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noviembre 07, 2009
Al llegar la independencia a la India, hasta entonces parte del Imperio Británico, el país quedó dividido en dos naciones: India y Pakistán, y la feroz rivalidad religiosa entre hindúes y musulmanes comenzaba a ocasionar sufrimientos inconcebibles a 410 millones de personas. En esta segunda parte de una condensación del libro Freedom at Midnight ("Esta noche la libertad"), el último virrey británico, Louis Mountbatten, y el primer ciudadano de la India, Mohandas Gandhi, siguen empeñados en su extraordinaria lucha personal por la paz entre la gente del populoso subcontinente, empeño en el cual Gandhi sacrificaría la propia vida.
Condensado de un libro de Larry Collins y Dominique Lapierre.
EL ESTRIDENTE toque de trompetas de plata repercutía en el ambiente matinal. Con una última explosión de fausto imperial, los ingleses señalaban el término de su dominio sobre el subcontinente de la India. Al dar las 12 de la noche del 14 de agosto de 1947 dejaba de existir la gran institución denominada el raj británico. En su lugar quedaban dos nuevas naciones independientes: India y Pakistán; la una hindú en su mayoría; musulmana la otra.
Comenzaba entonces la primera ceremonia oficial: el juramento del primer gobernador general del nuevo dominio de la India. Quien tomaba ese juramento era un inglés, el mismo que había desempeñado el cargo de último virrey de la colonia y había presidido el desmantelamiento de un imperio cuyos fundadores pretendieron que durara "para siempre".
Con solemnidad, lord Louis Mountbatten, bisnieto de la reina Victoria, avanzó hacia el trono, aquel mismo solio en que él había sido instalado como virrey menos de cinco meses antes. A su lado iba Edwina, su esposa, con un traje de brocado de plata y una diadema sobre el cabello pelirrojo. Acomodados en el estrado de mármol, bajo un pabellón de terciopelo, estaban a derecha e izquierda los nuevos señores de la India: Jawaharlal Nehru, que vestía jodhpurs de algodón y chaleco de lino; Vallabhbhai Patel, con su dhoti blanco; todos los demás, tocados con un gorrito blanco, simbólico del Partido del Congreso. Al ocupar su puesto, asaltó a Mountbatten un pensamiento irónico. Los hombres alineados a su lado probablemente sólo tenían en común una experiencia: casi todos ellos habían estado presos en alguna mazmorra británica por su lucha en pro de la independencia.
Lord Mountbatten, acompañado de su esposa, llega al Durbar Hall para prestar juramento como gobernador general. Foto de David Duncan.
Afuera, por toda Nueva Delhi, comenzaban a retumbar los ecos de la salva de 31 cañonazos con que se celebraba el acontecimiento. A la puerta del Durbar Hall, al pie de la escalinata tapizada con una alfombra roja, esperaba a los Mountbatten un dorado carruaje de Estado, construido casi medio siglo antes para la real visita a la India de Jorge V y la reina María. Frente a sus seis caballos bayos, todos iguales, estaba la guardia personal del gobernador general, con su uniforme de relucientes botas altas de charol negro, calzón de montar blanco, alba guerrera cerrada por una faja escarlata bordada de oro.
Inclinando ligeramente la cabeza en el tieso y elegante movimiento con que la realeza condesciende a saludar a las masas, los Mountbatten, inflexiblemente erguidos en el carruaje, pasaron por entre las filas de la tropa formada para saludarlos, hasta llegar a la verja de hierro de la Casa- Virreinal. Afuera, la India esperaba.
Era una India tal como no la había visto antes ningún inglés en el curso de tres siglos de historia. La muchedumbre allí congregada no había venido dispuesta a deslumbrarse por el aparato del raj británico, ni a aplaudir los espectáculos que sus gobernantes montaban para divertirlos. Las dimensiones de la India se habían medido siempre por sus masas, que hoy se apiñaban en Nueva Delhi en número sin precedente. Llenas de júbilo, emocionadas, alegremente indóciles, hormigueaban en torno a la procesión obligando a los caballos de la guardia personal del virrey a ir al paso. Las cuidadosas disposiciones de Mountbatten no sirvieron de nada en la nueva India de aquel día: una multitud bulliciosa, vibrante, ahogaba el oro y el escarlata entre un remolino de cuerpos humanos.
India y Pakistán después de la partición. El territorio marcado como Pakistán Oriental es hoy el Estado independiente de Bangladesh.
Un periodista sikh, atrapado entre el gentío que atestaba la ruta de los Mountbatten, pensó de repente: "Se están rompiendo las cadenas en torno de mí". Recordaba que una vez, en su niñez, un muchacho inglés lo había obligado a cederle la acera. "Nadie podría hacerme ya tal cosa", reflexionaba, y veía que en aquella multitud no había ya ricos ni pobres, ni intocables ni amos, ni abogados ni banqueros, ni culíes ni rateros. Era simplemente un hormiguero de gente alborozada que se abrazaba y se decía a gritos: "Azad Sahib!" ("¡Somos libres, señor!")
A 10.000 kilómetros de las hirvientes masas de Nueva Delhi, en el corazón de las montañas escocesas, entraba un auto oficial en el patio del majestuoso castillo de Balmoral. Su ocupante fue conducido inmediatamente a la biblioteca donde Jorge VI esperaba. Con una ceremoniosa venia, el conde de Listowel, último secretario de Estado para la India, informó solemnemente al Rey que se había cumplido la transferencia del poder a manos indias. Ahora debería devolver a Jorge VI, explicó Listowel, los antiguos sellos que simbolizaban la unión del Imperio de la India a la Corona Británica, pero desgraciadamente, prosiguió, los sellos no existían, pues alguien los había extraviado años antes.
Hindúes desplazados luchan para acomodarse en un tren que sale de Punjab. Imagen de Margaret Bourke-White/Time-Life Picture Agency. © Time Inc.
Dos días más tarde tocaba a la puerta del número 10 de la calle Downing, en Londres, un visitante llegado de Nueva Delhi. El ocupante de esa residencia, el primer ministro Clement Attlee, tenía motivo para sentirse satisfecho aquel día de agosto. La independencia de la India había dado origen a una efusión de buena voluntad y de amistad hacia Inglaterra que nadie hubiese creído posible seis meses antes. Comparando su actitud con las de Holanda en Indonesia y Francia en Indochina, un ilustre ciudadano hindú había declarado: "No podemos menos de admirar el valor y la capacidad política del pueblo inglés".
Sin embargo, Mountbatten había enviado a Londres a George Abell, su secretario particular, para advertir a Attlee que evitara celebrar aquel triunfo demasiado pronto o con excesiva ostentación, porque la inevitable consecuencia de la partición de la India en dos nuevos países sería "el más aterrador baño de sangre y la más terrible confusión".
Attlee, chupando su pipa, meneó tristemente la cabeza. Convino en que no saldrían de la calle Downing trompetazos jactanciosos ni proclamas engreídas. Dijo que "no se hacía ilusiones". Lo que se había logrado era importante, afirmó, pero bien sabía que sería preciso pagar un alto precio en forma de "espantoso derramamiento de sangre en la India que hemos dejado".
ANGUSTIA SIN LÍMITES
SERÍA UN cataclismo sin precedente. Durante seis trágicas semanas, como misterioso azote de una plaga medieval, se extendería por el norte de la India una ola de manía asesina; no habría refugio contra la epidemia ni rincón inmune al contagio de su terrible virus.
El desastre podía explicarse fácilmente. La línea divisoria entre India y Pakistán había dejado a cinco millones de sikhs e hindúes en la mitad del Punjab perteneciente a Pakistán, y más de cinco millones de musulmanes en la mitad adjudicada a la India. Azuzados por la demagogia de sus líderes, los musulmanes del Punjab se habían convencido de que, de alguna manera, iban a desaparecer de Pakistán, la Tierra de los Puros, los prestamistas, tenderos y zamindar (terratenientes) hindúes. Pero a, raíz de la independencia aún estaban allí dispuestos a seguir cobrando sus alquileres y atendiendo sus bazares y granjas. Un sencillo razonamiento asaltó inevitablemente a las masas musulmanas: si Pakistán, es nuestro, entonces también lo son las tiendas, granjas, casas y fábricas de los hindúes y los sikhs.
Entre tanto, al lado opuesto de la frontera, los hindúes y sikhs militantes se preparaban a arrojar a los musulmanes. Así, en aturdido frenesí, los musulmanes, sikhs e hindúes cayeron unos sobre otros. En la India todo cobró siempre exorbitantes dimensiones, y los horrores de las matanzas del Punjab, con la angustia y los sufrimientos humanos que iban a traer, estarían acordes con aquella antigua tradición.
Por los arroyos de las calles de Lahore corrían ríos de sangre y ardían manzanas enteras de casas hindúes, mientras la policía y los soldados musulmanes contemplaban aquello con los brazos cruzados. En la cercana población de Amritsar los sectores musulmanes habían quedado reducidos a montones de ladrillos y escombros; negros y retorcidos penachos de humo, se elevaban al firmamento; los buitres se cernían siniestros sobre los muros derrumbados.
