque con­tra la colonia, pero la probabilidad no es muy grande. Sería mucho menor que la de terremotos o erup­ciones volcánicas en la Tierra, los cuales a veces destruyen ciudades.
    La enérgica radiación solar es peligrosa, pero tal cosa no sería una traba en una colonia protegida por aluminio, cristal y tierra. Las partículas de rayos cósmicos presentan un problema más grave, y el casco exterior de la colonia tendría que ser lo su­ficientemente grueso para absorberlas casi todas. Además, el efecto centrífugo de la rotación del cilindro no correspondería por completo a la gra­vitación de la Tierra. En ésta, la atracción gravitacional no se altera perceptiblemente cuando nos elevamos de la superficie. En cambio, dentro de una colonia giratoria, el efecto centrífugo se debilitaría rápidamente al elevarse uno desde la superficie in­terna, y disminuiría hasta llegar a cero en el eje de rotación de la colonia. Ignoramos aún si tal efecto fluctuante de la gravitación sería peligroso a la larga para el cuerpo humano; pero, en vista de la expe­riencia que se ha tenido hasta ahora en el espacio exterior, podemos tener fundadas esperanzas de que no sea peligroso.
    ¿Por qué convendría construir esas colonias? No es probable que los seres humanos emprendan un programa de construcción tan amplio, sólo por el placer de hacerlo. La Gran Muralla China fue cons­truida para contener a las hordas bárbaras. Las pirá­mides de Egipto se edificaron porque las creencias religiosas de la época hacían pensar que la conser­vación del cuerpo del monarca era fundamental para el bienestar de la nación. Las majestuosas catedrales medievales se erigieron para mayor gloria de Dios. En cuanto a las colonias espaciales, podrían sur­gir motivaciones, al seguir disminuyendo nuestros suministros de petróleo y creciendo la dificultad de encontrar una fuente de energía lo indispensablemente grande, segura y duradera para sustituir al petróleo.
    El aprovechamiento directo de la luz solar parecería una solución, y esa luz solar podría concen­trarse más eficazmente en el espacio exterior que sobre la superficie de la Tierra. Una central de ener­gía solar recibiría allí toda la energía del Sol, no disminuida por los fenómenos atmosféricos. Si esa estación se encontrara en el plano ecuatorial de la Tierra, en órbita sincrónica y a una altura de algo más de 35.000 kilómetros, estaría a la sombra de la Tierra sólo el 2 por ciento del tiempo, en el trans­curso de todo un año.
    Varias centrales de energía solar que circunda­ran la Tierra podrían resolver los problemas de ener­gía de la humanidad durante un futuro indefinido, y también dar a las naciones de la Tierra una razón positiva para cooperar, pues la construcción y el mantenimiento de las estaciones servirían como ver­daderos salvavidas de todos y cada uno de los países.
    Si se entiende que tales centrales de energía so­lar son necesarias, y se hace el esfuerzo necesario para construirlas, las colonias espaciales surgirían naturalmente para albergar a los trabajadores des­tinados a las estaciones mineras de la Luna y a los sitios mismos de construcción.
    En realidad, comenzando con una compañía para construir estaciones de energía, el espacio exterior tendrá más y más utilidad a medida que se pongan en órbita observatorios, laboratorios y fábricas en­teras (mucho más computadas y automatizadas que ahora en la Tierra).
    Con una parte tan grande de la actividad in­dustrial y tecnológica del hombre, trasladada al es­pacio exterior, la Tierra podría volver a una condi­ción más deseable de suelo virgen, parques y granjas. Podríamos restaurar la belleza de la Tierra sin per­der las ventajas materiales de la industria y de la tecnología avanzada.
    Cuando las colonias espaciales se establezcan en el curso de las siguientes dos generaciones, como parte de un programa para resolver la urgente nece­sidad de energía que tiene la población de la Tierra, podrán aparecer muchas ventajas adicionales.
    Al aumentar el número de las colonias espaciales, se elevaría también el espacio de que dispondrían los seres humanos. En menos de un siglo, conce­biblemente habría lugar para mil millones de gente en colonias espaciales, y en menos de dos siglos po­dría haber más gente en el espacio exterior que en la Tierra misma.
    Esta perspectiva no elimina la necesidad de que, a la larga, disminuya nuestra tasa de natalidad, pues si los seres humanos continúan multiplicándose al presente ritmo, en unos 9.000 años la masa total de carne y hueso igualará la masa total del Universo.
    De hecho, no se elimina la necesidad de que dis­minuya la tasa de natalidad ahora mismo, pues mu­cho antes de que podamos poner en el espacio a los primeros mil millones de seres, la población de la Tierra habrá crecido hasta llegar a 25.000 millo­nes, lo cual será desastroso. Pero la presencia de colonias espaciales serviría como una pequeña vál­vula de escape; no sería necesario que disminuyera tanto la tasa de natalidad, si existieran colonias espaciales.
    Además de proporcionar espacio para muchos seres humanos, los crecientes racimos de colonias espaciales darían variedad adicional a las culturas humanas. Cada colonia podría tener su propio modo de vida, y algunos de esos métodos serían muy dife­rentes de la norma. Cada colonia tendría sus pro­pios estilos de ropa, de música, de arte, de litera­tura, de sexo, de vida familiar, de religión, etcétera. Serían infinitas las opciones de creatividad, en ge­neral, y de adelanto científico, en particular.
    Podría haber hasta costumbres de vida peculiares de las colonias que fuese imposible duplicar en la Tierra.
    El montañismo en las colonias más grandes ten­dría comodidades y placeres desconocidos en la Tie­rra. A medida que los montañistas subieran más alto, se debilitaría la atracción hacia abajo del efecto centrífugo inducido por la rotación de la colonia, y sería fácil seguir subiendo. Asimismo, el aire no se volvería ni más ralo ni más frío.
    Por último, en zonas cuidadosamente cubiertas en lo alto de la montaña, donde el efecto centrífugo sería especialmente bajo, la gente podría volar por su propia fuerza muscular, valiéndose de alas de plástico con bastidores ligeros, gracias al aire pesado y a la poca atracción hacia abajo.

    Marinos del espacio

    Con todo, el principal valor de las colonias es­paciales, en lo que respecta a los propósitos de este libro, sería permitir la exploración del sistema so­lar, no tanto por razones físicas, sino psicológicas.
    Consideremos:
    Para comenzar, el vuelo espacial es algo exótico para los pobladores de la Tierra, algo que los apar­taría del mundo en que viven, en el cual se ha des­arrollado la vida ancestral durante un período de más de 3.000 millones de años.
    Por otra parte, para los colonos del espacio el vuelo espacial sería la esencia misma de la vida. Sus mundos se habrían poblado como resultado del vue­lo espacial; y su trabajo en las estaciones mineras de la Luna y en los sitios de construcción incluiría el vuelo espacial como algo completamente ordinario.
    Existiría también el turismo entre las crecientes colonias.
    Como cada colonia no tendría una atracción gravitacional propia, perceptiblemente intrínseca, y a que todas las estaciones se hallarían aproximada­mente a distancias iguales del Sol, la Tierra y la Luna, el viaje de una a otra colonia consumiría muy poca energía. Sería algo semejante a deslizarse so­bre hielo plano.
    Considerando el poco costo de energía y el hecho de que cada colonia podría tener una cultura con­siderablemente diferente de las demás, los visitantes tendrían mucho que les divirtiera y les interesara. Sería muy posible que todos los colonos espaciales fuesen también viajeros del espacio desde edad tem­prana, y que ese concepto no los aterrorizara.
    Aun en el caso de que los colonos quisieran salir de los puntos de libración, o que estando en la Luna desearan salir de ese mundo, no habría necesidad de la fuerte explosión inicial de aceleración que de­manda levantar un cohete a través de la atmósfera terrestre y en contra de la fuerte atracción gravitacional de la Tierra. Esa sola circunstancia eliminaría instantáneamente la parte más incómoda del viaje, espacial.
    Por tanto, aunque casi todos los habitantes de la Tierra vacilarían en aventurarse al espacio y sólo una pequeña fracción de ellos se calificara física y temperamentalmente como exploradores espaciales, toda la población de las colonias podría ser de ex­ploradores en potencia.
    Además, las condiciones del vuelo espacial re­presentan un cambio extremo para los habitantes de la Tierra. Estos están acostumbrados a apegarse a la superficie externa de un mundo muy grande; a un ciclo de alimento, aire y agua en un sistema tan vasto que casi no se percibe, y a una intensidad gravitacional que es constante dondequiera que se en­cuentren.
    En cambio, para los colonos espaciales, el vuelo espacial introduciría cambios que no serían extre­mos de ninguna manera. En primer lugar, los colo­nos vivirían dentro de su mundo; estarían conscien­tes y acostumbrados a un ciclo rápido de alimento, aire y agua; y acostumbrados también a una atrac­ción variable.
    En suma, los colonos del espacio, al emprender un vuelo espacial prolongado, pasarían de una nave espacial a otra muy semejante, aunque más pequeña.
    Todo lo anterior no significa que los vuelos espa­ciales con determinado destino sean necesariamente menos prolongados o menos tediosos, pero las difi­cultades psicológicas disminuirían enormemente. Una tripulación de colonos espaciales, sin duda podría soportar la estrechez de una nave, en un vuelo largo a Marte y más allá, con mayor estoicismo y eficacia que una tripulación de la Tierra.
    Pero ¿qué induciría a los colonos del espacio a salir a recorrer el sistema solar?
    La curiosidad humana y el deseo de conocimien­tos podrían incitar a un vuelo ocasional de larga distancia, pero se necesitaría algo más para que hu­biese un movimiento en masa.
    Ese algo más se puede ver fácilmente.
    Los puntos de libración a ambos lados de la Luna no son muy grandes y pueden llenarse aprisa. Ade­más, al construirse y ocuparse más y más colonias, se volvería considerable el agotamiento de los ele­mentos volátiles en la Tierra y crecería la oposición de sus habitantes a desprenderse de esos elementos.
    Entonces sería útil buscar espacio vital adicional y mejores fuentes de materias volátiles.
    En general, el sistema solar interno es pobre en volátiles. La Luna y Mercurio no los tienen, en Ve­nus no se puede descender, y Marte, aunque sea alcanzable y posea volátiles, quizá no resulte una fuente sin obstáculos morales. Cuando las colonias espaciales estén listas para trasladarse hacia afuera, tal vez existan ya seres humanos en bases marcia­nas y, en cierto modo, las materias volátiles les per­tenecerían.
    Como he dicho antes, los cometas, en los que abundan las materias volátiles, pasan de largo alguna que otra vez, pero son una fuente intermitente y aleatoria, por lo que depender de los cometas sería más arriesgado a medida que se multiplicara el nú­mero de colonias.
    La faja de asteroides es la meta apropiada más cercana para el ensanchamiento del espacio vital de las colonias. Los muchos miles de asteroides po­drían ofrecer, aún más fácilmente que la Luna, el material de construcción necesario, y muchos de esos asteroides deben contener cantidades conside­rables de materia volátil.
    No es descabellado pensar que en el siglo xxii las colonias de los puntos de libración sean reco­nocidas como una simple etapa preliminar, y que la faja de asteroides se considere como el lugar más apropiado para las colonias. Estas se encontrarían entonces más alejadas de la Tierra y completamente independientes de ella; pero, naturalmente, podrían permanecer en contacto por radio y televisión. Ha­bría espacio infinito para la construcción de muchos millones de colonias, sin apreturas.
    El impulso hacia afuera podría continuar aún más allá, y establecerse fajas de colonias en torno de Júpiter y de Saturno, a distancias lo suficiente­mente grandes para evitar los campos magnéticos y las partículas cargadas que hay en esas zonas.
    En suma, los colonos del espacio serán los feni­cios, los vikingos y los polinesios de la Era Espacial, que se aventurarán, en un mar mucho más vasto, para poblar sus nuevas tierras e islas.
    En el siglo xxiii, el sistema solar tal vez esté ya completamente explorado por seres humanos, con colonias en los mejores lugares. El Sol mismo podrá servir como fuente adecuada de energía, si su radia­ción se reúne y enfoca correctamente, aun en la vastedad del sistema solar externo, y los reactores de fusión de hidrógeno podrán servir, entonces, co­mo fuente alterna de energía.

    Peldaño

    Este cuadro optimista de exploración total y, por así decirlo, de la ocupación del sistema solar, depende en grado sorprendente del empleo de la Luna como peldaño.
    Supongamos que la Luna no estuviese en nues­tro firmamento; que no se hubiera formado junto con la Tierra, por algún accidente enormemente im­probable; o que no hubiese sido atrapada, ya muy avanzada la edad de la Tierra, por un accidente igualmente improbable. Pensemos de qué manera ello podría haber afectado, en forma por demás des­favorable, el desarrollo tecnológico de la humanidad.
    Fue la Luna lo que primero dio a los seres hu­manos el concepto de la pluralidad de los mundos. Fueron el tamaño y la cercanía de la Luna lo que la convirtieron en un mundo interesante, y lo que nos tentó a lanzarnos al espacio exterior hacia una meta tan atrayente.
    Sin la Luna, las técnicas astronómicas avanzadas podrían haber revelado que los planetas eran mu­chos; pero ¿habrían tratado los seres humanos de perfeccionar el viaje espacial si los objetos razona­bles más cercanos fuesen Venus y Marte, y si los vuelos a la meta racional más cercana demandaran un viaje redondo que durara mucho más de un año?
    Necesitábamos una meta fácil para idear la tec­nología del vuelo espacial, y si los seres humanos se han sentido animados a esforzarse por adquirir esa tecnología ha sido por el aliciente de un éxito alcanzable.
    Naturalmente, los seres humanos podrían haber enviado cohetes al espacio exterior y puesto a as­tronautas en órbitas en torno de la Tierra, aun sin la presencia de la Luna. Estos vuelos tienen muchas funciones, aparte de la de llegar a la Luna. El deseo de estudiar la Tierra como un todo —sus recursos, su atmósfera, su patrón meteorológico, su magnetosfera, el polvo y los rayos cósmicos fuera de la atmósfera, la observación del resto del Universo des­de una posición afuera de la atmósfera, la utilización de la energía solar—, nos habría empujado hacia la técnica de los cohetes y la exploración del es­pacio.
    Todo ello podría haber sido menos probable si la Luna no nos llamara en nuestros sueños de fan­tasía, y habría tenido que transcurrir más tiempo para que todo eso ocurriese. De hecho, sin la Luna podríamos haber imaginado todo lo que ha ocurrido hasta ahora, excepto los vuelos tripulados y no tri­pulados a la Luna, y más allá de ella. Hasta los son­deos de los planetas tan distantes podrían haberse realizado sin la Luna.
    Pero ¿habríamos progresado entonces hacia las colonias espaciales? Si ahora tales cosas parecen poco prácticas a muchos seres humanos «sensatos», ¿cuánto más imposible parecería si todo el material para la construcción de las colonias tuviera que pro­ceder de la Tierra misma, no contándose con la Luna como fuente de materias primas?
    Y sin las colonias espaciales, en mi opinión la verdadera exploración del sistema solar sería suma­mente improbable.
    Así pues, si es verdad que un satélite grande, se­mejante a la Luna, es una posesión muy utópica de un planeta habitable semejante a la Tierra, y si a este respecto la Tierra es la beneficiaria de un insólito accidente astronómico, entonces debemos preguntarnos si otras civilizaciones han desarrollado alguna vez una capacidad de vuelos, espaciales ma­yor de la que nosotros ya poseemos.
    ¿Están todas las demás civilizaciones, sin excep­ción, confinadas a su respectivo planeta y a sus alrededores inmediatos, y son capaces, a lo sumo, de enviar sondas a otros planetas? ¿Es esto verdad, por avanzada que sea su tecnología? Esta idea es tentadora. De ser así, explicaría muy nítidamente por qué el Universo parece tan vacío, no obstante que medio millón de civilizaciones, tal vez más, existan en nuestra propia Galaxia, sin ir más lejos.
    También atemperaría nuestro orgullo. Gracias a nuestra venturosa posesión de la Luna, podría ser que dentro de los siguientes dos siglos perfeccione­mos la capacidad de vuelo espacial mucho más que otras civilizaciones, aunque éstas sean bastante más antiguas que la nuestra y, por otros conceptos, mu­cho más avanzadas. ¿Seremos nosotros, no ninguna otra civilización, los herederos del Universo, gracias a la Luna?
    Posiblemente sea difícil creerlo. Sin duda, con un poco más de perfeccionamiento tecnológico del que poseemos, y con la fuerza imperiosa de la ne­cesidad de energía, una civilización se lanzaría en alguna forma hacia el espacio, aun sin la presencia de la Luna. Los propios recursos del planeta se em­plearían a cualquier costo razonable, y se haría el vuelo directo hacia los planetas más cercanos, por tediosos y difíciles que fuesen. Una vez que eso se hubiese hecho, los recursos del planeta cercano se podrían usar para continuar trabajando.
    Quizá todas las civilizaciones harían tal cosa, no tan fácilmente como nosotros, pero puede que mu­cho mejor, movidas por la mayor intensidad del reto. Posiblemente, todas las civilizaciones perfeccionen el vuelo espacial y exploren y colonicen sus respec­tivos sistemas planetarios.
    En ese caso, ¿por qué no nos hemos percatado de esas civilizaciones? ¿Por qué no ha llegado a visi­tarnos alguna de ellas?
    Lo que se necesitaría para una visita, no sería simplemente la capacidad de saltar de un planeta a otro, sino saltar de un sistema planetario a otro, y esto podría representar una dificultad de otro orden.
    12 – VUELO INTERESTELAR.

