Publicado en
octubre 02, 2009
Yo era un muchacho enamorado del mar y ansioso de aventuras. Tex tenía experiencia y sabía dónde podría encontrarlas.
Por James Stewart-Gordon.
Dentro de cada niño hay un hombre que lucha por liberarse, y dentro de cada hombre, un niño que recuerda el sabor amargo y dulce de un sueño casi realizado. Yo deseaba encontrar aventuras, y a los 15 años me escapé al mar.
En el Nueva York del decenio de 1930, los buques nos rodeaban. Trasatlánticos de lujo como el Aquitania, el Mauretania y el lie de France se erguían, gigantescos, junto a los muelles mientras los barcos de carga, las barcazas y los remolcadores hendían el río Hudson. En las tardes de primavera mis amigos y yo admirábamos, desde la colina que domina ese río, las naves, acariciando el proyecto de embarcarnos hacia el Congo o hacia Malabar, donde podríamos arrancar diamantes de los ojos de los ídolos.
Hicimos el solemne pacto de navegar juntos, pero cuando terminó la escuela, Bill se fue de vacaciones con su madre. A Charlie y a Harry los enviaron a un campamento veraniego, y yo me quedé solo con mis sueños. A veces llegaba a casa cargado de joyas imaginarias y cuentos extraños; en otros sueños había naufragado o sido lanzado de la cubierta por una ola, y reaparecía cuando mi madre, desesperada, ya me había dado por perdido.
Cierto día, vestido de suéter, pantalones marineros y zapatos de lona con suela de caucho, fui al puerto en busca de trabajo. Desde el muelle los buques se veían más grandes que desde la colina.
"¿Andas perdido, muchacho?" me preguntó con amabilidad un policía, y como negara con la cabeza: "¿No tendrás intención de embarcarte clandestinamente?"
Repetí mi negación, y él me dejó seguir mi camino.
Quizá nunca hubiera llegado a embarcarme si un amigo no hubiera conocido a un capitán de puerto al que visité.
"Tienes suerte", me informó. "La American Export Line ha puesto de nuevo en servicio un barco que viajará entre Jersey City y África del Norte. Ve al dique seco de Fletcher en Hoboken y da esta nota al señor Martínez, jefe de camareros del Examiner. El te proporcionará trabajo".
El dique seco de Fletcher estaba repleto de enormes rollos de cables, cajones de embalaje y maderas. En su extremo vi un buque, al parecer vacío, que tenía en la proa un nombre medio borrado: Examiner. En la mitad del casco hallé una puerta abierta. Dentro estaba el señor Martínez, hombre de rostro arrugado y barba incipiente.
—¿Qué edad tienes, muchacho? —me preguntó luego de leer la nota y mirarme.
—Dieciocho años —mentí.
—Te ves más joven.
—Todos en mi familia somos de baja estatura —expliqué.
—Te mostraré el comedor —dijo suspirando.
Era un cuarto estrecho con una mesa y dos bancos atornillados al piso. En un rincón había una pileta de cocina, y encima de ella una colección de platos sucios apilados. "Lávalos y distribuyelos", me dijo.
Al anochecer llegó un hombre alto y delgado con un sombrero de vaquero y botas de tacón alto. Tenía en sus brazos tatuajes de serpientes retorciéndose, y debajo de un corazón atravesado por un puñal se leía: La muerte antes que la deshonra. Me tendió la mano echándose hacia atrás el sombrero con la otra.
"Soy Tex, panadera y segundo cocinero", me. informó.
Poco después de las 6, el señor Martínez entró en el comedor y me dijo que mi labor diaria había terminado. Podía irme a casa o quedarme, pero debía volver al día siguiente a las 6 de la mañana.
Hice lo primero, y anuncié que tenía trabajo en un barco a punto de salir para África. La noticia pareció divertir a mi padre, pero afligió a mi madre:
—No puedes ir, eres demasiado joven.
—Iré.
Ella se fue a su habitación y cerró la puerta. Por un momento desapareció la alegría que me había embargado todo el día. Pensé que sería mejor posponer mi aventura. Mi padre resolvió el dilema: "Yo esperaba que no te apurases tanto, pero si estás decidido, arreglaré las cosas con tu madre".
A la mañana siguiente me disponía a partir, con mi ropa en una bolsa, cuando mi madre salió de su cuarto. La estreché entre mis brazos tan fuerte como pude y salí a la calle. "¡Escríbenos, no te olvides!" me gritó.
Una semana después el Examiner se hallaba todavía en el dique seco, y yo me sentía agotado por la rutina diaria de lavar platos, servir comidas, barrer y fregar sin descanso. En la noche, cuando terminaba mi trabajo, me tendía sobre la lona de una escotilla y miraba las estrellas, preguntándome cuándo comenzarían las aventuras.
En una ocasión Tex, el único amigo que tenía a bordo, me preguntó por qué deseaba navegar. Evité contestarle, temeroso de que mi afán de aventura lo hiciera reír.