En Simla, Fay Campbell-Johnson, esposa del secretario de prensa de lord Mountbatten, quedó horrorizada por el cuadro que vio desde la galería del Hotel Cecil. Unos sikhs en bicicleta, blandiendo kirpans (espadas), perseguían por el Paseo, cual cazadores en pos de la zorra, a varios musulmanes que huían despavoridos. Al alcanzar por detrás a algún jadeante fugitivo, de un espadazo le cercenaban la cabeza.
Cuando estaban en mayoría, los sikhs eran los más despiadados asesinos. Ahmed Zarullah, labrador arrendatario musulmán en un pueblecito cercano a Ferozepore, a quien una partida de sikhs asaltó una noche, cuenta: "Los sikhs derribaron la puerta a hachazos. Una bala me dio en el brazo izquierdo. Al tratar de incorporarme, vi que mi mujer recibía cuatro balazos. La sangre le manaba de un muslo y de la espalda. Mi hijo de tres años fue alcanzado en el abdomen. No lloró. Se desplomó muerto. Tomé de la mano a mi esposa y a mi segundo hijo. Dejamos allí al niño muerto y nos arrastramos hacia la calle. Vi a unos sikhs que disparaban contra los musulmanes mientras salían de las demás chozas. Había sikhs que se echaban a la espalda a alguna joven. Se oían chillidos, gemidos e imprecaciones. Saltándome encima, me arrancaron de los brazos a mi mujer, ya muerta. Mataron al segundo de mis chicos y me dejaron para que acabara en el polvo. No me quedaban fuerzas para llorar ni lágrimas con que hacerlo: Me desplomé sin sentido".
Sardar Vallabhbhai Patel. Imagen de Margaret Bourke-White/Time-Life Picture Agency. © Time Inc.
En Shahpura, pueblo de mercaderes al norte de Lahore, acorralaron dentro de un enorme almacén a toda la población hindú y sikh. Una vez dentro, los cautivos, inermes, fueron barridos con ametralladoras por agentes musulmanes de la policía y por desertores del Ejército. No hubo sobrevivientes.
En algunas regiones musulmanas se obligaba a veces a los hindúes a convertirse al islamismo. Bagh Das, labrador en un caserío situado al oeste de Lyallpur, fue llevado con un grupo de 300 correligionarios suyos hasta una mezquita próxima a la laguna de una aldea vecina. Les lavaron los pies en la laguna y luego los metieron en tropel en el templo, donde les ordenaron sentarse con las piernas cruzadas. El maulvi les leyó algunos versículos del Corán y les dijo: "Ahora pueden escoger entre hacerse musulmanes y vivir felices, o la muerte".
"Preferimos lo primero", confiesa Das. A cada converso se le dio un nuevo nombre mahometano y se le hizo recitar un versículo del Corán. Luego los llevaron al patío de la mezquita donde estaban asando una vaca. Uno por uno, obligaron a los hindúes a comer un poco de carne del animal. Das, que había sido vegetariano; hasta aquel instante, tuvo náuseas, pero se contuvo porque, pensó, "me matarán si no obedezco".
Su vecino, un brahmán (la casta más alta de los hindúes), pidió permiso de volver con su mujer y sus tres hijos a su choza, a buscar los platos y tenedores de sus bodas, en vista de la importancia de aquel momento. Halagados, sus captores musulmanes se lo concedieron. "El brahmán tenía escondido en su casa un cuchillo", relata Das, "y con él degolló a su esposa y a sus tres hijos. Después se atravesó el corazón. Ninguno de ellos regresó a comer la carne".
NUESTRO PUEBLO HA ENLOQUECIDO
NO TARDÓ en aparecer de un extremo del Punjab a otro, con todas las posesiones que podía acarrear en avión, en automóvil o bicicleta, por tren, a lomo de mula, en carro de bueyes o a pie, gente que huía aterrorizada de sus hogares en busca de cualquier promesa de seguridad. La fuga produciría un intercambio de poblaciones a una escala nunca antes registrada.
La noticia llegó a los musulmanes de la población hindú de Panipat, al norte de Delhi, por un tambor que, marchando por sus barrios, proclamaba en lengua urdu: "Para protección de la población musulmana han llegado trenes que la llevarán a Pakistán". Veinte mil personas abandonaron el hogar antes de una hora para dirigirse a la estación ferroviaria al son del tambor. Se informó mediante proclamas a los 2000 musulmanes de la aldea hindú de Kasauli que disponían de 24 horas para salir de allí. Cuando al día siguiente se reunieron al amanecer en un campo de ejercicios, les quitaron todas sus pertenencias, salvo una manta por persona y la ropa que llevaban encima. Luego un patético rebaño humano emprendió la marcha hacia su tierra prometida.
Para cientos de millares de punjabíes la primera reacción instintiva era precipitarse en tropel hacia las modestas estaciones ferroviarias, construidas de ladrillo y azulejos, y la aparición de una locomotora en muchas estaciones del Punjab provocaba siempre la misma escena de frenesí. Como la proa de un buque que hiende las olas de un mar encrespado, la máquina se abría paso por la enloquecida masa humana, arrollando a los desdichados que caían empujados en su camino.
A veces los pasajeros llevaban días enteros esperando, a menudo sin agua ni alimento, bajo el despiadado sol de un verano al que las lluvias del monzón todavía no acababan de poner fin. Con un concierto de lágrimas y chillidos, la multitud se lanzaba contra las portezuelas y ventanillas de los vagones. Se apretujaba con sus escasos bártulos dentro de los compartimientos hasta parecer que los costados del tren se ensanchaban por la presión de los hombres que lo atestaban. Otros muchos disputaban para asirse del tirador de una puerta o conseguir un peldaño en la escalerilla, en las uniones entre dos carruajes, hasta que un numeroso enjambre humano envolvía a los vagones como moscas prendidas de un terrón de azúcar. Cuando ya no quedaba nada de donde asirse, centenares más se encaramaban a los techos curvos, donde se aferraban precariamente.
Abrumados por aquella carga de sufrimientos, mientras al olor del humo de carbón se imponía el penetrante hedor de los cuerpos sudorosos, ahogada la aguda voz del silbato por los gritos de los miserables que trasportaban, rodaban los trenes conduciendo su triste carga humana hacia una tierra prometida, o hacia la muerte.
Para Nihal Bhrannbi, maestro de escuela hindú, para su mujer y seis hijos, aquel viaje rumbo a la salvación no llegó a iniciarse siquiera. Después de haber esperado seis horas a que su tren saliera de la estación, Nihal y su familia oyeron por fin el estridente silbato de la locomotora. Sin embargo, la única partida que anunciaba era la de la máquina sola.
Cuando desapareció la locomotora, una horda, de musulmanes cayó sobre la estación lanzando aullidos, blandiendo cachiporras, lanzas de fabricación casera, hachas y pistolas. Entre gritos de "¡Dios es grande!" atacaron el tren, arremetiendo contra todos los hindúes que veían. Algunos arrojaban por las ventanillas a los indefensos pasajeros, y sus correligionarios que habían quedado en el andén caían sobre ellos como carniceros para rematarlos. Unos cuantos hindúes intentaban escapar, pero los islamitas, que vestían camisa verde, los perseguían y los atacaban para luego precipitar, a muertos y moribundos por igual, dentro de un pozo abierto frente a la estación. El maestro, su esposa y sus seis hijos, aterrorizados, abrazándose estrechamente, se agazapaban en su compartimiento. Los musulmanes derribaron la puerta, se precipitaron dentro y comenzaron a dispararles.
"Las balas alcanzaron a mi marido y a mi único hijo varón", recordaría siempre la esposa de Nihal. "Mi hijo gritaba: ¡Agua, agua! pero yo no tenía agua que darle. Pedí auxilio a voces, pero nadie me atendía. Poco a poco mi hijo dejó de llorar y cerró los ojos. Mi esposo había perdido el habla. Le manaba sangre de la cabeza. De pronto sacudió con fuerza las piernas y luego quedó inmóvil. En un intento de despertarlos, los sacudí. No reaccionaron. Mis hijas se apretujaban contra mí agarrándome del sari. Los musulmanes nos echaron fuera. Se llevaron a mis tres hijas mayores. A la de más edad le pegaban en la cabeza. Ella alargaba hacia mí las manos, implorando: ¡Ma, mal Pero yo no podía moverme. Poco tiempo después los musulmanes sacaron del tren a mi marido y a mi hijo y los arrojaron al pozo. Todo había terminado para ellos. Entonces me puse a gritar como una loca".
Sólo un centenar de las 2000 personas que había en el tren sobrevivirían, al igual que la esposa del maestro Nihal, para completar su terrible viaje.