    La velocidad de la luz

    Los objetos más lejanos que podemos ver en nuestro sistema solar son el planeta Plutón y su luna, Caronte. Hay cometas que se alejan a distan­cias mucho mayores que la de Plutón. Tal vez mu­chos miles de millones giran en torno del Sol a dis­tancias mayores que la de Plutón en cualquier punto de su órbita. Sin embargo, nunca se ha visto a un cometa que pase más allá de la órbita de Plutón, ni siquiera de la de Saturno. Por tanto, la órbita de Plutón puede considerarse como el diámetro visible del sistema solar, que así llega a 11.800 millones de kilómetros.
    Esa distancia es enorme, pues el diámetro visible del sistema solar es casi 80 veces la distancia de la Tierra al Sol. Sin embargo, la distancia a la es­trella más cercana, Alfa Centauro, es de unas 3.500 veces ese diámetro.
    Si el sistema solar se redujese, de suerte que la órbita de Plutón cupiese en torno del ecuador de la Tierra (y en esa escala la Tierra estaría a 160 kilómetros del Sol), Alfa Centauro se encontraría a la distancia de Venus en su acercamiento más próximo; y Alfa Centauro es la estrella más cercana. Sirio está dos veces más alejada que Alfa Centauro; Proción, 2,5 veces más; Vega, 6 veces más; Arturo, 9 veces más; Rigel mucho más de 100 veces.
    Podemos referirnos a esas distancias de otra manera. Consideremos la velocidad de la luz y de la radiación electromagnética (rayos X, ondas de radio, etcétera). Esa velocidad es de 299.792,5 kilómetros por segundo. Esto es importante, pues nuestro me­dio más rápido de comunicación es mediante la ra­diación electromagnética. No conocemos ninguna señal que se transmita más aprisa
    Se necesitan 1,25 segundos para que la luz (o al­guna otra radiación semejante) vaya de la Tierra a la Luna. Esto significa que cuando alguien en la Tierra habla con un astronauta en la Luna, no es posible obtener una respuesta en menos de 2,5 se­gundos, aunque el astronauta respondiera inmedia­tamente después de oír lo que se le dice.
    Si definimos «segundo luz» como la distancia que la luz recorre en un segundo, entonces la Luna se encuentra a 1,25 segundos luz de la Tierra.
    La luz tarda 10,93 horas en atravesar la anchura máxima de la órbita de Plutón. Si imagináramos una colonia espacial a cada lado de esa órbita, y que una de esas colonias tratara de establecer co­municación con la otra, la que hablara primero no podría esperar una respuesta, en ninguna circuns­tancia conocida, en menos de 21,86 horas.
    Por tanto, el diámetro visible del sistema solar es igual a 10,93 horas luz, es decir, 10,93 veces la distancia que la luz recorre en una hora.
    Empleando ese sistema, Alfa Centauro, la estre­lla más próxima, está a 4,40 años luz, o 4,40 veces la distancia que la luz puede viajar en un año. Si alguien en la Tierra enviara un mensaje a un pla­neta que girara en torno de Alfa Centauro, y la con­testación se diese en el instante mismo en que el mensaje fuese recibido, la persona que hubiese en­viado el mensaje desde la Tierra tendría que esperar nada menos que 8,8 años para obtener una respuesta.
    En cuanto a otras estrellas, Sirio está a 8,63 años luz; Proción, a 11,43; Rigel (que es una estrella com­parativamente cercana), a 540. Se necesitarían más de 1.000 años luz para obtener respuesta de un pla­neta que girara en torno de Rigel.
    Esto podría considerarse como ajeno al problema de llegar a las estrellas. Si la luz tarda 4,40 años en llegar a Alfa Centauro, ¿no basta con aumentar nuestra velocidad, hasta que sea mucho mayor que la de la luz y así nos adelantemos a la señal y lle­guemos en menos tiempo que la luz?
    Pero como Albert Einstein (1879-1955) señaló por primera vez en 1905, en su Teoría Particular de la Relatividad, es imposible que un objeto con masa exceda la velocidad de la luz. Einstein fijó ese lími­te partiendo únicamente de consideraciones teóricas, y cuando fue enunciado por primera vez pareció ir en contra de los dictados del «sentido común» (y a mucha gente sigue pareciéndole así); no obstante lo cual, es verdad lo dicho por Einstein. El límite de la velocidad de la luz ha sido comprobado en innu­merables experimentos y observaciones, y no existe ni el más remoto motivo para dudar de ello, tratán­dose de materia en el Universo conocido.
    El «sentido común», que hace tan difícil aceptar la limitación, tiene por base nuestra experiencia co­mo fenómenos cotidianos. Notamos que si seguimos empujando un objeto, éste avanza cada vez más aprisa. De hecho, la segunda ley de Newton sobre el movimiento declara específicamente que esto es así, y que un empuje igual siempre dará por resul­tado una aceleración igual, independientemente de lo aprisa que el objeto se esté moviendo. Por tanto, parecería que por muy aprisa que un objeto se mue­va, siempre podremos lograr que vaya más aprisa, empujándolo más. En efecto, las observaciones y mediciones cuidadosas confirman lo anterior, en cir­cunstancias ordinarias.
    Pero tal cosa es así porque experimentamos con objetos que se mueven a sólo una minúscula frac­ción de la velocidad de la luz, y en tales circunstan­cias la segunda ley de Newton indudablemente tiene aplicación, hasta donde podemos medir, y el «sen­tido común» reina en forma suprema.
    Empero, lo cierto del caso es que si empujamos un objeto acelerándolo así, y a continuación lo vol­vemos a empujar con la misma fuerza, el grado de aceleración de ese objeto, la segunda vez, no es exac­tamente tan alto como la primera. Sin duda, algo de la fuerza del empuje contribuye a aumentar la velocidad, pero también algo contribuye a aumentar la masa del objeto.
    Con velocidades ordinarias, una parte de la fuerza que se emplea en aumentar la masa es tan pequeña, que esa porción no puede detectarse. Al aumentar progresivamente la velocidad, una fracción cada vez más grande de la fuerza se emplea en incrementar la masa, y otra fracción más y más pequeña en acen­tuar la velocidad, de acuerdo con la fórmula encon­trada por Einstein. Cuando las velocidades son muy altas, es tan grande la cantidad de fuerza que se emplea en aumentar la masa, y tan pequeña la de aumentar la velocidad, que notamos que la segunda ley de Newton y el «sentido común» no funcionan ya.
    No fue hasta comienzos del siglo xx cuando los científicos conocieron objetos que se movían lo sufi­cientemente aprisa para que empezara a aparecer la imperfección de la segunda ley de Newton. Los objetos rapidísimos que entonces se descubrieron eran partículas subatómicas, y los cuidadosos estu­dios de esos minúsculos objetos demostraron que era exactamente correcta la ecuación de Einstein relativa a la fuerza y a la velocidad
    Cuando la velocidad de cualquier objeto se apro­xima a la de la luz, la fuerza que se le aplique apenas sirve para aumentar la velocidad. Casi toda la fuerza se convierte en masa adicional. El objeto que se mueve tan velozmente, adquiere más masa, pero escasamente se vuelve más veloz. A la postre, si se aplica una cantidad infinita de fuerza en un objeto que ya se mueve apresuradamente, lo único que se logra es dar a ese objeto una masa infinita y elevar la velocidad hasta la de la luz.
    Lo anterior significa que aunque se lograra una aceleración máxima en un instante, gracias a algún dispositivo mágico, se seguirían necesitando 4,4 años para llegar a Alfa Centauro. Si entonces se pudiera desacelerar hasta cero en un instante, dar la vuelta, y en un segundo acelerar a la velocidad máxima, se seguirían necesitando 8,8 años para hacer el viaje redondo.
    En realidad, sería necesaria una aceleración hasta lograr una velocidad sumamente alta, y tal cosa re­queriría mucho tiempo si nos limitáramos a una aceleración lo necesariamente baja para que el cuer­po humano la pudiera soportar. Entonces, se necesitaría un tiempo igualmente prolongado para desa­celerar en forma tal, que fuese posible descender en un planeta del sistema de Alfa Centauro.
    La necesidad de acelerar y desacelerar añadiría alrededor de un año al tiempo preciso para llegar a una estrella, si hiciéramos todo el recorrido a la velocidad de la luz. Habría que añadir otro año en el viaje de regreso, y tal vez otro más dedicado a la exploración.
    Así, contando la aceleración, desaceleración y ex­ploración, el tiempo indispensable para ir a cualquier estrella y regresar, sería el que demandara el viaje a la velocidad de la luz, más otros tres años. Ir a Alfa Centauro, explorar su sistema y volver, ocu­paría 11,80 años; y, repito, Alfa Centauro es la es­trella más cercana.
    Además, como veremos después, existen graves dificultades en una aceleración y una desaceleración tan prolongadas y a una velocidad tan alta, por lo que es evidente que el viaje interestelar es una em­presa colosal, que tal vez no pueda realizarse, ni contando con la tecnología más avanzada.
    Por eso dije anteriormente, en este mismo libro, que la incapacidad de cualquier civilización de efec­tuar con éxito vuelos interestelares es la razón más lógica por la cual la Tierra no ha sido visitada. La dificultad del vuelo interestelar puede ser tal, que ninguna civilización extraterrestre haya podido es­tablecer contacto con otra civilización porque todas están limitadas, ahora y para siempre, a su propio sistema planetario.
    Y nosotros limitados al nuestro.

    Más allá de la velocidad de la luz

    Sin embargo, no nos demos por vencidos tan aprisa. Consideremos que tal vez haya alguna forma de superar el límite de la velocidad de la luz. Dije antes que «no existe ni el más remoto motivo para dudar de ello (la existencia del límite de la velocidad de la luz), tratándose de materia en el Universo co­nocido». ¿Sería posible entonces sospechar que haya materia que no conocemos, o aspectos del Universo que desconocemos?
    Por ejemplo, para empezar, el límite de la velo­cidad de la luz se aplica más claramente a objetos que poseen masa cuando están en reposo, en relación con el Universo en general. Esto incluye todos los componentes de los átomos y, por tanto, de nosotros mismos, de nuestras naves y de nuestros mundos. Todo ello debe viajar siempre a menor velocidad que la luz, y sólo una fuerza infinita podría hacer que se alcanzara esa velocidad.
    Eso parecería incluir todo lo que existe, pero no lo incluye. Hay algunos objetos que no tienen masa, o que no la tendrían si estuviesen en reposo, res­pecto al Universo en general. Esos objetos con «masa cero en reposo» abarcan los fotones, que son las unidades de toda la radiación electromagnética. Tam­bién engloban los gravitones que, al menos en teo­ría, son las unidades de fuerza de la gravitación. Por último, implican algunas variedades diferentes de partículas, llamadas neutrinos.
    Todas las partículas con masa cero en reposo se mueven a través del vacío, a la velocidad de la luz, ni más ni menos. Precisamente porque la luz se compone de fotones que se mueven a esa velo­cidad, es por lo que hablamos de la «velocidad de la luz».
    Si partículas de movimiento lento y con masa obran recíprocamente en forma tal que produzcan un fotón, el mismo se lanza de inmediato a la velo­cidad de la luz, sin ningún intervalo perceptible du­rante el cual se acelere. De la misma manera, si un fotón es absorbido por alguna partícula con masa, su velocidad desaparece inmediatamente, sin ningún intervalo perceptible de desaceleración.
    A veces se especula con que quizá algún día sea posible convertir en fotones de diferentes clases to­das las partículas con masa de una nave, con inclu­sión de la tripulación y los pasajeros. Entonces, los fotones, sin necesidad de aceleración y sin el gasto de la energía ordinariamente imprescindible para lograr esa aceleración, se lanzarían a la velocidad de la luz. Generalmente, los fotones se moverían en todas direcciones, pero podríamos imaginar que la conversión ocurriera en condiciones que produjeran un rayo láser de luz. Una luz así iría en la misma dirección, por ejemplo, que la de Alfa Centauro. Cuando los fotones llegaran a Alfa Centauro se con­vertirían de nuevo en las partículas originales, lo que no demandaría ninguna desaceleración, ni la energía normalmente necesaria para tal desacelera­ción.
    De esa manera parecería que cualquier nave que emprendiera un viaje redondo a determinada estrella, podría ahorrar el año que suele perderse en la ace­leración y desaceleración, tanto de ida como de vuelta, y, lo que es más importante, ahorraría una gran cantidad de energía.
    Esto, sin embargo, tiene desventajas. En primer lugar, significaría viajar únicamente a la velocidad de la luz. Ahorrar dos años podría ser significativo, pero sólo en el caso de las estrellas más cercanas. Si se dedicara un año a la exploración, el viaje redondo a Alfa Centauro duraría 9,4 años, en lugar de 11,4 años, lo cual sería un ahorro considerable; pero el viaje redondo a Rigel consumiría 1.081 años en vez de 1.083, lo cual no sería ningún ahorro apreciable ([38]).
    En segundo lugar, no estoy absolutamente seguro de que sea posible separar la velocidad y el gasto de energía, como he aventurado antes. Tengo la fuerte sospecha de que si pudiéramos convertir en foto­nes una cantidad de materia, encontraríamos que la energía que tendríamos que gastar para lograr tal cosa sería igual a la que gastaríamos para ace­lerar la materia hasta casi alcanzar la velocidad de la luz. Lo mismo se aplicaría a la reconversión de la materia, en lo que tendríamos que gastar tanta ener­gía como la que necesitaríamos para desacelerar la materia que hubiese alcanzado la velocidad de la luz. Por tanto, podría ser que el «empuje fotónico» no nos ahorrara mucho tiempo, ni tampoco mucha energía.
    Además, no tenemos la menor idea de cómo po­dríamos convertir la materia en fotones y después reconvertirla en materia, en forma tal que se repro­dujeran todas las características de la materia ori­ginal, hasta en sus mínimos detalles. (Basta imaginar la reproducción del cerebro humano, con todas sus complicaciones, después que hubiese sido disuelto en fotones. Algunos podrían considerar tal cosa como concebible, pero ni ellos mismos pueden dar una idea del método que se emplearía para hacerlo.)
    Por otra parte, las conversiones en cualquier dirección tendrían que hacerse con absoluta simul­taneidad, pues si algunas conversiones a fotones se hiciesen aunque fuese un segundo después de otras, los fotones se extenderían por centenares de miles de kilómetros y entonces podría ser imposible re­convertirlos en objetos compactos.
    Aunque se produjeran con absoluta simultanei­dad, ¿cómo podrían dirigirse los fotones en la direc­ción conveniente, sin que perdieran el orden en el largo viaje, y después se reconvirtieran con la misma simultaneidad?
    Aunque se reconozca que hace 200 años las proe­zas de la televisión moderna habrían parecido im­posibles e impensables, no podemos argüir razona­blemente que porque algunas cosas que antes se creían imposibles, y que después han resultado po­sibles, todas las cosas que parecen ahora imposibles serán posibles.
    En este libro he optado siempre por el camino de la cautela, y nada he aceptado sin por lo menos alguna prueba, por ligera que sea. Actualmente no hay motivo para sospechar que sea práctico un em­puje fotónico, pero hasta que llegue una prueba de lo contrario (lo que podría suceder mañana mismo), debo decir que aunque positivamente no rechazo el empuje fotónico, considero que sus probabilida­des son casi nulas, por lo que razonablemente debe­mos dejar el asunto en ese punto.
    ¿Podríamos evitar la dificultad de la conversión y la reconversión, y de la dirección del rayo de luz, dejando todas las partículas como son, pero elimi­nando su masa en alguna forma? Una nave y su contenido sin masa, instantáneamente se acelerarían hasta la velocidad de la luz y permanecerían a esa velocidad. Una vez que la masa se restaurara, súbitamente cambiaría a su velocidad original. Esa situa­ción parece mucho más aceptable que la conversión en rayos de fotones.
    Por desgracia no conocemos forma alguna de eli­minar la masa de ninguna partícula, ni hay indicios, en ninguna parte, de que encontremos alguna vez la forma de hacerlo. Incluso si la encontráramos, no viajaríamos más que a la velocidad de la luz.
    Hasta aquí, todo lo que he sugerido nos lleva a la velocidad de la luz, pero no más allá.
    Sin embargo, en 1962, los físicos O. M. P. Bilaniuk, V. K. Deshpande y E. C. G. Sudershan seña­laron que las ecuaciones de Einstein permitirían la existencia de objetos con masa, que se expresa con lo que los matemáticos llaman una cantidad imagi­naria.
    Esos objetos con «masa imaginaria» deben siem­pre ir a velocidades mayores que la de la luz, si las ecuaciones de Einstein han de seguir teniendo vali­dez. Por esa razón, el físico norteamericano Gerald Feinberg (n. 1933) nombró a esos objetos taquiones, de la palabra griega que significa veloz.
    Un objeto con masa imaginaria tendría propie­dades muy diferentes de las de la masa ordinaria. Por ejemplo, los taquiones tienen más energía mien­tras más lentos son. Si se empuja un taquión, y así se le añade energía, se mueve más y más lentamente, hasta que con un empuje infinitamente fuerte se puede lograr que vaya tan despacio como la velo­cidad de la luz, pero nunca más lentamente ([39]).
    Por otra parte, si se sustrae energía empujando un taquión en contra de la dirección de su movi­miento, o haciéndolo pasar por un medio resistente, se mueve más y más aprisa, hasta que, cuando su energía es de cero, se desplaza a velocidad infinita en relación con el Universo en general. Imaginemos, entonces, un «empuje taquiónico».
    Supongamos que toda partícula subatómica que hay en una nave, y su contenido, se convierten en los correspondientes taquiones. La nave partiría inme­diatamente, sin aceleración, a muchas veces la velo­cidad de la luz, y llegaría a una galaxia distante, tal vez en no más de unos cuantos días; entonces, todo sería reconvertido en partículas originales, y en seguida, sin desaceleración, la nave y su conte­nido se moverían a velocidades normales ([40]).
    Por fin habríamos encontrado de esta manera la forma de resolver el problema del límite de la velo­cidad de la luz, si no fuera porque...
    Primero, realmente no sabemos si los taquiones existen. Por supuesto, no van contra las ecuaciones de Einstein, pero ¿es eso todo lo que se necesita para que existan? Puede haber otras consideracio­nes, además de las ecuaciones, que hagan imposible su existencia. Por ejemplo, algunos científicos sos­tienen que los taquiones, si existen, permitirían que se violara la ley de la causalidad (que la causa debe preceder al efecto, en el tiempo), y que esto haga inevitable su inexistencia. Indudablemente, nadie ha descubierto hasta ahora taquiones, y hasta que sean localizados será difícil defender su existencia, ya que ningún aspecto de sus propiedades parece afec­tar a nuestro Universo y, por tanto, obligarnos a creer en ellos, aunque no hayan sido descubiertos materialmente ([41]).
    Segundo, aun suponiendo que los taquiones exis­tan, no tenemos idea de cómo convertir partículas ordinarias en taquiones, o cómo invertir el proceso.
    Todas las dificultades del empuje fotónico se mul­tiplicarían en el caso del empuje taquiónico, pues un error en la simultaneidad de la conversión rega­ría todo, no sólo en centenares de miles de kilóme­tros, sino tal vez en centenares de miles de años luz.
    Por último, aunque todo esto pudiera ser mane­jado, sigo sospechando que no podemos resolver el requisito de energía; es decir, que se necesitaría tan­ta energía para pasar la materia de un extremo de la Galaxia al otro, por medio de un empuje taquió­nico, como se necesitaría para la aceleración y la desaceleración. De hecho, el empuje taquiónico po­dría requerir mucha más energía, puesto que sería preciso vencer al tiempo, lo mismo que a la dis­tancia.
    Pero tenemos otro medio posible de escape. Si nos falla el requisito de «la materia que conocemos», ¿qué podría decirse de «el Universo que conoce­mos»? Mientras el Universo con el que trabajamos fue el mismo que Newton conoció —el Universo de movimiento lento y de pequeñas distancias—, las leyes de Newton parecieron inobjetables.
    Y mientras el Universo con el que trabajamos sea el mismo que Einstein conoció —el Universo de bajas densidades y gravitaciones débiles—, las leyes de Einstein parecen inobjetables. Sin embargo, po­dríamos ir más allá del Universo de Einstein, como hemos ido más allá del de Newton. Consideremos...
    Cuando una estrella grande estalla y se desin­tegra, la fuerza de la desintegración y la masa del resto que se desune pueden combinarse para empu­jar a partículas subatómicas hasta que se junten, y después destrozarlas y desacoplarlas indefinida­mente, hacia el volumen cero y la densidad infinita.
    La gravedad superficial de una estrella de esa índole, que se desintegra, crece hasta la intensidad en que cualquier cosa puede caer pero nada puede escapar, de suerte que es semejante a un «agujero» indefinidamente profundo en el espacio. Puesto que ni la luz puede escapar, ése es el «agujero negro» que mencioné anteriormente en este libro.
    Generalmente, la materia que cae en un agujero negro se concibe como indefinidamente comprimida. Sin embargo, algunas teorías sostienen que si un agujero negro gira (y es posible que todos los agu­jeros negros giren), la materia que caiga en él puede salir por alguna otra parte, como pasta dental que sale por un pequeño orificio en un tubo grueso su­jeto a la lenta presión de una aplanadora.
    Al parecer, el traslado de materia podría ocurrir a enormes distancias, hasta millones de años luz, en un período insignificante. Esos traslados podrían evadir el límite de la velocidad de la luz, pues pa­san por túneles, o a través de puentes que, en rea­lidad, no tienen las características de tiempo del Universo que conocemos. En efecto, a ese pasaje se le llama el puente Einstein-Rosen, porque Albert Einstein mismo, y un colaborador llamado Rosen, sugirieron una base teórica de esto, en la década de 1930.
    ¿Podrían los agujeros negros permitir algún día el viaje interestelar, o el viaje intergaláctico? Em­pleando bien los agujeros negros, y suponiendo que existan en gran número, se podría entrar en uno de ellos en el punto A, salir en el punto B (a mu­chísima distancia) casi inmediatamente, y viajar por el espacio ordinario hasta el punto C, en el que se entraría en otro agujero negro, para salir casi en seguida en el punto D, y así sucesivamente. De esa manera se llegaría a cualquier punto del Universo, desde cualquier otro punto, en un tiempo razona­blemente breve.
    Naturalmente, sería preciso preparar un mapa muy exacto del Universo, en el que se señalaran con cuidado las entradas y salidas de los agujeros negros.
    Podríamos suponer que cuando comenzaran de esa manera los viajes interestelares, aquellos mun­dos que estuviesen cerca de la entrada de un agu­jero negro prosperarían, crecerían y establecerían estaciones espaciales aún más cerca de la entrada.
    Esas estaciones espaciales servirían también de centrales de fuerza, puesto que sería enorme la ener­gía radiada por la materia que cayere en un agujero negro. Podríamos hasta imaginar programas espa­ciales que consistieran en meter la materia muerta e inútil en un agujero negro, para aumentar la pro­ducción de energía (como poner combustible en un horno).
    De hecho, esto proporciona otra explicación de un Universo lleno de civilizaciones extraterrestres, aunque ninguna de ellas visita a la Tierra. Podría suceder que la Tierra se encuentre en un lugar apar­tado, muy lejos de las redes de agujeros negros. Las civilizaciones extraterrestres tal vez sepan que existi­mos, pero quizá no crean que valga la pena el tiem­po y el gasto que significaría visitarnos.
    Sin embargo, no deja de tener sus desventajas el fascinante cuadro de un Universo lleno de agujeros negros, convertidos en una especie de supersistema de ferrocarril subterráneo para vuelos interestelares.
    En primer lugar, no sabemos realmente cuántos agujeros negros hay en el Universo. Fuera de los centros de la Galaxia y de los cúmulos globulares, tal vez haya sólo media docena de agujeros negros por galaxia, que de poco servirían, salvo a unos cuantos sistemas planetarios cercanos a una entra­da, aunque quizá ninguno de ellos contenga un pla­neta habitable.
    En segundo lugar, dista mucho de ser definitiva la hipótesis de que la materia que entre en un agu­jero negro saldrá en alguna otra parte. Muchos astrónomos creen que esa teoría es totalmente falsa.
    En tercer lugar, aunque la materia que entre en un agujero negro salga en alguna otra parte, nada material puede entrar en un agujero negro sin ser destruido completamente, hasta convertirse en polvo o en partículas subatómicas, o menos aún, a causa de los increíbles efectos de marea del campo gravitacional inimaginablemente intenso del agujero negro. Pudiera ser que alguna tecnología avanzada aprendiera a evitar todos los efectos de la gravita­ción, y a impedir que sus naves espaciales sirvieran de combustible al horno del agujero negro, o que fuesen destrozadas por las mareas; pero actualmente tal cosa parece imposible, aun en teoría.
    Considerando a la luz del Universo como ahora creemos que es, no parece haber ninguna esperanza razonable de que el límite de la velocidad de la luz sea eliminado en alguna forma práctica.
    Debemos ver qué puede hacerse a velocidades inferiores a la de la luz.

