Publicado en
septiembre 27, 2009
Hay días en que se siente el peso cuando eres madre de familia; hay días en que todo te fastidia, como cuando estás en el teléfono y uno de los chicos entra a decirte que si lo puedes llevar a tal lado, o que si le das ésto o aquello, como si no fuera obvio que en ese momento estás ocupada; por dentro piensas ¿qué no ves que estoy en una llamada?, obviamente no, ni lo toman en cuenta. Igual si estás cocinando, o limpiando el piso, o poniendo la ropa en la lavadora; parece que fueras una persona invisible: la mamá invisible.
Algunos días se siente como si fueras solo un par de manos... ¿me arreglas ésto?, ¿me abres ésto?, ¿me amarras acá?, ¿me abotonas?...
Otras veces he estado segura de que estas manos, que alguna vez sostuvieron libros entre sus manos, hicieron excelentes trabajos y proyectos en la universidad y recibieron un título universitario con honores; se han perdido entre huevos fritos, arroz y guisados, lavadoras y el volante del auto.
Una noche asistí a una reunión para celebrar el triunfo de una amiga, exitosa ejecutiva de una entidad financiera multinacional, que volvía de uno de sus mùltiples e increíbles viajes. Estaba ahí sentada y en tan solo un momento empecé a comparar mi vida con la suya y no pude evitar compadecerme de mi vida tan simple al lado de la espectacularidad de la suya.
De pronto ella se me acercó con un paquete envuelto para regalo y me dijo: te traje este libro de las màs hermosas catedrales de Europa. No entendí por qué me lo había traído expresamente a mi... pero le agradecì.
Llegué a mi casa, lo abrí y la dedicatoria era:
"A _____________ con admiración, por la grandeza de lo que está construyendo cuando nadie la ve."
En los días posteriores me devoré el libro, y descubrí en él verdades que cambiaron mi vida.
Nadie puede decir con certeza quiénes construyeron estas magníficas catedrales, no se tiene registro de sus nombres. Estos constructores trabajaron toda su vida en una obra que nunca verían terminada; hicieron grandes esfuerzos y nunca esperaron crédito, su pasión por el trabajo era alimentada por su fe y por la convicción de que nada escapa a la mirada de Dios.
El libro cuenta la anécdota de un hombre poderoso que fue a supervisar la construcción en una de estas catedrales y se encontró con uno de los trabajadores que tallaba un pajarito en una de las vigas de madera que sostendrían el techo. Curioso le preguntó que por qué perdía su tiempo tallando esa figurilla en una viga que nadie vería, en que nadie se fijarìa, y le respondió: "porque Dios si lo ve".
Cuando terminé el libro, todo tuvo sentido; mi vida tuvo sentido; fue como si escuchara la voz de Dios murmurando en mi oído: "ya ves, hija mìa, ningún esfuerzo o sacrificio que haces pasa desapercibido a mis ojos, aún cuando estés realizando tus labores en soledad: ningún botón que pegas, ningúna tortilla que hagas, es un acto demasiado pequeño para que yo no lo vea y eso me haga sonreír. Estás construyendo una gran catedral, solo que aùn no puedes ver en lo que tus esfuerzos se convertirán."
Ahora entiendo que ese sentimiento de "invisibilidad" que sentí no era una aflicción, era el antídoto para mi egoísmo y mi orgullo; era la cura para no querer estar siempre en el centro.
Me ha ayudado mucho a ubicarme, el verme a mi misma como una constructora. El autor de este libro dice que en la actualidad no se construyen este tipo de edificios porque ya no hay personas con ese espíritu de sacrificio que estén dispuestas a dar su vida en una labor que tal vez nunca veràn concluida.
Cuando pienso en eso, solo deseo que cuando mi hijo invite a sus amigos a la casa, no les diga: "te invito porque mi mamá se levanta temprano a hacernos el desayuno, además plancha personalmente los manteles en los que nos sirve la comida y aspira y trapea la casa entera, etc.", porque eso sería estarme construyendo un monumento a mí misma. ¡No! Lo que deseo, desde el fondo de mi corazón, es que mi hijo les diga: "te invito a mi casa porque ahí la vas a pasar muy bien". Mi meta es hacer de mi casa un verdadero hogar, un lugar a donde mis hijos quieran llegar porque puedan estar felices y relajados y sentirse seguros; y que por esa razón, quieran traer a sus amigos.
Como madres de familia, estamos construyendo grandes catedrales; mujeres y hombres de bien; almas que vayan al cielo y lleven entre sus manos a todos los suyos; aseguràndoles aunque sea en algo su vida eterna.
Mientras laboramos no podemos estar absolutamente seguras si lo estamos haciendo bien, pero un día, es muy posible que el mundo se maraville, no solo por lo que habremos construido, sino por el bien y la belleza que habremos aportado a travès de todo el trabajo silencioso de las "madres invisibles".