Al ir aumentando el ritmo del éxodo en ambos sentidos, aquellos trenes repletos de infelices refugiados se convirtieron en el objetivo principal de los asaltos en ambos lados de la frontera. Les tendían emboscadas a campo abierto o los atacaban en las estaciones. Solían arrancar los rieles para descarrilar los convoyes, sobornaban a los maquinistas o los amedrentaban para que condujeran a sus pasajeros a alguna emboscada. No tardaron en darles el nombre de "trenes de la muerte". Aquel fue otro episodio de la tenebrosa leyenda del Punjab.
En septiembre hicieron una gira por el Punjab Jawaharlal Nehru y Liaquat Alí Khan, primeros ministros de las nuevas naciones India y Pakistán, respectivamente. Viajaban uno junto al otro, deprimidos y en silencio, entre cuadros de horror y de miseria; sus compatriotas los miraban con expresión en que se reflejaban todas las emociones, menos la gratitud por los beneficios de la independencia. Todo parecía haber escapado de su gobierno. Su fuerza de policía se había desmoronado. La administración civil estaba paralizada.
—¡Qué infierno nos ha traído la partición! —dijo Nehru a Liaquat en voz baja— ¿Cómo ha podido suceder esto ?
—Nuestro pueblo se ha vuelto loco —respondió Liaquat.
De pronto, de una fila de refugiados, se desprendió una figura que se precipitó hacia el automóvil. Había reconocido a Nehru. Mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas, agitando en el aire los dedos crispados en ademán de súplica, el desconocido hindú imploró a Nehru que le ayudara. Cinco kilómetros atrás una banda de musulmanes que surgió de un cañaveral había asaltado la columna de desterrados y se había llevado a su único vástago, una niña con diez años de edad. Él amaba a su hija, decía a Nehru entre sollozos, la adoraba. "¡Haz que me la devuelvan, por caridad! ¡Haz que me la devuelvan!" suplicaba.
Acongojado, Nehru se agachó y se llevó ambas manos a la cabeza, mientras un ayudante apartaba con suavidad del estribo del coche al desdichado padre.
Esa noche, conmovido aún por lo que había visto, Nehru no pudo dormir. Durante horas enteras se estuvo paseando por el corredor de la casa donde se hospedaba en Lahore, preocupado, pensando. A las 2:30 de la madrugada despertó a su edecán diciéndole que sintonizara a Delhi en la radio para escuchar los últimos informes. En la letanía que siguió de malas noticias, sólo una le pareció consoladora: Calcuta, la populosa ciudad de Bengala Occidental, estaba tranquila. Allí el anciano líder Mohandas Gandhi seguía obrando milagros.
EL ARMA MÁS PODEROSA
"SI SE hubiesen producido disturbios en Calcuta", comentaría Mountbatten tiempo después, "la sangre que allí hubiera corrido habría hecho que lo del Punjab se antojara un lecho de rosas". No habría soldados, por muchos que fueran, capaces de contener un estallido de violencia en sus fétidos arrabales y sus congestionados mercados. Por tanto, había pedido a Gandhi que fuera allí. Quizá su presencia garantizase lo que ninguna fuerza militar pudiera asegurar. A un siglo preñado de violencia, Gandhi había brindado su doctrina de ahimsa: "violencia, no". La había empleado para movilizar a las masas de la India, con el propósito de expulsar a Inglaterra del subcontinente, en una cruzada moral en vez de una rebelión armada, recurriendo a la oración a cambio del fuego de las ametralladoras, al silencio desdeñoso antes que a la lucha con bombas terroristas. Y en Calcuta el inexplicable don de aquel anciano extraño y diminuto había obrado su hechizo sobre la ciudad.
Nathuram Vinayak Godse. Colección de los autores.
Día tras día, durante aquella espantosa quincena en que el Punjab enloqueció, crecían en número las multitudes que asistían a las oraciones vespertinas a que Gandhi convocaba regularmente, hasta llegar a casi 700.000 personas, lo cual había transformado a la salvaje metrópoli en un oasis de paz.
Tal milagro duró 15 días. Pero luego, el 31 de agosto, todo cayó por tierra. Esa noche, a las 10, un desfile de fanáticos jóvenes hindúes irrumpió en el patio de la casa Hydari, donde Gandhi residía, exigiendo ver al Mahatma. Hicieron adelantarse a un zagal aturdido y cubierto de vendas, a quien habían atacado los musulmanes, según decía la turbamulta, que comenzó a gritar lemas y a lanzar piedras contra la casa. Finalmente, echando a un lado a los partidarios de Gandhi, la muchedumbre invadió la residencia. El Mahatma, que había estado dormido, se levantó para enfrentarse a ellos. "¿Qué locura es esta?" preguntó. "Aquí estoy yo; atacadme a mí".
Sus palabras se perdieron en la algazara del gentío. Un musulmán ensangrentado por los golpes recibidos escapó de las filas de los alborotadores y corrió a agazaparse detrás de Gandhi. De entre la multitud salió zumbando una cachiporra que, pasando pocos centímetros por encima de la cabeza de Gandhi, fue a dar contra la pared, detrás del anciano.
Minutos después, avisada por uno de los alarmados seguidores del Mahatma, la policía llegó y restableció el orden. Pero al día siguiente, poco después de las 12, se desató una serie de ataques coordinados contra ciertos arrabales habitados por musulmanes.
Tan consternado quedó Gandhi que rechazó la comida de la noche y, tras una breve caminata, se sentó en su estera de paja a redactar una proclama pública. Para restablecer la cordura en Calcuta iba a someterse, pese a los 77 años que llevaba a cuestas, al ayuno hasta la muerte.
En manos de Gandhi el ayuno se había convertido en la más poderosa arma que jamás blandió un pueblo inerme y subdesarrollado. Trece veces, por razones de mayor o menor peso, el Mahatma se había negado públicamente a tomar alimento. En dos ocasiones su privación se prolongó 21 días, con lo que su frágil organismo llegó al borde del sepulcro. Ya fuera por la causa de la unidad entre hindúes y musulmanes, ya para poner fin a la denigrante condición de los intocables, o bien para acelerar la partida de Gran Bretaña, los ayunos de Gandhi habían conmovido a centenares de millones de personas en todo el mundo; eran tan característicamente suyos como su cayado de bambú, su dhoti y su calva. Una nación cuyos habitantes, en un 85 por ciento, no sabía leer ni tenía acceso a la radio, estaba informada, sin embargo, de cada uno de los lentos suplicios de su anciano profeta y se estremecía en instintiva y singular unidad.
En unas cuantas horas se extendió por toda Calcuta la noticia del reto de Gandhi, y muchos visitantes angustiados colmaban las calles que rodeaban la casa Hydari. Pero no era posible contener en un solo día la epidemia de violencia ya desatada. Los incendios, los saqueos, las matanzas seguían afectando como una plaga a la ciudad. Tendido en su estera, el mismo Gandhi podía escuchar el eco siniestro que anunciaba nuevas matanzas: el lejano fragor de las armas de fuego.
Pero por la tarde del segundo día de su ayuno, al estruendo de los tiros comenzó a mezclarse un nuevo sonido: las voces que, pidiendo paz, se alzaban a coro de las delegaciones que marchaban en número creciente hacia la casa Hydari. Un musulmán, lanzándose a los pies de Gandhi, gemía: "Si algo llegara a sucederle a usted, será el fin de nosotros los musulmanes". Sin embargo, ninguna súplica de desesperación podría conmover la férrea voluntad que albergaba aquel cuerpo agotado. "No abandonaré mi ayuno hasta que se haya restablecido la gloriosa paz de los últimos 15 días", afirmaba.
Al amanecer del tercer día la voz de Gandhi era apenas un murmullo. Se le había debilitado el pulso con tanta rapidez que la muerte era ya una posibilidad inminente.
Pero a medida que la vida escapaba de su demacrada figura, se esparcía por la urbe una ola de fraternidad y armonía. Procesiones mixtas de hindúes y musulmanes invadían los arrabales donde antes se desataron los más violentos disturbios, para restablecer el orden y la calma. La más impresionante demostración de haberse producido un verdadero cambio de ánimo ocurrió aquella noche, cuando una banda de forajidos, culpable de varios asesinatos horrendos, se presentó ante Gandhi.
Uno de sus portavoces dijo al Mahatma:
—Mi gente está dispuesta a someterse a cualquier castigo que usted nos imponga, si abandona el ayuno.
Con esas palabras, todos se abrieron los pliegues de su dhoti. Ante la atónita mirada de Gandhi y sus discípulos cayó al piso una lluvia de cuchillos, puñales, pistolas y garfios, algunos todavía negros con la sangre de sus víctimas. Al cesar el estruendo, Gandhi murmuró:
—El único castigo que les impongo es que vayan a los vecindarios de los musulmanes que ustedes han atacado y ante ellos se comprometan a protegerlos.
Por fin, a las 9:15 de la noche del 4 de septiembre, 73 horas después de haberlo comenzado, Gandhi terminó su ayuno ingiriendo algunos sorbos de zumo de naranja. Poco antes de tomar su decisión, había dirigido una advertencia a los líderes hindúes, sikhs y musulmanes que rodeaban la estera donde se encontraba.