    Dilatación del tiempo

    Un fenómeno peculiar, anunciado por las ecuacio­nes de Einstein (y comprobado por los estudios so­bre la aceleración de las partículas subatómicas), consiste en que la rapidez con que el tiempo parece avanzar, disminuye con la velocidad. A esto se le llama dilatación del tiempo.
    En una nave espacial que avanzara muy rápida­mente, todo ocurriría con más lentitud: los movi­mientos atómicos, los relojes, el metabolismo del tejido humano. Como todo se desaceleraría con sin­cronismo exacto, la gente a bordo no notaría el cambio, y le parecería que todo en el mundo exterior se había acelerado. (Esto es análogo a la manera como no nos damos cuenta del movimiento en un tren que avanza suavemente en una estación; nos parece más bien que la estación y el paisaje se mue­ven hacia atrás.)
    La desaceleración del tiempo aumenta al moverse uno más aprisa en relación con el Universo en gene­ral, hasta que al alcanzar la velocidad de 293.800 kilómetros por segundo (0,98 la velocidad de la luz), la rapidez del transcurso del tiempo es sólo 1/5 de la que sería si la nave espacial estuviese en reposo. Si la aproximación a la velocidad de la luz es toda­vía mayor, la rapidez del paso del tiempo continúa disminuyendo hasta que, al llegar a menos de un kilómetro de la velocidad de la luz, esa rapidez se acerca a cero.
    Supongamos, entonces, que nos hallamos en una nave espacial que acelera a 1 g de gravedad. (Es decir, a la rapidez que nos haría sentir empujados contra la parte posterior de la nave, con la misma fuerza que la gravedad nos impulsa ahora contra la superficie de la Tierra. En esa aceleración nos sentiríamos perfectamente normales La parte pos­terior de la nave parecería hallarse abajo, y la ante­rior, arriba.) Esto es absolutamente confirmable.
    Después de cerca de un año en tal situación, la nave se movería a casi la velocidad de la luz, y aun­que todo a bordo nos pareciera normal, el mundo exterior lo veríamos muy raro. En realidad, sería imposible observar muchas de las estrellas, pues la luz de aquellas que estuviesen delante cambiaría hacia la gama de los rayos X, y sería invisible. (De hecho, la nave tendría que ser protegida contra esa radiación.) La luz de las estrellas atrás de nosotros cambiaría hacia la gama de las ondas de radio, y también sería invisible.
    Si los ocupantes de la nave midieran su velo­cidad contra las distancias que estuviesen recorrien­do, les parecería que iban muchas veces más rápido que la luz, pues se necesitaría tal vez sólo una se­mana para cubrir la distancia entre dos estrellas que se supiera que se hallaban a diez años luz la una de la otra. Si pudiésemos observar la nave desde la Tierra, veríamos que en realidad necesitaría un poco más de diez años para cubrir la distancia, pero en el caso de la gente a bordo, con el sentido retar­dado del tiempo, esos diez años parecerían tener una duración de sólo una semana.
    Así pues, al aprovechar la dilatación del tiempo, una nave espacial cubriría enormes distancias en lapsos que parecerían comparativamente breves, a las personas que estuviesen a bordo. En un tiempo que les parecería de 60 años, llegarían a la Galaxia de Andrómeda, que se encuentra a 2.300.000 años luz de nosotros ([42]).
    ¿Resuelve el problema la dilatación del tiempo? Tal vez no, pues se presentan varias dificultades. Primero, para sostener la aceleración de 1 g durante un tiempo prolongado (o bien, una desaceleración de 1 g), se necesitarían enormes cantidades de energía, como lo indiqué antes.
    Supongamos que disponemos de la forma más efi­caz de obtener energía, por medio de la acción rec­iproca de cantidades iguales de materia y de anti­materia. Esa mezcla queda sujeta al aniquilamiento mutuo y a la conversión total de materia en energía. Para determinada masa de combustible, esa reac­ción rendiría 35 veces más energía que la fusión del hidrógeno, y si hay alguna manera de obtener más energía que ésa, por cualquier medio, ignoramos hasta ahora cuál puede ser.
    Con todo, acelerar una tonelada de materia hasta 0,98 por ciento la velocidad de la luz, significaría la conversión en energía de unas 25 toneladas de una mezcla de materia y antimateria, o la conver­sión de 100 toneladas para cualquier viaje redondo, contando dos aceleraciones y dos desaceleraciones. Si se empleara la fusión del hidrógeno como medio de propulsión, unas 3.500 toneladas de hidrógeno tendrían que emplearse en la fusión. En otras pala­bras, para llevar una tonelada de materia a Alfa Centauro y hacer que regresara a la Tierra —sólo una tonelada—, se necesitaría 10 veces más energía que la que los habitantes de la Tierra consumen ahora en un año.
    Existe la posibilidad de que no sea necesario emplear combustible para obtener esa energía. El físico angloamericano Freeman John Dyson (n. 1923) señala que una nave espacial que pasara en torno de un planeta como Júpiter utilizando un efecto de látigo, podría acelerarse enormemente sin que los astronautas padecieran efectos adversos, puesto que todos los átomos de la nave y de su contenido serían acelerados de igual manera (produciendo un insignificante efecto de marea). En efecto, las sondas enviadas a Júpiter, el Pioneer 10 y el Pioneer 11, fue­ron aceleradas de ese modo, ganando energía a ex­pensas del vasto conjunto de energía gravitacional de Júpiter, y también suficiente velocidad para ser arrojadas fuera del sistema solar.
    Podemos imaginar naves espaciales en ruta hacia alguna estrella distante, que pasen una que otra vez cerca de algún planeta gigante para obtener enormes aumentos de velocidad, si esos planetas gigantes se encuentran en lugares convenientes, lo que no parece del todo probable.
    Otra manera de imaginar una nave espacial que obtenga aceleración sin combustible es suponiendo un rayo láser que cubra con su luz una gran «vela» que rodee a la nave. El rayo láser, situado en algún cuerpo apropiado del sistema solar, estaría dirigido continuamente hacia la vela y serviría de empuje continuo que aceleraría constantemente a la nave. Desde luego, para que el rayo láser perdurara ten­dría que consumir las enormes cantidades de energía que la nave no gastaría. (No es posible eludir ese sistema, tratándose de energía.) Además, sería más y más difícil conservar la ruta, a medida que la nave se apartase más y más de su base. Por último, el rayo láser no podría emplearse para desacelerar, a menos que alguien, en el punto de destino, pudiese suministrar otro rayo utilizable para la dirección opuesta.
    Empero, si fallasen los métodos en que no inter­viene el empleo de combustible, y una nave que avanzara a la velocidad de la luz tuviese que valerse de combustible, posiblemente no tendría que llevar­lo, pues podría recogerlo a medida que avanzara. Después de todo, el espacio interestelar no está va­cío por completo. Contiene átomos de materia, casi todos ellos de hidrógeno.
    En 1960, el físico norteamericano Robert W. Bussard sugirió que ese hidrógeno podría recogerse mientras la nave espacial surcara el espacio. Esa nave sería una especie de «estatorreactor intereste­lar», pero en atención a que el espacio exterior con­tiene mucha menos materia que la atmósfera de la Tierra, la nave tendría que recoger esa materia, de un volumen mucho mayor, comprimirla y extraer energía por medio de la fusión del hidrógeno.
    Para ser eficaz, el recogedor de la nave tendría que tener un diámetro de por lo menos 125 kiló­metros, cuando pasara por los volúmenes de espacio en que hay nubes de polvo y gas, y donde la materia está regada en forma más espesa. En el espacio in­terestelar ralo, el recogedor tendría que ser de un diámetro hasta de 1.400 kilómetros, y de 140.000 ki­lómetros en el espacio intergaláctico.
    Esos recogedores, si imaginamos que estuviesen construidos con los materiales más ligeros, serían no obstante prohibitivamente voluminosos. ¿Cómo podrían llevarse al espacio los materiales de esos recogedores, o cuánto tiempo y esfuerzo se nece­sitaría para armarlos con materiales que ya estu­viesen en el espacio?
    Aun si se resolviese en alguna forma el problema de la energía, por métodos que no podemos prever en modo alguno, sigue siendo cierto que una nave enorme, que viajara a una velocidad muy próxima a la de la luz, sería especialmente vulnerable. Tal vez no exista el peligro de chocar centra una estre­lla, pero bien puede ser que en el espacio haya cuerpos relativamente pequeños, desde planetas has­ta grava.
    Desde el punto de vista de la nave, todo objeto en el Universo que se aproximara a ella lo haría a la velocidad de la luz. Sería imposible evitarlo, pues cualquier mensaje concebible que anunciara su apro­ximación (rayos X, o cualquier otra cosa) viajaría únicamente a la velocidad de la luz, por lo que el objeto mismo llegaría casi inmediatamente después del mensaje de advertencia. Tan pronto como so­nara el aviso de una colisión, ésta se produciría.
    Y cualquier objeto voluminoso que chocara con la nave, siendo la velocidad relativa entre uno y otro cuerpos la de la luz, dejaría un nítido agujero en donde entrara, en donde saliera, y en todas las in­tersecciones. Al cabo de poco tiempo, la nave se ase­mejaría a un queso gruyere.
    Aunque descartáramos las partículas grandes, y supusiéramos que nada hay salvo gas muy tenue en el volumen gaseoso por el que la nave pasara, tal cosa bastaría para causar dificultades.
    Al acelerar la nave espacial e ir más y más apri­sa, los átomos del espacio interestelar la golpearían con mayor y mayor fuerza, y más y más de ellos por segundo.
    Desde la nave espacial, las partículas que llega­ran se aproximarían a una velocidad muy cercana a la de la luz, y eso las convertiría virtualmente en fragmentos de rayos cósmicos.
    En condiciones ordinarias, la intensidad de los rayos cósmicos en el espacio no es particularmente letal. Los astronautas han permanecido en el espa­cio durante más de tres meses continuos, y sobrevivido fácilmente. Sin embargo, el viajar por el es­pacio interestelar a la velocidad de la luz, con todas las partículas llegando a la velocidad de los rayos cósmicos, la nave quedaría sujeta a una intensidad de radiación varios centenares de veces mayor que la producida por uno de nuestros modernos reacto­res nucleares.
    Algunos científicos sospechan que esta interfe­rencia de la materia interestelar bastaría para evitar que las naves espaciales alcanzaran velocidades su­periores a 1/10 de la de la luz, y a esa velocidad es muy pequeño el efecto de la dilatación del tiempo.
    Aunque se vencieran todas las dificultades, per­siste otro problema que se encuentra en el meollo mismo de la relatividad. El sentido de la desacele­ración del tiempo afectaría únicamente a los astro­nautas, pero no a la gente que quedara en el planeta.
    Utilizando una aceleración y desaceleración de 1 g, y aprovechando al máximo la dilatación del tiempo, un viaje de ida y vuelta a la estrella Deneb lo podrían hacer los astronautas en 20 años (inclu­yendo un año en el sistema Deneb, con fines de ex­ploración). Sin embargo, cuando volvieran encontra­rían que en la Tierra habían transcurrido 200 años. Mientras más tiempo viajaran a esa aceleración, más se acercarían al límite de la velocidad de la luz, y más lentamente avanzaría el tiempo para ellos. Así, con la distancia aumenta rápidamente la diferencia entre el paso del tiempo en la nave y en la Tierra. Un viaje redondo al otro extremo de la Galaxia con­sumiría 50 años de los astronautas, pero éstos des­cubrirían que en la Tierra habrían transcurrido 400.000 años. (Indiscutiblemente, esto sería cierto incluso en su más alejado límite, en el caso de un empuje fotónico.)
    Se tiene la impresión de que tal cosa bastaría para tener la certeza de que no habría gran interés entre los habitantes de la Tierra (o de cualquier otro planeta que sirva de base) para dedicarse a la exploración estelar por medio de la dilatación del tiempo. Ya es bastante difícil lograr que la gente se prive ahora de algo, con el objeto de obtener lo que le parezca deseable o esencial al cabo de 30 años. Parece que no atraería a muchos dedicar un esfuerzo a algo que produciría resultado varios siglos o hasta centenares de miles de años después.
    Así pues, al considerar las dificultades en la ob­tención de la energía necesaria, el peligro de la ra­diación y el diferencial del tiempo, siguiendo nues­tras normas conservadoras, se podría decir que la dilatación del tiempo no es un medio práctico, física o psicológicamente, para llegar a las estrellas.