"Estoy seguro de que esperas encontrar algo que no hallas en tu casa. Por eso partí yo. Pensé que perdería algo si me quedaba en la granja, me fui a Galveston y me embarqué. De esto hace 12 años. Desde entonces he estado en todas partes, pero nunca he hallado algo muy emocionante".
Se produjo un largo silencio. Entonces Tex salió y volvió con varias revistas: Historias del mar, Revista de aventuras y Ases de las batallas. Al dármelas me dijo: "Aquí encontrarás todas las emociones que quieras, camarada. Estas revistas tienen toda clase de aventuras".
Yo callaba. Un momento después, Tex tosió, diciendo: "Es hora de acostarse, camarada".
Día tras día, el barco permanecía en el puerto y ya comenzaba a desesperarme. Una mañana nos pagaron el sueldo.
"Gástalo con cuidado", indicó el señor Martínez. "No recibirás más hasta que lleguemos a Tánger".
Ese nombre geográfico me hizo latir el corazón.
Por la noche Tex me llevó a Hoboken, ciudad de marineros. Desde los muelles los bares se extendían uno tras otro en fila interminable. Tex me hizo entrar en uno y encargó dos cervezas.
Yo nunca había tomado algo más fuerte que un té de zarzaparrilla, y pronto me sentí mareado. Una joven rubia con un diente delantero roto se acercó a nosotros.
—Hola, marinero —saludó, rodeándome la espalda con su brazo—. ¿Me invitas una cerveza?
—Déjalo en paz —le dijo Tex.
—¿Por qué la echaste? Parecía una buena muchacha —le pregunté, sorprendido de mi audacia. Nunca había estrechado la cintura de una joven, ni menos tomado cerveza con alguna.
—Estas mujeres traen problemas, y tú no los necesitas.
Tenía la sensación de estar perdiendo parte de la aventura que buscaba.
No obstante la frase del señor Martínez sobre Tánger, no advertía signo alguno de hacernos a la mar. Me preguntaba si no se acabaría el verano antes de partir. Pero, como le dije a Tex, yo iba a conocer África, no importaba cuándo, y aunque no volviese nunca a la escuela. El gruñó, pero cuando le pregunté sobre Estambul, el último puerto de nuestro proyectado viaje, respondió: "Como no soy instruido, no puedo apreciar los lugares históricos de la manera en que alguien como tú lo haría, después de todo has pasado más tiempo en la escuela".
A la mañana siguiente, mientras yo corría entre la cocina y el comedor llevando el desayuno a la tripulación, observé que el cocinero principal estaba solo.
—¿No has visto a Tex? —le pregunté.
—Bajó a tierra anoche; se cayó y se quebró una pierna. Está en el Hospital Naval. Cuando termines con el desayuno, hazle la maleta y llévala al muelle. Dile a los que están en el comedor que se apuren. Zarparemos mañana y todavía no tenemos todo a bordo.
Estas dos noticias me aturdieron. Bajé al muelle, llamé a casa y me despedí de mis padres. Luego escribí una carta a Tex y la metí en su maleta antes que la llevaran a tierra.
A la mañana siguiente, cuando el buque se puso en marcha, salí a cubierta para grabar esa escena en mi memoria: las torres de Manhattan coronadas de oro, el áspero sonido de los remolcadores, los gigantescos trasatlánticos en el puerto. De pronto nos pasó por la proa un lento trasbordador, dejándonos cabeceando en su estela.
—Ese trasbordador nos hace parecer inmóviles —comenté a un tripulante.
—Lo estamos —repuso—. Las máquinas se han descompuesto. Debemos esperar un remolcador que nos lleve de vuelta a Jersey City.
Dos días después zarpamos de nuevo, pero no rumbo a África del Norte, sino a Baltimore para cargar más mercancía. Tardamos dos días en llegar, y entramos justamente cuando el Sol se levantaba sobre la bahía de Chesapeake. Subí a cubierta para ver lo que ocurría en tierra. Allá abajo, en el muelle, estaba una mujer con un sombrero de tres picos y guantes blancos. ¡Era mi madre! Tan pronto como la tripulación bajó la pasarela de desembarco, corrí hacia ella.
—¡Mamá, soy yo! —grité.
Nos unimos en un fuerte abrazo. Le pregunté cómo me había encontrado.
—Gracias a tu amigo Tex. Llamó por teléfono y me dijo que debía buscarte y llevarte a casa.
El señor Martínez estaba en el puente mirándonos.
—¡Vuelve al barco, muchacho, o te echaré!
—¡No puede echarme porque renuncié! —repuse a gritos.
Regresamos por tren desde Baltimore. Nunca más vi a Tex, si bien por algún tiempo recibí tarjetas de él.
Tampoco volví al mar. Dejé el colegio para ir a la guerra, y volví para ser escritor y llevar una vida con más aventuras de las que jamás hubiera podido soñar. Me relacioné con personas de todos los ambientes sociales, pero ninguna ha sido tan importante para mí como el delgado y tatuado camarada de a bordo que me tendió la mano para sacarme de mi niñez.