"En Calcuta", advirtió, "está hoy la clave de la paz de la India. El menor incidente aquí podría tener repercusiones incalculables en otras partes. Aunque toda la campiña ardiera, ustedes deberán cuidar de que a Calcuta no llegue la conflagración".
Y así lo harían. En aquella ocasión el "milagro de Calcuta" fue duradero.
Como era inevitable, los horrores del Punjab provocaron un torrente de censuras contra el último virrey y los dirigentes políticos de la India. Clement Attlee se preguntaba si Inglaterra no habría obrado precipitadamente. Era, claro está, un interrogante imposible de responder. Una cosa resultaba indudable: los dirigentes de la India no sólo habían aprobado la política seguida por Mountbatten al obrar sin tardanza. Antes bien, todos ellos, sin excepción, lo habían urgido a que la pusiera en práctica. Jinnah no cesaba de repetir que la celeridad era la esencia del convenio. Nehru constantemente recordaba al virrey que diferir la decisión haría correr a la India el peligro de una guerra civil. Incluso Gandhi, pese a ser contrario a la partición, había apremiado a Inglaterra a salir de la India cuanto antes.
Mountbatten mismo seguiría siempre convencido de que, en vista de las circunstancias que encontró en el subcontinente a su llegada en 1947, el haber tomado cualquier otro derrotero habría arrojado a la India en una lucha intestina de violencia sin precedentes, que Inglaterra no hubiera tenido ni recursos ni voluntad de debelar.
PETICIÓN INCREÍBLE
LA INDEPENDENCIA de la India había aliviado a Mountbatten de un peso agobiante. Al sonar las 12 de la noche había cesado en sus funciones en uno de los cargos más poderosos del mundo para pasar a ocupar una dignidad simbólica. Aunque profundamente consternado por la violencia que azotaba al Punjab, como gobernador general ya no tenía autoridad para intervenir. Aquella tremenda carga quedaba ahora en manos de los dirigentes del país.
Así pues, para que no pareciera que deseaba inmiscuirse en sus acciones tan a raíz de la independencia, partió discretamente de Delhi para dirigirse a Simia, el antiguo retiro veraniego del ya liquidado raj británico. Allá abajo, en el valle, se agitaba la tormenta, pero en aquella pequeña ciudad, exótica y encantadora, florecían los gamones y los rododendros en medio de bosquecitos de hermosos pinos y, a través del claro aire estival, resplandecían a lo lejos los picos nevados del Himalaya.
El 4 de septiembre el gobernador general recibió una llamada telefónica. El brillante V. P. Menon, alto empleado del servicio civil de la India, le hacía una petición urgente: "Su Excelencia debe regresar a Delhi". E informaba a Mountbatten que habían ocurrido motines en la capital, agravados con saqueos, incendios y asesinatos.
Durante muchos años los detalles de la conversación celebrada en la biblioteca de Mountbatten en Nueva Delhi, el 5 de septiembre de 1947 por la tarde, constituyeron un secreto de los más celosamente guardados en la vida del último virrey. Tres personas estuvieron presentes: Mountbatten, Nehru y Patel. Los dos estadistas hindúes se mostraban sombríos, visiblemente deprimidos. Al gobernador general le parecieron "dos escolares castigados". La situación en el Punjab era incontrolable. Las proporciones de la migración sobrepasaban los peores temores de los dos dirigentes. Y la violencia amenazaba ya a Delhi con la destrucción de la capital misma.
"Nos falta experiencia", confesó Nehru. "Hemos pasado los años más productivos de nuestra vida en las prisiones británicas. Somos diestros en la agitación, no en la administración. Escasamente podríamos manejar un gobierno bien organizado en circunstancias normales. No estamos preparados para afrontar un derrumbe total de la ley y el orden".
Nehru hizo entonces una petición casi increíble. El hecho mismo de que él la formulara, él, orgulloso ciudadano hindú que había consagrado su vida a la lucha por la independencia, era prueba de su propia grandeza, así como de la gravedad de la situación. Había admirado siempre las facultades de Mountbatten para la organización y para tomar decisiones. Comprendía que su país necesitaba desesperadamente de tales facultades, y Nehru era hombre demasiado grande para permitir que un falso orgullo privara de ellas a la India.
—Es usted un administrador profesional de elevada categoría —declaró—. Tiene la experiencia y los conocimientos que a nosotros nos negó el colonialismo. Hoy nos encontramos en una situación muy apurada y necesitamos su ayuda. ¿Quiere usted dirigir el país?
Mountbatten quedó pasmado.
—Si alguien se enterase de que me han devuelto ustedes el gobierno, quedarían liquidados políticamente. ¿Devolver el mando los hindúes al virrey británico? Es inconcebible.
—Bien —asintió Nehru—: tendremos que hallar alguna manera de disfrazarlo; pero si usted no se hace cargo del gobierno, nosotros no saldremos adelante.
Mountbatten meditó un momento. Le atraían los problemas difíciles, y aquel era formidable. Su estimación personal por Nehru, su afecto por la India, su sentido de responsabilidad, no le dejaban otra alternativa.
—Está bien, lo haré —declaró—. Pero debemos estar de acuerdo en que nadie lo sepa. Ninguno debe saber que ustedes me han hecho esta petición. Ustedes dos me invitarán a formar una comisión extraordinaria del consejo de ministros y yo accederé. ¿Es esto lo que me piden?
Patel y Nehru asintieron.
—Muy bien —añadió Mountbatten—: Ustedes me lo han pedido. Ahora, ¿me invitarán a tomar la dirección?
—Sí —respondieron los dos hindúes, aturdidos ya por la celeridad con que comenzaba a obrar Mountbatten—. Lo invitamos.
—La comisión extraordinaria —prosiguió Mountbatten— estará formada por las personas que yo designe. Necesito individuos clave, que desempeñan las funciones importantes, tales como el jefe de policía, el director de la aviación civil, el de los ferrocarriles, el jefe de los servicios médicos. Mi esposa se encargará de las organizaciones voluntarias y de la Cruz Roja. Las actas serán mecanografiadas por dactilógrafos ingleses, que se relevarán para que estén listas poco después de levantarse cada sesión. ¿Me invitan ustedes a hacer todo esto?
—Sí —asintieron Patel y Nehru—: lo invitamos.
—Durante las sesiones —continuó el inglés— siempre aparentaré consultar con ustedes. Pero, diga lo que diga, no deben rebatirme. No hay tiempo para eso. Diré: "Estoy seguro que ustedes querrán que haga tal o cual cosa", y ustedes responderán: "Sí, hágalo usted así". Es todo lo que deseo. No quiero que digan nada más.
—Entonces, ¿no podríamos... —comenzó a objetar Patel.
—Nada que retarde las decisiones —respondió Mountbatten—. ¿Quieren ustedes que yo gobierne el país?
—Está bien —asintió de mala gana Patel—: gobiérnelo usted.
En los 15 minutos siguientes los tres políticos hicieron la lista de las personas que integrarían la comisión extraordinaria, cuya primera sesión se celebró a las 5 de la tarde del otro día.
Después de tres decenios de lucha, tras largos años de huelgas y movimientos multitudinarios, y, sobre todo, escasamente tres semanas después de su independencia, la India volvía a ser gobernada, en un postrer momento, por un inglés.
AMARGO LEGADO
DURANTE LOS dos meses que siguieron, la tremenda ola de dolor humano que se extendía por el Punjab quedaba señalada en los mapas de la Casa de Gobierno con hileras de alfileres rojos. Simbolizaban una enormidad de angustias y sufrimientos casi inimaginables y poco menos que superiores a la capacidad de resistencia del espíritu humano. Un solo alfiler representaba 500.000 personas: la columna más grande de refugiados jamás producida por la turbulenta historia del hombre.
Los desechos humanos dejados atrás por estas columnas eran espantosos. Los 70 kilómetros de camino entre Lahore y Amritsar, por el cual pasaban tantos refugiados, se convirtieron en un largo cementerio abierto. Antes de tomar esa ruta, el capitán Robert Atkins, de la fuerza fronteriza del Punjab, se ataba a la cara un pañuelo que había rociado previamente con agua de colonia para mitigar el terrible olor. "A cada metro de la vía", cuenta, "se encontraba un cadáver, algunos acuchillados, otros muertos por el cólera. Los buitres se habían hartado tanto que ya no podían volar, y los perros salvajes eran ya de gusto tan refinado que sólo comían los hígados de los cuerpos regados a lo largo del camino".
Las columnas de refugiados en marcha (una fila de musulmanes rumbo a Pakistán, otra de hindúes hacia la India) se cruzaban a menudo en las carreteras, y a veces se acometían mutuamente en un postrer espasmo de odio, y añadían unas cuantas víctimas a las ya cuantiosas que cada grupo había sufrido. Había veces, aunque raras, en que ocurría un extraño milagro: los campesinos hindúes o musulmanes intercambiaban a veces el nombre de los lugares que habían abandonado, instando a los que pasaban en dirección contraria a que reclamaran esas tierras.