    Deslizamiento

    Puesto que no parecen prácticos todos los méto­dos para viajar a una velocidad próxima a la de la luz, o todavía mayor, debemos analizar qué es lo que puede hacerse a velocidades bajas.
    Por supuesto, la ventaja de las velocidades bajas es que los requisitos de energía no son exorbitantes, ni tampoco es peligroso el ambiente del espacio in­terestelar. La desventaja está en el tiempo que dura­rían esos viajes.
    Supongamos una nave que fuese acelerada hasta alcanzar la velocidad de 3.000 kilómetros por se­gundo. Esto sería desorbitado en comparación con las velocidades ordinarias, pues la nave podría llegar de la Tierra a la Luna en dos minutos. Sin embargo, esa velocidad sería sólo 1/100 la de la luz, por lo que el efecto de dilatación del tiempo resultaría insignificante y se necesitarían cerca de 900 años para hacer el viaje redondo a Alfa Centauro, que es la estrella más cercana.
    ¿Existen condiciones bajo las cuales sería so­portable un viaje de 900 años?
    Vamos a suponer que los astronautas fuesen in­mortales. Podríamos decidir que, en ese caso, des­lizarse hacia esa estrella y regresar (con intervalos comparativamente pequeños de aceleración y desa­celeración), durante 900 años, significaría una frac­ción trivial de una vida prolongada indefinidamente, y no presentaría ningún problema.
    Sin embargo, aunque los astronautas fuesen in­mortales, suponemos que tendrían que comer, beber, bañarse y eliminar desperdicios. Eso significa que tendría que haber un complejo sistema sustentador de vida, que funcionase perfectamente durante casi 1.000 años. Podemos imaginar que sería factible, pero indudablemente resultaría costoso.
    Además, los astronautas necesitarían tener algo en qué ocupar su mente. Resultaría difícil tolerar un habitáculo estrecho, sin la posibilidad de cam­biar de compañía durante casi 1.000 años. No sería demasiado aventurado suponer que el asesinato y el suicidio dejarían sin tripulantes a la nave, mucho antes de que terminara el viaje, pues es más fácil imaginar una victoria sobre la muerte que una vic­toria sobre el tedio.
    Y, naturalmente, no tenemos ningún motivo para creer, al menos hasta ahora, que alguna vez poda­mos alcanzar la inmortalidad.
    Pero quizá podamos eliminar algunas de las difi­cultades de la inmortalidad, sustituyéndola con una muerte temporal, seguida de la resurrección. En otras palabras, supongamos que los astronautas son congelados y puestos en estado de suspensión ani­mada, y que se les volverá a la vida sólo cuando el punto de destino se encuentre cercano.
    En esas circunstancias, la nave podría avanzar deslizándose a bajas velocidades, con lo que se evi­tarían las desventajas de un viaje a la velocidad de la luz, con los astronautas inconscientes del paso de los años, lo mismo que ocurriría en el caso de la dilatación del tiempo. Para ellos, un viaje de mi­les de años transcurriría en un abrir y cerrar de ojos, y cuando volviesen a la vida (debe suponerse) no habrían envejecido en apariencia. De esa ma­nera, no se necesitaría un sistema excepcionalmente fiable de sustentación de la vida en la forma usual; ni existiría el problema de tener a los astro­nautas ocupados y sin aburrirse durante el largo viaje.
    Aun así, hay dificultades obvias. El problema de congelar a un ser humano sin matarlo, y después revivirlo con todo éxito, no parece (hasta ahora) que pueda resolverse.
    Aunque pudiéramos solucionarlo, probablemente existan límites en cuanto al tiempo que puede te­nerse un cuerpo congelado, conservando intacto lo fundamental de la vida. Tal vez no fuese posible te­nerlo así durante un largo viaje estelar. Y si pudié­semos hacer tal cosa, tendríamos que instalar en la nave un sistema a toda prueba, que mantuviese el estado de congelación (nueva forma de sistema sus­tentador de la vida) y que funcionara automática­mente para revivir a los astronautas en el momento apropiado. No es fácil concebir un dispositivo que pueda surgir a la vida después de varios siglos de hallarse latente.
    Las dificultades son enormes, y aunque no pode­mos insistir en que no podrán resolverse ni con el transcurso de suficiente tiempo, tampoco podemos estar seguros de que inevitablemente serán resuel­tas.
    Además, mientras los astronautas congelados es­tuviesen con vida latente, y por ello no envejecieran ni se dieran cuenta del paso del tiempo, tal cosa no ocurriría en el caso de la gente de la Tierra que los hubiese enviado al espacio (a menos que toda la población del planeta también fuese congelada, lo que podemos rechazar como ridículo). Esto significa que, exactamente como en el caso de la dilatación del tiempo, los astronautas regresarían muchas ge­neraciones después y experimentarían un profundo «choque del futuro».
    De hecho, aun en el caso de la inmortalidad, surgirían dificultades. Podemos suponer que si los astronautas fuesen inmortales, la población general del planeta también lo sería, y que, después de su largo viaje, los astronautas volverían para informar a la misma gente que los había lanzado al espacio muchísimo antes. Pero indudablemente la vida ha­bría tomado rumbos muy diferentes en la nave y en el planeta, y los dos grupos humanos serían extra­ños entre sí.
    Parece muy probable que en cualesquiera de las mencionadas circunstancias, no tendría objeto que los astronautas volviesen a su base La exploración de las estrellas debería emprenderse bajo el enten­dimiento de que los astronautas y sus naves nunca más volverían a verse. Enviarían y recibirían mensa­jes al paso de siglos y milenios, pero eso sería todo. En este caso, lo que habría que elucidar sería si algunos seres humanos estarían dispuestos a so­meterse a un exilio permanente. O bien, si el planeta base se sentiría inclinado a hacer el gasto de enviar seres inteligentes al espacio exterior, aunque todo lo que obtuviera de ese esfuerzo se redujera a uno que otro mensaje en un futuro remoto.
    ¿No sería más económico, menos difícil y real­mente más productivo, enviar a las estrellas sondas automáticas? El astrónomo Ronald N. Bracewell (n. 1921) insinuó, desde 1960, que otras civilizacio­nes podrían haber recurrido ya a esa estrategia.
    Nosotros mismos hemos seguido este sistema en relación con los planetas. En tanto que hasta ahora los astronautas han podido llegar únicamente a la Luna, algunas sondas automáticas han descendido en Marte y Venus, e ido más allá de Mercurio y Júpiter. Hemos obtenido considerables conocimien­tos como resultado de esas exploraciones, y aunque creyéramos que sería preferible el rastreo por medio de seres humanos, debemos reconocer que si la ins­pección humana es imposible, las sondas son un sustituto razonable. Hasta ahora ha producido re­sultados nada despreciables.
    Por tanto, podríamos enviar sondas estelares. El gasto seguiría siendo enorme, pero mucho menor que el de comisionar seres humanos. Podemos dar­nos el lujo de mayor aceleración, de eliminar siste­mas sustentadores de vida para astronautas vivien­tes o congelados, y de no sentir preocupación por el bienestar psicológico de los astronautas. Tampoco debemos temer el choque del futuro, ya que no exis­te ninguna razón especial para que una sonda auto­mática regrese; y aunque lo hiciera, en nada le afec­taría el transcurso de varias generaciones.
    Podemos imaginar civilizaciones avanzadas que envían sondas igualmente avanzadas, pero sin duda debe llegarse al punto de la utilidad decreciente. Mientras más complicada fuese la sonda, más difí­cil e incierto sería su mantenimiento. Es dudoso suponer que cualquier cosa que sea verdaderamen­te complicada podrá funcionar a la perfección du­rante miles o millones de años. (Indudablemente, ni la civilización más adelantada podría alterar la segunda ley de la termodinámica, o el principio de indeterminación.)
    Si vamos a los extremos, podríamos imaginar, por ejemplo, una tripulación de autómatas avanza­dos, tan inteligentes como los seres humanos, que exploraran el Universo como pudieran hacerlo los seres humanos. Pero si esos autómatas fueran suma­mente inteligentes, ¿no serían también vulnerables a las enfermedades de la inteligencia: el hastío, la depresión, el enojo, el asesinato y el suicidio?
    Entonces se necesitaría escoger un nivel interme­dio y enviar al espacio exterior sondas que contu­viesen dispositivos lo suficientemente complicados para que pudieran transmitir tanta información útil e interesante como fuese posible, pero lo bastante sencillos para que perduraran a través de las eras. Es evidente que este nivel intermedio daría por re­sultado naves pilotadas por dispositivos mucho me­nos inteligentes que los seres humanos.
    Esto también puede ser la respuesta a la incóg­nita de por qué no hemos sido visitados por otras civilizaciones. Posiblemente ya lo hemos sido, pero no por organismos vivientes. Tal vez han pasado sondas por nuestro sistema solar y enviado mensa­jes a sus bases, acerca de la naturaleza y las pro­piedades del Sol, de sus planetas y, concretamente, sobre el hecho de que existe un planeta habitable en el sistema. Si una de esas sondas ha pasado re­cientemente, tal vez haya informado respecto a la existencia de una civilización floreciente.
    Naturalmente, no podemos decir con cuánta fre­cuencia ha podido pasar una de esas sondas, o cuán­do pasó la última, o si todas ellas han pertenecido a alguna civilización en particular ([43]). Podría ser que las sondas hayan sobrevivido a la civilización a que pertenezcan y estén enviando sus mensajes inú­tilmente.

    Mundos a la deriva

    Un punto de vista riguroso acerca de las po­sibilidades de los viajes interestelares ha hecho ver que no existe ninguna forma práctica de enviar orga­nismos inteligentes de una estrella a otra, y que la mejor manera de hacerlo es por medio de sondas automáticas.
    Sin embargo, hasta aquí hemos supuesto que una tripulación de astronautas debe completar un viaje redondo a las estrellas en el término de una vida humana, ya sea yendo más aprisa que la luz, expe­rimentando dilataciones del tiempo, poseyendo una larga vida, o recurriendo a la congelación profunda. Todos esos medios parecen poco prácticos.
    Pero ¿y si abandonamos la suposición de que se necesita un viaje redondo en una sola vida?
    Supongamos que diseñamos una nave que se des­lice hasta Alfa Centauro y que necesita varios siglos para hacer el viaje. Supongamos que no esperamos que los astronautas sean inmortales o estén conge­lados, sino que vivan una vida normal, de una ma­nera normal.
    Naturalmente, morirán mucho antes de terminar el viaje. Sin embargo, hay astronautas de ambos sexos a bordo, y con los hijos que tengan podrán proseguir, y lo mismo podrán hacer sus hijos, y los hijos de sus hijos... durante muchas generaciones, hasta que lleguen a su destino ([44]).
    Aun así, se necesita un sistema complicado de sustentación de vida, pero el problema de mantener ocupados y no aburridos a los astronautas puede resolverse. Tener niños tal vez les ayude a pasar el tiempo. Las muertes y los nacimientos produci­rían un cambio constante de personal, y eliminarían el tedio implícito en un larguísimo período de ver las mismas caras. Además, los niños que nazcan en la nave no conocerán ninguna otra existencia (al menos de primera mano), y supuestamente no se aburrirán.
    Por otra parte, ¿vale la pena un viaje así? ¿Ha­brá voluntarios que no sólo estén dispuestos a pasar el resto de su vida en una nave, sino que quieran condenar a sus hijos y a los hijos de sus hijos a pasar toda su vida, desde que nazcan hasta que mue­ran, a bordo de una nave espacial? Y los habitantes de la Tierra, ¿estarán dispuestos a invertir en un programa tremendamente costoso, cuando los bene­ficios que de él se deriven los aprovecharán única­mente sus descendientes, al cabo de mil años?
    La respuesta a estas preguntas podría ser un rotundo «¡No!». De hecho, cualquier persona ordi­naria tal vez se sentiría tan horrorizada con sólo pensar semejante cosa, que creería insensato el sim­ple hecho de hacer la pregunta.
    Sin embargo, tal cosa podría ser únicamente por­que en este capítulo he supuesto (sin decirlo del todo) que las naves espaciales que emprendieran el largo viaje a las estrellas serían lo que ordinariamen­te entendemos por «naves»; semejantes a enormes transatlánticos, o como la nave estelar Enterprise, del programa de televisión «Viaje a las Estrellas». Mientras tengamos en mente tales naves será difícil, quizá imposible, responder a las objeciones a un viaje que dure varias generaciones; pero ¿de­bemos tener en mente esas naves?
    Al final del capítulo anterior imaginé un sistema solar salpicado de colonias espaciales suficientemen­te grandes para constituir por sí mismas comunida­des similares a un mundo.
    Esas colonias espaciales no llevarían suministros de alimentos y de oxígeno, en el sentido ordinario. Funcionarían en un equilibrio ecológico que pudiera mantenerse indefinidamente, siempre que se contara con una fuente segura de energía y de la sustitución del mínimo de material. Tampoco llevarían tripula­ción, en el sentido común de la palabra. Estarían habitadas por decenas de miles de seres, tal vez por decenas de millones, para quienes la colonia sería su planeta.
    La exploración gradual del sistema solar que hi­cieran esos colonos, y la gradual extensión del alcance de las colonias hasta la faja de asteroides y más allá, indudablemente debilitarían los lazos afec­tivos que unirían a los colonos a su Tierra ancestral y aun al Sol.
    El simple hecho de que para los colonos de la faja de asteroides y de más allá, el Sol se hallara mucho más alejado y fuese mucho más pequeño, haría que disminuyera su importancia. El que re­sultara más difícil emplear al Sol como fuente de energía, a medida que la distancia aumentara, pro­piciaría el cambio a la fusión de hidrógeno, especial­mente porque hay vastos suministros de hidrógeno en el sistema solar, más allá de Marte. Eso, a su vez, haría que las colonias dependieran menos del Sol.
    Además, mientras más se alejaran las colonias del Sol, más fácil sería desarrollar una velocidad capaz de sacarlas por completo del sistema solar. Con el tiempo, alguna colonia espacial, al ver que era inútil girar para siempre en torno del Sol, utilizaría algún sistema avanzado de propulsión, con base en la fusión del hidrógeno, para salirse de ór­bita y llevar su estructura, su contenido de mantillo, agua, aire, plantas, animales y gente, hacia lo des­conocido. ¿Por qué? ¿Por qué no?
    Tal vez por el interés que eso pudiera tener. Por ver lo que hay más allá del horizonte. Por la curio­sidad y por el brío que han extendido el alcance de la humanidad desde que nació, al enviar bandas de gente a cruzar a pie continentes enteros, aun antes del comienzo de la civilización, y al enviar ahora gente a la Luna y más allá.
    También podrían existir las exigencias de una población creciente. Al construirse más colonias es­paciales, aumentaría lógicamente la demanda de suministros de hidrógeno y la impaciencia por la creciente complejidad de las relaciones entre las colonias.
    Además, el trauma del cambio sería mínimo. Los colonos no saldrían de su hogar, sino que llevarían su hogar a otra parte. Con excepción de que el Sol disminuiría en tamaño, aparentemente, y que el contacto por radio con otras colonias se volvería cada vez más difícil de mantener (hasta que el Sol y el contacto por radio desaparecieran por completo), no habría ninguna diferencia importante para la gente de la colonia, como resultado de pasar de un inter­minable girar en torno del Sol a un interminable movimiento hacia adelante, en el Universo.
    Tampoco temerían necesariamente los colonos la lenta pérdida de sus recursos a causa de una re­circulación imperfecta, o del consumo de su com­bustible de hidrógeno. Cuando una colonia se con­virtiera en mundo libre, no sujeto a ninguna estrella, podría hallar combustible en cualquier parte del Universo.
    Por ejemplo, tal vez penetrase en la nube de co­metas, en el borde mismo del sistema solar, y bus­case a alguno entre los 100.000 millones de cometas que hay allí en su forma nativa, que fuese un pe­queño cuerpo de hielos congelados. Por supuesto, aun siendo un «pequeño cuerpo», tendría algunos kilómetros de diámetro, y contendría suficiente car­bono, hidrógeno, nitrógeno y oxígeno, para reempla­zar durante mucho tiempo cualquier disminución de materias volátiles que se hubiesen perdido a causa de una recirculación imperfecta, y para suministrar suficiente hidrógeno que sirviera de combustible du­rante un tiempo igualmente largo. (Después de todo, ese mundo libre no se aceleraría o desaceleraría gran cosa con mucha frecuencia. Casi todo el tiem­po se deslizaría.)
    Cuando se encontrara un cometa, podría reco­gerlo y remolcarlo para que sirviera como reserva a largo plazo de material y de energía. Con el tiem­po, y el mundo libre dispondría de tiempo más que de otra cosa, podría recoger una serie de cometas.
    Además, el Universo no estaría vacío después de que la nube de cometas quedase atrás. Otras estre­llas tendrán nubes de cometas en torno de ellas, y tal vez haya uno que otro cuerpo totalmente inde­pendiente de las estrellas.
    Un viaje así evitaría todas las dificultades que mencionamos antes.
    El mundo libre se movería lentamente, de suerte que no hubiese ninguna de las dificultades relacionadas con la resistencia del gas y las colisiones, ni demandas de energía para extensas aceleraciones y desaceleraciones. Los habitantes del mundo libre no necesitarían ser inmortales ni estar congelados; podrían vivir su vida normal, como la de nosotros, en un mundo extenso, con mucha gente y con pai­sajes semejantes a los de la Tierra y con un efecto centrífugo que produjera una gravedad similar a la de la Tierra. La luz tendría que ser artificial, pero podría vivirse con ella.
    Además, ese mundo libre no tendría que haber sido construido y costeado por la gente de la Tierra. Lo sería por colonos del espacio, en forma muy se­mejante a como las ciudades norteamericanas fue­ron edificadas por norteamericanos, no por las na­ciones europeas de las que procedieron los estadou­nidenses o sus antepasados. Eso significa que para invertir en él, el mundo libre no dependería de la voluntad de la Tierra.
    Los habitantes del mundo libre tampoco se sen­tirían preocupados al pensar que sus hijos y los hijos de sus hijos tendrían que pasar toda su vida «a bordo», porque eso sería lo que tendrían que ha­cer, de cualquier manera. Igualmente, a los habitan­tes del mundo libre no les preocuparía el pensamien­to de que cuando volvieran a la Tierra habrían trans­currido miles o millones de años. Probablemente, nunca se les ocurriría la necesidad de volver a la Tierra.
    Quizá muchas colonias se convirtieran en mun­dos libres. Es posible que el sistema solar, que ne­cesitó 4.600 millones de años para crear una especie lo suficientemente inteligente como para poder con­vertirse en una civilización tecnológica capaz de cons­truir colonias espaciales, comience a «sembrar» el Universo. Tal vez libere mundos libres que se apar­ten en todas direcciones, cada uno con su carga de humanidad, en equilibrio ecológico con otras formas de vida.
    Podría hasta ocurrir que el mundo base, la Tierra, a la larga tenga significado, en escala cósmica, úni­camente como fuente de mundos libres. Podría con­tinuar sirviendo como fuente hasta que, por un mo­tivo u otro, su civilización se deteriore, caiga en la decadencia y se extinga por completo. Las colonias espaciales que no prefieran dejar el sistema solar, posiblemente también se marchiten y decaigan, y sólo los mundos libres lleven adelante una huma­nidad vital y en desarrollo.
    Con el tiempo, tras el transcurso de muchas ge­neraciones, determinado mundo libre quizá se apro­ximara a una estrella. Probablemente no sería un accidente que tal cosa ocurriera. Sin duda, los as­trónomos de los mundos libres estudiarían todas las estrellas que se encontraran a determinados años luz de distancia, y sugerirían una aproximación a alguna que pareciese especialmente interesante. En esa forma podrían estudiar a las enanas blancas, las estrellas de neutrones, los agujeros negros, las gi­gantes rojas, las cefeidas variables y otras; todo ello desde una distancia prudente y segura.
    Esos astrónomos también podrían pronunciarse en favor de una aproximación a estrellas semejantes al Sol, para investigar (quizá con cierta nostalgia) si existe en ellas alguna civilización. Muy bien podría ocurrir que no tuviesen ningún interés en descender en un planeta semejante a la Tierra, y someterse a una forma de vida olvidada desde mucho tiempo atrás y que posiblemente les pareciese una vida re­pulsiva, en un mundo exterior. En ese exterior, el sistema de recirculación sería tan grande que no podría controlarse, el estado del tiempo constituiría un enjambre de incomodidades e incertidumbres, y la fauna silvestre no seleccionada resultaría molesta. Si hubiese mundos pequeños a cierta distancia de la estrella, a una distancia suficientemente grande para tener materiales helados, así como metales y roca (una faja de asteroides sería ideal), entonces podría ser oportuno construir una nueva colonia espacial y abandonar el antiguo mundo libre, el cual, a pesar de las reparaciones, tal vez estuviese ya algo gastado. (Sería también la oportunidad de introducir nuevos diseños y adelantos tecnológicos, desde el casco hacia adentro.)
    Podría nacer la tentación de estar allí un tiempo, y construir colonias en la nueva faja de asteroides.
    Las ventajas de esto serían evidentes. Durante los largos años que el mundo libre hubiese vagado por el espacio, habría tenido que mantener un rí­gido control demográfico. Sería entonces la ocasión de acrecentar la población con total abandono.
    Además, durante todos esos largos años, el mun­do libre, aunque mucho más grande de lo que ordi­nariamente concebiríamos a un navío espacial, sería no obstante algo pequeño, por lo que se haría ne­cesaria la implantación de cierta uniformidad de cultura y de modo de vida. La construcción de nu­merosas colonias espaciales en un período de varios siglos, en la faja de asteroides, permitiría el esta­blecimiento de culturas muy variadas.
    Naturalmente, con el tiempo las nuevas colonias espaciales saldrían a «sembrar», trasladándose hacia afuera como una nueva generación de mundos libres.
    Casi podríamos imaginar civilizaciones que exis­tieran en dos formas alternativas: una móvil, de población controlada, como mundos libres que va­garan por el espacio, y otra fija, con población en expansión, como colonias espaciales en torno de una estrella.
    Cada mundo libre, al vagar por el espacio, con el tiempo perdería todo contacto con su base origi­nal, con las colonias espaciales y con otros mundos libres. Se convertiría en una cultura solitaria, autó­noma, que cultivaría una literatura propia, así como diversas formas de arte, filosofía, ciencia y costum­bres, teniendo como base distante, por supuesto, algo de la cultura de la Tierra. Todos los demás mundos libres harían lo mismo y en ninguno de ellos repe­tiría la cultura de otro mundo. Con cada nueva colonia en un nuevo sistema solar, y con cada dis­gregación eventual, el resultado sería una nueva ex­plosión de diferencias.
    Tales variaciones culturales podrían producir una riqueza infinita para la humanidad en general, ri­queza que podría imaginarse sólo vagamente si la humanidad quedara confinada para siempre en el sistema solar.
    Diferentes culturas de mundos libres tendrían ocasión de actual recíprocamente cuando se intersectaran las sendas de dos de ellas.
    Podremos imaginar que cada uno de esos mun­dos sería detectado por el otro desde gran distancia, y su aproximación constituiría un gran aconteci­miento en ambos. El encuentro, indudablemente daría lugar a un ritual de importancia incompara­ble, que no se reduciría a una reunión pasajera y a un «hola-y-adiós» ([45]).
    Después de todo, cada mundo habría ya acumu­lado sus propios conocimientos, que entonces po­dría poner a disposición del otro. Existirían des­cripciones de cada uno de los sectores del espacio, nunca visitados por el otro mundo. Se expondrían nuevas teorías científicas y nuevas interpretaciones de las teorías antiguas. Se discutirían filosofías y formas de vida diferentes. Se intercambiarían litera­tura, obras de arte, artefactos materiales y disposi­tivos tecnológicos.
    Habría la oportunidad de un cruce de gentes. Cualquier intercambio de población (temporal o per­manente) podría ser el mayor logro de un encuentro de esa índole. Tal intercambio quizá mejoraría el vigor biológico de ambas poblaciones.
    Es indudable que en el transcurso de la larga separación, podrían haber ocurrido suficientes mu­taciones para que las dos poblaciones fuesen infértiles entre sí. Ambas podrían haberse convertido en especies separadas, pero la fertilización intelectual seguiría siendo posible (siempre que se venciera la inevitable dificultad del lenguaje, pues aunque dos mundos libres hubiesen comenzado con el mismo idioma, habrían desarrollado dialectos completamen­te diferentes).
    En esta forma, la humanidad no sería ya una criatura de la Tierra o del sistema solar, sino que pertenecería a todo el Universo, vagando hacia afue­ra, siempre hacia afuera, formando una gran varie­dad de especies relacionadas entre sí, hasta que el Universo llegara a un fin enormemente lento, por alguna ruta, y ya no pudiera sustentar vida en nin­guna parte.
    Bueno; pero ¿qué hay de las inteligencias extraterrestres? Suponiendo que no recurrieran a tec­nologías de fantasía, que ni siquiera podemos ima­ginar ahora, también ellas podrían haber pasado por un desarrollo que convirtiera los mundos libres en una forma práctica (quizá la única práctica) de en­viar organismos vivientes a través del espacio in­terestelar.
    Así, quizá surjan mundos libres desde miles de diferentes fuentes planetarias, y algunos de ellos tal vez han estado viajando, a través del espacio, de esta faja de asteroides a otra, y de esta a otra es­trella, durante miles de millones de años.
    Si las civilizaciones extraterrestres nos han visi­tado, probablemente ha sido en la forma de mundos libres. Y, de ser así, quizá no han visitado a la Tierra, sobre la cual su interés sería limitado, sino nuestra faja de asteroides.
    Puede suceder que cuando nuestras colonias es­paciales viajen hacia la faja de asteroides, encuen­tren prioridades ya establecidas sobre la posesión de éstos; o quizá descubran evidencia de que mun­dos libres estuvieron allí en el pasado, y se retiraron muchos siglos antes ([46]).
    También podría ser que los mundos libres, por principio, evitaran las estrellas semejantes al Sol, con planetas habitables. Después de todo, para los fines de los mundos libres, casi cualquier estrella serviría. Esa estrella puede ser un gigante de corta vida, pero el mundo libre podría permanecer lo su­ficientemente alejado de ella para evitar la radiación, y no necesitaría más de uno o dos siglos para cons­truir nuevas naves estelares con el material plane­tario disponible a esa distancia. Aun la estrella de más corta vida duraría mucho más que ese período. O bien (lo cual es más probable), una estrella podría ser pigmea y fría, pero, de todos modos, el mundo libre no la necesitaría para obtener energía, bastándole los cuerpos planetarios que giraran en torno de ella.
    Si muchas civilizaciones adoptan esa técnica, qui­zá algún mundo libre humano, que descendiera hacia algún sistema planetario, lo encontraría ya en poder de otros mundos libres de no humanos.
    Indudablemente se comprenderá a esas alturas de la historia, que es la naturaleza de la mente lo que asemeja a los individuos, y que las diferencias en aspecto, forma y costumbres son absolutamente triviales.
    Quizá a medida que los mundos libres humanos empezaran a ir hacia afuera, descubrirían que for­maban parte de una vasta hermandad de inteligen­cia, de un complejo de innumerables rutas por las cuales el Universo ha evolucionado hasta ser capaz de comprenderse a sí mismo.
    Y tal vez la humanidad, y todas las civilizaciones extraterrestres, puedan avanzar, combinadas, más lejos y más aprisa de lo que podría hacerlo por sí misma una sola de ellas. Si hay posibilidad de supe­rar lo que ahora consideramos como las leyes de la naturaleza, y doblegar todo el Universo a la vo­luntad de las inteligencias que de él han emanado, será conjuntando esfuerzos como surgirán las ma­yores oportunidades de éxito.
    13 – MENSAJES.

    Transmisión

    Hemos llegado a la conclusión de que tal vez haya más de 500.000 civilizaciones en la Galaxia, pero que la única forma en que cualquiera de ellas pueda surgir de su respectivo sistema planetario será por medio de sondas interestelares, o en forma de mundos libres.
    Nada hay determinante acerca de que surjan esos mundos y sondas. La vasta mayoría de las civiliza­ciones, presumiblemente todas ellas, tal vez perma­nezca en su propio sistema planetario. Cualesquier sondas que sean lanzadas, tal vez consistan en dis­positivos no destinados a descender en planetas habitables, sino simplemente a observar e informar desde el espacio. Los mundos libres que se acerquen a nosotros, posiblemente estén más interesados en obtener material y energía con que puedan mante­nerse, que en comunicarse con una civilización se­dentaria.
    De esta manera podemos explicar la aparente paradoja de que aunque en la Galaxia abunden las civilizaciones, no nos hayamos percatado de ellas.
    Pero ¿qué debemos hacer entonces?
    La respuesta más sencilla, y que significa menos molestia, es que no hagamos nada. Si las civiliza­ciones extraterrestres no pueden o no quieren llegar a nosotros, podríamos limitarnos a seguir ocupándonos de nuestros propios asuntos. Sin duda, tene­mos ya suficientes problemas.
    La segunda posibilidad sería enviar algún men­saje, para establecer contacto. Aunque una civiliza­ción extraterrestre no pueda llegar a nosotros, o nosotros a ella, posiblemente podamos establecer comunicación a través del espacio, aunque sólo se reduzca a este mensaje: «Estamos aquí. ¿Están us­tedes ahí?»
    Este impulso es tan normal que, desde el si­glo xix, cuando la gente todavía hacía conjeturas acerca de la vida en otros mundos en el sistema so­lar, y casi daba por sentado que habría civilizaciones hasta en la Luna, se presentaron sugerencias res­pecto a métodos de comunicación.
    El matemático alemán Karl Friedrich Gauss (1777-1855) sugirió en una ocasión que se plantaran fajas de árboles en las estepas de Asia Central, en forma de un gigantesco triángulo recto, con rectán­gulos a cada lado. Dentro del triángulo y los rec­tángulos se plantarían cereales, para dar a esas for­mas un color uniforme. Por ejemplo, una civilización en la Luna o en Marte, que estudiase detenidamente la superficie de la Tierra, podría ver esa representa­ción del teorema pitagórico y concluiría inmediata­mente que había inteligencia en la Tierra.
    El astrónomo austriaco Joseph Johann von Littrow (1781-1840) propuso, por su parte, que se cava­ran canales, se hiciese flotar querosén, con formas matemáticas, sobre el agua de esos canales, y se le prendiera fuego por las noches. También de esa manera se verían símbolos matemáticos desde otros mundos.
    El inventor francés Charles Cros (1842-1888) acon­sejó algo más flexible: un enorme espejo que pu­diera emplearse para reflejar luz hacia Marte. Podría manipularse para transmitir el equivalente de la clave Morse, y de esa manera se podrían enviar men­sajes (aunque, por supuesto, no serían necesariamen­te interpretados).
    El interés en establecer comunicación con civi­lizaciones extraterrestres aumentó hasta el grado de que en 1900 se ofreció en París un premio de 100.000 francos a la primera persona que realizara esa tarea con éxito. Sin embargo, se excluía la comunicación con Marte, pues se creía que tal cosa era demasiado fácil para justificar el premio.
    Naturalmente, todas esas sugerencias del siglo xix fueron inútiles, pues no hay seres inteligentes en la Luna, en Venus o en Marte, y es dudoso que las burdas técnicas sugeridas pudiesen llegar más allá (o aún sólo hasta allá).
    Además, en el siglo xx, aunque parezca irónico, hemos enviado mensajes aún más espectaculares, sin ningún esfuerzo especial de nuestra parte.
    La invención de la luz eléctrica y el aumento gradual en la iluminación de nuestras ciudades y carreteras han intensificado constantemente el brillo de la superficie de la Tierra por las noches, al menos en las zonas industrializadas y urbanizadas. Los astrónomos de Marte —si hubiese astrónomos en Marte—, al sentirse intrigados por la luz que ema­nara con creciente intensidad desde el lado oscuro de la Tierra, indudablemente llegarían a la conclu­sión de que existía una civilización en la Tierra.
    Las sugerencias del siglo xix señalaban el empleo de la luz, pues ésa era la radiación más fácilmente manipulable que se conocía entonces para cruzar el vacío del espacio. Sin embargo, a fines de ese siglo se descubrieron las ondas de radio (semejantes a las de la luz, pero un millón de veces más largas) y se empezaron a emplear. Ya en 1900, el inventor yugoslavo-norteamericano Nikola Tesla (1856-1943) sugería que se emplearan ondas de radio para en­viar mensajes a otros mundos.
    No se hizo ningún intento deliberado en ese sen­tido, pero no fue necesario. Con el transcurso de las décadas, los seres humanos generaron ondas de radio con creciente intensidad. Las que podían pe­netrar las capas superiores de la atmósfera de la Tierra, así lo hicieron, y como resultado de ello hay una esfera de radiación de ondas de radio que sale de la Tierra en todas direcciones.
    Una vez más, los astrónomos de Marte, si se percataran de esa radiación, y si notaran que se volvía continuamente más intensa, se verían obligados a concluir que existía una civilización en la Tierra. Empero, en la segunda mitad del siglo xx se hizo evidente que no existían civilizaciones extraterrestres en el sistema solar, y que si queríamos enviar mensajes debería ser a las estrellas.
    Esto introdujo complicaciones formidables. En el sistema solar sabemos al menos a dónde dirigir nuestros mensajes: a Marte, a Venus, a otros luga­res. En cambio, no hay manera de saber a qué es­trella convendrá dirigirlos.
    Además, la radiación dirigida a las estrellas ten­dría que ser muy enérgica para que conservara su­ficiente intensidad, en vista de la inevitable disper­sión en el curso de los años luz, para que pudiera ser captada a la distancia de las estrellas más cer­canas.
    Como ya dije, enviamos en forma completamente involuntaria la radiación de las ondas de radio hacia las estrellas. Las ondas de radio que se han filtrado por entre las capas superiores de nuestra atmósfera se han expandido formando una inmensa esfera con diámetro de varias docenas de años luz. La periferia ha pasado ya por muchas estrellas, y aunque la intensidad de las ondas es extremadamen­te pequeña, resulta concebible que pueda ser cap­tada.
    Empero, esas señales, excesivamente débiles, no parecerían a los astrónomos distantes una prueba incontrovertible de la existencia de una civilización en algún lugar cercano a nuestro Sol. Aunque los astrónomos llegaran a la conclusión de que la civi­lización existiera, sería imposible desenmarañar y encontrar sentido a la complicada mezcla de señales.
    Podría diseñarse un haz deliberado de radiación, que contuviese muchos informes y fuese lo sobrada­mente fuerte para disipar toda duda, aunque su contenido no pudiese ser interpretado.
    La dificultad estriba en que, por el momento, no queremos emplear energía para lanzar mensajes al espacio, porque no estamos seguros de ningún blan­co concreto y, francamente, no tenemos esperanza de recibir respuesta sino al cabo de muchos años, en el mejor de los casos.
    ¿Hay algo que podamos hacer que cueste menos, en términos de energía?
    Podríamos enviar un mensaje material, algo que podamos arrojar arbitrariamente al espacio, a poco costo o gratuito. Por supuesto, sería más difícil apun­tar un mensaje material que un haz de radiación, y este mensaje podría tardar muchos miles más de veces en llegar a cualquier destino concreto, pero al menos estaría dentro de nuestra capacidad pre­sente.
    Y lo cierto es que ya enviamos ese mensaje.
    El 3 de marzo de 1972 se lanzo la sonda Pio­neer 10, con destino a Júpiter. Pasó cerca de Júpiter en diciembre de 1973 y su aproximación más cercana fue el 3 de diciembre, cuando transmitió a la Tierra con todo éxito algunas fotografías y otros datos que han aumentado enormemente lo que sabemos acerca de ese planeta gigantesco.
    Si eso hubiera sido todo, si después de haber pasado por Júpiter, el Pioneer 10 se hubiese per­dido, o estallado, o sencillamente hubiera dejado de funcionar, habría valido la pena el tiempo, el esfuer­zo y el dinero que costó. En cierto modo, cualquier cosa que pudiera hacer, además de su misión a Júpi­ter, sería un dividendo adicional. Por tanto, casi nada costaría colocar en él un mensaje.
    El Pioneer 10 lleva un mensaje, que le fue pues­to a última hora como un simple acto de audacia.
    El mensaje es una placa de aluminio, revestida de oro, de 15 por 22,5 centímetros, adherida a los puntales de apoyo de la antena del Pioneer 10.
    En la placa están grabados datos escogidos por los astrónomos norteamericanos Carl Sagan y Frank Donald Drake. Esos datos son ininteligibles para casi todos los seres humanos. Contienen detalles concer­nientes al átomo de hidrógeno, y esa información se expresa en números binarios. Localiza a la Tierra en relación con pulsares cercanos, dando los perío­dos de los pulsares en números binarios. Puesto que los pulsares se encuentran en determinado lugar únicamente en cierto momento, y la velocidad de rotación disminuye, de suerte que tendrán el ritmo estipulado sólo durante un período concreto, esa información señala con exactitud en dónde ha es­tado la Tierra en relación con el resto de la Galaxia en un preciso momento de la historia cósmica.
    Hay también un pequeño diagrama de los planetas del sistema solar, con indicador del Pioneer 10 mismo y de la ruta que siguió al atravesar el sistema solar.
    Lo más notable de la placa es una representación diagramática del Pioneer 10 y, enfrente de ella, a es­cala, un hombre y una mujer desnudos (dibujados por Linda Salzman Sagan, esposa de Carl). El hom­bre está representado manteniendo un brazo en alto, en un gesto que se espera sea interpretado como un ademán de paz.
    Si una especie inteligente recogiera el mensaje, ¿lo entendería? Puesto que es casi seguro que el men­saje será encontrado por alguna especie en una nave espacial o en un mundo libre, podemos suponer que esa especie habrá desarrollado una tecnología que posea conceptos científicos avanzados. Por tanto, es de esperar que comprenderá el significado de los símbolos puramente científicos. Sin embargo, Sagan señala que el dibujo de los seres humanos es lo que tal vez intrigue a quienes recojan el mensaje, pues esas imágenes quizá no se parezcan a alguna forma de vida que conozcan. Posiblemente ni siquie­ra interpreten las señales como representación de una forma de vida.
    También tendrán el propio Pioneer 10 para estu­diarlo y, en cierta manera, esa sonda, espacial podrá revelarles más acerca de la Tierra y de sus habitan­tes que lo que les evidencie la placa.
    ¿Hacia dónde lleva la placa el Pioneer 10? Al girar muy cerca en torno de Júpiter, el Pioneer 10 obtuvo energía del vasto campo de gravitación de Júpiter, y en 1984 se deslizará más allá de los confines de Plutón, a una velocidad de 11 kilómetros por segun­do. Eso bastará para apartarlo indefinidamente del Sol y para que vague durante miles de millones de años, a menos que tope con un objeto lo suficien­temente grande para que lo destruya.
    El Pioneer 10 tardará unos 80.000 años en apar­tarse de nosotros hasta una distancia igual a la que nos separa de Alfa Centauro. Sin embargo, entonces no estará cerca de Alfa Centauro, pues no va en esa dirección.
    Después de todo, no se apuntó al Pioneer 10 teniendo en mente ninguna estrella determinada. Se apuntó a Júpiter, con el objeto de que nos trans­mitiera el máximo de información acerca de ese planeta, y después de que salga del sistema solar, cualquier dirección que tome será la que pueda tomar.
    Ocurre que el Pioneer 10 seguirá una ruta que no se acercará lo suficiente, al menos durante 10.000 millones de años, al sistema planetario de ninguna estrella que podamos ver. Naturalmente, por mero accidente podrá pasar cerca de un mundo libre algu­na vez durante su largo viaje. Pero las probabili­dades de que tal cosa ocurra son excesivamente li­mitadas y nadie espera seriamente que el Pioneer 10 llegue a estar dentro del campo de visión de cual­quier especie inteligente, en ninguna ocasión durante su largo viaje.
    En ese caso, ¿por qué nos hemos molestado en la placa?
    En primer lugar, porque la molestia fue muy pequeña. En segundo, podría ser recogida alguna vez, y aunque aquellos que la recojan estén dema­siado distantes de nosotros para que puedan hacer algo, o incluso si la recogen mucho después de que la humanidad haya dejado de existir, no obstante habremos dejado alguna señal nuestra en el Universo.
    Habremos dejado la prueba de que una vez hubo una especie inteligente en nuestro pequeño mundo, y de que pudimos reunir suficiente experiencia para lanzar un objeto fuera de nuestro sistema solar, ¡Hay algo que se llama orgullo!
    Por último, podemos multiplicar nuestras opor­tunidades lanzando más de un mensaje. Otra placa idéntica fue puesta en el Pioneer 11, que con el tiempo abandonará el sistema solar siguiendo una ruta diferente a la del Pioneer 10.
    En 1977 se lanzaron sondas en las que iban nu­merosas fotografías que mostraban diversos aspec­tos de la vida en la Tierra, junto con una grabación que contiene una enorme variedad de sonidos pro­ducidos en la Tierra.