Entre tanto comenzaba a sentirse el efecto de los trabajos de la comisión extraordinaria formada por Mountbatten con Nehru y Patel. Después que llegaron a Delhi tropas de refuerzo, se proclamó un toque de queda de 24 horas y se hicieron muchos registros en busca de armas. Y poco a poco fue cediendo la marea de violencia.
Las penalidades de aquellos días estrecharon aun más las relaciones entre Mountbatten y Nehru. El segundo solía reunirse con el ex virrey dos o tres veces al día; a menudo, según escribió entonces Mountbatten, "con el solo objeto de sentirse acompañado, para abrirme su pecho y recibir el consuelo que yo pudiera darle".
El estadista hindú trabajaba sin descanso en esos días. Una vez su secretario lo encontró con la cabeza hundida en el pecho, durmiendo una siesta de cinco minutos.
—Estoy agotado —dijo Nehru—; duermo sólo cinco horas cada noche. Bien quisiera poder dormir seis. ¿Cuántas duerme usted?
—Siete u ocho —respondió su secretario.
—En tiempos como estos —repuso Nehru, mirándolo y haciendo una mueca—, seis horas son esenciales; siete, un lujo; ocho, un verdadero vicio.
Poco a poco las hileras de alfileres rojos en los mapas de la Casa de Gobierno iban avanzando hacia su destino: los campamentos de refugiados. Ninguno de los dirigentes políticos de Delhi, con excepción de Gandhi, serían tan familiares ni tan queridos por los pobladores de esos campamentos como una inglesa pelirroja que vestía un bien planchado uniforme. Así como en las semanas que antecedieron a la partición su marido fue el principal actor, en las de dura prueba para la India lo fue Edwina Mountbatten. Durante aquel otoño trabajó incansablemente, imponiéndose una disciplina que ni siquiera su esposo podría sobrepasar.
Muchas mañanas estaba ya desde las 6 sentada ante su escritorio tras haber dormido escasamente cinco horas. Durante el día entero iba de un campamento a otro y de hospital en hospital, examinando, estudiando, corrigiendo. Aquellas no eran meras visitas de fórmula. Ella sabía cuántas bocas de agua por 1000 habitantes debía tener cada campamento, cómo hacer para que no quedara ningún refugiado sin vacunar; sabía la forma de organizar la higiene y la sanidad.
No había cuadro demasiado horripilante, ni choza demasiado sucia, ni oficio demasiado bajo para ella; no había ningún ciudadano de la India tan enfermo que no fuera objeto de su consideración. El edecán de su marido recordaría siempre haber visto a lady Mountbatten acuclillada, con el lodo hasta los tobillos, junto a algún enfermo de cólera, cuya muerte es de las más pavorosas, acariciándole con calma la frente calenturienta durante sus últimos momentos.
Gradualmente fue surgiendo del...
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...lo habían sostenido: el amor, el abstenerse de toda violencia, la creencia en la bondad natural de los seres humanos.
Pero una cosa era predicar el amor y la resistencia pasiva a las masas de la India como medio de combatir a sus gobernantes británicos, y otra exhortar a la fraternidad y al perdón a unos hombres que habían presenciado la matanza de los hijos y la violación de las esposas; a unas mujeres que habían visto degollar a sus parientes. La de Mohandas Gandhi era una doctrina para santos, y había pocos santos aquel otoño en los campamentos de refugiados.
Durante aquel verano y aquel otoño nada irritaba tanto a multitud de hindúes como la compasión de Gandhi por los musulmanes víctimas de la violencia hindú; como la insistencia del Mahatma en que el dolor y el sufrimiento no sabían de religión y que las heridas de un musulmán podían ser tan atroces como las de un hindú. El "milagro" de Calcuta había ganado a aquel hombrecito la gratitud de muchos musulmanes de la India, pero al mismo tiempo le granjeó la hostilidad de incontables hindúes.
Gandhi siempre había mezclado, en los ejercicios espirituales a que convocaba, himnos religiosos cristianos e hindúes, las lecturas del Corán y del Nuevo y Antiguo Testamento con las del Bhagavad-Gita, y, a pesar de la tensión imperante, seguía leyendo versículos del Corán en sus reuniones en Delhi.
De repente, cierta tarde, una voz iracunda se levantó entre los congregados, clamando: "¡Nuestras madres y nuestras hermanas fueron violadas y nuestra gente asesinada al son de esos versículos!"
"Gandhi Murdabad!" ("¡Muera Gandhi!") chilló otra voz.
El 2 de octubre la India independiente, y con ella el mundo entero, celebraba el 78 cumpleaños de Gandhi. Llegaban millares de telegramas, cartas y mensajes a su apartamento de la mansión Birla con el afectuoso homenaje al Mahatma de su pueblo y de sus amigos de todo el orbe. Sin embargo, no reinaba en los aposentos de Gandhi un espíritu festivo. Todos sus visitantes se quedaban impresionados por la debilidad física del anciano dirigente hindú, sobre todo por el aire de profunda melancolía que nublaba su siempre jovial espíritu.
Con el transcurso de las semanas se iba ahondando su depresión. A su fiel secretario, que le había servido durante muchos años, Gandhi le parecía, a mediados de diciembre de 1947, "el hombre más triste que se pueda imaginar".
"Si la India no necesita ya la resistencia pasiva", observaba Gandhi, "¿que falta le hago yo?" No le sorprendería, comentaba, que algún día los dirigentes de la India dijeran: "Ya estamos hartos de las prédicas de este viejo. ¿Por qué no nos deja en paz?"
Lo que más le apesadumbraba era que sólo un gran contingente de soldados y policías evitaba que Delhi estallara en otra tremenda orgía de violencia como la que había sufrido en septiembre. Le atormentaba pensar que la paz de la capital de la India se apoyaba única y exclusivamente en la fuerza de las armas, y no en "el poder del espíritu", para él tan precioso. Se iba encerrando cada vez más en aquellos silencios contemplativos que solían preceder a alguna importante decisión suya. Al cerrar el año, su melancolía parecía ir en aumento.
Por fin se conoció su decisión el 12 de enero de 1948, día en que se reunió nuevamente con Louis Mountbatten. Gandhi, sentado en una butaca frente al gobernador general, con los pies descalzos recogidos bajo el borde de su chai, parecía haber acumulado en el rostro todo el sufrimiento de su nación. Viendo sus enseñanzas rechazadas por gran número de antiguos adeptos, su doctrina controvertida por tantos compatriotas, el Mahatma semejaba un trozo de madera arrojado a la playa por la marea.
Sin embargo, a pesar del dolor que le había causado la división de la India, ni por un momento dejó de aumentar su estimación personal hacia el funcionario inglés que por deber se vio obligado a imponer al país esa partición. Ciertamente, todas las acciones de Mountbatten durante los últimos meses estaban encaminadas a lo que, a ojos de Gandhi, era el más honorable de los fines: a evitar una guerra entre la India y Pakistán por la cuestión de Cachemira. El ex virrey había puesto en grave riesgo sus relaciones de amistad con Nehru al tratar de persuadirlo de que la India sometiera el caso a consideración de las Naciones Unidas. Había llegado a proponer que Clement Attlee viajara por avión al subcontinente para arbitrar entre ambos dominios. Asimismo, se había opuesto a la decisión de la India de retener la parte correspondiente a Pakistán en las reservas monetarias que se habían dividido proporcionalmente a raíz de la partición. El dinero (unos 550 millones de rupias) era de propiedad de Pakistán, en opinión de Mountbatten, y negarse a pagarlo equivalía poco menos que a un peculado.
El cadáver de Gandhi fue escoltado a la pira funeraria por Nehru (arriba, izquierda) y Mountbatten (de espaldas a la cámara)
Con voz aún débil, el anciano sentado en la butaca reveló al ex virrey una decisión que hasta entonces no había comunicado a Nehru ni a Patel. Ojalá Mountbatten no se molestara con él, decía, pero tenía resuelto emprender un ayuno hasta la muerte, o hasta que hubiera "un entendimiento entre todas las comunidades y todos los corazones de Delhi", un entendimiento no originado por "presión exterior, sino por una renovada conciencia del deber".
—¿Por qué he de molestarme? —repuso Mountbatten— Me parece lo más noble y hermoso que alguien pueda hacer. Le admiro inmensamente y, es más, creo que ha de tener éxito donde todo lo demás ha fallado.
En su conversación pasaron a referirse a la negativa de la India a entregar a Pakistán sus rupias. Esto, dijo Mountbatten a Gandhi, era "impolítico e imprudente".
Gandhi se incorporó. Sí, convino: era un acto deshonroso. Por consiguiente, ayunaría no sólo por la paz de Delhi, sino por el honor de la India, esperando que con ello la incitaría a pagar a Pakistán.