    Recepción

    Obviamente, transcurrirá algún tiempo antes de que podamos enviar mensajes que sean algo más que imágenes pasivas, lanzadas prácticamente al azar.
    Además, hay cierta oposición a que se envíen mensajes. La esencia de esa oposición se encuentra en la pregunta: «¿Por qué llamar la atención?»
    Supongamos que anunciamos nuestra presencia. ¿No estamos con ello invitando a civilizaciones más avanzadas que la nuestra, que hasta ahora no se han percatado de nuestra existencia, a que se dirijan a nosotros a toda velocidad, y a que lleguen con la intención de apoderarse de nuestro mundo, de re­ducirnos a la esclavitud, o de aniquilarnos?
    Me parece que eso es muy improbable. Expli­qué ya en este libro por qué creo muy probable que sean pacíficas las civilizaciones que ya han avan­zado más allá del nivel de nuestra tecnología. Aun­que no sean pacíficas, esas civilizaciones probable­mente estarán confinadas a sus propios sistemas planetarios. En el muy remoto caso de que una civi­lización sea bélica y vague libremente por el espacio, resulta verosímil que habrá examinado todas las estrellas y sabrá que existimos. Por último, si inex­plicablemente no nos ha descubierto, ya nos dela­tamos con nuestras transmisiones de radio.
    Por todos esos motivos, lo mismo da que envie­mos señales o no, pero es difícil responder a los irrazonables temores que suponen la peor combina­ción de posibilidades. Supongamos que hay civiliza­ciones allá lejos, tan perversas y belicosas como lo somos nosotros en nuestro peor aspecto, que pueden moverse libremente por el espacio, que buscan una nueva presa, y que hasta ahora no se han dado cuenta de que existimos. ¿No deberíamos ocultarnos y quedarnos absolutamente callados?
    Aceptando ese argumento, ¿no deberíamos, por nuestra propia seguridad, descubrir tanto como po­damos acerca de esos monstruos hipotéticos, al mis­mo tiempo que nos ocultamos? ¿No deberíamos tratar de saber dónde está el peligro, cuan grave puede ser, cuál sería la mejor manera de defender­nos, o (si tal cosa es imposible) de qué manera po­dríamos ocultarnos con eficacia?
    En otras palabras, al abandonar todo intento de enviar mensajes (que de todos modos lo hacemos sin eficacia), ¿no deberíamos hacer los esfuerzos po­sibles para recibir mensajes? Si recibimos un men­saje, lo desciframos y decidimos que no nos gusta lo que dice, no habrá, después de todo, ninguna razón por la cual tengamos que darles respuesta.
    Sin embargo, ¿comprenderíamos haber encontra­do una señal si la detectáramos? ¿Qué deberíamos buscar?
    Podríamos asumir la actitud optimista de que aunque no podemos predecir cuáles serían las se­ñales, las reconoceríamos si llegaran. El descubri­miento de lo que parecía ser una red de canales marcianos fue una sorpresa completa, pero se inter­pretó inmediatamente como indicio de una civiliza­ción avanzada.
    Sabemos ya que si se obtienen señales de vida de alguna parte, tendrán necesariamente que proce­der de los sistemas planetarios de otras estrellas (o posiblemente de sondas automáticas o de mundos libres en el espacio interestelar). Lo probable es que cualesquier señales que nos lleguen procederán de lugares a una distancia de muchos años luz, y la cuestión es saber si resulta razonable suponer que podrían enviarse señales lo suficientemente enér­gicas para que se hicieran sentir a través de tales distancias.
    Tal vez no deberíamos juzgar a todas las civi­lizaciones comparándolas con la nuestra. Lo que nos parece un alto nivel de energía, podría no parecerlo a otras civilizaciones más avanzadas. En 1964, el astrónomo soviético N. S. Kardashev mencionó que tal vez existan civilizaciones en tres niveles. El Nivel I sería semejante al de la Tierra, y podría disponer de intensidades de energía de la clase obte­nible quemando combustibles fósiles. El Nivel II podría aprovechar toda la energía de su estrella, y así dispondría de intensidades de energía 100 billo­nes de veces la del Nivel I. El Nivel III podría apro­vechar la energía de la galaxia a la que pertenezca, y de esa manera dispondría de 100.000 millones de veces la energía de la del Nivel II
    Una señal de una civilización del Nivel II podría tener suficiente energía para que se descubriese des­de cualquier parte de la galaxia a la que pertene­ciera. Una señal de una civilización del Nivel III podría fácilmente tener suficiente energía para que se descubriese desde cualquier parte del Universo. Podríamos rechazar lo anterior diciendo que no detectamos señal alguna en ninguna parte; pero, en primer lugar, realmente no estamos escuchando. En segundo, aunque esas señales fuesen tan claras que tuviésemos que notarlas, ¿reconoceríamos que lo son?
    Por ejemplo, en 1963 el astrónomo holandés-nor­teamericano Maarten Schmidt (n. 1929) descubrió los quasares, objetos extraordinariamente luminosos y distantes que muestran variaciones irregulares de brillantez. En 1968, el astrónomo británico Anthony Hewish (n. 1924) anunció el descubrimiento de los pulsares, que envían pulsaciones de radiación a in­tervalos muy breves, pero que se alargan lentamente. Desde los comienzos de 1971 se atribuyeron a los agujeros negros ciertas corrientes intensas de ra­yos X, que variaban irregularmente en intensidad. ¿Podría ser que esos objetos representaran los faros de señales de las civilizaciones del Nivel II o del Nivel III? Evidentemente, las variaciones en in­tensidad parecen ser muy irregulares en el caso de los quasares y de los agujeros negros, y muy regu­lares en el de los pulsares, pero de ningún modo parecen contener la clase de información de origen inteligente. No obstante, ¿sería ello simplemente el resultado de una comprensión inadecuada?
    ¡Tal vez! Sin embargo, desde el punto de vista riguroso de este libro, ese tal vez es extremada­mente improbable. Sólo podemos decir que, hasta ahora, no hay ningún fenómeno en gran escala en el Universo, en el que intervenga la clase de libera­ción de energía característica, en intensidad, de estre­llas o galaxias en las que se encuentre cualquier prueba de contenido informativo inteligente. Hasta que llegue esa prueba, debemos aplazar una decisión. Por supuesto, una señal podría no ser un haz de luz deliberado, sino el acompañamiento completa­mente involuntario de las actividades de una civi­lización. Iluminamos nuestras ciudades y carreteras sólo para comodidad y seguridad de los seres huma­nos, pero esa iluminación puede resultar ser una señal para cualesquier civilizaciones extraterrestres que estén lo suficientemente cerca presten la de­bida atención para notarla.
    Si existieran los canales marcianos, se habrían construido únicamente para suministrar a la civili­zación marciana la tan necesitada agua de riego, pero su existencia habría sido para nosotros una señal.
    De la misma manera, una civilización avanzada podría hacer algo de tal envergadura como para dejarse sentir a distancias estelares.
    Freeman J. Dyson sugirió que si los seres huma­nos empezaban a explorar y a explotar el espacio, podrían desear reproducirse hasta el máximo que la energía del Sol pudiera sustentar. Actualmente, la Tierra retiene sólo una minúscula fracción de luz solar, y casi toda la energía de la radiación solar pasa más allá de los cuerpos fríos del sistema solar y se difunde dentro y a través del espacio interes­telar. Por tanto, los seres humanos podrían, con el tiempo, fragmentar los diversos cuerpos exteriores del sistema solar, para formar un grupo de mundos libres que se colocara en una coraza esférica en torno del Sol, a la distancia del borde interior de la faja de asteroides.
    Toda la energía del Sol sería entonces absorbida y utilizada por uno u otro de los mundos libres. Naturalmente, la energía sería vuelta a radiar al espacio desde el lado oscuro de cada uno de los mundos libres, pero sólo como radiación infrarroja. Vista desde otra estrella, la radiación del Sol pare­cería cambiar de carácter, desde uno en el cual la mayor parte de la radiación se emitiría como luz visible, hasta otro en el cual todo lo que se proyec­tara fuese infrarrojo. Esa transformación se haría tal vez en un par de siglos, que es sólo un instante del tiempo astronómico.
    Así pues, si desde nuestra propia Tierra viése­mos alguna otra estrella que haya brillado constante­mente hasta donde nuestros datos señalan, que de repente empezara a perder brillantez, y al cabo de cierto tiempo se apagara, podríamos estar razonable­mente seguros de haber visto a la inteligencia en acción.
    Posiblemente así sea; pero hasta ahora no hemos visto nada semejante.
    Por tanto, debemos llegar a la conclusión de que 1) somos desesperadamente ineptos en el descubri­miento de señales, y más valdría que no nos moles­táramos en descubrirlas; o que 2) no se están envian­do señales y más valdría que no nos molestáramos en buscarlas; o que 3) se están enviando señales, pero con un contenido de energía muy inferior a lo heroico, como resultado de la actividad de una civilización mucho menos que heroica, por lo que, para poderlas descubrir, tendremos que hacer un esfuerzo considerable.
    Evidentemente no podemos aceptar la primera y la segunda conclusiones hasta que hayamos hecho un intento honrado en lo concerniente a la tercera. Consideremos entonces las señales de bajo conte­nido de energía (pero lo suficientemente alto para ser detectadas), y veamos cómo podrían ser.
    Tendrían que consistir en algún fenómeno que pudiera cruzar vastas regiones del espacio, y se divi­dirían en tres clases: 1) objetos grandes, como pla­cas, sondas y mundos libres; 2) partículas subató­micas con masa; 3) partículas subatómicas sin masa.
    Podemos eliminar de inmediato los objetos gran­des. Se mueven con lentitud y son extremadamente ineficaces como portadores de información.
    Las partículas subatómicas con masa pueden di­vidirse en dos subclases: las que no tienen carga eléctrica y las que sí la tienen. Las partículas suba­tómicas con masa, pero sin carga eléctrica, por lo general suelen moverse lentamente, y por esa cir­cunstancia puede concluirse que las mismas deben de ser eliminadas como poco prácticas.
    Las partículas subatómicas con masa y carga eléc­trica pueden moverse rápidamente porque son acele­radas por los campos electromagnéticos asociados con las estrellas y las galaxias en general. Por tanto, al cruzar los espacios interestelares e intergalácticos, alcanzan casi la velocidad de la luz y, en consecuen­cia, tienen enorme energía.
    Esas partículas subatómicas se producen en to­das partes, y bombardean la Tierra constante y eter­namente. Las llamamos rayos cósmicos.
    Sin embargo, aquí la dificultad estriba en que el hecho mismo de que esas partículas están aceleradas por campos magnéticos significa que experimentan atracción o repulsión, y en cualquiera de los dos casos su camino es en curva. A medida que las par­tículas obtienen más energía, sus trayectos se vuel­ven menos y menos curvos; pero, en distancias vas­tas, hasta la curva más ligera se vuelve importante. Además, un haz de partículas se dispersa gradual­mente, en virtud de que aquellas que contienen un porcentaje mayor de energía se desvían menos que las que tienen poca energía.
    Las partículas de los rayos cósmicos nos bom­bardean de todos lados, pero a causa de sus expe­riencias pasadas a través de campos electromagné­ticos, no hay manera de descubrir por qué dirección llegaron ni de dónde proceden. Tampoco podemos decir si determinado grupo que llega junto salió junto. Para que una señal sirva de algo, tiene que llegar en línea recta y no ser dispersada o defor­mada, lo cual elimina a todas las partículas suba­tómicas con masa.
    Nos quedan únicamente las partículas subatómi­cas sin masa, y de ellas se conocen sólo tres clases generales ([47]): neutrinos, gravitones y fotones.
    Por no tener masa, todas esas partículas viajan a la velocidad de la luz, y no puede haber mensa­jeros más rápidos que ellas. Eso es algo en su favor.
    Además, ninguna partícula sin masa lleva carga eléctrica, por lo que a ninguna afectan los campos electromagnéticos. Sí les afectan los campos de gra­vitación, pero sólo en regiones donde esos campos son muy intensos. Aun así, los haces de partículas sin masa se torcerían al mismo tiempo y no se dispersarían. Puesto que es insignificante la intensidad del campo gravitacional, casi en todas partes del espacio, todas las partículas sin masa nos llegan prácticamente en línea recta y sin dispersión ni de­formación, aunque su origen se encuentre a miles de millones de años luz. Ese es un segundo punto en su favor.
    Sin embargo, en el caso de los neutrinos, la re­cepción es extremadamente difícil, pues los neutri­nos casi no ejercen influencia recíproca con la ma­teria. Una corriente de neutrinos podría pasar a tra­vés de plomo sólido, sin que fuera absorbida más de una pequeña fracción de ellos.
    Sin duda sólo puede absorberse una muy peque­ña fracción, aun en cantidades relativamente peque­ñas de materia, y se pueden producir fácilmente tantos neutrinos que hasta una fracción muy peque­ña de ellos podría bastar para llevar un mensaje.
    Empero, la clase de reacciones nucleares que ocu­rren constantemente en el interior de las estrellas produce neutrinos. En una estrella semejante al Sol, se produce de esa manera gran número de neutri­nos ([48]). No es probable que una civilización rinda más de una fracción insignificante de los neutrinos que su propia estrella esté produciendo, por lo que habrá el peligro de que cualquier mensaje que envíe la civilización quede ahogado por el volumen mucho mayor de neutrinos que la estrella emite. (Tal vez sea regla general que el medio que se emplee para el mensaje pueda ser distinguido fácilmente del ruido de fondo. No se susurra un mensaje de extremo a extremo en una fábrica de calderas.)
    Existe posiblemente una forma de resolver esto. En tanto que producen neutrinos las reacciones de fusión en que intervienen núcleos de hidrógeno en el centro de las estrellas, las reacciones de fisión que intervienen en la desintegración de núcleos con masa bastante elevada, tales como los del uranio y los del torio, también producen partículas relacionadas, llamadas antineutrinos.
    Los antineutrinos tampoco tienen masa ni carga, sino que son, por decirlo así, imágenes reflejadas de los neutrinos. Cuando son absorbidos por la ma­teria, los antineutrinos producen resultados diferen­tes de los que producen los neutrinos, y si una civilización tiene el cuidado de permitir que una corriente de antineutrinos sea la que lleve el men­saje, éste podría ser leído, aunque hubiese una enor­me corriente de neutrinos.
    Sin embargo, la dificultad en interceptar tales partículas es tan grande, que ninguna civilización emplearía ese método, si dispusiera de algo mejor.
    Los gravitones, que son partículas del campo gra­vitacional, indudablemente no son mejores. Los gravitones llevan una cantidad tan pequeña de ener­gía, que detectarlos resulta todavía más difícil que detectar los neutrinos. Además, es muchísimo más difícil producir gravitones que neutrinos. Para obte­ner una radiación gravitacional apenas detectable, empleando la tecnología de que ahora disponemos, deben acelerarse enormes masas —por rotación, re­volución, pulsación, colapso y otros medios— para que formen alguna configuración que sirva de clave. Podemos fantasear la existencia de una civilización tan avanzada que pueda hacer que una estrella gi­gante emita pulsaciones en la clave Morse, pero aun esa civilización no se molestaría en hacer tal cosa si dispusiera de algo más sencillo.
    Queda, entonces, la última categoría de sistemas de comunicación: los fotones.

    Fotones

    Toda la radiación electromagnética se compone de fotones, que existen en gran variedad de ener­gías ([49]), desde los fotones extremadamente enérgicos de los rayos gamma de onda más corta, hasta los extremadamente faltos de energía de las ondas de radio más largas. Si consideramos cualquier banda de radiación en da cual la energía se duplica cuando pasamos de un extremo de la banda al otro (o la longitud de onda se duplica en la otra dirección), entonces tenemos una octava. Hay veintenas de octa­vas que componen la extensión completa de la ra­diación electromagnética, y la luz visible forma una sola octava en alguna parte hacia el centro de esa extensión.
    Todos los objetos que no están a una temperatura de cero absoluto irradian fotones sobre una amplia gama de energía. Hay relativamente pocos en los dos extremos de esa gama, y alcanzan su máximo en algún lugar cercano al centro. Ese má­ximo representa fotones de cierta energía, y al ele­varse la temperatura se localiza en energías más y más altas.
    En el caso de objetos muy fríos, con tempe­raturas cercanas al cero absoluto, la radiación má­xima se encuentra muy adentro de la región de las ondas de radio. En el caso de objetos a la tempera­tura ambiente, como la nuestra, por ejemplo, el má­ximo se encuentra en la onda larga del infrarrojo. En las estrellas frías, ese máximo está en la onda corta infrarroja, aunque irradian suficientes fotones de luz visibles para dar a las estrellas un color rojo. En estrellas semejantes al Sol, el máximo está en la región de la luz visible. En las estrellas muy ca­lientes, está en el ultravioleta, aunque se producen suficientes fotones de luz visible para dar a esas es­trellas un aspecto blanco azulado.
    Casi toda la gama de la radiación electromagné­tica no puede penetrar en nuestra atmósfera, pero la luz visible, sí, y casi todos los organismos han desarrollado órganos de sentido que pueden respon­der a esos fotones. En suma, podemos ver.
    En la Tierra, por lo menos, tenemos la ayuda de nuestros demás sentidos, pero respecto a cualquier objeto que esté más allá de nuestra atmósfera, la única información que hemos recibido (hasta muy recientemente) ha sido por medio de los fotones de luz visible que nos han llegado desde esos objetos.
    Por tanto, es natural que consideremos las se­ñales del espacio exterior en términos de luz visible. Vemos los «canales» marcianos, y los extraterrestres que observaran la Tierra verían cualesquiera mar­cas que deliberadamente dibujáramos en la super­ficie planetaria, o las luces de nuestra iluminación nocturna.
    Hacer señales por medio de la luz representa un gran adelanto, en comparación con hacer señales por medio de neutrinos o gravitones. La luz se pro­duce y se recibe fácilmente. Podemos imaginar algu­na civilización que monte un haz de luz sumamente intenso, y que lo haga parpadear en alguna forma que lo vuelva instantáneamente reconocible como producto de la inteligencia. Por ejemplo, si repre­sentamos cada parpadeo como *, podríamos recibir, indefinidamente una y otra vez, **__*****___******__*************__***********__*****************__. Indudablemente reconoceríamos esto como los pri­meros miembros de la serie de números primos, y no tendríamos ninguna duda de que se trataba de una señal de origen inteligente.
    Con todo, hay algunas dificultades. Un haz de luz suficientemente intenso para ser visto a distancias interestelares demandaría una enorme energía, y aun así sería completamente apagado por la luz de la estrella en torno de la cual girara su planeta.
    Una civilización del Nivel II, presumiblemente podría conocer formas de hacer que una estrella brillara y se atenuara para emitir una señal de indu­dable origen inteligente, y una civilización del Ni­vel III podría hacer que todo un grupo de estrellas emitiera esa señal. Todo esto, sin embargo, son me­ras conjeturas. Nada semejante se ha observado nunca, y sin duda sería innecesario recurrir a un dispositivo señalador de proporciones tan épicas, si pudiéramos encontrar algo más sencillo.
    Por ejemplo, ¿qué podría decirse si el haz de se­ñales fuese de una clase de luz que no se produce en la naturaleza? Esta sugerencia podría haber pa­recido insensata antes de 1960, pero ese año el láser fue perfeccionado por el físico norteamericano Theodore Harold Maiman (n. 1927), y al cabo de un año se sugirió como posible portador de mensajes interestelares.
    Toda luz producida en forma ordinaria es «in­coherente». Se produce en una amplia banda de energías de fotón, y los diferentes fotones general­mente van en distintas direcciones Un haz de luz de esa índole se esparce rápidamente, por mucho que tratemos de enfocarlo; y para mantenerlo con la suficiente intensidad para que sea reconocible a distancias interestelares se necesita de una energía casi estelar.
    En cambio, en el láser, algunos átomos se elevan a un alto nivel de energía, y se les permite que pier­dan esa energía en condiciones que producen luz «coherente»; luz compuesta de fotones que son to­dos de energía igual y que se mueven en la misma dirección. Un rayo láser casi no se dispersa, por lo que para un nivel determinado de energía puede permanecer lo suficientemente intenso para notarse a distancias muchísimo mayores que a las que po­dría detectarse un haz de luz ordinaria. Además, un haz de luz láser puede con facilidad identificarse espectroscópicamente, y su simple existencia es in­dicación satisfactoria de que tiene origen inteligente.
    Con la luz del láser nos acercamos más a un dis­positivo práctico para hacer señales, que ninguno otro de los ya mencionados, pero aun una señal láser que se originara en algún planeta, a grandes distan­cias lo borraría la luz general de la estrella en torno de la cual ese planeta girara.
    Una posible explicación es ésta:
    Los espectros de las estrellas semejantes al Sol tienen numerosas líneas negras que representan fotones faltantes; fotones que han sido absorbidos preferentemente por determinados átomos en las atmósferas de las estrellas. Supongamos que una civilización planetaria emite un fuerte haz de luz láser, al nivel preciso de energía de una de las líneas oscuras más prominentes del espectro de la estrella. Eso abrillantaría la línea oscura.
    Si estudiáramos el espectro de una estrella y descubriéramos que le faltaba una de las líneas os­curas características de cierto grupo de átomos en la atmósfera de la estrella, pero que tenía otras líneas oscuras, también características de ese grupo, tendríamos que llegar a la conclusión de que el nivel faltante de energía había sido suministrado por me­dios artificiales. Tal cosa significaría la presencia de una civilización.
    Nada semejante a eso se ha observado; pero an­tes de sentirnos desilusionados al respecto, veamos si acaso existen maneras más sencillas de enviar se­ñales. Después de todo, no sería de esperar que ninguna civilización empleara el método más difícil, si dispusiera de otro más sencillo.

    Microondas

    En los comienzos del siglo xix fue descubierta la radiación electromagnética fuera de la gama de la luz visible. En 1800, William Herschel descubrió la gama infrarroja de la luz, solar, por la forma como era afectado un termómetro más allá del límite rojo de la gama de luz visible. En 1801, el físico alemán Joham Wilhelm Ritter (1776-1810) localizó la gama ultravioleta de la luz solar, por la forma como ocu­rrían reacciones químicas más allá del límite violeta de la gama de luz visible.
    Sin embargo, esos descubrimientos no afectaron demasiado a la astronomía. Casi toda la gama del ultravioleta y del infrarrojo no podía penetrar en la atmósfera, por lo que nos llegaba muy poco de ella del Sol y de las estrellas.
    Desde 1864, Maxwell (que enunció la teoría ciné­tica de los gases) desarrolló la teoría del electro­magnetismo. Así, por primera vez se identificó la luz como radiación electromagnética y se predijo la existencia de muchas octavas de esa radiación a ambos lados de la gama de luz visible.
    En 1888, el físico alemán Heinrich Rudolf Hertz (1857-1894) detectó una radiación semejante a la de la luz, con longitudes de onda un millón de veces más larga que la de la luz, y con niveles de energía, que, por tanto, tenían sólo un millonésimo de in­tensidad. A la nueva radiación se le dio el nombre de ondas de radio.
    Ondas de radio que, a causa de su bajo contenido de energía, podían producirse fácilmente, y no obs­tante su bajo contenido de energía, recibirse con facilidad. Las ondas de radio podían penetrar en toda clase de objetos materiales, lo que la luz no lograba hacer. Las ondas de radio podían rebotar de las ca­pas de partículas cargadas en la atmósfera superior, lo que no le era posible hacer a la luz, de suerte que las ondas de radio podían seguir la curva de la superficie de la Tierra. Era fácil producir ondas de radio en forma coherente, de manera que un haz apretado pudiera llegar a grandes distancias y mo­dificarse fácilmente para que llevara mensajes.
    Por todos esos motivos, las ondas de radio eran ideales para comunicaciones a larga distancia, sin necesidad de los alambres del telégrafo y del cable. El primero en encontrarles un uso práctico en esa forma fue el ingeniero electricista italiano Guglielmo Marconi (1874-1937). En 1901 envió una señal de onda de radio a través del Océano Atlántico, proeza reco­nocida generalmente como la invención de la radio. Desde entonces, con muchas mejoras y refinamientos, la radio se convirtió en un medio de comunicación más y más importante. Mucha gente comprendió que cualquier civilización tecnológica indudablemen­te se valdría de la comunicación por radio, de pre­ferencia a cualquier otro medio.
    Por lo mismo, en 1924, cuando el planeta Marte tuvo un acercamiento a la Tierra más próximo que los ordinarios, se hicieron algunos intentos de es­cuchar señales de radio de la presunta civilización que había construido los canales. Nada se detectó. En cierto modo, tal cosa no era sorprendente. Las capas de átomos cargados en la atmósfera supe­rior, que reflejaban las ondas de radio procedentes de la Tierra y las mantenían cerca de la superficie, en lugar de permitirles que pasaran al espacio ex­terior, también servirían para reflejar las ondas de radio procedentes del espacio, manteniéndolas ale­jadas de la superficie de la Tierra.
    Sin embargo, en 1931, Karl Guthe Jansky (1905-1950), ingeniero norteamericano de radio que trabajaba en los Laboratorios de la Compañía Telefó­nica Bell, detectó una extraña señal cuando trataba de determinar la fuente de la estatica que estorbaba en la técnica de la radiotelefonía que entonces se perfeccionaba. Resultó que esa señal llegaba del firmamento. Esa fue la primera indicación de que había una ancha banda de ondas cortas de radio, llamadas microondas, que podían penetrar fácilmen­te la atmósfera de la Tierra. Había dos clases de radiaciones electromagnéticas que podíamos recibir del firmamento: una banda angosta, de luz visible, y una banda ancha, de microondas.
    Ya en diciembre de 1932 se demostró que Jansky había detectado ondas de radio del centro galáctico, lo que produjo titulares de primera plana en The New York Times. Algunos astrónomos, entre ellos Jesse Leonard Greenstein (n. 1909) y Fred Lawrence Whipple (n. 1906), inmediatamente comprendie­ron el potencial de ese descubrimiento, pero había muy poco que pudiera hacerse al respecto. No exis­tían instrumentos adecuados para detectar esa ra­diación. Sin embargo, Grote Reber (n. 1911), inge­niero norteamericano de radio, tomó en serio el asunto. Construyó un dispositivo pan detectar ondas de radio procedentes del firmamento (un «radiote­lescopio»), y desde el patio trasero de su casa, co­menzando en 1938, estudió tantas porciones del firmamento como pudo alcanzar, para medir la inten­sidad de la recepción de las ondas de radio proce­dentes de diversas zonas.
    Durante la Segunda Guerra Mundial, el perfec­cionamiento del radar lo cambió todo. El radar em­pleaba microondas, por lo que avanzó rápidamente la tecnología de la microonda, y, después de la guerra, la radioastronomía se desarrolló rápidamente y revo­lucionó la ciencia, como tres y medio siglo antes lo hiciera el telescopio óptico de Galileo.
    En unas cuantas décadas se han construido ra­diotelescopios que pueden detectar microondas mu­cho más delicadamente de lo que puede serlo la luz. Las fuentes de radiación de microondas podían detec­tarse a distancias demasiado grandes para que pu­diéramos apreciar la radiación de luz de cualquier cosa que tuviera energía equivalente. En efecto, ahora podemos detectar microondas de cualquier es­trella de la Galaxia, aunque esas microondas se envíen con no más energía de la que estaría a nues­tro propio alcance.
    Además, las fuentes de microondas pueden loca­lizarse con gran precisión, y muy fácilmente se diferencian las diversas variedades de microondas. Cada molécula emite o absorbe su propia longitud de onda, por lo que la constitución química de las nubes interestelares de gas puede determinarse con gran precisión. A las microondas no las borra la radiación de fondo. En casi todas las partes del fir­mamento, las microondas no irradian con la inten­sidad que lo hace la luz, y aun en donde abundan las microondas le resultaría fácil a una civilización transmitir a determinada longitud de onda que fuese muchísimo más fuerte que el fondo natural corres­pondiente a esa longitud de onda.
    Todo se reduce a lo siguiente: si cualquier civi­lización tratara de enviar mensajes, indudablemente llegaría a la conclusión de que las microondas son un medio mejor, más barato y más natural, para esos mensajes, que la luz o que cualquier otro procedi­miento.
    Por fin tenemos lo que parece ser la respuesta. Debemos emplear microondas para enviar o recibir mensajes a través de los golfos interestelares.
    Pero ¿a qué nivel de energía o de longitud de onda deberíamos esperar que llegar un mensaje? Se pueden sintonizar los receptores para que reci­ban determinada longitud de onda, y si el mensaje se envía en otra longitud no ser captado. Por otra parte, tratar de sintonizar todas las longitudes de onda posibles haría que aumentaran enormemente la dificultad y la cuota para escuchar. Pero ¿podemos leer la mente extraterrestre y adivinar la longitud de onda que preferirá emplear?
    Durante la Segunda Guerra Mundial, el astróno­mo holandés Hendrick Christoffell van de Hulst (n. 1918), al no poder efectuar observaciones, por estar su país ocupado por los nazis, hizo algunos cálculos, con papel y pluma, que mostraron que los átomos fríos de hidrógeno a veces pasaban por un cambio de configuración que daría por resultado la emisión de un fotón de microondas, de 21 centíme­tros de longitud.
    Cada átomo de hidrógeno pasa por ese cambio raramente, pero si se consideran todos los áto­mos de hidrógeno que hay en el espacio, gran nú­mero de ellos sufren ese cambio momento a mo­mento, por lo que si los cálculos de Van de Hulst eran correctos, podrían detectarse las microondas producidas por átomos de hidrógeno. En 1951, el físico norteamericano Edward Mills Purcell (n. 1912) las detectó.
    El átomo de hidrógeno predomina en el espacio interestelar y, por tanto, la longitud de onda de 21 centímetros es una radiación universal que sería recibida en todas partes. Cualquier civilización que haya llegado a nuestro nivel tecnológico, no cabe duda que tendrá radioastrónomos, y podemos tener la certeza de que ellos dispondrán de instrumentos capaces de recibir la longitud de onda de 21 centí­metros, aunque no se ocupen de otra cosa. Sin duda transmitirían mensajes por una longitud de onda que ellos mismos pudieran recibir, y estar seguros de que todas las demás civilizaciones pudiesen sinto­nizar.
    Por eso, en 1959, el físico norteamericano Philip Morrison y el físico italiano Giuseppe Cocconi (n. 1914) sugirieron que si se buscaban señales de seres extraterrestres, debería hacerse por medio de longi­tudes de onda de 21 centímetros.
    Sin embargo, ésa es la longitud de microonda en la cual la radiación de fondo es más fuerte y potencialmente la más interferida, sobre todo en la región de la Vía Láctea. Así pues, algunos creen que debe­ríamos buscar en otra onda, tal vez la de 42 centí­metros o la de 10,5 centímetros, pues multiplicar por dos o dividir entre dos la longitud obvia, es la manera más sencilla de emplear los 21 centímetros como base del mensaje, sin usar precisamente esa longitud de onda.
    Otra sugerencia es recurrir al hidróxilo, combi­nación de dos átomos, hidrógeno y oxígeno, el cual, después del hidrógeno mismo, es el más extendido emisor de microondas en el espacio interestelar. Su emisión de microondas tiene una longitud de 17 cen­tímetros.
    Como el hidrógeno y el hidróxilo producen agua al juntarse, la gama de microondas de 17 a 21 centí­metros suele recibir el nombre de poza de agua. Ese nombre es muy acertado, pues se espera que dife­rentes civilizaciones envíen y reciban mensajes en esa gama, así como en la Tierra diferentes especies de animales llegan a beber a las pozas de agua.
    En 1960 se hizo el primer intento verdadero de escuchar en la longitud de onda de 21 centímetros, con la esperanza de captar mensajes de alguna civi­lización extraterrestre. Ese experimento se efectuó en Estados Unidos bajo la dirección de Frank Drake, quien le dio el nombre de Programa Ozma. Ozma era la Princesa de Oz, distante tierra en el cielo, de la muy conocida serie de cuentos para niños. Después de todo, los astrónomos trataban de obtener pruebas de tierras habitadas mucho más allá, en el espacio exterior, de lo que Oz pudiera estar.
    Se inició el intento de escuchar a las 4 a. m. del 8 de abril de 1960, absolutamente sin publicidad, pues los astrónomos temían ser ridiculizados. Con­tinuó la labor durante un total de 150 horas, hasta julio, cuando terminó el programa. Los radioescu­chas estaban alertas a cualquier cosa en una gama muy angosta de longitudes de onda, que pareciera parpadear en una forma que no fuera completamen­te regular ni completamente al azar. Nada detec­taron.
    Desde el Programa Ozma ha habido seis u ocho programas más, todos a un nivel aún más modesto que el primero, en Estados Unidos, Canadá y la Unión Soviética. No se han obtenido resultados po­sitivos, pero es un hecho que hasta ahora la búsque­da ha sido muy breve y superficial.
    Los astrónomos, por supuesto, no desechan la posibilidad de descubrimientos accidentales. En 1967, cuando fueron descubiertos los pulsares (estrellas muy pequeñas, muy densas, de rotación rapidísima, restos del colapso que sigue a las explosiones de las supernovas), la sorprendente detección de pulsacio­nes de microondas dieron a los astrónomos intere­sados, durante un breve tiempo, la extraña sensación de que se recibían mensajes de origen inteligente. Se le dio a ese fenómeno el nombre de LGM (siglas en inglés de «Little Green Men»; pequeños hombres verdes). Las pulsaciones no tardaron en resultar de­masiado regulares para que pudieran contener un mensaje, y fueron explicadas en formas menos sen­sacionales.
    Si ha de continuar la búsqueda de mensajes pro­cedentes de civilizaciones extraterrestres, con cierta razonable esperanza de éxito, deberá emplearse en ello mucho más tiempo que en el Programa Ozma; más estrellas tendrán que estudiarse, y se necesitará equipo mucho más complicado. En suma, deberá montarse un programa muy costoso.