En la ciudad de Poona, situada a casi 1700 km de la capital de la India, en un encalado cobertizo donde escasamente diez semanas antes se habían inaugurado las oficinas de su periódico Hindú Rashtra (Nación Hindú), dos hombres mantenían la mirada fija en la ventanilla de cristal de un teletipo. Los boletines urgentes que llegaban esa tarde del 13 de enero de 1948 alterarían irrevocablemente el destino del director Nathuram Vinayak Godse y del administrador de su diario, Narayan Apte. Ambos pertenecían al Rsss, movimiento semifascista que acariciaba el sueño histórico de reconstruir un gran imperio hindú. En sus fantasías no tenían cabida la tolerancia y la hermandad con la minoría musulmana predicadas por Gandhi.
Los boletines anunciaban el principio del ayuno y las condiciones que Gandhi había fijado para ponerle fin. Una de ellas excitó las violentas emociones de estos dos hombres: era la exigencia de pagar a Pakistán sus 550 millones de rupias.
Nathuram Godse palideció. Como todos los demás fanáticos hindúes de Poona, Nathuram Godse había proclamado a menudo que sería conveniente eliminar por la fuerza a Gandhi del escenario político de la India. Es más, poco antes había declarado: "Gandhi decía que la India no sería dividida mientras él viviera. La India está hoy dividida, pero Gandhi vive aún". Hasta aquel momento las palabras de Godse no habían pasado de ser meros desvaríos de un fanático político.
Godse se volvió a Narayan Apte. Concentrarían todas sus energías, todos sus recursos, declaró, en alcanzar un objetivo supremo: "Tenemos que dar muerte a Gandhi".
PLAN DE ASESINATO
EL AYUNO iniciado por Gandhi el 13 de enero duró cinco días. En un principio, y por primera vez, suscitó el activo resentimiento de bastantes compatriotas suyos, y algunos manifestantes corearon frente a la mansión Birla un insólito sonsonete: "Dejemos morir a Gandhi".
Pero al tercer día el Mahatma ya no tenía fuerzas para andar ni para incorporarse sin apoyo, y el ánimo de la India cambió. La nación quedó pendiente de la lucha de un hombre con su conciencia. Se formaron diversas comisiones con el lema de "Sálvese la vida de Gandhi". En Delhi, de cada vecindario, de cada mercado, salían las multitudes entonando lemas. Se cerraron tiendas, escuelas y universidades; hindúes, sikhs y musulmanes marchaban por las calles de la capital con los brazos entrelazados implorando a Gandhi que abandonara su ayuno.
Por fin, tal como había sucedido otras veces, el gobierno accedió a sus demandas y a las 12:45 de la tarde del 18 de enero Gandhi tomó un sorbo de zumo de naranja, reforzado con glucosa. Era su primer alimento en 121 horas.
Unas siete horas después ingirió su primera comida: poco menos de un cuarto de litro de leche de cabra y cuatro naranjas. Al terminar pidió su rueca, el primitivo artefacto que simbolizaba la vida sencilla, pre-industrial, con la aldea por centro, la vida que él recomendaba a su pueblo. Las súplicas de sus médicos no pudieron detenerlo. Al volverle la energía al cuerpo, con dedos temblorosos puso la rueca en movimiento.
"Pan que se obtiene sin trabajo es pan robado", declaró en un susurro. "He comenzado a tomar alimento; por tanto, debo trabajar".
Aunque seguía débil el día 19, insistió en que lo transportaran en una silla a su práctica espiritual vespertina, en los prados que se extendían detrás de la mansión Birla. Llevado en alto, sobre los hombros de sus seguidores, pasó por entre la expectante multitud como un potentado oriental, juntas las palmas de las manos, inclinando la cabeza, dirigiendo el namaste o saludo tradicional a los centenares de personas allí congregadas.
No todos los presentes, sin embargo, lo miraban con reverente admiración. En Delhi estaban ya seis presuntos asesinos: desde Poona habían llegado los dos cabecillas de la conspiración, Nathuram Godse y Narayan Apte. Los acompañaban Gopal, el hermano menor de Nathuram, y un individuo llamado Digambar Badge. Este último era un comerciante armero, no un fanático hindú, pero por su conocimiento de las armas resultaba indispensable. Badge había suministrado todos los pertrechos necesarios, inclusive la única pistola que pudo obtener, un revólver tan primitivo que, según susurró Apte a Godse, igual podría estallarle entre las manos que matar a Gandhi. Otros dos conspiradores se unieron a estos hombres: un posadero llamado Vishnu Karkare y un refugiado hindú del Punjab Occidental, Madanlal Pahwa, ambos rabiosos antimusulmanes, y resentidos los dos por la partición de la India.
Tres de los conjurados asistieron el 19 de enero a las oraciones vespertinas de Gandhi. Después Apte tomó una decisión. Por sus observaciones en la mansión Birla se había convencido de que sólo un momento estaría Gandhi expuesto y vulnerable. Lo matarían a la tarde siguiente, durante el rito que más fielmente observaba el maestro: su ejercicio espiritual.
A la mañana siguiente Apte y Badge hicieron un reconocimiento de los terrenos de la mansión Birla sin que absolutamente nadie los molestase. Entraron por la verja posterior en un patiecito, a un costado del cual había un barracón de un piso, dividido en aposentos a modo de celdas. Allí se alojaba la servidumbre de la mansión. La parte de atrás de aquel barracón constituía la pared del pabellón frente al cual Gandhi decía sus oraciones vespertinas.
Al contemplar el pabellón, Apte se quedó súbitamente petrificado. Había en la pared una serie de enrejados pequeños. Evidentemente eran ventanas que miraban hacia las habitaciones del servicio, detrás del pabellón. Una de ellas quedaba directamente detrás del micrófono por el cual Gandhi dirigía la palabra todas las noches a los concurrentes.
Bastaría colocar a Badge en aquel cuarto detrás de la ventana. Para dar el golpe de gracia, Apte mandaría también a ese aposento a Gopal Godse, quien echaría a rodar por entre las rejas de la ventana, una granada de mano en el instante mismo en que Badge hiciera fuego.
De regreso en la habitación número 40 del Hotel Marina, Apte añadió a su plan dos refinamientos más: Madanlal Pahwa ocultaría una bomba de tiempo bajo la tapia de ladrillo que rodeaba al jardín de la mansión Birla, cerca del lugar de la reunión religiosa. La explosión señalaría el comienzo de la acción y provocaría el pánico general, lo que encubriría el asesinato en sí. Para estar absolutamente seguros de que su víctima no escaparía, Karkare, armado con una granada, se pondría enfrente de Gandhi, confundido entre los fieles. Lanzaría su granada al Mahatma en el momento en que estallara la bomba de Pahwa. Apte y Nathuram Godse permanecerían desarmados y se encargarían de trasmitir las señales.
¿QUÉ MEJOR MUERTE?
MADANLAL, KARKARE y Nathuram Godse fueron los primeros en salir de la habitación del hotel, uno tras otro, a intervalos de cinco minutos. Diez minutos más tarde les siguieron Apte y los demás en un taxi.
Cuando éste llegó a la parte posterior de la mansión Birla, Karkare le dijo que la bomba de Pahwa estaba ya colocada y armada. Además, no habría dificultad para introducirse en la celda cuya ventana miraba detrás precisamente de la cabeza de Gandhi. Karkare le había dado diez rupias al que vivía en ella para que les permitiera usarla. Lo señaló con el dedo.
Apte llamó a Badge con un ademán y, señalando al sirviente comprado por Karkare, le dijo que se introdujera en su cuarto. Badge dio unos pasos hacia la puerta y se detuvo: el inquilino de la habitación era tuerto. Entre todos los presagios y agüeros de la antigua India, no había augurio más infausto que ese. Tembloroso, Badge retrocedió para reunirse con Apte. "¡Es tuerto!" murmuró. "Me niego a entrar en su habitación".
Apte comprendió que no había tiempo para discutir. Mandó en su lugar a Gopal Godse, diciéndole que fuese al aposento tal como estaba planeado, e hiciese rodar la granada de mano por entre las rejas al oír la explosión de la bomba de Pahwa. Pero, en el cuarto del sirviente, Gopal Godse descubrió horrorizado la primera falla grave en el plan de Apte. Éste no se había molestado en entrar en la celda la mañana en que practicó su inspección. La rejilla por la cual Gopal debía introducir la granada quedaba a dos metros y medio sobre el piso. Aun alargando los brazos por completo, escasamente alcanzaba a tocar con la punta de los dedos la base de la rejilla. Entonces el hermano de Nathuram tanteó nerviosamente en la oscuridad buscando algo en que subirse.
Afuera todo estaba listo. Nathuram Godse se llevó la mano a la barbilla y se rascó. Apte, que lo observaba, alzó el brazo derecho en la señal destinada a Pahwa. El punjabí estaba listo; con calma y pausadamente dio varias chupadas al cigarrillo. Luego, inclinándose, tocó con la punta encendida el extremo de la mecha de la bomba que tenía a sus pies.
El fragor se sintió sobre el campo de oraciones con aterradora furia, y una columna de humo se levantó del sitio del estallido.
—¡Madre mía! —exclamó el médico de Gandhi.
—¿Qué mejor muerte podría pedirse —le replicó Gandhi con tono de reproche en la débil voz—, que morir en el acto de orar?
Karkare comenzó a sacar su granada. Al hacerlo, miraba hacia el enrejado que quedaba detrás de la cabeza de Gandhi, esperando ver brillar el cañón de una pistola o la negra forma de una granada que rodara... Mas no apareció nada. Karkare se quedó helado. Gopal Godse no iba a cumplir su cometido. ¡Que los demás den el golpe! pensó. No estaba dispuesto a lanzar la granada si no sabía cuántas personas iba a matar. Por entre las tinieblas de la celda 'llegó de prisa hasta la puerta.
La madre de un niño de tres años que jugaba tras la pared de ladrillo había visto a Pahwa prender la bomba y alejarse andando. Luego se lo indicó a un oficial de la Fuerza Aérea. "¡Es él! ¡Es él!" gritaba.
Pocos segundos más tarde Karkare veía que unos agentes de la policía aprehendían a Pahwa y se lo llevaban por la calzada paralela a un costado del jardín hasta una tienda de campaña que habían levantado frente a la casa. El poco ánimo que le quedaba a Karkare se esfumó. Soltó entonces la granada que tenía asida. Su único pensamiento era huir.
Sobre el tablado, Gandhi había restablecido el orden gracias a su serenidad y firmeza. En seguida, mientras sonreía complacido, sin comprender que se había salvado por milagro, lo colocaron nuevamente en la silla y se lo llevaron de allí en triunfo.
El 24 de enero la policía de Delhi había obtenido ya una confesión completa de Madanlal Pahwa, que ignoraba muchos datos de la verdadera identidad de sus cómplices, aunque al menos pudo dar el nombre del diario en que trabajaban los dos jefes de la conspiración. Y lo más importante es que supo señalar su situación: Poona. Identificar al propietario y al director era un acto de simplicidad casi infantil. Bastaba a D. J. Sanjevi, jefe de la policía de Delhi, consultar un volumen no muy grueso, titulado “Registro anual de periódicos, Provincia de Bombay”. Una de sus páginas anotaba lo siguiente: Hindú Rashtra. Director: N. V. Godse. Administrador: N. D. Apte.
La prueba concluyeme y definitiva de que el hombre a quien buscaban se llamaba "N. V. Godse", había llegado a manos de la policía de Delhi el día en que Pahwa comenzó a hacer su confesión. Esa prueba era un saco de ropa sucia abandonado por los ocupantes de la habitación número 40 del Hotel Marina al salir precipitadamente el 20 de enero. Las prendas de vestir entregadas a la policía por el lavandero del hotel llevaban todas una marca común: las iniciales N.V.G. Desde el momento en que D. J. Sanjevi se encargó del caso, sin embargo, se había caracterizado por una extraña falta de celo. Nadie, en la policía de Delhi, se había molestado en hacer el mínimo esfuerzo de consultar la lista de periódicos de la provincia de Bombay donde aparecía el nombre de Godse. Peor aún: no se hizo el intento de comunicarse con la policía de Poona para pedir la identificación completa del director del Hindú Rashtra. Lo que determinó la inacción de Sanjevi fue su absoluto convencimiento de que los conspiradores no tendrían el valor de hacer una nueva intentona. Pero se equivocaba.
¡SANTO DIOS!
NATHURAM GODSE y su colega Apte habían huido a un suburbio de Bombay, adonde convocaron a Gopal Godse y a Karkare para reunirse en secreto.
"Fallamos en Delhi", declaró Nathuram, "porque había demasiados conjurados". Y añadió que sólo de una manera se podía matar a Gandhi: "Debe hacerlo un solo hombre, cualquiera que sea el riesgo a que se exponga".
Gopal miró a su hermano, que parecía transformado: Nathuram, que en Delhi se había mostrado pálido y tembloroso, casi inmovilizado por una jaqueca, exhibía entonces un aire de tranquilidad que Gopal nunca antes había notado en él. Hasta el efusivo Apte, que generalmente llevaba la batuta, lo miraba con cierto respeto.
Él mismo daría muerte a Gandhi, prometió Nathuram, tan pronto como fuera posible. Requería dos ayudantes. Con él iría Apte. Invitó a Karkare a que se les uniera. Juntos formarían una nueva trimurti o trinidad vengadora. Karkare accedió, y Nathuram Godse le mandó volver a Delhi inmediatamente. Entre tanto Nathuram y Apte dedicarían todos sus esfuerzos a encontrar una pistola absolutamente segura y fácil de esconder. Esta vez no habría lugar a error. Y en esta ocasión lograron su propósito. De un médico de Gwalior, cuya dedicación a un hinduismo extremo sólo cedía en ardor a la de ellos mismos, obtuvieron una pistola automática Beretta negra con 20 balas.
Ya por fin en posesión del arma para el asesinato, los acontecimientos llevarían a los tres conspiradores al inevitable desenlace con celeridad incontenible. El único del trío que escapó del cadalso, Vishnu Karkare, contaría después:
"Teníamos que trazarnos un plan. Nos habíamos imaginado que después de la explosión de la bomba, el día 20, la mansión Birla estaría fuertemente custodiada y que nos sería difícil el acceso a ella. Probablemente registraban a los asistentes a las oraciones de Gandhi; por tanto, debíamos buscar la manera más segura y menos peligrosa de introducir el arma. A Nathuram Godse se le ocurrió una idea: iríamos a la calle y compraríamos a un fotógrafo ambulante una de esas cámaras de estilo antiguo, con trípode y con un lienzo negro bajo el cual trabajaba el operario. Esconderíamos la pistola en el interior de la base de la cámara. Con esa mira, salimos a la calle en busca de Un fotógrafo con cámara que le pudiéramos comprar. Hallamos uno, pero tras de estudiar la máquina unos momentos, Apte decidió que no le parecía una idea recomendable. Perdimos la mayor parte de la mañana en ensayar malas ideas. Nos quedaban apenas seis horas antes del asesinato y aún no teníamos ningún plan. Por fin Apte declaró:
—Bueno, Nathuram: a veces las cosas más sencillas son las que resultan mejor.
Y nos propuso que vistiéramos a Nathuram con un traje gris, especie de uniforme militar que mucha gente usaba entonces. Llevaba el traje una camisa suelta que colgaba a los lados del pantalón y bajo ella podría ocultarse la pistola, que Nathuram llevaría al cinto. Ya bastante desalentados, aceptamos aquello como la mejor idea de todas. Entonces volvimos a la calle donde estaba el fotógrafo cuya cámara habíamos pensado comprar esa mañana, y allí cedimos al torpe, imprudente y sentimental impulso de tomarnos un retrato".
El 30 de enero Gandhi, por primera vez desde su ayuno y con gran regocijo de sus acompañantes, anduvo sin apoyo. Su peso indicaba que había aumentado unos 225 gramos, prueba de que recobraba las fuerzas.
Después del descanso de mediodía, Gandhi celebró una docena de entrevistas. La más difícil fue la última, en que conversó con el más viejo y más fiel de sus discípulos, Vallabhbhai Patel.
Ya los asesinos deambulaban por los jardines. "Para alivio y sorpresa nuestra", cuenta Karkare, "comprobamos que la entrada a la mansión Birla no ofrecía problema alguno. Habían reforzado la guardia, es cierto, pero nadie cacheaba a los que entraban. Nuestro plan era matar a Gandhi una vez que se hubiera sentado en la tarima erigida de cara a la multitud. Con tal fin nos apostamos en el círculo exterior de la concurrencia. Tendría que ser un disparo certero, desde unos diez metros y medio. Calculando la distancia, me preguntaba para mis adentros: ¿Será capaz de ello Nathuram? Éste no tenía gran experiencia como tirador, ni tampoco una excelente puntería. Consulté mi reloj. Gandhi venía con retraso, y ya me preguntaba cuál sería la razón. Me sentía algo nervioso".
Tras de consultar su viejo reloj Ingersoll, Gandhi casi saltó de su estera y dijo a Patel. "¡Ah! Tiene usted que dejarme ir. Ya es hora de acudir a la asamblea de Dios".
Como iba retrasado, el Mahatma resolvió tomar un atajo, cortando a través del prado hasta el lugar donde decía sus oraciones. Karkare oyó repentinamente a espaldas suyas un murmullo del gentío: Bapuji, Bapuji ("Padre, padre").
"Me volví", cuenta. "Vimos que la gente se apartaba y, por la estrecha senda que voluntariamente se abría entre la muchedumbre, venía Gandhi derecho a nosotros. Nathuram tenía las manos metidas en los bolsillos. En un abrir y cerrar de ojos se había hecho el cálculo: Este es el momento de matarlo. Comprendió que se le había presentado una oportunidad providencial, mucho mejor que la que hubiese tenido si el Mahatma estuviera sentado en la tarima. Le bastaba dar dos pasos para llegar al frente del estrecho corredor humano: dos pasos, tres segundos".