    ¿Dónde?

    En 1971, un grupo de la NASA, encabezado por Bernard Oliver, sugirió lo que ha llegado a llamarse el Programa Cíclopes.
    Ese programa consistiría en un gran conjunto de radiotelescopios ([50]), cada uno de 100 metros de diámetro, ajustados todos para la recepción de mi­croondas en la región de la poza de agua.
    El conjunto consistiría en 1.026 de esos radiote­lescopios, puestos en hileras, todos guiados al mismo tiempo por un sistema electrónico regulado por computadoras. El conjunto, al trabajar al mismo tiempo, sería el equivalente a un solo radiotelescopio de unos 10 kilómetros de diámetro.
    El grupo sería capaz de descubrir algo tan débil como la filtración inadvertida de las microondas de la Tierra, aun a la distancia de 100 años luz, en tanto que un haz mensajero, que emitiera delibera­damente otra civilización, podría detectarse a una distancia de por lo menos 1.000 años luz.
    La superficie de la Tierra tal vez no sea el mejor lugar para ese programa. Podría construirse en el espacio, o, mejor aún, en el lado oculto de la Luna, donde estaría aislado de casi todo el ruido de fondo de las microondas terrestres.
    El Programa Cíclopes no sería de fácil elabora­ción e indudablemente tampoco resultaría barato. Se calcula que la construcción, el mantenimiento del conjunto y la búsqueda misma, costarían de 10.000 a 50.000 millones de dólares, aun tomando en con­sideración el hecho de que la recepción llegaría a estar completamente regulada por computadora y no consumiría muchas horas-hombre.
    Por tanto, ayudaría cualquier cosa que pudiera hacerse para simplificar y acelerar la búsqueda. Por ejemplo, podría haber lugares en el firmamento en los que conviniera buscar primero, porque son fuen­tes más probables de mensajes que otros lugares.
    ¿Cuáles serían esos lugares?
    Primero, el mejor lugar para buscar sería en las cercanías de alguna estrella en la que pudiera exis­tir una civilización planetaria con una copiosa ener­gía disponible. (Desde luego, podría haber señales que enviaran mundos libres, o sondas automáticas que estuvieran más cerca de nosotros que cualquier estrella, pero no podemos saber dónde se encuentran esos objetos y, por tanto, no tenemos ningún blanco especial al cual poder apuntar.)
    Segundo, el objetivo deberá ser una estrella cercana, antes que una distante, pues en igualdad de circunstancias el haz de microondas sería más inten­so y más fácil de detectar mientras más cercano estuviera el sistema planetario del que partieran esas microondas.
    Tercero, el objetivo debería ser una estrella se­mejante al Sol, pues es allí donde esperamos que existan planetas habitables.
    Cuarto, los primeros objetivos deberán ser es­trellas solas, pues aunque parece que las binarias tal vez tengan planetas habitables que giren en torno de ellas, existen mayores probabilidades en las es­trellas solas.
    Ocurre que hay sólo siete estrellas solas, simi­lares al Sol, a una distancia menor de dos docenas de años luz de nosotros, que son:

    Estrella
    Distancia (años luz)
    Masa (Sol=l)
    Epsilón Eridani
    10,8
    0,80
    Tau Ceti
    12,2
    0,82
    Sigma Draconis
    18,2
    0,82
    Delta Pavonis
    19,2
    0,98
    82 Eridani
    20,9
    0,91
    Beta Hydri
    21,3
    1,23
    Zeta Tucanae
    23,3
    0,90

    Ninguna de esas estrellas tiene nombre conocido, pues las que lo detentan son generalmente las más brillantes, demasiado grandes y de vida muy corta para que se presten a tener civilizaciones.
    Las estrellas que aparecen a simple vista, aunque no sean excepcionalmente brillantes, suelen recibir el nombre de la constelación a que pertenecen. Al­gunas veces se les cataloga en orden de brillantez o de posición, empleando letras griegas (alfa, beta, gama, delta, epsilón, zeta, etcétera) o números ará­bigos.
    Las estrellas del cuadro anterior son de las cons­telaciones Eridanus (el Río), Cetus (la Ballena), Draco (el Dragón), Pavo (Pavo Real), Hydrus (la Ser­piente de Agua) y Tucana (el Tucán).
    De las siete estrellas que aparecen en el cuadro, tres —Delta Pavonis, Beta Hydri y Zeta Tucanae— se encuentran tan al sur en el firmamento que no son visibles desde lugares septentrionales, donde la astronomía está más avanzada y hay más equipo complicado. En cuanto a 82 Eridani, no está dema­siado al sur, pero muy cerca del horizonte para que sea cómodo observarla.
    Así pues, los tres mejores blancos son Epsilón Eridani, Tau Ceti y Sigma Draconis. El Programa Ozma, a sugerencia del astrónomo ruso-norteamericano Otto Struve, concentró sus esfuerzos en Epsilón Eridani y en Tau Ceti.
    Aunque esas siete estrellas, y particularmente las tres septentrionales, son los blancos más indicados para la primera fase de la búsqueda, no deberíamos suspender la misma si los resultados fuesen negati­vos. Si hay siete blancos a menos de 23 años luz, hay alrededor de 500.000 dentro del alcance de 1.000 años luz del conjunto de radiotelescopios del Pro­grama Cíclopes.
    Lo ideal sería que escucháramos a todas esas estrellas. En efecto, antes de desistir por completo, deberíamos explorar todo el firmamento, con la es­peranza de que existan civilizaciones en la cercanía de estrellas que nos den una sorpresa, o con la esperanza de recibir señales de sondas o de mundos libres que estén relativamente cerca de nosotros, sin que lo sepamos.
    Incluso deberíamos buscar en las gamas de lon­gitud de onda fuera de la poza de agua, por si acaso.

    ¿Por qué?

    Debemos preguntarnos: ¿Por qué debe la huma­nidad emprender la tarea de vigilar el espacio en busca de señales de civilizaciones extra terrestres? ¿Por qué debemos gastar decenas de miles de millo­nes de dólares cuando probablemente nada encon­tremos?
    Después de todo, ¿qué podrá decirse si, a pesar de los razonamientos expuestos en este libro, no hay civilizaciones extraterrestres?
    ¿O sí las hay, pero ninguna de ellas se encuentra tan cerca de nosotros que podamos detectar sus señales?
    ¿O sí las hay, pero no envían señales?
    ¿O sí las hay, pero envían señales que nos eluden por completo?
    ¿O no nos eluden, pero las señales que recibimos no son interpretables?
    Cualquiera de esas cosas es posible, por lo que debemos aceptar lo peor y suponer que, no obstante todos nuestros esfuerzos, terminaremos por no ob­tener ninguna señal reconocible.
    En ese caso, ¿habremos desperdiciado mucho dinero?
    Tal vez no. Supongamos que el trabajo de cons­truir el Programa Cíclopes, y la tarea de buscar en el firmamento, se prolonga durante 2 años y tiene un costo total de 100.000 millones de dólares. Eso sería 5.000 millones por año, en un mundo en el cual diversas naciones gastan un total de 400.000 millones al año en armamentos.
    Y en tanto que el dinero gastado en armamentos estimula sólo el odio y el temor, y aumenta cons­tantemente la probabilidad de que las naciones de la Tierra se aniquilen unas a otras y tal vez destru­yan a toda la humanidad, la búsqueda de inteligencia extraterrestre es algo que seguramente ejercería un efecto unificador entre nosotros. El solo pensar en otras civilizaciones más avanzadas que la nuestra, en una Galaxia llena de esas civilizaciones, no podrá sino poner de relieve la mezquindad de nuestras propias querellas e inducirnos, al avergonzarnos, a hacer intentos más serios de cooperación. Y si el fracaso de la búsqueda nos hiciera sospechar que, después de todo, somos la única civilización en la Galaxia, ¿no aumentaría ello el sentimiento de lo inapreciable que somos nuestro mundo y nosotros mismos, y no nos volvería más renuentes a arries­garlo todo en nuestras pueriles riñas?
    Pero ¿se desperdiciará el dinero si a la postre no obtenemos nada?
    En primer lugar, el intento mismo de construir el equipo para el Programa Cíclopes nos enseñará mucho acerca de radiotelescopía, e indudablemente nos hará adelantar muchísimo en esa ciencia, aun antes de hacer la primera observación del firma­mento.
    En segundo lugar, es imposible explorar el fir­mamento con nueva pericia, nueva delicadeza, nueva persistencia, nuevo poder, sin que descubramos mu­chísimas nuevas cosas acerca del Universo, indepen­dientes de las civilizaciones avanzadas. Aunque no captemos señales, no volveremos de esa empresa con las manos vacías.
    No podemos decir qué descubrimientos se harán, o en qué dirección nos iluminarán, o en qué forma nos resultarán útiles, pero la humanidad siempre ha tenido (en sus mejores momentos) gran respeto por el saber, por lo que éste significa. La capacidad de pensar así es una de las formas en que una es­pecie más inteligentes se diferencia de otra menos inteligente; y explica cómo una cultura que avanza con decidido tesón se diferencia de otra que decae.
    Tampoco debemos temer que a la postre el saber sea valorado sólo por lo que significa. El saber, em­pleado sabiamente, siempre ha sido útil a la huma­nidad, y hay esperanzas de que continúe siéndolo en el futuro.
    Pero suponiendo que encontremos una señal de alguna clase y decidamos que debe tener origen inte­ligente, ¿tendrá eso gran valor para nosotros?
    Quizá no sea un haz de señales, quizá nadie esté tratando de atraer nuestra atención o de decirnos algo. Podrá ser un producto inadvertido de la tec­nología, tal vez se trate sólo de un revoltijo de acti­vidad cotidiana, como la esfera de microondas que ahora se está expandiendo constantemente desde la Tierra en todas direcciones.
    Eso, en sí mismo —el simple reconocimiento de una señal que presente la existencia de una civili­zación remotísima, aunque de ella no podamos ex­traer ninguna información—, es suficiente, en ciertos aspectos.
    Pensemos en el significado psicológico que ello tendría. Indicaría que en alguna parte existe una civilización ([51]), la cual, a juzgar simplemente por la fuerza de sus señales, podría ser más avanzada que la nuestra. Sólo eso bastaría para convertirse en la noticia alentadora de que, por lo menos, un grupo de seres inteligentes ha alcanzado nuestro nivel de tecnología y ha logrado no destruirse a sí mismo, sino que ha sobrevivido y ascendido a ma­yores alturas. Y si ellos lo han logrado, ¿no podría­mos conseguirlo nosotros también?
    Si esta idea contribuye a apartarnos de la deses­peración durante las inmensas tareas de resolver los problemas a que se enfrenta la humanidad, eso bas­tará para ayudarnos a buscar la solución. Tal vez nos suministrará el importantísimo grano de arena que incline la balanza hacia la supervivencia, y la aparte de la destrucción.
    Tampoco puede ser posible que no obtengamos más información que la existencia de la señal. Si ésta no contiene ningún mensaje inteligente que po­damos interpretar, las características de la señal misma nos podrían revelar la velocidad a que gira el planeta que la envíe, en torno a su estrella y a su eje, así como tal vez otras características físicas que podrían ser de gran interés y utilidad para los astrónomos.
    Y supongamos que reconocemos que hay ma­terial útil en el mensaje, pero que no podemos de­terminar el significado de ese material.
    ¿Se vuelve entonces inútil el mensaje? Por su­puesto que no. En primer lugar, nos presenta un reto interesante, un juego fascinante en sí mismo. Sin llegar a ninguna conclusión respecto al conte­nido específico de la información, podríamos obtener ciertas generalizaciones concernientes a psicologías ajenas, lo que también es conocimiento.
    Además, aun la más pequeña aclaración de la clave podría ser de interés. Supongamos, sólo por agotar el tema, que del mensaje surge la sospecha de una relación que, de ser cierta, nos proporcio­naría una nueva idea acerca de algún aspecto de la física, aunque esa idea pareciese trivial. Hemos de hacer notar que los adelantos científicos no exis­ten en el vacío. Esa sola idea podría estimular otros pensamientos y, a la postre, acelerar muchísimo el proceso natural por el cual avanzan nuestros cono­cimientos científicos.
    Y si logramos alguna comprensión detallada del mensaje, quizá aprendamos lo suficiente para dedu­cir si la civilización que lo envía es pacífica o no lo es.
    Si es peligrosa y belicosa (algo muy poco pro­bable, en mi opinión), entonces el conocimiento que hayamos adquirido nos inducirá a mantenernos ca­llados, a no contestar, a procurar evitar, hasta donde sea posible, cualquier filtración al espacio exterior, u otra cosa que revele nuestra presencia. Quizá el conocimiento que obtengamos nos indique cuál será la mejor manera de defendernos, si ocurre lo peor.
    Si, por otra parte, decidimos que los mensajes llegan de una civilización pacífica y benigna, o de una que no puede alcanzarnos, sea cual fuere su actitud, entonces tal vez acordemos contestar em­pleando la clave que hayamos aprendido.
    De todos modos, ésta sería una esperanzadora perspectiva.
    Por supuesto, esa civilización puede estar tan alejada de nosotros que, gracias al límite de la velo­cidad de la luz, no podremos esperar una respuesta antes de unos cien años. Sin embargo, esperar no representará un gran problema. Podremos seguir ocupándonos de lo nuestro mientras esperamos, pues nada perderemos.
    La civilización avanzada en el otro confín, al recibir nuestra respuesta y saber que alguien la es­cucha, tal vez empiece inmediatamente a transmi­tir con empeño. Aunque esperemos un siglo, después empezaremos a recibir un curso intensivo de todos los aspectos de una civilización ajena.
    No hay forma de predecir lo útil que resultará esa información, pero indudablemente no podrá ser inútil.
    De hecho, si pasamos al extremo romántico de suponer que puede ser superado el límite de la ve­locidad de la luz, y que existe una pacífica y benigna Federación de Civilizaciones Galácticas, nuestra ven­turosa interpretación del mensaje y nuestra valerosa respuesta podrían valemos nuestro pase de admi­sión a esa Federación.
    ¡Quién sabe!
    Aun haciendo caso omiso de la enorme curiosi­dad que siempre ha impulsado a la humanidad, y del interés que todos debemos tener en un asunto de tan gran magnitud como el saber si existen o no otras civilizaciones en el Universo, además de la nuestra, me parece que cualquier cosa que haga­mos al tratar de responder a la pregunta nos bene­ficiará y ayudará.
    Así pues, por el bien de todos, abandonemos nuestras inútiles, interminables y suicidas disputas, y unámonos en la verdadera tarea que nos espera: sobrevivir, aprender, ensancharnos, entrar en un nuevo nivel de conocimientos.
    Esforcémonos por heredar el Universo que nos espera, realizando tal cosa solos, si es preciso, o en compañía de otros, si existen.

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