Manu, la parienta de Gandhi, vio dar ese paso a "un joven grueso vestido de caqui". Nathuram llevaba la pistola oculta entre las manos. Hizo una lenta venia, doblando la cintura, y dijo: "Namaste, Gandhiji".
Ella pensó que deseaba tocar los pies del líder y suavemente alargó el brazo para indicarle que se apartara, diciendo: "Hermano, Bapu lleva ya diez minutos de retraso".
En aquel momento, con un movimiento rápido del brazo izquierdo, Nathuram Godse la empujó a un lado brutalmente. Quedó al descubierto en su mano derecha la negra pistola Beretta. Godse oprimió el gatillo por tres veces. Tres detonaciones secas rasgaron el silencio de aquel lugar de oración, y los tres balazos hicieron blanco en la delgada figura que avanzaba hacia el criminal.
Manu se inclinaba a recoger el cuaderno de apuntes que Nathuram le había hecho soltar, y en eso oyó las detonaciones. Alzó los ojos y vio que su amado Bapu, con las manos juntas en señal de saludo, parecía adelantarse todavía, desnudo el pecho, intentando dar un último paso hacia la tarima que tenía al frente. La joven vio extenderse unas manchas rojas por el reluciente khadi blanco. Gandhi balbució: He Ramí ("¡Santo Dios!") Y en seguida se fue desplomando lentamente a los pies de Manu, como un fardo sin vida, con las manos unidas aún en el postrer ademán que su espíritu les ordenaba hacer, en señal de salutación a su asesino.
TRAGEDIA Y TRIUNFO
LLEVARON desde el jardín el cadáver de Mahatma Gandhi a la mansión Birla y lo depositaron sobre la estera de paja donde solía dormir, junto a la rueca, a la que pocos minutos antes había estado dando vueltas por última vez. Cuando llegó Louis Mountbatten, el aposento ya estaba lleno de dolientes. Nehru, con la cara cenicienta, acuclillado en el piso, con la cabeza contra la pared, mientras las lágrimas le corrían por las hermosas facciones. A corta distancia, Patel, anonadado, se encontraba sentado cual un Buda de piedra y mantenía los ojos clavados en el cadáver del hombre con quien había estado conversando hacía menos de una hora.
Tendido sobre la estera, aquel "gorrión abatido" parecía a Mountbatten haber disminuido ya en tamaño; le recordó el cuerpo de un niño que apenas llenaba un lugar en el suelo. Y pensó que en vida nunca le había visto un semblante tan plácido como el que mostraba ahora en la muerte. Alguien deslizó en la mano del gobernador general un puñado de pétalos de rosa, que Mountbatten dejó caer tristemente sobre el cuerpo que yacía a sus pies.
La India reaccionó en forma espontánea e intuitiva a la noticia de la muerte de Gandhi, con un acto de lo más apropiado. Años atrás el Mahatma había conducido a su pueblo, en su marcha hacia la independencia, con un hartal, o sea un paro nacional; y hoy el pueblo observaba su desaparición guardando el apesadumbrado silencio de un nuevo hartal.
Sobre las amplias llanuras, las dehesas, los atestados arrabales y las densas selvas, se extendía un aire cristalino. El manto de bruma que solía cubrir las noches de la India, originado por los millones de hogueras alimentadas con boñiga de vaca, había desaparecido; para llorar al Mahatma sacrificado, aquel día todos los fogones estuvieron apagados.
Bombay era una ciudad fantasma. La gran Maidan de Calcuta estaba casi desierta. En Pakistán millones de mujeres rompían sus adornos personales y chucherías en tradicional señal de duelo. En Lahore, que ya era casi enteramente musulmana, la gente se agolpaba en las oficinas de los periódicos ansiosa de noticias.
Cubierto de pétalos de rosa y flores de jazmín, llevaron el cadáver de Gandhi a un balcón abierto del segundo piso de la mansión Birla. Junto a su cabeza le colocaron cinco lámparas de aceite que representaban los cuatro elementos: fuego, agua, aire, tierra, y la luz que los une. Acto seguido expusieron sus restos, tendidos sobre una tabla, a la vista de la multitud que, reunida bajo el balcón, reclamaba una última darshan (una postrera mirada de despedida) a su desaparecido Mahatma.
Al otro extremo de Delhi, Jawaharlal Nehru tenía los ojos arrasados de lágrimas al decir al micrófono de la All India Radio: "Se ha extinguido la luz de nuestra vida, y dondequiera hay tinieblas. Nuestro amado guía, Bapu, como solíamos llamarlo, el padre de nuestra nación, no existe ya. Se ha extinguido la luz, decía, pero dije mal, pues aquella que brillaba sobre estas tierras no era una luz común..." Predijo Nehru que dentro de mil años "aquella claridad todavía será visible ... Iluminará al mundo y traerá solaz a innumerables corazones. Pues esa luz representaba algo más que el presente inmediato: representaba las verdades vivientes, eternas; nos señalaba el buen camino, apartándonos del error, al conducir a este milenario país hacia la libertad".
A la mañana siguiente trasladaron el cadáver a la pira funeraria que esperaba su llegada en el Raj Ghat, el campo crematorio de los antiguos reyes a orillas del río Jumna, y en presencia de centenares de miles de dolientes la inmóvil figura oscura desapareció para siempre detrás de una anaranjada cortina de fuego.
Tal como lo disponía la costumbre hindú, los restos de Mahatma Gandhi fueron arrojados doce días después de su incineración a una corriente de agua que desembocaba en el mar. El sitio designado era uno de los más sagrados de la India: el lugar donde convergen las aguas cenagosas de la Madre Eterna, el Ganges, con las cristalinas del Jumna y el místico Saraswati. Allí, en la confluencia de estos grandes ríos, cuyo nombre ha figurado a lo largo de los muchos siglos de historia de la India, Gandhi se disolvería en el espíritu colectivo de su pueblo, como una gota de agua en un océano sin límites.
Mohandas Gandhi logró en la muerte lo que se había esforzado, en realizar durante los últimos meses de su vida. Su asesinato acabó para siempre con la insensata matanza comunal, de vecinos por vecinos, en los pueblos y las ciudades de la India. Quedarían aún los antagonismos del subcontinente, pero en general se trasformarían al pasar al plano tradicional de conflictos entre naciones, dirimidos por ejércitos regulares en el campo de batalla. El sacrificio consumado en los jardines de la mansión Birla representaría el acto culminante de la tragedia y del triunfo que sacudió al subcontinente de la India en los años de 1947 a 1948.
El asesino, Nathuram Godse, fue aprehendido cuando aún empuñaba el arma homicida, y al amanecer del 15 de noviembre de 1949, después de un prolongado juicio, él y Narayan Apte expiaron su crimen en la horca.
Quince días después que el río se llevó las cenizas de Gandhi, salían de la India los últimos soldados ingleses. La tropa de la infantería ligera de Somerset cruzó a paso lento el tosco portal de basalto amarillo, arco de triunfo de uno de los más grandes imperios de la historia, levantado junto a los muelles del puerto de Bombay.
Cuando los soldados se alejaban, atravesando aquella puerta triunfal, se levantó un son desconcertante de la multitud que a lo largo de los muelles presenciaba su partida. Procedía sólo de unos cuantos, pero fueron uniéndoseles otros poco a poco, hasta que por fin miles de bocas coreaban la canción escocesa de despedida Auld Lang Syne, que resonaba con tristeza conmovedora. Congresistas veteranos, mujeres llorosas vestidas de sari, estudiantes adolescentes, ancianos pordioseros desdentados, y hasta los soldados de la guardia de honor de la India, que formaban filas rígidamente en posición de firmes, comprendieron todos, súbita e intensamente, el significado de aquel momento y se unieron al coro. Mientras los últimos infantes del cuerpo de Somerset se embarcaban en las lanchas que los aguardaban, por la explanada de la puerta de acceso a la India vibraban los ecos de aquella espontánea canción, en extraño, melancólico y solemne acompañamiento para los ingleses que se hacían a la mar.
Los últimos exponentes de la raza de soberanos y capitanes partían de la India, y las suaves brisas que los despedían al retornar a la patria eran presagio de los vientos de reforma que habrían de alterar el mapa del mundo y reagrupar el equilibrio de sus fuerzas para un cuarto de siglo. Gracias a Gandhi y a su obra de forja de la India, muchos puntos del globo presenciarían en los años siguientes ceremonias semejantes a la celebrada en Bombay el 28 de febrero de 1948.
Muy pocas de ellas, sin embargo, se caracterizarían por la buena voluntad manifestada aquella mañana. Era el tributo póstumo rendido al Mahatma asesinado, a los ingleses y a los hombres de la India que supieron comprender la lógica inexorable del mensaje de Gandhi.
CONDENSADO DE "ESTA NOCHE LA LIBERTAD", © 1975 POR LARRY COLLINS Y DOMINIQUE LAPIERRE. PUBLICADO EN CASTELLANO POR PLAZA & JANES. EDITORES, BARCELONA (ESPAÑA). FOTO: MARGARET BOURKE-WHITE/TIME-LIFE PICTURE AGENCY. © TIME INC.